DE PUNTANOS, RANQUELES Y PICAHUESOS

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DE PUNTANOS, RANQUELES Y
PICAHUESOS
CUENTOS HISTORICOS
SARA ELENA ORIGONE
(Año – 2004)
A Max Kloppenburg
Por todas las cosas de él
que hay en estos cuentos.
INDICE
PROLOGO ......................................................................................................... 3
1- JANUARIO O EL PICAHUESO..................................................................... 4
2- REQUIEM PARA UN VIAJE.......................................................................... 6
3- EL BAUTISMO ............................................................................................ 10
4- EL PENOSO DUELO DEL INDIO Y EL CRISTIANO .................................. 12
5- AL FINAL DE LA NOCHE ........................................................................... 14
6- LAS TRES NIÑAS ....................................................................................... 16
7- LA PEQUEÑA-GRAN DINASTIA DE LOS ZORROS ................................. 21
8- DE TODOS LOS SANTOS, EL PEOR ........................................................ 23
9- LOS CERROS JUJEÑOS............................................................................ 24
10- UN VIAJE AL INFIERNO........................................................................... 27
11- MAS ALLA DEL CIELO Y LAS ESTRELLAS........................................... 29
12- EL ENCUENTRO DE LAGUNA AMARILLA ............................................. 31
13- Y EL RIO FUE TESTIGO ........................................................................... 33
14- …DE PUNTANOS AGUERRIDOS ............................................................ 35
15- DESDE LA OTRA VEREDA ...................................................................... 39
16- LAZARO .................................................................................................... 42
PROLOGO
…Fue aquella una tragedia nacional sobrellevada con heroísmo conmovedor
por las provincias del interior, entre ellas la de San Luis, asiento principal de las tribus
más temibles por su arrojo, astucia y coraje.
La sangre de nuestros veteranos fecundó todos los sectores del suelo argentino,
vertiéndose en cien combates admirables, bautizando todos los fortines que jalonaron
las fronteras con el desierto y regando todas las rutas seguidas por los soldados de la
civilización.
Los pueblos vivían sobre las armas, la pampa era un tétrico e inmenso sudario,
la Nación entera se estremecía con la tragedia de sus pueblos desvastados o sus
ciudadanos agraviados, vejados o sometidos a cautiverio…
La lucha con el indio en la provincia de San Luis
Reynaldo A. Pastor
1- JANUARIO O EL PICAHUESO
Januario siempre se sintió pájaro porque nació con los ojos abiertos
como buscando un lugar para escapar del mundo. Creció rodeado de aves
enjauladas en la enorme pajarera del patio y antes que aprendiera a hablar
imitaba el canto de la reina mora que tenía al lado del cajón de frutas que le
servía de cuna. Ya más grande, se subía a los árboles, y allí pasaba horas y
horas, contemplando los nidos, dándoles de comer a los pichones, aprendiendo
sus gorjeos hasta que se quedaba dormido soñando que levantaba vuelo en un
cielo azul inmaculado. Lo despertaban los gritos destemplados de María Mayo,
su madre:
-Januario! Januario! Niño bobo. Baja del árbol. Tené que llevar a pastar
la oveca.
Y él bajaba, desganado, y llevaba los animales donde había pastos
frescos y fragantes, a orillas del Conlara o sus tierras adyacentes que, aunque
fuera tiempo de bajas lluvias, siempre verdeaban. Mientras los animales se
daban la panzada, él miraba las bandadas de pájaros, rey del bosque,
caseritas, cardenales, tordos, siete colores, golondrinas y colibríes que
pintarrajeaban el cielo y ensordecían los oídos. ¡Y yo aquí!, decía Januario con
envidia, mientras los miraba alejarse.
Cuando se rompió la camisa se sintió feliz, los jirones parecían plumas
multicolores que le habían nacido en el cuerpo y la uso por días enteros, sin
cambiarla, sólo por pensar en un milagro.
Para distraerse, mientras las ovejas pastoreaban, subía a los árboles
para controlarlas desde allí. Con un silbido las dirigía desde lo alto y de paso,
se extasiaba con el extenso valle del Concarán, avistaba los macizos de la
Carolina y cuando el día estaba claro veía las aguas que bajaban rumorosas de
las sierras de Comechingones. Era mirar el mundo desde tres metros de altura,
extender el brazo y tocar las nubes, elevar los ojos y encontrar el sol, silbar
como pájaro y sentir que era dueño de todos los sonidos. Pronto comprobó que
introduciendo dos dedos en la boca, soplando con fuerza y de determinada
manera lograba el mismo sonido del picahueso. Tanto lo ensayó y lo mejoró
que desde entonces, lo llamaban el picahuesero, no sólo por el canto sino por
sus patitas flacas y su jeta grande.
…y el picahueso me dijo que para poder picar
no solo hay que tener pico…
-Padre, anunció Januario una mañana, ha llegado un coronel de la
Europa, un lugar lejano, más allá del mar grande y viene a luchar por la patria.
-¿A luchar contra quién? Ni falta que nos hace, dijo Crespín Luna
mientras herraba un caballo.
-Contra los godos, padre, los godos que están dispuestos a quedarse
con todo. Basilio y José Gregorio se han alistado y parten mañana hacia San
Luis. Yo quiero ir con ellos.
-M’hijo, usté no, dijo con voz de trueno, desde la cocina, María Mayo
enredada en un amase de panes. ¡No!... ¡no! y ¡no! por que hay que ser
dispierto de entendederas pa’cer la guerra y usté solo sabe silbar como lo
pájaro. Ademá, ¿Quién va a cuidar la oveca?
-Para hacer la guerra sólo hay que amar la patria, mama, tener los
cojones bien puestos, calzar la bayoneta al hombro y accionarla a tiempo.
Nada más que eso. ¡Mama entienda! El picahueso me ayudará a alentar a los
soldados.
…pica que pica el picahueso, pica que pica el muy travieso
y de tanto…
Y de tanto hablar se decidió, iría a pelear por su patria, con ese coronel
que todos nombraban. San Martín a secas, garantía de triunfo. Al otro día
emprendería la marcha en mula hacia la ciudad de San Luis donde el capitán
Tomás Baras hacía el reclutamiento. Iría con sus amigos que ya tenían sus
talegos preparados.
En el cielo brillaba la luna inmensa cuando Januario salió de su modesta
casa. Llevaba sus mejores galas, un pañuelo de seda blanca al cuello y el pelo
brillante a fuerza de vinagres. Al pasar por el patio vio la enorme pajarera
sumida en el silencio, sus alados amigos dormían y no silbó para no
despertarlos. Se paró por un momento y miró su villa de Renca, la que lo había
visto nacer, donde todos lo conocían, allí, donde él alegraba el aire serrano
confundiéndose con los picahuesos. ¡Carajo, qué linda! Y ¡cómo progresa! Si
ayer nomás, alguien me dijo que andaba por los 9.000 habitantes. ¿Cómo la
encontraré cuando vuelva? Caminando lento como haciendo la despedida, se
acercó al rancho. Allí vivía su prienda, la morena capaz de acelerarle la sangre
con solo mirarla. Los perros salieron al toreo acostumbrado pero el silbido del
picahueso los tranquilizó y volvieron a echarse indiferentes. El que llegaba era
hombre de paz. En el alero, iluminado por una pequeña mecha titubeante
estaba Martina. Desde lejos, vió su piel cetrina, los cachetes rojos brillantes, y
las largas trenzas que caían a los costados de la cabeza como dos abismos
oscuros que se perdían en las profundidades de la cintura. Se dio cuenta
cuánto la quería, de qué modo iba a extrañarla y qué gran sacrificio le pedía la
patria teniendo que dejarla. Ella apenas lo miró.
-Ya sé. Me lo dijeron. Si esperás que llore no lo lograrás. Se me
acabaron las lágrimas desde que lo supe.
-Será para bien, Martina, Salvaremos nuestro suelo y yo volveré a
buscarte con gloria y medallas. Al fin no me voy tan lejos, a Santa Fe, solo
unos días de viaje montando mi mula. Allí San Martín prepara un regimiento
para darle un escarmiento a esos mal nacidos que han tomado nuestro suelo
como propio.
-Yo no estaré aquí cuando vuelvas. De tanto chiflar como el picahueso
te has convertido en puro pico.
…no solo hay que tener pico
sino hay que saber picar…
Januario se sintió dolido, no esperaba un agravio semejante y menos de
Martina, ¿nadie podía comprender su amor por la patria? Esa patria que era el
terruño, sus amigos, ese cielo y ese río y esos pájaros que le alegraban la vida.
Amaba eso, a tal punto de dejar todo para defenderlo. Pero… ¿nadie podía
entender?
Al día siguiente, montado en su mula y acompañado por los muchachos
emprendió camino hacia San Luis. No había brecha, solo una huella estrecha
que por momentos debían abrirla a machetazos entre la espesura de los
chañares. ¿Y los indios? ¿no los encontrarían detrás de la loma? ¿no estarían
escondidos en los cañaverales? Januario silbaba, el picahueso inundaba el
aire, se enredaba en los piquillines y caldenes, se bajaba hasta la tierra seca y
polvorienta y arpegiaba entre las patas sudorosas de las mulas. Todo era
sonido que hacía más liviano el sacrificio.
De San Luis pasaron a Santa Fe, junto al río Paraná. En el convento de
San Lorenzo, esperaron. Se encontró con amigos y conocidos, eran muchos
los puntanos que se habían puesto a las órdenes de San Martín. Mientras
aguardaban y se preparaban para darle batalla a los godos, Januario chiflaba
alentando nuevos bríos de triunfo. El 3 de febrero de 1813 vieron por el río que
las naves enemigas se acercaban. El momento esperado los estaba alertando.
Januario formó filas con sus compañeros y aunque el jefe los había llamado a
silencio, él comenzó a silbar. No era puro pico como dijeron por allí, sino un
picahueso que se había metido entre los soldados para animarlos,
transmitiendo su entusiasmo, inflamando los pechos, contagiando sus ansias.
Era un picahueso renqueño de poco entendimiento, según la madre, de
corazón heroico, según la historia. Porque él, Januario Sosa, ofreció la vida por
la patria junto a sus bravos amigos Basilio Bustos y José Gregorio Fredes en el
Combate de San Lorenzo. Modestas calles de la villa de Renca llevan el
nombre de los heroicos puntanos.
Rafael, ‘Chocho’, Arancibia Laborda, autor puntano de “El picahueso” canción popular.
2- REQUIEM PARA UN VIAJE
Era febrero, Santiago del Estero la madre de ciudades hervía, el calor
era insoportable. Desde el sur, se insinuaban negros nubarrones pero aún
tardarían horas en llegar. En la posta del camino Real hacia Córdoba estaba
todo preparado para el viaje. La galera con caballos frescos y veloces, mullidos
almohadones y grandes recipientes alquitranados con agua fresca. Los
viajeros, el general y el doctor, habían protagonizado una exitosa misión en
Tucumán y Salta aplacando viejas rivalidades de sus gobernadores y debían
volver a la ciudad mediterránea. El general sufría el calor como un agravio. Se
había quitado la chaqueta del uniforme, llevaba la camisa de espumilla
adherida al cuerpo a fuerza de sudores. La transpiración acre y pegajosa
mojaba los pelos que caían sobre la frente dejando solo un retaso de ojos
negros y penetrantes. La espalda era una mancha oscura de agua y sal. Su
compañero, formal y educado, había desabrochado el corbatón y mantenía la
compostura, con la frente perlada y las manos húmedas. Dos mulatos de
cueros oscuros y brillantes fueron los encargados de subir el equipaje al techo
del carruaje, sendos baúles de lustrosos cueros repujados, cargados de ropas.
Un mozalbete de unos doce años llegó a la posta corriendo sudoroso y pidió
acompañarlos.
-Debo llevar esta nota a mi padre que anda de milicia, dijo, mientras
esgrimía un papel ennegrecido por el trato.
Los dos hombres iniciaron el itinerario recostados en los asientos, frente
a frente, mirando los monótonos caminos santiagueños y permitiendo que los
sueños volaran con mansedumbre. Asomados por las ventanillas y hamacados
por el ritmo impuesto por los caballos, no podían ocultar sus satisfacciones y no
era para menos, el éxito había sido rotundo. Las palabras tuvieron más poder
que las armas y aunque el general se sentía más cómodo y seguro con una
espada en la mano, coincidía, al menos en este caso, con su amigo defensor
de las tratativas y los acuerdos. En eso nunca transarían.
-Cuando llegue a Córdoba iré a pasar unos días a Renca, allí vive mi
madre, dijo el doctor.
-Lo envidio compadre, yo tendré que seguir viaje a Buenos Aires, debo
dar cuenta de nuestra misión al gobernador interino1.
Continuaron inmersos en sus propios pensamientos mientras recorrían
la senda monótona y recta, sucesión de palmas y vegetación achicharrada por
el calor. Con solo mencionar a Renca, fragmentos de su vida poblaron la mente
del doctor. En esa villa puntana había nacido. Recordaba su familia
descendiente de conquistadores de quienes, seguramente, había heredado el
sacrificio y el amor al terruño. Veía a su madre amasando el pan familiar bajo el
árbol centenario y por las tardes, las mismas manos trémulas, piadosas
desgranando las cuentas del rosario, una y otra vez. Se avistaba con sus
hermanos pescando en las aguas del Conlara, correteando el encantado valle
del Concarán, con el ensordecedor trinar de los pájaros por la mañana, la vista
sosegada de las sierras y los tranquilos rebaños de ovejas. Siempre creyó que
era el santo del árbol el que protegía aquel lugar sereno y sencillo.
Luego, fue Córdoba, señorial y puritana con su porte doctoral, las
campanas al viento y su Universidad donde cursó los estudios humanísticos y
teológicos. Después, Inés2. Esbozó una sonrisa cuando recordó el día que la
conoció. El, invitado a aquella fiesta distinguida y ella allí, delicada y
aristocrática. El vestido negro ceñido al cuerpo que insinuaba el nacimiento de
los senos salpicados de pecas y el enorme peinetón sujetando sus cabellos lo
impresionaron vivamente. Lo demás, vino solo. La mujer de su vida.
A esa altura del viaje donde la emoción lo había traicionado, miró a su
compañero. Tenía los ojos cerrados pero sabía que no dormía. Siempre alerta.
Por las noches, después de días agotadores y ensangrentadas luchas, parecía
1
Gobernador Massa, interino de la provincia de Buenos Aires. Su titular, General Juan Manuel
de Rosas se encontraba librando la guerra al indio.
2
Inés Vélez Sarsfield, hermana del codificador, Dalmacio Vélez Sarsfield.
hacerlo con un solo ojo, oteando, vigilando desde los sueños. Ahora parecía
hipnotizado, una leve sonrisa venida de lejos se dibujaba en sus labios.
Conocía demasiado bien a su amigo, o eran polleras o naipes lo que la
provocaba.
-La partida de mus que jugué en Santiago la gané en buena ley y las
onzas de oro, sin lugar a dudas, me pertenecen. No soy tramposo, solo
suertudo, dijo el general como adivinando el pensamiento de su camarada.
Aunque usted no lo acepte, compadre, el hombre necesita unos brazos
cariñosos, donde quiera que vaya, para recostarse después de un día
agotador. Los tiempos que la patria deja libre hay que disfrutarlos. Quién puede
saber lo que sucederá mañana.
-General, estamos llegando a la posta de Ojo de Agua, mudaremos
caballos y seguiremos viaje, no es conveniente que la tormenta nos alcance en
camino.
-El calor es insoportable y sé que se avecina un buen chaparrón pero
ansío unos mates y una china buena moza que me los cebe.
En la posta fueron bien recibidos. ¡General, general! gritaban las
muchachas. ¡El general, está aquí! ¡Ya llegó! La noticia corrió de boca en boca
y todos se apersonaron. El, engreído y presuntuoso se dejaba atender.
Cebaron mates con yuyos, sirvieron chipacos y tortas con chicharrones,
mientras las chinitas se peleaban por alcanzarle el amargo, sólo por rozar su
mano, una guitarra sonó, infaltable en esa tierra, donde los hombres parecen
haber nacido con una bajo el brazo. Y todo se hizo fiesta con la sucesión
interminable de sonidos, la alegría de las chacareras, el meneo de polleras y
las trenzas aleteando como pájaros.
El doctor sonreía. Parado contra un árbol contemplaba la escena
conocida, siempre la misma, en todo lugar que hubiese mujeres.
Alguien se acerca al galope tendido, trae prisa y malas noticias que
susurra al oído del general. De un salto se pone de pie y con la diestra separa
a las muchachas. Tiene la cara transfigurada y de los ojos encendidos parecen
salir llamas. Una conspiración los espera.
-¡General, no debe seguir! Aguardan para matarlo. La traición lo acecha.
El no escucha. Otras veces oyó esas mismas palabras. Sabe que muchos
desearían verlo muerto pero no es un calzonudo para esconderse tras las
faldas femeninas. Hay que seguir.
-Esperemos hasta mañana, aconseja el doctor.
-Cada uno hace la guerra a su manera. Algunos se esconden detrás de
los árboles, yo, tengo el pellejo duro y miró a todos de frente. ¡Caballos!
¡Pronto! Es la orden imperiosa.
Los dos viajeros junto al muchacho, reanudan la marcha, dejando
guitarras mudas y doncellas llorosas haciendo la despedida. Tal vez, la última.
Sentados frente a frente ninguno habla. Todo es silencio, solo se escucha el
golpeteo de los caballos en la senda apenas abierta. Ahora, los recuerdos son
conciencia. Lo que se hizo y se dejó de hacer. Los ideales y los excesos. Los
unitarios y federales. Una brisa fresca comienza a soplar e ingresa por las
ventanillas, leve respiro de almas atormentadas por otros vientos. El general se
asoma y grita al cochero: -¡Más rápido! La tormenta nos alcanza y la noche
llega.
-Todavía estamos a tiempo de hacer un alto, se le escucha decir al
doctor, la patria no puede sufrir otra pérdida, ya tuvo muchas. La posta del
Chañar está próxima, podríamos hacer noche allí.
No hubo respuesta. No es tiempo de dudas ni melindreos y pasan de
largo sin cambio ni descanso. El doctor mira a su amigo. Sabe que él también
viaja hacia la nada. Su destino está marcado por el cariño y la unidad de ideas,
federales hasta la muerte. De simples viajeros se han convertido en rehenes.
Sin juicio ni sentencia marchan al degolladero sin saber cuál es, ni dónde se
esconde el enemigo. No conocen los verdugos, ni las armas, ni los tiempos ni
sus tramas. Sólo saben que están en capilla preparándose para morir.
-Te extraño, Inés, murmuró el doctor en voz baja. Desearía decirte lo
mucho que te quiero. Pensar en la mujer amada lo aferraba a la vida. Quisiera
tenerla, gozarla. Ella, que en sus momentos más duros, además de esposa fue
amante y madre, raras cualidades para darse juntas. Desde sus primeras
andanzas en la política, como Alcalde de primer voto, mucho tiempo atrás,
hasta que llegó a la gobernación de su provincia, estuvo a su lado sin una
queja, sin un reproche. Heroica y sacrificada. Y supo demostrarlo en los
feroces entreveros con el retobado Carreras y en la cruel derrota de Las Pulgas
a la vera del Quinto. Alguien, tal vez un loco, un tal Sarmiento, que entre exilio
y exilio venía dando que hablar con su lengua filosa lo había mencionado como
una promesa institucional. Ella lo aprobaba y alentaba. –Tu destino está en la
política, le decía, aún conociendo las soledades que le esperaban. Una sonrisa
surgió de sus labios, realmente un loco podía hacer ese anuncio. No se
consideraba un teólogo respetable ni un jurisconsulto destacado como lo
distinguía la gente, era, un hombre simple que amaba a Dios, la familia y la
amistad. Nunca dejaría solo a un amigo aunque vinieran degollando.
Por las ventanas tapadas con hule negro se siente el olor a poleo y
manzanilla, señal de que Córdoba está cerca. La última posta, Sinsacate, está
próxima, será prudente no detener la marcha aunque los caballos están
agotados.
El cielo se ha oscurecido, enormes nubes violetas cargadas de agua
esperan el momento de la descarga. Las matas de arbustos y los árboles
toman formas impredecibles. Cada sombra es un adversario, cada ruido la
batalla. ¿Dónde se esconde el enemigo? ¿Dónde las pistolas y las bayonetas?
Después de tantos peligros y pelear tantas batallas están solos,
trágicamente solos en el camino yermo y deshabitado. Las gargantas secas,
secos los ojos y el triperío, un nudo agarrotado que hace calambre.
Las cuentas del rosario se desgranan entre los dedos trémulos del
doctor. Es el réquiem, la súplica de dos hombres que rezan sus propios
funerales… en la hora de nuestras muertes, llévanos… El general enmudecido
escucha el ruego. Nunca aprendió a orar ni tuvo quién le enseñara.
Mariconadas, decía, soy hombre de espada no de genuflexiones. Sabe que es
pecado matar porque lo dicen las tablas pero es más grave asesinar por la
espalda sin otorgar purificación, hasta los más desgraciados la conceden.
¡Muestren las caras manga de cobardes!
La galera sigue corriendo, las nubes la persiguen implacables y el
tiempo transcurre demasiado lento. El general se asoma nuevamente,
despeinado, sudoroso. Quiere ordenar alas para los caballos, buscar un vuelo
prodigioso que lleve la rapidez del rayo y la fecundidad del agua, pero no es
tiempo para salvoconducto. El griterío lo asalta, el ruido lo apabulla. Lo que
esperan ha llegado. Una bala penetró por el ojo, entre los pelos mojados que
caían por la frente, haciendo estallar la cabeza. El doctor cae a su lado
atravesado por un sable que aparece por la espalda. También el muchacho, y
el cochero y los caballos han sido degollados.
El vaticinio está cumplido. Todo es sangre. Todo es duelo. Los forajidos
roban los baúles y emprenden la fuga cuando la lluvia empieza a caer. El agua
barre la sangre y son ríos rojos los de Barranca Yaco. El Camino Real es una
sangradera. El barro salpica los cadáveres y entra irreverente en las narices,
en las orejas y en las cuencas vacías. La muerte no tiene respeto, no conoce
dignidades, el general y el doctor junto a hombres comunes y animales son
iguales ante ella.
Ha cesado de llover. Está amaneciendo. Una comisión de la posta de
Sinsacate llegó a todo galope, salpicando lodo y agua. El sol que aparece en el
horizonte iluminó la macabra escena. Los muertos cubiertos de sangre y pastos
mojados, agredidos por insectos son una masa informe. Los caranchos
esperan su festín. Un silencio profundo invade el campo. Todo está perdido. La
guerra de la independencia tiene sus mañas. En la mano del doctor endurecida
por la extinción hay un rosario impecable, sin mancha. El oficial desciende de la
cabalgadura y anota con mano temblorosa y ojos llenos de lágrimas, las bajas
sufridas, general Facundo Quiroga oriundo de la Provincia de La Rioja. Doctor
José Santos Ortiz, natural de Renca (Provincia de San Luis).
Dr. José de los Santos Ortiz. 1784-1835.
Alcalde de Primer Voto. Gobernador de San
Luis. Inspirador del Acuerdo de Guanacache
para el acercamiento de las provincias cuyanas.
Barranca Yaco (Córdoba) 16 de febrero de
1835.
3- EL BAUTISMO
El padre Marcos Donatti no tuvo que hacer esfuerzos para hacerse
querer por la indiada. El sacerdote franciscano anduvo de prédica en los
reductos ranquelinos y sabía hacerse uno más entre los habitantes de Tierra
Adentro. Gozaba de todas las preferencias por su carácter bonachón y
campechano y por las distintas artimañas de que se valía para presentar la
majestad de Dios. Arremangando la sotana hasta convertirla en faldón, sin
sandalias para ponerse a tono, se lo solía ver sentado a horcajadas en rueda
alegre compartiendo un puchero, vino y chicha, con Mariano Rosas, Baigorrita
o Ramón el platero, sus lenguaraces, mujeres, niños y perros.
Con un poder casi mágico logró plantarse como mensajero de Cristo. Sin
necesidad de presentación abrió una ventana de luz y un mensaje de
hermandad a través de los sacramentos. Hablar de hermanos en una horda
salvaje sonaba tan quimérico cómo esperar que una higuera diera flores, sin
embargo, el fraile no desesperaba y rogaba por un milagro. Un día, en la
toldería de Mariano, mientras se chupaban los dedos después de saborear una
ternerita asada, habló del primer sacramento. Todos escuchaban atentos pese
a los muchos vinos que habían ingerido. Participaba de la rueda el coronel
Mansilla, por esa época agregado a la horda e infaltable comensal.
-El bautismo nos hace hijos de Dios, dijo con su habitual parsimonia.
-Mi padre fue Payné y mi abuelo Yanquetruz que yo sepa ni mi madre ni
mi abuela anduvieron enredadas con Dios. Lo que sí sé, es que eran fuertes
como dioses, tenían cinco esposas, todas contentas y bien atendidas,
respondió seriamente Mariano.
-No blasfemes, amigo, lo que dices es un pecado grave, una falta, una
ofensa contra el creador del mundo. Con el bautismo, gozamos de sus bienes.
Mariano quedó pensativo, ¿qué era aquello de gozar de sus bienes? Por
un rato largo siguió chupando los huesos como si no le interesara otra cosa.
Caldeado por el alcohol, hizo traer más vino, apuró la botella en un generoso
trago y limpiándose la boca con el antebrazo dijo.
-Padre, quiero que bautice a mi hija y que usted, coronel Mansilla, sea el
padrino. Cura y milico quedaron boquiabiertos. No creían que la tarea iba a ser
tan fácil. No esperaban una reacción tan placentera ni una adhesión tan
comprometida con la fe católica. Sonrieron en complicidad, todo era cuestión
de tener paciencia.
El día anunciado para el bautismo amaneció soleado. Un sol grande
como plato de oro enardecía la tierra y toda la toldería se aprontaba, desde
temprano, para la ceremonia. Un rancho, puro barro y paja, fue destinado a
capilla. Las manchas de grasa de las paredes se taparon con ponchos
coloridos y en el centro, una mesa cubierta con trapos blancos oficiaría de altar.
Un poco más allá, ardía una gran fogata para el asado.
Llegada la hora, el padre Marcos, revestido con los atuendos sacros,
colocó sobre la mesa los óleos, un balde con agua y una palangana oxidada
que había encontrado en el corral y se paró en la puerta del rancho esperando
a los párvulos y sus familias. La concurrencia llegaba con mucho ruido, entre
risas y jaranas, con sus mejores ropas y sus hijos en los brazos. Junto a ellos,
parientes, amigos, padrinos y madrinas. El fraile rebozaba de alegría. Estaba
todo preparado pero la ceremonia venía demorada; María, la hija de Mariano ni
su familia llegaban. Todos miraban nerviosos hacia el toldo del jefe pero… ni
señales. La expectativa se hizo insostenible. La tierra abrazaba y el olor a
carne asada desamodorró de tal manera el triperío que la idea de un bautizo
pasó a última necesidad. Cuando el entusiasmo decayó y los presentes
querían empezar el festejo sin que hubiese motivo, se vio una gran polvareda.
Se detuvo en las puertas mismas de la prosaica iglesia una caballada sudorosa
y descendieron muertos de risa y felicidad Mariano, la madre de la niña y la
pequeña que lloraba con desconsuelo.
La depositaron en los brazos del coronel. María, una morena de ocho
años continuaba gimiendo y el padrino, confundido ante semejante escándalo,
no sabía qué hacer para apaciguarla. El llanto desgarrante, como de dolor
intenso, contagió a los otros niños y todo se convirtió en un llorerío insoportable
que dilató aún más el momento del inicio. El fraile estaba apunto de
desmadejarse, veía fracasar su primer bautizo en una toldería. Llevó largo rato
tranquilizarlos, entonces, los ojos de la concurrencia se detuvieron en la
muchachita. Estaba vestida con los mejores y lujosos atuendos. Un vestido de
rico brocado, rojo como la sangre, muy bien cortado y cosido, con adornos de
oro y encajes finísimos. La falda se abría en amplitud, las mangas anchas
infladas como globos al estilo María Estuardo y en la cabeza recogiendo los
pelos renegridos lacios y ariscos, una hermosa diadema de fino metal y piedras
preciosas. A falta de zapatos, le habían colocado unas botitas de cuero de gato
manchadas con barro y bosta de caballo. Resultaba una extravagancia un
atuendo semejante. Nadie en Tierra Adentro había vestido de esa manera pero
el cacique Mariano Rosas y la madre de la niña eran puras risas, cómplices
felices del desatino. Los asistentes olvidaban el oficio religioso por mirar la
criatura. Durante toda la ceremonia la párvula se mostró llorosa y quejona
haciendo movimientos desesperados con los brazos. Algo la molestaba en la
cabeza y pronto dos gotas de sangre brillaron en la frente y corrieron por las
lustrosas mejillas pero nadie se molestó en aliviarla.
En el momento de la ablución el padrino, al recostarla, hizo ademán de
sostener la corona por temor a perderla pero su asombro fue mayúsculo al
comprobar que ésta estaba fuertemente asida a la cabeza por dos pequeños
clavos.
Una vez concluido el bautismo, después de las palabras del padre
Marcos exhortando a la educación de los niños en la fe y antes del suculento
almuerzo, el general Mansilla preguntó a un agregado al toldo de Mariano con
cara de forajido:
-¿De dónde ha sacado mi compadre el vestido de la gurrumina?
-¡Oh! –dijo con voz ronca y fuerte tonada cordobesa-, es el vestido de la
Virgen de la Paz que lo hemos tomado prestado. Mañana, lo vamos a devolver.
4- EL PENOSO DUELO DEL INDIO Y EL CRISTIANO
La línea divisoria entre la civilización y la barbarie eran los fortines, una
empalizada, protegiendo un foso circular donde se construía un rancho o un
reparo en la intemperie. A su lado, el mangrullo se alzaba para otear el
desierto. Los más provistos contaban con un cañón viejo provenientes de barco
desmantelado o campaña libertadora, algunos fusiles y los sables conocidos
universalmente como “latones”.
El fortinero era un alma en pena. Un muerto en vida en el límite de la
desesperanza. Mal comidos, peor vestidos, y despegados de las familias
sufrían grandes daños físicos y morales. En un fortín se extrañaba la mujer
más que en cualquier parte. Los hombres tenían un sueño recurrente, se veían
vencedores de batallas fastuosas, dominando enemigos invencibles, aquí y
allá, pero al volver al fortín, su cetro de laureles era devorado por una víbora de
cuerpo erecto y boca ancha. Las noches eran las peores enemigas. No sólo
debían soportar el acecho de indios y animales salvajes sino la angustia de
jergones solitarios y fríos incapaces de calmar los cosquilleos voluptuosos
punzando desde adentro.
El único gozo eran las pulperías. Allí hacían sus aprovisionamientos de
aguardiente, yerba, tabaco, y otras menudencias a cambio de hipotético
sueldo, que pocas veces llegaba. El desahogo estaba en la guitarra. Era, sin
lugar a dudas, donde se hallaba resuello a todas las penas. Allí fantaseaban las
modulaciones del cuerpo, las caderas redondeadas, el vientre suave, los
pechos firmes, el olor y los besos de la mujer amada y también, las lágrimas,
los celos y las angustias que la soledad trae consigo.
A la oración, cuando el sol iba buscando reposo, se juntaban los
fortineros, a cielo abierto, en torno a una mesa y una botella de aguardiente
para comenzar la copleada. Después de pasar un día desterrados, revolcados
en la aridez del desierto hostil que se tragaba todas las esperanzas, un cielito o
una vidala desangraba los ánimos.
Arriba, Cielito y Cielo
De los fortines
Abajo, que bien lo cantan
guitarras y violines
Entonados, entre coplas y relaciones que iban subiendo de tono en justa
medida con los tragos se quedaban dormidos acollarados a la mesa con el
arrullo de una luna triste y solitaria. Guitarra y Luna lo único femenino que
tenían aparte de la rutina. El día siguiente los esperaba de la misma manera.
Los fortines distaban unos de otros unas pocas leguas y se
comunicaban por el único medio posible en aquellos tiempos, el servicio de
“cambiar seña”. Era una misión penosa y con riesgo a cargo, realizada por dos
hombres que recorrían, al atardecer o la madrugada, la mitad del camino que
los separaba del fortín vecino. Allí se encontraban con la comisión que había
salido de éste y se transmitían las novedades.
En una oportunidad salieron del fuerte Fraga a “cambiar seña” con el
fortín Cerrillos, el cabo Agüero y el soldado Pérez montados en mulas. Era el
amanecer cuando partieron y casi anocheciendo causaba extrañeza que no
regresaran. Temiendo que algo grave les hubiese sucedido se aprestaba una
comisión a salir en su búsqueda. Desde el mangrullo, el soldado que hacía la
guardia grito: -Una considerable polvareda a distancia. Podría ser el cabo
Agüero o también un ataque de indios o una animalada suelta, pero
tranquilidad de todos, resultó ser los dos militares que volvían de su misión. El
aspecto de ambos era lamentable, sudorosos, las caras rasguñadas, los
pantalones desgarrados, seguramente habían sido atacados por una jauría de
perros cimarrones. Bajaron de las mulas y se comprobó que los daños no eran
mayores. Alizaron con las manos la ropa desgajada, se cuadraron ante el
capitán Antonio Pardo y se escuchó la voz entrecortada del cabo que hacia el
siguiente relato:
Mi capitán, no he cambiado la seña con los del fortín Cerrillos
porque de allí no vino comisión alguna, pero lo que sí vino, fue
una partida como de treinta indios que se desprendieron de una
loma dando fuertes alaridos. Al descubrirnos, se lanzaron sobre
nosotros. Desorientados, y pensando que éramos pasto de sus
andanzas, montamos las mulas rápidamente tratando de ganar
terreno. Pero usted ya sabe lo que son las mulas, mi capitán,
ellas nunca están apuradas aunque nosotros las rebenquiemos.
Entonces, divisé un algarrobo y pensé que era nuestra salvación.
Atamos los animales al tronco y nos trepamos a lo más alto, no
por miedo, sino por las pocas municiones que portábamos para la
defensa. A penas pudimos hacerlo cuando los tuvimos abajo. Al
más atrevido que se acercó e intentó subir al árbol, lo baje de un
tiro. Los otros por un rato, se mantuvieron a respetable distancia,
luego, comenzó el hostigamiento. Cuatro horas debimos pasar en
esa situación angustiosa, agarrados a unas ramas endebles que
amenazaban con romperse y con la veintena de indios alrededor
del árbol. Algunos, zamarreaban la planta con violencia
haciéndonos bailar una danza de miedo, otros, giraban a tal
velocidad que el soldado Pérez comenzó a los vómitos y los
demás, pie en tierra o parapetados en los caballos trataban de
alcanzarlos con sus lanzas.
Cuando creíamos todo perdido, porque además del ataque
teníamos el garguero seco y la piel dura, se cansaron y se fueron.
Así como habían llegado, partieron a la carrera con los mismos
gritos endemoniados pero sin botín.
Cuando los vimos a gran distancia recién bajamos de nuestra
improvisada defensa. Montamos nuestras mulas y aquí nos tiene,
Capitán, de vuelta de la comisión.
Con humildad dijo en tono de disculpas:
-Me faltan algunos cartuchos en la canana porque hay tres ranqueles
menos en Leubucó.
5- AL FINAL DE LA NOCHE
El día que nació, un manto de sombras cubrió la cuna de trapos y yuyos
secos y las lagunas del Guanacache1 se sensibilizaron a la desdicha haciendo
más saladas sus aguas. El padre anunció la maldición sin mirar a la recién
nacida, así fue, que la que nació hembra pese a la primogenitura, fue varón sin
esencia ni naturaleza, sólo porque su progenitor así lo dispuso. Recibió por
nombre Martina, en recuerdo de su abuela pero todos la llamaban Chapanay.
El sexo no fue obstáculo, tratada como hombre, sin caricias ni arrumacos, la
convirtieron en un ser duro y áspero, especialmente con las mujeres a quienes
acosaba sin piedad. Era un fantasma presente en toda tarea femenina.
Bajo el ala del chambergo siempre levantada brillaban dos brazas
feroces, si tenía que ser macho sería de los peores o de los mejores, según
1
Versión libre de la leyenda de Martina Chapanay en las lagunas de Guanacache de los
Departamentos Ayacucho y Belgrano de la Prov. de San Luis.
quién catalogara, nunca un mentecato afeminado y ni un simplón respetuoso.
Montaba en pelo desde la cuna, manejaba con habilidad el lazo y las
boleadoras y con destreza increíble usaba el cuchillo mezclándose en duelos
sangrientos por motivos triviales. Con semejantes atributos, se alió con otros
mocetones formando bandas que capitaneaba. El látigo, enredado en la mano
o colgando de la cintura, hacía gemir el aire con su silbido y temblar a los
hombres que lo escuchaban en la cercanía.
El recuerdo de que era mujer lo tuvo el día menos pensado, cuando
desfloró su virginidad sin ella saber ni de qué se trataba. El apero se tiñó de
rojo y un dolor distinto, de entrañas entreveradas la hizo retorcer. -¡Sos varón,
maula, y no quiero volver a recordártelo!, le dijo su padre, aunque el desangre
se lo memorase periódicamente.
Chapanay se convirtió en figura conocida y temida, con su bombacha
bataraz, bien calzado, facón de plata y blusa corralera. Nadie le conoció un
vestido, ni una ojota ni una enagua. Ninguno vio su cabello ni su piel, tampoco
su baño ni su siesta. Era la que corría al viento por la extensa llanura
salpicando la tierra desierta con el agua de las Guanacache, con la única
compañía de flamencos y choflas2. Por las noches, agitada en soledades,
lloraba en silencio el destino trágico de hembra sin fruto.
Al atardecer, en el bosquecillo próximo de chañares y caldenes, se
juntaba la horda de 20 o 30 forajidos. Chapanay los comandaba, trazaban sus
planes, el objeto de ataque y a su voz, salían todos, como exhalación
endemoniada, al galope cruzando la pampa. En plena noche, sabiendo a sus
víctimas desprotegidas por el sueño, atacaban las propiedades. Arrasaban
huertas y sembrados, arriaban animales desollando los de mejores cueros,
pisoteaban y destruían gallineros y jardines. Cuando se hartaban, entraban a
las casas. Todos los habitantes debían salir al patio. Los hombres en ropas de
dormir, agraviados y burlados mientras los látigos zumbaban sobre sus
cabezas. Las pundonorosas mujeres tapaban como podían sus desabrigos con
mantas y chales. Los forajidos se entretenían en manoseos y burlas. Entre el
griterío infernal de heridos, ultrajados y saqueados, Chapanay iniciaba la
retirada con todos sus hombres por detrás, dejando en la noche el eco helado
de su risa. Creyéndolo un hombre poseído planeaban. La venganza, la banda
diabólica debía tener su merecido.
El sol caía haciendo arabescos naranjas en el cielo cuando Chapanay
fue al bosquecillo a esperar a sus compinches. Apeóse de su caballo, lo ató y
se sentó en una piedra. Estaba oscureciendo, sólo los tucos iluminaban las
primeras oscuridades. La luna era un redondel desconcertante que pendía de
las alturas. ¿Por qué demoraban tanto? Estaba impaciente. No acostumbraba a
esperar, se levantó nerviosa, hizo unos pasos y escuchó el ruido. Miró
desorientada hacia todos lados pero no vio nada. Continuó la marcha y percibió
el mismo sonido seco y adusto, cuando se detenía se hacía el silencio. No
había duda, alguien la seguía y no era un animal, era un hombre, sentía cómo
las ramas secas se rompían bajo las botas. Contuvo la respiración escondida
entre la agreste ramada. ¿Quién los habría delatado? ¿Serían los de la última
carreta que asaltaron? ¿Aquella cargada con vino que desde La Rioja
desandaban las riveras salitrosas del Desaguadero? ¿O sería la policía de San
2
Nombre que recibían en esta región puntana los flamencos cuyos nidos eran conos de barro.
Luis que caminaban tras sus rastros? Y los muchacho, ¿por qué tardaban
tanto?
Se quedó un rato sin moverse con el cuchillo presto. Cuando le pareció
que todo estaba tranquilo y que el peligro había sido una imaginación de su
mente perturbada, salió del escondite. Desató el caballo, levantó la pierna para
alcanzar el estribo cuando una fuerza poderosa la tomó del cuello y la tiró al
suelo. Quiso defenderse pero el hombre estaba encima de ella. Sentía su
respiración de jadeos entrecortados mientras le ataba fuertemente las manos y
tiraba lejos su cuchillo. Percibió la muerte galopando cerca, al recibir en la
garganta el frío metal de la daga. Ella se movía, se retorcía en un intento vano
de zafarse del monstruo. En tanto movimiento el chambergo voló por el aire.
Toda la mata de pelo renegrido cayó como cascada sobre los hombros dándole
un aspecto delicado y femenino. El hombre se detuvo, no podía creer lo que
veía. Chapanay era una mujer, una bella mujer y la tenía allí, entre sus brazos.
Las toscas y nudosas manos comenzaron tímidamente a tocarla recorriendo la
cara y el cuello y ella sintió con fuerza inusitada ese raro e intenso cosquilleo
que por las noches le corría con urgencia por el espinazo.
Comenzó a besarla con fruición, con avidez. Asqueada recibía en la
boca y en la nariz el hediondo olor a tabaco, alcohol y frituras. Las manos
avanzaban, eran torrentes desatados de entusiasmo enardecido. De un tirón
rompió el chaleco, saltaron todos los botones de la camisa y los senos
pulposos, suaves, sin dueño, tantas veces negados y escondidos quedaron a la
vista. Dos frutas maduras, nunca tocadas por el sol hicieron explosión de luz en
la negrura de la noche.
Sediento, extasiado, los acariciaba, hundía la cara en el milagro de
mieles y sobacos.
¡Mujer!, ¡Mujer!, decía una y otra vez mientras gruesas gotas de saliva
salpicaban el rostro desencajado de la mujer. Ella se defendía, pero el hombre
forcejeaba, tironeaba. Los fuertes gritos en pedido de auxilio eran inútiles, sólo
las ranas en las lagunas del Guanacache interrumpían el silencio nocturno.
Ladino, bribón, mal nacido, gritaba furiosa. Soy la Chapanay. No hembra
de las que tú crees y menos para andar de revolcones. Te arrepentirás mil
veces de haberme puesto tus inmundas manos encima. Nada podía intimidarlo,
ni los insultos ni las amenazas, el individuo estaba dispuesto a concretar su
venganza. Tanto rencor y odio se lo imponían, sólo que, por una rara
casualidad del destino, sería en forma inesperada.
La encontraron sucia, semidesnuda, sin cuchillo y con las manos
fuertemente atadas.
Nadie preguntó, no era necesario.
6- LAS TRES NIÑAS
Asombradas, detrás de la ventana, los vieron llegar. Era un ejército
completo con su general al frente ocupando el villorio puntano. El regimiento
venía vencido desde Chile, pero no se notaba, entonaban a viva voz marchas e
himnos como si vinieran de ganar toda la epopeya Americana. No traían
banderas ni estandartes pero sus soldados lucían los uniformes rojos del
Regimiento de Burgos rotos y deslucidos por los fragores de las batallas y el
azaroso cruce de los Andes.
Margarita, Ursula y Melchora Pringles hacían oscilar los peinetones con
tantos movimientos indiscretos. Los ojos brillaban en sus caras juveniles y con
las manos, finas y delicadas, tapaban las bocas por donde se escapaban
sonrisas juguetonas. Ellas, al igual que otras niñas en edad de merecer, hacían
lo imposible por escapar la vestida de santos, por esa ausencia de hombres en
tiempo de guerra. Sólo quedaban en casa, viejos, niños, enfermos y cobardes,
cuando todo varón que se preciaba de tal andaba enredado en campañas
libertadoras, montoneras o guerrillas.
Con esa forma de batallar convertían los poblados en pequeños
matriarcados. Las mujeres hacían tantos sacrificios como los guerreros para
alimentar la prole, defenderse de los indios y mitigar la obligatoria veda
amorosa. En ese momento, tenían la oportunidad servida en bandeja de salir
de tan incómoda situación.
La criada, una esclava mulata que servía en la casa desde el momento
mismo que alcanzó el entendimiento quedó detrás de las niñas con el mate frío
en la mano, incapaz de pronunciar una palabra.
-¡Son godos!
-Ave María Purísima.
Las habladurías se hacían realidad. Desde tiempo atrás los pobladores
murmuraban, alguien bien informado les había dado la mala noticia. El General
San Martín, luego de su triunfo en Maipú, no quiso encarcelar a los vencidos en
tierras chilenas (algunos amigos o conocidos desde su estadía en la
península), y prefería mandarlos a San Luis donde gozarían de la calma
serrana y la viva amistad. El momento había llegado y los habitantes de la villa
estaban preocupados. Tenían fe ciega en el General, pero no entendían por
qué razón estaban allí, alterando la vida pacífica de la ciudad.
Cuando la iglesia, lanzó su campana al viento celebrando el saludo del
gobernador Vicente Dupuy y el general Ordóñez, todos respiraron aliviados.
Las niñas, detrás de las amplias ventanas enrejadas de la casa paterna,
seguían los movimientos. Dejaron sus tejidos y bordados y entre absortas y
risueñas vieron desfilar por las modestas calles de tierra, levantando
polvaredas y cuchicheos femeninos, una gran cantidad de soldados.
La plaza, una manzana desolada, librada a su propia suerte fue la
primera en brindar sus lazos fraternos. Albergó a los recién llegados bajo las
sombras de sus árboles y las pesadas carretas que hacían sus viajes hasta La
Rioja, los caballos en los palenques y la exhibición de pelones, tunas, ajos,
miel, ponchos artesanales y artículos de plata en colorido revoltijo.
El Fuerte, ubicado frente a la plaza, fue testigo del arribo, lo mismo que
la iglesia, un edificio de piedras y adobes con dos torres tembleques que
apuntaban al cielo. Cada vez que el Chorrillero se lanzaba a correr, los
torreones oscilaban al ritmo de su locura pero nunca consiguió derribarlos. La
fortaleza contaba en sus patios, invadidos por los tunales de la pampa, con
calabozos de pesados adobones malolientes que nunca estuvieron a
disposición de los recién llegados, pese que, entre sus muros permanecía
engrillado un revoltoso riojano, apellidado Quiroga, que andaba alborotando al
pueblerío. Tanto susto metía que fue a parar con sus huesos y los de sus
montoneros en las celdas puntanas.
Las leyes de la hospitalidad eran inviolables. A nadie se le negó techo y
comida. Las casas particulares de la villa se convirtieron en albergues y
refugios donde se compartían ricos pucheros y sabrosas humitas, quesos y
quesillos, el espumante mate con pastelitos y la guitarra, con un buen cielito de
fondo. El propio gobernador Dupuy hospedó al coronel Morla; Primo de Rivera
y Ordóñez se albergaron en la propiedad frente a lo de Pereira, Marcelino
Poblet recibió al capitán Carretero y la desprendida doña Josefa Pérez instaló
en su morada al coronel Morgado y otros oficiales. La vida se desarrollaba
armónica. La plaza, como no podía ser de otra manera, se convirtió en centro
de reunión. Al principio, las muchachas miraban desde lejos. Luego,
envalentonadas y deseosas de trabar amistad con aquellos hombres que
daban reiteradas muestras de decoro y sobriedad, también llegaron al ruedo.
Lo hicieron alegres, graciosas, llenas de risas, ocultando sus ojos detrás de los
grandes abanicos y haciendo sonar el frú-frú de sus enormes vestidos. Entre
pasada y pasada fueron naciendo los primeros romances. Las niñas felices, y
los españoles encontrando la forma de extrañar menos sus terruños y borrar
cicatrices del pasado. Algunos soldados encendieron el corazón de las
puntanas o al revés, algunas niñas sacaron de quicios a los guerreros, tal el
caso de Juana Chilota, una hermosa criolla de meneantes asentaderas y
prominentes senos que casi le sorbió el juicio al Capitán Manuel Sierra.
La aldaba de los Pringles sonó con insistencia. La mulata acudió al
llamado tan pronto se lo permitió su pesada figura, mate en mano con su cara
risueña y la profusión de dientes blancos entre los mofletes redondos.
Un apuesto soldado de firmes rasgos andaluces, piel trigueña y espesas
cejas negras estaba parado en el empedrado de la vereda.
-Capitán Ruiz Ordóñez- dijo en forma de presentación y saludo. –Busco
a la señorita doña Melchora Pringles. Ante lo insólito del requerimiento, la mujer
retrocedió sin saber qué contestar y se alejó haciendo sonar las alpargatas en
el amplio zaguán con oleadas de jazmines. Melchora reconoció en el joven
oficial aquel par de ojos negros que la seguían sin reparo en sus vueltas por la
plaza. Más de una vez, en tantas idas y venidas su mirada se encontró con
esos azabaches de fuego y avergonzada miraba hacia otro lado, pero éstos ya
se habían metido en su vida.
-¿Qué desea? como toda respuesta sacó de entre sus brazos cruzados
en la espalda un malvón que colocó en la larga cabellera de la niña.
-Es un godo, le decía su hermano Juan Pascual, por entonces oficial de
la guarida de seguridad de la ciudad. -¿No te parece suficiente el daño que nos
han hecho estos españoles empeñados en no irse nunca de nuestras tierras?
¿No crees que hay demasiado dolor y llanto?, pero Melchora de una cosa
estaba segura, que lo amaba intensamente, que deseaba casarse con él y que
estaba dispuesta a la insubordinación si alguien pretendía que cambiara de
idea.
Así, de forma simple, el amor llenó todos los recovecos de la casa de los
Pringles, Melchora con anuencia de sus padres Gabriel y Andrea Sosa fijaron
la fecha de la boda, Margarita hizo oídos a los requiebros del general Ordóñez
y Ursula le abrió el corazón a otro soldado de apellido Márquez, la familia
empero, no se sentía feliz. Consideraban como mal augurio que las tres niñas,
hermosas jóvenes y flor y nata de la sociedad puntana se casaran con
soldados españoles, más aún, vencidos por San Martín. Les parecía una
traición al General que hacía denodados esfuerzos y sacrificios por la liberación
de la patria.
Un malhadado personaje echó a correr la noticia con intención perversa.
Los españoles serían encarcelados, engrillados se los enviaría a la terrible
misión de Las Bruscas, al sur de Buenos Aires y nunca más se sabría de ellos.
Si un criollo, el apellidado Quiroga estaba encepado en esa misma ciudad,
cuánto más ellos, foráneos, intrusos y vencidos. El pánico surgió entre los
españoles y la trama junto con él.
El lunes 8 de febrero de 1819 fue un mal día. Lucifer rondaba demasiado
cerca el fuerte puntano y comandaba una pléyade de demonios sueltos y
embravecidos. Un grupo de oficiales al mando del teniente coronel Morla y el
capitán Carretero llegaron a la sede del gobierno. Con premura desarmaron al
centinela, lo tiraron al suelo amordazado, cerraron con doble llave la puerta de
entrada e ingresaron al despacho de Dupuy con aires de amistad. Este, al
verlos llegar se levantó de su asiento para saludarlos.
-¿Cómo han pasado el fin semana?
-Todo lo bien que se puede en una tierra beatífica, con amigos
entrañables y bellas mujeres. Tomaron asiento en torno al gobernador como lo
hacían asiduamente. El asistente llegó solícito con el mate espumoso de yuyos
serranos. De pronto, el capitán se levantó sacando un puñal de entre sus ropas
amenazó al gobernador.
-So pícaro, éstos son los momentos en que usted debe expirar. Toda
América está perdida y de ésta no escapa. Dupuy y Carretero se trabaron en
lucha. Una lucha pareja, hasta que el gobernador puntano pudo torcer el brazo
de su atacante. El bochinche, los gritos destemplados, los insultos llegaron al
pueblo que colmó la plaza, rodearon la gobernación e hicieron fracasar la toma
del cuartel y la cárcel. Al grito de ¡maten a los godos! El populacho enfurecido
cargó contra los conjurados.
El capitán Ruiz Ordóñez estaba apostado, bayoneta en mano, en el
lugar designado, una esquina de la plaza frente a la casa de los Pringles.
Desde allí, Melchora lo vió y sin detenerse a pensar un momento avanzó
desafiando los desmanes callejeros. La flanqueaban sus dos hermanas,
Margarita y Ursula, los criados y sirvientes, los esclavos y la mulata de
contagiosa sonrisa llena de dientes blancos. Componían una comitiva
silenciosa, casi trágica. Las niñas y sus aliados, los sin poder ni gracias pero
capaces de guardar en el silencio las situaciones más comprometidas.
Llevaban una misión difícil, sólo había que rezar para poder cumplirla. Se
acercaron al soldado por la espalda. Estaba desprevenido por ruidos, gritos y
temores. Melchora avanzó decidida, generala de su propia revolución y sin
decir una sola palabra, lo desarmó y lo tomó prisionero. Empuñó la bayoneta y
con el arma le indicó que debía seguirla. Se puso e marcha la procesión, un
extraño séquito de polleras de seda, alpargatas, niños descalzos y un joven sin
arnés ni coraza. Silenciosos, como portando la cruz con los trapos morados del
viernes santo, traspusieron el amplio zaguán perfumado de jazmines. Cruzaron
el primer patio, bordearon el aljibe de brocal tallado y llegaron al segundo,
donde la ropa tendida recibía los largos soles precordilleranos. Llegaron a la
despensa y abrieron la puerta. Un olor acre y picante proveniente del queso sin
cuaje, mantequilla y grasa en vejigas, cuartos de carne ensalados y charqui, les
hicieron dar un paso atrás. El tiempo apremia, nada debe demorarlos. Melchora
hace entrar a Juan, mientras la escolta permanece afuera. Están callados, sin
mirarse, como si sus ojos nunca se hubieran encontrado, como si no tuvieran
planes, deseos ni secretos. Son dos desconocidos y ella con su indiferencia le
hace notar lo mucho que ha perdido. Tranquilamente, como si la situación no la
alterara saca una gruesa cadena que adorna su cuello e improvisa esposas en
los brazos del guerrero. El, la deja hacer, siente como propios sus
sentimientos, quisiera decirle tantas cosas, consolarla, abrazarla pero su
oportunidad pasó. Ahora, comienza su agonía. La muchacha da media vuelta y
se retira después de haber cerrado con doble tranca la puerta. Afuera seguía la
furia y el desvarío. Se escuchaban los insultos y los ultrajes, el sonar de las
armas, el llanto de los niños, las nubes de tierra levantada y el cielo plácido de
la serranía puntana oscurecido por los fuegos. Las tres niñas soportaron el
dolor con hidalguía ayudando a heridos, maltrechos y sofocados.
Era pasado el mediodía. Las cocinas permanecían apagadas, nadie
pensó en prender la leña ni calentar el agua. Un murmullo de dolor corría de
boca en boca. Las muchachas ya están en su casa, han hecho cuanto podían y
aguardan con la familia los últimos partes.
De pronto, Melchora se levanta, espera que nadie la vea y sale. Corre
los dos patios con velocidad inusitada. Sus pies apenas tocan la tierra
afiebrada de la siesta. A cada momento verifica que nadie la siga. Llega a la
despensa, saca la tranca y en la oscuridad, entre el olor agrio y nauseabundo
está Juan, sentado en el piso de tierra, con la cabeza apoyada en los brazos.
Es el hombre que ama, el mismo con el que ha planeado casarse el día del
patrono y un estremecimiento la invade. –Melchora, niña hermosa, aunque sea
lo último que pueda decirte, te amo. No quise pisotear tu tierra, ni despreciar tu
casa, ni burlar tu inocencia, sólo cumplí órdenes. Ahora, soy el hombre más
desdichado. La muchacha se acercó al soldado con toda parsimonia, parecía
carente de emociones, sus ojos no brillaban ni en su piel, ni el más leve
arrebol. Con desgano, sus manos ágiles y delgadas sacaron la cadena que
oficiaba de esposas y volvió a colocarla en su cuello. Luego, en un inesperado
arremolinar de polleras se prendió de su cuello y gritó con toda la voz: -¡Te
salvé, Juan! ¡Te salvé! Nada malo cometiste porque antes de que eso
sucediera, te libré. Te libré de la deshonra, te amparé de tu propia lástima. Eres
un capitán del ejército español con mucha honra.
El caos había dejado marcas imborrables de horror, sangre y muerte. El
coronel Primo de Rivera al ver tamaño descalabro se disparó un tiro muriendo
en el acto. Los oficiales superiores, otros de menor graduación y algunos
soldados quedaron muertos en la refriega y los ilesos, ejecutados. Margarita y
Ursula Pringles lloraron los hombres en quienes habían depositado sus
confianzas.
Ruiz Ordóñez, el único que no había participado de la refriega, fue
llevado preso y engrillado a las cárceles de adobes malolientes. Mientras lo
conducían no podía disimular su gozo y una generosa sonrisa estuvo
permanente en sus labios. Nadie podía entender. Todos creyeron que se le
habían descompuesto los sesos, ningún hombre en su sano juicio va a la cárcel
con tanta alegría. Melchora también reía y saludaba con su diminuto pañuelo
bordado mientras veía a su amado cargar con gruesas cadenas que apenas le
permitían caminar. Días después llegó San Martín. La generosidad del
Libertador permitió que la sangrienta lucha no acabara con el amor. El
matrimonio de Juan y Melchora se celebró el día del patrono, tal cual lo habían
anunciado. El propio vencedor de Maipú, por poder, fue testigo de la boda.
7- LA PEQUEÑA-GRAN DINASTIA DE LOS ZORROS
Era el atardecer en la pampa, cerca de la Alegre, una laguna de agua
dulce. Médanos y arbustos formaban el paisaje. El baqueano detuvo la marcha
de su caballo y mientras el animal se hacía una panzada de yuyos tiernos, él,
observaba el vuelo de una bandada de pájaros. Sus cálculos eran correctos.
Iban bien orientados.
Sin ninguna prisa, cuando el campo quedó en silencio, buscó con la
vista a su acompañante. Detrás, montado a caballo, sudoroso, sucio y con
visibles signos de agotamiento se encontraba un hombre. Las manchas de
barro, los hombros encogidos y la cabeza metida sin dejar entrever el pescuezo
delataban que la pampa y los galopes sin mesura no estaban hechos para
cualquiera. Se miraron en silencio y el baqueano, con la superioridad que le
daba el conocimiento del terreno, continuó la marcha. El otro, general Emilio
Mitre, lo siguió. Desde el amanecer de aquel día del mes de julio de 1857
buscaban la rastrillada que los condujera al Cuero, las lagunas de Leubucó, las
tolderías de Payné y la Amarga, que según su cartografía, era una gran laguna.
La llovizna de la noche anterior y el viento sur que soplaba incesante habían
borrado los rastros y en ese momento, entrada la oración, se encontraban
desorientados. Después de una legua más, a paso de hombre, con la noche
encima y los ponchos calados hasta las orejas atentos al peligro de ser
maloqueados o atacados por animales salvajes, llegaron a la encrucijada de
caminos de Witalobo a poca distancia del Cuero. El cruce lo formaban dos
médanos en forma de portezuelo con abundante alfalfa donde nacían dos
caminos. Contentos y esperanzados que la penuria terminaría pronto pusieron
decididos rumbo al este alejándose de este modo de los campos que
buscaban. Después de un rato reconocieron que estaban perdidos.
Extenuados, al límite de las fuerzas, cargados con máquinas de guerra que
hacían más difícil la marcha, decidieron armar campamento. La noche
transcurrió demasiado lenta. Nunca había demorado tanto el sol en salir. Al
reanudar el recorrido, el general Emilio Mitre, después de una noche en vela e
incapaz de soportar una marcha como la del día anterior, resolvió dejar sus
pertrechos de guerra bien guarnecidos para luego mandarlos a retirar.
El día era esplendoroso, el viento había cesado y un sol radiante
iluminaba el campo. Payné, cacique de los ranqueles, hijo del valiente y
belicoso Yanquetruz, fundador de la dinastía de los zorros, recorría con los
suyos los campos cercanos a las tolderías levantadas a orillas de la laguna en
el centro de Leubucó. No les fue difícil encontrar los rastros de los dos
hombres, comisionados del ejército, que la noche anterior habían recorrido la
zona buscando sus posesiones. Payné y algunos indios siguieron las huellas
aún frescas que el viento del día anterior no había conseguido borrar. Tampoco
les costo esfuerzo dar con las máquinas de guerra que el general Mitre había
dejado disimuladas detrás de una enramada. Los indios curiosos bajaron de
sus caballos y con muestra de gran alegría, risas y ademanes exagerados se
acercaron para ver aquellos aparatos extraños que los wainas habían olvidado.
Revolvían, tocaban, levantaban, todo les llamaba la atención inconscientes del
peligro a que se exponían. Payné encontró un armón de municiones cargado
con granadas de mano. Jugaba con ellas como si fueran bolitas. Entre risas y
jolgorios, las hacía rodar, las tiraba hacía arriba para luego atraparlas en el
aire, feliz como un niño. De pronto, una munición cayó sobre una piedra, una
llamarada de fuego tapó el cielo y el ruido se escuchó desde muy lejos. La
explosión produjo una voladura en cadena que termino con el cacique y los
indios que lo acompañaban.
Todo era silencio en la comarca de Payné. Su muerte enlutaba no sólo a
los ranqueles, sino a otras tribus amigas y cristianos unitarios, renegados de la
política y la justicia, que habían tenido albergue generoso en sus enramadas.
Calvain, indio brutal y necio fue encomendado para organizar los
homenajes.
-Quiero el mejor funeral para el jefe de nuestra tribu, Payné, se le
escuchó decir poco después de conocer el triste acontecimiento.
Con todo el vandalismo, barbarie y crueldad que sólo su mente
demenciada podía concebir ordenó construir una gran fosa. Todos se
preguntaban para qué una cavidad de tan grandes proporciones si después de
depositar al cacique muerto junto con su caballo preferido, sus pertenencias,
joyas, poncho y demás posesiones, quedaba demasiado espacio disponible.
-Para que no esté solo, fue la respuesta. Desde ese momento comenzó
a formar un pequeño ejército con los mejores tiradores de la tribu y lo armó con
piedras. Todas las piedras que encontraron en la comarca vinieron a engrosar
el armamento. A la hora del crepúsculo, cuando el sol teñía el cielo con sus
últimos azufres, comenzaron las exequias. Un tambor llamó a silencio y toda la
indiada enmudeció. Se los veía con los ojos llorosos y los rostros
desencajados. El dolor y la pena eran absolutos. En ese momento apareció el
pequeño regimiento con sus mejores atuendos, los rostros pintados y los
brillantes collares de chaquiras. Llevaban la mirada perdida como buscando en
el infinito la fuerza necesaria para cumplir la tarea que les habían
encomendado. Se apostaron en fila, con una rodilla en tierra y rodeados por los
proyectiles que formaban terribles montículos de odios perdurables y celos
ancestrales. Al son de los tambores, trajeron atadas con una larga tira de
cuero, las cinco esposas de Payné, excepto la vieja cacica madre de Calvain.
Las apostaron frente a los guerreros. A una orden comenzó la pedrea. Las
piedras fueron cayendo sin piedad en las indefensas mujeres que gritaban,
lloraban e intentaban detenerlas con sus brazos flacos y las manos atadas.
Queriendo escapar del descomunal suplicio se enredaban entre ellas en un
revoltijo de cuerpos y lágrimas. Al comienzo, el griterío llenaba la comarca, los
chillidos desgarrantes se escuchaban desde lejos. En instantes, fueron
cesando hasta convertirse en gemidos lastimeros y débiles ayes de dolor. Todo
el horror duró el latir de una cascabeleo y cuando Mariano Rosas y Epumer,
hijos del difunto cacique, indignados quisieron interrumpir las macabras
exequias, era demasiado tarde. Las ex cacicas yacían en el suelo, con las
cabezas partidas, los rostros desfigurados, los miembros separados de los
cuerpos y enchastradas en un río de sangre. Arrastradas con furia de los
cabellos eran echadas a la fosa sin saber si estaban vivas o muertas. La
indiada, muda por el atropello y el dolor, no atinaba a moverse. El silencio se
desparramaba como una maldición entre las muecas y los llantos cautelosos.
Un tambor se largó a batir como último adiós sin ataduras y comenzó a correr
el vino de las celebraciones. Se iniciaron los bailes del duelo entre las chispas
del alcohol y el inmenso sufrimiento de la ausencia. Los brazos subían y
bajaban temblorosos, una y otra vez, pidiendo a los dioses aceptaran al viajero
que había partido y a sus cinco mujeres flageladas. Pedían perdón por la cruel
despedida que les habían brindado.
El desierto, siempre feliz, quedó huérfano. Las cocinas sin lumbre,
apagados los sahumerios, las gargantas roncas sin pronunciar el nombre, un
cielo oscuro, pesado como de luto, y una tierra herida de lamentos que se
llevaba el viento. El gran Payné, el cacique Payné, se había marchado a los
dominios del sol y la luna, a reinar entre sus dioses protectores.
A Payné lo sucedió su hijo mayor, Mariano Rosas, que gobernó a los
ranqueles hasta 1877, año en que murió en Leubucó, capital del vasto imperio
ranquelino. Su tumba, considerada una bastión entre la indiada fue profanada
por orden del coronel Racedo, el infatigable enemigo de los indomables. El
cráneo del famoso cacique fue expuesto como trofeo de guerra.
8- DE TODOS LOS SANTOS, EL PEOR
Santos Guayama las tenía todas consigo. Buena estampa y elegante
vestir. Calzado con poncho de lana inglesa sobre camisa de espumilla, botas
de becerro, sombrero aludo de cuero fino, bien afeitado y perfumado se daba
aires de gran señor. Hablaba correctamente. Deslizaba, por allí, alguna palabra
sofisticada o de difícil pronunciación para dejar boquiabierto a su interlocutor.
Sabía reír y sonreír, según la ocasión, poniendo de ese modo paños fríos a la
rigidez de su mirada. Todos creían y muchos sabían que capitaneaba una
banda, los guayaminos, que asolaba a distintas poblaciones puntanas. Eran
muy pocos, por no decir ninguno, los que lo habían visto al frente de la pandilla.
Cuando la horda azotaba los descampados y las viviendas, don Santos se
dejaba caer en la pulpería cercana, donde no lo conocían, montando buena
mula y con equipo de arriero. Allí, en el garito de la trastienda se convertía en
centro de la reunión. Reía, impresionaba con relatos de aparecidos, jugaba
unas partidas de mus y como de paso, averiguaba qué pensaban de su banda
y las medidas que tenían para hacerle frente. Era suertudo con los naipes, casi
siempre marcados. Cuando la reunión se le antojaba aburrida, se retiraba sin
muchos cumplimientos con los bolsillos forrados de bolivianos dejando a los
asistentes rojos de ira y tramando la venganza. Mientras Santos Guayama
alternaba con los vecinos para desorientarlos, doña Gregoria su mujer, y su hijo
Domingo, conducían la pandilla más temida. La dama, frígida, poco agraciada y
sin vocación para las tareas de cama colaboraba con su marido por un rédito
muy especial: la fama que ostentaba de dura, férrea y flageladora. Eso la
colmaba de gozo. De abundantes carnes y enormes asentaderas, con el pelo
recogido en un sorongo y enfundada en enormes pantalones, manejaba al
populacho con voz potente alentándolos a las más sangrientas fechorías. Su
hijo, un muchacho enorme y pesado, medio bobalicón, era un títere en sus
manos. Quería hacerlo truhán pero ni el entendimiento ni el coraje le daban
para esos menesteres. La organización de la banda no duró mucho, el tiempo
necesario para que los vecinos desplumados los identificaran.
El comandante Don Zoilo Concha, por entonces jefe del departamento
Ayacucho de San Luis, se propuso terminar con las correrías. Buscándolos
llegó hasta el Manantialito. Allí los gauchos estaban en flagrante entrevero con
un destacamento de milicias de San Juan al mando del comandante Carrizo.
Concha tuvo oportunidad de lancearlos a gusto, pero Guayama huidizo y sagaz
se hizo humo y don Zoilo tuvo que conformarse con llevar detenidos a doña
Gregoria y Dominguito.
Desde entonces, las cosas cambiaron. Guayama no sólo sintió que su
negocio estaba arruinado sino que las policías de San Luis, La Rioja y San
Juan no le perdían pisada. Sus métodos debían cambiar. El hombre, nunca
estrecho de miras y ambiciones, se le ocurrió ofrecer sus servicios al gobierno
sanjuanino como guarda fronterizo. Creyendo que de ese modo los desmanes
cesarían, le otorgaron el conchabo. Volvía a tenerlas todas consigo, no sólo era
bien plantado y trajeado sino que tenía autoridad, y estaba dispuesto a usarla y
abusarla. Se transformó, de la noche a la mañana, en empleado
gubernamental con poder para combatir la delincuencia de frontera que él
mismo ocasionaba. Disociado de su mujer y su hijo, de quienes no se preocupó
más, no le fue difícil encontrar quien condujera las fechorías en su nombre. El,
mientras tanto, se regodeaba con mujeres, otros agentes y secuaces. Por su
pinta y su forma lúcida de hablar engañó a los pobladores que lo recibían,
invitaban y homenajeaban como laborioso empleado que los protegía del delito.
Los infaltables celos, rencillas privadas o vaya a saber qué mala espina hizo
que un jetón abriera la boca. La verdad no tardó en descubrirse. Se reanudaron
las corridas de una y otra parte.
Guayama, hombre sin ley ni moral, dejó de ser asalariado y sin
importarle nada se largó nuevamente a las más descaradas fechorías. Los
saqueos, que nunca se habían detenido, ahora tenían nombre propio.
Cansado el gobierno y no sabiendo cómo solucionar el problema, lo citó
al cuartel. Mucho tiempo le llevó al hombre decidirse. Sabía que era una
trampa hasta que una noche se presentó, haciendo alarde de su accionar.
-Quedará detenido, esposado y a media ración, le anunció el jefe del
regimiento e hizo una señal para que fuera llevado a las celdas. Don Santos ni
se mosqueó. Sabía muy bien que con él nadie podía y menos ese regimiento
de frontera con pocos efectivos y mal armado. Les siguió el juego. Se dejó atar
y conducir.
Salieron, los recibió una noche oscura, sin estrellas. Dieron unos pasos.
Guayama simulaba congoja y arrepentimiento pero en realidad esperaba, sin
inmutarse, la ocasión para escapar. Cuando lo intentó, alguien le metió un tiro
en la cabeza aprovechando la falta de testigos.
El Santo más cruel comenzó a ser una mala leyenda.
9- LOS CERROS JUJEÑOS
Los cerros jujeños pintarrajeados de diferentes colores y un aire
tembloroso de angustias recibieron al minúsculo regimiento de sólo 200
hombres. Extraño contingente. Desde que iniciaron su derrotero, un año atrás
en la Banda Oriental, su marcha había sido una sucesión de fracasos y
sinsabores. A medida que recorrieron el territorio los soldados se han ido
desbandando, Lamadrid está en Tucumán, Justo Daract después de la derrota
de Quebracho Herrado emigró a Chile, las tropas correntinas desertaron para
unirse a Paz y el jefe, Juan Galo Lavalle, estaba medio loco. Después de
Navarro su vida se deslizaba por una pendiente, caía en profundas
depresiones, lo acosaban frecuentes pesadillas y cambiaba de humor con
facilidad. La llegada a Jujuy con un grupo de amigos y subalternos que han
elegido acompañarlo, es patética. Las calles de la pequeña ciudad están en
tinieblas, alumbradas por escasos faroles con velas de sebo o aceite de potro,
enclavadas en algún muro o poste alto. Las luces mortecinas de una pulpería
dan cuenta que soldados federales juegan una partida de naipes. El jefe y su
camarada, general Pedernera, puntano y soldado valeroso, entraron a la
población, a trote corto, en caballos tan cansados como la desilusión de sus
jinetes. Con tristeza, veían silenciada, en el norte, la oposición al tirano Rosas.
El secretario Frías miraba de reojo a Lavalle. Le inquietaba el aire festivo de su
mirada y la despreocupada sonrisa en los labios. Estaba ausente, como si no le
llegara la vista de Oribe pisándole los talones, ni la cabeza del general Acha
expuesta en la plaza pública. Tampoco le interesaban los reiterados mensajes
de su esposa desde la Banda Oriental pidiendo recursos. Tres días atrás, al
pasar por Salta, mandó a fusilar a los coroneles Pereda y Mariano Boedo a
pesar de las súplicas de una bella salteña que se tiró a sus pies pidiendo
clemencia y dijo llamarse Damasita.
-Estoy enfermo, quiero una casa confortable para descansar.
La residencia de Alvarado era la mejor construcción de la zona, paredes
blanqueadas, sábanas limpias, mosquiteros nuevos y un decrépito excusado al
fondo. No se podía pedir más, perdidos en aquellas alturas. Allí se quedó
Lavalle con tres oficiales y ocho soldados para la guardia. El general Pedernera
hizo noche con el resto de la tropa en los tapiales de Castañeda, a pocas
cuadras, sin tantas comodidades.
Cuando la oscuridad y el silencio fue completo, una figura de mujer,
sigilosa, envuelta en amplia capa abre la puerta principal de la casa y avanza
por el zaguán. La recibe un espacio grande y desguarnecido con aljibe ornado
y perfumado con glicinas y jazmines del país. Todas las puertas que
desembocan en el patio estaban cerradas y sin luces. Sólo una permanecía
entreabierta y en su interior, una bujía encendida destellaba colores. Damasita,
la bella salteña de enormes ojos azules y cabellos rubios que caían agresivos
por la espalda, la misma que suplicó de rodillas por la vida de sus familiares,
estaba allí y era bienvenida. El general la aguardaba. Momentos después el
sebo dejó de brillar.
El amanecer despuntaba. Detrás de los cerros, el sol pintaba de naranja
el nuevo día. Era octubre de 1841. El estío se aproximaba reverdeciendo las
montañas y encendiendo el amor en esas almas torturadas. El gozo no durará
mucho. La partida federal andaba de recorrida husmeando todos los rincones y
al observar la casa, supuestamente desocupada, advirtieron movimiento
inusual.
-Son tropas unitarias, gritó Fortunato Blanco. Golpeen la puerta hasta
derribarla, seguramente los encontraremos amodorrados y con las sábanas
pegadas al lomo. Lavalle se levantó ante la urgencia de los golpes, Damasita lo
siguió. Había tirado un chal sobre sus hombros desnudos y el pelo revuelto la
hacía aún más bella. Presurosos cruzaron el patio, luego el zaguán, mientras
los golpes arreciaban. El general decidido intentó abrir la puerta pero antes de
lograrlo, cayó fulminado por un tiro. Ver al jefe caído produjo el alboroto y el
desbande. La guardia del segundo patio salió despavorida a unirse con el
general Pedernera.
-¡Mataron a Lavalle! ¡El ejército federal está sobre nosotros! ¡Huyamos
hacia la Quebrada!
-Nunca dejaré a mi amigo y camarada como trofeo de Oribe. ¡No le daré
el gusto y la gloria a ese cretino! ¡No, mientras yo viva!, decía Pedernera
consternado por el dolor. Debemos buscar el cadáver.
El, que había peleado junto a San Martín y Bolívar, en Cuyo, Chile y el
Perú, que conoció las victorias, la cárcel y las derrotas, ahora, se disponía a
jugarse el pellejo por un hombre muerto, vencido e in fraganti en amor
clandestino a quien llamaba, su amigo. Sigilosamente, agachados, haciéndose
hilos contra las paredes, tratando de pasar inadvertidos en la luminosidad
estival que delataba toda presencia, llegaron a la casa. En el piso, el hombre se
desangraba. A su lado una mujer lloraba su desgracia y la confusa situación.
Nada justificaba su presencia en el lugar.
-Mire usted, Damasita, el general ha muerto. Paréceme por lo mismo
que su presencia aquí ya no tiene objeto. Seguramente deseará volver al seno
de su familia. Si esto es así, le haré dar todos los recursos necesarios para que
usted regrese a su casa.
La muchacha lo miró con los ojos llenos de lágrimas. Su afecto la
conmovía. Sabía cuánto se apreciaban con Lavalle y de qué modo estaría
sufriendo la muerte de su amigo.
-Señor general Pedernera, agradezco con humildad que piense en mí en
este momento trágico porque no lo merezco. Cuando una joven de mi clase
pierde una vez su honra, no puede volver jamás a su hogar. Prepáreme una
mula para seguir yo también adelante y vivir y morir como Dios me ayude.
A plena luz del día, con un enemigo implacable que no les perdía pisada
y tortuosos topografía, el general Pedernera pudo organizar la marcha. Por la
Quebrada de Humahuaca avanzaba la triste caravana buscando Bolivia.
Damasita, envuelta en poncho se confunde con la soldadesca. Nada la alucina
ni la amedrenta y es una más entre los emigrados abatidos y solitarios
caminando en corazón del Altiplano. La Puna, desconsolado escenario de
odios y rencores, de grandeza y amistad, puso su suelo arenoso y guijarral.
Sus pequeños bosquecillos de churqui, tolilla y chigua cobijaron a sus héroes
en las noches heladas. Durante el día, el frío y el viento agredía los endebles
organismos y a sus espaldas, Oribe, con tenacidad demoledora les seguía el
derrotero para apoderarse del trofeo. Los caranchos, buitres y toda una corte
carroñera, revoloteaban y perseguían sin escrúpulos a los peregrinos. El
muerto hedía. A pesar de todo, nadie los haría cejar de sus intentos. El general
Lavalle no sería galardón de ningún criollo, menos extranjero, que luchase por
la tiranía. Pedernera y sus soldados desplegaron toda la fuerza, coraje y
valentía para lograrlo. Después de largo viaje los huesos descarnados del
héroe de Ituzaingó y Riobamba llegaron a Potosí donde recibieron sepultura.
Un nuevo dolor le esperaba al general Juan Esteban Pedernera respecto
de la muerte de su amigo. Meses después, alguien le comunicó que el soldado
José Bracho, confeso matador de Lavalle, fue ascendido por Rosas a teniente
y premiada su acción con tres leguas de campo, 600 vacunos, 1.000 lanares y
2.000 pesos.
10- UN VIAJE AL INFIERNO
La galera corría presurosa por los caminos bonaerenses. Había salido
desde Buenos Aires con las primeras luces del día y se dirigía al Rosario
conduciendo al acaudalado comerciante don Alustiza Pereyra y a su bella y
joven esposa Paulina Belascuain de Pereyra. El casamiento de un familiar los
convocaba a la ciudad erigida a orillas del Paraná. Enfrascados en sus
pensamientos iba el matrimonio, hasta que doña Paulina dijo furiosa:
-Dime, querido esposo, ¿no crees tú que es una mala acción de parte de
Fermina encargar un vestido del mismo color que el mío? ¿No te parece que
quiere ponerme en ridículo?
El hombre, un tanto amodorrado por el movimiento de los caballos, con
los ojos semicerrados asintió con la cabeza.
-¡Por fin, una vez me das la razón! Menos mal que traje en mi petaca
otros dos vestidos, que aún no he estrenado, para que no quedemos
abochornados y seamos la comidilla de la fiesta.
-Sí mujer, sí, con cualquier cosa que te pongas serás la más bella de
todas. De eso no tengas dudas.
La galera seguía recorriendo los monótonos caminos. Las vastas
llanuras, los extensos maizales, el profundo olor a tierra húmeda y el
sincronizado balanceo habían hecho dormir profundamente al señor Pereyra.
-El vestido verde quedará muy bien con la estola que me trajiste de
Francia. El sombrero de plumas negras completaría un hermoso toilette, ¿te
parece? Fermina me mirará trémula de envidia, dijo la joven mientras esbozaba
una sonrisa picaresca. Parecía una niña en el día de su primer baile. Algo así
había. Contaba con los primeros dieciocho años, mimada por la fortuna y ahora
por su marido que le triplicaba la edad y la exhibía como un trofeo. Esta vez el
señor Pereyra no contestó sumido en su letargo placentero. La mujer, molesta
y dolida por la poca atención clavó los ojos en la ventanilla refunfuñando. Al
bajar el cortinaje de hule negro para que el sol no gastara la tersura de su cutis
distinguió la gran polvareda sobre el horizonte. Luego fueron los ruidos, el
vocerío y los gritos destemplados del cochero. Se dieron cuenta que un malón
indígena los atacaba cuando rodearon el carruaje. El señor Pereyra, lagañoso
aún, alcanzó a ver atónito cómo un indio blandiendo su lanza se llevaba a su
esposa en el anca del caballo.
-¡Persíganlo!
En una abrir y cerrar de ojos el caballo con el bárbaro y la mujer
desaparecieron en la inmensidad de la pampa.
El hombre se sintió desfallecer. El arrepentimiento, su falta de cuidado,
el sueño pesado y ella tan joven y bonita en manos de esos bellacos, lo dejaron
desencajado. Sólo pensar las angustias que estaría sufriendo su pequeña y
fina muñeca, lo hicieron llorar como un niño.
La noble dama cargada de alhajas, sombrero de paño con tules, vestido
con puntillas de Manila y doble enagua almidonada cabalgó durante horas, por
pesadas rastrilladas, en las ancas de un bayo agarrada a la cintura de un indio
sudoroso y maloliente. Fue a dar a los dominios del cacique Baigorrita. Cuando
éste la vio, sus grandes ojos negros se iluminaron y su boca grosera, de labios
gruesos, se relamieron por el deseo. Mucho le gustaban las mujeres, por esa
razón tenía cinco. La cautiva que tenía a su frente era diferente, tenía la piel
suave, blanca y el pelo rubio como una ramada de trigos. Estiró los brazos y la
acarició. La haría suya. Al sentir la piel áspera y curtida Paulina se echó a llorar
con desconsuelo y sus gritos se escucharon desde lejos.
-No me gustan las lloronas, encárguense de ella.
La muchacha ofreció en vano cantidades de dinero, juró venganzas,
invocó a toda la dote de santos del cielo pero esa noche tuvo que realizar una
tarea que nunca había hecho en su corta vida, pelar cinco kilos de papas para
el puchero de toda la tribu.
Don Alustiza Pereyra estaba desolado. Se lo veía más viejo y lloroso.
Acudió a todas sus influencias. Ofreció rescates voluminosos pero su pequeña
muñeca, quien le daba el lucimiento que sus años les restaban, seguía sin
aparecer. Nadie tenía idea concreta dónde podía estar. Algunos arriesgaban
que por el tipo de ataque, no había duda que Baigorrita y su tribu la tenían en
su poder. En su desesperación llegó hasta lo más alto, el vicepresidente
Pedernera, a cargo del Poder Ejecutivo.
Nada pudo salirle mejor a don Pereyra porque Pedernera comisionó al
teniente primero Ciriaco Ponce para que rescatara a su esposa con urgencia.
Este valiente oficial, conocedor como pocos de la zona de Villa Mercedes,
sabía para dónde rumbear. Conocía a Baigorrita y a sus reductos se dirigió. El
cacique se negó a toda negociación. Las ofertas le parecían escasas y aducía
que es ley del desierto respetar lo que se gana en las batallas y malones.
-Esa mujer no vive en la toldería, repetía Baigorrita una y otra vez.
Sucedía que la desdichada sufría el cautiverio de un capitanejo cristiano
refugiado entre la indiada, que, perdidamente enamorado de la joven no estaba
dispuesto a entregarla. Ante el fracaso de las tentativas Ponce decidió una
acción más enérgica, rodeó y rastrilló toda la zona. Metro a metro, palmo a
palmo, nada le resultaba indiferente. Buscó intensamente, día y noche. Revisó
cielo y tierra, cada árbol, cada laguna. Los montículos y bosquecillos de
chañares eran controlados con prolijo celo pero doña Paulina no aparecía. Por
momentos Ponce pensó que había equivocado el lugar, ¿la habrían llevado a
otro lado?
Cuando el desánimo lo estaba ganando y mientras revisaba, por
segunda vez, un largo cañaveral cercano a Sampacho, escuchó un gemido.
Prestó atención. Podía ser una trampa o un animal salvaje, pero también podía
ser la distinguida dama que le habían encomendado encontrar. Grande fue la
sorpresa, cuando, en un pozo cavado entre las cañas encontró a la señora
Pereyra.
Estaba sucia, desgreñada, con un rotoso y maltrecho vestido y atada de
pies y manos. La que brillaba en los salones con su gracia y donaire era un
espectro. Su piel había tomado el color del bronce donde fulguraban sus ojos
verdes como esmeraldas inacabables. Descalza, los pies eran una llaga
interminable. Paulina se confundía con la tierra dura de los reductos
ranquelinos. Era su sombra. La víctima y la angustia, como un cuchillo
despuntado, le rascaban el corazón. Cuando pudo reencontrarse con el
atribulado señor Pereyra, quisieron recompensar al teniente primero Ponce,
poseedor de una modesta renumeración del ejército.
-Sólo cumplí con mi deber y mi honor.
-Palabras de caballero.
11- MAS ALLA DEL CIELO Y LAS ESTRELLAS
La ciudad amaneció embanderada y la fría brisa que llegaba del mar
movía las insignias haciendo nudos de colores sobre el cielo cubierto de nubes.
Mar del Plata inauguraba la tercera rampa de la playa Bristol y todo era jolgorio.
Dolores… caminó las arenas húmedas con gracia altanera. Con desdén miró
las gradas, las reposeras alineadas esperando a las autoridades y la gente, con
sus trajes de domingo, que iban y venían entre charlas y devaneos.
Nuevamente sintió que esas fiestas populares no le gustaban, la ponían de mal
humor. La Bristol le parecía vulgar y plebeya, frente a las playas francesas
donde año a año se reunía con amigos encumbrados por dinero o apellidos.
Ese día era diferente. El cross-country aéreo valía sus desagrados porque la
intuición le anunciaba que Manuel sería de la partida. No estaba nominado en
el programa pero la idea le golpeteaba el corazón. Lo había conocido en el
viaje de regreso de Francia. Una tarde se encontraron en la cubierta del barco
y mientras duró el itinerario veían juntos caer el sol en el horizonte de agua y
cielo. Manuel tenía sólo palabras para el avión que había comprado en París.
El artefacto moderno y sofisticado, lo lanzaría a los cielos y ganaría renombre
internacional. La muchacha, ante tanto delirio, sólo podía mirar sus ojos tan
vivos como brasas de una intensa fogata interior.
La relación resultó difícil. El, soñador de las alturas y ella desgranadora
de encantos, no podían conciliar, y así fue como Manuel se enamoró de las
estrellas y Dolores de sus ojos. Por esa razón, la mademoiselle del viejo
mundo, la que alternaba las playas de la Riviere luciendo un tailleur exclusivo
del modismo de la Rue de Rívoli, estaba allí, con los pies húmedos de arena,
en la Bristol, con la esperanza de verlo nuevamente. Todo venía demorado. Un
viento del oeste, intrépido y desafiante, se unió con el marino y juntos
comenzaron a hostigar a los concurrentes y pusieron fin a los festejos sin
dejarlos comenzar, nubes de arena se clavaron en los ojos. Volaron sombreros
de atildados caballeros con monóculos. Polleras de gala se alzaron hasta
mostrar la base de tres enaguas empuntilladas y los militares, llenos los pechos
de medallas por glorias pasadas, se atrincheraron bajo las cinco gradas
desiertas. A pesar de los espesos nubarrones amenazantes de tormenta,
Dolores siguió esperando.
Se despertó fatigado, jadeante, con la frente perlada de sudor. Había
tenido el mal sueño, ese sueño que lo asaltaba sin consideración. El ave, que
otras veces era sólo un punto en su letargo, ahora crecía, como si llegara del
fondo de los abismos para poseer el mundo. Volaba sobre los mares hasta que
vientos huracanados, se elevaban y las olas envolvían al pájaro hasta hacerlo
desaparecer. Era plena noche y la pesadilla lo había dejado maltrecho.
Recordó que ese día, era el día y se sintió feliz. Por nada desistiría de
sus intentos. No cejaría en sus propósitos, esos sueños de chifladuras y
quimeras. Estaba seguro, plenamente seguro que el cielo estallaría, ninguna
estrella quedaría prendida al firmamento porque él sería la más luminosa. Eran
las tres de la mañana. Apresurado vistió su uniforme de gala de teniente
aviador, calzó la gorra, alzó las antiparras por arriba de los ojos y salió a la
calle. La noche de puro enero era diáfana, no soplaba viento. Por el boulevard
empedrado y solitario el taconeo de sus botas se confundía con la voz del
purrete que voceaba el matutino “La Argentina” anunciando el cross-country
aéreo con que Mar del Plata inauguraba su nueva rampa. Soñaba despierto.
Reía solo en las soledades de la madrugada.
¡Un raid! ¡Un raid! Gritaba mientras hacía un salto al espacio, tiraba la
gorra al aire y silbaba alegremente. Tanteó el bolsillo del pantalón. Todo en
orden, allí estaba el brevet 17, recién obtenido, que lo acreditaba como piloto
internacional.
Ya en El Palomar se dirigió al hangar. Deseaba unos momentos solo
pero el alemán Lübbe, con quien participaría en el raid, estaba con sus últimos
preparativos. Abrazo de amigos y llegada de otros, Benjamín, Teodoro,
Newbery y demás camaradas, todos animados y festivos pese a lo inusual de
la hora. El reloj marcaba las tres y treinta de la madrugada. La inquieta Amalia
Figueredo también presente, husmeaba todos los detalles con la esperanza de
algún día poder pilotear un avión sin que todos se burlaran de su condición de
mujer.
El monoplano Blériot XI Gnome blanco de 50 CV, traído de Francia y
capaz de desplegar 75 Km. por hora, era un enorme pájaro resplandeciente.
Un frío intenso zigzagueó en la espalda cuando recordó el mal sueño de la
noche anterior, el pájaro derribado por la ventolera, pero lo desterró de su
mente. Nada tenía que ver con esa belleza escultural de piel tersa y brillante
que estaba allí, esperando que la poseyera. Entrecerró los ojos. El espíritu
alborotado lo llevó a tocarla como prueba irrefutable de su existencia, y,
agudizando la visión y templando el ánimo, comprobó que era suya, real y de
eficaz encantamiento. Acarició con suavidad el ala arriostrada. Los dedos se
detenían como buscando imperfecciones donde no las había. Probó, uno a
uno, los tensores de cuerdas, tirantes como arterías vitales. Acarició la tela
impermeable que cubría el costillar de madera de las alas hasta donde hacían
unión con el fuselaje. ¡Todo era tan suave y terso! Caminó hasta el triciclo del
aterrizaje y de allí, una y otra vez hacia la hélice. A modo de caricia la hizo
girar, la ciñó con sus brazos, y le habló con voz trémula: ¡tenemos que hacerlo!
¡Juntos podemos! Debemos llegar a mar del Plata.
Nos esperan las luces de un inmenso firmamento. Atravesaremos la
pampa, burlaremos las nubes, desafiaremos los vientos. Junto al mar, donde
las olas rompen sobre la rampa de cemento, detendremos nuestra marcha para
gozar la simbiosis del hombre y la máquina.
Personalmente, como un acto de amor, le cargó gasolina y aceite.
Decidido dio un salto y trepó a la cabina descubierta, calzó las antiparras y con
la mano saludó a sus amigos. Puso el motor en marcha. El avión carreteo por
la pista levantando una nube de tierra. A medida que se elevaba eran puntos
multicolores los pañuelos que lo saludaban hasta que se perdió entre las
estrellas que brillaban con inusitado fulgor.
Luego, el viento de turbonada, de gran agitación y alboroto, empezó a
soplar. Primero jugó con las alas, luego arranco las telas y ya furioso las
destrozó. El ave sin alas no pudo seguir volando y herido de muerte cayó
pesadamente para silbar sus últimos estertores. El monoplano y su piloto, el
teniente Manuel Félix Origone, llegaron hasta Domselaar, lugar donde el genio
y la tecnología comenzaron a hacer historia.
Manuel seguro de conquistar las estrellas no se enteró que una
mademoiselle esperaba por él en Mar del Plata, y que un huracán lo hizo mártir
cuando la vida le sonreía.
Nota
19-ENE-1913. Fallece en accidente de aviación en el partido
de Brandsen Prov. Bs. As. El teniente piloto aviador Manuel
Félix Origone al mando de un avión Blériot XI, nacido el 6 de
enero de 1891 en Villa Mercedes (Prov. de San Luis).
Precursor y benemérito de la Aeronáutica Argentina y primera
víctima de la Aviación Militar Argentina (Ley 18.559, Boletín
Aeronáutico Público 2100).
19-ENE-1942. Se fija el día 19 de enero de cada año como
“Día de los muertos de la Aviación Militar” en memoria de su
primer mártir, el teniente piloto aviador Manuel Félix Origone,
quien perdiera su vida en esta fecha del año 1913. (Decreto
110695/42-BM 2da. Parte 3762 del 12 de enero de 1942).
12- EL ENCUENTRO DE LAGUNA AMARILLA
Los hermanos Juan, Francisco y Felipe Saá, hijos del español don José
Saá, que llegó desde la “Guardia de los Lobos” confinado a San Luis, debieron,
por motivos políticos, desterrarse. Vivieron largo tiempo en el desierto mano a
mano con los indios en lo que se llamaba “tierra adentro”. Por sus vocaciones
militares, buen manejo de las armas y sus actitudes valientes, tuvieron gran
actuación en las cortes ranquelinas, especialmente en la del cacique Payné.
Con ellos compartían casa, comida, caballos, correrías, boleadas y malones.
En esa vida semisalvaje, que por propia voluntad se habían impuesto, no
estaban solos. Otros refugiados, el coronel Feliciano Ayala, el sargento Carmen
Molina, Santos Valor y los hermanos Videla, participaban de las andanzas
ranquelinas maloqueando la zona de Buenos Aires y Santa Fe. Ocasionaban
perjuicios graves en las instalaciones de Rosas y Estanislao López, grandes
estancieros y enemigos de ideas. Pasados seis años de vivir mezclados con
los indios, masticando angustias y soledades, los Saá pidieron el indulto. Don
Pablo Lucero, gobernador de San Luis en aquel trajinado 1846 se los otorgó y
Payné enfureció.
-¡Baigorria!, los quiero vivos o muertos y es mi última palabra.
Manuel Baigorria, coronel del ejército, guarecido entre los indios por
ideas mal avenidas, era amigo y protegido de Payné. Estaba casado con la hija
del poderoso cacique Pichún. Como le ordenaron, salió a perseguirlos. Los Saá
habían recibido el auxilio de buenas cabalgaduras y pudieron hacer frente a la
indiada que los acosaba siguiéndoles el rastro. Perseguidos y perseguidores se
enredaron en una pugna incruenta, unos buscaban con feroz denuedo y otros
se diluían como por arte de magia. Nunca se encontraban. En ese ir y venir
continuo nació un odio visceral entre los dos coroneles del ejército, Juan Saá y
Manuel Baigorria.
Los unitarios vieron con buenos ojos el abandono de la vida nómada de
los tres hermanos y los acogieron como oficiales en la guarnición acantonada
en el Morro. Guerreros, baqueanos, diestros en el manejo de lanzas, sable o
puñal y sobre todo conocedores de usos y costumbres de los indios, muy
pronto los Saá tuvieron oportunidades de prestar importantes servicios.
Mediaba el 47 cuando una gran invasión ranquelina azotó el sur del río
Quinto. El coronel Meriles, jefe de la guarnición del Morro, llevando como
segundo a don Juan Saá, salieron a perseguirlos. Les dieron alcance cerca de
la villa mercedina, en el lugar conocido como Laguna Amarilla. A pesar de la
numerosidad indígena, los guerreros pusieron pie en tierra, manearon los
caballos y se prepararon a la defensa. Los indios capitaneados por el famoso
cacique Quichusdeo y el célebre caudillo Baigorria no se hicieron esperar. Los
atacaron con fiereza, a caballo, caminando, armados con lanzas, boleadoras,
piedras y cuanto elemento tenían a su alcance.
La lucha era pareja y encarnizada, unas veces a favor de uno, otras, del
rival. El cacique, como distingo de su misma raza, no era de los que se dejaban
vencer fácilmente. Embravecido como un felino y estimulado con un mazacote
de hojas de cebil se puso al frente de sus huestes. La furia lo dominaba. Los
salvajes hermanos unitarios no podían salirse con la suya. Como las batallas
son impredecibles y no siempre pueden calcularse los réditos ni los desatinos,
en un descuido, Quichusdeo el feroz, fue muerto por Saá. No quedó más
remedio que retirar el cadáver del campo de lucha y dejarlo arrumbado a un
costado de la arena.
Baigorria se puso como loco. Totalmente fuera de sí, viendo mancillado
el temple y la bizarría de la tribu, y conocedor de las iras de Payné desafió a
Saá a medir coraje, cuerpo a cuerpo.
Montados a caballo, uno frente a otro, se miraron. En esa mirada
refulgían los resentimientos y los odios, se amurallaban las separaciones y los
distingos, los descontentos y los celos. No hubo frases procaces ni gestos
atrevidos, en las manos relucieron los metales y un duelo endiablado surgió en
medio de la batalla. Iluminados por una pasional hoguera, junto a los ruidos, los
gritos, el humo y la sangre, las armas chocaron… sonaron… y despidieron
luces cómo fuego de otras luces, cómo soles de otros soles. Todos se
detuvieron, indios y cristianos bajaron de sus cabalgaduras y formaron rueda
para presenciar la lucha, la alharaca de los hombres en pugna.
En el centro, ambos, Saá y Baigorria, Baigorria y Saá se jugaban el
orgullo y el prestigio, demasiado precio para dos coroneles del ejército. Los
animales sudorosos y cansados, las fauces chorreantes, las orejas enhiestas,
conocedores de sus montas, prestaban apoyo coceando y levantando gran
polvareda.
En un momento dado, en el inmenso mar de la batalla don Juan Saá
tiene un presentimiento. La vitalidad de su tierra lo incita, la libertad de sus
ideas lo llaman, entonces, en un arranque majestuoso gira las riendas de su
animal con energía y retrocede. Desde 20 pasos mide al enemigo, espolea su
caballo y avanza a toda carrera. En lo alto, el sable echando luces. Es su
bandera, la que otras veces le ha dado la victoria. Seguro, confiado,
embarullado en una danza cruel levanta aún más la espada y con fuerza la
deja caer sobre Baigorria asentándola en el medio de la cara. Lo tomó
desprevenido, no pudo atajar el golpe. La sangre lo ahoga. El dolor es
insoportable y la herida le cruza el rostro de norte a sur.
Abrazado al pescuezo de su animal huye del campo. Junto a él, el
séquito indio vencido se internan en Leubucó.
13- Y EL RIO FUE TESTIGO
Esperó que la luna se escondiera y cuando la cerrazón fue completa
comenzó a arrastrarse entre la maleza. Los pastos húmedos le cosquilleaban el
cuerpo y Mariano Rosas sintió, después de mucho tiempo, el abrazo generoso
de la tierra cimarrona. Lo seguían dos o tres indios jóvenes como él, con una
sola idea prendida como espina, huir de aquel lugar maldito.
Era aún desbarbado cuando los agentes de seguridad lo llevaron
engrillado desde la laguna Langhelo, donde cuidaba la caballada, mientras su
padre Payné andaba maloqueando. Desde entonces, sumido en la total
desgracia, hambreado y a trabajo forzado, vivía allí en la estancia Pino en la
zona de Santos Lugares.
Leguas y leguas por profundas rastrilladas o separaban de todo lo que le
pertenecía, la familia, enramada, rancho, corral y palenque. Y lo más
importante, los bayos, tordillos, overos, alazanes, pintados y gateados.
Ese lugar que le servía de calabozo, con sus inmensas extensiones de
tierra, ganado que se contaba por miles de cabezas y grandes saladeros que
se repetían a los largo de la pampa, pertenecía un mandamás porteño, rico y
prestigioso. Mariano sabía de su existencia porque otros indios con su chusma,
considerados “amigos”, subsistían por las provisiones que les concedía. En
varias oportunidades vio las tribus de Camillán, las de Praiquén, de Nicasio
Macedo, las del capitanejo Critóbal Naumil salir cargado con aguardiente,
azúcar, tabaco, galleta, fariña. Sin contar los regalos a caciques y segundos,
aperos y chapeaos con arabescos de oro y plata, espuelas nazarenas y
estrafalarios estribos artesanales. Ese patrón, generoso con los indios que no
maloqueaban sus saladeros, era cruel y despiadado con los que tenía a su
servicio. El solo nombrarlo los atemorizaba, tanto o más que los rebencazos
mandados a aplicar por vía de otro a la menor indisciplina.
Nunca se hacía presente en el lugar pero aquel día marcó un cambio.
Amontonada la indiada en el piso, dándose calor unos a otros,
escucharon el repiqueteo sordo de las botas de cuero con espuelas de plata,
en el silencio angustioso del miedo. Los ojos azule, fríos y calculadores del
amo miraban a los infelices, se detenían en uno y seguían con el próximo, sin
soltar palabra. Cuando llegó al muchacho se detuvo. Algo había en él que lo
distinguía de los otros. –Vos, ¿quién sos? –Me llamó Payné como mi padre. Es
el cacique ranquelino descendiente de los araucanos en las tierras que van del
río Quinto al Colorado, al naciente del Chalileo.
El hombre, al escuchar el desenfado del indio clavó la vista en la tez
morena y lustrosa. Vio los músculos tensos y elásticos que afloraban bajo la
piel de sus extremidades, las manos grandes encallecidas por el trabajo y la
boca que apenas retenía los escupitajos del odio. Justo lo que necesitaba. Con
algunos regalos los tendría en su poder. –Tú, serás de los míos. Y para
demostrártelo seré tu padrino. Desde hoy te llamarás Mariano, Mariano Rosas1.
Y la pila fue testigo. Pocas veces volvió a ver a su protector pero sus
condiciones mejoraron, pasó a ser conchabado de un saladero. Pasaba sus
días en un lugar inmundo, hollando el suelo empapado en sangre y
excrementos, entre las grescas de perros y aves disputando un bocado.
Aprendió a cuerear, curtir, hacer sebo, salar, y soplar vejigas y tripas a puro
pulmón. La primera vaca que mató a golpes de cuchillo lo llenó de repugnancia.
En las enramadas se sacrificaba un animal para saciar el hambre, nunca para
llenarlo de sal. La necesidad lo llevó a usar la lanceta con arte y presteza.
A pesar de los cambios, comida y paga, Mariano estaba preso. No
cargaba grilletes pero la estancia Pino era su cautividad, su encierro y su pena.
Añoraba la libertad que lo llevaba a cruzar la pampa sin más límites que su
cansancio. Tenderse sobre la tierra a cielo descubierto para mirar la luna y
descubrir sus mensajes. Bañarse en el Quinto y sentir el agua en su piel
tostada a fuerza de intensos soles. Arriar animales hacia el oeste buscando la
cordillera después de un malón. Todo lo había perdido. Toda su soltura se
había esfumado como volutas de humo. Deseaba volver a ser libre,
conchabado moriría.
Planeaba la fuga, la ideaba de mil formas y en distintas circunstancias,
hasta que se convirtió en obsesión, por eso estaba arrastrándose aquella
noche de luna escondido entre la maleza pampeana.
Tenían cerca el corral. Podían ver la caballada atenta y briosa,
propiedad del patrón, entre los límites de palos. Los animales percibieron las
presencias extrañas, y cocearon nerviosos, delatándolos. Mariano sabía
entenderse con los potros y bastó un chiflido para que ninguno se moviera.
Tranquilos se dejaron montar como si el principal estuviera sobre sus lomos.
En pelo y a toda prisa pusieron rienda al norte.
Respiraron distinto al sentir el perfume del campo abierto. Emancipados
todo parecía diferente, hasta el rumbo, que se tornó esquivo. Las grandes
extensiones de gramilla, porotillo y trébol y los alfalfares no les permitían
orientarse hacia las rastrilladas. Anduvieron varias leguas con la cerrazón de la
noche sin estrellas, para comprobar que se encontraban en el mismo lugar de
partida. La policía los seguía. En el puente de Márquez, cuando todo parecía
perdido, pudieron burlarla. Pero las rastrilladas no aparecían. ¿Dónde estará
Leubucó? ¿Dónde Bragado? Intentaba descubrir la zona recorrida con su
padre, pero todo le era desconocido. Tampoco acertaba con la laguna Cuero
del cacique blanco, ni las tolderías de Ramón en Carrilobo, ni la de Calfucurá.
1
Su nombre indio era “PAGUITHRUZGUOR”. zorro cazador de leones. (La lucha con el indio,
R. A. Pastor, pág. 100).
Era como si le hubiesen arrebatado el pasado, como si una cuchillada hubiera
salado también su mente.
Amanecía. El sol se agrandaba en el horizonte y con la luz, advirtieron
que la marcha nocturna no había sido inútil. El paisaje había cambiado.
Aparecía lo cotidiano, lo propio, agua, leña, bosquecillos, cañaverales,
hondonadas y un algarrobo alpataco a la altura de Sampacho. Sólo esa señal
para saber que la enramada estaba cerca. Desde lejos veían el humo de la
fogata que nunca se apagaba.
Una comitiva salió a recibirlos, Payné y Epumer, su hermano mayor, a la
cabeza. Formando escuadra los capitanejos Relmo, Cayupán y Melideo, los
lenguaraces, mujeres, niños y ancianos. El hijo volvía al redil después de
mucho tiempo y había fiesta en la toldería.
El aguardiente corría de mano en mano, las mujeres bailaban, la carne
se asaba en la cruz y las brujas daban lengua vaticinando con las yerbas
amargas y los sahumerios de bosta.
Mariano recorrió su tierra. En los palenques y los corrales encontró la
caballada, las vacas con sus crías y las ovejas. Llegó a la laguna. Corrió hasta
la aguada y de allí al Quinto, ese espejo móvil que serpenteaba entre
barrancas por la villa mercedina y se perdía en las cañadas tranquilas de la
Amarga. ¡Cuánto había extrañado sus chapuzones! Tiró sus botas de potro y
entró en el caudal, como lo hacía de niño y empezó a correr mientras el agua le
salpicaba la cara. Sintió que ese era su territorio, allí estaba su satisfacción y
su contento, su alegría y fortuna. Ese era su cielo, su río y su pueblo y ningún
blanco podía ni debía arrebatárselo.
El ruido se escuchaba desde lejos y crecía… crecía… y hacía cimbrar la
tierra.
Subió a las ancas de su caballo para conocer el motivo del escándalo.
Como si fuera gualicho avistó las cintas punzó que ondeaban sobre el
firmamento. Se veían de lejos, de muy lejos, parecía que las nubes se habían
vuelto escarlatas, que el cielo lloraba lágrimas de sangre. Detrás de ellas, gran
cantidad de ganado vacuno y ovino. El caballar, aún más numeroso, traían
colocados los aperos con espuelas de plata pero nadie los jineteaba.
Dos hombres con sendos ponchos rojos al viento guiaban el tropel entre
las nubes de tierra, los bufidos, olores hediondos y el ruido de los látigos. A
modo de presentación traían un papel que esgrimían por los aires, sucio y
descolorido por el trato. Escrito con tinta colorada estaba destinado a él.
Querido ahijado: Cuando Mariano Rosas vio la firma supo que la
animalada era el proteccionismo a los indios amigos. Sin leerlo ni intentar
explicaciones lo estrujó entre sus dedos y permitió que el viento se lo llevara.
Giró las riendas de su caballo y al trote corto fue hasta la aguada para que su
zaino calmara la sed.
14- …DE PUNTANOS AGUERRIDOS
No tuvo, como otras veces, el impulso de despejar la mente y el cuerpo
en los arrabales de la villa ni presenciar el bullicio alegre del mercado en la
plaza mayor ni la algarabía de las ferias, sólo respiró profundo y se dejó llevar
por la dureza de los aconteceres. Los riesgos había que soportarlos como
había soportado desde joven la dulce calidez de los abrazos y la ruda altivez de
las batallas.
Con Rosas era distinto. No sólo era su enemigo de ideas sino un
adversario cruel y despiadado del que no se podían adivinar los retorcidos
pensamientos ni prevenir los horrores monstruosos.
El, coronel del ejército Luis de Videla, gobernador de la provincia de San
Luis por mandato popular, había tenido el coraje de retirarle al Restaurador los
poderes extraordinarios de paz y comercio. No tenía miedo. Los temores los
había desterrado de su vida pero sabía que la cosa no iba a ser fácil. Aprendió
desde niño que la memoria marca más que lo soga del verdugo y desde que
los ingleses atacaron Buenos Aires se vio mezclado en la lucha contra todos
los que querían usufructuar su tierra. Desde entonces, calzó un rencor virulento
contra colonialistas, piratas y opresores ingleses, godos o franceses. Conoció
las alturas con San Martín en Chile, la selva y el agua en la guerra del Brasil,
las alegrías de las victorias y los sinsabores de las derrotas, en cualquier parte
que se presentaran. La patria no sólo le pidió su brazo y su espada sino que le
concedió otros tiempos, el prodigio embelesado del amor. Un vientre aplanado
y unos senos suaves en el lecho cálido con resplandores de felicidad.
En aquel momento, todos los recuerdos estaban aprisionados en su
memoria, la realidad era otra, los tiempos habían cambiado y se guerreaba de
manera distinta. Se luchaba por ideas y por esas ideas se cometían desatinos,
persecuciones, fusilamientos y sacrílegas rebeldías. El místico temor a Dios
había desaparecido. Unitarios y federales sangraban el suelo sin reconocer
madre, la madre tierra que los había parido americanos.
La política venía embarullada.
Con el triunfo del general Paz en Oncativo y La Tablada, Quiroga quedó
diezmado y se retiro a sus tierras riojanas para rehacerse. Paz y sus soldados
unitarios gozaban el triunfo señoreando en Córdoba. La tranquilidad era
aparente. Ni Rosas ni Quiroga sabían tragar la hiel de la derrota y urdían la
revancha con impiedad.
El Restaurador, mediante artimañas, estimulaba el hostigamiento de los
indios a las poblaciones que vivían constantemente atemorizadas.
Desaparecían los sembradíos bajo las pisadas de embravecidos caballos. El
ganado se hacía humo en una sola noche.
El triunfo unitario no duró mucho. El general Paz, gran estratega y
amante de la disciplina, en la forma más inesperada se desgració y fue a parar
a las cárceles federales. El poder que ostentaba en nueve provincias, se
desmoronó. A partir de entonces, los pueblos se levantaban favoreciendo a la
Santa Causa de la Federación. Angel Pacheco derrotó al coronel unitario
Pedernera en Fraile Muerto, La Rioja se alzó contra La Madrid y Córdoba
contra Paz. Catamarca cayó en poder del federal Villafañe, Santiago del Estero
se libró del procónsul Dehesa y San Luis estaba bajo el poder de Quiroga. Los
federales se convirtieron en dueños de la escena política y entraban a
mansalva a ejercer el poderío como lo habían hecho los unitarios en su
momento.
¡Viva el Tigre de los Llanos, general Juan Facundo Quiroga! ¡Viva!
Quiroga, deseoso de barrer a los últimos unitarios marchó con 200
forajidos desde Buenos Aires hacia el Río Cuarto. Buscaba a un bravo soldado,
mentadas sus hazañas en otras tierras y en las propias, el puntano coronel
Juan Pascual Pringles1. En el camino, su ejército se vio engrosado por los
nuevos adherentes a la causa y no le resultó difícil vencerlo. “Los soldados de
Pringles parecían cansados y desalentados. Pringles los animaba uno a uno,
corría en su caballo de un lado a otro pero sus hombres caían o se retiraban y
él mismo debió huir”2.
-¡Ríndase! ordenó un capitán al vencido.
-No entrego mi espada sino a su general.
Se oyó una detonación y Pringles cayó rompiendo la hoja con su peso.
En una angarilla hecha con carabinas lo condujeron hacia Quiroga.
-¿En estos campos no hay agua?
-No, no hay.
Con la muerte de Pringles el campo federal quedaba despejado.
Quiroga con su gran ejército formado por los primeros 200 forajidos, los
desencantados, prisioneros, adulones y los que hasta ayer habían sido
unitarios, llegaron a la villa de San Luis.
Al día siguiente entraron en Mendoza.
El coronel Videla, gobernador de San Luis, viendo lo que se avecinaba
había partido desde las tierras puntanas hacia las mendocinas. Allí se
pertrechaba, junto al coronel Videla Castillo y esperaban al enemigo. Los
cerros cordilleranos que vieron aprontar un regimiento para libertar a América
de los foráneos, veían, en ese momento, prepararse otro que lucharía contra el
mismo suelo, sin distingo de la misma sangre,
…olvidando la tierra y los hermanos,
las mujeres silenciosas y los hijos
los jazmines, el amargo y los amigos
recordando sólo las ideas que separan…
La batalla se trabó en Rodeo de Chacón desigual y despareja.
En el fragor de la lucha se entreveró un joven sanjuanino, terco y
desbocado que no podía con sus ideas. Se le salían de la boca de tantas que
eran y lo mucho que pesaban; Sarmiento era su nombre y tenía, por entonces,
sólo veinte años.
El encontronazo fue tremendo. El campo quedó sembrado de muertos y
heridos de uno y otro bando. El poder federal se llevó los trofeos.
Terminada la refriega llegó un chasque, agotado por el camino recorrido
y entregó al jefe el mensaje. Al leerlo, Quiroga empalideció, le temblaron las
manos y los ojos adquirieron el fuego de cien brasas encendidas. ¿Qué noticia
ha recibido? ¿Qué pasará? ¿Hacia dónde tendremos que dirigir la marcha?
-¡Han asesinado al general Villafañe!
Esos unitarios, cargados de odio, no se contentaron con fusilar a
Dorrego y a Mesa. Mataron también a mis oficiales prisioneros después de La
Tablada. Encadenaron y tomaron cautiva a mí anciana madre, han mortificado
1
…sabía que uno de los jefes era Pascual Pringles, famoso en toda América por su valor
legendario durante la guerra de la Independencia y por sus cargas de caballería; y temía
encontrarse con él … cita de Manuel Gálvez en “El General Quiroga”.
2
Idem.
a mi mujer y mis hijos… y como tanto dolor y muerte les pareció insuficiente…
¡Villafañe! ¡aura la van a pagar,… ¡carajo!
Con aparente calma, Quiroga dio unos pasos hasta llegar a la vereda
opuesta. Se quitó el poncho, lo extendió en el suelo y se sentó a la turca.
-¡Aura me traen todos los unitarios prisioneros! Comenzó el desfile de
presos. Eran veintiséis. Cuando los tuvo al frente, alineados y firmes pese a las
graves heridas de la batalla, los miró, lentamente, uno por uno, dibujó una
sonrisa sarcástica y gritó:
-A ver… ¡Un piquete! ¡pronto!...
-¡Apunten! ¡Fuego!
El general contemplaba la tétrica escena con una expresión felina en sus
ojos de ébano. Los fusilados caían unos sobre otros, en un mar de sangre. Así
amontonados como si fueran bolsas, en posiciones grotescas, colgando un
brazo o una pierna, fueron arrojados sin respeto, a los carros que partieron
presurosos hacia la lejana iglesia de la Caridad donde se enterraban a los
ajusticiados.
Cedieron las cadenas, la pesada puerta se abrió y se escuchó el eco de
las botas rechinando en el piso de ladrillos. Afuera, se oían los relinchos y los
corcovos de los caballos que habían participado de la refriega. Aún persistían
ruidos de bayonetas y cuchillos y se escuchaban las pesadas ruedas de los
carros que se alejaban con la carga de los fusilados.
-¡Coronel Videla! ¡Póngase de pie cuando el Tigre de los Llanos le dirige
la palabra!, gritó el riojano. Videla desfallecía, eran tan graves sus heridas que
su vida pendía de un hilo. La boca entreabierta buscaba aire para seguir
respirando. Aún sentía el castigo de las lanzas, tenía encima los caballos y los
soldados. Entre sueños escuchaba los gritos y las voces.
-¡Levántese, carajo!, ¿no oye? Nadie permanece tirado en un jergón
mientras Facundo Quiroga le dirige la palabra.
-Mañana lo visitaré nuevamente, espero se encuentre mejor porque
debo tratar urgentes asuntos con usted.
Todos los días se repetía la misma escena, un monólogo amenazante
sin respuesta.
-¡Póngase de pie! … ¡unitario e’ mierda!
Un mes le llevó al coronel Luis de Videla mirar desde la misma altura a
su adversario. Había salvado la vida por milagro. Estaba flaco y descolorido y
cojeaba de una pierna. Le resultaba un esfuerzo extremo permanecer parado
pero, en esa posición y con eterna dignidad, escuchó las palabras de Quiroga:
-A pesar de los agravios que los unitarios han hecho a nuestra causa,
hemos decidido perdonarle la vida. No somos monstruos como nos pintan y
para demostrárselo le diré que don Juan Manuel de Rosas, Restaurador de las
Leyes quiere entrevistarse con usted en Santos Lugares.
Emprendieron la marcha tiempo después.
Videla era un espectro. Las carnes caídas en colgajos a duras penas
tapaban los huesos. Los pelos se arracimaban en marañas y un sabor amargo
cubría la boca y las vísceras. Iniciaron la marcha en una pesada carreta con
profusión de banderas y cintas punzó que el viento movía con indiferencia.
Recorrieron los agrestes caminos mendocinos y cruzaron el puente del
Desaguadero. Luego fue, La Cabra, Chosmes, pasaron por San Luis, El
Chorrillo, Posta del Paso hasta llegar a Córdoba. En la larga marcha avistaron
Oncativo, la tierra que lo viera triunfante junto al general Paz. Se avivaron las
nostalgias en tristes arremetidas, no podía creer las vueltas del destino, los
avatares de la política, las sin razones de los hombres y las ideas, tiempo atrás
tenía los atributos de gobernador. En ese momento era sólo un guiñapo, con
hambre y frío, enfermo, despojado del uniforme y sus galones y seguido de una
soldadesca atrevida que lo burlaban sin piedad. Un pensamiento lo desvelaba
¿por qué razón habían salvado su vida de una manera tan visible? ¿qué
enjuague se traían entre manos?
El viaje fue un suplicio. Todos los días, al atardecer lo bajaban de la
carreta y los hacían caminar atado a una larga tira de cuero. Cuando las
fuerzas se acababan y sólo podía arrastrarse prendido del infame pellejo, lo
volvían al carruaje como bolsa de huesos que sonaban al darse unos contra
otros.
Se avistaba Santos Lugares. Con un poco de suerte en uno o dos días
estarían allí.
Por la tarde, de ese el primer día, un gaucho con poncho colorado
aleteando al viento alcanzó a Quiroga. Su alazán sudoroso, corcoveaba. El
jinete extrajo de entre sus ropas un sobre que entregó al riojano. Este lo abrió y
buscó al pie la inconfundible firma del Restaurador. No necesitaba leerlo,
conocía su contenido.
-Acampemos aquí ordena Quiroga.
-General, todavía faltan más de tres horas para el anochecer.
Era octubre, una primavera esplendorosa; el suelo estaba cubierto de
flores silvestres y las plantas verdeaban. Facundo se dirigió donde sus
soldados descansaban después de la larga travesía. Entre risas y comentarios,
unos cebaban amargos y otros se entusiasmaban en una partida de taba.
-¡Atención! ordenó el sargento. Los soldados se levantaron prestos.
-¡Con la carabina al hombro, hasta aquellos árboles! ¡March!
En el lugar estaba don Luis de Videla3, atados los brazos a la espalda,
los ojos descubiertos a su solicitud, la cabeza alta y el porte erguido. Junto a él,
unos soldados vigilaban. -¡Cuiden que no se escape! Esas palabras sonaron a
injuria. Era un coronel del ejército de la Libertad, no un muerto de miedo que
buscaba esconderse entre las matas. Todos callaron y aprestaron las armas.
No maldijo su suerte ni cerró los ojos. Se persignó, como la única forma
valedera para despedirse del valle de lágrimas. Puso el pecho y esperó la
muerte.
Las balas federales dieron cuenta de su vida.
15- DESDE LA OTRA VEREDA
-¡Puebla se escapa!
-¡No dejen que el desierto se lo trague, carajo! Gritaba el coronel Iseas
cubierto de polvo, salpicado de sangre y montado aún en su caballo.
-El mal parido escapó hacia La Rioja, ¡hay que encontrarlo!
3
N. de R. Coronel Luis de Videla, gobernador de San Luis. 1787-1831.
El brazo acompañaba la seña con la voz desgarrada del fracaso. El
gaucho balandra se había esfumado. Los páramos de la travesía lo habían
protegido como tantas veces. En esa ocasión, algo de él había quedado en los
campos de Chaján, para bien de las milicias estatales, 60 prisioneros y 40
finados. Entre los presos había dos malhechores muy conocidos en Mercedes.
Según se decía, allí tenían establecidas mujeres, hijos y entenados y en alguna
casa desconocida planeaban ataques y hacían alianzas.
Las milicias, con un trofeo semejante, hicieron los que otros hubieran
hecho en su lugar, los mandaron fusilar. Los cargos que pesaban sobre sus
espaldas justificaban el hecho.
El bandido Puebla, atroz hasta el aturdimiento, enfureció al conocer la
noticia.
-Los mataré uno por uno. No quedará ni la sombra de Iseas, Sandes y
Bustamante. Palpite toda la tierra desde el Conlara hasta el Quinto porque el
poder de Puebla ha llegado para quedarse. De la misma manera que volé al
“tenientito Díaz”, que se creyó con fuerza para vencerme, así dejaré al resto.
La furia se convirtió en venganza despiadada. El gaucho, de
desgraciadas andanzas junto al Chacho, los Ontiveros, Llano y otros
capitanejos, había conseguido la alianza del cacique Baigorrita. Tratando de
aumentar fuerzas, se enredó en largos conciliábulos con indios venidos de
Chile, pampeanos y ranqueles. La indiada y el gauchaje se conocían bien. En
más de una oportunidad habían practicado juntos el comercio y el espionaje.
Juntos o separados se dedicaban al saqueo, tenían las poblaciones en
constante zozobra y luego de atacarlas se hacían humo por los caminos a La
Rioja apareciendo dos días después por Achiras y Sampacho a salvo y sin
perseguidores. Conocían la zona como la palma de la mano. La dilatada región
favorecía las andanzas y les ofrecía refugio seguro para el disfrute de sus
depredaciones. Las llanuras recubiertas de magnifica variedad de pastos, el
sinnúmero de lagunas y huiacos de agua dulce escondidos en el seno de
profundas depresiones, les daban la oportunidad de mantener sus caballos
gordos y en excelente estado. Las cadenas de médanos fijos o móviles, los
bosques de algarrobo, caldenes y chañares eran escondites seguros cuando el
peligro los amenazaba y la caballada era capaz de soportar cualquier exceso.
Poco trabajo le costó a Puebla hacer una sola fuerza de indios y gauchos y
realizar un Parlamento en los Médanos Colorados a 20 leguas de Mercedes.
Allí se organizaron, las huestes contarían con 800 indios de pelea y 400 de
chusma. Ningún blanco debía quedar vivo.
En la siesta de un caluroso 23 de enero de 1863, el sargento Tránsito
Gauna estaba de guardia tres leguas al sur de la villa mercedina. El calor era
aplastante y el hombre recostó su figura bajo un algarrobo para aligerar unas
empanadas y el vino patero que le habían convidado. Un sueño profundo lo
dominó y lo llevó a volar otros lugares con ruidos de armas, donde todo se
movía, como si el mismo Satanás galopara las entrañas de la tierra. Despertó
cuando el malón estaba cerca, con el tiempo justo para restregarse los ojos,
montar a caballo, talonear hacia Mercedes y avisar la proximidad de la horda.
-¡Son muchos!, ¡muchísimos!... ¡Puebla no viene solo! ¡He visto yo
mismo las banderas de los gauchos junto a las lanzas de los indios!
La alerta estaba dada, cavar trincheras era la misión antes que la noche
cayera encima.
En la madrugada del 24 los mercedinos sintieron los ruidos del tropel, los
gritos desaforados de los indios y la gauchada. El sol, pálido y ceniciento,
tapado totalmente por el guadal que la turba levantaba. Entraron a la población
armados hasta los dientes, a trote corto, y agitando una mugrienta bandera.
Puebla iba a la cabeza. Los pelos renegridos volaban por el aire. Portaba su
habitual guardamonte de cuero, en forma de pollera, tocando las verijas. A su
derecha, Mariano, el cacique ranquel con la lanza en alto amenazante y
soberbia. Al otro lado, Carmona el Potrillo gaucho de triste fama. La comitiva
diabólica precedía una invasión de indios en cantidad nunca vista, una
pavorosa horda saturada de aguardiente, cortando el aire con picas y
boleadoras, lanzas y rebenques.
El montonero Puebla ambicionaba la gloria. Si había buscado ayuda
entre los indios era sólo para aplastar los ejércitos que le hacían sombra, él,
sólo él, debía tomar venganza. El desquite debía venir por su mano porque
nadie se había animado, hasta ahora, a fusilar a unos gauchos vencidos y
abandonados. Estaría satisfecho cuando desarmara, uno a uno, todos los
milicianos de frontera. Ese gusto no lo compartiría con nadie.
En un descuido de sus secuaces y guiado por el gaucho Gallardo,
conocedor del trazado de la villa, Puebla se alejó del grupo y se internó por una
callejuela hasta llegar a la plaza.
La ciudad aparentaba dormir. Ni el más leve ruido quebraba la paz de la
mañana. Los habitantes del ex Fuerte Constitucional, entonces Villa de
Mercedes por su iglesia y patrona, estaban concentrados dentro del perímetro
de la defensa, ocupando sus puestos y cubriendo las estratégicas trincheras. El
coronel Iseas, dispuesto a todo, los arengaba:
-¡Los venceremos! ¡Pongamos garras y los mandaremos al infierno!
Siempre animando aunque conocía demasiado bien la calaña de sus
oponentes, su número y fiereza. Esperaban la entrada de los provocadores,
nerviosos y con todos los pertrechos disponibles.
Dos cuadras más allá, un prestigioso vecino de Mercedes, don Santiago
Betbeder, de origen francés y activo en la guerra de Crimea decidió unirse a
sus vecinos. Como no pertenecía a los milicianos salió solo armado con su
escopeta. Cavó con sus manos una trinchera amurallada entre unos
deshilachados sauces y esperó. (Actual Balcarce y Riobamba). Permaneció
allí, impregnado de olor a tierra húmeda y tapado con su capa. En un triste
ritual de soledad trataba de poner en alto su honra y la de ese pueblo que lo
había albergado y lo distinguía como hijo.
El tiempo transcurría lento. El sol del mediodía caía a pique cuando la
tierra tembló y supo que la horda salvaje estaba cerca. Escuchó los ruidos,
gritos y relinchos. Podía distinguir al cretino Puebla con sus pelos al viento y su
inmunda bandera. A su lado, el soplón Gallardo. No merecía llamarse
mercedino, el muy ladino los había vendido. Llegaron. Ya los tenía encima. Las
patas de los animales estaban sobre su cabeza. El tufo a orines y bosta era
insoportable. El griterío ensordecedor. Era el momento preciso.
Reconoció la figura del enemigo, su inconfundible porte, su diabólica
risa. Armado con la firme voluntad de concretar la empresa y con la bravura del
guerrero que le venía de antes, fijó la puntería y disparó.
Un solo tiro fue suficiente, Puebla cayó del caballo que jineteaba. La
descarga de la escopeta le dio de lleno en la cara como un relámpago
zigzagueante que surcó el cielo de la historia.
A los pies de Betbeder corría un hilo de sangre, la sangre del bandido
Puebla. El hombre buscado estaba allí, porque allí estaba su muerte.
El gauchaje desorientado y la indiada se dispersaron, una vez más, el
desierto volvía a protegerlos.
“…El coronel Iseas echó los cimientos de Villa Mercedes, construyó sus
amplios cuarteles, sembró grandes extensiones de tierra para el
aprovisionamiento del soldado, protegió a los pobladores y defendió
bizarramente sus fronteras. Junto con él se le reconoce al comandante
José Bustamante, a los coroneles Sandes, Rivas y Ruiz, Manuel
Baigorria, Juan Francisco Loyola, José G. Gordón, Narciso Bustamante,
Nicasio Mercau, Jerónimo Laconcha, a los oficiales Báez y Pedro
Bengolea y al sargento mayor Pablo Irrazábal…”
Juan W. Gez en Historia de la provincia de San Luis.
16- LAZARO
Las celebraciones de fin de año resultaron particularmente jocosas y
disparatadas. El calor reinante, producto de una larga sequía, permitió con
escasez que baldes de agua fresca alegraran las fiestas. Alguna dama resultó
con las paqueterías estropeadas.
-¡Mis mejores vestidos y mis botas! gemía artificiosa una linda morenita
venida de otros pagos al ver los zapatos de raso convertidos en barcazas.
-Lo que queré es humillarno, desfachatada, por que te creé mejor que
nosotra, las puntanas. Merecido lo tené m’hijita, gritaba doña Zenona que veía
a la forastera mejor trajeada que sus hijas.
Acallados los alborotos, tranquilizados los celos y dormidas todas las
borracheras, aquel 3 de enero amaneció aún más caluroso. La lluvia seguía
retrasada y un vapor caliente y pesado se desprendía de la tierra.
Desde la aurora, entre el silencio y la penumbra, el rancho se vio
azotado por unos polvorientos rayos de sol que entraban impiadosos por las
rendijas de la cortina. El cielo parecía un mar en calma, celeste, impecable,
hasta que, por el lado del sur, empezaron a aparecer unas diminutas manchas
blancas.
-¡Qué suerte, vieja, va a llové!
-¡Qué sabís vós! Esa nubes no son d’agua.
-¡Ahí está, siempre lechuziando!
Doña Encarnación, se había levantado temprano, pero ese día no tenía
ganas de pelear con su marido. El mate de la mañana le había caído mal y
tenía fuertes retorcijones de estómago.
-Debo dejar ese brebaje verde. Tiene razón la Eulogia, me hace mal al
hígado.
A pesar del zamarrazo, la vieja, hinchada de aspavientos y rezongos, se
tapó la cabeza con un trapo y salió al patio. El calor casi la voltea. En el mismo
lugar y sin moverse, puso la derecha como pantalla y miró al sur.
-Jesusito no ampare! ¡so mariposa! Nada bueno hai de traé tanto bicho
junto. Debo apurarme a recoger lo huevo.
Trastabillando y confundiendo un pie con el otro se encaminó al
gallinero. Medio cielo estaba tapado de pequeñas alimañas que revoloteaban y
hacían gemir las alas con un zumbido de piedras rascadas. Cuando volvió a
mirar para arriba, sólo un instante después, estaba completamente cubierto por
millones de insectos blancos. Del celeste… ni recuerdo… todo blanco. Doña
Encarnación se persignó. Volvía apresurada con la canasta llena de huevos.
Quería encerrarse en el rancho y decirle al Eleuterio que no era lluvia sino
bichos lo que avecinaba cuando un dolor en las tripas la dejó tiesa. –Ni cuando
lo parí al Rudecindo sentí un dolor tan juerte. Le venía de adentro y la partía en
dos. La boca se le llenó de un sabor agrio y bilioso y un sudor frío
desvergonzado le corrió por las piernas. Quiso gritar pero las palabras estaban
atragantadas en la boca en un instante sintió que algo explotaba en su interior
y las aguas comenzaron a irse impudorosas. Apretó los dientes e hizo fuerza
para retenerlas pero los líquidos se escapaban con la velocidad de un
manantial bravío. A los tropezones, con un hilo de vida llegó a la puerta del
caserío y se desplomó.
Eleuterio, al sentir el ruido se asomó y encontró a Encarnación en un
charco verdoso, presa de violentos calambres, marmólea la piel y el corazón
que a duras penas latía.
-¿¡qué hais comido, mujer!? pero al ver que se vaciaba rápidamente
gritó:
-¡Rápido! ¡Rápido! ¡Que venga la Eulogia! ¡Que venga Pronto que a la
Encarnación se la lleva el diablo!
Eulogia era muy popular en el lugar. De puro comedida y según las
circunstancias era enfermera, comadrona o curandera. Lo único con lo que se
contaba. Conocedora de los yuyos, las hierbas y los gualichos. Decían, que
una india, experta en sahumerios y malos espíritus le había enseñado a
preparar tisanas, dar friegas, poner sanguijuelas, curar el empacho, el dolor de
oído, el reuma y la pulmonía. Lo hacía, sin distingos, a cristianos y animales.
-Es el morbo, dijo con aparatosa sabiduría y fingida tranquilidad. El agua
está infectada. Coman arroces hervidos. Nadie beba de los pozos y tomen un
tecito, bien cargado de tala, durazno y paica hembra. ¡Con un poquito de sal,
también!
¡Es el Morbo! ¡El morbo! gritaba la gente desesperada. Y la noticia corría
de puerta en puerta, entre los ranchos y las pulperías y sólo una palabra se
escuchaba con eco lastimoso morbo… morbo.
Terrible epidemia de cólera que se extendía con la celeridad de una
saeta.
Nunca como entonces, el pueblo puntano llamó insistente al Chorrillero.
¡Lárgate a correr!... ¡Barre lo que encuentres a tu paso!... Sopla con fuerza.
Trae tu frío y tu bravura y llévate la carga que nos agobia. El Chorrillero, se
tomó revancha de todas las palabras poco gentiles y los malos recibimientos
que le hacían cada vez que visitaba la comarca. Por largos días permaneció
sordo al ruego.
El 6 de enero de 1868 llegó la muerte para el respetable vecino y
guerrero de la independencia Don Jacinto Roque Pérez. Después de sufrir dos
días intensos dolores, las humedades se le fueron del cuerpo dejándolo seco
como árbol descascarado. La muerte también se llevó en rápida retirada a la
señorita Genara Pérez, a Carmen Adaro, al matrimonio Quiroga, al joven
Adolfo Astorga y muchos más. Pocos podían resistir el acoso feroz y en días
terminaban finados.
Los habitantes estaban aterrados. Corrían despavoridos sin tener
certeza hacia donde ir. Debían alejarse de ese sitio maldito donde el mismo
Lucifer reinaba y les sorbía el jugo de la vida. Buscaban en los campos aire
puro y aguas sanas y abandonan enfermos y pertenencias y se alejaban, sin
preparar víveres ni vestimentas, con la idea tenaz de la huida. La ciudad se
convirtió en desierto, silencio de muerte, desolación y llanto. ¿Quién sería el
próximo que entregaría su alma a Dios?
Los trabajos quedaron abandonados, las cosechas sin recoger y los
animales descuidados, muy pronto la miseria se hizo sentir. La sequía
persistente, el miedo a la muerte y un Dios que parecía indiferente a los
clamores del pueblo, hizo a los sanluiseños escépticos y descreídos. Los
artículos de primera necesidad alcanzaron altos costos y los pillajes acecharon.
Tales eran los malos tiempos, el gobernador, José Rufino Lucero, su ministro,
Faustino Berrondo, don Justo Daract presidiendo la comisión de fomento y
algunos vecinos generosos, brindaron socorros y evitaron desórdenes y
bandolerismo.
Un día, cuando el cielo había recobrado su color celeste y era un
recuerdo la profusión de mariposas blancas, el Chorrillero se echó a correr.
Todos salieron de sus casas para que la arena les diera en la cara y el frío les
cuarteara la piel. Y se escucharon desde lejos las letanías, las sonoras
plegarias y las promesas, los misterios, las alabanzas y los ruegos que el
viento desparramaba entre los cerros desde el Chorrillo a Cruz de Piedra,
desde El Trapiche hasta El Potrero. Las aguas que corrían por los ríos se
hicieron claras, azules, purificadas, porque el mal había sido barrido, el aire
limpiado y la tierra sanada. Todos aquellos que pisaban el suelo, sobrevivientes
marchitos, enjutos, magros y esmirriados eran testigos del mensaje bíblico:
¡Levántate y anda!
*** FIN ***
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