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La pobre pesca del Brexit: ¿a qué le teme el Reino Unido?;
por José María León Cabrera
José María León Cabrera · Thursday, August 25th, 2016
El bote RX58 llega a la playa del pueblo pesquero de Hastings, ubicado al sur de
Inglaterra. Fotografía de José María León Cabrera
Una mañana de junio de 2016, John Griffin teje unas redes de pesca que no lanzará al
mar. Está parado frente a su bote, en la playa del pueblo pesquero de Hastings, al sur
de Inglaterra. Griffin tiene la barba espesa y canosa, y el pelo cenizo alborotado. En la
oreja derecha lleva una argolla para que todos sepan cuál es su oficio: pescador. “El
arete de un pescador puede pagar por su funeral”, me dijo en una de nuestras
conversaciones. No hay, sin embargo, una prenda con la que pueda pagar una
tripulación: desde que la pesca dejó de ser un buen negocio, Griffin sale al mar solo
—si es que sale—. Dice que no puede arriesgarse, que sólo puede zarpar si sabe, a
ciencia cierta, que la pesca será buena. “Si no, pierdo tiempo y dinero”, dice. Su barco
es uno de los más pequeños de toda la flota de Hastings, que ya de por sí son los más
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pequeños de todos: tienen menos de diez metros de largo. Ninguno tiene seguro, y las
embarcaciones como las de Griffin no pueden adentrarse más de seis millas en el
agua. Según él (y muchos de sus colegas), cada vez le es más difícil ganarse la vida
desde que la Unión Europea les impuso un sistema de cuotas sobre la mayoría de
especies que atrapan. Por eso, como todos los demás pescadores de Hastings, querían
salir de la Unión Europea. El 23 de junio fueron todos a votar, y todos marcaron el
cajón que decía Leave convencidos de que perderían.
La mañana siguiente bajé muy
temprano a la playa. Por su oficio, los
pescadores se adentran a las aguas del
Canal de la Mancha a partir de las tres
de la mañana. El día anterior han
dejado sus redes en el fondo marino,
marcadas por banderas de colores y señaladas por puntos en sus aparatos de GPS.
Llegué con la idea de que me encontraría una flota de fiesta: el Reino Unido había
decidido dejar la Unión Europea, por una votación de 52% a 48%. Supuse que los
pescadores estarían felices. Pero la playa estaba tranquila y fría. La mayoría de botes
estaban aún en el mar, así que los únicos que estaban disponibles para conversar eran
los boy-a-shore, pescadores retirados que pasan la mañana preparando la llegada de
la pesca: lavan las trampas con las que atrapan calamares, arreglan las redes que los
cangrejos y las centollas rompen con sus tenazas poderosas, tienen listo el carro con
el que llevarán el lenguado, los espadines, las mantarayas, los bonitos y los
tiburoncillos al mercado. Peter Adams —a quien todos llaman the Spider— es uno de
ellos. Tiene setenta y nueve años, un ojo de vidrio y una autoestima de fierro. Cuando
le pregunté qué opinaba del resultado, dijo que no sabía que habían ganado. Seguía
serio, con los brazos cruzados en la espalda, viendo al mar. Algo no terminaba de
cerrar: ¿no debía este hombre al menos sonreír con esta noticia? Su apatía era
inquietante: “¿qué cree que pase ahora?”, le insistí. “No tengo idea, ni me importa”
—contestó sin mirarme— “Yo tengo unos cuatro o cinco años más de vida, y nada va a
cambiar mientras esté vivo”. A esa misma hora en Londres, miles de jóvenes se
quejaban, sin conocerlo, de the Spider: “Ancianos y nostálgicos brexiters me han
robado mi futuro”, escribió Sara Abassi, una estudiante de una escuela pública de
Londres, en el diario The Guardian. Beth White, una estudiante de posgrado de
University College London que recibió la noticia mientras hacía el trabajo de campo
de su maestría en Ghana, escribió en Facebook: “¿Es esto alguna clase de broma
retorcida?”. Tres de cada cuatro jóvenes británicos votaron para quedarse en la Unión
Europea. Estaban devastados. Tres de cada cuatro habitantes de Hastings votaron
para salir. No estaban particularmente felices.
Una hora y media después, esa misma mañana, Kaya, el bote azul de Paul Joy llegó a
la playa. Joy es el presidente de la Sociedad de Protección de Pescadores de Hastings.
Joy es como un pescador sacado de un cuento: perdió media nariz por un cáncer de
piel, pero tiene un aire encantador y los ojos azules y penetrantes. Bautizó a su barco
con el nombre de su nieta. Hay cierta serenidad en él que no hay en los demás
pescadores. Es uno de los pocos que tiene estudios universitarios. Durantes los meses
previos al Brexit, el hombre que se graduó de horticultor pero prefirió el mar se ha
pasado respondiendo preguntas de reporteros, dando entrevistas, justificando su
posición sobre la Unión Europea. El día en que lo conocí tuvo que interrumpir nuestra
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conversación porque la revista the Economist llamaba por tercera vez, buscándolo. En
las semanas siguientes, cada tanto aparecía un equipo de televisión, lo hacían parar
frente a su barco y lo entrevistaban sobre el Brexit. Joy siempre miraba al horizonte, y
se ladeaba ligeramente. Joy tiene claro que no es sólo el capitán de su barco, sino de
su causa. Uno de esos días, mientras nos tomábamos un té con leche en el Club de
Pescadores, explicó su postura frente a la salida de la Unión Europea. “Para nosotros
es un no-brainer”, dijo: ni siquiera tenían que pensárselo demasiado. A medida que
hablaba, su caso parecía sólido: las políticas de límites de pesca por especie de la
Unión Europea habían mermado los ingresos de los pescadores de forma drástica.
Según él, su familia ha vivido y pescado en el pueblo desde el año 1100. Dice que su
su oficio está amenazado desde el 2006 cuando las embarcaciones pequeñas fueron
incluidas en el sistema de cuotas de pesca de la Unión Europea que establece
máximos de captura por especie marina. Según Joy, cada bote pasó de pescar cuatro
toneladas de bacalao a apenas una. “La cuota es tan absurda” —explica mientras toma
té— “que si salgo de lunes a viernes durante un mes, tendría que pescar medio
pescado al día. Y el resto tengo que botarlo de regreso al agua”. Dice que Europa los
asfixia. Cuando salió del bote esa mañana post referéndum, sin embargo, parecía más
serio que de costumbre. Reconoció que estaba en shock, que no esperaba el resultado.
Sabía que Londres era un hervidero de indignación y fue sincero: “aún no he asimilado
el resultado”—dijo mientras terminaba de empujar su barco sobre la playa de piedras
redondas de Hasting— “no sé qué vamos a hacer”. Unos días antes, John Griffin me
había advertido que no había motivos para hacer planes para después del Brexit: el
gobierno se encargaría de manipular la elección para que no tuvieran que salir de
Unión Europea. “Va a haber fraude”, dijo. Pero no hubo. El conteo duró horas: las
mesas de votación cerraron a las diez de la noche, y hacia las doce los resultados eran
52% para quedarse, 48% para irse. Medio Reino Unido se fue a dormir con la certeza
de que nada cambiaría.
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John Griffin, pescador. Fotografía de José María León Cabrera
En verano, el sol sale en Inglaterra alrededor de las cuatro y veinte de la mañana.
Para esa hora, amanecía también un nuevo país: el que había decidido salir de la
Unión Europea. Era una metáfora tan fuerte que el columnista del diario The
Guardian, Jonathan Freedland, publicó una texto a las 06:16 de la mañana: Nos hemos
levantado en un país diferente. Durante la noche, las tendencias se habían invertido y
Salir tenía el 52% definitivo. El único condado inglés que había votado para seguir en
la Unión era Londres —la fractura entre el británico rural y el británico urbano se
mostraba más fuerte que nunca.
Era la derrota cosmopolita, el triunfo del tribalismo.
Para los extranjeros que vivimos en el Reino Unido, el resultado era casi una
invitación a irnos. Durante los días posteriores, los racistas salieron del clóset. Una
escuela mayoritariamente polaca fue vandalizada. Susan Mayne, una abogada
londinense, vio cómo una británica de ascendencia caribeña —sin provocación de por
medio— le gritaba a una mujer polaca en un bus: “¡Fuera de aquí, inmigrantes
ilegales!”. Era el discurso que había escuchado abiertamente en Hastings durante
semanas: “esa parte de la ciudad ya no es tan bonita, hay mucho inmigrante”, dijo un
pescador. Otro, ya en confianza, dijo que había visitado Sudáfrica en los tiempos del
Apartheid: “cuando era mejor, ¿sabes?”. Unos días después del triunfo del Brexit,
mientras mi novia y yo tomábamos café en el Club de Pescadores, un pescador nos
escuchó hablar en español: “English, please” —nos dijo en modo pasivo-agresivo— “ya
no estamos en Europa”. Detrás de las cuotas de pesca, detrás de los argumentos en
contra de la burocracia continental, detrás del argumento del costo que le significa la
Unión Europea a los británicos, hay un tufo xenofóbico perturbador.
No hay sólo alarmas racistas, sino políticas. Desde el gobierno de Margaret Tatcher, el
Estado de bienestar británico se ha ido reduciendo progresivamente. La insatisfacción
de los británicos con los políticos tradicionales —conservadores laboristas—, los ha
hecho regresar la mirada a los extremos del espectro político. El ultranacionalismo
—un mal del que siempre ha padecido el continente, pero que durante 70 años la
Unión Europea supo mantener a raya— ha ido ganando nuevos militantes y los que
hace décadas habrían sido tomados por payasos o charlatanes, hoy son referentes
políticos. Uno de ellos es Nigel Farrage, exlíder del partido Reino Unido
Independiente (Ukip, por sus siglas en inglés). Farrage, uno de los promotores
principales del Brexit, fue el autor de un despreciable anuncio en que se veía a miles
de refugiados cruzar la frontera entre Eslovenia y Croacia durante el punto más duro
de la crisis de refugiados, en octubre de 2015, con el mensaje “PUNTO DE QUIEBRE:
La UE nos ha fallado. Debemos liberarnos de la Unión Europea y retomar el control de
nuestras fronteras”. El póster, delante del cual Farrage se fotografió sonriente,
recordaba a una propaganda nazi. Los promotores del Brexit incluso habían borrado a
un hombre blanco que aparecía en la imagen, que pertenecía al servicio de fotografía
Getty Images. Fue Farrage, también, el que alguna vez dijo que no dormiría tranquilo
si tuviera un vecino rumano y quien —junto al ex alcalde de Londres, Boris Johnson—
difundió la mayor cantidad de mentiras sobre la inconveniencia de ser parte de la
unión continental. Antes del día de la votación, era asombroso el nivel de desparpajo
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con que se repetían datos y cifras sin fundamento. Después de la votación, lo
asombroso era que un discurso demagogo de ese calibre haya calado en una población
considerada educada. Es probable que el Brexit sea la primera ocasión en que en
Europa, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, triunfa una campaña que
parecería ideada y ejecutada por políticos populistas latinoamericanos.
Pesqueros en la playa del pueblo pesquero de Hastings. Fotografía de José María León
Cabrera
La campaña por el Brexit fue algo extraño de atestiguar: fue una andanada de
promesas sin fundamentos, mentiras y datos manipulados. Apenas horas después de
haber votado a favor de la salida, Farrage apareció en televisión nacional para decir
que una de sus principales propuestas de campaña era mentira: dijo que la Unión
Europea le costaba 350 millones de libras esterlinas al Reino Unido, y que cuando
saliesen se podrían destinar al Sistema Nacional de Salud (NHS, por sus siglas en
inglés) —de por sí agobiado por los constantes recortes del gobierno conservador.
“Creo que eso no se va a poder hacer”, dijo Farrage, con la cara seria, después de
haber dicho que habían logrado la independencia del Reino Unido sin tener que
disparar un solo tiro —desconociendo el asesinato de la parlamentaria Joe Cox,
baleada y acuchillada por un fanático ultranacionalista apenas cinco días antes del
referéndum. Sin embargo, más pudo el resentimiento que las razones.
Con los pescadores de Hastings parece haber sucedido algo similar. Cuando el bueno
de Paul Joy habla, suena convincente hasta que sus argumentos empiezan a morderse
la cola: no es la Unión Europea la que ha malrepartido la cuota entre los pescadores
ingleses, sino el gobierno británico. “Cuando entramos a la Unión Europea, la pesca
era libre” —dice Joy— “no había cuotas, ni restricciones, sólo el clima nos detenía”.
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Hasta 2006, dice, no les preocupó demasiado porque las embarcaciones pequeñas
estaban exemptas del sistema. Pero ese año fueron incluidos porque los conteos de las
especies estaban cayendo. Así que el gobierno británico los incluyó en el sistema y les
asignó apenas el 3% de la cuota nacional. Según Joy, si se toma una sola especie como
el bacalao se ve la desproporción: Francia puede pescar 1660 toneladas, pero
Inglaterra apenas 144. De esas 144, dice, los botes de menos de diez metros de eslora
(que son 9 de cada diez de toda la flota inglesa) puede pescar sólo 33 toneladas.. Es en
ese punto en el que el argumento de Joy y los pescadores flaquea: el artículo 17 de la
ley europea que los gobierna, el Common Fishery Policy, le da potestad al país
miembro de repartir la cuota a su flota. Joy lo sabe —de hecho, llevó a su gobierno a
juicio para que la cuota se reparta más equitativamente. Y la corte le dio la razón en
2014. Sin embargo, dos años después, el gobierno conservador británico —liderado
por David Cameron— no había hecho cumplir esa orden. ¿Qué responsabilidad podría
tener la Unión Europea? Joy parece verla como el origen de los males, aun cuando no
pueda responsabilizarla directamente de la disminución de su negocio.
Es como si hubiesen tenido que decidir a quién culpar: y entre culpar a su propio
gobierno o a los extranjeros, decidieron lo último. Es siempre más fácil, y ha permitido
que aflore el nacionalismo que la Unión Europea (con su convención de Derechos
Humanos, paradójicamente una creación de juristas ingleses) había logrado mantener
a raya. Parecería que hay razones menos cuantificables en dinero. Por ejemplo, Gales
votó mayoritariamente por el Brexit. Es más que extraño, un tiro en la pata económica
del país: según un reportaje de The Guardian, el país recibía cerca de 245 millones de
libras esterlinas de la Unión Europea. En el presupuesto general del Reino Unido, ese
dinero ayudaba a achicar el déficit de 300 millones de libras que tiene Gales. En
definitiva, los galeses han votado por volver a ser británicos, lo que parece resumirse
en multiplicar por casi cinco veces su hueco fiscal. Gales recibiría hasta 2020 cerca de
dos mil millones de libras esterlinas de la Unión Europea, una plata que no se sabe si
llegará y que los miembros del parlamento británico se han apresurado a avisarles que
tampoco hay ninguna certeza de que el Reino unido pueda asegurarles ni siquiera una
cifra similar. Mientras tanto, en el pequeño galés de Ebbw Vale, Zack Kelly, un joven
de 21 años parado frente a un complejo deportivo construido con 500 millones de
libras esterlinas del presupuesto europeo le pregunta al diario The Guardian: “¿Qué
ha hecho la Unión Europea por nosotros?” Una de las habitantes que votó para
quedarse, Deborah Basini, dijo que todo tenía que ver con la inmigración, a pesar de
que el pueblo casi no tiene inmigrantes. “Y los que hay, trabajan y contribuyen a la
ciudad. Es ilógico, creo que la gente no vio las cifras y los datos para nada”.
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Cajas en las que los pescadores ponen la pesca. Fotografía de José María León
Cabrera
Con los pescadores de Hastings parece haber sucedido algo similar: su voto se explica
más con el miedo y la sospecha sobre los extranjeros que con fórmulas económicas.
Según Andy Lebrecht, el representante subrogante del Reino Unido ante la Unión
Europea, a los pescadores les iría peor fuera de la Unión Europea o al menos en
similares condiciones que con la la Política Común de Pesca (CFP, por sus siglas en
inglés) europea: “Ha habido poca discusión de cómo sería una CFP británica, pero
probablemente será muy parecida a la europea” —dijo en un artículo de opinión en el
sitio de verificación de datos InFacts— “La gran pregunta es quién repartirá las
cuotas. Hay una creencia de que será Westminster [el Estado británico] y los
gobiernos de cada región del Reino Unido, pero en la realidad tendrá que haber un
acuerdo con la Unión Europea”. En esa negociación, dice Lebrecht, es probable que
los pescadores ingleses pierdan sus privilegios de precios en los mercados de la
Unión. Los peces que se pescan en aguas británicas son los mismos que nadan hacia
otros mares, tanto de la Unión Europea como de Noruega (que no es parte del
organismo). Así que para evitar que se sobrepesquen, el Reino Unido y la UE tendrán
que llegar a un acuerdo de cuotas, como el que la UE y Noruega tienen hoy. Es decir,
el Brexit no va a cambiar casi en nada el tema de cuotas. Los pescadores ya han sido
avisados de esto por el gobierno británico, apenas semanas después del referéndum.
“Lo correcto era mejorar la CFP desde dentro”, dice Albrecht. Pero los pescadores de
Hastings dicen que no. Que nadie conoce el mar como ellos, y que su pesca es
sustentable y que el problema es que los barcos europeos están pescando en sus
aguas.
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Hay mucho que pescar en las aguas
profundas de la discriminación
nacionalista: John Griffin, el único
pescador de la flota que se adentra al
mar sin tripulación, cree que es hora
de recuperar su país. “El Reino Unido
ha dejado de ser británico” —dice otra mañana en que desenreda redes— “y
necesitamos recuperar nuestra soberanía”. Me ve y vacila durante un segundo, como
si se diera cuenta de que está hablando con uno de los migrantes que, cree, le han ido
quitando su país poco a poco. “Pero no es contigo” —se excusa— “sino con los
europeos”. Dice que no tienen por qué recibir órdenes de, por ejemplo, Alemania. “Un
país al que le ganamos dos guerras mundiales y nos tiene un resentimiento
escondido”. Las razones de los pescadores de Hastings parecen resumir la postura de
quienes votaron por salir la salida: un nacionalismo reavivado por las condiciones
económicas y la crisis migratoria global. Hay en ese nacionalismo una gran carga de
ignorancia: John Griffin, un hombre amable y conversón, dice que le indigna que el
Reino Unido ya no tenga ejército y deba seguir las órdenes de las fuerzas armadas
europeas. La verdad es que no hay tal cosa como un ejército europeo. Tal vez habla de
una de las tantas propuestas que se discuten en el parlamento europeo en Bruselas
(donde alguna vez Alemania propuso una “fuerza de defensa” conjunta), o quizá se
refiere a la OTAN, pero de inmediato aclara cuál es el verdadero problema: los
inmigrantes que se han tomado el país. Otro pescador dice que el gobierno británico
está más enfocado en hacerlos cumplir con el sistema de límites de pesca que en
evitar que los inmigrantes los sigan invadiendo. The Spider, la mañana en que le
anuncié que el Brexit había ganado pero que había perdido ampliamente en Londres,
dijo que era porque en Londres ya no había ingleses. “Se la han tomado los migrantes”
—explica— “sólo en las partes más suburbanas de Londres hay ingleses, pero en el
centro no. Es una ciudad horrible”.
Por un decreto de la ciudad, los pescadores de Hastings tienen derechos permanentes
sobre la playa desde donde empujan sus barcos al mar hace mil años. Nadie sabe con
certeza por qué, pero en un milenio jamás se construyó un muelle: hoy unos tractores
lanzan y halan los botes de la orilla al agua, del agua a la orilla. Antes eran empujados
por veintenas de hombres. Eso ha generado una identidad local muy fuerte que
conlleva a un rechazo de fuerza proporcional a todo lo extranjero. En la playa, que se
llama The Stade, hay una galería de arte contemporáneo: “Una cosa horrible, donde
hay unos dibujos que podría haber hecho mi nieto” dice uno de los pescadores. John
Griffin, el hombre que pesca solo, me dice que no irá a la feria de comida de ese
sábado: “Sirven pescado que no ha sido pescado en Hastings, es una patraña”. Otros
dicen que no les gusta el barrio donde se han asentado un minoritario grupo de
ascendencia árabe (según cifras oficiales, Hastings es 90% British) y que cada vez hay
menos espacio para lo inglés. Esa sensación se replica por todo el territorio británico,
salvo en Londres, donde la diversidad le ha ganado al nacionalismo: en la capital del
Reino Unido se hablan 300 idiomas, se profesan al menos 14 religiones, y sus
habitantes llegaron de más de 33 naciones. Londres, cada vez más cosmopolita y cada
vez menos británica, es una isla dentro de la isla.
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Un hombre espera un barco que para arrastrarlo con un tractor. Fotografía de José
María León Cabrera
John Griffin tiene cuatro hijos, pero ninguno pesca. Uno solía hacerlo pero como cada
vez el negocio va a peor ahora se dedica a la albañilería. “Pero su corazón está en el
mar” —dijo John Griffin, el hombre que pesca solo— “sé que volverá”. El corazón de
John Griffin también está en el mar. En los últimos años, desde que la pesca se ha
puesto mala, sería más preciso decir que el corazón de John está en la playa. Ahí pasa
horas, desenredando redes, ordenándolas. A ratos se sube a su barco, el Fair Trade,
destartalado, y pone en orden anclas y banderas. Pero no lo empuja al agua. John
Griffin, el hombre que pesca solo, sabe hacer otras cosas (ha sido constructor, guardia
de seguridad y exterminador de plagas) pero él es, y nunca quiere dejar de ser, un
pescador. Así tenga que salir a pescar solo, o así no salga a pescar en semanas de
semanas, y sus colegas me digan a sus espaldas que John no es un pescador de
verdad, porque los pescadores salen todos los días. Mientras tanto, los pequeños
barcos sobre la playa pedrisca de Hastings saldrán todas las madrugadas (si el clima
lo permite) a tirar las redes y recogerlas, para que sus hombres puedan ganarse la
vida. Cuando regresen, a eso de las diez u once de la mañana, con los overoles azules
y amarillos empapados en agua salada y entraña de animales marinos, recordarán los
días en que en una semana de pesca cada uno de ellos —los barcos suelen tener
tripulaciones de tres o cuatro hombres— ganaba hasta ocho mil libras. Y enseguida
me dirán que eso ha cambiado no por la depredación de las especies, ni por la
incapacidad del gobierno británico de hacer respetar los derechos de los botes más
pequeños de la flota del país, o de lograr cambios sustanciales en la burocracia
europea.
No, eso es el culpa de los otros, los extranjeros.
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