Xavier Quinzá

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Xavier
Quinzá
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'i'i i L'J
Desclée De Brouwer
XAVIER QUINZÁ LLEÓ, S.J.
JUNTO AL POZO
A p r e n d e r de la fragilidad del a m o r
DESCLEE DE BROUWER
BILBAO - 2004
ÍNDICE
© Xavier Q u i n z á Lleó, S.J., 2004
© E D I T O R I A L D E S C L É E D E B R O U W E R , S.A., 2004
H e n a o , 6 - 48009 Bilbao
www.edesclee.com
[email protected]
INTRODUCCIÓN. LAS SENDAS ESCONDIDAS DEL AMOR
La fuente que mana y corre
La noche, oscuridad y dicha presentida
Aprender los gestos del amor
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PRIMERA PARTE:
ENTRAÑAS DE MISERICORDIA
1. LA BENDICIÓN DEL AMOR
D i s e n o de portada: Luis A k
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma
de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede
ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y
sgts. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.
Las voces de Sofía, sabiduría divina
Entrar en la tienda del encuentro
Las voces mudas de nuestra cultura
Fundar la pertenencia de nuestra vida
Para rumiar y repensar: orar con las parábolas . .
2. Los REPROCHES DEL QUE AMA
El pleito del que sufre el desamor
La arcilla y quien la modela
Nacer de lo alto: el amor como motivo
Para rumiar y repensar: es tiempo de dar fruto . .
3. LA FECUNDIDAD DEL DON
Printed in Spain
I S B N : 84-330-1889-2
D e p ó s i t o Legal: BI-1837/04
I m p r e s i ó n : R G M , S.A. - Bilbao
La muda
El pozo y la herida
La rehabilitación del deseo
Devolver la vida en un abrazo
Para rumiar y repensar: una mirada con
entrañas de misericordia
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8. LA DESNUDEZ DE LA COMPASIÓN
SEGUNDA PARTE:
EL DULCE ROSTRO DEL AMADO
4. LA LLAMADA DE LA ALTERIDAD
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Un beso en la frente del corazón
69
¿El reino de los amadores de Dios o los amigos
del Rey?
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El misterio escondido de una presencia
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Oírte, verte, tocarte: cómo acoger el don
78
Para rumiar y repensar: agricultura de Dios . . . . 81
5. ESCRUTAR EL CORAZÓN
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Cruzar el río
85
La entrada en la patria de Dios
87
El gozo de ver lo que otros no vieron
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Ponderar el corazón, sopesarlo, aquilatarlo
92
Esto es "ser recibido"
96
Para rumiar y repensar: negociar lo recibido . . . . 98
6. REPRODUCIR SU ROSTRO
101
El cinturón de lino
101
Un rostro velado, radiante y luminoso
104
Dibujo de fe, dibujo de amor
107
Para rumiar y repensar: diversos encuentros con
el Señor de la vida
110
La semilla y el árbol
Manifestación y ocultamiento
Sus heridas nos curaron
Los recorridos de la compasión
Para rumiar y repensar: el escándalo de la Cruz
y su victoria
9. E L AMOR OCULTO
139
CONCLUSIÓN: LA FUENTE, EL AGUA, EL CAUDAL . . . .
153
El pozo del que brota la vida
Cuerpo de agua viva
La irrupción del caudal que no cesa
Consentir que el amor envuelva nuestra vida . . .
153
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TERCERA PARTE:
Del molusco al vertebrado
Por las sendas del despojo
Discernir los afectos para madurar el amor
La hora decisiva: amar y más amar en el conflicto
Para rumiar y repensar: una mirada de implicación
la del que ama y es amado
8
137
El itinerario personal del reconocimiento
139
Las entrañas del Resucitado: renacer de las
heridas
141
La bendición de la comunidad reconstituida . . . 144
Para rumiar y repensar: una mirada de vigilancia
para alimentar la espera
149
LAS ENTRETELAS DEL ALMA
7. LA FRAGILIDAD DEL AMOR
127
127
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121
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9
LAS
I N T R O D U C C I Ó N .
S E N D A S
E S C O N D I D A S
DEL
A M O R
LA FUENTE QUE MANA Y CORRE
Las sendas del amor siempre son sendas escondidas.
Porque no se transita por ellas como por una carretera
conocida y sabida, sino que se tienen que descubrir en cada
ocasión, como algo inexplorado y nuevo. Sólo se aprenden
las sendas del amor recorriéndolas, haciendo camino con
humildad. Porque el que quiera conocer el misterio del
amor, humano o divino, tiene que hacerse como un niño
chico y disponerse al aprendizaje cotidiano. No se puede
amar sin aprender a ser discípulo del amor.
Para enamorar al amor hay que ir al pozo. Donde el
manantial mana en lo escondido, es una fuente que brota en
lo más hondo de la oscura selva de los deseos, en el lecho
fangoso de las pasiones, en el limo negro de las entretelas
del corazón. No se puede amar, en serio, de verdad, sin
abismarse de algún modo en las entrañas del ser humano,
en los vericuetos de la voluntad cautiva, en la maraña de lo
que anhelamos, sin saber siquiera si es lógico o razonable.
Enamorar al amor, porque no se nos manifiesta sino en
la caza, en la espesura de la selva ciudadana, en el acoso de
los demás, los que parecen robarnos el tiempo de la cotidianeidad, los que buscan y desesperan, los que no se atreven a hurgar en lo más candente de sus heridas. Al amor
se le conquista, se le gana en la lucha cuerpo a cuerpo,
alma a alma.
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Las sendas escondidas del amor tienen, en nuestra cultura, un hondón desconocido: el pozo oscuro del corazón,
de donde brota lo bueno, pero también lo no tan bueno, o
lo malo incluso. Es una utopía querer vivir el amor espiritualmente, si no nos aprestamos a plantarle cara a nuestras
afecciones, siempre desordenadas y tumultuosas.
Las sendas del amor nos conducen a aprender a amar
amando, y esa es la mistagogía del corazón, el aprendizaje
que siempre comporta riesgos, porque nos lleva de acá para
allá en las historias amorosas, desde el momento en que en
nuestra cultura se ha roto, definitivamente, la gramática del
amor. Lo que significa que no podemos hacer otra cosa que
reinventarla de nuevo, en sus fragmentos humanos, en las
piezas descolocadas de lo que vivimos, en la aventura del
adentrarnos poco a poco y reconocernos capaces de liberar
el amor, de hacernos sus cómplices, de aprender de los
errores y caminar, una y otra vez, a trompicones.
Fuentes de agua que saltan y corren desde el pozo del
corazón, que nos sanan las heridas más pútridas y hediondas y que nos renuevan las fuerzas, haciéndonos saltar
como una liebre, desatados de las muletas que nos han
puesto en las manos. Esa es la fuente que mana y corre...
¡aunque es de noche!
LA NOCHE, OSCURIDAD Y DICHA PRESENTIDA
Una iniciación espiritual se hace necesaria. Un mapa en
el que orientarnos para no caminar en círculos, para aprender a adentrarnos en ese laberinto dentro del laberinto que
es el sentimiento amoroso. El gozo primero dará paso una
y otra vez a la incertidumbre; el primer amor a la decepción por la que, inevitablemente, iremos descubriendo la
evolución más desprendida, más madura. Y será necesario
que nos dejemos ilustrar por el amor humilde, que es el
rostro adulto del que espera y ama.
Las fuentes del amor son un manantial que nace en lo
profundo del pozo del alma. Y desde ese manantial nos
recorren de arriba abajo, y son capaces de empapar las
zonas más áridas de nuestra geografía personal. Por lo tanto, deseamos dejarlas correr sobre nuestro cuerpo como
una ducha mañanera que nos vigoriza, zambullirnos en su
frescura y purificarnos en ellas de todo lo que se nos ha
pegado al corazón; buscamos sentir su regeneración y descubrir por fin la fecundidad del amor desprendido y libre.
La invitación a recorrer las sendas escondidas del amor
es crepuscular. Al mediodía la sombra es imperceptible, la
luz cenital deslumhra al que ama y le lleva a buscar la frescura de la tarde. Al atardecer, esa hora imprecisa en que el
amor despierta, cuando todo calla, y el silencio de las cosas
impone su presencia quieta, cuando parece que el cese de
la actividad predispone a la contemplación, a mirar hacia
adentro, al retiro. Cuando hasta los sentidos callan, cuando comienza la serena quietud de la noche, aún incipiente,
presentida. Entonces es la hora del amor.
El declive de la luz nos otorga su bendición, pero es aún
muy pronto para el reposo, porque el sosiego es todavía
lejano, y la oscuridad parece adueñarse de la estancia, y su
invitación nos llama a la búsqueda ardiente de otra llama.
Salir a la caza, en la noche oscura, con la luz de nuestra
lámpara en las manos, es como una provocación. Aún no
están libres los sentidos, aún queda mucho por ordenar en
la casa de nuestro corazón, pero sólo el que busca, encuentra, al que llama se le responde, al que solicita se le otorga
el don.
Es un don sólo presentido, porque la sed nos lleva a
buscar el agua donde no está, a intentar beber en las cisternas agrietadas que no la retienen, a descubrir con audacia, todo lo que aún nos queda para encontrar la dicha de
sabernos escondidos en su corazón.
Y, por eso, el camino de la iniciación es un camino largo y costoso. Todavía queda mucho amor propio en los
12
13
repliegues del corazón y es necesario atravesar la noche,
buscar y equivocarse de sendero, abrazando muchas veces
los fantasmas del deseo. Bajaremos a los sepulcros, buscando entre los muertos el abrazo de la vida y nos tendremos que sanar de muchas decepciones, hasta aprender a
vivir, en tantos y tantos amores, al verdadero amor.
La noche es el tiempo de la prueba, tiempo de desandar muchos caminos que nos han conducido a ninguna
parte. Pero que nos ha dejado impresa en el alma otra
enseñanza muy precisa: es necesario perderse para aprender la intensidad desprendida del amor. Aprendemos a
amar a golpes de miseria, no reteniéndola sino soltándonos de ella, amándola, como la fragilidad de nuestra tierra,
pero descubriendo también, que es capaz de abrigar la
semilla de la vida.
En la noche caminamos a tientas, pero con audacia, despierto el corazón para la aventura. No vemos con claridad,
pero aprendemos de los trompicones amorosos, de la frustración de nuestro intento de abrazar lo que siempre nos
huye y nos deja tan frío el corazón. Sabemos que el viaje es
así, y no desesperamos. La noche será también un lugar de
bendición, cuando gustemos el abrazo y nos despertemos,
como de un sueño infeliz, ignorantes y atrevidos.
En los momentos de mayor oscuridad de la noche,
cuando parece que hemos perdido el rastro del amado de
nuestro corazón, debemos recordar que el camino es un
ahondar en el pozo, apenas excavado, y que hace falta
mucho vigor y mucha fuerza para seguir amando. Hondura,
no espectacularidad, los trazos de su presencia aún no
aparecen entre las sombras, las pepitas de oro se ocultan
debajo de mucho cieno y arena.
Ahondar en el pozo, para descubrir mejor la herida.
Atender fielmente a los medios pobres: sólo disponemos de
ellos para la tarea. El amor está desnudo y nuestras manos,
que se tienden hacia él, también lo están. No es únicamen14
te un fruto dorado que pende del árbol y podemos disponer de él a placer. Es una veta honda, que debemos rastrear,
olfatear, seguir a tientas en la oscuridad de la noche.
Necesitamos un tiempo más pausado, un corazón más
quieto, un cuerpo más distendido para alcanzar su don.
Los signos son discretos, como de intimidad, y su imagen
se va formando despacio en el alma; pero va calando, nos
va invadiendo su débil presencia, se va haciendo capaz de
más, nos va descubriendo la sorpresa, nos desmonta de las
seguridades, nos descoloca.
APRENDER LOS GESTOS DEL AMOR
En este caminar nocturno y atrevido es donde podemos aprender los gestos del amor. El amor se nos hace
espléndido maestro en cuanto nos dejamos enseñar por él.
Pero debemos reconocer, ante que nada, nuestra propia
ignorancia. Sabemos los gestos del amor humano, pero
¿cuáles de ellos nos sirven para expresar a Dios la adecuada correspondencia amorosa? ¿Sabemos los gestos del
amor de Dios?
La pasión por Dios la vivimos a ciegas. Sentimos su fuego unas veces, otras el rescoldo en su ausencia, nos aparece vivo cuando nos sentimos desbordados de intensidad
luminosa, pero también silencioso, frágil e impotente cuando nos salta la desgracia del mal y sus efectos destructores
en los más débiles. Nos altera, nos sorprende, nos huye y
nos asalta... ¡tantas y tantas veces!
En estas circunstancias, en estas extrañas formas de
amor, ¿cómo corresponderle con acierto? ¿Cómo saber
cuando deberemos insistir y cuando permanecer silenciosos y expectantes? ¿Y con que gestos, con qué palabras
podemos expresar nuestra pasión? ¿Cómo podemos "acostumbrarnos" a Dios, o mejor dicho, hacernos familiares a
su amor, aprender su gramática?
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Nuestra vida, cada vez más, necesita y se fundamenta
en una relación apasionada con Dios. Y necesitamos descubrir los signos de su paso, los caminos que deberemos
recorrer junto a nuestros hermanos, las circunstancias que
la posibilitan o la impiden. Por eso queremos explorar en
este libro los signos del amor, su fragilidad y su ternura
honda, junto al pozo...
Quizá suene como una exhibición casi impúdica, mostrar por escrito lo que debe ser creación del amor, duelo
entre dos, expresión íntima de afectos hondos. Pero creo
que a todos nos ha ayudado consultar ciertos manuales
para aprender y practicar los gestos del amor. De todos
modos deberemos mantenernos dentro de los límites de lo
más general y no bajar a inoportunos detalles. El amor,
como tantas otras cosas, es una creación personal.
El cuerpo, en primer lugar, nos enseña lecciones de
amor humano. Sabemos lo importante que es su expresión
franca en gestos de cuidado y de acogida del otro cuerpo
que nos ama: sabemos de los besos, las caricias, los abrazos. La audacia y la prudencia se dan la mano en el amor.
Si nos entusiasmamos sin mesura, se puede cerrar la cascara de los sentidos, y desconectar el flujo interior de la
vida. Pero, si no sabemos iniciar el gesto de ternura, e
insistir en la caricia, tampoco se nos abrirán los arcanos, y
nos encontraremos sin aliento y fríos.
¿Cómo se debe estar, corporalmente, ante el encanto
del amor de Dios? Los sentidos se agudizan cuando se
reposa dulcemente, tanto como cuando se despiertan con
fuerza. El silencio del cuerpo, la actitud vigilante y relajada,
es necesaria para orar. Aprender a arrodillarnos puede llevar tiempo: no sólo porque nuestras piernas se duelen, sino
porque el orgullo de nuestro corazón se resiste a postrarse
ante nadie. Pero podemos intentarlo y ver qué pasa. No se
pierde nada.
Buscar una postura cómoda, tampoco es la solución. La
facilidad del cuerpo no siempre nos conduce a aumentar la
sensibilidad interior, sino a relajar los músculos, quizá en
exceso. Aprenderemos con cuidado, a base de tentativas,
hasta descubrir la postura relajada y atenta. En realidad, se
trata de ir a buscar lo que quiero, y a cambiar sólo cuando
el mismo ritmo de la bendición lo requiera.
De pie, con los brazos en alto, en la postura pagana del
orante, sirve para un rato y, además, puede tener la dificultad añadida de lo convencional. De todos modos, en momentos, hay que adoptarla, porque ayuda a sabernos a la
espera de su favor y ayuda. Aspiramos con mayor intensidad al abrir los brazos y levantar el rostro, lo que nos ayuda para desear más, para mostrar el anhelo del corazón.
La postura recogida, sentados, con los brazos sobre el
halda y las manos una sobre la otra, es una postura de
entrega, de recogimiento, de respeto, muy apreciada por la
oración quieta, aquella que permite centrar en el plexo
solar las sensaciones. Implica reverencia, reconocimiento,
nos pone en contacto con los pensamientos del corazón.
Ayuda al diálogo sereno con él, en esos coloquios amables
y esperanzados entre lo que nos resuena dentro y el impulso fluido del Espíritu.
Postrados en el suelo, sobre una estera, y en el silencio
de la noche, la oración puede ser una rendición callada, un
importante acento de humildad y de reconocimiento. La
noche, después de tres o cuatro horas de sueño, tiene un
momento de gracia para rezar. Depende del propio ritmo
de descanso, pero suele ser apropiado, cuando el Señor llama, como al niño Samuel, en Silo, estar dispuestos a responderle y aceptar gustosos, su vista.
Y en las circunstancias cotidianas de la vida, siempre hay
un lugar de silencio reposado, en medio de la gente, en la
mesa de trabajo o en el autobús. No hay que desdeñar ninguna ocasión ni momento del día. Siempre cabe una mira-
16
17
da atenta al corazón, un guiño de amor o un piropo sentido. Momentos fugaces de levantar el alma hacia el secreto
interior, de sentir y gustar su presencia constante y dulce.
Los gestos del amor son siempre creativos y variados.
Cada cual los tendrá que aprender, dejándose guiar por Su
divina mano, alertados por signos imperceptibles que nos
indican que la comunicación está abierta, que el Señor de
la vida nos reclama.
* * *
El libro que tienes entre las manos, consta de tres bloques bien definidos, compuestos cada uno de ellos por tres
capítulos. Y organiza los temas de una manera propedéutica, de tal modo que todo el proceso, con sus reflexiones
consiguientes a cada capitulo ("Para rumiar y repensar"),
forman una verdadera mistagogía, en la línea de mi primer
libro, Desde la zarza. Quiero decir que, poco a poco, nos
vamos iniciando en los misterios del amor de Dios, que se
expresa en todos los amores humanos que existen.
El primer bloque tiene como hilo conductor la necesidad sentida de descubrir la bendición como el hilo interior
de nuestra relación con la vida y con el Dios de la vida. La
bendición es un clima ante los demás y ante los acontecimientos de la vida, que se expresa como la respiración del
ser vivo ante el Dios bueno, creando el fluir mismo y la sustancia de nuestra comunicación con Él. Porque somos benditos en su presencia, nos dirigimos a él, oracionalmente, en
la forma de bendición. Y también nos orientamos desde
ella en nuestras relaciones con los demás y con toda la
creación. No hay otra oración cristiana sino la bendición.
Una vez asentada esa condición original que fundamenta la pertenencia de nuestra vida, de ser benditos, creados y amados, desarrollamos en un segundo capítulo, lo
bueno que Dios quiere para nosotros. Sus reproches, son
los de un corazón enamorado, que quiere de sus benditos
18
una respuesta de amor. La fragilidad de nuestra condición,
la arcilla, le pide al que la modela que le enseñe el significado del "nacer de lo alto", porque ansia una regeneración
para poder dar fruto.
En el último capítulo de este primer bloque, nos centramos en la fecundidad del don. Tenemos que mudar de piel,
como los lagartos, dejar atrás lo viejo amado inservible y
volvernos a la sed que nos alumbra el camino. Conocer el
don y desearlo, los pozos de agua viva y la herida del corazón. Se hace necesario rastrear lo que fuimos, y rehabilitar
el deseo nómada. Dejarnos abrazar para recuperar la dignidad y la vida. Una mirada "entrañada" en la miseria de nuestro corazón que nos devuelva el respeto por lo que hemos
sido, es la condición para descubrir de nuevo la fecundidad.
Si el primer bloque nos ha puesto delante la bendición,
como la herencia que recibimos, el segundo nos acerca al
rostro de Jesús, el amado de nuestro corazón. En el primer
capítulo experimentamos que Él es la bendición y la vida.
Su presencia, su llamada, nos hace los amigos del Rey que,
aunque ausente, sentimos su presencia cada día, como un
beso en la frente del corazón. Y nos haremos presentes al
misterio de ese Amor escondido, en la zarza ardiente de
María, respuesta de alteridad a su invitación amorosa.
Despertaremos el deseo de oírle, verle, tocarle, para sabernos agricultura de Dios.
Una segunda perspectiva, nos sitúa ante la necesidad de
la opción, antes de cruzar el río: ¿qué nos llevaremos para
entrar por el camino de la bendición de la tierra y qué dejaremos a este lado del Jordán? La entrada en la patria de
Dios nos pide ponderar bien el corazón, escrutarlo para
alcanzar la vida verdadera y descubrir lo que significa "ser
recibido". Deberemos negociar lo que se nos regala para
hacer realidad el deseo.
La última aproximación de este segundo bloque, se
centra en el deseo de adherencia a Jesús, que nos quiere
19
junto a sí, como el cinturón se adhiere a la cintura de
uno. Y de dicha intimidad nos descubriremos con un rostro, velado aunque luminoso, que se nos va imprimiendo
en las entretelas del alma. Dibujo de fe, porque está velado, dibujo de amor porque brilla y nos alegra muy íntimamente. Los diversos encuentros personales con el
Señor de la vida, nos han dejado una marca imborrable
en la propia biografía.
La tercera parte de nuestro recorrido nos introduce en
las entretelas del alma. La mayor parte del trabajo está
hecho. Los ingredientes preparados, pero el plato se tiene
que meter al horno. Tal como está, no sirve todavía como
nutriente. Y el horno para nuestro espíritu, no puede ser
otro que el misterio pascual de la entrega generosa del
Señor de la vida. Ello nos exige otra atención, otro cuidado, porque se actúa sobre nuestros deseos, se nos templa la
voluntad y nos dejamos elaborar el corazón por el "mayor
amor". Estamos ante el momento decisivo en el que la obra
de Dios se intensifica.
La primera aproximación, de este nuevo bloque, nos
sitúa en la contemplación del amor despojado y libre. Le
queremos acompañar al Señor con un corazón agradecido,
y permanecer en actitudes de amor humilde y reconocimiento callado. Contemplamos lo que celebramos: el amor
de Jesús que se abaja y nos muestra una actitud sorprendente de diakonía: vulnerable pero resistente. Nos cambiará la percepción de lo que somos, vertebrando la humanidad mediante el despojo y enseñando la lección del amor
que más y más ama en medio del conflicto.
El siguiente paso, todavía es más sorprendente y exclusivo: Jesús va a la pasión "apasionadamente", y su hora es
la exaltación tanto como el ocultamiento. En la desnudez
de la cruz hay un gran caudal de compasión que se derrama sobre nuestro miedo y lo cura de muchas viejas heridas. Bajamos del sentir al consentir, de la apariencia desfi20
gurada a los veneros de humanidad que encierra. Y deberemos acompañar hasta el límite su entrega generosa y alimentar la espera.
Y al final nos encontraremos con la fuerza del amor que
se oculta y se manifiesta milagrosamente. Hacer el recorrido del reconocimiento es una aventura personal que nos
llevará a descubrir tantas experiencias pascuales como biografías de amistad. Las cosas cuadran cuando se ama y se
busca. Por eso la nueva comunidad es la nueva humanidad,
reconstituida por aquél que vive para siempre. El recorrido
nos habrá hecho más capaces para vivir la bendición y
alimentar la espera.
* * *
En conclusión: nos vamos a acercar junto al pozo de
Jacob. Los pozos jalonan todo el itinerario de los patriarcas en su itinerancia por la tierra que se les había prometido, pero que no poseían en propiedad. Es la señal de la
permanencia de Dios junto a su familia, sus elegidos.
Siquem es la primera etapa de la peregrinación de Abram
desde Ur de Caldea. Guevar y Berseba son otros tantos
pozos excavados por el padre de los creyentes en su
camino, cegados por los filisteos y reabiertos después por
Jacob. Siquem será el lugar de asiento de Jacob y sus hijos,
herencia para mejorar a José, su predilecto, (Gn 48,22) y
donde habían llevado a enterrar sus huesos traídos desde
Egipto.
La fuente, que brota en el interior de ese pozo, ha sido
liberada por la acción del Espíritu. Y la hemos visto surgir
impetuosa de la peña de la cruz, del costado amante del
crucificado. Nosotros sabemos que el agua de esa hendidura es la mostración de un amor patente que nunca se
acabará. Hasta alcanzar las fuentes de la verdadera vida.
Hemos sido bendecidos, enriquecidos en nosotros mismos, por el contacto benéfico de Su mano humilde y sana21
dora. Ricos de nosotros, sin la opresión del que nos regala
algo ajeno. Él ha removido las capas de cieno y arena de
nuestro corazón, y nos ha liberado para que el torrente de
aguas vivas vuelva impetuoso a fecundar todos los rincones de la existencia.
Junto al pozo descubrimos la fuente, el agua, el caudal...
Ahora nos podemos sentir, en verdad, renovados por el
amor, bañados por este nuevo bautismo. ¡Y con qué ansia
lo deseamos!
22
Primera Parte
LAS
ENTRAÑAS
DE
MISERICORDIA
I
LA
BENDICIÓN
DEL
AMOR
LAS VOCES DE SOFÍA, SABIDURÍA DIVINA
En Oriente, Sofía se representa como un ángel, joven en
la plenitud, sentado en un trono imperial. Él es el principio
que da origen a todo lo que existe. Personificado así, se nos
aparece como un ser vivo, que respira y palpita pleno de
vida, en el que se reúnen los atributos del bien, de la verdad y de la belleza.
El ángel Sofía señala a Cristo, al Espíritu, a la Madre de
Dios, a la Iglesia, como caminos que hay que recorrer entre
el mundo divino y el humano. Según la enseñanza de los
padres griegos, el cristiano descubre en todos los seres la
sabiduría divina que ha creado el universo.
Por eso el ángel está representado en los iconos, en el
centro del cosmos y de la historia, aludidos simbólicamente por un círculo estrellado y una mandorla rosa y verde (la
humanidad y la naturaleza); de él parten los rayos dorados
de la gloria que envuelven y penetran toda la creación. El
joven está coronado por Yahvé Sebaoth y por la Etimacía
que es el trono preparado para Cristo en el día del Juicio;
sobre él hay un paño y el libro de la Escritura. En torno a
él se postran los ángeles en adoración.
La Sabiduría, Sofía en griego, se nos presenta en el libro
de los Proverbios literalmente dando voces (8, 1-31). Alza
la voz y clama desde las cumbres de las colinas y en los
25
cruces de las sendas. Da voces en las puertas de la ciudad,
y a la entrada de los portales, llamando a los hijos de los
hombres. Les llama como un vocero, alguien que anuncia
para susurrarles la verdad y la prudencia, porque ninguna
cosa deseable y apetecible le puede igualar. Su fruto oculto es mejor que el oro, y se ofrece gratis a los que le buscan. Ama a los que le aman y no se oculta.
Es la primicia del camino de Dios, y ha sido desde
siempre su delicia. Por eso nos entrega un fruto acabado,
porque ha jugado con Dios y es, ella misma, juego en su
presencia, desde que trazó un círculo sobre la faz del abismo y asentó los cimientos de la tierra. Las voces de Sofía
son el clamor de Dios que nos invita a gozar en su presencia, que nos busca para que le busquemos, que nos invita
al juego del amor en una creación renovada.
Ben Sira también nos habla de Sofía, como alguien que
busca reposo entre los hombres (24,lss). Y la presenta
arraigando en un pueblo generoso, en la heredad del
Señor. Allí, como un árbol lozano, se eleva hacia las nubes.
Cedro del Líbano, ciprés del Hermón, palmera de Engadí,
rosal de Jericó, olivo en la llanura de Yesdralón.
Exhala sus aromas y su fragancia como mirra o cinamomo, alarga con gracia sus ramas como el terebinto.
Como la vida, ha hecho germinar la gracia, y sus flores son
gloria y riqueza. Es el agua viva que inunda la tierra como
el Pisón, el Tigris o el Nilo. Como el Jordán o el Eufrates
rebosa de doctrina, en días de frutos nuevos o de vendimia.
Y nosotros somos la acequia, el canal que se deriva del
río; y esa inundación nos rebosa, nos desborda con su agua
viva. Y el canal se nos hace río y el río, ancho como un
mar. "Venid a mí los que me deseáis, porque no sólo para mime
he fatigado, sino para todos aquellos que me buscan. Bebe el
agua de tu cisterna, la que brota de tu pozo, ¿se van a desbordar por fuera tus arroyos, tusfuentes de agua por las plazas?".
Las voces y el agua del ángel Sofía se hacen en Baruc
instrucción y profecía (3,9-4,4). Hemos envejecido en tie26
rra extraña, vivimos entre sepulcros, como los que bajan a
las sombras. Y ahí nos busca la voz del ángel: "¿Por qué
abandonaste lafuente? Aprende dónde está lafuerza, la luz de
los ojos, los largos años, la paz y la vida". Nadie ha encontrado a Sofía fuera del camino de Dios, nadie ha podido penetrar en sus tesoros.
Ni la fuerza de los príncipes, ni la juventud y el vigor
de los que les sucedieron. Ni se oyó hablar de Sofía en
Canaán, ni entre los sabios de Agar, ni entre los mercaderes de Teman. No se la encontró entre los autores de fábulas y narradores de cosas extraordinarias. Ninguno entre
todos ellos tuvo memoria de sus senderos.
Muy grande es el mundo, la casa de Dios; grande y sin
límites. ¿Quién pudo subir al cielo para arrebatar la sabiduría, o atravesar el mar para hacerse con ella? ¿Quién podrá
encontrarla? Nadie imagina sus senderos. Sólo el que todo
lo sabe la conoce, el que envía la luz, el que la llama y temblorosa le obedece, el que llama a los astros y dicen: Aquí
estamos", llenos de alegría.
Sólo el Incomparable descubrió sus caminos y los enseñó a su amado, después apareció en la tierra y convivió
con los humanos. "Vuelve, Jacob y abrázala, camina hacia el
esplendor bajo su luz. No des tu gloria a ningún extraño. Somos
felices pues lo que agrada al Señor se nos ha revelado" (4, 2-4).
ENTRAR EN LA TIENDA DEL ENCUENTRO
"Hijo mío, cuando te acerques a servir al Señor, prepara tu
alma para la prueba, manten tu corazónfirme,se valiente, no te
asustes..." (Eclo 2,1). Todo el poema, del que sólo apunto
el comienzo, es un serio aviso: si buscas la bendición, prepárate para la prueba. No se alcanza la bendición sin aprestarse a la lucha. Para ser bendecido, como Jacob, uno tiene
que soportar el cuerpo a cuerpo durante toda la noche. Y
sólo al amanecer se nos bendice.
27
La insistencia de Ignacio de Loyola, va en la misma
línea: a preparar y disponer el corazón para la aventura de
escuchar la voz de Dios, y disponerse a dejar espacio a su
personal bendición. Es como afinar el dial y buscar la longitud de onda adecuada para hacerse perceptivo a los signos sonoros de su visita. Tenemos que afinar bien, porque
lo que se escucha de inmediato es lo más aparente, pero no
lo más verdadero. Y en medio de tanto ruido estridente,
hay un lugar en el dial interior para alcanzar la emisora que
buscamos. Sólo tenemos que iniciarnos en saber discernir
entre tantas voces la voz del corazón, la que resuena, quizá
tímidamente, en nuestro interior.
Para entrar en la bendición, que siempre es un don de
Dios, debemos prepararle un corazón sereno, sin agitaciones, sin ninguna actividad, por eso es necesario un cierto
tiempo de oración sencilla. Un tiempo para dejar la actividad, lo que exige, necesariamente, permanecer. Perseverar
en la oración es el único consejo del Señor, que no nos
pide en el Evangelio solamente que oremos, sino que perseveremos en la oración. Un tiempo largo, aquel que se
entrega con generosidad, es la primera base para alcanzar
la bendición de Dios.
El salmo 34 nos lo repite también, de un modo muy
bello: "Bendeciré al Señor en todo momento, su alabanza está
siempre en mi boca". En todo momento significa una invitación a la permanencia en la bendición, especialmente para
nosotros, que no sabemos bendecir. Tenemos mucha más
práctica en maldecir, o sea, en renegar, lamentarnos, criticar, juzgar todo con dureza o indiferencia. Y deberemos
aprender a bendecir.
La bendición es una invitación a entrar en su presencia
y a continuar en ella todo el rato. Es un movimiento casi
espontáneo del corazón que está colmado. Porque hace
falta estar lleno para bendecir, que es siempre un rebosar
del corazón, un exhalar el perfume interior, como una flor
que se abre.
28
La bendición es el fruto maduro de una manera de
estar en la vida: confiados, en buenas manos, con el corazón quieto, como la criatura que duerme, saciada, en el
regazo de su madre. La mejor bendición es el grito espontáneo de una criatura contenta por algo. Bendecir es una
forma de vivir, de estar con los demás, desde la gratitud
del que todo lo recibe y nada retiene.
María, la bendita por antonomasia, es una figura excelente de esa actitud, que se hace estilo de vida, que se
derrama en atención y servicio a los demás. La llamamos
"bendita", bienaventurada, todas las generaciones, porque
es fruto acabado de la bendición de Dios, ya que por ella
hemos sido agraciados con Aquél que derrama toda bendición en el cielo y en la tierra: su propio hijo, Jesucristo.
Por todo ello, se nos invita a bendecir, entrando en la
tienda del encuentro. Plantada en nuestro jardín, no hemos
de ir fuera del campamento a buscarla, a cierta distancia,
como la que levantó Moisés, que hablaba con el Señor cara
a cara, como habla un hombre con su amigo. Nosotros,
por María, tenemos otra tienda, no erigida por manos
humanas, sino por el Espíritu de Dios: tienda que es lugar
de encuentro, cuerpo vivo del Hombre, que nos invita a la
comunión íntima, al descanso, a la cena de amistad.
El Señor ha querido plantar su tienda en nuestra tierra
y nos convida a entrar en ella. Como a Moisés, pero sin
velos, allí se nos revelará la gloria del Señor. Como él, una
vez en la tienda, tampoco nosotros querremos caminar si
no es El mismo el que camina a nuestro lado. También
desearemos ver su rostro, agazapados en la hendidura de
la peña, y que se nos revele el nombre nuevo, el único, el
que sólo el Señor nos puede revelar.
"Guarda, hijo mío, tu corazón, porque en él están lasfuentes
de la vida" fProv. 4,23). Esta advertencia de la sabiduría
antigua, resulta muy adecuada para nuestros días. Aprender
a bendecir es una tarea del corazón, y éste debe ser guar29
dado con más cuidado. El manantial está hondo, y brota
con fuerza, pero también se puede cegar con facilidad, debido, sobre todo, a nuestro descuido. La arena y el cieno pueden cegarlo, y no permitir el paso a la corriente de la vida.
Entrar en la tienda del encuentro es asegurarnos un
título de propiedad, aunque sea como huésped inoportuno. Necesitamos saber que tenemos abierta la puerta, que
el pacto de amistad nos mantiene despiertos, que nos
podemos sentar a la mesa y alimentarnos de la pertenencia adquirida. Somos suyos, y podemos rehacer los vínculos como quien se sabe amado y bendecido.
En la intimidad de la tienda hacemos la gozosa experiencia de ser deseados por Jesús, el Dios con nosotros y
junto a nosotros. Son las vivencias las que confirman el clima de la entrega. Nos pertenecemos el uno al otro, nos
dejamos cambiar el corazón y aprendemos a saborear el
amor en medio de lo cotidiano de nuestra vida. Descubrimos un alimento nuevo que nos hace sentir el gozo de
sabernos bendecidos y amados.
Jesús inaugura sus señales en un ambiente de bodas. Y
la boda, lo sabemos bien, es siempre el símbolo de la alianza de Dios con su pueblo. Inducido por el amor y el cuidado atento de María, su madre, el Señor adelanta su hora,
hace presente lo definitivo, transformando el agua en vino.
Lo bueno, el vino mejor, el que ha estado guardado hasta
ahora, se hace brindis de gozo y de fiesta. Y la manifestación de la gloria de Dios, que hace aumentar la fe de los
discípulos en Jesús, se trenza en el baile y la música de unas
bodas aún mejores.
LAS VOCES MUDAS DE NUESTRA CULTURA
Deberemos mirar con cuidado y hacernos más conscientes de lo fácil que nos resulta desoír al corazón y bloquear así el manantial de la vida. No todo nace del corazón: hay voces sonoras y voces mudas. Y, unas y otras, se
pueden dejar oír desde muchos registros y en muchos
ángulos de nuestra vida. Las unas, las interiores son sonoras, aunque a veces sólo se perciban a base de mucha atención; las otras, las de afuera, pueden ser, unas veces, mudas
y hacerse sentir sin reflexión ni discernimiento, pero otras
son claras y definidas.
Esta últimas son menos peligrosas, porque las identificamos como "de afuera", no las reconocemos como nuestras y podemos estar más advertidos respecto a su influjo
en nuestras ideas o nuestros actos. Pero no podemos olvidar el mecanismo de ocultamiento propio de nuestra cultura, la invisibilidad de sus propuestas, que oculta mejor
los mensajes que más le interesa comunicar. Estos son las
voces mudas.
Mirar con cuidado, o escuchar con cuidado, porque
las voces mudas de nuestra cultura tienden a infiltrarse en
las capas más externas, pero sin mostrar claramente de
donde vienen, y pueden, a veces, despistarnos. Creemos
que son nuestras, pero sólo es nuestra la resonancia, porque son voces, discursos, pensamientos que no nacen del
corazón, sino que proceden de nuestra cultura.
¿A qué nos referimos con estas "voces mudas" de la cultura? Son los implícitos que están por debajo de los hechos
mismos, fórmulas de pensamiento que circulan sin hacer
ruido, pero que impregnan, o pueden impregnar de una
manera insidiosa nuestro pensar. Son los implícitos que no
se confirman sino con los hechos, los subterráneos del lenguaje, el fajo de "decires" y "sentires" del mundo de lo cotidiano que se arraigan inconscientemente en nuestra alma.
Un sustrato cultural de formas de pensar y sentir que, sin
ser nombrado expresamente, inciden decisivamente en
todo lo que hacemos y pensamos.
Estas formas de pensar infiltradas son las que fundan
muchos de nuestros discursos, de nuestros pensamientos
conscientes, incluso muchas de nuestras relaciones. Y ahí
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31
sí deberemos estar precavidos. Porque, sin darnos cuenta,
podemos fundar nuestra relación con Dios, con los demás
y con la vida, desde esos esquemas no verdaderamente discernidos.
Hay una sabiduría de Dios, un arcano de su Palabra que
se confronta con la sabiduría del mundo, la de nuestra cultura, sea cual sea. Y, si queremos fundar la pertenencia de
nuestra vida, no podemos hacerlo a la ligera. Deberemos
atinar bien, escuchar mejor sus voces, las sonoras, las del
corazón, que es el lugar de donde procede nuestro manantial, el lugar en el que el Espíritu de Dios hace brotar las
verdaderas fuentes de la vida.
La del mundo es una sabiduría que tiene una raíz principal, pero muchas ramas. En nuestra cultura se nos presenta como un deseo radical de autonomía personal y de
libertad sin trabas. Vivimos en medio de muchas voces que
nos hablan, como de lo mejor, de vivir el ideal de una libertad "desarraigada", de una búsqueda, sobre cualquier otra
cosa, de independencia y autonomía del propio yo.
De esa única raíz, insidiosa y retorcida, brotan muchos
troncos y muchas ramas. La cultura del yo, con su incidencia en una radical manera de vivir sin compromisos,
haciendo "mi real gana", desprendidos de cualquier tradición que reivindique obligación moral o fecunde otros
modos de vida más arraigados a lo bueno ya vivido.
Cultura que se preocupa por investir diferentes estilos de
vida, todos ellos propios de esa implantación de la absoluta soberanía de la voluntad individual y del deseo de lograr
el éxito a costa de lo que sea.
Otra rama bastante desarrollada y diversificada en
muchas otras de menor tamaño, pero muy frondosa, es la
cultura de la autosuficiencia y la búsqueda de protagonismo en todo lo que hacemos. Estar en el centro del escenario, capitalizar los dones que el Señor nos ha dado para
brillar y deslumhrar, conseguir ser el punto de mira de los
32
más, para atraerlos con la fascinación de nuestras cualidades. La autosuficiencia nos arrastra sin piedad a dejarnos
la piel en la competitividad profesional o en la búsqueda
de satisfacción a toda costa. Y si ello comporta la manipulación del otro, del que menos tiene, cautivado por la
prestancia de nuestros recursos, peor para él. Es la ley del
escenario.
FUNDAR LA PERTENENCIA DE NUESTRA VIDA
Fundar la pertenencia en la sabiduría de Dios, entrar
en la intimidad de su tienda, escuchar su voz y acogerla,
buscar reposo y calma en sus brazos amorosos para tanta
ansiedad del corazón, tiene, evidentemente, sus propios
caminos. Y no son los que hemos descrito sumariamente
arriba.
La sabiduría de Dios, la que funda en verdad nuestra
vida, tiene otra raíz: la comunión. Un deseo tan radical de
comunión que le ha llevado a salir de sí, a manifestarse en
su bondad creando el mundo y dándole al hombre el culmen de su misma creación. Pero, sobre todo, un deseo de
comunión tan radical, que ha hecho que su Palabra asumiera nuestra condición humana, despojada de su categoría de Dios, para compartir nuestras tristezas y nuestras
alegrías, nuestras angustias y temores.
Frente a la raíz fundamental de la sabiduría del mundo,
que es deseo radical de autonomía, la sabiduría de Dios se
abaja para comunicarse a nosotros, en un deseo radical de
intimidad amorosa.
La raíz amante de esta Sabiduría, que ha plantado su
tienda entre nosotros, tiene también sus propias ramas,
frondosas hojas y sabrosos frutos. Unas y otras nos enseñan a vivir la creaturalidad en libertad arraigada y no narcisista, a enfocar los destinos de nuestra existencia en el
orden de la alabanza y el servicio, en el reconocimiento
33
de los recursos propios, puestos al servicio de los demás,
en responsabilidad madura.
En primer lugar, porque la sabiduría no se afianza en la
seguridad propia sino en la propia fragilidad. Somos criaturas, seres hechos del barro de la tierra, que no es, precisamente, el más noble material. Y como criaturas, limitadas. Estas dimensiones creaturales de nuestro existir nos
limitan a la vez que nos potencian y son para nosotros,
fuente de equilibrio y moderación en la vida.
La sabiduría de Dios nos muestra el primer lugar en
donde deberemos equilibrar, tanto cuanto podamos, nuestra estabilidad humana: la corporalidad. Hombres y mujeres dotados de un cuerpo que nace indefenso y necesita de
los cuidados maternales de quien nos trajo a este mundo.
Cuerpo saludable o no, que crece y se desarrolla sometido
a los avatares de muchos ataques externos, pero que nos
enseña que tenemos fecha de caducidad, que nuestra energía se tiene que renovar, que el cuidado de la salud es una
responsabilidad, pero no el único objetivo de nuestra vida.
"Tanto cuanto", este es el mejor consejo para vivir la
corporalidad como una dimensión, a la vez, de fragilidad y
de capacidad. Nuestra cultura también nos influye con sus
voces mudas y nos hace desear la juventud fáustica de plenitud dorada, tan deseada como imposible. Pero ese cuidado excesivo, contra el paso del tiempo, o en el ensueño
de un cuerpo siempre joven, tiene sus propios costes.
La salud, en un grado o en otro, es un bien deseable,
pero no un absoluto. Y a veces parece que sí lo es. Aprender
a bendecir con nuestro cuerpo, en la salud o la enfermedad, en la fuerza y la flaqueza, en la elasticidad cuando fue
joven y en la sabiduría de las arrugas cuando ya no lo es.
Demasiadas veces nos dejamos llevar por ciertas voces que
enaltecen la salud, la fuerza y el vigor, físico o incluso
sexual, sin aprender a vivir en armonía con las propias
carencias corporales.
La sabiduría en la queremos fundar nuestra vida es una
sabiduría, también, de las carencias. Y, como los recursos
propios, las capacidades intelectuales o morales deben ser
potenciados al máximo, no podemos olvidarlo como contrapunto necesario. Somos seres de riqueza y la queremos
compartir con los demás y afirmarnos en ello. Pero no queremos fundar en ello la pertenencia de nuestra vida. Somos
seres de deseo, carentes y ricos a un tiempo. Y tendremos
que aprender, una vez más, a relativizar tanto las riquezas
como las necesidades. Riqueza o pobreza, lo importante es
mantener la propia estima y abandonar los anhelos en
manos del Señor de la vida.
Y dígase lo mismo del necesario reconocimiento de
los otros. Materia delicada, donde las haya. Porque si bien
es cierto que deseamos ser reconocidos en lo que somos,
y aceptados por los demás, para poder arraigar correctamente en la vida, no lo es menos, que la búsqueda
desesperada de estima es un desgaste más que notable.
La estima de los demás nos es tan necesaria cuanto menos
estemos arraigados a la riqueza propia y a sus propias
posibilidades. Pero la afirmación confiada en la vida, no
exige ni reclama tanto reconocimiento de los demás. Otra
vez, tanto cuanto.
Y, por último, está el tiempo de nuestra vida. El tiempo
es el gran tesoro, y cualquiera nos lo puede robar. Vivimos
gastándolo, y sólo lo redimimos si lo empleamos bien, de
acuerdo a nuestras propias opciones vitales. Rescatar el
tiempo es disponer serenamente de él, hacer de él la ocasión para lo bueno: el bien que hacemos y nos hace. Pero
hacernos siervos del tiempo puede ser, para nosotros, una
tentación. Si vivimos el tiempo que nos ocupan los demás
como un robo, como algo que nos pertenece y ellos nos
quitan, les consideramos rivales y no hermanos. El que
vive la vida como una posesión, siente el paso del tiempo
como una pérdida.
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Decía Epicuro, el sabio de la amistad y los buenos placeres, que "quien se olvida de lo bueno vivido, se hace viejo ese
mismo día". Vivir la preferencia del deseo, como nos insiste
San Ignacio, es devolver la flexibilidad a nuestras rigideces.
La "alegre libertad" que experimenta Mary Word como una
separación amistosa de las cosas de este mundo. La memoria de lo bueno vivido es nuestro caudal, del que vivimos día
tras día, el que nos alimenta y brota impetuoso de nuestro
corazón. Pero también es nuestro patrimonio, nuestra herencia de bendición, reservada por el Señor desde antiguo
para sus elegidos. Herencia y promesa de futuro. Y, en las
ocasiones difíciles es también nuestra barricada, detrás de la
que nos enfrentamos a muchos olvidos y maldiciones.
Caudal, patrimonio y barricada, en eso consiste la bendición para los benditos que el Padre atrae hacia sí y les
regala el Reino prometido a los mismos ángeles del cielo.
El himno a la gloriosa generosidad de Dios, del comienzo
de la carta a los Efesios nos pone delante esta misma lección: podemos aprender a alabar, a bendecir en todo al
Único, porque nos sabemos, en su presencia, bendecidos,
santos, amados. Consagrados por el Amor.
Aprender a conjugar el verbo "alabar" para aprender el
idioma de Dios, para vivir en su sabiduría, el tesoro más
grande. La alabanza es el fin de la creación y de la historia,
porque las obras de Dios no le ocultan, sino que nos invitan a buscarlo. El esplendor de su majestad, que Isaias,
aquel joven sacerdote de veintiséis años, pudo contemplar
llenando el templo de Jerusalén.
Gloria del Señor, cuyo templo es el cosmos, vinculada
a la creación como transparencia suya, manifestación de su
amor a la humanidad: "Los cielos pregonan lo gloria de Dios,
elfirmamentola obra de sus manos" (Sal 19). Pero también
vinculada a la espléndida dignidad de la persona humana,
cornado, ensalzado, hechos un himno a su gloria. Y, sobre
todo vinculada a la persona de Jesús, de quien hemos visto su gloria, hemos gustado de su dulzura.
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PARA RUMIAR Y REPENSAR
ORAR CON LAS PARÁBOLAS
Orar con las parábolas es un ejercicio de mistagogía, es
decir, de iniciación en los misterios del Reino de Dios. Es
un ejercicio de relectura atenta de la propia vida. Necesitamos pasar la propia vida por una mirada nueva, desde claves evangélicas, que nos permitan contextualizarla
de nuevo. Aljinal de cada capítulo, vamos a diseñar un
cierto itinerario mistagógico: diversas miradas de la novedad de Dios sobre el transcurrir de nuestra biografía.
Al situar lo vivido en otro escenario, se nos despiertan
sentidos nuevos, se nos abren otros espacios, se nos capacita para leer lo que somos con otros ojos. Nuestra vida no
es eso que conocemos, jijado irremediablemente por lo que
hemos vivido, sino que es un material más moldeable, porque siempre está abierta a nuevas e inéditas lecturas. Los
capítulos de nuestra vida tienen información muy importante, pero de la que no hemos caído en la cuenta. Si la
rescatamos, podemos volver a leer nuestra vida de otro
modo.
Necesitamos pedir la mirada de Dios sobre nuestra
vida. Ella nos hará vivir descubrimientos importantes,
claves nuevas para leer lo que somos y lo que podemos ser.
a) ¿Por qué habla Jesús en parábolas? Jesús habla en
parábolas para suscitar la apertura del oído, la claridad
de la mirada, para ejercitar a los suyos en una mistagogía del reino de Dios. En ella sólo los que se están iniciando pueden ser introducidos al misterio del Reinado de
Dios sobre ellos y sobre su vida. Los otros no; Jesús lo
expresa con una hipérbole profética: "Oír oiréis, pero no
entenderéis, mirar miraréis, pero no veréis (...) no sea
que vean con sus ojos y oigan con sus oídos, entiendan con
su corazón y se conviertan y yo los sane!" (Mt 13, 14-15).
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Es una clara provocación que se nos dirige desde el
deseo de llegar a nuestro corazón y curarlo de todas sus
rigideces: cegueras o sorderas de nuestro espíritu. Nosotros
hemos recibido el don de la sabiduría, y el mismo Señor
nos lo confirma: "Dichosos vuestros ojos porque ven y
vuestros oídos porque oyen" (ib. 13,16). A nosotros se nos
han dado a conocer los misterios del Reino.
Somos los hipos de la Sabiduría que ven y reconocen las
obras de Dios en el corazón de sus hijos. "La Sabiduría
se ha acreditado por sus hijos" (Le 7,35). Como el corazón delpueblo se ha embotado, se han hecho incapaces de
oír y ver las señales de la irrupción de lo nuevo. Los signos que acreditan a Jesús como enviado son muy claros:
"Idy contad a Juan lo que habéis visto y oído... " (Le
7,22). Los signos del Reino tienen un doble sentido. Los
ciegos ven para que nosotros reconozcamos a Jesús como
el Esperado; los sordos oyen para que se abran nuestros
oídos a su Palabra y nos cure el corazón.
b) Las parábolas son para quefundemos nuestro saber
cotidiano. Jesús no se inventa las parábolas, sino que las
encuentra en las situaciones cotidianas, son la salsa de
todos los días, retazos de la vida en su ambiente concreto.
Pero hay una sabiduría escondida en cada una de ellas
que deberemos descubrir, una sabiduría para gente que se
está iniciando en la acción de Dios en su corazón, sabiduría evangélica sobre la vida.
El género narrativo le permite conectar con sus oyentes, hablarles en su lenguaje, de sus cosas cotidianas, y
abrirles a otra dimensión, la de la acción secreta de Dios
en sus vidas. Esa presencia frágil y pequeña, como un
granito de mostaza que se debe acoger y cuidar para que
dé mucho fruto.
lo más sencillo, son relatos directos que nos hablan sin conceptos, sino con imágenes. Cuentan dinámicas, formas de
actuar, se refieren a cosas que tienen que ver con personas
concretas que todos conocemos. Se trata de hacernos presente a esa historia. Primero, escuchándola, y después formando parte de ella. Ocupando el lugar de alguno de sus
personajes, repitiendo sus gestos, sus palabras.
Después apropiárnosla para la vida. Buscar una
situación similar en la que hayamos participado o vivido.
Un hecho de vida en el que hayamos tomado parte o protagonizado. Apropiarnos de esa historia sintiéndola viva
en nosotros. "¡Esta historia es mi historial". Traer a la
memoria sucesos de la propia vida, cosas que nos pasaron,
actitudes que hemos tenido o tenemos parecidas a las que
estamos escuchando. Hacer un trabajo paciente de rememorar, de recordar, de volver a vivir...
Y, por último, hacerle espacio a Jesús (o al Espíritu o
al Padre). Hablarle, verle actuar, escuchar sus palabras,
las que El nos dirige personalmente. Pedirle lo que necesitamos, sugerir sentimientos del corazón: dolemos por lo
mal hecho, agradecer, rogar... con insistencia.
c) ¿Cómo leerlas oracionalmente? Orar con las parábolas significa, en primer lugar, contemplar la historia: es
d) Las parábolas son nuevas miradas de Dios sobre
nuestra vida. Thomas Keating nos introduce en el tema:
"Cuando se abraza seriamente la oración contemplativa,
nos encontramos con la realidad vivida(...): la inversión
de las expectativas, la liberación gradual y con jrecuencia
dolorosa de programas emocionales para la felicidad, y el
descubrimiento creciente del Reino de Dios en lo ordinario
y en la vida cotidiana. Con muchafrecuencia la experiencia de "corrupción " -lo que se considera al principio como
crisis o catástrofe- es, en realidad, la ocasión de la irrupción del Reino, pues Dios nos invita a cambiar no tanto la
situación como nuestras actitudes" (Keating, 1997).
Esta idea de que las parábolas nos inducen a una
experiencia de "corrupción" es muy importante, porque
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39
significa que la mirada de Dios sobre nuestra vida nos
alerta sobre un cierto orden de cosas en el que estamos instalados y que, sin saberlo, nos está condicionando para la
ceguera o la sordera a la acción de Dios.
Dejarnos sorprender por las parábolas es el interés de
Jesús con sus oyentes; alterar su modo de ver la vida, corromperlo, para hacernos ver que Dios mira de otra manera, y que, sólo cuando nos convertimos de nuestra vista
miope o sordera secular, podremos abrir el corazón a la
novedad del Reino de Dios.
II
LOS
REPROCHES
DEL
QUE
AMA
E L PLEITO DEL QUE SUFRE EL DESAMOR
Los textos de acusación, en la vieja alianza, forman un
estilo literario, enraizado en la tradición profética y sapiencial del pueblo de la Biblia. Esta tradición bíblica del pleito
del Señor con su pueblo, viene ilustrada de un modo muy
gráfico en el profeta Miqueas (cap. 6). Igualmente en Oseas
(cap. 2) o en los salmos 50-51. El esquema se repite igual
en los diversos textos: los reproches del Señor, las excusas
del pueblo y la revelación de lo que es bueno y, además,
quiere el Señor para su pueblo.
Estos pleitos diversos, siempre comienzan con un anuncio público. Por ejemplo, en el profeta Miqueas: "¡Escuchad,
montes, eljuicio del Señor!". O el comienzo del salmo 50:
"¡Convoca el Señor a los cielos y la tierra al juicio de su pueblo!'.
También el profeta Oseas proclama con cierto dramatismo, y no sin razón: "¡Acusad a vuestra madre, acusadla!". Resulta curioso ese deseo del Señor de sacar a la luz la
infidelidad del pueblo, y juzgar públicamente su mal proceder. Como si al proyectar luz sobre el pecado, se hiciera
más fácil afrontarlo.
A renglón seguido viene la lista de cargos. Es una denuncia, igualmente abierta, de un proceder que Dios no puede
aprobar con su silencio. "¿Eso haces y yo voy a callarme?
¿Crees que soy como tú?", es el salmista el que toma ahora la
voz en nombre del Señor.
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Lo más interesante es caer en la cuenta del tono de
reproche que emplea: como el de alguien que sufre y entona un lamento de amor. No es tanto que nos acuse como
un juez que quiere dejar clara la culpa de su pueblo, sino
más bien, como quien se siente profundamente herido y
muestra el desgarro de su corazón. No parece ser El el
ofendido, sino el que se pregunta qué le ha hecho al pueblo, en qué le ha ofendido, y quiere una respuesta amorosa ante su olvido y su insensibilidad: "Pueblo mío, ¿quéte he
hecho?, ¿en qué te he ofendido? ¡Respóndeme!" (Miq 6,2).
Ante el reproche de amor de un corazón que tanto ha
amado y tanto sufre el olvido y el desamor, la respuesta
del pueblo no es de correspondencia amorosa. En lugar de
entrar en ese diálogo de intimidad dolida y de respeto, se
extiende en una ristra de excusas falsas y de autojustificaciones que le cierran aún más en su pecado. Conviene que
las exploremos detenidamente porque suelen ser, también,
las nuestras.
El primer capítulo es el de la preocupación por la
propia imagen. Cuando se nos echa en cara la infidelidad,
lo primero que sentimos es la dificultad de aceptarnos en
tal condición. Se nos hace imposible arrostrar con claridad la imagen de pecadores, pero no tanto ante nosotros,
sino por el deterioro insufrible de nuestra propia imagen
ante los demás. La primera reacción es alejarnos del
Señor de la vida, sentirnos indignos de presentarnos ante
El con nuestra imagen hecha jirones: "¿Cómo me presentaré ante ti...?".
La segunda reacción, muy unida a la anterior, es la de
la culpa que se nos echa encima, y se disfraza de autocastigo. Si hemos obrado mal, deberemos pagarlo. Y la imagen de un Dios al que debemos aplacar, que difícilmente
se compagina con el rostro dolido del Padre de la Biblia,
nos aparece en el horizonte de nuestra conciencia culpable. Y somos capaces de dar como pago por nuestro deli42
to al primogénito, la parte mejor de nosotros mismos, con
tal de sentir que pagamos la deuda y nos liberamos así de
su misericordia. Es otra reacción nefasta: "¿Con que te aplacare... t.
Y la tercera, también muy conocida por nuestra propia
conciencia de labilidad y autoengaño, es la ignorancia
manifiesta de la suerte del hermano. No querer hacernos
responsables del mal inferido a los demás, del desamor, de
la desgracia en la que hemos colaborado tan eficazmente.
Aquellas terribles palabras de Caín: "¿Soy yo el guardián de
mi hermano?", que muestran la insensibilidad de un corazón
fratricida, han brotado demasiadas veces también de nuestra boca.
Deberemos explorar mejor nuestro corazón para descubrir los implícitos de nuestras malas acciones, y reaccionar ante los reproches amorosos del Señor. Pero no es tan
fácil como parece, porque en nuestra cultura hay un gran
déficit de este lenguaje del pecado y del perdón. Hace falta mucho valor de corazón para afrontar las denuncias que
nos hacen los desposeídos, aquellos a los que hemos privado de lo necesario, a los que hemos ofendido con nuestra insensibilidad, y quizá incluso, con nuestro desprecio.
Es cierto que hay muchos peligros en el lenguaje del
pecado. Es una semántica extraña para nuestra sensibilidad
moderna, que piensa con sarcasmo que la historia no deja
cicatrices. Somos capaces de pensar en otros conceptos:
fallos, debilidades, errores, limitaciones... Pero, ¡qué difícil
nos resulta afrontar la responsabilidad de lo que hacemos
y de lo que dejamos de hacer! Vivimos en un clima de verdadera hipocresía social e incluso religiosa.
Ciertamente tendremos que purificar de una manera
profunda ese lenguaje. Algunos de sus peligros están muy
enraizados en el narcisismo, en la tendencia autocupabilizadora y neurótica, en el sentimiento oscuro de la mancha,
y en la dificultad de aceptar el deterioro de la propia ima43
gen. Tendremos que devolverle el sentido original y vincularlo más con el querer del corazón, con la aceptación
responsable de lo que hacemos mal, con la obligación de
reparar el daño que causamos a los otros.
Recuerdo una definición de pecado que me ha ayudado decisivamente, en mi maduración de la conciencia
moral a lo largo de la vida. "Pecado es todo aquello por lo que
quiero pedir perdón y que se me ha revelado por el grito del
oprimido o por la voz del profeta". Vincular el pecado, con
lo que éste comporta, al deseo de pedir perdón, cambia
radicalmente el paisaje emocional de la culpa y revierte a
su sentido original el concepto de pecador. La conciencia se nos despierta cuando salimos del propio autoconcepto y nos referimos a un "tú". El rasgo más definitivo de
una conciencia no alterada de pecador es precisamente el
"coram te", es decir, "ante ti", única referencia realmente
liberadora. Por eso, sólo ante otro "tú", ante otra persona,
a la que hemos ofendido o dañado, podemos alcanzar la
gracia.
Y este es final de nuestro recorrido. Tendremos que
darle la razón al dato bíblico cuando nos pone delante otra
voz, cuando se nos acusa, se pleitea con nuestra insensibilidad, se nos saca los colores. El grito del oprimido o la voz
del profeta. Porque necesitamos que otra instancia nos
alerte de lo malo que hacemos. Se da en nosotros una tendencia muy general a silenciar la propia conciencia para
lograr los propios objetivos egoístas.
Aprender lo que el Señor desea de nosotros, lo que es
bueno para alcanzar la paz del corazón, es un proceso que
deberemos recorrer ante los demás, los que nos sacan del
círculo cerrado de nuestra aparente buena conciencia: el
profeta nos lo quiere dejar bien claro: "Hombre, ya te he
explicado lo que es bueno, lo que el Señor desea de ti, que practiques la justicia, ames la compasión y camines humildemente
con tu Dios".
44
LA ARCILLA Y QUIEN LA MODELA
Es de nuevo la voz del profeta, esta vez ese desconocido
del exilio que llamamos el segundo Isaías, el que nos pone
delante el motivo de nuestra reflexión: "¿Dice la arcilla al que
la moldea, qué haces tú?" (Is 45,9). Es una pregunta retórica
que expresa más la sorpresa y la incredulidad de un absurdo, que otra cosa. ¿Cómo puede protestar la arcilla, que está
siendo formada por las manos hábiles del alfarero, y decir
que qué le hacen? Es, a la vez, la paradoja del ser humano:
que sabiéndose frágil y quebradizo como el barro, tiene la
osadía de interrogarle a su Hacedor. Y de esta sorpresa queremos dar cuenta, reflexionando con más cuidado.
El ser humano es fragilidad y contradicción. No es poco
que nos sepamos débiles de condición, monos desnudos,
que no pueden sino sobrevivir en una tierra inhóspita, a
base de astucia y de inteligencia. Es que, además, nos sabemos esclavos de una ley de rebeldía que no nos deja aceptar la débil condición de la que estamos hechos. Somos
barro de la tierra al que el Creador sopló en las narices un
aliento de vida.
Combatimos contra nosotros mismos desde la grieta
abierta en el fondo de nuestro ser. Un combate continuado de nosotros contra nosotros. Pablo lo sabe bien: "No
hago el bien que quiero (...) sino el mal que no quiero" (Rom
7,15). Otro hombre, conocedor del corazón humano en
sus repliegues más inconscientes, Sigmund Freud, expresó
esta simple verdad a su modo: "Elhombre no es dueño de su
propia casa". Es una constatación de ese vivir en nosotros
exilados de nosotros mismos, sometidos a la frágil condición, la "carne" en sentido bíblico, de la que no nos podemos liberar.
Intima contradicción que se manifiesta como labilidad,
tendencia a deslizamos por la rampa resbaladiza de nuestras limitaciones morales. La "carne", la fragilidad de la
existencia, es la condición en la que nos ha dejado el peca45
do. No es el principio del mal en nosotros, porque aunque
somos arcilla, hemos sido moldeados por Dios, pero es la
condición en la que nos encontramos en nuestras circunstancias vitales. Es el estadio inacabado de humanidad,
imperfecto y frágil, que puede ser cegado por las tinieblas,
dominado y atraído por la seducción del egoísmo y conducido a hacer el mal a uno mismo y a los demás.
Es en esa misma condición frágil, donde tenemos que
instalar la tienda de nuestra vida. Saber que podemos plantarla sobre esa tierra, con tal de que nos dejemos ayudar
por Dios. Es su mismo Espíritu el que la ilumina y la fortalece, el que nos comunica su fuerza para hacer de ella
una construcción espiritual. Es el amor que nos vivifica y
nos potencia, el que nos hace ir madurando en la aceptación gozosa de la fragilidad humana, del barro del que
estamos hechos, y nos multiplica la energía para evitar la
caída en la decadencia.
No nos queremos engañar. Sabemos hasta dónde podemos dejarnos llevar desde esa pasividad avergonzada y
culpable. Somos tierra, pero tierra que se puede cultivar,
arrancando las malas hierbas, despejando lo pedregoso y
triturando mejor los terrones apisonados de nuestro mundo interior. El cultivo es, también una obra del Espíritu. "Lo
que uno cultive, eso cosechará" (Gal 6,8). Si no desmayamos
podemos cultivar, por su favor, ricos frutos de vida, y de
vida verdadera. El amor, la alegría, la paz, la tolerancia, el
agrado, la comprensión, la generosidad, la lealtad, la sencillez, el dominio de sí. Todos ello son frutos del Espíritu en
nosotros.
Por otro lado, ganar la libertad del corazón exige aseesis. Disciplina y dominio de sí mismo para liberar el amor.
La abnegación cristiana no es la virtud, la virtud es el amor.
Pero la abnegación es el único camino que lo libera. Entrar
en la dimensión del exceso, de los gestos gratuitos y desinteresados, del tiempo perdido a favor de los demás, es la
condición para poder amar en serio y con constancia.
46
Es cierto que no somos dueños de lo que sentimos. Que
la propia sensibilidad interior se altera con facilidad y nos
obnubila, que perdemos casi sin darnos cuenta el ritmo
altruista de la vida. Pero también es cierto que sí somos responsables de lo que decidimos hacer. Y debemos asumir,
para madurar, la fragilidad emocional, la sensibilidad alterada, porque éstos son los primeros obstáculos para la vida
espiritual, es decir para una vida intensa.
NACER DE LO ALTO: EL AMOR COMO MOTIVO
Jesús, en la intimidad cálida de la noche, le asegura a
Nicodemo que sólo puede ver el Reino de Dios el que nazca de lo alto (Jn 4,lss). Y si no nace de este modo, no puede verlo. "Ver" el Reino, en este contexto del evangelio de
Juan, es reconocer a Jesús como nacido de Dios. Y para
reconocerle, necesitamos nacer de nuevo, junto a Jesús,
engendrados de una semilla inmortal en un seno virginal y
materno. Nacer de lo alto es ser engendrados por el amor
primero.
Por eso en la correspondencia de Juan a las Iglesias se
nos va desvelando este misterio de lo alto. Progresivamente.
En primer lugar, nace de lo alto el que camina en la luz. Dios
es la luz primera que no conoce el ocaso, y su palabra es luz
que ilumina una novedad verdadera. Reconocer a su luz
nuestra condición pecadora es nacer de Dios, de lo alto.
Y vivir como El vivió, es decir, permanecer en el vínculo
ígneo de su trayectoria.
Pero, de un modo aún más claro y profundo, estar en la
luz es amar al hermano, no con nuestra frágil razón, sino
con el amor del suyo, que es la unción espiritual que enseña una dimensión nueva del Deseo. No como desea el
mundo, cuyas apetencias nos deslumhran y nos engañan,
sino como El nos hace desear.
Nace de lo alto, de Dios, el que no cierra el corazón, el que
obra la justicia amando al hermano y reconoce que el
47
Amor del Padre nos hace hijos y hermanos. Porque es por
el amor por lo que conocemos que hemos atravesado los
muros de la muerte, y vivimos para dar la vida por los hermanos. No de palabra, ni de boquilla, sino con obras y de
verdad. Nacer de Dios es pertenecerle y adquirir ciudadanía cristiana frente a la del mundo.
Nace de Dios, todavía más íntimamente, el que ama.
Porque Dios es el amor que nos amó en Jesús, al que
hemos conocido y creído sin temor, porque estamos arraigados en su amor primordial y perfecto. Y así es como nos
afirmamos en el mismo amor fraternal y no aborrecemos
al hermano, porque somos una misma carne. El que nace
de Dios vence al mundo y la victoria que nos asegura una
posesión gloriosa es nuestra fe. Quien tiene al Hijo y es de
su sangre y bebe su agua pura, ése tiene en realidad la vida
que es verdadera porque nunca se va a acabar.
El amor es, una y otra vez, el único motivo de regeneración. Amamos más o menos, según hayamos sido regenerados, perdonados, vueltos al amor y la vida. Porque
sólo el que ha sido perdonado, conoce las verdaderas
dimensiones del amor. Jesús nos lo dejó muy claro en aquel
lugar en que una pecadora reconocida se acercó en silencio, lloró sobre sus pies y se los enjugó con sus cabellos
sueltos (Le 7,36ss).
El momento es delicado: en casa de Simón, el hombre
honrado pero incapaz de tener con Jesús gestos de amor y
de acogida. Y ante una prostituta, que, sin decir nada, "ha
mostrado mucho amor", según reconoce el propio Jesús. El
que piensa mal en su corazón, achacando el momento a la
ignorancia de Jesús y dudando de su persona, se ve confrontado a esos gestos de invasión corporal que le escandalizan. Gestos de amor que sólo pueden nacer de un corazón arrepentido, al que mucho se le ha perdonado. Porque,
aunque no haya confesado su pecado con palabras, esos
mismos gestos de amor le delatan.
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El amor es el motivo. El único que nos libera del miedo y nos hace afrontar, con dignidad, el problema de la
culpa. Lo estéril es el camino del desamor, el camino equivocado del olvido. Y, por ello, alcanzar el perdón es
aumentar en nosotros la fecundidad, es hacernos más
capaces de una verdadera experiencia de gracia.
Se nos echa en cara lo malo que hemos hecho, no para
castigar, sino para perdonar, para salvar. Y el corazón contrito es aquel que a base de madurar la sensibilidad alterada, se acepta como es, serenamente, sin inquietud, con la
mirada tranquila del que sabe abrazarse con su propia
debilidad. Esta experiencia gratuita, el sabernos aceptados
y queridos, sin mérito alguno por nuestra parte, evidencia
un paso tan sustancial como necesario. Y de ello se deriva
un gran sentimiento de paz. La paz honda, la del corazón
que es fruto de una experiencia de reconciliación, que se
trasmuta en gozo interior en el Espíritu.
La mirada de Jesús sobre nuestro pecado, es la que nos
reconcilia para siempre con nuestra propia condición. Y la
que nos asegura que sólo abrazándonos a la misericordia,
y dejándonos sanar por las palabras y los gestos de Jesús,
podemos vivir en paz con nuestra conciencia. Vivir con un
mayor respeto hacia nuestras partes dañadas, recuperar el
abrazo sanador, y sacudirnos la impotencia de la frustración, son señales de haber reconocido el amor como nuestra única fuente de salvación y de vida.
49
PARA RUMIAR Y REPENSAR
ES TIEMPO DE DAR FRUTO
a) La mirada del Señor tiene un fuerte contenido de
reproche sobre nuestra vida. Reproche de amor herido. Por
eso las parábolas tienen una carga de denuncia considerable: presentan a un pueblo que no quiere reconocer la
dureza de su corazón que se extravía por caminos de olvido del amor, de egoísmo e insolidaridad.
Además de la recriminación pública a los dirigentes del
pueblo, el evangelio nos ha trasmitido parábolas que reflejan actitudes cerradas que llevan a no acoger el mensaje de
salvación que se les proclama. Jesús, de igual modo que el
Dios de la alianza, llama ajuicio al pueblo. Les plantea
el pleito de amor que tiene el Señor con susfieles. Ante los
reproches del Dios que ama y no es correspondido, resaltan
aún más las excusas del que no ama y no se quiere implicar (los convidados a la boda, el apocado de los talentos,
las quejas de los contratados en la primera hora...).
b) Una metáfora muy querida de la enseñanza parabólica de Jesús es la de la esterilidad: la viña que no da
fruto (¡o los viñadores que lo retienen para sí!) es una
imagen tomada de la profecía clásica: "¡La viña del Señor
es la casa de Israel!". Y lo mismo sucede con la higuera
estéril que será cuidada con mayor esmero para evitar que
sea arrancada. El símbolo de "arrancar y plantar" es muy
duro: hace referencia a un cambio en los depositarios de la
alianza. Ponernos en la piel de los otros es una condición
necesaria para dejarnos convertir el corazón desde la predicación parabólica de Jesús. Y pedir, humildemente, la
renovación interior.
banquete se nos pueden revelar los verdaderos impedimentos que tenemos para cambiar a una vida mejor. La
primera pregunta que el texto nos hace es esta: ¿cuál debe
ser nuestro lugar en el banquete del Reino? Los invitados
que eligen ellos su lugar pueden equivocarse y ser avergonzados delante de todos. Nos debemos situar en el lugar
que no creemos nos corresponde (¡el último!) y esperar que
el Señor nos ponga en el verdadero. De igual modo se nos
insta a no convidar a los parientes y amigos, sino a aquellos que, al no poder pagarnos el favor, nos ponen en la lista de la correspondencia al amor de Jesús.
Los bienes que hemos adquirido honestamente, el buen
trabajo que nos dignifica, y hasta las lícitas exigencias del
amor familiar, pueden ser excusas para no participar del
"gran banquete". Esta es la "corrupción" de la parábola.
¡La alegría del banquete, el amor desbordado y... frustrado del Señor! ¿Cuáles son las dimensiones claves de
nuestra vida que nos sirven de excusa para no aceptar la
invitación del Señor de la fiesta?
"Ninguno de los invitados probará mi banquete!".
Fastas palabras del hombre que invita y se ve decepcionado son una grave declaración. Se ha cambiado el orden del
mundo: el Señor sale a los caminos e invita a todos los desgraciados de la tierra a participar en su banquete porque
los entendidos y poderosos se han excusado. ¿Somos nosotros de los primeros invitados? ¿O nos han acogido de los
márgenes del camino de la vida... ?
c) Las excusas que nos decimos para no aceptar el
cambio de vida: la parábola del gran banquete: Le
14,15ss. En la parábola del hombre que daba un gran
d) Las inútiles excusas de los que hemos excluido a los
hermanos: el Señor pleitea con nosotros (Mt 25,3lss). Y
en este texto tan importante (¡la última parábola del
evangelio de Mateo!) es un juicio universal lo que se nos
pone ante los ojos. El Señor de todos reúne ante El a todas
las naciones y discrimina a unos de otros. Es un lenguaje
realmente nuevo, lenguaje de juicio y perdón, que revela la
verdad de muchos corazones.
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51
Se nos presenta una sentencia, que lo es de atracción o
de rechazo. Y dicha sentencia está dicha en función de la
comunión con los empobrecidos de la tierra. Es una clara
referencia al concepto bíblico de "justicia": defensa del
débil, del extranjero, del huérfano y de la viuda. Se nos
tratará con cercanía y amor. Pero a condición que hayamos tenido también misericordia con el que pasa necesidad.
Y la pregunta que más duele: ¿Dónde están esas víctimas de la historia'? ¿Dónde están los que tienen hambre o
sed, los desnudos, los encarcelados, los enfermos, los excluidos? No están ni a la derecha ni a la izquierda, no pertenecen a ninguno de los dos grupos que sonjuzgados por el
Señor. Están identificados con el que nos juzga. Ellos
serán nuestrosjueces y el Señor, con ellos.
52
III
LA
F E C U N D I D A D
DEL
D O N
LA MUDA
Como los lagartos. Cambiar de piel. Es el tiempo de la
muda. Dejar atrás la funda protectora, lo viejo amado,
como inservible. Y dejar que se mude el deseo desde la luz
interna del corazón. Mudarse de piel, salir de ella con un
sentimiento de liberación, como quien suavemente arranca de sí lo viejo, lo inservible. Mudar de afectos, dejar atrás
los viejos, los que sirvieron en su momento pero ahora
pesan ya como un fardo en las espaldas.
Algo nuevo se anuncia cuando nos desprendemos del
viejo envoltorio del corazón. Aunque aún duela la nostalgia de lo que vivimos, de lo que amamos. Porque lo que
ahora vamos dejando atrás, como una transparente y vieja
piel, tuvo un día todos los colores y el brillo de una fiesta
de Eros. Fueflexibley nuevo, y ceñido a nosotros nos regaló la fuerza y la intensidad de un descubrimiento. Y nos
hizo vibrar con amor y con gozo.
Nos sorprendemos incluso, al volver la vista del recuerdo hacia atrás, de aquel brillo y resplandor pasados que
ahora vivimos como una opresión que se ha estado ciñendo por un tiempo sobre el corazón. Y descubrimos las
rozaduras de ese zapato demasiado estrecho que nos ha
lastimado el alma. No llegamos a comprender cómo se ha
obrado esta transformación; cómo lo que fiae vestidura de
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gala se ha ido convirtiendo en coraza de miseria y ha ido
cegando las fuentes del corazón.
El miedo, la ansiedad consentida en aras de una improbable satisfacción, quizá la culpa rebozada de complacencia egoísta, parecen haber colaborado a este cambio. Pero
no cabe más engaño. La vieja piel nos lastima y debemos
salir poco a poco de ella. Mudamos porque la vida nos
impulsa a dejar atrás esa misma vida que nos brotó dentro.
Mudamos para descubrir que somos caudal, pero no fuente de la vida.
Mudar es pelarse como una cebolla. Es dejar que se
vayan desprendiendo las sucesivas capas que nos han configurado como tal ser vivo, vegetal. La ternura fresca de lo
que hemos sido y ya no somos. Pelarnos hasta llegar otra
vez al blanco inmaculado de la escarcha, cerrada y pobre,
del corazón.
Quizá el secreto de la muda estribe en que debemos
despedirnos de los amores para vivir el amor. Pero no un
amor intemporal, trascendente sino concreto y temporal
pero más intransitivo. El amor que nace y muere en todos
los amores y que pervive siempre y es eterno precisamente a base de saberse caudal pero no fuente de la vida.
El amor que conocemos, sólo podemos nombrarlo así,
sin desnaturalizarlo, porque lo identificamos brotando en
nosotros en cada palpito del corazón enamorado, pero no
nuestro, sino en nosotros. Ese secreto del amor fontal, sólo
se nos revela por el hecho de no ser nosotros los que amamos, sino el amor en nosotros el que ama y por el que
somos amados y capaces también de amar.
La muda puede convertirse en una construcción espiritual. Mudar es desprenderse de lo ajeno, no de lo propio
que hemos sido y somos. Mudar es desprenderse de todo
aquello de lo que nos hemos ido apropiando a lo largo de
la vida pasada, y que, al hacerlo, parecía que se convertía
en algo nuestro, que nos enriquecía, cuando en realidad
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nos hacía vivir la ficción de ser lo que no éramos. Y por
ello el reconocimiento de todo aquello que no somos en
verdad, pero que creíamos ser, se convierte en un ejercicio
de necesaria ascesis que nos sitúa en el marco de una
auténtica construcción espiritual.
Porque no son sólo las cosas vividas, los acontecimientos que hemos protagonizado, los que precisan discernimiento, sino que también las otras vidas, las personas con
las que hemos amado o sufrido, se nos pueden convertir en
una proyección, en una pantalla donde nos hemos reflejado en falso. Desprenderse de la vida ajena, de la persona
amada con la que hemos llegado a identificarnos puede ser
también una liberación.
Al apropiarnos de otro o de otra nos estamos enajenando de nosotros mismos en cierto modo. Y así, también
cuando nos desprendemos nos reencontramos, podemos
volver a recuperar ese fragmento de nuestro ser que habíamos perdido. El amor es un mecanismo complejo y siempre se descubre un doble fondo. Amamos, y el egoísmo
despierta en nosotros un mecanismo de apropiación que
hace que, al querer adueñarnos del otro, nos perdamos a
nosotros mismos.
Cuando llega el tiempo de la muda y se rompen los
vínculos con los que hemos trabado al que amamos descubrimos hasta qué punto hemos sido nosotros los que
hemos vivido maniatados. Hemos perdido precisamente,
por querer ganar al otro para sí. Y por eso, desprenderse es,
a la vez, morir y vivir de nuevo. Se rompe el vínculo, pero
queda el amor.
E L POZO Y LA HKRIDA
Del umbral de la Casa de Dios vio Ezequiel manar un
hilillo de agua que se iba convirtiendo, hacia oriente, en un
torrente caudaloso que nadie podía vadear (Ex 47,1-12).
55
Poco a poco, el hombre misterioso que le acompañaba, iba
sondeando la profundidad, primero agua hasta los tobillos,
después hasta las rodillas, luego hasta la cintura, y, finalmente, ya se tenía que pasar a nado, porque no se hacía pie.
Pero lo más interesante de esta visión tan original, es la
capacidad regeneradora de ese torrente que brotaba y
sanaba a su paso hasta las salinas y el agua hedionda del
Mar muerto. Y allí por donde discurría, brotaban en las dos
orillas todo tipo de árboles frutales y medicinales. Y los
pescadores extendían sus redes y pescaban todo tipo de
peces como los del Mediterráneo.
Es una bella visión: esa agua sanadora y fecunda que
limpia a su paso todo lo maloliente y que regenera la tierra
y la purifica hasta hacerla fecunda y capaz de reverdecer lo
estéril y de hacer fructificar lo más seco y doliente de la tierra del corazón. El corazón, esas entretelas del deseo, ese
umbral de lo más íntimo de nuestro ser, que es como un
templo en el que Dios mora.
Las aguas nuevas del Espíritu van a brotar precisamente de las entrañas del creyente. Jesús, que en el evangelio
de Juan (cap.7) se apropia del texto y lo hace suyo, lo proclama a gritos precisamente en el mismo lugar de la visión
de Ezequiel. "El que tenga sed que venga a mí. Que beba en el
crea en mí: ¡de sus entrañas brotarán torrentes de agua viva!".
No hay mejor templo que el propio corazón, y sus umbrales son nuestras entrañas. De ahí surge el manantial que
arrastra y sana todo nuestro interior y nos hace alcanzar y
gozar de una vida sin límites.
El problema es, justamente, que tenemos sed. Que estamos sedientos de deseo, y buscando saciarnos, nos alejamos de la fuente viva, del agua salvadora. La sed del corazón, que nada ni nadie puede saciar, es la que nos lleva a
dudar de Dios, porque se nos desdibuja, como un espejismo, y nosotros queremos apresar el objeto de nuestra
ansia. El profeta Jeremías nos hace más conscientes aún de
56
la duda terrible que se adueña del corazón: "¡Ay! ¿Serás
para mí un espejismo, aguas no verdaderas1?" (Jr 15,18).
Y el recurso que tenemos a la mano, aún es peor que la
sed del corazón. Nos volvemos a esas cisternas agrietadas,
a nuestra historia de frustraciones repetidas, y queremos
refrescar nuestros labios en ellas, que no pueden retener al
agua (Jr 2,13). Y sufrimos un doble mal: abandonamos el
manantial de aguas vivas y nos quedamos sedientos, heridos, desconsolados. Desconfiamos y somos como el tamarisco del Araba, el abrojo en la estepa, cuando podríamos
ser como el árbol plantado a la orilla de la acequia, que
alarga sus raíces hasta lo corriente (Jr 17,7).
Buscadores del agua, deseantes, pero que no quieren
abrazarse a la herida, esa grita íntima del corazón. Pero
"sólo la sed nos alumbra" el camino, porque esa herida se
hace señal de otra sed, de otra agua, nos orienta hacia el
don presentido, desconocido. En el desierto, a la hora de
más calor, y sin querer vaciar el cántaro...
Jesús también pidió agua a una mujer junto a ese pozo:
el pozo de Jacob. Pero, en esta ocasión, era una samaritana
y cargada de suspicacias. Y le negó el agua al que podía
hacerle beber del manantial que nunca se agota. Sin embargo, Jesús no se cansa de hacernos ahondar en la herida,
como a esa mujer, en el pozo de nuestra insatisfacción tan
repetida. Y, poco a poco, en una maestría de intimidad,
como un experto del corazón, la fue llevando a sus propias
entrañas, tan malamente habitadas por tantos y tantos que
no eran sus maridos. "¡Si conocieras en don de Dios... ".
Nosotros, como ella, podemos intentar despertar los
sentidos interiores para conocerlo. Que de eso se trata. De
mover los afectos para afinar el deseo y sentir los labios
resecos por la sed. Como la cierva herida que jadea por un
hilillo de agua entre los montes. Estamos junto al pozo,
pero el manantial es hondo y no tenemos con qué sacarlo. Y es el deseo el que se hace manos, cuerda, pozal...
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"¡Muéstrame el don!", repetimos con la mujer: "Dame de ese
aguapara que no tenga más sed...".
Conocer el don -¡si lo conociéramos!- es un misterio
que se revela en la sed, o en la noche. La sed y la herida. Y
sólo en el lenguaje de la intimidad se puede revelar lo que
la luz de los ojos jamás comprendería. Nosotros hemos visto, nuestros ojos se han abierto para percibirlo, nuestras
manos le han tocado y hemos podido oír con nuestros
oídos de carne el misterio de su cercanía. Y esta noticia que
se ha revelado en la intimidad se abre a otros corazones
que la desean. Y se hace gozo de comunión y de experiencia compartida. Cae la atadura del temor, y surge una
libertad despojada que vive en el deseo y se recrea una y
otra vez en él, sin temor ni ansiedad.
Conocer el don es desearlo, es abrir el oído del corazón y
dejar que sus sonidos alegren el silencio y ahuyenten las
sombras de nuestra vida. Conocer el don es saber de su ternura, dejarse suavemente en sus manos, ofrecido a sus caricias, llamado a un desvelamiento progresivo de su cuerpo
hasta una intimidad que ya es franca ocupación de nuestro
ser. "Amada en el amado transformada..". Ya el temor huye
como las sombras ante la luz de la mañana.
La salvación que se nos oferta es, en realidad, una rehabilitación del deseo. Ese deseo fontal, dañado por el pecado, debilitado en su energía vital, que es el motor de la vida
espiritual. Por eso el debilitamiento del deseo es una enfermedad espiritual, es el principio de la tristeza, del tedium
vitae, de la melancolía, y puede conducir a la depresión
más o menos larvada. Rehabilitar el deseo es reestructurarlo desde una nueva dinámica, desde la restauración profunda de lo más positivo que somos, a los ojos de Dios, el
que incondicionalmente nos ama y nos recrea.
La tristeza interior es desolación espiritual y comporta un complejo mundo emocional alterado. Se manifiesta
como una gran turbación interior, desgana y pasividad,
honda inquietud, agitación interna, desasosiego, yendo
como sin rumbo. En realidad es la aparición en el exterior de una quiebra de los dinamismos espirituales que nos
debilita, nos paraliza y despierta las inclinaciones de la
sensualidad.
Salen a la luz las secuencias más dañadas de nuestra historia, las heridas viejas, los mecanismos debilitados de
nuestra psicología, los resentimientos que paralizan la energía vital, fijándonos en experiencias sufridas de poco aprecio, o de traición a la amistad, o de falta de correspondencia al amor otorgado. Fijaciones nostálgicas en carencias o
frustraciones, sensaciones pantalla que ocultan un deterioro de la estima. Y, en medio de todo, una inclinación a la
ambigüedad, al secreto, al engaño. Son los saboteadores de
nuestra propia imagen: son los mecanismos vulnerados, o
traumatizados, en todo caso, desproporcionados.
Pero deberemos caminar con nuestras propias heridas.
La fragilización de ciertos puntos de nuestra persona, no
nos imposibilitan el camino. Podemos examinar con atención lo que nos ata, lo que bloquea nuestros pies, lo que
nos paraliza, lo que no nos deja caminar. Desatarnos del
mal amor, que es el que nos tiene trabadas las energías del
corazón. El que nos crea dependencias malsanas, el que
nos curva sobre nosotros mismos, como a Adán después
del pecado.
Movilizarnos es cambiar la orientación de nuestros
deseos. Lo que nos vigoriza es nuestra capacidad de reorientar la voluntad sobre el deseo cautivo. Del desierto no
se sale queriendo recuperar el camino que hemos perdido,
se sale manteniendo la dirección, adentrándonos en él,
para superarlo. Atravesar la frustración es el único camino
de rehabilitación posible. No se trata de sustituir unos objetos de deseo por otros, aunque pudieran ser mejores, sino
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59
LA REHABILITACIÓN DEL DESEO
de cambiar la dirección: dejar de caminar en círculo sobre
nosotros mismos y experimentar la liberación que el nomadismo nos otorga. Nómadas que se guían por la luz
interior, peregrinos del deseo, liberados del temor y sin
estériles miedos.
Como el paralítico de la piscina Ovejera (Jn 5,lss), tampoco nosotros encontramos a mano la persona que nos
pueda conducir hacia el remolino de las aguas sanadoras.
La parálisis es el pecado, esa opción mala que produce
invalidez, que nos tiene postrados entre la masa de enfermos e impedidos. Es la palabra viva de Jesús la que nos
sanará "a su modo", no como lo esperamos, postrados tantos años en nuestra camilla. Aprender a llevar nuestra propia camilla, aquella que nos ha crucificado estérilmente, es
una llamada a la curación.
O como la mujer encorvada (Le 13,10ss) que no pide
nada, acostumbrada como está a la atadura infantil de la
Ley del varón que la limita y le obliga a mirar siempre a
sus propios pies. También aquí, será Jesús el que toma la
iniciativa, el que le hace salir al centro del corro, y levantar
la cabeza y alabar a Dios erguida, como una verdadera hija
de Abrahám. La sanación implica un cambio de vida, y
Jesús conoce las ataduras que nos tienen paralizado el
corazón y nos imposibilitan caminar hacia los hermanos.
Se trata de integrar otros dinamismos, de dejar actuar
en nosotros al Espíritu del Señor. Porque, de una forma u
otra, su acción es siempre una recreación espiritual, una
intensificación de la vida en nosotros. La acogida generosa y amplia de Jesús, a quien no hace falta pedir nada, porque Él sabe bien lo que sufrimos, es la que nos libera de la
parálisis del miedo, de la culpa. Y su palabra nos abre una
ocasión de novedad, de interiorizar de nuevo la fuerza de
Dios, de sacudirnos el pecado que se nos pega, las falsas
seguridades con que nos ata, la impotencia de la frustración. La sanación implica, ciertamente, un cambio de vida.
60
DEVOLVER LA VTDA EN UN ABRAZO
Abrazar y ser abrazado es de las experiencias más
reconfortantes que hay. Es un gran gesto de acogida, de
perdón, de poder descansar en brazos del que se quiere.
El abrazo se esquematiza en el apretón de manos, o si
hay algo más de confianza, en la mano en el hombro del
amigo que presiona para mostrar un afecto no demasiado
efusivo.
Por los modos de abrazar conozco yo los estados de
ánimo de mis amigos y amigas, y el grado de intimidad al
que me invitan. Se puede abrazar doblando la cintura y
acercando un hombro a otro apartando significativamente
la cara hacia un lado. Se puede abrazar pegando el cuerpo
al otro, sin temor, con los brazos sobre la espalda. En la
antigüedad el abrazo de respeto era alrededor de las rodillas y exigía una actitud rendida y humilde, postrada, y con
la mirada hacia arriba como buscando protección y amparo. Deberíamos recuperarlo como una forma respetuosa
de acatamiento y adoración a los que más amamos.
En el evangelio, Jesús no se deja abrazar demasiado. Se
deja tocar y él mismo toca bastante y de muchas formas:
impone las manos, bendice a los niños, que no era hacer el
gesto de la cruz con la mano, como pensamos, sino tocando la cabeza expresar un buen deseo para el que así quedaba "bien dicho", es decir, bendito... Toca a los enfermos, los
ojos ciegos, los oídos cerrados, incluso la boca, los labios, la
lengua; a veces incluso con el dedo mojado en su propia
saliva. Toma de la mano a la niña muerta a los doce años,
acerca la suya a los muñones y deformidades de los leprosos (¡lo que estaba rigurosamente prohibido por la ley!).
Sólo en algunas ocasiones se muestra Jesús receptivo a
las caricias de otros o a gestos de mayor intimidad. Se deja
ungir en Betania en casa de Lázaro, el enfermo, por María
con un ungüento caro que simboliza el amor femenino
abierto y ofrecido. "Mientras el rey reposa en su diván, mi
61
nardo exhala su fragancia" dice el Cantar (1,12) Mateo y
Marcos, que sitúan la escena en casa de Simón el leproso,
relatan una unción similar efectuada por otra mujer sin
nombre, sobre la cabeza y todo su cuerpo que queda perfumado para la sepultura, según explica el mismo Jesús.
Lucas habla de otra unción en Naím.
Ahora bien, hay dos abrazos en el evangelio que me
impactan muy íntimamente. El primero es el que María, la
mujer de Magdala, da a Jesús en el huerto cercano al Golgota cuando éste le llama por su nombre. Ya lo comentaremos en otra ocasión. El segundo es el que el padre da a
su hijo pequeño que vuelve destrozado a la casa paterna,
después de peder toda su herencia.
El abrazo que da el padre a su pequeño, que vuelve a
casa casi sin vida ni dignidad, es de una efusividad sorprendente. El texto nos dice literalmente que "se le colgó al mello",
mostrando así el desbordamiento de un corazón paterno
que siente que puede volver a engendrar a su propio hijo
"que estaba muerto"y devolverlo al amor paternal, a la vida.
También el joven vuelve a casa con la mochila muy cargada. Viene de malgastar la hacienda con prostitutas, viene de pasar meses o años de necesidad, viene de apacentar puercos que es un lugar maldito e indigno. Pero, sobre
todo viene, como venimos nosotros tantas veces, de haber
podido comprobar que nadie ha cumplido sus deseos, que
casi se ha muerto de hambre, falto de todo: de amigos, de
placer, de felicidad.
En su corazón los pensamientos son sombríos, viene
sin ninguna estima de sí mismo, convencido que no merece ser llamado "hijo suyo", porque el peso de la culpa y de
la ley le hace querer ser tratado por su propio padre como
un jornalero más, y no como un hijo, que vuelve buscando
un lugar que ha perdido.
Así volvemos a casa tantas veces... buscando caer bajo
el régimen de la ley, asustados, perdidos, sin capacidad de
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reconocer y respetar el misterio de Dios en nuestra indignidad, en nuestro fracaso. Buscamos el patrón con quien
saldar las deudas, porque al pecar nos alienamos muy hondamente de lo que somos y nos sometemos a lo externo
del castigo, para quedarnos satisfechos al menos, de poder
purgar por nuestros pecados. Porque aunque no dejamos
de sabernos quiénes somos, estamos, sin embargo, encerrados en la falsa imagen que hemos fabricado de nosotros.
Así es como vuelve el joven a la casa del padre, sin
haber gustado la ternura, la gracia, la compasión, la misericordia de una auténtica relación entre adultos. Algo ha
aprendido de sus desvarios, algo ha crecido, pero no lo
suficiente como para sentirse mirando cara a cara a su padre
e insertarse en el círculo de su amor adulto.
¿Y qué recibe? Un abrazo que le engendra de nuevo, un
corazón conmovido que corre hacia él y colgándose de su
cuello le hace crecer desde su amor incuestionable, que le
viste una túnica nueva para devolverle la dignidad que cree
haber perdido, un anillo con el sello familiar que lo reintegra al círculo familiar, al nido materno y unas sandalias
nuevas para cubrir la desnudez de esos pies que se han
extraviado por caminos inhóspitos.
Es muy curioso, y muchos lo han observado, que la
madre no aparece en escena en ningún momento. Pero el
padre es maternal, y su abrazo le reintegra al útero compasivo que lo engendró, y lo sigue creando y recreando,
porque no hay otro lugar de donde puede surgir la vida.
"¡Estaba muerto y ha vuelto a la vida!".
Toda la escena contagia ese apresuramiento del amor
del padre, esa urgencia por rehabilitar amorosamente al
que ha huido hace tanto tiempo de sus brazos. El beso efusivo que se multiplica por su cara, su cuello, sus manos, "le
cubrió de besos", es símbolo de unción y parece querer
borrar la ausencia de cariño sufrido, las heridas que la falta
de un amor verdadero le han dejado en su propio cuerpo.
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Y el banquete, el ternero cebado, las músicas, las danzas con las que todo el clan parece participar en una fiesta
alegre y bullanguera. También recibirá el rechazo de su
hermano, pero las palabras apaciguadoras del padre buscan calmar la falta de comunión fraterna, reintegrar la fraternidad, mostrando que uno no es hermano si rechaza lo
que necesariamente también a él le pertenece.
Cuando nos hemos ido a buscar otros abrazos entre los
sepulcros, esperamos y deseamos un abrazo de verdad,
anhelamos volver a los brazos de los que nos marchamos.
A lo mejor hemos sido nosotros los que nos quisimos
apropiar del otro, retenerle entre nuestros brazos, pero eso
siempre es inútil. Sólo si le dejamos marchar, o si nos deja
marchar, podemos volver a sentir de un modo nuevo sus
brazos ciñéndose a nuestro cuerpo. Sólo si sabemos perdonar y no mantener vivo el resentimiento, si sabemos
dejar a un lado el reproche y mirar al otro como otro, que
no nos pertenece aunque le queremos siempre a nuestro
lado. En la huida de casa ha habido mucho de bueno y no
se debe perder cuando regresamos, incluso si volvemos
rotos y dañados.
PARA RUMIAR Y REPENSAR
UNA MIRADA CON ENTRAÑAS DE MISERICORDIA
a) ha compasión es una palabra empobrecida, pero
que esconde una fuerza inmensa. Porque compadecerse es
"que se nos estremezcan las entrañas". Entonces, cuando
esto nos sucede, es cuando podemos orar. Es cuando estamos disponibles para ello. La contrición es también un
movimiento de las entrañas. Nos arrepentimos de verdad,
cuando sentimos un toque en las entrañas, una mirada de
misericordia. Mirada "entrañada"y liberadora, mirada
de Dios y del hermano.
b) Nuestra propia vida necesita ser mirada con mayor
respeto. Cuando volvemos atrás la mirada, nos podemos
sentir insatisfechos de lo que ha sido, o quizá queremos
olvidar algunos pasajes de ella, ciertos "misterios dolorosos". Pero necesitamos volver sobre ellos. Lo malo sufrido o
hecho a otros, siempre nos deja huellas profundas que
deberemos curar. Heridas que nos han dejado sin resuello,
que nos han amargado la vida; nos quitan la paz y fragilizan nuestra felicidad.
Volver sobre esas secuencias dañadas es sanador, vencer las resistencias y atrevernos a recordar los pecados de
nuestra vida nos resulta incómodo, pero es una terapia
espiritual necesaria. Hay una dinámica oculta entre el
reconocimiento de la deuda, la petición de perdón y la gratitud y compasión por el hermano. ¿Dónde se rompe en
nosotros esa cadena?
c) Recuperar la paz interior pasa por recuperar la
compasión con nosotros y con el hermano. Y eso sólo lo
podemos hacer bajo la mirada misericordiosa de Dios. Las
entrañas del Padre y las de Jesús las conocemos, ¿y las
nuestras?
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65
La parábola del siervo "sin entrañas" (Mt 18,23ss)
nos enseña que ante Dios siempre somos deudores. La
enorme deuda perdonada no ha cambiado su corazón. Se
nos perdona tanto y seguimos exigiendo al otro. ¿Quépasa
con lo que no tiene remedio? ¿Con lo que hemos echado a
perder? Sólo desde el conocimiento de la deuda perdonada
aprendemos a ser compasivos.
d) Lo perdido que se vuelve a encontrar (Le 15,lss)
nos cambia la imagen que tenemos del pecador: es el que
se ha perdido. No es el malvado, excluido, segregado, manchado. Es el "perdido". El extraviado, el confundido. La
alegría del hallazgo nace del verdadero desinterés. El hijo
que se marcha somos cada uno de nosotros, todos nos alejamos de casa, buscando la libertad, la nuestra, la que creemos posible... Y debemos tocarfondo para sentir deseos
de volver. El camino del regreso es largo y da lugar al
tiempo de arrepentirse. El padre que espera impaciente la
vuelta y re-engendra para la vida.
¿No va a haber, en tu corazón, un abrazo para mí,
como aquellos en que nos fundíamos en otro tiempo, para
sentir el reposo del corazón, para recostar el anhelo, y
poder continuar así nuestro camino? No soy eljornalero
en que creo haberme convertido. Pese a todo. Sé que nada
merezco, pero no por eso he perdido tu cariño, lo he conservado aunque fuera convertido en un cariño sin derechos, en un cariño de exclusión y de rechazo.
Todo lo que creía poseer para acreditar mis derechos
sobre ti, me lo he gastado, pero no estoy llamado a rivalizar sino a integrar, a recuperarme desde el perdón y la
ternura. Cuando tú has estado siempre en el centro de la
mirada, aunque haya olvidado tu conducta de padre, o
me haya sentido profundamente dañado por tu ausencia,
siempre cabe volver a casa, recuperar lo que había perdido. Y de todo lo otro... ¡ya veremos lo que queda1.
66
Segunda P a r t e
EL
DULCE
ROSTRO
DEL
AMADO
IV
LA
DE LA
L L A M A D A
A L T E R I D A D
U N BESO EN LA FRENTE DEL CORAZÓN
Es una historia de la dulce Mallorca medieval. Entre
olivos y palmeras dos amigos viven una intensa relación de
amistad, muy feliz y tierna. Los dos se encuentran a menudo, juegan, cazan, sueñan o se bañan en la playa cercana.
Comparten tareas y preocupaciones como si fueran un
alma viviendo en dos cuerpos jóvenes y pujantes. En sus
corazones viven el gozo de una amistad, que es amor casi
imperceptible, nunca dicho, fruto de tanto compartir su
mutua presencia. Y así pasan los meses, los años, mientras
crecen y llegan a ser dos hombres casi adultos.
Un día llega a la casa una sorprendente noticia. El rey,
nuestro señor, ha decidido unirse a la cruzada y partir a
liberar los Santos Lugares del yugo de los infieles. Desde el
palacio de la Almudaina jóvenes mensajeros recorren la
isla entera, para animar a los que tuvieren juicio y razón y
fueran cabales caballeros, a acompañar al Rey y embarcarse con él hacia la tierra de Nuestro Señor. El más joven
siente que debe marchar con su Rey, y el mayor, asiente a
la idea, aunque una mano fría le estruja el corazón: ¡su amigo ausente, expuesto a peligros y trabajos, alejado de su
cariño fraterno y protector! El mismo se hará cargo de la
casa y la señora durante su ausencia.
Al fin llega el día, y junto al muelle de Sa Calatrava, se
funden en un abrazo largo y retenido. La vida, al cabo, no
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es sino una constante despedida, y alcanzar fama y renombre en hazañas grandes, es propio de caballeros. El amor no
es sólo comunicación y don del amante al amado, y viceversa, también se debe poner más en obras que en palabras.
Y servir al Rey, y liberar Jerusalén de manos impías, es una
forma de demostrar y vivir el amor y la amistad que les une
a ambos. El sabrá mantener firme el corazón y nunca abandonará en sus pensamientos el rostro y la figura del amigo.
Pronto fueron pasando las semanas, los meses, los años.
Al principio las noticias fueron llegando puntualmente
cada tres o cuatro meses, luego se espaciaron cada vez más,
y ahora ya hace más de un año que no llegan. El amigo
guarda su corazón de distracciones, y se niega otros placeres que no sean los propios de un solitario amante: la música, que le calma la languidez que a veces le asalta, las cartas leídas y releídas una y otra vez, hasta conocerlas de
memoria, los largos paseos a pie o a caballo por la orilla del
mar o por los montes. Sus palabras, leídas, masticadas casi,
son su alimento diario; las lleva dobladas junto a su corazón y las rumia lentamente, saboreadas letra a letra, como
un dulce manjar que lejos de calmar su inquietud, parece
alimentar más y más la herida que la ausencia prolongada
del amado va abriendo en su corazón.
La ausencia del amado va limpiando poco a poco su
mirada interior, como si se lavara cada día un poco más
con las lágrimas y los suspiros, que desbordan del manantial de su pecho. El amado ausente, como un vacío interior
que nada llenará sino su vuelta, su presencia. Está muy vivo
en su mente, en sus recuerdos, en su imaginación, que lo
contempla en aquellas lejanas tierras cabalgando junto a su
Rey, o realizando heroicas hazañas de valor y lealtad.
Una noche tiene un sueño extraño. El está recostado en
un lugar ameno, humilde y gracioso; el aroma de las hierbas del monte impregna un aire cálido que penetra en su
pecho y relaja sus músculos, invitándole al sueño. Siente
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como un abandono dulce, una lasitud extraña que le invade, como si su alma estuviera a punto de abandonar sus
miembros, y pudiera volar ingrávida por el éter. A lo lejos,
le parece escuchar el fragor de una batalla, y entre sus párpados pesados, cree entrever nubes doradas y brillantes,
como una polvareda al atardecer.
Su corazón le da un vuelco de repente, porque cree distinguir una figura apenas perceptible en la lejanía. Y sabe
que sólo puede ser su amigo el que se le aproxima. Nada
puede hacer, encerrado como está en ese sopor del sueño
que le envuelve y le inmoviliza. Pero su corazón golpea
muy fuerte y muy rápido, como un tambor en sus sienes. La
figura se acerca, y ya puede distinguir esos miembros amados llenos de polvo, sucios y ensangrentados, cuya sombra
a contraluz le alcanza y le sosiega. Viene rojo de sangre,
pero no herido, sino esplendoroso. Su andar es esforzado y
su ropaje está como el que pisa el lagar.
Ahora ya puede mirar su rostro, que apenas tiene aspecto humano, como alguien avezado a la lucha y oprimido
por un sobrehumano esfuerzo. Sólo la luz de sus ojos, esa
mirada suya que es capaz de desnudar el corazón, permanece intacta y parece buscar los ojos del amigo. Se arrodilla a su lado y toma su mano diestra con ternura. Al fin,
después de un largo rato de mirarle, consigue calmar la
ansiedad del corazón amante que nada puede hacer, sino
abandonarse a su cálida presencia. Después de un largo
rato abre sus labios, sobre los que se derrama la gracia, y le
habla muy quedo, como quien desgrana las palabras con
cuidado, con un inmenso amor.
- "Mi amigo, cumplirás mi deseo; yo mismo te estoy hablando, te llamo por tu nombre, hago que triunfes en tus empresas.
Acércate a míy escucha esto que te digo: no te he abandonado,
no me olvidé de ti, te tengo tatuado en la palma de mi mano y
estoy siempre contigo. Tu dicha, junto a mí, será como un río
grande y tu alegría como las olas del mar. Nunca ha sido arran71
cado ni borrado de mi presencia tu nombre. Yo romperé la roca
y sacaré agua para ti y saciaré la sed de tu corazón y gozará tu
cuerpo y se bañará en mis manantiales hondos...".
Al escucharle, el amigo siente inflamarse su corazón.
Una energía oculta le recorre los huesos y se los hace incandescentes, su carne palpita sin control alguno, y todo su ser
se ilumina como cristal resplandeciente. Se escucha una voz
a lo lejos. Es un vigía que da gritos de júbilo y victoria. Se le
unen otras, y poco a poco otras más, hasta escucharse un
vocerío que atrona la tarde. Entonces, el amado acercó su
rostro al del amigo, que fue cerrando los ojos para sentir aún
más su íntima cercanía, y poder saborear su aliento. Y él,
con una gran ternura, le besó en la frente del corazón.
Después la oscuridad y el silencio.
Cuando despertó, una nueva luz brillaba en los ojos del
amigo. Y una presencia extraña, que le hacía sentir ligero
el corazón, se había adueñado de él. Ya no quedaba ni rastro de la inquietud pasada. Ahora comprendía que el amado nunca le había dejado, y que quizá cada noche, sin que
él se diera cuenta, mientras dormía, le visitaba para dejarle
esa huella de su presencia amorosa: un beso amante en la
frente del corazón.
¿EL REINO DE LOS AMADORES DE DIOS O LOS AMIGOS DEL
REY?
Juan Ruysbroeck escribió un "Tratado del Reino de los
amadores de Dios". Y en él, el místico flamenco nos habla de
un reino celeste, escatológico en el que mora Dios con sus
ángeles y santos, y de un reino natural compuesto por todas
las criaturas creadas para su gloria y alabanza. Y también,
del reino del que nos hablan las Escrituras, un reino oculto
que se nos desvela en el misterio de la salvación anunciado
por los profetas y descubierto a los sencillos, el que los apóstoles predicaron y al que podemos acceder como reino de
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gracia, interior, que Dios manifiesta a sus amadores, fundado por El en lo más íntimo del reino del alma, en donde
viven a la vez, como activos y como contemplativos.
Ignacio de Loyola, místico de lo humano y concreto,
nos hace contemplar a Cristo nuestro Señor, Rey Eterno
que a todos y a cada uno en particular llama a compartir
con él no un reino extático, un estado interior, sino una
empresa grandiosa: conquistar todo el mundo y a todos
sus enemigos. Es, por tanto, un reino que hay que realizar
aquí en la tierra y que supone esfuerzo, trabajo, lucha; vigilancia en la noche y actividad y combate durante el día.
Reino que significa estar con Él, vestir, comer y trabajar
como El, ya que Jesús es visto aquí como un compañero
con quien pelear codo con codo, entregando toda la persona al trabajo de devolverle a Dios sus criaturas dignificadas, arrebatadas del enemigo, porque a Él sólo pertenecen.
Los amigos del Rey hacen de su vida una oblación, una
entrega exclusiva de sus personas, pero no como funcionarios ni burócratas del reino, sino como compañeros de
penas y fatigas que se quieren afectar en el servicio de su
Señor y amigo. Y es así, como "haciendo contra su propia sensualidad y contra su amor carnal y mundano", por citar sus
propias palabras, se desempeñan en todo como compañeros, tanto de oprobios, como de alegrías.
Esta consigna del "agere contra", del hacer contra uno
mismo, se ha convertido a veces en un prometeísmo de la
voluntad que pretendería alcanzar el misterio del reino a
base de puños, como si se pudiera desvelar a base de golpes y arañazos contra las propias tendencias naturales.
Pero no es así. No se presiona sobre ninguna inclinación
natural, sino sobre ese mecanismo psicológico tan conocido, mediante el cual convertimos en bueno lo que simplemente nos gusta, y demonizamos sin criterio lo que nos disgusta. La propia sensualidad es la tendencia natural a huir
del dolor físico, de la soledad, el decaimiento y la tristeza, y
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es tender a la satisfacción que provoca la facilidad del buen
uso de los sentidos, tanto internos como externos.
Y el amor carnal, que en el vocabulario ignaciano no tiene ningún matiz estrictamente sexual, no es sino huir de
fatigas, trabajos y sufrimientos, y abrazarnos con el bienestar corporal, lo que sigue siendo una inclinación natural
propia de todo ser vivo. Igualmente el amor mundano es
huir del desprecio de los demás, de los malos tratos, de la
sinrazón y toda clase de humillaciones, y buscar más bien
el aprecio, la aceptación y el buen nombre ante los demás.
Lo que tampoco es, de ninguna manera malo en sí.
Entonces, ¿por qué hay que actuar contra todo eso para
entrar en la camaradería con el Rey? ¿Qué es lo malo de
todo ello? Lo malo es el amor propio, es decir la orientación
hacia uno mismo que, curvándonos sobre nosotros, nos
refuerza esas tendencias naturales y nos hace pensar que
sólo siguiéndolas vamos a encontrar la felicidad.
La felicidad del reino de los amigos del Rey, no es la
facilidad de las tendencias naturales, sino la cercanía y la
amistad de Jesús, que El mismo nos brinda. Estar con él,
vivir como él, gozar y sufrir con él y por él, en eso vive
Ignacio de Loyola la felicidad y la alegría del Reino. Y es
contra el amor propio, así entendido, contra el que milita.
Salir al amor-amor. Hacer el éxodo del propio gusto e
inclinación natural, afrontar el malestar, que las contradicciones y sufrimientos nos suponen, estar decididos a
soportar la soledad del corazón y el descrédito de los
demás, si es necesario, para no separarnos nunca de la
amistad de nuestro Rey y Señor.
El, que sufrió la ignominia y cargó con la cruz, fuera de
las murallas de la ciudad santa, (Hb 12) y aprendió, sufriendo, que el camino del Reino de Dios sólo se revela en el misterio del corazón, al que está dispuesto a soportar la afrenta
por parecerse un poco más al Amigo, por estar algo más
cerca de él, y por acompañarle tanto en la pena como en la
gloria. El Reino de los amadores de Dios es, para Ignacio, el
de los compañeros del Rey que quieren seguir sus huellas
ensangrentadas y gloriosas por los caminos de la historia.
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75
E L MISTERIO ESCONDIDO DE UNA PRESENCIA
La anunciación de Moisés (Ex 3,lss), nos pone ante el
Dios escondido, que no ciego ni sordo, porque es el que ve
y oye la aflicción de su pueblo. Es, precisamente, atraído
por ese clamor, por lo que desciende de las alturas del
Horeb, el monte del Señor coronado de nubes y de fuego,
y baja a la estepa, movido por el sufrimiento de los suyos.
Baja, para hacerles "subir", para sacarlos de la depresión del
Nilo, del pozo de la esclavitud en donde los tienen metidos.
La zarza, lo sabemos bien, es el fruto de nuestra tierra
maldita después del pecado. Tierra árida y espinosa que no
deja crecer la semilla. Otra imagen de la esterilidad. Y ahí,
baja el Altísimo, a la zarza y la hace arder. Presencia escondida, fuego ardiente, porque lo produce, a la vez, la pasión
de la majestad y la pasión del cuidado. Fragilidad habitada,
misterio escondido que circunscribe un lugar de adoración: "¡Descálzate!".
Como Moisés, fugitivo entre dos mundos, el de su familia, el de su vida rehecha de nuevo junto a gente extraña, y
el de su pueblo, del que se ha visto expulsado y obligado a
huir. Descentrado, quizá también como nosotros mismos.
Ni de aquí, ni de allá. Y ahora se le ofrece la bendición de
otro destino: crear, para el Señor, un pueblo libre.
Como él, también nosotros somos llamados a una regeneración de nuestra vida. La alteridad, el sufrimiento de los
hermanos de los que hemos huido, de los que hemos prescindido, en el mejor de los casos, quizá incluso, instrumentalizado, utilizado en nuestro favor, se nos pone, irremediablemente ante los ojos. Y se nos invita a tomar la decisión más importante de nuestra vida.
Se inaugura el tiempo de la decisión. No podemos ser,
por más tiempo, sordos a su llamada, insensibles a su reclamo. Tenemos que mirarlos de otro modo, incluirlos en
nuestra perspectiva de visibilidad, responder a sus demandas. Deberemos movilizar nuestra generosidad, asumir el
reto, ir "a por todas", e iniciar el camino hacia los otros, que
será, inevitablemente, también hacia Dios.
El cambio de pertenencia, que hemos gustado al ser
liberados de la culpa y del mal, nos lleva a implicarnos en
otro objetivo existencia], más desprendido, generoso, que
no tiene límites precisos, porque entonces, ya no sería un
fruto de la generosidad. No se puede ser generoso hasta
cierto punto, ponerle límites a la generosidad es matarla.
O se es generoso del todo, o no se es generoso de ninguna manera. Las cosas son así. Salimos del régimen de la
Ley, de lo contable y medible, al régimen del exceso, al de
la gratuidad.
Y, por ello, necesitamos otra voz que nos llame. Como
canta el bolero: "Si tú me dices ¡ven!, lo dejo todo". No cabe
entretenerse, ni disimular con la indecisión este momento
decisivo. Es la palabra escuchada la que nos abre el corazón,
la que nos despierta el oído. Es la escucha lo que nos forma
desde el vientre de nuestra madre. El oído es de lo primero
que se forma y lo último que perdemos antes de abandonar
este mundo. Somos hijos de una palabra que se nos ha
dicho, la que nos interroga, nos provoca y nos altera.
Lo importante es la calidad de nuestra respuesta.
Porque no cualquier respuesta sirve. La insustituible, de la
que no se puede prescindir, es aquella que nos brota de una
acogida intensa del corazón a las llamadas que se nos dirigen de parte de nuestros hermanos y hermanas. Endurecer
el corazón, pasar de todo, es hacerse el sordo, es incapacitarse para acoger, misteriosamente, el don que los otros
nos están ofreciendo. Por eso la respuesta tiene la forma de
una verdadera oblación.
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En la narrativa del pueblo de la Biblia, siempre, cuando
un ser humano se cree al final de sus posibilidades, se le
pueden presentar otras nuevas por la actuación del Espíritu de Dios. Sara, ¿por qué no puedes tener un hijo en tu
vejez?, Jeremías, ¿por qué no vas a poder ser, tanjoven, miprofeta?, María, ¿Por qué no puede nacer de ti el Santo de Dios?
Siempre, ¿por qué no? Esta pregunta del Amor destruye
todos los subterfugios humanos.
En la anunciación de Moisés también se planteó la misma pregunta, igual que en la de María. Cuando contemplamos el anuncio del ángel en la casa de Nazaret estamos
contemplando una petición de mano, la invitación a unos
desposorios. En María la humanidad puede acoger o no la
invitación a recibir al Autor de la vida. Ese Dios, que quiere naturalizarse hombre para salvar su imagen y hacerla a
su semejanza.
La escena que contemplamos, desborda los límites de
la pequeña casa de un pueblo insignificante y nos amplía la
mirada a los espacios mayores de la marcha de la humanidad en la historia humana. Pero este misterio sólo lo podemos contemplar en verdad, si despertamos a "anima", si
nos despojamos del entendimiento racional que todo lo
quiere comprender y nos arriesgamos a otra mirada: la del
interior, que no capta sino que se introduce dentro del misterio y allí, descalza se acerca de nuevo a la zarza ardiente.
Deberemos despertar los sentidos interiores y aplicarlos
al encuentro que se os ofrece. Aprender los gestos del
amor de Dios de un modo afectivo, espiritual. Hacernos
presentes al Misterio por pasos progresivos: ver, oír, tocar,
considerar, contemplar. Como en el sueño de Jacob (Gn
28) estamos en un lugar santo en donde se toca el cielo
con la tierra. El amor participa de la fragilidad porque se
hace uno con el que ama, y para ello, se despoja y se hace
siervo. Misterio original del amor fuera de sí, en comunión
eterna, que se nos acerca en un vaciamiento íntimo a nuestra carne, a nuestra fragilidad asumida.
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Y desde esta perspectiva de la gracia frágil podemos
contemplar la totalidad del mundo. Contra nuestra prepotencia, el ejercicio ignaciano de la contemplación de la
encarnación del Señor, nos hace contemplar el mundo, no
desde nosotros, sino desde su misterio oculto. Quiere salvar la impotencia humana en fragilidad de Dios, que se responsabiliza eficazmente para mostrar la gracia de la comunión. Ahora vemos la realidad, tal cual es, no la que percibimos desde nuestra mirada orgullosa o apesadumbrada.
Podemos contemplar abiertamente la intensidad de la
respuesta de María: "¡Hágase en mi, como has dicho!". Primero
interroga, pero después se entrega. Sin medida, a lo que
sea. La dinámica del amor es la intensidad, y sólo el amor
nos intensifica la vida, la relación, el gozo de estar vivos. El
mayor amor es la comunión: comunión en despojo, misterio de humildad, de ocultamiento, de fe. Contemplamos
para implicarnos, con mucho cuidado, con mucho respeto.
OÍRTE, VERTE, TOCARTE: CÓMO ACOGER EL DON
¿Qué debemos hacer? La conversión interior nos ha
dejado en el aire esta pregunta. Y, sólo desde ella, se nos
recrea un dinamismo nuevo cuando escuchamos no sólo
una llamada, sino una verdadera invitación: "¡Ven!". La
oímos con claridad, pero nos preguntamos: "¿Quién es el que
me llama? ¿A qué me llama? ¿Dónde deberé ir? ¿Qué cambios
en mi estilo de vida me solicita?".
El Evangelio no es otra cosa que el enunciado de las
condiciones de la acogida del don de Dios. Por eso es la
misma persona de Jesús la que me provoca, la que centra
todo nuestro deseo, a la que deberemos entregar el corazón y la vida.
Ignacio de Loyola imagina un gran deseo en el que se
ejercita, una vez recorrido el primer tramo de su camino
espiritual: conocer internamente al Señor, para que más le
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ame y le siga. Y quizá es esa palabra aún desconocida,
"internamente", la que da la clave para adentrarse en el misterio del Reino, que sólo conquistan los que se empeñan
dócilmente a ello. Se trata de despertar una sensibilidad
diferente y nueva, unos sentidos del corazón.
Al comienzo del Evangelio todos, hombres, mujeres,
niños, buscan a Jesús. (Me 1,37). Todos quieren oírle, verle, tocarle (1,45). Y se le acercan de todas partes, y se agolpan ante la casa donde está (2,2), atraídos y entusiasmados
por su palabra y sus curaciones. " Todos los que padecían
dolencias se le echaban encima para tocarle" (3,10) de manera
que, en ocasiones, están a punto de aplastarle (id). "Silogro
tocar aunque sólo sea sus vestidos, me salvaré*, piensa aquella
mujer desesperada (5,28) Y allá donde entraba, pueblos,
ciudades o aldeas, le pedían tocar siquiera la orla de su
manto (6,56).
Ese entusiasmo por estar muy junto a él, por experimentar esa fuerza que salía de su cuerpo, independiente a
veces de su voluntad; esa necesidad apremiante de oírle, de
verle, de estrujarle entre sus manos, es el deseo que nos
pone a tiro de su contagio salvador. Es la atracción de la
gracia que su persona provoca.
Entrar en el misterio del Reino pasa por su cercanía y
su contacto corporal, así es como se despiertan los sentidos interiores y nos preparamos a la gracia de su sanación.
Conocer a Jesús es oír su palabra, el material sonoro de su
voz que puede cambiar nuestro corazón y despertarnos a
una capacidad nueva.
Verle es sentir el gozo de su presencia, es vivir el amor
que su figura provoca en nuestro interior, tan vacío y oscuro en la espera, en la ausencia ciega de nuestro ser. Seguirle
es, al menos al comienzo, estar junto a él, tocarle, sentir el
calor de su cuerpo junto al nuestro tan frío y tan inerme.
Oírle, para escuchar palabras que nos traerán una vida
abundante.
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Hay palabras que no tienen una traducción exacta en
ningún idioma, sino que nos evocan un desciframiento
de significados equivalentes y plurales. Así es la palabra
"Reino", en la predicación de Jesús. Es un arcano que deberemos descubrir, un secreto que se desvela progresivamente, a medida en que nos vamos acercando a su despliegue
interior, en que vamos viviendo en la proximidad de Jesús
y captando íntimamente el deseo de su corazón que se
muestra en todo lo que hace: curar, enseñar, escuchar,
acoger, sanar... El Reino más que decirse o entenderse, se
muestra, aparece, tiene que ver con... Todas las parábolas
buscan expresarlo de modos nuevos y diferentes.
Es fruto de una actitud desprendida y apasionada. El
amor de Dios accesible, cercano, pero a la vez, libre, que
no se deja manipular. Amor ponderado, discernido que
nos hace vivir lo mayor en lo menor, porque está amasado
de fragilidad y de discernimiento. Se trata, en suma, de ir
reconociendo las corrientes profundas de nuestra vida y
descubrir la confluencia entre mi corazón, lo más auténtico y profundo mío, con el amor activo de Dios. Lo preferido por Él en el campo de mis propias preferencias y posibilidades. Es un fruto acabado de la entrega.
80
PARA RUMIAR Y REPENSAR
AGRICULTURA DE DIOS
Somos agricultura de Dios, es una antigua imagen que
se aplicaba a la Iglesia, que tiene raíces bíblicas. Desde el
Génesis, donde se sitúa al ser humano en unjardín que el
Señor les entrega para que lo cultiven, pasando por los
profetas. Isaías nos habla de Israel como de una viña y el
mismo Jesús lo reconoce con pesar, en la parábola de los
viñadores homicidas.
La imagen de un Dios que mira con cuidado, cariño y
preocupación el crecimiento del pueblo, es una constante.
Jesús, además, añadirá un oficio a su Padre en este mismo contexto: un viñador que cuida de la Vid verdadera,
y poda los sarmientos para que puedan dar mucho fruto.
Jesús, que tiene mucho cariño por las imágenes del grano que crece en el campo, nos asegura que Él mismo es el
sembrador, que siembra buena semilla en la tierra, aunque una pequeña parte caiga fuera del terreno fecundo.
Imagenfamiliar del reinado de Dios, en donde su Palabra
quedará abrigada en la tierra de nuestro corazón.
Dios sembrador, Dios agricultor que se preocupa del
crecimiento de su semilla, que surge ella sola, aún cuando
dormimos. Pablo nos asegura que el crecimiento lo da el
mismo Dios: "Ni el que siembra, ni el que siega... ". Incluso
se hace patente la imagen de la agricultura cuando se nos
relata que en el último día los ángeles cosecharán una
cosecha abundante.
Dios quiere que demos fruto y fruto abundante, fruto
de buenas obras. Y espera de nosotrosfrutos sabrosos, porque todo árbol bueno los tiene que dar, necesariamente.
Por eso la viña que da agraces, o la higuera estéril, que no
tiene higos, es un símbolo de la esterilidad y el pecado del
pueblo.
81
a) Dios siembra en nosotros su Palabra, como e?i
María (Me 4,lss), que esfecunda y variada. La Palabra
de Dios, en la parábola del sembrador, es la quefecunda
la tierra. Semilla que a todos llega, incluso entre la cizaña. Ella la abriga y la hace fértil y la lluvia será considerada, por ello, como otra bendición de Dios. La buena
tierra es la de promesa, cargada de posibilidades, que
encierra riquezas en su seno.
Las dificultades del terreno no son tan importantes.
Somos diferentes y tenemos más o menos capacidad. De lo
que se trata es de acogerla y esa es nuestra responsabilidad. Las diferencias del terreno son, en realidad, los obstáculos, los agobios del dinero, las preocupaciones cotidianas, la incapacidad de profundizar de verdad, Pero la
mayoría es la tierra buena del corazón, que no encierra,
sino que potencia la fecundidad de nuestra pertenencia a
la Vida.
b) También podemos contemplar con gusto la insignificancia multiplicadora de la pequeña semilla (Mt
13,3lss). Es una cuestión de paciencia y de espera confiada. Deberemos ponderar mejor ese asunto de los medios
y losfines,porque no podemos medir los resultados por la
aparentefragilidad de su Palabra, por el hecho de que no
sea escuchada, incluso aunque nos parezca inútil. Se hace
un gran árbol, como la mostaza y nos acoge a todos.
Igual con la imagen de la levadura, que como la de la
sal, vive en la desproporción: un poco de levadura hace
subir mucha masa, un poco de sal sazona la comida. Demasiadas veces nos parece que necesitamos más de lo que
tenemos, como cuando Tomás le dirá al Señor: "Dos panes
y cinco peces... ¿qué son para tanta gente?". Asistimos
asombrados a una verdadera multiplicación de nuestras
energías en el misterio de la comunión.
82
c) Pero también debemos ser conscientes de que Dios
siembra lo bueno en el corazón, pero el trigo y la cizaña
se lo reparten (Mt 13,24ss). Lafuerza de la bondad y de
la bendición de Dios se oculta en el amor sentido y gustado. Y El se encarga de todo: sus ángeles le ayudan en la
tarea de sembrar lo bueno en el campo. Y la única razón
de los conflictos en los que nos debatimos es que el Enemigo
siembra también en nosotros. Enemigo envidioso de Dios
y de su creación, también el mal tiene su oportunidad en
el uso que hacemos de la libertad. Y nosotros le damos
cabida en el terreno fértil del corazón.
Pero el Amo del campo no se asusta, e incluso tiene que
frenar los impulsos de sus amigos. Tienen que crecerjuntas, porque nuestro interior es un campo de batalla y en él
crecen juntos lo malo y lo bueno. Y cuando queremos
arrancar lo malo, nos podemos también llevar por delante lo bueno. Es la ambigüedad de todo lo humano que sólo
se resolverá en el último día. De él es eljuicio, y él separará una cosa de otra, sin dañar a nuestro corazón.
83
V
E S C R U T A R
EL
C O R A Z Ó N
CRUZAR EL RÍO
Esta mañana me han contado la historia de un hombre
de la pampa que decide abandonar su rancho, y con él
toda su vida pasada. Toma consigo sus pertenencias, decidido a no volver nunca más. Y luego de un largo camino,
se encuentra con un río caudaloso que deberá cruzar. Quizá
ya lo sabía cuando partió, quizá no, y se encuentra frente
al obstáculo inesperado. Cuando llega a la orilla se toma su
tiempo: mira hacia el otro lado calculando la distancia que
le separa de él, mira el agua revuelta y considera sus propias fuerzas.
Después, muy lentamente, se va despojando de todas
sus pertenencias: las botas, el sombrero, la navaja grande,
la zamarra, los calzones... Y, en ropa interior, va colocando
cada una de las cosas amadas, las que le han servido durante tantos años, alineadas a la vera de aquel río caudaloso y
bravio. Las contempla con cuidado y va seleccionando lo
que debe dejar a este lado y lo que va a intentar llevar consigo al otro.
En este primer discernimiento selecciona primero lo
necesario y desecha lo superfluo. Aunque alguna cosa muy
querida se va a quedar atrás, otra, no tan necesaria, se irá
con él para acompañarle en el nuevo camino. Decidir qué
cosas va a dejar y cuáles tomar es un discernimiento que
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une utilidad y afecto. Despedirse de lo que ya no le es necesario, aunque antes le haya sido útil, le cuesta, porque hay
apegos que siguen con ataduras muy sutiles ligadas a su
cuerpo y a su corazón. Elegir aquellas cosas con las que va
a seguir su camino es también un ejercicio de ascesis. Sabe
que debe seguir con esto o aquello que le será necesario en
adelante aunque ahora se le antoja pesado o incómodo.
Al fin decide pasar la noche cálida al raso rodeado de
todas sus cosas que ya van siendo colocadas, no sin titubeos, en dos montones a la derecha y a la izquierda según
su elección. Las horas pasan lentamente y las estrellas van
acompañando con su lento caminar por el espacio, ese vaivén de su voluntad que va de la necesidad al deseo. Alguna
de sus cosas cambia de montón varias veces a lo largo de
la noche.
El hombre contempla el cielo; a ratos intenta vislumbrar la otra orilla, con sus posibilidades inciertas; otras
horas se le escapan mirando hacia atrás y guardando
memoria de su pasado. Y también mira al río: en sus aguas
caudalosas cree vislumbrar los rostros amados u odiados.
Los que fueron propios y le acompañaron un trecho en el
camino, pero también los otros, los que le engañaron, los
que se quisieron aprovechar de él. Todos esos rostros, esas
manos, que le abrazaron o golpearon, que le dieron reposo o aventura, que le marcaron con su amor o con su desprecio. También ahí va desgranando un discernimiento del
corazón, va despojando sus recuerdos, y fijando amores,
evaluando afectos, desechando inútiles pasiones.
La luz madruga más que el trabajo de su memoria. Por
el oriente se apunta una línea brillante que pugna por abrirse paso, por ensanchar la herida de la noche, que ya, desvanecida, se rinde acosada por el agua limpia de la aurora.
Y siente que se le ha cumplido el tiempo, que debe partir con la decisión de ahora, la que le ha permitido tomar
el límite preciso de la noche. Se levanta y termina casi litúr86
gicamente, de despojarse de lo poco que le abriga todavía
el cuerpo. Aquellas pobres prendas que protegen su intimidad van cayendo a sus pies; y así, surge de la noche, desnudo como Adán, recreado, limpio, para saludar la integridad del nuevo día. Toma sus cosas, las elegidas, las amadas,
y hace con ellas un hato anudado con el poncho campero.
Después hay un revoleo de color sobre su cabeza y con el
impulso nuevo de sus músculos purificados vuelan alegres
las cosas elegidas hacia la otra orilla.
Todavía vuelve por un momento los ojos hacia el montón de las que se quedan irremediablemente detrás. Y, en
una despedida breve pero entrañable, las acaricia por última vez con la mirada antes de lanzarse libre a la corriente
turbulenta. Mientras nada, lenta y rítmicamente hacia la
otra orilla siente su cuerpo más ligero y su alma como nueva, brillando entre los destellos de la luz verdosa y blanca
del agua que le ciñe. "Desear y elegir solamente lo que más derechamente me lleva a la meta..!\ piensa mientras se agarra a
las matas del otro lado, que ya es "este lado" para él. La
pampa inmensa se le ofrece ahora como un cuerpo tendido, amante, que le llama.
LA ENTRADA EN LA PATRIA DE DIOS
A la hora de cruzar el Jordán, para entrar a la patria que
Dios les había prometido, el pueblo de la Biblia tiene que
realizar también una elección. Tiene que elegir entre la
bendición y la maldición. Si elige la bendición, vivirá él y
sus hijos e hijas, si por el contrario, elige la entrada equivocada, será maldito y no encontrará las sendas del amor
y de la vida.
Y, quizá por ello, Moisés, que les ha acompañado hasta ese momento, aunque él sabe que no va cruzar esa estrecha frontera, tiene que prepararles para que acierten, para
que elijan lo adecuado, para que puedan recibir la bendi87
ción de su Dios. Se están jugando el futuro como pueblo,
Moisés lo sabe muy bien. Y, por ello, les urge a un discernimiento detenido, a reflexionar sobre tres imperativos que
le pueden ayudar en ese momento crucial de su vida: recuerda, escucha, practica. Su largo discurso está recogido
en el libro del Deuteronomio (Deut 4,44-11,12).
Para acoger la bendición de la tierra, que Dios mismo
les quiere regalar, en primer lugar tienen que recordar el
largo camino que han recorrido hasta llegar adonde están:
la orilla del Jordán. Los largos años de marcha que han
pasado durante tantos años por el desierto. Y cómo no se
han desgastado sus vestidos, ni hinchado sus pies... Cómo
bebieron agua de la roca, cuando desfallecían de sed, o
cómo fueron curados de las picaduras de las serpientes,
levantando los ojos hacia el estandarte de bronce.
"Recordar" es el imperativo primero, el que nos asegura
en la constante presencia de Aquél que camina a nuestro
lado, que no nos abandona en la tentación, que nos corrige como un padre a su hijo, para que no se desvíe del camino recto. Es urgente traer a la memoria lo que fuimos, para
no perder de vista el guión de Dios sobre nuestra vida. Con
frecuencia, cuando ya las cosas nos vuelven a ir bien, nos
olvidamos del regalo, de la asistencia amorosa del Señor, y
nos volvemos orgullosos. Decimos: "Mi astucia me libró del
mal, mipoder me hizo derrotar al enemigo... ".
El segundo imperativo con el que Moisés se esfuerza
por modelar su duro corazón es: "Escucha, Israel... "Shemá
Israel. Para evitar la maldición y asegurar futuro, es necesario hacernos perceptivos a la voz interior, aquella que
resuena con fuerza cuando nos aprestamos a dejarle a Dios
su lugar en nuestra vida. La escucha de la voz interior se
debe dejar alertar por la Palabra que nos viene de Dios, la
de afuera, la de la Escritura santa y sanadora. Escuchar la
Palabra para despertar el corazón, para alertar los sentidos
interiores y que el Espíritu haga brotar en nosotros su
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melodía de alabanza al Padre y de servicio a los hermanos.
No escuchar es entrar en el silencio del olvido, en donde
se nos endurece el corazón.
Y el tercer imperativo con el que urge Moisés al pueblo
es: "¡Practica!". Vivir la Palabra de Dios nunca defrauda, porque es viva y eficaz y nos plantea siempre anchura y libertad para nuestro pobre corazón que se apega a la estrechez
de las normas y no puede alzar el vuelo sin ataduras. No
tentar al Señor, que es un imperativo de acción, significa
actuar confiadamente en sus manos, sin temor, liberados de
lo que nos ata, nos limita, nos obliga a caminar dando vueltas alrededor de nuestra falta de horizonte, como caminantes extraviados en el desierto de su impotencia y su soledad.
Moisés traza un itinerario para entrar en la patria de
Dios, para poseer una tierra que siempre será del Señor y de
la que sólo se enseñorearán desde el servicio y la alabanza.
El pueblo no es el dueño de la tierra, le pertenece a Dios, y
ellos entrarán a ella por gracia y don, y no como fruto de su
esfuerzo humano. Acceder a la tierra es acceder al misterio
del reinado de Dios, y también a nosotros, como al pueblo
de la Biblia, se nos pone ante una encrucijada. Debemos
discernir bien el camino, aceptar otra sabiduría, la del Reino
de Dios, e ir muy libres, muy despojados de todo lo que nos
ata a este lado del río, a este lado del Jordán.
El, GOZO DE VER LO QUE OTROS NO VIERON
Dejarse conducir, ser enviado a veces adonde uno no
quiere, tiene sus resistencias, pero también sus momentos
de gozo hondo. Cuando nos descubrimos enviados y sentimos que el deseo del corazón, y el querer de la voluntad,
acompañan lo que el otro explícitamente nos pide, realizamos obras inauditas y experimentamos que brota en nosotros una fuerza desconocida que nos impregna el corazón
de un gozo nuevo.
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No son las obras que realizamos lo que lo causa, sino
una plenitud de vida regalada que sólo podemos nombrarla como obra y regalo del Espíritu. Sentimos que la razón
del gozo es que nuestros nombres están escritos en el libro
del Espíritu de Dios (Le 10,17-24) y que esa escritura es
como un tatuaje que nos hace ser de su propiedad, suyos
en exclusiva.
Es como una conmoción interior, familiar a aquella
que alteró el corazón de Jesús llenándolo de "gozo en el
Espíritu Santo", cuando, bendiciendo al Padre, le agradeció
que el código del Reino estuviera oculto para la sabiduría
reflexiva y se hiciera patente a los pequeños. La revelación
del secreto, la clave de interpretación quedaba así, para
siempre, en manos de los que se dejan hacer, de los que
han perdido su propia voluntad y capacidad de decisión y
solamente esperan ser utilizados para el bien por otra persona, por alguien que les ha robado el corazón.
El misterio sólo se revela en el misterio. Conocer lo de
Dios es ardua tarea para la inteligencia discursiva y don
regalado para quien se deja abrir los ojos y aprende a ver
con una atención nueva.
Por eso Jesús anuncia una bienaventuranza más: "¡Dichosos vuestros ojos, que ven lo que veis!". Es el asombro ante una
novedad reconocida y amada. No todos los ojos se abren
a este misterio, ni siquiera aquellos que "quisieron ver", ni
los ojos penetrantes de los profetas, ni los omnipresentes
de los poderosos, que creen ver y dominar todas las cosas.
"Lo que vosotros veis, ellos no lo vieron, y lo que vosotros oís, no
lo oyeron.."(id).
Esta sabiduría del reinado de Dios es una paradoja. Nos
dejamos llevar, introducir en el hondón del misterio y debemos hacerlo con una mirada y un corazón de niño. Por eso
pedimos luz al Señor para descubrir los engaños, para alcanzar sabiduría que nos ponga en el buen camino y no nos
haga entrar por el valle de la desgracia. Luz para descubrir
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la dinámica equivocada que nos dejaría el corazón seco y las
manos insensibles para abrazar el misterio en los hermanos,
para descubrir la fuerza y la belleza de la fragilidad.
Optar por una vereda de pobreza y humildad, entrar
con buen pie en la tierra, que es siempre fruto de la bendición de Dios, que nos ilumina los ojos del corazón para
poder ser, junto con los humildes del pueblo, también
camino de fortaleza y de dignidad. Así es como adquirimos
la capacidad para una vida plena, para la Vida que se nos
regala a manos llenas, que se nos vuelca en el regazo con
una medida plena, remecida, redonda.
Hay una entrada en falso: aquella que renuncia al don,
por la autoposesión interesada. Y muchas veces nos encontramos envueltos en ella, casi sin darnos cuenta. Creemos
que, en la medida en que seamos dueños de nosotros mismos, tendremos todo a nuestro alcance. Es una tendencia
antigua en el ser humano, quizá la que perdió a nuestros
padres originales en el paraíso entre los dos ríos.
Dinámica de poseerse en plenitud, de vivir la vida con
la pretensión de tener un fundamento sólido en la propia
satisfacción y complacencia. Lo que tenemos, aunque nuestro, no nos pertenece en exclusiva, y cuando creemos que
podemos asirlo y basar en ello el bienestar del alma, se nos
convierte en polvo y en nada. Y pasamos de la satisfacción
propia a la frustración, dejándonos llevar, paradójicamente,
por el mismo impulso.También Jesús tuvo que resistir a esa
tentación de "codicia de riquezas", en el desierto de Judá,
cuando, empujado por el Espíritu, se enfrentó a los propios
fantasmas de un mesianismo adquirido.
Pero además, esa dinámica de la autoposesión, (todo en
provecho propio), nos conduce irremediablemente a la dinámica del privilegio (todos a mi servicio). Y nos situamos,
enrocados en nuestro propio egoísmo, sobre un escabel,
para ser más que los demás. Esta es una consecuencia de lo
anterior: nos creemos mejores que los otros y les impone91
mos nuestra propia seguridad, o nuestra voluntad de poder,
en lugar de vivirlos como semejantes y hermanos. Pero
nadie es más que nadie, porque esclavizamos nuestra libertad cuando nos creemos por encima de los otros y les
manipulamos a nuestro servicio.
Y, por este camino, desde esta mala senda de entrada
en la tierra que se nos promete, llevamos al culmen nuestro despotismo original y nos alzamos con la malvada pretensión de ocupar todo el espacio liberado y excluir a los
demás de nuestro propio dominio. La dinámica se completa: del "todo en mi provecho", al "todos a mi servicio", para
concluir en el terrible: "nadie ocupará mi lugar". Dinámica
casi diabólica, en todo caso idolátrica, porque la voluntad
cautiva quiere desplazar del espacio de los derechos a cualquiera que me lo dispute. Incluso a Dios.
La dinámica de la autoposesión termina en la dinámica
de la exclusión. Y no podemos excluir a los demás del
ámbito sagrado de nuestra vida, sin desalojar a Dios de su
propio centro. De ese lugar único y secreto en donde El
siempre mora. Necesitamos desplazarlo a Él, al único dueño, arrancarlo de su morada más íntima, para excluir también a los demás y disponer de ellos como objeto de placer o de rivalidad. A veces no caemos en la cuenta de esta
sencilla verdad evangélica: necesitamos adorar al Señor,
con todo nuestro corazón, con toda nuestra mente, con
todas nuestras fuerzas, para no excluir a nadie, para alcanzar la comunión con los demás y con el mundo. Adorar
para no excluir, tal es nuestra condición de criaturas.
PONDERAR EL CORAZÓN, SOPESARLO, AQUILATARLO
Para alcanzar la gracia de la vida, la que nos incluye en
la dinámica de la comunión, necesitamos ponderar más
nuestro corazón. Aquilatarlo, sopesarlo, sin dejarnos llevar
alegremente por unos sentimientos u otros. El corazón, sin
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discernir, también nos puede engañar. No bastan las buenas intenciones para asegurar la buena entrada en la tierra
bendita del Dios de la vida.
Y, para ello, precisamente, hay dos preguntas que nos
debemos hacer alguna vez en la vida: la primera es,
¿Adonde me lleva, verdaderamente, mi corazón?; la segunda,
tan importante como la anterior: ¿Cuánto estoy dispuesto a
pagar por ello?
Preguntarme cuál es el polo de atracción de mi vida, es
pedir razón del fuego que me alimenta por dentro, de la
pasión más auténtica que me atraviesa, de aquello que me
mueve en realidad. Todos necesitamos disponer de un
motor que potencie nuestro ser y que polarice nuestra
voluntad para actuar de forma adecuada. Somos seres
de deseo, pero éste se nos muestra confuso e intermitente.
Alcanzamos a vivirlo como a ráfagas, sin determinación,
ni casi objeto preciso que lo canalice. Preguntarnos por la
pasión de nuestra vida es hacerlo desde la verdad que nos
hace padecer, no solamente, desde los deseos dispersos e
inseguros.
Por eso es tan importante pensar igualmente sobre la
segunda pregunta: porque sin asumir el coste de nuestra
pasión, todavía no hemos discernido adecuadamente el
lugar central que moviliza las energías de nuestro corazón.
Presupuestar la pasión significa ponerle un precio: ¿hasta
dónde estoy dispuesto a llegar por esto que siento ser lo
más definitivo de mi vida? Jugarse la vida, derrocharla por
algo o por alguien, es la marca verdadera de que estamos
en lo central, y no en lo superficial y pasajero del deseo.
"¿De qué le sirve al ser humano ganar el mundo entero, si
malogra su vida?". Esta sencilla pregunta evangélica ha
puesto a más de uno en el brete de la decisión definitiva. Y si no, que se lo pregunten a Francisco Xavier que se
encontró confrontado a ella por su condiscípulo, Ignacio
de Loyola.
93
Si no hemos dedicado tiempo a contestar a estas preguntas nunca podremos estar seguros de haber puesto toda
la carne en el asador de nuestra libertad, en el punto crucial
en donde la voluntad se adhiere al deseo. Y podemos estar
viviendo en el engaño sin darnos cuenta. Es muy importante que la vida no nos sorprenda con los cimientos de
nuestra casa sobre arena. A estas alturas, no podemos ser
ingenuos. Las dinámicas internas que nos orientan desde el
amor propio siempre nos están amenazando de manipulación inconsciente y de autoengaño. Y debemos prevenir la
arbitrariedad del deseo, asegurarnos en contra de una dinámica de arbitrariedad, aunque sea bienintencionada.
Deberemos ir caminando hacia la desnudez del corazón, desarrollar lo que, en un primer momento, sólo ha
sido un germen, pero que puede esconder aún mucho
amor propio inconsciente. Ponderar el corazón, aquilatarlo, es caminar a través de la ambigüedad propia de toda
acción humana, y en ese camino descubrir la enorme
capacidad de ocultación del propio interés en la que nos
movemos. Nos engañamos, a pesar del buen clima interior,
que no es suficiente para asegurar la permanencia en lo que
queremos. Sólo el desprendimiento nos asegura dar los
pasos necesarios para desenmascarar los engaños.
Caminar desde el despojo consentido y querido es aliviar la tensión que nos procura la satisfacción en el logro
de lo que buscamos. Renunciar a ese contentamiento, sospechar de él para asegurar una libertad, realmente suelta,
desprendida que nos incline hacia las actitudes de desposesión, de liberar dependencias y de correr con pies ligeros
el camino de la pobreza y la humildad.
El camino de Jesús es el que nos va llevando a descolocarnos de nuestro lugar, pretendidamente de privilegio, y
aprender a compartir con todos la condición común. A no
hacernos un camino propio de deseo en deseo, que nos
dejará un fondo de insatisfacción repetido, a aprender a
hacer el éxodo del propio amor, para abrir el corazón, libre
y desprendido a los aires puros del amor y el servicio
humilde. Deseamos despojarnos de lo que nos limita y nos
ata. Tiempo de discernimiento de la generosidad de nuestra respuesta, de quitar la máscara de los pretextos, purificándonos de toda posesividad.
El discernimiento a que somos llamados tiene dos caras:
por un lado para asegurar el progreso, por otro, para profundizar la intimidad en el amor.
Discernir el progreso es caer en la cuenta de que tenemos una capacidad inaudita para adquirir lo nuevo y discernirlo. No estamos viviendo según un guión predeterminado, que nos obliga a repetir en el presente lo vivido y
sufrido en el pasado. Podemos colonizar futuro, es decir,
abrirnos a lo nuevo inédito, sin ser esclavos de un pasado
que nos pesa como una losa sobre el corazón. Y para ello,
es preciso que ponderemos el hecho de que el progreso no
es homogéneo y tiene que atravesar momentos de crisis.
Partimos de la convicción, experimentada tantas veces, de
que estamos mal afectados. Y que deberemos soportar el
malestar que toda crisis conlleva, porque es precisamente
eso lo que nos desenmascara los engaños y hace madurar
la decisión.
Pero, también, discernir para profundizar en la intimidad. La experiencia del amor discernido (la discreta caritas
ignaciana), nos lleva a descubrir un "más adentro", una
invitación a la profundidad mayor de una intimidad compartida. Sin discernimiento no ahondamos en la relación
amorosa. Es necesario purificar más, atravesar muchas
capas superficiales e inmaduras, para hacernos más y más
presente al corazón que nos ama y que amamos.
Y no se trata solamente de atravesar los obstáculos de
una intimidad cerrada e "intimista", se trata de amar más,
de mejorar la calidad del amor para evitar lo que nos impide una entrega generosa y atrevida. Renunciar a dirigir,
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disponernos a dejarnos conducir, a ponernos en otras
manos, para acabar por descalzarnos del todo, por despojar nuestro corazón y recibir la comunión en la desnudez
de lo que somos.
ESTO ES "SER RECIBIDO"
Jesús se rodeaba de todo tipo de gente. Los comienzos
de su actividad pública recogen las expectativas de muchos:
los pobres, los pequeños, los afligidos, los enfermos, los
excluidos, los pecadores. También los ricos y los inteligentes se acercaron a él, aunque con suerte desigual. Pero atrae
de una manera muy especial al pueblo pobre y creyente,
a aquellos que esperan en Dios porque no tienen otro
valedor para su vida. Un pueblo humilde, descorazonado,
herido, agobiado que incluso es invitado por Jesús a acudir a él. Los que confían en Él, sin límites, porque necesitan y desean un cambio de escenario para su pobre vida.
Es necesario haberse visto perdido, haber sido alcanzado por una mirada misericordiosa, tocado por manos curativas, sostenido en un abrazo firme, y sanado, devuelto a la
comunión y la vida, para experimentar de verdad lo que
significa "ser recibido".
"Ser recibido" es una experiencia privilegiada. Una
experiencia única de gracia. Experiencia que nos lleva a
sentir que somos re-engendrados, que en nuestra propia
fragilidad y nuestra propia miseria, no nos podemos hacer
aceptar por nadie, y que necesitamos, desde un amor diferente, experimentar que somos aceptados porque sí, porque se nos quiere, sin límites ni condiciones. La acogida
como fruto de una experiencia honda de despojo: el otro,
los otros, que nos perdonan, que nos reciben, sin poder
conquistar su cariño.
Experiencia honda de la complacencia de otro. Como
el caído en el margen del camino, que se siente acogido,
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cuidado y querido por el samaritano que le encuentra malherido. Podemos ponerle voz y escuchar su experiencia de
"ser recibido".
"Jesús, tú eres mi samaritano y yo soy ese hombre medio
muerto que bajaba de Jerusalén a Jericóy cayo en manos de salteadores, que, después de desnudarme y golpearme, se marcharon
y me abandonaron en la cuneta del camino. Yo soy ese hombre
ante quien la religión de los puros y la erudición de los teólogos
dan un rodeo para no tropezarse conmigo porque quedofuera de
sus preocupaciones. Pero tú llegas casualmente junto a mí, me ves
tal y como estoy, te compadeces de mi estado lamentable, te me
acercas, vendas con aceite y vino mis heridas, me lomas y me
montas sobre tu cabalgadura, me conduces a una posada, velas
junto a mí cuidándome toda la noche, me encargas al cuidado
delposadero, te gastas tu dinero conmigo, y sobre todo, vuelves a
buscarme!
Tú eres mi samaritano porque te vinculas a mí, y ahora ya
te has ido pero yo estoy seguro que volverás porque tu corazón se
ha enternecido y tus manos han cuidado mis heridas y has velado toda la noche mi sueño intranquilo, y te espero con ansia para
irme contigo y no separarmejamás de tu lado..!'.
97
PARA RUMIAR Y REPENSAR
NEGOCIAR LO RECIBIDO
a) ha lucidez de nuestro corazón es fruto de una mirada recibida, de una perspectiva diferente, no la propia,
que siempre es engañosa, sino de la mirada de los otros, de
la mirada de Dios. Mirada penetrante que nos desvela el
corazón. Es la mirada del acoso de Dios sobre nuestra
vida. Mirada constante que sondea el corazón y le descubre en los límites de su agudeza visual. No nos vemos bien
desde nosotros mismos. "Sondéame y conoce mi corazón"
(Sal 139).
b) El que administra con astucia su vida, sabe poner
atención en las propias carencias y convertirlas en oportunidades para el futuro. Jesús alaba elproceder previsor de
quien conoce sus propias limitaciones. El administrador
sagaz (Le 16, lss) sabe actuar consciente de lafragilidad
de su posición. Somos como quien administra lo que no es
suyo y puede perderlo. No nos podemos apoyar en lo propio, sino en la sagacidad para hacer el bien y asegurar el
futuro. Lo recibido es una ocasión de entrega.
c) El rico necio (Le 12, 13ss), cree que lo que tiene le
sobrará, y lo vive como el primer engaño. Sus previsiones
son necias. Como las nuestras, cuando hacemos planes sin
contar con nuestra propia debilidad. Creemos reforzar lo
que somos a base de suplencias: el tener, el codiciar, el atesorar.
tiene su propiafecundidad, y la propuesta es multiplicarlo sin temores. El que esconde el don por miedo, se pierde,
porque la recompensa no se hará esperar. Siempre llega a
su hora, e incluso antes de lo que esperamos, y nos pide
cuentas. Los temores que nos incapacitan para multiplicar
el don, son los modos y maneras de no arriesgarpor el reinado de Dios. Dejamos de invertir en fidelidad, en compromiso con los desfavorecidos, en profecía práctica... por
miedo. Pero esperamos recibir doble paga: el "gozo del
Señor" y la responsabilidad multiplicada. En lo poco y en
lo mucho la fidelidad es lo importante.
e) La dinámica del prestigio social y el reconocimiento
de los otros se nos muestra en la parábola del fariseo y el
publicano (Le 18,9ss). Debemos estar atentos a los "dialogismoi" del que se afirma en sí mismo. ¿Conversamos
con nuestro corazón como el fariseo? ¿Dónde apoyamos la
honestidad de nuestra vida: en las obras que hacemos o en
la confianza humilde que hacefructificar lo que hacemos?
f Los dos hijos que son enviados a trabajar al campo
por su padre, en la parábola de Mateo (21,28ss) nos
hacen situarnos bien ante las opciones de la vida. Y eso es
lo importante. No todo el que diga: "Señor, Señor... ", sino
el que acude al servicio sin justificarse con buenas razones. Hacer lo de Dios, para que no nos descubramos en el
engaño de amar solamente de boquilla, sino de verdad.
d) Para vivir bien, tenemos que invertir lo recibido.
Esa es la fecundidad del don. La parábola del señor que
se va de viaje, de Mateo (25, 14ss) nos lo recuerda. Todo
lo que somos y tenemos no nos pertenece, somos administradores de una vida que se nos ha regalado. Pero el don
98
99
VI
R E P R O D U C I R
SU
R O S T R O
E L CINTURÓN DE LINO
El cinturón, en la antigüedad, no era como ahora, un
objeto meramente práctico que nos sujeta el pantalón a
la cintura. Era mucho más. Era el adorno con el que se
ceñía la amplia túnica que hombres y mujeres vestían
en las actividades cotidianas. "Ceñirse" es una metáfora
de prepararse para hacer algo: incluso es frecuente encontrar esa forma verbal asociada al servicio. Se ceñían
para salir a la calle, para viajar, para realizar tareas domésticas, etc.
Además, el cinturón era un modo de lucir el tipo.
Normalmente era de lino, bordado en la parte delantera y
signo de prestancia social y casi de lujo, al menos en ciertas ocasiones. Así era habitualmente.
En una ocasión, el profeta Jeremías nos cuenta un caso
curioso referido a la compra de un cinturón de lino. Un
día cualquiera, dentro de esa extraña intimidad amistosa
del Señor con el profeta, le envía al mercado a comprarse
un hermoso cinturón y ponérselo en la cintura. Jeremías
responde, muy contento, a la invitación. Por una vez el
Señor no le pide ningún gesto extravagante, como cuando le hizo andar desnudo por la ciudad pasando una gran
vergüenza. Esta vez no. Con su cinturón aumenta la prestancia de su vestido y se siente feliz y contento ante sus
conciudadanos.
101
La idea del cinturón de lino adherido a la cintura de
Dios, no deja de ser atractiva y sorprendente. Adherirse al
Señor: esta es la palabra clave. Este término no tiene nada
del heroísmo cristiano de una exigencia ética extrema, ante
los ojos de uno mismo o de los demás. Seguir a Jesús se
puede haber convertido para algunos, en esta modernidad
secularizada, en una norma de conducta, por excelente que
pueda ser, en un artículo de fe, o incluso en una propuesta
moral que intenta justificar toda nuestra vida. Pero verlo así
es una perspectiva equivocada.
"Adherirse a otro" expresa, en primera instancia, solamente un deseo de intimidad, de apego, de abrazo. La casa
de Israel, según esta metáfora, es como un cinturón que
Dios quiere ceñirse para su gloria y que, sin embargo, se
separa de él y se pudre, hundido en el Eufrates. Se pudre
cuando se separa de la cintura de Aquél que le ama.
Así es como el Señor nos quiere: adheridos a El, a su
cintura, a la vida, para no pudrirnos. El apego, esa figura de
una intimidad particular, es aquí lo decisivo. Nada hay de
más vulnerable, pero tampoco nada de más firme. Un cinturón que se ciñe a la cintura que ama. Porque si somos su
cinturón, El es quien nos ha tomado para abrazar su cintura y adornarse con nosotros. De lo que se trata y a lo que
se nos invita, es a vernos ante los ojos de Aquél a quien
amamos. Y solamente ante sus ojos. La identidad buscada
ante uno mismo es una pérdida irreparable. Ante los ojos
de los demás es un engaño.
Identificarnos con Jesús, se nos hace una pretensión
demasiado orgullosa, conscientes como somos de la distancia infinita que nos separa. Aunque sabemos que se trata de una manera de hablar, la figura del mediador se acerca demasiado al límite y se puede romper en una pretendida sustitución. Podríamos caer en el deseo de asumir el
rol de otro, prestado, desde el deseo inconsciente de no ser
uno mismo, de ser otra cosa, de ser más. De este modo
estaríamos viviendo en una mediación engañosa.
Y podríamos hablar de una sencilla gradación de la
adherencia: adherencia del sentimiento, adherencia del
deseo, adherencia del corazón. Cada una de ellas como una
etapa a cubrir, como un itinerario hasta llegar al corazón, a
la estancia interior, a la reserva íntima, figura del lugar de lo
secreto, de lo escondido donde Él siempre mora. La nueva
alianza es interior, es el reino oculto de los amadores de
Dios. Y la recompensa del misterio es el misterio. Dios, que
ve en lo secreto, da su recompensa. Misterio de lo oculto
que señalan las parábolas, que anuncian las bienaventuranzas, que al mismo Jesús le hace vibrar de gozo al descubrir
esa acción secreta de Dios en el interior de los sencillos, en
el corazón de los ignorantes.
102
103
Pero la alegría dura poco. Al cabo de un cierto tiempo,
de nuevo se le comunica el Señor con un mandato extraño. Se debe despojar del cinturón de lino, ir al Eufrates y
enterrarlo bajo el agua tapado con unas piedras. El profeta, acostumbrado a los extraños caprichos de su Dios, no
se hace de rogar y cumple lo mandado. Le fastidia, como
es lógico, desprenderse del adorno, y comprende que la
cosa no va a acabar así como así.
En efecto, al cabo de varios meses, el Señor se acuerda
de nuevo del cinturón y le hace ir a buscarlo adonde lo
había escondido bajo las aguas del río. Con consternación,
el profeta descubre que el lino se ha estropeado y que el
cinturón se ha echado a perder. Cuando ya está a punto de
quejarse, por la pérdida de aquella prenda que tanto le gustaba, y que no podrá volverse a poner nunca más, escucha
la voz del Señor que le dice:
"Lo mismo desgastaré el orgullo desmedido de mipueblo que
se porta obstinadamente, que adora y sirve a dioses extranjeros.
Serán inservibles, como ese cinturón. Porque, como se adhiere el
cinturón a la cintura del hombre, así me los ceñí, para quefueran mipueblo, mi fama, mi gloria y mi honor" (Jr 13,9-11).
U N ROSTRO VELADO, RADIANTE Y LUMINOSO
La consecuencia del deseo de estar adheridos a la cintura del Señor que nos ama, será, de forma muy imperceptible pero también progresiva, que se nos irá imprimiendo su rostro en el tapiz de nuestra vida. Es un metáfora, claro, pero fruto de una experiencia repetida y también de una perspectiva teológica determinada.
Comencemos por el final. Pensar la experiencia de adherencia a la persona de Jesús, como un proceso de
mimesis progresiva, supone que concebimos la experiencia interior como una forma coherente de ir haciéndola,
paulatinamente, biografía personal. De tal modo que lo
que cuenta en el llamado seguimiento de Jesús, no es tanto la capacidad o incapacidad de asumir los valores evangélicos, sino la de aventurarse a hacer la experiencia de
dejar brotar del encuentro con Él su misma vida.
Si Cristo es Icono del Padre, impronta de su ser, reflejo
vivo de su Rostro, nosotros, sus amigas y amigos, lo somos
del suyo. Somos iconos suyos, seres de carne como El que
se van dejando trasfigurar progresivamente hasta transparentar su gloria.
Esta es una sencilla verdad que tiene amplio respaldo
en la teología paulina: Cristo, imagen de Dios en la primera creación (Col 1,15), por una nueva creación, ha venido
a restituir a la humanidad caída el esplendor de esa imagen
divina que el pecado había empañado. Se hace semejante
a nosotros para devolverle a Dios su propia imagen restaurada y plena.
Y lo hace imprimiéndonos la imagen aún más hermosa que la primera, de hijo de Dios, que restablece al ser
humano nuevo, hombre y mujer, en la rectitud (Col 3,10)
y le concede el derecho a la gloria que el pecado le había
hecho perder (Rom 3,23). Esta gloria, que el Hijo posee
en propiedad como Icono de Dios, penetra más y más
104
en el cristiano (2Cor 3,18) hasta el día en que nuestro
mismo cuerpo se revestirá plenamente de ella a imagen
de la humanidad celeste (ICor 15,49).
De lo que hablamos, por tanto, es de hacer realidad
aquello de Pablo: "Porque Dios los eligió primero, destinándolos desde entonces a que reprodujeran los rasgos de su Hijo, de
modo que éstefuera el mayor de una multitud de hermanos; y a
esos que había destinado los llamó, los rehabilitó y les comunicó
su gloria" (Rom 8,29). Este "reproducir sus rasgos" no es una
tarea de la que nosotros seamos autores, bien al contrario,
es precisamente el mismo Espíritu de Jesús, que brota
como un torrente de nuestro interior, el que lo hace.
Hay una narración en el libro del Éxodo de un encanto muy particular. Es aquella en la que se nos narra la transfiguración del rostro de Moisés después de conversar con
su Señor (Ex 33,35). El amigo, que se vio invitado a descalzarse ante el prodigio de la zarza ardiente, no cae en la
cuenta de que su rostro se ilumina de una manera muy
especial cada vez que acude a la Tienda del encuentro a
dialogar con su Dios.
El fuego divino, que sigue ardiendo sin consumirse en
la proximidad del pueblo, en cuya tienda mora, le afecta
también a él de una manera que desconoce por completo.
Moisés no lo sabía, pero su piel se había vuelto radiante
por haber hablado con Él. Y, sólo al salir de la tienda y descubrir el asombro en el rostro de los que le miraban estupefactos por tan extraordinario prodigio, cae en la cuenta
y se echa un velo por la cara, con el deseo de proteger el
regalo que la intimidad de adhesión le había proporcionado. De tal manera que los israelitas veían su cara radiante
cada vez que hablaba cara a cara con Dios, como un amigo habla con su amigo.
De este fenómeno de intimidad velada, reflejada en el
rostro de Moisés, toma ocasión Pablo para glosar su pro105
pia experiencia. Igual que Moisés, también nosotros
reflejamos en nuestro rostro la gloria de Dios. Pero con
dos diferencias sustanciales: la primera es que no queremos velar esa transparencia de su gloria; y la segunda,
que el Espíritu de Dios nos regala algo aún más precioso: nos va transformando en esa misma imagen, que ahora ya es la de su Hijo amado, la de Jesús: "Nosotros, que con
el rostro descubierto, reflejamos como en un espejo la gloria del
Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen, cada
vez más gloriosos. Así es como actúa el Señor, que es Espíritu"
(2Cor 3,12).
"Como en un espejo", es decir, desde nuestro propio
rostro en el que se refleja el Suyo, el del Amado de nuestro corazón. Reflejo de reflejo, icono que manifiesta paulatinamente aquello en que se va convirtiendo por la gracia de quien así lo ha querido. Semejanza suya, rescatada
del olvido del pecado, imagen salvada de una gloria única que se nos comunica por la acción secreta del Espíritu, a medida en que le vamos dejando transformar
nuestro corazón.
Pedro, el que tanto lloró su desamor de un momento
de negación ofuscada, nos alienta a los que creemos sin
haberle visto, a los que le amamos creyendo en Él sin verlo, y sentimos un gozo indecible, radiantes de alegría.
Como él, también nosotros experimentamos "la gloria que
va a revelarse" (IPe 5,1). La alegría que irradia nuestro rostro no puede ser velada, porque es la misma gloria comunicada y recibida de El en la espesura de la nube, en el
monte Tabor. También allí Jesús sufrió esa transfiguración
pasmosa mientras oraba, y también el aspecto de su rostro cambió como el de Moisés al salir de la Tienda. Y sus
vestidos refulgían de blancos y su rostro estaba brillante
como el sol (Mt 17,2). Y Pedro y los demás, pudieron ver
su gloria y se estremecieron con la voz que salía de la
nube y, postrados en tierra, se quedaron como fuera de sí.
106
DIBUJO DE FE, DIBUJO DE AMOR
A lo largo de la vida nos hemos ido encontrando personalmente con Jesús, y en cada uno de esos encuentros
podemos asegurar que hemos contemplado su gloria.
Fugazmente, la mayoría de las veces, otras, de forma más
detenida y gustada con mayor intensidad. Pero siempre
velada por la acción de la fe, esa luz suficiente para ver lo
que los ojos no pueden ver, para iluminar el trecho siguiente del camino, como cuando caminamos en la noche en
busca del pozo de agua clara con una linterna en nuestras
manos. Sólo podemos enfocar unos pasos delante de nuestros pies descalzos.
Y hemos encontrado en cada momento de gracia, un
trazo nuevo, un rasgo más definido de ese rostro amado
que buscamos. Es como si se nos fuera quedando grabada
en el corazón la huella de su paso fugaz. Y esa huella, junto con todas las otras, ha ido formando un dibujo, ése que
somos ahora mismo, por obra del amor. Porque el amor
nos va marcando la frente del corazón con sus propios rasgos y terminamos por parecemos a la persona a quien más
amamos.
Juan Pablo II nos ha enseñado que cualquiera de nosotros, todo ser humano, puede encontrar su propia biografía
en el corazón y en la vida del Señor. Y es un reto apasionante descubrirlo. Porque este don tan preciado sólo se hace posible cuando leemos progresivamente lo que nos ha
pasado desde los encuentros personales con El. Lo que
habíamos creído que era nuestra pobre historia, lo que consideramos episodios fugaces, encuentros sucesivos, acontecimientos cotidianos, quedan iluminados de un modo inaudito desde la narración evangélica, cuando descubrimos
atónitos que a nosotros también nos ha pasado lo de Zaqueo, o lo del joven rico entristecido, o lo de la samaritana
que iba a por agua al pozo en Siquem. Es entonces cuando
nos brota del corazón decir: "¡Esta historia es mi historia!".
107
En su Comentario a la canción XII del Cántico Espiritual, Juan de la Cruz expresa este hecho llamándolo "dibujo defe, dibujo de amor". Lo hace, glosando aquel pasaje en
el que la esposa, mirándose en una alberca, expresa su
anhelo diciendo: "¡Oh cristalinafuente, si en esos tus semblantes plateadosformases de repente, el rostro del Amado, que tengo
en las entrañas dibujado!"
Dibujo de fe, porque es un dibujo que está siempre por
terminar, que es solamente el esbozo de un rostro todavía
borroso y sin perfilar. Al hacer memoria agradecida de los
diversos encuentros que hemos ido viviendo a lo largo de
nuestra vida con el Amigo, descubrimos en ellos los trazos
inacabados, muy imperfectos, del rostro que tanto amamos.
Pero no deberíamos desanimarnos, porque la misma torpeza de rasgos, en los que apenas podemos adivinar fugazmente su mirada, es un grito dirigido al verdadero artista.
Así lo expresa el místico: "Conociendo que está como la imagen de primera mano y dibujo, clamando al que la dibujo para
que la acabe de pintar yformar".
En realidad, dichos rasgos del rostro amado, que vamos
experimentando en las marcas de nuestra biografía, no son
sino las sucesivas etapas de un camino de seguimiento.
Rasgos que nos van modelando el corazón, que se van
haciendo vida propia y que configuran, cada uno de ellos
incompleto, nuestra propia historia de salvación.
Desde la primera infancia, en que nos pudimos sentir
en la cercanía misteriosa del pequeño Jesús, o los arrebatos
rebeldes de la adolescencia y primera juventud, cuando
soñamos el mano a mano de sus correrías por Galilea, hasta tantos otros encuentros en la temprana madurez, cuando la grieta del corazón nos paralizaba el aliento y nos pudimos sentir tan ciegos y mudos como los del Evangelio.
Ha habido mucho camino recorrido juntos. Muchas ilusiones y muchas miserias, que hemos ido compartiendo con
el Amigo fiel. Muchos olvidos y mucha necesidad de compartir la compasión, y de sufrir la soledad y la espera. Y a lo
108
largo de todo ese camino se han ido marcando, aunque
borrosos, los rasgos de ese rostro amado en nuestro corazón.
Pero también, dibujo de amor, porque es el deseo amoroso el que nos ha ido marcando con su fuego el retrato de
Aquél a quien tan ansiosamente buscamos. Los gestos del
amor son los que nos han marcado, lo que nos van conformando una geografía corporal y bendita que, al recorrerla despacio, nos señala el paso fugitivo de su presencia,
tan íntima como escondida. Como los enamorados, también tenemos una biografía en común, un modo de ir visitando los lugares de gozo y de sufrimiento desde una doble
perspectiva: la de nuestros ojos y la de los suyos que han
ido subrayando muchas esperas y muchos encuentros.
Los hombres y mujeres de cada época, son las palabras
con las que Dios escribe su propia historia. Somos, cada
uno, imagen suya, aunque muy parcial y borrosa. Por eso
tenemos de Él diversos grados de impregnación de sus rasgos, todos diferentes, y cada uno reproduce unos u otros.
De Francisco de Asís se decía que, al final de su vida, era el
retrato vivo de Cristo. Las propias marcas de la tortura de
la cruz estaban impresas en sus manos y en su costado. Y,
al verlo, todos podían reconocer en él un trasunto de su
Señor crucificado.
Los santos son lo que, de un modo más eminente, han
llegado a reproducir unos u otros rasgos del Señor. Y, por
ello, son verdaderos iconos, donde se transparenta la gloria
del que es impronta del Padre, imagen de su ser, primogénito de muchos otros hermanos. Pero ésta es una cualidad
de todo creyente, que se deja impregnar la propia biografía
a partir del encuentro constante y repetido con el Señor.
Cada uno tenemos que hacer memoria de su presencia,
y retener con cuidado, lo más suyo en lo más nuestro.
Aquello que, desde su regalo, nos hemos hecho capaces de
reproducir. Deseamos que la imagen de su rostro, dibujo
de fe y de amor, se acabe de pintar y formar. Y a esa tarea
es a la que debemos dedicar toda nuestra vida.
109
PARA RUMIAR Y REPENSAR
DIVERSOS ENCUENTROS CON EL SEÑOR DE LA VIDA
Prescindimos de las parábolas y vamos a contemplar
diversos encuentros personales con el Señor. En su tránsito por nuestra tierra, Aquél que venía de Dios y a Dios
volvía, hizo muchos amigos y amigas. No era un paso
fugaz, porque tenía el deseo de fundar una Humanidad
Nueva, y si pasó haciendo el bien, también es cierto que
pensaba volver a recoger el fruto de sus esfuerzos.
Rodeado de mucha gente, se fue haciendo un hombre
discutido. Muchos pensaban que era un hombre bueno, un
verdadero profeta, pero algunos otros lo consideraban
también "un endemoniado" (Jn 8,48). Su actuación, con
una autoridad inaudita sobre la Ley de Moisés, sus palabras ardientes y compasivas, las señales que iban sucediéndose, todo hacía que sefuera generando un gran interés por su persona.
Quizá era una actitud pretendida, ya que el suscitar
preguntas estaba en la base de despertar su acogida confiada o su rechazo. Muchas veces aparece en los evangelios la pregunta: "¿Quién es éste...?". Incluso el mismo
Jesús se la plantea directamente a sus amigos que le
siguen: "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?".
a) Podemos contemplar diversos encuentros de Jesús
con algunas personas concretas del Evangelio y preguntarnos qué tienen que ver con nosotros. En primer lugar se
encuentra repetidas veces con losfariseos y legalistas de su
tiempo. Jesús se encuentra ante actitudes bloqueadas: interesadas, muchas veces hipócritas, y en todo caso incapaces
de ver y oír los signos de la salvación que se anuncia.
Terquedad, obstinación, incluso mala voluntad patente.
El momento en que Jesús cura al ciego de nacimiento
(Jn 9,lss) es un paradigma de lo que decimos. Los ciegos,
110
realmente, son los que no quieren ver y reconocerlo que ha
sucedido. Investigan, preguntan, inquieren, pero son incapaces de creer. El ciego verá la luz, cuando en su confesión firme aunque incomprendida, se encuentre cara a
cara con Jesús y le vea y crea en El. "Lo estás viendo, el
que habla contigo".
b) Otro encuentro, de otras resonancias y en una situación muy diferente es el que sucede entre Pedro y Jesús
sobre las aguas tormentosas del lago en la hora más oscura de la noche. Expresa bien una actitud ambigua, falta
de discernimiento. Es nuestro quiero y no quiero.
Jesús, que les ha obligado a embarcar en medio del fervor popular por lo de los panes, se encuentra ahora, en la
oscuridad, con la barca que es zarandeada por las olas.
¿Será un fantasma? La actitud de Pedro es consecuente:
si no es unfantasma, si es Jesús, en verdad, es que lo puede todo y puede hacerle caminar sobre Jas aguas del lago
enfurecido. Jesús consiente: "¡Ven a mil", Pedro, con auda
cia, se atreve, se fia de su palabra, pero... el embate de las
olas es muyfuerte y él duda: "Hombre de pocafe, ¿porqué
has dudado?". Es la mano de Jesús la que le agarra para
que no se lo traguen las aguas.
c) El caso de aquel joven, con gran corazón y de buena familia, que se acerca a Jesús buscando algo más, y al
que el maestro mira con cariño es otro caso de encuentro
que no llega a dejarse imprimir un rasgo de Jesús.
Encuentro fallido. Nos lo trasmite el evangelista Marcos,
en el capítulo 10 de su relato. Los muchos bienes agobian
la respuesta decidida de un corazón temeroso que no se
atreve a dejar atrás una vida de riqueza y comodidades.
Mirado por Jesús con una mirada de amor, interrogado
con cuidado, acogido por su corazón generoso, pero esclavo de los muchos bienes y sus agobios.
111
d) Otro encuentro, éste más dichoso, porque sí que se le
pega algo de la generosidad de Jesús es el de Zaqueo. El
recaudador de Jericó, ciudad muy rica y dueño él mismo
de una buena hacienda. Como era bajo de estatura y tenía
curiosidad de ver a Jesús, que estaba de visita, intentaba
verlo pero la multitud, seguramente hostil a su persona, no
se lo permitía. Subido a una higuera, sin ningún reparo,
se encuentra con la mirada amistosa de Jesús que se invita a hospedarse en su casa. Y el milagro se produce sin que
medien reproches ni recriminaciones. Zaqueo, ante talprodigio de confianza, tiene un arranque de generosidad,
devuelve triplicado lo que había extorsionado, y da la
mitad de sus bienes a los pobres.
Las diversas actitudes, de los que se encuentran con
Jesús, nos ayudan a evaluar nuestra adhesión real a El y
a su propuesta de Vida. Actitudes bloqueadas, de quienes
viven algo innegociable, actitudes sin discernir, generosas
pero inmaduras, actitudes en fin, que se dejan transformar en el encuentro con Jesús y su misterio.
ha fecundidad del don en cada uno, depende de la acogida del corazón. Y de la adhesión firme a su persona.
¿Queremos de verdad, lo que vemos y oímos?
112
Tercera Parte
LAS
ENTRETELAS
DEL
ALMA
VII
LA
F R A G I L I D A D
DEL
A M O R
DEL MOLUSCO AL VERTEBRADO
Hay un pasaje en la historia del pueblo de la Biblia, que
siempre me ha llamado la atención. Es aquel en el que, en
una campaña habitual contra los filisteos, durante el invierno, Saúl y sus jóvenes guerreros se enfrentan una vez más
contra la prepotencia del ejército que ocupa los territorios
de la costa (ISan 17, 31ss). Unas veces ganan algo de terreno y otras lo pierden. Pero, en este caso, los filisteos tienen
a un hombretón entre sus filas, que se pasa el día insultando al Señor de Israel con su prepotencia.
Nadie se atreve a enfrentarse a un combate cuerpo a
cuerpo con él y, diariamente tienen que tragarse su orgullo
y sus insultos. El joven David, que no tiene aún edad para
pelear, y lleva diariamente la comida a sus hermanos al
frente, se envalentona, y a pesar de los reproches de su
gente, hace correr la voz de que él aceptará el reto y se
enfrentará al gigantón.
Enterado Saúl, le manda llamar, y se deja convencer
por la audacia casi infantil del joven David. Su desparpajo
y buena apariencia le ayudan, sin duda. David muestra su
confianza en el Señor, que le ha librado, en otra ocasiones,
de las garras del oso y aún del león, que quería arrebatarle
las ovejas y, de este modo, el rey acepta su pretensión descabellada de salir al cuerpo a cuerpo con Goliat.
115
De todas formas, Saúl le fuerza a vestirse con su armadura, su yelmo, y su pesada espada de guerra, y David, de
esta guisa, apenas puede caminar. De modo que, despojado de todo ese impedimento, sale a retar al gigantón, con
su menguada ropa, su onda de pastor y unos cuantos cantos rodados del río. El resultado ya lo sabemos: sin pertrechos, vertebrado en la confianza en su Dios, derribará a su
temible enemigo y le cortará la cabeza. La fama de David
se consolidará entre su pueblo, y la envidia del rey se abatirá sobre él.
Pero, lo que más despierta mi interés de este pasaje, es
la calidad de dicho enfrentamiento desigual, y la enseñanza que se puede extraer de él. Como David, deberemos
comprender que la excesiva protección no nos ayuda en el
combate decisivo. Hay otra coraza interior, la extrema
confianza en Dios, que se muestra más eficaz que nuestro
deseo de seguridad externa, que, muchas veces, lo que
expresa es una gran debilidad.
Esta experiencia es la que me hace pensar que, para
hacer frente a las dificultades de la vida, nos conviene pasar
del molusco al vertebrado. Y me explico.
Somos seres carentes, vulnerables, pero vertebrados. El
esqueleto que nos sostiene, nos permite caminar erectos y
desnudos. La piel de nuestro cuerpo es una formidable pantalla de sensibilidad, frente al molusco, y aún más al crustáceo, que está protegido con una coraza defensiva para
ocultar la fragilidad de su falta de vertebración interior. Sin
ese instrumento defensivo y ofensivo, no podría sobrevivir.
Nosotros, los humanos, hemos internalizado en el esqueleto dicha coraza, y estamos preparados mejor para la adversidad.
Nos sucede, sin embargo, de un modo existencial, que,
por falta de fuerza interior, de confianza en nosotros
mismos y en Dios, vamos haciendo el camino inverso. Y,
cuanto más nos acorazamos, más débiles nos vamos que116
dando interiormente. Ciertamente, es el temor a que nos
hieran lo que nos impulsa a hacerlo, pero caminamos a
ciegas, y sin darnos cuenta de lo que perdemos. Deberemos salir de esa existencia bunquerizada, si queremos
reforzar la seguridad y vertebración interior. Aunque no
nos sea fácil conseguirlo.
El ejemplo de Jesús es decisivo. Cuando tiene que
enfrentarse a los conflictos, que le llevarán hasta el patíbulo, lo hace reforzando maravillosamente su confianza en el
Abbá, su Padre que le ama y le protege. Y no va desprotegido, porque está vertebrado. Vulnerable, pero firme. Con
la voluntad sostenida en Aquél que le conforta.
A veces, podemos pensar en la imagen falsa de que
Jesús se enfrenta al conflicto desde una pasividad sacrificial,
como quien "es llevado" a la muerte presionado por las circunstancias. Pero olvidamos que a Jesús "nadie la quita la
vida", que El va preparado y confiado en la fuerza de Dios
y decidido irrevocablemente a subir a Jerusalén.
Allí deberá afrontar la violencia del mal, con un ánimo
fuerte y no arrastrado por nadie. Él sabe en quién ha puesto su confianza y se siente apoyado interiormente y preparado, aunque despojado de armaduras como David, para
ese combate desigual.
POR LAS SENDAS DEL DESPOJO
¿Qué tienen en común gestos como perder el tiempo
con un toxicómano que no se quiere recuperar, escuchar al
hermano molesto, que no nos cae bien y es un pesado, asumir una tarea ingrata para que no la tenga que hacer el otro
o la otra, invitar a tu casa a un transeúnte desastrado que
no tiene adonde ir? Estos y otros gestos similares, tienen en
común que son una evidencia de la inundación de la gracia del Señor. Síntomas de que se está disfrutando una vida
muy gozosa.
117
En todo caso, si se realizan, conscientes de que son gratuitos, de que no podemos esperar recompensa alguna, y
no los hacemos por un mero imperativo moral, sino de
corazón, nos señalan que se conoce y se aprecia la abnegación. Estos son gestos que nunca harán los que se las
dan de prudentes, los calculadores, los que se las saben
todas, y menos aún, los que sienten que se está perpetuamente en deuda con ellos.
En realidad, cuando hablamos así, lo que queremos es
insistir en que el cálculo, la previsión, la eficacia de los
resultados, la economía de los afectos que se vive en nuestra sociedad, pueden ser rebasados desde una experiencia
gozosa de la gratuidad de Dios.
Y es, precisamente por ello, una experiencia muy humana. Cuando vivimos satisfechos, con el corazón sosegado,
en la seguridad de que se nos quiere, con el alma en paz y
la conciencia tranquila, podemos dar un paso más y descubrir el paisaje nuevo de la dimensión del exceso. Si nos
encontramos carentes, con fallos en la estima o el afecto,
buscando compensaciones, anhelando reconocimiento por
parte de los otros, inseguros de que se nos quiera de verdad,
entonces tenemos que arreglar primero los cajones de nuestra alma.
El amor, cuando nace y se cultiva con cuidado, nos va
llevando por los caminos del despojo, pero sin herirnos,
como un maestro experimentado, que nos enseña a amar
y a disfrutar del amor, poniendo a salvo nuestro protagonismo y deshaciendo con maestría la compulsión de los
deseos. El amor es un maestro muy realista y sabe que no
se puede amar, sin que el mismo amor nos vaya despojando de aquello que amamos.
La autodisciplina es la condición para servir al amor, el
medio necesario para darle, de verdad, cauce en nuestras
vidas. Sin esa actitud de no hambrear ni el tiempo ni el
afecto, y vivir la vida, entregados a lo que se nos presenta,
no nos haremos nunca discípulos del amor. Es la condi-
ción que permite al amor dejar de ser una aspiración estética y convertirse en realidad efectiva.
En realidad, consiste en saber decir no a la propia sensualidad, cuando lo requiere el servicio, el bienestar o la
felicidad del otro. Y esta capacidad, de estar descentrado
del propio interés, es una escala que se tiene que ir subiendo con cuidado, porque el propio amor es engañoso y nos
puede desconcertar.
La abnegación, por otro lado, es una garantía para asegurar que nuestra vida de oración no es ilusa, es un instrumento para el crecimiento espiritual, porque se trata de
una actitud vital, que nos potencia el deseo, más allá de
cualquier disposición meramente formal.
San Ignacio la describe como la creación de un espacio
en donde se va a dar algo mejor, o de mayor calidad, sin el
cual no se daría. Es un ejercicio que nos permite superar
los estrechos límites de lo cotidiano y nos circunscribe un
ámbito de mayor claridad. También es un ejercicio que nos
libera de la dispersión, ya que al cortar algunas de las ramas
por las que se nos difumina el propio interés, nos hace
centrar el crecimiento de una forma más exigente. Es una
capacidad para el servicio.
Y, por último, es una señal de la primacía del Señor
sobre cualquier otra cosa de nuestra vida, una referencia
clara de nuestro deseo de tenerlo como el único bien necesario, que se nos convierte en un ensanchamiento del corazón asociado al gozo.
Siempre hay variadas ocasiones para ejercitarla: asumiendo, sin pesar, las normales limitaciones de la vida, o el
hecho de que nuestros deseos y aspiraciones no se cumplan, al menos como nosotros esperábamos. La vida en
común nos pone ante los ojos una multitud de ocasiones
para vivirla de forma callada, y nuestra especial cercanía
con los ignorantes y sencillos de corazón, depende en gran
manera de esta forma de elegancia humana y espiritual.
118
119
DISCERNIR LOS AFECTOS PARA MADURAR EL AMOR
El amor cristiano, sea dirigido a Dios o sus criaturas, es
un amor extraño. Tiene su propia gramática que hay que
aprender. No es cualquier amor, sino de una determinada
cualidad, porque, el beber el agua de un pozo que está tan
hondo, tiene sus propios recorridos y debe servirse de ellos
para llegar a su plena maduración en cada sujeto.
No es un amor que pueda prescindir de los avatares del
corazón humano, porque aunque solamente brota en él y
no es su fuente, sí que va siendo modelado por su misma
capacidad y por sus propias cualidades. Es enteramente
humano, en este sentido, pero también es todo de Dios.
Amor que se pretende lúcido, pero no interesado, porque no rivaliza con ningún otro tipo de amor, pero, a la
vez, exige una integridad grande, un amor entero, porque
queremos amar con todo el corazón y éste no está partido.
Se nos enseña a amar a los que nos hacen bien, a los que
queremos afectivamente, pero también a los otros, a los
que no nos aman y hasta a los que nos hacen daño.
Los afectos son el territorio del yo, de tal manera que
podríamos decir que delimitan las propias fronteras de lo
que nos pertenece y lo que no. Como el corazón humano
es expansivo, colonizamos otros espacios cuando amamos
a los amigos, y así nos ensanchamos vitalmente en la conquista de otros corazones, que pasan a ser, en algún modo,
nuestros: nuestros familiares, nuestros amigos.
Pero el corazón, además de ensancharse cuando ama,
también es adhesivo, se apega, se adhiere a los que quiere.
Y, por ello, nuestras relaciones de afecto se pueden convertir en adictivas. Nos sentimos dependientes, apresado el
corazón por ellos, y al hacerlo así nos vinculamos de tal
manera que podemos perder la libertad. Al hacernos propiedad del otro o la otra, podemos debilitar la misma fuente amorosa y detener la corriente del amor.
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El amor no se justifica por su objeto, por aquel al que se
dirige, sino por su origen: de dónde y cómo brota. Por ello
se hace necesaria una renuncia virtual al mismo don, para
prevenir la apropiación, para dejar fluir el amor sin barreras. Poder amar a cualquier persona con el mismo amor de
Dios, es consecuencia de una renuncia previa: que da lugar
al amor suelto, libre, intenso, que es transparencia y apertura. Del amor, sólo a Dios y todo a Dios. Este es su límite preciso.
El amor, como Dios que es su fuente, no se centra en
su propia satisfacción, se renuncia a ella, y mantiene libre
el deseo. Para ello tendremos que aceptar la vulnerabilidad
del corazón, sin blindarlo ni endurecerlo, ni siquiera por un
deseo lógico de protección. Vulnerable, pero resistente,
vertebrado, sin dejarnos dañar, con una solidez que sólo la
gracia puede proporcionar, no sin sufrimiento. Fuertes en
el amor, desde la integración de lo que somos: la confianza invencible de quien "ha conoádoy creído".
El amor verdadero es el amor humilde. Porque, al sentir
el flujo del amor en el corazón, nos podemos sentir "señores", como dioses, con el orgullo de los que descubren el
tesoro que les brota dentro. Por eso es necesario prevenirnos. Amor amasado en pobreza, que arraiga en la arcilla de
nuestras carencias, que nos ama porque sí, sin que hayamos
de merecer su amor. Somos amados sin seducción previa,
sin que tengamos que atraer y conseguir el amor.
Este es el amor sólido, oculto pero invencible; resistente y vulnerable. Amor que ama y es amado porque sí, por
amar.
LA HORA DECISIVA: AMAR Y MÁS AMAR EN EL CONFLICTO
El amor debe afrontar el conflicto. Si queremos madurar, permanecer, seguir hasta el final, no podremos eludirlo. Amar nos exige permanecer. Permanecer junto a Jesús
que, subiendo a Jerusalén, sabe muy bien adonde va y para
121
qué. El conflicto se presenta por confrontación entre lo
que deseamos y lo que la realidad da de sí. Fuera y dentro
de nosotros, y siempre nos sorprende porque sus golpes
son a traición, y nunca estamos preparados para recibirlos.
Cuando aparece, nos derriba, nos vence...
Jesús tomó, en un momento dado, una decisión irrevocable: subir a Jerusalén. Debía afrontar el conflicto con la
religiosidad establecida, con la complicidad de los jefes
del pueblo, hasta con las fuerzas de ocupación romana.
Pero, quizá lo más doloroso para el maestro, será que la
subida ajerusalén le abocará a un conflicto también con los
suyos, con las expectativas de sus mismos discípulos, que
no comprenden su actitud, y quieren evitar lo inevitable,
cerrándole el camino. Cuando no hay sintonía vital con el
estilo de Jesús, nos sentimos desconcertados, perdidos, en
este momento clave.
Y Jesús, en realidad, se va a confrontar con la verdad de
su misión, en Jerusalén, la ciudad santa, en adelante y para
siempre la ciudad símbolo de contradicción. Jesús es una
bandera discutida; en este momento de su vida, tiene confabulados hasta los más irreconciliables enemigos contra sí.
Se ha convertido, como profetizó el anciano Simeón, en
una piedra donde se van estrellar muchos, y también se
edificarán obras importantes. Los anuncios repetidos de la
pasión son parte de la clarividencia de Jesús respecto al
destino de su vida y misión en la tierra.
Y tiene que aceptar el despojo de sus planes, el rechazo
abierto de los genuinos representantes de Dios, incluso los
gritos del pueblo que reclamarán su muerte. Las lamentaciones del Señor sobre Jerusalén son muy elocuentes, y llorando a la vista de la ciudad, nos desvelan su más íntimo
drama: "¡Si tú conocieras el mensaje de paz! No has conocido el
tiempo de tu visita" (Le 19,41). "Jerusalén, Jemsalén, que matas
a profetas y apedreas a los que Dios te envía. Yo he querido reunir a tus hijos como la gallina a suspolluelos..." (Mt 23,37).
122
Jesús aceptará con entereza el desafio del amor adulto: morir para dar la vida. El último relato de los signos,
en el evangelio de Juan, va ser la resucitación de Lázaro,
el enfermo, al que Jesús amaba (Jn ll.lss). Y es muy elocuente, porque va a provocarle la definitiva sentencia de
muerte. Como el grano de trigo que, sólo al caer en el
surco de la tierra y morir, dará mucho fruto, Jesús se juega la vida por su amigo. Realmente nadie tiene mayor
amor.
El amor se muestra en las ocasiones, y ésta es una de
ellas. Pese a las amenazas de muerte, Jesús volverá ajudea
alertado de la enfermedad de Lázaro y seguro ya de su
muerte. Los discípulos, temerosos, le seguirán seguros de
ir a una muerte cierta. El maestro se enternecerá en el
diálogo con las hermanas del amigo y llorará por dos veces
ante su dolor por la ausencia de aquel a quien tanto
queríaLázaro es rescatado de las garras de la muerte por amistad, porque Jesús le quiere y desea así, pese a la amenaza
de su vida, manifestar la gloria de Dios. Su actitud debería
engendrar en cada uno de nosotros un deseo firme, una
capacidad nueva: estar con El, subir con El hasta Jerusalén
y acompañarle en su destino, sea el que sea. Después ya se
verá de lo que somos capaces!
En la sala del piso alto, sobre los divanes, aún queda un
tiempo para la charla amable, para la cena, cargada de gestos de intimidad y de ternura. En ese clima de amor patente, la despedida se prolongará en unos gestos sencillos,
pero que impactarán decisivamente a aquellos y aquellas
que los contemplaron. Con el pan roto, con la copa de
mano en mano, se sellará un pacto tan sólido que ni el
abandono y la dispersión posterior podrán borrar. Allí se
jugará la partida decisiva: realmente hay mucho amor y
más amor...
123
PARA RUMIAR Y REPENSAR
UNA MIRADA DE IMPLICACIÓN: LA DEL QUE AMA Y ES
AMADO
a) El amor adulto nos solicita ahora. Amor que supera las palabras bonitas y se recrea en la entera entrega del
corazón. Amor que crece y se deja configurar con Aquel
que ama, y que va marcando una huella indeleble en lo
profundo de la vida. Amor lúcido y discernido: prudente
yfiel.Amor que sabe permanecer a la espera, que no teme
aplazar la presencia dulce del que ama. Amor que sabe
trabajar y servir, también en la ausencia del amado, en la
carencia sentida en lafragilidad del corazón que "sabe" y
esperaPerseveraren la súplica ardiente, cuando Dios calla, es
un signo de desinterés amoroso. El amigo importuno (Le
ll,5ss) es un ejemplo de oración perseverante que nos
pone en la dinámica de la confianza. Sigue llamando a la
casa del amigo porque espera de él, porque confia en su
amistad, a pesar de lo tarde de la hora. Esta es la nota
característica de la oración confiada: insistir, aducir las
quejas, solicitar la ayuda. Confiados en la amistad, a
cualquier hora...
La viuda, a quien el juez injusto desoye, es otro escenario (Le 18,1ss). Ahora es la tenacidad, el deseo de no
desfallecer en conseguir la justicia. Dios nos hace esperar
demasiado tiempo a los que clamamos a El, pero no nos
desoye. Día y noche importunó la pobre viuda al juez inicuo. Y ella es sólo una sombra, una parábola, sobre la que
destaca el amor de Dios. La cosa buena, por excelencia,
que esperamos es el don del Espíritu, el de la verdad, la
justicia, la paz.
nos lo recuerda. Venga a una hora u otra, por la noche o
en la madrugada, nos deberá encontrar vigilantes, con el
amor ardiente y preparado el corazón. Lo que espera al
servidor es un servicio que se le hace: el mismo Señor, en
delantal para atender uno a uno nuestra mesa.
La imagen del Señor, ceñido, es muy elocuente. Como
El, también nosotros, en delantal, y atentos a las necesidades de todos los de la casa. Nos toca administrarlos bienes de los suyos, cuidarlos hasta que El vuelva. La respuesta a Pedro sobre al que pondrá "al frente de los siervos" es bien elocuente para los que vivimos la responsabilidad y el cuidado de los que amamos.
El corazón confiado es nuestro mayor tesoro. ¿Cómo lo
administramos? Es un tesoro inagotable porque no se deteriora y se disfruta también en el más allá. Lo que hayamos amado, eso perdurará. ¿Dóndeponemos el corazón?
c) Amor de injerto vital en el cuerpo amado. Como el
nuevo árbol de la vida, el que quedó vedado en el paraíso, la vid verdadera se nos ofrece (Jn 15,lss). Allí podemos insertar la raíz del corazón. Vino derramado, amor
patente que se muestra, que no se oculta. Amor de entrega, de derroche vital, que nos da la vida. Nosotros, los sarmientos. El fruto que demos esfruto de comunión, de vinculación muy honda, aunque también de poda constante y
fructificadora.
Somos limpiados para dar muchofruto, tal es la voluntad del Padre, y su gloria en los racimos plenos de jugo
dulce. Nosotros no nos separaremos del árbol de la vida,
porque en la permanencia en ese amor desprendido y
humilde, tenemos la ocasión de vivir "el mayor amor": el
que da la vida por aquellos que ama.
b) Amor despierto, aun en la noche más cerrada. La
parábola del Señor que tarda en la noche (Le 12,35ss)
124
125
VIII
LA
DE LA
D E S N U D E Z
C O M P A S I Ó N
LA SEMILLA Y EL ÁRBOL
En los últimos decenios del siglo IV a.C, después de las
conquistas de Alejandro Magno, un profeta desconocido
describe, con sabor netamente apocalíptico, las pruebas y
la gloria de los últimos tiempos. Entre los oráculos mesiánicos del resurgimiento de un tiempo nuevo destaca el
anuncio misterioso del Traspasado. Todos los ojos se dirigirán hacia él y harán duelo como a un hijo único, porque
manará un manantial desde el monte del Señor y todos
"mirarán al que atravesaron.." (Zac 12,10).
"¡Mirad el árbol de la cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo!", así canta la Iglesia el viernes santo, durante la adoración de la Cruz. "Salve, ¡oh Cruz!, árbol único en
nobleza. Jamás el bosque dio mejor tributo, en hoja, enflor,en
fruto. (...) Dulce leño donde la vida empieza con un fruto tan
dulce en su corteza". Y es que el árbol sagrado en donde se
originaron los frutos de la muerte en el jardín de esta tierra, se convierte en el Árbol de la Vida que nos trae los frutos del Crucificado.
"¡Salve, oh Cruz, única esperanza!". La victoria de la Cruz
está en el Amado que se abrazó a ella y la convirtió en
lecho de salvación. La vida fue engendrada sobre ella y el
juicio del mundo se realizó al ser elevado el cuerpo del
Hijo a lo alto, y atraer sobre sí todas las miradas.
127
Pero no hay árbol sin semilla. Y los amadores del Crucificado Viviente, estamos marcados por esa señal del amor
extremo de Dios. Como el cuerpo del resucitado tiene las
marcas de la tortura en sus miembros, nosotros también llevamos en nosotros las marcas de esa amistad. Pablo es testigo de ello y nos lo relata en su carta a los gálatas. Y las llevamos desde el comienzo de nuestra vocación; ya que la
semilla plantada en nuestro corazón es el deseo y la opción
de nuestro seguimiento "lo más cerca posible" de Jesús.
Simone Weil, en un bello texto, nos explica como Dios
viene a visitarnos, con insistencia, como un mendigo, para
depositar en nosotros una pequeña semilla. Si lo aceptamos, ya no tiene otra cosa que hacer, porque ella ira creciendo, poco a poco, en nuestro corazón. Y nosotros tampoco, porque después de haber dado nuestro consentimiento, sólo cabe esperar.
El crecimiento progresivo de la semilla siempre será
doloroso, porque nos obliga a destruir lo que le molesta, y
tenemos que arrancar las malas hierbas, que forman parte
de nuestra propia carne. Sin embargo, en cualquier caso, la
semilla crece sola.
En un momento determinado de nuestra vida el pequeño brote se va convirtiendo en un árbol magnífico, tan
bello y frondoso que hasta las aves del cielo llenarán de
nidos sus ramas. Ese árbol, el más alto de todo el bosque,
no es otro sino el árbol de la Cruz. Y una semilla de ese
árbol es la que el Señor había puesto, amorosamente, en
nuestro corazón. De haberlo sabido... pero ahora crece
fuerte en nosotros y ya no se puede arrancar. Sólo la traición podría desarraigarlo.
MANIFESTACIÓN Y OCULTAMIRNTO
El árbol de la cruz se alzó, por primera vez en la vida
de Jesús, en el monte de la Calavera. El también había
dado su consentimiento a ese amor que viene y nos toma,
128
su sífilial.Y, al final de su camino, tiene que contemplar el
fruto de la entrega continuada de su vida. La cruz no es un
obstáculo que impidiera al Señor realizar su plan de compasión y de generosidad, es la condición de una serie de
posturas tomadas conscientemente a lo largo de su vida.
¿Podría haberla evitado? Sí y no. Para hacerlo hubiera
debido de pagar un coste excesivo: renunciar a lo que era y
pactar con los intereses del Enemigo. Y, desde aquella dura
pelea en el desierto de Judea, Jesús había aprendido la dialéctica idolátrica y excluyente del Mentiroso. Seguramente,
ahora volvía a enfrentarse con él, porque era "la hora y el
poder de las tinieblas".
La hora de Jesús había llegado. La hora de la manifestación máxima de la gloria de Dios, en el ocultamiento
máximo de la ignominia, sufrida y consentida por amor.
En la pasión de Jesús se manifiesta la gloria de Dios, es
decir, Dios demuestra su inmenso amor al mundo - "¡Tanto
amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo, el único!"- 0n 3,16) y,
por eso, la manifestación plena de la gloria/amor en la Cruz
continúa para siempre. El costado abierto por la lanzada,
que seguirá abierto en el pecho del Resucitado, lo atestigua.
De él sigue manando sin cesar el agua del Espíritu.
Decía San Anselmo que Jesús en su pasión "sufre, pero
no es desdichado", porque la asume por amor, voluntariamente, como una tarea amorosa. Todo se polariza en su
"ardiente deseo...". Para ser desdichado hace falta algo
más: hay sufrimiento, hay tristeza honda hasta la muerte,
pero hay también consentimiento, y deseo de darlo todo.
Pero también, en la pasión del Señor, se nos aparece el
ocultamiento máximo de la gloria en la ignominia. San
Ignacio nos dice, muy certeramente, que debemos "contemplar cómo la divinidad se esconde... ". El silencio absoluto de
Dios en la muerte del Justo es un terrible lugar de manifestación: en donde no se experimenta sino la soledad y el
miedo, en donde no se le ve, ni se le oye: en la tiniebla
máxima de la total identificación.
129
"Dios tenía una palabra, nos la dio y se quedó mudo", así se
expresaba el místico de la noche oscura, San Juan de la
Cruz. Dios ya no tiene nada más que decir. La cruz es su
única palabra, es la elocuencia que hace trizas nuestra inútil sabiduría religiosa, lo que creemos saber de Dios. Donde
se manipula a Dios, de un modo inaudito, donde se le convierte en moneda de cambio, en interés, en egoísmo idolátrico, no hay nada más que decir.
El silencio de Dios ante el sufrimiento de los inocentes,
no es un silencio cómplice, es la imposibilidad de decir
nada ante su manipulación más patente y descarnada.
Echar la culpa a Dios, como lo hacemos, es de un sarcasmo tal, que no puede ser negado con ninguna otra palabra.
Allí donde un pequeño sufre y clama, allí mismo está Dios;
en ningún otro lugar podría estar sin avergonzarse.
Jesús murió "según las Escrituras". Así reza la fórmula
más antigua del credo cristiano. Y lo que quiere decir la
frase, no es que no tenía más remedio que morir así, que ya
estaba, desde siempre, escrito. Lo que quiere decir es que
murió la muerte del Justo, del Siervo y del Profeta, es decir,
de aquellos que, puestos en manos de Dios, se entregan
por el pueblo.
La Iglesia, desde antiguo, ha visto a Jesús como el siervo que, siendo inocente, sufre por el pueblo. Esa figura profética del exilio, individual y colectiva, que aparece como
quien acepta solidariamente sufrir en silencio por los
demás. En sus cantos, sobre todo el último, lo contemplamos. (Is 52,13ss). Hombre deshumanizado, sin apariencia
humana, desfigurado, que uno no soporta mirar a la cara.
Sufre por todos, porque no quiere romper la comunión,
para traer la paz. Inocente, que se deja inmolar para dar la
vida. Figura extraña que sustituye a criminales y pecadores.
Y de quien se puede afirmar, con verdad, que "sus heridas
nos curaron...".
130
SUS HERIDAS NOS CURARON
Nos podemos decir "los amigos del Siervo", incluso con
cierto orgullo, en la medida en que nos limpiamos la mirada de unos ojos que sólo ven las apariencias, para atrevernos a contemplar, por debajo de ellas, la realidad: el sufrimiento forma parte de nuestra vida.
Y nos cuesta llegar a formular el lugar del sufrimiento,
porque siempre lo consideramos como un extraño, como
algo que no nos pertenece, que no es nuestro, sino ajeno,
que nos roba alguna parte de nuestro ser, que mata algo de
lo que somos. No lo conocemos como nuestro, porque
tendremos que bajar un escalón y "reconocerlo". Nos revela aspectos desconocidos de nosotros mismos, porque nos
despoja y nos hace tocar lo esencial.
¡Estamos tan acostumbrados a valorar lo que vivimos
por lo que hacemos! Y hay un más allá del hacer, que es
el aceptar, el soportar, incluso el padecer. Lo que no nos
cuadra, lo que nos impide ser tan eficaces como nuestro
amor nos pide, lo que no conseguimos evitar a los que
amamos...
Sin exagerar, porque tampoco es cuestión de hacernos
sus víctimas, pero la vida lleva consigo un componente
habitual de sufrimiento. Los conflictos, que deberemos
afrontar con cierta deportividad, son como un crisol: nos
ponen a prueba, nos dan la medida exacta de lo que somos,
porque en ellos no podemos improvisar, en ellos actuamos
desde las reservas que tenemos. Se desvela la verdad de
nuestro corazón: somos personas que saben que lo que
pretendemos tiene sus costes, y no pequeños.
El peligro que corremos ante las situaciones conflictivas, es no tomar conciencia de lo que vivimos y querer
evitarlo a cualquier precio. Cuando se nos exige asumir y
aceptar, callar y sufrir, es cuando descubrimos la orientación fundamental de nuestro corazón. Es la "puerta estrecha", de la que habla Jesús.
131
El primer peligro que corremos es dejarnos ensimismar
por el sufrimiento. Si el yo se curva sobre sí mismo, nos
hacemos, fácilmente, el centro. El yo se engorda con el
sufrimiento, porque hay heridas que parecen merecer
medallas. Y podemos exhibirlas con insensatez, y asumir el
papel de víctimas o de culpables.
Cualquiera de estas dos actitudes es muy peligrosa. Y
ninguna es positiva. La primera, porque siempre tenemos
aspectos de nuestra persona que tenemos que revisar y
purificar; la segunda, porque es una tendencia egoísta y
cerrada que no nos permite salir hacia los otros, y crecer.
La libertad cristiana, en situaciones de conflicto, nos exige
una actitud doble: asumir y revisar.
La verdad del corazón no siempre aparece a la vista de
los demás, ni de nosotros mismos. Cuando somos mal interpretados por asumir las causas justas del oprimido, cuando
debemos afrontar las críticas por nuestra actitud libre y compasiva, debemos abandonar el deseo de aparecer como los
buenos, o legitimar a toda costa, nuestro proceder. Nos
cuesta mucho dejar a Dios el juicio, ponernos en sus manos
y no preocuparnos por nuestra propia causa. Pero es el
momento clave, el momento de no devolver con la misma
moneda y de asumir con realismo la calidad de nuestra vida.
Cargar con la realidad supone asumir las cargas de los
otros. Es una enseñanza que podemos aprender de las actitudes que Jesús desarrolla en medio de las circunstancias
de su pasión. El sufrir y callar, cuando es por la causa del
Evangelio, nos humaniza, nos hace mejores, nos solidariza
con los sufrimientos de tantos y tantos inocentes de nuestro mundo.
Cargar con el mal ajeno, no resistirse, devolver bien por
mal, orar por los que nos lo causan, es un buen consejo de
la enseñanza evangélica. Es el aprendizaje necesario para
pasar del "sentir" al "consentir": el Reino de Dios tiene sus
propios caminos, aunque no siempre sean los nuestros.
Contemplar la pasión del Señor puede ser un buen ejercicio para ejercitarnos en la desnudez de la compasión. Es
ésta una materia muy delicada y sutil. Ante ella no somos
espectadores, sino actores de ese drama. Nadie es inocente ante la muerte del Justo, y unos y otros, porque la causamos, o porque nos escondemos y callamos, somos también responsables. Ante la cruz se derriban las barreras
entre los buenos y los malos. Todos estamos bajo su fascinación y bajo su peso.
La compasión, en su desnudez, es una actitud desprestigiada. Nos suena a debilidad emocional, a sensiblería,
nos parece una actitud ineficaz que deja al sufriente en su
situación y no cambia, para nada, su suerte. Pero no es así.
Deberemos atar la sensibilidad para despertar la compasión auténtica. Deberemos limpiar la palabra, y recuperar
una tradición cristiana, que se muestra, también hoy, muy
válida.
Ejercitarnos en la compasión significa dejar que el sufrimiento del hermano nos afecte en las entrañas, como a
Jesús. Los relatos evangélicos utilizan, en muchas ocasiones, un verbo muy fuerte para expresar este movimiento
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133
Debemos aprender a dejarnos despojar por los acontecimientos de la vida. Tragarnos la propia muerte es condición innegociable para alcanzar el gozo de la vida. Sin
heroísmo, sin gestos llamativos, podemos cargar sobre
nuestras espaldas cosas muy grandes.
El sufrimiento, padecido con buen espíritu, nos humaniza. El dolor de cada día, que tantos deben asumir como
una costumbre cotidiana, nosotros lo aceptamos por el reinado de Dios. Es la marca ineludible de nuestra vocación,
la semilla que se ha plantado, con nuestro consentimiento,
en el corazón de nuestra vida.
LOS RECORRIDOS DE LA COMPASIÓN
interior, y nos hablan de "estremecerse las entrañas". De tal
modo que, la compasión, no es un mero sentimiento, sino
un estremecimiento corporal provocado por el encuentro
entre unas entrañas en donde habita el amor del Abbá, y
una situación concreta en la que un pequeño sufre, por sí
o por aquellos a los que ama. No es solamente un impulso
provocado por una situación de miseria ajena, supone también un movimiento hacia su liberación en comunión con
el que sufre.
Los cristianos no contemplamos suficientemente la
pasión del Señor y es un excelente ejercicio para limpiar
nuestra sensibilidad interior, mal afectada culturalmente.
En nuestro mundo se evita mirar a las víctimas de este sistema injusto. El sufrimiento es visto, a menudo, como responsabilidad exclusiva del pobre, como un problema individual. Se intenta, a toda costa, apartar de nuestras miradas
la miseria como un problema social, o el sufrimiento que
causamos a nuestros hermanos. Pero éste vuelve una y otra
vez, para inquietar nuestra propia comodidad y lastimar
nuestra conciencia.
Al contrario, en la tradición de la narrativa cristiana, se
nos invita a entrar en contacto con el sufrimiento de la gente, a comulgar con sus padecimientos para dejarnos impactar por ellos y sanar nuestro corazón. Contemplar la Pasión
es un buen ejercicio de compasión porque nos ponemos en
una actitud más limpia y verdadera. El amor que sentimos
por Jesús, hace que nuestro corazón se compadezca de sus
sufrimientos, se rebele contra ellos y, a la vez, se sienta responsable, al menos en parte, de los mismos.
Al contemplar la pasión del Señor, nos veremos llamados a ejercitarnos en las prácticas compasivas. Son prácticas concretas que nos hacen movilizar todo nuestro ser.
Prácticas de los pies, porque vamos a movernos, acercándonos al sufrimiento ajeno. Es lo primero, no dar rodeos,
no evitar su contacto, no hacernos extraños a los lugares
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de sufrimiento. Podemos ejercitarnos en un Vía Crucis
real, por los distintos lugares de sufrimiento de nuestro
mundo. Y recorrer las "estaciones" parándonos en cada
uno de ellos, conocidos y cercanos o desconocidos y lejanos. Acompañar en ellos a Jesús en su camino, el de hoy,
el de siempre.
También nos ayudará practicar con los oídos: escuchar el
gemido, el clamor, los gritos del sufrimiento cotidiano de
tantos hermanos nuestros en situaciones duras. Cuando el
dolor es extremo, reduce al silencio. La mudez es propia del
que mucho sufre, que vive como un abismo impenetrable
ante los demás, que según piensa, no pueden comprenderle.
Es como una opresión privatizada, porque hasta el consuelo de los demás resulta molesto. Por eso es tan importante
la escucha, porque ayuda a salir de esa situación destructiva.
Tener oídos para escuchar el relato de los que sufren.
Donde tenemos el corazón, allí se nos va la mirada. Las
prácticas de la mirada se modulan desde el anhelo del
corazón. ¿Por qué nos cuesta tanto mantener las miradas
de los sufrientes? Sostener la mirada a los ojos, para dejarnos afectar el corazón y hacer de ello una práctica de solidaridad callada, pero efectiva.
Y las manos, que saben amparar, abrazar, acariciar, acoger... En las prácticas de compasión, ¡qué importantes son
las manos! Con la mano apartamos al que nos molesta, o
le abrimos el gesto más genuino de amistad franca y acogedora. Decía Santa Teresa que "Dios no tiene otras manos,
sino las nuestras". De lo que se trata es que las podamos ejercitar compasivamente: curar, atender, bendecir, abrazar.
Compadecerse es sufrir solidariamente con los demás.
Contemplar la Pasión, y ejercitarnos en la compasión es
una buena manera de dejar que se nos vaya convirtiendo
la sensibilidad interior, es decir, que se nos vaya transformando el corazón. Recuperar el corazón "de carne" en el
que se imprime el estremecimiento del Padre ante el sufrimiento de los más débiles de sus hijos.
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En la desfiguración del Siervo, que sufre y calla, se nos
muestra ya una transfiguración: la fidelidad y el amor de
Dios no se rompen con el sufrimiento, aún el más extremo.
De lo que se trata es de descubrir las energías de la solidaridad en y con el dolor. Hay una misteriosa comunión en
la que podemos, humildemente, participar: la miseria es
fruto del despojo, y por eso, el sufrimiento nunca es un
extraño, nos pertenece en algún grado, es de todos. En parte como verdugos y en parte como víctimas, que de las dos
cosas tenemos. Asumir con los otros, esa parte de sufrimiento que es también nuestra, nos ennoblece, nos cura.
Hay mucho dolor por redimir. La pasión del mundo nos
abraza por delante y por detrás. El dolor cotidiano de los
que cargan con la cruz de las penurias cotidianas, para quienes afrontar la vida es un peso insoportable, doloroso. El
dolor de los que, por querer vivir con dignidad, por superar
las limitaciones impuestas por otros, se enfrentan a la marginación, al desprecio humillante, a la indiferencia cobarde.
Pero también, los que sufren por el reinado de Dios,
por vivir el Evangelio. Nuestro tiempo sigue dando mártires, algunos ocultos, otros patentes y reconocidos. Los que
se sacrifican por otros, los testigos de la caridad, tan poco
reconocidos ni siquiera por la Iglesia. Ellos son, también
hoy, el verdadero rostro del crucificado.
Y, por último, la "pasión inútil", o aparentemente inútil,
por mejor decir. Tanto dolor sin asumir, sin sentido, sin
esperanza. El dolor de los que sufren y desesperan, de los
que no pueden afrontar la dureza de la vida y deciden acabar de una vez con ella, de los angustiados, sin esperanza,
sin consuelo. Cristo sufre y muere en ellos y con ellos.
PARA RUMIAR Y REPENSAR
E L ESCÁNDALO DE LA CRUZ Y SU VICTORIA
La cruz es victoriosa por Aquel que la abrazó. Y no
solamente por el que cargó con ella, sino por el amor que
muestra al hacerlo. Hay un misterioso atractivo que nos
escandaliza: despierta en nosotros, a la vez, una fascinación y una repulsa. El que la contempla, con ojos implicados, como el discípulo al que Jesús tanto quería, sabe buscar y descubrir sentidos que, para la mayoría, quedan
ocultos.
La verdadera humanidad también se muestra en ese
Jesús apaleado, coronado de espinas, desfigurado con los
símbolos de la realeza. Se presenta como un espectáculo, lo
que revela a los ojos de todos los que se atrevan a mirarlo, la verdadera dignidad humana, el rostro del Hombre
esculpido por la tortura. Realeza de la verdad, del que
afronta consecuentemente su vida, la enormidad de su
amor.
Con María, que sostiene entre sus brazos a su Hijo,
nuestra propia obra, también podemos contemplar el rostro materno de Dios. Son sus manos maternales las que
sostienen la única prueba de su fidelidad amorosa y
doliente. María vuelve a tener al Hijo en su seno. Y, de su
costado, va a renacer como figura de la Iglesia, arcano de
comunión y fuente abierta para el Espíritu. Contemplar
esta nueva trinidad con admiración, con ternura, con
inmenso respeto.
a) En las parábolas también podemos contemplar
nuestra propia obra. En la de los viñadores homicidas
(Me 12,lss y paralelos) se nos cuenta nuestra propia historia. La viña escogida, preciosa, selecta, que se nos ha
arrendado, ha dado muy buenos jrutos. Pero los viñadores no quieren compartirlos y se rebelan contra el señor de
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136
la viña que se los reclama. Apedreando, maltratando a
quienes les envía a reclamarlos, asesinando al hijo querido, buscan arrebatarle la herencia. ¿Qué hará el dueño
con esos viñadores asesinos? ¿Nos arrebatarán la propiedad para entregársela a otros?
b) El rico malo y elpobre Lázaro (Le 16,19ss), es una
escena que vemos repetida en nuestras calles, en nuestra
sociedad. Y, aunque sabemos el final de la historia, no nos
dejamos convencer por las consecuencias de lafrontera en
la que nos hemos situado. Es una sima demasiado profunda, la que se ha creado entre ellos y nosotros. Entre los
que tenemos y disfrutamos el bienestar, a costa del malestar de muchos hermanos.
Nada ni nadie parece poderla salvar. Ni aunque un
muerto resucitara, nos cambiaría la suerte. ¿Sabremos
adelantar la hora y cambiar el final de la parábola ? ¿Con
qué recursos nos presentaremos ante aquellos a quienes
hemos expoliado con nuestra complicidad o nuestra indiferencia? ¿Y nuestras prácticas compasivas servirán para
refrescarnos el ardor de nuestro egoísmo y duro corazón de
piedra?
c) Mientras quede un sufrimiento en la tierra, el hijo
de Dios no bajará de la cruz. Es un escándalo consentido,
porque queda aún mucho por hacer. El guerrero esforzado del profeta, (Is 63, lss), que viene con las vestiduras
enrojecidas de sangre, como el que ha pisado en el lagar,
pregona el día del rescate, la venganza contra ¡os injustos.
El sólo los rescató, la fuerza de su brazo y su ardor guerrero. No hubo nadie a su lado, ni la asistencia de un
ángel, ni el apoyo de un compañero. ¿Cómo salir a su
encuentro con las manos limpias, si no le hemos acompañado en la batalla? ¿Quéesperanza nos alumbra desde su
rostro teñido de sangre? ¿Cuál es, en verdad, su victoria?
138
IX
EL
A M O R
O C U L T O
E L ITINERARIO PERSONAL DEL RECONOCIMIENTO
Pronto, fue apareciendo en la conciencia de los atemorizados discípulos del que había sufrido la ignominia de la
cruz, fuera de las murallas, como un maldito de Dios y de
los hombres, esta convicción: "Era necesario que el Mesías
padeciese para entraren su Gloria".
Pero no se llegó a ella por una deducción personal, que
hubiera nacido de una lectura atenta de las Escrituras, sino
como fruto de una experiencia particular de la Presencia
discreta del Señor en los avatares de sus vidas. Seguramente,
todo ayudó, porque las experiencias que no se codifican de
algún modo, quedan inseguras, sin confirmar. Y ya tenían
signos y advertencias por parte de Jesús, del destino final
que le esperaba.
Fue un proceso largo, muy personalizado, a partir del
cual cada uno y cada una de ellos, llegaron a formular lo
que había sucedido con Jesús, y cómo había atravesado las
barreras de la muerte, porque el Padre Dios no podía dejar
que su siervo Jesús conociera la corrupción del sepulcro.
De todos modos, no fue fácil.
A veces nos sucede también a nosotros algo parecido:
es necesario que una visión impactante e inesperada, nos
rompa las barreras de comprensión de lo conocido y sabido, y nos sitúe frente a la vida con otras herramientas
para descifrarla. Así debió suceder con los encuentros del
139
Crucificado, después de su muerte en la cruz.
El hecho mismo de la resurrección de Jesús es un enigma. Así como murió a la vista de todos, como un espectáculo público de burla e ignominia, resucitó en la soledad de
una mañana privilegiada. El Dios escondido, al que Jesús
siempre oraba, también se mantiene oculto en la resurrección. Sólo porque fue recuperando la amistad familiar con
los suyos, porque se fue haciendo presente, discretamente,
en sus vidas, llegaron a formular que, de un modo diferente y nuevo, el Señor se abrazaba con la vida.
Seguramente son itinerarios ejemplares, catequéticos, si
queremos decirlo así, que nos quieren iniciar en el nuestro
propio, en el modo como podemos hacerlo cada uno de
nosotros. ¿Desde dónde partimos para el encuentro? ¿En
qué deseos nos encontramos heridos? ¿Cuál es el nombre
que hemos perdido y queremos recuperar de sus propios
labios? ¿Cuáles son los abrazos que, dejándonos fríos, nos
va a llevar a reposar en su pecho?
El itinerario del reconocimiento es exclusivamente personal. Vamos a seguir los pasos de algunos de ellos, los que
se nos cuentan en la narrativa evangélica, para aprender a
seguir sus huellas y reconocernos en sus historias de amor
perdido y reencontrado. El sufrimiento padecido, y la propia frustración de los deseos, nos ha alejado de casa.
Hemos dilapidado la hacienda, como el muchacho de la
parábola. Y tendremos que haber tocado la entraña misma
de la propia miseria, para descubrir el camino de vuelta, y
encontrarnos a Jesús en ese mismo camino.
Itinerarios personalísimos, uno por uno, que quedaron
reflejados en los relatos de reconocimiento. Reconocer es
conocer otra vez, es mirar lo mismo con otros ojos, como
cuando nos enamoramos y, al ver a la misma persona de
antes, lo hacemos de un modo nuevo, con los ojos del amor
de nuestro corazón. Cada relato de lo que llamamos "apariciones", no es sino una revelación biográfica, un modo de
contar, cómo le reconoció cada cual, como le reconocieron.
Por eso son tan diferentes unos de otros.
Ellos y ellas, desconcertados por el asombro que su
Presencia les causaba, lo vieron "con otros ojos" que se les
abrieron con su visita. Quizá por eso, cada cual le reconoció a su modo, desde los mismos lugares de su fracaso, de
su abandono, de su pecado. Cada escena que contemplamos nos pone delante una herida: porque todos le habían
abandonado, le habían traicionado, le habían negado de
una forma o de otra. Y le reconocieron, precisamente, ahí,
en el modo en que eran recuperados para su amistad, para
su perdón, para su trato.
Son verdaderas historias de pasaje, que eso quiere decir
"pascua". Pasaron de la dispersión, a la comunidad junto a
Juan y María; del temor, a la sorpresa desconcertada y, luego, al gozo íntimo; de la huida del grupo, escépticos, a la
reintegración y la vuelta, de la desconfianza a la adoración,
del llanto al abrazo.
Veamos el itinerario de María, la mujer de Magdala, en
primer lugar (Jn 20, lss). Es una mujer curada por Jesús,
que, agradecida, le acompañaba (Le 8,24); y que en el relato de Juan, aparece por primera vez bastante tarde, con la
madre de Jesús y las otras mujeres que le habían seguido
desde Galilea, y que se arriesgan a acompañarlo al pie de
la cruz, en el lugar del tormento.
La mañana siguiente después del Sabath, apenas está
despuntando, y María camina en la oscuridad. Viene, pues,
de noche, quizá también en su corazón, roto de dolor por
la muerte del amigo. Además viene buscando un cadáver.
Ante la piedra corrida y el sepulcro vacío, corre sobresaltada por el robo evidente del cadáver de Jesús.
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LA ENTRAÑAS DEL RESUCITADO: RENACER DE LAS HERIDAS
Vuelve junto al sepulcro con los amigos, y cuando estos
se marchan más o menos desconcertados, ella se queda allí
junto al lugar vacío, llorando con desconsuelo la ausencia
del cuerpo de su amado. Aunque unos jóvenes, de extraño
aspecto le preguntan y le hablan, ella se siente tan desconcertada que apenas repara en ellos. Obsesionada por el
robo, sólo le preocupa saber dónde han puesto el cuerpo
de su señor.
Así es como viene María. Y ¿qué recibe? Un hombre se
le acerca, intenta consolarla, le pregunta por el origen de
su pena, pero ella lo confunde con un labrador y le repite
su discurso cerrado y obsesivo. Sólo el sonido de su nombre "¡María!" \e sacará de su insensata obcecación, y le lanzará a abrazar las rodillas del que ama. El nombre, pronunciado por unos labios que le quieren, produce el milagro del reconocimiento. El paso pascual de la tristeza a la
alegría se sella por un abrazo apasionado y efusivo. Por eso
Jesús le advierte con dulzura, "Suéltame...".
El nombre propio tiene un tono especial cuando lo pronuncia quien nos quiere. Y, seguramente a María, se le
agolpa en la memoria del corazón todas las otras veces que
lo ha oído pronunciar de labios de Jesús. El nombre es el
archivo de tantas cosas de nuestra historia... Es como un
resumen de todos los buenos y malos momentos, de todas
las veces que nos han marcado con reproches o acusaciones, y también de aquellas en las que lo hemos escuchado
como condensación de amistad verdadera, de ternura, de
afirmación, de cariño.
El propio nombre somos cada uno de nosotros, toda
nuestra vida rehecha desde los otros, presentada ante nuestros ojos como la totalidad que somos. Así es, probablemente, como esa sola palabra: "María", le moviliza el
recuerdo del amor pasado, de la rehabilitación de su propia vida, y le pone de nuevo ante una relación que se reanuda convertida en misión y en testimonio.
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La historia, tantas veces contada de Tomás, tiene otros
registros. La comunidad dispersa se ha ido reagrupando,
buscando la protección de María, la madre del Señor, seguramente en la casa de Juan. Se encuentran atemorizados
y con las puertas cerradas por miedo; al fin y al cabo son
los discípulos de un sedicioso, conocidos por mucha gente dejerusalén, que los han visto junto a Jesús. Se preguntan en su corazón: "Yahora, ¿quénos espera a nosotros?".
En medio de la zozobra y la inquietud, Jesús se hacer presente en medio del grupo, en la estancia sombría. Asustados,
y creyendo ver a un fantasma, Jesús come un trozo de pescado que había sobrado de la cena, para demostrarles que
los fantasmas no comen. Es Él mismo, en persona. La sorpresa se convierte en alegría: todos le abrazan y son acogidos por el Señor. Les consuela, les anima, les comunica sus
deseos. Y, luego, desaparece como había venido.
La emoción, que les embarga los corazones, está unida
a una sorpresa honda. Y a algún desconcierto, sin duda. Algunos dudaron, nos confiesa el mismo relato evangélico. Y
Tomás, que no estaba presente en el momento clave, es
uno de ellos. Y con mucha fuerza, se empecina en sus
trece. Rechaza ser incluido en una experiencia que no ha
sufrido y, menos aún, en un proyecto que no es el suyo.
Desconfia. Seguramente aún le quedan muy abiertas las
heridas de su decepción y le duelen íntimamente. Hombre
práctico y apasionado, que animó a los otros a acompañar
a Jesús a Jerusalén, confiado en su palabra, y que se ha visto, profundamente, decepcionado. Las propias heridas, y
también las ajenas, le duelen. Y no está dispuesto a dejarse
engañar por una ensoñación colectiva.
Pasan los días y la experiencia se va asentando en los
corazones. ¿Volverán a ver al Maestro, como la otra vez? A
la semana justa, en el primer día, se vuelve a repetir el prodigio. Seguramente Tomás ya ha tenido ocasión de rumiar
su empecinamiento y ablandar el duro corazón. Jesús se
dirige a él, de un modo altamente personal, y le indica el
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único lugar de curación, que lo será también de reconocimiento: las heridas de sus manos y de su costado. No es
suficiente con verlas, Tomás había aventurado una loca
pretensión: tocarlas, meter el dedo, meter la mano... Y el
Maestro se aviene a ella con ternura: "Trae tu mano... ".
El pecho desnudo, la herida abierta, la mano de Jesús
que guía el asombro expectante de la mano de Tomás. Tocar las entrañas es una experiencia demasiado fuerte. Pero
es necesaria, porque en ellas se produce la emergencia del
amor y de la vida. Tomás se rinde: se postra en el suelo y
adora: "/Señor mío y Dios mío!"'No hay en los evangelios una
confesión tan franca y tan rendida. Como él, también nosotros somos conducidos a reconocer, a aceptar sin ver,
para recibir la bendición sobre las heridas de nuestra vida.
LA BENDICIÓN DE LA COMUNIDAD RECONSTITUIDA
Reconocimiento exclusivamente personal, pero que sólo
puede ser refrendado por una comunidad, que es la matriz
necesaria de todas nuestras experiencias, por muy personales que sean.
La experiencia que sus amigos y amigas vivieron junto
a Jesús, en el momento más clave de su vida, la intentaron
expresar con su lenguaje tomado del ambiente religioso y
cultural dentro del que vivían: resurrección del que había
muerto en su lugar, vida nueva que se les transmitía a raudales, Mesías que estaba escondido en Dios, el Crucificado
vivo para siempre, vencedor de la culpa y del mal. Pero
poco a poco, necesitaron de nuevas fórmulas y nuevos
cauces para verter el cambio que experimentaron en nuevas formas de vida.
Vivieron una de esas experiencias que nunca se producen por la decisión expresa de una persona, sino a partir de
un cambio en el horizonte cultural y religioso, que ellos no
podían sino describir como un corte decisivo en el fluir de
lo cotidiano. Experiencia que marcaba de una forma única
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las maneras de pensar y vivir del grupo del que formaban
parte, y que fue generando progresivamente, nuevas formas de estar en la vida. Experiencia que vivieron todos
ellos, aunque, como ya hemos descrito en el apartado anterior, se fue produciendo como la revelación de un reconocimiento de Jesús en el encuentro personal con cada uno.
La comunidad fue de nuevo reconstituida. Al recuperar
Jesús el trato personal con los suyos, les volvió a agrupar
de nuevo, aunque de otra manera, ya no como antes, cuando Él compartía con todos ellos sueños y fatigas. Deberán
descubrir otro trato con El, otra dimensión, pero recuerdan aquel dicho de Jesús: "Cuando están dos o más reunidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos" (Mt 18,20). Y
así, la comunidad se va a convertir en un lugar privilegiado de su presencia constante y personal.
Por eso, el relato de la pareja que caminaba hacia
Emaús, adquiere tanta relevancia en el relato de Lucas (Le
24,lss). Evidentemente se trata de otro itinerario personal,
pero iluminado desde una nueva perspectiva: la de ubicar
la presencia de Jesús en el ámbito eclesial, con sus signos
expresos y sus ocasiones de gracia.
En realidad, en el camino de Emaús se trata de hacer
un camino de ida... y vuelta. El alcance del escenario primero es una defección comunitaria. Ellos abandonan el
grupo que les había acogido y se marchan, decepcionados,
de Jerusalén. Han roto la comunión, posiblemente porque
el trauma de la cruz y la decepción por la conducta del
grupo, les ha llenado de amargura el alma. Parten decepcionados, tristes, pensando que quizá no había valido la
pena la aventura.
Cuando entramos a la comunidad guiados por deseos
orgullosos, acabamos por exigirles a los demás, y hasta a
Dios mismo, que se nos cumplan. Y si no sucede así, nos
convertimos en acusadores de los hermanos y fracturamos
la comunidad. El que ama más su sueño de comunidad
que la real, siempre se convierte en destructor.
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Salen, queriendo olvidar un mal sueño, cariacontecidos
y apesadumbrados. Y, aunque ellos lo ignoran, el Señor no
está tan lejos de su corazón herido, sino que se pone a
caminar a su lado. El tiempo del encuentro se va alargando, a medida que va cayendo la luz del día. El desconocido caminante les lleva, con gran maestría, a explorar los
lugares de su fracaso, y a ahondar espiritualmente en ellos.
A partir de sus palabras, de su recurso a las Escrituras,
de su contacto cálido, el corazón arde, precisamente, cuando el día declina. El ademán del Peregrino de seguir adelante, es la ocasión para la súplica: "¡Quédate junto a nosotros. ..!". Quedarse, permanecer unidos, estar juntos, esa es
la clave de su desengaño. Y Jesús acepta y por los gestos
sencillos y familiares, es reconocido, justo cuando ya se va.
Ahora es la ocasión de hacer el viaje de vuelta, sin esperar al día siguiente, el viaje del reconocimiento de la comunidad eclesial como el lugar propio donde encontrar al
Señor de nuevo. Cada paisaje es un motivo de despertar el
corazón, ese corazón que se encendió en el contacto de su
mirada. Y a la vuelta, la comunidad reunida, reconstituida,
los integrará de nuevo en el gozo de la presencia nueva del
Señor, constante, ininterrumpida. "¡Era verdad...!".
Otro momento clave, de reconocimiento cotidiano y en
común nos lo narra el epílogo del relato de Juan (Jn 21,lss)
Jesús es también el huésped de lo cotidiano, del trabajo al
que se vuelve, de la convivencia fraterna, de la tarea común.
Ese es el lugar privilegiado para acoger el don y reconocer
al crucificado Vivo. Nuestra "Galilea" es un lugar muy idóneo de reconocimiento: "¡Allíle veréis!", dicen los enviados
a las mujeres, que visitan sorprendidas el sepulcro vacío.
Lugar donde lo incidental, lo fragmentario, lo pequeño y
aburrido, lo rutinario incluso, lo que parece no contar, se
ilumina por los signos de su presencia escondida. Es una
llamada a vivir en el trabajo compartido, su presencia, y a
acostumbrarnos a ver en lo cotidiano, lo excepcional.
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La escena se desarrolla en ese tiempo, que no tenemos
ubicado en el discurrir de nuestro relato, tiempo extraño y
de silencio o quizá de maduración, entre la resurrección de
Jesús y la dispersión misionera de los primeros. Ellos al
parecer, volvieron a Galilea, a las redes, a lo de antes. O
quizá es una figura semiótica y nada más.
Están los siete primeros llamados, las dos parejas de
hermanos, Tomás, Natanel y otro más. Y están embarcados en su tarea, como siempre. Es lo que saben hacer.
Pedro tiene un especial protagonismo en toda la historia.
La noche en blanco y, al amanecer, una figura borrosa
entre las brumas a la orilla, les indica un lugar de abundancia de pesca, después de confirmar que no han cogido
nada en toda la noche. Ante la pesca grande, Juan, el amigo fiel, presiente que es el Señor. Pero es Pedro el que se
anuda un trapo a la cintura y se lanza al encuentro de
Aquel al que tanto ama.
La sencillez del almuerzo es tan discreta como la presencia de Jesús. Nadie tiene necesidad de preguntarle nada.
Es su presencia ¡algo tan obvio! Jesús se aparece para recordarles su misión y lo hace con un símbolo de fecundidad:
tantos y tantas que esperan ser salvados por la red de la
Iglesia. Después del regalo eucarístico, Pedro es rehabilitado de nuevo, cuando reconoce y ama su propia pobreza. El
Señor, que lo sabe todo, sabe también el amor verdadero
que fecunda su corazón. Al escuchar de nuevo una antigua
indicación: "¡Sigúeme!", se le recuerda, de una manera discreta, cómo debe abandonar en otros la cintura de su vida.
"¿Renace un pueblo en un solo diaP" así se pregunta extrañado el profeta. ¿Se puede dar a luz a todo un pueblo? Sí,
en la pascua, en el paso de Jesús de la muerte a la vida,
renace un pueblo. Un pueblo re-engendrado para una
esperanza viva, para una riqueza recibida en herencia que
no se desgasta, reservada y custodiada por la Fuerza de
Dios (IPe l.lss).
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Podemos asistir al parto de un pueblo nuevo, de una
nueva humanidad, que se engendró de un semen inmortal
en el seno virginal y pecador de esta nuestra tierra. Tierra
casta y meretriz, que, fecundada por el Espíritu, nos alimenta a sus pechos, con el dulce jugo de la Palabra que sustenta los mundos, la que no decae, la que es fiel y segura.
Y como niños pequeños, recién nacidos, debemos ansiar la
leche espiritual, la que es pura, en sinceridad, sin fingimientos, sin doblez, sin engaños.
Desde la victoria de la Pascua somos un pueblo consagrado, de su propiedad. El pueblo que ha nacido del agua
y del Espíritu, el que ha nacido de lo alto, de Dios, aquel a
quien Dios ama y le conoce. El que vive y trabaja, cotidianamente, por la Justicia.
PARA RUMIAR Y REPENSAR
UNA MIRADA DE VIGILANCIA PARA ALIMENTAR LA ESPERA
La historia oculta del Amor de Dios nos muestra, aquí
y allá señales de su presencia. En la ausencia del Amado
tenemos sus noticias, sus mociones, sus consuelos. Pero
debemos aprender a detectarlas y a dejarnos abrir los sentidos interiores.
Son llamadas al reconocimiento, semillas de resurrección. Lo que Dios hace y promueve en el corazón de la
humanidad. Es un Dios activo, aunque discreto, que trabaja hasta el presente. Porque el Espíritu sigue recreando
lo creado, como Señor y dador de la Vida.
Pero vivimos en una ardiente espera. Y debemos alimentarla. Sabemos que el Señor viene, pero, con el
Espíritu y la Iglesia, también nosotros le decimos: "¡Ven
pronto!". Porque nos podemos instalar demasiado en la
jigura de este mundo y esafigura pasa... De lo que se trata es de reconocer una presencia que se nos regala. Y desearla. El Señor tarda en llegar, pero podemos acelerar su
venida con nuestro deseo. No nos acomodemos a este tiempo, ni lo consideremos definitivo. Simplemente es la antesala de un encuentro, hasta que el Señor vuelva.
a) Debemos alimentar la espera, como las muchachas
que aguardan, en la noche, la llegada del esposo (Mt
25,lss.). La imagen de la boda, aplicada a la vuelta del
Señor, nos hace preguntarnos si estamos o no vigilantes
para la fiesta. Somos los compañeros y compañeras del
novio, que no pueden entristecerse. Vivimos en la víspera
de la boda del gran Rey con la humanidad!
Por eso nos preocupamos por lo que alimenta el gozo de
nuestra espera, el aceite de nuestra lámpara. Frente a la
imagen cicatera del no querer compartir, la pena de no
poder hacerlo. ¡Qué más quisiéramos! El aceite es el
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nutriente personal, el gozo propio, lo sembrado que alimenta la luz. Y debemos espabilarla lámpara, despertarla en la mecha de la alegría del nuevo encuentro.
ha voz en la noche resuena: "¡Qué viene el Esposo!",
es la del centinela que atisba el día desde las murallas de
la ciudad sitiada, que nos alerta el corazón. El que viene
es el Esposo, el Refuerzo, la Protección, ¡salgamos a buscarlo! "¡Fuera de las murallas, fuera del campamento, cargados con su oprobio, que aquí no tenemos ciudad permanente!" (Hb 13,13).
b) La vigilancia es un arte de discernimiento. Los signos de Dios ya apuntan en nuestro tiempo. Es la confirmación de una mirada doble: la del que se queda, y se
esconde, y la del que invierte, confiando en la vuelta de su
Señor. Descubrir la densidad de este tiempo, la oportunidad de Dios para la gracia y la vida, y sacar rendimiento a los dones.
La ausencia del Rey: (Le 19,1 lss) otra vez la misma
imagen, como si el Señor quisiera grabarla a fuego en
nuestra conciencia, nos abre al tiempo del trabajo por su
causa. No todo vale en su ausencia, porque, a la vuelta, se
van a restituir la justicia y la verdad. La calidad de la
espera: ¿quiénes lo hacen con ansia? Los que piden justicia: los pequeños, débiles, oprimidos...
Hay una gran variedad en la calidad de nuestras respuestas. No todos actuamos igual. Todos recibimos dones,
de más o de menos, y cada cual negocia a su modo. Los
dones con todo, siempre nos exigen su propio rendimiento,
todo menos esconderlos.
Y el retorno salvífico se resuelve en un encuentro: ¡nos
llevará consigo! El reparto del botín para los que han
hecho aquí el trabajo definitivo, los amigos del Rey, sus
compañeros. Si le hemos tenido presente, recibiremos una
invitación amorosa: "¡Venid conmigo!".
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c) Sin olvidar que estamos a la espera de lo definitivo.
Trabajamos la viña de otro (Mt 20,lss). Tenemos la
garantía de lo que esperamos, nuestra fe, que ha vencido
al mundo. Vivimos la propia vida a otroritmotemporal,
tiempo "en otro tiempo", en el instante preciso de Dios
para nosotros. Lo que no se ve, se experimenta en lo que
se ve. ¿De qué hora somos? ¿De la mañana?, ¿del mediodía?, ¿de la media tarde?
La viña del Señor necesita brazos, trabajadores para
el Evangelio. La misión, que nace del Resucitado, es acudir a la viña a cualquier hora. Elfruto es abundante y
los trabajadores escasos. Nos llama a ocuparnos de sus
intereses, es su encargo lo que cuenta.
¿Quiénes son los de "la hora undécima"? ¿A qué realidad nos remiten? Hay muchas cosas que no tienen aún
su lugar en nuestra vida, pero, a cualquier hora, puede
venir el Señor a invitarnos a volver al trabajo. Es una
dinámica de inclusión generosa: todos caben en la viña, en
la Iglesia.
El amor es un salario siempre desmesurado. Frente a
nuestra mezquindad contabilizadota, la justicia se convierte en generosidad. Todos caben, todos tienen el mismo
salario... "¡Si hasta los buenos se salvan!". No esperamos
un pago cualquiera, que a jornal de gloria no hay trabajo grande.
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C O N C L U S I Ó N :
LA
F U E N T E ,
EL A G U A ,
EL
C A U D A L
E L POZO DEL QUE BROTA LA VIDA
Hacer espacio al amor: esa es la consigna. Porque evaluamos afectivamente los sucesos, según la manera como
afecten a nuestras metas. La fuerza del torrente es de Dios,
de nosotros sentir los efectos. El mueve y renueva los corazones y los sentidos. Y, si le percibimos, nos hace otros. Y
en cómo nos habita, encontramos el renacer diario.
Aunque el pozo es hondo, el brocal está abierto. Y es
de doble dirección, como todos los umbrales de nuestra
casa. Se puede entrar y salir: ahondar en él y sacar el agua.
Entrar al misterio ahondando el agua quieta: hacia el amor
original, hacia las fuentes primordiales de donde todo brota. Amor gratuito que se dona, creador. Los nombres del
amor son variados, pero el lugar es único. También podemos dejarnos arrastrar por la corriente y fluir, con ella, en
derroche que mana, y fecunda al mundo.
El caudal es abundante, porque la vida fluye y salta hasta regar la sequedad del corazón, las tierras desecadas de
su cultura. Accesibilidad de lo que está patente y manifiesto, manante a borbotones como la sangre de una herida
abierta. El deleite es redentor, y nos empuja al éxodo de lo
más pequeño, en humildad rendida, a los pies del que ama.
El agua es deseo de vida, regeneradora y fértil. Es la victoria de lo que fluye oculto y purificador, vivificante. Es el
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amor que ama, el agua que mueve la noria con la que regamos. Motor que es el agua misma y empuja para saltar a
los campos de la vida. Y ya son nuevos los nombres del
Deseo, el de Dios.
El pozo son las aguas de la primera creación, aguas lústrales que nos consagran como los nuevos hijos de la vida.
Aguas sobrevoladas por el Espíritu, que las cobija con una
sombra amorosa de recreación. Y recibimos su bautismo,
como quien se sumerge en la frescura profunda del manantial que brota de la roca. Sumergidos para ser recreados,
transformados, convertidos en criaturas nuevas, que abren
los ojos a la luz, sin nostalgias de un pasado remoto.
La sed es el camino, porque el pozo es hondo y se tiene que sondear con la ayuda del que todo lo penetra, hasta las propias simas de la humanidad de Dios, del Ungido.
Como la cierva herida, jadeamos por las corrientes de
agua, y buscamos anhelantes la salida del miedo, la ansiedad, la antigua culpa.
Es un agua que sacia, sin apagar la sed. La sed del corazón, que nos entrena el tumulto de los deseos, y nos prepara para otra novedad, porque renueva la ternura de
nuestra entraña, y moviliza recursos inauditos, inesperados. Bautismo nuevo, sentido por la orientación del alma,
que realimenta nuestros sueños. Y en esos sueños, somos
imágenes del Dios vivo, semejanza suya, impronta diseñada sobre el rostro luminoso de su Amado.
Como el niño, que siente un inagotable interés por
encontrar explicaciones a las cosas, también nosotros sondeamos y sondeamos el pozo y queremos hacer balance.
Balance de un misterio que no se puede desvelar sin romperlo del todo, sin mancillar los pliegues de su corteza.
Necesitamos la presencia de la Madre que nos explique el
por qué de todas las cosas. Y balbuceamos nuestras expectativas, sin conocerlas del todo, sin poderlas abarcar con
nuestras pequeñas manos.
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Queremos ahondar en el pozo, hacer vacío en nuestra
vida para prepararnos a la esperada visita; pero el secreto
que se nos susurra nos fuerza a ponernos una y otra vez en
camino. Los signos de su visitación nos alteran la mirada
con la que contemplamos, y nos interrogamos sobre lo que
podemos o no, hacer, podemos o no, amar. Dios es más
que una palabra, es un hacer silencioso y atrevido, porque
es ocasión para ser de otra manera, para aprender a amar
con otro tono, desde otras claves. Si le dejamos hacer, o
mejor, si nos dejamos mirar, Él puede hacer en nosotros
cosas grandes. Si nos dejamos arrebatar por su mirada.
Cuando hablamos del amor de Dios, sólo lo podemos
hacer por un camino: la sed que nos alumbra, el deseo presentido del corazón. El camino del amor "se enturbia y desaparece''como decía Antonio Machado. Porque el amor busca las fronteras difusas de la tarde. Por eso no es la claridad
meridiana la que nos anima a seguir por el sendero, sino la
penumbra, la nube en donde se difuminan los perfiles, en
donde se camina desde la luz tenue de las ascuas del corazón. Lo que ya ardió, nos señala con su calor el camino del
regreso. Lo que hubo y ya no hay, aunque algo quede. Las
reliquias de su paso nos agudizan la mirada para el paso
siguiente, y el otro.La sed que nos dejó su paso en la mañana, el roce de su mano bendita. Ese toque delicado, que nos
deja aún más hambrientos de cariño franco, aún más desesperados en su ausencia. Los muchos viajes al pozo de Jacob
no han conseguido calmar la sed del corazón.
Pero esa sed nos orienta hacia otros veneros, al encuentro de Quien ha salido en nuestra búsqueda, porque también está cansado y sediento: "Dame de beber... ". Pedir agua
a un sediento suena a paradoja, pero explícita una verdad
no descubierta: en el lugar más íntimo del corazón brota
un torrente que salta hasta la vida.
Que la sed nos alumbre el camino es una forma de
decirnos que debemos caminar hacia adentro, a las entre155
telas del corazón, en donde podremos refrescar nuestras
manos ardientes, nuestro cuerpo cansado, nuestro doliente corazón de enamorados. Hace falta despertar la memoria de ese pozo, hacer espacio al recuerdo, para que se
haga vivo y palpitante, para que alcance a renovar nuestra
mirada y abrir nuestra ceguera. La memoria va elaborando los restos que nos han habitado, en un trabajo callado
y creativo.
CUERPO DE AGUA VIVA
mo en el Jordán y en el torrente Cedrón, donde se limpiará la sangre de la espada de los impíos.
Costado abierto de donde brota la vida en abundancia.
Agua y sangre como una comunión de dones que vigoriza
la asamblea de creyentes y la engendra para otra convocación, para una nueva humanidad de conjurados; que quiere mostrar ante el mundo su victoria. La de la cruz, la de
la exaltación del amor derramado.
El caudal de su generosidad es un himno glorioso que
entonarán las criaturas nuevas. Caudal que desborda las
expectativas del interior, que recrea el alma, y la empuja a
la alabanza, porque lo que nos colma rebasa los límites de
la pobre humanidad doliente. Su armonía son modalidades
del gozo más sereno y del más ardiente. Exultar de gozo
es una vivencia que saca de la clausura interior, y nos hace
vibrar con una alegría intensa.
El amor se hace cuerpo, encarna una naturaleza que él
mismo creó. Y crecerá en fortaleza y en sabiduría modelando un corazón virginal, pero abierto y ofrecido. El corazón de Dios: palabra primordial que encierra y ofrece toda
la densidad de su persona: afectos, deseos, pensamientos,
acciones, que serán, a un tiempo, de él y de su Dios.
El cuerpo es caudal del agua viva de ese pozo. Caudal
de amor y de ternura que se derramará de sus labios, como
una bendición. Caudal de paciencia y bondad, que atraerá
hacia sí a todos los lisiados, para liberarles de las ataduras
del mal, para envolverles en dignidad y en respeto nuevos.
Caudal que entrega a manos llenas el secreto más íntimo
de su persona, que deja reclinar la cabeza sobre su pecho
al que le ama, que abraza al perdido, cuando vuelve a casa.
Templo nuevo es su cuerpo. Caudal de riqueza que brota bajo su umbral, y que nos invita a la adoración constante en espíritu y en verdad. Templo que se quiere purificado
por el agua derramada de su Espíritu, que derriba las mesas
de los cambistas por el suelo y reclama una mansión de
plegaria y de silencio. De adoración.
La cortina rasgada de ese templo lo deja a la intemperie. Y el velo era su cuerpo, rasgado sobre la cruz, como
tenacidad de gracia, como lugar patente de apertura hacia
el arcano de Dios. Templo de todos y para todos: bautis-
El amor, cuando nos toma, nunca es una conquista,
sino una rendición. Se rinde en nuestros brazos y, de este
modo, nos gana, como un niño que se refugia en el seno
de su madre después de la travesura. Por eso nunca se configura con una imagen nítida, acabada, precisa.
El amor se emborrona, se difracta siempre en muchos
otros amores. Ni en los sentimientos que nos despierta, ni
en el conocimiento de la persona amada, es fuerza de concreción, sino que, más bien, difumina los perfiles y nos deja
en la indeterminación de lo inacabado.
Primero, porque no podemos delimitar y localizar con
nitidez su origen; después, porque su intensidad se aviene
mal con una figura precisa, ya que siempre la desborda y la
vuelca; y, sobre todo, porque no podemos amar lo que no
tiene misterio. Fijar el amor es siempre una quimera: necesitamos saber, pero el conocimiento no alcanza a dar cuenta del por qué, del cómo, hasta del quién... sino que se
abisma en una desproporción.
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Precisamente porque no podemos amar desde unas formas precisas, la energía del amor se nos hace tan necesaria como imposible. Otra vez la oscuridad del pozo, la
sombra de la nube.
No podemos no amar cuando el amor se presenta en
los umbrales de nuestra vida. Sabemos que resistirnos al
amor es empeño inútil. Si no le abrimos la puerta a la primera llamada, él insistirá, una y otra vez, hasta que le abramos. La persistencia tenaz del amor, cuando se nos ha
metido por los ojos y se ha instalado en el dintel del corazón, es un tormento que no nos deja vivir en paz.
Pero, a la vez, abrirle la puerta de nuestra alma es aprestarnos a vivir en el filo de lo imposible. El amor, no sólo no
nos garantiza la felicidad, sino que, aunque nos la promete, en muchas ocasiones nos la arrebata. ¡Con tanto deseo
como hay de alcanzar el premio, y aunque pusiéramos
todo nuestro capital en los boletos, nunca podríamos forzar la suerte!
Y así, nos ponemos a servir al amor, sabiendo que todo
será posible, que nada se nos promete sino el fervor. Que
amando, nos sabemos vivos, ya que esa intensidad del que
nos hace vibrar con todos los poros de la piel, no nos hará
alcanzar el reposo prometido.
Lo dicho: amar es un imposible necesario. Hace vivir
del deseo ardiente, pero que nunca se consume, como la
zarza de Moisés.
LA IRRUPCIÓN DEL CAUDAL QUE NO CESA
Si el pozo inexhaurible es el Padre, amor originante, y
el caudal es el Hijo, amor manifestado, el agua es el Espíritu, irrupción del caudal de amor que no cesa. Agua, fuente y caudal: el mismo amor del que procedemos, del que
vivimos, con el que amamos.
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Los huesos secos, en el campo del profeta Ezequiel nos
muestran la herencia de sequedad y de muerte. Y al invocar al Espíritu de los cuatro vientos, soplará sobre ellos el
estremecimiento de la vida. Músculos y tendones recubrirán los huesos, la carne se cubrirá de piel y un ejército
numeroso se pondrá en movimiento.
El viento sopla donde quiere, es libre y creativo, se mete
por todas partes y nos oxigena, es energía y hálito de vida.
Su soplo destruye lo viejo, refresca lo árido, produce insólitas reacciones: amalgama, integra, refresca, sana. Es un
crisol de novedad y de transformación.
El agua del Espíritu se convierte en vino, vino de alegría,
de fiesta multiplicada. Pero es también aceite y bálsamo
para refrescar nuestras heridas y aportar a nuestra piel la tersura brillante para librar el combate. Nos unge para ungir a
los demás, nos sana y purifica, para que ejerzamos de purificadores. Es un perfume que nos impregna con su fragancia, que nos hace "buen olor del Ungido", agua de rosas o de
azahar, en la perpetua primavera de sus aromas nuevos.
El pozo hondo de las aguas primordiales se convierte
en fuente de consuelo, en manantial del gozo, hilillo insignificante o torrente impetuoso que nos inunda el alma de
claridad, que sustenta nuestra fragilidad amorosa, que nos
trae la recuperación de la ansiedad que nos produce el
sufrimiento de los que amamos.
Defensor de los pobres, padre de los humildes, abogado de los desamparados: son todas expresiones tomadas
del lenguaje del pueblo de la Biblia. Y nos dicen mucho de
otra sed, sed de justicia, que también deberá ser saciada. El
agua es la Justicia, de lo que tenemos sed, la paz, la armonía, la fraternidad. Y el Espíritu es un agua que tiene todos
esos sabores.
El progreso del amor no nos empuja a la manifestación,
sino a la intensidad de la unión. Nos hace ir más de lo explícito a lo implícito, que al revés. Cuanto más avanzamos,
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menos decimos y más profundamente nos implicamos. No
es en la expresión en donde más se muestra el Espíritu
cuando nos toma, sino en los "gemidos sin palabras", en el
lenguaje que no se pronuncia, en lo inefable del corazón.
Es como entrar en la nube: para fundirnos en un abrazo
íntimo las palabras casi estorban, la comunicación es otra,
el silencio es elocuente. De lo explícito a lo implícito del
amor de Dios. Por eso, al final del camino preguntaremos
desconcertados: "¿Cuándo te vimos hambriento o sediento,
desnudo o en prisión... ?" (Mt 25,37). No, no lo vimos. No es
necesario haberlo visto. Lo único urgente es haber amado.
Amar a Dios es avanzar hacia una progresiva oscuridad.
De una imagen de su presencia más delimitada y figurativa, vamos pasando a otra en la que se van difuminando los
perfiles, al ir adentrándonos en el no saber. Quizá es esta
la señal: desaparecen los contornos y se va desarrollando,
con mayor precisión, la mirada de los ojos de la fe. Avanzar
hacia lo "implícito" del amor de Dios puede ser una manera de amar más y no menos. Lo que puede producir un
cierto escándalo al fiel que lo padece. Si perdemos pie, nos
podemos fiar más y no menos, como a veces pensamos.
Perder para ganar. La irrupción del caudal nos asegura
un agua que no cesa. Y que regará las tablas de nuestra
huerta, el jardín ameno de nuestra casa, y hasta los bosques
frondosos que queremos levantar con nuestras manos en la
aridez de nuestra vida. Avanzar hacia la desnudez del corazón, con una mirada limpia, sin velos.
CONSENTIR KN QUE EL AMOR ENVUELVA NUESTRA VIDA
Al final se trata de hacerle espacio al amor en nuestra
vida. Nuestra realidad cotidiana tiene un espesor que lo asimila todo, que lo hace vulgar, trivial, que tritura las más
bellas aspiraciones, los más hermosos deseos. Por ello, se
hace más necesario hacerle espacio al amor, dejarle un
hueco mayor en lo cotidiano de nuestra vida. Aprender a
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vivir alimentados de esa presencia, responsables de una
actitud de reconocimiento, constante y discernidora.
Nuestra vida cotidiana es un conjunto de experiencias
muy dispersas, como las piezas revueltas de un puzzle.
Pero también como ellas, cada fragmento puede ser visto
de forma aislada o como algo que tiene su lugar en el todo.
Se nos pretende conducir a una manera de mirar la vida
más unificada, que nos haga ver mejor la trabazón de cada
pieza, de cada fragmento: acontecimientos que nos suceden, éxitos o fracasos, disgustos o logros, amores, ausencias, desamores... Verlo todo a la luz de una experiencia
privilegiada: la del amor que envuelve toda nuestra vida.
Y no sólo se trata de integrar las dimensiones plurales
de la vida, se trata también, de integrar nuestro tiempo disperso en la historia de Dios. Caer en la cuenta de cómo
afecta ese amor constante de Dios en nuestra manera de
vivir el tiempo. Tiempo que se nos ha regalado, pero que
tenemos que elaborar creativamente.
Integrar nuestro pasado, haciendo memoria de todo lo
bueno recibido, para no envejecer: es el lugar del recuerdo
agradecido. Debemos capacitarnos para vivir regaladamente la vida, desde la presencia, no desde la nostalgia. Y, sobre
todo, vivir nuestro presente en la seguridad de una intercomunión de vida y afecto. El amor nos habita y trabaja sin
cesar en nosotros, nos hace taller de transformación constante.
Y vivir el futuro como ocasión de confianza y entrega.
Como todo desciende, el agua que vemos correr en su caudal admirable, nos conduce hacia arriba hacia la fuente.
Como los rayos del sol hacia el astro mayor de nuestra vida.
La vida transformada es algo del corazón. Una luz, una
chispa, una intensidad nueva: se trata de mantener abierto
el circuito, para que, cuando sea y a la hora que sea, pueda
saltar la comunicación. La atención debe ser muy fina, porque lo poco aquí, es mucho, lo más imperceptible, muy
importante.
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Como María, la muchacha entera de Nazaret, podemos pronunciar nuestro propio Magníficat. Su gozo
intenso es una señal, la primera en los evangelios, del Resucitado. Ella se dejó mirar bondadosamente y consintió,
de un modo admirable, en que el amor envolviera su vida.
Y por ser la agraciada, la favorita, privilegiada de Dios,
supo descubrir también las maravillas del Señor en la
marcha de la historia humana. Por eso la mira desde ese
amor transformador y activo que no se olvidó de la causa perdida de los suyos: "desbarata los planes de los arrogantes, derriba del trono a los poderosos, despide a los satisfechos con las manos vacías".
Aunque los hechos parezcan desmentirlo a veces, Dios
es Recuerdo. Y un recuerdo que segura el futuro de la humanidad, porque "levanta del polvo a los humildes, colma de
bienes a los hambrientos y auxilia a sus siervos...".
El manantial del pozo no cesará de brotar y correr...
hasta el límite del tiempo, hacia la Vida.
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