estudio espiritual del evangelio

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ESTUDIO ESPIRITUAL DEL EVANGELIO
Introducción
La Iglesia vive de la Palabra de Dios. La Palabra de Dios ha sido siempre fuente de renovación y de reforma de la vida de la Iglesia a lo largo de su historia.
Dios quiso que la Escritura fuera un elemento constitutivo de la Iglesia para que ella, bajo
la guía del Espíritu Santo, pudiera realizar su misión de proclamar el poder salvífico de Dios
(la Buena Nueva del Evangelio) a todas las naciones. En el testimonio de la Biblia la Iglesia
encuentra el alimento de su fe y de su esperanza, la sustancia de su pensamiento y la guía de
sus acciones.
Desde sus comienzos la Iglesia se congrega en torno a la Palabra de Jesucristo, predicada
por los apóstoles. Esta es la experiencia que podemos llamar fundadora de la Iglesia en Pentecostés.
En un segundo momento, casi ya al final de la época apostólica comienzan a ponerse por
escrito las palabras de Jesús y la predicación de los apóstoles. Este proceso, que dura casi la
segunda parte del siglo primero, está también animado por el Espíritu Santo que realiza como
una segunda encarnación de la palabra escrita.
El Espíritu Santo habita la Palabra de Dios, no sólo por la inspiración en el momento en
que es escrita sino en toda la vida de la Iglesia. Él abre la inteligencia y el corazón de los creyentes para hacerles comprender las Escrituras e interpretarlas en el sentido que él ha querido
darles.
La acción del Espíritu Santo ha estado muy presente en la época apostólica y postapostólica, pero también en todo el trabajo de los Santos Padres de inculturar la revelación con la cultura griega y latina. Esta acción de inteligencia e inculturación continúa a lo largo de la historia; en la Edad Media traspasando las fronteras del Imperio Romano de Oriente y Occidente,
en la Edad Moderna con la Evangelización del Continente Americano y más tarde en África
y Asia.
La Iglesia vive de la Palabra de Dios, ella es su principal alimento (Mt 4,4; DV 24). Una
palabra que ha de ser leída y meditada en el Espíritu, el cual la convierte en Palabra viva y actual. Esta es la larga experiencia y el gran tesoro que encontramos en la rica tradición de la
Iglesia, del que Antonio Chevrier es una voz con un tono original en el estudio espiritual de la
Escritura; el Estudio del Evangelio.
I La acción vivificante del Espíritu Santo
El Espíritu es el que forma a Jesucristo, el Verbo encarnado, en las entrañas de María y
también el que hace que la Escritura sea palabra de Dios viva y actual.
1 La acción del Espíritu en Jesucristo, el Verbo encarnado
Dios ha escogido para revelar y dar a conocer su designo de salvación el camino de la encarnación. La encarnación entraña ese gesto y ese esfuerzo de Dios de hacerse próximo, de
asumir la misma condición humana para poder ser comprendido y reconocido por el hombre
que es su imagen. Por esta razón no sólo se hace carne, sino que además se hace lenguaje y
sobre todo se hace palabra humana para comunicar su designio de amor y asociar a la humanidad a su obra salvadora.
Todo el proceso y el dinamismo de la encarnación es impulsado y animado por el Espíritu
Santo. El forma el cuerpo humano del Hijo y nos revela que Jesús es el Hijo del Altísimo, el
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Dios con nosotros (Lc 1,35; Mt 1,20-23). Pero la acción del Espíritu no se reduce únicamente
al momento de la encarnación. El está presente en toda la vida de Jesús mostrando cómo el
hombre Jesús es el Hijo de Dios, cómo él ha venido a realizar la voluntad del Padre y está al
servicio de la misión que le ha encomendado.
El Espíritu es quien unge y consagra a Jesucristo en el Jordán como el Mesías que hace
presente en el mundo el Reino de Dios. Un Mesías, que es el Hijo predilecto del Padre, que se
ha hecho también Palabra a quien los hombres debemos escuchar: Y en esto se abrieron los
cielos y vio al Espíritu de Dios que bajaba como una paloma y venía sobre él. Y una voz que
salía de los cielos decía: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco (Mt 3,16-17).
Jesús realiza la misión de anunciar el Reino de Dios impulsado, poseído por el Espíritu que
lo introduce en el corazón de la realidad humana, en la entraña más dura y conflictiva, en los
problemas más profundos de los que solemos escapar una gran mayoría de los humanos (Lc
4,14-30; 7,21-23). Esto implica entrar en conflicto con el espíritu del mundo, con los malos
espíritus que esclavizan a la humanidad. El relato de las tentaciones y el ministerio exorcista
de Jesús nos muestran cómo el Espíritu Santo permanece activo en este combate y nos revela
cómo Dios en Jesús se compromete en la liberación de las esclavitudes que están encadenando a la humanidad de suerte que ya no seamos esclavos, sino hijos, es decir, libres (Lc 4,113.31-37; 11,14-22).
La encarnación conduce a Jesús a abrazar la condición humana con todas sus consecuencias, incluso la misma muerte injusta: Y en su condición de hombre, se humilló a sí mismo
haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz (Flp 2,7-8). Pero la acción del
Espíritu no concluye con la muerte de Jesús en la cruz. En la fe y en la confianza él entrega en
el Calvario su espíritu al Padre, el espíritu del Hijo que supera la muerte, las limitaciones de la
carne y se adentra en la verdadera vida, la del Espíritu, que llamamos resurrección, como recuerda Pablo a los corintios que tienen dificultades para dar fe a la resurrección, a la nueva
vida en el Espíritu: Adán, el primer hombre, fue creado como un ser con vida. El nuevo Adán,
en cambio, es espíritu que da vida (1 Cor 15,45). El Espíritu hace que Jesús no sea un muerto,
ni un personaje del pasado, sino el Hijo exaltado y sentado a la derecha del Padre y a la vez
presente todos los días hasta la consumación del mundo. Esta es la gran confesión de fe que
hace Pablo en la carta a los Romanos: escogido para el Evangelio de Dios… acerca de su
Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios según el Espíritu de
santidad, por su resurrección de entre los muertos (Rom 1,1-4; 8,11).
El Espíritu nos revela y nos hace ver la humanidad de Jesús y al mismo tiempo nos testifica que es el Hijo de Dios, que todo en el hombre Jesús revela al Padre. Él es el Verbo, la Palabra del Padre, que se hizo carne y plantó su morada en medio de nosotros (Jn 1,14). El Verbo alumbra la nueva humanidad. El lazo de unión y de familia no es ya la carne ni la sangre
sino el Espíritu y la fe: pero a todos los que le recibieron les dio el poder de hacerse hijos de
Dios, a los que creen en su nombre; los cuales no nacieron de sangre, ni de deseo de carne,
ni de deseo de hombre sino que nacieron de Dios (Jn 1,12-13; 3,5-7).
El Espíritu, como hemos dicho, hace presente a Jesucristo resucitado y garantiza su presencia en el mundo de una manera continua y permanente: y yo pediré al Padre y os dará otro
Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad… No os dejaré
huérfanos: volveré a vosotros (Jn 14,16-20). Esta presencia de Jesús por el Espíritu es especialmente clara y cercana en la eucaristía. La acción del Espíritu transforma el pan y el vino
en el cuerpo y sangre del Señor resucitado y nos lo entrega de forma permanente como alimento de vida: “Por eso te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu Espíritu
de manera que sean para nosotros Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestro Señor” (Plegaria
eucarística II). La conclusión del discurso eucarístico de la sinagoga de Cafarnaun, en el cuar-
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to evangelio, confirma la acción vivificante y transformadora del Espíritu en Jesús que se
convierte para nosotros en pan de vida, en alimento de vida eterna: El espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida (Jn
6,63).
El Espíritu vez nos revela que Jesús es la Palabra que desde el principio estaba junto a
Dios, que era Dios y que plantó su tienda en medio de nosotros (Jn 1,1-2.14). No se trata de
una palabra cualquiera, sino de una palabra viva, una palabra que es una persona y que nos
revela quién es Dios: A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo Unigénito, está en el seno del
Padre, él lo ha contado (Jn 1,18). Esta palabra clara, transparente, definitiva que Dios pronuncia para toda la humanidad es su Hijo: Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en
el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas. En esta etapa nos ha hablado por
medio del Hijo quien instituyó heredero de todo, por quien hizo el universo (Heb 1,1-2).
A grandes rasgos hemos presentado de una manera sucinta la acción del Espíritu en el
Hijo, en el Verbo encarnado, la Palabra del Padre que nos muestra el amor y la comunión en
el seno de la familia trinitaria. El es quien nos recuerda las palabras de Jesús y nos conduce al
verdadero conocimiento del Hijo por la fe: Cuando venga él, el Espíritu de la vedad, os
guiará hasta le verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os explicará lo que va a venir (Jn 16,13).
2 La acción del Espíritu Santo en la Escritura
Todo lo que acabamos de expresar sobre la acción del Espíritu Santo en el Verbo encarnado, en la Palabra viva y personal del Padre, se realiza de un modo análogo en la Sagrada Escritura, la palabra escrita. La Escritura llega a ser palabra de Dios por la acción del Espíritu
Santo. La acción del Espíritu continúa activa y muy presente en lo que podemos llamar todo
el proceso de gestación de las Escrituras, como una continuación y prolongación de la encarnación, cuya eclosión es la inspiración de los libros sagrados, tema que no vamos a desarrollar
aquí.
El Espíritu es quien garantiza la continuidad entre el Verbo, la Palabra definitiva del Padre,
y el testimonio sobre él a través de los libros sagrados, de la palabra escrita que nos revela
hoy todo el designio salvador de Dios.
El Espíritu Santo permanece activo en todo el proceso de elaboración de los libros de la
Biblia. Una acción y un influjo que sigue activo también en la interpretación y en la lectura de
los textos sagrados, tal como lo ratifica la constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II.
“Hay un alma dentro de las palabras que las inspira y otorga fuerza a quien a ellas se acerca
con fe: La Escritura se ha de leer e interpretar en el mismo Espíritu con que fue escrita” (DV
12). Estos verbos están en pasiva, lo que indica que el verdadero sujeto de la frase no es el ser
humano, sino el Espíritu Santo. Él ejerce una verdadera influencia sobre el autor sagrado, sobre el lector y sobre el intérprete. La presencia del Espíritu no queda reservada al texto fijo
que aceptamos como inspirado, sino que se ejercita sobre el creyente que lee e interpreta la
Palabra. Autor, lector e intérprete están inhabitados por el Espíritu.
H. de Lubac expresa bella y profundamente esta verdad que nos revela el Espíritu: la presencia de Jesús en toda la Escritura: No son solamente los libros sagrados quienes fueron inspirados un día. Los mismos libros sagrados son y permanecen inspirados… El Espíritu no solamente ha dictado la Escritura; se ha encerrado en ella. La habita. Su aliento la anima siempre. Está llena del Espíritu. Está fecundada por el milagro del Espíritu Santo”.
Las palabras de Dios expresadas con lenguas humanas se han hecho semejantes al lenguaje
humano, como en otro tiempo el Verbo del Padre eterno, asumiendo la carne de la debilidad
humana se hizo semejante a los hombres.
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El Verbo se ha hecho palabra humana, se ha “empalabrado”. Realmente puede hablarse
de una encarnación del Verbo en la letra: se ha hecho presente en la carne débil, pasajera, de
la letra, que se convierte en mediadora de la salvación. Por las menudas letras sagradas el
Verbo nos habla. Por las mismas letras tenemos acceso al Verbo, Palabra de Dios.
Epíclesis sobre la palabra
El Espíritu da aliento de vida a la palabra escrita y coloca el Libro en el misterio más amplio de la encarnación y de la Iglesia. Por lo tanto, gracias al Espíritu la Palabra de Dios es
una realidad litúrgica y profética, es anuncio antes de ser libro, es testimonio del Espíritu Santo sobre la presencia de Jesucristo como revelación del Padre, cuyo momento privilegiado es
la Eucaristía.
La proclamación de la Palabra de Dios contenida en la Escritura es acción del Espíritu: así
como ha obrado para que la Palabra se transformase en libro a través de la inspiración, ahora
en la liturgia transforma el libro en Palabra, en presencia amorosa de Dios que sale a conversar con sus hijos (DV 21). De ahí la estrecha relación entre Palabra y Eucaristía en la que
hemos de seguir profundizando tal como nos advierte San Jerónimo y cuyo eco encontraremos también en Antonio Chevrier, como señalaremos más adelante: “La carne del Señor, verdadero alimento, y su sangre, verdadera bebida, constituyen el verdadero bien que nos está reservado en la vida presente: nutrirse de su carne y beber su sangre, no sólo en la Eucaristía,
sino también en la lectura de la Sagrada Escritura. En efecto la Palabra de Dios es verdadero
alimento y verdadera bebida que se alcanza a través del conocimiento de las Escrituras.
Para que la palabra escrita sea Palabra viva de Dios se requiere una epíclesis: la Tradición
Santa es la epíclesis de la Historia de la Salvación, la teofanía del Espíritu Santo, sin la cual la
historia es incomprensible y la Escritura es letra muerta. Del mismo modo que la Iglesia invoca al Espíritu, para que se lleve a cabo la transformación del pan y del vino en el cuerpo y la
sangre de Cristo, igualmente invoca al Espíritu y recibe su ayuda en la tradición, para que la
Escritura recobre vida y sea Palabra de Dios viva y eficaz en cada momento de la Iglesia.
La Palabra de Dios no se queda fosilizada en la Biblia. Ella descansa y reposa en la Biblia,
pero no es un mineral, no es un animal disecado, no está necrosada en un libro impreso. Podríamos decir que “duerme”. Espera que la fuerza de Dios la haga despertar. Es preciso, como
acabamos de decir, una epíclesis –invocación al Espíritu- que le dé vida y la transforme. Sin
dicha epíclesis la Palabra queda dormida, no se despierta.
La inteligencia de la fe
Toda esta acción reveladora y vivificadora del Espíritu sólo puede ser acogida y comprendida en la fe. Para entender lo que Dios quiso decirnos es preciso situarse en la órbita de la fe,
puesto que el mensaje de la revelación divina se relaciona esencialmente con nuestra vocación
y destino últimos. Es precio descubrir en la letra del texto la verdad de nuestra salvación. Este
paso sólo es posible realizarlo en el Espíritu Santo: “mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre
los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar la verdad que nos salva” (DV 5).
El tipo de relación con la Palabra de Dios es claramente determinado por una visión de la
fe. Cada vez que el creyente toma la Biblia y empieza a leer con fe, se hacen reales el poder y
la fuerza inspiradora del Espíritu Santo. Si no se lee la Biblia en el Espíritu, no hay lectura
creyente. Es una lectura desvirtuada y desnaturalizada; se sitúa al margen de la fe de la Iglesia. Pero es la sabiduría de la fe quien nos permite entrar en su sentido más profundo, en una
palabra que es realmente reveladora. S. Gregorio Magno nos habla de la necesidad de esta sabiduría, de lo que llamamos inteligencia de la fe: “Las palabras de Dios no pueden en absoluto ser penetradas sin su sabiduría, porque si alguien no ha recibido el Espíritu de Dios no puede de ninguna manera comprender las palabras de Dios.
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El creyente es una persona que escucha. Esto es lo que identifica al verdadero creyente que
ha aceptado las Palabras y mandatos del Señor: Escucha, Israel. Dios invita a escuchar con el
oído del corazón. El que escucha confiesa la presencia del aquel que habla y desea comprometerse con él, busca en sí mismo un espacio para que el otro pueda habitar en él. De todo este proceso revelador se deduce que la figura antropológica que la Biblia desea construir es
aquella del hombre capaz de escuchar (1 Re 3,9). Pero esta escucha no es una mera audición
de frases bíblicas sino un discernimiento de la Palabra de Dios realizado por el Espíritu. Esto
exige la fe y debe acontecer en el Espíritu Santo.
La oración
La escucha en la fe va indisolublemente unida a la oración. La lectura bíblica, sea en la liturgia, en grupo o individualmente, ha de ir acompañada siempre de la oración como respuesta dialogal a la Palabra que Dios nos dirige: “Recuerden que a la lectura de la Sagrada Escritura debe acompañar la oración para que se realice el diálogo de Dios con el hombre, pues a
Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras” (DV 25). Por
ello es necesario el silencio que se prolonga más allá de las palabras. El Espíritu Santo hace
entender y comprender la Palabra de Dios, uniéndose silenciosamente a nuestro espíritu (Rom
8,26-27). Para llegar a una interpretación plenamente válida de las palabras inspiradas por el
Espíritu, es necesario dejarse guiar por él; y para esto, se necesita orar, orar mucho, pedir en la
oración la luz interior del Espíritu Santo y aceptar dócilmente esta luz.
La oración se hace apertura, acogida y adoración. Hay lugar para la adoración de la Palabra, para la oración creyente y de rodillas, pues al leer la Biblia nos encontramos con un texto
que es como tierra sagrada en donde Dios habita. Ante la santidad del texto de la Biblia, el
lector creyente debe quitarse las sandalias, como Moisés delante del misterio de la zarza ardiente y escuchar a quien le habla.
La primacía y el protagonismo del Espíritu, que hace que la Escritura no sea simplemente
un texto impreso sino revelación de Dios, no prescinde ni minusvalora el aporte de las ciencias humanas para llegar a comprender el significado profundo de la Palabra de Dios. Por eso
una inteligencia espiritual de la Escritura supone un compromiso exigente en el estudio de las
ciencias bíblicas, ya que nunca debe separarse la inteligencia espiritual de la investigación
exegética. La fe no exime del trabajo concienzudo y serio. Al contrario, lo reclama con fuerza
y lo solicita con urgencia. Sin embargo no podemos olvidar que una comprensión de fe es necesaria para comprender las palabras de la Sagrada Escritura.
La Iglesia encuentra en la Palabra de Dios el anuncio de su identidad, la gracia de su conversión, el mandato de su misión, la regla suprema de la fe. Por eso esta palabra, vivificada
por el Espíritu, es ante todo una Palabra meditada, estudiada, rezada y celebrada que alimenta
y articula la vida de la Iglesia.
Antonio Chevrier se inscribe en la rica tradición de tantos testigos del Evangelio que han
leído y estudiado la Palabra de Dios en el Espíritu y ésta ha sido la fuente que ha inspirado,
sostenido y fundamentado la misión y la obra del Prado que ha nacido de haber escuchado y
estudiado a Nuestro Señor.
II El Estudio de Nuestro Señor Jesucristo, un estudio espiritual
Hasta ahora hemos tratado de mostrar la acción del Espíritu Santo en Jesús, el Verbo encarnado, la Palabra definitiva del Padre y en la Escritura, la palabra de Dios escrita, viva y actual. Toda esta reflexión viene a ser como los cimientos sobre los que se apoya y estructura el
Estudio de Evangelio, tanto en la experiencia de A. Chevrier como en la praxis del Prado, fieles a la rica tradición de la Iglesia que lee la Sagrada Escritura en el Espíritu.
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Todo el dinamismo y la acción creadora y generadora del Espíritu Santo en el Verbo y en
la Escritura se hacen presentes y actuales en el Estudio del Evangelio, en lo que nosotros llamamos estudio espiritual del Evangelio, es decir, un estudio hecho en el Espíritu Santo.
1 Estudio Espiritual
El Estudio de nuestro Señor Jesucristo es una expresión que utiliza el P. Chevrier de una
manera reiterada. Él la ha tomado de la “Imitación de Cristo”.
El sentido del término estudio, en este caso, no es escolar ni puramente intelectual. Se trata
de un estudio que debe realizarse con la inteligencia, pero que subraya más la dimensión afectiva, las razones del corazón, del amor. Más que una obligación este estudio es una atracción
interior, una verdadera pasión. Estudio para Chevrier tiene las connotaciones de “adhesión
cordial”, “gusto”, “celo”. Y en este estudio uno encuentra el gozo más grande y por eso le dedica su tiempo y sus cuidados. Para el P. Chevrier el conocimiento de Jesucristo es su pasión.
Un estudio que nace del amor, se desarrolla en el amor y conduce a él.
El Espíritu produce el conocimiento de Jesucristo
El Padre Chevrier no habla de estudio espiritual del Evangelio. Él normalmente habla de
“Estudio de Jesucristo”, pero relaciona muy estrechamente el estudio del Evangelio, de las palabras de Jesús con el Espíritu Santo.
El Espíritu Santo es quien desvela los misterios de Dios y los revela a los hombres, afirma
el P. Chevrier, en un estudio de Evangelio sobre el Espíritu Santo y fundamenta esta afirmación con un texto de la carta a los Efesios: Por su lectura podréis comprobar ee conocimiento
que yo tengo del misterio Cristo. Un misterio que no fue dado a conocer a los hombres de
otras generaciones y que ahora ha sido revelado por medio del Espíritu a sus santos apóstoles y profetas (Ef 3,4-5).
A. Chevrier tiene la experiencia de que el Espíritu está en el evangelio, en las palabras de
Jesucristo. La Escritura está habitada por el Espíritu Santo que la convierte en palabra de Cristo viva y actual, en carta escrita para nosotros en nuestro corazón. Por eso el discípulo y el
apóstol deben estudiar el Evangelio para conocer a Jesucristo y para amarlo: “El espíritu de
Jesucristo se encuentra en la palabra de Nuestro Señor sobre todo. El estudio del Santo Evangelio, las palabras y acciones de Jesucristo, ese ha de ser todo nuestro estudio, lo que nosotros
debemos buscar para conocer y comprender” (Y. Mussset, Le chemin du disciple et de l’apôtre, p. 40).
Por eso mismo ha de ser un trabajo continuo y constante para iniciarnos y crecer en ese conocimiento, en la inteligencia de la fe.
Las Escrituras, como hemos apuntado ya, son obra del Espíritu. En el estudio del evangelio
acogemos el testimonio del Espíritu y nos ponemos en sus manos a fin de que conduzca toda
nuestra existencia de discípulos y apóstoles de Jesucristo. El estudio de las Escrituras lo
hacemos bajo la luz y la acción del Espíritu Santo (es un estudio espiritual) el cual hace que
nuestra búsqueda no esté centrada en un mensaje o en un libro, sino en la persona del Verbo,
que se revela en las palabras y en los gestos que nos relatan las Escrituras: Cuando venga el
Espíritu de la verdad os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga y os explicará lo que va a venir. El me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo explicará a vosotros (Jn 16,13-14).
El estudio espiritual del Evangelio produce la configuración con Cristo
Un verdadero discípulo de Jesús es una persona poseída por el Espíritu Santo. Él lo lleva al
conocimiento y a la comunión plena con Jesucristo, hasta llegar a pensar y actuar como Jesucristo, hasta ser uno con él: “El discípulo de Jesucristo es un hombre que está lleno del espíri-
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tu de su Maestro, que piensa como su Maestro, que actúa como su Maestro, que le sigue en
todo y a todas partes… Este espíritu impregna el Santo Evangelio” (VD 510). Cultivar esta
gracia, este estudio espiritual es abrir toda nuestra vida al Espíritu Santo que forma en nosotros a Jesucristo, de manera análoga a como le formó en María en la encarnación. La acción y
la presencia del Espíritu no es espectacular ni visible, sino sencilla y discreta. Él se encuentra
escondido en la historia y en la letra, por eso el P. Chevrier nos reenvía a las Escrituras, donde
el Espíritu está siempre para comunicarse al oyente que las lee en la fe de la Iglesia. Animado
por el Espíritu el discípulo entra en una inteligencia más profunda de las Escrituras a fin de
dejarse recrear en su acción por el mismo Espíritu que le lleva al conocimiento y a la comunión con el mismo Cristo.
Este estudio espiritual de la Escritura se hace siempre en la fe de la Iglesia, pues sin el
Espíritu no es posible nuestra conformación a Jesucristo ni existe el testimonio apostólico. El
Espíritu es el alma, la fuente de una nueva encarnación del Verbo en nuestro espíritu a través
de la Escritura inspirada que revela y hace presente al Enviado del Padre en la comunidad de
creyentes. Este estudio de las Escrituras fundamenta el testimonio de Cristo muerto y resucitado y nos conduce a discernirlo, verlo y leerlo todo desde él: Y de esto es de lo que hablamos, no con palabras aprendidas de la sabiduría humana, sino aprendidas del Espíritu…
porque sólo a la luz del Espíritu pueden ser discernidas. Por el contrario, quien posee el
Espíritu lo discierne todo y no depende del juicio de nadie. Porque ¿quién conoce el pensamiento del Señor para poder darle lecciones? Nosotros, sin embargo, poseemos el modo de
pensar de Cristo (1 Cor 2,13-16).
Para poseer o dejarnos poseer por el Espíritu el camino es la persona del Verbo contemplado en las Escrituras. La lectura y el estudio asiduo de las Escrituras son algo fundamental en
la vida del discípulo y del apóstol y no algo ocasional, pues no se trata de frecuentar el evangelio de vez en cuando, sino de sumergirnos en las aguas profundas del Evangelio de la mano
del Espíritu : “Ante todo hay que leer y releer el Santo Evangelio, penetrarse de él, saberlo de
memoria, estudiar cada palabra, cada acción, para captar su sentido y hacerlo pasar a los propios pensamientos y acción. En la oración de cada día hay que hacer este estudio y hacer que
Jesucristo pase a la propia vida” (VD 227). Hay una fuerte interacción entre el estudio de
Evangelio y la oración, como nos recuerda y testifica Chevrier; ambos se reclaman y se fecundan entre sí. Fruto de esa interacción es también la conversión que viene del encuentro con
Jesucristo, de dejarse conducir por el Espíritu, que es el alma de este estudio, el cual nos hace
entrar en lucha y confrontación con nuestro propio espíritu, con el espíritu del mundo:
“¿Quiénes son los que tienen el espíritu de Dios? Son los que han orado mucho y que lo han
pedido largo tiempo. Son los que han estudiado, por largo tiempo el Santo Evangelio, las palabras y acciones de nuestro Señor; los que han trabajado largo tiempo por reformar en ellos
lo que es opuesto al espíritu de nuestro Señor” (VD 527).
El Estudio espiritual del Evangelio nos conduce al conocimiento, al encuentro personal con
Jesucristo, de manera que nos permite entrar en una relación dialogal con Jesús, como un contemporáneo nuestro. Esta experiencia de encuentro es además también el alma de la misión.
El Espíritu, a través del Estudio de Evangelio, nos conduce como a Jesús en la sinagoga de
Nazaret, a ir a los pobres, abrazar su vida y anunciarles la Buena Nueva del Evangelio. Por
eso, repetimos una vez más, que el estudio de las Escrituras es el estudio de la persona de Jesucristo que busca, no un cúmulo de informaciones sobre Jesús, sino la comunión y el ser uno
con Cristo, como lo refleja la experiencia del nuevo conocimiento de Jesucristo que ha adquirido el apóstol Pablo: Y ya no vivo yo, sino que Cristo quien vive en mí. Ahora en mi vida
mortal, vivo creyendo en el Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí (Gal 2,20).
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2 El Estudio de Nuestro Señor Jesucristo
Ya hemos indicado que esta expresión no es original del P. Chevrier, él la toma de la Imitación de Cristo cuando es estudiante teólogo. Después aparecerá de una forma reiterada en
sus escritos.
En los tiempos de Chevrier, como hoy en Europa, la ignorancia religiosa, el desconocimiento de Jesucristo se había extendido, sobre todo en la emergente clase obrera de comienzos de la revolución industrial. Esto marcó la vida de A. Chevrier y le interpeló sobre la manera de ejercer el ministerio. Para él conocer a Jesucristo lo era todo. Por esto lo primordial en
la vida del cristiano, en la vida de sacerdote es el estudio de Jesucristo para llegar a conocerle.
Pero este estudio no es un trabajo intelectual, escolar y de investigación. Su objetivo no es
la información, sino el conocimiento de una persona: que Cristo tome forma en aquellos que
le buscan a través del conocimiento de la fe. Esta búsqueda no se centra en una doctrina, en
un libro, sino en Jesucristo que se revela en las palabras y en los gestos que relata la Escritura.
Este estudio está también vinculado al amor, pues el amor tiene la connotación de presencia,
de comunión con la persona a quien se ama.
En Chevrier este estudio nace de la contemplación de Jesucristo. La experiencia de la gracia de Navidad de 1856, la contemplación del misterio de la encarnación marcó toda su vida y
por ello su empeño es que el Enviado del Padre sea conocido por todos. Este va a ser su gran
trabajo: conocer a Jesucristo para darlo a conocer: “¿No estamos aquí para esto y nada más
que para esto, para conocer a Jesucristo y a su Padre y darle a conocer a los demás?” (Carta
181).
Antes de la gracia de Navidad de 1856 no encontramos Estudios de Evangelio en los escritos del P. Chevrier. El Estudio de Jesucristo tiene por tanto, un origen místico apostólico, la
gracia de Navidad. Sin la luz particular contemplada en el misterio de la encarnación no se
puede explicar su manera admirable y sorprendente de comentar el texto del Prólogo de S.
Juan: “El Verbo se hizo carne”.
Estudio de Jesucristo en la Eucaristía
Etudier Jésus-Christ dans sa vie mortelle, dans sa vie eucharistique, sera toute mon étude
(1º Règlement 1857).
Es significativo que el primer Estudio de Evangelio del P. Chevrier esté precedido de un
estudio sobre la eucaristía. Es el modo por el que Jesucristo se une a nosotros y nosotros a él.
Esto nos indica que el estudio y el conocimiento de Jesucristo se realizan no sólo en los evangelios (en la Escritura), sino también en la vida sacramental.
Como A. Chevrier nosotros estamos llamados a estudiar, conocer, buscar a Jesucristo en la
Eucaristía, en la celebración y también en la adoración ante el tabernáculo: “el tabernáculo es
el lugar donde el discípulo de Cristo es invitado a la fe, a la adoración, a amar de corazón a
corazón”. Esta contemplación, este espacio de estudio es coherente con la espiritualidad de
Chevrier que tiene como fuente el misterio de la encarnación. El, buen conocedor de la teología de la Eucaristía en su tiempo, refleja la estrecha relación entre Eucaristía y encarnación:
La Eucaristía es como una extensión de la encarnación divina. En la encarnación él se convierte en uno de nosotros y nosotros nos convertimos en Cristo” (Ms.7,1).
Este estudio realizado en la Eucaristía subraya la unión a Jesucristo y el amor, lo cual está
también en relación con uno de los rasgos más específicos de la espiritualidad del P. Chevrier:
la imitatio Christi, nuestro modelo: Nos convertimos en hermanos de Jesucristo, ya que estamos unidos a él por los mismos pensamientos y su sangre corre en nosotros por la Santa Eucaristía… Nosotros somos su vida exterior y él nuestra vida interior (Ms 9,4j). En la fe co-
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memos y bebemos a la Palabra hecha carne en la mesa de la Palabra y en la fracción del pan.
En nuestra vida de cada día hemos de ser muy conscientes de la relación circular que se da entre nuestro Estudio de Evangelio y la celebración de la Eucaristía.
El Reglamento de Vida de 1857 se centraba sobre todo en la imitación de Jesucristo, que es
considerado por el P. Chevrier como el modelo a seguir. Él es deudor de la teología y de la
espiritualidad del momento, pero hemos de saber leer más allá de algunas formulaciones y
expresiones y buscar cómo el P. Chevrier apunta más allá. Cuando habla de imitar y de tener
a Jesús como modelo, no está hablando de copiar un modelo externo. Por eso en este mismo
reglamento manifiesta en forma de plegaria: “haz que me parezca a ti, que me conforme a ti,
que sea uno contigo, que te represente en la tierra…” La comunión, la unión con Cristo es el
verdadero sentido de la imitación. Jesucristo es el modelo porque está dentro, habita en nosotros, es él quien nos modela a su imagen. El conocimiento produce la unión, la identificación
y la transformación en el mismo Cristo. Detrás de la imitación de Jesucristo está una dimensión sacramental: la presencia de Cristo viva y operante que conduce todo al Padre con sus
hermanos en y a través de cada uno de nosotros.
El estudio de Jesucristo en la Eucaristía va unido del Estudio de Jesucristo en su vida mortal, en el testimonio que de él nos ofrecen las Escrituras por obra del Espíritu Santo.
El Estudio de Jesucristo en las Escrituras
El Estudio de Nuestro Señor Jesucristo se realiza sobre todo en las Escrituras, en los Evangelios, pues en ellos encontramos a Jesucristo. Esta ciencia preciosa, este estudio es, como
hemos reiterado ya, un estudio espiritual: El espíritu de Jesucristo se encuentra en la palabra
de Nuestro Señor Jesucristo sobre todo. El estudio del Santo Evangelio, las palabras y las acciones de Jesucristo, han de ser todo nuestro estudio, lo que debemos buscar conocer y comprender…” (Ms.10, 24a). Por eso este estudio debe ser preferido a otros estudios que, siendo
también necesarios, son de segundo orden: “Ningún estudio, ninguna ciencia ha de ser preferida a esta. Es la más necesaria, la más útil, la más importante, sobre todo para aquel que quiera ser sacerdote, su discípulo. Porque sólo este conocimiento puede hacer sacerdotes” (VD
113). Este estudio hecho en el Espíritu Santo es el que produce el verdadero conocimiento de
Jesucristo y modela un ser conforme a Jesucristo: “He pedido a nuestro Señor y lo sigo pidiendo todos los días que os llenéis de su espíritu, que el estudio de Jesucristo sea para vosotros un estudio muy querido en vuestros corazones, que todo vuestro deseo sea conformar
vuestra vida a la del Maestro” (Carta 80).
He aquí una espléndida formulación de lo que es y ha de ser para nosotros el Estudio de
Evangelio: llenos del Espíritu Santo, estudiar el Evangelio, para conformar nuestra vida a la
de Jesucristo (VD 225). Estudiamos el Evangelio, no para saber lo que Jesucristo hizo, para
conocer su doctrina y en consecuencia ver qué tenemos que hacer nosotros. Si vamos al
Evangelio simplemente para descubrir lo que hizo Jesús y a continuación hacerlo nosotros,
nuestra relación con Jesucristo estaría marcada por el voluntarismo y él sería para nosotros
simplemente un personaje del pasado. El estudio al que el Padre Chevrier nos emplaza es mucho más profundo. Él quiere que Jesucristo pase a nosotros, que nos habite, que habite por la
fe en nuestros corazones, que el Espíritu forme al Cristo total en nosotros y no nos contentemos simplemente con reproducir algunas actitudes o acciones de Jesús.
Este estudio es un verdadero trabajo de búsqueda, de investigación que hemos de hacer con
constancia cada día, ya que es el trabajo primordial, el que nos permite cultivar nuestro ser,
nuestra identidad. Por eso este estudio implica vaciarse del propio espíritu, de la propia voluntad para recibir y ponerse a disponibilidad del Espíritu de Dios, a lo que él nos quiera revelar.
La búsqueda y la investigación de las Escrituras entrañan salir de sí para adentrarse en lo que
resulta desconocido para el pensamiento humano y dejarse conducir aún sin comprender co-
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mo María (Lc 1,29.34). El Estudio de Evangelio lo hacemos desde la humildad del pobre e
indigente que busca recibir la vida, la verdadera sabiduría y se hace disponible al don de Dios,
pues no buscamos en el Estudio de Evangelio comprender todo, sino entregarnos a la persona
del Verbo. Por esto mismo este estudio no puede ser algo ocasional o puntual, que hacemos
cuando tenemos tiempo, sino una parte muy importante de nuestro ministerio, algo cotidiano
como el comer, pues él mide nuestro grado de adhesión, de amor a Jesucristo y también de
entrega a la misión, que es la de Cristo, no la nuestra.
El Estudio de Evangelio demanda la misma constancia y asiduidad que la oración y
además está en estrecha relación con ella: “Ante todo hay que leer y releer el Santo Evangelio,
penetrarse de él, estudiarlo, saberlo de memoria, estudiar cada palabra, cada acción, para captar su sentido y hacerlo pasar a los propios pensamientos y acción. En la oración de cada día
hay que hacer este estudio y hacer que Jesucristo pase a la propia vida” (VD 227). La oración
y el Estudio de Evangelio se fecundan mutuamente. Por eso el P. Chevrier a la necesidad del
estudio para conocer a Jesucristo une la necesidad de la oración. Él mismo hace su oración y
entra en relación con el Maestro a quien desea conocer. La plegaria Oh Verbo, oh Cristo está
al final del Estudio de Evangelio sobre los títulos de Jesucristo (VD 108). Esta ha sido la experiencia de Antonio Chevrier y también la de muchos pradosianos y es sin duda una llamada
para todos en la manera de hacer el Estudio de Evangelio: “La oración no consiste en recitar
un cúmulo de palabras dichas al aire ni tampoco es misticismo. Es necesario que la vida y las
palabras de Jesucristo sean su fundamento esencial… Incluso en la oración, el conocimiento
de Jesucristo debe estar antes que nada… La base de la oración, es el estudio de Nuestro Señor Jesucristo” (Ms 9, 2d).
El conocimiento de Jesucristo del que habla A. Chevrier es el de la fe. En las Escrituras,
Dios en persona viene a nuestro encuentro para comunicarse y entablar un diálogo de amor.
El Estudio de Evangelio, pues, es ante todo una experiencia de fe: parte de la fe, se desarrolla
en la fe y acrecienta la fe. Esta dimensión hemos de cuidarla, de ponernos en actitud de escucha, de confianza en la palabra que nos habla. El mismo P. Chevrier nos sirve de guía en el
Estudio de Evangelio que lleva a alimentar y acrecentar la fe. Él concluye su Estudio de
Evangelio sobre la divinidad de Jesucristo con esta afirmación que debe estar siempre presente en el horizonte de nuestro Estudio de Evangelio: “No olvidar el gran acto de fe en Jesucristo, Verbo e hijo de Dios” (VD 82).
El conocimiento, el estudio de Nuestro Señor Jesucristo ha de hacerse en la totalidad de las
Escrituras, pues, como ya hemos indicado, todas ellas hablan de Jesucristo y están habitadas
por la Palabra del Padre. La totalidad no significa un saber enciclopédico ni un cúmulo de información sobre los textos o los libros de la Biblia, sino el núcleo desde el que se comprende
y explica el misterio de Cristo, el Verbo encarnado. El centro de la Escritura es el Verbo, viniendo en carne a salvar a los hombres. Desde esa luz los hombres pueden comprender con su
inteligencia y libertad todas las cuestiones y misterios que afectan a su existencia.
Las Escrituras son el medio que el Señor nos ha regalado para que podamos conocerle y
vivir la vida en clave de alianza. En esta comunicación y revelación, el Verbo encarnado se ha
hecho la palabra más reveladora de que disponemos y que se nos comunica a través de las Escrituras habitadas por el Espíritu Santo. Por esto si queremos conocer a Jesucristo hemos de
conocer y estudiar las Escrituras, como nos recuerda el mismo S. Jerónimo: “desconocer la
Escritura es desconocer a Cristo”. Pero siendo muy conscientes de que es un estudio iluminado y guiado por el Espíritu, que hace posible que del libro seamos capaces de entrar en relación con el Verbo encarnado, el Hijo de Dios, la palabra viva del Padre: “El Verbo es el nombre del Hijo de Dios. El vocablo significa Palabra. Dios ha enviado a su Verbo, es decir, su
Palabra, que se ha revestido de nuestra humanidad para instruirnos y hacernos conocer la ley
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y la voluntad del Padre… El es para nosotros como una carta viva en la que debemos leer las
voluntades del Altísimo… ¡Con qué respeto debemos recibir esta palabra! ¡Con qué atención
debemos leer esta carta enviada del cielo!” (Ms 5, 27).
CONCLUSIÓN
El Estudio de Evangelio se inscribe en la tradición de la Iglesia que lee las Escrituras en el
Espíritu, el cual nos las presenta hoy como palabra viva y actual y a Jesucristo como un contemporáneo nuestro.
La acción del Espíritu en la encarnación del Verbo, en las Escrituras como palabra viva de
Dios, se prolonga también en el Estudio de Evangelio por el que nosotros conocemos a Jesucristo y entramos en comunión con él.
El Estudio de Nuestro Señor Jesucristo está siempre conducido y guiado por el Espíritu
Santo. Hemos de hacerlo en la Eucaristía y en las Escrituras.
Cada vez que celebramos la Eucaristía invocamos al Espíritu Santo para que transforme el
pan y el vino en el cuerpo y sangre de Jesucristo. De la misma manera en nuestro Estudio de
Evangelio hemos de hacer una epíclesis (invocación al Espíritu Santo), para que la palabra de
las Escrituras sea revelación y presencia de la Palabra viva, de Jesucristo resucitado, el Hijo
de Dios, verdadero alimento como el pan eucarístico.
El Estudio de Evangelio hemos de hacerlo siempre en la oración y en la fe. Su finalidad es
llevarnos al conocimiento de Jesucristo, es decir, a establecer con el Señor un verdadero diálogo, una relación personal con Jesús, como el impulso dinamizador de nuestra vida, de nuestra misión, de la encarnación y compromiso en medio del mundo. Por eso un conocimiento
externo de las Escrituras es insuficiente, como nos revela el Cuarto Evangelio en el diálogo de
Jesús con los judíos que conocían e investigaban las Escrituras. Es necesaria la revelación del
Espíritu y la fe: su palabra no habita en vosotros, porque no creéis al que él ha enviado. Vosotros investigáis las Escrituras, ya que creéis tener en ellas vida eterna; son ellas las que
dan testimonio de mí; y vosotros no queréis venir a mí para tener vida” (Jn 5,38-40, cf.5,4647).
El centro del Estudio de Evangelio es la persona de Jesucristo para conformarse a él, para
seguirle de manera confiada e incondicional hasta llegar a ser uno con él. Por consiguiente el
objetivo del Estudio de Evangelio no es lo que yo debo hacer, o ir en busca de algo que necesito, sino dejarme recrear por la Palabra viva y eficaz de Dios, marchar según su Espíritu, cuya virtualidad da la verdadera vida y nutre nuestra existencia y testimonio. Esta comunión o
este centramiento en la persona de Jesucristo nos llevará a verlo todo desde él. Para el creyente, para el apóstol, más que el evangelio, la justicia, la libertad, el amor… lo que existe es Jesucristo, nuestra justicia, nuestra libertad, nuestro amor. Desde él viviremos también nuestra
misión y ministerio desde la radicalidad evangélica.
Este centramiento en Jesucristo entraña la donación y el despojo totales, la pobreza más
radical, a imagen de la pobreza del Enviado del Padre, que no tiene obras propias, palabras
propias y hace en todo momento la voluntad del que le envía. En esto consiste conocer a Jesucristo: dejarse penetrar e invadir por el Hijo, llegando a ser uno con él hasta poder experimentar, como Pablo, que él es nuestra vida, que él vive en nosotros, que por nosotros circula la vida del Hijo de Dios, la vida eterna (Gal 2,19-20; Jn 17,3).
Xosé Xulio Rodríguez
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