INMIGRACIÓN ITALIANA 30 000 inmigrantes italianos espera New

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INMIGRACIÓN ITALIANA
30 000 inmigrantes italianos espera New York este año: nueve
años hace, no llegaba a seis mil el número anual de inmigrantes de
Italia a New York.
New York no lo celebra.—No halla que el trabajo italiano sea tan
varonil y fructuoso como lo necesita un pueblo nuevo. No cree que la
ciudad gane con acumular centenares de hombres indiferentes y
estacionarios en mefíticas viviendas, ni con erigir en cada esquina un
puesto de manzanas. Cree que es más de hombres sembrarlas y
recogerlas que venderlas. Y es verdad que apena ver gañanes
barbudos con un órgano al hombro, llevando a la zaga con coro de
blasfemias,
una
dura
mujer
de
malas
trazas,
y
uno
o
dos
pequeñuelos alquilados.—La holganza es crimen público. Como no se
tiene derecho para ser criminal, no se tiene derecho para ser
perezoso. Ni indirectamente debe la sociedad humana alimentar a
quien no trabaja directamente en ella.
Pero los italianos hacen algo más en New York que estos oficios
vergonzantes. La construcción de ferrocarriles y canales ocasiona
trabajos burdos, que requieren
más fuerza de músculos que
conocimientos industriales. Se ha de sacar tierra de unos lados y de
amontonarla en otros. Se ha de cavar, terraplenar, desecar lagunas y
pantanos. El italiano, que vive de poco, se presta a hacer todas estas
labores a menos precio que el irlandés, que con exclusión de hombres
de otra nacionalidad las hacía antes. Casi todos los ferrocarriles
nuevos, o que se están ahora construyendo, los están llevando selva
adelante estos italianos humildes sobre los hombros.
Duele ver que gusten tanto de oficios femeniles, y de viviendas
desaseadas, y de dejar su espíritu sin adelanto y pulimento. Tienen
de árabe y bohemio, y parece que acaban de salir del seno de la
naturaleza. Se encienden tan súbitamente, al amor o a la cólera,
como un montón de paja: y su fuego se extingue con igual presteza.
Dados de naturaleza a lo irreal y maravilloso, y a lo vasto y libre,
prefieren los ejercicios ambulantes y de ruin producto que les
aseguran el ejercicio de sí, que otros oficios mayores que les rindan
beneficios que acaso no ansían, por tener ellos a suficiente fortuna la
libertad de sus actos y pensamientos, y el señorío de una mujer. Pero
estas romancescas cualidades que a los ojos de un pensador
clemente son su excusa, a los ojos de un economista, o fundador de
estado, son su culpa. Nadie debe vivir entre los hombres que no los
honre, y añada a ellos. Mientras que todo no esté hecho, nadie tiene
el derecho de sentarse a descansar. Es peligroso para un pueblo que
nace el espectáculo y el contacto de una agrupación de hombres
inactivos que no crea ni aspira. Las virtudes entran por los ojos, como
entran por los oídos. Lo que se ve, se tiene en la mente. La mente se
habitúa a lo que ve; y no debe tenerse delante de los ojos lo que no
se quiera que quede en la mente. Debiera obligarse a todo hombre,
como a enviar sus hijos a la escuela,—sobre todo a una escuela más
práctica y humana que las usuales,—a vivir en una casa limpia:―para
exigir lo cual, debieran las ciudades proveerse de casas aseadas que
ofrecer a los pobres al mismo precio—¡que bien se pudiera!—que hoy
tienen que pagar por casas malsanas y fétidas.
Pero a la par que se señalan esos perniciosos hábitos de la
pobre gente de Italia que arriba a estas playas, debe tenerse en
cuenta cómo prestan con mansedumbre y en silencio esos servicios
de zapa y caverna, de cimiento paciente y penoso, sin los que no se
alzarán luego a pasmar a los hombres estas ciudades que parecen
sueños de rey asirio; estos canales por donde como el pulmón echa la
sangre por las venas, echa este país sus magnas barcadas de
productos; esos ferrocarriles, guerreros únicos dignos de guerrear
con la inexplorada selva, y de vencerla. Se debe abominar a los
perezosos, y compelerlos a la vida limpia y útil; mas no se ha de ser
injusto con los buenos y silenciosos trabajadores, humildes insectos
humanos, que como los verdaderos insectos las capas de la tierra,
labran ahora la ciudad venidera del espíritu.
La América. Nueva York, octubre de 1883.
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