Discurso de Juan Pedro Aparicio Premio CyL

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Discurso Juan Pedro Aparicio
Premio Castilla y León de las Letras 2012
Señor Presidente de la Junta de Castilla y León, señora Consejera de Cultura y
Turismo, autoridades, señoras y señores, queridos amigos:
Es costumbre que el galardonado con el premio de las Letras diga unas
palabras de agradecimiento en nombre de los demás y en el suyo propio, lo
cual supone un gran privilegio pero también un enorme compromiso, tanto más
notable cuando entre los premiados hay un maestro de la lengua española, el
profesor Borrego Nieto, que domina de igual modo el viejo lenguaje leonés,
según tiene acreditado en sus numerosos trabajos.
He de confesar que ante un compromiso de tal envergadura preferí ignorar los
discursos de mis predecesores, no me fuera a pasar lo que a ese ministro
alemán, forzado a dimitir acusado de haber plagiado una tesis.
Hay manifestaciones de gratitud demasiado singulares como para ser
recogidas en una fórmula colectiva. Se cuenta que cuando Alfonso XIII entregó
a don Miguel de Unamuno la gran Cruz de Alfonso X el Sabio, éste le espetó:
Gracias, majestad, por una distinción que tengo tan merecida.
No teman, sin embargo, que yo vaya a decir tal cosa de mí mismo; pero sí
puedo afirmarlo, y con la voz muy alta, de mis compañeros de galardón. Sus
méritos, resumidos con justeza en las palabras de los jurados respectivos,
simbolizan el mayor valor de estos premios, pues son desde su primer día una
poderosa llamada a la emulación de los ciudadanos y un estímulo para quienes
trabajan casi siempre en soledad.
Es importante honrar e incentivar aquellas actividades que ofreciendo a la
sociedad unos frutos que se prolongan en el tiempo, incluso más allá de la vida
de sus cultivadores, no suelen procurar a estos una retribución inmediata.
La gratitud de los galardonados hoy con los premios Castilla y León, nuestra
gratitud, se dirige, pues, de modo muy especial a las personas que nos han
propuesto y a los jurados que nos han votado e inmediatamente a esa
ciudadanía de la que formamos parte y cuyas dificultades actuales
compartimos.
Se nos ha concedido un galardón que lleva el nombre de las dos regiones
históricas, de historia grande, muy grande, que integran nuestra Comunidad.
Un nombre, obvio es decirlo, que nos obliga a ambos, castellanos y leoneses,
pues, siendo mucho lo que compartimos, nos impone también el respeto a lo
que nos distingue, sin que, bajo ninguna excusa ni condición, hayamos de
ocultarlo o dejarlo de lado, al ser tal vez esa, nuestra diferencia, la mayor
riqueza que poseemos, la que nos permite aparecer ante los demás de manera
inteligible y positiva, sin caer en los mimetismos de tantas falsas historias.
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Los leoneses suelen ser ciudadanos cabales, lo que también vale para los
castellanos. Unos y otros nos queremos integrantes de la nación española.
Unos y otros entendemos que, así como el mar no riega todas las ciudades, no
puede haber una megalópolis con rango de capital del Estado en cada
Comunidad Autónoma. Unos y otros aceptamos que vivir en cualquier parte del
territorio nacional, aunque sea lejos de la tierra que nos vio nacer –tal es mi
caso desde hace ya casi cincuenta años–, no supone exilio ni destierro, sino
una oportunidad de crecimiento y desarrollo personal.
Alguna vez he dicho que León es una fábrica de españoles; y lo mismo cabe
decir de Castilla. Cuando uno viaja por España es frecuente encontrar a
paisanos nuestros que se han ganado el cariño y el respeto del entorno al
desempeñar con eficacia y rigor profesiones que van desde la más alta
responsabilidad a otras de menor relieve; en la inmensa mayoría de ellos se
percibe un mismo sentimiento de estar viviendo en su propio país, conscientes
de que contribuyen con su esfuerzo y su buen hacer al bienestar de todos.
De mí solo diré que reconozco haber transitado por la literatura con alguna
perplejidad y bastante candor, movido –desde aquellos diarios que escribía en
mi infancia leonesa– por una ambición bastante ingenua.
Alguien ha querido comparar al escritor con el cazador de mariposas. No voy a
negar que tengan algún parecido. Ambos buscan la belleza y, cuando la logran,
se diría que han sido capaces de atrapar el tiempo. El perseguidor de
mariposas, a costa de una vida, una de las más efímeras que existen en la
naturaleza. El escritor, mediante recreaciones, en las que moldea su propia
experiencia temporal. Y no suele quitar vidas, sino darlas, multiplicadas y
potenciadas, en sus ficciones.
Los libros son máquinas del tiempo, las únicas que existen, y aunque no
puedan llevarnos al futuro, sí nos traen el pasado a nuestros días y nos
permiten soñar con hacer de nuestras vidas algo más duradero, que pueda ser
compartido por generaciones venideras, de manera análoga a como nosotros
transitamos por la España de Alonso Quijano cuando leemos la obra de
Cervantes.
Afirma el filósofo que narración y tiempo están tan íntimamente ligados que es
difícil hablar de uno de ellos sin referirse al otro. Nos valemos de la narración
para describir la experiencia temporal porque ésta es la forma en que el tiempo
entra en la conciencia, no sólo en la individual, también en la colectiva. El
hombre empieza a reconocerse como hombre cuando es capaz de narrar. No
en vano hablar y fabular tienen la misma etimología, del verbo latino fabulor,
que, para el maestro Covarrubias, vale tanto como contar novelas.
La narración no es otra cosa que tiempo embalsado, domesticado, un tiempo
que se disfruta y se consume a voluntad, como una píldora de la eterna
juventud, la eterna juventud de la Humanidad, que mediante la palabra ha sido
capaz de establecer un puente entre generaciones, un puente que
desgraciadamente es como un río pues siempre discurre hacia delante, hacia
el futuro.
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Quien les habla así lo ha intentado. Mi escritura ha sido, y es todavía, un lucha
contra el tiempo, o mejor, rebajando un poco el tono, una disputa, pues contra
el tiempo resulta imposible luchar, siendo el único elemento de la realidad que
se nutre de nosotros.
He intentado apresar con palabras algunos momentos significativos de mi
experiencia y algo de mi tiempo habrá quedado guardado en las páginas que
he escrito. De mi obra he querido hacer no tanto una réplica como un embalse
de vida, de la vida que me ha tocado vivir, que eso es para mi al fin la literatura:
mirada y memoria.
Siempre he creído que un escritor es ante todo un lector; y eso sí lo he sido, no
digo un buen lector, sino lector, alguien que ha sentido, y que sigue sintiendo,
una apetencia insaciable por lo que se contiene en los libros. Alguien que se ha
asomado a ellos, y se sigue asomando, con fascinación, al encuentro de esas
palabras que te hablan en silencio, que penetran hasta el fondo de ti, que
movilizan tu imaginación y tu memoria, que remueven tu corazón, inundándolo
de emociones que son muchas veces como una luz nueva para mejor entender
el mundo.
Pertenezco a una generación, acaso la última, que se acercó a la literatura de
espaldas al mercado. Vana ilusión, sin embargo. El mercado ha ido tomando
tanto ascendiente que los jóvenes escritores se quejan hoy con razón de una
nueva dictadura.
La escritura de un libro nunca me ha servido de falsilla para hacer el siguiente.
Y no lo achaquen a diletantismo. Tampoco a exceso de rigor. La causa
principal ha sido el miedo al aburrimiento; si no me atrae leer aquello que es
perfectamente previsible, tampoco me gusta escribirlo. En cada novela, en
cada libro, he buscado nuevos horizontes, nuevas fórmulas. Y así ha sido
siempre, en la escritura como en la vida, donde con frecuencia me he mostrado
dispuesto a tomar ese desvío que me enriqueciera el camino.
Y termino. En tan larga andadura como ya llevo a las espaldas este premio no
cumple otra función que la de una señal de tráfico que confirma la buena
dirección.
En la tarea artística, acaso en cualquier tarea, la verdadera meta está en el
camino.
Lo dice con mayor fortuna el poeta clásico:
El premio está en haberlo merecido,
Y las honras consisten no en tenerlas,
Sino solo en arribar a merecerlas
Juan Pedro Aparicio. Premio Castilla y León de las Letras 2012 (Valladolid 22
de abril de 2013)
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