La crisis de los años `30 y la Segunda Guerra Mundial[1] Aldo Ferrer

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La crisis de los años ’30 y la Segunda Guerra Mundial1
Aldo Ferrer2
La gran crisis económica mundial de 1930 destruyó las reglas del juego del sistema global,
incluyendo el patrón oro, el régimen multilateral de comercio y pagos y la desregulación del
movimiento de capitales. Sin embargo, todavía en la década del ’30 el comercio internacional
conservaba la composición establecida en el Segundo Orden Mundial (1800-1914): dos tercios
correspondían a los productos primarios y el resto a las manufacturas. En el transcurso de la
década del ’20, los excesos de oferta provocaron el desplome de las cotizaciones de productos
primarios, anticipándose a la debacle financiera de 1929. Sobrevivía, en ese entonces, el viejo
dominio imperial sobre una tercera parte de la humanidad radicada en las posesiones coloniales de
Africa, Oriente Medio y Oriente Extremo. Pero los movimientos de independencia comenzaban
también a estallar en las colonias, cuya liberación se consumaría en el transcurso de la Segunda
Guerra Mundial y la temprana posguerra.
La gran crisis económica mundial de la década del ’30, transformó radicalmente el contexto
internacional, dentro del cual, se había desarrollado la economía argentina. Los mercados
mundiales de alimentos y materias primas se desplomaron. Las corrientes de capitales cambiaron
de dirección, cuando los países inversores, comenzaron a rescatar sus colocaciones en el resto del
mundo.
La crisis provocó, además, el descrédito del paradigma liberal. Bajo el liderazgo intelectual de
Keynes, Gran Bretaña sustituyó el credo librecambista por la intervención del Estado. En los
Estados Unidos, el new deal del presidente Roosevelt abandonó el canon liberal e instaló a las
políticas públicas en el centro del escenario político del país. Los regímenes autoritarios en
Alemania e Italia, practicaban también un activo intervencionismo del Estado. La Unión Soviética,
operaba con una economía totalmente estatizada y planificada, la cual parecía provocar el milagro
del crecimiento en un mundo en recesión. Al final de la década, las tensiones internacionales
culminaron en la Segunda Guerra Mundial. La “economía de guerra” implantó estrictos regímenes
regulatorios de asignación de recursos y distribución del ingreso.
Desde la crisis, los Estados Unidos sustituyeron a Gran Bretaña como núcleo central del sistema.
Un país de gran dimensión, con una economía esencialmente autocentrada y un gran superávit
comercial, sin disposición de ser prestamista de última instancia, no fue capaz, en esa época, de
asumir el liderazgo que, bajo el patrón oro y el libre comercio, tan eficazmente había ejercido la
vieja potencia hegemónica.
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Artículo publicado en BAE, el 10 de diciembre de 2009
Director Editorial de Buenos Aires Económico
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Respecto de los Estados Unidos, la Argentina guardaba una relación distinta que con Gran
Bretaña. Con la economía británica, la Argentina era complementaria, asociada en una estrecha
red de intercambios de productos primarios por manufacturas, inversiones y financiamiento público.
Por el contrario, respecto de la economía norteamericana, la nuestra era competitiva en la
exportación de productos primarios y deficitaria en la importación de manufacturas, inversiones y
créditos. Se formó así la relación triangular de los superávits de las relaciones con Gran Bretaña,
que financiaban el déficit con lo Estados Unidos, modelo que prevaleció en la etapa de la economía
primario exportadora, la década del ’30 y la Segunda Guerra Mundial. Es comprensible que el
cambio de centro hegemónico influyera en todas las relaciones internacionales de la Argentina y
que con los Estados Unidos se plantearan conflictos inexistentes en la relación anterior con Gran
Bretaña.
En 1930, a la Argentina, se le vinieron súbitamente abajo el mercado mundial, el centro
hegemónico de referencia y la ideología dominante. El cambio de contexto y la debilidad del
sistema político del país dieron vuelta la realidad en una fecha precisa. El fatídico 6 de septiembre
de aquel año. A partir de allí, las fuerzas armadas quedaron instaladas como árbitro, de última
instancia,
de
las
tensiones
que
el
sistema
político
no
podía
resolver.
La densidad nacional siguió acumulando problemas. El desempleo y la caída del nivel de vida
agravó la desigualdades y las tensiones del orden social. La oligarquía pretendió sostener la
relación privilegiada con Gran Bretaña. Respondió a la política de preferencias imperiales del
Convenio de Ottawa, con un tratado anglo-argentino de 1933, el Roca-Runciman, con concesiones
adicionales, a cambio de mantener abierto el mercado británico a las exportaciones de carnes
argentinas. Poco después, el Plan Pinedo intentó incorporar a los Estados Unidos como nuevo
centro de referencia de la economía argentina. En cualquier caso, la estrategia oligárquica de
retención y acumulación de poder siguió desplegándose en un modelo de subordinación periférica.
Las instituciones democráticas colapsaron. El fraude y la alianza, entre expresiones políticas
diversas, eran incapaces de administrar la acumulación de tensiones provenientes del resto del
mundo y de la propia conflictualidad interior.
El paradigma liberal no resistió las consecuencias de la crisis mundial. Desde mediados de la
década del ’30, el pragmatismo sustituyó la ideología. También la Argentina comenzó a crear
instrumentos de intervención, como las juntas reguladoras, el control de cambios, el Banco Central
y el Impuesto a las Ganancias. La política económica fue razonablemente eficaz en administrar la
coyuntura. Es decir, el impacto de la crisis sobre la actividad económica interna y los pagos
internacionales del país. Pero esto distaba de constituir una estrategia alternativa de
transformación productiva e industrialización, es decir, de gestión del conocimiento. El régimen se
limitó a sostener, con bastante eficacia, las bases del modelo anterior y dar lugar a un incipiente
proceso industrial de sustitución de importaciones, impulsado por la insuficiencia de la capacidad
de pagos externos para sostener los abastecimientos importados. La capacidad de mano de obra
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y gestión empresaria estaba disponible para abordar el rápido desarrollo de las industrias sencillas,
“livianas”, como la textil y la mecánica ligera.
La estructura productiva se transformó considerablemente. La industria ganó participación en la
generación del producto y del ingreso. Hacia 1945, ya superaba la posición relativa de la actividad
agropecuaria, la cual, acotada por el colapso del mercado mundial y la guerra entró en un
prolongado período de estancamiento tecnológico y, consecuentemente, productivo. La economía
se volcó más hacia adentro. El mercado interno ganó posición como destino de la producción
mientras disminuía la participación de las importaciones en el PBI. La presencia del capital
extranjero quedó cristalizada en los moldes establecidos hasta la década del ’20 y cayeron las
inversiones privadas directas y los créditos internacionales.
El país comenzó a vivir más con lo suyo, pero muy lejos aún de un sistema autocentrado realmente
dinámico, con una inserción en el mundo simétrica y no subordinada. El despliegue de la actividad
económica en el territorio reforzó el centralismo en torno del Puerto de Buenos Aires y la región
pampeana, heredado de la etapa anterior. Las nuevas industrias y los servicios, tendieron a
instalarse allí donde estaban el mercado y la fuente de abastecimientos de equipos e insumos
importados, es decir, en el Puerto de Buenos Aires y su zona de influencia. La industrialización
promovió el desplazamiento de población desde las zonas rurales hacia las ciudades. Al finalizar el
período, la Argentina contaba con una sociedad esencialmente urbana.
Entre 1929 y 1945, comenzó a abrirse la brecha en el ingreso per cápita de la Argentina respecto
de los otros dos “espacios abiertos” de referencia. El argentino permaneció estancado en el mismo
nivel mientras el australiano aumentó 30% y el canadiense 40 por ciento. El aumento de la brecha
ya era evidente antes del inicio de la guerra. Además, la escasez de abastecimientos de bienes de
capital importados provocó, en la Argentina, la descapitalización en la infraestructura y restricciones
al equipamiento industrial. Los otros dos países, integrantes de la alianza occidental, no
experimentaron tales problemas. Sin embargo, el rezago argentino se explica, principalmente, por
la debilidad relativa de su estructura productiva y, en definitiva, de su densidad nacional, respecto
de Canadá y Australia.
A comienzos de la década del ’40 estaban dadas todas las condiciones para una nueva conmoción
en la sociedad argentina. En 1943, otro golpe militar sustituyó al gobierno del régimen conservador.
El nuevo gobierno imprimió a la tradicional neutralidad argentina en las guerras mundiales un
sesgo de simpatía hacia las potencias del Eje, lo cual, complicó las relaciones con los Estados
Unidos. Finalmente, el régimen cedió a las presiones y les declaró la guerra, pero quedó abierto un
escenario de confrontación y desconfianza con la nueva potencia dominante.
La conflictualidad social, grupos dirigentes hegemónicos sin intereses vinculados con la
transformación productiva y la gestión del conocimiento, el protagonismo de las fuerzas armadas
en un sistema político incapaz de resolver los conflictos en democracia y los cambios mundiales
inminentes de la posguerra anticipaban las dificultades que enfrentaría la Argentina. Las tensiones
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en la política exterior del país agravaron el cuadro de situación. La frágil densidad nacional
argentina volvería a no estar a la altura del desafío. Éste incluía, nada menos, que resolver,
definitivamente, si la Argentina volvía al pasado del régimen pastoril o se lanzaba a la construcción
de una economía moderna industrializada, con una amplia base de recursos naturales y de
producción de alimentos y materias primas. Es decir, una estructura productiva capaz de gestionar
el conocimiento y acumular. Y resolver, también, un posicionamiento internacional compatible con
la soberanía y el realismo, dentro del nuevo sistema internacional. Nada de esto era posible sin un
sistema institucional estable y un régimen político capaz de tramitar, en paz y en democracia, las
transformaciones en curso. Es decir, sin una densidad nacional suficientemente sólida.
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