Luz que arde - Revista Destiempos

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Revista destiempos N°40
Sara Rivera López
♣
De las casas prósperas del reino nacían hijos de chipriotas. Según el ritual,
los descendientes eran dedicados a Venus y llevados a las orillas de la isla
para ser bañados con las aguas salinas del Mediterráneo, más tarde se
convertían en recolectores de aceitunas.
Pronto, de sus huertos de oliva, se destilaron los aceites que
inundaron los mercados de Atenas. El vino obtenido de sus cavas circulaba
por bodas y hogares de otras latitudes. El paladar de los romanos se vio
satisfecho por los licores de las provincias de Chipre.
Sin embargo, lo mío fue una excepción, no hubo consagración
alguna cuando nací. Nadie me llevó a las orillas del mar para sumergirme
en la tibieza de sus aguas, tampoco se puso en mí terrón de sal que secara
mi boca. Yo cobré vida después de que su gobierno fuera próspero,
conocido por sus cavas y aceites, por sus templos dedicados a los dioses
de hombres y bestias. Florecí poco antes de que los muros de esta ciudad
permanecieran en pie, poco antes de que las calles estuvieran muertas y
que los palacios se convirtieran en montones de piedras.
El rey, en tanto golpea el cincel contra la roca, dice que cuando
mandó edificar el templo a su diosa, los soldados que resguardaban sus
costas mantenían contacto con los pueblos fronterizos de Grecia, que los
idiomas eran diversos, lo mismo que las razas y los hijos. El templo fue
erguido en unos cuantos meses. Seguidores de Afrodita, amantes de la
belleza, procuraron consagrar su devoción a la deidad. Así pues, ordenó
construir un templo que los súbditos levantaron prontamente.
De espíritu particular, meditó sobre la dimensión que ocuparía el
edificio. Planeó cómo sería aquel santuario que imaginó de tamaño
monumental. Ordenó que los grandes bloques de mármol se colocaran uno
sobre otro en la antigua ciudad de Nicosia, sobre la cúspide del poniente.
Ya pulidas, las rocas brillaron en la montaña más alta de Chipre (su voz
suena emocionada mientras me cuenta esto):
—El templo entonces lucía blanquísimo y perfecto, sobre las
escalinatas alusiones al nacimiento de la hija de Zeus brillaban con gracia
y soltura. Ríe como un niño Conchas y olas fueron esculpidas sobre
los basamentos. Los frisos aludían a la producción vinícola del reino.
Sus manos golpean para forjar las alas Espacios y jardines crecían a
los ojos de los visitantes y ya por las tardes, cuando el sol descendía sobre
la espalda del templo, la luz penetraba tenue y silenciosa, proyectando las
sombras de los árboles sobre los muros. Ya terminada la obra, la Diosa
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bajó para recibir su obsequio: en el santuario ardían lámparas de aceite.
La excepcional figura de Venus transitó por las amplias estancias del
recinto: un olor dulce, como de vino oscuro, como de uvas maduras, se
desprendía de su cuerpo mientras caminaba.
Aún joven, dedicó la mayor parte de su tiempo a gobernar y a
esculpir. De ahí los dedos duros, las manos ásperas, sus brazos gruesos
y maduros aún para su edad. Vestía faldas de lino oscuro. Sus labios un
tanto grandes, rudos por el polvillo de las rocas, ordenaban la vida de su
reino. Su cuerpo esbelto se veía brotar entre piedras y cinceles, entre
cantos lisos y pulidos (siento latir sus dedos al tocar las pétreas formas).
En una ocasión, por los idus de marzo, cuenta que subió hasta una
loma alta para contemplar la isla de un solo tajo: flotaba la luz entre los
picos y crestas de su reino en grises, pardos y olivos. Se distrae (lo sé pues
ha dejado de pulir los brazos). Sus ojos se pierden en el horizonte, llenos
de otras tantas playas solitarias como la suya. Refiere que observó el mar
rugir sosegadamente al fondo de la joya. Miró los bancos de peces coloridos del verano, y las ramas que las olas llevaron consigo, junto a restos
de animales muertos, troncos mohosos y añejos enredados entre conchas
y crustáceos. Indagó sobre el ritual de los pelícanos, presentía en ellos la
clave perfecta de la línea y la curva, el concepto de volumen. Intuía en el
vuelo de las aves, la explicación de su arte. Entonces recordó cómo tocaba
los picos rugosos de esos animales, cómo miraba sus bolsas transparentes
y flácidas perderse entre las aguas del Egeo.
Las yemas de sus dedos tentaron las rocas cetrinas, luego dio
orden de llevarlas a la ciudad. Miró su palacio, los muros adormecidos por
el blanco y el gris de la montaña. Aspiró el aire caliente del verano. No
encontró más que un paisaje similar en todo el camino. Tonos de amarillos,
grises y blancos salían de entre las cumbres. Cerró los ojos y pensó en
aquello como algo suyo: era su reino.
Con el tiempo sólo se dedicó a esculpir, por lo que descuidó su
gobierno, por ello encargó a súbditos y consejeros tomar las riendas de su
imperio. Se sentía indolente a los compromisos propios del rey: familia,
poder y gobierno, aunque la falta de herederos preocupó a la familia real.
A su madre le inquietó el destino de su pueblo y del poder. Sin embargo,
más allá de las masas duras e inmóviles no existía nada para él.
Me comenta que entonces tenía la particular capacidad de
transformar lo que era tosca piedra en delicado artificio: de ellas aparecían
figuras de pájaros montados sobre pequeñas ramas. De entre sus manos
brillaron inmóviles, de los ónix rosados de sus minas de Larcana, corceles
y pegasos, quimeras de largas crines, animales marinos de todos tamaños,
peces con escamas luminosas, flamingos y sirenas solitarias.
Tiempo después, se propuso esculpir figuras humanas: el torso
púber de un muchacho fue apresado en lo blanco de la piedra, las manos
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desnudas de una lavandera quedaron representadas en una pieza
maestra. La espalda brusca de un recolector de uvas parecía tomar vida.
Los fragmentos de cuerpos crecían por montones en una inmensa galería:
un par de mujeres cuchicheando fue su primer trabajo completo. Creó una
escultura de breves dimensiones: pieza que representaba un pequeño
grupo de muchachos a la hora del baño.
Como experimento previo a su trabajo más importante, hizo
algunas esculturas donde las plumas esponjosas de las aves tomaban
forma casi real. Las botas aladas de Hermes fueron representadas con tal
exactitud que no podían distinguirse bien a bien unas de las otras. Así,
concibió dar vida a un cuerpo ligero como el éter, liviano como las plumas
que vuelan en el aire, tan poderoso como las bestias del mar, como la sal
que todo lo arrasa. Abrazado por aquella idea fue él mismo hasta los
yacimientos a buscar el trozo idóneo, quebró piedra tras piedra hasta
encontrar justo el que deseaba.
Mientras tanto, las barcas romanas empezaron a arribar con más
regularidad a la isla, la mezcla de las lenguas y los pueblos se hizo habitual.
Los campesinos empezaron a cambiar sus gustos. Se rumoraba en la isla
que ideas lejanas e incomprensibles llegaban a Grecia y Roma, un nuevo
grupo de maestros planteaba doctrinas desconocidas: ¿qué ideas eran
esas de evitar el placer, de renunciar al cuerpo por el estado puro del alma?
El placer es parte del cuerpo (piensa y me dice mientras delinea el
borde de la espalda). Las liras sonaban todas las tardes en los campos de
vid. Las cosechas seguían creciendo lentas hasta formar un campo rojo
sangre. La campiña fulguraba en ardientes veranos. Los campesinos
levantaban altares entre las ramas de los árboles, cantaban y bebían. Sin
embargo, algunos oradores romanos profetizaron la transformación del
impero. La vida moral que los reformadores habían propuesto era ya
imposible para Roma. Pronto, la vida de Chipre sería aniquilada.
Pero el soberano no prestó atención a los rumores, sino que forjó
un cuerpo de enormes dimensiones. Una escolta de romanos solicitó
audiencia. Delineó un par de alas a punto del vuelo sobre la roca. Era orden
del imperio que Chipre se anexara a Roma. Bosquejó el rostro de lo que
sería una grácil figura. Ningún chipriota sería súbdito del Imperio. Dos
basas de marfil brotaron perfectas de la piedra. Se ordenó la invasión a la
isla, las hordas beligerantes llegaron a las orillas del piélago. El rey se
encerró en su estudio y trocó la piedra en carne. Las naves atracaron en
Chipre.
Así, me explica el rey, terminó de esculpirme el mismo día en que
las hordas incendiaron la ciudad más importante de su imperio. En Paphos
rugieron las bestias de Roma. En las bóvedas del imperio se animó mi
cuerpo al aspirar el aire de estas tierras. Cayó el palacio de Chipre. La
piedra se transformó en carne trémula. Las cabezas de familiares rodaron
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por las escalinatas del palacio real. Extendí las alas. El templo de Venus
se desploma.
Finalmente, llevada a la vida, me abracé al cuerpo de mi inventor,
cuando las hordas golpearon las gigantescas puertas de esta bóveda. Mi
padre, sólo entonces y por vez primera, se encendió en deseo mientras las
calles de Samos ardían atacadas por la fiereza del nuevo mund o. Penetran
los rayos del verano por la galería. Nací, pues, poco antes de que la luz
que arde fuera de estos muros, profetizara la caída de este imperio.
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