Notas sobre el espacio de la galería

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Notas sobre el
espacio de la galería
Brian O’Doherty*
(Traducción de Pablo Vitalich)
U
na escena recurrente de las películas
de ciencia ficción muestra a la Tierra
alejándose de la nave hasta que deviene horizonte, pelota playera, pomelo, pelota de golf, estrella. Con los cambios de escala, las respuestas se deslizan de lo particular a lo general. La raza reemplaza al individuo y somos propensos a la raza –un bípedo mortal o un enredo de ellos desparramados por debajo como una alfombra–.
Desde cierta altura la gente es, en general,
buena. La distancia vertical alienta esa generosidad. La horizontalidad no parece tener
la misma virtud moral. Figuras lejanas puede
que se estén acercando, y anticipamos las
inseguridades del encuentro. La vida es horizontal, sólo una cosa detrás de otra, una
cinta transportadora que nos arrastra hacia
el horizonte. Pero la historia, la perspectiva
desde la nave que parte, es distinta. En la
medida que la escala va cambiando, las capas del tiempo se superponen y, a través de
ellas, proyectamos perspectivas por medio
de las cuales recuperar y corregir el pasado.
No es extraño que el arte se eche a perder
en el proceso; percibida a través del tiempo,
su historia se confunde con el cuadro ante
los ojos, un testigo pronto a cambiar de testimonio frente a la menor provocación perceptiva. En el seno de esta “constante” que
llamamos la tradición, la historia y el ojo
mantienen una profunda disputa.
Actualmente todos estamos seguros de que
ese exceso de historia, rumor y evidencia,
*> Novelista, artista plástico, historiador y
crítico de arte irlandés. Actualmente se
desempeña como profesor en artes y
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que denominamos la tradición modernista,
está siendo circunscripto por un horizonte.
Mirando hacia abajo, vemos con mayor claridad las “leyes” de su progreso, su armadura
forjada a base de idealismo filosófico, sus
metáforas militares de avanzar y conquistar.
Despliegue de ideologías, cohetes trascendentes, villas románticas donde la degradación y el idealismo se aparean obsesivamente, todas esas tropas corriendo para delante
y para atrás en guerras convencionales. Los
informes de campaña, que acaban entre tablones en las mesas de café, nos dan una
idea pobre de la heroica realidad. Esos logros
paradójicos se amontonan ahí abajo, esperando las revisiones que sumarán la era del
avant-garde a la tradición, o, como algunas
veces lo tememos, la acaben. En efecto, la
tradición en sí misma, mientras la nave se
aleja, parece otra pieza del bric- a- brac en la
mesita de café –nada más que un ensamblado cinético pegado entre sí con reproducciones, alimentado por motorcitos míticos y pequeños modelitos deportivos de museos–. Y
en el medio, uno advierte una célula iluminada uniformemente que parece crucial para
que la cosa funcione: el espacio de la galería.
La historia del modernismo está íntimamente
enmarcada por ese espacio; o, más bien, la
historia del arte moderno puede correlacionarse a los cambios ocurridos en ese espacio
y el modo en el que lo percibimos. Actualmente, hemos llegado al punto donde lo primero que vemos, no es el arte, sino el espacio. (Un cliché de nuestro tiempo es eyacular
sobre el espacio al entrar en una galería). Una
imagen viene a la mente: es la de un espacio
medios en la Universidad de
Southampton.
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blanco, ideal, que, más que cualquier cuadro
singular, puede ser la imagen arquetípica del
arte del siglo veinte; se clarifica a sí misma a
través de un proceso de determinismo histórico usualmente ligado al arte que contiene.
La galería ideal sustrae de la obra todo estímulo que interfiera con el hecho de que es
“arte”. La obra es aislada de todo aquello
que pudiese quitarle valor a la evaluación que
ella hace de sí misma. Lo cual provee al espacio de una presencia, poseída por otros
espacios donde las convenciones son preservadas a través de la repetición de un sistema cerrado de valores. Algo de la santidad
de la iglesia, la formalidad de la sala de justicia, la mística del laboratorio experimental se
junta con un diseño chic para producir una
singular cámara de estéticas. En el interior de
esta cámara las fuerzas de los campos perceptivos son tan poderosas que, una vez
afuera, el arte puede advenir a un estado secular. A la inversa, las cosas devienen arte,
en un espacio donde las ideas poderosas sobre el arte hacen foco en ellas. En efecto, el
objeto con frecuencia se transforma en el canal por medio del cual estas ideas se manifiestan y se enuncian para la discusión –una
forma popular del academicismo del modernismo tardío (“las ideas son más interesantes
que el arte”)–. La naturaleza sacra del espacio deviene transparente, y así también una
de las grandes leyes proyectivas del modernismo: A medida que el modernismo envejece, el contexto deviene contenido. Por medio
de un giro peculiar, el objeto puesto en la galería “enmarca” a la galería y sus leyes.
Una galería se construye de acuerdo a leyes
tan rigurosas como aquellas instrumentadas
en la construcción de una iglesia medieval. El
mundo exterior no debe entrar, por lo cual se
suelen sellar todas las ventanas. Las paredes
se pintan de blanco. El techo deviene la fuente de luz. El piso de madera está encerado
para que cada paso retumbe clínicamente, o
se alfombra evitando toda sonoridad, descansado a los pies mientras los ojos atacan
la pared. Tal como decía el viejo dicho, el arte
es libre “de adoptar su propia vida”. El escri-
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torio discreto puede que sea el único mueble.
En este contexto, un cenicero de pie deviene
prácticamente un objeto sagrado; del mismo
modo que en un museo de arte moderno una
manguera de incendios parece, no una manguera de incendios, sino un dilema estético.
La transposición moderna de la percepción,
de la vida a los valores formales, está completa. Esto es, por supuesto, una de las enfermedades fatales del modernismo.
Falto de toda sombra, blanco, limpio, artificial, el espacio está entregado a la tecnología
de la estética. Las obras de arte se montan,
cuelgan, dispersan para su estudio. Sus superficies impecables son impermeables al
tiempo y sus vicisitudes. El arte existe en una
suerte de eterna exhibición, y aunque haya
muchos períodos (moderno tardío), no hay
tiempo. Esta eternidad hace de la galería una
suerte de limbo; uno ya debiera haber muerto
para haber estado ahí. En efecto, la presencia de ese raro mueble, el propio cuerpo, parece superfluo, una intromisión. La galería
ofrece el siguiente pensamiento: los ojos y
las mentes son bienvenidas, los cuerpos extensos no –o son apenas tolerados en calidad de maniquíes cinéticos destinados a una
investigación futura–. Esta paradoja cartesiana está reforzada por uno de los íconos de
nuestra cultura visual: la toma de la instalación, sin figuras. Aquí por fin, el espectador,
uno mismo, es eliminado. Se está ahí sin estarlo –uno de los mayores servicios hechos al
arte por su viejo antagonista, la fotografía–.
La foto instalación es una metáfora del espacio galería. En ella se cumple un ideal con
tanta fuerza como en una pintura de Salón de
los 30.
En efecto, el Salón en sí mismo define implícitamente lo que una galería es: una definición apropiada de la estética de su tiempo.
Una galería es un lugar con una pared, que
está cubierta con una pared de pinturas. La
pared en sí misma no posee una estética intrínseca, es, simplemente, una necesidad para un animal vertical. Exhibition Gallery at the
Louvre (1833), de Samuel F.B. Morse ofende
al ojo moderno: un empapelado de obras
maestras, cada una de las cuales no ha sido
separada, aislada y entronizada en el espacio. Sin tomar en cuenta la horrible (para nosotros) concatenación de períodos y estilos,
las demandas hechas al espectador al arrastrar nuestro entendimiento. ¿Habrás de alquilar una columna para elevarte al techo o te
echarás de manos y rodillas al suelo para aspirar cualquier cosa por debajo del zócalo?
Ambos, lo alto y lo bajo son áreas no privilegiadas. Uno escucha muchas quejas de artistas acerca de haber sido “cielados” pero nada sobre haber sido “asuelados”. Cerca del
piso, las imágenes eran al menos accesibles
y podían acomodar la mirada cercana del conocedor antes de que se apartara hacia una
distancia más adecuada. Uno puede ver a la
audiencia del mil novecientos paseando, pispeando hacia arriba, metiendo sus narices en
los cuadros y casualmente, a una distancia
adecuada, integrándose a un grupo de discusión, apuntando con un bastón, deambulando una y otra vez, relojeando la muestra cuadro por cuadro. Las pinturas más grandes se
elevan hacia lo alto (más fáciles de ver a la
distancia) y, a veces, son sacadas de la pared
principal para mantener el plano del espectador; las “mejores” pinturas se quedan en la
zona media; las más pequeñas caen hacia
abajo. El más perfecto trabajo de colgado es
un ingenioso mosaico de cuadros que no
desperdicia ni un pedacito de pared.
¿Qué ley perceptiva podría justificar (a nuestros ojos) tal barbaridad? Una y sólo una: cada imagen era vista como una entidad autosuficiente, totalmente aislada de su miserable
vecindad por un marco pesado que lo encuadra y un sistema completo de perspectiva
que le era propio. El espacio era discontinuo
y categorizable, de la misma forma que las
casas donde estos cuadros colgaban contaban con habitaciones distintas para funciones distintas. La mente del mil novecientos
era taxonómica, y su ojo reconocía las jerarquías de género y la autoridad del marco.
¿Cómo fue que la pintura de atril devino una
parcela del espacio prolijamente envuelta? El
descubrimiento de la perspectiva coincide
con la emergencia de la pintura de atril, y a su
turno, confirma la promesa del ilusionismo intrínseco a la pintura. Hay una relación peculiar
entre un mural –pintado directamente sobre la
pared– y una pintura que cuelga de una pared; un pedazo de pared transportable reemplaza a la pared pintada. Se establecen límites y se los encuadra, la miniaturización deviene una convención poderosa que asiste a
la ilusión, no la contradice. El espacio en los
murales tiende a ser hueco; aun cuando la ilusión es una parte intrínseca de la idea, se refuerza tanto como se niega la integridad de la
pared por medio de una interfase de arquitectura pintada. La pared, es en sí misma, un reconocido limitador de la profundidad (no se
puede caminar a través de ella), de la misma
forma que las esquinas y los techos (de los
modos más inventivos) limitan el tamaño. De
cerca, los murales tienden a ser francos sobre
sus intenciones, el ilusionismo estalla en perorata metódica. Se siente que se está mirando al boceto y con frecuencia no se puede
encontrar el lugar adecuado. En efecto, los
murales proyectan ambiguos y vagantes vectores con los cuales el espectador intenta alinearse. La pintura-atril en la pared le indica
rápidamente el lugar exacto donde se para.
Porque la pintura de atril es como una ventana portátil, que una vez puesta en la pared, la
penetra con profundidad espacial. Este tema
se repite incansablemente en el arte del norte, donde una ventana en la pintura enmarca
una distancia lejana y confirma los límites símil ventana del marco. El estatus mágico, tipo caja, de algunas pinturas de atril más pequeñas, es el producto de las enormes distancias que contienen y el preciso detalle que
despliegan al examen riguroso. El marco de
la pintura-atril es tanto un container psicológico para el artista como lo es la habitación
para el espectador que se para en ella. La
perspectiva establece el contenido de la pintura a lo largo de un espacio cónico –contra
el cual el marco actúa de grilla– haciendo de
cámara ecoica al frente, medio y fondo. Uno
pisa fuerte ante estos cuadros o se desliza
sin esfuerzo, dependiendo de su tonalidad y
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de su color. Cuánto mayor la ilusión, mayor la
invitación al ojo del espectador. El ojo se abstrae del cuerpo-ancla y se proyecta como un
representante en miniatura sobre la pintura
para habitarla y experimentar las articulaciones de su espacio.
Para este proceso, la estabilidad del marco
es tan necesaria como lo es el tanque de
oxígeno para el buceador. La seguridad de
sus límites define por completo la experiencia en su interior. El borde como límite absoluto se constata desde el arte de atril hasta
el mil novecientos. Se restringe y elude la
materia subjetiva, de tal forma que se refuerzan los bordes. El clásico paquete que encierra la perspectiva en el marco de las Beaux Arts hace posible que las pinturas cuelguen como sardinas. No se sugiere de modo
alguno que el espacio interno de la imagen
esté en continuidad con cualquiera de los
espacios contiguos.
Esta sugerencia sólo se hace, esporádicamente, durante los siglos dieciocho y diecinueve, en la medida que la atmósfera y el
color van comiéndose a la perspectiva. El
paisajismo es el progenitor de una neblina
traslúcida que opone la perspectiva al
tono/color: cada una acarrea, implícitamente, interpretaciones opuestas respecto de la
pared de la cual cuelgan. Comienzan a aparecer imágenes que presionan el marco.
Aquí, la composición arquetípica, es el horizonte borde-a-borde, separando zonas de
cielo y mar, generalmente subrayados por la
playa, con alguna figura mirando –como todo el mundo– hacia la playa. La composición
formal desapareció, los marcos dentro del
marco (coulisses, repoussoirs, el Braille de la
perspectiva en profundidad) se han ido. Lo
que queda es una superficie ambigua, parcialmente enmarcada, desde su interior, por
el horizonte. Estas pinturas (de Courbet,
Caspar David Friedrich, Whistler, y huéspedes de pequeños maestros) se posan entre
la profundidad infinita y la chatura y tienden
a leer patrones. La poderosa convención del
horizonte se desliza con bastante facilidad
entre los límites del marco.
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Estas y ciertas pinturas centradas en parcelas indeterminadas de paisaje, que con frecuencia dan la impresión de “tema” equivocado, introducen la idea de estar advirtiendo
algo, la idea de un ojo escaneando. Este aceleramiento temporal hace del cuadro una zona equívoca y no absoluta. Una vez que se
sabe que una parcela de paisaje es una decisión que excluye todo lo que está a su alrededor, se está ligeramente advertido del espacio por fuera del cuadro. El marco deviene
un paréntesis. La separación entre cuadros a
lo largo de una pared, gracias a una suerte
de repulsión magnética, resulta inevitable. Y
fue acentuado y largamente explorado por la
fotografía: nueva ciencia –o arte– dedicado a
la escisión del sujeto de su contexto.
En una foto, la ubicación de los bordes es
una decisión primaria, dado que compone
–o descompone– lo que rodea. Eventualmente, encuadrar, editar, recortar –establecen límites– se convierten en actos mayores
de la composición. Aunque no tanto en el
principio. Estaban las típicas convenciones
pictóricas lastrando y haciendo parte del trabajo de encuadre –soporte interno hecho de
árboles y mesetas adecuadas–. Las mejores
de las primeras fotografías reinterpretan el
borde sin asistencia de las convenciones
pictóricas. Bajan la tensión del borde al permitir que la materia temática se componga a
sí misma, más que buscar alinearla conscientemente con el borde. Quizá, esto sea típico del siglo diecinueve. El siglo diecinueve
miraba al sujeto, no a sus bordes. Varios dominios fueron estudiados dentro de sus límites declarados. Estudiar no el dominio sino
sus límites, y definir esos límites con el propósito de extenderlos es un hábito del siglo
veinte. Tenemos la ilusión de agregar al dominio si lo extendemos lateralmente, y no,
como lo hubiera dicho el siglo diecinueve en
la buena tradición de la perspectiva, yendo
hacia la profundidad. Incluso la academia de
ambos siglos tiene un sentido reconocidamente distinto del borde y de la profundidad,
de los límites y la definición. La fotografía
aprendió rápidamente a alejarse de los mar-
cos pesados y a montar una impresión en
una hoja de cartón. El marco tenía permitido
cercar al cartón después de un intervalo
neutral. La fotografía temprana reconoció el
borde pero se deshizo de su retórica, ablandó su absolutismo, y lo convirtió en una zona, y no tanto en el orgullo en el que luego
se convirtió. De una u otra manera, el borde,
en términos de convención rígida que encerraba al sujeto, se había vuelto frágil.
Mucho de esto se aplicaba al Impresionismo,
en el cual uno de los temas principales era el
borde como árbitro que operaba la repartición de lo que está dentro y lo que está fuera. Pero esto se combinó con una fuerza mucho más importante, el principio del empuje
decisivo que eventualmente alteró la idea de
la pintura, el modo en que era colgada, y por
último el espacio de la galería: el mito de la
chatura, que devino el lógico poderoso en los
argumentos con los cuales la pintura se autodefinía. El desarrollo de un espacio literalmente hueco (conteniendo formas inventadas, que se distinguen del viejo espacio ilusorio que contenía formas “reales”) aumentó
las presiones sobre los bordes. El gran inventor aquí es, por supuesto, Monet.
En efecto, la magnitud de la revolución que él
ha iniciado es tal que se llega a dudar que su
trabajo esté a la altura; puesto que es un
artista de limitaciones decisivas (o uno que
decidió sobre sus limitaciones y se quedó
con ellas). Los paisajes de Monet con frecuencia parecen haber sido realizados en el
camino hacia, o volviendo del sujeto real. Da
la impresión de que se está conformando
con una solución provisional; la falta de figuras distiende al ojo a mirar a otros lados. El
sujeto informal, objeto del impresionismo,
siempre está resaltado, pero no de tal forma
que el sujeto sea visto a través de una mirada casual, una no demasiado interesada en
aquello que está mirando. Lo que es interesante en Monet es “el mirar a” esta mirada
–tegumento de luz, la frecuente ridícula formulación de la percepción por medio de un
código de color y tacto puntillista que permanece impersonal (hasta casi el final)–. El
borde que eclipsa al sujeto parece una decisión algo caprichosa que podría bien haber
sido hecha unos pies a la izquierda o a la derecha. Una firma del Impresionismo es la forma en la que el sujeto casualmente escogido
ablanda el rol estructural del borde al tiempo
que el borde se encuentra bajo la presión del
vacío espacial en expansión. Este stress duplicado y, en algún sentido, opuesto que se
ejerce sobre el borde es el preludio a la definición de la pintura en términos de objeto
autosuficiente –un container de hechos ilusorios es ahora el hecho primario en sí mismo– lo cual nos ubica en la autopista hacia
el clímax de algunas revueltas estéticas.
La chatura y la objetualidad, usualmente, encuentran su primer texto oficial en la famosa
afirmación de Maurice Denis de 1890: una foto, antes que materia temática, es, en primer
lugar, una superficie cubierta de líneas y colores. Éste es el caso de uno de esos literalismos que suena brillante o estúpido, dependiendo del Zeitgeist. Hoy en día, y habiendo
visto el callejón sin salida al cual conducen la
no-metáfora, no-estructura, no-ilusión, y el
no-contenido, el Zeitgeist lo muestra un poco
obtuso. El plano pictórico –ese adelgazamiento perpetuo de tegumentos de la interioridad moderna– algunas veces parece preparado para Woody Allen y ha atraído, sin duda,
su buena parte de ironistas y chistosos. Pero
así se ignora que el poderoso mito del plano
pictórico ha recibido su ímpetu de los siglos
en los cuales se sellaba en un sistema de ilusión inalterado. Haberlo concebido de forma
distinta, en la edad moderna, fue un ajuste
heroico que significó una cosmovisión totalmente distinta, que se trivializó en la estética,
en la tecnología de la chatura.
La literalidad del plano pictórico es un gran
tema. En la medida que se va vaciando el recipiente de contenido, la composición y el
sujeto y la metafísica inundan los bordes
hasta que, como dijo Gertrude Stein sobre
Picasso, el vaciado está completo. Pero todo
el aparato descartado –jerarquías de pintura,
ilusión, espacio localizable, mitologías interminables– volvió disfrazado y se adjuntó, vía
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nuevos mitos, a las superficies literales, que,
aparentemente lo habían desacreditado. La
transformación de mitos literarios en mitos literales –objetualidad, la integridad del plano
pictórico, la ecualización del espacio, la autosuficiencia de la obra, la pureza de la forma–
es territorio inexplorado. Sin este cambio, el
arte hubiese sido obsoleto. En efecto, sus
transformaciones siempre están un paso delante de lo obsoleto y en ese sentido, su progreso imita las leyes de la moda.
El cultivo del plano pictórico dio por resultado una entidad con largos y anchos pero sin
espesor, una membrana que, en una metáfora usualmente orgánica, podría generar sus
propias leyes. La ley primera, por supuesto,
era que esta superficie presionada entre
enormes fuerzas históricas, no podía ser violada. Un espacio angosto forzado a representar sin representar, a simbolizar sin el beneficio de convenciones heredadas, generó una
plétora de nuevas convenciones sin consenso –códigos de colores, firmas de pinturas,
signos privados, ideas intelectualmente formuladas sobre la estructura–. El concepto de
estructura del Cubismo conservaba el status
quo del atril; las pinturas Cubistas son centrípetas, aunadas hacia el centro, desapareciendo hacia el borde. (¿Es por este motivo
que las pinturas cubistas tienden a ser pequeñas?) Seurat entendió mucho mejor cómo definir los límites de una formulación clásica en un tiempo en que los bordes se habían vuelto equívocos. Con frecuencia, bordes
pintados hechos de una conglomeración de
puntos coloreados son dispuestos interiormente para separar y describir al sujeto. El
borde absorbe los movimientos lentos de la
estructura en su interior. Para resguardar lo
abrupto del borde, él a veces golpeteaba sobre todo el marco de tal forma que el ojo pudiese moverse fuera de la pintura y de vuelta
a ella sin tropezar.
Matisse entendió mejor que nadie el dilema
del plano pictórico y su tropismo hacia una
extensión exterior. Sus pinturas crecieron como si, en una paradoja topológica, la profundidad estuviese siendo trasladada a un aná-
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logo chato. En esto, la posición fue signada,
por arriba y abajo e izquierda y derecha, por
color, dibujando ese raro contorno cerrado
sin invocar una superficie que lo contradijera, y
mediante pintura aplicada con una especie de
alegre imparcialidad a cada parte de la superficie. En las pinturas grandes de Matisse
apenas se es consciente del marco. Resolvió
el problema de la extensión lateral y del contenedor con un tacto perfecto. No enfatiza el
centro a expensas de los bordes, o viceversa. Sus pinturas no hacen reclamos arrogantes de yacer sobre una pared desnuda. Se
ven bien casi en cualquier lugar. Su fuerte estructura informal se combina con una prudencia decorativa que los hace excepcionalmente auto suficientes. Son fáciles de colgar.
En efecto, es de colgar de lo que necesitamos saber más. De Courbet en adelante, las
convenciones sobre el colgado son una historia sin recuperar. El modo en que se cuelgan las pinturas asume qué se está ofreciendo. El colgado editorializa en cuestiones de
interpretaciones y valor, y es inconscientemente influenciado por el gusto y la moda.
Pistas subliminales indican a la audiencia cómo debe comportarse. Debería ser posible
correlacionar la historia interna de la pintura
con la historia externa de cómo fue colgada.
Podríamos comenzar nuestra exploración no
por los modos de mostrar comunalmente
sancionados (como el Salón), sino por las oscilaciones en la exhibición privada –con esas
pinturas de los coleccionistas de los siglos
diecisiete y dieciocho elegantemente dispuestas en la bruma de sus inventarios–. Supongo que la primera ocasión moderna en la
cual un artista radical configuró su propio espacio y colgó sus cuadros en él, fue la muestra individual de Courbet, Salon des Refuses
afuera de la Exposición de 1855. ¿Cómo es
que se colgaron las pinturas? ¿Cómo pensó
Courbet su secuencia, la relación de unas
con otras, los espacios entre ellas? Sospecho que no hizo nada deslumbrante; sí se
trató de la primera vez que un artista moderno (que resultó ser el primer artista moderno)
tuvo que construir el contexto para su trabajo
y, por lo tanto, editorializar sobre sus valores.
Si bien las pinturas pueden haber sido radicales, los primeros enmarcados y colgados
usualmente no lo fueron. La interpretación
acerca de qué contexto está implicado en
una pintura es siempre –podríamos asumir–
retrasado. Los Impresionistas, en su primera
exhibición en 1874, dispusieron su obra
exactamente igual a como lo hubieran hecho en el Salón. Las pinturas impresionistas,
que aciertan con sus dudas y chatura sobre
el borde limitante, están todavía selladas
por los marcos de las Bellas Artes que hacen apenas un poco más que anunciar el
estatus de un Viejo Maestro –y el estatus
monetario–. Cuando William C. Seitz le sacó
los marcos para su gran muestra de Monet
en el Museo de Arte Moderno en 1960, las
telas desnudas parecían un poco reproducciones, hasta que se advertía cómo comenzaban a sostener la pared. Aunque su colgado tenía sus momentos excéntricos, leía correctamente la relación de los cuadros a la
pared, y en un acto raro de riesgo curatorial,
asumió las implicaciones. Seitz también
configuró algo del alineamiento con la pared. En continuidad con la pared, las pinturas heredaron algo de la rigidez de los murales pequeños. Las superficies se volvían duras en la medida que el plano pictórico era
demasiado literal. La diferencia entre la pintura de atril y el mural fue clarificada.
La relación entre el plano pictórico y la pared
subyacente es muy pertinente a la estética
de la superficie. La pulgada del ancho del
estiramiento del lienzo cuantifica hacia un
abismo formal. La pintura de atril no es
transferible a la pared, y uno quiere saber
por qué. ¿Qué se pierde en la transferencia?
Bordes, superficies, el grano y el ataque de
la tela, la separación de la pared. Tampoco
podemos olvidar que la cosa entera está
suspendida o sostenida –posibilidad de
transferir, movilidad, liquidez–. Luego de siglos de ilusionismo, es razonable sugerir que
estos parámetros, más allá de cuán chata
sea la superficie, son la guarida de los rastros perdidos del ilusionismo. La pintura de
tendencia, aun el Color Field, es pintura de
atril, y su literalismo se practica en contra de
estos deseos del ilusionismo. En efecto, estos rastros hacen del literalismo una cosa interesante; son el componente oculto del motor dialéctico que dio, a la pintura de atril de
la modernidad tardía, su energía. Si se copiara en la pared una pintura de atril de la
modernidad tardía y luego se colgase el cuadro al lado, se podría estimar el grado de ilusionismo que resultaría del linaje literalmente
impecable de la pintura de atril. Se revela
cuánto ilusionismo hay detrás de la supuesta
literalidad del ilusionismo. Al mismo tiempo,
el mural rígido resaltaría la importancia de la
superficie y el borde para la pintura de atril,
que había comenzado a vacilar alrededor de
una objetualidad definida por remanentes literales de ilusión –un área inestable–.
Los ataques a la pintura hechos en los sesenta no pudieron especificar que no era la
pintura la que estaba en problemas: era el
atril. La pintura Color Field era entonces
conservadora en un sentido interesante, pero no para aquellos que reconocían que la
pintura de atril no podía desembarazarse de
la ilusión y que rechazaban la premisa de algo que yaciera tranquilamente en la pared y
comportándose. Siempre me sorprendió
que el Color Field –o toda la pintura de la
modernidad tardía en general– no intentara
subirse a la pared, no intentara otro acercamiento entre el mural y la pintura-atril. Pero
entonces la pintura-Color Field se adaptó al
contexto social de un modo algo perturbador. Permaneció pintura de Salón: necesitaba paredes grandes y grandes coleccionistas y no podía evitar el verse como el arte
capitalista por excelencia. El arte minimalista reconoció las ilusiones propias de la pintura-atril y no tenía ilusión alguna sobre la
sociedad. No se alió con el poder y la riqueza, y su intento abortivo de redefinir la relación entre el artista y varias instituciones,
permanece decididamente inexplorado.
Aparte del Color Field, la pintura de la modernidad tardía postuló algunas hipótesis ingeniosas sobre cómo estrujarle un extra a ese
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plano pictórico recalcitrante, ahora tan torpemente literal como para enloquecer a cualquiera. La estrategia aquí era el símil (pretendiendo), no la metáfora (creyendo): diciendo
que el plano pictórico es “como un
”.
El espacio se llenaba con cosas chatas que
obligadamente yacen en la superficie literal y
se funden con ella, por ejemplo, las banderas
de Johns, las pinturas en pizarrón de Cy
Twombly, las enormes hojas pintadas de papel alineado de Alex Hay, los cuadernos de
nota de Arakawa. También están las áreas
“como la sombra de una ventana”, “como
una pared”, “como un cielo”. Hay para escribir una buena comedia de los modales de las
soluciones “como un
” en el plano pictórico. Hay numerosas áreas relacionadas, incluyendo el esquema de percepción resueltamente achatado a dos dimensiones, por citar
el dilema del plano pictórico. Y antes de
abandonar esta área con chispa más bien desesperada, se debería notar las soluciones
que cortan el plano pictórico (la respuesta de
Lucio Fontana a la superficie Gordiana) al
punto que desparece la pintura y se ataca directamente el plastificado de la pared.
También está en relación la solución que alza
la superficie y los bordes por medio de una
cama de Procusto y alfileres, palos, o cortinas de papel, fibra de vidrio, o tela directamente, contra la pared para dar literalidad
aun más allá. Aquí entra perfectamente gran
parte de la pintura de Los Angeles –¡por primera vez!– en la histórica tendencia; es un
poco extraño ver esta obsesión con la superficie, disfrazada, como puede estarlo, con
machismo vernáculo, descartado como impudencia provinciana.
Todo este lío desesperado hace que uno advierta nuevamente, lo conservador que fue el
movimiento Cubista. Extendió la viabilidad de
la pintura-atril y pospuso su caída. El Cubismo era reductible al sistema y los sistemas
–siendo más fácil de entender que el arte–
dominantes de la historia académica. Los sistemas son una suerte de RRPP, que, entre
otras cosas, empujan la odiosa idea de progreso. Se puede definir al progreso como lo
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que sucede cuando se elimina a la oposición.
Sin embargo la voz oponente fuerte del modernismo es Matisse y habla del color en su
estilo relajado y racional que en los comienzos asustó al Cubismo al punto de ponerlo
gris. Arte y Cultura de Clement Greenberg
nos informa sobre cómo los artistas de Nueva York se sudaron el cubismo mientras que
Matisse y Miró eran el objeto de sus ojos inteligentes. Las pinturas del expresionismo
abstracto siguieron la ruta de la expansión lateral, se soltaron del marco, y gradualmente
fueron concibiendo al borde como una unidad estructural por medio de la cual la pintura dialogaba con la pared a sus espaldas. A
esta altura el vendedor y el curador entran
por los laterales. Cómo ellos presentaban la
obra –en colaboración con el artista– aportó,
en los tardíos cuarentas y los cincuentas, a la
definición de la nueva pintura.
Durante los cincuentas y sesentas notamos la
codificación de un nuevo tema, en la medida
que deviene consciente: ¿cuánto espacio debería tener una obra (tal la frase) para poder
respirar? Si las pinturas declaman implícitamente sus propias condiciones de ocupación, entonces es difícil ignorar su murmuración agraviada. ¿Qué va junto y qué no? La
estética del colgado evoluciona de acuerdo a
sus propios hábitos, que devienen convenciones, que devienen leyes. Entramos en la
era en que las obras de arte conciben a la pared como una tierra de nadie donde proyectar
su concepto de imperativo territorial. Y no estamos lejos del tipo de guerra de los bordes
que con frecuencia balcanizan las muestras
grupales en museos. Hay una incomodidad
peculiar en ver obras de arte intentando establecer un territorio, pero no espacio, en el
contexto del no-lugar de la galería moderna.
Todo este tráfico a lo largo de la pared la alejó
por mucho de la zona neutral. La pared, ahora un protagonista más que un soporte pasivo, se convirtió en el locus de las rivalidades
ideológicas; y cada nuevo desarrollo tenía
que venir equipado con una actitud hacia
ella. (La muestra de micro pinturas rodeadas
por muchos espacios de Gene Davis se con-
virtió en un buen chiste sobre este punto).
Una vez que la pared devino una fuerza estética, modificó todo lo que en ella se mostraba. La pared, contexto del arte, se había
vuelto rica de un contenido que ella donaba
discretamente a la obra. Hoy en día es imposible hacer una muestra sin analizar el espacio cual inspector de salud, teniendo en
cuenta la estética de la pared que inevitablemente cifrará la obra de un modo que frecuentemente difumina sus intenciones. La
mayoría de nosotros leemos la colgadura como masticamos chicle –inconscientemente,
un hábito–. El potencial estético de la pared
recibió un ímpetu final del reconocimiento
que, en retrospectiva tiene toda la autoridad
del destino histórico: la pintura-atril no tenía
porqué ser rectangular.
Las primeras telas de Stella doblegaban o
cortaban el borde de acuerdo a los requisitos
de la lógica interna que las generaba. (Aquí la
distinción de Michael Fried entre estructuras
inductivas y deductivas permanece una de
las pocas herramientas prácticas que se
agregaron a la bolsa negra de la crítica). El resultado activó poderosamente la pared; el ojo
con frecuencia buscó tangencialmente los límites de la pared. La muestra de Stella de telas con formas de U-, T y L en Castelli en
1960 “desarrolló” cada centímetro de la pared, suelo o techo, esquina a esquina. Chatura, borde, formato y pared sostuvieron un
diálogo sin precedentes en la pequeña y elegante galería de Castelli. A medida que se
presentaban, las obras oscilaban entre el
efecto de ensamble y la independencia. Ahí
el colgado fue tan revolucionario como las
pinturas mismas; y como el colgado era parte
de la estética, evolucionó junto a las pinturas.
Al romper con el rectángulo se confirmó formalmente la autonomía de la pared, alterando para siempre el concepto de espacio de
galería. Algo de la mística del plano pictórico
hueco (una de las tres fuerzas mayores que
alteraron el espacio de la galería) fue transferida al contexto del arte.
Este resultado nos devuelve a esa toma de
instalación arquetípica –las suaves extensio-
nes del espacio, la claridad prístina, las pinturas dispuestas en fila como si fueran lujosos
bungalows. La pintura Color Field, que se
nos viene inevitablemente a la mente, es el
modo más imperial en sus demandas de lebenstraum (vida de sueños). Las pinturas recurren reasegurando como las columnas en
un templo clásico. Cada una demanda una
cantidad de espacio suficiente para que su
efecto acabe antes de que su vecino comience a hacer sentir el suyo. De otra forma, las
pinturas serían un único campo perceptivo,
un ensamblado pictórico, detractando de la
unicidad que reclama cada tela. La toma-instalación tipo Color Field debiera reconocerse
como uno de los puntos de llegada de la teleología de la tradición moderna. Hay algo
espléndidamente lujurioso de la manera en
que las pinturas y la galería residen en un
contexto que está absolutamente sancionado socialmente. Somos conscientes de que
somos testigos de un triunfo de alta seriedad
y producción manufacturada, como un Rolls
Royce en una sala que empezó como un cacharro Cubista en un inodoro.
¿Qué comentario se puede hacer sobre este
asunto? Ya se hizo un comentario en una exhibición por William Anastasi en Dwan en
Nueva York en 1965. Fotografió la galería vacía en Dwan, anotició los parámetros en la
pared, de arriba a abajo, derecha a izquierda,
la posición de cada salida eléctrica, el océano de espacio en el medio. Luego serigrafió
toda esta información en una tela apenas
más pequeña que la pared y la puso en la pared. Al cubrir la pared con una imagen de esa
pared, entrega una obra de arte justo en la
zona donde la superficie, el mural, y la pared
entablan un diálogo central al modernismo.
En efecto, éste era el tema de estas pinturas,
un tema afirmado con una picardía y fuerza
generalmente ausentes de nuestras clarividencias escritas. Para mí, por lo menos, la
muestra tuvo un extraño efecto retroactivo;
cuando las pinturas se bajaron, la pared se
había convertido en un mural ready-made y
por lo tanto, de ahí en más, alteró cada
muestra en ese espacio.
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