Regulando el derecho a decidir: una propuesta

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Regulando el
derecho a decidir:
una propuesta
(Regulating the right to
decide: a proposal)
Ruiz Vieytez, Eduardo J.
Universidad de Deusto. Facultad de Ciencias Sociales y Humanas.
Avda. de las Universidades, 24. 48007 Bilbao
[email protected]
BIBLID [ISBN: 978-84-8419-271-8 (2015); 214-238]
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Ruiz Vieytez, Eduardo J.: Regulando el derecho a decidir: una propuesta
1. Objeto
Este trabajo pretende argumentar en favor de la regulación normativa constitucional
o internacional del llamado derecho a decidir, al menos en su versión más visible
de capacidad de celebración de un referéndum sobre el futuro político de determinadas naciones minoritarias. La hipótesis central es que dicha regulación en sí
misma podría constituir un instrumento de acomodo de dichas naciones en sus
respectivos sistemas constitucionales y una expresión de su singularidad.
Es preciso para ello conceptualizar siquiera de forma concisa las condiciones que podrían legitimar la activación del llamado derecho a decidir, y también
determinar la naturaleza de éste en el estado actual del Derecho constitucional o
internacional. Al mismo tiempo, la propuesta necesita no solo una argumentación
que se respalda con experiencias comparadas, sino también un contenido mínimo
del proceso a seguir como desarrollo del citado derecho que pueda generar estabilidad y claridad frente a las tensiones habituales en determinados sistemas actuales. Más que la búsqueda de categorías precisas y exactas, la vocación de esta
propuesta es la de disminuir tensiones y buscar puntos de equilibrio que pudieran
ser válidos para el acomodo de las situaciones políticamente más delicadas del
actual momento.
2. Contexto: el acomodo constitucional de las naciones minoritarias
El Estado es la forma política más exitosa de la historia de la humanidad. Hoy en
día, prácticamente todo el planeta está subdividido en Estados cuya soberanía teórica no es cuestionada. La población de cada uno de ellos es entendida en el sistema jurídico actual como un sujeto soberano o pueblo con plenitud de decidir, al
menos teóricamente, su estatuto político, económico, social y cultural.
Ahora bien, en prácticamente todos los Estados concurren varias expresiones de diversidad identitaria o cultural, y demandas diferentes de acomodo por
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parte de muy variados grupos minoritarios. Dentro de este marco, puede resultar
útil sistematizar las soluciones que en clave colectiva pueden ofrecer los Estados
a la diversidad, distinguiendo las diversas estrategias de acomodo de la misma.
Sistematizar estas técnicas es una labor compleja. Por un lado porque los mecanismos que en la práctica son utilizados por diversos Estados de nuestro entorno
resultan muy variados y se aplican a realidades sociales muy diferentes (Leurat
1998: 40-60). Por otra parte, porque en ocasiones estos mecanismos se solapan
sustantivamente en un mismo marco jurídico.
Con todo, diversas fórmulas han sido ensayadas por los Estados para responder a la pluralidad lingüística, étnica o religiosa de sus poblaciones. Desde posturas que han negado dicha pluralidad con políticas encaminadas a la eliminación
de las minorías o a su asimilación progresiva, hasta respuestas institucionales y
jurídicas pensadas para proteger efectivamente a dichos grupos. Para el caso de
las minorías nacionales con una base territorial más o menos definida, diversos
Estados han optado por modelos de autogobierno territorial, bien bajo la forma de
un Estado federal (Rusia, Yugoslavia, India, Bélgica o Suiza), bien a través de la
descentralización del poder político a entidades infraestatales (Reino Unido, España, Italia, Finlandia, Ucrania, Moldavia o Dinamarca). En determinadas ocasiones, el autogobierno territorial se combina con otra suerte de garantías intercomunitarias (Irlanda del Norte, Tirol del Sur, Chipre, India o Etiopía). En otros
casos, el autogobierno garantizado a las minorías nacionales del Estado se realiza fundamentalmente a través de una autonomía de naturaleza personal (Eslovenia, Hungría, India, Islas Fiji o Rusia). Paralela o alternativamente a estas medidas protectoras, pueden aparecer otras que se engloban en el ámbito de la
participación directa de las minorías concernidas en los órganos constitucionales
más relevantes del Estado e incluso, en algunos casos, mecanismos electorales
o decisorios específicamente previstos para asegurar el consentimiento de determinado grupo en la toma de decisiones. En todo caso, dentro del propio marco
europeo, pueden constatarse hoy en día fundamentales diferencias en las políticas adoptadas por los distintos Estados de cara al mero reconocimiento de su propia diversidad lingüística, religiosa o cultural.
Pese a este complejo panorama, podemos presentar una tabla en la que
pueden cruzarse dos perspectivas o enfoques diferentes. Por una parte, distinguiremos entre una aproximación colectiva a la diversidad y un enfoque más individualista en la gestión de la misma. En el primer caso, ubicaríamos medidas y
técnicas que tienen en cuenta la situación de relación entre grupos mayoritarios
y minoritarios, mientras que el segundo enfoque tiende a considerar el marco político como un Estado de ciudadanos que son diversos en su identidad. Cada uno
de estos dos enfoques corresponderá a una columna de nuestro diagrama. En el
segundo eje del esquema reflejamos la disposición total o parcial con la que se
pretende responder a la diversidad. Ello diferenciaría enfoques que entienden la
diversidad (o al menos un grado determinado de la misma) como un elemento definitorio global del Estado, de aproximaciones que entienden la diversidad como
un factor más limitado en la organización del Estado.
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Combinando ambos enfoques obtenemos un total de cuatro categorías que
agrupan diferentes mecanismos de acomodo de la diversidad. Así, el autogobierno
o autonomía de base territorial se presenta habitualmente como el resultado de una
asunción colectiva de la diversidad y de un enfoque global de la misma como un
elemento sustancial en la definición del Estado. Lógicamente nos referimos con ello
no a toda realidad de autogobierno territorial, sino a aquélla cuya finalidad sea en
todo o en parte la satisfacción de las demandas de acomodo de un determinado
grupo minoritario. En segundo lugar, cuando el enfoque es colectivo, pero la asunción de la pluralidad se realiza en un grado más parcial se establecen medidas de
participación en el poder de los grupos minoritarios o alguna suerte de autonomía
de base personal o cultural. Esto responde normalmente a situaciones en las que
el colectivo minoritario es muy reducido demográficamente y claramente identificable (como puede ser la situación de determinados pueblos indígenas o de minorías nacionales reducidas), o bien no se halla asociado a un territorio claramente
definible (caso de algunas minorías religiosas o étnicas). El concepto de participación en este caso no equivale al utilizado con mayor amplitud como derecho en los
tratados internacionales de derechos humanos de los miembros de minorías1, sino
que más bien hace referencia a medidas de compartimentalización del poder o acceso específico al mismo (power-sharing arrangements), e incluso a algunos arreglos de tipo consociacional, poco frecuentes en el continente europeo.
Figura 1. Sistematización de las técnicas jurídico-constitucionales
de acomodo de la diversidad en el seno de un Estado
Enfoque colectivo
(Relaciones entre
mayoría y minorías)
Enfoque individual
(Relaciones entre
Estado y ciudadanos)
Enfoque global
(Diversidad como
elemento definitorio
del Estado)
Autogobierno
de base territorial
Oficialidad
de los elementos
minoritarios
Enfoque parcial
(Diversidad como
elemento secundario
en el Estado)
Participación
directa de minorías
Autonomía cultural
Derechos específicos
para los miembros
de minorías
1. Véanse, no obstante, dos documentos que profundizan en la potencialidad de este derecho emergente: Advisory Committee of the Framework Convention for the Protection of National Minorities, Commentary on the effective participation of persons belonging to national minorities in cultural, social and
economic life and in public affairs, adopted on 27 February 2009 (Documento del Consejo de Europa
ACFC/31DOC(2008)001; United Nations Committee on Economic Social and Cultural Rights, Right of
everyone to take part in cultural life (General Comment no. 21), adopted on 20 November 2009 (Documento de Naciones Unidas E/C.12/GC/21).
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Hoy en día conviene subrayar la potencialidad de la autonomía cultural como
instrumento de futuro en el acomodo de la diversidad. Las dinámicas futuras tienen que basarse en un progresivo proceso de desterritorialización y en la asunción
del carácter poliétnico de los Estados actuales, ante lo que la autonomía cultural
o personal presenta potenciales ventajas que aún no han sido suficientemente exploradas (Nimni 2005)2.
Esto no obstante, en varios Estados se plantean demandas de sectores de
la población de los mismos que pretenden disponer de un nivel de decisión similar al que dispone el conjunto de la población. Los debates teóricos sobre el derecho a la autodeterminación o sobre el derecho a decidir encierran en realidad
un debate sobre la posibilidad de que emerjan nuevos demoi o sujetos soberanos.
Ello es particularmente frecuente cuando concurren en un Estado grupos minoritarios dotados de fuerte personalidad propia o vocación nacional. En efecto, existen minorías que expresan de modo más o menos directo la aspiración a disponer de un cierto poder político propio. En este caso, a su vez, son distinguibles las
situaciones en las que esta aspiración es parcial y limitada, sin afectar de modo
sustantivo la soberanía estatal, de las que se manifiesta un deseo de autogobierno
que implica afecciones totales o parciales a la soberanía estatal. En el segundo
supuesto puede plantearse un tipo de conflicto político que excede de la mera gestión democrática de la diversidad y que llamaremos conflicto nacional (Ruiz Vieytez 2002: 193-210).
Estos conflictos nacionales se producen sobre una base fáctica minoritaria
que no siempre es fácil de determinar. Kymlicka distingue habitualmente entre minorías nacionales y minorías étnicas para subrayar esta división. Por su parte, Requejo habla para referirse a estos casos de naciones minoritarias y da unas pautas de identificación de las mismas (Requejo 2007: 36). Más allá de la palabra
que usemos para nominarlas, lo importante es su identificación, para lo que siguiendo criterios ya planteados en parte por Requejo, proponemos atender a los
siguientes datos políticos:
a) La existencia entre las fuerzas políticas o sociales representativas (por afiliación o simpatía) de formaciones que reclaman un cambio sustantivo en
el marco jurídico vigente para aumentar (o transformar) el autogobierno
de un determinado colectivo.
b) La obtención por dichas fuerzas políticas de porcentajes significativos de
voto en el ámbito territorial al que aspiran a representar, siempre superior al meramente local.
c) La menor legitimación política en el ámbito de dicho colectivo y en comparación con el resto del Estado, del marco jurídico vigente, expresada por
vía de referéndum o participación política.
2. Véase también a este respecto el reciente debate sobre la autonomía cultural o personal en el monográfico del número 1/2013 de la revista Journal on Ethnopolitics and Minority Issues, disponible en
http://www.ecmi.de/publications/detail/issue-12013-273/
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Estos datos ayudan a determinar si nos encontramos en presencia de este
tipo de conflictos, pero sin duda el elemento fundamental en clave democrática
es el segundo. La identificación de sujetos políticos en este sentido no puede quedar como monopolio de los poderes estatales, sino que podría ser realizada
desde otras entidades, organismos o instituciones que de modo democrático representen a aquellos colectivos. Estas instituciones deben, eso sí, justificar su condición de representantes democráticos de un colectivo diferenciado y singular en
hechos democráticamente válidos como, por ejemplo, una determinada consulta
popular o, preferiblemente, la expresión electoral consistente y reiterada de la ciudadanía a favor de las fuerzas políticas que defienden dicha personalidad política.
Cuando una comunidad en la que concurre dicha expresión democrática pretende
la gestión propia de un grado más o menos relevante de la soberanía que detenta
el colectivo mayoritario, las aspiraciones de ambos proyectos o grupos pueden colisionar, haciéndose necesarios criterios democráticos de gestión de dicho conflicto
que no se basen en argumentos exclusivamente numéricos.
Entre estos criterios, podemos intentar establecer unas bases mínimas
que guíen la gestión de los posibles conflictos que puedan emerger. Así, por ejemplo, debemos señalar en primer lugar que los conflictos nacionales no son negativos en sí mismos, sino en función de la gestión que pueda hacerse de los mismos. En este sentido, la peor gestión es la que comienza por negar la existencia
del conflicto, por el no reconocimiento de la postura ajena o por negarle la legitimidad moral. Ello hace aconsejable reconocer la presencia del conflicto y desdramatizarla, asumiendo la existencia de posturas y aspiraciones políticas encontradas, así como investigar teórica y prácticamente en busca de nuevas fórmulas
de solución.
En segundo lugar, es preciso reconocer que toda distribución del poder político en el espacio o entre grupos es contingente y no puede considerarse intrínsecamente ilegítima sin acudir a posicionamientos dogmáticos o fundamentalistas. En un marco de convivencia democrática, tan legítimas son las propuestas de
mantenimiento del reparto actual de soberanías, como las que pretenden su alteración total o parcial. En tercer lugar, debemos admitir que todo modelo de estructuración política es, en mayor o menor medida, identitario. Así, todo Estado soberano (o entidad política infraestatal) tiene unos referentes identitarios en el orden
lingüístico, religioso, cultural, étnico y, por lo tanto, nacional. Dichos referentes pueden ser más o menos amplios, pero hasta hoy ha sido imposible compaginar la
gestión política de un territorio con una hipotética “neutralidad identitaria”.
Es también preciso, en cuarto lugar, reconocer que los conflictos nacionales son por definición conflictos desequilibrados en términos de poder, con desigualdad de oportunidades para la realización de las aspiraciones encontradas de
unos y otros. En términos generales, una de las partes (normalmente aquélla que
es mayoritaria en el seno de un determinado Estado) se halla relativamente satisfecha con el modelo político vigente, mientras que el otro colectivo desea alterar o modificar sustancialmente dicho modelo. Por ello, las comunidades que se
hallan en el primer supuesto tienen a negar la existencia del conflicto político y se
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muestran a veces reticentes a cualquier tipo de diálogo que pudiera legitimar algún cambio sustancial. En este sentido, en muchos conflictos hallaremos que dos
(o más) aspiraciones políticas contrapuestas no siempre se pueden satisfacer al
mismo tiempo por resultar contradictorias en todo o en parte. Cuando esto concurre, será necesario buscar el máximo nivel de apertura posible del modelo, dentro de las posibilidades existentes, aunque los respaldos políticos a las mismas
sean siempre limitados. Precisamente, la propuesta que se contiene en este trabajo busca equilibrar la factibilidad de las diferentes propuestas de ejercicio de la
soberanía en estos conflictos.
Por último, es esencial reconocer que la naturaleza de esta suerte de conflictos es básicamente política, y que en ellos el Derecho debe servir para positivizar acuerdos políticos previamente adoptados o para facilitar los mismos. La legitimidad democrática, otorgada por las poblaciones directamente afectadas es
indispensable para que un marco jurídico pueda tener la eficacia deseada. En este
sentido, el Derecho constitucional o el ordenamiento internacional deben ser útiles como instrumentos de solución alternativos al uso de la violencia o de la tensión. Esto hace necesario repensar la propia idea de Constitución como pacto cotidiano, y la idea del Derecho como solución pacifica de las diferencias.
En nuestro esquema anterior, las soluciones a estos conflictos pasan necesariamente por el primer cuadrante, el del autogobierno de base (normalmente) territorial. En este marco se ubican los modelos de base federal o asociativa. Ahora bien, los modelos federales varían extraordinariamente de unos a
otros y la capacidad de acomodación en unos y otros casos es también muy diferente. No solo la organización institucional y el reparto del poder son los elementos a tener en cuenta, sino también el tamaño de los diferentes grupos a acomodar y la experiencia histórico-política previa del país respectivo. A veces, el
planteamiento de modelos federales asimétricos en los países en los que existe
desproporción importante entre el peso de unos y otros grupos genera numerosos problemas de diseño y de aceptación popular.
Por lo que se refiere al consocionalismo (gobierno de coalición, principio de
proporcionalidad en los espacios públicos, posibilidad de veto de la minoría y autonomía segmentada: Heintze 2002: 333; Kettley 2003: 255-258), es una fórmula que se entiende especialmente válida para sociedades divididas en comunidades claramente diferenciadas y que comparten los mismos territorios. Todo ello
presupone una identificación del tamaño de los grupos, mayoritario y minoritarios,
bien en la propia población, bien en sus representantes públicos, algo que en ocasiones resulta muy difícil de acomodar con los parámetros liberales dominantes en
nuestra cultura jurídica.
En ocasiones, estos instrumentos parecen insuficientes para conseguir el acomodo intraestatal de determinados colectivos que aspiran, como decíamos, a reconocerse como nuevos demoi. Emergen así los debates sobre la existencia de otros
sujetos soberanos o titulares del derecho a la autodeterminación o del llamado derecho a decidir. Sin embargo, el contexto del debate sobre la titularidad de estos
derechos es el intrínseco desequilibrio del orden internacional, organizado a partir
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y a través de las comunidades que ya disponen de un Estado o que son reconocidas por éstos como partes constituyente del mismo. No en vano, son los Estados
quienes crean gran parte del Derecho internacional y, en todo caso, quienes enuncian lo que es Derecho internacional en cada momento, algo que lógicamente se
traslada igualmente al Derecho constitucional interno de cada uno de ellos.
Es precisamente en este marco complejo y de dificultades teóricas y prácticas, en el que queremos plantear la regulación de los procesos de autodeterminación de las naciones minoritarias como un instrumento más de gestión de la diversidad y de acomodo constitucional. En este sentido, no nos interesa tanto la
conceptualización teórica del mismo sino su valor simbólico y garante como elementos de estabilidad y solución a conflictos nacionales persistentes.
3. Conflicto nacional, autodeterminación y derecho a decidir
3.1. El derecho a la autodeterminación
Las demandas planteadas recientemente en Escocia y en Cataluña, entre otras,
han servido para que emerjan de nuevo los debates sobre el llamado derecho a
decidir o derecho de autodeterminación, que aquí queremos rescatar no tanto en
su aspecto teórico sino planteando su reconocimiento formal como un instrumento
de solución o acomodo. Esto no obstante, se hace necesario en primer lugar clarificar la identidad de estos dos derechos antes de determinar si existen o no en
los ordenamientos actuales o si debieran o pudieran existir.
Podemos señalar de entrada que no se puede cuestionar la existencia ni vigencia actual del derecho de autodeterminación. Éste se halla positivizado al máximo nivel en el ordenamiento jurídico internacional, y consagrado además como
un derecho colectivo de los pueblos y un derecho humano. Además, el derecho
de autodeterminación pertenece a la parte imperativa del Derecho internacional
que no puede ser dispuesta por los Estados y genera obligaciones erga omnes, tal
y como ha reconocido el propio Tribunal Internacional de Justicia3.
El derecho de autodeterminación es el derecho de los pueblos a determinar
“in full freedom when and as they wish, their internal and external political status,
without external interference, and to pursue as they wish their political, economic,
social and cultural development”4. Por supuesto, en la práctica no existen entidades políticas plenamente independientes, pero el hecho de que la lectura formal de
un derecho no corresponda con la capacidad real o material de su ejercicio no es
algo exclusivo de este derecho en particular sino común al conjunto de los derechos
humanos. Pasos significativos en la juridificación progresiva de este derecho se dieron a partir del Pacto de la Sociedad de Naciones y sobre todo con la Carta de las
3. Sentencia del Tribunal Internacional de Justicia sobre el caso de Timor Oriental: Case concerning East
Timor, ICJ Reports (1995), 102.
4. Final Act of the Conference on Security and Co-operation in Europe (Helsinki Final Act), 14 ILM 1292,
Part VIII.
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Naciones Unidas que lo menciona expresamente como principio jurídico en los artículos 1, 2 y 55. La Resolución 1514 de la Asamblea General, adoptada en 19605
transforma el principio en derecho de los pueblos colonizados y los Pactos de Derechos Humanos de 1966 extendieron este derecho a todos los pueblos y lo categorizaron como un derecho humano (Obieta 1985: 103-104). Para las Naciones Unidas, la realización de este derecho es una condición esencial para la garantía efectiva
de los derechos humanos individuales6. Los Estados miembros quedan obligados a
informar sobre su promoción activa a través de procesos constitucionales y políticos7.
Por su parte, el derecho a la autodeterminación tampoco es ajeno al Derecho constitucional comparado y un buen número de constituciones incorporan referencias al mismo (en Europa, Bielorrusia, Estonia, Ucrania, Croacia, Eslovenia y
Alemania). Sin embargo, como recuerda la Comisión Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos, aunque es claro que todos los pueblos tienen este derecho, “there may, however, be controversy as to the definition of peoples and the
content of the right”.8 En efecto, éstos son hoy en día los frentes principales de
discusión sobre este derecho y ambos afectan a los conflictos de soberanía que
pueden plantear las naciones minoritarias, por lo que guardan una estrecha relación con lo que viene entendiéndose como derecho a decidir (Ruiz Vieytez 2012).
En relación con el titular del derecho, es claro en Derecho internacional que
se trata de todos los pueblos, y no solo los sometidos a dominación colonial, ocupación extranjera o en los que se hayan producido violaciones masivas de derechos humanos. El titular equivale a todos los pueblos sin distinción. En este punto,
la gran pregunta a plantearse es qué sujeto califica como pueblo (y por tanto cuáles no), y al mismo tiempo, quién tiene legitimidad política y jurídica para determinar la existencia de un pueblo que, en su caso, puede coincidir con una nación
minoritaria según la definición que adoptábamos anteriormente.
Las discusiones sobre el significado jurídico de pueblo son muy amplias y
no hacen sino demostrar que el derecho de autodeterminación, como el conjunto
del ordenamiento, evoluciona y va ensanchando sus titulares. La práctica de los
Estados no es coherente y en consecuencia tampoco la de la comunidad internacional. Por ejemplo, el Comité de Naciones Unidas para la Eliminación de la Discriminación Racial, al aludir al derecho de autodeterminación, incluye ambiguas
referencias a otro conceptos (etnicidad, nacionalidad, minorías étnicas, religiosas
o lingüísticas, grupos étnicos o lingüísticos…)9. Aunque la interpretación dominante
5. UN General Assembly’s Declaration on the Granting of Colonial Countries and Peoples, GA Res. 1514
(XV), 14 December 1960.
6. United Nations Human Rights Committee, General Comment No. 12, The right to self-determination
of peoples (Art. 1), 13 March 1984, para 1.
7. UN Human Rights Committee, General Comment… cit., para. 4.
8. African Commission on Human and People`s Rights, Katangese People’s Congress v. Zaire (communication 75/92), document ACHPR/RPT/8th Annex VI (1995), para 3.
9. UN Committee for Elimination of Racial Discrimination, General Comment no 21. Right to self-determination, 23 August 1996, Doc. A/51/18, para. 3 and 5.
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es la de que el término pueblo corresponde al conjunto de la población de cada
Estado (Pentassuglia 2002: 163)10, concurren voces discrepantes y prácticas no
consistentes. Algunas normas constitucionales reconocen expresamente la existencia de pueblos no estatales (Rusia, Ucrania, Noruega, Finlandia, Bosnia) u otras
diferentes alternativas de autodeterminación a sujetos que no corresponden al conjunto de la población de un Estado (Gagauzia, Irlanda del Norte, Nueva Caledonia,
Etiopía, San Kit y Nevis…). También se pronuncian a favor de una solución pluralista al concepto de pueblo dentro de un mismo Estado órganos como la Comisión
Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos (caso Katangese People’s Congress v. Zaire) o la Corte Suprema de Canadá en su famoso dictamen sobre la secesión de Québec, en el que señala con claridad que “the precise meaning of the
term ‘“people”‘ remains somewhat uncertain (…)It is clear that ‘a people’ may include only a portion of the population of an existing state….The reference to ‘people’ does not necessarily mean the entirety of a state’s population”11.
Por lo que se refiere a los debates sobre el contenido del derecho a la autodeterminación, éstos se centran básicamente en determinar si el alcance de la
soberanía política que conlleva tiene o no limitaciones para el caso de pueblos que
no disponen de su propio Estado. En otras palabras, la polémica principal gira sobre la posibilidad de que un ejercicio de la autodeterminación de un pueblo pudiera llegar a la secesión del mismo del Estado en el que se encuentre y su incorporación a otro Estado o la constitución de un nuevo Estado independiente.
En este punto, se ha debatido sobre un contenido interno y uno externo del
derecho de autodeterminación. Si bien sobre el primero el consenso interpretativo
es más sencillo, las dificultades aparecen en la determinación del segundo. Para no
pocos autores y para la mayor parte de los Estados que componen la comunidad
internacional, algunos pueblos no dispondrían de la vertiente externa del derecho o
solo dispondrían de ella en determinadas condiciones, mientras que otros defienden que el derecho abarca ambas vertientes en cualquier caso. Al mismo tiempo,
hay importantes discrepancias sobre el alcance de la denominada autodeterminación externa. Para algunos se identifica simplemente con la secesión, mientras que
parece más consistente entenderla como el conjunto de facultades que permiten a
un pueblo decidir el grado de relaciones políticas que desea mantener con otros pueblos, a su vez sujetos del mismo derecho a la autodeterminación.
En cualquier caso, las teorías sobre este derecho presentan aún bastantes
inconsistencias que demuestran que aún necesita desarrollo teórico, y los Estados aplican políticas que no siempre se basan en los mismos criterios ante casos
en los que se invoca directa o indirectamente este derecho. Así por ejemplo, resulta recurrente la negación de la secesión como un resultado admisible del derecho a la autodeterminación para los pueblos no estatales, colonizados ni ocu10. UN Human Rights Committee, Apirana Mahuika et al. v. New Zealand (Communication No.
547/1993), decision of 25-7-2001; Doc. CCPR/C/72/D/884/1999, para. 7.6.
11. Supreme Court of Canada, Reference re Secession of Quebec, (1998), 2 SCR 217 (Can), para 123
y 124.
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pados (Pons 2014), pero al mismo tiempo se mantiene la negativa a reconocer a
dichos sujetos como pueblos y por tanto su titularidad del derecho. Cuando la negativa es doble, se trasluce una cierta incoherencia en el discurso, puesto que una
de las dos negaciones bastaría para conseguir el resultado político deseado. Por
otro lado, reduce los titulares del derecho a aquéllos que, según dichas teorías,
sí pueden ejercer la llamada autodeterminación externa en clave de secesión, por
lo que habría que concluir entonces que todos los pueblos reconocidos como tales tienen esta facultad, desapareciendo la necesidad de distinguir en cuanto al
contenido del derecho.
Otro de los argumentos más utilizados en las últimas décadas es el de la autodeterminación “plena”, esto es, con vertiente externa entendida en sentido restrictivo como conducente a la secesión, solo para pueblos que se encuentren en
determinadas condiciones (Musgrave 1998: 76). Más allá de los pueblos colonizados o sometidos a ocupación extranjera, esto se predica de situaciones en las
que concurre una violación grave y masiva de derechos humanos. Se trata de una
visión remedial de la autodeterminación (o de la secesión) que confunde el sentido y los elementos de un derecho. Por un lado, respecto al sujeto porque al determinar la situación en la que emerge dicho derecho, está predefiniendo una realidad que podría ser calificada como pueblo y que por tanto debería ser titular del
derecho de autodeterminación junto a todos los demás pueblos, con independencia de la situación concreta de cada momento histórico. Por otra parte, desde el
contenido, porque un derecho humano no puede entenderse como remedial. Un
derecho humano no emerge en el momento en el que se halla amenazado o por
la condición de víctima del titular. Al contrario, el titular debe estar predeterminado
y el contenido del derecho humano, cuyo ejercicio puede ser condicionable, no debería ser disponible ni siquiera por el titular del mismo. Entender la autodeterminación en sentido remedial expresa una inconsistencia en la formulación teórica del
derecho que seguramente responde a intereses políticos pero que se adapta mal
a un marco teórico consistente y aplicable a una generalidad de casos.
3.2. Derecho a decidir y autodeterminación
En este punto cabe preguntarse sobre la relación entre el derecho de autodeterminación y el denominado derecho a decidir. Una vez sabido que el derecho de autodeterminación está plenamente reconocido y vigente en nuestro ordenamiento,
y que los debates sobre su sujeto titular y su contenido no están concluidos, es
fundamental ahora determinar si ambos derechos son diferentes y, en caso afirmativo, comprobar si el derecho a decidir existe en los ordenamientos jurídicos vigentes o si queda en el plano de las propuestas políticas.
La expresión “derecho a decidir” implica en su uso actual la capacidad de un
determinado colectivo territorialmente definido de determinar con libertad su estatuto político interno y externo, y el modo de proveer a su desarrollo político, económico, social y cultural, normalmente a través de un proceso de decisión que se
plasma en uno o varios referéndums con participación popular directa. Es también
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inherente a la idea de derecho a decidir que se maneja en contextos como el catalán o vasco que dichas decisiones incidan en la soberanía política o, lo que es lo
mismo, afecten de modo sustancial a la configuración del marco jurídico-político vigente. Los debates que en torno al mismo se plantean tienen que ver con la titularidad del supuesto derecho, la forma de implementar su contenido y su existencia
o no como derecho exigible. Desde este prisma, se plantean las mismas discusiones que sobre el derecho de autodeterminación, salvo en lo relativo a su juridicidad.
Por ello, sobre el derecho a decidir cabe formularse en primer lugar una duda
sobre su naturaleza y existencia como derecho diferenciado. La expresión ha encontrado cierto eco por su valor eufemístico y estratégico, de manera que sirve para
relegar o mitigar el efecto alarmante que genera la utilización de la expresión “derecho de autodeterminación”. Además de ello, el uso de un nuevo concepto puede
ser útil para esquivar la farragosa crítica que se ha construido sobre la autodeterminación desde las posiciones mayoritarias. Esto no obstante, no puede defenderse que haya emergido un derecho nuevo como tal, cuyo contenido pueda singularizarse respecto al derecho de autodeterminación. La definición del contenido
del derecho a decidir que ofrecíamos en el párrafo anterior es igualmente válida
para el derecho de autodeterminación y los titulares sobre los que nos cuestionamos son también las naciones minoritarias. En consecuencia, hay básicamente
identidad de potenciales sujetos y de contenidos esenciales cuando se habla de
decisión y autodeterminación, lo que debería conducirnos, al menos en el plano
académico, a llamar a la cosa por su nombre ya aceptado y positivizado a través
de los Pactos Internacionales de Derechos Humanos.
Esto no obstante, el debate catalán ha conducido a consolidar una línea de
pensamiento que defiende la singularidad del derecho a decidir y su diferencia
frente al derecho de autodeterminación. La dificultad que ofrece este planteamiento es que a los debates ya conocidos sobre el sujeto titular y sobre el alcance
del contenido, los defensores del derecho a decidir como un derecho separado deben añadir la evidencia de su existencia independiente como derecho exigible, lo
que en el estado actual del ordenamiento jurídico resulta francamente difícil, puesto
que a diferencia del de autodeterminación el derecho a decidir no está positivizado
como tal en ninguna norma.
Joan Ridao destaca en la defensa del derecho a decidir como un derecho
independiente, y defiende que el derecho a decidir no es un derecho a la autodeterminación, sino que tiene una sustantividad propia que habría sido reconocida
por el Tribunal Constitucional español en su sentencia 42/2014 sobre la Declaración de Soberanía del Pueblo de Cataluña12. Según Ridao, el derecho a decidir
12. La Sentencia señala que “Respecto a las referencias al «derecho a decidir» cabe una interpretación
constitucional, puesto que no se proclaman con carácter independiente, o directamente vinculadas al
principio primero sobre la declaración de soberanía del pueblo de Cataluña, sino que se incluyen en la
parte inicial de la Declaración (en directa relación con la iniciación de un «proceso») y en distintos principios de la Declaración (segundo, tercero, séptimo y noveno, párrafo segundo). Estos principios, como
veremos, son adecuados a la Constitución y dan cauce a la interpretación de que el «derecho a decidir
de los ciudadanos de Cataluña» no aparece proclamado como una manifestación de un derecho a...
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constituye una legítima aspiración política amparada por la libertad de expresión
y, en términos más amplios, de participación, en el ámbito político (Ridao, 2014a:
38). La resolución 5/X del Parlamento de Catalunya13, en efecto, no alude al derecho de autodeterminación porque, según este autor, no resultaba de aplicación
al no ser Cataluña ni una colonia, ni un territorio ocupado ni un pueblo sometido
a una represión sistemática de derechos humanos. En la misma línea, señala que
la conexión entre derecho a decidir y derecho a la autodeterminación es evidente,
pero que el segundo lo ejercen aquellos pueblos reconocidos internacionalmente,
con “conflictos igualmente reconocidos”, mientras que el primero corresponde a
naciones minoritarias en las que se plantean conflictos de naturaleza diferente ligados al principio democrático y de efectividad (como Kosovo).
Estas explicaciones no nos convencen en absoluto, sino que en nuestra opinión refuerzan determinadas (que no todas) lecturas de la titularidad y contenido
de la autodeterminación, para después avanzar por un camino separado (el derecho a decidir como instrumento jurídico diferente) que no tiene apoyatura jurídica. Basar la reclamación de decisiones que afectan a la soberanía política de uno
o dos colectivos en la libertad de expresión o el derecho de participación política
es poco consistente desde el punto de vista de la argumentación teórico-jurídica.
Respecto al contenido diferenciado, Ridao dice que el derecho a decidir incluye dos
conceptos, el derecho de los ciudadanos de un territorio a ser consultados y el derecho a que la voluntad así manifestada tenga eficacia práctica (Ridao, 2014a: 29).
Pero hemos visto en el apartado anterior que caben interpretaciones según las cuales un Estado puede contener varios pueblos titulares del derecho a la autodeterminación más allá de condiciones concretas y que sería el ejercicio de tal derecho lo que puede dar lugar a un referéndum o una consulta popular. A su vez, el
respeto a la decisión de dicha consulta no puede ser considerado como un derecho diferenciado, sino como una facultad inherente al derecho a la autodeterminación (sea en clave interna o externa), puesto que de lo contrario el derecho a
ser consultado no tendría ninguna virtualidad jurídica.
El pronunciamiento del Tribunal Constitucional al oponerse a la Resolución
5/X del Parlamento de Cataluña alude expresamente a la autodeterminación para
negar tal derecho al pueblo catalán (en realidad niega la existencia de tal pueblo
puesto que no puede negar la existencia del derecho), y reconoce más tarde el derecho a decidir como una aspiración política legítima, lo que sirve a Ridao para defender su singularidad (Ridao, 2014a: 40). En realidad, el Tribunal Constitucional
no está diciendo nada nuevo desde el momento en el que indica que es legítimo
defender la posibilidad de una Cataluña soberana (y por tanto titular de un dere... la autodeterminación no reconocido en la Constitución, o como una atribución de soberanía no reconocida en ella, sino como una aspiración política a la que solo puede llegarse mediante un proceso
ajustado a la legalidad constitucional con respeto a los principios de «legitimidad democrática», «pluralismo», y «legalidad», expresamente proclamados en la Declaración en estrecha relación con el «derecho a decidir»”.
13. Declaración de soberanía y el derecho a decidir del pueblo de Cataluña (adoptada por el Parlamento
de Cataluña el 23 de enero de 2013 por 85 votos a favor, 41 en contra y 2 abstenciones).
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cho a decidir o de autodeterminación) siempre y cuando se persiga incluirla en el
ordenamiento jurídico a través de los mecanismos de reforma constitucional previstos en el mismo, lo que en el contexto español actual resulta tan difícil como el
reconocimiento de una soberanía o de un derecho a la autodeterminación para cualquier sujeto infraestatal. No en vano, Fossas también critica al Tribunal por realizar
una distinción artificial entre los dos pretendidos derechos (Fossas 2014: 287-288).
En efecto, pensamos que distinguir radicalmente el derecho a decidir del derecho a la autodeterminación no se justifica ni por la finalidad que se persigue en
esta suerte de procesos, ni por la identidad de sujetos y contenidos que en realidad presentan. Por otro lado, desenfoca el debate, puesto que es cierto que el derecho a decidir es, en el mejor de los casos, un principio político que no está reconocido como jurídico ni como derecho en el Derecho internacional ni en el
Derecho constitucional (Vilajosana 2014; Fossas 2014: 289). Sin embargo, los
intentos de justificar el derecho a decidir como una construcción novedosa y no
contraria a la Constitución española (o de la mayor parte de los países) están en
nuestra opinión condenados al fracaso (Jimenez Sánchez 2014). De hecho, en términos jurídicos, no existe ningún pretendido derecho a decidir, ni en el ordenamiento jurídico español ni en el ordenamiento jurídico internacional, que ampare
legalmente tanto la pretensión de una consulta relativa a una opción independentista (Pons 2014a: 75; Pons 2014b: 84).
En resumen, entendido el derecho a decidir como una realidad separada de
la autodeterminación, hay que decir que no constituye una noción jurídica (Pons
2014a: 77). Por otro lado, cuando se discute sobre esta aspiración y se defiende
la emergencia de un demos diferenciado que tiene derecho a determinar su propio futuro político, se confunde constantemente con los aspectos tradicionales del
derecho a la autodeterminación y los debates sobre su sujeto titular y su contenido
esencial. Si el derecho a decidir se plantea, como defienden algunos autores, como
el derecho a ser consultado sobre el estatuto político de un territorio, y a que el resultado de dicha consulte se respete (Tornos 2014: 316-320)14, debemos admitir que se trata de lo que tradicionalmente hemos entendido como derecho de autodeterminación. En consecuencia, desde el punto de vista teórico al menos, y en
aras a defender una argumentación jurídica sólida, no se trata tanto de ligar el derecho a decidir exclusivamente con un vago principio democrático, sino con determinadas interpretaciones más avanzadas o abiertas de un derecho a la autodeterminación que ya existe en los ordenamientos jurídicos estatal e internacional.
Así, la propuesta que se contiene en esta contribución no pretende crear una
realidad jurídica nueva, sino hacer posible una determinada interpretación del ordenamiento ya existente. Y, sobre todo, contribuir a la estabilidad y solución de determinados conflictos mediante la positivización de un cauce de ejercicio del derecho de autodeterminación cuando concurren determinadas circunstancias políticas.
14. Tornos distingue tres posibles significados del derecho a decidir: a) como derecho a la autodeterminación y ius secessionis; b) como derecho a convocar una consulta a una parte del cuerpo electoral;
c) como aspiración del pueblo catalán a ser consultado.
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4. Conflicto nacional, derechos y política
4.1. La necesidad política de regular jurídicamente
El hecho de que las teorías jurídicas sobre los derechos deben construirse sólidamente no esconde a su vez la naturaleza fundamentalmente política de los conflictos nacionales o de soberanía. El debate sobre el llamado derecho a decidir y
los debates en torno al alcance del derecho de autodeterminación tienen un componente fundamentalmente político que condiciona poderosamente las interpretaciones jurídicas posteriores. Es claro que el rechazo que generan determinadas
interpretaciones en muchos ámbitos de poder tiene que ver con la búsqueda de
la estabilidad política o el temor a que determinados desarrollos, por muy legítimos que sean, puedan afectar a la integridad de los Estados vigentes o del orden
internacional. Por ello es obligatorio incorporar las consideraciones de oportunidad
política a estos debates, sin que ello merme la importancia de construir sólidamente las teorías jurídicas sobre los derechos que quieran defenderse.
En el contexto del debate actual sobre la soberanía de Cataluña, no son pocos los autores o pensadores que se basan casi exclusivamente en criterios de
oportunidad política. Así, por ejemplo, Pons señala que las normas legales, incluida
la Constitución, no son ni pueden constituir, en ningún caso, muros infranqueables u obstáculos al desarrollo y al ejercicio de la voluntad democrática de una sociedad y que en un Estado de Derecho las normas deben servir a la satisfacción
de las necesidades sociales (Pons 2014b: 86). También Tornos recuerda que oponer la legalidad a la demanda de un parlamento territorial que refleja una mayoría social no es oportuno (Tornos 2014: 327). Para el caso concreto de Cataluña,
este autor defiende por un lado que no existe derecho a decidir, pero que el principio democrático impone al Gobierno del Estado una posición activa para permitir llevar a cabo la consulta (Tornos 2014: 322). En el mismo sentido se han pronunciado otros autores no solo catalanes (Rubio Llorente 2012), mientras algunos
recuerdan la inestabilidad generada por el enfrentamiento político en Cataluña que
pone en un compromiso a otros ámbitos institucionales (González Bondia 2014)
y otros alertan de los peligros de que una parte de la ciudadanía catalana no sienta
ni comprenda el proyecto español como proyecto propio (Queralt 2014). Todas estas razones aconsejan por prudencia política buscar respuestas más elaboradas
que la clásica negación del derecho a decidir o de las interpretaciones inclusivas
del derecho a la autodeterminación.
Cuando las tensiones sociales y políticas sobre este tipo de diferencias escalan y se cronifican, el resultado es un escenario perjudicial para todos los ámbitos, que se traslada al campo económico y social. En tales casos, y más allá de
razonamientos teóricos de orden jurídico, la Política exige encontrar respuestas sensatas que ayuden a relajar las tensiones y las diferencias y procurar cauces de canalización de las diferentes aspiraciones legítimamente expresadas. Esto aconseja
acercarse a interpretaciones más amplias del titular y el contenido de la autodeterminación, tal como aquí se defiende. Y ello sabiendo que las reclamaciones internas de soberanía que hoy afectan a Estados democráticos desarrollados son en
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la práctica muy limitadas y solo conciernen, en el caso europeo al menos, a un
número muy reducido de Estados.
Hay que reconocer, siguiendo a Falk, que el derecho de autodeterminación
ha madurado recorriendo tres caminos distintos pero que frecuentemente se entrelazan, como la Moral, la Política y el Derecho (Falk 2002: 42), lo que hace el
debate particularmente complejo. Más aún, cualquier discusión sobre la idea de
autodeterminación es, además de compleja, extremadamente sensible. Ello puede
apreciarse incluso en las discusiones académicas sobre el tema, en las que también se manifiestan miedos, suspicacias y amenazas percibidas. Pero el debate permanente también crea un estado de inestabilidad e inseguridad (Falk 2002: 31),
y es precisamente todo ello lo que la concreción de un marco de regulación podría evitar, dado que el debate político no puede, por definición, limitarse, y por
tanto tampoco sus consecuencias.
Partiendo de la base de que el Derecho es, ante todo, un instrumento para
procurar soluciones pacíficas a las controversias y de que todas las aspiraciones
políticas deben tener un cauce razonable de realización a ser posible sin quebrantar
el orden legal, el derecho a la autodeterminación (o derecho a decidir si se
quiere) puede convertirse en un elemento de seguridad para situaciones de tensión, en la medida en que se clarifiquen las condiciones y requisitos mínimos en
los que pudiera ejercerse. Ello daría a los sujetos colectivos que pretenden disponer
de tal derecho un marco de factibilidad que normalmente las interpretaciones dominantes del Derecho no les conceden, por lo que se les puede exigir a cambio
la renuncia a la utilización de procedimientos no jurídicos en los que confrontar la
legalidad con la legitimidad democrática (el llamado coloquialmente “choque de
trenes”). Por otro lado, a los defensores del statu quo, les proporcionaría un marco
de seguridad que les garantiza que las iniciativas soberanistas se ajustarán a unos
parámetros previsibles y no saltarán los mecanismos jurídicos constitucionales, ni
en la práctica ni en el discurso político. Bien es cierto que ambas aspiraciones originarias deben también para ello renunciar a parte de su modus operandi tradicional, pero ganando a cambio una tranquilidad respecto al procedimiento a través del cual se puede canalizar jurídicamente un debate que, en caso contrario,
parece disociar y desquiciar la relación entre Política y Derecho.
Aunque en términos de Derecho positivo o de pronunciamientos formales
de órganos de poder es difícil hoy encontrar argumentos a favor del derecho a la
autodeterminación de las naciones minoritarias, desde el análisis político el planteamiento es más que razonable. En realidad, el Derecho internacional manifiesta
sus límites precisamente ante cuestiones que afectan a la soberanía o al reparto
externo del poder y normalmente se limita a reconocer la nueva realidad política
(Pentassuglia 2002: 312). Por su parte, el Derecho constitucional solo en muy contadas ocasiones positiva un derecho de esta naturaleza (casos de la Constitución
de Etiopía y de San Kit y Nevis o reconocimientos puntuales y condicionados en
supuestos como los de Gagauzia, la antigua unión de Serbia y Montenegro o Irlanda del Norte, entre otros). Sin embargo, cuando un colectivo minoritario territorialmente delimitado plantea un comportamiento electoral persistente diferen-
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ciado del resto de la población del Estado, desde argumentos democráticos es conveniente reconocer que dicha comunidad constituye, si tal es su vocación, un demos en sí misma y que cualquier fórmula política y constitucional de incorporación
o acomodo de este colectivo debería contar con el apoyo mayoritario de dicha comunidad. Si la comunidad minoritaria tiene conciencia de constituir un demos diferenciado y voluntad política de ejercer tal poder originario, la única vía estable
de solución política es el reconocimiento de su capacidad de decidir su estatuto
político, o de establecer su propio ámbito de decisión político. A partir de este
punto, la autodeterminación puede conducir al diseño de modelos constitucionales compartidos, aceptados mayoritariamente por todas las comunidades coexistentes, o a la secesión democrática ante la falta de acuerdo. La imposición de un
modelo político por parte de la mayoría cuando la minoría se autoconsidera comunidad política diferenciada solo puede conducir a la perpetuación y profundización del conflicto nacional existente15.
En este sentido, tiene razón el constitucionalista suizo Thomas Fleiner,
cuando señala que el procedimiento de creación del cantón del Jura (y por extensión el proceso reciente de decisión popular de 2013: Ruiz Vieytez 2014) puede
ser considerado un modelo para otros conflictos territoriales similares en los que
concurren movimientos secesionistas, resaltando el hecho de que el primer paso
fue la previsión constitucional (en el cantón de Berna) de un derecho democrático a la autodeterminación del Jura basado en una serie de votaciones populares “en cascada” (Fleiner 2009: 66-67). En efecto, en aquella modificación
constitucional, como señala Bilbao Ubillos, se “descentralizaba el derecho de autodeterminación”, aunque lo fuera a nivel interno (Bilbao Ubillos: 2006: 299).
Algunos autores ya han defendido que los procesos soberanistas puedan
pactarse y sus procedimientos de implementación incorporarse al mismo pacto
constitucional, para mayor seguridad jurídica del proyecto central. Según estas tesis, además, la disponibilidad de un procedimiento previsto constitucionalmente
ayudaría no solo a dotar de previsibilidad a los movimientos a favor de la secesión,
sino también a ofrecer a los sectores soberanistas un marco plausible de concreción que posiblemente relajaría las demandas en dicho sentido. Tanto Mancini
como Weinstock se muestran favorables a la regulación constitucional de los procesos de secesión, de su juridificación desde una posición política abierta, a fin
de evitar que los mismos se produzcan por el uso de la fuerza o la conclusión de
acuerdos políticos de difícil encaje legal y mero reconocimiento de una situación
de hecho ya consumada. Para esta autora, la constitucionalización de este derecho a nivel doméstico podría representar un importante paso para democratizar los
procesos políticos de secesión (Weinstock 2001; Mancini 2008).
El problema principal de esta propuesta es, desde luego, que su regulación
jurídica debe ser aceptada por quienes detentan la mayoría estatal, pero debe entenderse que ante situaciones prolongadas de tensión política, toda comunidad es-
15. Vid. Supreme Court of Canada: Reference re Secession of Quebec, [1998] 2 S.C.R. 217.
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tatal debería estar interesada en ganar estabilidad y previsibilidad, a lo que ayudaría la regulación del derecho a decidir en la clave que aquí se propone. El efecto
positivo que tal regulación podría aportar puede también comprobarse en la experiencia comparada y en la situación actual de los conflictos nacionales existentes, poniendo frente a frente aquéllos en los que se ha canalizado consensuadamente el ejercicio del derecho a decidir y aquéllos en los que esto ha sido
sistemáticamente denegado.
Así, el derecho a la autodeterminación para una parte de la población del
Estado está incorporado expresamente a pocas constituciones, en la práctica las
de Etiopía y San Kit y Nevis (y las antiguas de Serbia y Montenegro, Yugoslavia y
Unión Soviética). Pero otros documentos jurídicos, tratados internacionales o normas de rango elevado incorporan el mismo en otros países como el Reino Unido
respecto a Irlanda del Norte, Francia respecto a Nueva Caledonia o Moldavia respecto a Gagauzia. También hay sistemas políticos en los que, sin estar expresamente reconocido en el marco jurídico, el derecho a determinar libremente su estatuto político para algunas naciones minoritarias está plenamente aceptado. Tal
sería el caso de Québec, Escocia, Puerto Rico, Groenlandia o Feroe. Otros supuestos, como los de las islas Aland y el Tirol del Sur son más discutibles puesto
que la capacidad de decisión queda en un plano implícito y retórico (éste podría
ser el caso vasco cuando se defiende una soberanía originaria sustentada en unos
derechos históricos reconocidos por la Constitución, aunque el Tribunal Constitucional se ha encargado de negar tal interpretación hasta la fecha). Pueden también considerarse todos los casos previos en los que un proceso de secesión (apenas hay procesos de reincorporación a un Estado ya constituido si obviamos las
fusiones de Alemania, Yemen o Vietnam) se ha fundamentado de una manera u
otra en la facultad de decisión o de autodeterminación ejercida por una comunidad que en su momento no disponía de un Estado propio (Kosovo, Noruega, Eslovaquia, Irlanda, Sudán del Sur…).
Finalmente, en ocasiones, el reconocimiento se produce en el plano interno
del Estado, sin permitir en ese sentido una autodeterminación plena, pero ello
puede también contribuir notablemente al acomodo de determinadas situaciones
políticamente tensas. Este sería el caso previsto para la posible incorporación de
Navarra a la Comunidad Autónoma Vasca que recoge la disposición transitoria
cuarta de la Constitución española, así como los procesos de autodeterminación
interna que se han seguido en la región histórica del Jura (Suiza) desde los años
50 del pasado siglo y hasta el último referéndum celebrado en noviembre de 2013
(Ruiz Vieytez 2014).
En varios de estos casos la mera posibilidad de organizar un referéndum
constituye o ha constituido un instrumento más de solución o canalización de las
aspiraciones o demandas soberanistas y ha permitido otorgar más estabilidad al
sistema. Por el contrario, en los supuestos en los que la tónica dominante ante
un conflicto persistente de legitimidades políticas ha sido la negación sistemática
del debate sobre la titularidad del derecho el resultado es casi siempre el de mayor inestabilidad y conflictividad que una interpretación cerrada e inmóvil del De-
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recho no puede solucionar. Como señala Fleiner, tomando el caso del Jura como
modelo, en un país multicultural no existen soluciones claras ni directas para las
diferencias políticas, siendo lo más importante que los países definan procedimientos legítimos, democráticos y aceptables para la mayoría de la población directamente afectada (Fleiner 2009: 68). Es por ello que en casos como el que se
plantea en Cataluña, Euskadi u otros países con conflictos similares, entendemos
que el Derecho puede aportar una solución más eficaz y amplia mediante la regulación de los procesos de ejercicio de las soberanías no estatales y que dicha
regulación debería ser incorporada al marco constitucional o al menos aceptada
por los principales agentes políticos afectados.
4.2. Una propuesta de regulación
Con las bases de la experiencia comparada y las dosis adecuadas de prudencia
política y rigor democrático se puede elaborar una propuesta de regulación del llamado derecho a decidir que podría incorporarse al marco jurídico constitucional o
internacional, o bien acordarse políticamente sobre un documento aceptado por
los agentes políticos relevantes de la sociedad. Esto otorgaría seguridad jurídica y
política a las situaciones en las que concurren conflictos del tipo que hemos llamado nacionales.
En primer término, debemos estar en presencia de demandas reales, contrastadas democráticamente y sustanciales políticamente en un espacio de consistencia territorial y poblacional mínima. Para ello no cabe sino partir de las unidades territoriales existentes en un momento determinado (de naturaleza política
o administrativa pero en todo caso claramente identificables) conforme al ordenamiento vigente. Para asegurar la consistencia de la demanda de ejercicio de la
soberanía, debemos remitirnos a unidades territoriales que superen al menos el
ámbito local y en las que exista alguna suerte de institución representativa de la
voluntad de sus ciudadanos. Esto significa que cualquier entidad dotada de autonomía política tendría la capacidad de iniciar un proceso de estas características
a través de su órgano representativo que debe ser forzosamente producto de unas
elecciones libres que se celebren periódicamente (un parlamente autonómico o
de territorio foral, por ejemplo).
Para iniciar el proceso, exigiríamos además una mayoría clara como es la
mayoría absoluta de los miembros electos de dicha institución representativa, rechazando la iniciativa a través de mayorías simples o de minorías importantes. Esto
garantiza que el proceso que lleva a un referéndum de esta naturaleza no podría
comenzarse sin asegurar previamente que las formaciones políticas que optan por
el mismo no obtienen la mayoría absoluta de la representación de ese territorio.
No valdrían en este sentido las manifestaciones populares ni callejeras u otros medios de expresión de las demandas ciudadanas, obligaría a las formaciones políticas a definir su posición en los procesos electorales y aseguraría que el sistema
no se cuestiona si no se llega a dicho umbral representativo cualificado. Igualmente, y para evitar afecciones excesivas del sistema electoral, exigiríamos que
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una resolución de estas características fuera votada favorablemente no solo por
la mayoría absoluta de los parlamentarios, sino que también éstos representen más
de la mitad de los votos válidamente emitidos en las últimas elecciones.
Así pues, la propuesta de ejercer el derecho a decidir de esa hipotética entidad territorial a través de una referéndum en el que se cuestionaría la estructuración de la soberanía, tendría su inicio en una resolución parlamentaria adoptada
por mayoría absoluta del órgano representativo y democráticamente elegido por
esa población en la que ha de suponerse que concurre ya una voluntad en tal sentido (puesto que ha alumbrado un parlamento con mayoría soberanista en las últimas elecciones celebradas).
Este primer paso, con toda su gravedad, no supondría la convocatoria inmediata de un referéndum en dicho sentido, sino el inicio de un camino de cuya
necesidad conviene estar adecuadamente seguros. Por ello, la adopción de la resolución indicada llevaría aparejada inmediatamente la disolución del órgano parlamentario que la hubiera adoptado y la inevitable convocatoria de unas nuevas
elecciones en el ámbito territorial que representa. En este nuevo proceso electoral, la convocatoria del referéndum soberanista constituiría un debate obligado para
las diversas candidaturas, que deberían explicar claramente a los ciudadanos su
posición al respecto. No en vano, el nuevo parlamento elegido debería ratificar la
decisión adoptada por su predecesor y hacerlo nuevamente por mayoría absoluta
para que el proceso tuviera continuación. Con ello se garantiza un enfriamiento del
debate desde su primera votación en el parlamento y la expresión de una decisión
firme, que además viene avalada expresamente por la ciudadanía al ratificar una
mayoría parlamentaria favorable al proceso soberanista.
Si el segundo parlamento ratifica la decisión por mayoría absoluta, habría
la obligación jurídica de negociar la fecha y pregunta del referéndum solicitado por
aquella entidad que fuera competente para su convocatoria. En todo caso, la población representada por dicho parlamento debería ser convocada a un referéndum en el plazo máximo de 24 meses desde la segunda resolución y el nivel político con competencias para convocarlo podría delegar dichas competencias en
el parlamento solicitante o proceder a la convocatoria directamente una vez acordada la pregunta concreta a formular, pero sin tener en ello la posibilidad de vetar el proceso solicitado y ratificado.
El plazo máximo de 24 meses se orienta a que el debate sobre la soberanía, en la formulación que en cada caso corresponda, tenga el tiempo necesario
para que puedan aportarse todos los datos y argumentos necesarios, así como para
enfriar la reflexión de los futuros votantes. Idealmente, el referéndum podría tener lugar en un periodo de 18 meses desde la segunda resolución que lo solicite.
Si bien no parece prudente ni conveniente llevar a efecto el referéndum muy cerca
de la fecha del último debate en el parlamento, tampoco parece oportuno dilatar
excesivamente el proceso ni retrasarlo sin solucionar la cuestión que efectivamente
ha sido demandada de manera explícita y reiterada. Para otorgar validez al resultado del referéndum debe entenderse que se decidirá por mayoría, si bien debería exigirse una participación mínima de, al menos, un 50% del censo convocado.
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En toda lógica, las diversas partes afectadas, políticas o institucionales, deben comprometerse a aceptar el resultado del referéndum y llevarlo a efecto, más
allá de cuáles puedan ser las trabas constitucionales o internacionales para ello.
Por un lado, las partes contrarias a la realización de la consulta deben comprometerse a colaborar en su realización y a no boicotear la misma, con el ánimo de
conocer realmente la voluntad política de los habitantes de los territorios concernidos. Al mismo tiempo, su aceptación del resultado se concretaría, en caso de
secesión, en la negociación de buena fe de los términos de la separación y la aceptación de la nueva realidad política. Por su parte, las fuerzas soberanistas deben
comprometerse a aceptar el resultado del referéndum si no es favorable a sus propuestas y a que el parlamento representativo que adoptó la iniciativa no pueda volver a iniciar el mismo proceso en un plazo razonable que podría fijarse, por ejemplo, en torno a los 15 años. Este elemento daría estabilidad y seguridad política
al sistema, y posiblemente obligaría a los partidarios del referéndum a plantear
efectivamente sus propuestas cuando éstas tuvieran una solidez política contrastada y a no usar el derecho a decidir como un arma de negociación política recurrente o retórico para provocar otra suerte de modificaciones en el sistema vigente.
En resumen, con estas bases puede construirse un procedimiento que
aporte seriedad y garantías a ambas partes, y un marco de certezas en el que es
posible prever con tiempo suficiente los posibles desenlaces. Sobre todo, ofrece
la posibilidad de respetar la voluntad de los habitantes del territorio concernido
cuando ésta se exprese de forma sólida y persistente, y de cerrar el debate en un
plazo razonable de tiempo evitando desgastes permanentes.
5. Conclusión
Desde una perspectiva jurídica, el llamado derecho a decidir corresponde en lo
esencial con el derecho a la autodeterminación. Una lectura más democrática de
éste permite considerar pueblos, y por tanto sujetos del derecho, a aquellas realidades políticas que emergen en la práctica democrática constituyéndose de un
modo claro, consistente y reiterado como un nuevo demos con voluntad de determinar o decidir libremente su estatuto político. Ello es aplicable a las naciones
minoritarias sin necesidad de justificar la existencia de un derecho a decidir diferenciado que no tiene reconocimiento jurídico como tal. Por el contrario, el derecho a la autodeterminación de todos los pueblos se halla perfectamente consagrado en los órdenes jurídicos interno e internacional. Los debates sobre la
identificación de sus sujetos titulares o del alcance de su contenido corresponden
precisamente a las discusiones sobre el reconocimiento del derecho a decidir. El
debate debería enfocarse por ello no tanto sobre la existencia o legitimación del
mismo derecho, sino sobre la interpretación concreta que pueda realizarse en cada
caso concreto respecto del sujeto titular del mismo. Para ello hoy en día no cabe
sino acudir a evidencias democráticas que en los Estados democráticos y desarrollados de nuestro entorno solo pueden provenir de procesos electorales libres.
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Cuando las situaciones de tensión o contradicción política en torno al sujeto titular de la soberanía tienden a cronificarse y no pueden ser solucionadas por
consenso, el Derecho debe impulsar su función como instrumento de solución pacífica de las controversias. Para ello es conveniente regular el modo de ejercicio
del derecho a la autodeterminación o del derecho a decidir de aquellas entidades
políticas que se proclaman soberanas y pretenden hacer uso de dichos derechos.
Esta regulación debe estar orientada a constatar la voluntad democráticamente
manifestada de ejercer el derecho y a ofrecer garantías a las diversas partes afectadas sobre el hipotético ejercicio, de forma que puedan preverse escenarios de
futuro y soluciones en vez de dilatar procesos de desencuentro y tensiones políticas que generan una importante inestabilidad social y económica. La propia regulación normativa de estos procesos puede en sí misma constituir un instrumento
de acomodo o satisfacción de determinadas demandas soberanistas no secesionistas, al tiempo que otorga un cauce de posibilidad a las posiciones independentistas y unos criterios garantistas a las posturas unionistas. La regulación, que
no necesariamente debe hacerse en sede constitucional, puede también derivar
de un acuerdo político ampliamente aceptado o incluso impulsado por instancias
internacionales o europeas. Todo ello sería, no solo más respetuoso con una interpretación actualizada y democrática del derecho de autodeterminación (y del
principio democrático), sino también un marco generador de certezas que permitiría afrontar las decisiones relevantes en este campo de una manera más pausada y libre.
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