Cosmogonías y Teogonías

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Cosmogonías y Teogonías
El principio del principio
Cuenta Hesiodo que en primer lugar fue el Caos y, después, Gea la de amplio
pecho, un nombre que podríamos traducir como la Madre Tierra. Más tarde
apareció, también por generación espontánea, Eros, la fuerza del amor que
todo lo une, el más hermoso entre los dioses inmortales. Parece ser que
también surgió por sí mismo el Tártaro, la región más profunda del Universo,
situada aún más abajo que los infiernos, un lugar terrible donde los dioses
enviarán a sus peores enemigos.
Sin juntarse con nadie para procrear, de Caos surgieron Érebo (las Tinieblas
infernales, es decir, la Oscuridad) y la negra Noche (Nyx), que no tardaron en
amarse y de su unión nacieron Éter (el Cielo superior, en el que brilla una luz
más pura que en el cielo cercano a la tierra) y el Día (Emera).
Sola, al igual que Caos, Gea alumbró al estrellado Urano (es decir, al cielo), a
las Montañas y a Ponto, el inmenso océano.
En fin, concluido este de lío partenogenético nos encontramos que en estos
momentos ya existen: la Tierra (Gea), el Cielo (Urano) y el Mar (Ponto); así
como el Día, la Noche, la quintaesencia de la luz y la quintaesencia de la
oscuridad. Por si fuera poco, también ha surgido el Amor, el impulso
irrefrenable de unirse y engendrar. Evidentemente, con semejante material de
partida resulta sencillo que vayan apareciendo cuantas cosas hay en el
Universo. Veamos cómo ocurrió.
Hijos de Gea y Urano
A los dioses griegos no les importaba en lo más mínimo mantener relaciones
incestuosas (entre miembros de la misma familia), así que Gea y Urano se
acostaron juntos y de la unión entre la Tierra y el Cielo nació una prole tan
antigua como poderosa, dioses y diosas de una fuerza tan extraordinaria que
no tardarían en ser suplantados por otros más asequibles para los mortales.
Pero no adelantemos acontecimientos y vayamos pasito a pasito que esto
empieza a complicarse.
Sus primeros hijos constituyeron una generación de 12 dioses llamados
genéricamente titanes. El primero en nacer fue Océano, señor de las aguas
del mar, al que siguieron Ceo, Crío, Hiperión, Jápeto, Tea, Rea, Temis,
personificación de la justicia cósmica, Mnemosina, la memoria, futura madre de
las 9 Musas, Febe, Tetis, diosa de la fecundidad, que vivía en el último extremo
de Occidente, allí donde se pone el Sol, y, por fin, el más pequeño y terrible de
los hermanos, Cronos, el de mente retorcida, que algunos autores relacionan
con el Tiempo (aunque esto no está del todo claro).
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A los titanes, les siguieron los soberbios e irascibles cíclopes, unos seres
gigantescos de un solo ojo y una fuerza inmensa. Eran tres hermanos: Brontes,
Estéropes y Arges, el más violento de todos. No debemos confundir estos
cíclopes nacidos de Gea y Urano con los que se encontró el infatigable Odiseo
(Ulises) mucho tiempo después mientras intentaba regresar a su casa en la isla
de Ítaca.
A continuación Gea alumbró otros tres hijos enormes, los gigantes
hecatónquiros: Coto, Briareo y Giges. Cada uno poseía cien brazos y
cincuenta cabezas, lo que les confería una fuerza monstruosa, casi imparable.
El fin de Urano
Urano no era un buen padre sino un déspota y cruel progenitor, cuya tiranía le
iba a costar perder el reino de los dioses y una parte fundamental de su
anatomía. Por malevolencia, cada vez que Gea iba a alumbrar un nuevo hijo,
Urano lo retenía en su interior, por lo que la pobre madre estaba ya a punto de
reventar ante la cantidad de criaturas a punto de nacer que guardaba en su
vientre.
Sin embargo, no en vano Gea era una fuerza principal del Cosmos y urdió un
plan para desembarazarse del pesado de Urano. Con brillante acero forjó una
hoz de afilados dientes y se la entregó al más valiente de sus hijos: Cronos.
Ignorando lo que le aguardaba, llegó Urano conduciendo la noche y se echó a
descansar cuan largo era. Aprovechando el descuido, su hijo salió de un
escondite y de un solo tajo le cercenó los testículos y los arrojó tan lejos como
le permitieron las fuerzas. Privado de su virilidad, a Urano no le quedó más
remedio que delegar su mando en Cronos, no sin antes insultar a tan rebeldes
hijos llamándoles «los que por su intento recibirán su justo castigo», una
especie de juego de palabras del que proviene el nombre de titanes
(titaínontās, «en su intento»; «tísin, castigo»).
De las gotas de sangre que dejaron a su paso los rebanados genitales
nacieron las Erinias, los poderosísimos Gigantes y las ninfas Melias que viven
en los bosques de fresnos. Con el tiempo, los mitógrafos fijaron en tres el
número de Erinias: Alecto («implacable»), Mégara («celosa») y Tisífona
(«vengadora del asesinato»). Los romanos las llamaban Furias, y ni siquiera los
dioses podían controlarlas. Eran aladas y vivían en lo más profundo del
Tártaro, desde donde salían de cuando en cuando para atormentar a los
mortales que hubieran cometido un crimen imperdonable.
Además, cuando cayeron al mar, los testículos de Urano provocaron una
espuma de la que surgió la más hermosa y seductora de las diosas: Afrodita,
diosa del amor, del placer, de la dulzura y de los engaños.
Cuenta Hesíodo que antes de llegar a la morada de los dioses, Afrodita viajó
por el mar y pasó por las islas de Citerea y Chipre, de donde provienen dos de
sus habituales epónimos, Afrodita citerea y Afrodita Ciprogénea. En su viaje
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estuvo acompañada por Eros y el bello Hímero, personificación del deseo
amoroso.
Los hijos de la Noche
Hoy día la luz eléctrica ha difuminado nuestros temores nocturnos en la
claridad del día; pero, en la antigüedad, la oscuridad de la noche, tan solo
paliada por las tenues caricias lunares, cobraba mucha más importancia en el
devenir cotidiano: cuando caía el Sol, el trabajo se detenía y tan solo los más
osados y los malintencionados se atrevían a deambular entre las tinieblas,
momento en el que también encallan los barcos y se aproximan los traidores
enemigos, entre otros sucesos funestos. Por tanto, no resulta extraño que los
griegos le atribuyesen a la Noche (Nyx) una descendencia de lo más
espantosa.
El primero de los hijos que alumbró sin intermediación de padre alguno fue a
Moros («la Suerte»), al que siguieron Ker y el alado Tánato («la Muerte»).
Parió también a Hipnos («el Sueño») y a la tribu de los Sueños. Por si fueran
pocos, además fue madre de Momo («la Burla»), el doloroso Lamento, y las
Hespérides, unas ninfas que custodiaban un jardín, situado en el extremo
occidental del mundo, en el que crecían frutos de oro.
Del vientre de la Noche también nacieron la Moiras y las Keres. Las primeras
se llamaban Cloto, Láquesis, Átropo y eran la personificación del destino. Con
el tiempo, los poetas las imaginaron como tres ancianas que fijaban la duración
de la vida de los mortales. Cada vida era un hilo que una hermana hilaba, otra
devanaba y la tercera cortaba poniendo fin a la existencia del humano a quien
correspondiese
Las Keres, por su parte, son otra deidad abstracta muy compleja. En el mismo
Hesíodo aparecen de forma confusa, ora como una sola persona, ora como
varias. En tiempos arcaicos quizá se imaginaban como unos seres alados, de
negra piel y afilados dientes blancos, que se llevaban a los muertos del campo
de batalla. De hecho, parece ser que personificaban el destino de los héroes o
los combatientes.
Así mismo, de la funesta Noche nacieron Némesis («la Venganza»), Apate
(«el Engaño»), Gera («la Vejez»), Eris («la Discordia») y el único de sus hijos
que no me parece terrible: Filote («la Ternura»).
Pero peores aún fueron las criaturas que alumbró la funesta Eris, quien
también sin compañero tuvo al Olvido, al Hambre, los Dolores, los Combates,
las Guerras, Matanzas, Masacres, Odios, Mentiras, los falsos Discursos, las
Ambigüedades, al Desorden, la Destrucción y al Juramento.
Todas estas abstracciones representan fuerzas cósmicas que sólo volverán a
aparecer en los mitos como figuras metafóricas.
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Bueno, los dioses empiezan a entrecruzarse, son cada vez más y corremos el
riesgo de empezar a perdernos. No te preocupes, por el momento tan solo es
importante que recuerdes que tras los primeros instantes del Universo ha
aparecido una primera generación de dioses, llamados titanes y comandados
por Cronos, que han destronado a su padre Urano. Además, ha nacido ya
Afrodita, una diosa fundamental en el mundo clásico.
El Mar
Como vimos, uno de los primeros hijos de Gea fue el dios del mar, Ponto,
deidad antiquísima de la que provienen todas las siguientes deidades marinas.
Pero antes de zambullirnos en su descendencia, recordemos que los griegos
eran sobre todo un pueblo marino. Antes que agricultores o ganadores, los
griegos fueron pescadores, comerciantes y, en tiempos de escasez, piratas.
Durante siglos no tuvieron rival en el Mediterráneo. Sus trirremes surcaban
tranquilamente las aguas desde Egipto hasta las Columnas de Heracles (el
estrecho de Gibraltar) sin que nada, salvo los dioses, detuviera su rumbo
mientras transportaban metales preciosos, cerámicas de lujo, vino, esclavos,
trigo, caballos o colonos para fundar ciudades comerciales por doquier. A bordo
de sus naves, los griegos podían llegar allí donde quisieran, de hecho, es
probable que alcanzaran incluso las costas británicas, y, desde luego, resultaba
mucho más cómodo comerciar de ciudad en ciudad navegando que caminando
por el Peloponeso, una tierra donde las montañas se levantan imponentes para
separar a los pueblos hermanos.
Teniendo esto en cuenta, ahora podemos comprender por qué la
descendencia del viejo Ponto acabará siendo tan numerosa o por qué el periplo
de Odiseo transcurre de costa a costa. Al igual que en la actualidad nos
aprendemos el nombre de las calles y plazas de nuestra ciudad, los marinos
griegos reconocían cada tramo del litoral mediterráneo, cada cala donde
desembarcar a comerciar o saquear, cada pequeña isla de las puntas de tierra
firme que constituyen las Cícladas… Y tras este hiperbólico prólogo, veamos
ahora cuáles fueron los hijos de Ponto.
Ponto y las Nereidas
Primero, Ponto se acostó con su madre, Gea, y engendraron a Nereo, el
mayor de sus hijos y también el más infalible y benévolo. Luego, juntos tuvieron
al enorme Taumante, al arrogante Forcis, a Ceto y a Euribia.
Mientras tanto, Nereo se unió con Doris, una hija del titán Océano, y de tan
acuática coyunda nacieron cincuenta hermosas diosas que se conocen
genéricamente como las Nereidas. No mencionaré aquí sus cincuenta
nombres, a Hesíodo me remito, pero sí algunos de ellos para comprender su
naturaleza; así, entre las Nereidas se encuentran Eulímene (La de buen
puerto), Nesea (La isleña), Eupompa (De feliz viaje), Cimótoa (De rápidas olas)
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y una muy especial, de etimología oscura, que es Tetis, madre del futuro gran
héroe Aquiles, y a la cual no debemos confundir con la titánida homónima.
Taumante, a su vez, se unió con una hija de Océano llamada Electra y
tuvieron una singular descendencia. La primera en nacer fue la veloz Iris,
señora del arcoiris, a la que acuden los dioses cuando deben enviar un
mensaje. Y tras ella nacieron las Arpías de hermosos cabellos: Aelo y Ocípeta.
Estas dos hermanas tenían alas y, al parecer, raptaban las almas de los niños.
Por orden de los dioses, se encargaron de castigar al rey Fineo, que gracias a
sus dotes adivinatorias andaba revelando más secretos de lo permitido. Cada
vez que el pobre rey intentaba comer o beber, las Arpías le molestaban con
todo tipo de porquerías.
Una descendencia espantosa
Pero, si de Nereo provienen tan magníficas diosas, no ocurrió lo mismo con la
descendencia de sus hermanos Forcis y Ceto, ya que en su linaje se
encuentran algunos de los seres más terribles y monstruosos que jamás
imaginó mente humana.
Primero tuvieron a las Grayas, tres diosas que nacieron ya ancianas. Entre
todas tan solo contaban con un solo ojo y un solo diente, que se iban rotando.
Luego a Penfredo, a Enío y más tarde a las tres Gorgonas, cuya sola mirada
convertía a los mortales en piedra.
Las Gorgonas tenían serpientes en vez de pelo en la cabeza y lucían dos
enormes colmillos de jabalí en su aterradora sonrisa; sin embargo, estos
detalles no le impidieron a Poseidón acostarse con una de ellas, Medusa, y
dejarla embarazada de dos formidables criaturas: el gigante Crisaor y el
caballo alado Pegaso. Tiempo después, Crisaor se unió con Calírroe, una hija
de Océano, y tuvieron un hijo espantoso: un gigante enorme de tres cabezas al
que llamaron Gerión.
Además, sin padre alguno, Medusa parió en una profunda gruta a la astuta y
sanguinaria Equidna, que de cintura para arriba era una ninfa preciosa de
hermosas mejillas, mientras que de cintura para abajo era una serpiente
enorme y jaspeada. Tifón, otra criatura espantosa al que ya conoceremos, se
unió con Equidna, y tuvieron al perro Ortro (compañero de Gerión), a Cerbero,
un perro feroz y despiadado de 50 cabezas que custodia la entrada del Hades,
y a la Hidra de Lerna, una monstruosa serpiente de muchas cabezas que
volvían a crecer cuando eran cercenadas.
De la Hidra de Lerna nació la Quimera, una mala bestia que también tenía tres
cabezas: una de león, como sus patas delanteras, otra de cabra, como su lomo
y una tercera de dragón serpentino, como sus cuartos traseros. Con esta feroz
criatura se juntó el perro Ortro, que para gustos no hay nada escrito, y se
quedó embarazada de la Esfinge y del león de Nemea, pesadilla para los
mortales hasta que murió a manos del poderoso Heracles.
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Finalmente, Ceto y Forcis tuvieron un último monstruo: un dragón gigantesco
que custodia las manzanas de oro del jardín de las Hespérides. Y después de
semejante retahíla de seres espantosos, volvamos con unas deidades más
amables
Hijos del mar
Los titanes, que como recuerdas eran los hijos de Gea y Urano, no tardaron
en acostarse los unos con los otros. La primera unión titánica que nos narra
Hesíodo fue entre Océano y Tetis, y juntos tuvieron a los principales ríos del
mundo conocido, como el Nilo, el Istro de bellas corrientes, el Gránico o el
divino Escamandro, entre otros. Así mismo, también tuvieron una larga serie de
hermosas hijas, como Urania, Calírroe, Dione, Pluto, Europa, Calipso y Estigia,
la profunda laguna que rodea los infiernos: todas ellas llamadas
genéricamente, las oceánides, en total, más de tres mil diosas imposibles de
nombrar por los mortales.
Insisto en que recuerdes el nombre de Estigia. Como veremos, Zeús se
enfrentó a los titanes y ella se puso del lado de este advenedizo, por lo que
ganó conservar su estatus y el convertirse en el epicentro del más sagrado de
los juramentos. Los dioses que juraban por la laguna Estigia estaban obligados
a cumplirlo o se les castigaba con 9 años de destierro y uno más en el que
caían en una especie de muerte en vida, sin poder respirar ni alimentarse, en
medio de un profundo sopor. Esto de los juramentos debía de tener su
importancia pues, en una sociedad sin contratos mercantiles ni notarios, un
voto inquebrantable parece más que necesario ¿no?
Como el día a la mañana
Ahora nos toca conocer a los hijos de los titanes Tea e Hiperión, que son
Helios (el Sol), Selene (la Luna), y a Eos (la Aurora). Me resulta muy
interesante que estos dioses sean tres hermanos. Por lo general, el Sol y la
Luna intervienen juntos en un sinfín de mitos de todo el mundo −ora como
amantes que se persiguen, ora como hermanos que se buscan− pero la
presencia de la Aurora no suele ser tan habitual; y me llama la atención por
que, en el fondo, es una frontera entre sus dos hermanos, la Luna y el Sol, y,
en tanto que frontera, punto de encuentro, que no de separación. La Aurora,
por ende, es una entidad ambigua, que participa de dos naturalezas sublimes,
una de las primeras entidades hermafroditas que tanto les gustaban a los
antiguos griegos.
Los vientos
El titán Crío se casó con Euribia, que como vimos era hija del dios marino
Ponto y de la diosa tierra Gea. Y del amoroso encuentro nacieron Astreo,
Palante y Perses: tres hermanos cuya única relevancia mitológica es ser
padres de divinidades mucho más interesantes.
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La Aurora, Eos, se juntó con este Astreo y se quedó embarazada de los
poderosos vientos: el Céfiro, dios del oeste; el violento y frío Boreas, que es el
viento del norte; y el húmedo y cálido Noto, el viento del sur. Además, también
dio a luz al lucero Eósforo y, nada más ni nada menos, que a las brillantes
estrellas.
A su vez, el hermano de Astreo, Palante, se unió con la mismísima Estigia, a
la que dejó embarazada de Zelo, Nike (Victoria), Cratos (Poder) y Bía (Fuerza).
Boreas se enamoró de Oreitia, hija del rey ateniense Erecteo, y la raptó
mientras ella jugaba con unas compañeras en la ribera de un río. Se la llevó a
su morada, en Tracia y la dejó embarazada de dos gemelos: Calaides y Cete.
Estos hermanos, conocidos como los Boreales, también tenían alas, al igual
que su padre, y participaron en la expedición de los Argonautas, durante la que
se enfrentaron a las Arpías que acosaban al castigado rey Fineo.
Cronos
El más poderoso de los titanes, Cronos, se casó con la más grande de las
titánidas, Rea, pero desde un principio el matrimonio fue un desastre. Como a
Cronos le habían vaticinado que algún día perdería el trono a manos de uno de
sus descendientes, en cuanto Rea daba luz a un hijo, se lo comía. Así, el brutal
Cronos se zampó sucesivamente a Hestia (diosa del hogar), Deméter (diosa
de la agricultura), Hera (diosa del matrimonio) Hades (señor de los Infiernos) y
Poseidón (señor del mar). Como te puedes imaginar, Rea estaba desolada
ante semejante pitanza caníbal, así que le pidió ayuda a sus padres, la
ancestral Gea y el castrado Urano. Entre todos urdieron un plan tan sencillo
como efectivo.
Cuando estaba a punto de parir al último de sus hijos, Zeus, se escondió en
Licto, un pueblo de la isla de Creta, y le confió el dios recién nacido a su madre,
quien lo ocultó en una profunda gruta. A Cronos le dio una enorme piedra
envuelta por completo en telas y, como era un poco ansioso, se la comió de un
bocado sin sospechar nada del cambio. Así, Zeus pudo crecer y desarrollarse
tranquilamente hasta que, pasado un año, fue lo bastante fuerte para vapulear
a su padre. Entonces, le venció con sus simples manos (otras tradiciones dicen
que le drogó) y le obligó a regurgitar a sus hermanos. Más tarde, liberó a
Brontes, Estéropes y Arges (los cíclopes hermanos de los titanes, a los que
Cronos había encerrado en el profundo Tártaro junto con Urano por el temor
que le inspiraban), y, como muestra de gratitud, los enormes cíclopes le
regalaron el trueno, el relámpago y el rayo: unas armas realmente formidables.
Sin embargo, en cuanto se recuperó de la sorpresa, Cronos reunió a sus
hermanos y se lanzó contra sus hijos dispuesto a echarlos para siempre del
Olimpo. Se avecinaba la mayor de las batallas de todos los tiempos: la
titantomaquia.
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La guerra de los dioses
Durante 10 años los dioses lucharon los unos contra los otros en la mayor
batalla que jamás ha sucedido. Por un lado se encontraban Cronos y sus
hermanos, los ilustres titanes, asentados en la cima del monte Otris, y por el
otro Zeus y sus hermanos, en lo alto del monte Olimpo. Pasados 10 años, la
lucha seguía empatada pero Zeus rescató del profundo Tártaro a los
Hetancoiros –Coto, Briareo y Giges–, los tres gigantes de cien brazos y
cincuenta cabezas que había encerrado Cronos en el Tártaro por el miedo que
le inspiraban. Pero, quizá lo más sensato, es que sea el mismo Herodoto quien
nos explique lo que sucedió entonces:
« [el gigante Coto le habla a Zeus] …Paladín fuiste para los Inmortales de una
cruel contienda y por tu sabiduría regresamos de nuevo saliendo de aquella
oscura tiniebla, ¡soberano hijo de Cronos!, después de sufrir desesperantes
tormentos entre inexorables cadenas. Por ello, también ahora, con corazón
firme y resuelta decisión defenderemos vuestro poder en terrible batalla
luchando con los Titanes a través de violentos combates.
»Así habló. Aplaudieron los dioses dadores de bienes al escuchar sus
palabras, y su espíritu anhelaba la guerra con más ansia todavía que antes.
Provocaron aquel día una lucha terrible todos, hembras y varones, los dioses
Titanes y los que nacieron de Cronos y aquellos a los que Zeus, sumergidos en
el Érebo bajo la tierra, trajo a la luz, terribles, violentos y dotados de formidable
vigor. Cien brazos salían agitadamente de sus hombros, para todos igual, y a
cada uno cincuenta cabezas le nacían de los hombros, sobre robustos
miembros.
»Aquéllos se enfrentaron a los Titanes en funesta lucha, con enormes rocas
en sus robustas manos. Los Titanes, de otra parte, afirmaron sus filas
resueltamente. Unos y otros exhibían el poder de sus brazos y de su fuerza.
Terriblemente resonó el inmenso ponto y la tierra retumbó con gran estruendo;
el vasto cielo gimió estremecido y desde su raíz vibró el elevado Olimpo por el
ímpetu de los inmortales. La violenta sacudida de las pisadas llegó hasta el
tenebroso Tártaro, así como el sordo ruido de la indescriptible refriega y de los
violentos golpes. ¡De tal forma se lanzaban recíprocamente funestos dardos!
La voz de unos y otros llamándose llegó hasta el estrellado cielo y aquéllos
chocaron entre cánticos de guerra.
»Ya no contenía Zeus su furia, sino que ahora se inundaron al punto de cólera
sus entrañas y exhibió toda su fuerza. Al mismo tiempo, desde el cielo y desde
el Olimpo, lanzando sin cesar relámpagos, avanzaba sin detenerse; los rayos,
junto con el trueno y el relámpago, volaban desde su poderosa mano girando
sin parar su sagrada llama.
»Por todos los lados resonaba la tierra portadora de vida envuelta en llamas y
crujió con gran estruendo, envuelto el fuego, el inmenso bosque. Hervía la
tierra toda y las corrientes del Océano y el estéril ponto. Una ardiente
humareda envolvió a los Titanes nacidos del suelo y una inmensa llamarada
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alcanzó la atmósfera divina. Y cegó sus dos ojos, aunque eran muy fuertes, el
centelleante brillo del rayo y del relámpago.
»Un impresionante bochorno se apoderó del abismo y pareció verse ante los
ojos y oírse con los oídos algo igual que cuando se acercaron Gea y el vasto
Urano desde arriba. Pues tan gran estruendo se levantó cuando, tumbada ella,
aquél se precipitó desde las alturas.
»Al mismo tiempo, los vientos expandían con esrépito la conmoción, el polvo,
el trueno, el relámpago y el llameante rayo, armas del poderosos Zeus, y
llevaban el griterío y el clamor en medio de ambos. Un estrépito impresionante
se levantó, de terrible contienda; y saltaba a la vista la violencia de las
acciones. Declinó la batalla; pero antes, atacándose mutuamente, luchaban sin
cesar a través de violentos combates.
»Entonces aquéllos, Coto, Briareo y Giges insaciable de lucha, en la
vanguardia provocaron un violento combate. Trescientas rocas lanzaban sin
respiro con sus poderosas manos y cubrieron por completo con estos
proyectiles a los Titanes. Los enviaron bajo la anchurosa tierra y los ataron
entre inexorables cadenas después de vencerlos con sus brazos…». (655720).
Tifón
¡Bueno! Menuda trifulca. Por fin, tras diez años de lucha, Zeus arremete
contra los Titanes armado con el rayo y el trueno y, por fin, gracias a la ayuda
de los gigantes Hetancoiros que no paraban de lanzar enormes rocas consigue
vencer a Cronos y sus aliados (entre los que no se encuentran Océano ni los
hijos de Japeto). Tras derrotarlos les encierra en lo más profundo del Tártaro
custodiados por sus aliados gigantes. Y después de semejante batalla, uno se
espera que llegue la calma, pero todavía le faltaba una dura prueba a Zeus
para proclamarse rey de los dioses pues la vieja Gea tramaba su perdición.
Unida con el tenebroso Tártaro engendró al más joven y bestial de todos sus
hijos: Tifón, un monstruo enorme, con 100 cabezas de serpiente sobre los
hombros. Cada una de las cabezas expulsaba ardientes llamaradas de fuego y
en los brazos tenía una fuerza descomunal. Tras la derrota de los Titanes, esta
mala bestia se lanzó a por Zeus haciendo temblar a su paso el cielo, la tierra y
hasta el Tártaro. Pero Zeus no se acobardó y tras recoger sus poderosas
armas –el trueno, el rayo y el relámpago– se dirigió contra Tifón para hacerle
frente.
El fuego de uno y de otro los envolvió en terrible batalla, hasta que Zeus
consiguió arrinconar a Tifón golpeándolo con sus rayos y pudo arrojarle desde
lo alto de un barranco. Cuando cayó al suelo, fundió la tierra y Zeus lo
sumergió al profundo Tártaro. Para mayor seguridad, encima suyo colocó una
montaña, el Etna, en cuya cima se encuentra la fragua de Hefesto, alimentada
por el fuego de Tifón. Ahora sí podía declararse el rey absoluto de los dioses.
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Los hijos de Japeto
Antes de que naciera Zeus, el Titán Japeto se había unido con una Océanide
de nombre Clímene y juntos habían tenido 4 hijos de triste destino: Atlas,
Menetio, Epimeteo y Prometeo.
Atlas se enfrentó a Zeus durante la titantomaquia y fue castigado a soportar
sobre sus hombros la bóveda celeste. Además, para mayor infortunio, Perseo
lo transformó en piedra utilizando la cabeza que le acababa de cortar a
Medusa, un monstruo cuya mirada transformaba en piedra. Menetio también
fue castigado por Zeus a causa de su orgullo y brutalidad y terminó encerrado
en el Tártaro. Epimeteo, el torpe, fue utilizado por Zeus para castigar a los
hombres y recibió por mujer a Pandora. Y Prometeo… bueno, quizá sea
interesante que conozcamos a este extraordinario Titán con más detalle.
Prometeo
Al igual que Hesíodo, nos detendremos un momento en este recorrido familiar
para conocer las aventuras del sin par Prometeo. Este astuto dios amaba a los
humanos pero los favores que nos hizo a los mortales le iban a costar muy
caro. Su primera afrenta a los dioses ocurrió una vez que se estaba decidiendo
qué parte del buey sacrificado le tocaba a los dioses y cuál a los humanos. El
hijo de Japeto, todo tretas y argucias, ocultó las partes más sabrosas del buey
–la carne y las vísceras– entre la piel sucia del animal y luego preparó otro
montón con los huesos untados de grasa para que resplandecieran. Zeus cayó
en la trampa y escogió el montón de los huesos, por lo que a los mortales nos
tocó quedarnos con las partes más suculentas. Y precisamente de este suceso
provenía la costumbre griega de quemar en honor a los dioses los huesos de
los bueyes sacrificados. Eso sí, a cambio de nuestra suerte en el reparto, al
pobre Prometeo le tocó soportar el primer enfado de Zeus, un dios con el que
desde luego no conviene enfrentarse.
Aún así, Prometeo volvió a engañar al crónida pues desafió su orden de que
el fuego estuviera prohibido a los mortales y se lo entregó a la humanidad. Esta
vez sí que Zeus se enfadó de verdad y planeó una cruel venganza. Le pidió a
Hefesto que modelase una doncella hermosísima y Atenea la vistió con un
insinuante velo blanco, coronas de embriagantes flores y una diadema de oro
tallada por Hefesto. Luego, Zeus cogió a aquella criatura exquisita, de nombre
Pandora, y se la entregó a Epimeteo, el torpe hermano de Prometeo. Al aceptar
el regalo, Epimeteo cometió un error terrible, según Hesíodo, pues Pandora era
una mujer y, desde entonces, las mujeres conviven con los hombres
dilapidando sus esfuerzos y volviéndolos locos de amor.
No debemos ser muy duros juzgando esta estupidez que dice Hesíodo. En
general, los griegos eran bastante machistas. Salvo excepciones, como
Aspasia, la mujer del gran estadista Pericles, o la poetisa Safo, las mujeres
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apenas disfrutaban de ningún derecho o consideración en la antigua Grecia. A
diferencia de las mujeres romanas, las griegas apenas tenían voz en la vida
pública. Su trabajo era cuidar de la casa y parir hijos, varones a ser posible, y
solo las prostitutas y las sacerdotisas gozaban de cierta libertad. Como
ejemplo, podemos pensar en la pobre Penélope, mujer de Odiseo, que se pasó
los mejores años de su existencia cosiendo y alimentando a unos bestias
mientras su marido se divertía guerreando por el Mediterráneo. En este
horroroso contexto, resulta comprensible que Hesíodo las considerase fuente
de todo mal y un terrible castigo para los hombres.
Por otra parte, me llama mucho la atención que Hesíodo, al que supongo
inteligente, no se diera cuenta de los problemas de continuidad que provocaba
esta tardía aparición de Pandora. ¿Cómo se reproducían los mortales hasta
ese momento? ¿Por partenogénesis? De hecho, no concuerda con su mito de
las edades (vd infra), ya que las fatigas llegaron a la estirpe de los hombres de
hierro por su propia degeneración y tras haber pasado por cuatro estirpes que
contaban con mujeres. En otras tradiciones, sin embargo, todo resulta mucho
más coherente al atribuir a Prometeo la creación de la humanidad. Así, resulta
más razonable, pues apenas habría pasado tiempo entre la aparición de los
primeros hombres y la llegada de Pandora.
En cualquier caso, sí sabemos una cosa con certeza: Zeus estaba muy, pero
que muy, enfadado y decidió castigar a Prometeo al estilo griego,
condenándole a un suplicio para toda la eternidad. Así, ordenó que le
encadenasen en lo más alto del Cáucaso, donde todas las mañanas llegaba un
águila para devorarle poco a poco el hígado, que se regeneraba durante la
noche. Por fortuna, un día pasó por allí Heracles y liberó al buen Prometeo,
claro está, con el consentimiento de Zeus.
Vamos a abandonar durante un momento a Hesíodo para ver cómo consiguió
la inmortalidad Prometeo. El centauro Quirón sufría unos dolores espantosos a
causa de una flecha envenenada que por error le había clavado Heracles. Tan
fuerte era el dolor que solo quería morir para descansar en paz, pero como era
inmortal su destino era sufrir una terrible agonía durante toda la eternidad. Sin
embargo, Prometeo se apiadó de él y le cambió su facultad de morir por su
inmortalidad. Zeus permitió este trueque, entre otras razones, por que se había
reconciliado con Prometeo cuando éste, que tenía capacidades proféticas, le
advirtió sobre quién podría destronarle en un futuro. Según Prometeo, si Zeus
se hubiera acostado con la nereida Tetis, el hijo de ambos le habría expulsado
del Olimpo, por lo que se mantuvo bien alejado de la hermosa diosa, la cual
terminó por unirse con el héroe Peleo y dio a luz al colosal Aquiles.
Pandora
En Los trabajos y los días, Hesíodo nos cuenta cómo Epimeteo guardaba una
jarra que contenía todos los males del mundo. Hasta la llegada de Pandora, los
hombres vivían felices, no necesitaban trabajar para alimentarse ni conocían
las enfermedades. Pero Pandora, curiosa ella, abrió la tapa de la jarra y los
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males escaparon para desdicha de los mortales, que desde entonces padecen
todo tipo de penurias. Por suerte, Pandora consiguió cerrar la jarra antes de
que escapara la esperanza, gracias a la cual los humanos pueden soportar
tanto mal y sufrimiento.
El mito de Pandora es muy interesante y seguro que te recuerda a la Eva de
la tradición cristiana. En los dos casos, el trabajo y la enfermedad llegan por
culpa de una mujer incapaz de resistir una tentación (la curiosidad).
Prometeo encadenado
Ya que estamos con Prometeo, podemos aprovechar para hablar de teatro,
pues al gran benefactor de la humanidad le dedicó Esquilo una de sus
tragedias: Prometeo encadenado, una joya de la literatura universal.
Como sabes, fueron los griegos quienes descubrieron el teatro tal y como lo
entendemos en Occidente (aunque en otros lugares se realizaran
representaciones ritualizadas). Su paternidad se le atribuye a un tal Tespis que
colaborador del tirano ateniense Pisístrato. Hacia el año 546 a.C., Pisístrato se
hizo con el poder en Atenas. Tras su caída y la de sus hijos, los atenienses
comenzaron a gobernarse en democracia, pero por entonces ostentaba el
poder absoluto. Como buen tirano, a Pisístrato se le ocurrió que durante las
grandes fiestas públicas de la ciudad se podían celebrar eventos que le
gustasen al pueblo y, junto con Tespis, organizó concursos trágicos. La idea
era que un grupo de danzarines y “actores” representasen algunos mitos de
particular relevancia. Quien tuviera el talento suficiente podía presentar una
propuesta para ser representada y uno de aquellos primeros dramaturgos fue
Esquilo, que escribió a lo largo de su vida unas 80 tragedias, de las que han
perdurado siete.
En su Prometeo encadenado, Esquilo nos describe cómo Prometeo es
llevado por Fuerza, Violencia y Hefesto a la cima del monte donde
permanecerá encadenado por haber sido compasivo con los humanos. Allí,
Prometeo desafía a Zeus, que aparece retratado como un injusto y despótico
dios ya que, entre otros favores, Prometeo le fue de gran ayuda en su lucha
contra los titanes. De todas maneras, aunque sabe que se avecinan tiempos de
dolor y humillación, está tranquilo pues, gracias a sus habilidades
premonitorias, está seguro de que al final será liberado y tan solo le preocupa
el que sus enemigos le vean en situación tan desfavorecida.
En un momento dado, Prometeo enumera los bienes que nos proporcionó a
los humanos y la verdad es que no son pocos:
«Pero oídme las penas que había entre los hombres y cómo a ellos, que
anteriormente no estaban provistos de entendimiento, los transformé en seres
dotados de inteligencia y señores de sus afectos.
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»Hablaré, aunque no tenga reproche alguno que hacer a los hombres. Solo
pretendo explicar la benevolencia que había en lo que les di.
»En un principio, aunque tenían visión, nada veían, y, a pesar de que oían, no
oían nada, sino que, igual que los fantasmas de un sueño, durante su vida
dilatada, todo lo iban amasando al azar.
»No conocían las casas de adobes cocidos al sol, ni tampoco el trabajo de la
madera, sino que habitaban bajo la tierra, como las ágiles hormigas, en el
fondo de grutas sin sol.
»No tenían ninguna señal para saber que era el invierno, ni de la florida
primavera, ni para poner el seguro los frutos del fértil estío. Todo lo hacían sin
conocimiento, hasta que yo les enseñé los ortos y ocasos de las estrellas, cosa
difícil de conocer. También el número, destacada invención, descubrí para
ellos, y la unión de las letras en la escritura, donde se encierra la memoria de
todo, artesana que es madre de las Musas. Uncí el primero en el yugo a las
bestias que se someten a la collera y a las personas, con el fin de que
substituyeran a los mortales en los trabajos más fatigosos y enganché al carro
el caballo obediente a la brida, lujoso ornato de la opulencia. Y los carros de los
navegantes que, dotados con alas de lino, surcan errantes el mar, ningún otro
que yo los inventó.
»Y después de haber inventado tales artificios –¡desdichado de mí!– para los
mortales, personalmente no tengo invención con la que me libre del presente
tormento…
»Más te extrañarás si oyes lo que falta: qué artes y recursos imaginé. Lo
principal: si uno caía enfermo, no tenía ninguna defensa, alguna cosa que
pudiera comer, untarse o beber, sino que por falta de medicina, se iban
extenuando, hasta que yo les mostré las mixturas de los remedios curativos
con los que ahuyentan toda dolencia. Clasifiqué las muchas formas de
adivinación y fui el primero en discernir la parte de cada sueño que ha de
ocurrir en la realidad…
»Bajo la tierra hay metales útiles que estaban ocultos para los hombres: el
cobre, el hierro, la plata y el oro. ¿Quién podría decir que los descubrió antes
que yo? Nadie –bien lo sé–, a menos que quiera decir falsedades.
»En resumen, apréndelo todo en breves palabras: los mortales han recibido
todas las artes de Prometeo».
(450-506. Esquilo. Biblioteca Básica Gredos. Madrid, 2000. Excelente
traducción de Bernardo Perea Morales)
Bueno, la verdad es que sí hay buenos motivos para estarle agradecido a
Prometeo, quien nos dio la agricultura, la ganadería, las casas, la metalurgia, la
adivinación, la escritura y cuanto desarrollo distingue a una sociedad civilizada
de los bárbaros. Lo curioso es que esto le costara tan caro. ¿Por qué Zeus le
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castiga con tanta saña? ¿Acaso teme que los mortales se equiparen a los
dioses? ¿Cómo es que el rey de los dioses es tan cruel y egoísta?
Las edades del ser humano
ya que nos hemos alejado un poco de la Teogonía de Hesíodo, vamos a
aprovechar para consultar su otra gran obra, Los trabajos y los días, donde nos
explica el origen de la humanidad.
Según Hesíodo, durante el mandato de Cronos ya existía una raza de
hombres mortales, una estirpe de oro que habitaba con los dioses en las
mansiones olímpicas. Estas criaturas de voz articulada vivían felices, carecían
de preocupaciones, desconocían qué era la fatiga, la miseria y la enfermedad.
Jamás envejecían y cuando morían entraban en un plácido sueño. Sin
embargo, por razones oscuras, esta estirpe se extinguió; o, mejor dicho,
cuando estaban a punto de desaparecer, Zeus los convirtió en unas divinidades
menores que cuidan de los mortales (una especie de ángeles de la guarda,
para aclararnos).
Entonces los dioses crearon una segunda estirpe de humanos. Eran de plata
y carecían del talento de sus predecesores, aunque no estaban del todo mal.
Su crecimiento era muy curioso: durante los primeros 100 años de vida eran
niños y vivían con sus madres. Pero en cuanto llegaban a la juventud morían al
poco tiempo pues eran muy violentos y se peleaban por cualquier nimiedad.
Esta estirpe de plata, además, adolecía de un defecto imperdonable a los
dioses: ni les rendían culto ni les preparaban sacrificios. Ante semejante
desfachatez, Zeus se enfadó con ellos y los sepultó bajo tierra.
Fracasado este ensayo, Zeus lo volvió a intentar por tercera vez y creó una
estirpe de bronce. Estos mortales, nacidos de los fresnos, fueron otro fiasco
terrible. Tan solo estaban interesados en la guerra, ni siquiera comían pan, y no
tardaron en matarse entre ellos con sus poderosas lanzas de bronce.
Aún así, Zeus no se desanimó, pues para eso es el dios más poderoso de
todo el Olimpo, y creó una cuarta raza de mortales: la estirpe divina de los
héroes que se llaman semidioses. Estos hombres eran más justos y virtuosos
que sus metálicos predecesores, pero también tenían cierta querencia hacia la
guerra que no tardó en diezmarlos (de la cantidad de muertos en batalla, baste
con pensar en la guerra de Troya protagonizada por esta estirpe). Sin embargo,
Zeus no quería que desapareciese tan digna raza y envió a los pocos que
quedaban con vida a las Islas de los Afortunados, donde viven muy felices, al
parecer, bajo el gobierno de Cronos (y la reaparición aquí de este dios resulta
muy interesante).
Por último, apareció la estirpe de los hombres de hierro, la actual humanidad,
que son un poco desastre. Se pasan la vida entre fatigas
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