Untitled

Anuncio
Marsolaire
Amira de la Rosa
55
Lo que decían los carteles
Eduardo Arango Piñeres
77
Cambio de clima
Antonio Escribano Belmonte
81
El baile
Carlos Flores Sierra
93
Recordando al viejo Wilbur'
Julio Roca Baena
113
Los muchachos
Álvaro Medina
119
Retrato de una señora rubia
durante el sitio de Toledo
Alberto Duque López
133
La Sala del Niño Jesús
Márvel Moreno
149
El ocaso de un viudo
Ramón Molinares Sarmiento
165
Historia de un hombre pequeño
«Guillermo Tedio»...,
175
En la región de la oscuridad
Jaime Manrique Ardila
185
201
Cuentos cruelesbreves
Alvaro
Ramos
,
La tercera alusión
Walter FernándezEmiliani
205
Un asunto de honor
Antonio del Valle Ramón
Historia del vestido
Julio Olaciregui
Vamosa encontrar
tu paraguasnegro, Margot
Jaime Cabrera Sánchez
Historia de Juan.Torralbo
«Henry Stein»
...247
Vedadosde ilusiones
Miguel Falquez-Certain
261
Recordando al.viejo Wilbur
JULIO ROCA
BAENA 11-
Hijo de un agente de policía muerto en un enfrentamiento con los atracadores de un banco, Wilbur Slick
nace en San Diego, en 1896. Terminados sus estudios
secundarios, viaja a Nueva York e ingresa en Columbia University para estudiar periodismo, pero abandona la facultad al cabo de un semestre. Más tarde asegurará que problemas «académicos»le impidieron continuar la carrera. Lillian Hellman, testigo de su generación, se encargará de revelar que la razón fue otra:
..Barranquilla, 1935-1992.
Periodista, traductor, pintor y melómano.
Fue subdirector del Diario del Caribedurante muchos años. También
residió por largos años en Estados Unidos y España,dedicado a la
actividad editorial. Tradujo para la editorial Bruguera El castillo de
Otranto de Hug Walpole, La nochedel Uro de Dalton Trumba y El
colmillo blanco de Jack London. Dejó inédita una serie de novelas
agrupadas bajo el nombre Los cuadernosde Isabel,de la cual forma
parte Un lobo en el jardín, que circuló en fotocopia en un reducido
círculo de sus amigos. La Cinemateca del Caribe tiene en prensa el
libro Añorando a Mr. Arkadin, que recoge todas sus críticas
cinematográficas. Recordando
al viejo Wilbur fue tomado de Intermedio
-Suplementodel Caribe,mayo 6 de 1984.Fue firmado con el seudónimo
«Federico de la Torre».
113
había una mujer enel asunto, la esposade un saxofonista
dejazz.
Slick trabaja para el WashingtonStar y es enviado a
Nueva Orleáns a cubrir el asesinato de un tratante de
blancas. Terminada estamisión, decide establecerseen
el French Quarter y actuar como corresponsal local del
periódico con una serie de reportajes sobre el bajo
mundo, que no escribió.
TheLady's End, la novela que surge de estas primeras experiencias es rechazada por los editores, que la
juzgan estrambótica. Ben Hetch intenta vanamente
convertirla en un guión aceptable al rígido código
cinematográfico de la época. «Slick logra describir
ciertas situaciones fundamentales de la imaginación
norteamericana -escribió Hetch en 1945-: violaciones, interrogatorios policivos brutales, asaltos,vendettas,
e incluso el deporte como una forma de agresión.» Es
decir, que en eseprimer libro, hoy agotado, estabanya,
completos, los elementos de toda su obra posterior.
Su vida durante esa década en Nueva Orleáns ofrece un campo abonado para el biógrafo de talento que
Slick está exigiendo. El ambiente era propicio a las
maquinaciones sórdidas, nunca excesivamente criminales, pero irresistiblemente exóticas para estemuchacho de California. La entrada de los Estados Unidos en
la guerra europea lo saca de esa atmósfera malsana
para arrojarlo, uniformado y de bruces, en las playas
de Sicilia. Lleva un Diario -inéditoen donde anota
temas para libros futuros y sacacuentas incomprensibles de las relaciones que muy pronto establece con los
sub-mundos de Palermo y de Nápoles. Es herido y
dado de baja. Seestablece en esta última ciudad y en 54
114 VEINTICINCO CUENTOS BARRANQUILLEROS
días escribe The Dallar Murder, The Danieli Suitcase y
.The Expensive Girlfriend, trilogía magistral del nihilismo romántico que habría de ser su mayor contribución
al género de la novela detectivesca. Estas tres novelas,
sin embargo, plantean a la crítica -yespecíficamente
a los aristotélicos de Chicago- un dilema no resuelto
todavía: el trabajo de determinar quién huyó a quién,
si Slick a Harnmett, o viceversa.
El ya mencionado Ben Hetch, paladín de la obra de
Slick, considera sin embargo que la trilogía deriva
hacia un peligroso preciosismo de corte intelectual,
amanerado y sutil, en detrimento de la antigua rudeza
urbana de TheLady' s End y de los relatos breves escritos
en Sicilia y publicados póstumamente como Bitter
Dust.
En Roma, Slick conoce a Katharina Brandt, reportera gráfica de TheAssaciatedPress,con quien se casa y
regresa a los Estados Unidos. De vuelta en San Diego,
en donde vive temporalmente con su madre, viaja con
frecuencia a Hollywood y logra un espléndido contrato con la Metro Golwyn Mayer para dos guiones: The
Dall in theMirrar y TheWhar! Gambit,de los cuales sólo
Gambit sería llevado al cine, no sin que el guión sufriera
drástica alteraciones que Lillian Hellman atribuye a F.
Scott Fitzgerald y a Aldous Huxley.
El divorcio de su mujer y el internamiento forzoso
de su madre en una clínica mental desencadenan una
serie de circunstancias adversas que ensombrecen la
vida de Wilbur Slick: tiene problemas con el alcohol, la
droga, el juego y la administración de Hacienda. Pierde rápidamente la fortuna que había logrado amasar
con el éxito de su trilogía y sus derechos cinematográ-
Ramón Il/án Bacca 115
ficos. Sobrevive publicando, con el seudónimo de Eddie
Rogers, historietas detectivesas en varias revistas populares, las mejores de ellas recogidas por su editor en
el volumen titulado The BloodyOrchid.
A mediados de los 50 lo encontramos establecido en
Hollywood y asociado a la administración de un bar en
Santa Mónica. Es allí donde lo conoce Lillian Hellman,
quien traza de él este retrato sombrío:
«Wilbur Slick, a pesar de todo, conserva esa cierta
elegancia sartorial del hombre que ha conocido mejores tiempos y mejores mundos; incluso le sienta la
extremada palidez que en otra persona habría resultado repulsiva. Los ojos, sombreados por las manchas
profundas de la disipación, parecían mirar desde el
fondo de la más antigua sabiduría y arder como carbones infernales. Era extremadamente cuidadoso de su
aspecto, de sus camisas de seda y sus pantalones de
j1annel. Anita Loos nos dijo que había terminado una
novela que no dejaba ver a nadie, aun sabiendo que
Bennett Cerf habría dado por ella una bonitá suma.»
Dinner Upstairs -"'-tal es el libro- aparecepublicado
en 1965, con enorme éxito, y se mantiene durante
varias semanas en los primeros lugares de las listas de
libros más vendidos. Se le traduce a media docena de
idiomas y reaviva el.interés de la crítica por la obra de
Slick, en quien se ve ahora a un escritor que trasciende
las miserias de la novela de género.
Pero Slick no alcanza a gozar de esta fama renovada
y de las ventajas que le depara la tornadiza fortuna. El
11 de agosto de 1965 se le encuentra muerto a los pies
desu cama en un cuarto de hotel, la cabezadestrozada
por un golpe contra el borde de una mesa metálica. Un
116
VEINTICINCO CUENTOS BARRANQUILLEROS
admirador oculto lleva todos los años a su tumba en
Whispering Gardens una orquídea sudamericana, tal
como sucede auno de los personajes de TheKiller Sleeps
Alone, el cuento que más frecuentemente se incluye en
las antologías.
RamónI/lán Bacca 117
Los muchachos
ÁL V ARO MEDINA
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* Barranquilla, 1942.Arquitecto, narrador y crítico de arte. En los
años sesentamilitó en el movimiento nadaísta y escribió en la prensa
barranquillera con el seudónimo «JoséGabriel Jorge».Integrante de
la Comisión Coordinadora del Suplementodel Diario del Caribe,19731979. Autor de Procesos
delarte en Colombia,1978;El arte colombianode
los añosveintey treinta, 1994,premio nacional de cultura Colcultura;
Desiertoen sol mayor (novela, 1993),y ÉdgarNegret (monografía). Ha
residido gran parte de su vida en los Estados Unidos y Francia.
Finalista en el Premio Biblioteca Breve Seix Barral con una novela tan
mítica como inédita. Losmuchachos
fue tomado del libro Sietecuentistas,
Colcultura,1978.
119
que describe una curva en el aire y pasa unos centímetros por encima de la lata. Al mismo tiempo, el Negro
llevó la mano derecha también alojo y esperó el
lanzamiento del niño desnudo. Cuando la piedra pasó
sin dar en el blanco, el negro lanzó la suya, recta,
precisa, que chocó contra el metal, que dejó oír el
sonido característico y que rebotó a un lado mientras la
lata caía dando vueltas hasta la cerca.
-Ahí está -dijo el negro.
-Qué va -dijo el niño desnudo-, ¿a que no le
vuelves a dar? El negro se lo quedó mirando fijo,
ofendido, pero sin rabia.
-Ponla otra vez -dijo.
-A mí me enseñó papá, que por algo juega béisbol
en el Filta -dijo.
El niño desnudo salió corriendo, se agachó y tomó
la lata: al levantar la cabeza,todos sus movimientos se
congelaron atentos. Después, volteó, llamó al negro
con un movimiento cómplice de cabeza, y con el rostro
lleno de ojos asombrados siguió mirando por entre una
hendija de las tablas desclavadas y torcidas que cercaban el patio de la casa.
El negro se acercó, se agachó junto a él y también
miró.
-¿Quién es? ¿Quién es?,preguntó azorado.
El niño desnudo no respondió. Se llevó el índice a
los labios, soltó aire indicándole silencio y continuó
mirando. Al rato, el negro volvió a preguntar:
-¿Quien es? ¿Tú sabes?
-Parece un marciano -dijo el niño desnudo secamente.
-¿Un marciano? ¿Estásloco? -preguntó el negro.
120
VEINTICINCO CUENTOS BARRANQUILLEROS
-Sí, un marciano, ahora estoy seguro.
-¿Tú cómo sabes?
-Mi mamá me habló una vez de ellos.
-¿Tu mamá te dijo? -exclamó asombrado el negro. Entonces esverdad; papá dice que tu mamá es una
bruja y las brujas saben muchas cosas raras.
Semiraron un momento, miraron por la hendija y se
volvieron a mirar.
-¿Avisamos? -preguntó el niño desnudo.
-No, espera -respondió el negro-, déjame pensar.
Después, el negro le dijo algo en el oído y espiaron
un rato atentamente por la misma hendija de las tablas
hasta que el negro dijo «ahora» y salieron corriendo
con dirección al portón. Cuando salieron, el portón
quedó con su única hoja explayada, y de la casa salió
una voz, femenina, cansada, que gritó haciendo un
gran esfuerzo:
-Niños, no corran tanto que hace mucho sol.
Pero ellos no la oyeron porque ya estaban en la calle
doblando por delante de la casade alIado y corrían por
el zanjón profundo atestado de basura que atravesaba
en diagonal los solares de la manzana de enfrente.
Cuando llegaron por detrás al patio de la casadel niño
desnudo, trotaron agitados a lo largo de la reventada
cerca de zinc oxidado y guadua vieja, doblaron buscando el portillo, agitando los brazos, gritando emocionados «un marciano, un marciano» con una cara de
susto el niño desnudo, y el negro con un gesto
intranscendente en los labios acariciando la idea de
volverse notable.
El abuelo se sentaba en el taburete de cuero con un
Ram6nIllán Bacca121
cigarro apagado en la mano y buscaba los fósforos en
el bolsillo de la chaqueta de dril, blanca, limpia y raída,
cuando escuchó la algarabía. Molesto, miró primero
hacia la casa esperando encontrar lo que era allá dentro, y sólo cuando ellos entraron al patio, el abuelo
volteó y los vio venir de detrás de las matas de plátano,
brincando como los canguros del cine. El abuelo, con
dificultad, se paró irritado, y su figura alta y recia con
el bastón en la mano, recortada del tórax para arriba
por el alar del corredor, detrás del taburete, junto al
aguamanil de hierro fuera de uso y cerca de la columna
verde de madera, pareció una hermosa foto vieja con
fondo de árboles.
-Ajá, qué es la vaina -dijo.
El abuelo levantó el bastón, los señaló con la punta
y cuidadosamente lo puso en contacto con el suelo
para apoyarse en él.
-Un marciano raro caminando hacia el parque,
abuelo -dijo el niño desnudo, y tendió la mano señalando.
El abuelo se lo quedó mirando fijo como si no lo
hubiera escuchado.
-Un marciano en el barrio -dijo el negro. Abrió
los ojos y lo observó fijamente, sin mover un solo
músculo de la cara, sin apuro, atento a la expresión del
abuelo, que repentinamente experimentó una sacudida.
-¿Un marciano? ¿Estánlocos?
El negro se sobresaltó y brincó a un lado nervioso.
-Sí, uno, nosotros lo vimos -dijo el niño desnudo.
Señaló al negro y se señaló a sí mismo varias veces con
un movimiento mecánico en la mano.
122
VEINTICINCO CUENTOS BARRANQUILLEROS
-No puede ser, ustedes han visto visiones -dijo el
abuelo.
-El sol, ése es el sol, pobrecitos -dijo en voz baja
el abuelo.
-Carajo, no corran tanto a esta hora -gritó.
Pero los niños no se movieron, apenas espabilaron,
seguros de sí mismos.
-No abue, lo vimos, lo vimos -dijo el niño desnudo insistiendo con el dedo puesto en la mejilla señalándose el ojo.
-Sí señor abuelo, seguro -dijo el negro convencido.
El abuelo se quedó un rato pensativo.
-jMierda! -exclamó-,
éste es un acontecimiento
grande,
Se llevó una mano a la cabeza, se rascó los cabellos
canos y quedó con la vista fija en un punto de los
árboles. El abuelo permaneció quieto, arrobado, pensando en la realidad de un sueño indefinido. Maquinalmente se llevó la mano al cuello deshilachado de la
camisa blanca, lo palpó inconscientemente como la
culminación de un rito largamente repetido, y repentinamente todo su cuerpo se estremeció gritando «mi
corbata, se me olvidó la corbata.» Con una agilidad
desconocida, el abuelo caminó apresuradamente hacia
la casa por el corredor largo y sombreado.
-María -llamó-,
tráeme la corbata que vaya
recibir a ese señor.
Nadie contestó: la tarde, brillante y nueva, comenzaba apenas revolviéndose en la siesta. El abuelo se
volvió hacia ellos, los llamó con el bastón agitando
repetidas veces en el aire como remo, «vamos, vamos»
Ramón Illán Bacca 123
y entró en el cuarto. «María)), se oyó llamar con voz
normal, se oyó el chirrido de la tapa del baúl y su golpe
seco contra la pared de adobe, «¿bajo de un platillo o
algo así?)),se oyó un jadeo somnoliento y un revolver
de sábanas, se oyó golpear repetidas veces el bastón, y
luego se sintieron los pasos del abuelo que apareció
enseguida ante la puerta con la corbata vieja, roja y
ancha, deslustrada pero cuidadosamente conservada
como si fuera una reliquia.
-¿A qué fiesta vamos, abue? -preguntó el niño
desnudo.
-¿Fiesta? Vamos al parque a recibirlo -respondió.
El abuelo caminó entre los muebles de la sala hacia
la puerta de la calle con la corbata en la mano, mientras
torpe pero seguramente levantaba el cuello de la camisa para colocarla, tirar entonces la piedra contra la lata
de Avena Quaker cuando le llegara el turno, y sentarse
en el taburete a fumar con el extraño mientras los
demás dormitaban al calor.
-Pero abuelo, ésa no es tu corbata -dijo el niño
desnudo.
El abuelo se detuvo, le hizo una sena al extraño
indicándole que lo excusara un momento, se volvió
hacia él sin mirar la punta de la corbata en su mano y
le clavó fijamente los ojos, como poseído.
-Carajo, ¿tú no entiendes? -dijo-.
¿Cómo voy a
ir de luto a recibirlo?
I
El niño desnudo se sintió apenado y bajó los ojos. El
negro lo imitó y ambos quedaron esperando la señal
del abuelo que indicara la salida hacia el parque, pero
la señal no se produjo. El abuelo caminó hacia la calle,
124
VEINTlaNCO
CUENTOS BARRANQUILLEROS
salió anudando la corbata, caminó por la alta acera de
cemento, pero se detuvo cuando llegó al extremo.
-¿Vienen o no vienen? -gritó.
El negro apareció primero, y el abuelo, sin esperar
más, dio media vuelta, bajó el sardinel sin ningún
esfuerzo apoyado apenas en el bastón, y tomó por el
camino angosto entre hojas secasy papeles regados en
la calle. La luz era blanca, el sol no daba fuerte, pero la
temperatura era alta. El abuelo se llevó la mano a la
cabeza y recordó el sombrero. Entonces acortó su paso
largo y firme aprendido en el ejército y casi se detuvo
pensando que debía regresar por él, pero lo descartó y
siguió adelante inmediatamente, decidido.
El niño desnudo, que venía detrás, lo vio casi detenerse, se quedó parado esperando inútilmente y trotó
ahora hasta ponerse hombro a hombro con el negro, a
la altura del abuelo. Cuando llegaron a la esquina, el
abuelo dobló a la izquierda.
-¿A dónde va, señor abuelo? -preguntó el negro.
El abuelo no se detuvo sino que respondió:
-Al parque, ¿no ven que por aquí es más cerca?
Los dos niños se miraron. El negro se llevó un dedo
al oído y, arrepentido, detuvo el movimiento y realizó
un gesto interrogante. El niño desnudo comprendió y
echando a caminar, dijo en voz alta sin temor:
-Es verdad, se está volviendo loco.
Se echó a reír al mismo tiempo que corrieron hasta
alcanzarlo nuevamente. Entonces el abuelo los miró
agradecido y sereno, deportivo, con un alegre brillo en
los ojos por primera vez, desprovisto de la solemnidad
de estatua que había adquirido al comienzo. El abuelo
se inclinó hacia ellos y repitió su pregunta olvidada:
RamónIllán Bacca 125
-¿Bajó de un platillo o algo así?
-¿Platillo? ¿Qué es eso?-preguntó el negro dando un salto.
-Un plato que vuela como los aviones -dijo el
abuelo y subrayó planeando la mano en el aire.
-No, no -dijo el niño desnudo.
El negro se le acercó, lo pellizcó disimuladamente,
«sí, sí, de un plato hondo tan grande que parecía una
olla», y el niño desnudo lo miró asombrado «<si lo
vimos pasar tuvo que llegar en eso,bobo») miró el cielo
esperando encontrar una señal y miró al abuelo, que
los observaba atento.
-Él no se dio cuenta porque estaba distraído, pero
yo sí -dijo el negro.
El abuelo, visiblemente nervioso de repente, sacó
un cigarro, lo llevó a su boca y mordió la punta.
-Es que él es bobo -dijo el negro orgulloso de sí,
y rió.
El abuelo no lo escuchó, ni se dio cuenta de que
ahora el niño desnudo le había dado una patada al
negro y que lo invitaba a la pelea. El abuelo quitó el
cigarro apagado de sus labios, lo metió en el bolsillo de
su chaqueta blanca, colgó el bastón de su antebrazo y
se detuvo. Sacólos fósforos, «carajo, éste es un acontecimiento de padre y señor mío», abrió la caja, sacóuno,
«¿alguien más lo sabe?», lo encendió, y cuando lo
acercó a los labios del extraño verde y antenado para
que encendiera, se dio cuenta de que ya no tenía el
cigarro. Sin embargo, no se alteró. El abuelo sopló el
fósforo y al arrojarlo repitió la pregunta:
-¿Alguien más lo sabe?
-Nosotros y usted no más -dijo el negro. El abue-
126
VEINTICINCO CUENTOS BARRANQUILLEROS
lo sacó el cigarro nuevamente y volvió a caminar.
-Ajá, y ¿cómo es, cómo es?
-Tiene barba, mucha barba -dijo el negro y tocó
toda su cara.
-Peluda y de color negro -dijo el niño desnudo.
«Barba, barba negra», repitió para sí mismo el abuelo. Descolgó el bastón del antebrazo y lo estremeció en
su puño como si acabara de comprobar la realidad de
una sospecha largamente discutida y meditada en su
cerebro iluminado.
-Andemos rápido que debe estar solo esperándonos.
El abuelo dobló a la derecha y, caminando, se concentró como si .enviara un mensaje telepático. En el
esfuerzo, su frente se llenó de arrugas tratando de
recordar de sus tiempos de maestro algunas olvidadas
palabras en inglés y otras en francés para evitar todas
las posibilidades de un malentendido. Inclusive se le
oyó murmurar y, al rato, ya con los ojos abiertos, sin
convicción pero con la certeza de quien realiza un
conjuro de palabras mágicas, se le escuchó decir claramente «vonjeil» y luego «chaubenvenuto»: sonrió con
entusiasmo y su cara se volvió definitivamente joven.
A media cuadra del parque, el abuelo se detuvo, se
volvió hacia ellos, respiró hondo para normalizar la
agitación del pecho.
-Cuando lleguemos allá se portan bien -dijo,
levantó el bastón y señaló hacia el parque.
-¿Cuántas piernas tiene? -preguntó.
-Dos -dijo el niño desnudo.
-Sí, dos como nosotros -recalcó el negro.
-¿Están seguros de que venía para acá? preguntó
Ramón IlIán Bacca 127
el abuelo.
-Seguros -dijo el niño desnudo.
-Sí, seguros -repitió el negro.
El abuelo guardó el cigarrillo, sacudió el bastón
contra el suelo y apoyándose ligeramente en él, caminó
en círculo, pensativo, delirante casi. Cuando se detuvo, la solemnidad estaba nuevamente dentro de él,
pero ahora era vital y calurosa.
-Atención -dijo-,
cuando lleguemos allá levantan el brazo así para indicar paz.
El abuelo se puso recto en posición firme y alzó la
mano mirando fijo al frente, al punto rojo en la cara del
extraño azul que lo esperaba inmóvil.
-Es una señal universal que cualquiera entiende.
Los niños también levantaron el brazo.
-Pero no hay que quedarse parados. Se avanza
despacio, sin temor, con el brazo siempre arriba.
El abuelo caminó, acompasado, rígido, como el
abanderado de una marcha mientras el extraño permanecía quieto. En la calle solitaria del sector nuevo del
barrio formado por casas de madera idénticas, su
figura lucía fantástica pero no irreal, a pesar de su
blancura recortada contra las paredes pintadas con
carburo y del brillante polvo de la calle sin asfalto. El
abuelo fué y regresó. Ellos estaban maravillados y a
pesar de sus sonrisas había respeto en el silencio que
observaban. El abuelo llegó a donde ellos y muy
lentamente, bajó la mano sin hacer otro movimiento
con los pies, ni con el brazo rígido que mantenía a lo
largo del cuerpo, ni con la cabeza, sin el más mínimo
parpadeo sospechoso.
-Paz -dijo.
128
VEINTICINCO CUENTOS BARRANQUILLEROS
-Bienvenido a la tierra -dijo.
-¿Entiende usted mi idioma?
El abuelo miró atentamente esa rara pelusa dorada
de las antenas procurando no revelar orgullo ni tampoco miedo, porque a pesar de todo tenía miedo. Pero
éste se desvaneció cuando el extraño bajó la cabeza
afirmativamente y dijo, en español, claramente, sin
acento:
-Sí, entiendo, paz también a ti.
El abuelo permaneció quieto, emocionado, sin saber qué hacer ni qué decir en tan histórico momento.
Pensó que lo mejor era romper el protocolo inicial,
pero los músculos se pusieron rígidos, y el abuelo
sintió que no podía moverse. Entonces ensayó una
sonrisa amable, franca, clara, que revelara su alegría,
pero la sonrisa no salió. El extraño estaba quieto,
esperando algo, mientras los minutos pasaban a través
de la piel. El abuelo lo sentía y pensaba lo que quería
decir en un apretado desorden de palabras y frases
inconclusas, el abuelo quería brincar de júbilo, deseaba
marcar la pauta del momento, pero no podía. Finalmente, haciendo un gran esfuerzo, tendió la mano
inútilmente y tembló.
-¿Para eso no más venimos? -preguntó el niño
desnudo.
El abuelo se sobresaltó. Se puso rojo y sintió vergüenza.
-Ustedes han venido porque también significan
paz -dijo, y caminó agitado hasta el sardinel más
próximo.
-Aunque ellos son inteligentes, les puede parecer
un arma -dijo moviendo el bastón, que colocó cuida-
RamónI/lán Bacca 129
dosamente recostado a la pared, junto a la reja de
madera de una ventana grande de la casa.
-Ahora vamos y no olviden lo que he dicho.
Cuando llegaron a la esquina y entraron en el parque, lo encontraron silencioso y desolado como todo el
barrio, sin ninguna señal reconocible del extraño en el
suelo, ni en las paredes de la casa,ni en las cercasde los
patios, el almendro o el cielo. Tampoco había sonidos
diferentes. El abuelo miró y escuchó atento. Y sin
desanimarse, caminó hacia el centro, pero se detuvo
cuando vio una figura deslizarse por una de las calles
laterales.
-Parece que ahí va -dijo. Su voz fue extraña, del
mismo tono de la de los detectives y capitanes de barco
en las películas. y su gesto igual.
Asustados,
los dos niños se erizaron
e
instintivamente se acercaron agarrándose el uno al
otro para sentirse protegidos, pero se aliviaron cuando
el abuelo dijo «no se asusten todavía, que aún no estoy
seguro» y caminó hacia allá. Entonces se detuvo,
señaló ampliamente el horizonte y miró al extraño de
tez metálica plateada, ahora sí nítido, ahora sí brillante,
definitivo bajo la blanca luz del sol.
-Ésta la Tierra, la Tierra ser redonda, cinco continentes y componerse de agua y tierra, ¿entiende? agua
y tierra, de ahí ser su nombre.
El extraño agitó los cascabelesde las orejas indicando que entendía y el abuelo continuó alegre.
-Nosotros estar en América, América ser continente descubierto por Colón, ¿entiende?, doce de octubre hace muchos años, ¿entiende?
El abuelo se sentía feliz. Recordaba sus tiempos de
130
VEINTICINCO CUENTOS BARRANQUILLEROS
maestro y a medida que explicaba sentía nostalgia por
las aulas, el ruido de los niños, las campanadas de la
escuela, y por un momento maldijo su inútil condición
de jubilado. El abuelo fijó sus ojos en la luna opaca pero
clara a pesar del día, pensó en Copérnico, matemáticas,
Julio Verne, el Génesis, los árabes,la palabra alquimia,
pensó en G. M. Bruño, el Mago de Oz y la torre de
Babel, y finalmente pensó en Dios, en su grandeza
como creador de tanto asombro inacabable, infinito,
inmenso. El extraño de cabellos de cobre entró en su
nave y el abuelo se estremeció de miedo, como una
cuerda. Comenzó a sudar. Secó su frente con el borde
de la manga de su chaqueta blanca, vio el parque vacío,
volvió a sobresaltarse y volteó emocionado buscando
a los niños.
-¿Cómo me dijeron que es?-preguntó.
-¿Quién? -respondió el niño desnudo.
-El marciano, tonto -gritó el abuelo.
-Tiene barba -dijo el negro.
-Sí, barba, barba negra, ya sé que dos piernas, ¿qué
más? -dijo el abuelo y, deteniéndose debajo del almendro, se llevó la mano a la nariz como si de repente
le hubiera llegado una idea no considerada y se quedó
quieto, en silencio. El abuelo miró el suelo y miró el
cielo con movimientos lentos como de rama seca,
movió la mano por su cara secándoseel sudor, restregando contra su frente la palma de la mano. El abuelo
mordió los labios, «no, no puede ser», giró los ojos
nervioso y no porque buscara un punto determinado
en qué posarlos, agarró su oreja ahora, «no, unmarciano
con dos piernas nada más es imposible», y entonces,
furioso, cojeando como lo había hecho siempre desde
.
Ramón IlIán Bacca 131
hacia treinta años y con voz fuerte pero terriblemente
anciana, se abalanzó sobre ellos moviendo la mano
vacíacomosi tuviera una espadaamenazantegritando
una y otra vez airado:
-Pendejos, me han tomado el pelo.
132
VEINTICINCO CUENTOS BARRANQUILLEROS
Retrato de una señora rubia
durante el sitio de Toledo
ALBERTODUQUE LÓPEZ*
Aunque vengasmañana,en tu ausenciade hOy,perdíalgún reino.
Jaime Sabines
«Hace calor. Siemprehace calor en julio.
A través de las cortinas y las ventanasabiertasdel
hotel, siento los ruidos de las callesde Madrid.
Son ruidos familiares, como viejas postales que
repaso en la oscuridad.
Tengo los pies hinchados.Me duelen.
Me quedo tumbada en la cama,tratando de adivi~
.Barranquilla, 1943. Escritor y crítico de cine. Ha publicado las
novelas Mateoelflautista (premio Esso 1968),Mi revólveresmáslargo
que el tuyo, El pezen el espejo,Alejandra y Muriel, mi amor.Otros libros
son Barranquilla, Por nuestros niños y Colombia, país de flores. Ha
colaborado con los principales periódicos, revistas y noticieros de
radio y televisión en Colombia, y ha desarrollado su labor docente en
universidades nacionales y de los EstadosUnidos.. Además, escribió
y dirigió los cortometrajes Paloma(ganador de una medalla en el festival de Moscú, un premio de Colcultura y la India Catalina en
Cartagena), Sebastiány Cenizas.Retratode una señorarubia durante el
sitio de Toledofue tomado del libro 60ConcursodecuentoCarlosCastro
Saavedra(Medellín, Fondo de Publicaciones Transempaques,1995).
En este certamen obtuvo el segundo premio.
133
nar la hora sin tener que consultarel reloj eléctricode
la mesita.
Hace calor. Alguna vez, no sé cuándo, caminé por
estascallesde la mano del abuelo.
Caminábamosdespacio,con su barba blanca, sus
ojosazules,su chalecoa cuadrosescoceses,
suszapatos
de alpinista y esasmanosgrandes, manosde leñador
que enloquecíana las mujerescuando las abría.
El abuelo. Ya no estoysegurasi 10conocí.
No estoysegurasi los recuerdosque tengo de esos
sábadosinterminables con el agua a la cintura, mientras pescábamosen un río de corriente muy helada, o
en una playa tibia, sentadosen un muelle, seanreales.
No estoy segura si de tanto hablar del abuelo, he
acabado por confundir los sueños,los recuerdos, la
imaginación, los deseosy la realidad.
Cierro los ojos y siento su olor a sudor, fuerte,
contagioso,como cuando me alzaba y me sentabaen
sus piernas, y jugaba con mis bucles dorados.
El recuerdode tu olor estan fuerte que abro los ojos
en la oscuridad, y tiemblo mientras separo con las
manos,la fraganciade la lavanda que te untabasen el
cuerpo, del olor a sudor que te quedaba despuésde
varias horas en la playa.
Como si fueran las dos mitades de un melón o una
sandía,separo su aliento mezclado con ron y tabaco,
del olor de animal salvajeque siemprellevabapegado
a las costurasde la ropa.
Me quedo con los ojos abiertos,buscándoteen la
penumbra de la habitación y miro el reloj eléctrico
sobre la mesita de noche.
Me fijo en la fecha.»
134 VEINTICINCOCUENTOS
BARRANQUILLEROS
(El abuelo siente la tibieza de la piel sobre el suelo.
Avanza a tientas, tratando de no hacer ruido.
El sudor le baja por la espalda.
El sudor provocado por el calor del verano y también por el miedo.
La noche anterior, mientras partía con los dientes
los huesos de un conejo guisado, pensó en el temor del
animalito perdido en medio del bosque y lo entendió,
y sintió miedo, y supo que a la mañana siguiente,
cuando bajara a la primera planta, se sentiría igual.)
«Me fijo en la fecha.
Julio 2 de 1995.
Otro 2 de julio, 34 años atrás, en otra madrugada, el
abuelo despertó en su casa de Ketchum, un pequeño
pueblo en Idaho.
Tanteó en la oscuridad, fué hasta la planta baja,
abrió la boca y sedisparó una vez, con un rifle de matar
tigres.
A veces me gusta repasar los periódicos de esa
semana.
Me gusta mirar los rostros de centenares de personas, y otros escritores que estaban ahí, en el cementerio, junto a la abuela Mary y mis padres, mis tíos, mis
primos, con los ojos llorosos.
El ataúd estaba cerrado porque tenías la cabeza
destrozada, y la abuela no quiso que nadie viera el
desastre en que quedaste convertido.
Hoyes 2 de julio, hace calor y tengo que levantarme
Ramón Illán Bacca 135
porque quiero ir hasta Toledo.
¿Recuerdas que muchos años atrás, caminando por
estas mismas calles, me dijiste que nadie podía irse de
España, sin visitar Toledo?
Recuerdo que tenía hambre, quería comerme uno
churros con café, pero te empecinaste en que fuéramos
hasta la Puerta del Sol, en busca de una paella perfecta.
Recuerdas, hablaste de Toledo y la batalla del Alcázar, y me contaste el sitio que duró tres meses, y te
pregunté si habías estado ahí, y me dijiste que no, que
estabas en otro sitio de España, pero en la voz adiviné
que siempre lamentaste habértelo perdido.
Mientras, ibas masticando las cabezas y las colas de
los camarones y los langostinos, y escupías suavemente, para que nadie te viera, en la palma de la mano.
Después te quitabas el olor a mujer con una rodaja
de limón.
Movías la cabeza, como cuando en los pastizales
africanos se escapaba una fiera, o uno de tus gallos
perdía, o uno de tus amigos toreros era ensartados por
detrás.
Movías la cabeza,ves, no sési fue así,no sési lo estoy
inventando, no sési los recuerdos han podido salvarse,
o sólo estoy aquí, tumbada en la cama de un hotel,
junto al Paseode la Castellana, con ganas de levantarme y bajar y subirme a un autobús, rumbo a Toledo.»
(El abuelo mira por la ventana.
Mira los caballos que no se mueven, como si estuvieran bajo el ojo de un tigre. Siente el viento que viene
136 VEINTICINCOCUENTOSBARRANQUILLEROS
de las montañascercanas.Alcanza a sentir la rugosidad de la boca del pozo que tiene agua muy fría. El
abuelosesientesolo.Acaricia el rifle, como si fuera un
animal impaciente por atacar,por matar.)
***
«Cuandobajo al comedordel hotel, estávacíotodavía.
Dos camarerosse sorprendenal verme tan temprano. Me preguntanhaciadónde voy y lesdigo. Entonces
me hablan de los autobusesque salencadahora y me
dicen dónde debo tomarlos.
Estoycansada.Más quecansada,adolorida,comosi
sehubiera reabiertouna antigua herida, o comosi una
cicatriz, serenovara de repente.
No tengo mucha hambre, pero como no alcancéa
cenar anoche,le pido al mesero un jugo de naranja,
unos huevos revueltos con jamón, café con leche y
panecillos.
¿Recuerdas,
recuerdo,el saborde la carneripiada y
mezclada con huevos, el arroz de fríjoles de cabecita
negra, y los plátanosmaduros,fritosque comimosuna
noche en La Habana?
Yo había estado jugando con tus gatos en Finca
Vigía, bajaste de la torre pintada de blanco, donde
escribíasde pie durante variashoras,untado en sudor
y tabaco y ron, y me hiciste una pregunta curiosa:
¿Sabeslo que sonmoros y cristianos?
No supe qué respondery los muchachosque estaban cortandola hierba conuno machetes,seecharona
reír, divertidos.
Entoncesel abuelome dijo, me dijiste, cámbiateque
Ramón Illán Bacca 137
vamos a cenar como personas decentes que están
hambrientas.Me cambié.
Parto uno de los panes,le unto mantequilla con un
cuchillo pequeño de plata, me 10llevo a la boca, y
siento el sabor de la carne ripiada con el huevo, un
sabor fuerte porque está preparada con un guiso de
tomates,cebollas,perejiles,pan rallado y ajos.
Cierros los ojos y te escucho,hablándome de la
comida cubana, hablándome de unos tamales que
preparan en Santiago, y unos dulces que hacen en
Matanzas, me hablas con ganas, como haces todo,
como escribestus cuentos sobre el escritor que está
acostadoconuna pierna gangrenada y sabequeallá en
la altura, en medio de la nieve, estáel leopardo.
Gregory la hizo, me dices.
Te pregunto: ¿Gregory?
Me respondes: Gregory Peck con Ava Gardner y
SusanHayward.
Te digo: Ya recuerdo.
Cierro los ojos y el camarero se lleva el plato con
unas cuantashilachasde carnerezagadasen medio de
un poco de arroz.»
(El abuelo siempre manchada la alfombra con sus
zapatonesde cazador.
Por eso mi madre 10detestaba.
El abuelo: ahorarecuerdaque debe evitar la sangre
sobrela piel extendida en el suelo,sigue mirando por
la ventana y de repentegira la cabezahaciala penumbra, como si oyera un roce de patas diminutas en
138
VEINTICINCO CUENTOS BARRANQUILLEROS
medio del pastizal. Se queda quieto y descubre el
leopardo pequeño que se arrastra en la maleza. El
abuelo sonríeporque la jornada ha comenzadobien.)
***
«Siempreme decía,siempre me hacía una promesa:
cuando 10vea, le preguntaré qué se siente cuando se
mata algo, cuando se dispara contra alguien que se
mueve, pero seme olvidaba.
Me hablabasde tantas cosas,me contabastantas
historias.Como soymayor queMariel y Margaux y los
demásprimos, entoncesera una de tus favoritas. Creo
que era tu preferida.
Cuandonosveamosdenuevo,recuérdamepreguntarte dónde quedó el rifle para matartigres, si acaso10
vendieron o estáen un museo.»
***
(El abuelo pasala mano por el metal del rifle.
Trata de recordarcuál fue el último animal cazado
conestabelleza,mira hacialasparedesperoen Ketchum
no tiene tantascabezascomo en FincaVigía.
Recuerdaotra madrugada: Ava desnuda y echada
sobrelas sábanasmanchadasde semen,sangre,orina
y defecaciones,llorando, amenazandocon matarsesi
el abuelo no le juraba que era fiel, que le erasfiel.
Recuerdael hermoso pelo negro de la mujer, sus
ojos azules,sus senoshermosossu pubis escasoy el
olor de hembra en celo que brotaba de la seda y el
nylon.
Ramón Illán Bacca 139
Mientras colocalos dos cartuchos,el abuelo siente
tristeza porque ahora ya no puede repetir, ni siquiera
evocar la erección de esa otra madrugada, cuando
miró a la mujer, húmeda de llanto y celos y deseos,se
acercóa la cama,le dio una bofetada,la hizo ponerse
boca abajo y la penetró, como varios añosatrás había
penetrado a Lola Flores.)
***
«El autobús estárefrigerado.
Va lleno de turistas, como yo. Repleto de mujeres
rubias y gordas, como yo.
Soy rubia, como la abuela Mary. Dicen que nos
parecemosmucho. Quizás por esome amabastanto,
abuelo.
Por eso, y porque hablábamosmucho de los toros,
los toreros, la sangre, los trajes de luces, las velas
encendidasa la Virgen, porque alguna vezme llevaste
a una corrida y mis padres se molestaroncontigo.
Recuerdo,recuerdas,tu risa cuando mi padre, tu
hijo, te dijo que una plaza de toros no era el sitio
adecuadopara una señorita decente.
Lo miraste sonriente, desafiante,pensando en el
.terror que sentícuandodescubrí,colgando,sudorosas
y brillantes, las enormesbolas del toro, cuandointenté
descubrir el miembro que despuésseasomó,sucio de
arena, y cuando me dijiste que ojalá esa noche no
tuviera fantasíascon el animal.
Las tuve, por supuesto, abierta de piernas en la
cama fui penetrada, una y otra vez, por un animal
incansabley oloroso a estiércol.
140
VEINTICINCO CUENTOS BARRANQUILLEROS
Sonrío y una mujer que está sentadaen la fila de
adelante,piensa que estoy haciéndole algún gesto y
me dice: Ya vamos allegar.
Le digo: Gracias.
Me pregunta: ¿Yaconocesel Alcázar?
Le digo: Por fotos y por libros.
Me dice: Esuna historia terrible, imagínesetoda esa
pobre gente,sitiada,sin poder comerni beberagua,sin
electricidad, sin municiones,resistiendoel ataque de
los rojos.
Rojos: alguna vez me explicaste por qué habías
peleado en la guerra civil española,por qué habías
disparado, por qué habías estado con las Brigadas
Internacionalesy otros escritores,por qué habíasestado en las trincheras, aguantando hambre mientras
enviabas tus artículos a los periódicos de Estados
Unidos y Canadá.
Creo que en esemomento no le entendí, como no
puede entendermi obsesiónconlos genitalesdel toro
y el bulto que sele formaba al torero entre las piernas,
y miraba la corrida, pero en verdad anhelabael momento sublime en que, milagrosamente, el cuerpo
rozarala tela,abrierauna herida ybrotara el gajosuave
y tierno que yo quería recibir en mis manos.
La mujer me hace otra pregunta que no alcanzoa
escuchar, porque, en ese momento, cuando Ava
Gardneryyonos alistamosa serpenetradas,el guía del
autobús dice conorgullo: Esamole que ven allá, esel
Alcázar.»
"""
Ramón IIlán Bacca 141
(El abuelo se sientecansado.
Tan cansadoque preferiría que alguien llegara en
esemomento a la casa,y 10ayudaraa dispararseel rifle
para tigres. Lo liberara.
Bastacon apretarel gatillo. Bastacon sentir el frío y
el sabormetálico contra la lengua,los dientes,el paladar, las encíasy el alma.
El ancianosonríe,no deberíasonreírporque eneste
momento, cuando el cazadorsealista a disparar sobre
su presa,debe seguir muy serio,pero no puede evitar10.
Recuerdauna entrevista que le hizo un periodista
alemán, mucho años atrás, antesdel Nobel, antes de
sus libros convertidos en películas.
El periodista le preguntó: ¿Parausted qué es la
muerte?
El abuelosonríemientrasrecuerdala respuestaque
le dio en esemomento, porque nunca más volvería a
repetirla.
El abuelo le respondió: La muerte esuna puta más.
Entoncesmira por última vez los caballos,lospatos,
las gallinas, los conejos,los unicomios y otras bestias
que están despertándoseporque 10sintieron cerca, y
toma el rifle para tigres, con la mano derecha.)
***
«Me muero por conocerel Alcázar, pero tengo miedo.
Recuerdolas historias que me contaste,sobrehombres y mujeresdevorándoselos unos a los otros.
La historia de los franquistassitiados por el ejército
republicano durante noventa días.
142
VEINTICINCO CUENTOS BARRANQUILLEROS
Tambiénfue enjulio, casisesentaañosatrás.
Tengomiedo. A pesardel aire refrigerado del autobús, siento un sudor que me recorre el cuerpo.
Piensoen la muerte.
Piensoen el olor de la muerte que tantas veceshe
sentido. Algunas vecesalIado tuyo, cuando cazábamos en Kenya o pescábamosenla corriente del Golfo.
Es un olor que no puede olvidarse.
Pienso en Robert Jordan y Pilar hablando de la
muerte, y cómo ella le dice al otro que,cuando estéen
Toledo, aquí, busque el olor en esepuente que se ve
allá, en la madrugada,cuando todavía estáoscuro.
La mujer le ~ice que se quede parado allí, en el
empedrado,mientrasla neblina subadel Manzanares,
y esperea las ancianasque van antesdel alba, a beber
la sangre de las reses sacrificadas en la matadero
cercano.
Le dice yeso es 10que me asusta,porque cercaal
autobús, pasanvarias ancianasvestidasde negro.
Le dice quecuandouna de ellassalgadel matadero,
envueltaen suchal, conrostro gris, conojoshundidos,
conlos bigotes de la vejezsobre subarbilla surgiendo
de su rostro blanco de cera,como los brotes surgende
los frijoles germinados,pálidos brotesde la muerte de
su cara, entonces,Robert debe abrazarla y apretarla
contra sí y besarlaen la boca, y sentirá, y descubriráel
olor de la muerte.
Recuerdas,abuelo,que muchasveceshablamosde
la muerte.
Te dije que la palabra Muerte me fascinaba,me
gustaba.
Entonceshicimos una lista conlas palabrasfavori-
Ramón Illán Bacca 143
tas de cadauno, y recuerdoque entre las míasestaban:
susurros,
senos,
lluvia,
ángel,
pubis,
alba,
tigre,
gato,
soledad.
No recuerdo tus palabras favoritas. Papa; no las
recuerdo.
Te gustabaque te dijera Papa,me decíasque a veces
A va o cualquiera de tus amigas,cuando seaproximaban al orgasmo, repetíanPapacentenaresde ve(:~s.
Te pregunté: ¿Cómosontus orgasmos?
Me dijiste: Como cuando estoy en la llanura y
descubroque un leónestámirándome,entoncessiento
un corrientazo en las ingles, y aprieto el gatillo, y el
animal da un salto enel aire, y cae.Entonces,me siento
triste y también vacío, porque el animal que era tan
hermosoyalno respira, y la hembra que estabajadean.,
do, ahora parecemuerta.
Despuésde tantos añosesperando,por fin estoyen
Toledo yno quiero bajarme del autobús.Tengomiedo.
Piensoque en cualquiermomento,los republicanos
van a atacarcon aviones y sus tanques.
Quieren que los franquistasse rindan.»
***
(El abuelosienteel sabordel cañóndel rifle para tigres.
144
VEINTICINCO CUENTOS BARRANQUILLEROS
Siente la dureza. Siente frío. Recuerda lo que le dijo
hace pocos días a unos de sus mejores amigos de
apellido Hotchner: «¿Qué es lo que le importa a un
hombre? ¿Mantenerse en buena salud. Trabajar bien.
Comer y beber con sus amigos. Gozar en la cama...?No
tengo nada de eso.¿Comprendes, maldita sea?...Nada
de eso...»)
«Recorremos varias calles de Toledo.
Hace calor. Siempre hace calor para esta época.
Tengo la ropa empapada de un sudor frío, incómodo.
Me siento mareada, pero como dejamos el Alcázar
para visitarlo de último, quiero aprovechar este reco-
rrido.
La voz del guía me llega tamizada, como a través de
una gasa que me rodeara y con sus palabras
entrecortadas, descubro que pasamos junto al hospital
de Tavera, la Sinagoga del Tránsito, la Catedral, el
hospital de Santa Cruz, la casa y museo del Greco, y la
iglesia de Santo Tomé. Decido entrar.
Ahí está, terrible, angustioso, El entierro del condede
Orgaz.
Mientras los demás salen de la iglesia, me quedo en
una de las bancas, me siento, trato de entender la
explicación que le hacen a otro grupo.
Tengo miedo. Descubro que las rodillas me tiemblan. Me paso la mano por la frente y la siento ardiendo.
Me levanto para no desmayarme.
Es entonces cuando todos levantamos las cabezas
Ramón I/lán Bacca 145
sorprendidos: a lo lejos, muy a lo lejos, se acercaban
varios aviones.»
***
El abuelo sonríe de nuevo.
Somíe porque recuerda al rey entregándole el diploma y la medalla del premio Nobel.
Recuerda el primer trabajo que vendió para un
periódico deportivo de Toronto.
Recuerda su entrada a París, a bordo de un tanque
del general Patton, rumbo a la suite que mantenía en el
hotel Ritz.
Recuerda el nacimiento de cada uno de sus hijos.
Recuerda la primera noche con cada una de sus esposas, y la primera copulación con cada una de sus
amantes.
Recuerda los daiquiris enel bar Florida, y los mojitos
,'; en La Bodeguita del Medio, y los tiburones cazados
junto a las playas de Cojímar.
Recuerda la única tarde que pasó pescando con
Fidel Castro.
Recuerda el verano sangriento compartido con
Antonio Ordóñez y Luis Miguel Dominguín. Recuerda los puentes volados y los campesinos fusilados y las
mujeres agonizando con sus trajes negros.
Recuerda la pelea de Santiago con el pez enorme, y
con los tiburones que se comieron su pez enorme.
El abuelo recuerda y sonríe de nuevo.
Mientras aprieta el gatillo, siente la quemazón que
le entra por la' boca.
El abuelo siente que sele murió el olvido de repente.)
146
VEINTICINCO CUENTOS BARRANQUILLEROS
"""
«Cuandosuboa la explanadaque da accesoal Alcázar,
el cielo estámuy azul y el río estátranquilo y los ruidos
de la ciudad llegan suavemente.
Uno de los guardias que está junto a la enorme
banderaespañola,sonríecortésmente,y decidotomarle una foto.
Quiero tomar una foto antesque comienceel ataque.
Buscoque el sol me quede a la espalda,enfoco sin
afán: aparecenen cuadroel guardia,parte de la bandera y la fachada ci.elcastillo.
A través del lente observo el rostro del guardia,
joven, conbigotes negros.
Descubroque la sonrisaseva trocando en un gesto,
primero de sorpresa,luego de inquietud y enseguida
de miedo.
Ambos sentimosel ruido inconfundible de los aviones.
l.l.!
1:s
Z
t-:iJ
O
O
g
m
ffi
>
Z
~
A
pesar
del
temblor
de
las
manos,
alcanzo
a tomarle
una foto y sientoque los avionescomienzana disparar
contra el Alcázar.
Lasbalas rebotancontra el empedrado.
Buscoal guardia y lo encuentroen el suelo, con el
rostro ensangrentado.
Los aviones pasanpor encimadel Alcázar, arrojan
susbombas y disparan, siguende largo, reordenansu
información y vuelven a atacar.
Desdelasalmenasy el techodel Alcázar, responden
al fuego.
No puedo moverme.Buscoel autobúsque me trajo
Ramón Illán Bacca 147
de Madrid y lo veo envuelto en llamas. Miro hacia el
resto de Toledo y descubroque por las estrechascallecitas, subencolumnas de milicianos republicanos.
Desde el interior del Alcázar me hacenseñas,me
gritan, me dicenque me pongaa salvo,que corrahacia
una de laspequeñaspuertasque mantienenabierta,en
medio del humo y el incendio,para queyo pueda pasar
y salvarme.
Piensoen el abuelo que hace 34añossedestrozóla
cabezacon un rifle para tigres.
Pienso en la batalla que apenasestá comenzando
aquí en el Alcázar, piensoen ti, Papa,enlo mucho que
hubieras querido estaraquí, y entonces,corro haciala
puerta, corro mientras todos gritan que me dé prisa,
que ahí vienen los aviones,que los rojos estándisparando de nuevo, que ya me miran, que me están
apuntando, que están disparando contra esta turista
rubia, nieta de escritor, asustada,indefensa,enloquecida ante la posibilidad de excitarsede nuevo ante las
bolas de un toro.»
148
VEINTICINCO CUENTOS BARRANQUILLEROS
La Sala del Niño Jesús
MARVEL MORENO'"
Aquella era la primera mentira que había dicho en su
vida, pensó la Hermana Elisa cerrando tras de sí la
puerta dela Clausura.Enfin, estabahecho.La Superiora seocuparíade otra cosay la pobrenovicia teníatoda
la nochepara arrepentirse:lloraría, invocaría a la Virgen jurando que nunca más se dejaría llevar por la
tentación. En vano se preguntaría qué había pasado.
Esascosasseentendíanmejorcuandouna empezabaa
..Barranquilla, 1939 -París, 1995. Escritora. Hizo estudios de
economía que no concluyó. Fue reina del carnaval de Barranquilla en
1959.Sus primeros relatos los publicó en revistas de Bogotá y de la
localidad, antesde radicarsedefinitivamente en el extranjero. Publicó
Algo tanfeo en la vida de una señorabien (cuentos, Bogotá, La Pluma,
1981),En diciembrellegabanlasbrisas(novela, Barcelona,Plaza y Janés,
1987),con estaobra ganó en Italia el premio Grinzane Cavour en 1989,
y El encuentroy otrosrelatos(cuentos, Bogotá, El Áncora, 1992).Dejó
inédita la novela El tiempode lasamazonasy otro libro de cuentos sin
título. Su cuento Oriane,tía Orianesirvió de basepara el film Oriana
de la directora venezolanaFina Torres,premiado internacionalmente.
La saladel niñoJesúsiuetomado de Obraen marcha2 (Bogotá,Instituto
Colombiano de Cultura, 1976).
149
olvidarse de sí misma, a aceptarse sin grandes frases ni
aspavientos: pero a su edad Dios nos miraba a cada
instante y a cada instante un demonio acechaba la
ocasión para perdemos. Si lo sabría ella. También
había tenido veinte años. Y había sido linda. Podía
imaginarse a la novicia Beatriz pensando con languidez en el sacrificio: el suyo, el de los otros apenas si lo
vería.
De todos modos le había molestado mentir. O no
tanto mentir como notar aquel relámpago de ira en los
ojos azules de la Superiora cuando su afirmación puso
a salvo a la novicia que estaba a punto de venirse al
suelo.
-¿Está segura, Hermana Elisa? -le había pregun-
tado.
y ella había respondido imperturbable:
-Le repito que fui yo la que recibió el paquete: tuvo
que ser un error de la vendedora.
Los ojos de la Superiora la habían seguido airadamente mientras recogía la prenda diciendo que se
encargaría de botarla. Cuando volvió a encontrarlos
comprendió que nada más tenía qué añadir. No porque la Superiora la hubiera creído o entendiera su
gesto. Simplemente lo había aceptado. Como venía
aceptando sus decisiones desde hacía tiempo, con esa
soberbia desidia que poco a poco la había ganado.
¿Qué más podía hacer? Treinta años tenía de haber
llegado de Medellín y de repente había empezado a
agobiarla el calor: siesta de dos horas todas las tardes
y una tanda de reumatismo en cada octubre: los médicos le hablaban ya con un aire sonriente y prevenido.
Moriría pronto, para siempre extraña a la gente que se
150
VEINTICINCO CUENTOS BARRANQUILLEROS
había movido a su alrededor, los dientes apretados por
la existencia de la ciudad, una ciudad que sólo con
usted se entiende, le había dicho un día.
La Hermana. Elisa se detuvo al salir al corredor y
percibir un fuerte olor a mercuriocromo. Otra vez la
puerta de la botica abierta, nada se le podía confiar a la
Hermana Julia, qué desastre. Buscó elcandado donde
solían ponerlo, sobre el marco de la puerta. Al no
encontrarlo se alzó de hombros y reanudó su camino
pensando a su pesar que debía advertir a alguien. ¿A
quién? A cualquiera que no le fuera con el cuento a la
Superiora, sería servirle en bandeja la oportunidad de
volver a fastidiar a la Hermana Julia, de regresar a su
idea de la casa de salud. Qué falta de comprensión,
Señor, qué necedad. Problemas con la una porque
tenía veinte años, con la otra porque tenía cincuenta. A
ese paso y en el hospital no quedarían sino los niños
enfermos.
Rápida, imprecisa, una imagen cruzó su mente: la
de una Hermana desprendiendo con suavidad los
vendajes de un niño quemado del cuello a los pies. Los
labios de la Hermana se movían como si contara una
historia y de pronto el niño dejó de llorar para sonreírle. Ella estaba recién entrada al convento y la escenala
conmovió. Entonces la Superiora parecía diferente.
Era, la recordaba, una religiosa de ojos diáfanos que
soportaba la fatiga con indiferencia; horas y horas en
Urgencia, en Cirugía, de aquí para allá, el tintinear de
su rosario se oía por todas partes. Un muro de cortesía
para los demás, se le había acercado, pensaba ahora,
por complicidad de clase. Le había enseñado cuanto
sabía, ayudar a vivir y a morir sin preguntarse nada,
Ramón IllánBacca 151
sin preguntarle nada a nadie. ¿Decuándo acá el desgano, la indiferencia? Del cansancio, tal vez, de la falta de
fe en lo que hacía. Aunque intransigente se había
mostrado siempre, reconoció. ¿Cómo podía afirmar
que una religiosa debía ver lo menos posible a su
madre porque se trataba de una mujer casada? Qué
tontería. Pero así era. Después de cada cena seponía en
pie, y a la lectura de textos prehistóricos añadía reflexiones de su propia cosecha. Lo venía haciendo
desde que la habían nombrado superiora, a la muerte
de aquella gordita bondadosa, pero completamente
ineficaz, que tenía una verruga en la barbilla y no había
puesto en su vida una inyección. Sólo entonces había
revelado su obsesión por la virtud, porque de obsesión
se trataba, no había otro nombre que darle. Yeso la
había ido dominando, poseyendo hasta que dejó de
ver la realidad de los otros, el dolor de los otros, y el
bien se redujo en su mente a la ausencia de todo lo que
de lejos o de cerca recordara el deseo. Sí, así había sido,
el nombramiento le había despertado el temor. ¿Temor
de qué?, se preguntó la Hermana Elisa con un súbito
interés que la dejo inmóvil frente al largo corredor
apenas iluminado por dos bombillos burbujeantes de
mosquitos. Intuyendo la respuesta sonrió. Nunca lo
había pensado, no de la Superiora en todo caso. Por el
azul de sus ojos, reflexionó, por su figura escueta y
larga como un cadillo. Pero, ¿qué otra cosa podía
suscitar aquel recelo de gallina clueca alrededor de las
novicias? También la Superiora tenía sus recuerdos,
había conocido también la ansiedad. Por eso apenas las
vio entrar en el hospital había fijado las pupilas en la
bolsa que la novicia Beatriz sostenía, empuñaba, mejor
152
VEINTICINCO CUENTOS BARRANQUILLEROS
dicho: losnudillos blancos,una contracciónenla mano,
algo la había delatado. Algo que por leve que fuera
había dado a la Superiorala señalde alerta.
-¿Qué trae en esesaco,Hermana Beatriz?
Ella había sentido en su cuerpo el sobresaltode la
novicia. Lo había sentido ya antes,cuando la novicia
hizo aquel disparate, y todo el tiempo que duraron
atravesandoel almacénhasta encontrar la salida. Le
ocurría a veces llegar a sentir el miedo ajeno en su
propio cuerpo,el miedo o la angustia,como si pudiera
meterseenla piel de los otros y mirar consusojos.Pero
era una impresión máspróxima a la solidaridad que a
la compasión.Lu.egotodo pasabay sequedabacomo
ahora conlas manosvacías,incapazde hacerel menor
gesto,de subir a la celda de la novicia y decirle, ¿qué?
Nada tenía que decirle. Ni hablando mil añospodría
explicarle lo que sabía,que debíaperdersea sí misma
para encontrara los otros, que había escogidoesavía
y entoda elecciónhabíauna renuncia,enfin de cuentas
nada, nada sino palabras,pensóburlándose, tocando
divertida el paqueteque abultaba su manga.
Echó a andar por el corredor, los ojos fijos en las
baldosasnegrasy blancasreciénlavadasconcreolina.
Del otro lado del hospital, en la capilla que olía a
azucenasmarchitas,lasHermanasrezabanlasletanías
del atardecer.Oía el lento, interminable murmullo de
susvoces.Hubiera querido que siemprefuera así, un
solo silencio, una sola oración subiendo al cielo. Le
gustabaaquellahora enque la luz sedesvanecíacomo
el humo y la obscuridad llegaba de repente.Le había
gustado toda la vida. De niña, apenas las letras se
perdían entre las hojas del cuaderno y los primeros
Ramón Illán Bacca 153
mosquitos le atacaban las rodillas, corría a buscar a su
madre, y mientras sus hermanos peleaban y gritaban
en el patio, su madre y ella, abrazadas en la penumbra
de la terraza, veían caer la noche, las últimas ayas
cruzando el sardinel, la luz del farol que se encendía
detrás del caoba. Entonces tenía la impresión de existir
en un mundo quieto: no había más nada que el olor de
su madre, el hueco de su hombro. Ni los cinco hermanos que una hora después se disputarían alrededor de
la mesa, ni aquel padre que de todos modos regresaría,
borracho, vomitando sobre el pasillo del baño, despertando a su madre para que le oyera declamar los
discursos políticos que pasaba el radio. Qué vida, qué
duro había sido. Y su madre sin quejarse, contenta de
rescatar aquellos minutos después de haber trabajado
el día entero enseñando a niñas ricas cuando había sido
educada por una institutriz inglesa y hablaba tres
idiomas. Pero en fin, se dijo la Hermana Elisa al entrar
en la Sala del Niño Jesús,cada quien cargaba lo suyo en
esta tierra.
Allí estaba, aquel olor que pocas Hermanas podían
soportar, peor que la diarrea, pobredumbre, intestinos
de niños disolviéndose entre tules azules. No se oían,
ni fuerzas tenían para llorar. Día y noche con los ojos
abiertos pero incapaces de fijar la atención en nada,
terminando de descomponerse en aquella agua fétida
que cada diez minutos manchaba sus pañales. Decir
que habían nacido para agonizar tres, cuatro años, y
luego morir en una cuna entre sábanaslimpias. Ella no
culpaba a nadie: los años, la experiencia la habían
llevado a aceptar y callarse. A nadie, pensó recorriendo la hilera de cunas con la mirada: ni a las madres que
154
VEINTICINCO CUENTOS BARRANQUILLEROS
los dejaban morir dándoles cuando lloraban dos dedos
de agua de panela, ni a los hombres que los habían
engendrado. ¿Eran acasodueños de sus actos?Durante años había trabajado en Urgencia: la puerta se abría
a las siete, pero las colas empezaban a formarse dos
horas antes: mujeres que venían de chozas de paja y
barro, macilentas, los pechos caídos, un hijo en el
vientre y otro en el brazo, con la edad de la tierra, con
el olor de una tierra no lavada nunca por la lluvia.
Inútil hablarles: no porque no entendieran, al contrario, entendían demasiado. Sabían, sin que nadie se los
hubiera explicado, tal vez sin conocer las palabras
necesarias para, explicarlo, que cierta cosas, ciertos
sentimientos, por ejemplo, eran un lujo. Se lo había
dicho al Padre José,años atrás, recordó, arrodillada en
el confesionario, llorando, porque entonces creía que
la piedad de Dios era infinita y podía tocar cualquier
alma, ¿cómo aceptar que frente a aquel cansancio de
siglos de miseria nada contara? El Padre Joséle había
respondido que los designios de Dios eran impenetrables, sólo eso, dejándola en la duda, admitiendo en
cierta forma la contradicción encerrada en su duda. y
ella había cerrado los ojos: nunca más había intentado
convencer a aquellas infelices que mejor la abstinencia
antes que traer al mundo un niño que a ciencia y
paciencia dejarían morir: nunca más les había pedido
su dirección, ¿acasono llevaban al niño en ese estado
para que el hospital seencargara de su entierro? Entonces,sólo entonces había podido traspasar la barrera: no
más pupilas mudas ni actitud servil. Una quieta complicidad, algo así como tú nos entiendes yeso nos
basta.
Ramón IlIán Bacca 155
Silenciosamente, caminando casi en puntillas alrededor de las cunas, la Hermana Elisa había comenzado
la primera ronda de esa noche. Cada niño debía ser
lavado en una ponchera de agua tibia para desprender
las llagas de las baticas de algodón que ella misma
había cosido. Luego rociarlo de polvo, untarlo de
pomada, según los casos, y tener mucho cuidado con
los fundillitos que daban grima. Sólo Dios sabía que
hacía 10imposible por no causarles daño. La expresión
de sus ojos le indicaba cuando sufrían, a veces un leve
quejido, un brusco espasmo, pero era sobre todo en sus
ojos donde había que buscar el dolor. En el fondo nada
podía hacer por ellos: doce niños, doce niñas que cada
día iban muriendo y que siempre serían los mismos,
destinados a apagarse en sus brazos porque la Superiora 10había decidido así, ya había olvidado cuando,
el Señor te dio la fuerza, había dicho, y ella sin contradecirla, pensando que más bien se trataba de resignación. Sin embargo había sido ella la que había luchado
para que conservaran la sala dirigiéndose al Padre
José, y a sus antiguas condiscípulas, y a cuanta alma
caritativa pudo encontrar, aunque los médicos, en sus
inconsciencia, hablaran de inutilidad y desperdicio de
recursos. Increíble. Como si los recursos no sirvieran
también para que la gente muriera con dignidad. Por
los menos todos los niños que entraban a la Sala del
Niño Jesúscomían, descansaban,a veces conseguía (o
robaba, ¿qué otra solución había?) para ellos un poco
de morfina. y luego, contaba 10otro, eso que no había
querido decir mientras insistía como un porfiado hablando con el mundo entero, discutiendo, explicando.
Iban a irse, sí, pero por una vez, aunque fuera una sola
156
VEINTICINCO CUENTOS BARRANQUILLEROS
vez, alguien se ocuparía de ellos, alguien que los
tomaría en sus brazos sin aversión, sin considerarlos
un estorbo, el quinto hijo que no sealimenta porque no
hay cómo hacerlo.
Más valía, sí, no mirarlos demasiado, quererlos a
todos sin fijarse en ninguno, se había dado por regla
pensando en la Hermana Cecilia. Porque su experiencia le había servido de lección. Qué envejecida le había
parecido esatarde la Hermana Cecilia, qué perdida en
su nostalgia. Era un error confiarle el cuidado de la Sala
del Niño Jesús,se 10había dicho mil veces a la Superio,ra, pero ésta, con su manía de la eficacia se saltaba 10
que fuera. De regreso, pasando frente al Depósito la
vio, a la Hermana Cecilia, el aire ausente junto a un
niño ya amortajado. De no haber tenido a su lado a la
novicia, se habría detenido a hablarle: porque sabía
distraerla, encontrar las palabras que la hacían pensar
en Andrés sonriendo. Andrés, ¿qué edad tendría ahora? Un hombre ya, un vago más seguramente, recorriendo la plaza de San Nicolás con un rollo de lotería
en la mano, inventando cada día el modo de vivir. Bien
podía venir al hospital ahora que era mayor, visitar a
la Hermana Cecilia, quizás la había olvidado. ¿O prefería no recordarla, quién iba a saberlo? Pero a ella, la
Hermana Elisa, nadie la sacaba de sus trece: si la
Hermana Cecilia volviera a ver 10,un minuto siquiera,
se liberaría de la imagen de aquel niño moreno, que
durante cuatro años había andado detrás de ella agarrado a su hábito. Era bello Andrés, pocos niños tan
lindos había visto en su vida. Dormía en un catre de
lona a la entrada de la Clausura. ¿Ya se despertó ella?
le preguntaba todo ojos y rizos negros. Hasta en la
Ramón Illán Bacca 157
capilla debían dejarlo junto a la Hermana Cecilia, si no
formaba el bochinche, qué consentido estaba. Y pensar
que fue justamente a ella a quien le tocó dar la noticia
a la Hermana Cecilia: una mujer pregunta por Andrés.
Una mujer de pelo raído que había llegado envalentonada y a la tercera frase sederrumbó: su padre trabaja
ahora, le había dicho llorando, si sabe que el niño vive
me dará algo. ¿Qué responderle? Que Andrés quería a
la Hermana Cecilia? ¿Que gracias a sus cuidados era el
único sobreviviente de la Sala del Niño Jesús?Nada de
eso pesaba más que la arepa de un desayuno. La
Hermana Cecilia 10había entendido, mejor no sehabía
podido portar: tomó a Andrés de la mano, y de la mano
10 condujo a su madre. Le dio un dulce y mientras
Andrés se distraía quitándole el papel, desapareció
presintiendo tal vez la escena que seguiría: Andrés
ranchando,llamándola a gritos, la mujer de pelo raído
arrastrándolo, hasta que estuvo 10bastante lejos del
hospital para callarlo de un pescozón. Eso,la Hermana
Cecilia no 10había visto, pero imaginación no le faltaba. A nadie le sorprendió que cayera enferma dos días
después: que si gastritis, que si disentería y luego
úlceras y cuanta enfermedad del estómago ha inventado el cuerpo para protestar.
y su propio cuerpo, ¿dequé protestaba?, sepreguntó la Hermana Elisa al sentir de pronto un amago de
vértigo. A nadie echaba de menos, no había sido nunca
desdichada. No realmente, tendría que responder si
alguien le hiciera la pregunta. Sin nostalgia recordaba
su casa y sus hermanos, a su madre no la había perdido: venía a verla cada sábado al atardecer y sesentaban
juntas en la Sala de Espera a esa hora vacía. Cómo le
158
VEINTICINCO CUENTOS BARRANQUILLEROS
gustaba oír hablar a su madre, eres el eco del mundo,
le decía. Porque su madre sabía todo lo que pasaba en
la ciudad, y leía periódicos y compraba libros. Ahora
que estaba sola, sin marido ni hijos que la fastidiaran,
había recobrado, no sabía qué: algo que debió de
animarla en su juventud, una chispa maliciosa, una
sonrisa. Estaban de acuerdo en todo yeso era maravilloso. Maravilloso que con edades y vidas diferentes
pudieran entenderse tan bien. Aunque a veces su
madre no la comprendía, no comprendía eso que llamaba su sacrificio. Ella, la Hermana Elisa, no tenía la
impresión de sacrificarse por nadie. Curar a un niño o
acompañarlo a 11l0rir, era, en cierta forma, estar en la
corriente de la vida. Su trabajo la acercaba al corazón
del mundo, a ese sordo latido que a veces creía oír
cuando salía al aire libre de la noche y miraba el cielo
obscuro. Entonces se decía, como ahora, que algún día
las cosascambiarían, cambiarían, estaba segura. Mientras tanto -un ligero ruido la hizo acercarse a la otra
hilera de cunas- mientras tanto, sí, alguien tenía que
dar la cara a lo que andaba torcido. Y la Hermana Elisa
cerró los ojos de una niña que acababa de entregar el
alma con la expresión atónita de un miquito. Porque la
humanidad se le antojaba un inmenso animal que
evoluciona en el dolor (¿qué cuna era?), sin haber
encontrando todavía su forma definitiva (la quince),
sin haber aprendido a vivir de acuerdo consigo mismo.
A visaría al día siguiente que había dos cunas libres. La
niña quince, el niño doce, hasta sus nombres prefería
ignorar: que no le tocara nunca vivir la pesadilla de la
Hermana Cecilia. y volvió a decirse que no debían
enviar allí a la Hermana Cecilia, y se repitió que
Ramón Illán Bacca 159
hubiera debido hablarle un rato. Entonces sintió una
tristeza inexplicable.
Rápido, rápido, algo en qué pensar, nada de tonterías o regresaría la náusea, el dolor en la nuca. Al día
siguiente tendría que mantener la cabeza fría para
instrumentar en Cirugía. Todas las noches durmiendo
tres horas, a veces, en plena operación sentía calambres de cansancio. Por fortuna la novicia iba cogiendo
el ritmo, en un par de años podría reemplazarla. A ésa
la entrenaría hasta que fuera capaz de instrumentar a
ciegas, de atender la Sala, de hacer cuanto ella hacía. El
tiempo se encargaría de enseñarle el resto. Aprendería
que para cada cosa hay una época, y si no les había
tocado la mejor época, ¿aqué entonces correr detrás de
sueños, enredarse en fantasías? Nada sino la realidad
de turno, los gestos de cada noche: lavar la ponchera y
calentar más agua, poner a un lado la primera tanda de
ropa sucia. Pasado el asombro, apagada la emoción,
todo se reducía a un eterno repetir de gestos, que
fueran unos u otros, lo mismo daba. jAh!, le era fácil
verlo así ahora que la vieja inquietud dormía. Pero
cuántas madrugadas había pasado en esehospital, un
niño agónico en las piernas, concentrándose en la
oración para rechazar las imágenes que la asaltaban de
repente, de repente, sí, violentamente, como la tentación había alcanzado a la novicia aquella tarde. Todo
había ocurrido tan de prisa, ni siquiera presintiendo lo
que iba a pasar habría podido impedirlo: allí estaban
ambas entre el gentío, la novicia y ella, empujadas,
sofocadas de calor, aturdidas por la bullaranga del
altoparlante, miren, compren, como en la ciudad de
hierro, y de pronto alzó los ojos y vio aquel maniquí
160
VEINTICINCO CUENTOS BARRANQUILLEROS
semidesnudo, es de plástico, alcanzó a pensar antes de
advertir que la novicia contemplaba hipnotizada el
revoltillo de sedas. Después, claro, mejor pasar por
ciega y sorda, ya bastante pánico tenía la novicia,
Virgen María ayúdame, le había oído decir mientras
buscaban la salida. A punto había estado de aconsejarle: no es cuestión de virgen, sino de tiempo. Pero a su
turno, la novicia lo aprendería.
La Hermana Elisa terminó de estirar la sábana de
una cuna y se cercioró de que no había un sólo mosquito antes de cubrirla con el toldo de tul. Mirando su reloj
pensó que debía darse prisa si quería terminar a las
ocho. Para ese..momento no quedaría ni rastros de
pañales sucios, y la ponchera y la estufita donde calentaba el agua estarrnn guardadas en la última gaveta del
armario. Sentía un placer especial en mantener su Sala
en orden, una vieja vanidad de la que no alcanzaba a
desprenderse. De lejos venía, de la época en que era
novicia y reemplazaba a la Hermana Cecilia para que
llevara a Andrés a comer. A esa hora el doctor
Hernández pasaba por el hospital si al otro día tenía
que operar un caso difícil. Entonces entraba a la Sala a
darle instrucciones, a saludarla, decía sonriendo, y
hablaban mientras él sacaba y hundía la punta de su
bolígrafo. Porque el doctor Hernández era así: sus
manos no podían estar quietas un segundo, aquellas
manos gruesas, de vellos negros, tan ágiles en la mesa
de cirugía. Viéndolo bien, sus manos era lo único que
recordaba de él: abiertas para recibir el bisturí, impacientes al devolver una pinza, acariciando los rizos de
Andrés, encendiendo un cigarrillo. Un magnífico cirujano, un poco estrafalario para el gusto de la gente.
Ramón IIlán Bacca 161
Había partido un día, a la guerrilla, decían,cansadode
curar con cuentagotas,de que las salasse sostengan
con bingos y juego de canasta,le gustabarepetir. La
verdad era que nadie sabíadónde andaba,ni siquiera
si estabavivo o muerto. Había partido sin despedirse
de nadie, tampoco de ella, la única per~onasensataen
este moridero, decía, la única con los pies sobre la
tierra. ¿Sensataella? ¿Sensataentonces?Qué ilusión,
se dijo la Hermana Elisa, ¿perocómo iba a saberlo el
doctor Hernández? Su locura (así la llamaba en esa
época)venía por ráfagas:podía hablar conél sin sentir
nada, instrumentarle sin sentir nada. y de pronto,
advertir su pierna forrada en el pantalón blanco, sus
brazos desnudos bajo el grifo del agua, y un deseo
animal le golpeabael vientre, la dejabainerme, aterrada de sí misma. No, él nunca se había dado cuenta.
Recordabaaquellavez que conlos labiosresecosevitaba mirarlo, y él, pasándosela mano por la frente había
dicho, usted, Hermana Elisa, me hace el efecto de un
Valium. En fin, así había sido, así era. La gente la
necesitabatranquila, tranquila sehabía vuelto.
Humana, decíanlasreligiosas,humana,repetíany de un extremo de la Salasevolteó a mirar las cunas
en orden- capazde escuchara los demás(qué lindas
se veían con los tules), de comprenderlos.A ella sola
habíallamado la HermanaJulia durante sucrisis,a ella
sola quiso ver. Cuatro días pasó a su lado oyéndola
renegar del mundo entero, de su vida, de aquella
madre que se permitió un amor prohibido, hundiéndome en el fango, repetíamientras suspuños golpeaban los bordesde la camay suslágrimas,qué forma de
llorar, qué desoladaestaba.La creyeronloca,pero no
162
VEINTIGNCO
CUENTOS BARRANQUILLEROS
ella, ella nunca lo pensó: se podía tocar fondo y despuéssalir, lo sabíapor haberlovisto. Tantagentevenía
a hablarle, las mujeres del pueblo, sus amigas,hasta
sus cuñadas. Venían sobre todo cuando no podían
soportar más lo que habíancallado durante años,sin
reconocerque lo callaban.y suspalabrasseparecíana
la lluvia de agosto,un cuchicheo,una vacilación,luego
la rabia inundándolo todo. Qué sentido tenía si nada
iba a cambiar,si ninguna seatrevíaa dar el salto. Pero
había un momento en que cada quien necesitabacontarse, contarsedelante de alguien que supiera escuchar. Como ella. E inclinada sobrela sábanadentro de
la cualhabíaechadola pila de pañalessucios,mientras
enlazabalos extremos diagonalmente y los anudaba
con una energía inusitada, la Hermana Elisa se preguntó por primera vez qué representabaella para los
demás, y en su imaginaciónvio una gruta en penumbras, una cavernasin eco, algo obscuro y definitivamente silencioso,silencioso,murmuró arrastrando el
bulto de ropa hacia el corredor.
Del jardín le vino una quieta humedad y el eterno
algarabearde las chicharras.Con los brazos cruzados
sobreel pechoseparó bajo un arcobuscandoenel cielo
una luna que no encontró.Inmóvil, de repente cansada,la concienciade susoledadle fue llegandogradualmente sin despertar en ella la menor piedad. Había
aprendido a no condolersede sí misma, por miedo,
reconoció,porque erael primer pasoenfalso.Ni mirar
hacia atrás ni demasiadoafanarse:cada día traía la
repetición y el desconcierto,mejor aceptarambos con
serenidad.Dentro de un rato bajaríala novicia a encargarse de los niños, avergonzada,evitando encontrar
Ramón I/lán Bacca 163
1:::
o::
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~
O
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~
Z
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susojos.Dentro de diez años,cuandola última inquietud hubiera huido de su cuerpo, la novicia recordaría
sonriendo que una tarde había robado compulsivamente un sostén,el mismo que exhibíaun maniquí de
plástico, el mismo que esamadrugada,ella, la Hermana Elisa, sacaríade su manga para botarlo entre los
vendajes y algodonesque salierande la Saladel Niño
Jesús.Porque sólo contaba resistir, resistir al precio
que fuera. La Hermana Elisa recordó la casadonde
pasabade niña vacacionescon su madre. Recordólos
troncos que había sobre la playa: el mar subía cada
noche tronando hasta el jardín, y al día siguiente los
troncos aparecíanimpávidos, más grandes, con sus
trofeos de cabelleraverde y arenadorada.Resistiendo
al sol y al viento. Sí, nada más tenía importancia:
alguien debíareemplazarla,alguien debía quedarallí,
mientras todos los días llegaran al hospital niños con
hambre, niños muriendo.
164
VEINTICINCO CUENTOS BARRANQUILLEROS
El ocasode un viudo
RAMÓN MOLINARES SARMIENTO""
Conocí a Estelacuandoya senotaba un tanto cansada
de los cuartosde hotelespara un rato. Supongoque a
ellos había llegaQoprimero por curiosidad, en algún
momento por amor, y después,cuando ya vio rotas
muchas de sus ilusiones, en busca de alguien que la
protegiera de la soledad y el desempleo.
La primera vez que intenté llevarla por los lados de
la carretera que va al mar, en donde, saliendo de la
ciudad, seencuentranuno tras otro motelespara amoresocasionales,la muchachano lo consintió.Temblaba
y, de pronto, las manossele pusieronfrías ygelatinosas. Poco antesde esterepentino malestar,me había
dado dos o tres besos largos y apasionados en el
.Santo Tomás, Atlántico, 1943. Profesor, especializado en cultura
y literatura francesas. Estudió en la universidades Libre de Bogotá, y
Lille y Montpellier, Francia. Obras: Exiliados en Lille (novela, 1982), El
saxofón del cautivo (novela, 1988), Un hombre destinado a mentir (novela,
1993). Sus cuentos, Carne de varón tierno y Chartier fueron premiados
en el Concurso 90 años del El Espectador.Tiene una novela inédita. El
ocasode un viudo fue tomado de unos originales prestados por el autor.
165
cinema; comentó con alegría algunas escenas de la
película que había visto y comió con apetito en el
restaurantede Carlos.
Cuando salimos de allí -ella muy contenta y desprevenida- y sedio cuentade queyo no la conduciría
a su casasino por la carreteraque va al mar, pareció
trastomársele el corazón. Decepcionada,me suplicó
que regresáramos.La súplica me pareció tan débil...
tan afligida... que yo, al no encontrarresistenciaque
vencerpara dar pábulo a mi vanidad y mi machismo,
acabé por desconcertarme.Comprendí que aquella
carreterano le traía gratosrecuerdosa Estela,quesabía
de memoria todas sus curvas y que podía presentir
desdecualquier recodoesosolores depravadosde los
lechos para encuentrosfugaces,con el mismo pavor
conque los animalesventeana los lejosel olor a sangre
podrida de los mataderos.La sensación,tantas veces
experimentada,de que la llevaban para sacrificarla a
cambio de una cena,un cine, una noche de baile y, en
ocasiones,algunos pesos,la hacía sentir humillada y
ultrajada.
Tanto máscuanto que,comoen mi caso,creíahaber
calculadobien, resignándosea un modestoempleado
de bancoviudo y conhijos, que teníacasitres vecessu
edad y que suponía sin las pretensionesapresuradas
de los que la habíanpaseadoen automóvilesde lujo en
los días en que se sentía la más hermosa y no había
conocido aún las consecuenciasterribles de esosdescuidos en los actosde amorque tantosestragoscausan
en el semblantede las muchachas.
Todos sonlo mismo, «todos quieren un beso y a la
cama»,me dijo casi con lágrimas, cu~do detuve mi
166 VEINTICINCOCUENTOS
BARRANQUILLEROS
auto de segunda frente a las puertas de su casa.Era
cierto, yo creo que todos los que besaron la boca
espléndida de Estela debieron sentir la urgencia de
dilatar entodo el cuerpola fiebre que experimentaban
en los labios.
La nocheenque disfruté de susfavorespor primera
vez, supequehabíaencontradoa alguienque meharía
perder los estribos.
Estela era de cuerpo escuálido y senos escasos.
Desnuda, tendida sobre la cama, parecía un paisaje
desolado,sin relievesprotuberantes pero conmuchos
tesoros ocultos. Tesoros que desde muy adentro le
iluminaban los ojos y le encendíanla piel cuando mis
besosde viudo sediento,despuésde relamerlas zonas
desérticasde su largo cuerpo, topaban con oasis de
sombratibia yaguas sin sosiego.En aquellosoasisme
demoraba,ansiosopor ensancharen ellos los últimos
añosde luz que me quedabany atemorizado por esos
crepúsculos de la tarde que enfrían las arenas del
desierto y encogenel corazónde los hombres que se
sabencercanosa la jubilación, a la vejez y a la muerte.
A vecespiensoquela proximidad de mi jubilación, esa
manerade decirle a uno que ya no sirve para nada,los
atrevidos vestidos de Estela, su excesiva discreción
cuando me hablaba en público y el cuchicheode las
secretariascuandola veían entrar al banco,me hacían
sentir másviejo de lo que enrealidad estaba.La Estela
que seme daba confervor enla intimidad semostraba
distante en presenciade los directivos del banco; los
cajerosinexpertos y los aprendicesde contabilidad la
miraban contanta candidezqueeracasiimposible que
sospecharanla pasión que me animaba.
Ramón Illán Bacca 167
Sin embargo,no todos resultaron, a la larga, igualmente cándidos, condescendientesy comprensivos
con el «viejo verde»,como sé que me llamaban secretamente. Las frecuentesvisitas de Estela terminaron
por despertarla ira en algunasmujeres,el odio en los
colegascon familias bien establecidasy la envidia en
los jóvenes, deseososde aventura.
Uno de ellos, JoséLuis, un soltero que tenía un
defecto en la pierna izquierda y a quien yo le había
frustrado un ascensoen el banco,encontró enEstelala
mejormaneradevengarsedemí, y comenzóaasediarla
con requiebros que me parecían de una cursilería
intolerable pero que obraban con cierta eficaciaen el
corazóndúctil de la muchacha.
«Penséque era sunietecita»,don Miguel, me dijo un
lunes porJa mañana,conla seguridadpropia de quien
ya había conquistado sus favores y podía permitirse
hablar de elJacon familiaridad. Esamañanatuve deseosde romperle a golpes su frágil sonrisapero logré
contenerme,seguro de que todos los que me odiaban
gozarían con el escándalo y encontrarían en él una
buena razón para escarnecerme.Preferí soportar la
humillación ensilencio,muy a pesarde queel soberbio
muchacho continuaba de pie frente a mi escritorio y
debía observarburlonamente, mientras yo simulaba
leer un informe, los escasoscabellosque yo peinaba
cuidadosamentepara ocultar los amplios espaciosde
mi calva otoñal.
En la noche de aquel lunes, tendido en mi ancha
camade viudo, penséen los pormenoresde la jornada
de trabajo y en lo mucho que me habíarecompensado
la tarde del fatigosodía. Del habitual encuentrovespe-
168
VEINTICINCO CUENTOS BARRANQUILLEROS
ral con Estelahabía salido con la moral en alto y con
muchos deseosde vivir, de hacerlefrente a esosjóvenes que me querían empujar antes de tiempo cuesta
abajo. Casi extasiadopensé en el instante en que mi
masculinidad hizo fondo en los tesoros ocultos de
Estelay, por una vez más,le vi los ojosiluminados y le
sentí encendidala piel. Esanoche me felicité por no
haberlereprochadosuausenciaduranteel fin de semana y llegué al convencimientoíntimo de que el sábado
y el domingo enterosno le habían sido suficientes a
JoséLuis para apaciguarconsusbesosde lechetierna
mis resuellos de viudo rancio. Por esta razón, al día
siguiente tuve fuerzas para soportar con dignidad la
complicidad secreta y feliz de los que conspiraban
contra mi pasiónpostrera y veían enJoséLuis al joven
que por fin me había sabido poner en mi puesto.
Con temor, pero también con instantes de alegría
que no podía compartir connadie, los veía removiéndose con inquietud en sus asientos,esperandoansiosos el instante en que Estela empujaría la puerta,
dejaríaen vilo el ruido de las calculadorasy caminaría
con lentitud hasta la pasarela,en donde, desmayada
de amor, esperaríala sonrisatriunfal de JoséLuis ante
mis ojos atónitos y envejecidospor el golpe.
Aquellos días fueron intensos,pero no vino Estela.
La tensaesperaacabópor desconcertara los empleados y comenzóa avivar la pasiónembrionaria que se
gestabaen el corazónduro de JoséLuis. Herido en su
amor propio y avergonzadofrente a su jóvenescolegas, el muchacho buscó con ansiedad encuentros
furtivos en los que Estela sólo le ofrecía una escasa
raciónde susencantos.Sospechoqueenesoscontactos
Ramón Illán Bacca 169
fugacesllegó a cristalizarsela sangreque se revolvía
con violencia en suvenas.
Una mañana, toda llena de rumores y apretados
silencios,nos sorprendimostodosal ver instaladoenel
rostro bello y perfectodeJoséLuis, la palidez lánguida
y febril de los enamoradosde corazónjoven. Nuestra
sorpresafue aún másconmovedoracuando enla tarde
de esemismo día vimos entrar a Estelaintempestivamente y nos encontramoscon un JoséLuis atolondrado que no supo cómo recogerlos papeles que se le
cayeronde sus manosendebles.
Cuando la mujer salió airosadel banco,despuésde
haberledado yo un sobreque conteníaunosbilletes de
mi última quincena,el muchachoconspiró contra mí.
Seacercóconel pretextode quele ayudara a revisar un
extracto de cuentas y me dijo entre dientes y con aire
provocador: «Yaestáusted casidesentechado;¿cuándo va a comprar la peluca?»
-Cuando usted deje de cojear,le respondí.
-Sé que a usted no debeinteresarlemucho,pero es
bueno que sepaque ni a Estelani a mí nos incomodala
cojeracuando nos revolcamosen la cama.
Estasúltimas palabrasde JoséLuis me sacaronde
quicio y me hicieron levantarbruscamentedel asiento,
pero al encararloencontrétanto amor en sus ojos que
no fue difícil entenderque no eran más que las de un
muchacho que se sentíaa la defensiva.
Contemplandola luz que sedesprendíade sumirada a pesar de la confusión del momento, llegué a
constatarque entre dos seresessiempremásperfecto
el corazóndel que ama. Esta perfecciónque encontré
en el rostro apacibledeJoséLuis me llevó a pensarque
170
VElNTlaNCO
CUENTOS BARRANQUILLEROS
quizás había algo de turbio en mi pasión por Estela. Sin
embargo, no tardé en consolarme con la idea de que las
formas del amor cambian con el tiempo; que cuando
amé por primera vez mi rostro debió ser tan diáfano
como el de José Luis, y que lo turbio no estaba en mí
sino en la mezquindad de mis compañeros de trabajo.
Cuando, después de haberse casado el último de
mis hijos, comencé a convivir con Estela en un apartamento del barrio San José, mis impulsos de viudo se
vieron prontamente saciados y desbordados por una
ternura que me hacía pensar que había reencontrado el
calor de mi compañera fallecida. Sólo que la risa juvenil de Estela no estaba todavía para ternezas; que era
corto el camino que yo recorrería con ella y que era
imposible que llegáramos juntos a esepunto en el que
la pareja se asemeja a dos hermanos solterones que
deciden envejecer unidos por miedo a abandonar el
techo de sus mayores. Estos pensamientos me acosaban en las noches de mi felicidad insomne, pero los
fines de semana yo sacabafuerzas para llevar a Estela
a los bailes que secelebraban al aire libre, con orquestas
provenientes de toda el área del Caribe. Allí competía
con muchachos que bailaban hasta el amanecer con la
camisa pegada a la espalda, exagerabahasta el cansancio mis pasos de rumba y me divertía a ratos, convencido de que mi pareja estaba hecha de arriba a abajo
para la farra y que era necesario que yo le siguiera su
acelerado ritmo si no quería encontrarla aburrida y
tediosa después de mis jornadas de trabajo. A ella le
fascinaban aquellos bailes a pesar de que yo no podía
ocultar la amargura que me producía el no tener cabellos que contuvieran ese sudor que brotaba a chorros
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de mi cráneo desnudo, descendía de mi frente amplia
y arrugada e inundaba la cara de Estela dejándole un
molesto sabor salobre en los labios.
Con todo, confieso que fui casi feliz durante los tres
años que conviví con Estela. Sobre todo desde el instante en que JoséLuis se supo sin la suficiente dosis de
cinismo que significaba para él usurparle unos besos a
la mujer del «viejo verde», como él decía, y decidió
abandonar el banco y echarse su carga de amor al
hombro.
No obstante, sin quererlo, alentaba con su ausencia
el rencor de los que me imaginaban colmado de una
felicidad inmerecida. Viejos colegas que yo creía indiferentes a mi suerte me fustigaban con sus miradas de
soslayo, se dirigían a mí para decirme lo estrictamente
necesario y me excluían de las reuniones sociales que
organizaba el banco.
Sin embargo, una mañana de mediados de agosto,
la señora Eulalia me sorprendió con una sonrisa en el
momento en que depositaba el pocillo de café sobre mi
escritorio. Yo le respondí un tanto perplejo su inhabitual manifestación de afecto y continué revisando
papeles. Sólo cuando levanté el rostro, recosté mi
columna vertebral al espaldar del asiento y tomé el
primer sorbo de café, me di cuenta de que la sonrisa de
la señora Eulalia era la misma que colgaba de los labios
y los ojos de todos mis compañeros de trabajo.
Era tan exacta la dimensión de cada sonrisa que no
pude evitar el vértigo cuando mi mirada pasó de un
rostro a otro en busca de una explicación posible.
Entonces comprendí que la mañana entera había sido
alegre para todos y constaté que nadie se sentía moles-
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VEINTICINCO CUENTOS BARRANQUILLEROS
to por el ruido de un radio mal sintonizado en el que un
joven empleado seguía los incidentes de la vuelta a
Francia en bicicleta. «Debe ser que están ganando los
colombianos», pensé en un comienzo, pero casi enseguida advertí que el ambiente de fiesta que dominaba
el banco no tenía nada que ver con aquello.
Durante el almuerzo le conté todo a Estela. Le dije
que los empleados habían pasado de un extremo a
otro, que parecían contentos de verme, que quizás
habían decidido cambiar conmigo y que algunos me
habían dado golpecitos en el hombro para despedirse
a la hora de la salida. «A 10mejor nos invitan a la fiesta
del cumpleaños de la subgerente», agregué entusiasmado.
-No seas iluso Miguel, me dijo Estela, yo no creo
que esa gente tenga razones para cambiar contigo. De
pronto es que saben que te van a matar y están felices
porque ya te dan por muerto.
Eso me dijo Estela con una expresión fría y maligna
que hasta entonces yo le desconocía. En su voz noté por
primera vez el resentimiento de la muchacha que se
había visto obligada a torcerle el cuello a sus sentimientos para considerarse un tanto protegida. Sorprendido, dejé en suspenso la cuchara del caldo que
me llevaba a la boca, y me la quedé mirando como si
estuviera a muchos años de distancia. Me quité con los
dedos el sudor que inundaba a chorros mi frente y, sin
que pudiera evitarlo, le sonreí con esamisma sonrisita
nerviosa de viejo cretino que se apoderó de mí cuando
en la tarde el gerente me entregó la carta en que se me
informaba que el banco había decidido pensionarme,
una manera de decirme decentemente que yo salía
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sobrando en esta perra vida.
Comprendí entonces que la sonrisa de los empleados no era más que una de las formas del rencor.
Humillado, menos por los años que llevaban a
cuestas que por la satisfacción que mi despido causaba
en los otros, abandoné el banco. Salí aturdido por el
cuchicheo de las secretarias y las imágenes que acudían a mi mente desde la mañana remota en que me
inicié como patinador; me vi flaco, risueño, feliz tarareando canciones mientras llevaba papeles de un escritorio a otro. En la noche me emborraché de tristeza en
un cafetín de tangos de la calle San BIas y lloré en algún
momento de la borrachera sin poder precisar la causa.
Los meses que siguieron me parecieron lánguidos e
interminables, Estela se cansaba de verme todo el día
en casa, no disimulaba el fastidio que le producían el
descuido de mi apariencia, mi ocio obligado, el peso
inocultable de mis años y la desesperación de convivir
con un hombre que ya no tenía a dónde ir.
Un día, al regresar de una larga caminata por el
parque San Joséencontré el apartamento desmantelado. Estela sehabía ido con todo. Sólo eché de menos sus
tesoros ocultos y su cuerpo de paisaje sin flores.
Yo sigo yendo al banco por mi mesada, siempre con
la impresión de que he comenzado a vivir mi muerte
por cuotas mensuales.
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