razón y revolución en Kant y Hegel. Una mirada a la justificación del

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Persona y Sociedad / Universidad Alberto Hurtado | 79
Vol. XXVII / Nº 3 / septiembre-diciembre 2013 / 79-99
Razón y revolución en Kant y Hegel.
Una mirada a la justificación del Estado
Felipe Torres*
Centro de Análisis e Investigación Política, Santiago, Chile
Resumen
La constatación de un hecho que resulta inaceptable ¿es condición suficiente para
una acción violenta contra la autoridad? ¿Qué respuestas –o nuevas preguntas–
podría entregarnos una filosofía? Para abordar estas interrogantes recurriremos a
dos filósofos que se han pronunciado sobre este tema de maneras diferentes: Immanuel Kant y G. W. F. Hegel. Proponemos adentrarnos en algunas de las obras
‘políticas’ de ambos autores, con el objeto de realizar un viaje por algunos puntos
decisivos que dan cuenta de la pertinencia o imposibilidad que la vía revolucionaria
ostenta en el sistema de cada pensador. Para ello indagaremos en la posibilidad
que cada uno de ellos abre o cierra en relación a un proceso revolutivo y cómo ello
puede ser conectado con la labor de la Razón en la mantención o subversión de
un orden dado o, en otras palabras, cómo la Razón puede erguirse en ideal que
ayude a justificar o rechazar una sublevación.
Palabras clave
Revolución, Razón, Estado, Kant, Hegel
Reason and revolution in Kant and Hegel
View to the State´s justification
Abstract
Is the finding of a fact that is unacceptable sufficient grounds for violent action
against authority? What answers or questions may open up philosophy? To ad*
Sociólogo y minor en Filosofía, Universidad Alberto Hurtado; magíster en Pensamiento Contemporáneo,
Instituto de Humanidades, Universidad Diego Portales(IDH-UDP) Santiago, Chile. Profesor asistente,
Escuela de Sociología, Universidad Andrés Bello, sede Viña del Mar. Investigador del Centro de Análisis
e Investigación Política (CAIP) y director de Pléyade (ISSN: 0719-3696). Correo electrónico: ftorres@
caip.cl. El autor agradece enormemente los comentarios del profesor Juan Ormeño Karzulovic.
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Felipe Torres
dress these questions we will resort to the writings of two philosophers who have
discussed this issue in different ways: Immanuel Kant and G. W. F. Hegel. We
propose to engage with some of the ‘political’ works of both authors in order to
journey through some crucial points that recognize the relevance or nonsense that
sustains the revolutionary path in the system of each thinker. To do this we will
investigate the possibility that each one of them opened or closed a revolutionary
process, and how this can be linked with the role of reason in maintaining or
subverting a given order or, in other words, whether reason may stand in the ideal
to help justify or reject an uprising.
Keywords
Revolution, Reason, State, Kant, Hegel
Prolegómeno
El siguiente trabajo es una sucinta investigación que se propone ahondar en la
posibilidad que abren o cierran los postulados filosóficos de Immanuel Kant y G.
W. F. Hegel con respecto a la noción de revolución como manifestación posible
del pensamiento en el sustrato de lo que Hegel entiende en su Filosofía del derecho
como realidad ética, paralelo de la realidad natural (1968). Se trata de abordar la
pregunta acerca de la justificación del alzamiento de una voluntad popular en el
marco estatal. La posibilidad de la sublevación de un pueblo contra el soberano
vincularía estrechamente la legitimidad o no de una revolución con los argumentos
que justifican la existencia del Estado. En ese contexto y bajo el precedente interés,
en lo que sigue trataremos los siguientes puntos:
1) como exposición de un argumento explícito en oposición a la consideración de
un proceso revolucionario, se presentará la postura kantiana que niega de manera
taxativa la posibilidad de rebelión contra el Estado por oponerse a los principios
de la Razón que fundan al mismo; con la observación de este planteamiento se
espera ejemplificar la forma en que se justifica esta imposibilidad para luego ser
sopesada con el argumento hegeliano;
2) la compleja relación que Hegel define entre pensamiento –en este caso homologado a razón– y realidad, suprimiendo la separación entre ambos polos bajo
la premisa, muy próxima a la concepción de en Platón, de que “ lo que es racional es
real; y lo que es real es racional” (Hegel, 1968, p. 34). En este punto conectaremos
el argumento presentado por Marcuse en Reason and Revolution (1955) referente
a los ambivalentes rendimientos teórico-prácticos que una suposición semejante
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tiene para la ‘acción en la realidad’, en vistas a su ‘transformación’; como también
lo que el propio Hegel señala en la Wissenschaft der Logik sobre lo que devela el
movimiento gnoseológico entre ser [inmediatez] y esencia [mediatez]. Esto último
se trabajará con el objetivo de relacionar la problemática de la ‘acción en la realidad’
orientada a una adecuación con el ‘deber ser’, con la posibilidad de que la realidad
ética sea un sustrato intermedio entre lo que la realidad presenta [inmediatez] y lo
que esta es en esencia [mediatez].
3) No obstante, en tanto la filosofía no puede definir el ‘deber ser’ del Estado,
sino sólo el modo en que debe ser conocido como universo ético (Hegel, 1968),
nos trasladaremos a la definición –y su relevancia– que Hegel establece para la
libertad de la voluntad al final de sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, de manera tal que quede mencionado el papel central que la voluntad en sí
y para sí ostenta –como voluntad ‘no particular’– para un ejercicio de la libertad.1
Esto permitiría completar una aproximación conclusiva sobre la posibilidad que la
‘transformación [volitiva] de la realidad’ tendría en la filosofía kantiana y hegeliana.
Antes de pasar a una exposición más detallada de los puntos anteriores, conviene
tener presente una pequeña definición.
Aclaración inicial
En el presente escrito, la idea de ‘revolución’ será entendida como la destitución
violenta de quien ostenta el poder soberano al interior de un Estado. En este
sentido, la revolución referirá a un levantamiento masivo que se realiza en contra
de los actos o disposiciones que provienen de un Estado materializado en una
figura particular, llegando a un rechazo radical que conduce a la posesión del
poder sin consideración alguna. Si bien la noción de revolución comparte con
la idea actual de ‘golpe de Estado’, la sustitución de un soberano por otro, lo
que identifica propiamente al proceso revolucionario es la disolución completa,
al menos en principio, de un crisol de valores y formas de vida que se perciben
como insoportables. En este sentido, no es simplemente la permuta de un poder
en la investidura de soberano por otro, sino más bien la modificación extrema de
la constitución que el Estado como tal vela.
En otra línea, en la introducción a este documento se ha hecho manifiesta la
desigual extensión con que se atenderá a los autores tratados. Esta situación requiere
una justificación: se debe a la aparentemente notoria posición kantiana en contra
1
Voluntad ‘libre’, en tanto no desea nada ajeno a sí misma.
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de cualquier tipo de subversión o rebelión contra el Estado –lo cual hace relativamente innecesarias mayores conjeturas–, y la aparentemente poco consistente
posición de Hegel respecto de lo mismo: si bien en importantes pasajes Hegel
reconoce la imposibilidad del acto revolucionario en pos de la defensa del Estado,
el esquema que su sistema filosófico revela y defiende hacen cuestionar la primera
y presumiblemente incierta aseveración del impedimento de la revolución por vías
racionales desde el punto de vista de la totalidad en relación a los momentos que
realizan y corroboran la realidad de lo Absoluto y, cómo, a la vez, esta realización
se da de modo determinante con el impulso de la Razón. Con esto no se quiere
caer en la majadera crítica al así denominado sistema ‘panlogista’ de Hegel, según
el cual, con la remisión al Absoluto, la totalidad de lo que acontece se encuentra
justificada como diferentes momentos, aun contradictorios, de la racionalidad
de la realidad. Llevado al plano de la actividad humana en el mundo, tanto los
logros sublimes de la humanidad como las innumerables atrocidades habidas y
por haber quedarían asimiladas de modo indiferenciado. La postura que aquí se
adopta reconoce la coherencia de observar la totalidad de lo fenoménico como
partes integrantes del movimiento universal. Sin embargo, por esta vez, preferimos
remitirnos a la actividad que ese movimiento incesante requiere para su realización
y así, desde esta postura más reducida, observar en qué medida un momento del
Todo [Ganze] puede concebirse como más o menos necesario.
Kant y la imposibilidad del acto revolucionario
Al momento de concebir la posibilidad de una revolución en el pensamiento de
Kant, afloran de inmediato los obstáculos que la Razón impondría a la justificación
de un procedimiento tal, que por medio de este se ‘suspendiesen’ los atributos de
legitimidad y poder que supone el Estado, para desde allí ser reemplazados por
otros. Veamos entonces cómo se desglosan ciertos argumentos emblemáticos referentes al origen del Estado y al origen y actuar del pueblo, los cuales declararían
la imposibilidad de fundamentar un proceso revolucionario en Kant.
La tematización que Kant realiza del Estado está enfocada en demostrar toda
la fuerza que este ‘poder supremo’ guarda en sus principios. En la segunda parte
de la “Doctrina del derecho” de La metafísica de las costumbres, particularmente
en la “Observación general”, queda de manifiesto la supremacía del poder del
Estado sobre sus súbditos, a tal punto que estos ni siquiera deberían ‘sutilizar’
sobre el origen del primero, como si su nacimiento fuese un derecho del cual
dudar en vistas a la obediencia que la existencia del soberano exige (Kant, 1977a,
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2008a). La justificación de tal inhibición de cuestionamientos radicaría, en último
término, en que no es posible pensar al pueblo mismo sin un Estado; por tanto,
en la duda de la obediencia lo que se anida es la duda del pueblo sobre su propia
existencia. Más precisamente, en tanto el pueblo para juzgar legalmente sobre el
poder supremo del Estado tiene que considerarse desde antes como unido por una
voluntad universalmente legisladora, a saber, el Estado mismo, no puede efectuar
esta actividad sin ponerse a sí mismo como objeto de duda y, posiblemente, disolución, destrucción: “la conservación de la constitución del Estado existente, es la
ley suprema de toda sociedad civil, pues ésta sólo existe por obra de aquella” (Kant,
1991, p. 290). De esto se sigue que resulta inapropiada, o mejor dicho, ilegítima,
toda posición que suspenda, aunque sólo sea en el juicio, la legitimidad del poder
porque si un súbdito que hubiera meditado sobre el origen último del
Estado quisiera resistirse a la autoridad en ese momento reinante, sería
castigado, aniquilado o desterrado (como proscrito, exlex), según las
leyes de tal autoridad, es decir, con todo derecho. Una ley que es tan
sagrada (inviolable) que, considerada con un propósito práctico, es ya un
crimen sólo ponerla en duda, por tanto, suspender momentáneamente
su efecto… (Kant, 1991, p. 150)
De esta manera, Kant aleja toda discusión posible acerca de si el origen del poder
que legisla supone algún peligro a su legitimidad, dejando sin importancia alguna
la pregunta por si una adquisición violenta del poder reduce la potestad de la ley:
“…‘toda autoridad viene de Dios’, que no enuncia un fundamento histórico de la
constitución civil, sino una idea como principio práctico de la razón: el deber de
obedecer al poder legislativo actualmente existente, sea cual fuere su origen” (Kant,
1991, p. 150; cursivas propias).
Lo anterior se ve complementado con aquella conclusión que libera al representante en el Estado de todo deber constrictivo respecto del que el pueblo pudiese
ejercer sobre él (Kant, 1991). En efecto, en tanto se trata de un poder que supera
la ‘coalición de voluntades’ que se podrían aunar bajo el nombre de ‘voluntad popular’, cualquier supeditación de este ‘poder supremo’ a la potestad de lo masivo,
haría que dicho poder superior ya no lo sea sino sólo mediado por esta autoridad
mayor –lo cual, evidentemente, despojaría al soberano en el Estado de la ostentación del poder supremo.
Porque quien debiera restringir el poder estatal ha de tener ciertamente
más poder, o al menos el mismo, que aquel cuyo poder resulta restrin-
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gido; y como señor legítimo que ordena a sus súbditos resistir, ha de
poder también defenderlos y juzgarlos legalmente en cada caso y, por
tanto, ha de poder ordenar públicamente la resistencia. Pero entonces
el jefe supremo no es aquél, sino éste; lo cual es contradictorio. (Kant,
1991, p. 150)
Al reconocer, por tanto, la incoherencia del máximo poder supeditado a otro poder,
nada hay que impida concebir la siguiente consecuencia:
Contra la suprema autoridad legisladora del Estado no hay, por tanto,
resistencia legítima del pueblo; porque sólo la sumisión a su voluntad
universalmente legisladora posibilita un estado jurídico; por tanto, no
hay ningún derecho de sedición (seditio), aun menos de rebelión (rebelio), ni mucho menos existe el derecho de atentar contra su persona,
incluso contra su vida (monarchomachismus sub specie tyrannicidii),
como persona individual (monarca), so pretexto de abuso de poder
(tyrannis). (Kant, 1991, pp. 151-152)
De esta manera, quedan anuladas jerárquicamente las posibilidades de: en primer
lugar, insolencia o sublevación contra la autoridad; en segundo término, menos aún,
el derrocamiento del poder estatal por vías revolutivas; y en último término, por
ningún motivo, la acción violenta contra la persona investida con el poder soberano.
Luego se define que cada uno de estos intentos debe ser reconocido como crimen
de alta traición, considerándose como alguien que intenta dar muerte a su patria
(parricida) a todo aquel que emprenda cualquiera de estas acciones. Kant es claro
en asegurar que la razón por la cual el pueblo debe soportar “a pesar de todo, un
abuso del poder supremo, incluso un abuso considerado como intolerable” (Kant,
1991, p. 152) se anida en la muestra de la destrucción de la constitución legal in
toto que tanto una sedición, una rebelión o una acción violenta contra el soberano
ejercen, en tanto contradicen las disposiciones de la ‘legislación suprema’. Con
lo anterior Kant posiciona al orden jurídico como aquel statu quo ‘positivo’ que
guarda sistemáticamente las disposiciones que definen lo posible de lo no posible.
Cabe la posibilidad de desviarnos un poco del tema actual para tratar la procedencia del sistema legal que funda este estamento positivo –el derecho– y,
junto a ello, la ausencia de la rebelión misma –aunque para Kant esto pueda
no ser relevante, cosa que ya hemos visto en relación al origen del Estado.2 No
2
Ver cita p. 61.
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queda claro si las disposiciones de lo legal/no legal provienen sólo del soberano en
el Estado –quien jurídicamente las reconoce–, o sólo del pueblo –quien consuetudinariamente las reconoce– o de una relación conjunta –en donde una dialéctica
entre ambas esferas generaría el orden jurídico–, aunque probablemente sea esta
última la noción más sensata para Kant, en tanto reconoce la afluencia de las dos
dimensiones. La importancia de esta genealogía radica en el develamiento de lo
que en último término constituye el proceder legítimo de las normas:3 una conjugación hemiracional-hemicultural: si reconocemos que tales normas, en última
instancia, sólo pueden estar en concordancia con los criterios de la razón –y desde
esa perspectiva no es el soberano ni el pueblo lo que les otorga legitimidad, sino la
razón misma– no es menos cierto que las inclinaciones culturales en su conjunto
imponen en diferentes niveles de importancia sus concepciones normativas. No
se trata de encontrar una solución a este problema aquí, sino sólo de pensar si la
primacía de un orden jurídico no es el resultado arbitrario de una ‘parte’ de la
sociedad, por importante que esta sea, sino de la sociedad supuesta como conjunto.
Desde cierto punto de vista, la cuestión queda resuelta en el momento en que se
reconoce imposible la sujeción de la ley soberana a una instancia superior (Kant,
1977b, 2008b), fuera de sí misma. De ser así, se justificaría que la ley no estuviera
sometida a la ‘voluntad popular’, al sustrato hemicultural:
Porque para estar capacitado para ello tendría que haber una ley pública
que autorizara esta resistencia del pueblo; es decir, que la legislación
suprema contendría en sí misma la determinación de no ser la suprema y de convertir al pueblo como súbdito, en uno y el mismo juicio,
en soberano de aquel al que está sometido; lo cual es contradictorio
3
Nuevamente: puede ser que el origen de la legalidad no importe, en tanto ya existe un orden con disposiciones legales que regulan el comportamiento para todos, bastando con eso para ‘hacer cumplir la ley’
[“no importa el origen del Estado, basta con que esté presente para que reclame con justicia obediencia”].
Sin embargo, ello no anula la pregunta de si un origen viciado ¿no vicia sus resultados? Claramente, la
definición de lo ‘viciado’ tendría que hacerse explícita y ser sometida al ‘tribunal de la razón’, en donde
muy probablemente tras el concepto de lo ‘viciado’ se pongan en evidencia los supuestos normativos de
la cultura en que se anida, para sólo desde ahí propender a postulados con pretensión de validez universal. Pero hilemos aún más fino: si ahondamos en la pregunta misma –“un origen viciado ¿no vicia sus
resultados?”– cabría cuestionarnos si el principio de causalidad conlleva necesariamente una suerte de
transmisión insalvable de propiedades: ¿necesariamente por proceder de un origen con ciertas cualidades,
el resultado tiene que verse incorporado, formar parte o poseer tales cualidades? Retraído a nuestro caso
¿una obtención ilegal de la legalidad vuelve ilegal al orden legal restaurado? Al parecer, con lo que veremos
más adelante en relación a la autoridad del soberano ungido por vía revolucionaria, queda de manifiesto
que para Kant el origen en un ‘vicio’, no ‘vicia’ necesariamente el resultado.
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(Kant, 1991, 152).4 Adicionalmente, esta formulación atentaría contra
el principio según el cual esa ley moral presente en la fundamentación
del Estado “es también fuente de la dignidad última del ser racional”
(Lobos, 2010, p. 59)
De tal suerte se yergue el postulado que a nuestros efectos resulta central en Kant,
a saber: “Por tanto, un cambio en una constitución política (defectuosa), que bien
puede ser necesario a veces, sólo puede ser introducido por el soberano mismo
mediante reforma, pero no por el pueblo, por consiguiente, no por revolución”
(Kant, 1991, pp. 153-154). Descartada por contradictoria la posibilidad revolucionaria, Kant debe ahora remitirse a la experiencia y plantear una respuesta a
la situación de facto en que el soberano ha sido destituido violentamente por el
pueblo, estableciéndose una nueva constitución. En aras de la estabilidad, Kant
reconoce a la nueva institucionalidad como formando parte de la legalidad a que
los ciudadanos deben remitirse, aun cuando esta se funde o se haya originado por
instancias subversivas:
si una revolución ha triunfado y se establece una nueva constitución,
la ilegítimidad del comienzo y de la realización no puede librar a los
súbditos de la obligación de someterse como buenos ciudadanos al nuevo
orden de cosas, y no pueden negarse a obedecer lealmente a la autoridad
que tiene ahora el poder (1991, p. 155)
Con esto Kant simultáneamente niega de manera jurídica la posibilidad de la
revolución,5 pero restablece moralmente el deber de obedecer como ‘buenos ciuda
4
5
Sin embargo, queda abierta la posibilidad de seguir preguntando por la legitimidad de la ley: este problema persiste porque en la separación de las disposiciones culturales que Kant otorga a la Razón, esta se
percibe como sustrato autónomo, libre de las conjeturas sociales, por definición arbitrarias y contingentes,
que imposibilitan una consideración objetiva de las reglas. No obstante, en el pensamiento contemporáneo dominante la Razón pierde su mayúscula al verse permeada por los valores culturales en los que se
asienta, no pudiéndose concebir una esfera racional de manera ‘pura’, con lo cual vuelve a cuestionarse el
tipo de ‘racionalidad’ que funda la legitimidad de las normas. De reconocerse la materialidad de lo legal
–su racionalidad ‘impura’– se posibilita la crítica de la legitimidad a la luz de una teoría de la sociedad:
es cierto que la legitimidad de las normas no puede supeditarse a un fin fuera de sí –por ejemplo, a la
voluntad del pueblo–, pero tampoco puede asumirse dicha legitimidad en un ideal de razón pura que se
desprende de su anclaje histórico, sino más bien sólo en su justificación categórica: es necesario darnos
leyes ‘universales’.
Aunque también moralmente cuando se trata de la ejecución formal del soberano: “La ejecución formal es
la que conmueve el alma imbuida de la idea del derecho humano con un estremecimiento que se renueva
tan pronto como imaginamos una escena como la del destino de Carlos I o de Luis XVI. ¿Cómo explicar,
sin embargo, este sentimiento, que no es aquí estético (una compasión, efecto de la imaginación, que se
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danos’ al ‘nuevo orden de cosas’: en tanto el caos o la anarquía es por lejos la situación
inimaginable, Kant se ve obligado a identificar en el nuevo soberano la legitimidad
restituida, aun cuando el ‘derecho de gentes’ se encontraría justificado para reposicionar en su cargo al soberano destituido. Esto último, sin embargo, es una opción
viable sólo cuando el soberano violentado desea recuperar su puesto cuando este no
es el caso sigue vigente el ‘nuevo orden de cosas’. Esto es lo que algunos denominan
la ‘obediencia prusiana’ presente a lo largo de toda la obra ética de Kant (Höffe,
1986). Interesante resulta, por lo demás, el vínculo que el filósofo establece entre
revolución y democracia en uno de sus textos tardíos, Sobre la paz perpetua (1998),
pues la acción violenta contra Uno (el soberano) ejercida por muchos que no son
todos (la mayoría) se vuelve patente en una situación democrática. He ahí un campo
de investigación por sí mismo y que excede los propósitos de esta exposición.
Sintetizando, entonces, para Kant es imposible la vía revolucionaria como alternativa a un orden de cosas presente percibido por el pueblo como inaceptable.
No obstante, una vez realizado el acto revolucionario no queda otra opción para
los ciudadanos que obedecer las disposiciones que generen una nueva regulación,
dando cuenta así del principio que guía el razonamiento del filósofo, a saber, la
estabilización de una constitución civil sin importar su procedencia por sobre una
situación de anarquía.
La progresiva entrada de la Razón en el mundo según Hegel
Observemos la relevancia que la noción de Estado ostenta en el sistema hegeliano
para de ahí derivar la opción de que la relación entre particularidad y universalidad
que este posibilita sea reconciliada en un nuevo orden estatal cuando la voluntad
del pueblo así lo considera.
Para Hegel, el Estado es el fundamento de la sociedad civil como sistema de la
eticidad [Sittlichkeit], a saber, regulación entre intereses particulares y universales,
alojado en
el derecho de la particularidad a desarrollarse y explayarse en todos los
aspectos, y a la universalidad el derecho a mostrarse como fundamento
pone en el lugar del que sufre), sino moral, el sentimiento de la total inversión de todos los conceptos
jurídicos? Se considera como un crimen que permanece perpetuamente y nunca puede expiarse (crimen
inmortale, inexpiabile), y parece asemejarse a lo que los teólogos llaman el pecado que no puede perdonarse ni en este mundo ni en el otro” (Kant, 2008a, p. 153; nota al pie).
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y forma necesaria de la particularidad, e igualmente como poder sobre
ella y sobre su finalidad última (Hegel, 1993, p. 620)
Esta cita demuestra una lógica más profunda en la cual podría encasillarse toda la
tercera parte de la Filosofía del derecho, la cual “presupone que no existe institución
objetiva que no esté basada en la libre voluntad del sujeto, ni libertad subjetiva que
no se haga visible en el orden social objetivo” (Marcuse, 1994, p. 198) o, dicho
de otra manera, que
la realización colectiva de un estado, un estado como ser intrapsíquico
y social, en el que en lugar de las disposiciones naturales los sujetos
han venido a ser capaces de limitar su comportamiento en la base de
y, especialmente entablar entre sí sobre la base de, normas (Pippin,
2008, p. 194)
La sociedad civil queda supeditada a la figura del Estado porque es incapaz de
alcanzar una verdadera unidad y libertad por sí misma en la medida en que se
compone de fuerzas contradictorias alojadas en las inclinaciones particulares que
luchan constantemente entre sí por obtener beneficios –evidentemente, este esquema de comprensión se aloja en la concepción económica que predomina a comienzos del siglo XIX. Visto así, cobra sentido la necesidad de una instancia superior,
que armonice la relación entre particularidad y universalidad que, nuevamente,
no ocurre por sí sola en la sociedad civil: “en consecuencia, la independencia de
la sociedad civil es repudiada por Hegel, que la subordina al Estado autónomo”
(Marcuse, 1994, p. 199), retirando a esta de la tarea de materializar el orden de la
razón, adjudicándosela así al Estado.
Al comienzo de la tercera sección de la Filosofía del derecho, Hegel establece al
Estado como la realidad de la idea ética, es decir, como “el espíritu ético en cuanto
voluntad patente… sustancial, que se piensa y sabe y cumple aquello que sabe y
en la medida que lo sabe” (1993, p. 678). A su vez, esta realidad de la idea ética en
el Estado tiene en la costumbre su existencia inmediata y en la autoconsciencia
del individuo, en su saber y actividad, la existencia mediada; esta autoconsciencia
logra su esencia, finalidad y productos, su libertad sustancial en otras palabras, a
su vez sólo en el Estado (Hegel, 1993, p. 678). Esta unidad concluida que forma
el Estado se asume como el espacio “donde la libertad llega a su derecho supremo,
así como esta finalidad última tiene el derecho supremo frente a los individuos, cuyo
deber supremo consiste en ser miembros del Estado” (1993, p. 679; cursivas propias).
De esta manera se demuestra la obligación que los individuos poseerían en rela-
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ción a la membresía en un Estado: sólo en medio de él se logra la materialización
de la libertad. Aquí es cuando se vuelve explícito que “filosofía de la historia y
política… van juntas, y forman la esfera de lo que [Hegel] llama espíritu objetivo”
(Taylor, 1999, p. 365).
Hegel, al igual que Kant, otorga poca relevancia al origen del Estado, situando
su autoridad más allá de cualquier consideración que remita a la génesis de este,
sino sólo a la existencia ya presente:
Pero cuál haya sido el origen histórico del Estado en general, o más
bien el de cada Estado particular… nada de eso incumbe a la idea del
Estado mismo, sino que, respecto del conocimiento científico del que
aquí sólo se trata es, en cuanto fenómeno, un asunto histórico; respecto
a la autoridad de un Estado real, en la medida en que ella se ajuste a
fundamentos, éstos son tomados de las formas del derecho válido en él.
(Hegel, 1993, p. 680; cursivas propias)
De esta manera, Hegel busca liberar a la constitución del Estado de formas contingentes, anidadas en la necesidad de superar penurias, protección, riqueza, fuerza,
etc., entendidas no como momentos del despliegue histórico, el devenir necesario
por medio del cual se hace patente lo absoluto, sino como la sustancia misma del
Estado. El pecado de tomar lo volátil –las necesidades de la contingencia– por
lo duradero –el Estado como algo para sí racional– consiste en que se toma la
singularidad de los individuos como lo constitutivo del principio del conocer,
pasando por “alto lo en sí y para sí infinito y racional [universal] en el Estado”
(Hegel, 1993, p. 682). Justamente, esto sería lo que, por ejemplo, no contiene el
Contrato rousseauniano en la medida en que ello no supone una esfera racional
en sí y para sí no limitada al tiempo, sino más bien sólo un sustrato comunitario
surgido a partir de la reunión de voluntades particulares con intereses dispersos
que no posibilitarían la ‘absoluta autoridad y majestad’ del Estado. De una manera
un tanto diferente, pero coincidiendo en lo esencial, Hegel critica el planteamiento
del jurista Ludwig von Haller señalando que
mientras en lugar de lo sustancial se toma la esfera de lo contingente como
esencia del Estado, la consecuencia consiste entonces en tal contenido
en la total inconsecuencia que supone una ausencia de pensamiento que
se permite avanzar sin retrospectiva y se encuentra tan bien como en
casa en lo contrario de lo que precisamente acaba de afirmar” (Hegel,
1993, p. 683)
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En este sentido, el intento de Hegel radicaría en la demostración del Estado como
realidad autónoma, no supeditada a la emergencia de una sociedad civil, como ya
hemos visto, compuesta de intereses particulares que se adecúan sólo en función
de ellos. Según Marcuse,
[l]a urgencia por preservar el sistema predominante lleva a Hegel a
hipostasiar el Estado como un dominio en sí mismo, situado por encima y aun opuesto a los derechos de los individuos. El Estado ‘tiene
una autoridad o fuerza absoluta’. Le es totalmente indiferente ‘que el
individuo exista o no’ (1994, p. 200)
Esto último debe entenderse como la inadecuación del Estado a la figura del
individuo particular concreto para su existencia; se trata de la noción de particularidad como uno de los momentos que se requieren para la unión de lo singular
y lo universal en el Estado:
el Estado crea un orden que a diferencia de la sociedad civil no depende
para su perpetuación de la ciega interrelación de las necesidades y realizaciones particulares. El ‘sistema de necesidades’ se convierte en un
programa consciente de vida controlado por las decisiones autónomas de
los hombres en pro del interés común. Por lo tanto, el Estado puede ser
considerado como la ‘realización de la libertad’. (Marcuse, 1994, p. 210)
Y, al igual que Kant, “El Estado… no puede estar sujeto a una norma más alta,
pues una norma así implicaría una restricción externa de la soberanía y destruiría
el elemento vital de la sociedad civil” (Marcuse, 1994, p. 217).
Se puede desprender de los fundamentos hegelianos en torno al Estado, que
este se traduce en la realidad material de un momento de la totalidad que se
percibe como una entidad autónoma, pero no por ello aislada, de la sociedad
civil. Sin embargo, aun cuando se reconoce tal potestad, a la vez se asume que
el derecho que rige al Estado no puede ser escindido del derecho absoluto que
rige todas las cosas. En otras palabras: existe una independencia del Estado en
la ejecución y sometimiento del pueblo a la ley, pero de otra parte la colisión que
puede generar tal actividad demuestra el límite que coarta la completa expresión del Estado como la manifestación de un derecho que muta de un Estado
a otro: “cada Derecho está subordinado al otro; sólo el derecho del espíritu del
mundo es ilimitadamente absoluto” (Hegel, 1968, p. 63). Por tanto, “el derecho
del Estado, pese a no estar vinculado por el Derecho Internacional, no es aún
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el derecho supremo” (Marcuse, 1994, p. 218), sino que tiene que responder ante
este ‘absoluto incondicional’.
La situación que pregona Hegel sobre la instancia suprema en la cual se encuentran los diferentes derechos de los Estados, remite en último término a la realidad
de que “el Estado tiene su contenido verdadero en la historia universal (Weltgeschichte), ámbito del espíritu del mundo, que detenta ‘la verdad suprema absoluta’”
(1993, pp. 218-219). Siguiendo la interrogante de Marcuse, pero reformulándola,
preguntamos: ¿qué es lo que posibilita la legitimidad del Estado en una sociedad?
O ¿cómo se logra tal legitimidad? Nuevamente siguiendo los pasos de Marcuse,
resulta oportuno citar algunos pasajes de la Ciencia de la lógica que clarifican lo que
acontece como un proceso evolutivo a través de contradicciones que determinan el
devenir de lo real. Sin embargo, a diferencia de Marcuse, el presente desvío no se
centrará en el posicionamiento del Espíritu en el tiempo –como el proceso por el
cual el pensamiento aprehende sucesivamente el desarrollo de la realidad–, sino
en la distinción entre ser-apariencia y razón-esencia. Tal excurso posibilitaría una
comprensión un poco más acabada de aquello que permite develar lo que se aloja
tras el ser –en este caso el Estado– para desde allí definir en su esencia lo que en
último término hace deseable su origen y le otorga su potestad en relación a la
pregunta por la legitimidad.
Excurso sobre la doctrina hegeliana de la esencia aplicada al Estado
“La esencia procede del ser, por consiguiente no existe inmediatamente en sí y
por sí, sino que es un resultado de aquel movimiento” (Hegel, 1982, p. 14). “La
esencia, que se origina del ser, parece hallarse en contra de aquél; este ser inmediato
es en primer lugar lo inesencial” (1982, p. 15). Con estas frases que se encuentran
al comienzo de la ‘doctrina de la esencia’ se introduce la importante dilucidación
de la relación existente entre ser y esencia. De la segunda frase que se ha integrado
al inicio del párrafo, se puede desprender una explicación inteligible del porqué
para Hegel la esencia es en primer lugar reflexión, un reflectarse posible sólo por
intervención de la razón: únicamente en la medida en que la esencia logra definirse a sí misma sólo después de su proceder del ser, esta adquiere un sustrato
mediato que puede redirigirse hacia su constitución primitiva –ser la esencia del
ser– de manera indeterminada, pero definida por esta ‘dependencia genética’, su
relación de dependencia: sólo en este reflectarse logra su plenitud. Dicho de otra
manera, en un primer momento hay ser; luego, por medio del conocer gracias a la
razón, se determina la esencia. Esto que se presenta como una secuencia mediada
92 | Razón y revolución en Kant y Hegel. Una mirada a la justificación del Estado
Felipe Torres
por el saber, y en este sentido fruto más del conocer que de la esencia misma,
es “el camino que representa el movimiento del ser mismo”: el ser “se interna y
convierte en esencia mediante este ir en sí mismo” (López, 2011, p. 10). En este
proceso, las Denkbestimmungen [determinaciones del pensar] (Hegel, 1979b), como
las operaciones por medio de las cuales resulta posible el pensamiento, podrían
concebirse como el marco por medio del cual resulta posible la comparecencia
del ser y la esencia. Esto puede conducirnos a la tradicional pregunta: ¿son estas
determinaciones del pensamiento las que definen el acceso al ser y la esencia, o
más bien son estas categorías las que configuran las determinaciones del pensar?
Sin embargo, por más que se realice un intento por definir el grado de incidencia
que estas operaciones del pensamiento ejercen sobre lo pensado, es indiscutible que,
en tanto secuencia de movimientos que suponen una a otra, las determinaciones
del pensar no podrían ser otra cosa que el correlato directo –aunque no siempre
pleno– de todo lo que es. El punto está en que, tal como señala Hegel sobre la
relación entre esencia y apariencia, lo que se muestra, aun cuando pueda no dar
cuenta necesariamente de una existencia esencial, ya es “el propio poner la esencia”
(Hegel, 1982, p. 14). “Este ‘movimiento’ no es extraño al ser, sino el movimiento
del ser mismo, en el cual éste se recuerda por su propia naturaleza y por medio
de esta introspección se convierte en esencia” (López, 2011, p. 7). Es así como “la
esencia del ser no resulta ser algo aparte del ser o lo que subyace al ser, sino más
bien lo que el ser en sí es en su verdad” (López, 2011, p. 7).
Este movimiento del ser a la esencia y de la esencia al ser, es el movimiento del ser
mismo, por medio del cual este se recuerda por su propia naturaleza e introspección,
de este modo mostrando su esencia. La culminación de este proceso sólo resulta
posible por la reflexión como mediación que pone de manifiesto la alteridad entre
ser y esencia como figura interna de la totalidad, haciendo desaparecer la exterioridad u oposición fija entre ambos términos –por tanto, se supera el dualismo inicial.
Nuevamente, el fin que se persigue es la inversión del modo tradicional de presentar
la dualidad ser/esencia en la que el ser se piensa como manifestación de la esencia
y esta, a su vez, como alejamiento de la inmediatez del ser o apariencia. Lo que se
intenta demostrar es precisamente que la esencia es el sujeto de la mediación que el
ser opera en sí mismo de la mano de la reflexión, del reflectarse como movimiento.
Con lo anterior se superan –aunque no se eliminan, pues resultan constitutivas
del proceso mismo– las contradicciones propias a la negatividad que opera en la
diferenciación de la esencia con respecto al ser:
Se trata de una razón de ser o fundamento [Grund] que contiene en sí
la negatividad; una unidad en la cual el sentido de la determinación o
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diferencia es tal, que cada uno de los opuestos independientes se elimina
a sí mismo y se transforma en el otro de sí (López, 2011, p. 10)
Ahora bien, el papel de la razón en este proceso se anida en la posibilidad que
esta otorga de encontrar la unidad en la diferencia. En uno de los escritos de
juventud, Diferencia entre los sistemas de filosofía de Fichte y Schelling (1801),
Hegel distingue al entendimiento [Verstand] como aquello caracterizado por la
fijación de opuestos, mientras la razón [Vernunft] se distingue por el interés de
levantar dichos opuestos fijados. En otras palabras, si el entendimiento fija lo
inmediato como diferencias contrapuestas, la razón es capaz de desenmascarar
la unión latente en la oposición. La reflexión, a su vez, sería el movimiento dialéctico entre entendimiento y razón que, por un lado, no está en condiciones
de superar la contradicción y, por otro, toca la realidad de lo Absoluto. De esta
manera, pareciera que la reflexión se anida más bien del lado de la Razón, en
tanto superación de lo inmediatamente opuesto por el entendimiento –en este
caso, la dualidad misma entre entendimiento y razón. La reflexión otorgaría el
conocimiento de la necesidad del levantamiento de los opuestos generado por
el entendimiento, como, a la vez, la necesidad de su conservación –elemento
otorgado por la razón en tanto esta se posiciona como lo que pone de manifiesto la unión de lo disuelto. Precisamente esto sería el tema central de la Lógica
de la esencia como superación de la metafísica tradicional anclada/estancada
en la definición de opuestos –acordes con principios de contradicción. Estos
preámbulos son los que permitirán a Hegel estipular una concepción propia de
la esencia de la filosofía.
Lo anterior, retraído a la consideración del Estado como manifestación del
‘Espíritu’, mostraría que la realidad estatal, en cuanto manifestación primera,
inmediata, se presentaría como señal del ser, sin por ello quedar clara, en términos
hegelianos, la esencia que se esconde tras esta apariencia. Lo que a nuestros efectos
importa es justamente esta asimilación del Estado como lo no esencial, pero, a
la vez, en tanto ‘ser’, ya siendo “el propio poner la esencia” (Hegel, 1982, p. 14)
–aun cuando esta no esté todavía explicitada. En este sentido, la razón cumple
dos objetivos: ser el elemento que explicita la esencia del ser, y, simultáneamente,
un ingrediente central de la esencia pues sólo por intermedio de la razón esta
logra explicitar su existencia: para explicitarse, la esencia requiere de la razón
de modo esencial. Si esto es así, el valor de la Razón adopta una posición crucial
en relación al Estado –como en cualquier «ente», por lo demás– puesto que ella
permitiría develar su verdad a sí mismo. Esto, que ya se encuentra identificado
94 | Razón y revolución en Kant y Hegel. Una mirada a la justificación del Estado
Felipe Torres
al inicio de la sección tercera de la Filosofía del derecho (1993)6 se vuelve patente
y manifiesto en completitud con la dialéctica de apariencia/reflexión que la
doctrina de la esencia reporta.
Como hemos visto, uno de los procedimientos esenciales es la labor que la
razón cumple en la constitución del Estado. Sin embargo, la ‘progresiva entrada
de la razón en el mundo’ no remite simplemente a la valoración que en base a ello
pudiera hacerse del Estado –o producto humano en absoluto. Sólo así es como se
entiende la noción de derecho absoluto: fundamento de la historia universal7 en
tanto sustrato independiente –pero no separado– de la historia concreta.
Protofinal
La conexión intrínseca develada entre Razón y libertad de la voluntad en el capítulo
tercero de la cuarta parte de las Lecciones sobre la filosofía de la historia universal
–particularmente el apartado 3: “La revolución francesa y sus consecuencias”–
remite a la posibilidad que esta última contiene de rechazar el ‘orden dado’ –sea
natural o espiritual– y racionalmente fundar –o mejor, encontrar– aquellos principios que guíen el desenvolvimiento de la realidad. La ‘libertad de la voluntad’
sólo resulta posible en un contexto que contiene el despliegue de la razón, a su vez
dando pie a la realización de la razón que funda tal estado de cosas (Hegel, 1997):8
este momento es el Estado. Hegel identifica precisamente a la Revolución Francesa
con el triunfo del pensamiento sobre la irracionalidad del orden preestablecido.
La insurrección en este caso no apunta sólo a la caída de un determinado tipo
de gobierno, sino a la manera en que está instituido el orden social. Desde cierta
6
7
8
“El Estado es la realidad de la idea ética, el espíritu ético en cuanto voluntad patente, ostensible a sí misma, sustancial, que se piensa y sabe y cumple aquello que sabe y en la medida en que lo sabe” (Hegel, 1968,
p. 679, § 257; cursivas propias).
“Justicia y virtud, injusticia, violencia y vicios, talento y sus obras, las pequeñas y grandes pasiones, culpa
e inocencia, magnificencia de la vida individual y de la colectiva, autonomía, felicidad e infortunio de
los Estados y de los individuos tienen en la esfera de la realidad consciente su significación y su valor
determinados, y en ella encuentran su juicio y su justicia, aunque incompleta. La historia universal cae
fuera de estos puntos de vista; en ella obtiene su derecho absoluto aquel momento necesario de la idea del
espíritu universal que actualmente es su estadio, y el pueblo que vive en él, así como sus acciones, obtienen
su consumación y felicidad y fama” (Hegel, 1968, p. 793, § 345).
“Lo verdadero debe existir, por una parte, como sistema objetivo y desarrollado en la pureza del pensamiento; más, por otra parte, también en la realidad. Pero esta realidad no debe ser exteriormente objetiva,
sino que aquel espíritu que se piensa a sí mismo debe ser libre en ella, y por tanto, en tercer lugar, debe
reconocer como suyo este contenido objetivo del espíritu universal. De este modo es él el espíritu que da
testimonio al espíritu y está en la realidad también en sí y es por tanto en ella libre” (Hegel, 1997, pp.
700-701).
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Vol. XXVII / Nº 3 / septiembre-diciembre 2013 / 79-99
perspectiva se podría pensar que, en tanto la Revolución Francesa es manifestación
de un proceso histórico mayor que culmina en que por vez primera ‘el hombre
se apoyase sobre su cabeza’,9 este evento resulta hasta cierto punto un elemento
notoriamente fundacional del Estado como entidad racional. En este sentido se
justifica la indiferencia del origen del Estado para que este adquiera legitimidad:
puesto que el hecho de que uno de los elementos que con mayor fuerza ha contribuido a la estabilización de una organización estatal en la sociedad moderna haya
sido un proceso revolucionario, la procedencia del Estado no puede importar más
que su existencia presente y, por consiguiente, su total derecho a exigir obediencia.
Sin embargo, al reconsiderar ciertos planteamientos de la Lógica hegeliana
podemos recordar que lo que aparece no es lo esencial, aunque sea una parte de
aquello. Si asumimos que la filosofía de Hegel es negativa,10 pues estaría motivada
por la convicción de que los hechos dados que aparecen al sentido común como
índice positivo de verdad son en realidad la negación de la verdad, de modo que
esta sólo puede establecerse por medio de la destrucción de la verdad ‘evidente’
(Marcuse, 1994); debemos reconocer incluso que, por más que sea una manifestación, el Estado no es la demostración plena de lo que es en esencia, sino sólo su
aproximación primera. Si el ser es apariencia que oculta la esencia del ser, entonces
lo que se percibe en la realidad como orden dado no es lo verdadero, sino una
manifestación siempre inconclusa de ello. Hemos visto que la relevancia que Hegel
otorga al Estado para la realización de la ‘libertad de la voluntad’ hace de este un
fundamento irrenunciable de la realidad de lo particular-contingente. No obstante,
aun reconociendo la opción de Hegel por mantener el orden predominante cuando
el cambio amenaza la existencia misma de la sociedad, esta idea, que forma parte
de la filosofía del derecho, no puede ser entendida si no se concibe el lugar que
esta obra ostenta en el sistema hegeliano: en este, aquella queda supeditada a la
más alta realidad de todo el sistema, a saber, la sumisión del espíritu objetivo (el
derecho) al espíritu absoluto (la filosofía):11 de la verdad política al saber (Hegel,
1994, 1979a). No deja de tener sentido el considerar la posición de subordinación
que en la concepción hegeliana ostenta el espíritu objetivo en relación al espíritu
absoluto, pues esto podría indicar ciertas luces de una apertura a la posibilidad,
indeterminada por cierto, de ver en un proceso revolucionario el operar del Ab
“En el pensamiento del derecho se ha erigido ahora una constitución, y sobre esta base hubo de fundarse
todo. Desde que el sol está en el firmamento y los planetas giran en torno a él, no se había visto que el
hombre se apoyase sobre su cabeza, esto es, sobre el pensamiento, y edificase la realidad conforme al pensamiento” (Hegel, 1997, p. 692).
10
En esto seguimos a Marcuse.
11
Incorporando también religión y arte.
9
96 | Razón y revolución en Kant y Hegel. Una mirada a la justificación del Estado
Felipe Torres
soluto. Si esto es así, aun cuando Hegel rechace la sublevación del pueblo contra
el soberano, su propio sistema filosófico consideraría aquella posibilidad en tanto
proceso que demuestra una progresiva entrada de la razón en el mundo, que, no por
ser ‘racional’ debe suponerse pacífica. Por lo demás, si bien el caso de la Revolución
Francesa sirve para ejemplificar la realidad de un proceso racional que culmina en
un levantamiento sangriento desde el cual se logra consolidar un nuevo –o hacer
surgir un– orden estatal, nada impide concebir la análoga posibilidad de que la
historia condicione nuevamente una actividad de índole similar para realizar el
paso, quizás fundacional, de un estadio precedente a uno posterior.
Aquí podríamos introducir toda una sección que desglosara la relevancia de
tratar el problema de la ‘teleología’ hegeliana de la Historia. Baste con mencionar
que el Estado como ‘realidad actual’ supone a la vez una consideración positiva
como ‘realidad del Absoluto’, lo que en definitiva se conecta con la concepción
panlogista del sistema hegeliano. En ese sentido, tanto el Estado actual que Hegel describe –sociedad civil, familia y corporaciones– como potenciales ‘Estados
futuros’ –e incluso Estados en absoluto– forman parte del movimiento general
de la Historia, dirigida a una ‘progresiva entrada de la razón en el mundo’. Por
eso, aun cuando el Estado puede ser concebido con justa razón como una de las
máximas manifestaciones del ‘espíritu en la época’ que Hegel escribe, incluso en la
nuestra, ¿por qué debería percibirse como el ‘fin de la Historia’ o su culminación
definitiva? Quizás se trate únicamente de la cúspide de una larga tradición. Esta
afirmación, que claramente puede ser una interpretación heterodoxa, no se basa
en los escritos políticos de Hegel –en donde con fundamento se desborda optimismo por la materialización del Estado–, sino más bien en la posibilidad que su
sistema filosófico tomado en conjunto abre: ver todo movimiento histórico como
un momento orientado a una ‘consumación’.
Mucho cabría aún por decir con respecto a la relación que nos hemos propuesto
tratar en este trabajo, sin embargo, a fin de no extender en demasía el argumento,
resulta oportuno cerrar en lo que sigue con la próxima síntesis: como ya se ha
visto, la posibilidad kantiana de una revolución se anula en el momento en que
se reconoce al Estado como el poder supremo que, en tanto tal, no puede quedar
sometido a ninguna otra ley externa. Se trata, en definitiva, de la distinción según
la cual la libertad externa (moral) se sobrepone o yergue como fundamento de
la libertad interna (jurídica), es decir, que el fundamento último del Estado se
vincula antes con una realidad ética que da vida y límite a la propia libertad en
sentido jurídico (Rettig, 2011). El poder del pueblo queda así excluido de toda
posibilidad de alzamiento puesto que él mismo resulta posible sólo en la medida en
que exista un Estado que lo contenga a nivel jurídico, pero, más profundamente,
Persona y Sociedad / Universidad Alberto Hurtado | 97
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a nivel moral.12 Y esto dice relación con la hipótesis kantiana de que la realización
de la ley es “una versión imperfecta de la especificidad completa de la idea de Ley”
(Ripstein, 2009, p. 325). Cabe mencionar que la postura kantiana frente a un acto
revolucionario posee matices, ya que si bien, como hemos visto, su posibilidad es
desechada por los argumentos señalados, en un texto tardío (Ideas para una historia
universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre filosofía de la historia, 1994) y
fundamentalmente a raíz del acontecimiento Revolución Francesa,13 la valoración
de la sublevación frente al estado de cosas no parece evaluarse negativamente, por
lo menos no en el modo precisado en la Metafísica de las costumbres (2008a). Esto,
sin embargo, debe ser tratado con cautela pues si bien hay una valoración menos
perniciosa, esta no es parámetro en cualquier contexto y particularmente no para
el caso monárquico prusiano.14
Por su parte, Hegel, quien también defiende al Estado como soberano indiscutible del pueblo, consciente o inconscientemente, deja abierta la posibilidad revolucionaria en la medida en que su sistema filosófico reconoce en la ‘totalidad’ [Ganze]
el sentido último de lo que acontece, siendo la realidad concreta nada más –y nada
menos– que su realización. Cuando se recapacita en esto, y simultáneamente se
observa el papel que el propio Hegel le otorga a la Revolución Francesa al interior
de la Historia Universal, se puede concebir la actividad revolucionaria como un
momento deseable y necesario de la razón histórica. El proceso revolucionario ya
no sería una ofensa contra la ‘contingencia’ de un Estado, sino la presencia real
Para una lectura opuesta ver Willasheck (2009, pp. 49-70).
Así se refiere Kant al hecho histórico: “La revolución de un pueblo pletórico de espíritu, que estamos
presenciando en nuestros días, puede triunfar o fracasar, puede acumular miserias y atrocidades en tal
medida que cualquier hombre sensato nunca se decidiese a repetir un experimento tan costoso, aunque
pudiera llevarlo a cabo por segunda vez con fundadas esperanzas de éxito y, sin embargo, esa revolución
–a mi modo de ver– encuentra en el ánimo de todos los espectadores (que no están comprometidos en el
juego) una simpatía rayana en el entusiasmo, cuya manifestación lleva aparejado un riesgo, que no puede
tener otra causa sino la de una disposición moral en el género humano” (1994, p. 85).
14
Así se refiere Kant a la posibilidad de que en Prusia ocurra algo similar a Francia: “Sin embargo, esto
no significa que un pueblo con una constitución monárquica haya de arrogarse el derecho de modificar
su constitución, ni abrigar siquiera el oculto deseo de hacerlo, pues acaso su enclave dentro de Europa
pudiera recomendarle esa constitución como la única que le permite subsistir en medio de tan poderosos
vecinos. Asimismo, las quejas de los súbditos referidas, no a los asuntos internos, sino al proceder del
gobierno con respecto a las potencias extranjeras en cuanto éste obstaculice su republicanización, lejos
de suponer una prueba de la disconformidad del pueblo con su propia constitución, muestra más bien la
devoción que le profesa, pues dicha constitución estará tanto más a salvo cuanto más se republicanicen los
otros pueblos. No obstante, ciertos calumniadores sicofantes, con el único objeto de darse importancia,
han tratado de hacer pasar esta inocente politiquería por manía innovadora, jacobinismo y revueltas facciosas que hacen peligrar al Estado, a pesar de que no existía el menor motivo para tales alegatos, máxime
al tratarse de un país que se encuentra a más de cien millas del escenario de la revolución” (1994, p. 86,
nota al pie).
12
13
98 | Razón y revolución en Kant y Hegel. Una mirada a la justificación del Estado
Felipe Torres
de una verdad trascendente, aun cuando esta se materialice en un ‘nuevo’ Estado.
El punto está en poder concebir lo que se modifica abruptamente como algo que
re-evoluciona: algo así como si la sublevación fuese un movimiento que nace desde
dentro para desplegar fuerzas que sin un impulso quedarían estancadas.
A la luz de las variaciones anteriores, resulta claro que es de suma importancia
tener presente la justificación del Estado como fundamento de la sociedad civil
para comprender las restricciones que la justificación que este impone a cualquier
acto que atente contra su constitución. Pues atentar contra el Estado –y quien en
él se encuentra investido de Soberano– sería la autoaniquilación de la sociedad,
en tanto esta surge a condición de él. La pregunta de si acaso un proceso revolucionario es deseable, justificable o, al menos, tolerable, depende en su formulación
misma de los presupuestos que justifican la realidad del Estado. La posibilidad
de revolución, por tanto, no puede ser formulada en relación a la legitimación del
Estado, sino, al parecer, únicamente a través de la experiencia histórica cuya puerta
es, finalmente, una apertura estrecha en ambos autores, aun cuando, como hemos
visto, pueda identificarse en Hegel una mayor disposición.
Recibido julio 29, 2013
Aceptado noviembre 21, 2013
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