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O.J.D.: 350145
EL PAÍS,
jueves 11 de
noviembre de 2010
E.G.M.:
2012000
Fecha:
11/11/2010
Sección: OPINION 27
Páginas: 27
(€): 28899
LATarifa
CUARTA
PÁGINA
OPINIÓN
El valor del fracaso digno
Poner los fines por encima de los medios es una perversión que puede destruir una sociedad. El éxito en una
empresa no es siempre lo único que se recuerda. Lo que importa son los que se esfuerzan, aunque fracasasen
Por JOSÉ MANUEL SÁNCHEZ RON
U
na y otra vez, con machacona insistencia, las encuestas indican que
los españoles no se fían, o no valoran, a sus políticos. A pocos pueden extrañar estos resultados. La lealtad acrítica al
“líder” se enseñorea en nuestro mundo político, llegando a veces a extremos que ofenden al sentido común (todavía resuenan,
imborrables de la memoria, las manifestaciones de Leire Pajín encumbrando a
“acontecimiento planetario la coincidencia
de Barak Obama como presidente de Estados Unidos y de Rodríguez Zapatero en la
presidencia de turno de la Unión Europea”, presidencia, dicho sea de paso, que
pasó con más pena que gloria). Se hacen
pronósticos, y si no se cumplen no pasa
nada: se transmutan, como si se tratara de
prodigiosos alquimistas, en corroboraciones (algo de esto hubo en las manifestaciones que miembros destacados del PSOE
hicieron después de los resultados de las
primarias de Madrid). ¿Qué valor tiene la
palabra de quienes de manera continua
violan ese razonable requisito que el filósofo Karl Popper defendió para intentar evitar los errores: “domeñamos cuidadosa y
austeramente estas conjeturas o anticipaciones nuestras”, escribió en La lógica de la
investigación científica, “por medio de contrastaciones sistemáticas: una vez que se
ha propuesto, ni una sola de nuestras anticipaciones se mantiene dogmáticamente;
nuestro método de investigación no consiste en defenderlas para demostrar qué razón teníamos”? Aceptamos, parece, que se
oiga a través de un micrófono sin cerrar a
la presidenta de la Comunidad de Madrid,
manifestarse grosera y vengativamente sobre alguien y aceptamos el argumento de
que “se trataba de una conversación privada”. Y no se nos revienta el alma cuando
vemos a políticos a los que se les hace una
pregunta —o que se preguntan entre sí— y
que “contestan” algo que no tiene nada que
ver con la cuestión planteada y sí con alguna supuesta desvergüenza del partido
opuesto. En el camino, la pregunta, que
podía ser interesante, queda sin contestar.
Inmersos en semejante mundo, cuando
el discurso ciego a cualquier tipo de contrastación es la pauta general, pienso en el
legado que vamos a dejar a los que vienen,
por edad, detrás de nosotros. ¿Qué ejemplo
les estamos dando para convencerles de
que deben ser fieles a la argumentación
lógica y a la transparencia, a la capacidad
de escuchar a “los otros”? ¿Cómo voy a
decirle yo a mis alumnos, cosas del estilo
de “defender vuestras ideas y actos racional y argumentativamente? No olvidar someter vuestras opiniones al juicio de los
hechos. Podéis estar equivocados, y lo estaréis más de una vez”, si me pueden decir,
“¿qué me dice usted, es que no ve lo que
sucede ahí fuera, en la vida real?”.
Mientras pensaba en estas cosas, me vino a la memoria que este año se cumple el
centenario de la publicación del primer volumen (los dos restantes aparecieron en
1912 y 1913) de una obra ejemplar por lo
ambiciosa: Principia Mathematica, de Alfred North Whitehead (1861-1947) y Bertrand Russell (1873-1941). El objetivo último de esta obra era reducir toda la matemática —y la aritmética en especial— a los
principios de la lógica, una de las más limpias construcciones humanas. El esfuerzo
que sus dos autores emplearon en intentar
llevar adelante este programa fue extraordinario. Desgraciadamente, fracasaron, como demostró, en particular, Kurt Gödel en
su célebre artículo de 1931 (Sobre sentencias formalmente indecidibles en ‘Principia
1
Mathematica’ y sistemas afines), en el que
demostró que es imposible formalizar la
aritmética en un sistema consistente de
axiomas y reglas de inferencia.
Posiblemente algunos se pregunten si
merece la pena celebrar una obra que no
logró lo que buscaba. Sí, sin duda. Y por eso
quiero recordarla, en esta época en la que
que perseguía se convirtió en una referencia obligada de toda la lógica y la filosofía
de la matemática posteriores. Más aún, como refleja su título los Principia Mathematica hicieron posible el artículo de Gödel,
que contiene uno de los resultados más
profundos de la historia del pensamiento.
En este sentido, es oportuno recordar lo
eulogia merle
Whitehead y Russell
buscaban reducir la
matemática a la lógica.
No consiguieron su fin
Con la posmodernidad
parece como si la fe en
los medios, en el método,
hubiera desaparecido
tanto se honra a los vencedores (“nadie se
acuerda de los que quedan en segundo lugar”, reza una frecuente, e injusta, frase).
No consiguió su fin, pero por lo riguroso de
sus análisis lógicos y la ambiciosa meta
que el 2 de julio de 1963 escribió una matemática estadounidense, Alice Mary Hilton,
a Russell: “Estoy segura de que Principia
Mathematica no será olvidado mientras
exista una civilización que conserve los trabajos de las mentes realmente grandes”.
No sabemos mucho de los sentimientos
de Whitehead, pero sí de los de Russell. En
un libro delicioso, al que tengo especial
aprecio, Apología de un matemático (1940),
Godfrey Harold Hardy, recordó algo que le
contó el propio Russell: “Puedo recordar a
Bertrand Russell contándome un terrible
sueño. Estaba en el último piso de la biblioteca de la universidad, y corría el año 2100.
Un asistente de la biblioteca iba recorriendo los estantes llevando un enorme cubo
de basura, iba sacando libro tras libro, les
echaba un vistazo y, o bien los devolvía a su
sitio o bien los arrojaba al cubo. Finalmente, llegó a los tres grandes volúmenes que
Russell pudo reconocer como la última copia existente de los Principia Mathematica.
Sacó uno de los volúmenes, pasó unas
cuantas páginas, por un momento pareció
sorprendido por los curiosos símbolos, cerró el volumen, lo sopesó en su mano,
titubeó…”.
Me gusta recordar también el esfuerzo
de Whitehead y Russell bajo otra perspectiva, una que presta más atención que a los
resultados al método que siguieron. Principia Mathematica buscaba un fin, sí (reducir
la matemática a la lógica), pero los medios,
el procedimiento que se seguía en él, las
técnicas y definiciones lógicas que se empleaban, eran inviolables, más importantes que el fin buscado, que, a la postre,
acaso podría no ser cierto (no lo fue). En
este sentido, es posible contemplar a los
Principia Mathematica como una metáfora
relevante para el presente, el presente de
la llamada posmodernidad.
La modernidad que los ilustrados del
siglo XVII defendieron rechazaba la idea
de que el fin justifica los medios, manteniendo firmemente que los medios tienen
primacía sobre los fines. Para ellos la obediencia a las leyes (leyes justas), proceder
metódicamente de acuerdo a un método
adecuado y transparente, era prioritario.
Como insistió, por ejemplo, John Rawls en
Teoría de la justicia (1971), la justicia es en
última instancia seguir fielmente un procedimiento correcto, en, naturalmente, un
sistema político y judicial democrático y
no viciado. Por esto, la ciencia —en la que
los fines se subordinan rigurosamente a
los medios, a los procedimientos— fue el
modelo más admirado en la modernidad,
el ejemplo que debían imitar otras empresas sociales y culturales.
La posmodernidad ha cambiado esto.
En ella, los medios se subordinan a los fines. Parece como si la fe en los medios, en
el método, en los procedimientos, hubiese
desaparecido. Todos esos políticos de los
que hablaba al principio, constituyen un
buen ejemplo de semejante espíritu. No
importa dar la espalda a la racionalidad
discursiva, no enfrentarse a las preguntas
inconvenientes, dar la vuelta a los argumentos que ayer se utilizaban. Resistir es
la norma. Resistir sea como sea, sin necesidad de mantener alguna coherencia interna. Los fines son el bien supremo, los medios un instrumento maleable y dúctil.
Hay que vencer. Solo el ganador es valorado y recordado. El fin justifica los medios.
Si hay que hacer trampas se hacen, y, naturalmente, se niega que se hacen (me viene
aquí a la mente, todos esos futbolistas —y
son, por desgracia, un modelo importante
para la sociedad— a los que se ve levantar
las manos y poner un gesto de inocencia,
como si no hubiesen hecho nada malo, que
sí lo han hecho, como se ve las más de las
veces cuando se repite la jugada a cámara
lenta).
No hay que esforzarse mucho en argumentar que poner los fines por encima de
los medios constituye una perversión que
puede destruir una sociedad. Tal vez sí que
haya que detenerse más en señalar que el
éxito en una empresa no es siempre lo único que se recuerda. También recordamos,
debemos recordar, a los que se esforzaron
en empresas exigentes. Aunque fracasasen. Como Whitehead y Russell en Principia Mathematica.
José Manuel Sánchez Ron es miembro de la
Real Academia Española y catedrático de Historia de la Ciencia en la Universidad Autónoma de
Madrid.
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