V1 SEMINARIO NACIONAL DE LA RED DE CENTROS ACADEMICOS PARA EL ESTUDIO DE GOBIERNOS LOCALES Córdoba, 9 y 10 de Septiembre de 2004 La gestión del desarrollo local y la administración de bienes públicos. Sobre modelos y prácticas en la organización de la gestión municipal Autor: Tecco, Claudio Alberto. Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. RESUMEN La denominada “nueva gerencia pública” se impuso como visión dominante en ámbitos académicos y políticos durante la última década del siglo pasado. Entendida como una superación del modelo racional-burocrático, la adopción de los postulados y herramientas de dicho enfoque suponen el desarrollo de nuevas formas de intervención por parte de las autoridades públicas. En la esfera local, se interpreta al buen gobernante como un sujeto con capacidad de liderazgo para habilitar y promocionar actuaciones de actores externos, a los cuales orienta, dirige y coordina. Contribuyeron a consolidar el nuevo enfoque gerencial la crisis fiscal, la emergencia y desarrollo de organizaciones de la sociedad civil y la abundante oferta de financiamiento externo para programas que promoviesen articulaciones interactorales para la mitigación de la pobreza y el desempleo. En esta ponencia se realiza primeramente una breve presentación y análisis de los modelos de gestión y organización municipal que se promovieron en los ’90, contrastándolos con prácticas relevadas en casos estudiados. Seguidamente, se sostiene que la parte más significativa de la actividad municipal es la producción de bienes y servicios públicos a través de procesos que requieren conocimientos, competencias, organización y prácticas racional-burocráticas, cuestión que ha sido subestimada, probablemente en razón del entusiasmo despertado por los nuevos modelos de gestión pública, a la luz de un contexto que los favorecía. Finalmente, se sostiene que la conducción política de las administraciones municipales es más compleja en el escenario actual: a la gestión asociativa, mediante la articulación de intereses sociales diversos, se suma la necesidad de hacer más eficaz la administración de los procesos rutinarios de provisión de servicios públicos locales. LA GESTIÓN DEL DESARROLLO LOCAL Y LA ADMINISTRACIÓN DE BIENES PÚBLICOS. SOBRE MODELOS Y PRÁCTICAS EN LA ORGANIZACIÓN DE LA GESTIÓN MUNICIPAL. 1. Los modelos de gestión pública La gestión pública no puede ser analizada sin considerar el entorno sociopolítico en el cual se inscribe y las posturas ideológicas de los responsables políticos de las administraciones públicas. Como bien lo señalan R. Gomà y Q. Brugué (1994), la variable contextual explica en alto grado la aparición de nuevos modelos de gestión, en tanto la ideológica permite ver como dichos modelos se concretan mediante diversas formas organizativas. En cuanto a la relación entre el entorno y los modelos de gestión, cabe considerar que el modelo clásico de administración pública, autosuficiente, productora cuasimonopólica de servicios públicos uniformes para todos los ciudadanos se correspondía con un contexto de crecimiento estable de la economía y de aumento de la capacidad de producción y regulación del sector público. Las lógicas universalistas y el paternalismo estatal contaban con una base material que las hacía viables y con el consenso político necesario para su legitimación. En los países centrales, la crisis del modelo fordista de desarrollo incluyó el cuestionamiento de las normas y reglas institucionales de regulación que le eran propias. Tales cuestionamientos referían no sólo al rol interventor y regulador de Estado sino también al modelo racional-burocrático de gestión pública. El modelo de regulación fordista (Lipietz, A y Leborgne, 1990) suponía una intervención activa del Estado en la regulación del crédito, los salarios y los ingresos en general, el cual se correspondía con un régimen de acumulación de tipo keynesiano. Administrar la participación del Estado en el marco de este modelo de regulación demandó una creciente especialización funcional por parte de diversas unidades organizacionales que conformaban el aparato burocrático. El desarrollo de estas estructuras aconteció no sólo en términos de tamaño, sino que también abarcó de manera incremental nuevos campos de intervención. El modelo intervensionista, característico los Estados de Bienestar tradicionales comienza a ser criticado en el mundo académico por su incapacidad para solucionar los problemas generados por las sociedades capitalistas de la década de 1980. La crisis del modelo fordista y el surgimiento formas más fragmentadas de producción conllevó la reestructuración de los mercados de trabajo, el aumento del desempleo y la precarización de las relaciones laborales. Asimismo, la cuestión regional/local adquirió una nueva dimensión, ya que a los territorios histórica y estructuralmente pobres se sumaron las nuevas “regiones problema”, producto de la decadencia de ciudades y distritos industriales que habían prosperado bajo las anteriores condiciones. Los cambios acontecidos en la estructura social y de los territorios contribuyeron a su vez a una mayor diversificación y segmentación de las demandas ciudadanas. Los tradicionales referentes de clase (y sus organizaciones políticas y corporativas) se debilitaron, al tiempo que un universo más complejo y heterogéneo de actores emergía. El conjunto de transformaciones sintéticamente descriptas hasta aquí abonaron el terreno para que se cuestionase el modelo racional-burocrático de gestión pública propio del modo de regulación fordista y del Estado de Bienestar. En efecto, comienza en los ’80 a cobrar fuerza la idea de que el Estado ya no debe ser el único proveedor de bienes públicos sino compartir, cuando no delegar, esta responsabilidad en empresas privadas y organizaciones ciudadanas. Se sostiene asimismo que un espectro diverso y crecientemente heterogéneo de demandas sociales tampoco puede ser resuelto con arreglo a principios universalistas y uniformes de intervención. La celeridad de los cambios no permite ya continuar actuando inercialmente, motivo por el cual las organizaciones estatales deben desarrollar nuevas capacidades para gestionar políticas de carácter proactivo y promotor. Se propone entonces una “repolitización del papel de los directivos públicos” (Gomà, R. Y Brugué , Q. 1994) cuya gestión habrá de situarse en redes complejas de relaciones interorganizacionales. El administrador es desplazado en la literatura especializada por la figura del gerente público, cuyas principales cualidades están asociadas a su capacidad para coordinar y promover la participación de actores no gubernamentales en políticas y programas estatales y su aptitud para dar respuestas creativas a un entorno en cambio permanente. El rol principal de las autoridades públicas pasa a centrarse en el desarrollo de acciones que habiliten a diferentes actores sociales y en “catalizar” los esfuerzos de estos con arreglo a objetivos diseñados políticamente (Osborne, D. y Gaebler, P. 1994). Las alternativas ideológicas para acometer este desafío son diversas: por un lado están quienes ven en los cambios contextuales una oportunidad para “devolver a la sociedad civil” el protagonismo que le fuera “expropiado” por el Estado; por el otro quienes postulan un Estado mínimo (mediante transferencia de activos y aplicación de estrategias de downsizing) y la translación de culturas y técnicas del sector privado al público. Los primeros promueven formas de gestión asociada entre organizaciones estatales y de la sociedad civil, los segundos la mercantilización del Estado y de la Administración Pública. Ambas perspectivas, por distintas razones y pese a las profundas diferencias ideológicas que las separan, tienen una visión crítica del modelo racional-burocrático. Pero resulta más curioso aún que, en ambos casos, se da por sentado que dicho modelo tuvo una implantación importante en América Latina y particularmente en Argentina. Sin embargo, en nuestra opinión, tal implantación ha sido débil, cuando no inexistente, pero para sostener esta afirmación es prudente revisemos brevemente las características básicas de dicho modelo. 1.1 La gestión racional-burocrática La administración burocrática es un fenómeno decimonónico que surge como una necesidad de los regímenes liberales para garantizar la separación entre patrimonio público y privado. Según Weber la administración burocrática se corresponde con la dominación racional-legal característica de la modernidad capitalista. Es un producto de la evolución histórica, indispensable para superar las formas precapitalistas de dominación. En tal sentido, la administración burocrática supone que detrás de cada decisión del Estado existen motivos “racionalmente discutibles, es decir, una subsunción bajo normas o un examen de fines y medios...” (Weber, M. 1989:735). Es así que para este autor la exigencia de garantías jurídicas contra la arbitrariedad requiere una objetividad racional formal por parte del régimen de gobierno, en oposición al capricho personal derivado de la gracia propia de la antigua dominación patrimonial. Caracterizan a la burocracia su sujeción a las normas, su conducta despersonalizada, objetiva y su superioridad técnica, fundada en el conocimiento, el cálculo racional y la continuidad, atributos estos que según Weber la hacen superior a otras formas de organizar la administración que la precedieron. La gestión burocrática supone un alto nivel de profesionalismo y racionalidad técnica en los cuadros de la administración, un servicio civil que se presume es portador de conocimientos (sustantivos y procedimentales) que orientan su accionar y este último se atiene a lo pautado en un cuerpo normativo. Cabe entonces preguntarnos si las administraciones públicas (y particularmente las municipales) de nuestro país alguna vez se organizaron de acuerdo a este modelo; si verdaderamente existe o existió en algún municipio de este país un servicio civil profesionalizado y meritocrático. En nuestra opinión la respuesta a las anteriores preguntas es negativa. Si observamos los estilos y sistemas de gestión, como así también las prácticas administrativas más habituales en nuestros municipios comprobaremos que aún predominan rasgos patrimoniales y clientelares, propios de las administraciones premodernas. Difícilmente pueda afirmarse que los gobiernos locales sean la conducción política de administraciones burocráticas modernas, con autonomía técnica y organizadas de acuerdo a un sistema de mérito. Joan Prats (s/f) sostiene que en América Latina sólo excepcionalmente llegó a institucionalizarse el sistema que Weber llamó de dominación racional-legal y afirma que sólo se tomaron las apariencias formales del modelo, pero que en realidad “lo que se desarrollaron mayormente fueron ‘buropatologías’, que en el mejor de los casos se aproximaban al sistema mixto que Weber llamó ‘burocracias patrimoniales”. Por su parte Luis C. Bresser Pereira (2004), uno de los más prominentes partidarios de la administración pública gerencial en Latinoamérica, sostiene que, a excepción de Brasil y Chile, poco es lo que se ha avanzado en las reformas del servicio público, siendo el primero de estos países el que más tempranamente (década de 1930) incursionó en este terreno. La conclusión de su análisis es que en materia burocrática “tenemos el peor de los mundos posibles” en América Latina, ya que no existe selección imparcial por medio de concursos, el sistema de incentivos es perverso y la posesión de los cargos es permanente. Señala este autor que las denominadas “reformas de primera generación” incluyeron las privatizaciones, la desregulación, la descentralización y liberalización del comercio, vale decir aquellos cambios que, en los términos utilizados por O. Oszlak (1994) establecieron “las nuevas fronteras entre estado y sociedad”. Se esperaba que las reformas de “segunda generación” promovidas por los organismos multilaterales, siguiendo una secuencia experimentada en algunos países centrales, se desarrollarían partiendo del downsizing y continuarían con la reforma del servicio civil, para finalmente arribar a la anhelada reforma gerencial. En la práctica, parece que en esta “segunda generación” de reformas se avanzó principalmente en el achicamiento del aparato administrativo, en muchos casos afectando las funciones de producción de las administraciones, pero que muy poco ha sido lo realizado para conformar servicios civiles profesionalizados. Esta continúa siendo una asignatura pendiente que no preocupa a los responsables de los programas de reformas, quienes del “enfoque gerencial” han privilegiado otro tipo de “innovaciones”, tales como la incorporación en algunas agencias del Estado de técnicas de gestión propias del sector privado (control de resultados, contratos de gestión, tercerización de actividades auxiliares, etc.) y la transferencia hacia el sector público no-estatal de determinados servicios sociales. Esta preferencia por la importación desde el sector privado (empresarial) hacia el sector público (estatal y no estatal) de prescripciones y tecnologías caracteriza de la denominada “gestión competitiva” (Gomà, R. Y Brugué, Q. 1994). 1.2 La gestión competitiva Los promotores de la nueva gerencia pública sostienen que es necesario “reinventar el gobierno” (Osborne, D. y Gaebler, T. 1994), “cambiarle el ADN” (Osborne, D. y Plastrik, P. 1998). Las autoridades públicas no administran, sino que habilitan y promocionan actuaciones de actores privados. Al cambiar el rol del gobierno se modifica también el modelo prestacional de los servicios, adoptando características mercantiles. En opinión de estos autores, la administración estatal de servicios públicos no proporciona incentivos para aumentar la productividad, bajar los costos y mejorar la calidad de los productos. Es por ello que consideran indeseable cualquier tipo de monopolización por parte del Estado, debiendo obligarse a éste a que compita. De tal forma, el Estado se relaciona con “ciudadanos-usuarios” o “ciudadano-clientes” en un mercado competitivo. Para “cambiar el ADN” hay que “separar el timón del remo”: el primero debe estar en manos del gobierno y el segundo “de la sociedad”. Los ciudadanos-clientes deben contar con libertad de elección en un mercado desmonopolizado y las organizaciones estatales deben prepararse para esa competencia. Para ser más competitivas, se recomienda que las organizaciones estatales cuenten con mayor autonomía decisional, implementando mecanismos control de los resultados a través de contratos programa. En este modelo de gestión, los gobiernos retienen para sí el control y el establecimiento de condiciones, convirtiéndose a la vez en compradores y vendedores de bienes públicos. En efecto, el Estado compra a privados (v.gr. mediante contratos de concesión) la prestación de un determinado servicio, al tiempo que vende a ciudadanos-clientes servicios que prestan sus propias unidades descentralizadas, las cuales actúan como proveedores bajo condiciones de competencia. Se fragmenta así la unidad organizativa tradicional de la administración estatal, ya que un sector se especializa en las funciones de cliente-comprador (administra la competencia, controla resultados, garantiza estándares de calidad) y otro se especializa en las funciones de prestador-vendedor competitivo (gestión empresarial, marketing, etc). Son varias las observaciones críticas que pueden realizarse a este modelo de gestión: § Sus defensores parten de un falso supuesto, cual es la existencia de un mercado de competencia perfecta, el cual proporciona un punto de equilibrio que maximiza la satisfacción de los consumidores y minimiza los costes de los servicios. Tal competencia no se da en el mundo real, en el cual los mercados son oligopólicos. En no pocos casos se pasa del monopolio estatal al monopolio privado prestador de servicios públicos. § Lo anterior conduce a la concentración de recursos de poder en un numero reducido de prestadores privados, lo cual incide en la orientación de las políticas estatales y obstaculiza el ejercicio de las funciones de control que se reserva el Estado. § A diferencia del sector privado, los servicios públicos no suelen ser individuales sino colectivos. El sector privado se relaciona con “hombres económicos aislados”, en tanto el Estado lo hace con “hombres políticos agrupados” (Gomà y Brugué, 1994). En los servicios públicos el “cliente” cuenta con mecanismos de control político (electorales), pero aún existiendo ciertas condiciones de competencia son limitadas sus posibilidades como consumidor de realizar una elección que lo invista de poder (ibid). § El costo, la oportunidad y calidad de los servicios públicos es, valga la redundancia una cuestión de interés público y no sólo de los clientes-consumidores de cada uno de los servicios. El concepto de ciudadano-cliente es mezquino y mercantil, confunde individuo con ciudadano, reduce el interés ciudadano por lo público a la mera condición de consumidor. § Las propuestas de control de resultados (outcomes) son en realidad de control de productos (outputs); Los contratos programa determinan los logros en términos de cantidades y calidades de bienes y servicios a proveer en plazos determinados (criterio de eficiencia), lo cual no es lo mismo controlar los resultados de una política pública con relación a sus objetivos (x cantidad de raciones de alimento en un tiempo t no significa necesariamente que la situación nutricional la población atendida haya mejorado). Por otra parte, como afirma Jorge Hintze (2003), este tipo de control es realizable en la gestión por proyectos, pero no lo es en la gestión operativa. § Es impensable organizar toda la administración municipal por proyectos, ya que la producción de bienes y servicios rutinarios involucra a la mayor parte de la organización y deben necesariamente ser gestionados bajo modalidad operativa, esto es, mediante la asignación de recursos “con el fin de lograr disponibilidad de capacidad de producción de bienes o servicios de manera rutinaria” (Hintze, J. 2003:3). Contrariamente a lo postulado por los mentores de la gerencia pública, el control de procesos es el aplicable en estos casos y es de la calidad de esos procesos que se deriva la de los productos resultantes. § De lo anterior se deriva que la organización burocrática de matriz weberiana (división del trabajo, actuación con arreglo a reglas y procedimientos documentados, etc.) es la más conveniente para la modalidad operativa de gestión, vale decir, por procesos. 1.3 La gestión asociada Desde enfoques teóricos e ideológicos opuestos a la perspectiva mencionada en el apartado anterior, la crisis del Estado de Bienestar y de sus modos paternalistas de intervención fue percibida como una oportunidad de expansión de la autonomía de los sujetos y para el desarrollo de la ciudadanía. Las críticas progresistas apuntan no sólo contra la gestión burocrática bienestarista, sino también –y fundamentalmente- contra la visión neoliberal del estado mínimo, la cual deposita en los mercados la responsabilidad de organizar la sociedad y solucionar las inequidades. La constatación del aumento de la segmentación social y de las desigualdades económicas ocasionadas por la desregulación y el achicamiento del Estado pone en evidencia que los límites de la coordinación mediante el mercado radican en su imposibilidad de producir integración social (Lechner, N.1997). Entonces, dado el “fracaso del estado” y más tarde el “fracaso del mercado” se comienza a considerar el rol de la sociedad civil en la resignificación del concepto de espacio público (Cunill Grau, N. 1997; Bifarello y Nari, 1999). Estas últimas autoras sostienen que “la sociedad civil actual, en sí misma, es una red...” y que “...la participación y la colaboración de diversos actores sociales constituye lo que Lechner (1997) llama ‘coordinación mediante redes’. El análisis de Lechner brinda una tipología de modelos de interacción entre el estado, el mercado y el tercer sector analizando, como resultado de diferentes combinaciones, la coordinación política, la coordinación por el mercado y la coordinación mediante redes. Este último tipo funciona como una nueva manera de regulación social” (Bifarello y Nari, 1999: 4 ). En plano más específico de la gestión pública, particularmente la de políticas y programas sociales, se desarrollan propuestas denominadas “de gestión asociada”, refiriéndose con ello “a modos específicos de planificación y de gestión realizados en forma compartida entre organizaciones estatales y organizaciones de la sociedad civil en su sentido más amplio. El sistema de trabajo planificado y la relación articulada de los colectivos que se crean para elaborar y gestionar estos proyectos o programas cogestivos que en sí mismos son una red, devienen en una trama social reconfigurada y activa: una red de redes de gestión asociada” (Poggiese, H. 2000, citado por Caldarelli, G y Rosenfeld, M. 2002:1). Avanzados los años ’90, organismos internacionales y multilaterales comenzaron a hacerse eco de este tipo de propuestas, por entender que “la cooperación entre los ciudadanos, su participación en organizaciones y movimientos sociales y su capacidad para establecer relaciones recíprocas y concertadas en redes del más diverso tipo resalta la importancia de los lazos que se establecen entre los miembros de las organizaciones de la sociedad civil”, a la cual se la entiende como a una “red de asociaciones independientes de ciudadanos que defienden sus derechos y reconocen sus propias responsabilidades” (PNUD/BID:2000: 25, 26). Categorías como “espacio público”, “Estado Providencia Cívico”, “ciudadanía activa”, “participación social”, “economía social”, “sociedad red”, “publificación de las políticas”, “gestión asociada” y “capital social” se incorporan en los ’90 al lenguaje y las prácticas de los científicos sociales como así también de los expertos en políticas sociales y de desarrollo local, dándosele a estos conceptos significados diversos, de acuerdo a las perspectivas teóricas e ideológicas de cada uno de sus usuarios. Analizar la polisemia de estos términos excede los objetivos de esta ponencia y la capacidad de su autor, por lo que nos detendremos en sólo uno de ellos, el de capital social, sin ahondar en los diversos significados que se le asignan al mismo. El interés particular para hacerlo es que parecería ser un concepto clave para diversas disciplinas y profesiones (economía, ciencia política, sociología, geografía y administración) cuando desde ellas se aborda el análisis o se realizan propuestas de gestión del desarrollo local. El capital social 1 fue incorporado al análisis económico por algunos autores como un recurso adicional al capital físico y al capital humano (Coleman, J. 1988; Putnam, R. 1993). Su existencia está asociada a la de redes sociales y es considerado como un bien público, debido a que sus beneficios no sólo son aprovechables por los que contribuyen a crearlo sino que pueden también extenderse a 1 El siguiente discusión conceptual forma parte del momento teórico de un proyecto de investigación radicado en el IIFAP, recientemente aprobado (julio de 2004) por SECYT-UNC, titulado Estudio de Capital Social en dos localidades de la Región Metropolitana Córdoba. Integran el equipo de investigación el autor de esta ponencia (Director), Juan C. Bressan (Codirector), Silvana López, Silvana Fernández, Carlos M. Lucca, Adolfo Buffa, Mónica Sánchez y Gustavo Zilocchi. otros sujetos (Piselli, F. 2003), posibilitando la puesta en práctica de una mayor participación de la sociedad civil en la gestión de la economía y el estado, lo cual a su vez fortalece la democracia. El desarrollo endógeno tiene lugar en un espacio local (municipal o regional) en el que diversos actores conjugan esfuerzos y aspiraciones, buscando el fortalecimiento del territorio. Cada experiencia de desarrollo local supone trayectorias específicas que se configuran en elementos históricos, geográficos y en mentalidades, pero que no están totalmente predeterminadas sino que se transforman y evolucionan a partir de la prácticas de los propios actores, combinadas con circunstancias y coyunturas que lo favorecen (Barreiro Cavestany, F. 2001). Se sostiene que el desarrollo de sinergias entre organizaciones públicas, estatales y no estatales, permite potenciar las prácticas y mejorar el desempeño. Esta asociatividad se expresa en la existencia de redes de iniciativas, involucrando cuestiones de competencia, de cooperación, de difusión y de innovación. Especialistas en la materia sostienen que el capital social puede incidir positivamente en los resultados de las políticas públicas locales, particularmente cuando las relaciones que se establecen entre los gobiernos y las redes sociales locales están cimentadas en la confianza. Desde esta perspectiva, las organizaciones de la sociedad civil son un componente esencial para la construcción y sostenimiento de capital social. En efecto, la existencia de organizaciones comunitarias activas y de redes sociales son indicadores de la presencia de interés social por los asuntos públicos. Es por ello que las relaciones de apoyo mutuo entre los diferentes actores conforman lo que Robert Putnam (1993) denomina redes de compromiso cívico. Cuanto mayor sea la densidad de estas redes comunitarias también lo será la probabilidad de que cualquier ciudadano desarrolle capacidades de cooperar para beneficio mutuo. A diferencia del capital físico, la acumulación de capital social no depende de la voluntad externa de uno (o pocos) “inversores” que adoptan decisiones racionales basadas en cálculos de rentabilidad. Por el contrario, el capital social es esencialmente relacional y endógeno, resultado de procesos e instituciones enraizados en la historia de una sociedad. Este enraizamiento implica que es condición necesaria, pero no suficiente, la presencia de organizaciones sociales en un territorio, ya que la formación de capital social requiere también articulaciones reticulares e institucionalidad, esto es reglas de juego socialmente aceptadas que regulen las actuaciones cooperativas de los miembros de las redes. El Estado, si sus actores internos (políticos y burocráticos) se lo proponen, cuenta con capacidades para jugar un rol activo en la producción de capital social, ya que a través de sus acciones, puede generar un ambiente en el cual las organizaciones sociales encuentren canales de articulación (Evans, P., 1996). El municipio es la instancia estatal más próxima a los ciudadanos, razón por la cual puede desempeñar un rol fundamental para la construcción de capital social y el desarrollo local. En tal sentido, la adopción de un modelo de gestión pública que promueva las articulaciones en red constituye no sólo un instrumento para mejorar la efectividad de las políticas públicas, sino también una estrategia para fortalecer las redes de compromiso cívico a las que Putnam hace referencia. Ahora bien, todos sabemos que existen sociedades locales con mayor o menor propensión a operar con lógicas de actuación cooperativas e innovadoras. Por un lado, conocemos casos de comunidades en las que los actores sociales comparten identidades fundadas en una historia común orientada a futuro (Arocena, J. 1995) de sentido progresista; pero por el otro abundan también sociedades locales desarticuladas, sin proyectos compartidos, con identidades colectivas débiles o nostálgicas. Cabe entonces preguntarnos, ¿por qué determinados territorios son proclives -y otros no lo son- a transitar por los senderos del desarrollo endógeno, mediante la cooperación sinérgica de sus agentes sociales y la acumulación de capital social? Un principio de explicación puede encontrarse al considerar (en cada experiencia particular) cuales son las normas informales, las pautas socialmente aceptadas que regulan el comportamiento de los sujetos. Y es sabido que estas normas varían de un lugar a otro, que las mismas son producto de procesos histórico-sociales y que no se construyen de un día para otro, de manera artificial y voluntarista. Los actores, las redes, las identidades, el sentido de lugar y el espíritu de cooperación no surgen de la nada, sino que son producto de procesos sociales con una cierta trayectoria histórica. Aún reconociendo la existencia de los condicionantes mencionados, cabe preguntarnos si es o no posible que determinados actores estratégicos, por la posición que ocupan en la sociedad local, por detentar determinados recursos (económicos, culturales, de poder o simbólicos) puedan a través de sus prácticas contribuir a generar condiciones que favorezcan la formación de capital social. Los estudios de caso aportan conocimientos sobre experiencias en las cuales determinados “agentes de desarrollo” o “actores estratégicos”, aún en condiciones poco favorables, han liderado procesos exitosos de desarrollo. Estamos pensando en formas pluralistas y democráticas de liderazgo, capaces de articular sistemas complejos de actores -con valores e intereses contradictorios- para que la cooperación en el territorio no resulte en un juego de suma cero, sino que conduzca a la formación de visiones y proyectos colectivos. Es obvio que las condiciones para el surgimiento de este tipo de liderazgo son más propicias en entornos innovadores, con profundidad histórica e identidades colectivas sólidas. Sin embargo, es también necesario plantearnos el desafío de aportar ideas que contribuyan a la elaboración de estrategias apropiadas para sociedades locales que no reúnan tales características. En nuestra opinión, considerando las atribuciones que el régimen municipal asigna a los gobiernos locales, interpretamos que el Municipio no es “un actor más” en el sistema de acción local. Por el contrario –y con mayor razón si existen debilidades organizativas e institucionales en la sociedad local- le cabe desempeñar un rol activo, promoviendo la formación de OSC y su articulación en red para desarrollar proyectos y acciones locales. Al hacerlo, puede generar un ambiente en el cual las organizaciones sociales encuentren canales para la gestión asociada de políticas públicas. El gobierno local puede actuar como “catalizador” de iniciativas originadas en la sociedad civil, pero no es suficiente esperar a que tales iniciativas sociales se produzcan por generación espontánea. Articular actores sociales requiere también ejercer liderazgos y los gobernantes locales pueden asumir ese papel de líderes, tomando iniciativas que promuevan la asociación comunitaria, diseñando y proponiendo a la sociedad proyectos que potencien los recursos endógenos; proyectos que una vez puestos en práctica arrojen resultados positivos, capaces de producir un efecto demostración que posibilite a la sociedad valorar al capital social como recurso para mejorar su calidad de vida. Conclusiones La crisis fiscal del Estado, la emergencia y desarrollo de organizaciones de la sociedad civil y la oferta de financiamiento externo para programas que promoviesen articulaciones interactorales para la mitigación de la pobreza y el desempleo favorecieron el desarrollo de la denominada “Gerencia Social” (Kliksberg, B. 1991). En la lucha contra la pobreza, “la noción de proyecto, como tendencia iniciada especialmente desde los 80, consolidó la fragmentación social. Bajo el paradigma de la focalización, cada proyecto, en muchos casos financiado por agencias internacionales, construía sus propias micro gestiones en torno a sus objetivos y particularidades operativas. El general, la intervención estatal en el campo de la política social resultó siendo entonces una sumatoria de acciones discretas con una fragmentación aún mayor de las políticas públicas” (Martínez Nogueira, 2002, citado por Caldarelli y Rosenfeld, 2002). Los municipios argentinos, que a partir de los ’90 incursionan de manera creciente en el campo de las políticas sociales, han sido y son partícipes en la ejecución de programas de gestión asociada, predominantemente de diseño externo. Por otra parte, aquellos municipios que asumen el desafío de liderar proyectos de desarrollo económico local también encuentran en la construcción o consolidación redes interactorales el fundamento para tales proyectos. El autor de esta ponencia ha argumentado en anteriores trabajos (Tecco, C. 1997a, 1997b y 2002) que esta modalidad de gestión asociada, en el campo de las políticas sociales y de la promoción del desarrollo económico, constituyen las innovaciones de gestión más significativas por parte de los gobiernos locales en años recientes. Ahora bien, no todo en un municipio se puede gestionar con esta modalidad. El 90 % ó más de las actividades que se desarrollan en una municipalidad no están organizadas “por proyecto”, y está bien que así sea, porque se trata de actividades que forman parte de la gestión operativa y que posibilitan que los ciudadanos cuenten con los servicios urbanos básicos, se trasladen a sus lugares de trabajo o estudio, consuman alimentos controlados bromatológicamente, reciban atención cuando se enferman, cuenten con la protección contra eventuales arbitrariedades de terceros por la aplicación de normas que regulan el uso del suelo, la edificación, los espacios públicos, la calidad ambiental, etc.. Y para tales funciones y actividades se cumplan con eficacia no se conoce una mejor forma de hacerlo que mediante la tan criticada “administración burocrática”, estadio moderno de la evolución al cual nuestros gobiernos locales no parecen aún haber accedido plenamente. Antes que denostar el modelo burocrático, los académicos deberíamos preocuparnos más por elaborar propuestas que permitan superar los aspectos patrimoniales (premodernos) que impregnan a la mayoría de los gobiernos y administraciones municipales. Una burocracia moderna, transparente, y receptiva, que opere con arreglo a normas que emergen de un sistema democrático, es necesaria para limitar la discrecionalidad de caciques patrimonialistas y caudillos clientelares, los cuales a veces incluso se calzan el traje de “gerentes públicos”. Por otra parte, no se conoce ningún lugar en el mundo, particularmente aquellos países desarrollados que más avanzaron en la línea de la “nueva gerencia pública”, que carezcan de un servicio civil burocrático de las características señaladas en esta ponencia (ver apartado 1.1). El “cambio de ADN” (Osborne, D. y Plastrik, P., 1998) que requieren nuestros gobiernos locales - o su “reinvención” (Osborne, D. y Gaebler, T., 1994)- no es el pregonado por los mentores de la gestión competitiva. A la fragilidad teórica de sus argumentos ya nos hemos referido y, en cuanto evidencia empírica, basta con repasar lo sucedido en los ’90 para constatar como el Estado “catalizador de la iniciativa privada” ha sido capturado por poderosos grupos económicos. Sin embargo, tampoco alcanza con articular redes sociales y desarrollar proyectos bajo modalidades de gestión asociativa. Si bien esto último es necesario e importante, constituye sólo una parte de un conjunto de reformas gubernamentales entre las cuales se incluye el logro de mejores estándares en la provisión de bienes públicos, mediante una más eficaz gestión de los procesos básicos que permiten la producción de éstos. Por lo expuesto, entendemos que el mayor desafío para los municipios no pasa por “superar el modelo racional burocrático” (que nunca practicaron), sino por construir una nueva institucionalidad, que habilite la participación ciudadana en la gestión pública y posibilite el ejercicio de accountability societal vertical (O’Donnell, G. 2001) sobre las autoridades políticas y la administración. Administración ésta que debería ser altamente profesionalizada, meritocrática y transparente. Bibliografía § Arocena, José (1995): El desarrollo local: un desafío contemporáneo. CLAHE, Ed. Nueva Sociedad, Caracas. • Bagnasco, A., Piselli, F., Pizzorno, A., Triglia, C. (2003): El capital social: instrucciones para su uso . Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires. • Barreiro Cavestany, F. (2001): Desarrollo desde el territorio. (A propósito del desarrollo local). 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