LIBRO – Michael Punke - Aullidos de la Calle

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Índice
1 de septiembre de 1823
PARTE I
Capítulo Uno: 21 de agosto de 1823
Capítulo Dos: 23 de agosto de 1823
Capítulo Tres: 24 de agosto de 1823
Capítulo Cuatro: 28 de agosto de 1823
Capítulo Cinco: 30 de agosto de 1823
Capítulo Seis: 31 de agosto de 1823
Capítulo Siete: 2 de septiembre de 1823, por la
mañana
Capítulo Ocho: 2 de septiembre de 1823, por la
tarde
Capítulo Nueve: 8 de septiembre de 1823
Capítulo Diez: 15 de septiembre de 1823
Capítulo Once: 16 de septiembre de 1823
Capítulo Doce: 17 de septiembre de 1823
Capítulo Trece:5 de octubre de 1823
Capítulo Catorce: 6 de octubre de 1823
Capítulo Quince: 9 de octubre de 1823
PARTE II
Capítulo Dieciséis: 29 de noviembre de 1823
Capítulo Diecisiete: 5 de diciembre de 1823
Capítulo Dieciocho: 6 de diciembre de 1823
Capítulo Diecinueve: 8 de diciembre de 1823
Capítulo Veinte: 15 de diciembre de 1823
Capítulo Veintiuno: 31 de diciembre de 1823
Capítulo Veintidós: 27 de febrero de 1824
Capítulo Veintitrés: 6 de marzo de 1824
Capítulo Veinticuatro: 7 de marzo de 1824
Capítulo Veinticinco: 28 de marzo de 1824
Capítulo Veintiséis: 14 de abril de 1824
Capítulo Veintisiete: 28 de abril de 1824
Capítulo Veintiocho: 7 de mayo de 1824
Nota histórica
Agradecimientos
Bibliografía clave
Créditos
A mis padres,
Marilyn y Butch Punke
No se venguen
ustedes
mismos, sino
dejen lugar a
la ira de Dios;
porque escrito
está: Mía es la
venganza, yo
pagaré, dice el
Señor.
Romanos 12, 18-20
1 de septiembre de 1823
Iban a abandonarlo. El herido lo supo cuando el
chico bajó la vista y luego la desvió a lo lejos,
evitando sostenerle la mirada. Durante días, este
último había discutido con el hombre del sombrero
de piel de lobo. «¿De veras pasaron días?» El
herido luchaba contra la fiebre y el dolor sin estar
nunca seguro de si las conversaciones que
escuchaba eran reales o producto del delirio de su
mente.
Elevó la vista hacia la formación rocosa que
había en el claro. De alguna manera, un pino
solitario y torcido se las arregló para crecer en la
escarpada pared de piedra. Lo había notado varias
veces, aunque nunca como en aquel momento,
cuando sus líneas perpendiculares parecían formar
una cruz. Por primera vez, aceptó que moriría en
ese claro junto al manantial.
Se sintió extrañamente desconectado de la
escena, en la que interpretaba el papel principal.
Por un instante se preguntó qué haría él si se
encontrara en su situación. Si permanecían en el
arroyo y sus enemigos los atacaban, todos
morirían. «¿Daría mi vida por ellos… si de todas
maneras fueran a morir?»
—¿Estás seguro de que vienen arroyo arriba?
—La voz del chico se quebró al decirlo. Podía
impostar un tono grave la mayor parte del tiempo,
pero había momentos en que no lograba controlar
el timbre de su voz.
El hombre de la piel de lobo se inclinó junto
a la pequeña rejilla cerca del fuego, y guardó las
tiras de carne de venado, parcialmente secas, en su
alforja.
—¿Quieres quedarte a averiguarlo?
El herido intentó hablar. Sintió de nuevo un
dolor agudo en la garganta. El sonido salió, pero
no pudo darle forma y convertirlo en las palabras
que quería pronunciar.
El hombre de la piel de lobo lo ignoró y
siguió reuniendo sus escasas pertenencias. El
chico se dio la vuelta.
—Intenta decir algo.
Se hincó sobre una rodilla para escuchar
mejor. Incapaz de hablar, el herido levantó el
brazo que podía mover y señaló.
—Quiere su fusil —dijo el chico—. Quiere
que lo acomodemos con su fusil.
El hombre de la piel de lobo recorrió el
espacio que lo separaba de ellos con pasos
rápidos y calculados. Pateó con fuerza al chico en
la espalda.
—¡Muévete, maldita sea!
Luego se inclinó sobre el herido, quien
agonizaba junto a su exigua pila de pertenencias:
una bolsa de caza, un cuchillo guardado en una
funda decorada con cuentas, un hacha pequeña, un
fusil y un cuerno de pólvora. Mientras el herido lo
observaba, incapaz de hacer nada, el hombre de la
piel de lobo estiró la mano para quitarle la bolsa
de caza. Sustrajo el pedernal y el raspador de
metal y los echó en el bolsillo frontal de su sayo
de cuero. Tomó el cuerno y se lo echó al hombro.
El hacha se la acomodó detrás de su ancho cinto
de cuero.
—¿Qué haces? —preguntó el chico.
El hombre se agachó de nuevo, tomó el
cuchillo y se lo lanzó al chico.
—Toma esto. —El chico lo atrapó y
contempló horrorizado la funda que tenía en la
mano. Solo quedaba el fusil. El hombre de la piel
de lobo lo levantó y lo revisó con rapidez para
asegurarse de que estaba cargado.
—Lo siento, viejo Glass. Todo esto ya no te
servirá de mucho.
El chico estaba estupefacto.
—No podemos dejarlo sin sus cosas.
El hombre miró hacia arriba durante un
instante y luego desapareció en el bosque.
El herido contempló fijamente al chico, quien
se quedó ahí por un largo momento, sosteniendo el
cuchillo. Su cuchillo. Finalmente el chico miró
hacia el frente. Al principio pareció que iba a
decir algo. En vez de eso, se dio la vuelta y se
echó a correr hacia los pinos.
Él se quedó contemplando el espacio entre
los árboles por donde los hombres habían
desaparecido. Estaba lleno de rabia; lo consumía
como el fuego envuelve las agujas de un pino. No
había nada en el mundo que deseara más que
rodear sus cuellos con las manos y estrangularlos
hasta matarlos.
Por instinto comenzó a gritar, olvidándose de
nuevo de que su garganta no producía palabras,
solo dolor. Se incorporó apoyándose sobre el
codo izquierdo. Podía doblar ligeramente el brazo
derecho, pero este no resistiría ningún peso. El
movimiento hizo que descargas de dolor atroces le
recorrieran el cuello y la espalda. Sintió que la
piel se le tensaba en las toscas suturas. Se miró la
pierna, fuertemente envuelta en los restos de una
camisa vieja manchada de sangre. No podía usar
el muslo para moverla.
Haciendo acopio de toda su fuerza, rodó con
pesadez hasta colocarse boca abajo. Sintió que una
sutura se le reventaba y notó la cálida humedad de
la sangre fresca en su espalda. El dolor disminuyó
hasta no ser nada comparado con la fuerza de su
rabia.
Hugh Glass comenzó a arrastrarse.
PARTE I
Uno
21 de agosto de 1823
-El barco de Saint Louis llegará cualquier día de
estos, monsieur Ashley —repitió el corpulento
francés con insistencia, aunque en un tono paciente
—. Le vendería con gusto todo el contenido de la
embarcación a la Compañía Peletera de Rocky
Mountain, pero no puedo venderle algo que no
tengo.
William H. Ashley azotó su taza metálica
sobre las toscas tablas de la mesa. Su barba gris
cuidadosamente arreglada no ocultaba la tensión
de su quijada. Además, por más que la apretara,
esta no parecía capaz de contener otro arranque
causado por el hecho de enfrentar lo que detestaba
más que cualquier otra cosa: esperar.
El francés, cuyo inverosímil nombre era
Kiowa Brazeau, lo observaba con inquietud
creciente. La presencia de Ashley en su remoto
establecimiento comercial ofrecía una oportunidad
inusual, y Kiowa sabía que el manejo exitoso de
esa relación podía establecer una base permanente
para su empresa. Ashley era un hombre importante
en los negocios y la política de Saint Louis, un
hombre que tenía tanto la visión para llevar el
comercio al oeste como el dinero para hacerlo
realidad. «El dinero de otros», como decía Ashley.
Dinero asustadizo. Dinero nervioso. Dinero que
huiría fácilmente de una empresa arriesgada a otra.
Kiowa lo miró de soslayo desde detrás de sus
gruesos lentes; aunque su visión no era aguda,
tenía buen ojo para leer a la gente.
—Si me lo permite, monsieur Ashley, quizá
pueda ofrecerle un consuelo mientras esperamos
mi barco.
Ashley no dio señales afirmativas, pero
tampoco retomó su diatriba.
—Tengo que solicitar más provisiones de
Saint Louis —dijo Kiowa—. Mañana enviaré a un
mensajero que vaya río abajo en canoa. Puede
llevar un mensaje suyo a su sindicato. Puede
tranquilizarlos antes de que los rumores sobre la
debacle del coronel Leavenworth echen raíces.
Ashley suspiró profundamente y dio un largo
trago a su cerveza agria, resignado a soportar este
último retraso ante la falta de alternativas. Le
gustara o no, el consejo del francés era sensato.
Necesitaba tranquilizar a sus inversionistas antes
de que las noticias de la batalla corrieran sin
control por las calles de Saint Louis.
Kiowa vio su oportunidad y reaccionó con
rapidez para mantenerlo en un rumbo productivo.
El francés consiguió pluma, tinta y papel, y los
acomodó frente a Ashley, rellenándole la taza
metálica de cerveza.
—Lo dejaré para que trabaje, monsieur —
dijo, alegrándose por tener la oportunidad de
retirarse.
A la tenue luz de una vela de sebo, Ashley
escribió hasta muy entrada la noche.
Señor James D. Pickens
Pickens e Hijos
Saint Louis
Estimado Señor Pickens,
Tengo la desafortunada responsabilidad de
informarle sobre los acontecimientos de las últimas
dos semanas. Por su naturaleza, estos eventos
deben alterar, aunque no impedir, nuestra empresa
en el alto Missouri.
Como probablemente ya sabe, los hombres
de la Compañía Peletera de Rocky Mountain
fueron atacados por los arikara después de un
intercambio de buena voluntad por sesenta
caballos. Los arikara atacaron sin ser provocados,
matando a dieciséis de nuestros hombres, hiriendo
a una docena y robándose los caballos que habían
fingido vendernos el día anterior.
Debido a este ataque, me vi forzado a
retirarme río abajo y a solicitar la ayuda del
coronel Leavenworth y del Ejército de los Estados
Unidos como respuesta a esta clara afrenta al
soberano
derecho
de
los
ciudadanos
norteamericanos a cruzar el río Missouri sin
trabas. También solicité apoyo de nuestros propios
hombres, quienes se me unieron (comandados por
el capitán Andrew Henry) corriendo un grave
peligro, desde su posición en el Fuerte Unión.
El 9 de agosto enfrentamos a los arikara con
la fuerza conjunta de setecientos hombres,
incluyendo
doscientos
de
confianza
de
Leavenworth (con dos cañones) y cuarenta
hombres de la RMJ Co. También fueron nuestros
aliados, aunque temporalmente, cuatrocientos
guerreros sioux, cuya hostilidad hacia los arikara
hunde sus raíces en un rencor histórico cuyo
origen desconozco.
No hace falta decir que nuestras fuerzas
unidas eran más que suficientes para cubrir el
terreno, castigar a los arikara por su traición y
reabrir el Missouri para nuestra empresa. Que
tales resultados no se concretaran se lo debemos al
carácter inestable del coronel Leavenworth.
Los detalles del desafortunado encuentro
pueden esperar a mi regreso a Saint Louis, pero
baste decir que la constante renuencia del coronel
a enfrentar a un enemigo inferior permitió que toda
la tribu arikara se nos fuera de las manos, lo que
derivó en el cierre definitivo del Missouri entre el
Fuerte Brazeau y las aldeas mandan. En algún
punto entre ambos lugares hay novecientos
guerreros arikara, recién atrincherados sin duda, y
con el nuevo objetivo de frustrar cualquier intento
de remontar el Missouri.
El coronel Leavenworth ha vuelto a
acuartelarse en el Fuerte Atkinson, donde sin duda
pasará el invierno frente a un cálido fogón,
meditando sus opciones con cuidado. No planeo
esperarlo. Nuestra empresa, como usted sabe, no
puede permitirse perder ocho meses.
Ashley se detuvo para leer su texto, inconforme
con su tono hosco. La carta reflejaba su ira, pero
no expresaba su emoción predominante: un
optimismo fundamental, una fe inquebrantable en
su propia capacidad para alcanzar el éxito. Dios lo
había puesto en un jardín de abundancia infinita,
una tierra de Gosén donde cualquier hombre podía
prosperar con solo tener el valor y la fuerza para
intentarlo. Las debilidades de Ashley, que
confesaba con franqueza, eran simples barreras a
superar con alguna creativa combinación de sus
fortalezas. Ashley preveía contratiempos, pero no
toleraría el fracaso.
Debemos voltear esta desavenencia a nuestro
favor, seguir presionando mientras nuestros
competidores se detienen. Con el Missouri
definitivamente cerrado, decidí enviar a dos
grupos al oeste por una ruta alterna. Al capitán
Henry ya lo he enviado por el río Grand. Lo
remontará tan lejos como sea posible y volverá al
Fuerte Unión. Jedidiah Smith enviará una segunda
tropa por el Platte; su destino serán las aguas de la
Gran Cuenca.
Sin duda, usted comparte mi intensa
frustración ante este retraso. Ahora debemos
reaccionar con audacia para recuperar el tiempo
perdido. Le he dado instrucciones a Henry y Smith
de que no deben regresar a Saint Louis con el
producto de la caza de la primavera. En vez de eso,
nosotros debemos ir por ellos; nos encontraremos
en el campo para intercambiar sus pieles por
provisiones frescas. De esta manera, podemos
ahorrarnos cuatro meses y saldar al menos una
parte de nuestra deuda con el reloj. Mientras
tanto, propongo la creación de una nueva tropa
peletera en Saint Louis, la cual saldrá en
primavera dirigida por mí personalmente.
Los restos de la vela chisporrotearon y escupieron
un maloliente humo negro. Ashley levantó la vista,
consciente de pronto de la hora y de su profunda
fatiga. Hundió la punta de la pluma en la tinta y
volvió a su correspondencia, escribiendo con
firmeza y rapidez al llevar el reporte a su
conclusión.
Le solicito encarecidamente que le comunique a
nuestro sindicato, en los términos más
convincentes, mi absoluta confianza en el
inevitable éxito de nuestra empresa. La Providencia
nos ha puesto frente a una gran recompensa, y
debemos reunir el valor para reclamar la parte que
nos corresponde por derecho.
Su muy humilde servidor,
William H. Ashley
Dos días después, el 16 de agosto de 1823, el
barco de Kiowa Brazeau llegó desde Saint Louis.
William Ashley abasteció a sus hombres y los
envió al oeste ese mismo día. El primer
rendezvous se programó para el verano de 1824;
el lugar sería comunicado por los mensajeros.
Sin entender por completo el significado de
sus propias decisiones, William H. Ashley había
inventado el sistema de rendezvous, que definiría
esa era.
Dos
23 de agosto de 1823
Once
hombres se instalaron sin fuego en el
campamento. Aprovecharon un pequeño dique en
el río Grand, pero el terreno ofrecía poco desnivel
para ocultar su posición. El humo habría señalado
su presencia a kilómetros de distancia, y el sigilo
era el mejor aliado de los tramperos ante otro
ataque. La mayoría usó la última hora de luz para
limpiar su fusil, reparar sus mocasines o comer. El
chico durmió desde el momento en que se
detuvieron, como un bulto arrugado de
extremidades largas y ropas maltrechas.
Los hombres se acomodaron en grupos de tres
o cuatro, amontonados en la ladera, agazapados en
una roca o junto a una mata de salvia, como si
estos mínimos salientes pudieran protegerlos.
La habitual charla del campamento había
disminuido tras la calamidad del Missouri y se
extinguió por completo tras el segundo ataque,
hacía solo tres noches. Cuando hablaban, lo hacían
en susurros y en tono pensativo, como muestra de
respeto a los camaradas que yacían muertos en el
camino y conscientes de los peligros que los
aguardaban.
—¿Crees que sufrió, Hugh? No puedo
sacarme de la cabeza que todo ese tiempo estuvo
sufriendo sin parar.
Hugh Glass miró a William Anderson, el
hombre que había hecho la pregunta. Reflexionó un
momento antes de responder.
—No creo que tu hermano sufriera.
—Era el mayor. Cuando nos fuimos de
Kentucky, nuestros padres le pidieron que me
cuidara. A mí no me dijeron nada. Ni se lo habrían
imaginado.
—Hiciste cuanto pudiste por tu hermano,
Will. Es una verdad difícil de aceptar, pero ya
estaba muerto cuando esa bala lo alcanzó hace tres
días.
Otra voz habló desde las sombras junto a la
orilla.
—Ojalá lo hubiéramos enterrado entonces, en
vez de arrastrarlo durante dos días. —Quien
hablaba se puso en cuclillas; en la creciente
oscuridad su rostro revelaba pocos rasgos a
excepción de una barba oscura y una cicatriz
blanca. Esta comenzaba cerca de la comisura de su
boca y bajaba dibujando una curva al final, como
un anzuelo. Era aún más llamativa por el hecho de
que no le crecía pelo en ese tejido, lo que abría
una permanente mueca de desdén en su barba.
Mientras hablaba, trabajaba con la mano derecha
en la gruesa hoja de un cuchillo desollador sobre
una piedra de afilar; sus palabras se mezclaban
con el lento y rasposo rechinido.
—Cierra la boca, Fitzgerald, o juro sobre la
tumba de mi hermano que te arrancaré la maldita
lengua.
—¿La tumba de tu hermano? No es realmente
una tumba, ¿no crees?
De pronto los hombres que estaban cerca
pusieron atención, sorprendidos ante esa conducta,
aunque viniera de Fitzgerald.
Él lo sintió y eso renovó sus bríos.
—Es más bien un montón de piedras. ¿Crees
que aún esté allí, pudriéndose? —Fitzgerald hizo
una pausa, y el único sonido que se oía era el
tallar de la hoja sobre la piedra—. Personalmente,
lo dudo. —Esperó de nuevo, sopesando el efecto
de sus palabras mientras las pronunciaba—. Claro,
ojalá que las piedras pudieran mantener alejadas a
las alimañas. Pero creo que los coyotes andan
arrastrando sus pedazos por…
Anderson se abalanzó sobre Fitzgerald con
las manos extendidas.
Mientras se levantaba, este último alzó la
pierna con agilidad para responder al ataque, de
manera que recibió toda la fuerza del golpe en la
espinilla y esta se le clavó en la entrepierna a
Anderson. La patada lo dobló por mitad, como si
una soga invisible lo hubiera jalado del cuello
hacia sus rodillas. Fitzgerald golpeó con la rodilla
el rostro del hombre indefenso y Anderson cayó
hacia atrás.
Fitzgerald se movía con mucha agilidad para
alguien de su tamaño. De un salto, apoyó su rodilla
en el pecho del hombre, que sangraba y jadeaba.
Le puso el cuchillo en el cuello.
—¿Quieres reunirte con tu hermano? —
Fitzgerald apretó el cuchillo hasta que su hoja
trazó una delgada línea de sangre.
—Fitzgerald —dijo Glass en un tono
tranquilo pero autoritario—. Basta.
Fitzgerald levantó la mirada. Buscó una
respuesta al desafío de Glass al tiempo que veía
con satisfacción el grupo de hombres que lo
rodeaban, testigos de la patética posición de
Anderson. Decidió que lo mejor era cantar
victoria. Ya se las vería con Glass otro día. Retiró
el cuchillo de la garganta de Anderson y lo metió
en la funda decorada con cuentas de su cinturón.
—No comiences cosas que no puedes
terminar, Anderson. La próxima vez yo las
terminaré por ti.
El capitán Andrew Henry se abrió paso entre
el círculo de espectadores. Tomó a Fitzgerald por
detrás y lo lanzó de espaldas, empujándolo con
fuerza hacia el dique.
—Una pelea más y estás fuera, Fitzgerald. —
Henry señaló más allá del perímetro del
campamento, hacia el horizonte distante—. Si
tienes ganas de joder puedes irte por tu cuenta, a
ver si sobrevives.
El capitán miró a su alrededor, hacia el resto
de los hombres.
—Mañana cubriremos sesenta y cinco
kilómetros. Desperdician su tiempo si no están
dormidos ya. Ahora, ¿quién hará la primera
guardia? —Nadie se ofreció. Los ojos de Henry se
detuvieron en el chico ajeno al escándalo. Henry
dio algunos pasos decididos hacia su cuerpo
contraído.
—Levántate, Bridger.
El chico se levantó de un salto con los ojos
muy abiertos mientras, sorprendido, hacía un
rápido movimiento para tomar su arma. El oxidado
mosquete de percusión había sido un anticipo de
su salario, junto con un amarillento cuerno para
pólvora y un puño de pedernales.
—Te quiero a cien metros río abajo. Busca un
punto elevado junto a la orilla. Puerco, haz lo
mismo río arriba. Fitzgerald, Anderson, ustedes
harán la segunda guardia.
Fitzgerald había hecho guardia la noche
anterior. Por un momento pareció que iba a
protestar por el reparto de tareas, pero lo pensó
mejor y se quedó enfurruñado en una orilla del
campamento. El chico, aún desorientado, avanzó a
trompicones por las rocas que cubrían la ribera y
desapareció en la oscuridad cobalto, lejos de la
brigada.
El hombre al que llamaban «Puerco» nació
con el nombre de Phineous Gilmore en una granja
sucia y pobre de Kentucky. Su apodo no ocultaba
ningún misterio: era enorme y sucio. Olía tan mal
que confundía a las personas. Cuando notaban su
hedor, miraban a su alrededor buscando la fuente,
tan imposible parecía que pudiera provenir de un
ser humano. Incluso los tramperos, quienes no
tenían un interés especial en la limpieza, se
esforzaban por tener el viento a su favor si estaban
junto a él. Tras ponerse de pie con lentitud, Puerco
se colgó el rifle al hombro y se dirigió río arriba.
Pasó menos de una hora antes de que la luz
del día se esfumara por completo. Glass observó
al capitán Henry volver de una intranquila revisión
a los guardias. Bajo la luz de la luna, buscó su
camino entre los hombres dormidos, y Glass se dio
cuenta de que él y Henry eran los únicos que
estaban despiertos. El capitán eligió el espacio
junto a Glass y se apoyó en su rifle mientras tendía
su largo cuerpo en la tierra. Al recostarse, sus pies
cansados se liberaron del peso, pero él no logró
aliviar la presión que lo oprimía con más fuerza.
—Quiero que tú y Black Harris hagan una
exploración mañana —dijo el capitán.
Glass levantó la vista, decepcionado por no
poder atender el llamado imperioso del sueño.
—Encuentren algo que cazar entrada la tarde.
Nos arriesgaremos a encender un fuego. —Henry
bajó la voz, como si fuera a hacer una confesión
—. Estamos muy retrasados, Hugh. —Dio a
entender que planeaba seguir hablando por un rato.
Glass se estiró para tomar su rifle. Si no iba a
dormir, lo mejor que podía hacer era ocuparse de
su arma. Se le mojó cuando cruzaron el río aquella
tarde y quería aplicarle grasa fresca al mecanismo
del gatillo.
—El frío llegará con fuerza a principios de
diciembre —continuó el capitán—. Necesitaremos
dos semanas para almacenar carne. Si no estamos
en el Yellowstone antes de octubre, no habrá caza
de otoño.
Si el capitán Henry estaba atormentado por
las dudas, lo imponente de su presencia física no
acusaba ninguna debilidad. La banda de cuero
barbado de su sayo de piel de venado había
dejado una marca en sus anchos hombros y su
pecho, huellas de su antigua profesión como jefe
minero en el distrito de Sainte Geneviève de
Missouri. Tenía la cintura estrecha, donde llevaba
un soporte para revólver y un gran cuchillo en un
grueso cinturón de cuero. Sus pantalones eran de
ante hasta la rodilla, y de ahí hacia abajo de lana
roja. Habían sido especialmente confeccionados
en Saint Louis y eran una muestra de su contacto
con la naturaleza. El cuero ofrecía una excelente
protección, pero en el agua se volvía pesado y
frío. La lana, en cambio, se secaba rápidamente y
retenía el calor aun estando mojada.
Aunque dirigía una brigada variopinta, al
menos podía regodearse en el hecho de que lo
llamaran «capitán». A decir verdad, Henry sabía
que el título era un truco. Su banda de tramperos
no tenía nada que ver con el ejército y mostraba
poco respeto por cualquier institución. Aun así,
Henry era el único que había pisado y trampeado
Three Forks. Si bien el título no significaba nada,
la experiencia era su auténtico valor.
El capitán se detuvo, esperando que Glass
hiciera alguna señal. Glass alzó los ojos,
apartándolos de su fusil. Fue una mirada breve,
porque había desarmado la guarda elegantemente
decorada que cubría el gatillo doble de su rifle.
Tomó los dos tornillos con cuidado, temiendo
tirarlos en la oscuridad.
Esa breve mirada fue suficiente para animar a
Henry a continuar.
—¿Te he contado alguna vez sobre
Drouillard?
—No, capitán.
—¿Sabes quién era?
—George Drouillard, ¿el del Cuerpo de
Descubrimiento?
Henry asintió con la cabeza.
—Fue uno de los hombres de Lewis y Clark,
uno de los mejores, explorador y cazador. En 1809
se enlistó con un grupo que dirigí…, que él
dirigió, en realidad…, a Three Forks. Teníamos
cien hombres, pero Drouillard y Colter eran los
únicos que habían estado allí antes.
»Encontramos
tantos
castores
como
mosquitos. Casi ni teníamos que atraparlos,
podíamos salir por ellos con un palo. Pero tuvimos
problemas con los pies negros desde el principio.
Cinco hombres fueron asesinados antes de que
pasaran dos semanas. Tuvimos que acuartelarnos,
no podíamos enviar equipos de caza.
»Drouillard se refugió allí con nosotros
durante una semana antes de decir que estaba harto
de no moverse. Salió al día siguiente y volvió con
veinte pieles de castor.
Glass le prestó toda su atención al capitán.
Todos los habitantes de Saint Louis conocían
alguna versión de la historia de Drouillard, pero
Glass nunca había escuchado una de primera
mano.
—Lo hizo dos veces, salir y volver con un
montón de pieles. Lo último que dijo antes de irse
por tercera vez fue: «La tercera es la vencida». Se
fue y escuchamos dos disparos media hora
después, uno de su rifle y otro de su revólver. El
segundo estruendo debió de ser él disparándole a
su caballo, intentando hacer una barrera. Fue allí
donde lo encontramos, detrás del animal. Debía de
haber veinte flechas entre ellos. Los pies negros
las enterraron para enviarnos un mensaje. Además
lo hicieron pedazos con un hacha, le cortaron la
cabeza.
El capitán hizo otra pausa, rascando la tierra
frente a él con una vara afilada.
—No dejo de pensar en él.
Glass buscó palabras de apoyo. Antes de que
pudiera decir nada, el capitán preguntó:
—¿Cuánto más crees que este río siga hacia
el oeste?
Glass observó con atención, buscando los
ojos del capitán.
—Comenzaremos a mejorar nuestro tiempo,
capitán. Podemos seguir el Grand por ahora.
Conocemos el norte y el oeste del Yellowstone.
A decir verdad, Glass tenía grandes dudas
sobre el capitán. El infortunio parecía rondarlo
como el humo al fuego.
—Tienes razón —dijo el capitán, y luego lo
repitió como si intentara convencerse a sí mismo
—. Claro que tienes razón.
Aunque este conocimiento nacía de la
calamidad, el capitán Henry conocía la geografía
de las Montañas Rocosas mejor que casi ningún
otro hombre vivo. Glass era un llanero
experimentado, pero nunca había puesto un pie en
el alto Missouri. Aun así, Henry encontró
seguridad y tranquilidad en la voz de Glass.
Alguien le había dicho que Glass fue marino en su
juventud. Incluso corría un rumor de que fue
prisionero del pirata Jean Lafitte. Quizá eran los
años que pasó en la desolada extensión del mar
abierto los que le permitían estar cómodo en la
monótona llanura entre Saint Louis y las Montañas
Rocosas.
—Tendremos suerte si los pies negros no han
acabado con todo el grupo del Fuerte Unión. Los
hombres que dejé allí no son exactamente los
mejores. —El capitán siguió con su conocido
catálogo de preocupaciones. Y siguió y siguió
hasta muy entrada la noche. Glass sabía que era
suficiente con escuchar. De vez en vez levantaba la
mirada o soltaba un gruñido, pero principalmente
permanecía concentrado en su fusil.
El fusil de Glass era el único lujo de su vida,
y cuando untaba grasa en el mecanismo de resortes
del delicado gatillo, lo hacía con la ternura y el
cuidado que otros hombres reservarían para una
esposa o un hijo. Era un Anstadt, conocido como
«fusil de chispa de Kentucky». Como la mayoría
de las mejores armas de su tiempo, fue hecho por
los artesanos alemanes de Pensilvania. El cañón
octagonal tenía una inscripción en la base con el
nombre de su creador, «Jacob Anstadt», y el lugar
de su manufactura, «Kutztown, Pensilvania». El
cañón era corto, de solo noventa centímetros. Los
rifles clásicos de Kentucky eran más largos,
algunos con cañones de hasta ciento treinta
centímetros. A Glass le gustaba un arma más corta
porque más corta significaba más ligera, y más
ligera significaba más fácil de cargar. En los
escasos momentos en que podía ir montado, un
arma más corta era más fácil de manejar a lomos
de un caballo. Además, los pliegues expertamente
manufacturados en el interior del cañón del
Anstadt lo hacían mortalmente certero, aun sin el
cañón largo. El sensible gatillo mejoraba su
precisión, permitiendo la descarga con el más
ligero toque. Con una poderosa carga de
doscientos granos de pólvora negra, el Anstadt
podía lanzar una bala calibre .53 a casi doscientos
metros.
Su experiencia en las llanuras del oeste le
había enseñado a Glass que el desempeño de su
rifle podía significar la diferencia entre la vida y
la muerte. Claro que la mayoría de los hombres en
la tropa tenían armas confiables. Era la elegante
belleza del Anstadt lo que distinguía a su arma.
Era la belleza que otros hombres notaban
cuando preguntaban, como era habitual, si podían
sostener el fusil. El nogal de las cachas, duro
como hierro, hacía una elegante curva a la altura
de la muñeca, pero era lo suficientemente grueso
para absorber el culatazo de una fuerte carga de
pólvora. La culata tenía una caja de repuestos a un
lado y una carrillera tallada al otro. Las cachas
daban vuelta grácilmente en la culata, de manera
que se acomodaba en el hombro como un apéndice
del cuerpo del propio tirador. Estaban teñidas con
los cafés más oscuros, el último tono antes del
negro. Incluso desde una distancia corta, la veta de
la madera era imperceptible, pero en una
inspección más cercana, unas líneas irregulares
parecían arremolinarse, animadas bajo las capas
de barniz aplicado a mano.
Como lujo final, los accesorios metálicos del
rifle eran de plata en vez del acostumbrado latón:
la placa de la culata, la caja de repuestos, el
guardamonte, los mismos gatillos y los adornos
cóncavos en las orillas de la cantonera. Muchos
tramperos martillaban trozos de latón en las
carrilleras de sus rifles como decoración. Glass no
podía imaginar un desfiguro de tan mal gusto en su
Anstadt.
Satisfecho tras limpiar las piezas de su rifle,
Glass devolvió el guardamonte a su ranura original
y reemplazó los dos tornillos que lo sostenían.
Vertió pólvora fresca en la batea bajo el pedernal,
asegurándose de que el arma estuviera presta para
disparar.
De pronto notó que el campamento se había
quedado en silencio, y la pregunta sobre cuándo
había dejado de hablar el capitán cruzó su mente.
Glass miró hacia el centro del campamento. El
capitán estaba dormido y su cuerpo se sacudía de
manera irregular. Al otro lado de Glass, más cerca
del perímetro del campamento, Anderson estaba
recargado contra un trozo de madera. Solo se
escuchaba el tranquilo fluir del río.
El agudo estallido de un fusil de chispa cortó
el silencio. Vino de río abajo, de donde estaba Jim
Bridger, el chico. Los hombres dormidos se
incorporaron
súbitamente,
temerosos
y
confundidos mientras buscaban sus armas y un
lugar donde ocultarse. Una silueta oscura se
precipitó hacia el campamento desde el río. Junto
a Glass, Anderson cargó y levantó su rifle en un
solo movimiento. Glass levantó el Anstadt. La
figura que se movía rápidamente tomó forma a
solo cuarenta metros del campamento. Anderson
miró sobre el cañón, dudando por un instante antes
de jalar el gatillo. En ese mismo instante, Glass
puso el Anstadt bajo los brazos de Anderson y lo
movió hacia arriba. Con fuerza, hizo que el cañón
de Anderson apuntara al cielo mientras la pólvora
estallaba.
La figura que se movía se detuvo en seco ante
la explosión del disparo, lo suficientemente cerca
como para percibir sus ojos abiertos de par en par
y la agitación de su pecho. Era Bridger.
—Yo… Mi… Yo… —Estaba paralizado en
un tartamudeo aterrado.
—¿Qué pasó, Bridger? —quiso saber el
capitán, mirando con atención más allá del chico,
hacia la oscuridad río abajo. Los tramperos se
habían acomodado en un semicírculo defensivo a
espaldas del terraplén. La mayoría había adoptado
una posición de ataque, apoyados sobre una
rodilla con los rifles preparados.
—Lo siento, capitán. No quise disparar.
Escuché un ruido, un golpe entre la maleza. Me
levanté y supongo que el percutor se soltó. Se
disparó solo.
—Más bien te quedaste dormido. —
Fitzgerald desmartilló su fusil y abandonó la
posición sobre su rodilla—. Ahora todos los tipos
que estén de aquí a ocho kilómetros vendrán hacia
nosotros.
Bridger comenzó a hablar, pero buscó en
vano las palabras para expresar lo profundo de su
vergüenza y su arrepentimiento. Se quedó con la
boca abierta, observando con horror a los hombres
que se agrupaban frente a él.
Glass dio un paso adelante, tomando el arma
de las manos de Bridger. Amartilló el mosquete y
jaló el gatillo, atrapando el percutor con el dedo
antes de que el pedernal provocara el disparo.
Repitió la acción.
—Esta arma es un mal chiste, capitán. Dele
un fusil decente y tendremos menos problemas en
las guardias. —Unos cuantos hombres asintieron.
El capitán miró primero a Glass, luego a
Bridger, y dijo:
—Anderson, Fitzgerald…, es su turno.
Los dos hombres tomaron posiciones, uno río
arriba y otro abajo.
Las guardias no fueron necesarias. Nadie
durmió en las pocas horas que quedaban antes de
alba.
Tres
24 de agosto de 1823
Hugh Glass
bajó la mirada para observar el
rastro de pezuñas; las profundas hendiduras eran
tan claras como si estuvieran recién impresas en el
lodo fresco. Dos conjuntos de huellas comenzaban
en la orilla del río, donde el venado debió de
haber bebido antes de avanzar hacia el espeso
refugio de los sauces. El trabajo constante de un
castor había abierto un camino que ahora estaba
marcado por las huellas de muchas otras presas.
Junto a ellas había estiércol apilado, y Glass se
agachó para tocar las bolas del tamaño de un
chícharo: aún estaban tibias.
Glass miró hacia el oeste, donde el sol aún
estaba en lo alto sobre la meseta que formaba el
horizonte distante. Pensó que quedarían tres horas
antes de que anocheciera. Todavía era temprano,
pero al capitán y el resto de los hombres les
tomaría una hora alcanzarlo. Además, era un lugar
ideal para instalar su campamento. El río doblaba
suavemente formando un gran banco de arena y
grava. Más allá de los sauces, un conjunto de
álamos ofrecía refugio para sus fogatas y los
proveía de madera para alimentarlas. Los sauces
eran ideales para hacer rejillas donde ahumar la
carne. Glass vio que había ciruelos desperdigados
entre los sauces; un golpe de suerte. Podían hacer
pemmican moliendo una combinación de fruta y
carne. Miró río abajo. «¿Dónde está Black
Harris?»
En la jerarquía de los retos que los tramperos
enfrentaban día con día, obtener comida era el más
inmediato. Como otros, involucraba un
complicado equilibrio de riesgos y beneficios.
Prácticamente no llevaban nada de comida con
ellos, especialmente desde que abandonaron las
barcazas en el Missouri y siguieron a pie por el
Grand. Unos cuantos hombres aún tenían té o
azúcar, pero la mayoría solo llevaba una bolsa de
sal para conservar la carne. Las presas eran
abundantes en esa parte del Grand y podían comer
carne fresca cada noche. Pero cazarlas significaba
disparar, y el sonido de un fusil se extendería por
kilómetros, revelando su posición a cualquier
enemigo que hubiera en los alrededores.
Desde que dejaron el Missouri, los hombres
se habían apegado a un patrón. Cada día, dos se
adelantaban para explorar. Por el momento su
camino estaba claro: simplemente seguían el
Grand. La principal responsabilidad de los
exploradores era evitar a los indios, escoger un
lugar donde instalar el campamento y encontrar
comida. Cazaban carne fresca cada cierto tiempo.
Después de dispararle a un venado o a la cría
de un búfalo, los exploradores levantaban el
campamento por la tarde. Desangraban la presa,
reunían madera y encendían dos o tres pequeños
fuegos en estrechos hoyos rectangulares. Al ser
más pequeños, producían menos humo que una
única fogata grande, y además ofrecían más
espacio para ahumar la carne y más fuentes de
calor. Si los enemigos los veían en la noche,
fogatas más numerosas creaban la ilusión de que
había más personas.
Una vez que el fuego ardía, los exploradores
destazaban a sus presas, sacaban cortes selectos
para comerlos inmediatamente y hacían tiras
delgadas con el resto. Construían toscas rejillas
con las ramas verdes de los sauces, frotaban las
tiras de carne con un poco de sal y las colgaban
sobre el fuego. No era el tipo de carne seca que
harían en un campamento permanente, que se
conservaría por meses. Pero se conservaba
durante varios días, lo suficiente para subsistir
hasta la siguiente cacería.
Glass salió de los sauces hacia un claro;
sabía que el venado debía de estar más adelante.
Vio a las crías antes de ver a la madre. Eran dos y
avanzaron hacia él con torpeza, chillando como
perros juguetones. Habían nacido en la primavera,
y cinco meses después pesaban unos cuarenta y
cinco kilos cada una. Se lanzaban mordiscos una a
otra mientras iban hacia Glass, y durante un
instante la escena tuvo un toque casi cómico.
Hechizado por las piruetas de las crías, Glass no
levantó la vista hacia la esquina más lejana del
claro, a menos de cincuenta metros. Tampoco
pensó en la clara implicación de su presencia.
De pronto lo supo. Se le encogió el estómago
un instante antes de que el primer rugido
estruendoso atravesara el claro. Las crías se
detuvieron de golpe a menos de tres metros de
Glass, derrapando. Ignorándolas, miró hacia los
matorrales que había al otro lado.
Calculó su tamaño por el ruido antes de
verla. No solo por el crujido de la maleza, que la
madre aplastó como si fuera pasto, sino por el
gruñido mismo, un sonido grave como el de un
trueno o el de un árbol que caía, un bajo que solo
podría emanar de un animal de grandes
dimensiones.
El gruñido fue aumentando mientras ella
entraba al claro, con los ojos negros fijos en Glass
y analizando con la cabeza baja el aroma
desconocido, que ahora se mezclaba con el de sus
crías. Quedó frente a él, con su cuerpo contenido y
tenso como los pesados resortes de una calesa
abierta. Glass se maravilló ante la impresionante
musculatura del animal: los gruesos troncos de sus
patas delanteras se abrían en unos enormes
hombros, y sobre ellos, la brillante joroba la
identificaba como una grizzly.
Glass luchó para controlar su reacción
mientras consideraba sus opciones. Sus reflejos,
claro está, le gritaban que huyera. De vuelta a los
sauces. Dentro del río. Quizá podía bucear y
escapar con la corriente. Pero la osa ya estaba
demasiado cerca para eso, a poco más de treinta
metros. Desesperadamente, buscó con la mirada un
álamo al que trepar; quizá podría subir hasta
donde no pudiera alcanzarlo y dispararle desde
allí. No, los árboles estaban detrás de la osa.
Tampoco los sauces lo ocultarían lo suficiente. Sus
opciones se reducían a una: enfrentarla y disparar.
Tenía una oportunidad de detener a la grizzly con
una bala calibre .53 del Anstadt.
La grizzly se preparó para atacar, rugiendo
con el odio y la rabia de una madre protectora. De
nuevo los reflejos casi obligaron a Glass a darse
la vuelta y correr. Pero la futilidad de la huida fue
obvia en ese mismo instante, cuando la grizzly
disminuyó el espacio que los separaba a una
velocidad impresionante. Glass jaló el percutor a
su máxima potencia y levantó el Anstadt,
observando por el lente con un horror paralizante
que el animal era, a la vez, enorme y ágil. Luchó
contra otro instinto: disparar de inmediato. Glass
había visto a grizzlys soportar media docena de
balas de fusil sin morir. Él tenía un solo tiro.
Tuvo dificultades para enfocar ese blanco en
movimiento que era la cabeza de la osa, incapaz
de alinear su tiro con ella. A diez pasos, la grizzly
se levantó sobre sus patas traseras. Sobrepasaba a
Glass por casi un metro y giró para lanzar el
aterrorizante golpe de sus garras letales. De una
buena vez, Glass apuntó hacia el corazón de la
gran osa y jaló el gatillo.
El pedernal soltó una chispa sobre la
pólvora, disparando el rifle y llenando el aire del
humo y el olor de la pólvora negra que acaba de
explotar. La grizzly rugió cuando la bala entró en
su pecho, pero su ataque no perdió velocidad.
Glass soltó el rifle, inútil ahora, y se estiró para
tomar el cuchillo de la funda de su cinturón. La osa
bajó la pata y Glass sintió con repugnancia sus
garras de quince centímetros enterrándose
profundamente en la carne de su brazo, su hombro
y su garganta. El golpe lo lanzó de espaldas. El
cuchillo se le cayó, y Glass se impulsó
furiosamente, empujando los pies contra la tierra y
buscando inútilmente el cobijo de los sauces.
La grizzly se dejó caer sobre las cuatro patas
quedando sobre él. Glass se hizo un ovillo,
desesperado por proteger su cabeza y su pecho.
Ella le mordió la nuca y lo levantó del suelo,
sacudiéndolo con tal fuerza que Glass se preguntó
si su columna se reventaría. Las garras le arañaron
repetidamente la piel de la espalda y la cabeza.
Glass gritó de dolor. La osa lo soltó; luego hundió
sus dientes profundamente en su muslo y lo
sacudió de nuevo, levantándolo y lanzándolo al
suelo con tal fuerza que él se quedó inmóvil,
consciente pero incapaz de oponer resistencia.
Glass se quedó tendido boca arriba. La
grizzly estaba a su lado sobre sus piernas traseras.
El terror y el dolor se desvanecieron, dando paso
a una horrorizada fascinación por el enorme
animal que soltó un rugido final, el cual se registró
en la mente de Glass como un eco a gran distancia.
Estaba consciente del enorme peso que soportaba.
El aroma frío y húmedo del pelaje de la osa
obnubilaba el resto de sus sentidos. «¿Qué era?»
Buscó en su mente y se detuvo en la imagen de un
perro amarillo, lamiendo el rostro de un chico en
el pórtico de madera de una cabaña.
Sobre él, el cielo bañado por la luz del sol se
volvió negro.
Black Harris escuchó el disparo detrás de una
curva del río, y deseó que Glass hubiera cazado un
venado. Avanzó rápida pero silenciosamente,
consciente de que un disparo podía significar
muchas cosas. Harry comenzó a correr cuando
escuchó el rugido de un oso. Luego escuchó los
gritos de Glass.
En los sauces, Harris encontró las huellas
tanto del venado como de Glass. Echó un vistazo
hacia el camino trazado por un castor, escuchando
con atención. No se oía nada más que el flujo
susurrante del río. Harris apuntó el fusil
apoyándolo sobre su cadera, con el pulgar en el
percutor y el dedo índice cerca del gatillo. Echó
un rápido vistazo al arma que llevaba en el
cinturón, asegurándose de que estaba preparada.
Avanzó hacia los sauces, acomodando en el suelo
cada mocasín con cuidado mientras observaba al
frente. Los chillidos de los oseznos rompieron el
silencio.
En la orilla del claro, Black Harris se detuvo
para observar la escena que tenía frente a él. Una
enorme grizzly estaba tumbada sobre su panza, con
los ojos abiertos, pero muerta. Un osezno estaba
parado sobre sus patas traseras, presionando la
nariz contra la osa, intentando inútilmente
provocar alguna señal de vida. El otro le pegaba a
algo con el hocico, jalándolo con los dientes. De
pronto, Harris se dio cuenta de que era el brazo de
un hombre. «Glass.» Levantó el fusil y le disparó
al osezno más cercano, que cayó sin vida. El
hermano escapó corriendo hacia los álamos y
desapareció. Harris recargó el arma antes de
avanzar.
El capitán Henry y los hombres de la brigada
escucharon los dos disparos y corrieron río arriba.
El primer disparo no le preocupó al capitán, pero
el segundo sí. El primero era de esperarse: Glass
o Harris buscaban presas como lo habían planeado
la noche anterior. Dos disparos con poco tiempo
de diferencia también eran normales. Dos hombres
cazando juntos podían encontrarse con más de una
presa, o el primero en disparar podía fallar. Pero
varios minutos separaban los dos disparos. El
capitán esperó que los cazadores estuvieran
trabajando por separado. Quizá el primero en
disparar había asustado a la presa del segundo. O
quizá habían sido lo suficientemente afortunados
para encontrarse con un búfalo. Los búfalos a
veces se detenían, impávidos ante el estruendo,
permitiéndole al cazador volver a cargar su arma y
elegir un segundo blanco.
—Manténganse juntos. Y revisen sus rifles.
Por tercera vez en unos treinta metros,
Bridger revisó el nuevo fusil que Will Anderson le
había dado.
—Mi hermano ya no lo va a necesitar —fue
todo lo que Anderson le dijo.
En el claro, Black Harris bajó la mirada
hacia el cuerpo del animal. Solo el brazo de Glass
salía por debajo. Harris miró a su alrededor antes
de bajar el rifle, jalando la pierna de la osa en un
intento por moverla. Jadeando, movió al animal lo
suficiente para ver la cabeza de Glass: era un
manojo sangriento de cabello y piel. «¡Jesús!»
Trabajó con prisa, enfrentando el miedo de lo que
encontraría.
Fue hasta el otro lado trepando sobre el
animal para tomar su pata delantera y luego
jalarla, presionando con las rodillas el cuerpo de
la grizzly y haciendo palanca. Después de varios
intentos, logró girar la parte delantera de la osa
hasta que el enorme animal quedó torcido por la
mitad. Luego jaló varias veces la pierna trasera.
Dio un tirón final y la osa cayó sobre su lomo
rodando pesadamente. El cuerpo de Glass estaba
libre. En el pecho de la osa, Black Harris vio la
sangre apelmazada en el lugar donde Glass le
había disparado y atinado.
Black Harris se hincó junto a Glass sin saber
qué hacer. No era por falta de experiencia con los
heridos: les había extraído flechas y balas a tres
hombres, y dos veces le habían disparado a él
mismo. Pero nunca había visto una carnicería
humana como esa, fresca tras el ataque. Glass
estaba hecho trizas de pies a cabeza. Su cuero
cabelludo colgaba de un lado, y Harris tuvo que
tomarse un instante para reconocer los rasgos de
su cara. Lo peor era su garganta. Las garras de la
grizzly habían abierto tres profundas líneas que
comenzaban en el hombro y cruzaban su cuello.
Dos centímetros y medio más y las garras le
habrían cortado la yugular. Como ocurrieron las
cosas, las garras habían abierto su garganta,
rebanando el músculo y dejando expuesto su
esófago. También le habían cortado la tráquea, y
Harris observó, horrorizado, que una enorme
burbuja se formaba en la sangre que brotaba de la
herida. Era la primera señal clara de que Glass
estaba vivo.
Hizo girar suavemente a Glass sobre su
costado para revisar su espalda. No quedaba nada
de su camisa de algodón. La sangre rezumaba
desde las profundas heridas que tenía en el cuello
y el hombro. Su brazo derecho estaba extendido de
forma antinatural. Desde la mitad de la espalda
hasta la cintura, el ataque de las garras de la osa le
dejó profundos cortes paralelos. A Harris le
recordaron los troncos de árbol en los que los
osos marcaban su territorio, solo que estas marcas
estaban grabadas en carne humana en vez de
madera. En la parte de atrás del muslo de Glass, la
sangre escurría a través de sus pantalones de ante.
Harris no tenía idea de por dónde comenzar, y
casi se sintió aliviado de que la herida de la
garganta pareciera mortal de una forma tan obvia.
Arrastró a Glass unos cuantos metros hasta un
lugar con pasto y sombra y lo acomodó
suavemente sobre la espalda. Ignorando la
garganta que burbujeaba, Harris se enfocó en la
cabeza. Glass merecía al menos la dignidad de
cubrise con su cuero cabelludo. Harris vertió agua
de su cantimplora, intentando limpiar tanta tierra
como le fuera posible. La piel estaba tan suelta
que fue casi como reacomodar el sombrero caído
de un hombre calvo. Harris jaló el cuero sobre el
cráneo de Glass, presionando la piel sobre su
frente y acomodándola detrás de sus orejas.
Podrían coserla más tarde si Glass lograba
sobrevivir.
Harris escuchó un sonido en los arbustos y
sacó su revólver. El capitán Henry entró en el
claro. Los hombres lo siguieron con seriedad,
mirando alternativamente a Glass y a la osa, a
Harris y al osezno muerto.
El capitán revisó el claro con una extraña
tranquilidad, y su mente filtró la escena a partir del
contexto de su propio pasado. Sacudió la cabeza y
por un momento su mirada, normalmente ágil,
pareció no enfocar.
—¿Está muerto?
—Aún no. Pero está hecho pedazos. Tiene la
tráquea abierta.
—¿Él mató a la osa?
Harris asintió.
—La encontré muerta encima de él. Le metió
una bala en el corazón.
—No muy a tiempo, ¿eh? —Era Fitzgerald.
El capitán se hincó junto a Glass. Con los
dedos llenos de mugre le tocó la herida de la
garganta, donde las burbujas seguían formándose
con cada aliento. La respiración se había vuelto
más pesada y un frágil jadeo seguía el ritmo del
pecho de Glass.
—Que alguien me traiga una tira de tela
limpia y agua… y whisky, en caso de que
despierte.
Bridger dio un paso adelante, rebuscando en
un pequeño morral que llevaba en su espalda.
Sacó una camisa de lana de la bolsa y se la dio a
Henry.
—Tome, capitán.
El capitán hizo una pausa, dudando si aceptar
o no la camisa del chico. Luego la tomó, rasgando
tiras de la áspera tela. Vertió el contenido de su
cantimplora sobre la garganta de Glass. La sangre
se limpió y fue reemplazada en seguida por el
pesado goteo de la herida. Glass comenzó a toser y
escupir. Parpadeó con rapidez y luego abrió los
ojos de par en par, llenos de pánico.
Su primera sensación fue que se estaba
ahogando. Tosió de nuevo mientras su cuerpo
trataba de expulsar la sangre de su garganta y sus
pulmones. Por un instante, miró fijamente a Henry
mientras el capitán lo giraba hacia un lado. En esa
postura, Glass pudo inhalar dos veces antes de que
la náusea se apoderara de él. Vomitó encendiendo
un dolor insoportable en su garganta.
Instintivamente estiró los brazos para tocarse el
cuello. El brazo derecho no le respondía, pero con
la mano izquierda se tocó la garganta. Se sintió
sobrecogido por el horror y el pánico ante lo que
sus dedos encontraron. En sus ojos apareció una
expresión desesperada y buscó en los rostros que
lo rodeaban algo que lo tranquilizara. En vez de
eso, encontró lo contrario: la terrible confirmación
de sus miedos.
Intentó hablar, pero su garganta no logró
producir ningún sonido más allá de un
espeluznante lamento. Luchó para incorporarse
apoyándose sobre los hombros. Henry lo detuvo en
el suelo, vertiendo whisky en su garganta. Un ardor
abrasador reemplazó los demás dolores. Glass
convulsionó una última vez antes de quedar
inconsciente de nuevo.
—Tenemos que vendarle las heridas mientras
no se da cuenta. Corta más tiras, Bridger.
El chico comenzó a rasgar largas tiras de la
camisa. Los otros hombres observaron con
solemnidad, de pie como los portadores del
féretro en un funeral.
El capitán levantó la mirada.
—Los demás, muévanse. Harris, explora una
circunferencia amplia alrededor de nosotros.
Asegúrate de que esos tiros no atrajeron atención
hacia acá. Alguien encienda las fogatas…
Asegúrense de que la madera está seca…, no
necesitamos una jodida señal de humo. Y desollen
a esa osa.
Los hombres se pusieron en marcha y el
capitán volvió con Glass. Tomó una tira de tela de
Bridger y la puso en la nuca del herido, atándola
con tanta fuerza como se atrevió. Repitió la acción
con dos tiras más. La sangre empapó la tela
inmediatamente. Enrolló otra tira alrededor de la
cabeza de Glass en un burdo esfuerzo por mantener
el cuero del cráneo en su lugar. Las heridas de la
cabeza también sangraban profusamente, y el
capitán limpió con agua y la camisa la sangre que
se acumulaba alrededor de los ojos de Glass.
Envió a Bridger al río a rellenar la cantimplora.
Cuando este regresó, volvieron a girar a
Glass sobre su costado. Bridger lo sostuvo,
evitando que su cara se apoyara en la tierra,
mientras el capitán Henry revisaba su espalda.
Henry vertió agua en los agujeros que la osa le
había abierto con los colmillos. Aunque eran
profundos, sangraban muy poco. Las cinco heridas
paralelas de las garras eran otra historia. Dos en
particular le habían abierto cortes profundos en la
espalda, dejando expuesto el músculo y sangrando
profusamente. La tierra se mezclaba a placer con
la sangre, y el capitán echó agua de la cantimplora
de nuevo. Sin la tierra, las heridas parecían
sangrar aún más, así que el capitán las dejó en paz.
Cortó dos tiras largas de la camisa, las acomodó
alrededor del cuerpo de Glass y las amarró con
fuerza. No funcionó. No consiguieron evitar que su
espalda siguiera sangrando.
—¿Y la garganta?
—Tengo que coserla también, pero es un
maldito desastre y no sé por dónde empezar. —
Henry buscó en su bolsa de caza y sacó un tosco
hilo negro y una aguja gruesa.
Los dedos regordetes del capitán fueron
sorprendentemente ágiles enhebrando la aguja y
haciendo un nudo al final al hilo. Bridger sostuvo
las orillas de la herida más profunda para
mantenerlas juntas y observó, con los ojos abiertos
de par en par, cómo Henry enterraba la aguja en la
piel de Glass. La llevó de lado a lado, uniendo la
carne al centro de la cortada con cuatro puntadas.
Anudó las puntas del grueso hilo. De las cinco
heridas de garra de la espalda de Glass, dos eran
lo suficientemente profundas como para necesitar
que las cosieran. El capitán ni se esforzó en
hacerlo por todo su largo. En vez de eso,
simplemente las unió en el centro, y el sangrado
disminuyó.
—Ahora veamos el cuello.
Lo giraron para acomodarlo boca arriba. A
pesar de los toscos vendajes, la garganta seguía
burbujeando y silbando. Debajo de la piel abierta,
Henry podía ver el cartílago blanco y brillante del
esófago y la tráquea. Por las burbujas sabía que
esta última estaba cortada o dañada, pero no tenía
ni idea de cómo arreglarla. Puso la mano sobre la
boca de Glass, buscando su aliento.
—¿Qué va a hacer, capitán?
El capitán anudó el extremo del hilo que tenía
en la aguja.
—Aún respira un poco por la boca. Lo mejor
que podemos hacer es cerrar la piel… y esperar
que el resto lo pueda curar él mismo.
Espaciadas por unos dos centímetros, Henry
le dio unas puntadas para cerrarle la garganta.
Bridger limpió un pedazo de tierra a la sombra de
los sauces y acomodó allí la lona de dormir de
Glass. Lo tendieron con tanto cuidado como
pudieron.
El capitán tomó el rifle y se alejó del claro,
internándose en los sauces que conducían de
regreso al río.
Cuando llegó al agua dejó el rifle en la orilla
y se quitó su sayo de cuero. Tenía las manos
cubiertas de sangre pegajosa y se las lavó en el
arroyo. Al ver que algunas partes no se limpiaban,
tomó arena de la orilla y la talló contra las
manchas. Finalmente se rindió, hizo un cuenco con
las manos y presionó el agua helada contra su
rostro barbado. Una preocupación conocida
regresó. «Ha ocurrido de nuevo.»
No era sorprendente que los nuevos
sucumbieran ante la tierra salvaje, pero le
resultaba impactante que los veteranos cayeran
derrotados. Como Drouillard, Glass había pasado
años en la frontera. Era una quilla, alguien que
afianzaba a los demás con su presencia tranquila.
Y Henry sabía que al amanecer estaría muerto.
El capitán recordó su conversación con Glass
de la noche anterior. «¿Apenas fue anoche?» En
1809, la muerte de Drouillard había sido el
principio del fin. El grupo de Henry abandonó la
estacada del valle de Three Forks y huyó al sur.
Eso los alejó del alcance de los pies negros, pero
no los protegió de la crueldad de las Rocallosas
mismas. El grupo soportó el frío salvaje, estuvo al
borde de morir de inanición y sufrió un robo a
manos de los crow. Cuando, en 1811, salieron
finalmente de las montañas exhaustos, la
viabilidad del negocio peletero seguía siendo una
pregunta sin respuesta.
Más de una década después, Henry guiaba
tramperos de nuevo en busca de la esquiva riqueza
de las Rocallosas. En su mente, recorrió las
páginas de su pasado reciente: una semana fuera
de Saint Louis perdió una barca con diez mil
dólares en mercancía para trueque. Los pies
negros mataron a dos de sus hombres cerca de las
grandes cascadas del Missouri. Durante una
semana de viaje por tierra hacia el Grand, tres de
sus hombres fueron asesinados por mandan, indios
normalmente pacíficos que atacaron por error
durante la noche. Ahora Glass, su mejor hombre,
estaba herido de muerte tras encontrarse con un
oso. «¿Qué pecado me ha hecho cargar con esta
maldición?»
De vuelta en el claro, Bridger acomodó una cobija
sobre Glass y volteó a ver a la osa. Cuatro
hombres trabajaban en desollar al animal. Ponían a
un lado los mejores cortes (el hígado, el corazón,
la lengua, las entrañas y las costillas) para
comerlos de inmediato. Cortaban el resto en tiras y
lo tallaban con sal.
Bridger fue hacia la pata de la gran osa y
sacó su cuchillo de la funda. Mientras Fitzgerald
levantaba la vista de su labor, Bridger comenzó a
cortar la garra más grande. Estaba impactado por
su tamaño: medía casi quince centímetros de largo
y era el doble de gruesa que su pulgar. La punta
estaba muy afilada y aún tenía sangre del ataque a
Glass.
—¿Quién dice que te toca una garra, chico?
—No es para mí, Fitzgerald. —Bridger tomó
la garra y avanzó hacia Glass. Su bolsa de caza
estaba junto a él. Bridger la abrió y echó la garra.
Los hombres se atiborraron de comida
durante horas esa noche, con sus cuerpos ansiosos
por los abundantes nutrientes de la carne grasosa.
Sabían que pasarían días antes de que pudieran
comer carne fresca de nuevo y le sacaron
provecho al banquete. El capitán Henry asignó dos
guardias. A pesar del relativo aislamiento del
claro, le preocupaban las fogatas.
La mayoría de los hombres se quedó cerca
del fuego, tendiendo pinchos de carne ensartada en
ramas de sauce. El capitán y Bridger tomaron
turnos para revisar a Glass. Abrió los ojos dos
veces, vidriosos y sin enfocar. Reflejaban la luz de
las flamas, pero no parecían tener brillo propio.
Una vez logró tragar agua entre dolorosos
espasmos.
Avivaban el fuego en las largas fogatas con la
suficiente frecuencia para mantener el calor y el
humo en las rejillas donde secaban la carne. En la
hora previa al crepúsculo, el capitán Henry fue a
ver a Glass y lo encontró inconsciente. Su
respiración se había vuelto pesada, y se
atragantaba como si cada aliento necesitara de la
suma total de sus fuerzas.
Henry volvió junto al fuego, donde encontró a
Black Harris mordisqueando una costilla.
—Pudo ser cualquiera, capitán… Enfrentarse
al Viejo Efraín así. No hay razón para la mala
suerte.
Henry solo sacudió la cabeza. Él conocía la
suerte. Durante un tiempo se quedaron en silencio,
mientras el primer atisbo de un nuevo día nacía
con un brillo apenas perceptible al este, en el
horizonte. El capitán tomó el rifle y el cuerno de
pólvora.
—Volveré antes de que salga el sol. Cuando
los hombres despierten, elige a dos para que caven
una tumba.
Una hora después el capitán volvió. Habían
iniciado a cavar superficialmente una tumba, pero
abandonaron la tarea al parecer. Miró a Harris.
—¿Qué pasó?
—Pues, capitán…, para empezar ni está
muerto. No nos pareció correcto seguir cavando
con él tirado ahí.
Esperaron toda la mañana a que Glass
muriera. Nunca recobró la conciencia. Estaba
pálido por la pérdida de sangre y su respiración
seguía siendo pesada. Aun así, su pecho subía y
bajaba, un aliento seguía al anterior con
obstinación.
El capitán Henry caminaba de un lado a otro
entre el arroyo y el claro, y al mediodía envió a
Black Harris a hacer una exploración río arriba. El
sol daba directo sobre sus cabezas cuando Harris
volvió. No vio indios, pero sí una trocha de caza
en la ribera opuesta, cubierta de huellas de
hombres y caballos. A poco más de tres kilómetros
río arriba, Harris encontró un campamento vacío.
El capitán no podía esperar más.
Les ordenó a dos hombres que cortaran
árboles jóvenes. Con la lona de dormir de Glass
confeccionarían una camilla.
—¿Por qué no hacemos una angarilla,
capitán? ¿Usamos la mula para jalarla?
—Es demasiado complicado jalar una
angarilla por el río.
—Entonces no vayamos por el río.
—Construyan la jodida camilla y ya —dijo el
capitán. El río era el único referente en terreno
desconocido. Henry no tenía intención de alejarse
más de dos centímetros de su orilla.
Cuatro
28 de agosto de 1823
Uno por uno, los hombres llegaron al obstáculo y
se detuvieron. El río Grand corría hacia la
escarpada pared de un peñasco de arenisca, donde
este lo obligaba a trazar una curva. Las aguas se
revolvían y se acumulaban profundas contra la
pared antes de expandirse ampliamente hacia la
orilla opuesta. Bridger y Puerco llegaron al
último, cargando a Glass entre ellos. Dejaron la
camilla en el suelo con suavidad. Puerco se dejó
caer toscamente sobre la rabadilla, jadeando, con
manchas oscuras de sudor en la camisa.
Según iban llegando, todos los hombres
levantaban la vista para evaluar rápidamente las
dos opciones de avance. Una era ascender por la
pendiente escarpada del peñasco. Era posible,
pero solo usando las manos y también los pies.
Este fue el camino que tomó Black Harris cuando
pasó por ahí dos horas antes que ellos. Podían ver
sus huellas y la rama rota de la planta de salvia
que había usado para afianzarse. Era obvio que ni
los cargadores de la camilla ni la mula podrían
trepar.
La otra opción era cruzar el río. La ribera
opuesta era plana y acogedora, pero el problema
era llegar allí. El estancamiento que creaba el
dique parecía tener al menos un metro y medio de
profundidad y el río corría con fuerza. Un cambio
en el agua hacia la mitad del río señalaba el lugar
donde el arroyo se hacía más superficial. Desde
ahí sería fácil chapotear hasta el otro lado. Un
hombre de paso firme podría caminar con los pies
en el agua profunda, sosteniendo su fusil y su
pólvora sobre su cabeza; los menos ágiles podrían
caerse, pero seguramente nadarían unos pocos
metros hasta donde el agua estaba más baja.
Llevar la mula por el río no era problema.
Tan famoso era el amor del animal por el agua que
los hombres lo llamaban «Pato». Al final del día,
la mula se quedaba horas en el agua, metida hasta
su barriga colgante. De hecho, fue esta extraña
predilección lo que evitó que los mandan la
robaran junto con el resto del ganado. Mientras los
otros animales pastaban o dormían en la orilla,
Pato estaba en el agua baja, de pie sobre un banco
de arena. Cuando los bandidos intentaron
llevársela, el animal se encontraba firmemente
hundido en el lodo. Se necesitó a la mitad de la
brigada para sacarla.
Así que el problema no era la mula. El
problema, claro, era Glass. Sería imposible
sostener la camilla por encima del agua al cruzar.
El capitán Henry consideró sus opciones,
maldiciendo a Harris por no haberles dejado una
señal para que cruzaran antes. Habían pasado por
un vado fácil a un kilómetro y medio río abajo.
Odiaba dividir a los hombres aunque fuera por
unas cuantas horas, pero parecía tonto hacer que
todos regresaran.
—Fitzgerald, Anderson…, es su turno con la
camilla. Bernot, tú y yo volveremos con ellos al
cruce que pasamos. El resto crucen aquí y esperen.
Fitzgerald miró con odio al capitán y
masculló algo entre dientes.
—¿Tienes algo que decir, Fitzgerald?
—Me apunté para ser un trampero, capitán…,
no una jodida mula.
—Tomarás tu turno como todos los demás.
—Y le diré lo que todos los demás tienen
miedo de decirle en la cara. Todos nos
preguntamos si planea arrastrar este cadáver hasta
el Yellowstone.
—Planeo hacer con él lo mismo que haría por
cualquier otro hombre de esta brigada.
—Lo que hará por todos nosotros es cavar
nuestras tumbas. ¿Cuánto tiempo cree que podemos
pasearnos por este valle antes de que nos
crucemos con un grupo de cazadores? Glass no es
el único en esta brigada.
—Tampoco tú eres el único —dijo Anderson
—. Fitzgerald no habla por mí, capitán, y apuesto a
que no habla por muchos otros.
Anderson caminó hacia la camilla y acomodó
su rifle junto a Glass.
—¿Vas a obligarme a arrastrarlo?
Durante tres días cargaron a Glass. A orillas del
Grand se alternaban bancos de arena y piedras
amontonadas. En la orilla del río, grupos
ocasionales de álamos daban paso a las elegantes
ramas de los sauces; algunas alcanzaban hasta tres
metros de altura. Las orillas escarpadas los
obligaban a trepar, enormes agujeros señalaban el
lugar donde la erosión había abierto la tierra tan
limpiamente
como
un cuchillo
afilado.
Maniobraron alrededor de los desastrosos
escombros apilados tras el desborde del
manantial: montones de piedras, ramas enredadas
e incluso árboles enteros, con los troncos
blanqueados por el sol y tan suaves como el cristal
por el golpeteo del agua y la piedra. Cuando el
terreno se volvía demasiado escarpado, cruzaban
el río para seguir su cauce con las pieles de ante
mojadas, lo que agravaba el peso de su carga.
El río era una carretera en las llanuras, y los
hombres de Henry no eran los únicos viajeros que
recorrían sus orillas. Las huellas y los
campamentos abandonados eran numerosos. Black
Harris había visto dos veces pequeños grupos de
caza. La distancia había sido demasiado grande
para determinar si eran sioux o arikara, aunque
ambas tribus representaban peligro. Los arikara
eran enemigos seguros desde la batalla en el
Missouri. Los sioux habían sido aliados en esa
pelea, pero su disposición actual era desconocida.
Con solo diez hombres capaces, el pequeño grupo
de tramperos ofrecería poca resistencia en un
ataque. Al mismo tiempo, sus armas, trampas e
incluso la mula eran blancos atractivos. El peligro
de una emboscada era constante, y solo tenían las
habilidades de exploración de Black Harris y el
capitán Henry para mantenerlos a salvo.
«Es un territorio para cruzar con rapidez»,
pensó el capitán. En vez de eso, avanzaron
lentamente, con el paso plúmbeo de una procesión
fúnebre.
Glass cobraba y perdía la conciencia, aunque
un estado se diferenciaba muy poco del otro.
Ocasionalmente podía tomar agua, pero las heridas
de la garganta hacían imposible que pasara comida
sólida. Dos veces la camilla se cayó, tirando a
Glass al suelo. La segunda caída abrió dos de las
puntadas de su garganta. Se detuvieron lo
suficiente para que el capitán volviera a suturar el
cuello, que estaba enrojecido por la infección.
Nadie se molestó en revisar las otras heridas. De
cualquier manera casi nada podían hacer por ellas.
Glass tampoco protestó. Su garganta lo dejaba
mudo; el único sonido que producía era el patético
silbido de su respiración.
Al final del tercer día llegaron a la
confluencia de un pequeño arroyo con el Grand. A
menos de medio kilómetro arroyo arriba, Black
Harris encontró un manantial rodeado de un
amplio pinar. Era un lugar ideal para acampar.
Henry envió a Anderson y Harris a buscar presas.
El manantial en sí era más una filtración que
un depósito, pero su agua helada se filtraba en las
piedras mohosas y se acumulaba en un estanque
transparente. El capitán Henry se inclinó para
beber mientras pensaba en la decisión que había
tomado.
Después de tres días de cargar a Glass, el
capitán estimó que habían cubierto solo sesenta y
cinco kilómetros. Deberían haber cubierto el doble
o más. Mientras que Henry creía que podían estar
lejos del territorio arikara, Black Harris cada día
encontraba más señales de los sioux.
Más allá de sus preocupaciones sobre dónde
estaban, Henry se sentía intranquilo por dónde
tendrían que estar. Más que nada, le preocupaba
que llegaran demasiado tarde al Yellowstone. Sin
un par de semanas para conseguir una provisión de
carne, toda la brigada estaría en peligro. El clima
de finales de otoño era tan caprichoso como un
mazo de cartas. Podían encontrarse con un verano
más largo de lo normal o los ululantes vientos de
una nevada temprana.
Aparte de por su seguridad física, Henry
sentía una enorme presión por el éxito comercial.
Con suerte, tras unas cuantas semanas de caza de
otoño y algunos trueques con los indios, podrían
conseguir suficientes pieles que justificaran el
envío de uno o dos hombres río abajo.
Al capitán le encantaba imaginarse el efecto
de una piragua cargada de pieles llegando a Saint
Louis un brillante día de febrero. Las historias de
su exitoso negocio en el Yellowstone tendrían
encabezados en el Missouri Republican. La
prensa atraería a nuevos inversionistas. Ashley
podría entablar un acuerdo verbal que le asegurara
capital fresco para crear una nueva brigada
peletera para el inicio de la primavera. A finales
del verano, Henry se veía a sí mismo a cargo de
una red de tramperos por todo el Yellowstone. Con
suficientes hombres y mercancía que intercambiar,
quizá incluso podría comprar la paz con los pies
negros, y trampear de nuevo en los valles de Three
Forks, donde abundaban los castores. El siguiente
invierno necesitarían barcazas para cargar las
pieles que habrían cazado.
Pero todo dependía del tiempo. De si
llegaban los primeros y con fuerzas. Henry sintió
la presión de la competencia desde todos los
lugares que señalaba la brújula.
La Compañía British North West había
construido fuertes desde el norte hasta muy al sur,
donde estaban las aldeas mandan. Los británicos
también dominaban la costa oeste, desde donde se
extendían tierra adentro por el Columbia y sus
afluentes. Circulaban rumores de que los
tramperos británicos habían entrado hasta el Snake
y el Green.
Desde el sur, varios grupos se abrían paso
hacia el norte desde Taos y Santa Fe: la Compañía
Peletera de Columbia, la Compañía Peletera
Francesa y Stone-Bostwick y Compañía.
La más evidente era la competencia del este,
desde el mismo Saint Louis. En 1819, el Ejército
de los Estados Unidos comenzó la Expedición del
río Yellowstone con el objetivo explícito de
ampliar el comercio de pieles. Aunque
extremadamente limitada, la presencia del ejército
envalentonaba a los empresarios, ansiosos de
dedicarse al comercio de pieles. En Missouri, la
Compañía Peletera de Manuel Lisa abrió el
comercio en el Platte. John Jacob Astor retomó los
restos de su Compañía Peletera Americana,
apoyado desde el Columbia por los británicos en
la guerra de 1812, y estableció nuevas sedes en
Saint Louis. Todos competían por recursos
limitados de capital y hombres.
Henry le echó un breve vistazo a Glass,
tendido en la camilla a la sombra de los pinos. No
había vuelto a la tarea de coser adecuadamente el
cuero cabelludo de Glass. Aún lo tenía puesto con
descuido sobre su cabeza, y había adquirido un
color entre negro y morado en las orillas, donde
ahora la sangre seca lo mantenía en su lugar; era
una corona grotesca para un cuerpo hecho añicos.
El capitán sintió de nuevo la polarizante mezcla de
compasión y rabia, resentimiento y culpa.
No podía culpar a Glass por el ataque de la
grizzly. La osa era simplemente un peligro en su
camino, uno de muchos. Cuando la tropa salió de
Saint Louis, Henry sabía que habría muertos. El
cuerpo herido de Glass apenas enfatizaba el
precipicio por el que cada uno de ellos caminaba
todos los días. Henry consideraba a Glass su
mejor hombre, la mejor combinación de
experiencia, habilidad y disposición. A los demás,
con la posible excepción de Black Harris, los veía
como subordinados. Eran más jóvenes, más tontos,
más débiles, menos experimentados. Pero el
capitán Henry veía a Glass como un igual. Si le
podía pasar a Glass, le podía pasar a cualquiera;
le podía pasar a él. El capitán apartó la vista del
moribundo.
Sabía que su posición de líder requería que
tomara decisiones duras por el bien de la brigada.
Sabía que la frontera respetaba (y requería) la
independencia y la autosuficiencia sobre todas las
cosas. No había privilegios al oeste de Saint
Louis. Aun así, a los violentos individuos que
constituían su comunidad del Salvaje Oeste los
unía el denso tejido de la responsabilidad
colectiva. Aunque no había una ley escrita, había
una norma primitiva: el respeto riguroso a un
acuerdo que trascendía sus intereses egoístas. Era
bíblico en su profundidad, y su importancia crecía
con cada paso por la tierra salvaje. Cuando surgía
la necesidad, un hombre le extendía una mano a
sus amigos, a sus compañeros, a los extraños. Al
hacerlo, cada uno sabía que un día su propia
supervivencia podría depender de tomar la mano
de otra persona.
La utilidad de este código parecía haber
menguado mientras el capitán luchaba por
aplicarlo a Glass. «¿No he hecho todo lo que he
podido por él?» Vendando sus heridas,
acarreándolo, esperando respetuosamente para que
al menos pudiera tener un entierro civilizado.
Debido a las decisiones de Henry, habían
subordinado sus necesidades colectivas a las de un
hombre. Era lo correcto, pero no podía seguir. No
en ese lugar.
El capitán había pensado en abandonar
inmediatamente a Glass. De hecho, tan grande era
su sufrimiento que Henry se preguntó por un
momento si debían poner una bala en su cabeza,
terminando así con su miseria. Rápidamente
desechó la idea de matar a Glass, pero se preguntó
si podría comunicarse con el herido de alguna
manera, hacerle entender que ya no podía poner en
peligro a toda la brigada. Podían buscarle un
refugio y dejarlo con un fuego, armas y
provisiones. Si mejoraba, podría reunirse con
ellos en el Missouri. Conociendo a Glass,
sospechaba que esto es lo que pediría si pudiera
hablar por sí mismo. Definitivamente no pondría
en riesgo las vidas de los demás.
A pesar de todo, el capitán Henry no tenía el
valor para abandonar al herido. No había tenido
una conversación coherente con Glass desde el
ataque de la osa, así que verificar sus deseos era
imposible. Ante la ausencia de tal guía clara, no
haría suposiciones. Era el líder, y Glass era su
responsabilidad.
«Pero también lo son los demás.» También se
trataba de la inversión de Ashley. También de su
familia en Saint Louis, que había esperado el éxito
comercial durante más de una década, aunque
siempre parecía tan distante como las montañas
mismas.
Esa noche los hombres de la brigada se
reunieron alrededor de tres pequeñas hogueras.
Tenían carne fresca para ahumar, un ternero de
búfalo y el cobijo de los pinos les daba un extra de
seguridad para encender fuego. La noche de finales
de agosto se enfrió rápido tras la puesta del sol: no
fue helada, pero sí un recordatorio de que el
cambio de estación acechaba detrás del horizonte.
El capitán se puso de pie para dirigirse a los
hombres, una formalidad que anunciaba la
seriedad de lo que iba a decir.
—Tenemos que mejorar nuestro tiempo.
Necesito dos voluntarios que se queden con Glass.
Quédense con él hasta que muera, denle un entierro
digno y luego alcáncennos. La compañía Peletera
de Rocky Mountain les pagará setenta dólares por
el riesgo de quedarse atrás.
Un trozo de pino que explotó desde uno de
los fuegos lanzó unas chispas hacia el claro cielo
nocturno. Aparte de eso, el campo quedó en
silencio mientras los hombres sopesaban la
situación y la oferta. Un francés llamado Jean
Bernot se persignó. La mayoría simplemente
contempló el fuego.
Nadie dijo nada durante largo rato. Todos
pensaban en el dinero. Setenta dólares era más de
un tercio de su sueldo de todo el año. Visto a
través del frío prisma de la economía,
definitivamente Glass moriría pronto. Setenta
dólares por sentarse en un claro durante unos
cuantos días y luego una semana de marcha forzada
para alcanzar a la brigada. Claro que todos sabían
que existía el riesgo de quedarse atrás. Diez
hombres eran poco impedimento para un ataque.
Dos no eran nada. Si un enemigo los encontraba…
Con setenta dólares no comprarías nada si ya
estabas muerto.
—Yo me quedaré con él, capitán. —Los
demás voltearon, sorprendidos de que el
voluntario fuera Fitzgerald.
El capitán Henry no supo cómo reaccionar
por la sospecha que despertaban en él los motivos
de Fitzgerald.
Fitzgerald percibió su duda.
—No lo hago por amor, capitán. Lo hago por
el dinero, simple y llanamente. Elija a otra persona
si quiere a alguien que lo mime.
El capitán Henry recorrió con la mirada el
desordenado círculo de hombres.
—¿Quién más se quedará?
Black Harris lanzó una pequeña rama al
fuego.
—Yo, capitán. —Glass era amigo de Harris,
y la idea de dejarlo con Fitzgerald no le parecía
bien. A nadie le agradaba Fitzgerald. Glass
merecía algo mejor.
El capitán negó con la cabeza.
—No te puedes quedar, Harris.
—¿Cómo que no me puedo quedar?
—No te puedes quedar. Sé que eras su amigo,
y por eso lo siento. Pero necesito que explores.
Siguió otro largo silencio. La mayoría de los
hombres contemplaba el fuego con semblante
inexpresivo. Uno a uno llegaron a la misma
conclusión incómoda: no valía la pena. El dinero
no valía la pena. A fin de cuentas, Glass no valía
la pena. No era que no lo respetaran, incluso les
agradaba. Algunos, como Anderson, sentían que
tenían una deuda adicional, cierta obligación con
él por sus desinteresados actos de amabilidad del
pasado. Sería diferente, pensó Anderson, si el
capitán les estuviera pidiendo que defendieran la
vida de Glass…, pero esa no era la tarea que
tenían por delante. Era esperar a que Glass
muriera y luego enterrarlo. No valía la pena.
Henry comenzaba a preguntarse si tendría que
confiarle el trabajo solo a Fitzgerald, cuando de
pronto Jim Bridger se levantó torpemente.
—Yo me quedaré.
Fitzgerald resopló sarcásticamente.
—Por Dios, capitán, ¡no puede dejarme a
hacer esto con este chico tragapuercos! Si es
Bridger quien se queda, más le vale que me pague
doble por cuidar a dos.
Las palabras golpearon a Bridger como
puñetazos. Sintió que le hervía la sangre por la
vergüenza y la rabia.
—Capitán, le prometo que cuidaré de mí
mismo.
Este no era el resultado que el capitán había
esperado. Una parte de él sentía que dejar a Glass
con Bridger y Fitzgerald no se diferenciaba mucho
del abandono. Bridger era apenas más que un niño.
Tras un año con la Compañía Peletera de Rocky
Mountain había demostrado que era honesto y
capaz, pero no serviría como un contrapeso ante
Fitzgerald. Fitzgerald era un mercenario. Pero aun
así, pensó el capitán, ¿no era esa la esencia del
camino que él había elegido? ¿No estaba
simplemente comprando delegados, adquiriendo
un sustituto de su responsabilidad colectiva, de su
propia responsabilidad? ¿Qué más podía hacer?
No había una mejor opción.
—De acuerdo —dijo el capitán—. Los demás
nos iremos al alba.
Cinco
30 de agosto de 1823
Era la tarde del segundo día desde la partida del
capitán Henry y la brigada. Fitzgerald había
enviado al chico a recoger leña, quedándose solo
en el campamento con Glass. Glass estaba tendido
junto a uno de los pequeños fuegos. Fitzgerald lo
ignoraba.
Una formación rocosa coronaba la escarpada
ladera sobre el claro. Había unas enormes piedras
sobre un montículo, como si unas manos titánicas
las hubieran apilado una encima de la otra y luego
las hubieran presionado.
En una abertura entre dos de las enormes
piedras crecía un pino solitario y torcido. El árbol
era un hermano de los pinos lodgepole que las
tribus locales usaban para construir sus tipis, pero
la semilla que le dio origen llegó desde la tierra
fértil del bosque que había debajo. Un gorrión la
tomó de una piña de pino décadas atrás,
cargándola hasta una gran altura sobre el claro. El
gorrión soltó la semilla en una grieta entre las
rocas. Había tierra en esa grieta y caía lluvia
puntualmente para que germinara. Las rocas
atrapaban calor durante el día, compensando en
parte la exposición de su emplazamiento. La luz
del sol no caía directamente, así que el pino creció
de lado en vez de extenderse hacia arriba,
reptando desde la grieta antes de voltear hacia el
cielo. Unas cuantas ramas nudosas se abrían desde
el tronco torcido, cada una perfilada por un
desaliñado mechón de agujas. Los lodgepoles de
abajo crecieron rectos como flechas, algunos casi
alcanzaron los dos metros sobre el suelo del
bosque. Pero ninguno llegó tan alto como el pino
torcido sobre la roca.
Desde que el capitán y la brigada se fueron,
la estrategia de Fitzgerald fue simple: almacenar
una provisión de carne seca para que estuvieran
listos para moverse rápido cuando Glass muriera.
Mientras tanto, se mantendrían tan lejos de su
campamento como les fuera posible.
Aunque no estaban en el curso del río
principal, Fitzgerald confiaba poco en su posición
en el arroyo. El pequeño riachuelo llevaba directo
al claro. Había restos calcinados de fogatas que
hacían evidente que otros se habían servido del
refugio del manantial. De hecho, Fitzgerald temía
que el claro fuera un campamento conocido.
Incluso si no lo era, las huellas de la brigada y la
mula conducían claramente hacia allí desde el río.
Era inevitable que un grupo de caza o de guerra las
descubriera si se acercaba a la orilla del Grand.
Fitzgerald miró a Glass con amargura. Con
curiosidad morbosa, examinó sus heridas el día en
que el resto de la tropa se fue. Las suturas de la
garganta del herido resistieron desde que la
camilla se cayó, pero toda el área estaba roja por
la infección. Las perforaciones de la pierna y el
brazo parecían sanar, pero las profundas cortadas
de su espalda estaban inflamadas. Por suerte para
él, Glass pasaba la mayor parte de su tiempo
inconsciente. «¿Cuándo se va a morir el
bastardo?»
Fue un destino retorcido el que llevó a John
Fitzgerald a la frontera, un camino que comenzó
con su huida de Nueva Orleans en 1815, un día
después de que, alcoholizado, acuchilló hasta la
muerte a una prostituta en un arranque de ira.
Fitzgerald creció en Nueva Orleans, hijo de
un marinero escocés y la hija de un mercader
cajún. Su padre llegó a puerto una vez al año
durante los diez años de matrimonio antes de que
su embarcación se hundiera en el Caribe. En cada
nueva visita a Nueva Orleans dejaba a su fértil
esposa con la semilla de una nueva adición a la
familia. Tres meses después de enterarse de la
muerte de su esposo, la madre de Fitzgerald se
casó con el anciano propietario de una miscelánea,
una acción que consideró imprescindible para
mantener a su familia. Su pragmática decisión
funcionó bien para la mayoría de sus hijos. Ocho
sobrevivieron hasta llegar a la edad adulta. Los
dos mayores se encargaron de la miscelánea
cuando el viejo murió. La mayoría de los otros
chicos encontraron trabajos honestos y las chicas
se casaron dignamente. John se perdió en alguna
parte del camino.
Desde una edad temprana, Fitzgerald
demostró tanto una propensión a relacionarse con
violencia como una habilidad para ello. Era ágil
para resolver problemas con un golpe o una
patada, y fue expulsado de la escuela a los diez
años por apuñalar con un lápiz a un compañero en
la pierna. Fitzgerald no tenía interés en el trabajo
duro que implicaba seguir los pasos de su padre en
el mar, pero se mezcló gustoso con el sórdido caos
de la ciudad costera. Sus habilidades para pelear
fueron probadas y perfeccionadas en los muelles
donde pasó su adolescencia. A los diecisiete, un
barquero le cortó la cara en una trifulca de cantina.
El incidente lo dejó con una cicatriz en forma de
anzuelo y un nuevo respeto por los cubiertos.
Quedó fascinado con los cuchillos y adquirió una
colección de dagas y desolladores en una amplia
gama de tamaños y formas.
A los veinte años, Fitzgerald se enamoró de
una joven prostituta en una taberna cercana al
muelle, una chica francesa llamada Dominique
Perrau. A pesar de los acuerdos financieros de su
relación, aparentemente Fitzgerald no contemplaba
todas las implicaciones del oficio de Dominique.
Cuando sorprendió a Dominique ejerciendo su
negocio con el obeso capitán de una barcaza, el
joven fue presa de la rabia. Los apuñaló a ambos
antes de huir por las calles. Robó ochenta y cuatro
dólares de la tienda de sus hermanos y contrató un
pasaje en un bote que recorría el Misisipi con
rumbo al norte.
Durante cinco años se ganó la vida en las
tabernas de Memphis. Servía en un bar a cambio
de un cuarto, una cama y un pequeño salario en el
Golden Lion, un conocido negocio con
pretensiones que superaban sus posibilidades. Su
deber oficial como camarero le daba algo que no
había tenido en Nueva Orleans: el permiso para
ser violento. Se deshacía de los clientes
alborotadores con un placer que sorprendía
incluso a la áspera clientela de la taberna. Dos
veces había golpeado a alguien hasta casi matarlo.
Fitzgerald poseía una parte de las habilidades
matemáticas que habían convertido a sus hermanos
en exitosos comerciantes, y aplicaba su
inteligencia natural para las apuestas. Durante un
tiempo se contentó con despilfarrar su irrisorio
estipendio del bar. Con el tiempo se sintió atraído
hacia apuestas mayores. Estos nuevos juegos
requerían más dinero para jugar, y a Fitzgerald no
le faltaban prestamistas.
No mucho después de pedir prestados
doscientos dólares al dueño de una taberna rival,
Fitzgerald ganó en grande. Consiguió cien dólares
en una sola mano de reinas sobre dieces, y pasó la
semana siguiente en un derroche de celebración.
La ganancia le infundió una falsa confianza en sus
habilidades para el juego y un hambre rabiosa de
más. Renunció a su trabajo en el Golden Lion y
buscó vivir de las cartas. La suerte le jugó una
mala pasada, y un mes después le debía doscientos
dólares a un usurero llamado Geoffrey Robinson.
Esquivó a Robinson durante varias semanas antes
de que dos de sus secuaces lo atraparan y le
rompieran el brazo. Le dieron una semana para
saldar la deuda.
Desesperado, Fitzgerald buscó un segundo
prestamista, un alemán llamado Hans Bangemann,
para pagarle al primero. Sin embargo, con los
doscientos dólares en sus manos Fitzgerald tuvo
una epifanía: huiría de Memphis y comenzaría de
nuevo en otro lugar. La mañana siguiente abordó
otra embarcación hacia el norte. Tocó tierra en
Saint Louis a finales del mes de febrero de 1822.
Tras un mes en la nueva ciudad, Fitzgerald se
enteró de que dos hombres habían estado
preguntando en los pubs por la ubicación de «un
jugador con una cicatriz en el rostro». En el
pequeño mundo de los prestamistas de Memphis,
no había pasado mucho tiempo para que Geoffrey
Robinson y Hans Bangemann descubrieran el
tamaño de la traición de Fitzgerald. Por cien
dólares cada uno, contrataron a un par de secuaces
para que encontraran a Fitzgerald, lo mataran y
recuperaran sus préstamos tanto como fuera
posible. Albergaban pocas esperanzas de
recuperar su dinero, pero querían a Fitzgerald
muerto. Tenían que mantener sus reputaciones, y la
noticia de su plan corrió por las redes de las
tabernas de Memphis.
Fitzgerald estaba atrapado. Saint Louis era el
puesto fronterizo más al norte de la civilización en
el Misisipi. Temía ir al sur, donde los problemas
lo esperaban en Nueva Orleans y Memphis. Ese
día escuchó a un grupo de clientes de un pub
hablando con emoción de un anuncio de periódico
en el Missouri Republican. Tomó el periódico y lo
leyó:
A los jóvenes emprendedores. El que suscribe desea
contratar a cien jóvenes para subir por el río Missouri
hasta su nacimiento y ser empleados por uno, dos o
tres años. Para más detalles preguntar por el capitán
Henry, cerca de las minas de plomo en la región de
Washington, quien viajará con el grupo como su
comandante.
Fitzgerald tomó una decisión apresurada. Con los
insignificantes restos del dinero que le había
robado a Hans Bangemann compró un sayo de
cuero, mocasines y un fusil. Al día siguiente se
presentó con el capitán Henry y solicitó un lugar
en la brigada peletera. Henry tuvo dudas sobre
Fitzgerald desde el principio, pero no quedaban
muchas opciones. El capitán necesitaba a cien
hombres y Fitzgerald se veía en forma. Si había
participado en algunas peleas con cuchillos,
mucho mejor. Un mes después, Fitzgerald
navegaba en una barcaza con dirección al norte del
río Missouri.
Aunque su intención era renunciar a la
Compañía Peletera de Rocky Mountain cuando la
oportunidad se presentara, Fitzgerald cobró vida
en la frontera. Descubrió que su habilidad con los
cuchillos se extendía a otras armas. No tenía
ninguna de las habilidades de rastreo de los
verdaderos hombres de montaña que había en la
brigada, pero era excelente con el fusil. Con la
paciencia de un francotirador, mató a dos arikara
durante el reciente sitio en el Missouri. Muchos de
los hombres de Henry se sintieron aterrados
durante las peleas con varios indios. A Fitzgerald
le parecieron revitalizantes, incluso excitantes.
Fitzgerald le echó una mirada a Glass, posando sus
ojos sobre el Anstadt que estaba junto al herido.
Miró a su alrededor para asegurarse de que
Bridger no estuviera por volver y luego tomó el
fusil. Lo apoyó en su hombro y observó sobre el
cañón. Le encantaba cómo el arma se acomodaba
perfectamente contra su cuerpo, cómo el ancho
lente encontraba el blanco con rapidez, cómo la
ligereza del arma le permitía mantener la mira
firme. Pasó de un blanco a otro, de arriba abajo,
hasta que su vista cayó sobre Glass.
Una vez más Fitzgerald pensó que el Anstadt
sería suyo pronto. No habían hablado de eso con el
capitán, pero ¿quién merecía el fusil más que el
hombre que se quedó atrás? Definitivamente su
caso era mejor que el de Bridger. Todos los
tramperos admiraban el arma de Glass. Setenta
dólares era un pago nimio por el riesgo que
estaban tomando… Fitzgerald estaba allí por el
Anstadt. Un arma así no debería desperdiciarse en
un niño. Además, Bridger
estaba
lo
suficientemente contento por tener el fusil de
William Anderson. Quizá le lanzara alguna migaja,
como el cuchillo de Glass.
Fitzgerald meditó el plan que había trazado
desde que se ofreció para quedarse con Glass, un
plan que parecía más atractivo a cada hora que
pasaba. «¿Qué importancia tiene un día más para
Glass?» Por otra parte, Fitzgerald sabía
exactamente la importancia que tenía un día más
para sus propias posibilidades de sobrevivir.
Bajó el Anstadt. Había una camisa
ensangrentada junto a la cabeza de Glass. «Ponla
sobre su cabeza por unos minutos… Podremos
estar en camino por la mañana.» Miró de nuevo el
fusil, con su café oscuro brillando contra los tonos
naranja de las hojas de pino caídas. Se estiró para
tomar la camisa.
—¿Se despertó? —Bridger estaba de pie
detrás de él, con los brazos llenos de leña.
Fitzgerald se sobresaltó y titubeó por un
instante.
—¡Por Dios, niño! ¡Sorpréndeme así otra vez
y juro por Dios que te mato!
Bridger soltó la madera y caminó hacia
Glass.
—Estaba pensando que quizá deberíamos
intentar darle un poco de caldo.
—Pero qué amable de tu parte, Bridger.
¡Echa un poco de caldo por esa garganta y quizá
durará una semana en vez de morirse mañana!
¿Eso te ayudaría a dormir mejor? ¿Qué crees, que
si le das un poco de sopa va a levantarse e irse
caminando?
Bridger se quedó en silencio por un minuto,
luego dijo:
—Te portas como si quisieras que se muriera.
—¡Claro que quiero que se muera! Míralo.
¡Él se quiere morir! —Fitzgerald hizo una pausa
dramática—. ¿Alguna vez fuiste a la escuela,
Bridger? —Sabía la respuesta a su pregunta.
El chico negó con la cabeza.
—Bueno, déjame darte una clase de
aritmética. El capitán Henry y los demás
probablemente están avanzando unos cincuenta
kilómetros al día ahora que no tienen que arrastrar
a Glass. Imaginemos que nosotros vamos más
rápido, digamos que avanzamos sesenta y cinco.
¿Sabes cuánto es sesenta y cinco menos cincuenta,
Bridger?
—El
chico
lo
contempló
inexpresivamente.
—Te diré cuánto es. Quince. —Fitzgerald le
mostró los dedos de ambas manos con un gesto
burlón—. Muchos, chico. Cualquiera que sea su
avance, nosotros solo avanzaremos unos quince
kilómetros al día una vez que salgamos tras ellos.
Ellos ya están a ciento sesenta kilómetros por
delante de nosotros. Eso son diez días para
nosotros, Bridger. Y eso asumiendo que se muere
hoy y que los encontramos de inmediato. Diez días
para que un grupo de cazadores sioux nos
encuentre. ¡¿No lo entiendes?! Cada día que nos
quedamos aquí son tres días más que estaremos
solos. Te vas a ver peor que Glass cuando los
sioux terminen contigo, chico. ¿Alguna vez has
visto a un hombre al que le han arrancado el cuero
cabelludo?
Bridger no dijo nada, aunque sí había viso a
un hombre escalpado. Estaba cerca de las grandes
cascadas cuando el capitán Henry llevó de regreso
al campamento a dos tramperos que los pies
negros habían desollado. Bridger recordaba los
cuerpos perfectamente. El capitán los había atado
panza abajo a una sola mula de carga. Cuando los
soltó, cayeron al suelo con rigidez. Los tramperos
se reunieron a su alrededor, mientras
contemplaban impactados los cuerpos mutilados
de los hombres que habían visto esa mañana junto
a la fogata. Y no era solo el cuero de sus cabezas
lo que les faltaba. También les habían robado las
narices y las orejas y les habían sacado los ojos.
Bridger recordaba cómo, sin narices, las cabezas
se veían más como calaveras que como rostros.
Los hombres estaban desnudos y tampoco tenían
genitales. Tenían una marcada línea de bronceado
en sus cuellos y muñecas. Sobre la línea, sus
pieles estaban tan duras y cafés como cuero de
montura, pero el resto de su cuerpo era tan blanco
como el encaje. Casi parecía gracioso. Era el tipo
de cosa sobre la que algún hombre habría
bromeado si no hubiera sido tan horrible. Claro
que nadie se rio. Bridger siempre pensaba en eso
cuando se lavaba, que debajo todos tenían una
suave piel blanca, frágil como la de un bebé.
Bridger luchó desesperadamente por retar a
Fitzgerald, pero era incapaz de articular algo que
refutara su argumento. Esta vez no era por falta de
palabras, sino por falta de razones. Era fácil
condenar los motivos de Fitzgerald, él mismo
había dicho que era por dinero, pero ¿cuál era su
propia motivación?, se preguntó. No era el dinero.
Todos los números se le mezclaban y su salario
normal era más riqueza de la que había visto en su
vida. A Bridger le gustaba creer que su motivación
era la lealtad, la fidelidad a un compañero de
brigada. Definitivamente respetaba a Glass. Él
había sido amable, cuidándolo con pequeños
detalles, educándolo, defendiéndolo de la
vergüenza. Bridger reconocía que estaba en deuda
con Glass, pero ¿qué tan lejos llegaba eso?
El chico recordó la sorpresa y la admiración
que vio en los ojos de los hombres cuando se
ofreció como voluntario para quedarse con Glass.
Qué contaste con la ira y el desprecio de aquella
terrible noche en la guardia. Recordó que el
capitán le había dado unas palmadas en el hombro
cuando la brigada se fue, y que ese simple gesto lo
había llenado de una sensación de pertenencia,
como si por primera vez mereciera un lugar entre
los hombres. ¿No era por eso que estaba allí, en el
claro, para salvar su orgullo herido? No para
cuidar a otro hombre, sino para cuidarse a sí
mismo. ¿No estaba, como Fitzgerald, sacando
provecho de la desgracia de otro hombre? Dijeran
lo que dijeran de Fitzgerald, al menos era honesto
sobre sus motivos para quedarse.
Seis
31 de agosto de 1823
En la mañana del tercer día, Bridger pasó varias
horas solo en el campamento, reparando sus
mocasines, que se habían agujereado en el
transcurso de sus viajes. En consecuencia, tenía
los pies raspados y lastimados, y el chico
agradeció tener una oportunidad para repararlos.
Cortó piel de un cuero sin curtir que la brigada
dejó tras su partida; usó un punzón para abrir
agujeros en las orillas y reemplazó las suelas con
piel nueva en el fondo. Las puntadas eran
irregulares pero fuertes.
Mientras examinaba su trabajo, sus ojos
cayeron en Glass. Las moscas revoloteaban sobre
sus heridas y Bridger notó que tenía los labios
resecos y agrietados. El chico se preguntó de
nuevo si estaba en un plano moral más alto que
Fitzgerald. Llenó su gran taza metálica con agua
fría del manantial y la puso en los labios de Glass.
La humedad disparó una reacción inconsciente y
Glass comenzó a beber.
Bridger se decepcionó cuando Glass terminó.
Era bueno sentirse útil. El chico contempló a
Glass. Fitzgerald tenía razón, claro. No había duda
de que Glass moriría. «Pero ¿no debería hacer lo
mejor posible por él? ¿Al menos confortarlo en
sus horas finales?»
La madre de Bridger podía extraer una
propiedad curativa de cualquier cosa que creciera.
Muchas veces deseó haberle puesto más atención
cuando volvía del bosque con la canasta llena de
flores, hojas y corteza. Sabía algunas cosas
básicas, y en la orilla del claro encontró lo que
estaba buscando: un pino con su goma pegajosa
supurando como melaza. Usó su oxidado cuchillo
para arrancar la goma, tallando hasta que la hoja
quedó untada con una buena cantidad. Regresó con
Glass y se hincó junto a él. El chico se enfocó
primero en las heridas de pierna y brazo, las
profundas perforaciones de los colmillos de la
grizzly. Aunque las áreas de alrededor seguían
siendo negras y azules, la piel parecía regenerarse.
Bridger usó el dedo para aplicar la goma, llenando
las heridas y untándolas alrededor.
Luego giró a Glass sobre un costado a fin de
revisar su espalda. Las toscas suturas se habían
abierto cuando la camilla se cayó y había señales
de sangrado reciente. Aun así, no era la sangre lo
que le daba a la espalda de Glass un brillo
carmesí. Era una infección. Los cinco cortes
paralelos se extendían casi por todo el largo de su
espalda. Tenía pus amarillo en el centro de las
cortadas y las orillas prácticamente resplandecían
con un rojo exaltado. El olor le recordó a Bridger
al de la leche echada a perder. Sin saber qué
hacer, simplemente untó toda el área con goma de
pino, volviendo dos veces a los árboles a recoger
más.
Por último Bridger le examinó las heridas del
cuello. Las suturas del capitán seguían en su lugar,
aunque al chico le pareció que apenas disimulaban
el desastre que había debajo de la piel. Glass
continuaba respirando, inconsciente, con su
murmullo silbante, como el cascabeleo impreciso
de partes rotas en una máquina. Bridger caminó de
nuevo hacia los pinos, esta vez buscando un árbol
con corteza suelta. Encontró uno y con su cuchillo
arrancó la capa exterior, y juntó la suave corteza
interior en su sombrero.
Bridger llenó de nuevo su taza con agua del
manantial y la puso sobre las brasas. Cuando
hirvió, agregó la corteza de pino, machacando la
mezcla con el pomo de su cuchillo. Trabajó hasta
que obtuvo una consistencia densa y blanda como
lodo. Esperó a que el emplasto se enfriara un poco
y luego se lo puso a Glass en la garganta,
aplicando la mezcla en las cortadas y
extendiéndola hacia afuera en dirección a sus
hombros. Luego Bridger fue a su pequeño bolso y
sacó los restos de su camisa de repuesto. Usó la
tela para cubrir el emplasto y levantó la cabeza de
Glass para hacer un nudo firme detrás de su cuello.
Bridger dejó que la cabeza del herido
volviera suavemente a la tierra, sorprendido al
descubrirse contemplando los ojos abiertos de
Glass. Brillaban con una intensidad y una lucidez
que se yuxtaponía extrañamente a su cuerpo roto.
Bridger lo observó, intentando descifrar el
mensaje que Glass claramente intentaba
comunicar. «¿Qué está diciendo?»
Glass observó al chico por un minuto antes de
cerrar los ojos de golpe. En los breves momentos
en que estaba despierto, Glass sentía una
sensibilidad exacerbada, como si de pronto fuera
consciente de los trabajos secretos de su cuerpo.
Los esfuerzos del chico lo aliviaron. El ligero
picor de la goma de pino tenía una cualidad
medicinal, y el calor del emplasto ofrecía un gran
consuelo para su garganta. Al mismo tiempo, Glass
sintió que su cuerpo estaba preparándose para otra
batalla decisiva. No en la superficie, sino en lo
más profundo.
Para
cuando
Fitzgerald
volvió
al
campamento, las sombras del final del día se
habían extendido hasta mezclarse con el brillo
decreciente de la noche que iniciaba. Llevaba una
cierva sobre su hombro. Había destazado al
animal, cortado su cuello y removido sus vísceras.
Dejó que la cierva cayera junto a una de las
fogatas. Aterrizó en una posición poco natural,
muy diferente a su elegancia cuando estaba viva.
Fitzgerald observó la cobertura nueva en las
heridas de Glass. Su rostro se tensó.
—Estás desperdiciando tu tiempo con él. —
Hizo una pausa—. Me importaría un bledo si no
estuvieras desperdiciando también mi tiempo.
Bridger ignoró el comentario, aunque sintió
que la sangre subía a su cara.
—¿Cuántos años tienes, chico?
—Veinte.
—Mentiroso de mierda. Ni siquiera puedes
hablar sin chillar. Apuesto a que nunca has visto
una teta que no sea de tu mamá.
El chico miró hacia otro lado, odiando a
Fitzgerald por su habilidad de sabueso para
percibir la debilidad.
Fitzgerald absorbió la incomodidad de
Bridger como los nutrientes de la carne cruda. Se
rio.
—¿¡Qué!? ¿Nunca has estado con una mujer?
Tengo razón, ¿verdad, chico? ¿Qué pasa, Bridger?
¿No tenías dos dólares para una golfa antes de que
saliéramos de Saint Louis?
Fitzgerald acomodó su enorme cuerpo en el
suelo, preparándose para disfrutar.
—Quizá no te gustan las chicas. ¿Eres
maricón, niño? Quizá necesito dormir boca arriba
para evitar que te pongas caliente conmigo por la
noche. —Bridger siguió sin decir nada—. O quizá
ni siquiera tienes pito.
Sin pensarlo, Bridger se puso de pie con un
salto, tomó su fusil, lo cargó y apuntó el largo
cañón a la cabeza de Fitzgerald.
—¡Fitzgerald, hijo de puta! ¡Di una palabra
más y te reviento la maldita cabeza!
Fitzgerald se incorporó sorprendido,
contemplando la oscura boca del cañón del fusil.
Durante un largo rato permaneció así. Luego sus
ojos oscuros se movieron lentamente hacia Bridger
y una sonrisa se extendió hasta encontrarse con la
cicatriz de su cara.
—Bien por ti, Bridger. Quizá no te acuclillas
para orinar, después de todo.
Soltó un ronquido ante su chiste, sacó su
cuchillo y se puso a desollar a la cierva. En el
silencio del campamento, Bridger tomó conciencia
del pesado sonido de su propia respiración y pudo
sentir el rápido latido de su corazón. Bajó el arma
y puso la culata en el suelo; luego se tendió en el
piso. De pronto se sintió cansado y se puso la
cobija alrededor de los hombros.
Tras varios minutos, Fitzgerald dijo:
—Hey, chico.
Bridger levantó la mirada, pero no dijo nada
en respuesta.
Fitzgerald se pasó despreocupadamente por
la nariz el anverso de su mano ensangrentada.
—Tu arma nueva no disparará sin un
pedernal.
Bridger observó su fusil. El pedernal no
estaba en el seguro. La sangre subió de nuevo a su
cara, aunque esta vez se odió a sí mismo tanto
como a Fitzgerald, que se rio en silencio y
continuó su hábil labor con el largo cuchillo.
En realidad, Jim Bridger iba a cumplir diecinueve
años ese año y tenía una complexión delgada que
lo hacía parecer aún más joven. El año de su
nacimiento, 1804, coincidió con el inicio de la
expedición de Lewis y Clark. Fue la emoción
generada por su regreso lo que llevó al padre de
Jim a aventurarse al oeste desde Virginia en 1812.
La familia Bridger se estableció en una
pequeña granja en Six-Mile-Prairie cerca de Saint
Louis. Para un niño de ocho años, el viaje al oeste
era una gran aventura de caminos sinuosos, cazar
para comer y dormir bajo el toldo del cielo
abierto. En la nueva granja, Jim encontró un campo
de juegos de diecisiete hectáreas con praderas,
bosques y arroyos. En su primera semana en la
nueva propiedad, Jim descubrió un pequeño
manantial. Recordaba a la perfección su emoción
al llevar a su padre al lugar escondido y su orgullo
cuando construyeron la casa junto al manantial.
Entre otros negocios, el padre de Jim se aventuró
en la topografía. Jim generalmente lo acompañaba,
lo que estimuló aún más su gusto por la
exploración.
La infancia de Bridger terminó abruptamente
a los trece años cuando su madre, padre y hermano
mayor murieron de fiebre el mismo mes. De
pronto, el chico descubrió que era responsable
tanto de sí mismo como de una hermana menor.
Una tía anciana fue a cuidar a su hermana, pero la
carga financiera de la familia cayó sobre Jim.
Tomó un trabajo con el dueño de un ferry.
El Misisipi de la infancia de Bridger estaba
rebosante de tráfico. Desde el sur, las
manufacturas se transportaban río arriba hacia el
creciente Saint Louis, mientras que río abajo fluían
los toscos recursos de la frontera. Bridger
escuchaba historias sobre la gran ciudad de Nueva
Orleans y los puertos extranjeros que estaban más
allá. Conoció a los salvajes barqueros que
llevaban sus productos río arriba con la pura
fuerza de su cuerpo y su voluntad. Habló con los
conductores que transportaban productos de
Lexington y Terre Haute. Vio el futuro del río en la
forma de los barcos que escupían vapor,
agitándose contracorriente.
Pero no fue el río Misisipi el que atrapó la
imaginación de Bridger: fue el Missouri. A unos
diez kilómetros de su ferry, los dos grandes ríos se
unían en uno, las aguas salvajes de la frontera se
convertían en la trivial corriente del día a día. Era
la confluencia de lo nuevo y lo viejo, lo conocido
y lo desconocido, la civilización y lo salvaje.
Bridger vivía para los escasos momentos en que
los comerciantes de pieles y los viajeros colgaban
sus elegantes sacos de lana en el andén del ferry, a
veces incluso acampaban durante la noche. Lo
maravillaban sus historias de indios salvajes, caza
abundante, llanuras eternas y montañas elevadas.
Para Bridger la frontera se convirtió en una
atractiva presencia que podía sentir, pero no
definir, una fuerza magnética que lo jalaba
inexorablemente hacia algo de lo que había
escuchado, pero que nunca había visto. Un día, un
pastor que montaba una mula con la columna
hundida abordó el ferry de Bridger y le preguntó si
conocía la misión que Dios tenía para su vida. Sin
pensarlo, Bridger respondió: «Ir a las
Rocallosas». El pastor estaba jubiloso y animó al
chico a considerar el trabajo de misionero con los
salvajes. Bridger no tenía interés en llevarle a
Jesús a los indios, pero la conversación hizo mella
en él. El chico llegó a creer que ir al oeste era más
que el deseo por estar en otro lugar. Llegó a verlo
como parte de su alma, una pieza faltante que solo
podía completarse en alguna montaña o llanura
lejanas.
Con ese futuro imaginado como telón de
fondo, Bridger empujó el lento ferry. Adelante y
atrás, avanzando y retrocediendo, movimiento sin
avance, sin aventurarse nunca un kilómetro más
allá de los puntos de llegada y salida. Era el
opuesto de la vida que había imaginado para sí
mismo, una vida de viajes y exploraciones a través
de tierras desconocidas, una vida en la que nunca
tendría que volver sobre sus pasos.
Tras un año en el ferry, Bridger hizo un
desesperado e impulsivo esfuerzo por hacer algún
avance hacia el oeste, apuntándose como aprendiz
de un herrero en Saint Louis. El herrero lo trataba
bien e incluso le daba una paga modesta para que
les enviara algo a su hermana y su tía. Pero los
términos del trabajo de aprendiz eran claros: tenía
que pasar cinco años a su servicio.
Si bien el nuevo trabajo no lo ponía en la
tierra salvaje, al menos Saint Louis le ofrecía un
poco más. Durante media década Bridger se
empapó de la sabiduría popular de la frontera.
Cuando los llaneros llegaban para herrar sus
caballos o reparar sus trampas, Bridger superaba
su timidez para preguntarles por sus viajes.
¿Dónde habían estado? ¿Qué habían visto? El
chico escuchaba historias sobre John Colter, que
venció, desnudo, a cien pies negros que intentaban
escalparlo. Como todos en Saint Louis, llegó a
tener noticias de comerciantes exitosos como
Manuel Lisa y los hermanos Chouteau. Lo más
emocionante para Bridger era cuando veía
ocasionalmente a los héroes en persona. Una vez
al mes, el capitán Andrew Henry visitaba al
herrero para herrar a su caballo. Bridger se
aseguraba de ofrecerse como voluntario para el
trabajo, aunque fuera solo por la oportunidad de
intercambiar algunas palabras con el capitán. Sus
breves encuentros con Henry eran una
reafirmación de fe, una manifestación tangible de
algo que de otro modo solo existiría como fábula y
leyenda.
Las condiciones del trabajo de aprendiz de
Bridger se extendieron hasta su cumpleaños
dieciocho, el 17 de marzo de 1882. Por coincidir
con los idus de marzo, una compañía local de
actores presentó una interpretación de Julio César
de Shakespeare. Bridger pagó un ojo de la cara
por un asiento. La extensa obra no tuvo mucho
sentido. Los hombres se veían tontos con vestidos
largos, y durante mucho tiempo Bridger no estuvo
seguro si los actores hablaban en inglés. Aun así,
disfrutó el espectáculo y después de un rato
comenzó a desarrollar un gusto por el ritmo del
lenguaje poco natural. Un actor atractivo y con voz
fuerte pronunció una línea que acompañaría a
Bridger durante el resto de su vida.
En los asuntos humanos hay un oleaje que,
Tomado a favor, trae fortuna…
Tres días después, el herrero le contó a Bridger
sobre una noticia que publicó el Missouri
Republican. «A los jóvenes emprendedores…»
Bridger sabía que su oleaje había llegado.
Cuando despertó a la mañana siguiente, Bridger
encontró a Fitzgerald inclinado sobre Glass,
presionando la frente del hombre herido con la
mano.
—¿Qué haces, Fitzgerald?
—¿Cuánto lleva con esta fiebre?
Bridger se acercó rápidamente a Glass y tocó
su piel. Estaba vaporosa por el calor y el sudor.
—Lo examiné anoche y parecía estar bien.
—Pues ahora no está bien. Son los sudores de
la muerte. El hijo de puta al fin se va a ir.
Bridger se quedó ahí, sin saber si sentirse
triste o aliviado. Glass comenzó a temblar y tiritar.
Parecía haber pocas posibilidades de que
Fitzgerald estuviera equivocado.
—Mira, chico…, tenemos que estar
preparados para movernos. Voy a explorar el
Grand. Tú toma las bayas y muele esa carne hasta
convertirla en pemmican.
—¿Y Glass?
—¿Qué con él, chico? ¿Te convertiste en
doctor en lo que llevamos acampando aquí? Ya no
hay nada que podamos hacer.
—Podemos hacer lo que se supone que
deberíamos estar haciendo…, esperar con él y
enterrarlo cuando muera. Ese fue nuestro trato con
el capitán.
—¡Talla una lápida si eso te hace sentir
mejor! ¡Constrúyele un jodido altar, maldita sea!
Pero si vuelvo y esa carne no está lista, ¡te azotaré
hasta que quedes peor que él! —Fitzgerald tomó su
fusil y desapareció arroyo abajo.
Era un día típico de principios de septiembre,
soleado y fresco por la mañana, caluroso por la
tarde. El terreno era más plano donde el arroyo se
encontraba con el río; sus aguas fluían en un hilo
que se abría sobre un banco de arena antes de
unirse a la agitada corriente del Grand. Las huellas
esparcidas de la brigada peletera, claras aún
después de cuatro días, atrajeron la atención de
Fitzgerald. Levantó la vista río arriba, donde un
águila se posaba como un centinela en la rama
desnuda de un árbol muerto. Algo asustó al ave.
Abrió las alas y con dos poderosos aleteos se
levantó de su percha. Haciendo un giro agudo
sobre la punta de su ala, el ave dio la vuelta y voló
río arriba.
El fuerte relincho de un caballo cortó el aire
de la mañana. Fitzgerald se dio la vuelta. El sol
del día caía directo sobre el río; sus penetrantes
rayos se mezclaban con el agua formando un
danzante mar de luz. Entrecerrando los ojos ante el
resplandor, Fitzgerald pudo distinguir las siluetas
de unos indios montados. Se lanzó al suelo. «¿Me
vieron?» Se quedó en la tierra durante un instante,
con la respiración agitada. Reptó hacia el único
refugio disponible, una arboleda de sauces entre la
maleza. Escuchó atentamente y oyó de nuevo el
relincho, pero no el golpeteo agitado de los
caballos al galope. Revisó para asegurarse de que
su fusil y su pistola estaban cargados, se quitó el
sombrero de piel de lobo y levantó la cabeza para
echar un vistazo entre los sauces.
Había cinco indios a una distancia de menos
de doscientos metros en la orilla opuesta del
Grand. Cuatro de los jinetes formaban un amplio
círculo alrededor del quinto, quien azotaba con un
látigo a un caballo pinto que se rehusaba a
avanzar. Dos se reían y todos parecían fascinados
por la lucha con el caballo.
Uno llevaba un penacho completo de plumas
de águila. Fitzgerald estaba lo suficientemente
cerca para ver con claridad un collar de garra de
oso alrededor de su pecho y las pieles que
envolvían sus trenzas. Tres llevaban armas; los
otros dos, arcos. Ni los hombres ni los caballos
tenían pintura de guerra, y Fitzgerald supuso que
estaban cazando. No estaba seguro de cuál era su
tribu, aunque su suposición era que cualquier indio
en ese área vería a los tramperos con hostilidad.
Fitzgerald calculó que estaban apenas más allá del
alcance del fusil. Eso cambiaría rápidamente si
atacaban. Si se acercaban, tendría una oportunidad
de disparar con el fusil y otra con la pistola.
Podría recargar el fusil una vez si el río los
retrasaba. «Tres tiros para cinco blancos.» No le
gustaban las probabilidades.
Pecho a tierra, Fitzgerald reptó hacia el
cobijo de los sauces más altos, cerca del arroyo.
Gateó entre las viejas huellas de la brigada,
maldiciendo las marcas que traicionaban tan
claramente su posición. Giró de nuevo cuando
llegó a los sauces más gruesos, aliviado de que los
indios se hubieran mantenido ocupados con el
necio caballo pinto. Aun así, llegarían a la
confluencia del arroyo con el río en un instante.
Notarían el arroyo y luego las huellas. «¡Las
malditas huellas!», que señalaban como una flecha
arroyo arriba.
Fitzgerald avanzó desde los sauces hasta los
pinos. Giró para echar un vistazo final al grupo de
caza. El caprichoso caballo pinto había desistido y
ahora los cinco indios continuaban por el río.
«Tenemos que irnos ya.» Fitzgerald recorrió a toda
prisa la corta distancia hasta el campamento por el
arroyo.
Bridger estaba azotando la carne del venado
contra una piedra cuando Fitzgerald llegó
corriendo al claro.
—¡Cinco tipos vienen por el Grand! —
Fitzgerald comenzó a echar desesperadamente sus
pocas pertenencias en su bolsa. Levantó la vista de
pronto, con los ojos llenos de intensidad y miedo y
luego de rabia—. ¡Muévete, chico! ¡Seguirán
nuestras huellas en cualquier momento!
Bridger guardó carne en su alforja. Se echó
su morral y su bolsa de caza al hombro y después
tomó su fusil, que estaba recargado contra un árbol
junto al Anstadt de Glass. «¡Glass!» Las
implicaciones de su huida azotaron al chico como
una súbita y aleccionadora bofetada. Bajó la vista
hacia el hombre herido.
Por primera vez esa mañana, Glass tenía los
ojos abiertos. Mientras Bridger lo observaba, tuvo
primero la mirada vidriosa y confundida de
alguien que despierta de un profundo sueño. Entre
más observaba, más parecía enfocarse. Una vez
que lo hubo logrado, era claro que sus ojos
devolvían la mirada con absoluta lucidez; era
claro que Glass, como Bridger, había comprendido
el significado de los indios en el río.
Cada poro del cuerpo de Bridger parecía latir
con la intensidad del momento, aunque tenía la
impresión de que los ojos de Glass expresaban
serenidad. «¿Comprensión? ¿Perdón? ¿O es solo
lo que yo quiero creer?» Mientras el chico lo
contemplaba, la culpa lo atrapó como un par de
colmillos apretados. «¿Qué piensa Glass? ¿Qué
pensaría el capitán?»
—¿Estás seguro de que vienen arroyo arriba?
—La voz de Bridger se quebró al decirlo. Odiaba
su falta de control, su debilidad evidente en un
momento que exigía fuerza.
—¿Quieres quedarte a averiguarlo? —
Fitzgerald avanzó hacia el fuego para recoger la
carne que quedaba secándose en las rejillas.
Bridger miró de nuevo a Glass. El herido
movía los labios agrietados, luchando para formar
palabras a través de una garganta que se había
quedado muda.
—Intenta decir algo. —El chico se arrodilló,
esforzándose por entender. Glass levantó
lentamente la mano y señaló con un dedo
tembloroso. «Quiere el Anstadt»—. Quiere su
fusil. Quiere que lo acomodemos con su fusil.
El chico sintió el punzante dolor de una
poderosa patada contra su espalda y se descubrió
tendido boca abajo. Luchó para incorporarse sobre
manos y rodillas, levantando la vista hacia
Fitzgerald. La ira de su rostro parecía mezclarse
con los rasgos deformes del sombrero de piel de
lobo.
—¡Muévete, maldita sea!
Torpemente, Bridger se puso de pie, azorado
y con los ojos muy abiertos. Observó cómo
Fitzgerald avanzaba hacia Glass, quien estaba
tendido boca arriba con sus pocas pertenencias
apiladas junto a él: una bolsa de caza, un cuchillo
en una funda decorada con cuentas, una pequeña
hacha, el Anstadt y un cuerno para pólvora.
Fitzgerald se inclinó para tomar la bolsa de
caza de Glass. Metió la mano para sacar el
pedernal y el raspador de metal, echándolos en el
bolsillo frontal de su sayo de cuero. Tomó el
cuerno y lo deslizó sobre su hombro. El hacha la
acomodó bajo su ancho cinturón de cuero.
Bridger lo contempló sin comprender.
—¿Qué haces?
Fitzgerald se agachó de nuevo, tomó el
cuchillo de Glass y se lo lanzó a Bridger.
—Toma esto.
Bridger lo atrapó, contemplando horrorizado
la funda en sus manos. Solo quedaba el fusil.
Fitzgerald lo levantó, revisando rápidamente que
estuviera cargado.
—Lo siento, viejo Glass. Todo esto ya no te
servirá de mucho.
Bridger estaba estupefacto.
—No podemos dejarlo sin sus cosas.
El hombre del sombrero de piel de lobo
levantó brevemente la mirada y luego desapareció
en el bosque.
Bridger miró el cuchillo que tenía en sus
manos y luego a Glass, cuyos ojos veían con rabia
directamente hacia él, súbitamente reanimados
como brasas bajo un fuelle. Bridger se sintió
paralizado. Emociones encontradas luchaban en su
interior, peleando por comandar sus actos, hasta
que una llegó de pronto para imponerse
abrumadoramente: estaba asustado.
El chico se dio la vuelta y corrió hacia el
bosque.
Siete
2 de septiembre de 1823,
por la mañana
Era de día. Glass podía saberlo sin moverse,
pero aparte de eso no tenía idea de la hora. Estaba
tendido donde se desplomó el día anterior. La
rabia lo llevó hasta la orilla del claro, pero la
fiebre lo detuvo allí.
La osa lo había destrozado por fuera y ahora
la fiebre lo estaba destrozando por dentro. Sentía
como si lo hubieran vaciado. Temblaba sin
control, anhelando la calidez abrasadora del fuego.
Echó un vistazo al campamento y vio que no salía
humo de los restos calcinados de las hogueras. Sin
fuego no había calor.
Se preguntó si al menos podría volver a
acercarse a su manta andrajosa, e hizo un esfuerzo
tentativo por moverse. Cuando reunió fuerzas, la
respuesta que le ofreció su espalda fue como un
débil eco a través de un gran abismo.
El movimiento irritó algo en lo profundo de
su pecho. Sintió que se avecinaba una tos y tensó
los músculos de su estómago para reprimirla.
Tenía los músculos adoloridos por las muchas
batallas anteriores, y a pesar de sus esfuerzos, la
tos salió de golpe. Glass hizo una mueca de dolor,
como si le extrajeran un anzuelo enterrado
profundamente. Se sentía como si le estuvieran
extrayendo las entrañas por la garganta.
Cuando el dolor de la tos disminuyó, se
enfocó de nuevo en la manta. «Tengo que
calentarme.» Requirió toda su fuerza para levantar
la cabeza. La manta estaba a unos veinte metros.
Rodó sobre su costado hasta apoyarse sobre el
estómago, moviendo el brazo izquierdo frente a su
cuerpo. Dobló la pierna izquierda y luego la
enderezó para impulsarse. Con su único brazo
bueno y su única pierna buena, se empujó y se
arrastró por el claro. Los seis metros se sintieron
como treinta kilómetros, y se detuvo a descansar
tres veces. Cada aliento salía como un rechinido
de su garganta, y sintió de nuevo una apagada
pulsación en su espalda herida. Se estiró para
tomar la manta cuando estuvo a su alcance. Se la
acomodó alrededor de los hombros, acogiendo el
pesado calor de la lana de Hudson’s Bay. Luego se
desmayó.
Durante la larga mañana, el cuerpo de Glass
luchó contra la infección de las heridas. Se deslizó
entre la conciencia, la inconsciencia y un estado de
confusión intermedio donde todo lo que lo rodeaba
era como páginas aleatorias de un libro, destellos
desperdigados de una historia sin una continuidad
que los uniera. Cuando estaba consciente, deseaba
desesperadamente volver a dormir, aunque fuera
para descansar del dolor. Pero cada interludio de
sueño venía precedido de la aterradora idea de
que quizá no volvería a despertar. «¿Así se siente
morir?»
Glass no tenía idea de cuánto tiempo llevaba
tumbado cuando apareció la serpiente. La observó
con una mezcla de terror y fascinación mientras se
deslizaba casi con despreocupación desde el
bosque hacia el claro. Tenía un toque de
prudencia; la serpiente se detuvo en el campo
abierto del claro, deslizando la lengua dentro y
fuera de la boca para evaluar el aire. Pero, a
grandes rasgos, era un depredador en su elemento,
en una búsqueda segura de una presa. La serpiente
comenzó a avanzar de nuevo, acelerando de pronto
su lento movimiento ondulante para impulsarse a
una velocidad sorprendente. Fue directamente
hacia él.
Glass quiso alejarse rodando, pero había algo
inevitable en la forma en la que la serpiente se
movía. Una parte de Glass recordó el consejo de
mantenerse inmóvil ante la presencia de una
serpiente. Se congeló, tanto por hipnosis como por
decisión propia. La serpiente avanzó hasta quedar
a pocos metros de su rostro y se detuvo. Glass la
contempló, intentando imitar la capacidad del
reptil para no parpadear. No podía enfrentarla. Los
ojos negros de la serpiente eran tan implacables
como la peste. Observó, fascinado, cómo la
serpiente se enroscaba lentamente en una espiral
perfecta; todo su cuerpo estaba al servicio del
único propósito de lanzarse para atacar. La lengua
entraba y salía de su boca, explorando, evaluando.
Desde la mitad del bucle, la cola de la serpiente
comenzó a agitarse de atrás hacia adelante; su
cascabel era como un metrónomo que marcaba los
breves momentos previos a la muerte.
El primer ataque llegó tan rápido que Glass
no tuvo tiempo para retroceder. Se quedó
contemplando horrorizado cómo la cascabel
lanzaba la cabeza hacia adelante, con la quijada
abierta, revelando unos colmillos que goteaban
veneno. Los hundió en el antebrazo de Glass. Él
gritó de dolor mientras el veneno recorría su
cuerpo. Sacudió el brazo, pero los colmillos no lo
soltaron; la serpiente se sacudía en el aire junto
con el brazo de Glass. Finalmente cayó con su
largo cuerpo en perpendicular al torso de Glass.
Antes de que él pudiera rodar para alejarse, la
serpiente se reincorporó y volvió a atacar. Esta
vez Glass no pudo gritar. La serpiente enterró sus
colmillos en su garganta.
Glass abrió los ojos. El sol caía sobre él, en
el único ángulo desde donde podía iluminar el
suelo del claro. Rodó cuidadosamente sobre su
costado para evitar el resplandor. A diez metros de
distancia, una serpiente de cascabel yacía
extendida de lado a lado. Una hora antes había
devorado un conejo cola de algodón. Ahora un
enorme bulto distorsionaba sus proporciones
mientras el conejo pasaba lentamente por el tracto
digestivo del reptil.
En pánico, Glass se miró el brazo. No tenía
marcas de colmillos. Con cuidado, se tocó el
cuello, casi esperando encontrar una serpiente
pegada a él. Nada. El alivio lo inundó al darse
cuenta de que la serpiente, o al menos las
mordidas de la serpiente, habían sido los horrores
imaginarios de una pesadilla. Miró de nuevo al
animal, aletargado mientras su cuerpo trabajaba en
digerir a su presa.
Se llevó la mano del cuello al rostro y sintió
la gruesa capa de salada humedad del sudor, pero
su piel estaba fresca. La fiebre había cedido.
«¡Agua!» Su cuerpo le pedía a gritos que bebiera.
Se arrastró hacia el manantial. Su garganta
destrozada aún le permitía tomar solamente tragos
muy pequeños. Incluso esos le causaban dolor,
aunque el agua helada se sentía como un bálsamo
que lo reavivaba y lo limpiaba desde adentro.
La vida excepcional de Hugh Glass comenzó de
una forma nada excepcional como el primogénito
de Victoria y William Glass, un albañil inglés de
Filadelfia. Filadelfia crecía rápidamente con el
cambio de siglo, y los constructores no tenían
problemas para encontrar trabajo. William Glass
nunca se enriqueció, pero mantenía cómodamente a
cinco hijos. Con ojo de albañil, entendía su
responsabilidad para con sus hijos como la
colocación de unos cimientos. Consideraba que
proveerlos de una educación sería el logro con que
culminaría su vida.
Cuando Hugh demostró una considerable
aptitud académica, William lo animó a seguir la
carrera de derecho. Pero Hugh no tenía interés en
las pelucas blancas y los libros mohosos de los
abogados. Su pasión era la geografía.
La Compañía de Transporte Rawsthorne e
Hijos tenía una oficina en la misma calle donde
vivía la familia Glass. En el recibidor de su
edificio exhibían un enorme globo terráqueo, uno
de los pocos que había en Filadelfia. En su camino
a casa desde la escuela, Hugh se detenía a diario
en la oficina y giraba el globo sobre su eje,
explorando los océanos y las montañas del mundo
con los dedos. Coloridos mapas adornaban las
paredes de la oficina, donde estaban trazadas la
mayoría de las rutas de transporte más importantes
de su tiempo. Las delgadas líneas atravesaban
anchos océanos, conectando Filadelfia con los
grandes puertos del mundo. A Hugh le gustaba
imaginar los lugares y las personas que estaban al
final de esas delgadas líneas: desde Boston hasta
Barcelona, desde Constantinopla hasta Catay.
William aceptó darle a su hijo un poco de
libertad y animó a Hugh a estudiar cartografía.
Pero a Hugh dibujar mapas le parecía demasiado
pasivo. La fuente de su fascinación no estaba en la
representación abstracta de lugares, sino en los
lugares mismos y sobre todo las vastas áreas
denominadas terra incognita. Los cartógrafos del
momento poblaban esos espacios desconocidos
con grabados de aterradores monstruos. Hugh se
preguntaba si tales bestias existirían realmente o
eran invenciones de la pluma de un cartógrafo. Le
preguntó a su padre, quien respondió: «Nadie lo
sabe». La intención de William era asustar a su
hijo para conducirlo a una búsqueda más práctica.
La táctica falló. A los trece años, Hugh anunció su
intención de convertirse en capitán de barco.
En 1802, Hugh cumplió dieciséis, y William,
temeroso de que el chico se escapara al mar, cedió
ante los deseos de su hijo. William conocía al
capitán holandés de una fragata de Rawsthorne e
Hijos, y le pidió que aceptaran a Hugh a bordo
como mozo de cabina. El capitán, Jozias van
Aartzen, no tenía hijos propios y tomó muy en
serio su responsabilidad hacia Hugh. Durante una
década trabajó para educarlo en los asuntos del
mar. Cuando el capitán murió en 1812, Hugh había
ascendido a la categoría de primer oficial.
La guerra de 1812 interrumpió el negocio
tradicional de Rawsthorne e Hijos con Gran
Bretaña. La compañía se diversificó rápidamente
en nuevos negocios, peligrosos pero lucrativos:
burlar bloqueos. Hugh pasó los años de la guerra
evitando buques de guerra británicos mientras su
veloz fragata transportaba ron y azúcar entre el
Caribe y puertos americanos sitiados. Cuando la
guerra terminó en 1815, Rawsthorne e Hijos
mantuvo sus negocios caribeños y Hugh se
convirtió en el capitán de un pequeño buque de
carga.
Hugh Glass acababa de cumplir treinta y uno
el verano en que conoció a Elizabeth van Aartzen,
la nieta de diecinueve años del capitán que lo
había educado. Rawsthorne e Hijos patrocinó la
celebración del 4 de julio con baile y ron cubano.
El estilo del baile no daba pie a conversaciones,
pero sí provocaba docenas de breves y
emocionantes encuentros. Glass percibió algo
único en Elizabeth, algo seguro de sí mismo y
desafiante. Se descubrió cautivado por completo.
La llamó al día siguiente y después, cuando
atracaba en Filadelfia. Ella tenía mundo y cultura,
conversaba con facilidad de personas y lugares
remotos. Podían hablar en un lenguaje abreviado,
cada uno era capaz de terminar las ideas del otro.
Se reían con facilidad de sus historias. El tiempo
que pasaba lejos de Filadelfia se volvió una
tortura, pues Glass recordaba el brillo del sol de
la mañana en sus ojos, su piel pálida bajo la luz de
la luna en un barco.
En un brillante día de mayo de 1818, Glass
volvió a Filadelfia con una pequeña bolsa de
terciopelo en el bolsillo del pecho de su uniforme.
Dentro guardaba una resplandeciente perla que
colgaba de una delicada cadena de oro. Se la dio a
Elizabeth y le pidió que se casara con él.
Planearon la boda para el verano.
Glass se fue una semana después hacia Cuba,
donde se encontró atrapado en el puerto de La
Habana, esperando la resolución de una disputa
local sobre la entrega tardía de cien barriles de
ron. Tras un mes en La Habana, llegó otro barco de
Rawsthorne e Hijos. Trajo una carta de su madre
con la noticia de que su padre había muerto. Le
imploraba
que
volviera
a
Filadelfia
inmediatamente.
Hugh sabía que la disputa por el ron bien
podía tardar meses en resolverse. En ese tiempo
podía viajar a Filadelfia, encargarse de la
herencia de su padre y volver a Cuba. Si en La
Habana los procedimientos legales avanzaban con
más rapidez, su primer oficial podía conducir el
barco de regreso a Filadelfia. Glass reservó un
lugar en el Bonita Morena, una embarcación
mercantil española cuya salida hacia Baltimore
estaba programada para esa semana.
Resultó que el barco español nunca navegaría
más allá de las murallas del Fuerte McHenry, y
Glass nunca volvería a ver Filadelfia. A un día de
haber salido de La Habana, apareció un navío sin
bandera en el horizonte. El capitán del Bonita
Morena intentó huir, pero su lenta embarcación no
podía competir con el veloz cúter pirata. Este
llegó junto al barco mercantil y disparó cinco
cañones cargados con racimos de metralla. Con
cinco de sus marineros muertos en cubierta, el
capitán arrió las velas.
El capitán esperaba que su rendición los
indultara. No lo hizo. Veinte piratas abordaron el
Bonita Morena. El líder, un mulato con un diente y
una cadena de oro, se acercó al capitán, quien
estaba formalmente parado en el puesto de mando.
El mulato sacó un revólver de su cinturón y le
disparó a quemarropa en la cabeza. La tripulación
y los pasajeros se quedaron pasmados, esperando
su destino. Hugh Glass estaba entre ellos, mirando
a los bucaneros y a su embarcación. Hablaban una
retorcida mezcla de criollo, francés e inglés. Glass
sospechó, correctamente, que eran baratarianos,
soldados de infantería del creciente sindicato del
pirata Jean Lafitte.
Jean Lafitte había plagado el Caribe años
antes de la guerra de 1812. Los americanos le
pusieron poca atención, ya que sus blancos eran
principalmente británicos. En 1814, descubrió una
vía autorizada para dar rienda suelta a su odio
contra Inglaterra. El teniente general Sir Edward
Pakenham y seiscientos veteranos de Waterloo
sitiaron Nueva Orleans. Al frente del ejército
americano, el general Andrew Jackson se vio
superado cinco a uno en número. Cuando Lafitte
ofreció los servicios de sus baratarianos, Jackson
no pidió referencias. Lafitte y sus hombres
combatieron valientemente en la batalla de Nueva
Orleans. En la embriaguez de la victoria
americana, Jackson aconsejó un perdón absoluto
para Lafitte por sus crímenes anteriores, y el
presidente Madison se lo concedió rápidamente.
Lafitte no tenía intenciones de abandonar la
profesión que había elegido, pero aprendió el
valor del apoyo de la corona. México estaba en
guerra con España. Lafitte estableció un
asentamiento en la isla de Galveston que llamó
Campeche, y ofreció sus servicios a la Ciudad de
México. Los mexicanos contrataron a Lafitte y su
pequeño navío, autorizando el ataque contra
cualquier barco español. A cambio, Lafitte obtuvo
permiso para saquear.
La brutal realidad de este arreglo se
presentaba ahora ante los ojos de Hugh Glass.
Cuando dos miembros de la tripulación avanzaron
para ayudar al capitán, herido de muerte, les
dispararon a ambos. Las tres mujeres que había a
bordo, incluyendo una anciana viuda, fueron
llevadas al cúter, donde una tripulación lasciva les
dio la bienvenida a bordo. Mientras una banda de
piratas inspeccionaba el cargamento bajo la
cubierta, otro grupo comenzó una evaluación más
sistemática de la tripulación y los pasajeros. A dos
ancianos y un banquero obeso les fueron retiradas
todas sus posesiones y los lanzaron al mar.
El mulato hablaba español y también francés.
Se paró frente a la tripulación cautiva,
explicándoles sus opciones. Cualquier hombre
dispuesto a renunciar a España podía unirse al
servicio de Jean Lafitte. Cualquier hombre que no
lo estuviera podía unirse a su capitán. La docena
de marineros eligió a Lafitte. La mitad fue llevada
al cúter, la otra mitad se unió a una tripulación
pirata en el Bonita Morena.
Aunque Glass apenas hablaba algunas
palabras en español, entendió lo principal del
ultimátum del mulato. Cuando este se le acercó con
el revólver en mano, Glass se señaló a sí mismo y
dijo una palabra en francés: «Marin». Marinero.
El mulato lo contempló, evaluándolo en
silencio. Una sonrisa cruel y divertida apareció en
la orilla de su boca, y dijo: «À bon? Okay
Monsieur le marin, hissez le foc», pidiéndole que
izara las velas.
Glass buscó desesperadamente en los
rincones de su rudimentario francés. No tenía idea
de qué significaba hissez le foc. Sin embargo, en
ese contexto entendía muy claramente el alto
riesgo que implicaba la prueba del mulato.
Asumiendo que el reto involucraba su buena fe
como marino, avanzó con seguridad hacia la proa
del barco y tomó el motón de la vela que lanzaría
el barco contra el viento.
«Bien fait, Monsieur le marin», dijo el
mulato. Era agosto de 1819. Hugh Glass se había
convertido en pirata.
Glass miró de nuevo la abertura en el bosque por
donde Fitzgerald y Bridger habían huido. Su
quijada se endureció mientras pensaba en lo que
habían hecho, y sintió de nuevo el deseo visceral
de lanzarse a perseguirlos. Pero esta vez también
sintió la debilidad de su cuerpo. Por primera vez
desde el ataque de la osa, tenía la mente
despejada. Con esa claridad vino una valoración
alarmante de su situación.
Con considerable turbación, Glass comenzó a
examinar sus heridas. Con la mano izquierda
siguió los bordes de su cabeza. Había alcanzado a
ver una imagen borrosa de su rostro en las aguas
estancadas del manantial, y pudo ver que la osa
casi le había escalpado. Como nunca había sido un
hombre vanidoso, su apariencia le resultaba
particularmente irrelevante dado el estado de
cosas. Si sobrevivía, suponía que sus cicatrices
podrían ofrecerle incluso cierto respeto entre sus
compañeros.
Lo que le preocupaba era su garganta. Incapaz
de ver la herida salvo en el reflejo del manantial,
solo pudo indagar cuidadosamente con los dedos.
Glass se tocó las suturas y apreció las
rudimentarias habilidades quirúrgicas del capitán
Henry. Tenía un vago recuerdo del capitán
trabajando sobre él momentos después del ataque,
aunque los detalles y la cronología seguían
borrosos.
Estirando su cuello hacia abajo, pudo ver que
las marcas de garras se extendían desde sus
hombros hasta su cuello. La grizzly le arañó
profundamente los músculos del pecho y la parte
superior del brazo. La brea de pino de Bridger
había sellado las heridas. Se veían relativamente
saludables, aunque un agudo dolor muscular le
impedía levantar el brazo derecho. La brea de pino
le hizo pensar en Bridger. Recordaba que el chico
le había cuidado las heridas. Aun así, no fue la
imagen de Bridger curándolo la que se grabó en su
mente. En vez de eso, lo vio mirando hacia atrás
desde la orilla del claro, con el cuchillo robado en
mano.
Miró a la serpiente y reflexionó: «Dios, qué
no daría por mi cuchillo». La cascabel aún podía
moverse. Evitó seguir pensando en Fitzgerald y
Bridger. «Ahora no.»
Glass bajó la mirada hacia su pierna derecha.
La brea de Bridger cubría las heridas de la parte
alta de su muslo; tenía la extremidad tiesa como la
de un cadáver. Puso a prueba la pierna rodando
ligeramente para reacomodar el peso, luego
empujando hacia abajo. Un dolor intolerable
emanó de las heridas. Claramente, la pierna no
soportaría ningún peso.
Por último, con el brazo izquierdo examinó
las profundas tajadas de su espalda. Sus dedos
palparon los cinco cortes paralelos. Tocó la
pegajosa mezcolanza de brea de pino, suturas y
costra. Cuando se miró la mano, también tenía
sangre fresca. Las cortadas comenzaban en su
trasero y se volvían más profundas conforme
subían por su espalda. Las heridas más graves
estaban entre los omóplatos, donde su mano no
alcanzaba.
Habiendo completado su autoexploración,
Glass llegó a varias conclusiones con
impasiblidad: estaba indefenso. Si los indios o los
animales lo descubrían, no podría ofrecer
resistencia. No podía quedarse en el claro. No
estaba seguro de cuántos días había estado en el
campamento, pero sabía que el manantial cubierto
debía de ser bien conocido por cualquier indio de
la zona. Glass no tenía idea de por qué no lo
habían descubierto el día anterior, pero sabía que
su suerte no podía durar mucho más.
Pese al riesgo de encontrarse con indios,
Glass no tenía intenciones de alejarse del Grand.
Era una fuente conocida de agua, comida y
orientación. Pero había una pregunta crítica: ¿río
arriba o abajo? Por más que Glass quisiera
embarcarse en una búsqueda inmediata de quienes
lo traicionaron, sabía que hacerlo sería una
estupidez. Estaba solo, sin armas, en una tierra
hostil. Se encontraba débil por la fiebre y el
hambre. No podía caminar.
Le dolía considerar una retirada, incluso una
temporal, pero Glass sabía que no había otra
opción. El establecimiento comercial del Fuerte
Brazeau se hallaba a más de quinientos sesenta
kilómetros río abajo, en la confluencia del río
White y el Missouri. Si podía llegar hasta ahí,
conseguiría provisiones y luego comenzaría su
búsqueda en serio.
«Quinientos sesenta kilómetros.» Un hombre
saludable en un buen clima podría cubrir esa
distancia en dos semanas. «¿Qué tan lejos puedo
arrastrarme en un día?» No tenía idea, pero no
planeaba quedarse en un solo lugar. No parecía
que tuviera el brazo y la pierna inflamados, y
Glass asumió que se curarían con el tiempo.
Gatearía hasta que su cuerpo pudiera soportar un
bastón. Si solo cubría cinco kilómetros al día, que
así fuera. Mejor tener esos cinco kilómetros detrás
de él que delante. Además, moverse aumentaría
sus posibilidades de encontrar comida.
El mulato y su barco español recién capturado
navegaron al oeste, hacia la bahía de Galveston y
la colonia pirata de Lafitte en Campeche. Atacaron
a otro comerciante español a ciento sesenta
kilómetros al sur de Nueva Orleans, atrayendo a su
presa con el disfraz de la bandera española del
Bonita Morena hasta que quedó al alcance de su
cañón. Una vez a bordo de su nueva víctima, la
Castellana, los bucaneros realizaron de nuevo su
brutal selección. Esta vez tenían prisa, ya que la
descarga del cañón había destrozado la Castellana
más allá de la línea de flotación. Se hundía.
Los piratas estaban de suerte. La Castellana
iba de Sevilla a Nueva Orleans con un cargamento
de armas pequeñas. Si podían sacar las pistolas
del barco antes de que se hundiera, obtendrían una
enorme ganancia. Lafitte estaría complacido.
El asentamiento de Texas había comenzado a
concretarse en 1819, y el enclave pirata de Jean
Lafitte de la isla de Galveston trabajaba
diligentemente para llevarle suministros. Los
pueblos brotaban como plantas desde el río
Grande hasta el Sabine, y todos ellos necesitaban
provisiones. El particular método de Lafitte para
obtener sus mercancías hacía innecesarios a los
intermediarios. De hecho, eliminó literalmente a
los intermediarios. Dada su ventaja competitiva
sobre tratantes más convencionales, Campeche
creció, convirtiéndose en un imán para toda clase
de traficantes, negreros, piratas en ciernes y
cualquiera que buscara un ambiente tolerante con
el comercio ilícito. El estatus ambiguo de Texas
ayudó a proteger a los piratas de Campeche de la
intervención de poderes externos. México se
beneficiaba de los ataques a los barcos españoles,
y España se encontraba demasiado débil para
desafiarlos. Durante un tiempo, los Estados Unidos
estuvieron dispuestos a mirar al otro lado.
Después de todo, Lafitte dejaba en paz a los
barcos americanos y, sobre todo, era el héroe de la
batalla de Nueva Orleans.
Aunque sin grilletes físicos, Hugh Glass se
encontraba profundamente atrapado en la empresa
criminal de Jean Lafitte. A bordo, cualquier tipo
de rebelión tendría como resultado la muerte. Su
participación en diversos ataques a comerciantes
españoles no dejaba lugar a dudas de la posición
de los piratas respecto a quienes no estaban de
acuerdo con ellos. Glass se las arregló para evitar
derramar sangre con sus propias manos; las demás
acciones las justificaba con la doctrina de la
necesidad.
El tiempo que pasaba en tierra tampoco le
ofrecía a Glass ninguna oportunidad razonable
para escapar. Lafitte era el gobernante supremo de
la isla. Toda la bahía de Texas estaba habitada
sobre todo por indios karankawa, conocidos por
su canibalismo. Más allá del territorio de los
karankawa estaban los tónkawa, los comanches,
los kiowa y los osage. Ninguno de esos pueblos
era hospitalario con los blancos, aunque no tenían
tendencia a comérselos. Los pequeños parches de
civilización desperdigados aún incluían un gran
número de españoles, que eran propensos a colgar
por pirata a cualquiera que llegara por la costa.
Bandidos mexicanos y justicieros texicanos daban
el toque final a la mezcla de esa tierra.
Finalmente, la voluntad del mundo civilizado
de tolerar un floreciente estado pirata tenía sus
límites. El más importante fue que los Estados
Unidos decidieron mejorar sus relaciones con
España. Este esfuerzo diplomático se hizo más
difícil por el acoso constante a los barcos
españoles, generalmente en aguas de los Estados
Unidos. En noviembre de 1820, el presidente
Madison envió a Campeche al teniente Larry
Kearney, el USS Enterprise y una flota de buques
de guerra americanos. El teniente le ofreció a
Lafitte una sucinta elección: abandonar la isla o
explotar en pedazos.
Jean Lafitte podía ser intrépido, pero también
era pragmático. Cargó sus barcos con todo el botín
que le fue posible, prendió fuego a Campeche y se
fue navegando con su flota de bucaneros para no
reaparecer en la historia nunca más.
Hugh Glass se detuvo en las caóticas calles
de Campeche esa noche de noviembre y tomó una
súbita decisión sobre el rumbo de su futuro. No
tenía intención de unirse a la banda de piratas en
su huida. Glass había llegado a ver el mar, al que
alguna vez abrazó como sinónimo de libertad,
como nada más que el reducido perímetro de
pequeños barcos. Decidió virar en una nueva
dirección.
El resplandor carmesí del fuego proveyó a la
última noche de Campeche de un esplendor
apocalíptico. Los hombres se agolpaban en los
diseminados edificios, tomando cualquier cosa de
valor. El licor, que nunca escaseó en la isla, fluía
con especial desenfreno. Las disputas por el botín
encontraban una rápida solución con las armas de
fuego, llenando el pueblo del ritmo de las
explosiones de pequeñas armas. Corrieron
rumores enloquecidos de que la flota americana
iba a bombardearlo. Los hombres luchaban
salvajemente por trepar a bordo de los barcos que
estaban por zarpar, cuyas tripulaciones combatían
a los pasajeros no deseados con espadas y
revólveres.
Mientras Glass se preguntaba adónde ir,
chocó de frente con un hombre llamado Alexander
Greenstock. Al igual que Glass, Greenstock era un
prisionero que había sido reclutado cuando su
barco fue capturado. Glass trabajó con él en una
incursión reciente al golfo.
—Sé que hay un esquife en la costa sur —
dijo Greenstock—. Iré en él a tierra firme.
Entre las pobres opciones en contienda, los
riesgos de tierra firme parecían el menor de los
males. Glass y Greenstock avanzaron por el
pueblo. Ante ellos, en un camino estrecho, tres
hombres fuertemente armados viajaban sobre una
carreta jalada por caballos, precariamente
provista de barriles y cajas de embalaje. Un
hombre azotaba al caballo, mientras los otros dos
vigilaban su botín. La carreta golpeó una piedra y
una caja rodó al suelo con estruendo. Los hombres
la ignoraron, apresurándose para alcanzar su
barco.
Sobre la caja se leía «Kutztown,
Pensilvania». Dentro había fusiles recién hechos
por la armería de Joseph Anstadt. Glass y
Greenstock tomaron un arma cada uno, sin poder
creer su suerte. Rebuscaron en los pocos edificios
que no habían quedado reducidos a cenizas y
finalmente encontraron balas, pólvora y unos
cuantos cachivaches que intercambiar.
Les tomó casi toda la noche remar por la
orilla este de la isla y cruzar la bahía de
Galveston. El agua capturaba la luz danzante de la
colonia en llamas, dando la impresión de que toda
la bahía estaba ardiendo. Vieron claramente los
pesados perfiles de la flota americana y los barcos
de Lafitte huyendo. Cuando estuvieron a menos de
cien metros de tierra firme, una enorme explosión
retronó desde la isla. Glass y Greenstock
voltearon para ver hongos de fuego bramando en la
Maison Rouge, la residencia y armería de Jean
Lafitte. Remaron los últimos metros que los
separaban de la bahía y saltaron al oleaje bajo.
Glass chapoteó hasta la orilla, dejando el mar tras
de sí para siempre.
Sin plan ni destino, los dos hombres
avanzaron con lentitud por la costa de Texas.
Establecieron su rumbo basándose más en lo que
querían evitar que en lo que deseaban encontrar.
Se preocupaban constantemente por los
karankawa. En la playa se sentían expuestos, pero
las gruesas selvas de caña y los lodosos pantanos
los desanimaban de avanzar tierra adentro. Se
preocupaban por las tropas españolas y por la
flota americana.
Después de caminar durante siete días, los
diminutos puestos fronterizos de Nacogdoches
aparecieron en la distancia. Sin duda habían
llegado noticias del asalto americano a Campeche.
Supusieron que los locales pensarían que
cualquiera que llegara desde Galveston era un
pirata fugitivo, firme candidato a ser colgado en
cuanto lo vieran. Glass sabía que Nacogdoches era
el punto de partida del enclave español de San
Fernando de Bexar. Decidieron evitar el pueblo y
cortar camino tierra adentro. Esperaban que lejos
de la costa tuvieran menos conocimiento de los
acontecimientos de Campeche.
Sus esperanzas eran erróneas. Llegaron a San
Fernando de Bexar seis días después y fueron
arrestados rápidamente por los españoles. Tras
una semana en la sofocante celda de una prisión,
ambos fueron presentados ante el comandante Juan
Palacio del Valle Lersundi, el magistrado local.
El comandante Palacio los observó con una
mirada cansada. Era un soldado desilusionado, un
aspirante a conquistador que en vez de eso se
convirtió en el administrador de una polvorienta
zona aislada en la recta final de una guerra que
sabía que España perdería. Mientras el
comandante contemplaba a los dos hombres que
tenía frente a él, pensó que lo más fácil sería
ordenar que los colgaran. Como recorrían la costa
sin nada más que sus rifles y sus ropas, asumió que
eran piratas o espías, aunque ambos aseguraban
haber sido capturados por Lafitte mientras
viajaban en barcos españoles.
Pero el Comandante Palacio no tenía ganas de
ahorcamientos. La semana anterior había
sentenciado a muerte a un joven soldado español
por quedarse dormido durante una guardia, el
castigo prescrito para esa infracción. El
ahorcamiento lo dejó profundamente deprimido y
pasó la mayor parte de la semana confesándose
con el padre local. Contempló a los dos
prisioneros y escuchó su historia. ¿Era la verdad?
¿Cómo podía estar seguro? Y sin saberlo, ¿con qué
autoridad podía quitarles la vida?
Les ofreció a Glass y Greenstock un trato.
Eran libres de irse de San Fernando de Bexar con
una condición: que viajaran hacia el norte. Si iban
al sur, Palacio temía que otras tropas españolas
los atraparan. Lo último que necesitaba era una
reprimenda por indultar piratas.
Los hombres conocían poco Texas, pero
Glass se entusiasmó de pronto, a punto de
aventurarse sin brújula al interior del continente.
Y así comenzaron a avanzar hacia el norte y
el este, asumiendo que en algún momento se
toparían con el gran Misisipi. Durante más de
ciento sesenta kilómetros de caminata, Glass y
Greenstock se las arreglaron para sobrevivir en la
llanura de Texas. Las presas eran abundantes,
incluyendo miles de cabezas de ganado salvaje,
así que la comida casi no era un problema. El
peligro venía de los territorios de indios hostiles.
Tras sobrevivir al territorio de los karankawa,
evitaron exitosamente a los comanches, los kiowa,
los tónkawa y los osage.
Su suerte se terminó en las orillas del río
Arkansas. Acababan de cazar una cría de búfalo y
se preparaban para destazarlo. Veinte loup pawnee
a caballo escucharon el disparo y fueron a toda
velocidad hacia la cresta de una colina ondulante.
La planicie sin árboles no ofrecía ningún
escondite, ni siquiera rocas. Sin caballos, no
tenían ni una oportunidad. Tontamente, Greenstock
levantó su arma y la detonó, disparándole al
caballo de uno de los guerreros que los atacaba.
Un instante después estaba muerto, con tres flechas
en el pecho. Solo una hirió a Glass en el muslo.
Glass ni siquiera levantó su rifle,
contemplando con una fascinación desconectada
de los acontecimientos cómo diecinueve caballos
iban a toda velocidad hacia él. Atisbó brevemente
la pintura del pecho del caballo guía y su pelo
negro contra el cielo azul, pero apenas sintió la
piedra redondeada de la vara india que se estrelló
contra su cráneo.
Un jefe anciano con el cabello peinado en
mechones rígidos se le acercó, bajando la mirada
hacia el extraño hombre que tenía frente a él, uno
de los pocos blancos que había visto en su vida. El
jefe, llamado Toro Que Patea, dijo algo que Glass
no entendió, aunque los pawnee reunidos
comenzaron a vitorear y ulular, claramente
encantados. Glass se hallaba tendido sobre la
orilla de un gran círculo en medio de la aldea.
Conforme su visión borrosa comenzó a enfocarse,
vio una pira cuidadosamente preparada en el
centro del círculo y rápidamente conjeturó cuál era
la causa de la alegría de los pawnee. Una anciana
les gritó a unos niños, quienes se echaron a correr
mientras los pawnee se dispersaban para preparar
la quema ceremonial.
Dejaron solo a Glass y este pudo evaluar su
situación. Imágenes gemelas del campamento
flotaban frente a sus ojos, uniéndose solamente si
entrecerraba los ojos o cerraba uno de ellos. Al
bajar la mirada hacia su pierna, vio que los
pawnee le habían hecho el favor de arrancarle la
flecha. No había penetrado profundamente, pero la
herida sin duda le haría ir más lento si intentaba
huir. En resumen, apenas podía ver y caminar; ni
hablar de correr.
Dio unos golpecitos sobre el bolsillo frontal
de su camisa, aliviado de que el pequeño envase
de pintura de cinabrio no se le hubiera caído. El
cinabrio era uno de los pocos bienes con los que
comerciar que había tomado en su escape de
Campeche. Rodando hacia su costado para ocultar
sus acciones, sacó el envase, lo abrió y escupió en
el polvo, mezclándolo con el dedo. Luego extendió
la pintura sobre su rostro, cubriendo
cuidadosamente cada centímetro de piel expuesta
desde la frente hasta el borde de su camisa.
También se untó una gran cantidad de la densa
pintura en la palma de la mano. Volvió a tapar el
pequeño bote y lo enterró en el arenoso terreno
que tenía debajo de él. Al terminar, rodó sobre su
estómago, descansando su cabeza en el recodo de
su brazo para ocultar su cabeza.
Se quedó en esa posición hasta que fueron
por él, mientras escuchaba los animados
preparativos de su ejecución. Cayó la noche,
aunque un enorme fuego iluminaba el círculo del
centro del campamento pawnee.
En realidad, Glass nunca estuvo seguro de si
planeó su acto como una especie de gran gesto
simbólico final o si realmente esperaba el efecto
que de hecho tuvo. Había escuchado que la
mayoría de los salvajes eran supersticiosos. En
cualquier caso, el efecto fue dramático y, como
resultado, salvó su vida.
Dos guerreros pawnee y el jefe Toro Que
Patea fueron a cargarlo hasta la pira. Cuando lo
encontraron tendido con la cara hacia abajo, lo
interpretaron como una señal de miedo. Toro Que
Patea cortó las ataduras del poste, mientras los dos
guerreros lo tomaban de un hombro cada uno para
ponerlo de pie de un tirón. Ignorando el dolor de
su muslo, Glass se levantó de golpe hasta estar
cara a cara con el jefe, los guerreros y la tribu
reunida.
La tribu pawnee quedó con la boca abierta
por el impacto. Glass tenía todo el rostro rojo
como la sangre, como si le hubieran arrancado la
piel. Lo blanco de sus ojos atrapaba la luz del
fuego y brillaba como la luna de otoño. La mayoría
de los indios nunca había visto a un hombre
blanco, así que su barba poblada contribuía a
darle la apariencia de animal demoniaco. Glass
golpeó a uno de los guerreros con la mano abierta,
dejando una huella bermellón grabada en su pecho.
La tribu ahogó un grito colectivo.
Durante un largo momento hubo completo
silencio. Glass contempló a los pawnee y los
azorados pawnee lo contemplaron a él. Un poco
sorprendido por el éxito de su táctica, Glass se
preguntó qué debería hacer a continuación. Entró
en pánico al pensar que uno de los indios pudiera
recuperar de pronto la compostura. Glass decidió
comenzar a gritar, e incapaz de pensar en nada más
que decir, empezó a recitar a gritos el Padre
Nuestro:
—Padre nuestro, que estás en los cielos,
santificado sea tu nombre...
El jefe Toro Que Patea lo contempló
totalmente confundido. Había visto unos cuantos
blancos antes, pero este hombre parecía una
especie de chamán o demonio. Ahora el extraño
canto del hombre parecía hechizar a toda la tribu.
Glass siguió vociferando:
—Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria
por siempre, Señor. Amén.
Finalmente el hombre dejó de gritar. Se
quedó ahí, jadeando como un caballo agotado. El
jefe Toro Que Patea miró a su alrededor. Su gente
miraba de un lado a otro, al jefe y al enloquecido
hombre demonio. El jefe Toro Que Patea podía
sentir el reproche de la tribu. ¿Qué les había
llevado? Era tiempo de tomar nuevas medidas.
Avanzó lentamente hacia Glass, deteniéndose
frente a él. El jefe se llevó la mano al cuello para
quitarse un collar del cual colgaba un par de patas
de halcón. Se lo puso a Glass alrededor del cuello,
mirando inquisitivamente al hombre demonio a los
ojos.
Glass miró al círculo que tenía frente a él. En
el centro, cerca de la pira, había una fila de cuatro
sillas bajas hechas de mimbre tejido. Claramente
eran los asientos de primera fila para el
espectáculo que hubiera sido su quema ritual.
Cojeó hasta una de las sillas y se sentó. El jefe
Toro Que Patea dijo algo, y dos mujeres corrieron
rápidamente a traer agua y comida. Luego le dijo
algo al guerrero con la huella bermellón en el
pecho. El guerrero salió a toda prisa; volvió con el
Anstadt y lo colocó en el suelo junto a Glass.
Glass pasó casi un año con los loup pawnee
en las llanuras entre los ríos Arkansas y Platte.
Después de superar su desconfianza inicial, Toro
Que Patea adoptó al hombre blanco como un hijo.
Lo que Glass no había aprendido sobre la
supervivencia en la tierra salvaje en su viaje
desde Campeche lo aprendió de los pawnee
durante ese año.
En 1821, algunos hombres blancos habían
comenzado a viajar por las llanuras entre el Platte
y el Arkansas. Ese verano, Glass estaba cazando
con un grupo de diez pawnee cuando se
encontraron con dos hombres con una carreta.
Glass les pidió a sus amigos pawnee que se
quedaran atrás y avanzó lentamente. Los hombres
eran agentes federales enviados por William
Clark, Superintendente de Asuntos Indios de los
Estados Unidos. Clark invitaba a los jefes de todas
las tribus circundantes a Saint Louis. Para
demostrar la buena fe del gobierno, la carreta
estaba cargada de regalos: mantas, agujas para
coser, cuchillos, ollas de hierro fundido.
Tres semanas después, Glass llegó a Saint
Louis acompañado por Toro Que Patea.
Saint Louis estaba en la frontera entre las dos
fuerzas que atraían a Glass. Desde el este sentía de
nuevo el poderoso llamado de sus raíces en el
mundo civilizado: a Elizabeth y a su familia, a su
profesión y a su pasado. Desde el oeste sentía la
seductora atracción de terra incognita, de la
libertad sin igual, de los nuevos comienzos. Glass
envió tres cartas a Filadelfia: a Elizabeth, a su
madre y a Rawsthorne e Hijos. Tomó un trabajo
administrativo con la Compañía de Transporte de
Misisipi y esperó respuesta.
Pasaron más de seis meses. A principios de
marzo de 1822 llegó una carta de su hermano. Le
escribió que su madre había muerto apenas un mes
después que su padre.
Eso no era todo. «Además, es mi triste deber
informarte que tu querida Elizabeth ha muerto.
Contrajo una fiebre en enero pasado y, aunque
luchó, no se recuperó.» Glass se desplomó sobre
una silla. La sangre abandonó su rostro y se
preguntó si vomitaría. Siguió leyendo: «Espero
que te dé tranquilidad saber que sus restos
descansan cerca de mamá. También deberías saber
que su fidelidad hacia ti fue inquebrantable,
incluso cuando todos creímos que habías muerto».
El 20 de marzo, Glass llegó a las oficinas de
la Compañía de Transporte de Misisipi para
encontrar a un grupo de hombres apiñados
alrededor de un anuncio en el Missouri
Republican. William Ashley estaba formando una
brigada peletera con destino al norte de Missouri.
Una semana después, llegó una carta de
Rawsthorne e Hijos en la que le ofrecían un nuevo
cargo como capitán de un cúter en el trayecto de
Filadelfia a Liverpool. La tarde del 14 de abril
leyó la oferta por última vez y luego la lanzó al
fuego, viendo cómo las llamas devoraban el último
eslabón tangible que lo unía con su vida anterior.
A la mañana siguiente, Hugh Glass se unió al
capitán Henry y los hombres de la Compañía
Peletera de Rocky Mountain. A sus treinta y seis
años, Glass ya no se consideraba un hombre joven.
Y a diferencia de los jóvenes, Glass no se
consideraba alguien sin nada que perder. Su
decisión de ir al oeste no era apresurada ni
forzada, sino tan deliberada como cualquier otra
elección en su vida. Al mismo tiempo, no podía
explicar ni articular sus razones. Era algo que
sentía, más que algo que entendiera.
En una carta a su hermano, escribió: «Me
siento llamado a hacer esto como nunca me había
sentido llamado a hacer nada en mi vida. Estoy
seguro de que tengo razón al hacerlo, aunque no te
puedo decir exactamente por qué».
Ocho
2 de septiembre de 1823,
por la tarde
Glass volvió a mirar con atención a la serpiente
de cascabel, aún aletargada por la absorbente
tarea de digerir a su presa. No se había movido ni
un centímetro desde que Glass recuperó la
conciencia. «Comida.»
Tras saciar su sed en el pequeño manantial,
Glass tomó conciencia de un hambre profunda e
intensa. No tenía idea de cuánto tiempo había
pasado desde la última vez que comió, pero le
temblaban las manos por la falta de sustento.
Cuando levantó la cabeza, el claro giró lentamente
formando un círculo a su alrededor.
Se arrastró cuidadosamente hacia la
serpiente, con la imagen de su horrible sueño aún
vívida. Se movió hasta quedar a menos de dos
metros, deteniéndose para tomar una piedra del
tamaño de una nuez. Con la mano izquierda echó a
rodar la piedra, que golpeó a la serpiente. Esta no
se movió. Glass tomó una piedra del tamaño de un
puño y se arrastró hasta que tuvo la serpiente a su
alcance. Demasiado tarde, la serpiente hizo un
lento movimiento para esconderse. Glass aplastó
la roca contra su cabeza, golpeándola repetidas
veces hasta que estuvo seguro de que estaba
muerta.
Después de matar a la cascabel, el siguiente
reto de Glass era destriparla. Miró a su alrededor.
Su bolsa de caza estaba cerca de la orilla del
claro. Gateó hasta ella, vaciando lo que quedaba
de su contenido en el suelo: unas cuantas torundas
para limpiar su fusil, una navaja de afeitar, dos
patas de halcón en un collar de cuentas y la garra
de quince centímetros de la osa grizzly que estaba
en la bolsa; se preguntó cómo llegó allí. Tomó las
torundas, pensando que podría usarlas para
encender un fuego y reconociendo con amargura
que no servirían para su propósito original. La
navaja de afeitar fue el único gran descubrimiento.
Su hoja era demasiado frágil para funcionar como
un arma, pero podía servir para varias finalidades
prácticas. La más inmediata: destazar a la
serpiente. Echó la navaja de afeitar en la bolsa de
caza, se la colgó de su hombro y se arrastró de
nuevo hacia la serpiente.
Las moscas ya sobrevolaban la cabeza
ensangrentada de la serpiente. Glass era más
respetuoso. Una vez había visto la cabeza
cercenada de una serpiente enterrarse en la nariz
de un perro fatalmente curioso. Recordando al
desafortunado perro, puso una larga vara sobre la
cabeza de la serpiente y la presionó con su pierna
izquierda. No podía levantar el brazo derecho sin
provocarse un intenso dolor en el hombro, pero la
mano le funcionaba con normalidad. La usó para
manejar la navaja, serruchando con la hoja para
separar la cabeza del cuerpo. Con el palo lanzó la
cabeza hacia la orilla del claro.
Abrió la panza comenzando por el cuello. La
navaja perdió el filo rápidamente, reduciendo su
efectividad a cada centímetro. Se las arregló para
cortar la serpiente de lado a lado con un tajo de
casi metro y medio. Con la serpiente abierta, le
sacó las entrañas y las lanzó a un lado.
Comenzando de nuevo por el cuello, separó la piel
escamosa del músculo con la navaja. Ahora la
carne brillaba frente a él, irresistible ante su
hambre.
Mordió la serpiente, arrancando la carne
cruda como si fuera una mazorca de maíz.
Finalmente arrancó un trozo. Masticó la carne
elástica, aunque sus dientes servían de poco para
cortarla. Sin hacer caso a nada más que su hambre,
cometió el error de tragar. El enorme trozo de
carne cruda se sintió como una piedra al pasar por
su esófago herido. El dolor le hizo tener arcadas.
Tosió, y por un instante pensó que podría ahogarse.
Finalmente la carne pasó por su esófago.
Aprendió la lección. Pasó el resto de las
horas de luz sacando pequeños trozos de carne con
el rastrillo, aplastándolos entre dos rocas para
romper la carne fibrosa y luego mezclando cada
bocado con un gran trago de agua del manantial.
Era una manera ardua de comer, y Glass aún se
sentía hambriento cuando llegó a la cola. Era
preocupante, pues dudaba que su siguiente comida
le llegara con tanta facilidad.
En los últimos momentos de luz examinó los
cascabeles de la punta de la cola. Había diez, uno
por cada año de vida de la serpiente. Glass nunca
había visto a una serpiente con diez cascabeles.
«Diez años son mucho tiempo.» Pensó en la
serpiente, sobreviviendo y prosperando durante
una década con la fuerza de sus brutales atributos.
Y luego un solo error, un momento de exposición,
y había terminado muerta, devorada casi antes de
que su sangre dejara de correr. Cortó los
cascabeles de los restos de la serpiente y los
recorrió con sus dedos como un rosario. Después
de un rato los echó en su bolsa de caza. Quería que
le sirvieran como recordatorio.
Estaba oscuro. Glass se envolvió en su manta,
encorvó la espalda y se quedó dormido.
Despertó de un sueño irregular, sediento y
hambriento. Cada herida le dolía. «Quinientos
sesenta kilómetros al Fuerte Kiowa.» Sabía que no
podía permitirse pensar en eso, no del todo. «Un
kilómetro a la vez.» Se puso el Grand como su
primera meta. Estaba inconsciente cuando la
brigada se alejó del río principal hacia el arroyo,
pero por las discusiones de Bridger y Fitzgerald
suponía que estaba cerca.
Glass retiró la manta Hudson’s Bay de sus
hombros. Con la navaja cortó tres largas tiras de la
tela de lana. Envolvió su rodilla izquierda, la
buena, con la primera. Necesitaría una almohadilla
si iba a gatear. Con las otras dos tiras se envolvió
las palmas de las manos, dejando libres los dedos.
Enrolló el resto de la manta y ató la larga correa
de su bolsa de caza por ambos lados. Revisó para
asegurarse de que la bolsa estaba bien afianzada,
luego se acomodó la bolsa y la manta sobre la
espalda. Se puso la correa alrededor de ambos
hombros, dejándose las manos libres.
Glass bebió abundantemente del arroyo y
comenzó a gatear. De hecho, no era tanto un gateo
como algo parecido a arrastrarse rápidamente.
Podía equilibrarse con el brazo derecho, pero no
soportaba su peso. La pierna derecha solo podía
seguirlo. Se había ejercitado doblando y estirando
la extremidad izquierda para destensar los
músculos, pero esta seguía tan rígida como un asta
de bandera.
Alcanzó el mejor ritmo de que era capaz.
Reforzándose con la mano derecha, mantenía su
peso en el lado izquierdoy se impulsaba hacia
adelante con el brazo izquierdo, levantando la
rodilla izquierda y luego arrastrando su tiesa
pierna izquierda tras él. Una y otra vez, metro a
metro. Se detuvo varias veces para acomodar la
manta y la bolsa de cazador. El movimiento de
empujar y jalar constantemente aflojaba los
amarres de la mochila. Finalmente encontró la
sucesión correcta de nudos para mantener el bulto
en su lugar.
Durante un tiempo, las tiras de lana de su
rodilla funcionaron bastante bien, aunque tenía que
ajustarlas con frecuencia. Le faltó considerar el
efecto de arrastrar la pierna derecha. El mocasín
le ofrecía protección en la parte baja del pie, pero
no le cubría el tobillo. Después de menos de cien
metros ya tenía un raspón, y se detuvo para cortar
una tira de manta con la que cubrir el área en
contacto con el suelo.
Le tomó casi dos horas arrastrarse arroyo
abajo hacia el Grand. Para cuando llegó al río, las
piernas y los brazos le dolían por el movimiento
extraño y poco común. Observó las viejas huellas
de la brigada y se preguntó por gracia de quién no
las habían visto los indios.
Aunque nunca lo sabría, la explicación estaba
en la orilla opuesta. Si hubiera cruzado el río,
habría visto las enormes marcas de un oso
esparcidas por un área de bayas negras. Igualmente
claras eran las huellas de los cinco caballos
indios. Por una ironía que Glass nunca apreciaría,
fue un oso grizzly lo que lo salvó de los indios.
Como Fitzgerald, el oso había descubierto el área
de bayas cerca del Grand. El animal estaba
atiborrándose cuando los cinco guerreros arikara
llegaron al río. De hecho, fue el olor del oso lo
que hizo que el caballo pinto estuviera renuente a
avanzar. Confundido por la imagen y el olor de
cinco indios a caballo, el oso avanzó pesadamente
entre los arbustos. Los cazadores fueron tras él sin
ver las huellas de la orilla opuesta.
Una vez que Glass salió del cobijo protector
de los pinos, el horizonte se amplió en un
escenario que solo interrumpían colinas onduladas
y algunos grupos desperdigados de álamos. Los
gruesos sauces que había junto al río impedían que
siguiera gateando, pero poco ayudaban a bloquear
el penetrante calor del sol de finales de la mañana.
Sintió riachuelos de sudor corriendo por su
espalda y su pecho y el picor de la sal que se
colaba en sus heridas. Tomó unos últimos sorbos
del fresco arroyo. Observó río arriba entre tragos,
considerando por última vez la idea de ir
directamente a la caza. «Aún no.»
La frustrante necesidad de ese retraso era
como agua sobre el hierro ardiente de su
determinación:
la
endurecía,
haciéndola
inmaleable. Juró sobrevivir, aunque fuera
solamente para vengarse de los hombres que lo
habían traicionado.
Glass se arrastró durante tres horas más ese
día. Calculó que había cubierto poco más de tres
kilómetros. Las orillas del Grand variaban,
alternando extensiones de arena, pasto y piedras.
El agua era baja con frecuencia y, si hubiera
podido levantarse, podría haber cruzado el río
para aprovechar el terreno más fácil.
Pero cruzar no era una opción para Glass,
cuyo gateo lo relegaba a la orilla norte. Las rocas
generaban una dificultad especial. Para cuando se
detenía, los parches de lana estaban hechos trizas.
La lana funcionaba para evitar raspones, pero no
impedían moretes. Tenía la rodilla y las palmas
negras y azules, sensibles al tacto. El músculo de
su brazo derecho comenzó a acalambrarse, y de
nuevo sintió una estremecedora debilidad por la
falta de comida. Como anticipó, no apareció
ninguna fuente fácil de carne en su camino. Por lo
pronto, tendría que subsistir a base de plantas.
Por su tiempo con los pawnee, Glass poseía
un amplio conocimiento de las plantas de la
llanura. Abundantes grupos de juncos crecían
donde el terreno se aplanaba en remansos
pantanosos, con sus peludas cabezas cafés
cubriendo los delgados tallos verdes, que llegaban
a crecer más de un metro. Glass desenterró con un
trozo de madera las raíces de los tallos, retiró la
piel exterior y se comió los tiernos brotes. Así
como los juncos crecían abundantemente en el
pantano, también había los mosquitos. Zumbaban
incesantemente alrededor de la piel expuesta de su
cabeza, cuello y brazos. Los ignoró durante un rato
mientras cavaba, hambriento, entre los juncos.
Finalmente alcanzó el límite de su hambre, o al
menos la alimentó lo suficiente como para
preocuparse más por los punzantes piquetes de los
mosquitos. Se arrastró otros cien metros río abajo.
No tenía escapatoria de los mosquitos a esa hora,
pero su número disminuyó al alejarse del agua
estancada del pantano.
Durante tres días se arrastró río abajo por el
Grand. Los juncos continuaron abundando, y Glass
encontró una variedad de otras plantas que sabía
que eran comestibles: cebollas, dientes de león,
incluso hojas de sauce. Dos veces encontró bayas
y se detuvo para atiborrarse, cortándolas hasta que
se le quedaron los dedos morados por el jugo.
Aun así, no encontró lo que su cuerpo
deseaba. Habían pasado doce días desde el ataque
de la grizzly. Antes de ser abandonado, Glass
había tomados unos cuantos tragos de caldo en un
par de ocasiones. Por lo demás, la cascabel había
sido su única comida real. Las bayas y las raíces
podrían alimentarlo por unos pocos días, pero
para sanar, para ponerse de pie, sabía que
necesitaba los ricos nutrientes que solo la carne le
podía proporcionar. La serpiente había sido un
golpe de suerte azaroso, y era poco probable que
se repitiera.
De todos modos, pensó, no tendría nada de
suerte si se quedaba en un mismo lugar. A la
mañana siguiente volvería a avanzar arrastrándose.
Si la suerte no lo encontraba, él haría su mejor
esfuerzo para conseguirla.
Nueve
8 de septiembre de 1823
Olió
el cadáver del búfalo antes de verlo.
También lo escuchó. O al menos escuchó las nubes
de moscas que revoloteaban alrededor de la masa
apilada de pellejo y hueso. Los tendones
mantenían el esqueleto casi intacto, aunque los
carroñeros habían limpiado toda la carne. La
enorme y frondosa cabeza y los caídos cuernos
negros le daban al animal el único toque de
dignidad, aunque eso también había sido minado
por las aves, que se habían llevado sus ojos a
picotazos.
Mirando a la bestia, Glass no sintió asco,
solo decepción por que otros se le hubieran
adelantado al llegar a esa fuente potencial de
alimento. Varias huellas rodeaban el área. Glass
supuso que hacía cuatro o cinco días que murió.
Contempló el montón de huesos. Por un instante
imaginó su propio esqueleto regado en el inhóspito
terreno, en algún rincón olvidado de la pradera,
despojado de su carne, convertido en carroña para
las urracas y los coyotes. Pensó en una frase de las
Escrituras: «Polvo eres, y en polvo te
convertirás». «¿Esto es lo que significa?»
Sus pensamientos pasaron rápidamente a
reflexiones más prácticas. Había visto a indios
famélicos hervir pellejos hasta convertirlos en una
pegajosa masa comestible. Aunque hubiera estado
dispuesto a intentarlo, no tenía un recipiente donde
hervir agua. Tuvo otra idea. Junto al animal
muerto, había una roca del tamaño de una cabeza.
La levantó con la mano izquierda y la lanzó
torpemente contra la parte más pequeña del
costillar. Uno de los huesos se quebró, y Glass se
estiró para tomar una de las piezas. La anhelada
médula estaba seca. «Necesito un hueso más
grande.»
Una de las patas traseras del búfalo estaba
separada del cuerpo; el hueso estaba limpio hasta
la pezuña. La acomodó contra una roca plana y
comenzó a golpearla con la otra roca. Finalmente
se agrietó, y a continuación el hueso se quebró.
Tenía razón: el hueso más grueso aún contenía
la médula verdosa. En retrospectiva, debió de
haber sabido por su olor que no debía comérsela,
pero el hambre nubló su razón. Ignoró el sabor
amargo y succionó el tuétano del hueso; luego
hurgó en busca de más en el costillar roto. «Mejor
arriesgarse que morir de inanición.» Al menos la
médula era fácil de tragar. Enajenado por la idea y
por el mismo mecanismo de comer, pasó casi una
hora rompiendo huesos y raspando su contenido.
Más o menos en ese momento sintió el primer
retortijón. Comenzó como un dolor hueco muy
dentro de sus intestinos. De repente se sintió
incapaz de sostener su propio peso y rodó sobre su
costado. Sentía una presión en la cabeza tan
intensa que Glass tomó conciencia de las grietas
de su propio cráneo. Comenzó a sudar
abundantemente. Como cuando la luz del sol
atraviesa un cristal, el dolor de su abdomen se
volvió más focalizado con rapidez, quemándolo.
La náusea subió por su estómago como una gran e
inevitable marea. Comenzó a tener arcadas y la
indignidad de las convulsiones quedó en segundo
plano ante el insoportable dolor que sentía
mientras la bilis ascendía por su garganta herida.
Durante horas se quedó allí tendido. Su
estómago se vació rápidamente pero no dejó de
convulsionar. Entre los ataques de arcadas se
quedaba completamente quieto, como si al estar
inmóvil pudiera esconderse de la enfermedad y el
dolor.
Cuando el primer episodio del mal se acabó,
se arrastró para alejarse del cadáver, ansioso por
escapar de su repulsivo aroma dulzón. El
movimiento reavivó tanto su dolor de cabeza como
la náusea de su estómago. Se alejó menos de
treinta metros del búfalo arrastrándose hasta una
densa arboleda de sauces; se acomodó en posición
fetal y cayó en un estado que parecía más
inconsciencia que sueño.
Durante un día y una noche su cuerpo se
purgó a sí mismo de la rancia médula. El dolor de
las heridas de la grizzly ahora se combinaba con
una difusa y generalizada debilidad. Glass llegó a
visualizar su fuerza como la arena de un reloj.
Minuto a minuto sentía cómo su vitalidad se
alejaba, deslizándose lentamente. Como en un
reloj de arena, sabía que llegaría el momento en
que el último grano rodaría por la abertura,
dejando el espacio superior vacío. No podía
deshacerse de la imagen del esqueleto del búfalo,
de la poderosa bestia despojada de su carne que se
podría en la llanura.
En la mañana del segundo día después del
episodio con el búfalo, Glass despertó hambriento,
extremadamente hambriento. Lo tomó como una
señal de que el veneno había salido de su sistema.
Esperaba
continuar
su
pesado
avance
arrastrándose río abajo, en parte porque aún
confiaba en encontrar alguna fuente de comida,
pero sobre todo porque sabía cuál era el
significado de detenerse. Calculó que en dos días
no había cubierto más de medio kilómetro. Glass
sabía que la enfermedad le había costado más que
tiempo y distancia. Había minado su fuerza, se
había llevado cualquier mínima reserva que
quedara en él.
Si no encontraba carne en los siguientes días,
asumió que moriría. Su experiencia con el búfalo y
sus secuelas lo mantendrían alejado de todo lo que
no acabara de morir, sin importar qué tan
desesperado estuviera. Su primer pensamiento fue
hacer una espada o matar un conejo con una
piedra, pero el dolor de su hombro derecho le
impedía levantar el brazo, ni qué decir de lanzar
algo lo suficientemente fuerte para generar un tiro
letal. Carecía del tino para golpear nada con la
mano izquierda.
Así que cazar estaba descartado. Eso dejaba
las trampas. Con cordaje y un cuchillo para tallar
disparadores, Glass conocía diversas formas de
atrapar una pequeña presa con un cepo. Como
carecía incluso de esos elementos básicos, decidió
intentarlo con una trampa de piedra. Se trataba de
un artefacto simple: una piedra grande
precariamente recargada sobre un palo, preparada
para desplomarse cuando una presa incauta tocara
el disparador.
En los sauces que estaban a la vera del Grand
había rastros de animales en zigzag. Las huellas
punteaban la arena húmeda cerca del río. En la
hierba crecida vio los revueltos surcos donde un
venado se había echado durante la noche. Glass
consideró que era poco probable que pudiera
atrapar a un venado con una trampa de piedra.
Para empezar, dudaba que pudiera levantar una
piedra o árbol que pesara lo suficiente. Decidió
enfocarse en los conejos que había visto
continuamente junto al río.
Glass buscó huellas cerca del denso follaje
que era el preferido de los conejos. Encontró un
álamo derribado recientemente por un castor; las
ramas cubiertas de hojas creaban una enorme red
de obstáculos y lugares donde esconderse. Las
huellas que salían del árbol y regresaban a él
estaban rodeadas de excrementos del tamaño de un
chícharo.
Cerca del río, Glass encontró tres piedras
adecuadas: lo suficientemente planas como para
ofrecer una amplia superficie con la que aplastar
al animal cuando se tropezara; lo suficientemente
pesadas para tener una fuerza letal. Las piedras
que eligió eran del tamaño de un barril de pólvora
y pesaban alrededor de catorce kilos cada una.
Con el brazo y la pierna tullidos, le tomó cerca de
una hora empujarlas, una por una, de la ribera
hasta el árbol.
Luego buscó las ramas que necesitaba para
sostener las trampas mortales. El álamo caído
proveía varias opciones. Eligió tres ramas de dos
centímetros y medio de diámetro y las partió de un
tamaño similar al de su brazo. Luego rompió las
tres varas en dos. Quebrar la primera hizo que un
dolor agudo recorriera su hombro y espalda, así
que recargó las otras dos contra el álamo y las
rompió con una de las rocas.
Cuando terminó tenía una rama partida en dos
para cada trampa. Juntando las dos partes por el
corte, la rama rota soportaría, aunque
precariamente, el peso de la piedra inclinada. En
el punto donde las dos piezas del palo de apoyo se
juntaban, Glass iba a acomodar una vara
disparadora con cebo. Cuando algo tocara o jalara
esta vara, las ramas de apoyo se desplomarían
como un árbol, dejando caer el peso letal sobre el
blanco incauto.
Para las varas, Glass eligió tres delgadas
ramas de sauce cortadas como de cuarenta
centímetros. Había visto hojas de diente de león
cerca del río y juntó un montón para cebar las
trampas, cubriendo con las más tiernas cada uno
de los disparadores.
Un estrecho camino cubierto de estiércol
conducía a la parte más gruesa del álamo caído.
Glass eligió ese lugar para la primera trampa y
comenzó a acomodar las piezas.
La dificultad de la trampa de piedra estribaba
en encontrar el balance entre la estabilidad y la
fragilidad. La estabilidad evitaba que la trampa se
desplomara sola, aunque demasiada haría que
nunca se cayera; la fragilidad permitía que la
trampa se desplomara fácilmente cuando una presa
la tocara, pero demasiada provocaría que se
cayera sola. Encontrar este balance requería fuerza
y coordinación, y las heridas de Glass lo privaban
de ambas. Su brazo derecho no podía soportar el
peso de la roca, así que la acomodó torpemente
apoyándola en su pierna derecha. Mientras tanto,
luchó para sostener con la mano izquierda las dos
piezas de la vara de soporte con el disparador
acomodado entre ellas. Una y otra vez la estructura
colapsaba. Dos veces decidió que había hecho una
trampa demasiado sólida y la derribó él mismo.
Después de casi una hora, finalmente
encontró un buen punto de equilibrio. Localizó
otros dos lugares más apropiados en los rastros
que había cerca del álamo y colocó las otras
trampas; luego se retiró hacia el río.
Glass encontró un lugar protegido en una
pequeña ladera. Cuando las punzadas de hambre le
resultaron insoportables, comió las amargas raíces
de los dientes de león que había arrancado para
las trampas. Bebió del río para quitarse el sabor
de la boca y se tendió a dormir. Los conejos eran
más activos en la noche. Revisaría las trampas por
la mañana.
Un dolor agudo de garganta lo despertó antes
del amanecer. La primera luz del nuevo día se
filtró al este, en el horizonte, como si fuera sangre.
Glass cambió de posición intentando aliviar
inútilmente el dolor de su hombro. Conforme el
dolor cedía, fue consciente del aire frío de la
mañana que comenzaba. Encorvó los hombros y
jaló la manta hecha jirones para cerrársela
alrededor del cuello. Se quedó allí, incómodo, por
una hora, esperando a que hubiera luz suficiente
para revisar las trampas.
Aún tenía el sabor amargo en la boca
mientras se arrastraba hacia el álamo caído.
Estaba vagamente consciente de la peste de un
zorrillo. Ambas sensaciones se evaporaron cuando
imaginó a un conejo rostizándose en un espetón
sobre un fuego chispeante. Los nutrientes de la
carne; podía olerla, saborearla.
A menos de cincuenta metros Glass pudo ver
las tres trampas. Una permanecía intacta, pero las
otras dos habían sido derribadas: las piedras
estaban en el suelo y las ramas de soporte habían
colapsado. Glass sintió su pulso latiendo en su
garganta mientras avanzaba arrastrándose a toda
prisa.
A tres metros de la primera trampa vio
numerosas huellas nuevas en el estrecho camino y
pilas desperdigadas de excremento fresco. Su
respiración se detuvo cuando observó la parte
trasera de la roca: no sobresalía nada. Levantó la
piedra aún con esperanza. La trampa estaba vacía.
Se desanimó por la decepción. «¿La dejé
demasiado inestable? ¿Se cayó sola?» Se arrastró
rápidamente hacia la otra roca. Nada sobresalía
del frente. Se torció para observar el otro lado, el
punto ciego de la trampa.
Vio un destello de blanco y negro y escuchó
un siseo apenas perceptible. Sintió el dolor antes
de que su mente pudiera procesar lo que había
pasado. La trampa había aplastado la pata
delantera de un zorrillo, pero la capacidad del
animal de lanzar un rocío pernicioso seguía
bastante viva. Se sentía como como si le hubieran
vertido una lámpara de aceite hirviendo en los
ojos. Rodó de espaldas en un esfuerzo inútil de
evitar más vapor. Completamente cegado, avanzó
hacia el río en parte arrastrándose y en parte
rodando.
Llegó a un estanque profundo junto a la ribera
con la desesperada intención de lavarse el rocío
abrasador. Con la cara dentro del agua, Glass
intentó abrir los ojos, pero el ardor era demasiado
intenso. Pasaron veinte minutos antes de que
pudiera volver a ver, y aun así solo lo lograba
entrecerrando dolorosamente los ojos, a través de
unas ranuras acuosas y rojas como la sangre.
Finalmente se arrastró a la orilla. El nauseabundo
tufo del zorrillo se aferró a su piel y su ropa como
el hielo a una ventana. Una vez vio a un perro
rodar en la tierra durante una semana, intentando
deshacerse del olor del zorrillo. Como el perro,
sabía que el hedor se quedaría con él durante días.
Conforme el ardor de sus ojos se calmaba,
Glass hizo un rápido inventario de sus heridas. Se
tocó el cuello y se miró los dedos. No había
sangre, aunque seguía doliéndole en el interior
cuando tragaba o inhalaba profundamente. Se dio
cuenta de que habían pasado días sin que intentara
hablar. Con indecisión abrió la boca y forzó que el
aire pasara por su laringe. La acción le produjo un
intenso dolor y un patético y agudo gemido. Se
preguntó si alguna vez volvería a ser capaz de
hablar con normalidad.
Estiró el cuello para ver los cortes paralelos
que iban de su garganta a su hombro. La brea de
pino de Bridger aún cubría el área. Todo el
hombro le dolía, pero las cortadas parecían sanar.
Las perforaciones del muslo también se veían
relativamente saludables, aunque su pierna aún no
soportaba el peso de su cuerpo. Tocándose la
cabeza podía imaginar que se veía horrible, pero
ya no sangraba y no le dolía.
Además de la garganta, la zona que más le
preocupaba era la espalda. No tenía la agilidad
necesaria para inspeccionarse las heridas con las
manos, y siendo incapaz de verlas, su mente
evocaba imágenes terribles. Notaba sensaciones
extrañas que suponía que eran las costras
quebrándose repetidamente. Sabía que el capitán
Henry le había cosido, y en ocasiones sentía que
los cabos sueltos del hilo lo raspaban.
Más que nada, sentía el vacío corrosivo del
hambre.
Se quedó tendido en la arenosa ribera,
exhausto y profundamente desanimado por el giro
más reciente de los acontecimientos. Un racimo de
flores amarillas coronaba un delgado tallo verde.
El tallo se veía como cebollín, pero Glass lo
sabía: era un zigadenus venenoso. «¿Es la
Providencia? ¿Está ahí para mí?» Glass se
preguntó cómo funcionaría el veneno. ¿Se hundiría
pacíficamente en un sueño sin fin o su cuerpo se
contorsionaría en una agónica muerte? ¿Qué tan
diferente de su estado actual podría ser? Al menos
así tendría la certeza de que el final se acercaba.
Mientras estaba tendido en la ribera en los
primeros momentos del alba, una cierva grande
emergió de los sauces de la orilla opuesta. Miró
con cuidado a izquierda y derecha antes de
avanzar, vacilante, para beber agua del río. Estaba
a menos de treinta metros de distancia, era un
blanco fácil para su fusil. «¡El Anstadt!»
Por primera vez ese día, pensó en los
hombres que lo abandonaron. Su rabia creció
mientras contemplaba a la cierva. Abandono era
una palabra demasiado benévola para describir su
traición. El abandono era un acto pasivo: consistía
en huir o dejar algo atrás. Si sus guardianes no
hubieran hecho más que abandonarlo, en ese
momento estaría observando sobre el cañón de su
arma, a punto de dispararle a la cierva. Con su
cuchillo destazaría al animal, encendería el fuego
con una chispa de su pedernal sobre el raspador de
metal y la cocinaría. Se miró a sí mismo: estaba
mojado de pies a cabeza, herido, hediendo por el
zorrillo, con el sabor amargo de las raíces aún en
la boca.
Lo que Fitzgerald y Bridger habían hecho era
más que un abandono, era mucho peor. No eran
simples viandantes camino a Jericó, que desviaron
la mirada y cruzaron al otro lado. Glass no creía
que tuviera derecho a los cuidados de un
samaritano, pero al menos esperaba que sus
guardianes no le hicieran daño.
Fitzgerald y Bridger habían actuado con
deliberación, robándole las pocas pertenencias
que podía haber usado para salvarse. Al quitarle
esa oportunidad, lo habían matado. Lo habían
asesinado, tanto como si le hubieran clavado un
cuchillo en el corazón o puesto una bala en la
cabeza. Lo habían asesinado, pero él no moriría.
Juró que no moriría porque viviría para asesinar a
sus asesinos.
Hugh Glass se impulsó y continuó
arrastrándose por la orilla del Grand.
Glass estudió el relieve del terreno que lo
rodeaba. A menos de cincuenta metros, tres de los
lados de una zanja poco profunda conducían a una
ancha y seca hondonada. Salvia y matorrales
cortos proveían un escondite moderado. La zanja
le recordó de pronto a las onduladas colinas que
había junto al río Arkansas. Recordó una trampa
que les había visto una vez a los niños pawnee.
Para ellos era un juego; para Glass, el ejercicio
era muy serio.
Se arrastró lentamente hasta el fondo de la
zanja y se detuvo en el punto que parecía el centro
natural. Encontró una roca de bordes afilados y
comenzó a cavar en la tierra compacta y arenosa.
Cavó un pozo con un diámetro de unos diez
centímetros y una profundidad que le permitía
meter el brazo hasta su bíceps. A partir de la
mitad, amplió el agujero para que tuviera la forma
de una botella de vino con el cuello hacia arriba.
Extendió la tierra sobrante para ocultar la
evidencia de que se había cavado recientemente.
Respiraba pesadamente por el esfuerzo y se detuvo
a descansar.
Luego fue a buscar una gran roca plana.
Encontró una a doce metros del agujero. También
encontró tres rocas pequeñas que acomodó en un
patrón triangular alrededor del agujero. La roca
plana la puso encima como un techo; el espacio
que había debajo creaba la ilusión de ser un lugar
donde esconderse.
Con una rama camufló el área alrededor de la
trampa; luego se arrastró lentamente para alejarse
del agujero. En distintos lugares vio diminutas
heces delatoras, una buena señal. A menos de
cincuenta metros del agujero se detuvo. Tenía la
rodilla y las palmas de las manos en carne viva
por arrastrarse. El muslo le dolía por el
movimiento, y de nuevo sintió la terrible sensación
de que las costras de su espalda se quebraban y
comenzaban a sangrar. Detenerse ofrecía un alivio
temporal a sus heridas, pero también le hacía
tomar conciencia de su profunda fatiga, un dolor
leve que emanaba desde adentro y luego circulaba
hacia afuera. Glass peleó contra el deseo de cerrar
los ojos y sucumbir al sueño que lo llamaba. Sabía
que no recuperaría las fuerzas a menos que
comiera.
Se forzó a adoptar una postura de gateo.
Poniendo mucha atención en la distancia, se movió
en el amplio círculo, con el pozo que había cavado
como punto central. Le tomó treinta minutos
completar un circuito. De nuevo su cuerpo le
suplicaba que se detuviera y descansara, pero
sabía que hacerlo en ese momento minaría la
efectividad de su trampa. Siguió gateando,
trazando espirales que se cerraban hacia el pozo
en círculos aún más pequeños. Cuando encontraba
una densa mata de maleza, se detenía para agitarla.
Dirigía hacia el pozo escondido cualquier cosa
que estuviera dentro del círculo.
Una hora después, llegó al agujero. Quitó la
roca plana de encima y escuchó. Había visto a un
niño pawnee meter la mano dentro de una trampa
similar y sacarla, entre gritos, con una serpiente de
cascabel pegada. El error del chico le dejó una
fuerte impresión. Miró a su alrededor buscando
una rama adecuada. Encontró una larga con el
extremo plano y la golpeó varias veces dentro del
agujero.
Tras asegurarse de que lo que hubiera en la
trampa estaba muerto, metió la mano. Uno por uno,
sacó cuatro ratones y dos ardillas. No era un
método de caza glorioso, pero Glass estaba
exultante con los resultados.
La zanja ofrecía cierta protección, y decidió
arriesgarse a hacer un fuego, maldiciendo la falta
de su pedernal y raspador de metal. Sabía que era
posible encender una llama frotando dos ramas,
pero nunca había hecho fuego de esa manera.
Sospechaba que el método, si es que funcionaba,
le tomaría una eternidad.
Lo que necesitaba era un arco y un huso, una
máquina rudimentaria para hacer fuego. La
máquina tenía tres partes: una pieza plana de
madera con un agujero donde se insertaba la punta
del huso; una vara redondeada de unos dos
centímetros de grosor y veinte de largo; y un arco,
como el de un chelista, para girar el huso y hacer
que la punta friccionara contra la pieza plana de
madera.
Glass buscó las piezas en la hondonada. No
fue difícil encontrar un trozo plano de madera y
dos ramas para el huso y el arco. «Cuerda para el
arco.» No tenía. «La correa de mi bolsa.» Sacó la
navaja y cortó la correa; luego la ató a las orillas
de la vara. Después usó la navaja para tallar las
orillas y hacer un agujero en la pieza plana de
madera, cuidándose de hacerlo solo un poco más
grande que el diámetro de la vara del huso para
que la punta pudiera embonar perfectamente.
Con el arco y el huso acomodados, Glass
juntó yesca y combustible. De su bolsa de caza
sacó las torundas, jalándolas para deshilachar las
orillas. También había guardado algodón de los
juncos. Apiló la yesca con holgura en un pozo
superficial y después agregó pasto seco. A las
pocas piezas de madera seca que encontró agregó
estiércol de búfalo, completamente seco tras pasar
largos días bajo el sol.
Con todo listo para el fuego, Glass tomó los
componentes del arco y el huso. Llenó el agujero
en la pieza plana de madera con yesca, apoyó la
punta del huso en el agujero. El huso quedó
erguido, apoyado contra la pieza plana de madera.
Luego le dio una vuelta a la cuerda del arco
alrededor del huso, y sostuvo la punta saliente del
huso contra la palma de su mano derecha, aún
protegida por la almohadilla de lana que usaba
para arrastrarse. Con la mano izquierda manejó el
arco. El movimiento de atrás hacia adelante hizo
que el huso girara en el agujero de la madera
plana, creando fricción y calor.
La falla de este mecanismo se volvió
evidente desde el principio. Con el movimiento
del arco, una punta del huso, con la que quería
crear el fuego, giraba y tallaba dentro del agujero
en la madera. Hasta ahí, todo funcionaba. Pero la
otra rotaba contra la piel de su mano. Glass
recordó que los pawnee usaban un trozo de
madera, más o menos del tamaño de la palma de su
mano, para sostener el extremo superior del huso.
Buscó de nuevo la pieza correcta de madera.
Encontró un trozo adecuado y usó la navaja para
abrir una hendidura donde apoyar la parte superior
del huso.
Era torpe con la mano izquierda y necesitó
varios intentos para encontrar el ritmo correcto,
moviendo el arco con constancia sin perder el
agarre del huso. Pronto estaba girando con
suavidad. Después de varios minutos, el humo
comenzó a salir del agujero. De pronto la yesca
ardió en llamas. Tomó algodón de los juncos y lo
acercó para que el fuego lo lamiera, protegiéndolo
con una mano ahuecada. Cuando el algodón se
prendió, transfirió la llama a la yesca de la
pequeña hoguera. Sintió que el viento le azotaba la
espalda y por un instante entró en pánico de que
extinguiera la llama, pero la yesca se prendió y
después la hierba seca. En pocos minutos estaba
lanzando el estiércol de búfalo en una pequeña
fogata.
No había mucha carne para cuando desolló a
los pequeños roedores y les quitó las entrañas.
Pese a todo, era fresca. Si su técnica con las
trampas requería demasiado tiempo, al menos
tenía el beneficio de la sencillez.
Glass aún tenía un hambre voraz mientras
descarnaba el diminuto costillar del último roedor.
Decidió detenerse antes al día siguiente. Quizá
cavaría pozos en dos lugares. La idea de un
progreso más lento lo irritaba. ¿Cuánto tiempo más
podía evitar a los arikara en las orillas del muy
transitado Grand? «No hagas eso. No veas
demasiado a futuro. La meta de cada día es la
mañana siguiente.»
Tras cocinar su cena, el fuego ya no
ameritaba el riesgo. Lo cubrió de arena y se fue a
dormir.
Diez
15 de septiembre de 1823
Unas colinas gemelas enmarcaban el valle que
estaba frente a Glass; el río Grand pasaba por un
estrecho canal que se abría entre ellas. Glass
recordaba las colinas del viaje río arriba con el
capitán Henry. Mientras se arrastraba hacia el este
por el Grand, los elementos distintivos se volvían
cada vez más escasos. Incluso los álamos parecían
haber sido devorados por el mar de hierba de la
llanura.
Henry y la brigada peletera acamparon cerca
de las colinas, y Glass planeaba detenerse en el
mismo sitio, esperando que se les hubiera
olvidado algo útil. De cualquier modo, recordó
que la alta ladera junto a las colinas ofrecía un
buen escondite. Grandes cúmulos de nubes
cargadas de lluvia se posaron ominosamente sobre
el horizonte, al oeste. La tormenta pronto estaría
sobre él y quería instalarse antes de que cayera.
Glass se arrastró junto al río hasta el
campamento. Un círculo de piedras ennegrecidas
señalaba el lugar donde recientemente había
ardido fuego. Recordó que la brigada peletera
acampaba sin fogatas, y se preguntó quién habría
llegado después de ellos. Se detuvo, retiró la
bolsa de caza y la manta de su espalda y bebió un
largo trago de agua del río. Tras él, la ladera
creaba el refugio que recordaba. Observó el río de
un lado a otro, atento a cualquier señal de indios,
decepcionado de que la vegetación pareciera
escasa. Sintió la conocida punzada del hambre y se
preguntó si estaría suficientemente protegido para
cavar un pozo para ratones efectivo. «¿Vale la
pena el esfuerzo?» Comparó los beneficios de
tener un techo con los de la comida. Los roedores
lo habían alimentado ya por dos semanas. Aun así,
Glass sabía que solo luchaba para no hundirse: sin
ahogarse, pero sin avanzar hacia la seguridad de la
playa.
Una brisa ligera, que sintió fría sobre el
sudor de su espalda, anunció que las nubes se
aproximaban. Glass volvió del río y se arrastró
ladera arriba para revisar la tormenta.
Lo que vio más allá de la orilla de la ladera
lo dejó sin aliento. Cientos de búfalos pastaban en
el valle, oscureciendo la llanura durante más de un
kilómetro y medio. Delante de él, un enorme
ejemplar hacía guardia a no más de cincuenta
metros. El enmarañado mantón de pelo tostado
sobre su negro cuerpo acentuaba la poderosa
cabeza y hombros, haciendo que los cuernos casi
parecieran redundantes. El macho bufó y olfateó el
aire, confundido por la brisa revuelta. Detrás de
él, una hembra se revolcaba sobre su espalda,
levantando una nube de polvo. Una docena de
hembras y becerros pastaban distraídamente.
Glass vio a su primer búfalo en las llanuras
de Texas. Desde entonces los había visto en
cientos de ocasiones, en manadas grandes y
pequeñas. Aun así, el avistamiento de los animales
no dejaba de llenarlo de asombro por lo
numerosos que eran, por la pradera que los
alimentaba.
A menos de cien metros río abajo desde
donde estaba Glass, una manada de ocho lobos
también observaba al gran macho y los animales
dominantes que vigilaban el entorno. El líder de la
manada estaba sentado sobre sus patas traseras
cerca de una mata de salvia. Había esperado
pacientemente durante toda la tarde el momento
que acababa de llegar, cuando un espacio se
abriera entre los dominantes y el resto de la
manada. Un hueco. Una debilidad fatal.
El gran lobo se levantó de pronto sobre sus
cuatro patas. Era alto pero estrecho. Sus piernas se
veían desgarbadas, nudosas y extrañamente
proporcionadas con su cuerpo negro azabache. Sus
dos cachorros peleaban juguetonamente cerca del
río. Algunos de los lobos estaban tendidos
durmiendo
plácidamente
como
sabuesos
domésticos. En conjunto, los animales parecían
más mascotas que predadores, aunque todos se
avivaron ante el súbito movimiento del líder de la
manada.
No fue hasta que comenzaron a moverse que
su fuerza letal se volvió obvia. Esta no derivaba
de su musculatura o su agilidad. En vez de eso,
emanaba de una inteligencia colectiva que hacía
que sus movimientos tuvieran una intención y
fueran implacables. De uno en uno, los animales
convergieron en una unidad letal, cohesionados en
la fuerza colectiva de la manada.
El gran lobo trotó hacia el espacio que se
había abierto entre los búfalos dominantes y el
rebaño. La manada se dispersó tras él con una
precisión y una unidad de objetivo que a Glass le
pareció casi militar. Incluso los cachorros
parecían comprender el propósito de su empresa.
Los búfalos que estaban en la orilla del rebaño
principal retrocedieron, empujando a sus becerros
delante de ellos antes de voltearse, hombro con
hombro, formando en una línea contra los lobos. El
espacio se abrió aún más con el movimiento del
rebaño principal, dejando fuera de su perímetro al
macho y a una docena de búfalos.
El gran macho se preparó para atacar; atrapó
a un lobo con un cuerno y lanzó al aullante animal
a seis metros. Los lobos gruñeron y rugieron,
mordiendo con sus brutales colmillos los costados
expuestos del búfalo. La mayoría de los
dominantes se reunieron con el rebaño principal,
dándose cuenta por instinto de que su seguridad
dependía de su gran número.
El lobo líder de la manada lanzó un mordisco
al tierno cuarto trasero de un becerro. Confundido,
el becerro se alejó del rebaño hacia la escarpada
ladera junto al río. Conscientes de su error mortal,
la manada de lobos corrió de inmediato tras su
presa. El becerro avanzó sin control, berreando
mientras corría. Rodó por la ladera, rompiéndose
la pierna en la caída. Luchó por ponerse de pie. La
pierna rota le colgaba en una extraña posición y el
becerro colapsó por completo cuando intentó
apoyarla. Cayó al suelo y la manada de lobos se
abalanzó sobre él. Enterraban sus colmillos en
cada parte de su cuerpo. El líder de la manada
hundió sus dientes en la tierna garganta y rasgó la
carne.
La última batalla del becerro tuvo lugar a no
más de setenta metros de la ladera donde se
encontraba Glass. Desde su posición, observó la
escena con una mezcla de fascinación y miedo,
contento de que su puesto de vigilancia estuviera a
favor del viento. La manada enfocó toda su
atención en el becerro. El líder y su compañera
comieron primero, hundiendo el hocico sangriento
en el suave vientre. Dejaron comer a los
cachorros, pero no a los demás. En ocasiones otro
lobo se abría paso hasta la presa caída, pero un
mordisco o un gruñido del enorme macho negro lo
devolvía a su lugar, espantado.
Glass observó al becerro y los lobos mientras
pensaba con rapidez. El becerro había nacido en la
primavera. Después de engordar durante un mes en
la pradera, pesaba casi setenta kilos. «Setenta
kilos de carne fresca.» Tras dos semanas
consiguiendo comida a cuentagotas, Glass apenas
podía imaginar tal abundancia. Al principio,
confiaba en que la manada dejara suficiente
comida para que él hurgara. Pero conforme los
observaba, el premio disminuía a una velocidad
alarmante. Satisfechos, el macho y su compañera
finalmente se alejaron tranquilamente del animal
muerto, arrastrando una pata trasera para los
cachorros. Los otros cuatro lobos se abalanzaron
sobre los despojos.
Con
creciente
desesperación,
Glass
consideró sus opciones. Si esperaba demasiado
tiempo, dudaba que quedara algo para él.
Contempló la posibilidad de seguir viviendo a
base de ratones y raíces. Aunque pudiera encontrar
suficientes para alimentarse, la tarea tomaba
demasiado tiempo. Dudaba que hubiera recorrido
cincuenta kilómetros desde que comenzara a
arrastrarse. A ese paso, tendría suerte si llegaba al
Fuerte Kiowa antes de que comezaran las heladas.
Y por supuesto, cada día que pasaba expuesto en
el río era una nueva oportunidad para que los
indios se toparan con él.
Necesitaba con desesperación la innegable
fuerza que la carne del búfalo le daría. No sabía
por gracia de quién el becerro se había puesto en
su camino. «Es mi oportunidad.» Si quería una
parte, tendría que pelear por ella. Y tenía que
hacerlo ya.
Revisó la zona buscando algo que le sirviera
como arma. No veía nada más que rocas, madera y
salvia. «¿Un garrote?» Se preguntó por un
momento si podría defenderse a golpes de los
lobos. Parecía poco probable. No podía mover el
brazo con la suficiente fuerza para infligir un buen
golpe. Y por sus rodillas, no tenía la ventaja de la
altura. «Salvia.» Recordó las breves pero
impresionantes llamas que producían las ramas de
salvia secas. «¿Una antorcha?»
Sin otra opción, buscó rápidamente algo con
lo que encender un fuego. El flujo de los
manantiales había traído el tronco de un gran
álamo a la ladera, creando una barrera natural
contra el viento. Glass cavó un pozo poco
profundo en la tierra junto al tronco.
Sacó el arco y el huso, agradecido por tener
al menos los elementos para encender rápidamente
una llama. De la bolsa de caza sacó las últimas
torundas y un gran montón de algodón de junco.
Miró río abajo a la manada de lobos, que aún
desgarraba el becerro. «¡Maldita sea!»
Miró a su alrededor en busca de combustible.
Aparte del tronco, el río había dejado poco del
álamo. Encontró una maraña de salvia seca,
arrancó cinco ramas grandes y las apiló junto a la
hoguera.
Glass puso el arco y el huso en la hoguera
cubierta, acomodando cuidadosamente la yesca.
Comenzó a mover el arco, con lentitud al
principio, luego más rápido al encontrar el ritmo.
En pocos minutos ardía un débil fuego junto al
álamo.
Miró río abajo, a los lobos. El líder, su
compañera y sus dos cachorros estaban echados a
menos de veinte metros del becerro. Al comer en
primer lugar, ahora se conformaban con roer la
sabrosa médula de la pata trasera. Glass esperó
que se mantuvieran al margen de la pelea. Eso
dejaba cuatro lobos sobre el cuerpo muerto.
Los loup pawnee, como su nombre indicaba,
veneraban al lobo por su fuerza y sobre todo por
su astucia. Glass había acompañado a grupos de
pawnee que cazaban lobos; sus pieles eran parte
importante en muchas ceremonias. Pero nunca
había hecho nada como lo que planeaba hacer en
ese momento: arrastrarse hacia una manada de
lobos y retarlos por comida, armado solo con una
antorcha de salvia.
Las cinco ramas se retorcían como enormes
manos artríticas. Otras más pequeñas salían de las
ramas principales a intervalos regulares, la
mayoría de ellas estaban cubiertas de larguiruchas
tiras de hojas azul-verdosas, secas y quebradizas.
Tomó una de las ramas y la puso en el fuego.
Prendió inmediatamente y una llama de treinta
centímetros ardió rápidamente en su punta. «Se
quema demasiado rápido.» Glass se preguntó si la
llama aguantaría la distancia que lo separaba de
los lobos, por no mencionar si funcionaría como
arma ante la lucha que le esperaba. Decidió
asegurar su apuesta. En vez de prender toda la
salvia, cargaría la mayoría de las ramas sin
encender, como munición de respaldo que añadiría
a la antorcha según lo necesitara.
Glass miró de nuevo a los lobos. De pronto
parecían más grandes. Dudó por un momento.
Decidió que no había vuelta atrás. «Esta es mi
oportunidad.» Con la rama de salvia ardiendo en
una mano y las cuatro ramas de repuesto en la otra,
Glass se arrastró ladera abajo hacia los lobos. A
menos de cincuenta metros, el líder y su
compañera levantaron la vista de la pata para
observar a ese extraño animal que se aproximaba
al becerro. Vieron a Glass como una curiosidad,
no como una amenaza. Después de todo, ya habían
comido hasta quedar satisfechos.
A menos de veinte metros, el viento cambió
de dirección y los cuatro animales que estaban
sobre el cuerpo muerto percibieron el olor a humo.
Todos se dieron la vuelta. Glass se detuvo, cara a
cara con los lobos. En la distancia, era fácil verlos
como simples perros. De cerca, no no se parecían
en nada a sus primos domésticos. Un lobo blanco
mostró sus dientes ensangrentados y dio medio
paso hacia el intruso; un profundo gruñido salió de
su garganta. Bajó un hombro, movimiento que de
alguna manera pareció defensivo y ofensivo al
mismo tiempo.
El lobo blanco luchaba contra instintos
opuestos: la defensa de su presa y el miedo al
fuego. Un segundo lobo, este con una oreja casi
perdida por completo, saltó junto al primero. Los
otros dos siguieron rasgando la carne del búfalo,
agradecidos por tenerlo en exclusiva. La rama en
llamas que Glass llevaba en la mano comenzó a
titilar. El lobo blanco dio otro paso hacia Glass,
quien recordó de pronto la repugnante sensación
de los dientes de la osa rasgando su carne. «¿Qué
hice?»
De pronto hubo un relámpago de luz brillante
y, tras una breve pausa, el bajo profundo de un
trueno que cayó sobre el valle. Una gota de lluvia
le golpeó el rostro y el aire azotó la flama. Glass
sintió un repugnante retortijón en su estómago.
«Dios, no… ¡Ahora no!» Tenía que actuar con
rapidez. El lobo blanco estaba listo para atacar.
«¿Es cierto que pueden oler el miedo?» Tenía que
hacer algo inesperado. Tenía que atacar.
Tomó las cuatro ramas de salvia de su mano
derecha y las sumó a la rama que ardía en la
izquierda. Las llamas cobraron vida, devorando
descontroladas el combustible seco. Glass
necesitaba ambas manos para sostener las ramas
juntas, lo que significaba que ya no podría usar la
mano izquierda para equilibrarse. Un dolor
insoportable ascendió desde su muslo derecho
herido mientras apoyaba el peso sobre la pierna y
casi se cayó. Se las arregló para mantenerse
erguido mientras se lanzaba, trastabillando sobre
las rodillas en su mejor escenificación de un
ataque. Soltó el sonido más fuerte que pudo, que le
salió como una especie de gemido espeluznante.
Avanzó agitando la antorcha ardiente como una
espada encendida.
Se la lanzó al lobo con una oreja. Las llamas
rozaron el rostro del animal y este saltó hacia atrás
con un aullido. El lobo blanco se lanzó a un
costado de Glass, hundiéndole los dientes en el
hombro. Glass se giró, estirando el cuello para
alejarlo del lobo. Solo unos pocos centímetros
separaban el rostro de Glass del lobo, y podía oler
el aliento ensangrentado del animal. Glass luchó
de nuevo para mantener el equilibrio. Sacudió los
brazos para que las llamas llegaran al lobo,
quemándole la panza y la ingle. El lobo soltó el
hombro de Glass y dio un paso atrás.
Glass escuchó un gruñido detrás de él y se
agachó instintivamente. El lobo de una oreja pasó
rodando sobre su cabeza, sin lograr atacar el
cuello de Glass, pero tumbándolo de lado. El
impacto de la caída le hizo gruñir y reavivó el
dolor de su espalda, garganta y hombro. La
antorcha se le cayó al suelo, desperdigándose en el
terreno arenoso. Glass se estiró para alcanzar las
ramas, desesperado por tomarlas antes de que se
extinguieran. Al mismo tiempo, luchó por extender
las rodillas.
Los dos lobos lo rodearon lentamente,
esperando su momento, más cuidadosos ahora que
habían probado las llamas. «No puedo dejar que
se pongan detrás de mí.» Un relámpago brilló de
nuevo, seguido del fuerte sonido de un trueno con
más rapidez en esta ocasión. La tormenta casi
estaba encima. La lluvia caería a chorros en
cualquier momento. «No hay tiempo.» Aunque aún
no llovía, las llamas de la antorcha se estaban
extinguiendo.
El lobo blanco y el que tenía una oreja se
acercaron. Parecían presentir que la batalla estaba
llegando a su clímax. Glass les lanzó la antorcha y
estos aminoraron el paso, pero no retrocedieron.
Estaba a solo unos metros del becerro. Los dos
lobos que estaban comiendo lograron arrancar una
pata trasera y se retiraron del escándalo de la
pelea con la extraña criatura del fuego. Por
primera vez, Glass vio que había los montones de
salvia seca alrededor del animal muerto.
«¿Arderán?»
Con sus ojos fijos en los dos lobos, Glass
puso su antorcha en la salvia. Hacía semanas que
no llovía. La maleza estaba seca como yesca y se
encendió fácilmente. En un instante, las llamas
superaron el medio metro junto al becerro. Glass
encendió otros dos matorrales. Pronto, el cadáver
estaba en medio de tres arbustos en llamas. Como
Moisés, Glass se puso de rodillas sobre el animal
muerto, sacudiendo los restos de la antorcha. Un
relámpago brilló y un trueno resonó. El viento
sacudió las llamas alrededor de la maleza. La
lluvia ya caía, aunque no con la fuerza suficiente
como para apagar la salvia.
El efecto fue impresionante. El lobo blanco y
el lobo con una oreja miraron a su alrededor. El
líder, su compañera y los cachorros cruzaron a
zancadas la pradera. Con la panza llena y la
tormenta a punto de caer, fueron a buscar refugio a
su guarida cercana. Los otros dos lobos también
los siguieron, arrastrando la pata de becerro por la
llanura.
El lobo blanco se encorvó como si se
preparara para atacar. Pero de pronto, el que solo
tenía una oreja se dio la vuelta y corrió tras la
manada. El lobo blanco se detuvo para evaluar el
cambio en las circunstancias. Sabía bien cuál era
su lugar en la manada: otros guiaban y él los
seguía. Otros elegían la presa que iban a matar, él
ayudaba a cazarla. Otros comían primero, él se
conformaba con los restos. El lobo nunca había
visto un animal como el de aquel día, pero sabía
con precisión cuál era su lugar en los turnos para
comer. El lobo blanco echó un último vistazo al
búfalo, al hombre y a la salvia humeante; luego se
dio la vuelta y se lanzó tras los demás.
Glass observó cómo los lobos desaparecían
al otro lado del borde de la ladera. A su alrededor,
el humo se elevaba mientras la lluvia apagaba la
salvia. Un minuto más y habría estado indefenso.
Se maravilló por su suerte mientras observaba
rápidamente la mordida en su hombro. Dos heridas
sangraban abundantemente, pero no eran
profundas.
El becerro estaba tendido en la grotesca
posición en que culminaron sus esfuerzos fallidos
por escapar de los lobos. Los colmillos,
brutalmente eficientes, abrieron el cadáver de par
en par. La sangre fresca formaba un charco bajo la
garganta rasgada, un carmesí con un brillo
tenebroso que se destacaba contra los tenues cafés
de la arena de la hondonada. Los lobos enfocaron
su atención en las suculentas vísceras que el
mismo Glass deseaba. Hizo rodar al becerro sobre
su lomo y vio con breve decepción que no quedaba
nada del hígado. Tampoco estaban la vesícula, los
pulmones y el corazón. Pero un pequeño trozo de
intestino colgaba del animal. Glass sacó la navaja
de su bolsa de caza, siguiendo el ondulado órgano
hasta el cuerpo con la mano izquierda, e hizo una
incisión de un metro en el estómago. Era casi
incapaz de controlarse ante la inmediatez de la
comida; puso la extremidad que había cortado en
su boca y la devoró.
Si bien la manada de lobos se quedó con los
mejores órganos, también le hizo a Glass el favor
de casi desollar a su presa. Avanzó hacia la
garganta, donde jaló la elástica piel con la ayuda
de la navaja. El ternero estaba bien alimentado.
Una grasa blanca y delicada se pegaba al músculo
de su cuello regordete. Los tramperos llamaban a
esa grasa «vellón» y la consideraban una delicia.
Cortó unos trozos y se los metió en la boca,
tragándoselos casi sin masticar. Cada deglución
reavivaba el insoportable ardor de su garganta,
pero el hambre era más fuerte. Se atiborró bajo la
lluvia, que caía a cántaros, para cubrir la cantidad
mínima que le permitía considerar otros peligros.
Trepó de nuevo al borde de la ladera,
examinando el horizonte en todas direcciones.
Grupos
dispersos
de
búfalos
pastaban
tranquilamente, pero no había señales de lobos o
indios. La lluvia y los truenos habían terminado tan
rápidamente como llegaron. Los rayos inclinados
del sol de la tarde sucedieron a las grandes nubes
de lluvia, formando líneas iridiscentes que se
extendían del cielo a la tierra.
Glass se acomodó para valorar su suerte. Los
lobos se habían llevado una parte, pero tenía un
enorme regalo. Glass no se hacía ilusiones con
esta situación, pero no moriría de hambre.
Acampó tres días en la ladera junto al becerro.
Durante las primeras horas ni siquiera encendió
una hoguera y se atragantó sin control con delgadas
rebanadas de la gloriosa carne fresca. Finalmente
se detuvo lo suficiente para prender un fuego con
el que rostizar y secar la carne, cerca de la ladera
para ocultar las flamas tanto como fuera posible.
Construyó rejillas con ramas verdes de una
salceda cercana. Después de una hora quitó toda la
carne del cuerpo muerto con el rastrillo sin filo, y
colgó la carne en las rejillas mientras avivaba
constantemente el fuego. En tres días secó casi
siete kilos de carne, lo suficiente para alimentarse
por dos semanas si era necesario, más lo que
pudiera conseguir por el camino.
Los lobos sí dejaron un trozo de primera
calidad: la lengua. Disfrutó esta delicia como un
rey. Asó las costillas y los huesos de las piernas
en el fuego uno por uno, quebrándolos para sacar
su deliciosa y fresca médula.
Retiró el cuero con la navaja sin filo. Una
tarea que hubiera tomado minutos requirió horas;
durante ese tiempo pensó con amargura en los dos
hombres que le robaron su cuchillo. No tenía ni el
tiempo ni las herramientas para trabajar la piel de
la manera correcta, pero sí hizo una tosca alforja
antes de que la piel se secara hasta convertirse en
un tieso cuero sin curtir. Necesitaba la bolsa para
cargar la carne seca.
Al tercer día Glass fue a buscar una larga
rama para usarla como bastón. En la pelea con los
lobos se sorprendió del peso que su pierna herida
podía soportar. Estuvo ejercitando la pierna los
dos días anteriores, estirándola y probándola. Con
la ayuda de un bastón, creía que ya podría caminar
erguido, una idea que le fascinaba después de tres
semanas de arrastrarse como un perro rengo.
Encontró una rama de álamo de la forma y tamaño
apropiados. Cortó una larga tira de la manta
Hudson’s Bay y la envolvió en el puño del bastón
formando una almohadilla.
Tira a tira, la manta había quedado reducida a
un trozo de tela de no más de treinta centímetros de
ancho por sesenta de largo. Glass cortó una
abertura en la mitad de la tela con la navaja, lo
suficientemente grande para meter su cabeza. La
prenda resultante no tenía el tamaño para llamarla
capote, pero al menos cubriría sus hombros y
evitaría que la alforja lastimara su piel.
Esa última noche que pasó junto a las colinas,
el aire se enfrió de nuevo. Los últimos trozos del
becerro destazado se secaban en las rejillas sobre
los carbones carmesí. El fuego le daba un
reconfortante brillo a su campamento, un pequeño
oasis de luz en medio de la negrura del valle sin
luna. Glass chupó la médula de la última costilla.
Al lanzar el hueso al fuego, se dio cuenta de que
no tenía hambre. Disfrutó el calor que irradiaba el
fuego, un lujo del que no volvería a disponer en un
futuro cercano.
Tres días de comida habían hecho su trabajo
para reparar su cuerpo herido. Se inclinó sobre su
pierna derecha para probarla. Los músculos
estaban tensos y sensibles, pero funcionales. Su
hombro también había mejorado. Su brazo no
había recuperado la fuerza, pero sí un poco de
flexibilidad. Aún le asustaba tocarse la garganta.
Los restos de las suturas sobresalían, aunque la
piel se había cerrado. Se preguntaba si debería
intentar cortar las suturas con la navaja, pero le
dio miedo hacerlo. Después de gritarles a los
lobos, no había probado su voz en días. No lo
haría por el momento. Era algo que tenía poco que
ver con su supervivencia en las próximas semanas.
Si había cambiado, daba lo mismo. Pero agradecía
el hecho de tragar con menos dolor.
Glass sabía que el becerro de búfalo había
cambiado su suerte. Aun así, era fácil moderar el
entusiasmo por su situación. Había sobrevivido un
día más, pero estaba solo y sin armas. Entre él y el
Fuerte Brazeau había casi quinientos kilómetros de
campo abierto. Dos tribus indias (una era
posiblemente hostil; la otra lo era sin duda)
seguían el mismo río del que él dependía para
orientarse. Y claro, como Glass sabía
dolorosamente bien, los indios no eran su única
amenaza.
Sabía que debía irse a dormir. Con el nuevo
bastón esperaba recorrer diecisiete kilómetros,
quizá incluso veinticinco, al día siguiente. Aun así,
algo lo empujaba a alargar ese fugaz momento de
alegría: estaba satisfecho, descansado y abrigado.
Metió la mano en su bolsa de caza y sacó la
garra de osa. La giró lentamente a la tenue luz del
fuego, fascinado de nuevo por la sangre seca en la
punta; era su propia sangre, ahora que lo pensaba.
Comenzó a tallar la gruesa base de la garra con la
navaja, abriendo un estrecho canal al que dio
profundidad con cuidado. De su bolsa también
tomó su collar de patas de halcón. Ató el cordón
del collar alrededor del canal que había tallado en
la base de la garra, y lo anudó con fuerza.
Finalmente, lo cerró detrás de su cuello.
Le gustaba la idea de que la garra que lo hirió
colgara inanimada alrededor de su cuello. «Un
amuleto de buena suerte», pensó; luego se quedó
dormido.
Once
16 de septiembre de 1823
Maldita sea!» John Fitzgerald contemplaba el río
que tenía delante, o más exactamente, la curva que
formaba.
Jim Bridger avanzó a su lado.
—¿Qué pasa? ¿Gira al este?
Sin previo aviso, Fitzgerald abofeteó al chico
en la boca. Bridger se tambaleó y se fue de
espaldas, cayendo sobre su costado con una
expresión de sorpresa en el rostro.
—¿Por qué lo hiciste?
—¿Crees que no veo que el río gira al este?
¡Cuando necesite que explores, te lo diré! ¡Por lo
demás, mantén tus ojos abiertos y tu jodida boca
cerrada!
Por supuesto, Bridger tenía razón. Durante
más de ciento cincuenta kilómetros, el río que
seguían había corrido principalmente hacia el
norte, el rumbo exacto que querían seguir.
Fitzgerald ni siquiera estaba seguro de cuál era el
nombre del río, pero sabía que todo desembocaba
en algún momento en el Missouri. Si hubiera
continuado su curso hacia el norte, Fitzgerald creía
que el río podría llegar a estar a un día de camino
del Fuerte Unión. Incluso tenía la esperanza de que
estuvieran en el Yellowstone, aunque Bridger
sostenía que estaban demasiado al este.
En cualquier caso, Fitzgerald había esperado
seguir el río hasta que llegaran al Missouri. A
decir verdad, no tenía instinto para la geografía
del vasto páramo que se abría frente a él. El
terreno presentaba pocos rasgos distintivos desde
que se alejaron del nacimiento del alto Grand. El
horizonte se extendía por kilómetros frente a ellos;
era un mar de hierba apagada y abultadas colinas,
cada una exactamente igual a la anterior.
Seguir el río les aseguraba que serían
capaces de orientarse y que tendrían un suministro
fácil de agua. Pero Fitzgerald no deseaba virar al
este, la nueva dirección que tomaba el río, según
se podía ver. El tiempo seguía siendo su enemigo.
Cuanto más caminaran solos, sin Henry y la
brigada, mayores eran las probabilidades de
infortunio.
Se quedaron ahí durante varios minutos
mientras Fitzgerald observaba y buscaba una
solución.
Finalmente
Bridger
respiró
profundamente y dijo:
—Deberíamos ir al noroeste.
Fitzgerald iba a reprenderlo, pero no tenía ni
idea de qué hacer. Señaló el seco pastizal que se
extendía hasta el horizonte.
—¿Supongo que sabes dónde encontrar agua
ahí?
—No. Pero no necesitamos mucha con este
clima. —Bridger notó la indecisión de Fitzgerald y
sintió que su propia opinión se reforzaba. A
diferencia de Fitzgerald, él sí tenía instinto para
orientarse en campo abierto. Siempre lo había
tenido; una brújula interna parecía guiarlo en
terrenos sin particularidades—. Creo que no
estamos a más de dos días del Missouri, y quizá
igual de cerca del fuerte.
Fitzgerald combatió el deseo de golpear a
Bridger de nuevo. De hecho, pensó en matar al
chico. Lo habría hecho en el Grand, de no haber
sido porque sentía que dependía del fusil extra.
Dos tiradores no eran mucho, pero eran mejor que
uno solo.
—Mira, chico. Tú y yo tenemos que llegar a
un pequeño acuerdo antes de que nos reunamos
con los otros. —Bridger había anticipado esta
conversación desde que abandonaron a Glass.
Bajó la mirada, ya avergonzado de lo que sabía
que vendría a continuación—. Hicimos lo mejor
que pudimos por el viejo Glass, nos quedamos con
él más de lo que debimos. Setenta dólares no es
suficiente para que los ree te escalpen.
Bridger no dijo nada, así que Fitzgerald
continuó.
—Glass estaba muerto desde el instante en
que esa grizzly lo acabó. Lo único que no hicimos
fue enterrarlo. —Bridger seguía mirando hacia
otro lado. La rabia de Fitzgerald comenzó a hervir
—. ¿Sabes qué, Bridger? Me importa un jodido
bledo lo que pienses acerca de lo que hicimos.
Pero te diré esto: tú sueltas la sopa y yo te abro la
garganta de oreja a oreja.
Doce
17 de septiembre de 1823
El
capitán Andrew Henry no se detuvo para
apreciar el franco esplendor del valle que se
extendía frente a él. Desde su punto de
observación en un peñasco alto sobre la
confluencia de los ríos Missouri y Yellowstone,
Henry y sus siete compañeros dominaban un vasto
horizonte delimitado por una amplia meseta.
Frente a esta se elevaban suaves colinas, que se
derramaban como rubias olas entre la escarpada
plataforma y el Missouri. Aunque la ladera
cercana había sido desprovista de sus árboles,
algunos álamos gruesos aún perseveraban en el
lado más lejano, luchando contra el otoño para
defender la posesión temporal de su verdor.
Henry tampoco se detuvo a contemplar el
sentido filosófico de la unión de los dos ríos. No
se imaginó las praderas de las altas montañas
donde las aguas comenzaban su camino, tan puras
como diamante líquido. Ni siquiera se dio un
momento para apreciar la relevancia práctica de la
localización del fuerte, que recibía sabiamente el
comercio de las dos grandes vías de agua.
Los pensamientos del capitán Henry no se
concentraban en lo que veía, sino en lo que no
veía. Y no veía caballos. Vio el movimiento
disperso de hombres y el humo de un gran fuego,
pero ni un solo caballo. «Ni siquiera una maldita
mula.» Disparó su fusil al aire, tanto por la
frustración como en señal de saludo. Los hombres
en el campo detuvieron sus actividades, buscando
la fuente del disparo. Dos armas le respondieron.
Henry y sus siete hombres caminaron pesadamente
por el valle hacia el Fuerte Unión.
Habían pasado ocho semanas desde que
Henry salió del fuerte, dirigiéndose a la aldea
arikara a toda prisa para ayudar a Ashley. Henry
dejó dos instrucciones a su partida: trampear los
arroyos circundantes y proteger a los caballos a
toda costa. La suerte del capitán Henry parecía que
nunca iba a cambiar.
Puerco retiró el fusil de su hombro derecho,
donde parecía haberle creado una permanente
hendidura en la piel. Comenzó a mover la pesada
arma a su hombro izquierdo, pero ahí la correa de
su bolsa de caza había creado su propia herida por
abrasión. Finalmente se resignó a cargar el arma
frente a él, decisión que le recordó el latente dolor
en sus brazos.
Puerco pensó en la cómoda cama de paja de
la parte trasera de la tienda del tonelero en Saint
Louis, y llegó una vez más a la conclusión de que
unirse al capitán Henry había sido un terrible
error.
En sus primeros veinte años de vida, jamás
había caminado más de tres kilómetros. En las
pasadas seis semanas, no había pasado ni un solo
día sin que caminara menos de treinta, y a menudo
los hombres recorrían cincuenta o incluso más.
Dos días antes, Puerco se había acabado las suelas
de su tercer par de mocasines. Enormes agujeros
dejaban pasar el helado rocío de la mañana. Las
piedras le hicieron rasguños zigzagueantes. Y lo
peor de todo, se había parado en un nopal
espinoso. Aunque lo había intentado en varias
ocasiones, no había logrado extraer las espinas
con su cuchillo para desollar, y ahora un dedo
infectado le hacía gesticular por el dolor a cada
paso.
Por no mencionar el hecho de que nunca
había tenido tanta hambre en su vida. Anhelaba el
simpe placer de mojar un panecillo en gravy o de
clavar los dientes en una gruesa pierna de pollo.
Recordaba con gran cariño el rebosante plato
metálico de comida que le daba tres veces al día
la esposa del tonelero. Ahora su desayuno
consistía en carne seca, fría y escasa. Apenas se
detenían para el almuerzo, que también consistía
en carne fría. Con la inquietud del capitán por los
disparos,
incluso
las
cenas
consistían
principalmente en carne seca y fría. Y en las
ocasiones en que sí tenían una presa fresca, Puerco
comía con ansiedad, atragantándose con pedazos
de animal salvaje o esforzándose para obtener la
médula de los huesos rompiéndolos. La comida en
la frontera requería tanto jodido trabajo. El
esfuerzo que necesitaba hacer para comer lo
dejaba muerto de hambre.
Puerco cuestionaba su decisión de ir al oeste
a cada rugido de su estómago, a cada doloroso
paso. Las riquezas de la frontera seguían tan
esquivas como siempre. No había visto una trampa
para castores en seis meses. Mientras caminaba al
fuerte, los caballos no eran lo único ausente.
«¿Dónde estaban las pieles?» Unas cuantas pieles
de castor colgaban de unas ramas de sauce junto a
las paredes de madera del fuerte, al lado de un
revoltijo de búfalo, alce y lobo, pero esto no era ni
de cerca la bonanza a la que había esperado
regresar.
Un hombre llamado Bill el Chaparro avanzó y
estiró la mano para saludar. Henry la ignoró.
—¿Dónde diablos están los caballos?
Bill el Chaparro se quedó con la mano
extendida, solitaria e incómoda, por un momento.
Finalmente la dejó caer.
—Los pies negros se los robaron, capitán.
—¿Alguna vez has escuchado sobre hacer
guardia?
—Hicimos guardias, capitán, pero salieron
de la nada e hicieron que la manada saliera en
estampida.
—¿Los persiguieron?
Bill el Chaparro negó lentamente con la
cabeza.
—No nos ha ido muy bien con los pies
negros.
Fue un sutil recordatorio, pero también
efectivo. El capitán Henry suspiró profundamente.
—¿Cuántos caballos quedan?
—Siete… Bueno, cinco y dos mulas. Murphy
los tiene todos con un grupo trampero en el arroyo
Beaver.
—No parece que los tramperos hayan hecho
mucho.
—Trabajamos en ello, capitán, pero todo lo
que estaba cerca del fuerte ya fue atrapado. Sin
caballos no podemos cubrir más terreno.
Jim Bridger estaba hecho un ovillo debajo de una
manta andrajosa. Por la mañana habría una gruesa
escarcha en el suelo, y el chico sintió el frío seco
que se colaba hasta lo más profundo de sus huesos.
Otra vez dormirían sin fuego. A regañadientes, su
incomodidad se rindió ante su fatiga y se durmió.
En su sueño estaba en la orilla de un enorme
desfiladero. El cielo era del morado oscuro del
inicio de la noche. La oscuridad prevalecía, pero
aún había suficiente luz para iluminar los objetos
con un tenue resplandor. La aparición se presentó
primero con la más vaga de las formas, aún
distante. Se aproximó a él lenta e inevitablemente.
Sus contornos tomaron forma conforme se
acercaba; tenía el cuerpo torcido y renco. Bridger
quiso huir, pero el desfiladero que había detrás de
él hacía imposible escapar.
Cuando estuvo a tres metros pudo ver su
horrible rostro. Era antinatural; sus rasgos estaban
distorsionados como los de una máscara. Tenía las
mejillas y la frente surcadas de cicatrices. La nariz
y las orejas estaban colocadas al azar, sin relación
de equilibro o simetría. Tenía el rostro enmarcado
por una melena enmarañada y una barba, lo que
aumentaba la impresión de que el ser que estaba
frente a él ya no era humano.
Conforme se acercaba, los ojos del espectro
comenzaron a arder, con la mirada fija en Bridger.
Era una mirada llena de odio imposible de evitar.
El espectro levantó los brazos como un
segador y clavó un cuchillo profundamente en el
pecho de Bridger. El cuchillo atravesó su esternón
limpiamente, sorprendiendo al chico con la
penetrante fuerza del golpe. Bridger trastabilló
hacia atrás, captó un último destello de los ojos
encendidos y se cayó.
Observó el cuchillo de su pecho mientras el
desfiladero se lo tragaba. No le sorprendió
reconocer el recubrimiento de plata del mango.
Era el cuchillo de Glass. Pensó que en cierta
forma era un alivio morir; resultaba más fácil que
vivir con la culpa.
Bridger sintió un golpe seco en las costillas.
Abrió los ojos sobresaltado y vio a Fitzgerald
parado sobre él.
—Es hora de movernos, chico.
Trece
5 de octubre de 1823
Los restos carbonizados de la aldea arikara le
hicieron pensar a Hugh Glass en esqueletos. Era
espeluznante caminar entre ellos. Ese lugar, que
había bullido tan recientemente con la enérgica
vida de quinientas familias, estaba ahora tan
muerto como un cementerio; era como un
monumento ennegrecido en un alto peñasco sobre
el Missouri.
La aldea se extendía a lo largo de trece
kilómetros al norte de la confluencia con el Grand,
mientras que el Fuerte Brazeau se ubicaba a más
de cien al sur. Glass tenía dos razones para tomar
el desvío río arriba por el Missouri. Se había
quedado sin carne seca del búfalo y una vez más
dependía de raíces y bayas. Glass recordó los
dorados trigales que rodeaban las aldeas arikara y
confió en encontrar comida en ellos.
También sabía que la aldea lo proveería de
materiales para hacer una balsa. En ella, podría
flotar perezosamente río abajo hacia el Fuerte
Brazeau. Mientras caminaba lentamente por la
aldea, se dio cuenta de que no habría problema
para encontrar materiales de construcción. Entre
las chozas y las empalizadas, había cientos de
troncos útiles.
Glass se detuvo para echar un vistazo a una
gran cabaña en el centro de la aldea, claramente
una especie de edificio comunal. Atisbó
movimiento en su oscuro interior. Retrocedió
tambaleándose, el corazón se le aceleró. Se
detuvo, echando un vistazo a la cabaña mientras
sus ojos se acostumbraban a la luz. Ya que no
necesitaba el bastón, había afilado la punta de la
rama de álamo para hacer una tosca espada. La
sostuvo en posición de ataque.
Un pequeño perro, un cachorro, gimoteó en el
centro de la cabaña. Aliviado y emocionado ante
la posibilidad de comer carne fresca, Glass dio un
paso adelante. Volteó la espada para poner la
punta roma hacia el frente. Si podía conseguir que
el perro se acercara, con un rápido golpe podría
destrozarle el cráneo. «No hay necesidad de dañar
la carne.» Presintiendo el peligro, el perro se
lanzó hacia un oscuro recoveco al fondo del cuarto
abierto.
Glass lo persiguió con rapidez, y se detuvo
sorprendido cuando el perro saltó a los brazos de
una anciana. La mujer estaba agazapada en un
camastro, echa un ovillo sobre una manta
andrajosa. Abrazó al cachorro como a un bebé.
Hundió la cara en el animal y solo su cabello
blanco era visible en las sombras. Gritó y
comenzó a gemir histéricamente. Después de unos
instantes, el gemido adoptó un patrón, un cántico
atemorizante y premonitorio. «¿Es su canto de la
muerte?»
Los brazos y los hombros que sostenían al
perrito no eran más que piel vieja y curtida que
colgaba holgadamente sobre sus huesos. Cuando
los ojos de Glass se ajustaron, vio los desechos y
la suciedad regados a su alrededor. Había agua en
una gran olla de arcilla, pero ninguna señal de
comida. «¿Por qué no ha juntado maíz?» Glass
tomó algunas mazorcas mientras entraba a la aldea.
Los sioux y los venados se llevaron la mayor parte
de la cosecha, pero definitivamente quedaban
sobras. «¿Está coja?»
Glass metió la mano en su alforja y sacó una
mazorca de maíz. La peló y se inclinó para
ofrecérsela a la anciana. Sostuvo el maíz mucho
tiempo mientras la mujer continuaba su canto entre
gemidos. Después de un rato el cachorro olfateó el
maíz y comenzó a lamerlo. Glass estiró la mano y
tocó la cabeza de la anciana, acariciándole
suavemente el pelo blanco. Finalmente la mujer
dejó de cantar y volteó su rostro hacia la luz que
se colaba por la puerta.
Glass ahogó un grito. Tenía los ojos
completamente blancos; estaba totalmente ciega.
Ahora entendía por qué los arikara habían dejado
a la anciana cuando huyeron en mitad de la noche.
Glass tomó su mano y, con suavidad, hizo que
envolviera con ella el maíz. La anciana masculló
algo que él no pudo entender y se llevó el maíz a
la boca. Glass vio que no tenía dientes y
presionaba el maíz crudo con las encías. El dulce
jugo pareció despertar su hambre y mordisqueó
inútilmente la mazorca. «Necesita caldo.»
Miró a su alrededor en la choza. Encontró un
caldero oxidado junto al hogar que estaba en el
centro del cuarto. Miró el agua de la gran olla de
arcilla. Era salobre y algunos sedimentos flotaban
en su superficie. Tomó la olla y la llevó afuera.
Tiró el agua y la rellenó en un pequeño arroyo que
corría por la aldea.
Glass encontró otro perro junto al arroyo, y a
este no le perdonó la vida. En seguida, un fuego
ardía en el centro de la choza. Asó una parte del
perro en una vara sobre el fuego, y otra la hirvió
en el caldero. Echó maíz en la olla con la carne
del perro y continuó su búsqueda por la aldea.
Muchas de las chozas de arcilla no habían sido
afectadas por el fuego, y Glass se alegró de
encontrar varias medidas de cordaje para la balsa.
También encontró una taza metálica y un cucharón
hecho de cuerno de búfalo.
Cuando volvió a la gran cabaña encontró a la
anciana ciega tal como la había dejado, chupando
la mazorca de maíz. Caminó hacia el caldero,
llenó de caldo la taza metálica y la puso junto a
ella en el camastro. El cachorro, desconcertado
ante el aroma de su camarada que se asaba en el
fuego, se agazapó a los pies de la mujer. La mujer
también podía oler la carne. Tomó la taza y tragó
el caldo en cuanto la temperatura se lo permitió.
Glass volvió a llenar la taza, esta vez agregando
pequeños trozos de carne que cortó con la navaja.
Llenó la taza tres veces antes de que la anciana
dejara de comer y se quedara dormida. Le ajustó
la manta para cubrirle los hombros huesudos.
Fue hacia el fuego y comenzó a comer el
perro asado. Los pawnee consideraban al perro
una delicia; mataban ocasionalmente un canino de
la misma manera en que los hombres blancos
sacrificaban de vez en cuando un lechón. Glass
prefería el búfalo sin duda, pero en su actual
estado, el perro estaba bastante bien. Sacó maíz de
la olla y lo comió también, reservando el caldo y
la carne hervida para la mujer.
Había comido por una hora cuando la anciana
gritó. Glass fue rápidamente a su lado. Ella repetía
algo una y otra vez. «He tuwe he… He tuwe he…»
Esta vez no hablaba con el tono temeroso de su
canto de muerte, sino con una voz tranquila que
buscaba con urgencia comunicar una idea
importante. Las palabras no significaban nada para
Glass. Sin saber qué más hacer, tomó la mano de
la mujer. Ella la apretó débilmente y la llevó a su
mejilla. Se quedaron así por un rato. Sus ojos
ciegos se cerraron y se quedó dormida.
En la mañana estaba muerta.
Glass pasó la mayor parte de la mañana
construyendo una tosca pira funeraria con vista al
Missouri. Cuando terminó, volvió a la gran cabaña
y envolvió a la anciana en su manta. La cargó hasta
la pira, mientras el perro los seguía
lastimeramente como un extraño cortejo. Al igual
que la pierna herida, el hombro de Glass sanó bien
en las semanas que transcurrieron desde la batalla
con los lobos. Aun así, hizo un gesto de dolor al
levantar el cuerpo para llevarlo a la pira. Sintió
las conocidas y desconcertantes punzadas en la
columna. Su espalda seguía preocupándolo. Con
suerte, estaría en el Fuerte Brazeau en unos
cuantos días. Allí, alguien podría curarlo
adecuadamente.
Se quedó un momento junto a la pira; las
antiguas tradiciones volvían a él de un pasado
distante. Por un momento, se preguntó qué palabras
habrían pronunciado en el funeral de su madre, qué
palabras habrían pronunciado para Elizabeth. Se
imaginó un montículo de tierra recién removida
junto a una tumba abierta. La idea de un entierro
siempre le había parecido agobiante y fría. Le
gustaba más la tradición india de poner los
cuerpos en alto, como si los pasaran a los cielos.
El perro gimió de pronto y Glass se giró
rápidamente. Cuatro indios montados cabalgaban
hacia él con lentitud, a una distancia de menos de
setenta metros. Por sus ropas y cabello, Glass supo
de inmediato que eran sioux. Entró en pánico por
un instante, calculando la distancia que lo
separaba de los gruesos árboles del despeñadero.
Recordó su primer encuentro con los pawnee y
decidió quedarse en su lugar.
Había pasado más de un mes desde que los
tramperos y los sioux fueron aliados en el sitio
contra los arikara. Glass recordó que los sioux
habían renunciado a la pelea en desacuerdo con
las tácticas del coronel Leavenworth, un
sentimiento que compartían los hombres de la
Compañía Peletera de Rocky Mountain. «¿Aún se
conservarán los restos de esa alianza?» Así que se
quedó ahí, fingiendo tanta seguridad como le fue
posible, y observó a los indios aproximarse.
Eran jóvenes; tres apenas superaban la
adolescencia. El cuarto era un poco mayor, quizá
tendría unos veinte años. Los guerreros más
jóvenes avanzaron con cautela, con sus armas
listas, como si se estuvieran acercando a un animal
extraño. El mayor cabalgaba por delante de los
otros. Llevaba un fusil London, pero sostenía el
arma con indiferencia, con el cañón sobre el
cuello de un enorme semental buckskin. El animal
tenía una marca grabada en el anca : «E.U.» «Es
uno de los de Leavenworth.» En otras
circunstancias, Glass podría haberse divertido por
la desgracia del coronel.
El sioux mayor refrenó su caballo a metro y
medio de Glass, estudiándolo de pies a cabeza.
Luego miró más allá, a la pira. Se esforzó por
entender la relación entre aquel hombre blanco
destrozado y sucio y la anciana arikara muerta.
Desde la distancia lo habían visto esforzarse para
colocar su cuerpo en el andamio. No tenía sentido.
El indio meció la pierna para cruzar el lomo
del enorme semental y se deslizó ágilmente al
suelo. Caminó hacia Glass, penetrándolo con sus
ojos negros. Glass sintió que se le encogía el
estómago, aunque enfrentó la mirada sin hacer un
solo gesto.
El indio logró sin esfuerzo lo que Glass se
sentía obligado a fingir: un aire de absoluta
seguridad. Su nombre era Caballo Amarillo. Era
alto, de más de metro ochenta, con hombros
cuadrados y una postura perfecta que acentuaba un
cuello y pecho poderosos. En su cabello trenzado
llevaba tres plumas de águila, con marcas que
simbolizaban los enemigos que había matado en la
batalla. Dos bandas decorativas corrían por el
sayo de ante que cubría su pecho. Glass notó lo
intrincado del trabajo, con cientos de púas de
puercoespín entretejidas y teñidas de brillantes
colores bermellón e índigo.
Cuando estuvieron frente a frente, el indio se
acercó y extendió la mano hacia el collar de Glass,
examinando la enorme garra de la osa mientras la
giraba entre sus dedos. La dejó caer; el
movimiento de sus ojos seguía el trazado de las
cicatrices que surcaban el cráneo y la garganta de
Glass. Lo empujó ligeramente en el hombro para
darle la vuelta y examinó las heridas bajo su
camisa desgarrada. Les dijo algo a los otros tres
mientras miraba la espalda de Glass, quien
escuchó a los otros guerreros desmontar y
acercarse, y luego hablar con entusiasmo mientras
tocaban e investigaban su espalda. «¿Qué pasa?»
La fuente de la fascinación de los indios eran
las profundas heridas paralelas que se extendían
por toda la espalda de Glass. Los indios habían
visto muchas heridas, pero nunca algo así. Los
profundos tajos estaban vivos, infestados de
gusanos.
Uno de los indios se las arregló para atrapar
un gusano blanco que se retorcía entre sus dedos.
Lo sostuvo para que Glass lo viera. Glass gritó
horrorizado, arrancándose los restos de la camisa,
estirándose inútilmente para tocar las heridas que
no estaban a su alcance, y luego cayendo sobre las
manos y las rodillas, teniendo arcadas ante la
repugnante idea de esa horrible invasión.
Pusieron a Glass en un caballo, detrás de uno
de los jóvenes guerreros, y se alejaron cabalgando
de la aldea arikara. El perro de la anciana
comenzó a seguirles detrás de los caballos. Uno de
los indios se detuvo, desmontó y persuadió al
perro de que se acercara. Con el lado sin filo de
una pequeña hacha, le aplastó el cráneo, tomó al
animal por las patas traseras y cabalgó para
alcanzar a los demás.
El campamento sioux estaba justo al sur del Grand.
La llegada de los cuatro guerreros con un hombre
blanco despertó una expectación inmediata, y una
multitud de indios caminó tras ellos como si fuera
un desfile mientras cabalgaban entre los tipis.
Caballo Amarillo condujo la procesión hacia
un tipi bajo que estaba lejos del campamento.
Estaba cubierto de diseños enloquecidos:
relámpagos que caían de nubes negras, búfalos
acomodados geométricamente alrededor de un sol,
figuras vagamente humanas que danzaban
alrededor de un fuego. Caballo Amarillo gritó en
señal de saludo, y después de unos momentos, un
anciano y nudoso indio salió de un ala del tipi.
Entrecerró los ojos ante el sol brillante. Aun sin
hacer ese gesto, sus ojos apenas eran visibles
debajo de sus profundas arrugas. La mitad superior
de su rostro estaba cubierta de pintura negra y
llevaba atado un cuervo muerto y desteñido detrás
de su oreja derecha. Estaba desnudo del pecho
para arriba a pesar del frío de octubre, y debajo de
la cintura solo llevaba un taparrabos. La piel que
colgaba holgadamente de su pecho hundido estaba
pintada en tiras alternadas de negro y rojo.
Caballo Amarillo desmontó, y le indicó a
Glass que hiciera lo mismo. Glass se bajó con
torpeza; las heridas le dolían de nuevo por la falta
de costumbre del rebote del viaje. Caballo
Amarillo le habló al curandero sobre el extraño
hombre blanco que encontraron en los restos de la
aldea arikara, cómo lo habían observado mientras
liberaba el espíritu de una india. Le dijo al
curandero que el hombre blanco no había mostrado
miedo mientras ellos se le aproximaban, aunque no
tenía más armas que un palo afilado. Le habló
sobre el collar con la garra de oso y las heridas de
la garganta y la espalda del hombre.
El curandero no dijo nada durante la larga
explicación de Caballo Amarillo, aunque sus ojos
observaban con atención a través de la arrugada
máscara de su rostro. Los indios reunidos se
apiñaron para escuchar; su murmullo creció ante la
descripción de los gusanos de la herida de la
espalda.
Cuando Caballo Amarillo terminó, el
curandero se acercó a Glass. La coronilla del
hombre encorvado apenas le llegaba a Glass al
mentón, lo cual ponía al viejo sioux en un ángulo
perfecto para examinar la garra de oso. La tocó
con la punta del pulgar, como para verificar su
autenticidad. Sus manos artríticas temblaron
ligeramente al estirarse para tocar las cicatrices
rosadas que se extendían desde el hombro
izquierdo de Glass hasta su garganta.
Finalmente giró a Glass para examinar su
espalda. Se estiró para tomar el cuello de la
camisa hecha jirones y lo desgarró. La tela ofreció
poca resistencia. Los indios se empujaron para ver
por sí mismos lo que Caballo Amarillo había
descrito. Al instante estallaron en un chachareo
emocionado en su extraño lenguaje. Glass sintió de
nuevo que se le revolvía el estómago ante la idea
del espectáculo que había desatado tal fervor.
El curandero dijo algo y los indios se
callaron de inmediato. Se dio la vuelta y
desapareció tras la lona de su tipi. Cuando salió
minutos después, tenía los brazos llenos de guajes
variados y bolsas decoradas con cuentas. Volvió
con Glass y le hizo una señal para que se acostara
boca abajo en el suelo. Junto a Glass, extendió una
hermosa piel blanca. En la piel desplegó sus
medicinas. Glass no tenía idea de qué contenían
los recipientes. «No me importa.» Solo una cosa
importaba. «Quítamelos.»
El curandero le dijo algo a uno de los
guerreros jóvenes, quien volvió tras unos minutos
con una olla negra llena de agua. Mientras tanto, el
curandero olfateó el guaje más grande y agregó
ingredientes del surtido de bolsas. Soltó un canto
bajo mientras trabajaba, el único sonido que se
elevaba sobre el respetuoso silencio de los
aldeanos.
El ingrediente principal del enorme guaje era
orina de búfalo, tomado de la vejiga de un gran
animal durante una caza el verano anterior. A la
orina le agregó raíz de aliso y pólvora. El
astringente resultante era tan potente como el
aguarrás.
El curandero le pasó a Glass una pequeña
vara de quince centímetros de largo. A Glass le
tomó un momento comprender su función. Respiró
profundamente y puso la vara entre sus dientes.
Glass se preparó y el curandero vertió la
mezcla.
El astringente despertó el dolor más intenso
que Glass había sentido en su vida, como si fuera
hierro fundido en un molde de carne humana. Al
principio el dolor estaba localizado, mientras el
líquido se filtraba en cada una de las cinco
cortadas, centímetro tras atroz centímetro. Pero el
fuego puntual se extendió pronto, convirtiéndose
en una oleada de sufrimiento, pulsando según el
veloz latido de su corazón. Glass hundió los
dientes en la suave madera de la vara. Intentó
imaginarse el efecto catártico del tratamiento, pero
no pudo trascender la inmediatez del dolor.
El astringente había tenido el efecto deseado
en los gusanos. Docenas de las blancas criaturas
que se retorcían lucharon por salir. Después de
unos minutos, el curandero lavó los gusanos y el
líquido ardiente de la espalda de Glass con un
gran cazo de agua. Glass jadeó conforme el dolor
disminuía lentamente. Apenas había comenzado a
recuperar el aliento cuando el curandero vertió de
nuevo el contenido del guaje grande.
Aplicó cuatro dosis del astringente. Cuando
había lavado los últimos restos, llenó las heridas
de un humeante emplasto de pino y lárice. Caballo
Amarillo ayudó a Glass a entrar en el tipi del
curandero. Una india trajo carne de venado recién
hecha. Glass ignoró su espalda punzante lo
suficiente para atiborrarse de comida, y luego se
tendió sobre una piel de búfalo y se quedó
profundamente dormido.
Entró y salió del sueño durante casi dos días
seguidos. En los momentos de vigilia, encontraba
junto a él un nuevo suministro de comida y agua.
El curandero cuidó su espalda, cambiando dos
veces el emplasto. Después del punzante dolor del
astringente, la húmeda tibieza del emplasto era
como la reconfortante caricia de una mano
maternal.
La primera luz de la mañana iluminó el tipi
con un tenue brillo al tercer día, cuando Glass
despertó, en un silencio roto solamente por el
ocasional movimiento de los caballos y el sonido
de las tórtolas. El curandero dormía con una piel
de búfalo sobre su huesudo cuerpo. Junto a Glass
había una pila de ropa de gamuza perfectamente
doblada: calzas, mocasines decorados con cuentas
y un simple sayo de ante. Se levantó con lentitud y
se vistió.
Los pawnee consideraban a los sioux sus
enemigos mortales. Glass incluso había peleado
contra una banda de cazadores sioux en una
pequeña refriega durante sus días en las llanuras
de Kansas. Ahora tenía una nueva percepción.
¿Cómo no estar agradecido por las acciones
samaritanas de Caballo Amarillo y el curandero?
El curandero se retorció, incorporándose hasta
quedar sentado. Cuando vio a Glass dijo algo que
él no pudo entender.
Caballo Amarillo apareció minutos después.
Parecía complacido de ver a Glass andando de
nuevo. Los dos indios le examinaron la espalda y
parecieron
intercambiar
comentarios
de
aprobación sobre lo que encontraron. Cuando
terminaron, Glass señaló su espalda y levantó las
cejas de manera inquisitiva para preguntarles:
«¿Se ve bien?». Caballo Amarillo apretó los
labios y asintió.
Se encontraron más tarde en el tipi de
Caballo Amarillo. A través de una mezcla de
lenguaje de señas y dibujos en la arena, Glass
intentó comunicarle de dónde venía y adónde
quería ir. Caballo Amarillo pareció entender
«Fuerte Brazeau», y Glass se lo confirmó cuando
el indio dibujó un mapa mostrando la ubicación el
fuerte en la confluencia del Missouri y el río
White. Glass asintió frenéticamente. Caballo
Amarillo les dijo algo a los guerreros reunidos en
el tipi. Glass no pudo entenderlo y se fue a dormir
esa noche preguntándose si debería irse por su
cuenta.
Despertó a la mañana siguiente con el sonido
de caballos afuera del tipi del curandero. Cuando
salió, encontró a Caballo Amarillo y los tres
guerreros de la aldea arikara. Estaban montados, y
uno de los guerreros sostenía las riendas de un
caballo pinto sin jinete.
Caballo Amarillo dijo algo y señaló el
caballo pinto. El sol acababa de levantarse por el
horizonte cuando comenzaron a cabalgar hacia el
sur, camino al Fuerte Brazeau.
Catorce
6 de octubre de 1823
El sentido de ubicación de Jim Bridger no le
falló. Tenía razón cuando urgió a Fitzgerald a
atajar por tierra y alejarse del lugar donde el río
Pequeño Missouri giraba al este. Al oeste, el
horizonte se tragaba la última tajada del sol
cuando los dos hombres dispararon un fusil para
anunciar que se aproximaban al Fuerte Unión. El
capitán Henry envió a un jinete a recibirlos.
Los hombres de la Compañía Peletera de
Rocky Mountain acogieron la entrada de Fitzgerald
y Bridger al fuerte con sombrío respeto. Fitzgerald
llevaba el fusil de Glass como la orgullosa
insignia de su camarada caído. Jean Poutrine se
persignó cuando el Anstadt pasó frente a él, y unos
cuantos hombres se quitaron el sombrero.
Inevitable o no, para los hombres resultaba
perturbador enfrentar la muerte de Glass.
Se reunieron en el cuartel para escuchar el
reporte de Fitzgerald. Bridger no pudo sino
maravillarse ante la habilidad, la sutileza y la
facilidad con las que mentía.
—No hay mucho que decir —dijo Fitzgerald
—. Todos sabíamos cómo acabaría. No fingiré que
fuera mi amigo, pero respeto a un hombre que
pelea como él peleó.
—Lo enterramos en la profundidad de la
tierra…, lo cubrimos con suficientes rocas para
protegerlo. La verdad, capitán, yo quería irme de
inmediato, pero Bridger dijo que teníamos que
hacer una cruz para la tumba.
Bridger levantó la mirada, horrorizado ante
este último detalle de ornamentación. Veinte
rostros admirados lo contemplaron, unos cuantos
asintieron en solemne aprobación. «Dios, ¡respeto
no!» Lo que había anhelado ya era suyo, y era más
de lo que podía soportar. Cualesquiera que fueran
las consecuencias, tenía que deshacerse de la
terrible carga de la mentira… Su mentira.
Vio la helada mirada de Fitzgerald por el
rabillo del ojo. «No me importa.» Abrió la boca
para hablar, pero antes de que pudiera encontrar
las palabras correctas, el capitán Henry dijo:
—Sabía que harías tu parte, Bridger.
Más gestos de aprobación de los hombres de
la brigada. «¿Qué hice?» Bajó la mirada al piso.
Quince
9 de octubre de 1823
Que el Fuerte Brazeau se hiciera llamar «fuerte»
era, cuando menos, poco convincente. Quizá la
motivación del nombre había sido la vanidad, un
deseo de institucionalizar el nombre familiar. O
quizá confiaban en que disuadira los ataques por la
pura fuerza del nombre. De cualquier manera, el
nombre excedía sus posibilidades.
El Fuerte Brazeau consistía en una sola
cabaña de madera, un tosco muelle y un palenque.
Las delgadas aberturas de la cabaña para disparar
representaban la única evidencia de que se habían
tenido en cuenta los aspectos marciales de la
construcción, y hacían más por impedir la entrada
de la luz que la de las flechas.
Tipis dispersos punteaban el claro que
rodeaba el fuerte; unos cuantos eran de los indios
que estaban de visita para comerciar, otros eran de
los borrachos yankton sioux que los tenían allí de
forma permanente. Cualquiera que viajara por el
río se quedaba a pasar la noche. Usualmente
acampaban bajo las estrellas, aunque por un ojo de
la cara los adinerados podían compartir una cama
de paja en la cabaña.
Adentro, la cabaña era parte miscelánea y
parte taberna. Tenuemente iluminada, las
sensaciones principales eran olfativas: humo
rancio, el grasoso almizcle de las pieles frescas y
barriles abiertos de bacalao salado. Además de la
conversación de los borrachos, los sonidos
principales eran el constante zumbido de las
moscas y el esporádico retumbar de los ronquidos
provenientes de la buhardilla donde se dormía.
El homónimo del fuerte, Kiowa Brazeau,
observó a los cinco jinetes que se aproximaban a
través de unos gruesos espejuelos que daban a sus
ojos un apariencia extrañamente grande. Con
considerable alivio distinguió la cara de Caballo
Amarillo. Kiowa estaba preocupado por la
disposición de los sioux.
William Ashley pasó la mayor parte del mes
en el Fuerte Brazeau planeando el futuro de la
Compañía Peletera de Rocky Mountain tras la
debacle en las aldeas arikara. Los sioux fueron
aliados de los blancos en la batalla contra los
arikara. O, más exactamente, lo fueron hasta que se
hartaron de las tácticas sin sentido del coronel
Leavenworth. A mitad del sitio de Leavenworth,
los sioux se fueron abruptamente (no sin robar
antes los caballos tanto de Ashley como del
Ejército de los Estados Unidos). Ashley interpretó
la deserción de los sioux como traición. Kiowa
sentía en secreto cierta afinidad por la actitud de
los sioux, aunque no veía necesidad de ofender al
fundador de la Compañía Peletera de Rocky
Mountain. Después de todo, Ashley y sus hombres
habían sido sus mejores clientes de toda la
historia, y compraron prácticamente todo su
inventario de provisiones.
Pero la exigua economía del Fuerte Brazeau
dependía del intercambio con las tribus locales.
Los sioux tomaron una importancia agregada desde
el dramático cambio en las relaciones con los
arikara. A Kiowa le preocupaba que los sioux
hicieran extensivo a él y a su establecimiento el
desprecio que sentían por Leavenworth. La llegada
de Caballo Amarillo y los otros tres guerreros
sioux era una buena señal, especialmente cuando
fue evidente que llevaban con ellos a un hombre
blanco que aparentemente estaba bajo su cuidado.
Una pequeña multitud de indios residentes y
viajeros de paso se reunió para recibir a los recién
llegados. Observaron especialmente al hombre
blanco, que tenía unas horribles heridas en el
rostro y el cráneo. Brazeau habló con Caballo
Amarillo en sioux con fluidez, y Caballo Amarillo
le explicó lo que sabía del hombre blanco. Con
incomodidad, Glass sintió la atención de docenas
de ojos que lo observaban. Aquellos que hablaban
sioux escucharon la descripción de Caballo
Amarillo sobre el encuentro con Glass, solo y sin
armas, profundamente lastimado por un oso. El
resto lo dejaron a la imaginación, aunque era
obvio que el hombre blanco tenía una historia que
contar.
Kiowa escuchó la historia de Caballo
Amarillo antes de dirigirse al hombre blanco.
—¿Quién es usted? —El hombre blanco
parecía tener problemas con las palabras.
Pensando que no entendía, Brazeau cambió a
francés—: Qui êtes vous?
Glass tragó saliva y aclaró su garganta poco a
poco. Recordaba a Kiowa de la breve estancia de
la Compañía Peletera de Rocky Mountain cuando
iba río arriba. Kiowa obviamente no lo recordaba
a él. A Glass se le ocurrió que su apariencia debía
de haber cambiado notablemente, aunque aún no
había tenido oportunidad de echar un buen vistazo
a su propia cara desde el ataque.
—Hugh Glass. —Le dolía hablar, y su voz
salió como una especie de gemido lamentable y
chillón—. Hombre de Ashley.
—Monsieur Ashley se acaba de ir. Envió a
Jed Stuart al oeste con quince hombres, luego
volvió a Saint Louis para reunir otra brigada. —
Kiowa esperó un minuto, pensando que si se
detenía el hombre herido podría ofrecerle más
información.
Cuando el hombre no mostró señales de decir
nada más, un escocés con un solo ojo le dio voz a
la impaciencia del grupo. Con un tonto acento
preguntó:
—¿Qué te pasó?
Glass habló con lentitud y con tanta economía
como le fue posible.
—Una grizzly me atacó al norte del Grand. —
Odiaba el patético chillido de su voz, pero
continuó—. El capitán Henry me dejó con dos
hombres. —Se detuvo de nuevo, reconfortando su
garganta herida con la mano—. Huyeron y robaron
mi equipo.
—¿Los sioux te trajeron hasta aquí? —
preguntó el escocés.
Viendo el gesto de dolor de Glass, Kiowa
respondió por él.
—Caballo Amarillo lo encontró solo en la
aldea arikara. Corríjame si me equivoco,
monsieur Glass, pero apuesto que recorrió el
Grand solo.
Glass asintió.
El escocés tuerto quiso preguntar otra cosa,
pero Kiowa lo detuvo.
—Monsieur Glass puede guardar su historia
para después. Yo diría que se ganó la oportunidad
de comer y dormir. —Los lentes le daban al rostro
de Kiowa un aire inteligente y paternalista. Tomó a
Glass por el hombro y lo condujo al interior de la
cabaña. Adentro, sentó a Glass a una larga mesa y
le dijo algo en sioux a su esposa. Ella sirvió un
plato rebosante de estofado de una enorme olla de
hierro fundido. Glass comió con ansia; luego pidió
otros dos platos grandes más.
Kiowa se sentó al otro lado de la mesa frente
a él, observándolo con paciencia bajo la tenue luz
y alejando a los mirones.
Cuando terminó de comer, Glass volteó hacia
Kiowa con una súbita idea.
—No puedo pagarle.
—No esperaba que trajera mucho efectivo.
Un hombre de Ashley tiene crédito en mi fuerte. —
Glass asintió, comprendiéndolo. Kiowa continuó
—. Puedo equiparle y ponerle en el siguiente
barco a Saint Louis.
Glass negó con la cabeza frenéticamente.
—No voy a Saint Louis.
Esto tomó por sorpresa a Kiowa.
—Entonces ¿adónde planea ir?
—Al Fuerte Unión.
—¡Al Fuerte Unión! ¡Es octubre! Aun si logra
pasar a los ree hacia las aldeas mandan, llegará
allá en diciembre. Y eso aún está a quinientos
kilómetros del Fuerte Unión. ¿Va a recorrer a pie
el Missouri en mitad del invierno?
Glass no respondió. Le dolía la garganta.
Además no estaba pidiendo permiso. Tomó un
trago de agua de la gran taza metálica, le dio las
gracias a Kiowa por la comida y comenzó a trepar
la desvencijada escalera a la buhardilla para
dormir. Se detuvo a mitad del camino, volvió a
bajar y salió del lugar.
Glass encontró a Caballo Amarillo lejos del
fuerte, acampando en la ladera del río White. Él y
los otros sioux atendieron a sus caballos, hicieron
algunos intercambios y se irían en la mañana.
Caballo Amarillo evitaba el fuerte tanto como era
posible. Kiowa y su esposa sioux siempre lo
trataron honradamente, pero el lugar lo deprimía.
Sentía desprecio, e incluso pena, por los sucios
indios que acampaban alrededor del frente,
prostituyendo a sus esposas e hijas a cambio de
los siguientes tragos de whisky. Era temible un mal
que podía hacer que los hombres dejaran atrás sus
antiguas vidas y vivieran en tal deshonra.
Más allá del efecto que el Fuerte Brazeau
tenía en los indios que vivían allí, otros aspectos
del lugar lo dejaban profundamente intranquilo. Se
maravillaba de la complejidad y la calidad de los
productos de los blancos, desde sus armas y
hachas hasta sus elegantes telas y agujas. Sin
embargo, la gente que podía hacer tales cosas le
causaba una inquietud indefinible, pues empleaban
poderes que él no podía entender. Y qué decir de
las historias de las grandes aldeas de los blancos
en el este, con poblaciones tan numerosas como
los búfalos. Dudaba que esas historias fueran
verdad, pero cada año el flujo de los comerciantes
se incrementaba. Ahora estaba la pelea entre los
arikara y los soldados. Era verdad que los blancos
querían castigar a los arikara, una tribu que
tampoco despertaba su buena voluntad. Y era
verdad que los soldados blancos fueron cobardes
y tontos. Se esforzaba para comprender esa
inquietud. Si las analizaba, ninguna de sus
aprensiones era avasalladora. Sin embargo,
Caballo Amarillo presentía que estas hebras
dispersas se unirían de alguna manera, trenzándose
en una advertencia que aún no podía percibir por
completo.
Caballo Amarillo se puso de pie cuando
Glass llegó al campamento; un fuego bajo
iluminaba sus rostros. Glass había considerado
pagarle al sioux por sus cuidados, pero algo le
decía que eso le ofendería. Pensó en darle algún
pequeño regalo: un manojo de tabaco o un
cuchillo. Pero esas pequeñeces no expresaban su
gratitud. En vez de eso caminó hacia Caballo
Amarillo, se quitó el collar con la garra de osa, y
lo colocó alrededor del cuello del indio.
Caballo Amarillo lo observó por un
momento. Glass también lo contempló, asintió y
luego se dio la vuelta para volver a la cabaña.
Cuando Glass subió a la buhardilla para
dormir, encontró a dos viajeros ya dormidos en la
gran cama de paja. En una esquina bajo el tejaroz,
habían extendido una piel raída sobre un espacio
estrecho. Glass se tendió y se quedó dormido casi
inmediatamente.
A la mañana siguiente, se despertó al
escuchar una fuerte conversación en francés, que
llegaba a la buhardilla desde un cuarto abierto en
el piso inferior. Risas alegres se entremezclaban
con la discusión, y Glass notó que estaba solo allí
arriba. Se quedó así un rato, disfrutando el lujo del
techo y el calor.
El brutal tratamiento del curandero había
funcionado. Si su espalda aún no sanaba por
completo, al menos las heridas habían sido
purgadas de su asquerosa infección. Estiró las
extremidades una por una, como si estuviera
examinando los complejos componentes de una
máquina recién comprada. Su pierna podía
soportar todo el peso de su cuerpo, aunque aún
caminaba con una marcada cojera. Y aunque no
había recuperado aún las fuerzas, el brazo y el
hombro le funcionaban con normalidad. Asumió
que el culatazo de un fusil le provocaría un agudo
dolor, pero estaba seguro de su capacidad para
manejar un arma.
«Un arma.» Agradeció que Kiowa estuviera
dispuesto a equiparlo. Pero lo que quería era su
arma. Su arma y un ajuste de cuentas con los
hombres que la robaron. Llegar al Fuerte Brazeau
le pareció muy decepcionante. Auque pudiera
considerarlo un hito, para Glass el fuerte no
marcaba una línea de meta que cruzar con júbilo,
sino solo una línea de salida de la que partir con
determinación. Con nuevo equipo y estando cada
vez más sano, tenía ventajas de las que había
carecido en las seis semanas pasadas. Aun así, su
meta estaba lejos.
Tendido boca arriba en la buhardilla, notó
que había una cubeta de agua en una mesa. Abajo,
la puerta se abrió y en la pared un espejo quebrado
atrapó la luz de la mañana. Glass se levantó del
suelo y caminó lentamente hacia el espejo.
Esperaba verse distinto. Aun así, era extraño ver
finalmente las heridas que solo había podido
imaginar durante semanas. Tres marcas de garra
paralelas abrían líneas profundas en la espesa
barba que cubría su mejilla. A Glass le recordaban
a la pintura de guerra. No era una sorpresa que los
sioux hubieran sido respetuosos. Una cicatriz
rosada trazaba un círculo siguiendo la línea de su
cuero cabelludo, y tenía la coronilla marcada con
varios tajos. Donde le había crecido el cabello
notó que ahora el gris se mezclaba con el café de
antes, principalmente en la barba. Le puso especial
atención a su garganta. De nuevo, franjas paralelas
marcaban el camino de las garras. Cicatrices
abultadas señalaban los puntos por donde las
suturas habían pasado.
Glass se levantó la camisa de ante para
intentar verse la espalda, pero el oscuro espejo
mostraba poco más que la silueta de las largas
heridas. La imagen mental de los gusanos aún lo
atormentaba. Dejó el espejo y bajó de la
buhardilla.
Una docena de hombres se encontraba
reunida en el cuarto de abajo, llenando una larga
mesa y expandiéndose más allá. La conversación
se detuvo mientras Glass descendía por la
escalera.
Kiowa lo saludó, cambiando fácilmente al
inglés. La facilidad del francés con el idioma era
una ventaja para un comerciante en medio de la
frontera Babel.
—Buenos días, monsieur Glass. Justo
estábamos hablando sobre usted. —Glass asintió
con la cabeza en señal de reconocimiento, pero no
dijo nada—. Está de suerte —siguió diciendo
Kiowa—. Puede que le haya encontrado un
aventón río arriba.
Eso despertó el interés de Glass de
inmediato.
—Le presento a Antoine Langevin. —Un
hombre bajo con un gran bigote se levantó de la
mesa con formalidad, estirándose para estrechar la
mano de Glass, quien se sorprendió por el fuerte
apretón del hombrecito.
—Langevin llegó anoche desde río arriba.
Como usted, monsieur Glass, trajo consigo una
buena historia que contar. Monsieur Langevin vino
desde las aldeas mandan. Me cuenta que nuestra
tribu errante, los arikara, ha levantado una nueva
aldea a solo un kilómetro y medio al sur de los
mandan.
Langevin dijo algo en francés que Glass no
entendió.
—Ahora, Langevin —dijo Kiowa, molesto
por la interrupción—. Pensé que nuestro amigo
apreciaría un poco de contexto histórico. —Kiowa
continuó con la explicación—. Como puede
imaginarse, nuestros amigos los mandan están
nerviosos por si sus nuevos vecinos les crean
problemas. Como condición para ocupar su
territorio, han exigido que los arikara prometan
que detendrán sus ataques a los blancos.
Kiowa se quitó los lentes. Los limpió con el
largo faldón de su camisa antes de ponerlos de
nuevo sobre su rubicunda nariz.
—Lo cual me lleva a mis propias
circunstancias. Mi pequeño fuerte depende del
tráfico del río. Necesito que los tramperos y los
comerciantes como usted vayan de un lado a otro
por el Missouri. Agradecí la larga visita de
monsieur Ashley y sus hombres, pero esta pelea
con los arikara arruinará mi negocio.
»Le pedí a Langevin que dirija una comisión
río arriba por el Missouri. Llevarán regalos y
productos para reestablecer las relaciones con los
arikara. Si tienen éxito, enviaremos la noticia a
Saint Louis de que el tránsito en el Missouri está
abierto para los negocios.
»Hay espacio para seis hombres y
provisiones en el bâtard de Langevin. Ese es
Toussaint Charbonneau. —Kiowa señaló a otro
hombre que estaba sentado a la mesa. Glass
conocía el nombre, y observó con interés al
esposo de Sacagewea—. Toussaint fue el
intérprete de Lewis y Clark. Habla mandan,
arikara y cualquier otra cosa que puedan necesitar
en el camino.
—Y hablo inglés —dijo Charbonneau, lo cual
sonó como «y hablou inglés». Kiowa casi no tenía
acento, pero Charbonneau conservaba la fuerte
melodía de su lengua nativa. Glass se estiró para
estrecharle la mano.
Kiowa continuó con las presentaciones.
—Este es Andrew MacDonald. —Señaló al
escocés tuerto del día anterior. Glass notó que,
además del ojo, al escocés le faltaba gran parte de
la punta de la nariz—. Hay muchas posibilidades
de que sea el hombre más tonto que he conocido,
pero puede remar todo el día sin detenerse. Le
decimos «Profesor».
Profesor ladeó la cabeza para mirar a Kiowa
con su ojo bueno, entrecerrándolo en señal de
reconocimiento al escuchar su nombre, aunque la
ironía claramente lo superaba.
—Y por último, ahí está Dominique Cattoire.
—Kiowa señaló a un navegante que fumaba una
delgada pipa de arcilla. Dominique se levantó, le
estrechó la mano a Glass y dijo: «Enchanté»—. El
hermano de Dominique es Louis Cattoire, el rey de
las putains. Él también irá, si logramos sacarlo a
él y a su andouille de la tienda de las golfas. A
Louis le decimos «La Vièrge».
Los hombres de la mesa rieron.
—Lo cual me lleva a usted. Remarán río
arriba, así que deben viajar ligeros. Necesitan un
cazador que les provea de carne para el
campamento. Sospecho que usted es muy bueno
para encontrar comida. Probablemente aún mejor
cuando tenga un fusil.
Glass asintió en respuesta.
—Hay otra razón por la que a nuestra
comisión le caería bien un rifle extra —continuó
Kiowa—. Dominique ha escuchado rumores de
que un jefe arikara llamado Lengua de Alce se
desvinculó de la tribu principal. Está llevando a
una pequeña banda de guerreros y a sus familias a
algún lugar entre los mandan y el Grand. No
sabemos dónde están, pero juraron vengarse del
ataque a la aldea ree.
Glass pensó en los restos ennegrecidos de la
aldea arikara y asintió en respuesta.
—¿Acepta?
Una parte de Glass no quería la carga de
navegar con otros. Su plan era viajar solo, a pie
por el Missouri. Planeaba irse ese día y odiaba la
idea de esperar. Pero reconoció que se trataba de
una oportunidad. Si los hombres eran buenos,
viajar en grupo significaba seguridad. Los
hombres de la comisión de Kiowa parecían
experimentados y Glass sabía que no había
mejores barqueros que los expertos. También
sabía que su cuerpo aún estaba sanando, y su
progreso sería lento si caminaba. Remar en el
bâtard río arriba también sería lento, pero viajar
mientras los demás remaban le daría otro mes para
recuperarse.
Glass se puso la mano sobre la garganta.
—Acepto.
Langevin le dijo algo a Kiowa en francés.
Kiowa escuchó y luego se volvió hacia Glass.
—Langevin dice que necesita el día de hoy
para hacer reparaciones al bâtard. Se irán mañana
al alba. Coma un poco más y luego vamos a
aprovisionarlo.
Kiowa guardaba las mercancías en una pared
de la esquina de la cabaña que tenían más lejos.
Un tablón sobre dos barriles vacíos servía como
mostrador. Glass se enfocó primero en un arma
larga. Había cinco armas para elegir. Tres eran
antiguos mosquetes oxidados del noroeste,
claramente pensados para el intercambio con los
indios. Las otras dos eran fusiles; entre ellos la
opción parecía obvia al principio. Uno era un
clásico rifle largo de Kentucky, bellamente
manufacturado con un acabado en nogal pulido. El
otro era un desgastado Modelo 1803 de la
Infantería de los Estados Unidos con la culata rota
y reparada con cuero sin curtir. Glass tomó los dos
rifles y los llevó afuera, acompañado por Kiowa.
Tenía que tomar una decisión importante y quería
examinar las armas a plena luz.
Kiowa observó con expectación mientras
Glass examinaba el largo rifle de Kentucky.
—Es un arma hermosa —dijo Kiowa—. Los
alemanes no saben cocinar ni una mierda, pero sí
saben cómo hacer un arma.
Glass estuvo de acuerdo. Siempre había
admirado las elegantes líneas de los rifles de
Kentucky. Pero había dos problemas. En primer
lugar, Glass notó con decepción el bajo calibre del
rifle, que era, como calculó correctamente, un .32.
En segundo lugar, el gran alcance del arma la hacía
pesada al manejo y engorrosa para recargarla. Esta
era un arma ideal para un granjero que cazara
ardillas en Virginia. Glass necesitaba algo
diferente.
Le pasó el rifle de Kentucky a Kiowa y tomó
el Modelo 1803, la misma arma que llevaron
muchos soldados en el Cuerpo de Descubrimiento
de Lewis y Clark. Glass examinó primero el
trabajo de reparación en la culata rota. Zurcieron
el cuero húmedo con fuerza alrededor de la rotura
y luego lo dejaron secar. El cuero sin curtir se
endureció y encogió al secarse, creando una pieza
dura como piedra. La culata era fea, pero se sentía
firme. Luego Glass examinó el seguro y el
mecanismo del gatillo. Tenía grasa fresca y
ninguna señal de óxido. Pasó las manos lentamente
sobre la mitad de la culata; luego continuó por
todo el cañón. Puso el dedo en el grueso agujero
de la punta, notando con aprobación el peso de su
calibre .53.
—Le gusta el arma grande, ¿eh?
Glass asintió como respuesta.
—Un arma grande es buena —dijo Kiowa—.
Pruébela. —Kiowa sonrió con un dejo de ironía
—. ¡Un arma como esa puede matar a un oso!
Kiowa le pasó a Glass un cuerno para
pólvora y un medidor. Glass vertió en la boca una
carga completa de doscientos granos. Kiowa le
pasó una gran bala .53 y una torunda engrasada del
bolsillo de su camisa. Glass envolvió la bala en la
torunda y la embocó en el arma. Sacó la baqueta y
acomodó la bala en su lugar con firmeza. Vertió
pólvora en la batea y jaló el percutor a toda su
potencia, buscando un blanco.
A menos de cincuenta metros había una
ardilla acomodada plácidamente en la horquilla de
un álamo. Glass la puso en su mira y jaló el
gatillo. El más breve de los instantes separó la
ignición en la batea y la profunda explosión
primaria en el cañón. El aire se llenó de humo, el
cual ocultó momentáneamente el blanco. Glass
hizo un gesto de dolor ante el duro golpe del
culatazo contra su hombro.
Mientras el humo se desvanecía, Kiowa
avanzó con lentitud hacia el pie del álamo. Se
detuvo para recoger los restos destrozados de la
ardilla, que ahora era poco más que una cola
peluda. Volvió con Glass y lanzó la cola a sus
pies.
—Creo que esa arma no es tan buena para las
ardillas.
Esta vez Glass le devolvió la sonrisa.
—Me la llevo.
Volvieron a la cabaña y Glass eligió el resto
de sus provisiones. Escogió un revólver .53 para
complementar el fusil. Un molde de bala, plomo,
pólvora y pedernales. Una pequeña hacha y un
gran cuchillo para desollar. Un grueso cinturón de
cuero en el que cargar sus armas. Dos camisetas
rojas de algodón para usar bajo su sayo de ante.
Un largo capote de Hudson’s Bay. Un sombrero y
guantes de lana. Unos dos kilos de sal y tres atados
de tabaco. Aguja e hilo. Cordaje. Para cargar su
nueva fortuna, eligió una bolsa de caza de cuero
con flecos y una intrincada decoración de plumas y
cuentas. Notó que todos los navegantes llevaban
pequeñas bolsas en la cintura para la pipa y el
tabaco. También tomó una de esas, pues era útil
para su pedernal y su rapador de metal nuevos.
Cuando Glass terminó, se sintió tan rico como
un rey. Tras seis semanas en las que no tuvo nada
más que las ropas que vestía, Glass se sintió
inmensamente preparado para cualquier batalla
que le esperara. Kiowa calculó la cuenta, que dio
un total de ciento veinticinco dólares. Glass le
escribió una nota a William Ashley.
Estimado señor Ashley:
Dos hombres de nuestra brigada, con quienes me
arreglaré por mi cuenta, me robaron el equipo. El
señor Brazeau me ha extendido un crédito a
nombre de la Compañía Peletera de Rocky
Mountain. Me he tomado la libertad de adquirir los
bienes como un adelanto de mi paga. Planeo
recuperar mis propiedades y le prometo que le
pagaré mi deuda.
Su más obediente servidor,
Hugh Glass
—Enviaré su carta con la factura —dijo Kiowa.
Glass cenó copiosamente esa noche con Kiowa y
cuatro de sus cinco nuevos compañeros. El quinto,
Louis La Vièrge Cattoire aún no había salido de la
tienda de las golfas. Su hermano Dominique
reportó que La Vièrge había alternado episodios
de ebriedad y fornicación desde el momento de su
llegada al Fuerte Brazeau. Excepto cuando la
conversación involucraba directamente a Glass,
los navegantes hablaban sobre todo en francés.
Glass reconocía palabras sueltas y frases por el
tiempo que pasó en Campeche, aunque no las
suficientes para seguir la conversación.
—Asegúrate de que tu hermano esté listo en
la mañana —dijo Langevin—. Necesito que reme.
—Estará listo.
—Y recuerden la tarea principal —dijo
Kiowa—. No se queden con los mandan todo el
invierno. Necesito confirmación de que los arikara
no atacarán a los comerciantes en el río. Si no he
tenido noticias de ustedes para Año Nuevo, no
podré mandar aviso a Saint Louis a tiempo para
que cambien los planes de primavera.
—Conozco mi trabajo —dijo Langevin—. Le
traeré la información que necesita.
—Hablando de información. —Kiowa
cambió de francés a inglés sin detenerse—. A
todos nos gustaría saber qué le pasó exactamente,
monsieur Glass. —Ante esto, incluso el ojo
sombrío de Profesor brilló con interés.
Glass miró a su alrededor en la mesa.
—No hay mucho que contar. —Kiowa tradujo
mientras Glass hablaba, y los navegantes se rieron
cuando escucharon lo que Glass había dicho.
Kiowa también se rio, luego dijo:
—Con todo respeto, mon ami, su cara cuenta
la historia por sí sola, pero nos gustaría escuchar
los detalles.
Preparándose para lo que esperaban que
fuera una historia entretenida, los navegantes
pusieron tabaco fresco en sus largas pipas. Kiowa
sacó una tabaquera de plata decorada del bolsillo
de su camisa y se llevó una pizca a la nariz.
Glass se llevó la mano a la garganta, aún
avergonzado por su voz chillona.
—Una enorme grizzly me atacó en el Grand.
El capitán Henry me dejó con John Fitzgerald y
Jim Bridger para que me enterraran cuando
muriera. En vez de eso me robaron. Me propongo
recuperar lo que me pertenece y conseguir que se
haga justicia.
Glass terminó. Kiowa tradujo. Un largo
silencio siguió, lleno de expectación.
Finalmente, Profesor preguntó con su fuerte
acento:
—¿No nos vas a decir más?
—No se ofenda, monsieur —dijo Toussaint
Charbonneau—, pero usted no es exactamente un
raconteur.
Glass se le quedó viendo, pero no le dio más
detalles.
Kiowa habló.
—Es su asunto si quiere guardarse los
detalles de su pelea con la osa, pero no le
permitiré que se vaya sin que me cuente del Grand.
Muy al principio de su carrera, Kiowa
entendió que su negocio no solo era de productos
sino de información. La gente iba a su
establecimiento comercial por las cosas que podía
comprar, pero también por aquellas de las que
podía enterarse. El fuerte de Kiowa estaba en la
confluencia del Missouri y el río White, así que
conocía bien estos ríos, lo mismo que el Cheyenne
hacia el norte. Había aprendido todo lo posible
sobre el Grand hablando con algunos indios, pero
los detalles seguían siendo escasos.
Kiowa le dijo algo en sioux a su esposa,
quien le trajo un libro gastado que ambos
manejaban como si fuera la Biblia familiar. El
libro tenía un gran título en su portada maltrecha.
Kiowa se ajustó los espejuelos y leyó el título en
voz alta:
—Historia de la expedición…
Glass lo terminó:
—… comandada por los capitanes Lewis y
Clark.
Kiowa levantó la vista emocionado.
—À bon! ¡Nuestro viajero herido es un
hombre de letras!
Glass también estaba emocionado y hasta se
olvidó por un momento del dolor que le provocaba
hablar.
—Editado por Paul Allen. Publicado en
Filadelfia en 1814.
—Entonces ¿también conoce el mapa del
capitán Clark?
Glass asintió. Recordaba bien la expectación
que acompañó la muy ansiada publicación de las
memorias y el mapa. Como los mapas que le
dieron forma a sus sueños infantiles, Glass vio
Historia de la expedición por primera vez en las
oficinas de Rawsthorne e Hijos en Filadelfia.
Kiowa puso el libro sobre su lomo y lo abrió
en el mapa de Clark titulado «Mapa de la ruta de
Lewis y Clark por el oeste de Norteamérica desde
el Misisipi hasta el océano Pacífico». Para
preparar su viaje, Clark había estudiado
intensamente cartografía y sus herramientas. Su
mapa fue la maravilla de su tiempo, superando en
detalle y precisión a cualquier trabajo anterior. El
mapa mostraba claramente los principales
afluentes que alimentaban el Missouri desde Saint
Louis hasta Three Forks, pero el detalle terminaba
cerca del punto de confluencia. Poco se sabía
sobre el curso y la fuente de esas corrientes. Había
unas cuantas excepciones: en 1814, el mapa
incorporó los descubrimientos en la cuenca del
Yellowstone de Drouillard y Colter. Mostraba el
paso de Zebulon Pike por el sur de las Rocallosas.
Kiowa había dibujado el Platte, incluyendo un
estimado a grandes rasgos de sus bifurcaciones al
norte y al sur. Y en el Yellowstone, el fuerte
abandonado de Manuel Lisa estaba marcado en la
boca del Bighorn.
Glass leyó cuidadosamente el documento. Lo
que le interesaba no era el mapa de Clark en sí,
pues lo conocía bien por las largas horas que lo
había visto en Rawsthorne e Hijos y sus más
recientes estudios en Saint Louis. Lo que le
interesaba eran los detalles agregados por Kiowa,
las marcas a lápiz que había hecho después de una
década de conocimiento.
El tema recurrente era el agua, y los nombres
contaban las historias de los lugares. Algunos eran
memoriales de guerra: el arroyo de Guerra, el de
la Lanza, el del Oso en la Guarida. Otros
describían la flora y fauna local: el arroyo
Antelope, el Beaver o Castor, el Pine, el Rosebud.
Algunos describían las características del agua
misma: el arroyo Deep o Profundo, el Rapid, el
Platte, el arroyo Sulphur o de Azufre, el río
Sweetwater. Unos cuantos evocaban algo más
místico: el arroyo de Medicine Lodge, el Castle, el
río Keya Paha.
Kiowa acribilló a Glass con preguntas.
¿Cuántos días caminaron por el Grand antes de
llegar a la bifurcación norte? ¿Dónde
desembocaban los arroyos en el río? ¿Qué puntos
de referencia distinguían el camino? ¿Qué señales
encontraron de castores y otras presas? ¿Cuánta
madera había? ¿Qué tan lejos estaban las colinas
gemelas? ¿Encontraron señales de indios? ¿De qué
tribus? Kiowa usó un lápiz afilado para trazar los
nuevos detalles.
Glass recibió tanto como dio. Aunque el
tosco mapa estaba grabado en su memoria, los
detalles asumían una nueva urgencia mientras
pensaba en cruzar el camino solo. ¿Cuántos
kilómetros había de la aldea mandan al Fuerte
Unión? ¿Cuáles eran los principales afluentes
antes de llegar a la aldea, y cuántos kilómetros
había entre ellos? ¿Cómo era el terreno? ¿Cuándo
se congelaba el Missouri? ¿Dónde podía ahorrar
tiempo atajando por las curvas del río? Glass
copió partes clave del mapa de Clark para tenerlas
de referencia en el futuro. Se enfocó en el terreno
que había entre la aldea mandan y el Fuerte Unión,
y dibujó varios kilómetros tanto del río
Yellowstone como del Missouri antes de llegar al
fuerte.
Los demás se fueron de la mesa, mientras que
Kiowa y Glass siguieron toda la noche bajo la
tenue luz de la lámpara de aceite, que creaba
extrañas sombras en las paredes de madera. La
rara oportunidad de tener una conversación
inteligente despertó su ansia y Kiowa no soltó a su
interlocutor. Se maravilló ante la historia de Glass
sobre su caminata del golfo de México a Saint
Louis. Sacó otro papel e hizo que Glass dibujara
un tosco mapa de las llanuras de Texas y Kansas.
—A un hombre como usted le iría muy bien
en mi puesto. Los viajeros están hambrientos del
tipo de información que usted posee.
Glass negó con la cabeza.
—En serio, mon ami. ¿Por qué no se queda a
pasar el invierno? Lo contrataré. —Kiowa le
habría pagado con gusto solo por la compañía.
Glass negó de nuevo, esta vez con más
firmeza.
—Tengo que atender mis propios asuntos.
—Para un hombre con sus capacidades, es
una aventura un poco boba, ¿no cree? Vagar por
Luisiana en el crudo invierno. Persiga a los que le
traicionaron en la primavera, si aún tiene ganas.
Pareció que el calor de la conversación
anterior se escapaba del cuarto, como si hubieran
abierto una puerta en un helado día de invierno.
Los ojos de Glass brillaron y Kiowa lamentó de
inmediato su comentario.
—No le pedí consejo sobre ese asunto.
—No, monsieur. No lo hizo.
Quedaban apenas dos horas para que saliera
el sol cuando Glass, exhausto, subió las escaleras
hacia la buhardilla por fin. Aun así, la anticipación
del desembarco no le dejó dormir demasiado.
Glass despertó con un popurrí de gritos obscenos,
entre ellos los de un hombre que hablaba en
francés. Glass no entendía sus palabras, pero el
contexto hizo claro el significado general.
Quien hablaba era La Vièrge Cattoire,
molesto luego de que su hermano Dominique lo
sacara con rudeza de las profundidades de un
sueño de borracho. Cansado de los disparates de
su hermano e incapaz de despertarlo con la
probada patada en las costillas, Dominique probó
otra táctica: se orinó en la cara de su hermano. Fue
esa falta de respeto lo que detonó el despotrique
de La Vièrge. Las acciones de Dominique también
enojaron a la india con la que La Vièrge había
pasado la noche. Toleraba muchas formas de
indecencia en su tipi, algunas incluso las
fomentaba. Pero los orines indiscriminados de
Dominique mancharon su mejor manta, y eso la
hizo enojar. Gritó con el penetrante chillido de una
urraca ofendida.
Para cuando Glass salió de la cabaña, los
gritos habían degenerado en una pelea a golpes.
Como un antiguo luchador griego, La Vièrge se
encontraba desnudo frente a su hermano. Tenía la
ventaja del tamaño, pero también el obstáculo de
haber pasado tres días consecutivos bebiendo
profusamente, sin mencionar un despertar bastante
abrupto y desagradable. Su visión aún no se había
aclarado y no tenía equilibrio, aunque estas
desventajas no minaron su disposición para pelear.
Conociendo el estilo de La Vièrge, Dominique se
paró firme, esperando el inevitable ataque. Con un
rugido gutural, La Vièrge bajó la cabeza y se lanzó
hacia el frente.
Puso todo el ímpetu de su ataque en golpear
la cabeza de su hermano. De haberle atinado, bien
podría haberle hundido la nariz a Dominique hasta
el fondo de su cerebro. En realidad, Dominique lo
esquivó haciéndose a un lado con indiferencia.
Al fallar su blanco por completo, el golpe de
La Vièrge lo desequilibró. Dominique lo pateó en
las corvas de las rodillas. La Vièrge cayó boca
arriba, y el golpe le sacó el aire de los pulmones.
Se retorció patéticamente por un momento,
jadeando para respirar. Tan pronto como pudo,
dejó de maldecir y luchó para ponerse de pie.
Dominique lo pateó con fuerza en el plexo solar, y
La Vièrge volvió a buscar oxígeno.
—¡Te dije que estuvieras listo, miserable
cabeza hueca! Nos vamos en media hora. —Para
enfatizar su punto, Dominique pateó a La Vièrge en
la boca, abriéndole los labios superior e inferior.
Tras la pelea, la multitud se dispersó. Glass
caminó hacia el río. El bâtard de Langevin flotaba
en el muelle; la rápida corriente del Missouri
jalaba la cuerda del ancla. Como su nombre
indicaba, el tamaño del bâtard no era frecuente
entre las canoas de carga de los navegantes.
Aunque más pequeño que las grandes canots de
mâitre, el bâtard medía unos considerables diez
metros de largo.
Con la corriente del Missouri para
impulsarlos río abajo, Langevin y Profesor habían
sido capaces de dirigir el bâtard ellos solos con
una carga completa de pieles que habían obtenido
de sus intercambios con los mandan.
Completamente cargado, el bâtard habría
necesitado a diez hombres que remaran para subir
río arriba. El cargamento de Langevin era ligero:
unos cuantos regalos para los mandan y los
arikara. Aun así, con solo cuatro hombres el
avance resultaría arduo.
Toussaint Charbonneau estaba sobre un barril
en el muelle, comiéndose una manzana con
desinterés, mientras Profesor cargaba la canoa
bajo la supervisión de Langevin. Para distribuir el
peso de la carga, pusieron dos largas pértigas en el
suelo de la canoa de proa a popa. En una de ellas,
Profesor puso el cargamento, acomodado con
cuidado en cuatro pequeñas pacas. A veces,
parecía que Profesor no hablaba francés (y a veces
parecía que el escocés no hablaba inglés).
Langevin compensaba la falta de comprensión de
Profesor hablando más fuerte. El volumen no era
de mucha ayuda, aunque la constante gesticulación
de Langevin ofrecía muchas pistas.
El ojo ciego de Profesor contribuía a darle un
aspecto sombrío. Lo perdió en una taberna de
Montreal, cuando un conocido peleador apodado
Joe Ostra casi se lo sacó del cráneo. Profesor se
las había arreglado para devolver el ojo a su
cuenca, pero ya no funcionaba. La órbita, con la
que no parpadeaba ya, estaba fijada
permanentemente en un ángulo torcido, como si
esperara que lo atacaran desde el costado.
Profesor nunca se había decidido a usar un parche.
Los despidieron con poca fiesta. Dominique y
La Vièrge llegaron al muelle, cada uno con un fusil
y una pequeña bolsa con sus pertenencias. La
Vièrge entrecerró los ojos ante el resplandor del
sol de la mañana sobre el río. Tenía su largo
cabello aplastado por el lodo, y la sangre de los
labios partidos manchaba su mentón y el frente de
su camisola. Aun así saltó con energía al lugar del
remero de popa al frente del bâtard, con un brillo
en los ojos que nada tenía que ver con el ángulo
del sol. Dominique tomó la posición del timonero
en la popa. La Vièrge dijo algo y ambos hermanos
se rieron.
Langevin y Profesor se sentaron uno junto al
otro en la ancha mitad de la canoa, cada uno
remando a un lado, con una paca de cargamento
frente ellos y otra detrás. Charbonneau y Glass se
acomodaron
alrededor
del
cargamento,
Charbonneau hacia la proa y Glass hacia la popa.
Los cuatro navegantes tomaron los remos,
orientando la proa en dirección de la veloz
corriente. Hundieron los remos profundamente y el
bâtard avanzó río arriba.
La Vièrge comenzó a cantar mientras remaba,
y los navegantes se le unieron:
Le laboureur aime sa charrue,
Le Chasseur son fusil, son chien;
Le musicien aime sa musique;
Moi, mon canot-c’est mon bien!
La carretilla es el amor del labrador,
El cazador ama a su arma, a su perro;
El músico es amante de la música;
¡A mi canoa yo me aferro!
—Bon voyage, mes amis! —gritó Kiowa—. ¡No
se queden con los mandan!
Glass volteó hacia atrás. Observó por un
momento a Kiowa Brazeau, agitando una mano
desde el muelle de su pequeño fuerte. Luego giró
para ver río arriba y ya no volvió la vista atrás.
Era el 11 de octubre de 1823. Durante más de
un mes se alejó de su presa. Fue una retirada
estratégica, pero igualmente una retirada. A partir
de ese día, Glass decidió no retirarse nunca más.
PARTE II
Dieciséis
29 de noviembre de 1823
Cuatro
remos golpeaban el agua en perfecta
sincronía. Las delgadas palas hendían la
superficie, hundiéndose hasta medio metro, y luego
empujaban con fuerza. El bâtard avanzaba
pesadamente con cada golpe, sacudiéndose por el
pesado flujo de la corriente. Cuando el golpe se
detenía, sacaban las palas del agua. Por un instante
parecía que el río detendría su avance, pero antes
de que pudiera hacerlo por completo, los remos
golpeaban el agua de nuevo.
Una delgada capa de hielo cubría las aguas
tranquilas cuando se embarcaron al alba. Unas
horas después, Glass se reclinó en una banca,
agradecido por el sol del mediodía y disfrutando
la nostálgica y alegre sensación de flotar sobre el
agua.
De hecho, en su primer día fuera del Fuerte
Brazeau, Glass intentó manejar una pala. Pensó
que, después de todo, era un marino entrenado. Los
navegantes se rieron cuando tomó el remo, lo que
reforzó su determinación. Su estupidez fue obvia
de inmediato. Los navegantes remaban al
impresionante ritmo de seis golpes por minuto, tan
exactos como un fino reloj suizo. Glass no habría
podido mantener el ritmo ni aunque su hombro
hubiera estado completamente recuperado. Agitó
el agua durante varios minutos antes de que algo
suave y húmedo lo golpeara en la nuca. Volteó y
vio a Dominique con una sonrisa burlona en su
cara.
—¡Para usted, señor tragapuercos! —«¡Paga
usted, segñor tgagapuegcos!»
Durante el resto del viaje, Glass no manejó
un remo, sino una enorme esponja con la que
sacaba constantemente el agua que se acumulaba al
fondo de la canoa.
Era un trabajo de tiempo completo, pues el
bâtard tenía filtraciones constantemente. La canoa
le recordaba a Glass a una colcha flotante. Los
parches de corteza de abedul estaban unidos con
wattope, una raíz de pino. Las uniones estaban
selladas con brea de pino, que aplicaban sin
descanso conforme las filtraciones aparecían.
Como el abedul era cada vez más difícil de
encontrar, los navegantes se veían forzados a usar
otros materiales para los parches y los tapones. El
cuero sin curtir se había usado en varios puntos,
cosiéndolo y luego embadurnándolo con goma. A
Glass lo maravillaba la fragilidad de la
embarcación. Un golpe fuerte perforaría la carcasa
con facilidad, y una de las tareas principales de La
Vièrge como timonero era evitar los letales
escombros flotantes. Las riadas de la primavera
podían enviar árboles enteros río abajo.
Las deficiencias del bâtard tenían un lado
positivo. Si bien el navío era frágil, también era
ligero, lo que era importante teniendo en cuenta
que luchaban contra la corriente. Glass
comprendió pronto el extraño cariño que los
navegantes le tenían a su embarcación. Era una
especie de matrimonio, una sociedad entre los
hombres que impulsaban el bote y el bote que
impulsaba a los hombres. Cada uno dependía del
otro. Los navegantes pasaban la mitad del tiempo
quejándose con amargura de los diversos defectos
del navío y la otra mitad arreglándolos con
ternura.
Sentían un gran orgullo por la apariencia del
bâtard y lo vestían con gallardas plumas y pintura
brillante. En la alta proa habían pintado la cabeza
de un venado que inclinaba los cuernos hacia el
agua corriente, como si la retara. (En la popa, La
Vièrge había pintado el trasero del animal.)
—Un buen lugar donde atracar a la vista —
dijo La Vièrge desde su punto de observación en la
proa.
Langevin miró río arriba, donde una suave
corriente llegaba con ligereza a una ladera
arenosa; luego echó un vistazo para evaluar la
posición del sol.
—Bien, yo diría que está a una pipa. Allumez.
Tan arraigada estaba la pipa en la cultura de
los navegantes que la usaban para medir la
distancia. Una «pipa» representaba el intervalo
típico entre sus breves pausas para fumar. En un
viaje río abajo, una pipa representaba algo más de
quince kilómetros; en aguas tranquilas, unos ocho,
pero en el duro ascenso del Missouri, tendrían
suerte de hacer tres.
Sus días adoptaron un patrón en seguida.
Desayunaban bajo el resplandor púrpura del alba,
alimentando sus cuerpos con sobras de presas y
masa frita, alejando el frío de la mañana con tazas
metálicas llenas de té hirviendo. Estaban en el
agua tan pronto como la luz les permitía ver,
ansiosos por que cada hora del día se tradujera en
movimiento. Avanzaban cinco o seis pipas en un
día. Alrededor del mediodía se detenían lo
suficiente para comer carne seca y un puño de
manzanas deshidratadas, pero no volvían a cocinar
hasta la cena. Llegaban a la orilla cuando se ponía
el sol, tras una docena de horas en el agua.
Generalmente Glass tenía más o menos una hora
para encontrar una presa bajo la luz menguante.
Los hombres esperaban con ansia el único disparo
que señalaba su éxito. Casi nunca volvía al
campamento sin carne.
La Viergè saltó al agua, que les llegaba hasta
las rodillas cerca de la ribera, con cuidado de
evitar que el frágil fondo del bâtard raspara contra
la arena. Chapoteó hasta la orilla y ató la cuerda a
un gran trozo de madera. Después Langevin,
Profesor y Dominique salieron de un salto con los
fusiles en mano, revisando el perímetro de los
árboles. Glass y Profesor cubrieron a los otros
desde la canoa mientras caminaban entre el agua
hasta la orilla; luego los siguieron. El día anterior
Glass había encontrado un campamento
abandonado con los círculos de piedra de diez
tipis. No tenía manera de saber si era la banda de
Lengua de Alce, pero el descubrimiento los dejo
intranquilos.
Los hombres sacaron pipas y tabaco de los
sacs au feu que llevaban en la cintura, pasándose
de mano en mano la llama de un pequeño fuego
que encendió Dominique. Los dos hermanos se
sentaron sobre sus nalgas en la arena. Como
timonel y remero de proa, Dominique y La Vièrge
trabajaban parados; en consecuencia, se sentaban
para fumar. Los demás se quedaban de pie, felices
de tener la oportunidad de estirar las piernas.
El frío se posaba sobre las heridas de Glass
como si fuera una tormenta ascendiendo el valle de
una montaña. Se despertaba cada mañana tieso y
adolorido y las largas horas que pasaba en el
estrecho espacio del bâtard empeoraban su estado.
Glass sacó todo el provecho del descanso,
caminando de un lado a otro por la arena para
favorecer la circulación en sus adoloridas
extremidades.
Observó a sus compañeros de viaje mientras
caminaba de regreso hacia ellos. Los navegantes
llevaban ropas increíblemente parecidas; Glass
pensó que era casi como si a todos les hubieran
dado un uniforme. Usaban gorros rojos de lana
cuyos extremos podían bajar para cubrirse las
orejas y con una borla que colgaba desde la parte
de arriba. (La Vièrge decoró el suyo con una
vistosa pluma de avestruz.) Como camisas usaban
largas camisolas de algodón de color blanco, rojo
o azul marino, fajadas. Cada navegante llevaba una
faja multicolor atada alrededor de la cintura, cuyas
orillas les colgaban sobre una pierna o la otra.
Sobre la faja tenían el sac au fleu, donde sus pipas
y otros cuantos básicos estaban a la mano. Usaban
calzas de ante lo suficientemente flexibles para
permitir que doblaran las piernas con comodidad
en la canoa. En cada rodilla llevaban atado un
paliacate, que agregaba otro toque de dandy a su
atuendo. Calzaban mocasines sin calcetines.
Con excepción de Charbonneau, quien era tan
sombrío como la lluvia de enero, los navegantes
recibían cada momento de vigilia con un
optimismo infalible e inquebrantable. Se reían a la
más mínima oportunidad. Mostraban poca
tolerancia por el silencio y llenaban el día con
incesantes y apasionadas discusiones sobre
mujeres, agua e indios salvajes. Se lanzaban
insultos todo el tiempo de un lado a otro. De
hecho, dejar pasar una oportunidad para hacer un
buen chiste era visto como una falla en el carácter,
una muestra de debilidad. Glass deseaba poder
entender más francés, al menos por el valor de
entretenimiento que le ofrecería seguir el
chachareo que los mantenía a todos tan alegres.
En los escasos momentos en que la
conversación decaía, alguien se soltaba con una
canción entusiasta, una señal instantánea para que
los otros se le unieran. Lo que les faltaba de
talento musical lo compensaban con un entusiasmo
desenfrenado. A grandes rasgos, pensó Glass, era
una agradable forma de vivir.
Durante el descanso, Langevin interrumpió su
breve reposo con un inusual momento de seriedad.
—Tenemos que comenzar a montar guardia
por la noche —dijo—. Dos hombres cada noche,
medios turnos.
Charbonneau soltó una gran nube de humo de
sus pulmones.
—Te lo dije en el Fuerte Brazeau… Lo
traduciré: Yo no hago guardias.
—Pues yo no voy a hacer una guardia extra
para que él pueda dormir —declaró La Vièrge con
rontundidad.
—Yo tampoco —dijo Dominique.
Incluso Profesor parecía consternado.
Todos miraron a Langevin con expectación,
pero él se negó a permitir que una discusión
interrumpiera su disfrute de la pipa. Cuando
terminó, simplemente se puso de pie y dijo:
—Allons-y. Estamos desperdiciando la luz de
día.
Cinco días después llegaron a la confluencia del
río con un pequeño arroyo. Las aguas cristalinas
del riachuelo perdían su tono rápidamente al
mezclarse con la corriente lodosa del Missouri.
Langevin observó el arroyo, preguntándose qué
hacer.
—Acampemos, Langevin —dijo Charbonneau
—. Estoy harto de beber lodo.
—Odio estar de acuerdo con él —dijo La
Vièrge—, pero Charbonneau tiene razón. Estoy
harto de tanta agua mala.
A Langevin también le atraía la idea de beber
agua clara. Lo que le molestaba era la ubicación
del arroyo, en la ribera oeste del Missouri.
Suponía que la banda de Lengua de Alce estaba al
oeste del río. Desde que Glass encontró los restos
del reciente campamento indio, la comisión se
apegó escrupulosamente a la ribera este,
especialmente cuando decidían detenerse para
pasar la noche. Langevin miró al oeste, donde el
horizonte se tragaba el último tajo de sol. Miró al
este, pero no había donde atracar antes de la
siguiente curva del río.
—De acuerdo. No tenemos elección.
Remaron hacia la ribera. Profesor y La
Vièrge descargaron los paquetes, los navegantes
cargaron la canoa vacía hasta la orilla. Ahí la
voltearon sobre su costado, creando un tosco
refugio que se abría hacia el río.
Glass
chapoteó
hasta
la
orilla,
inspeccionando el terreno con nerviosismo. El
banco de arena se extendía unos cien metros río
abajo hasta un muelle natural de piedras apiladas
cubierto de sauces y matorrales. Trozos de madera
y otros escombros quedaban atrapados detrás del
muelle, obstruyendo el río y forzándolo a alejarse
de la suave ribera. Más allá del banco de arena,
otros sauces conducían a una alameda, más
escasas conforme remaban hacia el norte.
—Tengo hambre —dijo Charbonneau—.
Consíganos una buena cena, señor cazador.
—«Congsíg-anos una buena cena, segñor
cagzadour.»
—No habrá caza esta noche —dijo Glass.
Charbonneau comenzó a objetar, pero Glass lo
interrumpió—. Tenemos mucha carne seca. Puedes
pasar una noche sin carne fresca, Charbonneau.
—Tiene razón —confirmó Langevin.
Así que comieron carne seca con masa frita,
cocinada en una sartén de hierro a fuego bajo. El
calor les hizo acercarse. El viento glacial había
disminuido al caer el sol, pero su aliento aún era
visible. El cielo despejado significaba que
tendrían una noche fría y, por la mañana, dura
escarcha.
Langevin, Dominique y La Vièrge
encendieron las pipas de arcilla y se reclinaron
para disfrutarlas. Glass no había fumado desde el
ataque de la grizzly; la sensación abrasadora
lastimaba su garganta. Profesor rascó masa de la
sartén. Charbonneau se alejó del campamento
media hora antes.
Dominique cantaba en voz baja para sí
mismo, como si soñara despierto:
Tomé a ese hermoso pimpollo,
Tomé a ese hermoso pimpollo,
Lo tomé pétalo a pétalo,
Llené mi delantal de su aroma…
—Es bueno que puedas cantar sobre eso, hermano
—remarcó La Vièrge—. Apuesto a que no has
tomado a ningún pimpollo en un año. A ti deberían
decirte la Virgen.
—Mejor tener sed que beber de todos los
charcos de lodo en el Missouri.
—Pero qué hombre tan selectivo. Tan
discriminatorio.
—No veo necesitad de disculparme por tener
estándares. A diferencia de ti, por ejemplo, me
siento muy atraído hacia las mujeres con dientes.
—No les pido que mastiquen mi comida.
—Te acostarías con un cerdo si usara una
falda de colores.
—Supongo que eso te convierte en el orgullo
de la familia Cattoire. Estoy seguro de que mamá
estaría muy orgullosa de saber que solo te acuestas
con las golfas elegantes de Saint Louis.
—Mamá no. Papá… quizá. —Ambos se
rieron estruendosamente, luego se persignaron con
solemnidad.
—Bajen la voz —siseó Langevin—. Ya saben
cómo se propaga el sonido por el río.
—¿Por qué estás tan molesto esta noche,
Langevin? —preguntó La Vièrge—. Ya es
suficientemente malo soportar a Charbonneau. Me
he divertido más en funerales.
—Tendremos un funeral si siguen gritando.
La Vièrge se negó a permitir que Langevin
arruinara una buena conversación.
—¿Sabes que la india de Fuerte Iowa tenía
tres pezones?
—¿Qué tienen de bueno tres pezones? —
preguntó Dominique.
—Tu problema es que no tienes imaginación.
—Imaginación, ¿eh? Si tuvieras un poco
menos de imaginación quizá no te dolería tanto al
orinar.
La Vièrge buscó una respuesta, pero a decir
verdad, se había cansado de la conversación con
su hermano. Langevin claramente no estaba con
ánimos de hablar. Charbonneau estaba en el
bosque. Miró a Profesor, a quien nunca había visto
tener una conversación con nadie.
Finalmente La Vièrge miró a Glass. De pronto
se le ocurrió que en realidad no habían hablado
con él desde que salieron del Fuerte Kiowa.
Habían intercambiado algunas palabras, la
mayoría relativas al éxito de Glass para poner
carne fresca en su olla, pero no una conversación
de verdad y definitivamente ninguna de las
discusiones sin rumbo en las que le gustaba
meterse.
De pronto La Vièrge se sintió culpable por su
falta de tacto social. Sabía poco sobre Glass más
allá del hecho de que casi había muerto en las
garras de una osa. Y lo que era más importante,
pensó La Vièrge, Glass sabía poco sobre él y sin
duda querría saber más. Además, era una buena
oportunidad para practicar su inglés, un idioma
para el que se consideraba a sí mismo un hablante
dotado.
—Oye, Tragapuercos. —Cuando Glass
levantó la mirada, le preguntó—. ¿De dónde
vienes?
La pregunta, y el repentino uso del inglés,
tomó a Glass por sorpresa. Se aclaró la garganta.
—Filadelfia.
La Vièrge asintió con la cabeza, esperando
una pregunta recíproca de Glass. No hubo tal.
Finalmente La Vièrge dijo:
—Mi hermano y yo somos de Contrecoeur.
Glass asintió, pero no dijo nada. Claramente,
decidió La Vièrge, tendría que persuadir a ese
americano.
—¿Sabes cómo nos convertimos todos en
navegantes? —«¿Sabegs cómo nogs convegtimos
todogs en navegantegs?»
Glass negó con la cabeza. Dominique puso
los ojos en blanco, reconociendo el preludio para
una de las cansadas historias de su hermano.
—Contrecoeur está en el gran río Saint
Lawrence. Hubo un tiempo, hace cientos de años,
en que todos los hombres en nuestra aldea eran
granjeros pobres. Trabajaban todo el día en los
campos, pero la tierra era mala, el clima
demasiado frío… Nunca tenían una buena siembra.
»Un día una hermosa doncella llamada
Isabelle estaba trabajando en un campo junto al
río. De pronto del agua salió un semental grande y
fuerte, negro azabache. Se paró en el río,
contemplando a la chica. Y ella tuvo mucho miedo.
El semental comprendió que ella estaba por salir
corriendo, así que pateó el agua y una trucha salió
volando hacia la chica. Cayó a sus pies… —La
Vièrge no podía encontrar la palabra en inglés que
quería, así que hizo un movimiento de chapoteo
con las manos.
»Isabelle vio este petit cadeau, y se puso
muy contenta. Lo levantó y se lo llevó a su familia
para cenar. Le contó a su papá y a sus hermanos
sobre el caballo, pero ellos creyeron que estaba
bromeando. Se rieron y le dijeron que consiguiera
más pescado con su nuevo amigo.
»Isabelle volvió al campo y cada día veía al
semental negro de nuevo. Cada día él se acercaba
un poco más y cada día le daba un regalo. Un día
una manzana, un día flores. Cada día ella le
contaba a su familia sobre el caballo que venía del
río. Y cada día ellos se reían de su historia.
»Finalmente llegó un día en que el semental
avanzó hasta llegar a Isabelle. Ella se trepó a su
lomo, y el semental corrió hacia el río.
Desaparecieron en la corriente… y nunca
volvieron a verlos.
El fuego lanzaba sombras bailarinas detrás de
La Vièrge mientras hablaba. Y el correr del agua
era como una siseante confirmación de su historia.
—Esa noche, como Isabelle no llegaba a
casa, su padre y hermanos fueron a buscarla a los
campos. Encontraron las huellas de Isabelle y las
del semental. Comprendieron que Isabelle había
montado el caballo, y que el caballo corrió al río.
Buscaron río arriba y abajo, pero no lograron
encontrar a la chica.
»Al día siguiente, todos los hombres de la
aldea tomaron sus canoas y se unieron a la
búsqueda. E hicieron un juramento: abandonarían
sus granjas y se quedarían en el río hasta encontrar
a la pobre Isabelle. Pero nunca la encontraron. Y
como ve, monsieur Glass, desde ese día somos
navegantes. Aun hoy seguimos en la búsqueda de
la pobre Isabelle.
—¿Dónde está Charbonneau? —preguntó
Langevin.
—¡Dónde está Charbonneau! —replicó La
Vièrge—. ¿Les cuento la historia de una doncella
perdida y tú estás pensando en un viejo perdido?
Langevin no dijo nada.
—Está malade comme un chien —dijo La
Vièrge con una sonrisa—. Le gritaré para
asegurarme de que está bien. —Ahuecó las manos
alrededor de la boca y gritó hacia los sauces—.
No te preocupes, Charbonneau, ¡enviaremos a
Profesor para que te ayude a limpiarte la cola!
Touissaint Charbonneau estaba en cuclillas,
apuntado discretamente con el trasero desnudo
hacia un arbusto. Había estado en esa posición por
un tiempo. De hecho, lo suficiente como para
desarrollar un calambre en el muslo. No estaba
bien desde el Fuerte Brazeau. Sin duda se había
intoxicado con la comida de porquería de Kiowa.
Podía escuchar a La Vièrge burlándose de él desde
el campamento. Comenzaba a odiar a ese bastardo.
Una ramilla se quebró.
Charbonneau se irguió de golpe, estirando
una mano para tomar su revólver y sosteniendo con
la otra sus calzas de piel de venado. Ninguna logró
cumplir su cometido. El revólver se deslizó al
suelo oscuro. Los pantalones se le deslizaron hasta
los tobillos. Cuando se agachó de nuevo para
tomar el revólver, se tropezó con los pantalones.
Se despatarró en el suelo, raspándose la rodilla
contra una enorme roca. Gruñó por el dolor
mientras por el rabillo del ojo veía a un gran alce
andar a zancadas sobre los troncos.
—Mèrde! —Charbonneau volvió a su asunto,
haciendo muecas por sentir un nuevo dolor agudo
en la pierna.
Para cuando regresó al campamento, el
resentimiento normal de Charbonneau se había
incrementado. Observó a Profesor, quien estaba
reclinado contra un gran tronco. El enorme escocés
tenía la barbilla manchada de masa.
—Come de una manera asquerosa —dijo
Charbonneau.
La Vièrge levantó la vista de su pipa.
—No sé, Charbonneau. De alguna manera, la
forma en que el fuego ilumina las gachas de su
barbilla me recuerda a la aurora boreal. —
Langevin y Dominique se rieron, lo que irritó más
a Charbonneau. Profesor siguió masticando sin
prestar atención a las burlas a sus expensas.
Charbonneau habló de nuevo en francés:
—Hey, escocés idiota y bastardo, ¿entiendes
una palabra de lo que digo? —Profesor continuó
masticando la masa, tan plácidamente como una
vaca rumiando.
Charbonneau sonrió ligeramente. Apreciaba
tener una oportunidad para hacer tal malicia sin
disimulo.
—¿Qué le pasó a su ojo?
Nadie aprovechó la oportunidad de hablar
con Charbonneau. Finalmente Langevin dijo:
—Se lo sacaron en una pelea de cantina en
Montreal.
—Se ve de la mierda. Me pone nervioso
tener esa cosa observándome todo el día.
—Un ojo ciego no puede observarte —dijo
La Vièrge. Profesor le había llegado a caer bien, o
al menos apreciaba la habilidad del escocés con el
remo. Cualquiera que fuera su opinión sobre
Profesor, estaba completamente seguro de que no
le caía bien Charbonneau. Las quejas del anciano
eran constantes desde la primera curva del río.
—Pues definitivamente parece que observa
algo —insistió Charbonneau—. Siempre parece
que está echando un vistazo por la orilla. Tampoco
parpadea nunca. No entiendo cómo esa jodida
cosa no se seca.
—Y qué si no puede ver… No es que tú seas
la gran cosa para ser vista, Charbonneau —dijo La
Vièrge.
—Al menos podría ponerse un parche
encima. Me siento tentado a pegarle uno yo mismo.
—¿Por qué no lo haces? Sería bueno que
tuvieras algo que hacer.
—¡No soy tu jodido engagé! —siseó
Charbonneau—. ¡Te alegrará tenerme cerca cuando
los arikara vengan a buscar el cuero de tu cabeza
pulgosa! —La baba del traductor se había
convertido en una sustancia espumosa que se le
quedaba en las comisuras de la boca mientras
hablaba—. Yo estaba recorriendo caminos a toda
velocidad con Lewis y Clark cuando tú aún
ensuciabas tus calzones.
—¡Por Dios, viejo! Si escucho una más de tus
malditas historias de Lewis y Clark, te juro que me
doy un tiro en la cabeza, o mejor aún, ¡en la tuya!
Todos me lo agradecerían.
—Ça suffit! — intervino Langevin finalmente
—. ¡Es suficiente! ¡Yo mismo los mataría para
acabar con este sufrimiento si no los necesitara!
Charbonneau hizo una mueca triunfante.
—Pero escucha, Charbonneau —dijo
Langevin—. Ninguno de nosotros es superior.
Somos muy pocos. Tomarás tu turno con el trabajo
sucio como los demás. Y puedes empezar con la
segunda guardia esta noche.
Fue el turno de La Vièrge de hacer una mueca
de satisfacción. Charbonneau se alejó del fuego
lentamente, mascullando algo sobre la bitterroot
mientras tendía su lona de dormir bajo el bâtard.
—¿Quién dice que a él le toca el bâtard esta
noche? —se quejó La Vièrge.
Langevin comenzó a decir algo, pero
Dominique fue directo al punto.
—Olvídalo.
Diecisiete
5 de diciembre de 1823
Profesor despertó a la mañana siguiente con dos
sensaciones urgentes: tenía frío y necesitaba
orinar. Su gruesa manta de lana no le cubría los
tobillos, ni siquiera cuando se hacía un ovillo con
su largo cuerpo y se recostaba de lado. Levantó la
cabeza para ver con su ojo bueno y descubrió que
se había formado escarcha en la manta por la
noche.
La primera señal de un nuevo día brillaba
tenuemente al este en el horizonte, pero una
brillante media luna aún dominaba el cielo. Todos
los hombres, menos Charbonneau, dormían
alrededor de las últimas brasas del fuego.
Profesor se levantó lentamente, con las
piernas tiesas por el frío. Al menos ya no soplaba
el viento. Arrojó un madero al fuego y caminó
hacia los sauces. Había dado una docena de pasos
cuando casi se tropezó con un cuerpo. Era
Charbonneau.
Lo primero que pensó Profesor fue que
Charbonneau estaba muerto y que había sido
asesinado durante la guardia. Comenzó a gritar
alarmado cuando Charbonneau se irguió de golpe,
buscando a tientas su fusil, con los ojos muy
abiertos mientras luchaba para orientarse. «Se
quedó dormido en la guardia», pensó Profesor. «A
Langevin no le gustará.» La apremiante necesidad
de Profesor se volvió más urgente, y pasó
corriendo junto a Charbonneau hacia los sauces.
Como muchas de las cosas que encontraba
cada día, lo que pasó después lo confundió.
Percibió una extraña sensación, bajó la mirada y
encontró el asta de una flecha saliendo de su
estómago. Por un momento se preguntó si La
Vièrge le había hecho una broma. Luego apareció
una segunda flecha, luego una tercera. Profesor
contempló con horrorizada fascinación las plumas
de las delgadas astas. De pronto no pudo sentir sus
piernas y se dio cuenta de que se estaba cayendo
hacia atrás. Escuchó cómo su cuerpo hacía pesado
contacto con el suelo congelado. En el breve
instante antes de morir se preguntó: «¿Por qué no
duele?».
Charbonneau se giró al escuchar la caída de
Profesor. El enorme escocés estaba tendido boca
arriba con tres flechas en el pecho. Charbonneau
escuchó un sonido siseante y notó una sensación
abrasadora cuando una flecha le rozó el hombro.
—Mèrde! —Se lanzó instintivamente al suelo
y miró hacia los oscuros sauces buscando al
tirador. Ese movimiento le salvó la vida. A unos
treinta y cinco metros, el fulgor de las armas
irrumpió en la oscura luz previa al alba.
Por un instante, los tiros revelaron las
posiciones de los atacantes. Charbonneau calculó
que eran ocho al menos, más algunos indios con
arcos. Amartilló su fusil, puso la mira en el blanco
más cercano y disparó. Una figura oscura se
desplomó. Más flechas salieron volando desde los
sauces. Se dio la vuelta y corrió hacia el
campamento, a menos de veinte metros de él.
Las maldiciones de Charbonneau despertaron
al campamento. La descarga de los arikara
encendió el caos. Balas de mosquete y flechas
llovieron sobre los hombres medio dormidos
como granizo de hierro. Langevin gritó cuando una
bala rebotó sobre sus costillas. Dominique sintió
que un disparo le desgarraba el músculo de la
pantorrilla. Glass abrió los ojos a tiempo para ver
una flecha enterrándose en la arena, a doce
centímetros de su cara.
Los hombres salieron en desbandada con
torpeza hacia el insignificante refugio de la canoa
encallada mientras dos guerreros arikara salían de
los sauces. Glass y La Vièrge se detuvieron el
tiempo suficiente para apuntarles con sus fusiles.
Dispararon casi al mismo tiempo a una distancia
de no más de unos diez metros. Sin tiempo para
coordinarse o siquiera pensar, apuntaron hacia el
mismo blanco: un alto arikara con un casco de
cuernos de búfalo. Se estrelló contra el suelo
cuando ambos tiros penetraron en su pecho. El otro
corrió a toda velocidad hacia La Vièrge, bajando
la hoja de su hacha de batalla sobre la cabeza del
navegante. La Vièrge levantó su fusil con ambas
manos para bloquear el golpe.
La fuerza con la que el hacha del indio se
estrelló contra el cañón del fusil de La Vièrge los
empujó a ambos al suelo. El arikara logró ponerse
de pie primero. De espaldas a Glass, el indio
levantó el hacha para golpear a La Vièrge de
nuevo. Glass usó ambas manos para golpear al
indio en la nuca con la culata de su fusil. Sintió la
repulsiva sensación de los huesos rompiéndose
cuando la placa de metal de la culata chocó con la
cabeza. Pasmado, el arikara cayó sobre sus
rodillas frente a La Vièrge, quien para ese
momento ya se había puesto de pie. La Vièrge
balanceó su rifle como un garrote y remató al indio
con toda su fuerza en un costado del cráneo. El
guerrero se derrumbó de lado, y Glass y La Vièrge
rodaron detrás de la canoa.
Dominique se estiró lo suficiente para
disparar hacia los sauces. Langevin le pasó a
Glass su rifle, presionando con la otra mano la
herida de bala de su costado.
—Tú dispara, yo recargo.
Glass se levantó para disparar, encontró a su
blanco y le atinó con fría precisión.
—¿La herida es grave? —le preguntó a
Langevin.
—No tanto. Où se trouve Professeur?
—Está muerto junto a los sauces —dijo
Charbonneau como si nada mientras se levantaba
para disparar.
Siguieron descargando las armas desde los
sauces mientras ellos se agazapaban detrás de la
canoa. El sonido de los disparos se mezclaba con
el de las balas y las flechas que se estrellaban
contra la delgada carcasa del bâtard.
—¡Charbonneau, hijo de puta! —gritó La
Vièrge—. Te quedaste dormido, ¿verdad?
Charbonneau lo ignoró, enfocándose en verter
pólvora en la boca de su fusil.
—¡Ahora no importa! —dijo Dominique—.
¡Llevemos la maldita canoa al agua y larguémonos
de aquí!
—¡Escúchenme!
—ordenó
Langevin—.
Charbonneau, La Vièrge, Dominique, los tres
lleven el bote al agua. Primero vuelvan a disparar,
luego recarguen sus rifles y déjenlos ahí. —Señaló
hacia el suelo entre él y Glass—. Glass y yo los
cubriremos con la última ronda de tiros, luego nos
les uniremos. Cúbrannos desde el bote con sus
revólveres.
Glass entendió la mayor parte de lo que
Langevin había dicho por contexto. Miró a los
rostros tensos. Nadie tenía una mejor idea. Tenían
que alejarse de la playa. La Vièrge se asomó sobre
el borde de la canoa para disparar su fusil,
seguido de Dominique y Charbonneau. Glass se
levantó para lanzar otro disparo mientras los otros
recargaban. Al exponerse provocaron más
disparos de los arikara. Las balas seguían
abriendo agujeros en la corteza de abedul, pero los
navegantes lograron, al menos por el momento,
evitar una descarga absoluta.
Dominique lanzó dos remos en el costal con
los fusiles.
—¡Asegúrense de llevarlos!
La Vièrge lanzó su fusil entre Glass y
Langevin y se apretó contra la bancada del bâtard.
—¡Vamos! —Charbonneau se deslizó hacia la
punta de la canoa, Dominique se situó al final.
Langevin gritó:
—¡A las tres! Un, deux… trois!
Levantaron el bâtard sobre sus cabezas con
un solo movimiento y fueron hacia el agua, a
menos de diez metros de distancia. Escucharon
gritos excitados y los disparos se intensificaron de
nuevo. Los guerreros arikara comenzaron a salir
de sus escondites.
Glass y Dominique apuntaron con sus armas.
Sin la canoa, su única protección era aplastarse
contra el suelo. Estaban a solo unos cuarenta y
cinco metros de los sauces. Glass pudo ver
claramente el rostro juvenil de un arikara, que
entrecerraba los ojos mientras preparaba un arco
corto. Glass disparó y el chico trastabilló hacia
atrás. Se estiró para tomar el fusil de Dominique.
El arma de Langevin disparó junto a él mientras
Glass jalaba el percutor del de Dominique a toda
potencia. Glass encontró otro blanco y presionó el
gatillo. Se produjo una chispa en el cuenco, pero
la carga principal no se encendió.
—¡Maldita sea!
Langevin se estiró para tomar el fusil de
Charbonneau mientras Glass rellenaba la batea del
de Dominique. Langevin comenzó a disparar, pero
Glass le puso la mano en el hombro.
—¡Guarda un tiro!
Alzaron los rifles y los remos y corrieron
hacia el río.
Frente a ellos, los tres hombres cubrieron la
breve distancia hacia el río desde el bâtard. En su
rápida huida, prácticamente lanzaron la canoa al
agua. Charbonneau entró de golpe al agua tras ella
y trepó torpemente.
—¡La estás ladeando! —gritó La Vièrge. El
peso de Charbonneau en la orilla de la
embarcación la meció salvajemente, pero se
mantuvo hacia arriba. Volteó las piernas en el
borde y se aplastó en el piso, donde ya se estaba
acumulando el agua que se filtraba por los
agujeros de bala. El impulso de Charbonneau
empujó el bâtard lejos de la orilla. La corriente
atrapó la popa e hizo que el bote girara,
lanzándolo lejos de la playa. La larga cuerda lo
siguió como una serpiente. Los hermanos vieron
los ojos de Charbonneau, observando desde la
borda. Mini géiseres provocados por las balas
hacían erupción en el agua que los rodeaba.
—¡Tomen la cuerda! —gritó Dominique. Los
hermanos se lanzaron hacia la orilla, desesperados
por evitar que la canoa se alejara. La Vièrge
atrapó la cuerda con ambas manos, luchando para
recobrar el equilibrio en el agua, que le llegaba
hasta los muslos. Dominique luchó con fuerza
contra el agua, siguiendo el bâtard que se alejaba.
Comenzaba a nadar tras él cuando notó un gesto de
sorpresa en el rostro de La Vièrge.
—Dominique… —tartamudeó La Vièrge—.
Creo que estoy herido.
Dominique nadó torpemente hasta llegar al
lado de su hermano. La sangre salía de un agujero
en la parte alta de su espalda y corría por el río.
Glass y Langevin llegaron al río en el mismo
momento en que la bala alcanzaba a La Vièrge.
Observaron horrorizados cómo retrocedía ante el
impacto del tiro, soltando la cuerda. Por un
momento pensaron que Dominique podría tomar la
soga, pero la ignoró y fue hacia su hermano.
—¡Ve por el bote! —ladró Langevin.
Dominique no le hizo caso. Frustrado, Langevin
gritó—: ¡Charbonneau!
—¡No
lo
puedo
detener!
—gritó
Charbonneau. En un instante el bote estaba a
quince metros de distancia de la orilla. Sin remo,
era cierto que Charbonneau no podría hacer nada
para detener el bote. También era cierto que no
tenía intención de intentarlo.
Glass volteó hacia Langevin, quien
comenzaba a decir algo cuando una bala de
mosquete se enterró en la parte de atrás de su
cabeza. Estaba muerto antes de que su cuerpo
chocara contra el agua. Glass volvió la mirada
hacia los sauces. Al menos una docena de arikara
salía hacia la orilla del río. Sosteniendo un fusil en
cada mano, Glass se lanzó hacia Dominique y La
Vièrge. Tenían que nadar.
Dominique
sostenía
a
La
Vièrge,
esforzándose por mantener la cabeza de su
hermano fuera del agua. Mirando a La Vièrge,
Glass no podía saber con certeza si estaba vivo o
muerto. Turbado y casi histérico, Dominique gritó
algo incomprensible en francés.
—¡Nada hacia el bote! —gritó Glass. Tomó a
Dominique por el cuello de la camisa y lo jaló al
agua, soltando uno de los fusiles en el proceso. La
corriente atrapó a los tres hombres y los arrastró
río abajo. Las balas seguían lloviendo sobre el
agua; Glass miró atrás y vio a los arikara
alineados en la orilla.
Glass luchó para mantener una mano fija en
La Vièrge y sostener con la otra el rifle que le
quedaba, mientras pataleaba frenéticamente para
mantenerse a flote. Dominique también movía las
piernas, y se las arreglaron para pasar el muelle.
El rostro de La Vièrge seguía emergiendo y
hundiéndose en el agua. Ambos se esforzaban por
mantener al herido a flote. Dominique intentó
gritar algo, pero su voz se perdió cuando su propio
rostro se hundió en un rápido. El mismo rápido
casi hizo que Glass perdiera el agarre de su rifle.
Dominique comenzó a patalear hacia la orilla.
—¡Aún no! —imploró Glass—. ¡Más
adelante!
Dominique lo ignoró. Rozó con los pies el
fondo del agua, que le llegaba hasta el pecho, y
avanzó con torpeza hacia la parte menos profunda.
Glass miró tras él. Las rocas del muelle creaban
una barrera considerable en la tierra. La orilla
debajo del muelle consistía en una alta ladera. Aun
así, a los arikara no les tomaría más que unos
minutos rodear el muelle.
—¡Estamos demasiado cerca! —gritó Glass.
Dominique lo ignoró de nuevo. Glass pensó en
seguir nadando solo, pero en vez de eso ayudó a
Dominique a arrastrar a La Vièrge a la orilla. Lo
tendieron boca arriba, apoyándolo en la escarpada
curva de la ladera. Entreabrió los ojos, pero a
continuación comenzó a toser sangre. Glass lo hizo
rodar de costado para examinar la herida.
La bala había penetrado la espalda de La
Vièrge debajo del omóplato izquierdo. Glass no
veía manera de que no hubiera impactado su
corazón. Dominique llegó a la misma conclusión
en silencio. Glass revisó el rifle. Por el momento,
la pólvora mojada lo hacía inútil. Miró su
cinturón. El hacha aún colgaba en su sitio, pero su
revólver había desaparecido. Glass miró a
Dominique. «¿Qué quieres hacer?»
Escucharon un suave sonido y voltearon a ver
a La Vièrge, quien tenía una ligerísima sonrisa en
la comisura de su boca. Comenzó a mover los
labios. Dominique tomó la mano de su hermano y
se acercó para oírle. Susurrando débilmente, La
Viérge estaba cantando:
Tu es mon compagnon de voyage…
Dominique reconoció la canción de
inmediato, aunque nunca le había parecido tan
absolutamente desesperanzada. Los ojos se le
llenaron de lágrimas y cantó con una voz suave:
Tu es mon compagnon de voyage
]e veux mourir dans mon canot.
Sur le tombeau, près du rivage,
Vous renverserez mon canot.
Tú eres mi compañero de viaje
Moriré felizmente en mi canoa.
Y sobre la tumba junto a la orilla
Tú voltearás mi canoa.
Glass miró hacia el muelle. A setenta metros río
arriba, dos arikara aparecieron en las rocas.
Apuntaron con sus armas y comenzaron a gritar.
Glass puso la mano sobre el hombro de
Dominique. Comenzó a decir: «Ya vienen», pero
el estallido de dos rifles lo dijo por él. Las balas
impactaron en la ladera.
—Dominique… No podemos quedarnos aquí.
—No lo dejaré —respondió Dominique con
su fuerte acento.
—Entonces todos tenemos que volver al río.
—No. —Dominique negó enfáticamente con
la cabeza—. No podemos nadar con él.
Glass echó otro vistazo hacia el muelle. Los
arikara ya eran una multitud. «¡No hay tiempo!»
—Dominique. —El tono de Glass era
apremiante—. Si nos quedamos, todos moriremos.
—Más armas retumbaron.
Por un terrible momento, Dominique no
respondió mientras acariciaba suavemente la
pálida mejilla de su hermano. La Vièrge miraba
pacíficamente hacia el frente; una tenue luz
brillaba en sus ojos. Finalmente Dominique volteó
hacia Glass:
—No lo dejaré.
Más estruendo de armas.
Glass combatió un conflicto de instintos.
Necesitaba tiempo, tiempo para pensar en sus
acciones, tiempo para justificarlas…, pero no lo
tenía. Con el rifle en mano, se lanzó al río.
Dominique escuchó un silbido y sintió que
una bala se enterraba en su hombro. Pensó en las
horribles historias que había escuchado sobre las
mutilaciones de los indios. Miró a La Vièrge.
—No permitiré que nos escalpen. —Tomó a
su hermano en sus brazos y lo arrastró al río. Otra
bala impactó contra su espalda—. No te
preocupes, hermanito —susurró, recostándose en
los acogedores brazos de la corriente—. A partir
de ahora solo nos dejaremos llevar.
Dieciocho
6 de diciembre de 1823
Glass
se acuclilló desnudo junto al pequeño
fuego, tan cerca de las llamas como le fue posible
soportar. Ahuecaba las manos para atrapar el
calor. Las mantenía cerca, esperando hasta el
último instante antes de estar seguro de que su piel
se ulceraría; luego presionaba la piel caliente
contra sus hombros o sus muslos. El calor se
transmitía durante un momento, pero no lograba
penetrar hasta el frío que se introducía en él poco
a poco junto a las heladas aguas del Missouri.
Sus ropas colgaban sobre toscas rejillas en
tres de los lados del fuego. Las pieles de ante
seguían empapadas, aunque notó con alivio que su
camisa de algodón estaba casi seca.
Flotó durante casi kilómetro y medio río
abajo antes de trepar por el grupo de matorrales
más denso que pudo encontrar. Se metió en medio
de una zarza en un camino abierto por conejos,
esperando que ningún animal más grande lo
siguiera. Entre la maraña de sauces y ramas, se
encontró de nuevo haciendo un inventario de sus
heridas y sus posesiones.
En comparación con el pasado reciente,
Glass sintió un alivio considerable. Tenía algunas
heridas y quemaduras tras la pelea en la ladera y
la huida río abajo. Incluso descubrió una herida en
su brazo, donde aparentemente lo había rozado una
bala. Sus viejas heridas le dolían con el frío, pero
fuera de eso no parecían haber empeorado. Salvo
por la posibilidad de que se congelara hasta morir,
que parecía muy real, se las había arreglado para
sobrevivir al ataque arikara. Por un instante vio de
nuevo la imagen de Dominique y La Vièrge,
agazapados en la ladera. Sacó el pensamiento de
su mente
En cuanto a sus pertenencias, la pérdida más
significativa era su revólver. Su fusil estaba
empapado pero funcionaba. Tenía su cuchillo y su
bolsa de caza con el pedernal y el raspador de
metal. Tenía el hacha, la cual usó para obtener
virutas para una pequeña hoguera. Esperaba que su
pólvora estuviera seca. Destapó el cuerno y vertió
una pizca en el suelo. Puso una llama encima y la
pólvora ardió con olor a huevos podridos.
Había perdido la alforja con la camisa de
repuesto, la manta y los guantes. La alforja también
contenía el mapa dibujado a mano que señalaba
cuidadosamente
los
afluentes
y
las
particularidades del norte del Missouri. Poco
importaba, ya que lo recordaba de memoria. En
términos relativos se sentía bien equipado.
Aunque aún estaba húmeda, decidió ponerse
su camisa de algodón. Al menos el peso de la tela
lo ayudaba a disminuir el frío de su hombro
adolorido. Glass atendió el fuego por el resto del
día. Le preocupaba el humo que generaba, pero le
preocupaba más morirse de frío. Se ocupó de su
rifle para distraerse del frío, secándolo
completamente y aplicando grasa de un pequeño
contenedor que guardaba en su bolsa de caza. Para
la noche su ropa y su fusil estaban listos.
Consideró avanzar solo por las noches. En
algún lugar cercano acechaban los mismos arikara
que atacaron el campamento. Odiaba quedarse
quieto, incluso si su ubicación estaba bien
disimulada. Pero no había luna que alumbrara un
camino por la agreste ribera del Missouri. No
tenía más opción que esperar a la mañana.
Mientras la luz del día desaparecía, Glass
tomó la ropa de la rejilla de sauce y se vistió.
Luego cavó un pequeño pozo cuadrado y
superficial junto al fuego. Usó dos ramas para
sacar las brasas al rojo vivo del círculo que
rodeaba las llamas, las acomodó en el pozo y
luego las cubrió con una delgada capa de tierra.
Agregó tanta madera al fuego como se atrevió,
luego se acostó sobre las piedras hirviendo. Entre
el ante casi seco, las piedras, el fuego y el
profundo cansancio, alcanzó un mínimo umbral de
calor que le permitió a su cuerpo dormir.
Durante dos días Glass trepó hacia el norte del
Missouri. Por un rato luchó con la pregunta de si
había heredado la responsabilidad de la misión de
Langevin con los arikara. Finalmente decidió que
no. El compromiso de Glass con Brazeau había
sido proveer de carne a la comisión, una tarea que
había cumplido obedientemente. No tenía idea de
si la banda de Lengua de Alce representaba las
intenciones de los demás arikara. Poco importaba.
La emboscada enfatizaba la vulnerabilidad de
avanzar río arriba en bote. Incluso si recibía
garantías de alguna facción de los arikara, no tenía
intención de volver al Fuerte Brazeau. Sus asuntos
personales eran más apremiantes.
Glass supuso, correctamente, que la aldea
mandan estaba cerca. Aunque los mandan eran
conocidos por ser pacíficos, le preocupaban las
consecuencias de su nueva alianza con los arikara.
«¿Los arikara estarían presentes en la aldea
mandan? ¿Cómo habrían contado el ataque a los
navegantes?» Glass no veía razón para
averiguarlo. Sabía que un pequeño establecimiento
comercial llamado Fuerte Talbot se ubicaba a
dieciséis kilómetros río arriba por el Missouri
desde la aldea mandan. Decidió rodear por
completo a los mandan y dirigirse en cambio al
Fuerte Talbot. Los pocos suministros que
necesitaba, una manta y un par de guantes, los
podría encontrar en el fuerte.
En la tarde del segundo día después del
ataque, Glass decidió que ya no podía evitar el
riesgo de cazar. Estaba famélico, y además una
piel le daría algo que intercambiar. Encontró
huellas frescas de un alce cerca del río y las siguió
por una alameda hacia un amplio claro,
flanqueando el río durante menos de un kilómetro.
Un pequeño arroyo dividía en dos el claro. Glass
descubrió a un enorme macho junto a dos hembras
y tres terneros gordos pastando cerca del arroyo.
Avanzó lentamente por el claro. Casi estaba a una
buena distancia cuando algo asustó al alce. Los
seis voltearon en dirección a Glass, quien
comenzó a disparar cuando se dio cuenta de que
los alces no lo estaban mirando a él, sino a algo
que estaba detrás de él.
Glass miró sobre su hombro y vio a tres
indios montados que salían de los álamos, a menos
de medio kilómetro. Incluso a esa distancia, podía
ver el peinado de picos que usaban los guerreros
arikara. Veía que los indios lo señalaban mientras
pateaban los costados de sus caballos y galopaban
hacia él. Miró desesperadamente a su alrededor
buscando algún refugio. Los árboles más cercanos
estaban a más de doscientos metros frente a él.
Nunca lograría atravesar el terreno a tiempo.
Tampoco podía llegar al río. No tenía salida.
Podía quedarse ahí y disparar, pero incluso si
atinaba a su blanco, nunca podría recargar a
tiempo para dispararles a los tres jinetes,
probablemente ni siquiera a dos. Desesperado,
corrió hacia los árboles distantes, ignorando el
dolor que subía por su pierna.
Apenas había cubierto unos veinticinco
metros cuando se detuvo aterrado: otro indio
montado salió del cobijo de los álamos que tenía
frente a él. Miró hacia atrás. A todo galope, los
arikara habían cubierto la mitad de la distancia
que los separaba de Glass. Miró otra vez hacia el
nuevo jinete, que ahora le apuntaba con el cañón
de su arma. El nuevo jinete disparó. Glass hizo una
mueca de dolor anticipándose al golpe de la bala,
pero esta pasó sobre su cabeza. Se dio la vuelta
hacia los arikara. ¡Uno de sus caballos había
caído! ¡El indio no le había disparado a él, sino a
los otros tres! Ahora el tirador galopaba hacia él y
Glass se dio cuenta de que era un mandan.
Glass no tenía idea de por qué, pero el
mandan parecía acudir en su ayuda. Glass se dio la
vuelta para enfrentar a sus atacantes. Los dos
arikara que quedaban se habían acercado y estaban
a unos ciento cuarenta metros. Glass amartilló su
fusil y apuntó. Al principio intentó alinear su mira
sobre uno de los jinetes, pero ambos se
agazapaban detrás de las cabezas de sus caballos.
Movió su mira hacia uno de los caballos,
eligiendo el espacio cóncavo justo debajo del
cuello.
Apretó el gatillo y el fusil escupió su tiro. El
caballo chilló y sus patas delanteras parecieron
doblarse. Levantó polvo mientras se detenía de
golpe, haciendo que su jinete saliera volando
sobre la cabeza del animal muerto.
Glass escuchó el golpe de los cascos y
levantó la vista hacia el mandan, quien le hizo una
señal para que subiera al caballo. Glass trepó de
un salto, mirando atrás para ver al jinete arikara
restante refrenar a su caballo y lanzar un tiro que
falló. El mandan pateó a su caballo y corrieron
hacia los árboles. Hizo que el caballo girara
cuando llegaron a los álamos. Ambos desmontaron
para recargar sus rifles.
—Ree —dijo el indio, usando el apodo para
los arikara y señalando en su dirección—. No
buenos.
Glass asintió mientras embutía una nueva
carga.
—Mandan —dio el indio señalándose a sí
mismo—. Bueno. Amigo.
Glass apuntó hacia los arikara, pero el único
jinete que quedaba se había alejado de su alcance.
Los dos indios sin caballos caminaban junto a él a
cada lado. La pérdida de dos caballos les había
quitado las ganas de cazar.
El mandan se llamó a sí mismo MandehPahchu. Seguía al alce cuando se encontró con
Glass y los arikara. Mandeh-Pahchu tenía una
buena idea sobre la procedencia del hombre
blanco con cicatrices. Apenas el día anterior, el
traductor Charbonneau había llegado a la aldea
mandan. Bien conocido por los mandan por el
tiempo que pasó con Lewis y Clark, Charbonneau
contó la historia del ataque arikara a los
navegantes. Mato-Tope, un jefe mandan, se
enfureció con Lengua de Alce y su banda de
renegados. Como el comerciante Kiowa Brazeau,
el jefe Mato-Tope quería el Missouri abierto para
el comercio. Aunque entendía la rabia de Lengua
de Alce, los navegantes no representaban una
amenaza. De hecho, de acuerdo con Charbonneau,
llevaban regalos y una ofrenda de paz.
Mato-Tope había temido exactamente este
tipo de incidentes cuando los arikara llegaron en
busca de un nuevo hogar. Los mandan dependían
cada vez más del comercio con los hombres
blancos. El tráfico del sur había cesado desde el
ataque de Leavenworth a los arikara. Ahora la
noticia de este nuevo incidente mantendría cerrado
el río.
El enojo del jefe Mato-Tope corrió
rápidamente por la aldea mandan. El joven
Mandeh-Pahchu vio el rescate de Glass como una
oportunidad de ganarse los favores del jefe. MatoTope tenía una hermosa hija por cuyo cariño
Mandeh-Pahchu había estado compitiendo. Se
imaginó a sí mismo desfilando por la villa con su
nuevo trofeo, entregándole a Mato-Tope al hombre
blanco, con toda la aldea viéndolo mientras
contaba su historia. Pero el hombre blanco parecía
sospechar el desvío, ya que tenazmente repetía una
sola frase: «Fuerte Talbot».
Montado en el caballo, Glass observaba a
Mandeh-Pahchu con un interés fanático. Aunque
había escuchado muchas historias, nunca había
visto a un mandan de carne y hueso. El joven
guerrero usaba el cabello como una corona:
remataba una acicalada melena, a la cual
obviamente le dedicaba considerable atención, con
una larga cola de caballo, envuelta en tiras de piel
de conejo, que recorría su espalda. El cabello
suelto caía como agua hacia los lados, enlucido
con grasa y cortado de tajo a la altura de la
quijada. En el centro de su frente despuntaba un
flequillo también engrasado y peinado. Grandes
aretes de peltre hacían colgar tres grandes
agujeros donde su oreja derecha había sido
perforada. Una gargantilla con cuentas blancas
contrastaba fuertemente con la piel cobriza de su
cuello.
A regañadientes, Mandeh-Pahchu decidió
llevar al hombre blanco al Fuerte Talbot. Estaba
cerca, apenas a tres horas a caballo. Además,
quizá podría aprender algo en el fuerte. Había
rumores de un incidente con los arikara en el
Fuerte Talbot. Quizá el fuerte querría enviar un
mensaje
a
Mato-Tope. Era
una
gran
responsabilidad llevar mensajes. Entre la historia
del hombre blanco y el importante mensaje que sin
duda llevaría, Mato-Tope estaría complacido. Su
hija no podría evitar sentirse impresionada.
Era casi medianoche cuando el perfil de ónix
del Fuerte Talbot se destacó de pronto contra la
noche anodina. El fuerte no emitía luces hacia la
llanura, y a Glass le sorprendió encontrarse a solo
cien metros de las murallas de madera.
Vieron un destello de fuego y en el mismo
instante escucharon el agudo retronar de un fusil
desde el fuerte. Una bala de mosquete pasó
silbando a tan solo unos centímetros de sus
cabezas.
El caballo saltó y Mandeh-Pahchu luchó por
controlarlo. Glass hizo acopio de toda su voz,
gritando furioso:
—¡No disparen! ¡Somos amigos!
Una voz respondió con desconfianza desde el
cuartel.
—¿Quiénes son?
Glass vio un destello de luz en el cañón de un
rifle y la silueta oscura de la cabeza y los hombros
de un hombre.
—Soy Hugh Glass, de la Compañía Peletera
de Rocky Mountain. —Deseó que aún pudiera
transmitir fuerza con su voz. Tal como estaban las
cosas, apenas podía hacerse escuchar incluso a esa
corta distancia
—¿Quién es el salvaje?
—Es un mandan. Me acaba de salvar de los
guerreros arikara.
El hombre de la torre gritó algo y Glass
escuchó fragmentos de una conversación. Otros
tres hombres con fusiles aparecieron en el cuartel.
Glass escuchó ruido detrás de la pesada puerta. Un
pequeño postigo se abrió y de nuevo se sintieron
examinados. Desde el postigo una nueva y ronca
voz exigió:
—Avancen hasta donde podamos verlos
mejor.
Mandeh-Pahchu hizo que el caballo avanzara,
deteniéndolo frente a la puerta. Glass desmontó y
dijo:
—¿Hay alguna razón en particular para que
disparen con tanta facilidad?
La voz ronca respondió:
—Mi compañero fue asesinado por unos ree
frente a esta puerta la semana pasada.
—Pues ninguno de nosotros es arikara.
—¿Cómo íbamos a saberlo si andan
acechando en la oscuridad?
En contraste con el Fuerte Brazeau, el Fuerte
Talbot se sentía como un lugar sitiado. Sus altas
paredes se elevaban tres metros y medio alrededor
del perímetro rectangular, quizá de unos treinta
metros en los costados largos y no más de veinte
en los cortos. Dos toscos cuarteles se elevaban en
esquinas diagonalmente opuestas, construidos de
manera que sus esquinas interiores tocaban las
esquinas exteriores del fuerte. Desde esa posición
elevada dominaban las cuatro paredes. Uno de los
cuarteles, el que estaba sobre ellos, tenía un tosco
techo, evidentemente construido para proteger del
clima un largo cañón giratorio. En el otro estaban
los inicios de un techo que nunca se había
completado. Un tosco corral se abría detrás del
fuerte, aunque no había ganado en él.
Glass esperó mientras los ojos detrás del
postigo seguían su escrutinio.
—¿Qué quieren? —preguntó la voz ronca.
—Voy al Fuerte Unión. Necesito unas cuantas
provisiones.
—No tenemos mucho con que proveerle.
—No necesito comida ni pólvora. Solo una
manta y guantes y me iré.
—No parece que tenga mucho que
intercambiar.
—Puedo firmar un giro por un generoso pago
a nombre de William Ashley. La Compañía
Peletera de Rocky Mountain enviará un grupo río
abajo en la primavera. Ellos harán valer el giro.
—Siguió una larga pausa. Glass agregó—: Y verán
con buenos ojos un establecimiento que da ayuda a
uno de sus hombres.
Otra pausa y luego el postigo se cerró.
Escucharon el movimiento de un pesado madero y
la puerta comenzó a abrirse sobre sus goznes. La
voz ronca se unió a un hombre muy desmejorado
que parecía estar a cargo. Se quedó ahí, con un
fusil y dos revólveres en su cinturón.
—Solo usted. Nada de rojos en mi fuerte.
Glass miró a Mandeh-Pahchu, preguntándose
cuánto entendió el mandan. Glass comenzó a decir
algo, luego se detuvo y entró mientras la puerta se
cerraba de golpe detrás de él.
Había dos edificios desvencijados dentro de
las murallas. Desde uno de ellos, el tenue brillo de
la luz se colaba por los pellejos engrasados que
servían como ventanas. El otro edificio estaba
oscuro, y Glass supuso que lo usaban como
bodega. Las paredes del fondo de los edificios
servían como muros traseros del fuerte. Sus frentes
daban a un pequeño patio dominado por la peste
del estiércol. La fuente del olor estaba atada a un
poste: dos mulas sarnosas, probablemente los
únicos animales que los arikara habían sido
incapaces de robarse. Además de los animales, en
el patio había una enorme máquina para prensar
pieles, un yunque sobre un tronco de álamo y una
inestable pila de leña. Adentro había cinco
hombres, a quienes pronto se unieron los del otro
cuartel. La tenue luz iluminó el rostro lleno de
cicatrices de Glass, quien sintió sus miradas
curiosas.
—Entre si quiere.
Glass siguió a los hombres al interior del
edificio iluminado, y se amontonaron en un
estrecho cuarto configurado como cuartel. Un
fuego humeante ardía en una tosca chimenea de
arcilla en la pared del fondo. El único punto a
favor del cuarto apestoso era su tibieza, un calor
generado tanto por la cercanía de los otros
hombres como por el fuego.
El hombre escuálido estaba por decir algo
más cuando su cuerpo se retorció en una profunda
tos con flemas. Una tos similar parecía afectar a la
mayoría de los hombres, y Glass temió la fuente.
Cuando el escuálido finalmente dejó de toser,
repitió:
—No tenemos comida que compartir.
—Les dije que no necesito su comida —dijo
Glass—. Acordemos el precio de una manta y unos
guantes y me iré. —Señaló hacia una mesa en la
esquina—. Agreguen ese cuchillo para desollar.
El escuálido sacó el pecho como si lo
hubieran ofendido.
—No queremos ser tacaños, señor, pero los
ree nos tienen en apuros. Se robaron todas nuestras
mercancías. La semana pasada cinco guerreros
llegaron cabalgando hasta la puerta como si
quisieran hacer un intercambio. Abrimos y
comenzaron a disparar. Mataron a mi compañero a
sangre fría.
Glass no dijo nada, así que el hombre
continuó.
—No hemos sido capaces de ir de caza o
cortar madera, así que entenderá lo frugal de
nuestros suministros. —Miraba a Glass en espera
de confirmación, pero no la obtuvo.
Finalmente dijo:
—Dispararle a un hombre blanco y un
mandan no arreglará su problema con los ree.
El tirador habló; era un hombre sucio sin
dientes frontales.
—Lo único que vi fue a un indio merodeando
en medio de la noche. ¿Cómo iba a saber que iban
dos montados en el mismo caballo?
—Podría hacerse al hábito de ver a su blanco
antes de disparar.
El escuálido volvió a hablar.
—Yo les diré a mis hombres cuándo disparar,
señor. Los ree y los mandan nunca me han
parecido diferentes. Además, ahora son aliados.
Son una enorme tribu de ladrones. Prefiero
dispararle al hombre equivocado que confiar en el
hombre equivocado.
Las palabras salieron del escuálido como
agua de un dique roto. Señaló a su alrededor con
un dedo huesudo mientras hablaba.
—Construí este fuerte con mis propias manos
y tengo permiso del gobernador de Missouri para
comerciar. No nos iremos nunca y le dispararemos
a cualquier rojo que caiga en nuestras miras. No
me importa si tenemos que matar a cada uno de
esos bastardos asesinos y ladrones.
—¿Con
quién
piensan
comerciar
exactamente? —preguntó Glass.
—Lo conseguiremos. Es una propiedad de
primera. El ejército llegará en seguida y pondrá
firmes a estos salvajes. Habrá muchos hombres
blancos que comercien río arriba y abajo. Usted
mismo lo dijo.
Glass salió hacia la noche y la puerta se azotó tras
él. Exhaló largamente, observando cómo su aliento
se condensaba en el frío aire de la noche y luego
desaparecía con el soplo de una brisa congelada.
Vio a Mandeh-Pahchu montado en su caballo junto
al río. El indio se giró ante el sonido de la puerta y
avanzó.
Glass tomó su nuevo cuchillo para desollar y
cortó una abertura en la manta, por donde introdujo
su cabeza para usarla como capote. Metió las
manos en guantes de piel mientras contemplaba al
mandan y buscaba algo que decir. En realidad, no
había mucho de que hablar. «Tengo que atender
mis propios asuntos.» No podía arreglar cada
problema que se encontrara en su camino.
Le obsequió el cuchillo para desollar a
Mandeh-Pahchu.
—Gracias —dijo Glass.
El mandan observó el cuchillo y luego a
Glass, buscando su mirada. Luego vio cómo Glass
se daba la vuelta y se aleaba río arriba por el
Missouri, hacia la noche.
Diecinueve
8 de diciembre de 1823
John
Fitzgerald caminó hacia su puesto de
guardia, río abajo desde el Fuerte Unión. Puerco
estaba allí; su pecho jadeante lanzaba grandes
nubes de aliento hacia el congelado aire de la
noche.
—Es mi turno —dijo Fitzgerald con un tono
casi amable.
—¿Desde cuándo te da tanto gusto hacer
guardia? —preguntó Puerco, y luego se encaminó
hacia el campamento, ansioso por dormir cuatro
horas antes del desayuno.
Fitzgerald cortó un grueso trozo de tabaco. El
intenso sabor llenó su boca y calmó sus nervios.
Esperó un largo rato antes de escupir. El aire de la
noche mordía sus pulmones cuando respiraba, pero
no le molestaba el frío. El frío era resultado de un
cielo perfectamente claro, y Fitzgerald necesitaba
un cielo claro. Tres cuartos de luna lanzaban una
brillante luz sobre el río. Luz suficiente, esperaba,
para alumbrar su camino.
Media hora después del cambio de guardia,
Fitzgerald avanzó hacia los densos sauces donde
había escondido su botín: un paquete de pieles de
castor con las que comerciar río abajo, diez kilos
de carne seca en un saco de yute, tres cuernos de
pólvora, cien balas de plomo, una pequeña olla
para cocinar, dos mantas de lana y, por supuesto,
el Anstadt. Apiló los suministros junto a la orilla
del agua y luego fue río arriba para traer la canoa.
Mientras trepaba por la ribera se preguntó si
el capitán Henry se molestaría en enviar a alguien
para seguirlo. «Estúpido bastardo.» Fitzgerald
nunca había conocido a un hombre con más
posibilidades de que le cayera un rayo. Bajo el
malhadado mando de Henry, los hombres de la
Compañía Peletera de Rocky Mountain siempre
estaban a un paso de la calamidad. «Es un milagro
que no estemos todos muertos.» Ya solo les
quedaban tres caballos, lo que limitaba el alcance
de sus grupos tramperos a unas cuantas aguas
locales, agotadas desde hacía mucho. Los
numerosos intentos de Henry por intercambiar con
las tribus nuevas monturas (o, en muchos casos,
por comprar sus propias monturas robadas)
terminaban en un consistente fracaso. Encontrar
comida a diario para treinta hombres se había
vuelto un problema. Los grupos de caza no habían
visto un búfalo en semanas y ahora su alimentación
consistía principalmente en fibroso antílope.
La gota que derramó el vaso llegó la semana
anterior, cuando Fitzgerald escuchó un rumor entre
susurros de Bill el Chaparro.
—El capitán está pensando en movernos río
arriba por el Yellowstone y ocupar lo que queda
del viejo fuerte de Lisa en el Big Horn.
Fitzgerald no sabía cuál era la distancia al
Big Horn, pero sabía que estaba en la dirección
opuesta a donde él quería ir. Aunque la vida en la
frontera había sido más agradable de lo que
esperaba cuando huyó de Saint Louis, hacía mucho
que se había cansado de la mala comida, el frío y
la incomodidad de vivir con treinta hombres
apestosos. Por no mencionar la considerable
posibilidad de ser asesinado. Extrañaba el sabor
del whisky barato y el olor del perfume barato.
Dueño de setenta dólares en monedas de oro (el
pago por cuidar de Glass), pensaba constantemente
en apostar. Después de un año y medio, las cosas
debían de haberse calmado para él en Saint Louis,
quizá incluso más al sur. Planeaba averiguarlo.
Había dos piraguas boca abajo en la larga
playa bajo el fuerte. Fitzgerald las había
examinado cuidadosamente unos días antes,
determinando que la más pequeña estaba mejor
hecha. Además, aunque la corriente río abajo lo
llevaría, necesitaba una embarcación lo
suficientemente pequeña para maniobrarla solo. En
silencio, volteó la canoa, puso dos remos adentro
y la empujó por el banco de arena hasta la orilla.
«Ahora la otra.» Al planear su deserción, a
Fitzgerald le había preocupado cómo inmovilizar
la segunda canoa. Pensó en abrir un agujero en la
carcasa de madera antes de llegar a una solución
más directa. Volvió a la segunda canoa y metió la
mano debajo de ella para tomar los remos. «Una
canoa no sirve de nada sin sus remos.»
Fitzgerald empujó su canoa al agua, saltó a
bordo y remó dos veces para acomodar el bote en
la corriente, que tomó a la canoa y la impulsó río
abajo. Se detuvo después de unos minutos para
recoger las provisiones que había robado y puso el
bote de nuevo en la corriente. Tras unos cuantos
minutos, el Fuerte Unión desapareció tras él.
El capitán Henry meditaba en los mohosos
confines de su habitación, la única privada en el
Fuerte Unión. Más allá de la privacidad, una
comodidad escasa en el fuerte, había poco que
elogiar en ese espacio. La única fuente de calor y
luz provenía de una puerta abierta que daba al
cuarto adyacente. Henry estaba sentado en el frío y
la oscuridad, preguntándose qué hacer.
Fitzgerald en sí no era una gran pérdida.
Henry había desconfiado de él desde el primer día
en Saint Louis. Podían sobrellevar las cosas sin la
canoa, no era como que se hubiera robado los
caballos que les quedaban. La falta de un paquete
de pieles era irritante, pero no fatal.
La pérdida no era el hombre que se había ido,
sino su efecto en los hombres que se quedaban. La
deserción de Fitzgerald era una declaración, una
fuerte y clara, de los pensamientos que los demás
hombres no habían expresado: la Compañía
Peletera de Rocky Mountain era un fracaso. Él era
un fracaso. «¿Y ahora qué?»
Henry escuchó que la traba de la puerta del
cuartel se abría. Pisadas pequeñas y pesadas
arañaron el suelo de tierra hacia su habitación y
Bill el Chaparro apareció en la entrada.
—Murphy y el grupo de tramperos ya vienen
—reportó Bill.
—¿Consiguieron pieles?
—No, capitán.
—¿Ninguna?
—No, capitán. Bueno, verá, capitán… Es un
poco peor que eso.
—¿Y bien?
—Tampoco tienen caballos.
El capitán se tomó un momento para asumir la
noticia.
—¿Algo más?
Bill lo pensó por un momento y luego dijo:
—Sí, capitán. Anderson está muerto.
El capitán no dijo nada más. Bill el Chaparro
esperó hasta que el silencio lo incomodó, y se fue.
El capitán Henry se quedó unos minutos más
en la fría oscuridad antes de tomar una decisión.
Abandonarían el Fuerte Unión.
Veinte
15 de diciembre de 1823
La hondonada formaba una superficie cóncava
casi perfecta en la llanura. En tres de sus lados,
pequeñas colinas protegían la depresión de los
vientos implacables propios de campos más
abiertos. La humedad se acumulaba en el centro de
la hondonada, donde un grupo de árboles de
espino montaba guardia. La combinación de
colinas y árboles convertía el lugar en un refugio
digno de tener en cuenta.
La pequeña hondonada se ubicaba apenas a
cuarenta y cinco metros del Missouri. Hugh Glass
estaba sentado con las piernas cruzadas junto a un
pequeño fuego, cuyas llamas le hacían cosquillas
al magro conejo que colgaba de un pincho de
sauce.
Mientras esperaba a que el conejo se
rostizara, Glass tomó conciencia del sonido del
río. Pensó que era extraño notarlo. No se había
separado del río durante semanas y, sin embargo,
escuchó las aguas de repente, con la aguda
sensibilidad de un nuevo descubrimiento. Le dio la
espalda al fuego para contemplar el río. Le
pareció raro que la suave corriente de agua hiciera
algún sonido. Y que el viento también lo hiciera.
Se le ocurrió que los responsables del ruido no
eran tanto el agua o el viento como los objetos que
encontraban en su camino. Volvió al fuego.
Glass sintió el familiar dolor en su pierna y
se reacomodó. Sus heridas le recordaban
constantemente que, aunque estaba mejorando,
todavía no estaba completamente sano. El frío
hacía que las piernas y el hombro le dolieran más.
En ese momento comprendió que su voz nunca
volvería a la normalidad. Y por su puesto, su cara
sería el testimonio permanente de su encuentro en
el Grand. Pero no todo era malo. La espalda ya no
le dolía. Tampoco lo lastimaba comer, lo que
agradeció mientras aspiraba el aroma de la carne
asándose.
Glass cazó el conejo unos minutos antes, bajo
la decreciente luz del final del día. No había visto
señales de indios desde hacía una semana, y
cuando el gordo conejo cola de algodón se cruzó
en su camino de un salto, la idea de una cena tan
deliciosa fue demasiado como para dejarlo pasar.
Río arriba, a menos de medio kilómetro de
donde se encontraba Glass, John Fitzgerald
buscaba un lugar donde desembarcar cuando
escuchó el retrueno cercano de un fusil.
«¡Mierda!» Se acercó rápidamente hacia la orilla
para alentar su avance. Se detuvo en un remolino,
remando hacia atrás, mientras buscaba la fuente
del disparo bajo la luz tenue.
«Estoy demasiado al norte para que se trate
de los arikara. ¿Serán los assiniboine?» Fitzgerald
deseó que pudiera ver mejor. El brillo de una
fogata apareció unos minutos después. Podía
distinguir la silueta de un hombre vestido de ante,
pero no podía captar más detalles. Asumió que era
un indio. Ningún hombre blanco tenía negocios tan
al norte, al menos no en diciembre. «¿Habrá más
de uno?» La luz del día se diluía con rapidez.
Fitzgerald sopesó sus opciones. Era seguro
que no se podía quedar donde estaba. Si
desembarcaba durante la noche, era probable que
el tirador lo descubriera por la mañana. Pensó en
acercarse al tirador a rastras y matarlo, pero aún
no sabía si se enfrentaría a uno o a muchos.
Finalmente decidió escabullirse. Esperaría el
cobijo de la noche, confiando en que la distracción
del fuego mantuviera lejos del agua los ojos del
tirador y de cualquier otro. Mientras tanto, la luna
llena le proveería de suficiente luz para navegar.
Fitzgerald esperó casi una hora para empujar
en silencio la proa de la piragua hacia el suave
banco de arena. Al oeste, el horizonte devoró los
últimos restos del día, intensificando el brillo de
la fogata. La silueta del tirador se encorvó sobre el
fuego, y Fitzgerald asumió que debía de estar
ocupado haciendo su cena. «Ahora.» Fitzgerald
revisó el Anstadt y sus dos revólveres, y los
acomodó de manera que quedaran a la mano.
Luego empujó la canoa para alejarla de la orilla y
saltó a bordo. Remó dos veces para impulsar el
bote hacia la corriente. Después usó el remo como
un timón, moviéndolo suavemente de un lado a
otro. Dejó que fuera la corriente la que empujara
el bote tanto como pudo.
Hugh Glass jaló un muslo del conejo. La
articulación estaba floja y con un giro arrancó la
pierna. Clavó los dientes en la suculenta carne.
Fitzgerald intentó navegar tan lejos de la
orilla como fuera posible, pero la corriente
prácticamente corría junto a ella. Se acercaba al
fuego a una velocidad vertiginosa. Intentó poner su
atención en el río al mismo tiempo que vigilaba la
espalda del hombre junto al fuego. Pudo distinguir
un capote hecho de una manta Hudson’s Bay y lo
que parecía ser un gorro de lana. «¿Un gorro de
lana? ¿Un hombre blanco?» Fitzgerald volvió a
mirar al agua. Una piedra gigante apareció de
pronto en el agua oscura del río, ¡apenas a tres
metros!
Fitzgerald hundió el remo profundamente en
el río y lo empujó con tanta fuerza como pudo. La
canoa giró, pero no lo suficiente. El costado se
raspó contra la roca con un rechinido. Fitzgerald
remó con todas sus fuerzas. «No tiene caso
detenerse ahora.»
Glass escuchó una salpicadura seguida de un
largo chirrido. Se estiró instintivamente para tomar
su fusil; luego se giró hacia el Missouri
rápidamente para alejarse de la luz del fuego. Se
arrastró hacia el río, adaptando su vista a la
oscuridad tras el resplandor de la fogata.
Recorrió el río con la mirada buscando la
fuente del sonido. Escuchó el choque de un remo
contra el agua y atisbó una canoa a una distancia
de menos de cien metros. Levantó el rifle, lo
amartilló y apuntó hacia la silueta oscura de un
hombre con un remo. Movió el dedo alrededor del
gatillo… Se detuvo.
Glass no encontraba una buena razón para
disparar. Quienquiera que fuera el barquero,
parecía que sus planes eran evitar cualquier
contacto. En todo caso, avanzaba con rapidez en
dirección contraria. Cualquiera que fuera su
intención, se alejaba a toda velocidad y no parecía
ser una amenaza para Glass.
A bordo de la piragua, Fitzgerald remó con
fuerza hasta que viró en una curva en el río, a
medio kilómetro del campamento. Dejó que la
corriente llevara la canoa durante casi un
kilómetro y medio antes de guiar el bote a la orilla
opuesta, en busca de un lugar donde desembarcar.
Finalmente sacó la canoa del agua, la volteó y
extendió la lona para dormir debajo. Masticó un
trozo de carne seca mientras contemplaba de
nuevo la figura junto al fuego. «Qué lugar tan
jodidamente extraño para un hombre en
diciembre.»
Con cuidado, Fitzgerald colocó el fusil y sus
dos revólveres junto a él antes de ovillarse bajo su
manta. La brillante luna inundaba su campamento
con su pálida luz. El Anstadt atrapó la luz y la
conservó; sus decoraciones de plata brillaban
como espejos bajo el sol.
Finalmente, el capitán Henry tuvo una racha de
buena suerte. Ocurrían tantas cosas buenas en tan
rápida sucesión que apenas sabía qué pensar al
respecto.
Para empezar, los cielos fueron tan azules
como índigo durante dos semanas seguidas. Con el
buen clima, la brigada cubrió en seis días los más
de trescientos kilómetros que había entre el Fuerte
Unión y el río Big Horn.
Cuando llegaron, el fuerte abandonado se
encontraba casi como Henry lo recordaba. En
1807, un cauteloso comerciante llamado Manuel
Lisa estableció un establecimiento comercial en la
intersección de los ríos Yellowstone y Big Horn.
Llamó al edificio Fuerte Manuel, y lo usó como
base desde donde comerciar y explorar ambos
ríos. Lisa mantenía relaciones especialmente
buenas con los crow y los flathead, quienes usaron
las armas que le compraban para declararle la
guerra a los pies negros. En consecuencia, los pies
negros se convirtieron en acérrimos enemigos de
los blancos.
Animado por su modesto éxito comercial, en
1809 Lisa fundó la Compañía Peletera de Saint
Louis, Missouri. Uno de los nuevos inversionistas
del negocio era Andrew Henry. Henry lideró un
grupo de cien tramperos en su desafortunada
empresa hacia Three Forks. En su camino hacia el
norte del Yellowstone, Henry se detuvo en el
Fuerte Manuel. Recordaba su ubicación
estratégica, junto a abundantes presas y madera.
Henry sabía que el Fuerte Manuel estaba
abandonado desde hacía más de una docena de
años, pero esperaba rescatar los inicios de un
nuevo establecimiento.
Su estado superó por mucho sus expectativas.
Los años de abandono habían desgastado el
edificio, pero la mayor parte de su estructura de
madera era sólida, lo que les ahorraría semanas de
trabajo duro cortando y arrastrando troncos.
La experiencia de Henry con las tribus
locales (al menos al principio) contrastó
intensamente con su funesta fortuna en el Fuerte
Unión. Envió a un grupo dirigido por Allistair
Murphy y llenó de regalos a sus nuevos vecinos,
sobre todo grupos de flathead y crow. Durante su
relación con los indios locales, Henry descubrió
que era el beneficiario de la diplomacia de sus
predecesores.
Ambas
tribus
parecían
relativamente felices por que el establecimiento
volviera a estar habitado. Al menos se mostraban
dispuestas a comerciar.
En particular, los crow tenían muchos
caballos. Murphy hizo un intercambio por setenta y
dos animales. Los arroyos nacían en las cercanas
montañas Big Horn, y el capitán Henry trazó un
plan para el dinámico despliegue de sus nuevos
tramperos.
Durante dos semanas, Henry siguió
cuidándose las espaldas, como si el infortunio
estuviera a punto de atacarlo por detrás. No se
permitió el mínimo dejo de optimismo. «¿Será que
mi suerte ha cambiado?» No. Hugh Glass se
detuvo frente a los restos del Fuerte Unión. Incluso
la puerta estaba tirada en el suelo, pues se habían
llevado los goznes cuando el capitán Henry
abandonó el lugar. En su interior, aún se percibía
la vergüenza por el fracaso del negocio. Todos los
goznes de metal habían sido removidos; Glass
supuso que los habían guardado para usarlos en su
siguiente destino. Los troncos de las empalizadas
estaban destrozados; al parecer, los maleducados
visitantes que llegaron tras la partida de Henry los
usaron como leña. La pared de uno de los
cuarteles estaba ennegrecida tras lo que parecía un
intento poco entusiasta por quemar el fuerte. La
nieve del patio estaba revuelta por docenas de
huellas de caballo.
«Estoy persiguiendo un espejismo.» ¿Cuántos
días había caminado, o más bien se había
arrastrado, hasta llegar a ese momento? Recordó
el claro junto al manantial en el río Grand. «¿Qué
mes era entonces? ¿Agosto? ¿Qué mes es ahora?
¿Diciembre?»
Glass trepó la tosca escalera del cuartel y
revisó el valle desde las alturas. A menos de
medio kilómetro vio la mancha color óxido de una
docena de antílopes que pateaba la nieve para
mordisquear la salvia. Una enorme bandada de
gansos en forma de «V» se posó sobre el río
encogiendo las alas. Aparte de eso no había
señales de vida. «¿Dónde están todos?»
Acampó dos noches en el fuerte, incapaz de
alejarse de un lugar que había buscado durante
tanto tiempo. Pero sabía que su verdadera meta no
era un lugar, sino dos personas: dos personas y dos
actos de venganza definitivos.
Glass siguió el Yellowstone desde el Fuerte
Unión. Solo podía adivinar el camino de Henry,
pero dudaba que el capitán se arriesgara a repetir
su fracaso al norte del Missouri. Eso lo llevó al
Yellowstone.
Siguió el Yellowstone durante cinco días y
llegó a la cima de una alta meseta sobre el río. Se
detuvo, atónito.
Mezclando el cielo con la tierra, las
montañas Big Horn se levantaban frente a él. Unas
cuantas nubes daban vueltas alrededor de los picos
más altos, prolongando la ilusión de una pared que
se extendía hacia arriba al infinito. Los ojos se le
llenaron de lágrimas a causa del brillo del sol en
la nieve, pero no podía apartar la mirada. Nada en
los veinte años que había pasado en las llanuras lo
había preparado para esas montañas.
El capitán Henry habló alguna vez de la
enormidad de las Rocallosas, pero Glass suponía
que sus historias llevaban la dosis de adorno
normal de las conversaciones alrededor de la
fogata. De hecho, pensó Glass, el retrato de Henry
había sido tristemente insuficiente. Henry era un
hombre directo, y sus descripciones se enfocaban
en las montañas como obstáculos, barreras que
debían vencerse en el camino para conectar el
flujo comercial entre el este y el oeste. En la
descripción de Henry no había rastro de la
fervorosa fuerza que la vista de los enormes picos
le transmitía a Glass.
Claro que entendía la reacción práctica de
Henry. El terreno de los valles del río ya era
suficientemente difícil. Glass apenas podía
imaginarse el esfuerzo que se necesitaba para
transportar pieles sobre montañas como las que se
alzaban frente a él.
Su asombro creció en los días que siguieron,
conforme el río Yellowstone lo conducía más y
más cerca. La enorme masa era un marcador, un
punto de referencia inalterable contra el tiempo
mismo. Otros podían sentir desasosiego ante la
idea de algo tanto más grande que ellos mismos.
Pero Glass sentía una fuente de sacralidad que
fluía desde las montañas, una inmortalidad que
hacía que sus sufrimientos cotidianos parecieran
intrascendentes.
Y así, caminó día tras día hacia las montañas
al final de la llanura.
Fitzgerald estaba afuera de la tosca
empalizada, soportando el interrogatorio del
escuálido hombre con ataques de tos que estaba en
la muralla sobre la puerta.
Había ensayado la mentira durante sus largos
días en la canoa.
—Llevo un mensaje a Saint Louis para el
capitán Henry de la Compañía Peletera de Rocky
Mountain.
—¿Compañía Peletera de Rocky Mountain?
—resopló el hombre escuálido—. Acabamos de
ver a otro de los suyos yendo hacia el otro lado, un
tipo de malos modales montado en el mismo
caballo que un piel roja. De hecho, si eres de su
compañía, puedes pagar su deuda.
Fitzgerald sintió que se le encogía el
estómago y se quedó sin aliento de pronto. «¡El
hombre blanco del río!» Se esforzó para mantener
la tranquilidad y la indiferencia de su voz.
—Debo de haberlo perdido en el río. ¿Cuál
era su nombre?
—Ni siquiera me acuerdo de su nombre. Le
dimos un par de cosas y se fue.
—¿Cómo era?
—Pues eso sí lo recuerdo. Tenía cicatrices
por toda la cara, como si lo hubiera masticado un
animal salvaje.
«¡Glass! ¡Está vivo! ¡Maldito!»
Fitzgerald cambió dos pieles de castor por
carne seca, ansioso por volver al agua. No
conforme con avanzar con la corriente, remó para
impulsar la piragua hacia adelante. Hacia adelante
y lejos. Glass podía ir en la dirección opuesta,
pensó Fitzgerald, pero no tenía duda de cuáles
eran las intenciones de ese viejo bastardo.
Veintiuno
31 de diciembre de 1823
Comenzó a nevar a mitad del día. Las nubes de
tormenta
se
acercaron desordenadamente,
ocultando el sol tan poco a poco que Henry y sus
hombres casi ni lo notaron.
No tenían de qué preocuparse. Su fuerte
estaba renovado y completo, listo para enfrentar
cualquier reto que el clima pudiera presentar.
Además, el capitán declaró festivo el día. Luego
reveló una sorpresa que despertó una emoción
delirante entre sus hombres: alcohol.
Henry era un fracaso en muchas cosas, pero
entendía el poder de los incentivos. La cerveza de
Henry estaba hecha de levadura y bayas negras, y
la enterraron en un barril durante un mes para que
fermentara. El brebaje resultante tenía un sabor
ácido. Ninguno de los hombres pudo beberlo sin
hacer un gesto de dolor y ninguno dejó pasar la
oportunidad. El líquido provocaba un profundo y
casi inmediato estado de ebriedad.
Henry tenía una segunda bonificación para
sus hombres. Era un violinista decente y, por
primera vez en meses, tenía el ánimo
suficientemente alto para tomar su desgastado
instrumento. El chillante violín, combinado con las
risotadas de borrachos, creaba un jovial caos en el
abarrotado cuartel.
Una buena parte del júbilo se centraba en
Puerco, que había despatarrado su obeso cuerpo
frente a la chimenea. Resultó que la tolerancia al
alcohol de Puerco no empataba con su barriga.
—Parece muerto —dijo Black Harris,
pateándolo directo en la panza. El pie de Harris
desapareció momentáneamente en la blanda grasa
que rodeaba la cintura de Puerco, pero la patada
no provocó ninguna respuesta.
—Pues si está muerto… —comentó Patrick
Robinson, un hombre silencioso a quien la mayoría
de los tramperos nunca había escuchado hablar
antes del aguardiente de Henry—, le debemos un
entierro decente.
—Hace mucho frío —señaló otro trampero
—. Pero ¡podemos hacerle una mortaja adecuada!
Esta idea generó gran entusiasmo entre los
hombres. Sacaron dos mantas y una aguja con hilo
grueso. Robinson, que era un sastre capaz,
comenzó la tarea de coser apretadamente el
sudario alrededor de la enorme masa de Puerco.
Black Harris dio un conmovedor sermón, y uno
por uno los hombres se turnaron con elegías.
—Era un buen hombre con temor de Dios —
dijo uno—. Te lo devolvemos, oh, Señor, en su
estado virginal… Jamás fue tocado por el jabón.
—Si puedes arreglártelas para levantarlo —
agregó otro—, te rogamos que lo eleves hasta el
Más Allá.
Una ruidosa discusión desvió la atención del
funeral de Puerco. Allistar Murphy y Bill el
Chaparro estaban en desacuerdo sobre quién de
ellos era el mejor tirador con revólver. Murphy
retó a Bill el Chaparro a un duelo, idea que el
capitán Henry rechazó en seguida, aunque sí
autorizó una competencia de disparos.
Al principio Bill el Chaparro sugirió que
cada uno le disparara a un bote de metal sobre la
cabeza del otro. Pero incluso en su estado de
ebriedad comprendió que tal competencia podría
crear una peligrosa mezcla de motivaciones.
Finalmente decidieron dispararle a una taza
metálica sobre la cabeza de Puerco. Tanto Murphy
como Bill el Chaparro consideraban que Puerco
era su amigo, así que ambos tendrían un incentivo
adecuado para su puntería. Sentaron a Puerco,
metido en su mortaja, contra la pared y luego le
pusieron una taza sobre la cabeza.
Los hombres despejaron un camino en el
centro del largo cuartel, con los tiradores en un
extremo y Puerco en el otro. El capitán Henry
escondió una bala de mosquete en una mano;
Murphy eligió correctamente y escogió ser el
segundo en disparar. Bill el Chaparro sacó la
pistola de su cinturón y revisó con cuidado la
pólvora de la batea. Cambió el apoyo de su peso
de un pie a otro, y finalmente se colocó de lado
hacia el blanco. Inclinó el arma para formar un
perfecto ángulo recto, apuntando con el revólver
hacia el techo. Estiró el pulgar y amartilló el
revólver con un chasquido aparatoso, el único
sonido en el ambiente tenso del cuartel. Tras
oscilar durante un instante en esta posición, bajó el
revólver hasta la posición de disparar con una
lenta y elegante reverencia.
Luego dudó. De pronto, el impacto de un tiro
errado se volvió obvio al ver (a través de la mira
de su revolver) la tosca masa de Puerco. A Bill el
Chaparro le caía bien Puerco. Bastante bien, de
hecho. «Esta es una mala idea.» Sintió que un
riachuelo de sudor recorría su corta espalda. Su
visión periférica lo hizo consciente, como si los
viera por primera vez, de la presencia de los
hombres reunidos a los lados. Su respiración se
volvió pesada, haciendo que el brazo con el que
sostenía el arma subiera y bajara ligeramente. El
revólver se sintió pesado de pronto. Contuvo el
aliento para detener el balanceo, pero entonces se
sintió débil y mareado por la falta de aire. «No
tires hacia abajo.»
Finalmente confió en que todo saldría bien y
apretó el gatillo, cerrando los ojos ante el brillo
de la pólvora. La bala se estrelló contra la pared
de madera detrás de Puerco, treinta centímetros
por encima de la taza que estaba sobre la cabeza
del gordo envuelto en un sudario. Los
espectadores estallaron en carcajadas.
—¡Buen tiro, Bill!
Murphy dio un paso adelante.
—Piensas demasiado.
Con la fluidez de un solo movimiento, sacó el
arma, apuntó y disparó. El tiro explotó y la bala
alcanzó la base de la taza metálica que estaba
sobre la cabeza de Puerco. La taza se estrelló con
la pared antes de caer ruidosamente en el suelo.
Aunque ninguno de los dos disparos le dio a
Puerco, el segundo al menos logró despertarlo. El
sudario abultado comenzó a contorsionarse sin
control. Los hombres celebraron el tiro, luego se
retorcieron de alegría desmedida al ver los
movimientos del sudario. De pronto, una gran hoja
de un cuchillo salió con fuerza del interior,
abriendo una delgada ranura. Dos manos
aparecieron y rasgaron el sudario hasta abrirlo de
par en par. Luego emergió la rolliza cara de
Puerco, parpadeando por la luz. Más risas y
burlas.
—¡Es como ver nacer un ternero!
La pistola salpicó su celebración con una
oportuna repetición rítmica y pronto todos los
hombres comenzaron a disparar sus armas hacia el
techo. El humo negro de la pólvora llenó el cuarto
junto a los cordiales gritos de «¡Feliz año nuevo!».
—Hey, capitán —dijo Murphy—. ¡Tenemos
que disparar el cañón!
Henry no tuvo objeción, aunque solo fuera
por sacar a los tramperos del cuartel antes de que
lo destruyeran. Gritando con fuerza, los hombres
de la Compañía Peletera de Rocky Mountain
abrieron la puerta, salieron a la oscura noche y,
con torpeza, avanzaron en tropel hacia la
barricada.
La intensidad de la tormenta los sorprendió.
La ligera ventisca de la tarde había degenerado en
una gran nevada, con vientos arremolinados que
arrastraban pesados copos. Había veinticinco
centímetros de nieve o más, sobre todo donde se
formaban montículos. Si hubieran estado en sus
cinco sentidos, los hombres habrían apreciado la
buena suerte que mantuvo la tormenta alejada
mientras reconstruían el refugio. En vez de eso, se
enfocaron solamente en el cañón.
El obús de casi dos kilos era en realidad una
carabina grande más que un cañón, y no estaba
diseñado para las murallas de un fuerte, sino para
la proa de una barcaza. Estaba montado sobre una
rótula en la esquina del cuartel, una situación que
les permitía dominar dos de los muros del fuerte.
El tubo de hierro apenas medía un metro, y tenía
tres pies como apoyo (lo que era insuficiente,
como se demostraría).
Un hombre grande llamado Paul Hawker se
consideraba a sí mismo el cañonero del lugar.
Incluso aseguraba que fue artillero en la guerra de
1812. La mayoría lo dudaba, aunque admitió que
parecía que Hawker tenía autoridad cuando bramó
la orden de cargarlo. Hawker y otros dos hombres
treparon por la escalera que llevaba al fortín. El
resto se quedó abajo, conformándose con verlos
desde el relativo cobijo del patio de armas.
—¡Cañoneros, a sus puestos! —gritó Hawker,
quien podía conocer la rutina, aunque sus
subordinados claramente no la conocían. Lo
contemplaron con gesto inexpresivo, esperando
una explicación de sus responsabilidades en jerga
que no fuera militar. Entre dientes, Hawker señaló
a uno y le dijo—: Tú toma la pólvora y algunas
gasas. —A otro le dijo—: Tú ve a encender la
mecha. —Volviendo a su comportamiento militar,
gritó—: Abran fuego… ¡A la carga!
Bajo la dirección de Hawker, el hombre de la
pólvora vertió cincuenta gramos en un tazón
medidor que tenían en el fortín para ese efecto.
Hawker levantó la boca cobriza del cañón hacia el
cielo y echó la pólvora. Luego insertaron un
montón de tela vieja del tamaño de un puño y
usaron un palo como bayoneta para comprimir
firmemente la carga. Mientras aguardaban a que
llegara la mecha, Hawker quitó una tela
impermeabilizada que cubría los iniciadores:
fragmentos de ocho centímetros de plumas de
ganso, llenos de pólvora y sellados a ambos lados
con un poco de cera. Colocó uno de estos
iniciadores en el pequeño conducto del fogón del
cañón. Cuando la mecha ardiendo se colocaba
bajo la pluma, esta derretía la cera y encendía la
pólvora del interior, que detonaba la carga
principal del fogón.
El hombre que llevaba la mecha encendida
subía la escalera. La mecha era una rama larga con
un grueso trozo de cuerda, curtido con nitrato de
potasio para hacerla arder, insertado a un extremo.
Hawker sopló el extremo encendido de la mecha,
que con su ardiente brillo reflejó un rojo ominoso
en su cara. Con la suntuosidad de un cadete de
West Point, gritó: «¡LISTOS!»
Los hombres que estaban abajo levantaron la
vista hacia el fortín, ansiosos por presenciar la
colosal explosión. Aunque él mismo sostenía la
mecha, Hawker gritó «¡FUEGO!» y acercó la
chispa al iniciador.
La mecha encendida derritió rápidamente la
cera. El iniciador chisporroteó con un siseo y
luego hizo pop. Comparado con la formidable
explosión que esperaban, el rugido del cañón
apenas pareció más fuerte que el sonido de un
aplauso.
—¿Qué demonios fue eso? —Se escuchó un
grito desde el patio, junto con una lluvia de
abucheos y risas burlonas—. ¡Por qué no mejor
simplemente golpeas una olla!
Hawker observó su cañón, horrorizado de
que su momento de demostración se hubiera
marchitado a la vista de todos. Tenía que
corregirlo.
—¡Solo me estaba preparando! —gritó.
Luego, con urgencia—: ¡Cañoneros, a sus puestos!
Los dos cañoneros observaron a Hawker con
desconfianza, conscientes de pronto de que su
propia reputación estaba expuesta.
—¡Muévanse, idiotas! —siseó Hawker—.
¡Triple carga! —Más pólvora ayudaría. Pero
claro, quizá el problema había sido que la tela era
muy poca. Más relleno, razonó Hawker, crearía
más resistencia… y una explosión más fuerte. «Les
daré una buena explosión.»
Vertieron el triple de carga en la boca. «¿Qué
tela podría usar?» Hawker desgarró su sayo de
cuero y lo metió por el tubo del cañón. «Más.»
Hawker miró a su asistente. «Denme sus sayos», le
ordenó a su equipo.
A regañadientes los hombres obedecieron, y
Hawker agregó estas nuevas prendas al relleno.
Las burlas siguieron mientras Hawker trabajaba
furiosamente para recargar la gran arma. Para
cuando terminó, todo el largo del cañón estaba
relleno de ante fuertemente prensado.
—¡Listos! —gritó Hawker, tomando de nuevo
la mecha ardiente—. ¡FUEGO! —Puso la chispa
en el iniciador y el cañón explotó. De veras
explotó. Las pieles de ante sí crearon resistencia
adicional, tanta que el arma estalló ella misma en
cientos de gloriosos pedazos.
Durante un brillante instante, el fuego de la
explosión iluminó la noche; a continuación, el
fortín se perdió de vista en medio de una enorme
nube de humo acre. Los hombres se agacharon
mientras la metralla quebraba las paredes de
madera del fuerte y se hundían con un siseo en la
arena. La explosión tiró a los dos asistentes de
Hawker por el borde del fortín y los lanzó hacia el
campo de abajo. Uno se rompió un brazo en la
caída; el otro, dos costillas. Ambos habrían muerto
si no hubieran caído en un denso montón de nieve.
Cuando el viento despejó el humo del fortín,
todos alzaron los ojos, buscando al valiente
artillero. Nadie dijo nada por un momento, hasta
que el capitán gritó:
—¡Hawker!
Pasó otro largo momento. El viento soplaba y
alejó el humo del fortín. Vieron que una mano salía
del borde de la muralla. Otra apareció, y luego la
cabeza de Hawker. Tenía el rostro negro como el
carbón por la explosión. El sombrero se le había
volado de la cabeza y le sangraban los oídos.
Incluso apoyándose con las manos en el fortín, se
tambaleaba de lado a lado. La mayoría de los
hombres esperaban que cayera hacia adelante y
muriera. En vez de eso gritó:
—¡Feliz año nuevo, sucios hijos de puta!
Un estruendoso rugido de aprobación llenó la
noche.
Hugh Glass se tropezó con un montículo,
sorprendido de que ya se hubiera acumulado tanta
nieve. No usaba guante en la mano con la que
disparaba, así que enterró su piel desnuda en la
arena en la caída. El helado picor le hizo
gesticular de dolor. Metió la mano bajo el capote
para que se secara. La nieve había comenzado
como neviscas dispersas, insuficientes para
justificar la búsqueda de un refugio. Ahora Glass
se daba cuenta de su error.
Miró a su alrededor, intentando calcular lo
que quedaba de luz del día. La tormenta cerró el
horizonte e hizo que las altas montañas
desaparecieran por completo. Pudo distinguir una
delgada línea encrespada de arenisca y el
esporádico pino centinela. Fuera de eso, incluso
las faldas de las montañas parecían fundirse con
las informes nubes blancas y grises del cielo.
Glass se alegró por la seguridad que le ofrecía el
camino del río Yellowstone. «¿Queda una hora
antes de la puesta del sol?» Sacó el guante de su
bolsa de caza y se lo puso en su mano húmeda y
tiesa. «De cualquier modo no hay nada que cazar
en este clima.»
Habían pasado cinco días desde que Glass
salió del Fuerte Unión. Ahora sabía que Henry y
sus hombres habían pasado por allí; el rastro de
treinta hombres no era difícil de seguir. Por los
mapas que había estudiado, Glass recordó el
abandonado establecimiento comercial de Manuel
Lisa en el Big Horn. «Seguramente Henry no iría
más lejos…, no en esta estación.» Tenía una idea
aproximada de las distancias. Pero ¿cuánto camino
había recorrido? Glass no estaba seguro.
La temperatura bajó vertiginosamente con la
llegada de la tormenta, pero lo que le preocupaba
a Glass era el viento, que parecía animar el frío,
dotándolo de la capacidad de colarse por las
costuras de su ropa. Primero lo sintió como un
ardor cortante en la piel expuesta de la nariz y las
orejas. El viento hacía que le llorara el rabillo de
los ojos y la nariz le escurriera, generando una
humedad que agravaba el frío. Mientras caminaba
pesadamente en la nieve profunda, el intenso ardor
disminuyó poco a poco hasta convertirse en un
doloroso entumecimiento que convirtió sus dedos,
antes ágiles, en bultos de carne disfuncional. Tenía
que buscar refugio mientras aún pudiera encontrar
combustible, y mientras sus dedos aún pudieran
manejar el pedernal y el raspador de metal.
La ribera opuesta se levantaba abruptamente.
Podría haberle ofrecido cierta protección, pero no
había forma de vadear el torrente. Mientras tranto,
la orilla por donde caminaba era plana y sin
accidentes, sin nada que detuviera el viento. Vio
una docena de álamos como a un kilómetro y
medio, apenas perceptible por la nieve y la
creciente oscuridad. «¿Por qué esperé tanto?»
Le tomó veinte minutos cubrir esa distancia.
En algunas zonas, el azote del viento había
limpiado el camino hasta no dejar más que la
tierra, pero en otras lo que había arrastrado se
acumulaba en montículos que le llegaban hasta las
rodillas. Sus mocasines se llenaron de nieve, y
Glass se maldijo a sí mismo por no haber
confeccionado unas polainas. La nieve mojó sus
calzas de gamuza, que se congelaron y se
cubrieron de duras escamas en la parte baja de sus
piernas. Para cuando llegó a los álamos ya no
podía sentir los dedos de los pies.
La tormenta se intensificó mientras recorría la
alameda para encontrar el mejor refugio. El viento
parecía soplar en todas las direcciones al mismo
tiempo, lo que le dificultaba elegir un lugar. Se
acomodó en un álamo caído. Las raíces salidas
formaban un arco perpendicular desde la gruesa
base del tronco, sirviendo como rompevientos en
dos direcciones. «Si tan solo el viento dejara de
soplar por los cuatro flancos.»
Puso su rifle en el suelo e inmediatamente
comenzó a juntar combustible. Encontró mucha
madera. El problema era la yesca. Varios
centímetros de nieve cubrían el suelo. Cuando
cavó, las hojas estaban húmedas y no servían.
Intentó quebrar pequeñas ramas del sauce, pero
aún estaba verde. Exploró el claro. La luz del día
parecía diluirse rápidamente y se dio cuenta con
creciente preocupación de que era más tarde de lo
que pensaba. Para cuando reunió lo que
necesitaba, trabajaba en casi total oscuridad.
Glass apiló el combustible junto al árbol
caído y luego cavó enérgicamente para abrir un
surco protegido donde encender fuego. Se quitó
los guantes para manejar la yesca, pero sus dedos
congelados apenas funcionaban. Ahuecó las manos
alrededor de la boca y sopló en ellas. Su aliento
despertó un breve hormigueo de calor, que
desapareció casi de inmediato con la arremetida
del aire gélido. Sintió una nueva ráfaga de aire
implacable en la espalda y el cuello, que penetró
bajo su piel y, le parecía, incluso más
profundamente. «¿El viento está cambiando?» Se
detuvo un instante, preguntándose si debía moverse
al otro lado del álamo. El viento retrocedió, y
decidió quedarse ahí.
Extendió la yesca en el pequeño surco; luego
rebuscó en su sac au feu para tomar el pedernal y
el raspador de metal. En su primer intento de frotar
el raspador, se golpeó el nudillo de su pulgar con
el pedernal. El dolor se extendió por su brazo
como la vibración de un diapasón. Intentó
ignorarlo mientras trataba de golpear el raspador
de nuevo. Finalmente una chispa cayó en la yesca y
esta comenzó a arder. Glass se lanzó sobre la
pequeña llama, cubriéndola con su cuerpo
mientras soplaba, desesperado por infundirle su
propia vida al fuego. De pronto sintió una gran
ráfaga turbulenta y la cara se le llenó de arena y
humo del surco. Tosió y se talló los ojos; cuando
pudo abrirlos, la llama había desaparecido.
«¡Maldita sea!»
Aporreó el pedernal contra el raspador de
metal. Las chispas cayeron, pero casi toda la yesca
ya se había quemado. El dorso de las manos le
dolía por estar expuesto. Mientras tanto, había
perdido la sensibilidad en los dedos por completo.
«Usa la pólvora.»
Acomodó lo que quedaba de la yesca lo
mejor que pudo, agregando esta vez trozos más
grandes de madera. Vertió pólvora de su cuerno,
maldiciendo mientras esta caía en el surco. Colocó
su cuerpo de nuevo para bloquear el viento tanto
como fuera posible, luego golpeó el raspador con
el pedernal.
Un destello salió del surco, quemándole las
manos y chamuscándole la cara. Apenas notó el
dolor, tan desesperado estaba por cuidar las
llamas, que ahora saltaban de arriba abajo por el
viento. Se agazapó sobre el fuego y extendió su
capote para hacer un mejor rompevientos. La
mayor parte de la yesca ya había desaparecido,
pero vio con alivio que algunos de los trozos más
grandes
estaban ardiendo. Agregó más
combustible, y en unos minutos estuvo seguro de
que el fuego seguiría ardiendo solo.
Recién se acomodó contra el árbol caído
cuando otra gran ráfaga de viento casi extinguió su
fuego. De nuevo se lanzó sobre las llamas,
extendiendo el capote para bloquear el viento
mientras
soplaba
sobre
las
brasas
resplandecientes. Protegidas de nuevo, las llamas
volvieron a la vida.
Glass se quedó en esa posición, agazapado
sobre el fuego con los brazos abiertos de par en
par para sostener el capote, durante casi media
hora. Centímetros de nieve se acumularon a su
alrededor durante el tiempo en que resguardó las
llamas. Sentía el peso de la nieve en las partes del
capote que arrastraba por el suelo. Sintió algo
más, y el estómago se le encogió al comprenderlo.
«Cambió.» El viento le golpeó la espalda, ya no
revuelto, sino ejerciendo una presión constante e
implacable. El álamo no lo protegía. Peor aún,
atrapaba el viento y lo hacía dar la vuelta,
directamente hacia él y el fuego.
Luchó contra una creciente sensación de
pánico, un círculo vicioso de miedos opuestos. La
situación era clara: sin fuego se congelaría hasta
morir. Al mismo tiempo, no podía seguir en su
postura actual, inclinado sobre las llamas,
abriendo los brazos de par en par y con la
tormenta de nieve golpeándolo en la espalda.
Estaba exhausto, y la tormenta podía continuar
fácilmente durante horas o incluso días.
Necesitaba un refugio, por más tosco que fuera.
Ahora la dirección del viento parecía lo
suficientemente constante como para apostar por el
otro lado del árbol. No podría ser peor, pero
Glass dudaba que pudiera moverse sin perder el
fuego. ¿Podría empezar otro desde cero? ¿En la
oscuridad? ¿Sin yesca? No vio más opción que
intentarlo.
Hizo un plan. Correría al otro lado del álamo
caído, cavaría un nuevo surco para el fuego y
luego intentaría transportar las llamas.
No tenía caso esperar. Tomó el fusil y tanto
combustible como pudo cargar. El viento pareció
detectar la presencia de un nuevo blanco y lo azotó
con furia renovada. Glass agachó la cabeza y
vadeó las raíces gigantes, maldiciendo al sentir
que más nieve se le metía en los mocasines.
El lado opuesto sí parecía más protegido del
viento, aunque allí la nieve se había acumulado
por igual. Dejó el fusil y la madera y comenzó a
cavar. Le tomó cinco minutos conseguir un área lo
suficientemente grande para una fogata. Corrió de
vuelta al otro lado, siguiendo sus propias huellas
en la nieve. Las nubes hacían que estuviera casi
completamente oscuro, y esperó volver a encontrar
el resplandor del fuego cuando llegara a la base
del árbol. «No hay luz…, no hay fuego.»
La única huella que quedaba era una ligera
depresión en un montículo de nieve. Glass cavó,
esperando tontamente que una brasa hubiera
sobrevivido de alguna manera. No encontró nada,
aunque el calor del fuego había convertido la
nieve en una mezcla a medio derretir que empapó
sus guantes de lana. Sintió el gélido frío de la
humedad en las manos y una extraña mezcla de
dolores que parecían quemarlo y congelarlo, todo
al mismo tiempo.
Se retiró rápidamente al lado más cubierto
del árbol. El viento parecía haber encontrado su
curso, pero también se había intensificado. Le
dolía la cara y perdió de nuevo toda la destreza de
sus manos. Con esta dirección del viento, el álamo
servía al menos como rompevientos. Pero la
temperatura seguía bajando y, sin fuego, Glass
volvió a pensar que moriría.
No había tiempo para buscar yesca, aunque
hubiera suficiente luz para ver. Decidió cortar unas
virutas con el hacha y esperó que otra pizca de
pólvora fuera suficiente para encender la fogata.
Por un instante le preocupó conservar la pólvora.
«Es el menor de mis problemas.» Apoyó el hacha
en un corto tronco para colocar la hoja, luego la
levantó y golpeó la madera para partirla.
El sonido de su propio trabajo casi ocultó
otro: un estallido sordo, como un trueno distante.
Se congeló y estiró el cuello buscando la fuente.
«¿Un disparo de fusil? No…, era demasiado
fuerte.» Glass ya había escuchado truenos en las
largas tormentas de nieve, pero nunca con
temperaturas tan bajas.
Esperó varios minutos, escuchando con
atención. Ningún sonido competía con los vientos
ululantes, y Glass tomó conciencia de nuevo del
insoportable dolor de sus manos. Deambular bajo
la tormenta para buscar ese extraño sonido parecía
tonto. «Enciende el jodido fuego.» Enterró la hoja
del hacha en el borde de otro tronco.
Cuando había cortado una cantidad suficiente,
Glass acomodó la leña en una pila y tomó su
cuerno para pólvora. Le asustó lo poco que
quedaba. Mientras la vertía, se preguntó si debía
reservar un poco para un segundo intento. Trabajó
con torpeza, casi incapaz de controlar el
movimiento de sus manos congeladas. «No… Es
ahora o nunca.» Vació el cuerno de pólvora, luego
se estiró de nuevo para tomar el pedernal y el
raspador de metal.
Levantó el pedernal para azotar el raspador,
pero antes de que pudiera hacerlo, un enorme
rugido bajó por el valle del Yellowstone. Esta vez
lo supo: era el inconfundible estallido de un
cañón. «¡Henry!»
Glass se puso de pie y tomó su fusil. El
viento encontró un blanco de nuevo y lo azotó con
un vigor que casi lo derribó. Comenzó a caminar
pesadamente entre la profunda nieve hacia el
Yellowstone. «Espero estar en el lado correcto del
río.»
El capitán Henry se enfureció por la pérdida del
cañón. Aunque el arma era de poca utilidad en un
combate real, su valor disuasivo era considerable.
Además, un auténtico fuerte tenía un cañón y Henry
quería uno para el suyo.
Con la notable excepción del capitán, la
pérdida del cañón no había aguado el espíritu de
la celebración de Año Nuevo del fuerte. Al
contrario, la gran explosión pareció elevar el nivel
festivo. La tormenta de nieve llevó a los hombres
adentro, pero en el estrecho cuartel latía la
incansable cacofonía del caos descontrolado.
Luego la puerta del cuartel se abrió de par en
par de golpe, como si una gran fuerza se hubiera
ido acumulando antes de empujarla hacia adentro.
Los elementos irrumpieron por la puerta abierta,
unos dedos gélidos atraparon a los hombres y los
arrancaron de la acogedora comodidad del fuego
de su refugio.
—¡Cierra, maldito imbécil! —gritó Bill el
Chaparro. Luego todos voltearon hacia la puerta.
El viento ululaba afuera. La nieve se arremolinaba
alrededor de la amenazadora presencia que estaba
en el umbral como si fuera parte de la tormenta,
como si parte de la naturaleza salvaje hubiera sido
arrojada en medio de ellos.
Jim Bridger contempló horrorizado al
espectro. La nieve recién caída cubría todo su
cuerpo, revistiéndolo de un blanco congelado.
Tenía una barba rala de la que el hielo pendía
como dagas de cristal, así como desde el ala
doblada de un gorro de lana. La aparición podría
estar hecha de invierno por completo, si no fuera
por las rayas carmesí de las cicatrices que
dominaban su cara y el incandescente ardor de
plomo fundido de sus ojos. Bridger observó cómo
sus ojos recorrían el interior del cuartel,
decididos, buscando.
Un silencio estupefacto llenó el cuarto
mientras los hombres se esforzaban por
comprender la visión que tenían frente a ellos. A
diferencia de los otros, Bridger lo comprendió de
inmediato. En su mente la había visto antes. Su
culpa se encendió y giró como una rueda en su
estómago. Quería huir desesperadamente. «¿Cómo
escapas de algo que sale de tu interior?» El
renacido, Bridger lo sabía, lo buscaba a él.
Transcurrió un largo rato antes de que Black
Harris dijera finalmente:
—Por Dios. Es Hugh Glass.
Glass miró los rostros anonadados que
estaban frente a él. Un gesto de decepción
apareció brevemente en su rostro al no encontrar a
Fitzgerald entre los hombres, aunque sí a Bridger.
Sus ojos se habrían encontrado de no ser porque
Bridger se dio la vuelta. «Igual que antes.» Vio el
cuchillo conocido que ahora Bridger llevaba en la
cintura. Glass levantó el fusil y lo amartilló.
El deseo de dispararle a Bridger casi lo
sobrepasó. Tras haberse arrastrado durante cien
días hasta llegar a este momento, la posibilidad de
vengarse ahora era inmediata, para consumarla no
tenía más que apretar suavemente el gatillo. Pero
una simple bala parecía demasiado intangible para
expresar su rabia; era como una abstracción en un
momento en que anhelaba la satisfacción del
cuerpo a cuerpo. Como si fuera un hombre
famélico ante un banquete, podría detenerse un
instante para disfrutar el último momento del
hambre dolorosa que estaba a punto de ser
saciada. Glass bajó el rifle y lo recargó contra la
pared.
Caminó lentamente hacia Bridger: los otros
hombres le abrieron paso mientras se aproximaba.
—¿Dónde está mi cuchillo, Bridger? —
Estaba justo frente a él. Bridger giró la cabeza
para ver a Glass. Sintió la familiar desconexión
entre el deseo de explicarse y su incapacidad para
hacerlo.
—Levántate —dijo Glass.
Bridger se puso de pie.
El primer puñetazo de Glass lo golpeó con
fuerza en la cara. Bridger no se resistió. Vio venir
el golpe, pero no volteó la cabeza y ni siquiera
hizo una mueca. Glass sintió cómo se rompía el
cartílago de la nariz de Bridger y vio que un
torrente de sangre comenzaba a correr. Había
imaginado la satisfacción de ese momento cientos
de veces, y ahora había llegado. Se alegraba de no
haberle disparado, de no haberse privado del
placer carnal de la venganza.
El segundo golpe de Glass se estrelló contra
la barbilla de Bridger, lanzándolo de espaldas
contra la pared de madera del cuartel. De nuevo,
Glass se regodeó en la pura satisfacción del
contacto. La pared evitó que Bridger cayera,
manteniéndolo de pie.
Glass se acercó más a Bridger y soltó una
ráfaga de golpes contra su rostro. Cuando la sangre
se volvió tan densa que sus golpes se deslizaban
sin surtir efecto, dirigió los puños hacia el
estómago de Bridger. El chico se encogió mientras
se quedaba sin aire, cayendo finalmente al suelo.
Glass comenzó a patearlo y Bridger no podía o no
quería defenderse. Bridger también había visto
cómo se avecinaba este día. Era su día del juicio y
no se sentía con derecho a oponerse.
Finalmente Puerco dio un paso al frente.
Aunque seguía en la niebla del alcohol, había
reconstruido el significado del violento
espectáculo que se desarrollaba frente a él.
Claramente Bridger y Fitzgerald mintieron sobre el
tiempo que pasaron con Glass. Aun así, se sentía
mal el dejar que Glass entrara y matara a su amigo
y camarada. Puerco se estiró para detener a Glass
por detrás.
Pero alguien lo detuvo a él. Se dio la vuelta y
vio al capitán Henry. Puerco le reclamó.
—¿Va a dejar que mate a Bridger?
—No voy a hacer nada —dijo el capitán.
Puerco comenzó a protestar, pero Henry lo detuvo
—. Esto es una decisión de Glass.
Glass lanzó otra patada brutal. Aunque intentó
contenerla, Bridger soltó un gemido ante el
impacto del golpe. Glass se paró sobre la figura
encogida a sus pies, jadeando por el puro esfuerzo
de la golpiza que había propinado. Sintió que el
corazón le latía en las sienes mientras sus ojos se
posaban en el cuchillo que Bridger llevaba en el
cinturón. En su mente vio a Bridger parado en la
orilla del claro aquel día, atrapando el cuchillo
que Fitzgerald le había lanzado. «Mi cuchillo.» Se
agachó y sacó el largo filo de su funda. Pensó en
las veces que había necesitado ese cuchillo y se
erizó por el odio de nuevo. ¿Cuánto tiempo se
había alimentado de la idea de ese momento? Y
ahora había llegado, una venganza más perfecta de
la que su mente había creado. Giró el cuchillo en
su mano sintiendo su peso, preparado para llevarlo
a su destino.
Miró a Bridger en el suelo y algo inesperado
comenzó a ocurrir. La perfección del momento
comenzó a evaporarse. Bridger miró a Glass y, en
sus ojos, Glass no vio malicia, sino miedo; no vio
resistencia, sino resignación. «¡Defiéndete,
maldito!» Necesitaba una mínima oposición para
justificar la estocada final.
Nunca llegó. Glass siguió sosteniendo el
cuchillo, contemplando al chico. «¡Un chico!»
Mientras Glass lo miraba, nuevas imágenes
compitieron de pronto con el recuerdo del cuchillo
robado. Recordó al chico curando sus heridas,
discutiendo con Fitzgerald. También vio otras
imágenes, como el rostro pálido de La Vièrge en la
ladera del Missouri.
La respiración de Glass comenzó a hacerse
más lenta. Sus sienes dejaron de pulsar en
sincronía con su corazón. Miró a su alrededor en
el cuarto, como si de pronto hubiera tomando
conciencia del círculo de hombres que lo rodeaba.
Contempló por un largo rato el cuchillo en su
mano, luego lo deslizó en su cinturón. Dándole la
espalda al chico, Glass se dio cuenta de que tenía
frío y avanzó hacia el fuego, extendiendo las
manos ensangrentadas hacia el calor de las llamas
chispeantes.
Veintidós
27 de febrero de 1824
Un barco de vapor llamado Dolly Madison había
llegado a Saint Louis la semana anterior. Llevaba
un cargamento de productos de Cuba que incluía
azúcar, ron y puros. William H. Ashley amaba los
puros, y se preguntó brevemente por qué el gordo
habano que sostenía entre sus labios no le estaba
ofreciendo el habitual placer. Claro que sabía la
razón. Cuando caminaba cada día hacia la ribera
no iba en busca de barcos de vapor que trajeran
baratijas del Caribe. No, iba con una voraz
expectación por una piragua cargada de pieles del
lejano oeste. «¿Dónde están?» No había tenido
noticias de Andrew Henry ni de Jedediah Smith en
cinco meses. «¡Cinco meses!»
Ashley recorría de un lado a otro la extensión
de su cavernosa oficina de la Compañía Peletera
de Rocky Mountain, incapaz de quedarse quieto en
todo el día. Se detuvo de nuevo frente al enorme
mapa de la pared. Era un adorno, o al menos lo
había sido. Ashley lo había marcado con más
alfileres que el maniquí de un sastre, y usaba un
lápiz grueso para señalar la ubicación de los ríos,
los arroyos, los establecimientos comerciales y
varios otros puntos de referencia.
Siguió con los ojos el camino río arriba por
el Missouri e intentó combatir de nuevo la
sensación de ruina inminente. Se detuvo
contemplando un punto en el río, justo al oeste de
Saint Louis, donde una de sus barcazas se había
hundido con diez mil dólares en mercancías. Se
detuvo en el alfiler que señalaba las aldeas
arikara, donde dieciséis de sus hombres habían
sido asesinados y robados, y donde ni siquiera el
poder del Ejército de los Estados Unidos había
sido capaz de abrirle camino a su empresa. Se
detuvo en la curva del Missouri donde estaban las
aldeas mandan; allí, dos años antes Henry había
perdido un rebaño de setenta caballos a mano de
los assiniboine. Siguió el Missouri más allá del
Fuerte Unión hacia las Great Falls, donde más
tarde un ataque de los pies negros obligó a Henry a
retirarse río abajo.
Miró la carta que tenía en su mano, la
consulta más reciente de uno de sus inversionistas.
La carta exigía una actualización del «estatus de la
empresa en el Missouri». «No tengo idea.» Claro,
cada centavo de la propia fortuna de Ashley iba a
Andrew Henry y Jedediah Smith.
Ashley sintió un sobrecogedor deseo de
ponerse en acción, de irse, de hacer algo,
cualquier cosa, pero no había nada más que
pudiera hacer. Ya se las había arreglado para
conseguir un préstamo para una nueva barcaza y
provisiones. La barcaza flotaba junto a un muelle
en el río y las provisiones estaban empacadas en
una bodega. Su reclutamiento para una nueva
brigada peletera tenía un exceso de solicitudes.
Pasaría las semanas seleccionando a cuarenta
hombres de los cien que aplicaron. En abril
guiaría personalmente a sus hombres al norte del
Missouri. «¡Falta más de un mes!»
¿Y adónde iría? Cuando Ashley envió a
Henry y Smith en el agosto pasado, su vago
acuerdo fue celebrar un rendezvous en el campo;
la ubicación se determinaría a través de
mensajeros. «¡Mensajeros!»
Sus ojos volvieron al mapa. Con el dedo,
trazó la línea garabateada que representaba el río
Grand. Recordaba haber dibujado esa línea de
acuerdo con la trayectoria que suponía que seguía
el río. «¿Tenía razón?» ¿El Grand trazaba una línea
directa hasta el Fuerte Unión? ¿O viraba en alguna
otra dirección? ¿Cuánto tiempo les tomó a Henry y
sus hombres llegar al fuerte? Lo suficiente,
parecía, para impedir la caza de otoño. «Si es que
siguen vivos.»
El capitán Andrew Henry, Hugh Glass y Black
Henry estaban junto a unas brasas a punto de
extinguirse en el cuartel del fuerte del Big Horn.
Henry se puso de pie y salió de la cabaña,
volviendo con los brazos llenos de madera. Puso
un gran trozo de leña sobre las brasas y los tres
hombres observaron cómo las llamas se estiraban
ansiosamente para atrapar el nuevo combustible.
—Necesito un mensajero que vaya de regreso
a Saint Louis —dijo Henry—. Debí enviar uno
antes pero quería esperar hasta que estuviéramos
establecidos en el Big Horn.
Glass valoró de inmediato la oportunidad.
—Yo iré, capitán. —Fitzgerald y el Anstadt
estaban en algún lugar al sur del Missouri.
Además, un mes en compañía de Henry había sido
más que suficiente para recordarle a Glass la nube
gris de la que el capitán no podía deshacerse.
—Bien. Te daré tres hombres y caballos.
Supongo que estás de acuerdo con que tenemos
que mantenernos alejados del Missouri.
Glass asintió.
—Creo que debemos intentarlo por el
Powder hacia el Platte. De allí, iremos
directamente al Fuerte Atkinson.
—¿Por qué no el Grand?
—Hay más posibilidades de encontrarnos con
ree en el Grand. Además, si tenemos suerte
podemos encontrarnos con Jed Smith en el
Powder.
Al día siguiente, Puerco escuchó de boca de
un trampero llamado Red Archibald que Hugh
Glass iba a volver a Saint Louis para llevarle un
mensaje a William H. Ashley de parte del capitán.
Buscó de inmediato al capitán Henry y se ofreció
para ir. Por mucho que temiera un viaje lejos de la
relativa comodidad del fuerte, la idea de quedarse
era peor. No estaba hecho para la vida de
trampero y lo sabía. Pensó en cuando era aprendiz
de tonelero. Extrañaba su antigua vida y sus
rudimentarias comodidades más de lo que creía
posible.
Red también iba. Y un amigo suyo, un inglés
patizambo llamado William Chapman. Red y
Chapman planeaban renunciar cuando corrió el
rumor de que enviarían mensajeros a Saint Louis.
El capitán Henry incluso ofrecía una recompensa
para los voluntarios. Acompañar a Glass les
evitaba el problema de escaparse. Podían irse
antes y recibir un pago por tener ese privilegio.
Chapman y Red apenas podían creer su buena
suerte.
—¿Recuerdas la taberna del Fuerte Atkinson?
—preguntó Red.
Chapman se rio. La recordaba bien; allí tomó
el último trago de whisky decente en su camino río
arriba por el Missouri.
John Fitzgerald no escuchaba nada del escándalo
obsceno de la taberna del Fuerte Atkinson. Estaba
demasiado enfocado en sus cartas, levantándolas
una por una, conforme las repartían, de la
manchada cubierta de fieltro de la mesa. Un as…
«Tal vez mi suerte está cambiando.» Cinco…
Siete… Cuatro… Y entonces: un as. «¡Sí!» Echó
un vistazo alrededor de la mesa. El lisonjero
teniente con la enorme pila de monedas echó tres
cartas sobre la mesa y dijo:
—Tomo tres y apuesto cinco dólares.
El proveedor del ejército tiró todas sus
cartas.
—No voy.
Un barquero fornido echó una sola carta y
deslizó cinco dólares al centro de la mesa.
Fitzgerald tiró tres cartas mientras evaluaba a
su competencia. El barquero era un idiota,
posiblemente apostaría con una escalera o un
color. El teniente probablemente tenía un par, pero
no uno que pudiera vencer a sus ases.
—Veo tus cinco y subo cinco.
—¿Ves mis cinco y subes cinco con qué? —
preguntó el teniente.
Fitzgerald sintió que la sangre se le subía a la
cara y notó la conocida pulsación en sus sienes.
Había perdido cien dólares, cada centavo de las
pieles que le había vendido esa tarde al
proveedor. Se volvió hacia él.
—Bueno, viejo, te venderé la segunda mitad
de ese paquete de castor. El mismo precio, cinco
dólares por piel.
Aunque era un mal jugador de cartas, era un
comerciante cauteloso.
—El precio ha bajado desde esta tarde. Te
daré tres dólares por piel.
—¡Hijo de puta! —siseó Fitzgerald.
—Dime como quieras —respondió el
proveedor—. Pero ese es mi precio.
Fitzgerald le echó otra mirada al pretencioso
teniente; luego asintió hacia el proveedor, quien
contó sesenta dólares de una bolsa de cuero y
apiló las monedas frente a Fitzgerald. Este
procedió a deslizar diez dólares al centro de la
mesa.
El repartidor le echó una carta al barquero y
tres a Fitzgerald y el teniente. Fitzgerald las
levantó… Siete… Jota… Tres. «¡Maldita sea!»
Luchó para mantener su rostro impasible. Levantó
la vista y vio al teniente contemplándolo, con una
ligerísima sonrisa en la comisura de la boca.
«Bastardo.» Fitzgerald empujó el resto de su
dinero al centro de la mesa.
—Subo cincuenta dólares.
El barquero silbó y tiró sus cartas sobre la
mesa.
Los ojos del teniente recorrieron el montículo
de dinero del centro de la mesa y se posaron en
Fitzgerald.
—Es mucho dinero, señor… ¿Cómo era?
¿Fitzpatrick?
Fitzgerald luchó para controlarse.
—Fitzgerald.
—Fitzgerald, sí, perdón.
Fitzgerald evaluó al teniente. «Se va a retirar.
No tiene valor.»
El teniente sostuvo sus cartas con una mano y
tamborileó con los dedos de la otra. Apretó los
labios, haciendo que su largo bigote cayera aún
más. Eso molestó a Fitzgerald, especialmente por
la forma en que lo miraba.
—Veo tus cincuenta y los igualo —dijo el
teniente.
Fitzgerald sintió que se le encogía el
estómago. Se le tensó la quijada mientras volteaba
el par de ases.
—Un par de ases… —dijo el teniente—.
Bien… Eso habría matado a mi pareja. —Bajó un
par de treses—. Salvo porque tengo otro. —Lanzó
otro tres sobre la mesa—. Creo que ya terminó por
hoy, señor Fitz lo que sea… A menos que el buen
proveedor le compre su pequeña canoa. —El
teniente se estiró hacia la pila de dinero del centro
de la mesa.
Fitzgerald sacó el cuchillo para desollar de
su cinturón y lo enterró en el dorso de la mano del
teniente, quien gritó cuando el cuchillo atrapó su
mano contra la mesa. Fitzgerald tomó una botella
de whisky y la estrelló contra la cabeza de su
lastimero oponente. Estaba listo para embestir la
garganta del teniente con el cuello dentado de la
botella cuando dos soldados lo tomaron por detrás
y lucharon con él hasta derribarlo.
Fitzgerald pasó la noche en la cárcel. Por la
mañana se encontró con grilletes, parado frente a
un comandante en una sala desordenada disfrazada
de juzgado.
El comandante habló largamente en un tono
forzado y con una cadencia que no tenía sentido
para Fitzgerald. El teniente estaba allí, con una
venda ensangrentada en la mano. El comandante
interrogó al teniente durante media hora, luego
hizo lo mismo con el proveedor, el barquero y
otros tres testigos del bar. A Fitzgerald todo el
proceso le pareció raro, ya que no tenía intención
de negar que había acuchillado al teniente.
Después de una hora el comandante le dijo a
Fitzgerald que se acercara «al estrado», que
Fitzgerald supuso era el escritorio bastante
corriente detrás del que el oficial se había
instalado.
El comandante dijo:
—Este tribunal militar lo encuentra culpable
del ataque. Puede elegir entre dos sentencias:
cinco años de prisión o tres años enlistado en el
Ejército de los Estados Unidos.
Un cuarto de los hombres del Fuerte Atkinson
habían desertado ese año. El comandante se
aprovechaba completamente de las oportunidades
que tenía para reponer sus tropas.
Para Fitzgerald, la decisión era simple.
Conocía la cárcel. Sin duda podría escaparse en
algún momento, pero enlistarse era un camino
mucho más fácil.
Más tarde ese mismo día, John Fitzgerald
levantó la mano derecha e hizo un juramento de
lealtad a la Constitución de los Estados Unidos de
América como nuevo soldado raso en el sexto
regimiento del ejército. Hasta que pudiera
desertar, el Fuerte Atkinson sería su hogar.
Hugh Glass estaba atando una alforja a un
caballo cuando vio a Jim Bridger caminar hacia él
por el campo. Hasta ese momento, el chico lo
había evitado escrupulosamente. Esta vez, tanto su
andar como su mirada eran firmes. Glass detuvo lo
que estaba haciendo y miró al chico acercarse.
Cuando Bridger llegó donde estaba Glass, se
detuvo.
—Quiero que sepas que lamento lo que hice.
—Hizo una breve pausa antes de agregar—:
Quería que lo supieras antes de que te fueras.
Glass comenzó a responder, pero se detuvo.
Se había preguntado si el chico lo buscaría.
Incluso había pensado en lo que le diría; en su
mente había ensayado un largo discurso. Pero al
mirar al chico, los detalles de lo que había
preparado lo evitaban. Sintió algo inesperado, una
extraña mezcla de lástima y respeto.
Finalmente Glass solo dijo:
—Sigue tu propio camino, Bridger.
Luego volvió al caballo.
Una hora después, Hugh Glass y sus tres
compañeros dejaron el fuerte del Big Horn camino
al Powder y el Platte.
Veintitrés
6 de marzo de 1824
Solamente
las colinas más altas recibían los
escasos rayos de sol. Y mientras Glass los
contemplaba, incluso estos iban extinguiéndose.
Era un interludio que le parecía tan sagrado como
el Sabbath, la breve transición entre la luz del día
y la oscuridad de la noche. Al ponerse, el sol se
llevaba con él la hostilidad del valle. Los vientos
ululantes menguaban y eran reemplazados por una
profunda calma que parecía imposible para una
panorámica tan vasta. Los colores también se
transformaban. Los brillantes tonos del día se
mezclaban y se volvían borrosos, suavizados por
toques de negro y azul.
Era un momento para la reflexión en un
espacio tan amplio que solo podía ser divino. Y si
Glass creía en un dios, definitivamente estaba en
ese gran paraje del oeste. No era una presencia
física, sino una idea, algo más allá de la capacidad
de comprensión del hombre. Algo más grande.
La oscuridad se volvió más profunda
mientras contemplaba las estrellas que surgían,
tenues al principio, luego tan brillantes como las
luces de un faro. Había pasado mucho tiempo
desde que estudió las estrellas, aunque conservaba
fijas en su mente las enseñanzas del viejo capitán
holandés:
—Conoce las estrellas y siempre tendrás una
brújula.
Glass eligió la Osa Mayor y siguió su guía
hasta la Estrella Polar. Más al este, Orión, el
cazador, con su vengativa espada lista para atacar,
dominaba el horizonte.
Red interrumpió el silencio
—Te toca la guardia nocturna, Puerco. —Red
llevaba un cuidadoso registro de la repartición de
tareas.
Puerco no necesitaba que se lo recordara.
Acomodó su manta estirándola sobre su cabeza y
cerró los ojos
Esa noche acamparon en un seco desfiladero
que cortaba la llanura como una enorme herida. El
agua lo había formado, pero no las suaves y
nutritivas lluvias que había en otros lugares.
Llegaba a la alta llanura con la corriente torrencial
de una inundación de primavera o como la violenta
semilla
de
una
tormenta
de
verano.
Desacostumbrado a la humedad, el suelo no podía
absorberla. El efecto del agua no era alimentar,
sino destruir.
Puerco estaba seguro de que se acababa de
dormir cuando sintió el persistente golpeteo del
pie de Red.
—Te toca —dijo Red. Puerco gruñó y se
incorporó hasta quedarse sentado antes de
arreglárselas para ponerse de pie. La Vía Láctea
era como un río blanco que cruzaba el cielo de
medianoche. Puerco levantó la mirada por un
momento, pensando solamente que el cielo
despejado enfriaba más. Se envolvió con su manta
los hombros, tomó su fusil y caminó quebrada
abajo.
Dos shoshones observaban el cambio de
guarda desde detrás de un matorral de artemisas.
Eran niños, Oso Pequeño y Conejo, doceañeros en
busca de carne, no gloria. Pero era la gloria la que
ahora se plantaba frente a ellos en la forma de
cinco caballos. Los chicos se imaginaron
galopando hacia su aldea. Imaginaron las fogatas y
el banquete con los que los agasajarían.
Imaginaron las historias que contarían sobre su
astucia y su valor. Apenas podían creer su buena
suerte mientras contemplaban el desfiladero,
aunque la cercanía de la oportunidad los llenaba
tanto de miedo como de emoción.
Esperaron hasta la última hora antes del alba,
con la esperanza de que la atención del vigilante
menguara conforme la noche se disipaba. Así fue.
Podían escuchar los ronquidos del hombre
mientras salían del matorral. Dejaron que los
caballos los vieran y los olieran mientras trepaban
el desfiladero. Los animales estaban tensos pero
silenciosos;
observaban
el
acercamiento
deliberado con las orejas atentas.
Cuando los chicos llegaron a los caballos
finalmente, Oso Pequeño extendió lentamente los
brazos y acarició el largo cuello del animal más
cercano, susurrando para tranquilizarlo. Conejo
siguió el ejemplo de Oso Pequeño. Les dieron
unas palmadas a los caballos durante varios
minutos, ganándose la confianza de los animales
antes de que Oso Pequeño sacara su cuchillo y
fuera a trabajar en las trabas que mantenían juntas
las patas delanteras de cada animal.
Los chicos habían cortado las trabas de
cuatro de los cinco caballos cuando escucharon
que el centinela se movía. Se congelaron, cada uno
preparado para saltar sobre un caballo e irse a
todo galope. Contemplaron la oscura corpulencia
del guardia y este pareció acomodarse de nuevo.
Conejo le hizo una seña urgente a Oso Pequeño…
«¡Vámonos!» Oso Pequeño negó con la cabeza,
señalando con decisión al quinto caballo. Avanzó
hacia el animal y se agachó para cortar la traba. Su
cuchillo había perdido el filo, y le tomó una
cantidad de tiempo angustiosa serruchar
lentamente el retorcido cuero sin curtir. Con
creciente frustración y nerviosismo, Oso Pequeño
jaló con fuerza el cuchillo. El cuero se partió y su
brazo salió impulsado hacia atrás. Su codo se
estrelló contra la espinilla del caballo, el cual
relinchó con fuerza como protesta.
El sonido sacó a Puerco de su sueño de
golpe. Se levantó con torpeza, con los ojos muy
abiertos y el rifle amartillado mientras corría
hacia los caballos. Se detuvo de golpe cuando una
figura oscura apareció frente a él. Derrapó al
detenerse, sorprendido de encontrarse con un niño.
El chico, Conejo, se veía tan amenazante como uno
de sus tocayos, todo ojos grandes y extremidades
larguiruchas. Pero en una de esas extremidades
sostenía un cuchillo; en la otra, un trozo de cuerda.
Puerco tuvo problemas para saber qué hacer. Su
trabajo era defender los caballos, pero incluso con
el cuchillo, el chico le parecía muy poco para ser
una amenaza. Finalmente, simplemente le apuntó
con su rifle y gritó:
—¡Detente!
Oso Pequeño contempló horrorizado la
escena. Nunca había visto un hombre blanco antes
de esa noche, y este ni siquiera parecía humano.
Era enorme, con un pecho como de oso y el rostro
cubierto de pelo como el fuego. El gigante se
acercó a Conejo, gritando enloquecido y
apuntándole con su arma. Sin pensarlo, Oso
Pequeño se abalanzó hacia el monstruo,
enterrándole el cuchillo en el pecho.
Puerco vio un borrón a su lado antes de sentir
la puñalada. Se quedó ahí, pasmado. Oso Pequeño
y Conejo también se quedaron quietos, todavía
aterrados por la criatura que estaba frente a ellos.
Puerco sintió que sus piernas se debilitaban de
pronto y cayó sobre sus rodillas. El instinto le dijo
que apretara el gatillo. Su arma explotó, lanzando
una bala inofensiva hacia las estrellas.
Conejo se las arregló para tomar un caballo
por la crin, impulsándose para subir al lomo del
animal. Le gritó a Oso Pequeño, quien echó un
último vistazo al monstruo agonizante antes de
saltar junto a su amigo. No controlaban el caballo,
que casi los aplastó antes de que los cinco
animales salieran a todo galope desfiladero abajo.
Glass y los demás llegaron justo a tiempo
para ver cómo sus caballos desaparecían en la
noche. Puerco seguía de rodillas, con las manos
apretadas contra el pecho. Luego cayó de lado.
Glass se inclinó sobre él, apartándole las
manos de la herida. Echó hacia atrás la camisa de
Puerco. Los tres hombres contemplaron con
seriedad la oscura tajada directamente sobre su
corazón.
Puerco levantó la vista hacia Glass, con una
terrible mezcla de súplica y miedo en los ojos.
—Arréglame, Glass.
Glass tomó su enorme mano y la estrechó con
fuerza.
—No creo que pueda, Puerco.
Puerco tosió. Su gran cuerpo se sacudió con
fuerza, como el pesado momento antes de que un
enorme árbol caiga. Glass sintió que la mano se
aflojaba.
El gigante soltó un último suspiro y murió
bajo el brillante cielo de la llanura.
Veinticuatro
7 de marzo de 1824
Hugh Glass apuñaló la tierra con su cuchillo; la
hoja apenas penetró dos centímetros cuando
mucho. Debajo, la tierra congelada seguía intacta.
Glass la removió durante casi una hora antes de
que Red apuntara:
—No puedes cavar una tumba así.
Glass se sentó doblando las piernas debajo
de su cuerpo y jadeando por el esfuerzo.
—Avanzaría más si me ayudaras.
—Te ayudaré, pero no le veo mucho sentido a
cavar en el hielo.
Chapman levantó la vista de una costilla de
antílope lo suficiente para agregar:
—Puerco necesitará un gran agujero.
—Podemos construirle una de esas
estructuras donde entierran a los indios —sugirió
Red.
Chapman bufó.
—¿Con qué la vas a construir? ¿Con
matorrales de salvia? —Red miró a su alrededor,
como si se acabara de dar cuenta de que estaban
en una llanura sin árboles—. Además, Puerco es
demasiado grande para que lo subamos a una de
esas estructuras.
—¿Y si solo lo cubrimos con una gran pila de
rocas? —Esa idea tenía ventaja, y pasaron media
hora peinando el área en busca de piedras. Pero al
final solo lograron encontrar una docena más o
menos. Tuvieron que extirpar la mayoría de la
misma tierra congelada que les impedía cavar una
tumba.
—Estas ni siquiera son suficientes para
cubrir su cabeza —dijo Chapman.
—Bueno —agregó Red—. Si le cubrimos la
cabeza, al menos las urracas no le picarán la cara.
Red y Chapman se sorprendieron cuando
Glass se dio la vuelta de pronto y se alejó del
campamento.
—¿Y ahora adónde va? —preguntó Red—.
¡Oye! —le gritó a Glass—. ¿Adónde vas? —Glass
los ignoró y siguió caminando hacia una pequeña
meseta a menos de medio kilómetro de distancia.
—Espero que esos shoshones no vuelvan
mientras él no está.
Chapman asintió con la cabeza.
—Encendamos un fuego y cocinemos más
antílope.
Glass volvió cerca de una hora después.
—Hay una formación de piedras en la base
de esa meseta —dijo—. Es lo suficientemente
grande para meter a Puerco.
—¿En una cueva?
Chapman lo pensó por un minuto.
—Pues supongo que es como una especie de
cripta.
Glass miró a los dos hombres y dijo:
—Es lo mejor que podemos hacer. Apaguen
el fuego y sigamos adelante con esto.
No había una forma digna de mover a Puerco.
No había materiales con los que construir una
camilla y era demasiado pesado para cargarlo. Al
final, lo pusieron boca abajo sobre una manta y lo
arrastraron hacia la meseta. Dos hombres se
turnaban con Puerco mientras el tercero cargaba
los cuatro fusiles. Hicieron lo mejor que pudieron
para bordear los cactus y las yucas que
obstaculizaban el camino, con resultados dispares.
Dos veces Puerco se les cayó al suelo, formando
con su cuerpo rígido un lastimero y desgarbado
montículo.
Les tomó más de media hora llegar a la
meseta. Rodaron a Puerco sobre su espalda y lo
cubrieron con la manta mientras recolectaban
piedras, ahora abundantes, para sellar la
improvisada cripta. Era de arenisca, y las piedras
se extendían por un espacio de metro y medio de
ancho por poco más de medio metro de alto. Glass
usó la culata del rifle de Puerco para despejar el
interior. Algún animal había establecido allí su
madriguera, aunque no había señales de ocupación
reciente.
Apilaron un gran montículo de piedras
sueltas, más de las que necesitaban, aparentemente
indecisos de pasar a la última etapa. Finalmente
Glass lanzó una piedra a la pila y dijo:
—Es suficiente.
Avanzó hacia el cuerpo de Puerco y los otros
hombres lo ayudaron a jalar al muerto hacia la
abertura de la cripta improvisada. Lo dejaron allí;
todos lo contemplaban.
La tarea de decir algo recayó en Glass. Se
quitó su sombrero y los otros hombres pronto
siguieron su ejemplo, como si les apenara
necesitar una señal. Glass intentó aclararse la
garganta. Buscó las palabras de la Biblia sobre «el
valle de la muerte», pero no pudo recordar lo
suficiente. Al final, lo mejor que se le ocurrió fue
el Padre Nuestro. Lo recitó con la voz más fuerte
que pudo reunir. Había pasado mucho tiempo
desde la última vez que Red o Chapman habían
rezado, pero mascullaron algunas palabras cuando
una frase les evocó un recuerdo distante.
Cuando terminaron, Glass dijo:
—Nos turnaremos para cargar su fusil. —
Luego se agachó y tomo el cuchillo del cinturón de
Puerco—. Red, parece que a ti te serviría un
cuchillo. Chapman, te puedes quedar con su cuerno
para pólvora.
Chapman aceptó el cuerno con solemnidad.
Red giró el cuchillo en su mano. Con una pequeña
sonrisa y un breve destello de entusiasmo, dijo:
—Es una navaja bastante buena.
Glass se agachó y le quitó a Puerco la
pequeña faltriquera que usaba alrededor del
cuello. Volteó el contenido en el suelo. Un
pedernal y un raspador de metal salieron rodando,
junto con varias balas de mosquete, torundas... y
un delicado brazalete de latón. A Glass le pareció
una extraña posesión para el hombre gigantesco.
«¿Qué historia conecta la coqueta baratija con
Puerco? ¿Una madre muerta? ¿Una novia
abandonada?» Nunca lo sabrían, y la
irrevocabilidad del misterio llenó a Glass de
pensamientos melancólicos sobre sus propios
souvenirs.
Glass tomó el pedernal y el raspador, las
balas y las torundas, y las guardó en su propia
bolsa de caza.
La luz del sol se reflejaron el brazalete. Red
se estiró para tomarlo, pero Glass lo detuvo por la
muñeca.
Los ojos de Red brillaron mientras intentaba
defenderse.
—Ahora no lo necesita.
—Tú tampoco. —Glass devolvió el brazalete
a la faltriquera de Puerco y luego levantó su
enorme cabeza para recolocar la bolsa alrededor
de su cuello.
Tardaron una hora en terminar su trabajo.
Tuvieron que doblarle las piernas para que
cupiera. Apenas había suficiente espacio entre
Puerco y las paredes de la formación para jalar la
manta sobre su cuerpo. Glass hizo lo mejor que
pudo para acomodar la tela lo más apretada
posible sobre el rostro del hombre muerto.
Apilaron las rocas para sellar la cripta cuanto
pudieron. Glass puso la última piedra, recogió su
rifle y se alejó caminando. Red y Chapman
contemplaron por un momento la pared de piedra
que habían construido, luego se fueron a seguir a
Glass.
Caminaron junto a las montañas, río abajo por el
Powder, durante dos días más, hasta donde el río
trazaba una curva cerrada hacia el oeste.
Encontraron un arroyo hacia el sur y lo siguieron
hasta que se extinguió, devorado por las llanuras
alcalinas de la tierra más espantosa que habían
cruzado. Siguieron avanzando hacia el sur en
dirección a una montaña baja rematada por una
superficie plana como una mesa. Frente a ella,
corría el ancho y bajo caudal del río Platte Norte.
El día antes de llegar al Platte se levantó un
fuerte viento y la temperatura comenzó a descender
rápidamente. Para el final de la mañana unas nubes
apretadas llenaban el aire de enormes e hinchados
copos. Glass aún recordaba perfectamente la
tormenta de nieve en el Yellowstone, y esta vez
juró que no correría riesgos. Se detuvieron en la
siguiente alameda. Red y Chapman construyeron un
tosco pero sólido cobertizo mientras Glass cazaba
y preparaba un venado.
Para el inicio de la tarde una tormenta de
nieve hecha y derecha azotó el valle del Platte
Norte. Los enormes álamos chirriaban con los
azotes del viento ululante y la nieve húmeda se
acumulaba rápidamente a su alrededor, pero se
mantenían firmes. Se envolvieron en mantas y
mantuvieron un enorme fuego ardiendo frente al
cobertizo. El calor se elevaba desde la gran pila
de brasas carmesí que se amontonaban conforme
avanzaba la noche. Asaron la carne de venado en
el fuego y gracias a la comida su interior entró en
calor. El viento comenzó a disminuir una hora
antes del alba, y para cuando amaneció la tormenta
había pasado. El sol se levantó sobre un mundo tan
uniformemente blanco que tuvieron que entrecerrar
los ojos ante su brillante resplandor.
Glass exploró río abajo mientras Red y
Chapman levantaban el campamento. Tuvo
problemas para caminar entre la nieve. La
superficie de la gruesa capa de nieve se endureció
y soportaba cada paso por un instante, pero luego
se quebraba y a Glass se le hundían los pies.
Había montículos de casi un metro de alto. Aunque
suponía que el sol de marzo los derretiría en un
día o dos, mientras tanto la nieve entorpecería su
avance. Glass maldijo de nuevo por la pérdida de
los caballos. Se preguntó si debían esperar y
almacenar una reserva de carne seca en ese
tiempo. Una buena reserva evitaría la búsqueda
diaria de comida. Y, claro, entre más rápido se
movieran, mejor. Varias tribus consideraban el
Platte su territorio de caza: los shosones, los
cheyennes, los pawnee, los arapajó, los sioux.
Algunas podían ser amistosas, pero la muerte de
Puerco enfatizó el peligro.
Glass subió hasta la cima de una colina y se
detuvo de golpe. A menos de cien metros había un
pequeño rebaño de más o menos cincuenta
búfalos, manteniendo una protectora formación
circular tras librar su propia batalla con la
tormenta. El macho dominante lo vio
inmediatamente. El animal giró hacia el rebaño y
la gran masa de búfalos comenzó a moverse. «Van
a lanzarse en estampida.»
Glass se hincó sobre una rodilla y se llevó el
rifle al hombro. Apuntó hacia una hembra
voluminosa y disparó. Vio que la hembra se
tambaleaba por el disparo, pero se mantuvo de
pie. «No es suficiente pólvora a esta distancia.»
Dobló la cantidad y recargó en diez segundos.
Apuntó de nuevo hacia la hembra y jaló el gatillo.
El animal se desplomó sobre la nieve.
Observó el horizonte mientras empujaba la
baqueta en el interior del cañón con fuerza.
Cuando volvió la vista al rebaño, Glass se
sorprendió de ver que no había salido en
estampida alejándose de su alcance, y a pesar de
eso cada animal parecía inquieto. Observó a un
macho esforzándose por llegar al frente del
rebaño. El animal se lanzó hacia adelante,
hundiénsose hasta el pecho en la nieve profunda.
«Apenas se pueden mover.»
Glass se preguntó si debería dispararle a otra
hembra o cría, pero rápidamente decidió que
tenían carne más que suficiente. «Qué mal», pensó.
«Pude haberle disparado a una docena si hubiera
querido.»
Entonces se le ocurrió una idea y se preguntó
por qué no lo había pensado antes. Avanzó hasta
estar a unos treinta y cinco metros del rebaño,
apuntó hacia el macho más grande que encontró y
disparó. Volvió a cargar y rápidamente le disparó
a otro macho. De pronto dos tiros retronaron tras
él. Una cría cayó sobre la nieve y cuando Glass
volteó vio a Chapman y Red.
—¡Ajúa! —gritó Red.
—¡Ajúa! —respondió Glass.
Red y Chapman avanzaron a su lado,
recargando con ansiedad.
—¿Por qué? —preguntó Chapman—. Las
crías saben mejor.
—Lo que quiero son las pieles —dijo Glass
—. Vamos a hacer un bote de piel de búfalo.
Cinco minutos después once machos yacían
muertos en el pequeño valle. Era más de lo que
necesitaban, pero Red y Chapman entraron en un
frenesí cuando comenzó el tiroteo. Glass empujó
con fuerza su baqueta para recargar. La ráfaga de
disparos había ensuciado su cañón. Solo cuando la
carga estuvo asentada y la batea lista se acercó al
macho más cercano.
—Chapman, ve a esa cresta y echa un vistazo
a los alrededores. Acabamos de hacer mucho
ruido. Red, pon a trabajar ese nuevo cuchillo.
Glass se aproximó al macho más cercano. En
su ojo empañado brillaba la última chispa de vida
mientras su sangre se derramaba a su alrededor
sobre la nieve. Glass pasó del macho a la hembra.
Sacó su cuchillo y cortó la garganta del animal.
Quería asegurarse de que estaba bien desangrada
cuando la comieran.
—Ven, Red. Es más fácil si los desollamos
juntos.
Rodaron a la hembra sobre su costado y
Glass hizo un corte profundo a lo largo de su
panza. Red jaló el pellejo con las manos mientras
Glass lo separaba del cuerpo. Extendieron el
cuero con el pelo hacia arriba mientras sacaban
los mejores cortes: la lengua, el hígado, la joroba
y las entrañas. Lanzaron la carne sobre el cuero y
luego volvieron a trabajar en los machos.
Chapman regresó y Glass lo puso a trabajar
también.
—Necesitamos cortar un cuadro tan grande
como podamos de cada piel, así que no cortes a lo
loco.
Con los brazos rojos hasta el hombro, Red
levantó la vista del búfalo muerto. Disparar había
sido revitalizante; desollar los animales era un
maldito caos.
—¿Por qué no hacemos una balsa
simplemente? —se quejó—. Hay suficiente
madera junto al río.
—El
Platte
está
demasiado
bajo,
especialmente en esta época del año. —Más allá
de la abundancia de material, el gran beneficio del
bote de piel de búfalo era su calado: menos de
veinticinco centímetros. Aún faltaban meses para
la escorrentía de la montaña que inundaría las
riberas. Al inicio de la primavera, el cauce del
Platte apenas era un hilo.
Alrededor del mediodía, Glass envió a Red
de vuelta al campamento a encender fogatas donde
secar la carne. Red arrastró por la nieve la piel de
la hembra cargada con cortes selectos. Tomaron
las lenguas de los machos, pero fuera de eso solo
se preocuparon por las pieles.
—Pon a asar ese hígado y un par de lenguas
para esta noche —gritó Chapman.
Desollar a los animales era el primero de
muchos pasos. Con cada piel, Glass y Chapman
trabajaban para cortar el recuadro más grande
posible; necesitaban orillas uniformes. Sus
cuchillos rápidamente perdieron el filo por el
denso pelaje invernal, forzándolos a detenerse a
menudo para afilar sus navajas. Cuando
terminaron, se necesitaron tres viajes para
arrastrar las pieles de regreso al campamento. La
luna llena bailaba alegremente sobre el Platte
Norte para cuando tendieron la última piel en un
claro cerca del campamento.
Había que reconocerle a Red que trabajó con
esmero. Tres fuegos bajos ardían en fogatas
rectangulares. Cortó toda la carne en tiras y las
colgó sobre las rejillas de sauce. Red se atiborró
durante toda la tarde, y el olor de la carne
asándose era irresistible. Glass y Chapman se
llenaron la boca una y otra vez de la suculenta
carne. Comieron por horas, satisfechos no solo por
la comida abundante, sino también por la ausencia
de viento y frío. Parecía increíble que se hubieran
tenido que acurrucar para protegerse de la
tormenta de nieve la noche anterior.
—¿Alguna vez has hecho un bote de búfalo?
—preguntó Red en un momento.
Glass asintió.
—Los pawnee los usan en el Arkansas. Toma
tiempo, pero no es gran cosa, un marco de ramas
envuelto en piel, como un enorme tazón.
—No entiendo cómo flotan.
—Las pieles se estiran como tambores
cuando se secan. Solo hay que sellar las costuras
cada mañana.
Tomó una semana construir los botes. Glass
optó por dos botes más pequeños en lugar de uno
grande. Todos podían caber en uno si era
necesario. Botes más pequeños también eran más
ligeros y flotaban fácilmente en cualquier corriente
de más de treinta centímetros de profundidad.
Pasaron el primer día cortando tendones de
los búfalos muertos y construyendo los marcos.
Usaron grandes ramas de álamo para las bordas,
doblándolas en forma de aro. Desde las bordas
avanzaron
hacia
abajo,
haciendo
aros
progresivamente más estrechos. Entre los aros
trenzaron soportes verticales de gruesas ramas de
sauce, atando las uniones con tendones.
Manejar las pieles tomó la mayoría del
tiempo. Usaron seis por bote. Coserlas era un
trabajo tedioso. Con la punta de los cuchillos
hicieron agujeros; luego unieron las pieles
fuertemente, cosiéndolas con tendones. Cuando
terminaron, tenían dos cuadros gigantes, cada uno
formado de cuatro pieles extendidas de dos en dos.
En el centro de cada rectángulo pusieron los
marcos de madera. Jalaron las pieles sobre la
borda con el pelo hacia el interior del bote.
Cortaron el exceso, y las cosieron con tendones
por arriba. Cuando terminaron, pusieron los botes
boca abajo a secarse.
Para el calafateo tuvieron que hacer otro
viaje a los búfalos muertos del valle.
—Dios mío, apestan —dijo Red. Después de
la tormenta, el clima soleado había derretido la
nieve y comenzaba a pudrir los cuerpos. Las
urracas y los cuervos se arremolinaban sobre la
abundante carne, y a Glass le preocupó que los
carroñeros que volaban en círculos señalaran su
presencia. No había mucho que pudieran hacer al
respecto, salvo terminar los botes e irse.
Sacaron sebo de los búfalos y con sus hachas
arrancaron rebanadas de las pezuñas. De regreso
al campamento, combinaron la mezcla hedionda
con agua y ceniza, derritiéndolo todo lentamente
sobre las brasas hasta convertirlo en una masa
pegajosa y líquida. Su olla era pequeña, así que
les tomó dos días preparar una docena de remesas
hasta conseguir la cantidad requerida.
Aplicaron el calafateo sobre las costuras,
untando la mezcla generosamente. Glass revisó los
botes mientras se secaban bajo el sol de marzo. Un
viento seco y firme ayudaba al proceso. Estaba
complacido con el trabajo.
Se fueron a la mañana siguiente: Glass, en un
bote con los suministros; Red y Chapman, en el
otro. Requirieron más de tres kilómetros para
acostumbrarse a sus torpes navíos mientras los
empujaban con pértigas de álamo por las orillas
del Platte. Pero los botes eran fuertes.
Había pasado una semana desde la tormenta
de nieve, mucho tiempo para permanecer en un
solo lugar. Había una ruta directa hasta el Fuerte
Atkinson ahora, a ochocientos kilómetros río abajo
por el Platte. Viajar en los botes les permitiría
recuperar el tiempo. «¿Cuarenta kilómetros por
día?» Podrían llegar en tres semanas si el clima se
mantenía.
Fitzgerald debió de pasar por el Fuerte
Atkinson, pensó Glass. Se lo imaginó
pavoneándose por el fuerte con el Anstadt. ¿Qué
mentiras habría inventado para explicar su
presencia? Una cosa era segura: Fitzgerald no
pasaría desapercibido. No muchos hombres
blancos llegaban por el Missouri en invierno.
Glass visualizó en su mente la cicatriz en forma de
anzuelo de Fitzgerald. Un hombre así no se olvida.
Con la seguridad de un depredador implacable,
Glass sabía que su presa estaba en algún lugar y se
acercaba a ella más y más con cada hora que
pasaba. Encontraría a Fitzgerald porque nunca
descansaría hasta lograrlo.
Glass plantó su larga pértiga en el fondo del
Platte y empujó.
Veinticinco
28 de marzo de 1824
El río Platte llevó a Glass y sus compañeros
corriente abajo sin descanso. Durante dos días
navegaron hacia el este junto a las faldas de las
montañas bajas, suaves como el ante. Al tercer
día, el río dio una cerrada vuelta hacia el sur. Un
pico cubierto de nieve se elevaba sobre los demás
como una cabeza sobre unos anchos hombros. Por
un momento pareció que iban directo hacia el pico,
hasta que el Platte giró de nuevo, siguiendo hacia
el sur finalmente.
Hicieron buen tiempo. En ocasiones, los
vientos en contra alentaban su avance, pero
mientras viajaban era más común una brisa firme
hacia el oeste. Su provisión de carne de búfalo
seca les evitó tener que cazar. Cuando acampaban,
los botes boca abajo ofrecían un buen refugio.
Cada mañana, les tomaba una hora recalafatear las
costuras de los botes de búfalo con la provisión
que habían llevado consigo; por lo demás, podían
pasar casi cada hora del día en el agua, navegando
hacia el Fuerte Atkinson con un mínimo esfuerzo.
Glass estaba agradecido de que el río hiciera su
trabajo.
En la mañana del quinto día en los botes,
Glass estaba untando calafateo cuando Red llegó
al campamento entre trompicones.
—¡Hay un indio en la cuesta! ¡Un guerrero a
caballo!
—¿Te vio?
Red negó vigorosamente con la cabeza.
—No creo. Hay un arroyo… Parecía que
estaba revisando una trampa.
—¿Descubriste la tribu? —preguntó Glass.
—Parecía un ree.
—Mierda —dijo Chapman—. ¿Qué hacen los
ree en el Platte?
Glass desconfió del reporte de Red. Dudaba
que los arikara avanzaran hasta ese lado del
Missouri. Lo más probable era que Red hubiera
visto un cheyenne o un pawnee.
—Vamos a ver. —Por el bien de Red agregó
—: Nadie dispara a menos que yo lo haga.
Avanzaron sobre manos y rodillas conforme
se aproximaban a la cresta de la colina, con los
rifles en el hueco de los brazos. La nieve se había
derretido tiempo atrás, así que se abrieron camino
entre matorrales de salvia y altos tallos de pasto.
Desde la cima de la colina vieron al jinete, o
más bien su espalda, mientras cabalgaba por el
Platte a una distancia de menos de un kilómetro.
Apenas podían distinguir al caballo, un pinto. No
había manera de saber su tribu, solo que los indios
andaban cerca.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Red—.
No está solo. Y sabes que deben de acampar en el
río.
Glass le lanzó una mirada molesta a Red,
quien tenía una asombrosa capacidad para ver
problemas y una absoluta incapacidad para
generar soluciones. Dicho esto, probablemente
tenía razón. Los pocos arroyos por los que habían
pasado eran pequeños. Cualquier indio en el área
seguiría el curso del Platte, directo en su camino.
«Pero ¿qué opción tenemos?»
—No hay mucho que podamos hacer —dijo
Glass—. Pondremos a alguien en la ribera para
que vigile cuando lleguemos a un campo abierto.
Red comenzó a mascullar algo y Glass lo
detuvo.
—Puedo empujar mi propio bote. Ustedes son
libres de ir adonde quieran, pero yo planeo
navegar río abajo. —Se dio la vuelta y caminó de
regreso a los botes de piel de búfalo. Chapman y
Red miraron largamente al jinete que se perdía de
vista, luego se dieron la vuelta para seguir a Glass.
Tras otros dos días buenos en los botes, Glass
suponía que habrían cubierto unos doscientos
cincuenta kilómetros. Casi anochecía cuando se
acercaron a una curva complicada del Platte.
Glass pensó detenerse para pasar la noche,
esperando a que hubiera mejor luz para navegar el
tramo, pero no había un buen lugar donde
desembarcar.
El río atravesaba un estrecho entre un par de
colinas, lo que aceleraba la corriente y la hacía
más profunda. En la orilla norte, un álamo se había
caído a la mitad del río, atrapando una maraña
salvaje de escombros tras él. El bote de Glass
guio el camino durante diez metros más. La
corriente lo llevó directo hacia el árbol caído.
Hundió su pértiga para desviarse. «No alcanzo el
fondo.»
La corriente aceleró y las ramas salientes del
álamo aparecieron de pronto como espadas. Una
buena estocada y el bote de búfalo se hundiría.
Glass se levantó sobre una rodilla y apoyó el otro
pie en la nervadura del bote con firmeza. Levantó
la pértiga y buscó un lugar donde plantarla. Vio
una superficie plana en el tronco y lanzó su vara
hacia ella. La pértiga se atoró. Glass usó toda su
fuerza para virar el torpe navío en la corriente.
Escuchó el fluir del agua contra el bote mientras se
inclinaba hacia un lado, haciendo girar la
embarcación alrededor del árbol.
Glass quedó volteado, viendo directamente
hacia Red y Chapman. Ambos se prepararon para
el impacto, meciendo precariamente su bote.
Cuando Red levantó la pértiga casi golpea a
Chapman en la cara.
—¡Cuidado, idiota!
Chapman empujó la suya contra el álamo
mientras la corriente lo impulsaba con fuerza por
detrás. Red finalmente sacó su pértiga y la plantó
débilmente en los escombros.
La corriente los arrastró con fuerza, y se
agacharon mientras la corriente los empujaba a
través el árbol medio sumergido. A Red se le atoró
la camisa en una rama que se dobló por completo.
La camisa se rompió y la rama latigueó hacia
atrás, dándole a Chapman en un ojo. Este gritó por
el punzante dolor y soltó su pértiga al llevarse las
manos a la cara.
Glass siguió observándolos conforme la
corriente empujaba ambos botes alrededor de la
colina y hacia la orilla sur. Chapman estaba
arrodillado al fondo del bote de piel de búfalo,
boca abajo, presionándose el ojo con la mano. Red
miró río abajo, más allá de Glass y su bote. Glass
vio que un gesto aterrado cruzaba el rostro de Red,
quien soltó su pértiga buscando su rifle con
desesperación. Glass se dio la vuelta.
La ladera sur del Platte estaba cubierta por
dos docenas de tipis, a menos de cincuenta metros.
Un grupo de niños jugaba cerca del agua. Vieron
los botes y estallaron en gritos. Glass vio que dos
guerreros se ponían de pie de un salto junto a una
fogata. Se dio cuenta demasiado tarde de que Red
tenía razón. «¡Arikara!» La corriente condujo a los
dos botes directamente hacia el campamento.
Glass escuchó un disparo mientras veía a los
hombres del campamento tomar sus armas y correr
hacia la alta ladera junto al río. Glass dio un
empujón final con su pértiga y tomó el arma.
Red disparó y un indio rodó por la ladera.
—¿Qué pasa? —gritó Chapman, esforzándose
por ver con su ojo sano.
Red comenzó a decir algo cuando sintió una
quemazón en su estómago. Bajó la mirada y vio
que sangraba de un agujero en su camisa.
—¡Mierda, Chapman, me dispararon! —Se
levantó asustado, arrancándose la camisa para
inspeccionar la herida. Otros dos disparos lo
golpearon simultáneamente y lo lanzaron de
espaldas. Se le engancharon las piernas en la
borda al caer, ladeando el bote en la agitada
corriente del río. El agua penetró por la borda y el
bote se volteó.
Medio ciego, Chapman se descubrió de
pronto sumergido. Sintió el frío estremecedor del
agua. Por un instante, la corriente salvaje pareció
alentar su flujo, y Chapman luchó por procesar los
eventos mortíferos que lo rodeaban. Con su ojo
bueno vio el cuerpo de Red flotando río abajo; su
sangre se mezclaba con el río como tinta negra.
Escuchó el eco de unas piernas azotando el agua
en dirección a él desde la orilla del río. «¡Vienen
por mí!» Necesitaba respirar desesperadamente,
pero sabía con terrible certeza lo que lo aguardaba
en la superficie.
Finalmente no pudo soportarlo más. Sacó la
cabeza y tomó una gran bocanada de aire para
llenar sus pulmones. Ese fue su último aliento. Aún
no había recuperado la visión, así que no vio el
hacha que se aproximaba con rapidez.
Glass apuntó su rifle hacia el arikara más
cercano y disparó. Observó horrorizado que
varios arikara entraban al río y atacaban a
Chapman cuando sacó la cabeza a la superficie. El
cuerpo de Red flotaba tristemente río abajo. Glass
tomó el fusil de Puerco y escuchó un grito salvaje.
Un indio enorme arrojó una lanza desde la orilla
del río. Glass se agachó instintivamente. La lanza
perforó limpiamente un costado del bote,
enterrando su punta en los cordoncillos del lado
opuesto. Glass se asomó sobre la borda y disparó,
matando al enorme indio en la playa.
Atisbó un movimiento y miró hacia la ladera.
Había tres arikara apenas a veinte metros de
distancia, con actitud asesina. «No pueden fallar.»
Se lanzó de espaldas hacia el Platte mientras el
trío comenzaba a disparar.
Por un instante se esforzó por sujetar el rifle.
Igual de rápidamente lo soltó. Desechó la idea de
intentar escapar río abajo nadando. Ya estaba
entumecido por el agua helada. Además, los
arikara irían por sus caballos en unos minutos;
quizá ya lo habían hecho. Un caballo a todo galope
fácilmente superaría al lento Platte. Su única
oportunidad era quedarse sumergido tanto como
fuera posible y llegar a la otra orilla. Poner el río
entre ellos y él, y luego encontrar un escondite.
Pataleó frenéticamente y se impulsó con los
brazos.
El río era profundo a mitad de su cauce, más
que la altura de un hombre. Un súbito golpe
atravesó el agua y Glass se dio cuenta de que era
una flecha. Las balas también llegaban al agua,
como minitorpedos que lo buscaban. «¡Pueden
verme!» Glass se esforzó por sumergirse más,
pero ya sentía una opresión en el pecho por la falta
de aire. «¿Qué hay en la otra orilla?» Ni siquiera
había logrado echar un vistazo antes de que
estallara el caos. «¡Necesito respirar!» Se impulsó
hacia la superficie.
Sacó la cabeza del agua y escucho el ritmo
rápido de disparos. Hizo un gesto inhalando
profundamente, esperando el golpe de una bala
contra su cráneo. Balas de mosquete y flechas
cayeron a su alrededor, pero ninguna le dio.
Observó la orilla norte antes de hundirse bajo la
superficie de nuevo. Lo que vio le dio esperanza.
El río corría por cuarenta metros más o menos
junto a un banco de arena. No había dónde
esconderse; si salía y trepaba los indios le
dispararían. Pero, al final del banco de arena, el
agua se unía con una ribera baja y cubierta de
hierba. Era su única oportunidad.
Glass nadó más profundo y se impulsó en el
agua, con la corriente a su favor. Pensó que podría
distinguir el final del banco de arena entre el agua
turbia. «Treinta metros.» Viró hacia la orilla
mientras sus pulmones clamaban por aire. «Veinte
metros.» Golpeó con los pies las rocas del fondo
pero se mantuvo sumergido, pues su desesperación
por respirar aún no superaba a su miedo a las
armas de los arikara. Cuando el agua fue
demasiado baja se puso de pie, inhalando aire
mientras se lanzaba hacia la alta hierba en la
ribera. Sintió un piquete agudo en la parte trasera
de la pierna y lo ignoró, abalanzándose hacia una
densa arboleda de sauces.
Desde el refugio temporal que le ofrecían los
sauces miró atrás. Cuatro jinetes apuraban a sus
caballos por la escarpada ladera al otro lado del
río. Media docena de indios, apostados en la
ribera, apuntaban hacia los árboles. A lo lejos, río
arriba, algo llamó su atención. Dos arikara
arrastraban el cuerpo de Chapman por la ladera.
Glass se dio la vuelta para correr, con un dolor
intenso en su pierna. Bajó la vista y se dio cuenta
de que tenía una flecha en la pantorrilla. No le
había dado al hueso. Se estiró para tomarla,
haciendo una mueca de dolor mientras la
arrancaba con un rápido movimiento. La echó a un
lado y corrió hacia la profundidad de los sauces.
El primer evento afortunado para Glass llegó
en forma de una yegua joven e independiente, la
primera de los cuatro caballos que llegaron al
Platte. Los golpes agresivos de una fusta la
obligaron a entrar en el agua, pero el animal se
rehusó a seguir cuando el fondo desapareció y tuvo
que nadar. Chilló y sacudió la cabeza con fuerza,
ignorando la presión de las riendas mientras
retrocedía obstinadamente hacia la orilla. Los
otros tres caballos tenían sus propias reservas
respecto al agua fría y estuvieron encantados de
seguirla. Los animales rebeldes se golpearon unos
contra otros, agitando el Platte y tirando a dos de
sus jinetes al agua.
Cuando estos recuperaron el control y
azotaron sus monturas de nuevo hacia el río,
habían transcurrido valiosos segundos.
Glass se abrió paso entre los sauces y de
pronto salió a un dique de arena. Se apresuró hacia
la parte alta y observó un estrecho cauce abajo.
Sin luz del sol durante la mayor parte del día, las
aguas tranquilas estaban congeladas, con una
delgada capa de nieve sobre su superficie. Al otro
lado, otra ladera escarpada conducía hacia una
espesa masa de sauces y árboles. «Ahí.»
Glass se deslizó por la pendiente y saltó
hacia la superficie congelada del canal. La
delgada capa de nieve se abrió descubriendo el
hielo de debajo. Sus mocasines no encontraron
tracción y se cayó de espaldas. Por un instante se
quedó pasmado, contemplando la luz que se
debilitaba en el cielo de la tarde. Rodó sobre su
costado y sacudió la cabeza para aclararla.
Escuchó el relincho de un caballo y se puso de pie.
Esta vez con cautela, atravesó el estrecho canal y
trepó por la orilla opuesta. Escuchó el galope de
los caballos detrás de él mientras se lanzaba hacia
los matorrales.
Los cuatro jinetes arikara llegaron a la parte
alta del dique y observaron hacia abajo. Incluso
bajo la tenue luz, las huellas de la superficie del
canal eran claras. El jinete al mando pateó su
caballo, que se lanzó sobre la superficie de hielo y
no le fue mejor que a Glass. Peor, de hecho, pues
los cascos planos del animal no encontraron nada
a lo que aferrarse. Agitó espasmódicamente las
cuatro patas al azotarse sobre su costado,
aplastando la pierna de su jinete en el proceso.
Este gritó de dolor. Atendiendo a la lección, los
otros tres hombres desmontaron rápidamente y
continuaron la persecución a pie.
Las huellas de Glass desaparecían
rápidamente en los densos matorrales del otro lado
del canal. Habría sido obvio a la luz del día. En su
huida desesperada, Glass no le ponía atención a
las ramas que rompía y ni siquiera a las huellas
que dejaba a su paso. Pero ya no quedaba más del
día que un tenue resplandor. Las sombras mismas
habían desaparecido, disolviéndose en una
oscuridad uniforme.
Glass escuchó el grito del jinete caído y se
detuvo. «Están en el hielo.» Calculó que los
separaban unos cuarenta y cinco metros de
arbustos. Comprendió que en la creciente
oscuridad el peligro no era que lo vieran, sino que
lo escucharan. Un enorme álamo se elevaba a un
lado. Se estiró para tomar una rama baja y trepó.
Las ramas principales del árbol formaban una
ancha horcadura a unos dos metros y medio de
altura. Glass se agazapó, luchando por acallar sus
jadeos. Llevó una mano a su cinturón, aliviado al
tocar la empuñadura de su cuchillo, aún seguro en
su funda. También tenía el sac au feu. Adentro
estaban su pedernal y el raspador de metal.
Aunque su rifle estaba en el fondo del Platte, aún
tenía el cuerno de pólvora alrededor de su cuello.
Al menos encender un fuego no sería un problema.
La idea del fuego lo hizo darse cuenta de pronto de
sus ropas empapadas y el frío que calaba hasta el
hueso. Comenzó a temblar sin control y se esforzó
por quedarse quieto.
Una rama pequeña se quebró. Glass echó un
vistazo al claro debajo de él. Un guerrero
larguirucho recorría los matorrales. Examinaba el
claro, buscando en el suelo señales de su presa.
Sostenía un largo mosquete y llevaba un hacha en
su cinturón. Glass contuvo el aliento mientras el
arikara llegaba al claro. El guerrero mantenía su
arma lista para disparar mientras caminaba
lentamente hacia el álamo. Aun en la oscuridad,
Glass veía con claridad el blanco resplandor de un
collar de diente de alce en su cuello y el brillante
latón de dos brazaletes en su muñeca. «Dios, no
dejes que mire hacia arriba.» Su corazón palpitaba
con tanta fuerza que parecía que su pecho no
podría contener sus latidos.
El indio llegó a la base del álamo y se
detuvo. Su cabeza no estaba a más de tres metros
de Glass. El guerrero estudió el suelo de nuevo y
luego los matorrales que lo rodeaban. El primer
instinto de Glass fue quedarse quieto, esperando
que el guerrero se fuera. Contemplando desde
arriba a su oponente, comenzó a calcular las
posibilidades de otro plan: matar al indio y tomar
su pistola. Glass tomó lentamente su cuchillo. Se
sintió reconfortado al tocarlo y comenzó a
deslizarlo lentamente de su funda.
Se enfocó en el cuello del indio. Un rápido
corte en la yugular no solo lo mataría, sino que le
impediría gritar. Con insoportable lentitud se
incorporó, tensándose para el salto.
Glass escuchó un susurro urgente desde la
orilla del claro. Levantó la vista y un segundo
guerrero salió de los matorrales con una gruesa
lanza en la mano. Glass se congeló. Se había
movido del relativo escondite de la horcadura del
árbol, preparándose para saltar. Desde donde
estaba, solo la oscuridad lo ocultaba de los dos
guerreros que lo perseguían.
El indio de abajo se dio la vuelta sacudiendo
la cabeza; señaló al suelo y luego hacia los
gruesos matorrales. Susurró algo como respuesta.
El indio con la lanza avanzó hacia el álamo. El
tiempo pareció detenerse mientras Glass se
esforzaba por mantener la compostura. «Quédate
quieto.» Finalmente los indios concertaron un plan,
y cada uno desapareció en diferentes direcciones
entre los matorrales.
Glass no se movió del álamo durante más de
dos horas. Escuchó el vaivén de los sonidos de sus
perseguidores mientras planeaba su siguiente
movimiento. Después de una hora, uno de los
arikara cruzó de nuevo el claro, esta vez
aparentemente hacia el río.
Cuando Glass finalmente bajó del árbol
sentía las articulaciones como si se hubieran
quedado congeladas en su lugar. Se le había
dormido un pie y requirió varios minutos antes de
caminar normalmente.
Sobreviviría a la noche, aunque Glass sabía
que los arikara volverían al alba. También sabía
que los matorrales no lo esconderían ni a él ni a
sus huellas a la luz resplandeciente del día. Se
abrió camino entre la oscura maraña, cuidándose
de no ir en paralelo al Platte. Las nubes
bloqueaban la luz de la luna, aunque también
evitaban que congelara. No podía quitarse el frío
de su ropa mojada, pero al menos el movimiento
constante mantenía a su sangre bombeando con
fuerza.
Después de tres horas llegó al manantial de
un pequeño arroyo. Era perfecto. Se metió en el
agua, asegurándose de dejar unas cuantas huellas
engañosas en dirección al arroyo, alejándose del
Platte. Avanzó más de cien metros arroyo arriba
hasta que encontró el terreno correcto, una orilla
cubierta de piedras que escondería sus huellas.
Salió del agua a las rocas y se dirigió hacia unos
árboles achaparrados.
Eran espinos blancos, cuyas ramas cubiertas
de púas los hacían los favoritos de las aves para
anidar. Glass se detuvo y tomó su cuchillo. Cortó
un trozo pequeño e irregular de su camisa de
algodón roja y atoró la tela en una de las espinas.
«Seguro la verán.» Luego dio la vuelta y avanzó
por las rocas de regreso al arroyo, con cuidado de
no dejar rastro. Caminó en el agua hasta la mitad
del arroyo y regresó.
El pequeño arroyo corría perezosamente por
la llanura antes de unirse con el Platte. Glass se
tropezó repetidamente sobre las piedras
resbalosas del oscuro fondo. Los chapuzones lo
mantenían mojado e intentaba no pensar en el frío.
No tenía sensibilidad en los pies para cuando
llegó al Platte. Se quedó temblando en el agua, que
le llegaba hasta las rodillas, temiendo lo que
tendría que hacer después.
Observó el río intentando distinguir el
contorno de la orilla opuesta. Había sauces y unos
cuantos álamos. «No dejes rastro al salir.» Caminó
en el agua, respirando cada vez más
entrecortadamente conforme el agua se elevaba
hasta su cintura. La oscuridad ocultaba un saliente
bajo el agua. Glass lo cruzó y de pronto se
encontró sumergido hasta el cuello. Ahogó un grito
por la sorpresa al sentir el agua helada y nadó con
fuerza hacia la orilla opuesta. Cuando pudo
pararse de nuevo, siguió en el río; caminó por la
orilla hasta que encontró un buen punto donde
salir: un muelle rocoso que llevaba a los sauces.
Glass avanzó con cuidado entre los sauces y
los álamos que había detrás de ellos, poniendo
atención en cada paso. Esperaba que los arikara
siguieran su trampa hacia el manantial;
definitivamente no anticiparían su plan de regresar
al Platte. Aun así, no dejó nada a la suerte. Estaría
indefenso si encontraban su rastro, así que hizo
todo lo que estaba en su poder para no dejar
huella.
Un tenue brillo iluminaba el cielo al este
cuando salió de los álamos. Bajo la luz previa al
alba vio el oscuro perfil de una gran meseta a dos
o tres kilómetros. La meseta corría paralela al río
hasta donde alcanzaba a ver. Allí podría relajarse,
buscar un barranco o una cueva escondida,
encender una fogata, secarse y calentarse. Cuando
las cosas se tranquilizaran podría volver al Platte
y continuar su viaje hacia el Fuerte Atkinson.
Caminó hacia la meseta que se elevaba ante
él bajo el creciente resplandor del día. Pensó en
Chapman y Red y sintió una repentina punzada de
culpa. La sacó de su mente. «Ahora no hay tiempo
para eso.»
Veintiséis
14 de abril de 1824
El teniente Jonathon Jacobs levantó el brazo y
bramó una orden. Detrás de él, una fila de veinte
hombres y sus monturas frenaron de golpe. El
teniente dio unas palmadas en el sudoroso flanco
de su caballo y tomó su cantimplora. Intentó fingir
indiferencia mientras daba un largo trago. A decir
verdad, odiaba estar lejos de la relativa seguridad
del Fuerte Atkinson; sobre todo ahora, cuando el
galopante regreso de su exploración podía
anunciar una amplia gama de infortunios. Los
pawnee y una banda de arikara renegados habían
estado recorriendo el Platte de un lado a otro
desde que la nieve comenzó a derretirse. El
teniente intentó controlar su imaginación mientras
aguardaba el reporte.
El explorador, un llanero entrecano llamado
Higgins, esperó hasta encontrarse prácticamente al
frente de la fila antes de detener su caballo. El
flequillo de su chaqueta de cuero se agitó cuando
el enorme caballo buckskin se hizo a un lado para
detenerse.
—Se acerca un hombre por las colinas.
—¿Un indio?
—Asumo que sí, teniente. No me acerqué lo
suficiente para averiguarlo.
El primer instinto del teniente Jacobs fue
enviar a Higgins de regreso con el sargento y dos
hombres. A regañadientes, llegó a la conclusión de
que debía ir él mismo.
Conforme se acercaban a las colinas dejaron
a un hombre para cuidar a los caballos mientras el
resto avanzaba reptando. El amplio valle del Platte
se extendía frente a ellos más de ciento cincuenta
kilómetros. A menos de un kilómetro, una figura
solitaria bajaba cerca de la ribera. El teniente
Jacobs sacó un pequeño catalejo del bolsillo de su
sayo. Extendió el instrumento de latón a todo lo
que daba y observó con él.
La vista aumentada iba arriba y abajo por la
ribera mientras Jacobs ajustaba la mira. Encontró
su blanco y se detuvo en el hombre vestido de
ante. No podía distinguir su cara, pero veía el
espeso borrón de una barba.
—Carajo —dijo el teniente Jacobs con
sorpresa—. Es un hombre blanco. ¿Qué demonios
está haciendo aquí?
—No es uno de los nuestros —comentó
Higgins—. Todos los desertores se fueron
directamente a Saint Louis.
Quizá porque el hombre no parecía correr un
peligro inminente, el teniente sintió que de pronto
la caballerosidad se apoderaba de él.
—Vamos por ese hombre.
El comandante Robert Constable representaba,
aunque no por elección propia, la cuarta
generación de hombres Constable que hacía
carrera en el ejército. Su bisabuelo peleó contra
los franceses y los indios como oficial del
duodécimo regimiento de infantería de Su
Majestad. Su abuelo mantuvo la vocación de la
familia y luchó contra los británicos como oficial
del Ejército Continental de Washington. El padre
de Constable no tuvo mucha suerte en cuanto a
gloria militar, pues era demasiado joven para la
revolución y demasiado viejo para la guerra de
1812. Sin oportunidad para ganar distinción
propia, sintió que lo menos que podía hacer era
ofrecer a su hijo único. El joven Robert anhelaba
hacer carrera en leyes, soñaba con usar las
vestiduras de un juez. El padre de Robert se negó a
manchar el linaje de la familia con un simple
abogado, y se sirvió de su amistad con un senador
para conseguirle un lugar a su hijo en West Point.
Así que, durante veinte intrascendentes años, el
comandante Robert Constable ascendió lentamente
por la escalera militar. Su esposa había dejado de
seguirlo tiempo atrás y ahora vivía en Boston
(cerca de su amante, un famoso juez). Desde que el
general Atkinson y el coronel Leavenworth
volvieron al este en el invierno, el comandante
Constable heredó el mando del fuerte
temporalmente.
¿Sobre qué y quiénes reinaba exactamente?
Trescientos soldados de infantería (divididos en
inmigrantes y convictos recientes), cien soldados
de caballería (que, por una desafortunada
asimetría, solo contaban con cincuenta caballos) y
una docena de cañones oxidados. Aun así, reinaba
soberano trasladando la amargura de su carrera a
los súbditos de su pequeño territorio.
El comandante Constable estaba sentado
detrás de un gran escritorio, flanqueado por un
asistente, cuando el teniente Jacobs le presentó al
llanero que había rescatado.
—Lo encontramos en el Platte, señor —
reportó Jacobs sin aliento—. Sobrevivió a un
ataque arikara en la bifurcación norte.
El comandante Jacobs mostraba una amplia
sonrisa bajo la brillante luz de su heroísmo, seguro
de conseguir elogios por su valiente acto. El
comandante Constable apenas lo miró antes de
decir:
—Retírese.
—¿Que me retire, señor?
—Retírese.
El teniente Jacobs se quedó ahí, confundido
por la brusca recepción. Constable expuso su
orden más claramente:
—Lárguese. —Levantó la mano y la sacudió,
como espantando un mosquito. Volteando hacia
Glass, preguntó—: ¿Quién es usted?
—Hugh Glass. —Su voz estaba tan malherida
como su rostro.
—¿Y cómo es que terminó vagando por el río
Platte?
—Soy un mensajero de la Compañía Peletera
de Rocky Mountain.
Si la llegada de un hombre blanco lleno de
cicatrices no había despertado el interés del
comandante, la mención de la Compañía Peletera
de Rocky Mountain lo hizo. El futuro del Fuerte
Atkinson, por no mencionar la capacidad del
comandante de salvar su propia carrera, dependía
de la viabilidad comercial del negocio de las
pieles. ¿Qué sentido tendría si no ir a un páramo
de
desiertos
inhabitables
y
cumbres
impracticables?
—¿Del Fuerte Unión?
—El Fuerte Unión está abandonado. El
capitán Henry se trasladó al viejo establecimiento
de Lisa en el Big Horn.
El comandante se inclinó hacia adelante en su
silla. Durante todo el invierno había enviado
obedientemente misivas a Saint Louis. Ninguna
contenía nada más emocionante que desalentadores
reportes de disentería entre sus hombres, o el
menguante número de soldados de caballería que
poseían un caballo. ¡Ahora tenía algo! ¡El rescate
de un hombre de Rocky Mountain! ¡El abandono
del Fuerte Unión! ¡Un nuevo fuerte en el Big Horn!
—Avisen al comedor que manden comida
caliente para el señor Glass.
Por una hora, el comandante bombardeó a
Glass con preguntas sobre el Fuerte Unión, el
nuevo fuerte en el Big Horn y la viabilidad
comercial de su negocio.
Glass evitó cuidadosamente discutir su
propia motivación para volver de la frontera. Pero
finalmente hizo una pregunta.
—¿Pasó por aquí un hombre con una cicatriz
en forma de anzuelo? Venía del Missouri. —Glass
trazó un anzuelo con el dedo comenzando en la
orilla de su boca.
El comandante Constable analizó el rostro de
Glass y finalmente dijo:
—No pasó…
Glass sintió la aguda punzada de la
decepción.
—Se quedó —dijo Constable—. Prefirió
enlistarse en vez de ser encarcelado tras una pelea
en nuestra taberna local.
«¡Está aquí!» Glass se esforzó por
controlarse, por borrar cualquier emoción de su
rostro.
—¿Entiendo que conoce a este hombre?
—Lo conozco.
—¿Es un desertor de la Compañía Peletera
de Rocky Mountain?
—Es un desertor de muchas cosas. También
es un ladrón.
—Esa es una acusación muy grave. —
Constable sintió la latente emoción de sus
ambiciones judiciales.
—¿Acusación? No vine a poner una queja,
comandante. Vine para arreglar cuentas con el
hombre que me robó.
Constable inhaló profundamente, levantando
la barbilla lentamente con cada respiración.
Exhaló ruidosamente y luego habló como si
sermoneara pacientemente a un niño:
—No estamos en territorio salvaje, señor
Glass, y le recomendaría que mantenga un tono
respetuoso. Soy comandante del Ejército de los
Estados Unidos y el comandante en jefe de este
fuerte. Tomaré su acusación en serio. Me aseguraré
de que sea investigada como se debe. Y claro,
usted tendrá oportunidad de presentar sus
pruebas…
—¡Mis pruebas! ¡Tiene mi fusil!
—¡Señor Glass! —El enojo de Constable
crecía—. Si el soldado Fitzgerald le ha robado su
propiedad, lo castigaré de acuerdo con las leyes
militares.
—Esto no es tan complicado, comandante. —
Glass no podía evitar un tono de burla.
—¡Señor Glass! —Constable escupió las
palabras. Su intrascendente carrera en un puesto de
avanzada olvidado por Dios ponía a prueba
constantemente su capacidad de racionalizar. No
toleraría que no respetara su autoridad—. Esta es
la última vez que le advertiré. ¡Es mi trabajo
administrar la justicia en este puesto!
El comandante Constable volteó hacia un
ayudante.
—¿Sabes dónde está el soldado Fitzgerald?
—Está con la compañía E, señor. Se le ha
asignado recoger madera; volverá esta noche.
—Arréstelo cuando llegue al fuerte. Busque
el fusil en su cuartel. Si lo tiene, tómelo. Traiga al
soldado al juzgado mañana a las ocho de la
mañana. Señor Glass, espero que esté presente. Y
arréglese antes de hacerlo.
Un comedor desordenado hacía las veces de
juzgado. Varios soldados trasladaron el escritorio
de la oficina de Constable y lo colocaron sobre
una improvisada tarima. La posición elevada le
permitía supervisar los procesos desde una altura
adecuada. En caso de que alguien se preguntara
sobre la autorización oficial de su juzgado,
Constable acomodó dos banderas detrás de su
escritorio.
Si bien carecía del esplendor de un
verdadero juzgado, al menos era grande. Cien
espectadores podían llenar el lugar cuando se
sacaban las mesas. Para asegurarse una audiencia
como es debido, normalmente el comandante
Constable cancelaba los deberes de la gran
mayoría de los habitantes del fuerte. Con poca
competencia
como
entretenimiento,
las
presentaciones del comandante siempre llenaban
la sala. Este juicio en particular despertó mucho
interés. La noticia del llanero con cicatrices y sus
locas acusaciones corrió por el fuerte con rapidez.
Desde una banca cerca del escritorio del
comandante, Hugh Glass observó que la puerta del
comedor se abría de golpe.
—¡A-ten-ción! —Los espectadores se
pusieron de pie mientras el comandante Constable
entraba con solemnidad en el cuarto. Iba seguido
de un teniente llamado Neville K. Askitzen, que
los militares apodaban el «teniente Lamebolas».
Constable se detuvo para escudriñar a su
público antes de avanzar hacia el frente con pompa
regia, mientras Askitzen se apresuraba detrás de
él. Una vez sentado, el comandante le hizo una
señal con la cabeza a Askitzen, quien dio la orden
de que los espectadores podían tomar asiento.
—Traigan al acusado —ordenó el
comandante Constable. Las puertas se abrieron de
nuevo y Fitzgerald apareció en el umbral, con
grilletes en las manos y un guardia en cada brazo.
El público se retorció para verlo mejor mientras
los guardias conducían a Fitzgerald al frente,
donde habían construido una especie de celda a la
derecha del escritorio del comandante. Allí estaba
justo frente a Glass, quien se ubicaba a la
izquierda del comandante.
Glass atravesó a Fitzgerald con la mirada
como un taladro en madera blanda. Fitzgerald se
había cortado el cabello y rasurado su barba.
Vestía lana azul marino en vez de gamuza. Glass
sintió asco ante la imagen de Fitzgerald, envuelto
en la respetabilidad que ese uniforme implicaba.
Parecía irreal encontrarse de pronto ante su
presencia. Luchó contra el deseo de abalanzarse
sobre él, rodear su cuello con las manos y
estrangularlo hasta matarlo. «No puedo hacerlo.
No aquí.» Sus ojos se encontraron por un breve
instante. Fitzgerald asintió ¡como para saludarlo
educadamente!
El comandante Constable se aclaró la
garganta y dijo:
—Se abre la sesión de este tribunal militar.
Soldado Fitzgerald, es su derecho por ley ser
confrontado por su denunciante y escuchar
formalmente los cargos que se le imputan.
Teniente…, lea los cargos.
El teniente Astkinzen desdobló un trozo de
papel y leyó para la sala con voz señorial:
—Escuchamos hoy la queja del señor Hugh
Glass, de la Compañía Peletera de Rocky
Mountain, contra el soldado John Fitzgerald, del
Ejército de los Estados Unidos, sexto regimiento,
compañía E. El señor Glass alega que el soldado
Fitzgerald, cuando él mismo estaba empleado por
la Compañía Peletera de Rocky Mountain, le robó
al señor Glass un fusil, un cuchillo y otros
artículos personales. De ser encontrado culpable,
el señor Fitzgerald enfrentará el juicio y una pena
de cárcel de diez años.
Un murmullo se extendió entre la audiencia.
El comandante Constable azotó un martillo contra
el escritorio y el cuarto se quedó en silencio.
—Que la acusación se acerque al estrado.
Confundido, Glass observó al comandante,
quien hizo un gesto de exasperación antes de
indicarle que se acercara al escritorio.
El teniente Askitzen se paró junto a él con una
Biblia.
—Levante su mano derecha —le dijo a Glass
—. ¿Jura decir la verdad en nombre de Dios?
Glass asintió y dijo que sí en el débil tono
que odiaba pero no podía cambiar.
—Señor Glass, ¿escuchó la lectura de los
cargos? —preguntó Constable.
—Sí.
—¿Y son exactos?
—Sí.
—¿Desea hacer una declaración?
Glass lo pensó. La formalidad del proceso lo
había tomado totalmente por sorpresa. No había
esperado tener cientos de espectadores. Entendía
que Constable mandaba en el fuerte. Pero esto era
un asunto entre él y Fitzgerald, no un espectáculo
para la diversión de un oficial arrogante y cien
militares aburridos
—Señor Glass, ¿quiere dirigirse al tribunal?
—Le dije ayer lo que pasó. Fitzgerald y un
chico llamado Bridger fueron los encargados de
cuidarme después de que una grizzly me atacó en
el río Grand. En vez de eso me abandonaron. No
los culpo de eso, pero antes de irse me robaron. Se
llevaron mi fusil, mi cuchillo, incluso mi pedernal
y mi raspador de metal. Me quitaron las cosas que
necesitaba para tener la oportunidad de sobrevivir
solo.
—¿Este es el fusil que dice que es suyo? —El
comandante sacó el Anstadt de atrás de su
escritorio.
—Ese es mi fusil.
—¿Puede identificarlo por alguna marca
distintiva?
Glass sintió que su rostro enrojecía ante el
reto. «¿Por qué me están cuestionando a mí?»
Respiró profundo.
—El cañón tiene grabado el nombre de quien
lo hizo: J. Anstadt, Kutztown, Pensilvania.
El comandante sacó un par de espejuelos de
su bolsillo y examino el cañón. Leyó en voz alta:
—J. Anstadt, Kutztown, Pensilvania.
Otro murmullo llenó el cuarto.
—¿Tiene algo más que decir, señor Glass?
Glass negó con la cabeza.
—Puede irse.
Glass volvió a su lugar frente a Fitzgerald
mientras el comandante continuaba.
—Teniente Askitzen, tome el juramento del
defendido.
Askitzen avanzó hacia la celda. Los grilletes
de las manos de Fitzgerald hicieron un sonido
metálico mientras ponía su mano sobre la Biblia.
Su voz fuerte llenó el comedor mientras juraba con
solemnidad.
El comandante Constable se meció en su
silla.
—Soldado Fitzgerald, escuchó los cargos del
señor Glass. ¿Qué tiene que decir al respecto?
—Gracias por la oportunidad de defenderme,
Su Señoría… Es decir, comandante Constable. —
El comandante sonrió ampliamente por el desliz
mientras Fitzgerald proseguía—. Probablemente
espere que le diga que Hugh Glass es un
mentiroso, pero no lo voy a hacer, señor.
Constable se reclinó hacia adelante con
curiosidad. Glass entrecerró los ojos como si él
también se preguntara qué traía Fitzgerald entre
manos.
—De hecho, sé que Hugh Glass es un buen
hombre, respetado por sus compañeros en la
Compañía Peletera de Rocky Mountain.
»Creo que Hugh Glass cree cada palabra que
dijo como verdad de Dios. El problema, señor, es
que él cree varias cosas que nunca pasaron.
»La verdad es que estuvo delirando durante
dos días antes de que lo dejáramos. Le subió la
fiebre, especialmente ese último día… Pensamos
que eran los sudores de la muerte. Gemía y
gritaba, sabíamos que le dolía. Me sentí mal, pero
no había nada que pudiera hacer.
—¿Qué sí hizo por él?
—Pues no soy doctor, señor, pero hice lo
mejor que pude. Le puse un emplasto en la
garganta y la espalda. Hice caldo e intenté
alimentarlo. Claro que tenía la garganta demasiado
mal, así que no podía tragar ni hablar.
Esto fue demasiado para Glass. Con la voz
más firme que pudo, dijo:
—Mientes con facilidad, Fitzgerald.
—¡Señor Glass! —bramó Constable, con el
rostro repentinamente torcido en una mueca de
indignación—. Este es mi juicio. Yo interrogaré a
los testigos. ¡Y usted cerrará la boca o tendré que
levantarle un cargo por desacato!
Constable dejó que el peso de su declaración
se asentara antes de volver con Fitzgerald.
—Siga, soldado.
—No lo culpe por no saber, señor. —
Fitzgerald le lanzó una mirada de lástima a Glass
—. Estuvo desmayado o febril la mayor parte del
tiempo que lo cuidamos.
—Eso está muy bien, pero ¿niega que lo
abandonaron y que le robaron?
—Déjeme decirle lo que pasó aquella
mañana, señor. Hacía cuatro días que estábamos
acampados junto a un manantial lejos del Grand.
Dejé a Bridger con Hugh y fui al río principal para
cazar; estuve ausente la mayor parte de la mañana.
Como a un kilómetro y medio del campamento casi
me cruzo con un grupo arikara.
Otra oleada de emoción atravesó a los
espectadores, la mayoría de ellos veteranos de la
sospechosa pelea de la aldea arikara.
—Los ree no me vieron al principio, así que
regresé al campamento tan rápido como pude. Me
descubrieron justo cuando llegué al arroyo. Me
persiguieron a toda velocidad mientras yo corría
hacia nuestro campamento.
—Cuando llegué, le dije a Bridger que los
ree estaban justo detrás de mí, le pedí que me
ayudara a preparar el campamento para
enfrentarlos. Entonces fue cuando Bridger me dijo
que Glass había muerto.
—¡Bastardo! —Glass escupió las palabras
mientras se ponía de pie y avanzaba hacia
Fitzgerald. Dos soldados con fusiles y bayonetas
bloquearon su camino.
—¡Señor Glass! —gritó Constable, azotando
el martillo sobre la mesa—. ¡Se quedará sentado y
mantendrá la boca cerrada o lo encarcelaré!
Al comandante le tomó un momento recuperar
la compostura. Hizo una pausa para reajustar el
collar de su chaqueta con botones de latón antes de
volver al interrogatorio de Fitzgerald.
—Obviamente el señor Glass no estaba
muerto. ¿Lo examinó?
—Entiendo por qué está enojado Glass,
señor. No debí haber creído en la palabra de
Bridger. Pero cuando miré a Glass aquel día,
estaba pálido como un fantasma, no se movía ni un
poco. Podíamos escuchar cómo se aproximaban
los ree por el arroyo. Bridger comenzó a gritar que
teníamos que irnos de allí. Estaba seguro de que
Glass había muerto, así que corrimos a
refugiarnos.
—Pero no sin antes tomar su fusil.
—Bridger lo hizo. Dijo que era estúpido
dejar un fusil y un cuchillo para los ree. No había
tiempo para discutirlo.
—Pero usted es quien tiene el fusil ahora.
—Sí, señor, lo tengo. Cuando volvimos al
Fuerte Unión, el capitán Henry no tenía dinero
para pagarnos por quedarnos con Glass. Henry me
pidió que tomara el fusil como pago. Claro,
comandante, que estoy feliz de tener la
oportunidad de devolvérselo a Hugh.
—¿Y su pedernal y raspador de metal?
—No los tomamos, señor. Supongo que los
ree los tienen.
—¿Por qué no mataron al señor Glass y lo
escalparon como suelen hacerlo?
—Imagino que pensaron que estaba muerto,
igual que nosotros. No te ofendas, Hugh, pero no te
quedaba mucho cuero que quitarte. El oso lo dejó
muy maltrecho… Probablemente los ree pensaron
que ya no quedaba nada que mutilar.
—Está en este puesto desde hace seis
semanas, soldado. ¿Por qué no había confesado
esta historia antes de hoy?
Fitzgerald hizo una pausa perfectamente
calculada, se mordió el labio y agachó la cabeza.
Finalmente levantó la mirada y luego la cara. En
voz baja dijo:
—Pues, señor…, supongo que me
avergonzaba.
Glass
lo
contempló
con completa
incredulidad. No tanto por Fitzgerald, de quien
esperaba cualquier traición. Más por el
comandante, quien había comenzado a asentir con
la cabeza ante la historia de Fitzgerald como una
rata ante la melodía del flautista. «¡Le cree!»
Fitzgerald continuó.
—Hasta antes de ayer no sabía que Hugh
Glass estaba vivo, pero sí había pensado en que
abandoné a un hombre sin siquiera un entierro
decente. Cualquier hombre merece eso, incluso en
el frente…
Glass no pudo tolerarlo más. Metió la mano
bajo su capote para tomar el revólver que había
ocultado en su cinturón. Sacó el arma y disparó. La
bala se desvió solo un poco de su blanco y le dio a
Fitzgerald en el hombro. Glass escuchó el grito de
Fitzgerald y al mismo tiempo sintió que unos
fuertes brazos lo tomaban por ambos lados. Luchó
para soltarse. El caos se desató en la sala.
Escuchó que Askitzen gritaba, tuvo un atisbo del
comandante y sus hombreras doradas. Sintió un
dolor agudo en la parte trasera del cráneo y todo
se volvió negro.
Veintisiete
28 de abril de 1824
Glass despertó en un lugar húmedo y oscuro con
un palpitante dolor de cabeza. Estaba boca abajo
en un suelo tosco. Rodó lentamente sobre su
costado, golpeándose contra la pared. Sobre su
cabeza vio una luz que se filtraba desde la delgada
ranura de una pesada puerta. La cárcel del Fuerte
Atkinson consistía en un largo recinto para los
borrachos y otros malandrines comunes, y dos
celdas de madera. Según pudo escuchar, había tres
o cuatro hombres en el recinto, afuera de su celda.
El espacio parecía encogerse mientras estaba
allí tendido, y se cerraba sobre él como las tapas
de un ataúd. Le recordó de pronto a la fría y
húmeda bodega de un barco, a la sofocante vida en
el mar que había llegado a odiar. Gotas de sudor
se formaron en sus cejas, y respiraba de manera
entrecortada e irregular. Luchó para controlarse y
reemplazar la imagen del encarcelamiento con la
de una abierta llanura, un ondeante mar de hierba
ininterrumpido, salvo por una montaña en el
horizonte lejano.
Calculó el paso de los días por la rutina
diaria de la cárcel: cambio de guardia al alba;
distribución de pan y agua al mediodía; cambio de
guardia al anochecer; luego la noche. Habían
pasado dos semanas cuando escuchó que la puerta
exterior se abría con un crujido y sintió que
entraba aire fresco.
—Quédense ahí, idiotas apestosos, o les
aplastaré el cráneo —dijo una voz rasposa que
caminó con decisión hacia su celda. Glass escuchó
el tintineo de llaves, luego el movimiento de una
llave en la cerradura. El seguro giró y la puerta se
abrió.
Entrecerró los ojos ante la luz. Un sargento
con galones amarillos y espesas patillas grises se
hallaba de pie en el umbral.
—El comandante Constable dio una orden.
Puede irse. De hecho, tiene que irse. Aléjese del
puesto para mañana al mediodía o será juzgado
por robar un revólver y por usarlo para abrir un
agujero en el soldado Fitzgerald.
La luz de afuera resultaba cegadora tras dos
semanas en la oscura celda. Luego alguien dijo:
—Bonjour, señor Glass. —A Glass le tomó
un minuto enfocar la cara gorda y con lentes de
Kiowa Brazeau.
—¿Qué hace aquí, Kiowa?
—Voy camino de Saint Louis con una barcaza
de provisiones.
—¿Usted me liberó?
—Sí. Estoy en buenos términos con el
comandante Constable. Por otro lado, usted parece
haberse metido en problemas.
—El único problema es que mi pistola no
atinó.
—Según entiendo, no era su revólver. Pero
creo que esto sí le pertenece. —Kiowa le entregó
a Glass un fusil mientras finalmente podía enfocar
lo suficiente para ver.
El Anstadt. Tomó el arma por el cañón,
recordando el fuerte peso. Examinó el mecanismo
del gatillo, que necesitaba ser engrasado. La
oscura culata estaba dañada con varias raspaduras
nuevas, y Glass notó una pequeña inscripción en el
extremo: JF.
La rabia lo inundó.
—¿Qué le pasó a Fitzgerald?
—El comandante Constable lo devolverá a
sus deberes.
—¿Sin castigo?
—Tiene una sanción de dos meses de pago.
—¡Dos meses de pago!
—Bueno, también tiene un agujero en el
hombro que antes no tenía, y usted recuperó su
rifle.
Kiowa observó a Glass interpretando su
rostro con facilidad.
—En caso de que acepte una sugerencia, yo
evitaría usar el Anstadt en el perímetro de este
fuerte. El comandante Constable aprecia mucho
sus responsabilidades como juez y está ansioso
por llevarlo ante los tribunales por intento de
homicidio. Solo desistió porque lo convencí de
que es un prótegé de monsieur Ashley.
Caminaron juntos por la plaza de armas. Un
asta de bandera se levantaba con las cuerdas bien
tensas para sostenerse firme contra el azote de la
brisa de primavera. La bandera misma chascaba
con el viento y tenía las orillas desgastadas por el
azote constante.
Kiowa se volvió hacia Glass.
—Piensa estupideces, amigo.
Glass se detuvo y miró al francés.
Kiowa dijo:
—Lamento que nunca tuviera un rendezvous
como debe ser con Fitzgerald. Pero ya debe de
haberse dado cuenta de que las cosas no siempre
son tan bonitas.
Se quedaron ahí durante un rato sin más
sonidos que el azote de la bandera.
—No es tan simple, Kiowa.
—Claro que no es simple. ¿Quién dijo que
era simple? Pero ¿sabe qué? Muchos cabos sueltos
nunca se atan. Juegue con la mano que le tocó.
Avance.
Kiowa presionó.
—Venga conmigo al Fuerte Brazeau. Si
funciona, lo tomaré como socio.
Glass negó lentamente con la cabeza.
—Es una oferta generosa, Kiowa, pero no
creo que pueda quedarme en un solo lugar.
—¿Y entonces? ¿Cuál es su plan?
—Tengo que entregarle un mensaje a Ashley
en Saint Louis. Después de eso, aún no lo sé. —
Glass hizo una pausa antes de agregar—: Y aún
tengo cosas que hacer aquí.
Glass no dijo nada más. Kiowa también
guardó silencio por un largo rato. Finalmente dijo
en voz baja:
—Il n’est pire sourd que celui qui ne veut
pas entendre. ¿Sabe lo que significa?
Glass negó con la cabeza.
—Significa: no hay peor sordo que el que no
quiere escuchar. ¿Por qué vino a la frontera? ¿Para
buscar a un ladrón común? ¿Para disfrutar de una
venganza momentánea? Pensé que usted era mejor
que eso.
Glass siguió sin responder. Finalmente
Kiowa agregó:
—Si quiere morir en la cárcel, es su decisión.
El francés se dio la vuelta y caminó por la
plaza de armas. Glass lo pensó por un momento y
luego lo siguió.
—Vamos a beber whisky —gritó Kiowa—.
Quiero escuchar sobre el Powder y el Platte.
Kiowa le prestó a Glass dinero para que
consiguiera unas cuantas provisiones y hospedaje
para una noche en el equivalente de una posada del
fuerte Atkinson: una fila de camastros en el ático
del proveedor del ejército. Normalmente el
whisky hacía que Glass se sintiera somnoliento,
pero esa noche no. Tampoco le dio claridad a la
maraña de pensamientos que había en su cabeza.
Luchó por pensar con claridad. ¿Cuál era la
respuesta a la pregunta de Kiowa?
Glass tomo el Anstadt y salió al fresco aire
de la plaza de armas. La noche lucía perfectamente
clara y sin luna, reservando el cielo para un billón
de estrellas, diminutos agujeros de luz. Subió los
toscos escalones hacia la estrecha empalizada que
rodeaba el muro del fuerte. La vista desde arriba
era imponente.
Glass miró atrás, hacia los confines del
fuerte. Al otro lado de la plaza de armas estaban
los cuarteles. «Él está allí.» ¿Cuántos cientos de
kilómetros había recorrido para encontrar a
Fitzgerald? Y ahora su presa dormía a pocos
pasos. Sintió el frío metal del Anstadt en la mano.
«¿Cómo puedo irme simplemente?»
Se dio la vuelta, mirando más allá de las
murallas del fuerte, hacia el río Missouri.
Las estrellas bailaban en el agua oscura; su
reflejo era como una representación de los cielos
en la tierra. Glass escudriñó el cielo buscando una
guía. Encontró las inclinadas colas de la Osa
Mayor y la Osa Menor, el firme consuelo de la
Estrella Polar. «¿Dónde está Orión? ¿Dónde está
el cazador con su espada vengativa?»
Parecía que el intenso brillo de la gran
estrella Vega reclamaba de pronto la atención de
Glass. Junto a ella encontró a Cygnus, el cisne.
Glass lo contemplo y entre más lo veía, más
parecían sus líneas perpendiculares formar una
cruz. «La Cruz del Norte.» Ese era el nombre
común para Cygnus, recordó. Parecía más
adecuado.
Esa noche se quedó en la alta muralla por un
largo rato, escuchando el Missouri y contemplando
las estrellas. Se preguntó por la fuente de las
aguas, por las poderosas montañas Big Horn cuyas
cumbres había visto pero nunca había pisado.
Pensó en las estrellas y los cielos, sintiéndose
reconfortado por su vastedad y el pequeño lugar
que en comparación él mismo ocupaba. Finalmente
bajó de la muralla y entró; en seguida cayó en un
sueño que antes no había logrado conciliar.
Veintiocho
7 de mayo de 1824
Jim Bridger comenzó a tocar en la puerta del
capitán Henry, luego se detuvo. Habían pasado
siete días desde que alguien lo viera fuera de su
cuartel. Fue cuando los Crow se robaron sus
caballos. Ni siquiera el regreso exitoso de Murphy
de una caza pudo sacar a Henry de su encierro.
Bridger tomó un largo respiro y tocó. Había
escuchado un sonido de alguien rebuscando
adentro, luego silencio.
—¿Capitán?
Más silencio. Bridger se detuvo de nuevo,
luego empujó la puerta para abrirla.
Henry estaba agazapado detrás de un
escritorio hecho con dos barriles y un tablón. Una
manta de lana le cubría los hombros de una forma
que a Bridger le recordaba a un anciano
acurrucado junto al fogón de una miscelánea. El
capitán sostenía una pluma en una mano y un papel
en la otra. Bridger le echó un vistazo al papel.
Largas columnas de números llenaban la página de
izquierda a derecha, de arriba abajo. Manchas de
tinta punteaban el texto, como si la pluma hubiera
encontrado frecuentes obstáculos, deteniéndose,
derramando tinta sobre la página como si fuera
sangre. Montones de papel estaban regados por el
escritorio y el suelo.
Bridger esperó a que el capitán dijera algo o
al menos levantara la vista. Por un largo rato no
hizo ninguna de las dos cosas. Finalmente levantó
la cabeza. Se veía como si no hubiera dormido
durante días, tenía los ojos inyectados en sangre
sobre grises bolsas fofas. Bridger se preguntó si
era verdad lo que algunos hombres decían, que el
capitán Henry había perdido la razón.
—¿Sabes algo de números, Bridger?
—No, señor.
—Yo tampoco. Al menos no mucho. De
hecho, sigo esperando que solo haya sido un
estúpido al hacer todas estas sumas. —El capitán
observó el papel—. El problema es que las sigo
haciendo una y otra vez y sigue saliendo el mismo
resultado. Creo que el problema no son mis
matemáticas, sino que no sale como yo quiero.
—No sé qué quiere decir, capitán.
—Lo que quiero decir es que estamos
acabados. Debemos trescientos dólares. Sin
caballos, no podemos tener suficientes hombres en
el campo para recuperarlos. Y no tenemos ya nada
que intercambiar por caballos.
—Murphy acaba de llegar del Big Horn con
dos paquetes.
El capitán filtró la noticia a través del denso
tamiz de su propio pasado.
—Eso no es nada, Jim. Dos paquetes de
pieles no harán que nos recuperemos. Ni siquiera
veinte paquetes lo lograrían.
La conversación no avanzaba en la dirección
que Jim había esperado. Le había tomado dos
semanas reunir las agallas para ir a ver al capitán.
Ahora todo se le iba de las manos. Luchó contra el
instinto de retirarse. «No. No esta vez.»
—Murphy dice que usted mandará algunos
hombres a las montañas para buscar a Jed Smith.
El capitán no lo confirmó, pero Bridger
siguió presionando.
—Quiero que me mande con ellos.
Henry miró al chico. Los ojos que le
devolvieron la mirada brillaban tan esperanzados
como el alba en un día de primavera. ¿Cuánto
tiempo había pasado desde la última vez que él
sintió siquiera un gramo de ese optimismo juvenil?
«Mucho tiempo… y nunca más.»
—Puedo ahorrarte problemas, Jim. He estado
en esas montañas. Son como el frente falso de un
burdel. Sé lo que buscas, y simplemente no está
ahí.
Jim no tenía idea de qué responderle. No
podía imaginar por qué el capitán actuaba de una
manera tan extraña. Quizá era cierto que se había
vuelto loco. Bridger no lo sabía, pero lo que sí
sabía, lo que sí creía con fe inquebrantable era que
el capitán Henry estaba equivocado.
Cayeron en otro largo periodo de silencio. El
sentimiento de incomodidad creció, pero Jim no
iba a irse. Finalmente el capitán lo miró y dijo:
—Es tu decisión, Jim. Te enviaré si es lo que
quieres.
Bridger salió al patio, entrecerrando los ojos
ante la brillante luz de la mañana. Casi no notó el
fresco aire en su cara, un vestigio de la estación
que estaba por terminar. Seguiría nevando antes de
que el invierno se fuera definitivamente, pero la
primavera ya había tomado el control de la
llanura.
Jim subió hacia la empalizada por una
escalera corta. Acomodó sus codos en la parte alta
del muro, observando las montañas Big Horn. Con
la mirada trazó de nuevo el profundo cañón, que
parecía penetrar hasta lo más profundo de las
montañas. «¿Así era?» Sonrió ante las
posibilidades infinitas de lo que podría encontrar
en el cañón, o lo que podría encontrar en las cimas
de las montañas, o lo que podría encontrar más
allá.
Levantó la vista hacia los nevados picos de
las montañas que se esculpían en el horizonte, de
un blanco virginal contra el gélido cielo azul.
Podría trepar hasta allí si quería. Allí tocaría el
horizonte, lo cruzaría y buscaría el siguiente.
Nota histórica
Los lectores podrían preguntarse acerca de la
precisión histórica de los acontecimientos
narrados en esta novela. La era del comercio de
pieles alberga una turbia mezcla de historia y
leyenda, y sin duda la leyenda ha invadido la
historia sobre Hugh Glass. El renacido es una obra
de ficción. Dicho esto, me esforcé por mantenerme
fiel a la historia en los principales episodios de la
narración.
Lo que definitivamente es cierto es que Hugh
Glass fue atacado por una osa grizzly mientras
exploraba para la Compañía Peletera de Rocky
Mountain en el otoño de 1823, que fue
terriblemente herido, que sus compatriotas lo
abandonaron, incluyendo a dos hombres que se
quedaron a cuidarlo, y que sobrevivió para
embarcarse en una épica búsqueda de venganza.
La investigación histórica más completa sobre
Glass es la que realizó John Myers en su
entretenida biografía The Saga of Hugh Glass.
Myers logró un argumento convincente incluso
para algunos de los aspectos más notables de la
vida de Glass, incluyendo su captura por parte del
pirata Jean Laffite y, después, por los indios
pawnee.
La opinión de los historiadores está dividida
sobre si Jim Bridger fue uno de los dos hombres
que se quedaron para cuidar a Glass, aunque la
mayoría cree que sí. (El historiador Cecil Alter
presenta un apasionado argumento en contra en su
biografía de Bridger de 1925.) Hay suficientes
pruebas de que Glass confrontó y después perdonó
a Bridger en el fuerte del Big Horn.
Me tomé ciertas libertades literarias e
históricas en un par de lugares que quisiera
señalar. Hay evidencias convincentes de que
finalmente Glass sí atrapó a Fitzgerald en el Fuerte
Atkinson, donde encontró al traidor con el
uniforme del Ejército de los Estados Unidos. De
cualquier manera, los reportes de su encuentro son
someros. No hay pruebas de que tuviera lugar un
juicio oficial como el que retraté. El personaje del
comandante Constable es completamente ficticio,
como también lo es el incidente en el que Glass le
dispara a Fitzgerald en el hombro. También hay
pruebas de que Hugh Glass se había separado del
grupo de Antoine Langevin antes del ataque de los
arikara a los navegantes. (Parece que Toussaint
Charbonneau sí estaba con Langevin y sobrevivió
al ataque, aunque las circunstancias no están
claras.) Los personajes de Profesor, Dominique
Cattoire y La Vièrge Cattoire son totalmente
ficticios.
El Fuerte Talbot y sus habitantes son
inventados. Aparte de eso, los puntos de referencia
geográfica son tan precisos como me fue posible.
Un ataque contra Glass y sus compañeros en la
primavera de 1824 por parte de los indios arikara
sí tuvo lugar, presuntamente en la confluencia del
río Platte Norte y el (después llamado) río
Laramie. Once años después, el Fuerte William, el
predecesor del Fuerte Laramie, se establecería en
ese sitio.
Los lectores que estén interesados en la era
del comercio de pieles disfrutarán un enfoque
histórico como el del clásico de Hiram Chittenden,
The American Fur Trade of the Far West, y el del
trabajo más reciente de Robert M. Utley, A Life
Wild and Perilous.
En los años posteriores a los eventos
retratados en esta novela, muchos de los
personajes principales siguieron viviendo
aventuras, tragedias y gloria. Los siguientes son
notables:
Capitán Andrew Henry: En el verano de 1824,
Henry y un grupo de sus hombres tuvieron un
rendezvous con la tropa de Jed Smith en lo que ahora
es Wyoming. Aunque no era suficiente para cubrir las
deudas de su compañía, Henry había conseguido un
número considerable de pieles. Mientras Smith se
quedaba en el área, él era responsable de llevarlas a
Saint Louis. Aunque era modesta cuando mucho,
Ashley creía que la cantidad de pieles justificaba un
regreso al campo de inmediato. Logró fondos para
financiar otra expedición, lo cual dejó a Henry al
mando de Saint Louis a partir del 21 de octubre de
1824. Por razones que la historia no ha conservado,
Henry parece haberse retirado de la frontera no mucho
después.
Si hubiera mantenido su inversión en la
Compañía Peletera de Rocky Mountain un año más
como los otros socios principales, Henry podría
haberse retirado como un hombre rico. Pero una vez
más, demostró su peculiar propensión a la mala suerte.
Vendió su parte de la compañía por una modesta suma.
Incluso esto pudo haberle proporcionado una vida
cómoda, pero Henry entró en el negocio de las fianzas.
Cuando varios de sus deudores le fallaron, lo perdió
todo. Andrew Henry murió sin un centavo en 1832.
William H. Ashley: Es increíble que dos socios de
una misma empresa pudieran llevarla a conclusiones
tan distintas. Aunque se enfrentaba a enormes deudas,
Ashley mantuvo la firme creencia de que podía
hacerse una fortuna con las pieles. Tras intentar sin
éxito ser gobernador de Missouri en 1824, Ashley
lideró un grupo de tramperos por la bifurcación sur del
Platte. Se convirtió en el primer hombre blanco en
intentar navegar el río Green, un esfuerzo que casi
terminó en desastre cerca de la boca de lo que ahora
se llama río Ashley.
Después de conseguir pocas pieles en su
aventura, Ashley y sus hombres se encontraron con un
desanimado grupo de tramperos de la compañía
Hudson’s Bay. A través de una transacción misteriosa,
Ashley se hizo poseedor de cien paquetes de pieles de
castor. Algunos afirman que los americanos saquearon
el almacén de la Hudson’s Bay. Reportes más creíbles
dicen que Ashley no hizo nada más que conseguir una
gran ganga. En cualquier caso, Ashley vendió las pieles
en Saint Louis en el otoño de 1825 por más de 200,000
dólares, asegurándose una fortuna de por vida.
Durante el rendezvous de 1826, Ashley vendió
su parte de la Compañía Peletera de Rocky Mountain
a Jedediah Smith, David Jackson y William Sublette.
Tras crear el sistema de rendezvous, lanzar la carrera
de varias leyendas de la era del comercio de pieles y
asegurarse un lugar en la historia como un exitoso
magnate peletero, Ashley se retiró del negocio.
En 1831, los habitantes de Missouri eligieron a
Ashley como sustituto del congresista Spencer Pottis
(Pottis había muerto en un duelo). Ashley fue reelegido
dos veces y se retiró de la política en 1837. William H.
Ashley murió en 1838.
Jim Bridger: En el otoño de 1824, Jim Bridger cruzó
las Rocallosas y se convirtió en el primer hombre
blanco en tocar las aguas del Gran Lago Salado. Para
1830, Bridger se había convertido en socio de la
Compañía Peletera de Rocky Mountain, y luego la era
del comercio de pieles llegó a su declive en 1840.
Conforme el negocio peletero decaía, Bridger tomó la
nueva ola de crecimiento del oeste. En 1838 construyó
un fuerte en lo que ahora es Wyoming. El Fuerte
Bridger se convirtió en un importante establecimiento
comercial en el Camino de Oregon y sirvió más tarde
como puesto militar y estación del Pony Express. En
las décadas de 1850 y 1860, Bridger sirvió en
ocasiones como guía de colonizadores, grupos de
exploración y el Ejército de los Estados Unidos.
Jim Bridger murió el 17 de julio del 1878, cerca
de Westport, Missouri. Por sus logros como trampero,
explorador y guía, Bridger es conocido como el «Rey
de los hombres de montaña». Montañas, arroyos y
ciudades del oeste llevan actualmente su nombre.
John Fitzgerald: Poco se sabe sobre John Fitzgerald.
Existió y generalmente se le considera uno de los dos
hombres que abandonaron a Hugh Glass. También se
cree que desertó de la Compañía Peletera de Rocky
Mountain y que se enlistó en el Ejército de los Estados
Unidos en el Fuerte Atkinson. El resto de su vida es
producto de la ficción.
Hugh Glass: Desde el Fuerte Atkinson, parece que
Glass viajó río abajo a Saint Louis, llevando el mensaje
de Henry a Ashley. Allí, conoció a un grupo de
comerciantes que se dirigía a Santa Fe. Se les unió y
pasó un año trampeando en el río Helo. Alrededor de
1825, Glass estuvo en Taos, un centro de comercio de
pieles del suroeste.
Los áridos arroyos del suroeste dejaron de serle
útiles rápidamente, y Glass viró de nuevo hacia el
norte. Trampeó durante su camino hasta el Colorado, el
Green y el Snake, hasta llegar a las aguas del río
Missouri. En 1828, los llamados «tramperos libres»
eligieron a Glass para representar sus intereses en las
negociaciones que tenían como objetivo romper el
monopolio de la Compañía Peletera de Rocky
Mountain. Después de trampear por el lejano oeste en
el río Columbia, Glass volvió la atención a la cara este
de las Rocallosas.
Pasó el verano de 1833 en un puesto de
avanzada llamado Fuerte Cass, cerca del antiguo
fuerte de Henry que estaba en la confluencia de los
ríos Yellowstone y Big Horn. Una mañana de febrero,
Glass y dos compañeros cruzaban el congelado río
Yellowstone para emprender una incursión de trampeo.
Fueron emboscados y asesinados por treinta guerreros
arikara.
Agradecimientos
Muchos de mis amigos y familia (y un par de
amables
desconocidos)
me
regalaron
generosamente su tiempo al leer los primeros
bosquejos de este libro y mejorarlo con sus
críticas y sus ánimos. Gracias a Sean Darragh, Liz
y John Feldman, Timothy Punke, Peter Scher, Kim
Tilley, Brent y Cheryl Garrett, Marilyn y Butch
Punke, Randy Miller, Kelly MacManus, Marc
Glick, Bill y Mary Strong, Mickey Kantor, Andre
Solomita, Ev Ehrlich, Jen Kaplan, Mildred
Hoecker, Monte Silk, Carol y Ted Kinney, Ian
Davis, David Kurapka, David Marchick, Jay
Ziegler, Aubrey Moss, Mike Bridge, Nancy
Goodman, Jennifer Egan, Amy y Mike
McManamen, Linda Stillman y Jacqueline Cundiff.
Gracias al grupo de increíbles maestros de
Torrington, Wyoming: Ethel James, Betty
Sportsman, Edie Smith, Rodger Clark, Craig
Sodaro, Randy Adams y Bob Latta. Si alguna vez
se preguntan si los maestros marcan la diferencia,
por favor, sepan que ustedes la marcaron para mí.
Gracias especialmente a la fantástica Tina
Bennett de Janklow & Nesbit. Aunque asumo toda
la responsabilidad por las fallas de este libro,
Tina ayudó a mejorarlo. Gracias a la talentosa
asistente de Tina, Svetlana Katz, quien, entre otras
cosas, encontró el nombre de The Revenant.
Gracias también a Brian Siberell de Creative
Artists Agency por su gran trabajo en Hollywood,
y a Philip Turner y Wendie Carr de Carroll &
Grad.
Lo más importante, gracias especiales a mi
familia. Gracias, Sophie, por ayudarme a
experimentar con trampas de piedra. Gracias, Bo,
por tu asombrosa imitación de un grizzly. Y
gracias, Traci, por tu firme apoyo y paciente
atención durante cientos de arduas lecturas.
Bibliografía clave
Alter, Cecil J., Jim Bridger, 1925
Ambrose, Stephen E., Undaunted Courage, 1996
Brown, Tom, Tom Brown’s Field Guide to
Wilderness Survival, 1983
Chittenden, Hiram Martin, The American Fur
Trade of the Far West, tomos I y II, 1902
DeVoto, Bernard, Across the Wide Missouri, 1947
Garcia, Andrew, Montana 1878, Tough Trip
through Paradise, 1967
Knight, Dennis H., Mountains and Plains: The
Ecology of Wyoming Landscapes, 1994
Lavender, David, The Great West, 1965
Library of Congress, The North American Indian
Portfolios, 1993
McMillion, Scott, Mark of the Grizzly, 1998
Milner, Clyde A. et al., The Oxford History of the
American West, 1994
Morgan, Ted, A Shovel of Stars, 1995
Morgan, Ted, Wilderness at Dawn: The Settling of
the North American Continent, 1993
Myers, John Myers, The Saga of Hugh Glass:
Pirate, Pawnee, and Mountain Man, 1963
Nute, Grace Lee, The Voyageur, 1931
Russell, Carl P., Firearms, Traps, & Tools of the
Mountain Men, 1967
Utley, Robert M., A Life Wild and Perilous:
Mountain Men and the Paths to the Pacific,
1997
Vestal, Stanley, Jim Bridger, Mountain Man, 1946
Willard, Terry, Edible and Medicinal Plants of
the Rocky Mountains and Neighbouring
Territories, 1992
Título original: The Revenant
Traducción: Graciela Romero
Diseño de portada: Henry Sene Yee
Adaptación de portada: Alejandra Ruiz Esparza
Imagen de portada: Hugh Glass Being Savaged by a Bear, 1978, de
Severino Baraldi (gouache sobre papel). Colección privada / © Look and
Learn / Bridgeman Images
Mapa: © 2002, Jeffrey L. Ward
© 2002, Michael Punke
Todos los derechos reservados, incluyendo los derechos de reproducción
total o parcial en cualquier medio
Derechos mundiales exclusivos en español
Publicados mediante acuerdo con Between Sawmill Gulch Enterprises, LLC
Janklow & Nesbit Associates, 445 Park Avenue New York, New York 10022,
Estados Unidos de América
© 2015, Editorial Planeta Mexicana, S.A. de C.V.
Bajo el sello editorial PLANETA M.R.
Avenida Presidente Masarik núm. 111, Piso 2
Colonia Polanco V Sección
Deleg. Miguel Hidalgo
C.P. 11560, México, D.F.
www.planetadelibros.com.mx
Primera edición: diciembre de 2015
ISBN: 978-607-07-3158-7
Primera edición en formato epub: diciembre de 2015
ISBN: 978-607-07-3161-7
No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su
incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma
o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por
grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los
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La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito
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Table of Contents
Portadilla
Índice
Epígrafe
1 de septiembre de 1823
Parte I
Capítulo Uno: 21 de agosto de 1823
Capítulo Dos: 23 de agosto de 1823
Capítulo Tres: 24 de agosto de 1823
Capítulo Cuatro: 28 de agosto de 1823
Capítulo Cinco: 30 de agosto de 1823
Capítulo Seis: 31 de agosto de 1823
Capítulo Siete: 2 de septiembre de 1823, por la
mañana
Capítulo Ocho: 2 de septiembre de 1823, por la
tarde
Capítulo Nueve: 8 de septiembre de 1823
Capítulo Diez: 15 de septiembre de 1823
Capítulo Once: 16 de septiembre de 1823
Capítulo Doce: 17 de septiembre de 1823
Capítulo Trece:5 de octubre de 1823
Capítulo Catorce: 6 de octubre de 1823
Capítulo Quince: 9 de octubre de 1823
Parte II
Capítulo Dieciséis: 29 de noviembre de 1823
Capítulo Diecisiete: 5 de diciembre de 1823
Capítulo Dieciocho: 6 de diciembre de 1823
Capítulo Diecinueve: 8 de diciembre de 1823
Capítulo Veinte: 15 de diciembre de 1823
Capítulo Veintiuno: 31 de diciembre de 1823
Capítulo Veintidós: 27 de febrero de 1824
Capítulo Veintitrés: 6 de marzo de 1824
Capítulo Veinticuatro: 7 de marzo de 1824
Capítulo Veinticinco: 28 de marzo de 1824
Capítulo Veintiséis: 14 de abril de 1824
Capítulo Veintisiete: 28 de abril de 1824
Capítulo Veintiocho: 7 de mayo de 1824
Nota histórica
Agradecimientos
Bibliografía clave
Créditos
Planeta de libros
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