Ética y Discurso - digital

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Ética y Discurso
ISSN (en trámite)
Ethik und Diskurs
E + D 1 (1 ) - 2016:
pp. 89 - 107
Ethics and Discourse
UNA POLÍTICA GLOBAL SIN GOBIERNO MUNDIAL:
UN MOTIVO KANTIANO EN LA FILOSOFÍA POLÍTICA HABERMASIANA
Juan Carlos Velasco
e-mail: [email protected]
Resumen
Según el diagnóstico de Habermas, el actual estado de cosas en el mundo
se caracterizaría por la paulatina, pero imparable pérdida de protagonismo de
los Estados y por la igualmente irreversible marcha hacia una constelación
postnacional. Ante este panorama emergente, Habermas señala una vía de
respuesta: recuperar el proyecto cosmopolita de Kant y avanzar hacia la
constitucionalización de la esfera internacional. Ello implicaría dar un paso
adelante hacia la configuración de una teoría democrática postwestfaliana de
las relaciones internacionales que sirva de base a la idea de una gobernanza
global.
Palabras clave: cosmopolitismo - república mundial - gobernanza globa Habermas - Kant - Rawls - Höffe
Abstract
According to the diagnosis of Habermas, the current global situation is
characterized by the gradual, but steady loss of importance of the States and
the also irreversible transition towards a post-national constellation. Given this
development, Habermas points out that now there is a chance to recover the
cosmopolitan project of Kant and move towards the constitutionalization of the
international sphere. This would imply the configuration of a post-westphalian
democratic theory of international relations as a basis for the idea of global
governance.
Key words: cosmopolitanism - world republic - global governance - Habermas Kant - Rawls - Höffe
Original recibido / submitted: 03/2015
aceptado/accepted: 05/2015
Juan Carlos Velasco
Habermas, tras elaborar su teoría del derecho y de la democracia, un vasto y
exigente proyecto que se plasmó en su libro Faktizität und Geltung (1991),
amplió significativamente el ámbito de reflexión de su filosofía práctica. Desde
entonces ha pasado de plantearse la cuestión de la democracia y la legitimidad
en el marco de los Estados nacionales a hacerlo en el escenario de la esfera
internacional, dando así un «giro cosmopolita» a sus planteamientos políticos,
un giro que más que una ruptura supone la consumación de la decidida
orientación normativa universalista que ya estaba incorporada en su
pensamiento. Para llevar a cabo este propósito se apoya fundamentalmente en
el pensamiento cosmopolita de Kant – probablemente el único de los grandes
filósofos clásicos que pensó en el ciudadano global – aunque intentando no
quedar preso en sus intricadas redes teóricas y conceptuales. Desde que en
1995 publicara “La idea kantiana de la paz perpetua. Desde la distancia
histórica de 200 años” (Habermas 1999), el filósofo de la acción comunicativa
ha tratado de lograr una actualización del proyecto kantiano que dé cuenta y
haga justicia de sus potencialidades de modo que sirva para afrontar con rigor
la situación actual y las relaciones de poder existentes tras la caída del bloque
soviético y el fin del bipolarismo. Esa actualización acaba concretándose en la
idea de un orden jurídico-institucional global estructurado en varios niveles, que
busca articular una política mundial sin gobierno mundial, tal como formuló en
un ensayo de 2004 titulado “El proyecto kantiano y el Occidente escindido”
(Habermas 2006a). En estos dos textos, así como en toda una serie de
artículos publicados a lo largo de las dos últimas décadas, no ha dejado de
perfilar los detalles de su propuesta en sucesivas vueltas de tuerca.
De inspiración kantiana serían, pues, no sólo la robusta defensa que
Habermas hace del «uso público de la razón», en lo que coincidiría con Rawls,
o las semejanzas que el principio discursivo guarda con las distintas fórmulas
del
imperativo
categórico
o
la
concepción
de
la
libertad
como
autodeterminación trasladada a la esfera política, sino también su mirada
cosmopolita
sobre
los
problemas
de
nuestro
tiempo.
En
Habermas
encontramos, en definitiva, a “un kantiano que se ha propuesto incorporar la
dimensión empírica de lo social y de lo político a sus reflexiones normativas”
(Nida-Rümelin, 2003: 62). De algún modo, su filosofía práctica puede ser
concebida como el resultado de pensar con Kant para ir más allá de Kant.
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Una política global sin gobierno mundial
En los siguientes apartados me propongo abordar esta cuestión en tres
pasos: en un primer lugar, presentaré brevemente aquellas líneas maestras de
la estrategia kantiana encaminada a lograr una paz estable y universal entre las
naciones que mantienen mayor presencia en la discusión actual (1); a
continuación, en la parte central de este escrito, daré cuenta de la lectura que
hace Habermas del proyecto cosmopolita de Kant y de la forma en que acaba
actualizándolo (2); y, por último, para terminar de perfilar la posición
habermasiana, la pondré en contraste con otras dos significativas lecturas
contemporáneas del Kant cosmopolita: las efectuadas por Rawls y Höffe (3).
1. El proyecto cosmopolita kantiano
Kant, en su famoso ensayo Zum ewigen Frieden, que redactó en 1795
cuando aún no había logrado sobreponerse a la impresión producida por la
sorprendente firma meses atrás de la Paz de Basilea acordada entre la
revolucionaria República Francesa y la contrarrevolucionaria Monarquía
Prusiana, se preguntó por las condiciones de posibilidad de una convivencia
pacífica entre los Estados que fueran más allá de las veleidades y
conveniencias de los gobiernos de turno. De ese escrito concebido como un
ficticio tratado de paz interestatal, tanto la pregunta central como el repertorio
de posibles respuestas mantienen toda su carga provocadora al día de hoy. Un
enorme potencial conserva especialmente la tesis kantiana acerca del nexo
conceptual entre derecho y aseguramiento de la paz, tanto en el interior de los
Estados (como ya sostuvo Thomas Hobbes) como en el ámbito de las
relaciones externas entre los Estados. (Habermas 2006a: 119-121) Una forma
simplificada de esta tesis sería bautizada en 1944 como Peace through Law
por Hans Kelsen (2003[1944]). Una segunda observación kantiana se refiere a
un requisito básico para cualquier proyecto dirigido a la instauración de la paz
de forma permanente: la democratización de los Estados, dicho en el lenguaje
de hoy, o, siendo más fiel a la letra empleada por Kant, la exigencia de que la
estructura institucional interna de los Estados esté regida por una «constitución
republicana» (de modo que aunque no sean democracias en el sentido estricto
del término, sean al menos Estados comprometidos con la protección de la
libertad e igualdad de sus ciudadanos, además de garantizar la separación de
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Juan Carlos Velasco
poderes). Es ésta una exigencia que no debe tirarse en saco roto, pues en
realidad que dista mucho de que haya sido satisfecha con carácter general. En
el orden del día de la geopolítica contemporánea se encuentran estas dos
observaciones generales, así como las diversas opciones estratégicas de
política mundial formuladas por Kant. A este respecto, el filósofo prusiano
presentó tres modelos diferenciados: en primer lugar, el sometimiento a la
fuerza de todos los pueblos a un único poder supremo; en segundo lugar, un
sistema de equilibrio entre los Estados; y, por último, un único Estado mundial.
Su propia propuesta se situaría entre la segunda y la tercera opción. Los
detalles de esta variante son los que concitan actualmente mayor atención.
El modelo que Kant expone en el “Segundo artículo definitivo de la paz
perpetua” puede definirse como una liga de naciones soberanas y en igualdad
de derechos, una «federación de Estados libres» o, mejor aún, como una
«asociación de pueblos» (Völkerbund), una entidad carente en todo caso de
cualidad estatal. Kant lo presenta como un sucedáneo negativo, aunque
admisible, de la idea positiva de un Estado mundial, opción que, por marcar la
senda obligada «según la razón», sería su favorita. Dando muestra, no
obstante, de un realismo habitualmente extraño en él, desecha su propia
preferencia porque admitía que no se daban los anclajes empíricos para
asentarla con garantías: el terreno aún no estaba suficientemente abonado
como para que los Estados renunciasen a su propia soberanía. Y aunque los
riesgos nada despreciables de despotismo que anidan en la idea de una
república mundial son un motivo adicional para prescindir de ella, Kant seguía
contando con que el decurso histórico la hiciera posible algún día. Comoquiera
que sea, la variante por él escogida como solución de compromiso – y, por
ende, menos ambiciosa que el proyecto original, pues descansaría en el
equilibrio de fuerzas existente en cada momento – permitiría que los Estados
conservasen su soberanía y poder asegurar, no obstante, la paz por medios
jurídicos lábiles. Propugna, como se acaba de indicar, un congreso o
federación permanente de naciones, pero lo que tiene en cabeza para esta
variante es más bien la idea de una estructura confederal que la de una
estrictamente federal: “por un congreso entendemos aquí únicamente una
Confederación arbitraria de diversos Estados, que en cualquier momento se
puede disolver, no una unión que (como la de los Estados americanos) está
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Una política global sin gobierno mundial
fundada en una constitución política y sea, por tanto, indisoluble” (Kant 1989,
191). Más que en el establecimiento de instituciones permanentes, parece
confiar en un frágil entramado de tratados y conferencias internacionales como
instrumento habitual para eludir el recurso a la guerra. Son innumerables, sin
embargo, los acontecimientos históricos registrados en los dos siglos
transcurridos desde entonces que desmienten sin apenas paliativos la
plausibilidad de tal pretensión. En descargo de Kant cabe apuntar que, por
fortuna para él, no podía conocer la fuerza destructora delos desvaríos
nacionalistas – ni la consiguiente postergación del elemento republicano – que
nutrieron la política de las mayoría de los gobiernos europeos a partir del siglo
XIX. (Habermas, 2006a: 142)
En su escrito sobre la paz perpetua, Kant distingue tres tipos de
ordenamientos jurídicos: el derecho público, el derecho internacional
(Völkerrecht) y el derecho cosmopolita (ius cosmopoliticum), que guardarían
correspondencia con una concepción escalonada del espacio político. Con
mayor o menor grado de operatividad, los dos primeros han logrado una
plasmación institucional sólida y convincente. Por el contrario, el derecho
cosmopolita, que se ocupa de los derechos de los seres humanos en tanto que
ciudadanos del mundo con independencia del Estado al que pertenezcan, se
encuentra prácticamente inédito en términos prácticos. Los derechos humanos,
que son quizás el instrumento normativo más potente en ese empeño de dotar
de subjetividad jurídica a todos los individuos en cualquier lugar en que se
encuentren, requieren de un grado de protección mucho mayor para que
lleguen a ser efectivos a lo largo de todo el planeta. Hasta tiempos muy
recientes, el énfasis en el papel del Estado ha restado relevancia a la idea de
«ciudadanía mundial» (Weltbürgertum) – de cuya titularidad serían partícipes
todos los miembros de la especie humana – sobre la que, según Kant, giraba el
derecho cosmopolita y ha relegado a los individuos como agentes activos en la
esfera pública global. Es, sin embargo, la rehabilitación de esta tercera
dimensión la que ha encontrado un desarrollo práctico más alentador en las
movilizaciones y protestas sociales de las dos últimas décadas, de modo que
es también la que ha recabado una mayor consideración en los círculos
académicos.
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Juan Carlos Velasco
2. Gobernanza democrática en un mundo interdependiente
Habermas asegura que al Estado nacional moderno se le ha pasado ya su
tiempo y que ahora no constituye más que una forma político-institucional
incapaz de afrontar cabalmente los nuevos desafíos históricos. El Estado
territorial soberano, al menos tal como era concebido por el modelo
iusinternacionalista que empezó a forjarse a partir de la Paz de Westfalia
(1648), no representa ya el marco de acción óptimo para la resolución de los
problemas colectivos más acuciantes en la actual constelación global. La
progresiva obsolescencia del Estado como forma básica de organización
política es notoria y más aún desde una perspectiva democrática: “En un
mundo cada vez más densamente entretejido – ecológica, económica y
culturalmente – las decisiones que, en virtud de su competencia legítima,
pueden adoptar los Estados en su ámbito territorial y social coinciden cada vez
menos con las personas y territorios que pueden ser afectados por ellas”
(Habermas, 2000: 95). A esa constatación se añade otra con la que
conjuntamente constituye el punto de partida para emprender la necesaria
institucionalización de un orden global capaz de afrontar los nuevos retos: “En
el mundo que aún sigue dominado por los Estados nacionales todavía no existe
un
sistema
capaz
de
actuar
políticamente
que
pueda
asumir
la
«responsabilidad global» exigida desde el punto de vista moral” (Habermas,
2001: 205). Ante la creciente inadecuación de los Estados para gestionar
relevantes ámbitos competenciales en un mundo globalizado se presenta como
opción digna de consideración una perspectiva interestatal que promocione la
emergencia bien de una auténtica agencia política mundial bien de múltiples
agencias globales temáticas o sectoriales.
Habermas retoma así el proyecto formulado por Kant en Zum ewigen
Frieden, un opúsculo que desde su publicación no ha dejado de ejercer una
notable influencia fuera del ámbito estrictamente académico. A lo largo del siglo
XX las propuestas avanzadas por Kant suscitaron una considerable fascinación
no sólo teórica, llegando incluso a servir de inspiración primero a la Sociedad
de
Naciones
y luego
a
la
Organización
de
las
Naciones
Unidas.
Posteriormente, ya en las últimas décadas de esa centuria, pensadores tan
influyentes y diversos entre sí como Norberto Bobbio, John Rawls, Otfried Höffe
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Una política global sin gobierno mundial
o David Held, entre otros, volvieron a resaltar su valor para la formulación de
nuevas bases normativas sobre las que asentar el orden internacional.
(Velasco, 1997) En esa misma línea, situándose explícitamente «en la
dirección de una prosecución del proyecto kantiano», Habermas preconiza
transitar desde un derecho internacional centrado en los Estados nacionales
hacia un derecho de corte cosmopolita, entendiendo como tal no sólo un
derecho entre los distintos Estados, sino también y, en primer lugar, entre todos
los seres humanos, de modo que no sean tan sólo ciudadanos de sus
respectivos Estados, sino también, y al mismo tiempo, de una entidad
supraestatal de alcance global. (Habermas, 2006a: 121-124)
Habermas defiende un nuevo constitucionalismo, dotado de una decidida
vocación mundial y desembarazado de lecturas comunitaristas, susceptible de
conjurar el doble escollo del nuevo despliegue nacionalista y de la disolución
del cuerpo político en el mercado mundial. Desde ese enfoque, no puede
ocultar su decepción con el curso emprendido por la globalización: a “la
globalización económica deberían haber seguido una coordinación política a
nivel mundial y la ulterior juridificación de las relaciones internacionales”
(Habermas, 2012: 100-101). Deberíamos estar aún a tiempo para remediarlo,
diría Habermas con una expresión de fuerte carga voluntarista. Más que
resignación, en su propuesta de una «utopía realista» (por utilizar el oxímoron
rawlsiano) se trasluce más bien el claro empeño de impugnar el sesgo
neoliberal imperante en la gestión de la globalización.
La idea de un marco regulatorio mundial y una correspondiente autoridad
supranacional creíble no ha de concretarse necesariamente en la creación de
un gobierno unificado de alcance planetario que reemplace a los Estados
existentes. Una única estructura política análoga a los Estados nacionales
trasladada al ámbito planetario podría constituir un mal aún mayor que el propio
desorden existente. Sería, como llegar a decir, “un modelo equivocado”
(Habermas 2006a, 131), pues más que un gigante benefactor, el Estado
mundial podría acabar resultando un ogro tiránico y totalitario, un Leviatán sin
posible rival. En la apreciación de este riesgo Habermas coincidiría una vez
más con Kant: “En último término, lo que inquieta a Kant es la alternativa entre
el dominio mundial de un único gobierno monopolizador de la violencia y el
sistema existente de múltiples Estados soberanos. Con la concepción
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Juan Carlos Velasco
sustitutoria de una «asociación de naciones» busca una salida a esa
alternativa” (Habermas, 2006a: 126). Habermas no piensa, por tanto, en una
institución política análoga al Estado para regir el destino político del mundo. El
mundo, incluso el globalizado, no constituye una unidad social que pueda servir
de base a un Estado mundial. (Reder, 2006) Habermas posee en este sentido
una ventaja epistémica no menor con respecto a Kant como es la de poder
haber aprendido de las experiencias históricas desarrolladas en los últimos
doscientos años. Tiene así ante la vista otras vías que permiten alterar
sustancialmente las trazas westfalianas aún perceptibles en la esfera
internacional y afrontar airosamente el reto de que la legislación internacional
obligue realmente a los gobiernos sin incurrir en despotismo. Su referente
preferido no es otro que el singular caso de la Unión Europea, en donde “los
Estados miembros tienen todavía el monopolio del poder y, no obstante,
aplican, más o menos sin quejarse, el derecho aprobado en el plano
supranacional” (Habermas, 2012: 103). Esa Unión representa sin duda una
novedad institucional que ha puesto en marcha procesos inéditos en muchos
aspectos, sobre todo en la medida que establece un marco cooperativo de
estrecha interacción basado tanto en una jurisdicción expansiva como en el
ejercicio de una autoridad difusa que permite realizar cosas sin tener en
ocasiones la competencia expresa para ordenarlas. La complejidad de este
entramado, puesto a prueba en las muy adversas circunstancias de la última
crisis económica, a duras penas pueden ser captada, sin embargo, con el lema
desdeñoso de una «Europa postdemocrática» acuñado por Habermas (2013)
para criticar la falta legitimidad de las rigurosas decisiones tecnocráticas
impuestas a algunos de los países miembros.
La instauración de una agencia política de alcance planetario capaz de evitar
los descontroles que la globalización está generando – que desbordan
claramente las lindes geográficas de los Estados nacionales – es una opción
abierta cuya oportunidad y encaje habrán de ser sometidos a cuidadoso
examen. Gobernanza global no es, como ya se ha señalado, sinónimo de
gobierno mundial ni de control directo de los procesos globales mediante un
instrumento político análogo al Estado. (Innerarity, 2013) Existen otras vías
posibles que den cuenta de la estructura reticular que conforma la política
mundial (de las múltiples interacciones de los diversos actores presentes en la
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Una política global sin gobierno mundial
misma) y entre ellas se encontraría el proyecto de juridificación de la esfera
internacional, entendiendo por tal “una domesticación del poder mediante la
distribución institucional y la regulación procedimental de las relaciones de
poder existente” (Habermas, 2006a: 135). Su propuesta, deudora de la idea
kantiana de una constitución cosmopolita, va acompañada del diseño de una
arquitectura multinivel que ha ido perfilando a lo largo de consecutivos trabajos.
(Habermas, 2006a; Habermas, 2009). El reto, al menos desde una clave
democrática, sería de una complejidad formidable, pues, como él mismo
reconoce, quienes aboguen por ello “se ven obligados a desarrollar al menos
modelos para un arreglo institucional que pueda garantizar una legitimación
democrática a las nuevas formas de gobernación de los asuntos en espacios
que carecen de fronteras” (Habermas 2009: 109). Mucho es, por tanto, lo que
falta por decir acerca de cómo articular la democracia con la gobernanza de un
mundo globalizado.
Es ahí en donde entra en juego su propuesta de un sistema mundial
multinivel, esto es, una constelación política de carácter cosmopolita
estructurada en el plano nacional, en el supranacional y en el transnacional.
(Habermas, 2006a) Un modelo político que, en sintonía con la preocupación
kantiana por preservar la pluralidad nacional de las sociedades humanas.
(Muguerza, 1996: 365; López de Lizaga, 2007: 105), se distinguiría por la
multiplicidad de actores y procesos decisorios, y en el que coexistirían
elementos intergubernamentales y supraestatales, además de múltiples
jurisdicciones territoriales. Diferentes niveles cuya complementación permite
evitar la postulación de un poder estatal único de alcance global sin tener que
renunciar por ello a una organización internacional eficiente. En estos tres
planos se podría articular una política mundial sin gobierno mundial, que
rompería con la analogía postulada entre la constitución política nacional y la
mundial. Mientras que el Estado territorial soberano es el actor principal que
articula el sistema político en el primer nivel y las Naciones Unidas serían la
institución prototípica del segundo nivel, aún con todas las deficiencias que
históricamente arrastra, en el tercer nivel, quizás el más novedoso y menos
estructurado, harían entrada los numerosos global players no estatales que han
ido apareciendo en los últimos años. La pujanza de los movimientos sociales
transnacionales y de las organizaciones no gubernamentales que configuran
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Juan Carlos Velasco
este nivel es decisiva para poder presionar a los Estados y forzarlos a nuevos
acuerdos que favorezcan una mayor integración, sobre todo en materia de
derechos humanos, mantenimiento de la paz y protección integral del medio
ambiente. Para el segundo nivel, Habermas propone relevantes reformas
dirigidas a fortalecer el papel de los sistemas transnacionales de negociación,
en especial, el de la ONU, para lo que sería preciso profundizar tanto en su
cosmopolitización como en su democratización, de modo tal que se presente
simultáneamente como «una comunidad de Estados y de ciudadanos». Las
innovaciones deberían llevarse a cabo tanto en el ámbito legislativo (Asamblea
General) como en el ejecutivo (Consejo de Seguridad) y en el judicial
(Tribunales Internacionales). La ONU debería ser complementada además
mediante la proliferación de organizaciones de alcance regional o continental
(cuyo ejemplo más logrado hasta el momento sería precisamente la Unión
Europea). Estas reformas tendrían que concretarse de tal manera que dieran
juego reconocido a los nuevos actores que conforman el tercer nivel y que
actuarían como plataforma de intermediación entre los otros dos niveles. En
ocasiones Habermas parece ir mucho más lejos y por momentos incluso
asoma entre líneas la posibilidad de una especie de gobierno mundial con
competencia sobre las competencias.
En conformidad con el protagonismo asignado a los individuos en su
modelo, Habermas reserva un papel destacado a los derechos humanos en el
diseño normativo de un orden global deseable. Tales derechos han sido objeto
desde 1948 de una cobertura jurídica internacional sin precedentes, que impide
que sigan siendo considerados meras aspiraciones morales. En torno a ellos se
ha ido fraguando un nivel suficientemente generalizado de acuerdo. Una tupida
red de organismos, tratados y convenios vela por ellos, pese a la limitada
eficacia demostrada. Así y todo, la exigencia de respetarlos condiciona cada
vez más la política interior de los Estados y establece un estándar normativo en
las relaciones internacionales. Con su pretensión de validez universal, los
derechos humanos nos recuerdan “la necesidad de desarrollar un marco
constitucional para la sociedad mundial multicultural que está naciendo”
(Habermas et al., 2011: 38), en consonancia con la nítida aspiración
cosmopolita que albergan: “el papel de los derechos humanos no debe
agotarse en la crítica moral de las situaciones injustas dentro de una sociedad
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Una política global sin gobierno mundial
mundial fuertemente estratificada. Los derechos humanos precisan una
encarnación institucional en una sociedad mundial constituida políticamente”
(Habermas, 2012: 12). Por eso, en la senda trazada hace más de medio siglo
por Hans Kelsen (2003[1944]), auspicia también la creación de una jurisdicción
universal y obligatoria dirigida a enjuiciar las violaciones más graves en este
terreno (una idea que ha acabado plasmándose en la puesta en
funcionamiento en 2003 de la Corte Penal Internacional, un avance memorable
al que aún le resta que se adhieran algunos de los países más poderosos,
empezando por Estados Unidos y China). Algunas de las precisiones que
Habermas introduce en torno el multilateralismo y la horizontalidad en las
relaciones internacionales han de ser entendidas como una reacción al orden
mundial unipolar que los Estados Unidos intentaron imponer bajo su propia
dirección hegemónica tras los atentados del 11-S y la posterior guerra contra
Irak en 2003. Al apartarse del procedimiento jurídicamente establecido por la
ONU, la superpotencia estaba lanzando “un desafío dramático para el derecho
vigente” que si no truncaba, ponía en serio peligro la constitucionalización en
marcha de la esfera internacional (cf. Habermas 2006a, 114-115).
La propuesta de Habermas, pese a su confeso kantismo, no se deriva tan
sólo de consideraciones estrictamente morales, sino que responde también –
como someramente se acaba de apuntar – a un preciso análisis de las
condiciones políticas y socio-económicas del mundo contemporáneo. El
cosmopolitismo puede entenderse ciertamente como un programa normativo
inherente a los presupuestos ilustrados de la modernidad. Sin embargo, la
adecuación normativa no es el único punto de vista pertinente para evaluar el
proyecto cosmopolita, pues éste no es sólo un programa normativo y un
implícito diagnóstico de la época, sino también un programa de transformación
de la política global. A sabiendas de ello, Habermas no elude la cuestión de su
plausibilidad empírica, pero no hace depender su posible éxito de una
problemática filosofía de la historia, ni de adherencias metafísicas relativas a la
naturaleza humana, sino de la dinámica propia del juego político y, sobre todo,
de laboriosos procesos cognitivo-morales de aprendizaje llevados a cabo
socialmente tras arduas experiencias históricas, procesos que a la postre
acabarían cristalizando en acuerdos colectivos e instituciones públicas. En
relación al proyecto cosmopolita recién esbozado, Habermas señala, como
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Juan Carlos Velasco
hiciera también Kant en su momento, ciertas «tendencias favorables», esto es,
ciertos procesos históricos que, al apuntar en la dirección preconizada,
avalarían de algún modo su viabilidad. Destaca así, en primer lugar, la
existencia de “[…] una tendencia prometedora, pero débil: la de una red legal
cada vez más densa para la integración transnacional de una sociedad
mundial, que si bien está llena de conflictos, dirige nuestra atención a una
dimensión adicional, hasta el momento desatendida, del concepto de sociedad
mundial. Dicha dimensión, la de una integración por medio del derecho
internacional, añade un nuevo elemento al concepto de una sociedad mundial
dividida culturalmente” (Habermas, 2008: 11).
Y, en segundo lugar, junto a esa red legal se ha ido construyendo un
entramado asociativo transnacional igualmente denso, que permite articular el
activismo político de numerosos ciudadanos del mundo. (Fraser, 2008: 34-36)
Con una enorme variedad de intereses, una multiplicidad de organizaciones
actúan de hecho con un desprecio absoluto de las fronteras estatales
estableciendo contactos, entendiéndose o rivalizando, y concertando acciones
conjuntas que gracias básicamente a los espectaculares desarrollos de la
cibertecnología y a los medios de comunicación globalizados llegan a lograr
resonancia estrictamente global: “Gracias a los medios electrónicos, y a
consecuencia de los asombrosos éxitos de algunas organizaciones no
gubernamentales que operan a escala mundial, como Amnistía Internacional o
Human Rights Watch, algún día esta esfera pública mundial podría adquirir una
infraestructura más estable y cobrar una mayor continuidad. En tales
circunstancias, ya no seguiría siendo absurda la idea de formar un «parlamento
de los ciudadanos del mundo» junto a la «segunda cámara» de la Asamblea
General (David Held), o al menos ampliar las cámaras que hoy existen, y que
representan a Estados, para dar cabida a la representación de los ciudadanos”
(Habermas, 2006a: 108).
La posibilidad de sustentarse en esas tendencias representa también una
forma compensar (o al menos complementar) la excesiva confianza
habermasiana en el derecho como principal agente civilizador. Con la
globalización
de
las
comunicaciones
y
los
mercados
se
han
ido
estableciéndose los rudimentos de una emergente sociedad mundial, que ha
ido emancipándose del control de los Estados. En ese marco cosmopolita de la
100
Una política global sin gobierno mundial
comunicación cibernética ya no es una quimera pensar – al menos
técnicamente – en la posibilidad de una gobernanza mundial del planeta. Eso
sí, pendiente quedaría el reto, no menor, de articularla según parámetros
democráticos.
3. Variaciones sobre un tema kantiano: Habermas entre Rawls y Höffe
Es bastante probable que la posible extensión de la conciencia cosmopolita
se deba no tanto al progreso de los sentimientos morales – aquello que nos
llevarían empatizar con el sufrimiento de todos los miembros de la humanidad
y/o nos moverían a realizar acciones altruistas sin pensar en las fronteras –
como a razones prudenciales y/o estratégicas mucho más prosaicas como es
la necesidad de afrontar unidos riesgos comunes que desbordan las
capacidades de los distintos países por separado o, dicho con palabras de
Habermas (2009: 107), “de responder a las necesidades de conducción y
regulación resultantes de la interdependencia, cada mayor, de una sociedad
mundial”. La conciencia compartida de riesgos y necesidades comunes
adquiere así una función integradora. En definitiva, el autointerés – que como
ya había señalado Hobbes sería una poderosa razón para dar el paso desde el
estado de naturaleza a la sociedad política – sería también el móvil que
impulsaría a los Estados particulares a superar la perspectiva estrictamente
nacional y cooperar con los demás los Estados en clave cosmopolita.
Planteado el asunto desde este enfoque realista, se debilitaría enormemente la
reiterada
acusación
de
utopismo
que
reciben
quienes
defienden
la
conveniencia de un proyecto cosmopolita. La esfera internacional ha dejado de
ser de facto un entorno enteramente anárquico y se ha ido abriendo paso la
concertación cooperativa o la acción multilateral coordinada, una forma de
actuación que, en detrimento de las clásicas ideas de soberanía y
autosuficiencia, se asentaría en la mencionada noción de interdependencia.
(Innenarity, 2013)
En este contexto emergente que impele a la coordinación interestatal, la
propuesta cosmopolita habermasiana puede ser identificada como una
tentativa de pensar la política mundial en términos democráticos sin postular un
centro rector unificado. En su vertiente de realización empírica, esta propuesta
101
Juan Carlos Velasco
se apoyaría – como ya se ha apuntado – en la evolución en curso del derecho
internacional hacia una «situación cosmopolita», en la medida en que “traslada
del nivel nacional al internacional la positivación de los derechos civiles y de los
derechos humanos” (Habermas, 2006a: 122). Esta evolución supone, en el
fondo, una transformación esencial del objeto del derecho internacional, que
pasaría de regular las relaciones de los Estados entre sí a regular también las
relaciones jurídicas entre Estados y personas individuales, de modo que el
derecho de los Estados se convierte también en el derecho de los individuos. El
modelo habermasiano se situaría así en la misma línea otros modelos de orden
global propuestos por filósofos contemporáneos, hasta el punto de que para
algunos críticos no estaría claro en qué estribaría su especificidad.
(Niesen/Herborth, 2007) Para determinarla seguramente resulte de provecho
comparar su versión con las formuladas por otros distinguidos filósofos políticos
en los últimos años, en especial por John Rawls y Otfried Höffe, cuyos
planteamientos sobre política mundial se mantienen igualmente dentro del
esquema kantiano. (Forst, 2007: 328-380) Con ellos Habermas comparte la
necesidad de articular principios e instituciones inter- y supraestatales que
sirvan para garantizar eficientemente la convivencia pacífica y la cooperación
en el escenario mundial. Junto a claras coincidencias se encuentran también
notables discrepancias.
De la misma manera que Habermas, tampoco Rawls había desarrollado
inicialmente el núcleo de su teoría socio-política para un escenario que
traspasara las fronteras estatales. Sólo en uno de sus últimos trabajos, The
Law of Peoples (1993/1999), tomó en consideración la posible extensión de su
procedimiento constructivo de la justicia al ámbito internacional. Más que
diseñar una teoría transnacional de la justicia, en este escrito trata de
responder a la cuestión de cómo debe relacionarse las sociedades liberales
con el resto de sociedades y cuál es el grado de tolerancia que deben adoptar.
Introdujo para ello, eso sí, un significativo cambio con respecto al que había
constituido su planteamiento característico en cuestiones de justicia, pues, a
nivel supranacional, «los sujetos» (o, si se prefiere, «las partes») involucrados
en la «posición original» (el experimento mental que vertebra por entero su
teoría) no serían los individuos, sino los diversos Estados existentes o, más
bien, sus legítimos representantes.
102
Una política global sin gobierno mundial
En The Law of Peoples, Rawls, al igual que Kant, se muestra confiado en
que los avances hacia una entente global se produzca por las acciones
sostenidas por una vanguardia liberal sobre el conjunto de la comunidad de los
Estados. Dada su prevención hacia los procedimientos e instituciones
supranacionales, prefiere que la imposición de decisiones globales sea el
resultado de la voluntad autónoma de los Estados soberanos. Siguiendo una
de las premisas expuestas en Zum ewigen Frieden, considera que la auténtica
garantía de la paz a través del derecho internacional reside básicamente en la
constitución interna de los Estados. Recupera así la tesis kantiana de la
relación interna entre republicanismo y pacifismo, aunque reformulándola en
términos democráticos más actuales. La propuesta de un nuevo ius gentium
auspiciada por Rawls se caracteriza, pese a su pretensión de presentarse
como una utopía realista (Rawls, 2001: 23-24), por una extremada timidez en la
prosecución de objetivos cosmopolitas, de tal guisa que apenas toman
distancia del statu quo en las relaciones internacionales: “Rawls ha elaborado
una teoría filosófica del derecho internacional que se ciñe en sus lineamientos
generales a los progresos hechos especialmente en el siglo XX por las normas
perentorias del derecho internacional, por el derecho humanitario y los
principios enunciados en las declaraciones constituyentes de las dos grandes
organizaciones internacionales que se crearon en su transcurso, la Sociedad
de Naciones y las Naciones Unidas” (Guariglia, 2010: 96-97).
Rawls apenas da un paso más allá de esa idea rectora del derecho
internacional que privilegia el papel de los Estados sobre cualquier otro posible
actor. Desde esa concepción profundamente estadocéntrica (que puede que
sea realista, pero en absoluto utópica), hace descansar todo el proceso de
pacificación de las relaciones internacionales en el carácter democrático de las
instituciones de los Estados particulares, en claro detrimento de la otra
condición señalada por Kant, a saber: la necesidad de juridificar también la
esfera internacional. (López de Lizaga, 2007) Los avances en esta materia
vendría movido por convicciones morales y/o políticas, pero en ningún caso por
imposición jurídica que limite el poder de los Estados particulares. Una posición
que contrasta abiertamente con la expuesta por el francfortiano: “la «justicia
entre las naciones» no puede lograrse por la vía de la moralización, sino
únicamente por medio de la juridificación de las relaciones internacionales”
103
Juan Carlos Velasco
(Habermas, 2006a: 105). Hacia dentro el poder de una república constitucional
puede que esté civilizado, pero mantiene con todo “un poder de autoafirmación
que hacia fuera es «salvaje», no está jurídicamente domesticado”, acaba
puntualizando Habermas (2006a: 122). No sería éste el único punto de
discrepancia entre ambos filósofos en cuestiones de política internacional. Al
igual que un considerable número de neorawlsianos de línea cosmopolitaigualitaria, Habermas toma asimismo distancia con respecto la concepción
estadocéntrica de la justicia/injusticia social defendida por Rawls: “El sentido de
la injusticia se extiende no sólo a la marginalización de grupos, el
desclasamiento de capas sociales y el abandono de ciertas regiones dentro del
propio país, sino también a una pobreza sumamente drástica en otros
continentes” (Habermas, 2009: 217-218).
Höffe, en su documentada y sugerente monografía titulada Demokratie im
Zeitalter der Globalisierung, trata de analizar la morfología de las instituciones
necesarias para que un día pueda gestionarse la globalización de un modo
democrático. Con el propósito explícito de no tener que pagar la globalización
“con una regresión política, con el desmontaje de la democracia” (Höffe, 1999:
9), auspicia una versión remozada de la idea de un Estado mundial: una
“república mundial subsidiaria y federal”. Se toma en serio la idea kantiana de
que los Estados democráticos (o que, dispone, como diría Kant, de
constituciones republicanas) están mejor dotados para la paz, pero considera
que la democratización interna no basta para asegurarla. Para ello es preciso
contar con instituciones globales democráticas. Hasta ahí estarían de acuerdo
él y Habermas, pero a partir de ahí las afloran las diferencias. La opción
defendida por Höffe es la forma jurídica de una república mundial, pues
considera que los argumentos esgrimidos por Kant para adoptar finalmente un
sucedáneo negativo no son consistentes: no ve motivos de fondo que impidan
trasladar al plano global la misma estructura republicana preconizada en el
plano estatal.
El modelo de Höffe de república mundial no implica la desaparición de los
Estados particulares; al contrario, éstos seguirían siendo los actores
principales. Lejos de una concepción de corte centralista, su república mundial
habría de ser federal, una república de repúblicas, de modo que los Estados
particulares
104
conserven
una
parte
considerable
de
sus
competencias
Una política global sin gobierno mundial
tradicionales. Para que la república mundial no devenga en un Estado mundial
homogéneo ha de estar basada en los principios de subsidiariedad y del
derecho a la diferencia. Sólo habrán de establecerse aquellas estructuras
políticas mundiales que sean imprescindibles para afrontar democráticamente y
con eficiencia cuestiones globales. En este ámbito es muy importante seguir
esa fórmula clásica inspirada en la llamada «navaja de Ockham»: entia non
sunt multiplicanda praeter necessitatem. Por eso, la república mundial ha de
ser un Estado ultramínimo, con competencias únicamente sobre las tareas que
se le encomendara (en especial, la garantía de la paz y la seguridad
internacional). Se trataría además de evitar que la autoridad cosmopolita
derivada de ese orden político mínimo, por muy democrática que fuera, siguiera
una tendencia expansiva e intervencionista sobre asuntos ajenos a su
competencia. Debería estar sometida a control y con ese fin la formación de la
voluntad popular en la comunidad mundial se articularía en dos niveles:
mediante un consejo mundial en donde estarían los representantes de los
Estados y un parlamento mundial, donde se sentarían los representantes de los
ciudadanos del mundo elegidos según criterios de distribución proporcional de
la población. Aunque atenuada, la república mundial postulada de Höffe no
deja de ser una construcción estatalista, alejada así, por tanto, de la fórmula
multinivel planteada por Habermas, quien considera que no es de recibo que
para inducir a que los actores estatales actúen concertadamente sea preciso
rebajarlos “a la condición de actores dependientes, es decir, a meras partes de
un orden jerárquico más amplio” (Habermas, 2006a: 132).
La emergencia de una sociedad civil global, aunque se encuentre aún en
fase incipiente, altera la compresión tradicional del campo de juego de la
democracia. De entrada, multiplica sustancialmente el número de actores a
tener en cuenta. Su efectiva operatividad dependerá, no obstante, de que se
logre no sólo desmantelar o superar un presupuesto básico del modelo
westfaliano – como es que los únicos sujetos acreditados del derecho
internacional sean los Estados – sino también avanzar en el efectivo
empoderamiento democrático de los individuos como agentes activos en la
esfera pública global. Una genuina perspectiva cosmopolita de la democracia
apunta, pues, hacia una configuración postwestfaliana del orden internacional.
Sea como fuera, también un sentido ampliado de justicia – que tenga en
105
Juan Carlos Velasco
consideración los intereses de todas las personas que habitan el planeta Tierra
– exige que se sobrepase el terreno acotado por sociedades encerradas en sus
propias fronteras estatales (cf. Velasco 2010). Si el filósofo de Königsberg ya
pudo señalar en su momento que esto no era una representación extravagante,
pues la comunidad entre los pueblos del mundo había devenido tan estrecha
que “la violación del derecho en un punto de la tierra se hace sentir en todos”
(Kant, 1985: 30), los últimos impulsos globalizadores no han hecho sino
agudizar esa conciencia.
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