Europa en el siglo XIX. Revolución industrial y desarrollo capitalista

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Tema 4.- Europa en el siglo XIX. Revolución industrial y desarrollo capitalista. El
ciclo liberal-revolucionario. Sistemas políticos y constitucionalismo. Sociedad
burguesa versus movimiento obrero.
©Carlos Sanz Díaz
Ayudante Doctor de Historia Contemporánea
Universidad Complutense de Madrid
Europa en el siglo XIX. Revolución industrial y desarrollo capitalista.
El concepto de revolución industrial
Denominamos revolución industrial a un proceso de aceleración del crecimiento
económico acompañado de una profunda transformación en la organización de la
producción y de la estructura de la sociedad. Este proceso se produjo en primer lugar en
en las Islas Británicas a partir de mediados del siglo XVIII y se difundió posteriormente
por el continente europeo. La revolución industrial, que algunos historiadores comparan
por su trascendencia con la revolución neolítica, tuvo profundos efectos
transformadores sobre todos los ámbitos de la vida humana. Representó el avance de la
industrialización sobre la tradicional economía agraria, el incremento de la
productividad y el desarrollo espectacular de la economía capitalista, el estímulo
constante a la innovación científica y tecnológica aplicada a la producción, la
revolución de los transportes y las comunicaciones, la expansión comercial de las
naciones industrializadas y el despliegue del imperialismo sobre los pueblos menos
desarrollados de Asia y África, el desencadenamiento de grandes movimientos
migratorios y la reestructuración de las relaciones sociales, con el desplazamiento de la
sociedad aristocrática propia del Antiguo Régimen por una nueva sociedad burguesa y
el surgimiento del movimiento obrero.
Se han apuntado varios factores que explicarían que este proceso se
desencadenara en Europa occidental antes que en cualquier otro rincón del planeta:
razones socioeconómicas como la distribución relativamente homogénea de la riqueza y
la expansión comercial alcanzada en el siglo XVIII; razones jurídicas como la
protección de los derechos de la persona y especialmente del derecho de propiedad;
razones culturales como el papel de la “ética protestante” en el desarrollo del
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capitalismo (tesis weberiana) y la tradición de “autonomía intelectual” que estimularía
la innovación.
También se ha debatido la relación entre la industrialización y otros dos
procesos que muchos historiadores consideran precondiciones de la misma: la
modernización de la agricultura, y los cambios demográficos, con el tránsito de un ciclo
de tipo antiguo –caracterizado por alta natalidad y mortalidad, lento crecimiento
vegetativo y alta incidencia de la mortalidad catastrófica e infantil- a un régimen
demográfico moderno –con un descenso acusado de la mortalidad catastrófica e infantil
ligado a las mejoras en la alimentación y la sanidad-. Por último, no podemos olvidar
que la revolución industrial fue precedida de un proceso de protoindustrialización en
algunas regiones europeas, donde se desarrollaron diversas fórmulas de industria rural
dispersa como el domestic system y el putting out system.
En Inglaterra estos factores se concretaron aún más para propiciar el tránsito a la
industrialización en esta región antes que en el Continente. En primer lugar, Inglaterra
experimentó una temprana revolución agrícola durante el siglo XVIII, con especial
relevancia del proceso de concentración de las propiedades acelerado a partir de 1760
por las leyes de cercamiento (Enclosure Acts), y con un importante incremento de la
productividad mediante la adopción de mejoras técnicas; todo ello se tradujo en la
producción de excedentes, la acumulación de capitales, el incremento de la población y
el crecimiento de las ciudades. En segundo lugar, en Inglaterra más que en ningún otro
sitio se produjo una acumulación progresiva de innovaciones tecnológicas que
propiciaron el desarrollo de la producción fabril, el desplazamiento del trabajo artesano
por la máquina, y el incremento de la productividad. En tercer lugar, el comercio
internacional fue fundamental para una potencia marítima como Inglaterra: el país pudo
apoyarse en la demanda exterior –del Continente y de las posesiones coloniales- para
realizar el tránsito de una producción nacional orientada al consumo propio a una
economía de exportación ligada a la creciente integración de los mercados mundiales.
No es de extrañar, por tanto, que fueran británicos los principales teóricos del
liberalismo económico, como es el caso de Adam Smith (La riqueza de las naciones,
1776) y David Ricardo (Principios de economía política, 1817), quienes junto con
pensadores continentales como Jean-Baptiste Say (Tratado de economía política, 1803)
sentaron los postulados económicos del liberalismo clásico: el principio del laissezfaire, el libre juego de la oferta y la demanda, la coincidencia entre interés individual y
beneficio social.
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La primera revolución industrial
Como se ha señalado ya, Inglaterra fue el primer país del mundo en
experimentar la revolución industrial, hasta el punto de que su caso se ha presentado
muchas veces –de forma errónea- como el modelo de desarrollo que todos los demás
países debían seguir si querían tomar el tren de la modernización. La industrialización
en Inglaterra se desarrolló en primer lugar en el sector textil, en el que el desarrollo
fabril propició la sustitución de la lana, tradicional materia prima de los tejidos ingleses,
por el algodón, materia prima abundante y barata que se importaba desde la India. La
industria del algodón incorporó innovaciones técnicas decisivas, como el telar de
lanzadera volante desarrollada por Kay, la máquina de hilar jenny de Hargreaves, la
water frame de Arkwright y la mule de Crompton, o el telar mecánico de Cartwright.
Surgió así un sistema de producción fabril (factory system) regionalmente concentrado y
con núcleos de producción y exportación como Manchester, Liverpool y Londres en los
que la inversión de capitales, la producción industrial y el comercio se realimentaban
mutuamente para producir un crecimiento continuo y progresivo de la producción.
El segundo sector protagonista de la primera industrialización fue la industria
siderúrgica, basada en la combinación del hierro y el carbón de hulla y, nuevamente, en
avances técnicos que abarcan desde los nuevos métodos de forja desarrollados por Cort
a la producción de acero en grandes cantidades gracias al procedimiento diseñado por
Bessemer en 1856. Con el tiempo, la producción nacional de hulla y de hierro y acero
llegó a ser sinónimo del nivel de industrialización alcanzado por un país y, de forma
indirecta, sirvió como indicador del status de potencia de cada nación. En 1800
Inglaterra producía 10 veces más carbón que países como Francia o Alemania, y a lo
largo del siglo XIX multiplicó su producción por 23, aunque para entonces había sido
superada por la producción de Estados Unidos.
Estrechamente ligado a la siderurgia, el tercer pilar estratégico de la primera
revolución industrial fue el desarrollo del ferrocarril a partir del perfeccionamiento de la
máquina de vapor por James Watt en la década de 1780. La industria del ferrocarril, por
sus grandes requerimientos técnicos y financieros y por su papel dinamizador de las
comunicaciones, el transporte y el comercio, tomó el relevo como motor del desarrollo
industrial en las décadas centrales del siglo XIX y tuvo un impacto definitivo en la
integración de los mercados regionales y nacionales. Inglaterra acometió en la década
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de 1830 la construcción de una red nacional de ferrocarriles, seguida en los años 1840
por Bélgica, Francia, Alemania y España.
La industrialización se desarrolló en el continente europeo de acuerdo con pautas
específicas que la diferencian del denominado modelo inglés. En Europa se trata de un
proceso tardío, que cuenta con el antecedente y la competencia británica y se beneficia
de las transferencias tecnológicas desarrolladas en las Islas, pero que sufre la rémora del
mayor predominio de la economía y la sociedad agraria y aristocrática tradicionales, y la
desventaja de la escasa integración regional. Cuatro rasgos específicos pueden señalarse
en la primera industrialización del continente europeo, según A. Bahamonde y R. Villar.
En primer lugar, el sector líder ya no es el textil, sino la industria de bienes de equipo, y
en especial el ferrocarril y la gran industria siderúrgica. En segundo lugar, la
industrialización recurrió en gran medida a la financiación externa, lo que originó una
fuerte vinculación entre banca e industria. En tercer lugar, el Estado desempeñó un
papel protagonista como motor de muchos procesos de industrialización, en especial en
Rusia, pero también en la Europa central y occidental (Alemania, Francia, Bélgica) y
mediterránea (Portugal, España, Italia). En cuarto lugar, en el continente la
industrialización fue un fenómeno regional con fuertes contrastes entre el desarrollo de
las zonas más pujantes y los territorios que quedaron descolgados del proceso.
El desigual ritmo desarrollo por regiones permite diferenciar, como hace S.
Pollard, entre un núcleo de países adelantados o first commers (Bélgica, Francia y
Alemania) y los rezagados o late commers (Austria-Hungría, Rusia y Escandinavia) a
los que se añadiría la “periferia” (Europa Balcánica y Mediterránea) que se incorporó
hacia 1870 a la revolución industrial, aunque con excepciones como el País Vasco o
Cataluña, de desarrollo temprano.
De forma general puede hablarse de diversas vías nacionales a la
industrialización, siendo los casos de Francia, Bélgica y los Estados alemanes los más
destacados en el Continente. Bélgica presentó el caso más temprano de industrialización
continental gracias a su disponibilidad de carbón de hulla, a la explotación de su
posición geográfica y sus vínculos económicos con Francia, y al impulso prestado desde
el gobierno. Francia repitió grosso modo los pasos marcados por el modelo inglés –a
excepción de las transformaciones de la agricultura, solo tardíamente posibilitadas por
la obra de la Revolución de 1789-, desarrollando una industria textil bien conformada ya
en la década de 1830 –a pesar del inconveniente de no disponer de carbón de calidad- y
emprendiendo en la década siguiente la construcción de su red ferroviaria gracias a la
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fuerte implicación de la banca. El caso alemán –condicionado por la tardía unificaciónpresenta diversidad de experiencias regionales, que van desde la industrialización de la
Cuenca del Ruhr según el modelo inglés hasta la articulación de un modelo prusiano en
las regiones orientales. La abundancia de hierro y carbón, la integración comercial
impulsada por la unión aduanera (Zollverein) de 1834 y el impacto del ferrocarril
completan las características del proceso industrializador en este país.
La segunda revolución industrial y el desarrollo del gran capitalismo
En torno a las décadas de 1870-1880 y hasta la víspera de la Primera Guerra
Mundial se asistió a una nueva oleada de desarrollo técnico y económico conocida
como segunda revolución industrial. Coincidiendo con un ciclo largo de depresión
económica (1873-1896) se desarrollaron nuevas ramas industriales y formas novedosas
de organización de la empresa capitalista, a la vez que la industrialización se extendía a
áreas del planeta hasta entonces periféricas en el proceso, como Estados Unidos, o
desvinculadas del mismo, como Japón. Todo ello, unido al desarrollo del imperialismo
de las grandes potencias y a un nuevo salto cualitativo en el desarrollo de los transportes
y comunicaciones (telégrafo, navegación a vapor), produjo como resultado un
incremento en la interconexión de los mercados mundiales o, dicho de otro modo, una
aceleración del proceso de mundialización económica.
La segunda revolución industrial se originó, como se ha mencionado ya, en un
contexto de crisis económica –que se ha llamado “la primera Gran Depresión del
capitalismo”- presidido por el descenso de precios, beneficios y salarios, e incremento
del desempleo y de la competencia. Para sobrevivir, las empresas más adaptativas
recurrieron a dos tipos de estrategias: los procesos de concentración, y la aplicación de
innovaciones tecnológicas que transformaron la organización del trabajo industrial.
Muchas empresas se unieron creando trusts o aglomerados de firmas, que
seguían fórmulas de concentración horizontal (fusión de empresas del mismo sector) o
vertical (fusión de empresas dedicadas a las distintas fases de un proceso productivo).
Proliferaron también los cárteles, acuerdos entre empresas del mismo sector para
acordar precios o salarios, o para disminuir la competencia. En esta etapa se hicieron
famosos los nombres de los magnates del gran capitalismo, como los Krupp o los
Carnegie (industrias del acero), Rockefeller (petróleo), J.P. Morgan y la familia
Rothschild (banca), Hearst (prensa), etc. Casi todos los gobiernos, presionados por los
grandes intereses capitalistas, trataron de proteger la producción industrial nacional
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mediante la elevación de los aranceles aduaneros, inaugurando así en torno a la década
de 1880 una etapa de proteccionismo generalizado que venía a sustituir al
librecambismo anterior.
Se desarrollaron también fórmulas novedosas para ampliar el mercado potencial
de consumidores de los productos industriales. La venta a plazos, los primeros grandes
almacenes (creados en París en 1852) y el florecimiento de la publicidad son tres
elementos que se combinaron para dar lugar, entre las últimas décadas del siglo XIX y
los comienzos del siglo XX, al nacimiento de una sociedad de consumo de masas.
En cuanto a las innovaciones tecnológicas, fueron muy abundantes en la
segunda revolución industrial, sobre la base de una constante transferencia de
descubrimientos científicos a la producción económica. Tal vez el cambio más
característico fue el relevo del carbón, el vapor y el hierro, emblemas de la primera
revolución industrial, por el petróleo, la electricidad y el acero.
En el campo de los transportes y las comunicaciones se completaron las redes
ferroviarias, que alcanzaron dimensión continental con proyectos como el Union
Pacific, el Transiberiano o el Orient Express. La navegación a vela fue definitivamente
superada por los barcos de acero propulsados por vapor en la década de 1870. El tráfico
fluvial y marítimo se impulsó además con la construcción de canales continentales
(Canal de Rotterdam, Canal de Kiel) e interoceánicos (Canal de Suez, 1869; Canal de
Panamá, 1914). Todo ello impulsó el incremento del comercio internacional, la caída de
los precios de las materias primas y el incremento en la interconexión de los mercados
mundiales. La industria del automóvil conoció también un lento pero fundamental
desarrollo a partir de la invención del motor de explosión alimentado por gasolina
(Benz, 1885). Algo más tarde se añadirían las posibilidades abiertas por la aviación,
inicialmente con el dirigible (Zeppelin, 1896) y posteriormente con el aeroplano
desarrollado por los hermanos Wright (1903). El desarrollo del telégrafo (Morse), del
teléfono (Bell) y de la radio (Marconi) conformó la tríada básica de avances en las
telecomunicaciones.
Otras innovaciones científico-tecnológicas dinamizaron sectores preexistentes y
propiciaron la aparición de nuevas ramas de actividad industrial. Las industrias
siderúrgicas y metalúrgicas tuvieron como gran protagonista a la producción de acero
gracias al desarrollo del horno de Bessemer y del procedimiento Siemens-Martin,
mientras otros metales como el aluminio, el cobre, el níquel y el zinc se incorporaron
decididamente a los procesos industriales. Todo ello hizo posible una renovación
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constante de la industria de bienes de equipo, el desarrollo de una nueva arquitectura
basada en el acero (Pabellón de la Exposición Universal de Londres de 1851, Torre
Eiffel de París en 1889), la aplicación de los nuevos materiales a la industria bélica y a
los medios de transporte y, de forma más modesta, la generalización del consumo de
bienes como las bicicletas o las máquinas de coser y de escribir. Surgió además toda
una serie de nuevas industrias vinculadas a la aplicación de la electricidad a usos
productivos y ligados a la vida cotidiana, como los tranvías eléctricos, el alumbrado
eléctrico por bombillas, el ferrocarril metropolitano subterráneo o el cinematógrafo. La
industria química fue otra de las ramas fundamentales de la nueva etapa, con
innovaciones y aplicaciones de muy diverso tipo: desarrollo de los tintes sintéticos
como la anilina, de los abonos químicos como los fosfatos y nitratos, de materiales
explosivos como la dinamita, de sustancias farmacológicas como la aspirina, etc.
A estas innovaciones se añadieron, en fin, nuevas formas de organización de la
producción fabril que podemos condensar en los conceptos de fordismo, que
multiplicaba la fragmentación del proceso productivo e introducía la cadena de montaje
(como ocurrió por primera vez en la fábrica Ford en 1909), y el taylorismo, basado en la
organización científica del trabajo mediante la especialización, la mecanización de
movimientos y la introducción del cronómetro (The Principles of Scientific
Management, 1911).
A pesar de que las innovaciones tecnológicas parecían proporcionar una base
firme para un continuo crecimiento económico, la observación del comportamiento de
la economía capitalista permitió determinar, ya a mediados del siglo XIX, que ésta
responde a un esquema cíclico, con la alternancia de fases de prosperidad –con altos
beneficios, expansión del comercio y del empleo, y alza de precios- y periodos de
depresión –caracterizados por el descenso de los beneficios y de los precios, la
superproducción y el desempleo-. Estos ciclos o fluctuaciones de la actividad
económica –industrial, comercial y bursátil- capitalista han sido objeto de intensos
debates y numerosas teorizaciones en el último siglo y medio. De forma muy
simplificada podemos señalar tres grandes tipos de ciclo: los ciclos largos o ciclos
Kondratieff, que tienen una duración promedio de 54 años; los ciclos medios o de
Jutglar, con una duración media de 8 años; y los ciclos cortos, menores o de Kitchin,
con una duración media de 3,5 años. A partir de la teorización de Kondratieff,
Schumpeter propuso en 1939 un modelo tricíclico que divide el siglo XIX en tres
grandes fases: la correspondiente a la primera revolución industrial y al vapor (17897
1848), una segunda fase basada en el ferrocarril y el acero (1848-1896) y una tercera
fase protagonizada por el automóvil, la electricidad y las industrias químicas (a partir de
1896).
Independientemente de la periodización que adoptemos, en el tránsito del siglo
XIX al XX la economía mundial estaba experimentando un nuevo despegue de
importantes consecuencias, ya que el desigual desarrollo inducido en las décadas de la
segunda revolución industrial estaba conduciendo a una reordenación de las grandes
potencias económicas del planeta. Entre 1870 y 1914 cuatro países europeos –Reino
Unido, Francia, Alemania y Rusia- concentraban el 50% de la producción industrial
mundial, pero las diferencias entre ellos eran notables. Gran Bretaña, que durante un
siglo había sido el taller del mundo, no pudo mantener su supremacía como primera
potencia industrial ante el avance de rivales económicos más pujantes, aunque la City
londinense continuó siendo el gran centro financiero del planeta y el dominio de los
mares garantizó a los ingleses una posición de privilegio en el comercio mundial. La
participación inglesa en la producción industrial mundial descendió de un tercio en
1870 a un sexto en 1916; su participación en el comercio mundial acusó un descenso
algo menor. Alemania con su desarrollo acelerado por la unificación (1871) y su
pujanza en las nuevas ramas industriales se convirtió en el más serio competidor de los
ingleses en Europa, mientras Francia no dejaba de perder posiciones y otros países
europeos, los ya mencionados late commers, se sumaban a muy diferentes ritmos al
desarrollo económico de la era del gran capitalismo.
Junto a ello, el fenómeno más característico de la segunda revolución industrial
fue la incorporación de dos potencias extraeuropeas, Estados Unidos y Japón, al selecto
club de los países altamente industrializados. Ambos suponen casos excepcionales, el
primero por la velocidad y extensión de su desarrollo económico, que llevaría a Estados
Unidos a concentrar el 38% de la producción industrial mundial en vísperas de la
Primera Guerra Mundial, y el segundo por ser el japonés el primer ejemplo de
industrialización en un país no europeo ni occidental.
El éxito de la industrialización en Estados Unidos descansó en la extensa base de
producción agrícola del país, la formación de un inmenso mercado interior –acrecentado
por una constante inmigración-, y la aplicación constante de mejoras tecnológicas de la
producción. En el caso de Japón, el proceso de industrialización posibilitado por el
triunfo de la Revolución Meiji (1868) tuvo como pilares el impulso estatal, la
adaptación de innovaciones tecnológicas occidentales a un sustrato tradicional
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autóctono, la exacción fiscal del campesinado y la articulación de grandes consorcios
industriales (zaibatsus).
El ciclo liberal-revolucionario. Sistemas políticos y constitucionalismo.
En el plano político, Europa atravesó durante el siglo XIX un ciclo de
revoluciones liberales que sacudieron el continente en sucesivas oleadas. Siguiendo el
ejemplo francés de 1789, y ante la resistencia opuesta por las fuerzas de la Restauración
y por las potencias de la Santa Alianza a los vientos de cambio, la revolución se
convirtió en el modelo adoptado por la burguesía continental para forzar las
transformaciones políticas y económicas necesarias para la liquidación del Antiguo
Régimen. El liberalismo y el nacionalismo fueron los dos motores de las revoluciones
burguesas de la primera mitad de la centuria. Desde mediados de siglo se añadieron a
ellos, como nuevos elementos movilizadores, el surgimiento de las aspiraciones
democráticas y las reivindicaciones de carácter social.
El liberalismo clásico del siglo XIX aspiraba a sustituir las monarquías absolutas
por regímenes liberales con constituciones escritas como expresión de la soberanía
nacional, con garantías a las libertades individuales –integridad personal, libertad
religiosa, de opinión y de prensa-, respeto al derecho de propiedad privada y a la libre
empresa, y mecanismos de defensa contra los abusos del poder. El nacionalismo surgió
de la herencia de la revolución francesa y del romanticismo alemán como una ideología
y un movimiento cultural, social y político que suponía la existencia de naciones,
grupos de individuos que comparten una lengua, una cultura, una historia y un carácter
étnico común. Según sus principios, las naciones tenían derecho a la independencia
política, y todos los miembros de una misma comunidad nacional debían poder vivir
reunidos bajo el techo común de un Estado nacional. El nacionalismo fue a la vez una
fuerza centrípeta –al promover movimientos de unificación nacional como el italiano y
el alemán- y centrífuga –al amenazar la continuidad de los viejos imperios
multinacionales como el Austro-Húngaro, el Imperio Ruso y el Imperio Otomano.
Las revoluciones de 1820 fueron la primera oleada revolucionaria de la Europa
de la Restauración, con estallidos que se sucedieron en España, Italia, Portugal y Grecia.
El movimiento revolucionario se inició con el pronunciamiento de Rafael de Riego en
Cabezas de San Juan (1 de enero de 1820) y la imposición a Fernando VII de la
Constitución de Cádiz de 1812, inicio del Trienio Liberal (1820-1823). Los liberales
revolucionarios impusieron también regímenes constitucionales a Fernando I en
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Nápoles (donde actuó la sociedad secreta de los carbonarios), al regente Carlos Alberto
en Piamonte, y a Juan VI en Portugal. Estos logros fueron aplastados por las potencias
de la Santa Alianza: Austria intervino en la península itálica para restituir el
absolutismo, y Francia hizo lo mismo en España con el envío en 1823 de la expedición
de los Cien Mil Hijos de San Luis aprobada en el Congreso de Verona del año anterior.
Igualmente fracasó la revuelta decembrista de Rusia (1825), considerada un último
coletazo de esta oleada revolucionaria. Solamente en Grecia el movimiento fue exitoso:
la revuelta contra el dominio otomano (1821) dio paso a una prolongada guerra de
independencia apoyada por los liberales filohelénicos británicos y franceses, así como
por Rusia, que concluyó con la conquista de la independencia por el Estado griego en
1830.
Ese mismo año prendía la mecha de un nuevo ciclo revolucionario. Las
revoluciones de 1830 tuvieron su primera manifestación en París, donde las “tres
jornadas gloriosas” de julio desalojaron del trono de Francia al absolutista Carlos X de
Borbón e inauguraron la monarquía constitucional de Luis Felipe de Orleans, llamado
“el rey burgués”. En los acontecimientos del 1830 parisino confluyen ya motivaciones
políticas de signo liberal con reivindicaciones sociales –pleno empleo y salario
suficiente- de las capas populares urbanas. El rechazo unánime a la monarquía
autocrática de Carlos X posibilitó la alianza temporal de la burguesía y de las clases
trabajadoras a pesar de que los objetivos de unos y otros en materia económica y
sociolaboral eran netamente divergentes. Sin embargo, una vez alcanzados sus objetivos
con la monarquía de julio, la gran burguesía se cuidó de excluir al pueblo “bajo” del
ejercicio del poder mediante la introducción del sufragio censitario.
El eco de los acontecimientos de Francia prendió la mecha revolucionaria en
varios rincones del Viejo Continente. En Bélgica estalló una revolución que unió
liberalismo y nacionalismo para conquistar la independencia del país respecto de los
Países Bajos. El movimiento triunfó gracias al apoyo de Francia e Inglaterra y permitió
instalar en 1831 un régimen monárquico liberal, encabezado por el rey Leopoldo, en el
nuevo Estado belga. También tuvo tintes nacionalistas y liberales la revolución de 1830
en Polonia, entonces dominada por la Rusia zarista. Los revolucionarios llegaron a
proclamar la independencia polaca antes de ver su movimiento de liberación nacional
aplastado por las tropas zaristas ese mismo año. En Italia hubo en 1831 brotes liberales
y nacionalistas –alentados una vez más por los carbonarios- en los ducados de Parma y
Módena, y en la Romaña. Todos ellos fueron aplastados por el Imperio Austro10
Húngaro, que restituyó manu militari los regímenes absolutistas. En Alemania los
revolucionarios lograron a lo largo de 1830-1831 que se concedieran constituciones en
varios Estados del centro y sur del país como Sajonia, Hannover, Brunswick y HesseKassel. Sin embargo el movimiento liberal y nacionalista perdió fuerza rápidamente y
entró en claro declive en 1833, perdiendo las posiciones alcanzadas. Suiza, por último,
atravesó también en esos mismos años un periodo revolucionario.
Pese al reflujo reaccionario que siguió a la oleada de revoluciones, el liberalismo
y el nacionalismo habían conquistado importantes avances con el ciclo abierto en 1830.
En la parte occidental del continente, el Reino Unido, Francia y Bélgica contaban con
regímenes constitucionales de características similares –sistema parlamentario e
instituciones liberales- representantes de los intereses de la burguesía; además Bélgica y
Grecia constituían sendos ejemplos de nacionalismo exitoso. En las grandes potencias
de la Europa central y oriental –Prusia, Austria y Rusia- se había afirmado, en cambio,
el inmovilismo de los regímenes autocráticos. En la Europa mediterránea, el
nacionalismo italiano esperaba su próxima oportunidad, mientras España asistía durante
la última y “ominosa” década del reinado absolutista de Fernando VII a la
independencia de casi todas sus posesiones en América.
En las motivaciones que explican el estallido y la vertiginosa difusión de las
revoluciones de 1848 por toda Europa confluyen complejos factores que conviene
analizar por separado. Por una parte asistimos nuevamente al impulso del liberalismo
por alcanzar las conquistas ya conocidas, allí donde hasta ahora se han mantenido
incólumes los regímenes absolutistas. A ello se añade una nueva tendencia, la que
aportan los ideales democráticos, que surgieron como reacción ante las limitaciones del
liberalismo clásico y del doctrinarismo. A pesar de su vinculación, por tanto, no pueden
confundirse los usos políticos de los conceptos de liberalismo y democracia en el siglo
XIX, que para muchos contemporáneos constituían posiciones contrapuestas. Las
aspiraciones del movimiento democrático de mediados de siglo se condensaban en el
establecimiento del sufragio universal, la reivindicación de la soberanía popular, la
reducción de las desigualdades socioeconómicas, un régimen de libertades y garantías
constitucionales más exigente que beneficiara al conjunto de la población, y no
solamente a la burguesía, y la opción por el republicanismo.
Fueron determinantes en los acontecimientos de 1848, por otra parte, los
factores sociales. La revolución vino precedida por una grave crisis económica que era
a la vez agrícola – malas cosechas de cereales desde 1945, enfermedad de la patata de
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1846, alza de precios y hambre en 1847-, industrial –por el descenso de las ventas y la
caída de la producción- y financiera. La crisis económica no desencadenó las
revoluciones de 1848, pero sembró el descontento y la agitación social, y predispuso a
las poblaciones a cuestionar el orden establecido, secundando la acción de las elites.
Como tercer grupo de factores debemos tener en consideración, como se ha
apuntado, las motivaciones nacionalistas presentes en gran parte de los países. Se trata
aquí fundamentalmente de las aspiraciones de los pueblos que anhelaban construir la
unidad nacional –como ocurre en los diversos Estados italianos y alemanes- y de las
minorías nacionales integradas en los grandes Imperios de Europa central y oriental:
húngaros, checos, croatas, polacos, etc.
En 1848 prácticamente toda Europa, a excepción del Reino Unido, Bélgica y
Rusia, se vio sacudida por el movimiento revolucionario de signo democrático radical.
Una vez más la revolución prendió en primer lugar en Francia, donde una protesta de
obreros, estudiantes y soldados de la Guardia Nacional derribó, en febrero de 1848, la
monarquía de Luis Felipe. Las reivindicaciones políticas –sufragio universal- y sociales
fueron recogidas por el nuevo régimen, la efímera II República Francesa, a cuya cabeza
se situó en diciembre Luis Napoleón Bonaparte, sobrino del emperador Napoleón I y
presidente de la República elegido por sufragio universal masculino. El impulso
revolucionario se agotaría después paulatinamente bajo el poder del “príncipepresidente”, hasta extinguirse definitivamente con el golpe de Estado de 2 de diciembre
de 1851 (el 18 Brumario analizado por Marx) y la instauración del II Imperio Francés
(1852-1870).
En Italia se registró una temprana sublevación revolucionaria en Sicilia, que
obligó a Fernando II de Nápoles a otorgar una constitución ya en enero de 1848.
También se produjeron estallidos revolucionarios en Piamonte, donde el rey Carlos
Alberto concedió un Estatuto Real; en Venencia y el Milanesado, cuyas sublevaciones
contra los austriacos recibieron el apoyo militar piamontés; y en la Toscana. En marzo
de 1848 estallaba la revuelta en los Estados Pontificios, lo que obligó al Papa Pio IX a
huir de Roma; en febrero de 1849 los revolucionarios, con el creador de la Joven Italia
Giuseppe Mazzini y otros dirigentes al frente, proclamaban la República Romana. Sin
embargo, a pesar de los rápidos éxitos alcanzados, a lo largo de 1849 todos los
movimientos revolucionarios italianos fueron aplastados militarmente por el Imperio
Austro-Húngaro y, en el caso de Roma, por la intervención militar franco-española.
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El Imperio Austriaco se vio sacudido con especial intensidad en 1848; aquí el
carácter nacionalista de los distintos focos revolucionarios es la nota predominante. Se
produjeron estallidos en Bohemia, Hungría, Croacia, el Véneto y el Milanesado, así
como en la propia capital del imperio, Viena, donde los revolucionarios forzaron en
marzo la caída del canciller Metternich y la abdicación del emperador Fernando I a
favor de su sobrino Francisco José I. En la Dieta constituyente reunida a continuación
(1848-1849) se procedió a la aprobación de las llamadas leyes de marzo, que daban
satisfacción a las aspiraciones del nacionalismo magiar, al separar legalmente Hungría
de Austria. Tras un periodo crítico, con los húngaros reclamando una Asamblea propia
y los checos reivindicando la restitución del reino de Bohemia, a lo largo de 1848 y
1849 las victorias militares sobre los movimientos nacionalistas lograron alejar el
fantasma de la desintegración territorial del Imperio. La revuelta de Praga y la defección
de Hungria –que en marzo de 1849 se había proclamado independiente bajo la forma de
una república- fueron aplastadas por las tropas imperiales, ayudadas en el caso húngaro
por el ejército enviado por el zar Nicolás I. En Viena, bombardeada y ocupada por las
fuerzas imperiales, Francisco José I restauró en marzo de 1849 el absolutismo e impuso
una constitución centralista.
En el 48 alemán confluyeron componentes liberales, democráticos y
nacionalistas. La revolución prendió en primer lugar en la capital de Prusia, Berlín,
donde Federico Guillermo IV se vio obligado a aceptar un gobierno liberal, y en las
capitales de los Estados del sur Baden, para extender después por todo el país: Sajonia,
Baviera y Hannover, entre otras, van sumándose a la oleada revolucionaria. Es la
ocasión que esperaban los nacionalistas alemanes para impulsar el sueño de unificar el
país bajo instituciones representativas. Con este objetivo se reunió en Frankfurt del
Meno una Asamblea Nacional Constituyente entre mayo de 1848 y marzo de 1849,
amalgama de liberales y demócratas que logran aprobar una Constitución para
Alemania y proponer al rey prusiano situarse a la cabeza del Imperio alemán unificado.
El rechazo de Federico Guillermo IV a la corona que se le ofrecía provocó un segundo
pulso revolucionario en marzo de 1849, que sucumbió, no obstante, ante los avances de
la reacción en toda Alemania, donde se disolvieron los parlamentos elegidos el año
anterior y se realizaron numerosas detenciones.
La mejora de la situación económica en 1848, la desconexión e incluso la
insolidaridad entre los distintos movimientos revolucionarios nacionales, el retraimiento
de la burguesía ante el temor a la radicalización de las masas populares, los solidaridad
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entre los monarcas absolutos –que colaboraron en el aplastamiento de los
revolucionarios- y la eficacia de las acciones militares contra los sublevados explican el
fracaso de las revoluciones de 1848. Quedaron como legado, sin embargo, algunos
avances importantes: la abolición de la servidumbre y el feudalismo en aquellas
regiones de Europa donde todavía persistían –a excepción de Rusia, donde habría que
esperar todavía hasta 1861-, el surgimiento de regímenes parlamentarios con sufragio
censitario –en el caso de Francia, universal-, y las perspectivas de unificación nacional e
independencia nacional en varios países. Los grandes perdedores de 1848 fueron las
clases populares, trabajadores y campesinos, cuyas aspiraciones habían sido primero
instrumentalizadas y después olvidadas por la burguesía revolucionaria.
Las lecciones de 1848 se proyectarían durante todo el resto del siglo, en el que el
liberalismo y la extensión del sufragio continuaron registrando avances. En el Reino
Unido, el único país europeo en el que las instituciones liberales funcionaron de forma
continuada a lo largo de todo el siglo XIX, las ampliaciones del sufragio de 1832, 1867
y 1884/85 extendieron la ciudadanía activa a grupos cada vez más numerosos de
población. En el continente se registró también una tendencia, más tardía, a realizar el
tránsito desde el liberalismo moderado que se apoyaba en el sufragio censitario, hacia la
adopción de los principios democráticos. Francia fue la pionera en la introducción del
sufragio universal masculino 1848, y esta tendencia a la ampliación del derecho de voto
alcanzó también con el tiempo a Alemania (1871), España (1890), Austria (1907) e
Italia (1912). La extensión del cuerpo de la ciudadanía activa trajo consigo
transformaciones en las formas de la política, como el creciente peso de la opinión
pública y de sus medios de expresión –muy especialmente la prensa- y, ya el siglo XX,
la conformación de los primeros partidos políticos de masas. Se sumaron, además,
nuevas reivindicaciones al debate político, con especial mención a los movimientos
sufragistas que reclamaban el voto para la mujer, y a las variadas modalidades del
movimiento obrero.
En vísperas de la Primera Guerra Mundial, todos los Estados europeos eran
monarquías, a excepción de Suiza y Francia, que en 1870 había iniciado el régimen de
la III República. Casi todas ellas eran monarquías constitucionales: la autocracia zarista
en Rusia y, en los márgenes europeos, el Imperio Otomano, constituían las únicas
excepciones. Todas ellas se consideraban regímenes representativos con sistemas más o
menos restrictivos de sufragio; solamente Francia y Suiza se apoyaban en un sufragio
auténticamente democrático. Puede concluirse que gran parte de las aspiraciones que
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alentaron el ciclo revolucionario abierto en 1789 se habían alcanzado, pero el propio
dinamismo político, económico y social del siglo XIX había acabado por desbordar los
objetivos de los liberales y revolucionarios de primera hora.
Sociedad burguesa versus movimiento obrero.
El desarrollo capitalista del siglo XIX y las revoluciones liberales de la centuria
propiciaron la progresiva sustitución, en toda Europa, de la sociedad estamental propia
del Antiguo Régimen por la sociedad de clases como nuevo modelo de estructura social.
La adscripción jurídica de los individuos a estamentos cerrados y estáticos, en virtud
principalmente del nacimiento, dio paso a una estructura más abierta y flexible, en la
que la posición de los individuos en la sociedad se definía principalmente por las
diferencias de riqueza. Tres grandes procesos interrelacionados definen el universo
social de los países desarrollados, es decir esencialmente los europeos, en el siglo XIX:
el surgimiento de la sociedad de clases, la progresiva sustitución de la aristocracia por la
burguesía como grupo director de la sociedad, y el desarrollo del antagonismo entre la
burguesía y las clases trabajadoras crecientemente organizadas en el movimiento
obrero.
Las clases sociales en la Europa del siglo XIX
A lo largo del siglo XIX la nobleza terrateniente compartió con la burguesía
ascendente –y en especial con sus estratos superiores- la categoría de élite dominante de
las sociedades europeas. Se trataba de una nobleza enormemente heterogénea desde el
punto de vista territorial y de su estratificación interna, que mantuvo no obstante una
cierta homogeneidad cultural basada en la posesión de la tierra y en la preservación de
rasgos y modos de vida
aristocráticos. En muchos países, y como estrategia de
supervivencia económica, muchas familias de este grupo social acabarían fusionándose
–normalmente por la vía matrimonial- con los estratos superiores de una burguesía
ansiosa de disimular su carácter advenedizo con los ropajes de un título nobiliario.
A pesar de esta tendencia a la emulación aristocrática, las burguesías europeas
darían lugar con el tiempo a la conformación de una auténtica sociedad burguesa
definida por hábitos y señas de identidad comunes y diferenciadas, en oposición tanto a
las viejas clases nobles como a las nuevas clases proletarias. La burguesía aportó un
nuevo estilo de vida que se desarrolló en hábitats diferenciados en el tejido urbano –los
barrios residenciales y los ensanches- y en espacios de sociabilidad propios –el teatro, la
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Bolsa, el casino, el café-. El hogar burgués como escenario por excelencia de la
institución familiar patriarcal, la vestimenta diferenciada de la de las clases populares, o
el acceso a modalidades de ocio y diversiones típicamente burguesas –si bien en
muchos casos eran adaptación de las aristocráticas- constituían otros tantos símbolos del
status alcanzado por esta clase social. Hay que advertir, no obstante, que existía también
una marcada heterogeneidad en el seno de la misma, por lo que conviene establecer una
distinción entre la alta burguesía financiera, comercial e industrial; la burguesía
mediana y pequeña de las clases medias, integradas por los notables rurales, artesanos y
comerciantes; y la burguesía culta de las clases profesionales, intelectuales y altos
funcionarios.
Las clases trabajadoras estaban integradas por una gran masa de campesinos –el
grupo social predominante en términos cuantitativos- y obreros urbanos. El
campesinado –de composición también muy heterogénea- conoció un paulatino proceso
de transformación social, derivado de la lenta pero implacable desagrarización de las
sociedades europeas –en muchas regiones solo perceptible en la últimas décadas del
siglo XIX- y la erosión de los modos de vida tradicionales ligados a la vida en el campo.
En Europa Occidental se produjo de forma comparativamente más temprana el tránsito
paulatino de campesinos a agricultores –merced a la adquisición de las tierras por los
trabajadores que pasan así a ser pequeños propietarios-, si bien en la cuenca
mediterránea pervivió un amplio sustrato de campesinado privado de la posesión de la
tierra. En la Europa Central y Oriental los cambios fueron mucho más lentos y
superficiales, y tuvieron como precondición la tardía abolición de la servidumbre –que
en Austria-Hungría tuvo lugar en 1848 y la Rusia zarista en 1861-.
Las clases trabajadoras urbanas constituían, junto con los campesinos, el otro
grupo situado en la base de la pirámide social. Nuevamente hay que advertir aquí de la
heterogeneidad que se escondía tras la categoría genérica de “clases trabajadoras”,
“obreros” o “proletariados”, pues más allá de su condición definitoria de asalariados –ya
que en sentido estricto no poseían más riqueza que su fuerza de trabajo- encontramos
situaciones muy diversas que van desde el trabajador de la gran fábrica industrial –
integrante a menudo de una aristocracia obrera- hasta los grupos desclasados del
lumpenproletariado, pasando por trabajadores temporales, empleados del servicio
doméstico o trabajadores de oficios menores.
Uno de los efectos más nítidos de la industrialización fue la creciente división
que introdujo entre capital y trabajo, lo que a su vez llevó a aumentar el antagonismo
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entre la burguesía, que poseía las máquinas y restantes recursos necesarios para la
producción, y la clase obrera. Las primeras décadas de industrialización, con el éxodo
de millones de campesinos a las ciudades y la incorporación al trabajo fabril
significaron para la mayoría de trabajadores de la industria –en especial en el caso
inglés- un descenso en sus condiciones de vida, desde el punto de vista del nivel de
renta, de las condiciones de trabajo o del hábitat proporcionado por las insalubres
barriadas proletarias. Los salarios eran bajos –manteniéndose solo un poco por encima
del nivel de subsistencia-, los horarios de trabajo excesivos y las condiciones insalubres;
el trabajo femenino e infantil en peores condiciones que la de los varones fue la norma
general. Todo ello se daba en un marco de relaciones laborales presuntamente libre,
merced al desmantelamiento de las estructuras gremiales y la implantación de los
principios liberales, pero en el cual los empresarios tenían todas las ventajas y los
trabajadores carecían –en los primeros momentos- de fuerza alguna de negociación.
El surgimiento del movimiento obrero
La toma de conciencia acerca de los efectos más negativos de la sociedad
industrial burguesa provocó, primero en Inglaterra y después en otros países, el
surgimiento de corrientes y movimientos críticos hacia el capitalismo industrial. Este
fenómeno se diferencia de los motines de subsistencia frecuentes en la sociedad del
Antiguo Régimen, que eran revueltas espontáneas y efímeras provocadas por la carestía
o la escasez. Los protagonistas son ahora miembros de una nueva clase social –la clase
obrera-, que crea organizaciones estables con fines bien definidos: aumentos salarial,
reducción de la jornada laboral, mejores condiciones de vida, y acceso a los derechos
políticos.
En los orígenes del movimiento obrero hallamos la confluencia de muy diversas
corrientes que coinciden en la crítica de los excesos del capitalismo. De un parte
podemos identificar la obra de pensadores como Thomas Spence (1750-1814) y sus
seguidores, los denominados radicales; así como de los ricardianos (continuadores de
las ideas de David Ricardo, 1772-1823) y de los owenianos o seguidores de Robert
Owen (1771-1858), considerado el padre del cooperativismo y el mutualismo y que
plasmaría sus ideas reformistas en sus obras Una nueva concepción de la sociedad
(1815) e Informe al condado de Lanark (1820). Owen fue considerado por el
pensamiento marxista posterior como un precursor del socialismo, al igual que otros
llamados socialistas utópicos o premarxistas, como el conde Saint-Simon (1760-1825),
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Charles Fourier (1772-1837), creador de los falansterios –comunidades libres de
trabajadores-, Louis Auguste Blanqui (1805-1881) o Etienne Cabet (1788-1856), de
ideas cercanas al comunismo posterior, que plasmaría en su obra Viaje a Icaria (1842).
Otra corriente influyente, y que se extendió por muchos países, fue la
representada por el movimiento ludista o mecanoclasta, integrado por trabajadores que
destruían violentamente la maquinaria textil, a la que culpaban del empeoramiento de
las condiciones de trabajo. La primera manifestación del ludismo se dio en Inglaterra
(1799-1812), a la que seguirían los movimientos mecanoclastas de Francia (1817-1823),
Bélgica (1821-1830), Alemania (1830-1842) y otros países.
Por otra parte debemos indicar la huella de las primeras asociaciones sindicales:
las Sociedades de Socorros Mutuos, que en situaciones de huelga actuaban como caja de
resistencia para garantizar la subsistencia de los trabajadores huelguistas, y
posteriormente las asociaciones de oficios o Trade Unions, que florecieron tras la
abolición de las Leyes de Asociación británicas que las prohibían. En 1929 el
sindicalista John Doherty fundaba la Unión General del Reino Unido, y un año más
tarde impulsó la fusión de 150 trade unions en la National Association for the
Protection of Labour, la mayor organización obrera de Inglaterra, que apenas logró
mantenerse hasta 1832.
Entre 1838 y 1848 cobró auge el cartismo impulsado por la Asociación de
Trabajadores de Londres dirigida por William Lovett. Se trató de un movimiento
específicamente político que se apoyaba en la Carta del Pueblo de 1838 para reclamar
la democratización del Estado –con la introducción del sufragio universal- como paso
previo para la reforma social. El cartismo sucumbió al cabo de una década, erosionado
por las divisiones internas y por la respuesta represiva del gobierno de Londres a sus
acciones colectivas –huelgas y presiones de todo tipo-, pero proporcionó una importante
experiencia organizativa al movimiento obrero inglés que sería aprovechada
posteriormente por otras organizaciones.
Con la obra de Friedrich Engels (1820-1895) y Karl Marx (1818-1883) el
socialismo recibió por primera vez una fundamentación y sistematización filosófica que
bebía de fuentes diversas: la dialéctica hegeliana, el pensamiento económico británico,
los socialistas franceses –a los que Marx tildó de “utópicos” en contraposición a su
propuesta de un “socialismo científico”-. Marx expuso sus ideas en multitud de escritos,
pero sobre todo en sus obras fundamentales Miseria de la filosofía (1847), el Manifiesto
comunista (1848) y El capital, del que sólo llegó a ver publicado el primer volumen
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(1867); los dos siguientes vieron la luz en 1885 y 1894 gracias a su colaborador y amigo
Engels.
El pensamiento marxista acerca de la Historia se fundamenta en el materialismo
histórico, que otorga el papel determinante en las relaciones sociales a la base
económica (infraestructura), de la que depende el aparato político, jurídico e ideológico
(supraestructura). Entre ambos niveles se establecen relaciones dialécticas, de modo
que uno y otro se influyen mutuamente, pero en última instancia es la infraestructura la
que condiciona el conjunto de la organización social. La historia consiste en una
sucesión de modos de producción que con el paso del tiempo generan en su interior
contradicciones, que se resuelven mediante la síntesis de términos antagónicos para
producir un nuevo modo de producción. En cada una de estas etapas del progreso
histórico las sociedades han generado determinadas relaciones de producción, que son
el resultado de la relación entre trabajo y propiedad. La posición de cada individuo en el
entramado de estas relaciones de producción determina su adscripción a una u otra clase
social.
Para Marx, desde la sociedad primitiva, igualitaria y sin clases, hasta la sociedad
capitalista actual, la lucha de clases ha sido el motor de la historia. En el capitalismo
industrial del siglo XIX los antagonismos de clase se presentan de forma
extremadamente simplificada, ya que solo quedan esencialmente dos clases enfrentadas,
la burguesía y el proletariado. Este último debe tomar conciencia de su situación de
explotación y conquistar el Estado, instaurando inicialmente una dictadura del
proletariado como etapa intermedia y necesaria para desmontar, desde arriba, el
capitalismo. Una vez cumplida esta tarea, el Estado tendería a desaparecer y los
hombres vivirían en una sociedad sin clases en la que los individuos se asociarían
libremente, producirían lo necesario para una existencia digna y humana sin
explotación, desaparecerían las diferencias entre ocupaciones, y se cumpliría el lema
“de cada uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades”.
A la altura de la década de 1860 el movimiento obrero había alcanzado un grado
importante de organización y extensión en varios países y estaba dando el salto a la
creación de partidos políticos específicamente obreros, como la Asociación General de
Trabajadores Alemanes de Ferdinand Lasalle, creada en 1863. En 1864 se convocó una
reunión en Londres a la que acudieron líderes tradeunionistas ingleses, socialistas
franceses y exiliados de varias nacionalidades, que acordaron crear la Asociación
Internacional de Trabajadores (AIT). La AIT, conocida también como I Internacional
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(1864-1876), fue la primera organización internacional de carácter revolucionario de la
historia. Estuvo caracterizada por la heterogeneidad de corrientes ideológicas que
albergó en su seno, y por el enfrentamiento entre los planteamientos de Marx –la figura
predominante de la organización desde sus inicios- y los del anarquista ruso Mijaíl
Bakunin. También fue decisivo para la AIT el fracaso de la experiencia de la Comuna
de París, el régimen obrero revolucionario que conquistó el poder en 1871, tras la
derrota del ejército francés en la guerra contra Prusia. El aplastamiento de la Comuna
desencadenó una oleada represiva contra la I Internacional –a la que se
corresponsabilizó de los acontecimientos de París-, que fue puesta fuera de la ley por la
mayoría de los gobiernos. La interpretación de la experiencia de la Comuna dividió aún
más a los seguidores de Marx, que pensaba que el movimiento obrero debía dotarse de
un programa político y una organización cohesionada, y los de Bakunin, que prefería
confiar en la acción popular espontánea. La fractura interna se saldó con la expulsión de
los anarquistas, decidida en el Congreso de La Haya de 1872, lo que debilitó aún más a
la I Internacional, que solamente se mantuvo cuatro años más.
El pensamiento anarquista bebía de muy diversas fuentes y tradiciones, con
figuras destacadas como William Godwin, Max Stirner, Pierre-Joseph Proudhon, Mijaíl
Bakunin, el príncipe Kropotkin o Eliseo Reclus, entre otros. Todos ellos contribuyeron a
la formulación de las ideas centrales del pensamiento anarquista: la exaltación de la
libertad y la autonomía individual, el rechazo de todo poder y de toda autoridad
coactiva, el ateísmo radical, el énfasis en la educación popular, la creación de una
sociedad libre de productores, sin gobierno ni sistemas legislativos, como meta final. La
gran figura del anarquismo decimonónico fue, sin duda, el ruso Mijaíl Bakunin (18141876), rival de Marx en la I Internacional, como ya se ha mencionado.
Bakunin rechazaba frontalmente la autoridad del Estado porque consideraba que
éste es siempre represivo, y abogaba por la desaparición de los ejércitos por el mismo
motivo. Su concepción sobre la revolución se alejaba de la de los marxistas al confiar en
que la sociedad capitalista sería derribada por la acción revolucionaria espontánea de las
masas, y en especial del campesinado. No es extraño que el anarquismo contara con
numerosos seguidores en países de extensa base agraria, como Rusia, España o Italia. El
anarco-colectivismo de Bakunin proponía una sociedad en la que los trabajadores se
asociarían libremente en comunas, pequeñas comunidades autogestionadas con
propiedad colectiva de los medios de producción. Las comunas podrían federarse con
otras entidades similares.
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En
la
comuna
bakuninista
el
esfuerzo
personal
se
remuneraría
proporcionalmente, siguiendo la fórmula “a cada uno según su trabajo”. Para los críticos
de Bakunin, esto abría el camino a la reproducción de las desigualdades y de una
burocracia –siempre sospechosa, como todo instrumento de poder- encargada de la
distribuir los beneficios de la producción. Kropotkin (1842-1921) propuso por ello el
modelo alternativo del anarco-comunismo o comunismo libertario, en el que no se
redistribuye según el trabajo realizado, sino siguiendo la siguiendo el lema “a cada uno
según su necesidad”.
La disolución de la I Internacional y el declive de las aspiraciones universales
del movimiento obrero dieron paso entre 1875 y 1914 al surgimiento de tendencias
nacionales, muchas de las cuales se inspiraron en el pensamiento marxista para impulsar
la creación de partidos socialistas. De este modo en 1875 se creaba el Partido Obrero
Socialista de Alemania (posteriormente Partido Socialdemócrata Alemán) a partir de la
fusión de la Asociación General de Trabajadores Alemanes con los marxistas. En
España surgía en 1879 el Partido Socialista Obrero Español y en Gran Bretaña el
Independent Labour Party (1893) y el Partido Laborista (1906). Otros partidos
socialistas se organizaron, igualmente, en países como Bélgica, Holanda, Austria o
Suecia.
Los partidos socialistas consiguieron atraer a un gran número de trabajadores a
sus filas y en la segunda década del siglo XX contaban ya con una representación
parlamentaria importante –de entre el 20 y el 40% de los diputados- en Alemania,
Francia, Austria, Suecia, Italia y Holanda. El obrerismo socialista se había diversificado
para entonces no solo en variantes nacionales sino también en tendencias diferentes
dentro de varios países. En el socialismo alemán se podía identificar la tendencia
revisionista de Eduard Bernstein, la centrista de Karl Kautsky y la vía revolucionaria de
Rosa Luxemburgo y Karl Liebnecht. En el socialismo francés convivieron el
posibilismo de Paul Brousse, el blanquismo continuador del pensamiento de Louis
Auguste Blanqui, y el socialismo marxista de Jules Guesde y Jean Jaurès, fundador del
periódico L’Humanité.
Junto con la acción política, el movimiento obrero contaba con la vía sindical
para mejorar las condiciones de los trabajadores, estableciéndose relaciones muy
diversas en cada país entre los partidos y los sindicatos En España se fundó la Unión
General de Trabajadores (UGT, 1888) de orientación socialista y la Confederación
Nacional del Trabajo (CNT, 1921) anarcosindicalista, en Francia surgió la
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Confederación General del Trabajo (CGT, 1895), en Italia la socialista Confederazione
Generale del Lavoro (CGL) y posteriormente la anarcosindicalista Unione Sindicale
Italiana (USI), etc.
En 1889 representantes de partidos socialistas nacionales reunidos en París
decidieron reconstruir la Internacional. Surgió así la II Internacional o Internacional
Socialista (1889-1920) como unión flexible de partidos socialistas –resolviendo de este
modo la cuestión de la autonomía de las distintas organizaciones integradas en su senocon exclusión de los anarquistas. La II Internacional mantuvo su cohesión interna
mediante la celebración de congresos y la creación de una estructura permanente en
Bruselas, con un buró al que pertenecieron figuras de la talla de Lenin, Kautsky,
Guesde, Clara Zetkin o el español Pablo Iglesias.
Algunos debates importantes que recorrieron la existencia de la II Internacional
fueron los relativos a la posibilidad de que los socialistas colaboraran con la izquierda
burguesa en la formación de gobiernos nacionales, el recurso a la huelga general como
instrumento político, la posición ante el colonialismo y la actitud de los socialistas en
caso de guerra en Europa. El estallido de la Primera Guerra Mundial supuso un golpe
mortal para el internacionalismo y el antibelicismo de esta organización, porque en cada
país los socialistas apoyaron la movilización militar decretada por los gobiernos. El
Congreso de Zimmerwald (1915) confirmó la fractura en el seno de la II Internacional,
acrecentada después por las controversias entre el partico pacifista y los izquierdistas de
Lenin, y por los enfrentamientos entre los socialistas y los comunistas rusos. En 1919
los comunistas acabarían por escindirse de la II Internacional, y optaron por constituir
partidos propios siguiendo el modelo bolchevique leninista, agrupándose en la recién
creada III Internacional.
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