Untitled - Goodreads

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Potenkiah
La Piedra de la Muerte
Adriana y Eduardo, excelentes padres;
Luis, inagotable fuente de apoyo;
Claudia, premio a la paciencia y al buen consejo,
no pude tener una mejor primera lectora.
Potenkiah
La Piedra de la Muerte
Andrea Saga
Potenkiah, la piedra de la muerte
© Andrea Saga
Edición de autor
Todos los derechos reservados. México, 2009
Registro de la propiedad intelectual: 03-2009-031810083400-01
Primera edición.
Agosto de 2013
ISBN: en trámite
Ilustración de portada: Jorge Chípuli
Cuidado editorial: Mariana García Luna.
Impreso en Tilde Editores
Reforma 1905 Ote., Col. Modelo, Monterrey, N.L. México
Ninguna parte de este libro, incluido el diseño de la portada,
puede ser reproducida, transmitida o almacenada,
sea por procedimientos mecánicos, ópticos, químicos o electrónicos,
incluidas las fotocopias, sin permiso escrito del titular de los
derechos de autor.
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“A menudo encontramos nuestro destino
por los caminos que tomamos para evitarlo”
Jean de la Fontaine.
N
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L
Prólogo
as Piedras Sagradas fueron el origen y el fin de todo. Su impacto
en la superficie de Eloah provocó una explosión radioactiva que
barrió con todo ser viviente en miles de kilómetros a la redonda.
El consecuente invierno nuclear extinguió incontables especies
del ecosistema planetario y las sobrevivientes experimentaron una
inevitable mutación. Así fue la génesis de los eloahnos, que en la
lengua de los antiguos quiere decir “vuela hombres”.
Aeviniah, la Piedra de la Vida, prolongaba indefinidamente la
existencia de quien permaneciera cerca, mientras que Potenkiah, la
Piedra de la Muerte, la sesgaba inmisericorde con su mortal descarga
de energía. Juntas eran el tesoro más codiciado del planeta, el símbolo
máximo del poder, motivo de guerras y traiciones, de explotación e
iniquidades.
Cambiaron de manos en innumerables ocasiones, hasta que
cayeron en las de quienes las utilizarían como centro neurálgico de la
religión dominante y más tarde en el corazón de su vasto imperio: los
Elohin, Sacerdotes de las Piedras.
Fueron separadas cuando, en un intento por poner fin al yugo
imperial, un grupo de libertadores comandados por Erol, el Sabio,
tomaron por asalto el templo que las resguardaba.
Aeviniah, la Piedra de la Vida, desapareció sin dejar rastro,
posiblemente robada durante la batalla; Potenkiah sería engarzada en
la empuñadura de una espada antes de resguardarla en una bóveda
subterránea.
Pero un misterioso portento ocurrió. Potenkiah, sin su par, se volvió
inestable, impredecible, indómita, más mortífera que nunca. Había
sido roto un delicado balance energético del que no se había tenido
conciencia hasta entonces y que se puso de manifiesto al momento
de colocar la gema en la guarda de la nueva espada: una descomunal
descarga energética rasgó la hoja por la mitad, la deformó y enrolló
en sí misma.
Durante los siguientes mil trescientos beltas fue imposible volver
a tocarla sin recibir a cambio un rayo que, si no mataba en el acto,
dejaba a sus víctimas con muy pocas probabilidades de sobrevivir.
Excepto en una ocasión, el día que Potenkiah escogió a su propietaria, el día que fue escrita la Profecía.
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Capítulo 1
—Le diré a mi madre que lo has hecho tú —amenazó el pelirrojo,
señalando con el dedo.
Kev se sintió confiado: comparadas con las suyas, las huellas del
pequeño medían apenas una tercera parte. Su señora no se tragaría
esa mentira. No obstante, tenía la sospecha de que era prematuro
cantar victoria. Además de travieso, voluntarioso y precoz, el hijo
de la condesa era vengativo y más astuto de lo que cabía esperar de
cualquier infante de tres beltas.
Y no había recibido el doble de ración de postre, como exigió.
La sonrisa cáustica que el mocoso le dedicó fue tan hermosa como
perversa. Kev se estremeció.
—¡Mami! —retrocedió inadvertidamente, sin apartar la vista del
hombre, hacia el balcón del segundo piso—. ¡Mami!
Alzó el vuelo hacia el jardín interior de la casa. A la mitad del patio
se armó de valor, cerró los ojos, replegó las alas color escarlata y se
dejó caer al pasto, seis metros bajo sus pies.
—¡Hijo de pájara! —maldijo Kev con las plumas crispadas.
Horrorizado, se lanzó a la zaga con tanta prisa que solo hasta que
los restos del huevo de colección crujieron bajo la suela de su zapato
se dio cuenta de que acababa de destruir la única evidencia que podía
salvarlo.
La criatura quedó desmadejada entre los arbustos, con las
magulladuras suficientes para que la condesa quedara ciega y sorda
ante cualquier explicación. Ni ella ni nadie iban a creerle cuando
argumentara que le había visto desplomarse intencionalmente. Era
casi tan inverosímil como si afirmara que aguantó la respiración hasta
la asfixia. Además, era demasiado tarde:
—¡Nickie! —La madre apareció en el jardín en ese momento, corrió
hasta el niño, se arrodilló y lo acunó contra su pecho.
“Pero qué conmovedor”, iba a decir el sirviente aterrizando a unos
pasos. Anticipaba lo que sucedería: sería despedido y el engendro
se saldría con la suya otra vez. Ya lo había hecho con Dival y con
Karla, y esos eran solamente los casos más recientes que recordaba.
El pequeño Buitre era un manipulador de lo peor.
—¿Qué pasó, cielito?
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No tuvo que fingir el llanto, de tan dolorido, simplemente apuntó
hacia el sirviente con su dedo sucio. Con ese gesto inocente terminó
de inculparlo y selló su destino.
—¡Élazar! —gritó la condesa—. Despide a Kev, ¡no lo quiero en la
casa ni un minuto más!
—No se moleste, mi señora —Kev colgó los brazos y requirió de
todo su autocontrol para no proferir insultos en voz alta—. Estaba a
punto de renunciar de todos modos.
Dio media vuelta y se marchó. Más noche volvería para cobrarse
lo que considerara justo. Y haría una visita especial a la habitación del
pelirrojo. Por él, por Dival y por Karla.
—Te transferiré el pago de tu liquidación —agregó la condesa, para
evitar futuras demandas. Se dijo que el inesperado retraso en su viaje
había sido bueno, pues le había abierto los ojos con respecto a su
mayordomo.
Cargó a su primogénito y con un fuerte batir de alas ascendió hasta
el segundo piso.
—Activar domo —ordenó al centro de control ambiental de la
casa: la cúpula translúcida del patio interior se oscureció. Otra de las
labores que el sirviente debería haber he…
Y ahora, ¿qué iba a hacer? En su exabrupto, la condesa no había
considerado que Kev Blaust era el último de sus sirvientes, el
tercero en ser despedido en la semana. A esa hora era imposible
solicitar que le enviaran reemplazos. Y, por desgracia, no todo en la
residencia funcionaba con una simple orden verbal. Con la cocinera
de vacaciones, un huésped invitado y un viaje en puerta…
Por el camino al dormitorio de su hijo vio su pieza de colección
destrozada y una huella de zapato sobre una mancha de lodo. Maldijo
entre dientes, pero había puesto punto final a la estupidez que
últimamente exhibía la servidumbre.
—Llegamos, cielito, ahora te curo —anunció depositándolo
suavemente sobre almohadones—. ¿Qué quieres, abrir tus regalos?
El niño asintió y la dama pelirroja fue a traer diez esferas
multicolores y el botiquín, le dio una dosis de analgésico y se dedicó
a limpiar sus raspones.
Desde la ventana les llegaba un rumor de gritos de protesta,
chiflidos y petardos.
—Mami, ¿qué es ese ruido allá afuera?
—Otra de esas manifestaciones, Nickie —murmuró con su voz
aflautada.
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El niño la observó con un reproche contenido. Ella era la única que
usaba ese diminutivo para su nombre, lo que le hacía sentir como un
bebé:
—Pues haz que se callen.
—No puedo, cielito. Es su forma de expresar su miedo. ¿Te explicó
papá?
—Estaba ocupado —el niño mintió, explotando aún más su
chantaje sentimental, que era la única forma que conocía para ganar
más tiempo junto a su madre. —. ¿De qué tienen miedo?
—La verdad, temen que la princesa provoque algo terrible. ¿Tú
crees? —intentó ponerlo en términos que pudieran ser comprendidos
por alguien de la edad de su hijo.
En realidad, los rumores eran tan alarmistas que algunos
aseguraban que el fin del mundo estaba cerca. Al parecer, alguien
había visto que las plumas de la princesa eran de un color excepcional,
lo que trajo como consecuencia que revivieran las leyendas del Ángel
Exterminador y otros mitos. Para colmo, algunos ministros de la
Asamblea de Representantes, de manera irresponsable, habían dejado
entrever ante los medios de comunicación planetarios que la hija de
los reyes podría ser el cumplimiento de una antigua profecía.
Una locura, a decir de la condesa, como si los ministros no supieran
sobre los pseudo profetas que aseguraban conocer el día y la hora de
la gran destrucción, las leyendas orales o los holodramas de ficción
con sus temas apocalípticos. Naturalmente, como la Corona se había
rehusado a anunciar su postura oficial y publicar el contenido de
dicha profecía, la población temía que la negativa era debida a que
en verdad intentaban ocultar los augurios de un futuro catastrófico.
—¿Se va a acabar el mundo? —preguntó el niño.
—¡No, cielito, no, no! La niña es una bebita de pocos días de nacida,
¿qué daño puede causar? No hagas caso a lo que escuches. Además,
hacer ruido no les va a servir de nada. Lo que piden es imposible: que
sus padres la sacrifiquen, ¿entiendes qué significa esa palabra?
Lo hacía. A sus tres beltas sabía leer de corrido y entendía más de
lo que ella lo creía capaz; no obstante, negó con la cabeza.
—Como cuando tu cachorro de goldulp enfermó y lo entregamos
para que el médico lo pusiera a dormir y no sufriera más —explicó
su madre.
—Ah, se murió —declaró, rehusando la tentación de poner los ojos
en blanco.
—Así es. Quieren que sus propios padres hagan que ella muera. ¡Y
eso jamás va a suceder! Si la aman tanto como yo te quiero…
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—Con su ruido me molestan, mami —rezongó, sin dejarse distraer
del tema original.
—Lo sé. Ten un poco de paciencia, al rato se van. —La condesa
plantó un beso en su frente—. Tengo que irme ahora, cielito.
Nicah se sintió decepcionado. Siempre había algo o alguien
más importante que él para su madre. Ya se había deshecho de los
sirvientes, pero ella seguía anteponiendo otros asuntos... Ahora era
un viaje, otras veces su padre. Pero de ese no se podía librar, ¿o sí?
Aunque faltaban más de cuarenta días para su fiesta natalicia abrió
todos sus obsequios. Había juguetes de simulación, una pequeña nave
a control remoto, un equipo de sonido portátil, un montable ingrávido,
un precioso juego de ajedrez muy antiguo y una cámara de grabación
holográfica con una lucecita parpadeante. Entre todos, el que más le
llamó la atención fue el ProCom G21: una pequeña oblea plateada,
apenas más grande que su mano. Puso su dedo sobre la fría superficie
vacía y el aparato emitió una luz que capturó su huella digital para
reconocer a su nuevo dueño. En seguida, tres haces emergieron del
borde y proyectaron en el aire una pantalla holográfica translúcida
con forma de arco. Le dio la bienvenida una voz asexuada que lo
llamó por su nombre y apellido, sin necesidad de preguntarlo. Nicah
se percató de que en el empaque había quedado un diminuto huevo
de goma y una lámina circular, delgada como una hoja de cebolla. El
huevo era un audífono inalámbrico, que podía meter en su oído para
que nadie más escuchara al programa ni a sus posibles interlocutores,
si utilizaba la modalidad de telecomunicaciones del aparato; el disco
era un dispositivo externo de memoria adicional. Tocando con su
dedo los objetos que tenía en derredor, Nicah comprobó el buen
funcionamiento del equipo. En un parpadeo, este los buscó en las
redes de información, identificó cada uno por su nombre y le mostró
los instructivos de operación, luego se conectó con el cerebro artificial
de la casa y le desplegó un reporte de existencias de víveres en el
refrigerador, grabó en la agenda los números de los ProCom de sus
padres, desactivó la alarma de seguridad de la residencia y dibujó un
plano tridimensional de la misma donde señalaba la ubicación de cada
miembro, exceptuando a su tío, a quien tomó por un desconocido.
—Demasiado aburrido —murmuró a sí mismo y aventó el ProCom
a un rincón de la habitación. En seguida, tomó el estuche de la cámara
holográfica y leyó—: batería nuclear, dura cien beltas; para lo que me
sirve…
La lanzó con empaque y todo y se arrellanó en su sillón favorito
con los ojos apretados y haciendo pucheros.
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—Apuesto a que habrías preferido una granada de fragmentación
o, mínimo, un juego completo de bromas pesadas, astuto zorrito —
escuchó segundos después. Abrió los ojos justo para ver desaparecer
a su querido tío Nonat, su nuevo huésped, en el borde de la puerta.
Bueno, en realidad no era ese su nombre, sino la forma en que lo
pronunció cuando se conocieron, pero ya tenía arraigada la costumbre
de llamarlo así.
—Así que lo viste todo, tío —dijo mientras movía los deditos como
si tirara de un gatillo imaginario—. Ahora tendré que “sacrificarte”.
Sonrió a medias y se arrastró a su cama. Mientras el sueño se
apoderaba de su conciencia, su respiración se fue haciendo más lenta
y profunda y su rostro se relajó hasta lucir verdaderamente angelical
e inocente.
***
Muy entrada la noche, cesó el clamor de la gente manifestándose y se
escuchó una voz queda en la habitación contigua:
—Señor, no debió llamarme —el tío de Nicah decía a su ProCom, se
había colocado el audífono para mantener la conversación a distancia
en privado—. La reunión se llevará a cabo conforme a lo previsto. Y
en cuanto a lo otro, no debe preocuparse, los indicadores apuntan a
una clara victoria electoral, sin duda obtendré el cargo. Además, la
coincidencia de fechas no podría ser más oportuna. Cuando me haya
mudado a vivir al palacio…
Interrumpió para escuchar a su interlocutor. Miró esquivo hacia
la puerta, asegurándose de que estuviera cerrada. No tenía que
preocuparse por proteger la identidad de quien le hablaba, pues era de
los que desactivaban por costumbre la función de transmitir imagen
durante sus conversaciones a distancia. Además, con el audífono
puesto, solamente él escuchaba su voz.
Le llamaba el líder de la orden Junpaih, lo que era de lo más inusual.
Prevalecía una política de cero comunicación entre los miembros
excepto en las reuniones secretas. Si el líder lo había contactado no
era para desearle suerte en los comicios o mostrar su beneplácito;
algo realmente urgente o de suma gravedad había ocurrido.
O ya se había enterado de que los reyes ocultarían la identidad de
la princesa debido a un intento de asesinato fallido.
—Las noticias vuelan, Treshreem —le escuchó decir; un susurro
grave, potente, contenido, como el de un demonio—, y esto ha sido
obra tuya…
El tío de Nicah tragó grueso y se removió incómodo el collarín de
la chaqueta. Treshreem no era su nombre, sino su alias en la Orden.
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—Un imponderable, mi señor —respondió al aparato y bajó la
voz. La casa estaba tan silenciosa que temía que hubiera alguien
escuchando—. Sí, fue una mucama de la reina. Nuestro hombre estaba
preparándola para la gran misión, pero ella se nos adelantó y no llegó
a concretarla: desapareció sin dejar huella.
—¡Una mucama…! —rugió la voz en su oído. Treshreem tamborileó
los dedos sobre el robusto escritorio cubierto de cuero negro mientras
aguardaba a que desde el otro lado de la línea su líder terminara con sus
insultos, amenazas y advertencias del orden de “¡cómo se te ocurrió
confiar en una vil sirvienta, si ya sabías que…!” Y una larga lista de
etcéteras. Luego llegó la inevitable pregunta: ¿ya hiciste limpieza?
—Ha sido imposible, mi señor —admitió mientras pensaba qué
parte de “desapareció sin dejar huella” no le había quedado clara. En
ese momento agradeció que su interlocutor tampoco pudiera verlo,
pues se le había encendido el rostro y diminutas gotas de sudor brillaban en su frente—. Si la atraparon intentándolo ya debe estar muerta.
Era lo más probable, aunque no era seguro. Ni siquiera su hombre
infiltrado había averiguado su paradero.
Mientras escuchaba otra lista de imprecaciones y exigencias del
líder supremo de la Orden, el tío de Nicah se preguntó qué pudo
haber sucedido para que la mucama decidiera actuar por su cuenta.
El anuncio de que los reyes mantendrían la identidad de su hija en
secreto trastocaba severamente sus planes.
—No creo, mi señor —dijo al aparato—, no pueden tener a la niña
oculta para siempre. Es la heredera al trono, tarde o temprano…
—Es el cumplimiento de la Profecía y ambos sabemos lo que eso
significa.
Por un momento el miedo asomó a los ojos de Treshreem. Deambuló
por la habitación con una mano sobre el audífono y la otra acariciando
inadvertidamente el tatuaje tras su cuello.
—Entiendo, señor. La profecía jamás se cumplirá, yo me encargaré
en persona.— Descargó tal puñetazo sobre la superficie del escritorio
que volcó la réplica en miniatura del busto de Erol, el Sabio. Mientras
lo devolvía a su posición original añadió—: Y despreocúpese, no
dejaré huella. Por nuestra orden de los Junpaih.
Una corriente de aire le erizó el vello de la nuca, se volvió
repentinamente y se dio cuenta de que no estaba solo.
***
Elazar Mentel asomó en el dormitorio de su hijo Nicah para comprobar
que hubiera ido a la cama y apuró el paso hasta el de su nuevo huésped,
su medio hermano, antes de que lo criticara por ser un mal anfitrión.
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Apenas si lo había visto entre tantos viajes y problemas, inevitables
dado su rol en la política regional; imperdonables si consideraba
la relevancia del momento: por fin había logrado colarlo hasta la
mismísima Asamblea de Representantes, o casi, todo dependía de los
resultados de los próximos comicios. Los medios de comunicación
no sospechaban que se hospedaba bajo su techo para escapar de su
acoso, mientras aguardaba por la constancia de mayoría.
La luz estaba encendida. Abrió sin llamar a la puerta.
—¿Aún despierto, hermano? ¿Nervioso por las elec…?
Elazar se paralizó cuando, en un movimiento reflejo, su huésped
soltó el ProCom y desenfundó un arma.
—¡Qué plumas! —Con ambas manos frente a él en un gesto
defensivo, de rendición.
—No debiste, Elazar, no debiste entrar sin llamar.
—¡Diosa! Herm…
Elazar cayó muerto de un certero disparo. No hizo ruido, salvo el
golpe sordo de su cuerpo al caer inerte sobre el tapete.
Un zumbido, el recalentamiento del aire circundante y un débil
olor a ozono fueron las únicas señales de que allí había ocurrido un
asesinato.
—Es una lástima. Ahora me forzarás a matar a tu querida esposa
antes de que haga preguntas. —Hizo un gesto compasivo mientras
daba vuelta al cadáver con la punta del zapato—. Aunque, la verdad,
me facilitas las cosas, querido Ela, pensaba arrebatarte al pequeño
Nicah y cuidarlo como si fuera mío. Si tú supieras los planes que
tengo para él…
Hurtó la argolla que Elazar portaba en el dedo anular, antes de que
la rigidez cadavérica se lo impidiera. La necesitaría. Pensándoselo
mejor, ocuparía la mano entera… y un poco de cabellos y ropa.
Encontró en el saco del difunto la lámina de plasma que le habían
entregado como contraseña por el equipaje que había documentado
ese mismo día.
—Otra vez me lo facilitas, Ela —murmuró mientras buscaba los
datos de contacto de uno de sus mercenarios. No había tiempo que
perder, con el perdón de los otros pasajeros que pudieran ir a bordo,
una nave estaba a punto de sufrir un accidente.
En seguida caminó hasta la habitación de su sobrino y se detuvo a
contemplar su sueño tranquilo.
—Parece que tus papis viajaron de urgencia, Nicah —le dijo—, y tú
y yo tendremos que salvar al mundo.
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Capítulo 2
Bridget entró corriendo a su habitación como si le fuera la vida en
ello. El aire se le atoraba en la garganta sobre el violento palpitar de
su corazón.
—¡Mi niña!
—Ya sé, ya sé, nana —respondió sofocada y jadeando.
Se deshizo velozmente de la bata y del traje de baño. Tenía que
cambiarse para su siguiente clase y no estaba dispuesta a ser regañada
en público por impuntualidad dos veces en el mismo día.
Bertaliz se acercó para ayudar. Frente a un espejo, Bridget daba
saltos para meter los pies en las bragas.
—¿Cuándo se hizo ese golpe?
«¡Rayos, lo ha visto!» pensó Bridget, se dio la vuelta y mirando
sobre su hombro buscó su reflejo: sí, el cardenal seguía allí, morado
con tonalidades verdes, sobre una de las protuberancias que bajaban
desde los hombros hasta desvanecerse en la cintura, como abultada
evidencia de que sus alas estaban ocultas dentro de su cuerpo, en la
sibinah, la bolsa impermeable que las guarecía.
—Practiqué los giros y caí mal, supongo.
—¿Y este otro?
—¿Hay otro?
Estiró el cuello buscando la marca del golpe. Bertaliz puso el dedo
sobre una de las erolas, las aperturas para sacar las alas, y casi saltó
del dolor.
«¡Que me desplumen!» La niña maldijo en su fuero interno.
—Dolerá cuando intente sacar sus alas, niña mía.
Pero era necesario, en la privacidad de sus aposentos era el único
sitio donde podía practicar el maromeo con las alas a la vista. Bertaliz
le metió el vestido por la cabeza y la urgió a sacar los brazos por las
mangas.
—Seré más cuidadosa en el entrenamiento —le aseguró.
Parte de este consistía precisamente en aprender a caer sin
romperse la espalda o quebrarse una pierna: “Con estilo, damitas”
decía el entrenador, y por estilo entendía rodar sobre la colchoneta
siguiendo el impulso de la inercia. Por lo demás, el entrenamiento se
trataba de conservar el equilibrio tras un aterrizaje en una superficie
angosta, adquirir potencia de despegue y controlar la dirección del
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vuelo… todo esto sin usar las alas; en su lugar una enorme cama
elástica la enviaba al aire el tiempo suficiente para colocar el cuerpo
en posición antes de que la gravedad hiciera el resto.
Bertaliz suspiró, terminando de abotonar el vestido.
—Lo sé, no calculé bien el tiempo —dijo mientras se calzaba unas
sandalias de tacón —. ¿Me ayudas con el cabello?
Era un desastre.
—¿Qué significa lombriz de tierra, nana?
—¿Dónde lo ha escuchado, princesa?
—Alguien me lo dijo. Por el tono de voz, deduje que era un mote
despectivo, pero quiero saber qué tan grave fue el insulto.
—Lombriz es una clase de invertebrado, tubular, blanco.
—Tubular, claaaro —soltó un bufido. Ya sabía de qué iba. Bridget
no tenía ni una curva todavía. A sus siete beltas de edad crecía como
planta en maceta y siempre lucía famélica, como una lombriz de
tierra—. ¿Cuánto falta para que se desarrollen mis pechos y caderas,
como los de Annie, nana?
—Su desarrollo es perfectamente normal para su edad, niña Bridget.
No le dé importancia a los comentarios crueles. Quien le haya dicho
ese insulto, obviamente es un grosero, inseguro e ignorante.
—Elisa Bandier…
—¿Elisa, la humana?
«Vaya, ¿lo dije en voz alta?».
Desde que la visitante humana se había incorporado a su clase se
las había ingeniado para hacerla sentir subdesarrollada. Y es que Elisa,
de catorce años, era una señorita con senos redondeados y caderas
curvilíneas mientras que Bridget, de no ser porque usaba vestido y
cabello trenzado, bien podría confundirse con un varón.
—Esa embustera usa rellenos —la consoló Bertaliz—. Pura envidia.
—¿Cómo lo sabes?
—Secretos de la edad, mi niña. Todo el mundo sabe que el vuelo
favorece el desarrollo de los pectorales en hombres y mujeres
eloahnos. Esa chiquilla no quiere competir en desigualdad.
Un estruendo muy cerca del palacio provocó su curiosidad. Volteó
hacia la ventana y abrió los ojos, maravillada: una enorme nave
espacial descendía rumbo a la base militar de Startos, a solo un par de
kilómetros de distancia.
—No se mueva, ya casi termino con la trenza —le dijo Bertaliz.
—¿Has visto? —Se rio. El artefacto parecía un escarabajo gigante, y
alguien había tenido el mal gusto de pintarla de verde.
Bueno, en ese aspecto la humana no podría equiparársele jamás, se
dijo Bridget, la aguda vista de larga distancia de los eloahnos también
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era inherente a la capacidad de volar, motivo por el cual los ojos
tenían un tamaño proporcionalmente mayor.
En los dos alerones de fricción de la nave portaba sendos escudos
oficiales de la Comunidad Galáctica.
—Una comitiva diplomática, nana —murmuró. Las había visto
cientos de veces en las noticias.
Mientras observaba el transporte, Bridget sintió una súbita sensación helada en la columna y su corazón se aceleró sin razón aparente.
«¡Por las lunas de Eloah, qué frío tan raro!», pensó.
—Listo. Debe darse prisa. La señorita Annet la estará esperando,
seguramente.
—Voy volando, nana —bromeó.
Bridget dedicó una última mirada a los jardines, donde un grupo
de infantes jugaba a descender en picada lo justo para tocar el agua de
la fuente antes de remontar a las alturas en espiral con un frenético
batir de alas; recordó que, de pequeña, ella había ejecutado una
maniobra similar, aunque a escala y dentro de la privacidad de su
enorme habitación: su ego no había sido lo único herido esa vez. No
se nace sabiendo el ángulo de ataque correcto para ganar altitud, pero
tampoco se intenta aprender lanzándose de cabeza.
Recogió su ProCom y corrió hacia la estancia de la servidumbre
—o donde esta habría dormido si el beneficio valiera el riesgo de tener
personal a su servicio—, se montó en un ascensor y, tras detenerlo
entre dos pisos, se deslizó hacia un pasadizo angosto recubierto con
tuberías y cableado. Por ahí estaba forzada a trasladarse hasta la torre
de huéspedes para que la vieran salir del privado de los Britter, junto
a su “hermana mayor”, Annet Britter, su “madre”, Daphne Britter y su
“padre”, Greg Dufá: su familia sustituta.
El camino secreto se encontraba literalmente dentro de las paredes
y, por tanto, era estrecho y oscuro, no apto para claustrofóbicos.
Todos los puntos de entrada o salida contaban con escáneres de retina
como medida de seguridad y estaban bien disimulados. En el caso del
condominio de su familia sustituta la pared entera de la sala era la
entrada. Algunas formas de acceso simplemente no funcionaban ya
debido a que habían sido clausuradas de modo permanente: el palacio
tenía más de dos mil beltas de construido, ningún piso era idéntico
al inferior y las sucesivas remodelaciones y ampliaciones habían
producido parches y caminos sin salida. Por todas estas razones
Bridget iba del punto A al B, y viceversa, sin aventurarse más allá del
territorio conocido, ya que, además de que sería catastrófico que la
descubrieran, la única vez que lo había hecho se había desorientado a
tal grado que permaneció perdida durante horas.
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Su retina fue escaneada y la puerta oculta se deslizó a la derecha.
Como siempre, encontró la sala vacía y silenciosa, el único ruido
provenía del presentador de noticias en la habitación de Annie. Iba a
llamar a la puerta cuando sufrió otro violento escalofrío.
«Ese frío raro otra vez», pensó mientras frotaba vigorosamente
sus brazos. Había sido demasiado intenso para pasarse por alto. Lo
que estuviera provocando sus estremecimientos se acercaba a su
persona... o al revés. Y aunque no tenía fundamento racional, casi
podía asegurar que estaban relacionados con los viajeros diplomáticos.
Tenía que resolver el misterio.
Fue a la puerta delantera del condominio, salió al pasillo y corrió al
ascensor antes de que Annie se diera cuenta de lo que ocurría. Pocos
segundos después el aparato hizo un alto en su piso y lo abordó.
—Nivel seis —ordenó. A esa altura un puente conectaba la torre
de visitantes y residentes con el cuerpo principal del complejo,
sede de la sala del trono. Si los viajeros habían bajado de una nave
diplomática tendrían forzosamente que hacer una visita protocolaria
a sus verdaderos padres. Esperaba poder observar a los recién llegados antes de que entraran a verlos.
El último trecho del trayecto lo recorrió con cautela, haciendo
un alto en cada columna y procurando amortiguar sus pisadas.
Aproximadamente a quince metros de la antesala, se agachó entre dos
enormes jarrones de piedra caliza que contenían plantas ornamentales
de sombra y se encogió contra la pared, de manera que se disimulara
su reflejo en el mármol. Pretendía ocultarse, tanto de los guardias
como de los cortesanos, secretarios y ministros, debido a que ningún
menor tenía permiso de vagabundear en ese recinto sin un adulto
como padrino. Su truco no pasaría inadvertido para los uniformados,
no obstante, mientras su presencia no representara ningún riesgo
para la seguridad de los reyes, estos no la obligarían a retirarse.
Bridget se dedicó a esperar y observar. Los fastuosos vitrales occidentales de la antesala, de más de treinta metros de altura, bañaban la
atmósfera interior con su gloriosa luz iridiscente, la puerta de doble
hoja estaba labrada a mano y el techo abovedado era tan alto que
bien podría haber volado allí. Claro, si le fuera permitido sacar en
público sus alas y desplegarlas en toda su envergadura. Eran anchas,
adaptadas para planeo como las de especies rapaces, pero en su caso
las plumas eran translúcidas y en ciertos ángulos reflejaban la luz.
Y precisamente por eso tenía que ocultarlas, al menos mientras su
anatomía lo permitiera. Eran únicas.
Su paciencia tuvo recompensa. La comitiva apareció al cabo de
veinte minutos. Se trataba de un excéntrico grupo de humanoides
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ataviados en fastuosos trajes. Los acompañaban escoltas, pajes y hasta
un secretario. Por sus rasgos físicos, era claro que representaban a
más de un planeta. Sin embargo, verlos no había respondido a sus
preguntas.
Maldijo en silencio. No sabía qué había esperado ver, pero tampoco
por qué el frío seguía aumentando y el golpeteo de la sangre resultaba
casi doloroso. Aunque trató de controlar su angustia y aplacar su
curiosidad voraz, necesitaba una explicación, tanto o más que el
oxígeno que respiraba.
Al ver a los viajeros desaparecer tras la puerta labrada, Bridget
cedió a un impulso. Recorrió el pasillo que circundaba la sala del trono
hasta la puerta trasera. Con un gesto, le pidió al guardia su silencio.
De entre los custodios, los que conformaban la escolta real eran los
únicos que conocían su identidad. El capitán Fóster se cuadró y le
permitió la entrada. Bridget entró con sigilo, se recostó en el piso y
presenció la audiencia oculta tras las gruesas cortinas que decoraban
el fondo de la sala. Demasiado tarde fue consciente de que su visita
no pasaría inadvertida para los reyes, que siempre se enteraban de
sus andanzas, ya sea por boca de su maestro William, por la propia
Daphne —quien a su vez obtenía informes de Annie o nana Bertaliz—
o por el capitán Fóster, que se vería obligado a reportar su ingreso. ¿Y
cómo explicarles el porqué se había colado sin invitación ni permiso
a ese lugar, cuando ni siquiera ella misma conocía la respuesta? ¿Por
un frío extraordinario y una teoría irracional? Tendría que pensar en
una mentira plausible.
***
Cinco senadores formaban un compacto grupo frente al trono.
Los acompañantes, salvo dos escoltas con capa negra y capucha,
esperaban afuera, en el vestíbulo. Al centro y ligeramente adelantado
se encontraba un meleciano llamado Craimer Prat, quien sobresalía
por su altura y cuerpo tan delgado como una mantis. Varias cicatrices
deformaban su rostro; su saco verde lima le cubría hasta las rodillas,
que se doblaban hacia atrás. Parecía frágil, como una ramita, pero no
había que dejarse engañar: no había huesos más duros que los de su
especie y aunque no eran muy ágiles, sus largos pasos compensaban la
falta de velocidad. En contraste, Elmenetor Sahún, representante del
planeta Uloh, con su musculatura digna de un campeón halterofílico
y sus docenas de tatuajes, parecía una aplanadora de tres metros de
altura. Como todo ulohnés de la casta Ichnar, su piel era amarilla, su
cabeza alargada y tenía tres pares de orificios entre los ojos en vez
de nariz. Los diplomáticos de raza humana mostraban aspectos más
23
corrientes: uno atlético, de piel negra, aunque narizón, mientras que el
otro, su antítesis, obeso, de piel amarillenta y ojos como la rendija de
una alcancía. Remataba el grupo una hembra cevique, una humanoide
de piel violácea, desnuda de la cintura para arriba y totalmente calva.
Después de los saludos protocolarios y una sucinta presentación,
tomó la palabra el senador Prat:
—Los cinco hemos acordado votar en favor de la Ley de No
Intervención, majestad, y esperamos que Eloah dé su visto bueno.
Bridget decidió quedarse a escuchar. Para el debate de la semana
en curso, William Obrien, su maestro, había propuesto un tema
relacionado con la Comunidad Galáctica y su rol en la resolución de
conflictos domésticos. La princesa tenía a varios de sus representantes
frente a ella y una oportunidad sin precedentes de verlos interactuar.
El maestro le había explicado que en el hipotético caso de que
la paz estuviera en riesgo, la Comunidad podía emitir “Sugerencias”
—desde sanciones económicas y restricciones comerciales hasta
la expulsión definitiva— que suprimían la soberanía de un planeta
en aras de evitar que otros gobiernos tomaran parte en el conflicto
y convirtieran un problema local en interplanetario. Asímismo,
que quienes dictaminaban el grado de riesgo de un conflicto eran
susceptibles a la manipulación y las apariencias.
Por citar un ejemplo, los disturbios provocados por grupos de
fanáticos que reaccionaban con temor ante su propio nacimiento
(la asociaban con profecías del fin del mundo), fueron magnificados
por los medios de comunicación sensacionalistas, y debido a eso
pasaron de ser una molesta serie de manifestaciones a considerarse
un problema de ingobernabilidad global, una amenaza para la paz y
pretexto para la intervención.
En ese entonces la Comunidad Galáctica exigió a la corona eloahna
la revelación de la profecía para calmar a los alarmistas manifestantes,
pero los monarcas se negaron y todavía, a siete beltas de emitida
su Sugerencia, seguían apelando a la resolución y luchando por
demostrar que tal psicosis no existía ni representaba peligro para
Eloah o para otras civilizaciones.
Ahora, los visitantes hablaban de una Ley de no Intervención. Con
el puro nombre parecía que finalmente alguien se había preocupado
por enmendar esos errores en la legislación, que permitían tantas
atribuciones a la Comunidad.
Bridget se encontró anhelando escuchar lo que tuvieran que
decir sus padres, los reyes, Alaissa y Jhon, al respecto. La próxima
vez sorprendería al malhumorado maestro William repitiendo sus
palabras. Los miró como un devoto estudiante a su mentor. Alaissa
24
Andryl lucía un vestido dorado de falda larga y mangas estrechas,
peinaba el corto cabello color heno con trenzas y portaba una discreta
tiara de diamantes. No necesitaba añadir otros adornos, ya de por sí
era bella: blanca, de grandes ojos azules y sus alas de una blancura
inmaculada, como las de un ángel. A su izquierda, Jhon Black, se
erigía como un pilar. Desde ese ángulo, Bridget solo veía su perfil y
sus largas alas pintas que caían por los lados del respaldo del trono,
pero, si los diplomáticos se lo hubieran preguntado, habría dicho con
orgullo que se trataba de un apuesto joven de cuarenta y siete beltas
de edad y dos metros con quince centímetros de altura, el cabello
castaño cortado casi a ras del cráneo, la cara afilada y los labios apenas
insinuados. Luego habría tenido que explicar que pese a su estatura
no era considerado un hombre muy alto para su raza. Además, debido
a que en el resto de los planetas de la Comunidad se empleaba la
medida de años estándar de 360 días, posiblemente habría tenido que
convertir los cuarenta y siete beltas a su equivalente, setenta y ocho
años, solo para destacar cuán diferente y juvenil luce un eloahno de
esa edad comparado con un humano. Para ser justos, si el rey fuera
humano, se habría visto como uno de veinticinco años. Su vestimenta
ese día consistía en un traje de chaqueta negra con doble hilera de
botones dorados con forma de halcón y una capa escarlata que le
cubría el hombro y el ala izquierda.
El meleciano explicaba a grandes rasgos la ley y sus beneficios, que
incluían, entre otros, la reducción de tiempos de negociaciones y el
respeto a la soberanía planetaria, todo mediante un reglamento que
funcionaría como seguro contra la conflagración.
—En otras palabras, con esta ley la Comunidad no tiene poder para
inmiscuirse en conflictos locales. Una revolución o una guerra civil ya
no serán consideradas un peligro para la galaxia, pues el reglamento
evitará la adhesión de planetas simpatizantes —declaró Prat—. Y
esta es solo una de sus bondades. Cuando firmemos, al disminuir
la carga de apreciaciones, trámites y declaraciones de terceros, que
poco tienen que opinar en casos de acuerdos comerciales entre dos
planetas y nada más prolongan las negociaciones…
—No —dijo de pronto la reina—. No firmaremos.
Bridget contuvo el aliento, sorprendida. Sus padres se tomaron
de la mano en señal de mutuo apoyo. Al senador Prat no pareció
molestarle mucho la negativa, pero Elmenetor Sahún, el ulohnés,
lucía contrariado:
—Una ley que pretende evitar que una nueva guerra se disemine
por la galaxia entera, que ofrece limitar la intervención de la
25
Comunidad para acelerar los acuerdos… ¿y su respuesta es no? —
espetó dirigiéndose al rey.
—No necesitamos una ley que prohíba las asociaciones para
garantizar la paz, sino modificar las reglas de convivencia pacífica entre
nuestras civilizaciones, para que no haya desacuerdos insalvables —
dijo la reina—. Este proyecto de ley es un parche, un remedio que no
llega al fondo del problema. Además, contiene ciertas frases ambiguas
que se prestan a suspicacias y abusos, senador. Por ejemplo, están
equiparando la palabra asociación con la palabra ayuda. No formar
coaliciones es muy distinto a no prestar ayuda. En consecuencia, lejos
de brindar seguridad, puede dejar en el desamparo a los miembros
más débiles de la Comunidad Galáctica. Los eloahnos no seremos
cómplices de tales injusticias ni pondremos en riesgo a nuestro
propio planeta.
—Llámelo parche, pero podría reducir hasta en dos años las
negociaciones, vitales para algunas economías domésticas y a las
cuales la espera daña más que cualquier otra cosa —manifestó Sahún,
dolido. Bridget se percató de que aunque había escuchado las palabras de su madre, el ulohnés hacía como que ella no existía y le
hablaba a su padre—. Tan solo el beneficio de un comercio ágil entre
Eloah y Uloh vale el voto. Cuánto tiempo hemos deseado obviar los
aranceles que la Comunidad nos impone a las exportaciones, para
proteger intereses de otros planetas.
—Mucho. También es nuestro deseo, mi señor. Pero no a costa
del riesgo de abusos. Quizá quiera volver cuando esas frases sean
revisadas —dijo el rey en tono conciliador.
—Reconsidere, majestad. La firma podría zanjar el pleito legal que
aún tiene pendiente. Ese, con respecto a la exigencia de publicación
de una profecía que, según tengo entendido, atañe a su hija —
comentó Prat en tono mordaz—. ¿No lo ve? Les cerraría las puertas,
los disturbios que un día encendieron un foco de alarma entre los
pacifistas finalmente adquirirían su…
—¿Cómo se atreve a meter a mi hija en esto, senador? —objetó la
reina, evidentemente molesta.
—Yo decía que la Comunidad ya no tendría poder para…
La reina se puso en pie y no permitió que el meleciano terminara
su frase. El rey conservó un gesto indolente mientras preparaba su
respuesta, pero Bridget nunca la llegó a escuchar. En ese momento,
uno de los guardaespaldas de Prat, aparentemente acalorado, se
removió incómodo en su capa negra y miró en su dirección. La miró
a los ojos, como si no hubiera cortina que la ocultara. La princesa
sintió que su sangre se helaba de puro terror. Ya había visto albinos
26
antes, pero este tenía los ojos de un amarillo enfermizo, su aspecto era
espectral y su gesto… no atinaba a decir por qué le parecía siniestro,
virulento, una máscara de hostilidad.
El telón ondeó sin motivo aparente y amenazó con exponer más
que su escondite, sino su identidad, su vida. Maldijo en silencio, presa
del pánico. No había corriente de aire, era ella misma quien lo estaba provocando. Telequinesis involuntaria, de nuevo. Ignoraba cómo
detenerlo; escapar corriendo sería ruidoso. Quedarse quieta o correr,
ambas opciones la dejarían al descubierto, pero una sola la salvaría.
27
Capítulo 3
Como pudo, se puso en pie y salió corriendo. Al menos así no le
verían la cara. Mientras ponía distancia de por medio, su mente
nublada comenzó a despejarse. Bridget se preguntaba si, en verdad,
el encapuchado la habría visto o el miedo le hizo imaginarlo; que ella
supiera, los melecianos no podían ver a través de la tela ni estaban
dotados de capacidad sensorial especial como sonar o un oído u olfato
muy agudo, porque era meleciano, ¿o no? Le era imposible saberlo
mientras el personaje portara aquella vestimenta, digna de un cuento
de horror, ocultando la mayor parte de su cuerpo.
Como ya estaba muy atrasada para acudir a la clase que tendría
esa tarde, Bridget se dirigió a su alcoba, a refugiarse en su biblioteca
privada, pero subió por otro camino. No quería tener que dar
explicaciones a Daphne Britter, si se la encontraba.
«Por todas mis plumas, cuando Madre se entere de esto tendré que
escuchar otra perorata sobre la importancia de guardar mi identidad
en secreto», pensó. Sería un sermón doble: estaba segura de que
tanto su Madre, la reina, como su madre sustituta le leerían la cartilla
otra vez; o quizá sería triple… o cuádruple, pues William y Christian
Obrien, en su calidad de responsables de su educación, también
tendrían algo que decir al respecto.
No era capaz de precisar si el frío provenía del guardaespaldas
albino pero, con más de veinte pisos de por medio, todavía podía
sentir su presencia.
«¿Y si le digo a Christian? —consideró—. No. Va a creer que estoy
loca. Bueno, tampoco se puede esperar de mí que sea normal, con
tanto secretismo y estos accidentes telequinéticos, por no mencionar
lo “otro”…»
Por un instante, Bridget se preguntó si el frío que había sentido era
algún tipo de alarma natural a su disposición. Sin embargo, se recordó
a sí misma que era fantasioso calificar como dones, habilidades
sobrenaturales o súper poderes lo que simplemente era producto de
una anomalía genética. Además, ¿qué era sobrenatural para su raza?
Poder volar, tener vista de largo alcance, vivir más de ciento veinte
beltas, poder procrear hasta la edad de setenta beltas, alcanzar la
madurez sexual hasta los doce, tener dos temporadas de celo al belta…
todo eso era natural, por muy fantasioso que sonara a otras especies.
28
Ni siquiera las chispas que salían de su mano cuando estaba muy
enojada eran algo sobrenatural; que nadie más lo pudiera hacer era
diferente, pero era algo “natural” para alguien que había nacido con los
medios biológicos para ello ¿no? Sobrenatural sería entonces aquello
que pudiera sentir o hacer sin que hubiera un respaldo bioquímico o
que rompiera, en pocas palabras, las leyes de la física: la telequinesis,
por ejemplo.
O el frío.
«¿Y si los visitantes tienen habilidades sobrenaturales? El frío tiene
que tener alguna explicación», consideró en su fuero interno. ¿Qué
era sobrenatural para las razas de los visitantes?
Bridget consagró las siguientes horas a una investigación sobre el
tema. Descartó los volúmenes impresos de su colección particular,
los había leído todos y ninguno se relacionaba con su búsqueda.
En seguida, accedió vía remota al catálogo bibliográfico de los dos
archivos públicos disponibles en el complejo. Quedó sorprendida
de no encontrar en estos ningún título de materias consideradas
ficción, como la metafísica, realidades paralelas, el mundo espiritual
o telequinesis, aun y cuando esta habilidad no fuera un mito ni
producto de la fantasía.
«Vaya, William debe haberlos confiscado todos», pensó. El viejo
había palidecido cuando un episodio de telequinesis involuntaria
por poco la pone en evidencia en pleno pasillo. Ahora, con lo de las
cortinas en la sala del trono…
Sin embargo, aún no agotaba todas las posibles fuentes de lectura.
Si bien no era recomendable que teniendo que conservar su identidad
en secreto se conectara a las redes de información, cuando lo hacía
utilizaba la contraseña de Annie y jamás revelaba datos personales.
Le llamó la atención descubrir que la telequinesis era rara, pero
no era la única eloahna con ese talento. Uno de cada diez millones
de eloahnos podía mover objetos sin tocarlos. Además, las leyendas
orales aseguraban que los Sacerdotes de las Piedras, gobernantes del
antiguo Imperio, tenían poderes extraordinarios, como el de emitir
rayos de energía de sus manos.
«¡Rayos!», repitió en su fuero interno y se miró la palma de la
mano con aprensión, sacudió la idea de su mente y siguió leyendo.
Al cabo, se dio cuenta de que había llegado a un callejón sin salida
al no encontrar registro alguno sobre cualidades sobrenaturales en
los planetas de origen de los diplomáticos que los visitaban. Y tuvo
que aceptar que era posible que los escalofríos fueran síntomas de un
incipiente resfriado, debido a la visita al lago de esa misma mañana.
Había ganado una reprimenda gratuita.
29
De improviso, el anciano Christian Obrien irrumpió en su
habitación vistiendo todavía su túnica roja que lo identificaba como
miembro del Consejo de los Doce Sabios. Se le veía agitado y su rostro
estaba lívido, casi como el del guardaespaldas albino.
«¡Diosa!», ella exclamó en sus pensamientos. Por la sorpresa, el
ProCom que había estado usando flotó frente a sus ojos: telequinesis
involuntaria, otra vez. La ira y el miedo eran los principales detonantes
de esos episodios. Agradecía en silencio que nunca le hubieran pasado
frente a otras niñas.
Christian presenció la escena y, serenándose, ralentizó su paso.
Para sus noventa y siete beltas de edad (161 años), era muy activo y
su piel tenía muchas menos arrugas de las que cabía esperar. Su nariz
era un pequeño botón rosado, con el tabique torcido.
—Mi niña Bridget —saludó.
—Maestro.
«Vaya, no pierden el tiempo. Aquí viene el regaño». Christian
Obrien era el encargado de sus modales, mientras que William, su
hermano gemelo, tenía a cargo su educación académica.
—Me iré del planeta, tendré que dejarte a cargo de William —dijo
el anciano, para su sorpresa, y alzó una mano con la palma extendida,
esperando que esa silenciosa señal de alto contuviera el torrente de
preguntas—. Quiero que sepas que no estoy de acuerdo con lo que van
a hacerte, estaré lejos, a salvo, y no volveré a casa. —Desvió la mirada
y bajó la voz, como si hablara para sí mismo—. Estaré esperando las
señales, hasta que nos reunamos en el “planeta de las coincidencias”.
—¿Cuándo…? —soltó, ni bien el anciano hizo una pausa.
—Ahora mismo. La nave me espera, pero no podía irme sin verte
por última vez.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
Bridget parpadeó, incapaz de asimilar la repentina noticia. Por
lo visto, Christian tampoco se había dado el tiempo de meditar al
respecto: era obvio que venía directamente de la junta en la que se
había tomado esa inusual decisión.
—¿A dónde?
—A… —se quedó pensativo, soltó el aire, insinuó una sonrisa—. A
Gran Capital. Pórtate bien y recuerda mis consejos. —Vio su reloj de
pulsera—. Te cuidaré desde la distancia, lo prometo.
Christian se combó para presentar una reverencia y en cuanto
volvió a erguirse se alejó apresurado.
—Aguarde, maestro. ¡Por favor, explíqueme! ¿Por qué se va, qué
van a hacerme, qué es eso del planeta de…?
30
El anciano desapareció tras las puertas del ascensor, llevándose
consigo las respuestas.
«¿Qué van a hacerme? ¿Qué más pueden hacerme? —pensó con
la esperanza de que sus padres no decidieran enviarla lejos como
medida de seguridad adicional. Ya bastante sufría fingiendo no ser
su hija y ocultando sus alas para que nadie viera el rasgo único que la
delataba—. Y todo por ese atentado fallido y las supersticiones sobre
la profecía…»
***
No, no podían enviarla lejos, razonó más tarde. Ni siquiera le habían
permitido salir del palacio una sola vez en toda su vida. Ni a ella ni
a Annie. Su hermana se mostraba más que malhumorada cuando
alguien charlaba sobre un viaje vacacional, era la que más había
tenido que sacrificar por resguardar las apariencias. De ser necesario
que Daphne y Greg viajaran, dejaban a ambas a cargo de Bertaliz,
pero Annie y Bridget jamás.
Al abrir la puerta secreta, Bridget encontró a Daphne Britter
concentrada en su lectura. Su madre sustituta se le antojaba una etérea
figura de mármol envuelta en satín; el de su falda que arrastraba
hasta el tapete y el de su brillante cabello verde jade. Entró despacio
preparada mentalmente para la llamada de atención que recibiría,
pero esta nunca llegó. Daphne la miró sin decir nada y volvió a la
lectura en su pantalla virtual.
—Mamá, discúlpame, me sentí un poco resfriada esta mañana —
mintió.
Esta vez, Daphne no levantó la vista, pero su silencio decía a gritos
que desaprobaba que no hubiera, al menos, avisado dónde estaba y,
por supuesto, la hizo sentir peor que si la hubiera reprendido.
—¿Se encuentra Annie en casa?
Sin alterar su postura, Daphne señaló la puerta de la izquierda:
suspiró cuando la vio entrar en la habitación. Otra vez no había
tenido el coraje de corregirla. La quería más de lo debido, el estómago
se le achicaba de preocupación cada vez que llegaba tarde o con un
moretón nuevo.
Aunque la responsabilidad final de su educación no recaía en
su persona, pensaba que debería adoptar un rol más activo en esta.
En muchos sentidos la princesa ya se comportaba con madurez
excepcional, pero no dejaba de ser una adolescente y, por lo tanto,
era propensa a arrebatos, cambios de humor y una que otra decisión
errónea… Se sentiría mejor cuando no tuviera que reportar nada a la
reina con respecto a ella, excepto que tenía una hija maravillosa.
31
Ser su madre ficticia había sido una carga pesada. Los primeros
dos ciclos había llorado cada noche en recuerdo de su propia nena
fallecida pocas semanas antes de completar su gestación. Los
siguientes seis o siete los pasó luchando contra su propia naturaleza,
para no caer en la trampa de creerla propia. En cuanto la niña pudo
caminar se deslindó de ella poniéndola al cuidado de su nana,
Bertaliz, y limitando sus encuentros públicos al mínimo. ¿Por qué?
No lo sabía, quizás otro mecanismo de defensa. Pero todavía estaba a
tiempo de reivindicarse.
***
Annie no se encontraba en su escritorio, pero había dejado encima
la pizarra electrónica donde garabateaba el borrador de un ensayo.
Había tachonado tres títulos y el cuarto era igual de malo que los
anteriores:
Leyes reguladoras de las capacidades de robots, androides
e inteligencias artificiales y su relación con el movimiento cultural
de “Lo Natural”.
Más abajo decía:
Las máquinas no deberían aprender, no se puede enseñar ética a
una red neuronal de silicio sin sentimientos. Las máquinas existen para
facilitar algunas tareas.
Era un tema de moda: los seguidores de esta corriente filosófica se
pronunciaban en contra de todas las formas artificiales de emular el
pensamiento. Su pugna por limitar las capacidades de los procesadores
de información había derivado en un conjunto de leyes que prohibía
su razonamiento y autonomía. Por tanto, no tenían cabida en los
sistemas de defensa planetarios, su uso en transporte autómata era
muy cuestionado y se condenaba su aplicación en medicina. Al
menos en Eloah los antiguos AutoDocs se habían desmantelado para
reciclaje.
Los naturalistas más ortodoxos, con su fijación por lo artificial,
rechazaban además desde los productos sintéticos hasta los métodos
de reproducción fuera de las relaciones sexuales de mutuo acuerdo.
Si bien, no se pronunciaban en contra de la ciencia médica en general,
reprobaban las cirugías estéticas. A decir de Bridget no eran más que
hipócritas consumados.
—¿Dónde te habías metido, Brid? —le preguntó Annie al salir del
cuarto de baño.
Con un dedo, Bridget señaló hacia arriba.
—Discúlpame. Debí avisar que no vendría. Me sentía un poco rara,
como si me fuera a enfermar.
—Ahora me concedes la razón —Annie alzó una ceja, altiva.
32
—Sí. —Bridget suspiró—. Nadar no fue tan buena idea después de
todo.
Lo dijo por no discutir con Annie, quien siempre tenía el mismo
criterio con respecto a esas escapadas impulsivas y prefería perderse
la diversión si mediaba un riesgo o se rompía una regla. “No hay tiempo
suficiente, Brid, llegarás tarde. Además, el clima está cambiando, te
enfermarás”, le había dicho. Primera y única vez que se cumplía su
predicción y ya se creía infalible.
—¿De qué trató la clase? —preguntó mientras se sentaba en un
sillón.
—Ética. El controvertido caso de los mortos.
Annie fue a abrir el guardarropa. Se plantó con las manos en la
cintura, sopesando a ojo sus opciones.
—¿Esos que atacaron a los colonos de Ashai? —preguntó Bridget.
—Esos son los moriwhs. Los mortos son los que rescatamos porque
su planeta iba a ser arrasado por el choque de un planetoide.
—Los que vivieron un tiempo en Eloah.
—Y luego los expulsamos, de tantos problemas que causaron.
—¿Qué con ellos?
—Discutimos sobre la moral entre quedarse al margen, por cumplir
la ley, o quebrantarla por salvarlos.
—Y con el agravante de que sabíamos lo violenta que es su especie.
—No lo pude haber dicho mejor.
—¿Y?
—Nada. Básicamente fue una recreación del juicio que la Comunidad
Galáctica interpuso contra Eloah cuando los ayudamos. El maestro
citó la ley que dice que si una civilización no ha alcanzado por sí
misma un nivel tecnológico que le permita viajar a otros mundos, no
está lista para establecer “Contacto”, y nos dejó discutir.
—Ajá —Bridget la instó a continuar.
Annie llevó ante el espejo varios vestidos y comenzó a medírselos.
—Elisa Bandier dijo que era comprensible nuestro error, siendo la
eloahna una civilización inmadura y primitiva, como la terrestre de
hace unos cuarenta mil años.
—Ay, no… —Bridget se sorprendió del atrevimiento de la humana
para decir eso frente a media docena de eloahnas—. Me habría gustado
verlo.
—No lo dudo. Paty le cerró la boca.
—¿En serio? ¿Qué le dijo?
—Que, por lo menos, la intrusión de Eloah en el desarrollo natural
de la cultura de los mortos fue por un acto humanitario, en tanto que
la interferencia humana en el de Eloah, por una estupidez de su parte.
33
Si eran cuarenta mil años más avanzados, su fallo era cuarenta mil
veces más deshonroso.
—¡Diosa! —Bridget se soltó a reír.
—Ya te imaginarás. Elisa se puso de mil colores.
—Y no era para menos.
Pese a que la ley no permitía ninguna clase de interacción
con civilizaciones en progreso, los humanos habían estrellado
accidentalmente una nave en tierra eloahna mucho antes de que
Eloah desarrollara el primer vehículo volador… ¡y frente a miles de
testigos!
Quizá debido a esa temprana intervención, al delicado momento
histórico en el que ocurrió —coincidente con el derrocamiento del
antiguo imperio— o a los más de dos mil beltas de convivencia con
la cultura humana, Eloah tenía tantas cosas en común con ellos.
Bastaba echar un vistazo a los nombres, sobre todo aquellos de los
nacidos al norte del macizo de Argüell. Gracias a ellos, o por culpa de
ellos, Eloah era una anomalía, un planeta en desarrollo con acceso a
artificios tecnológicos jamás soñados.
—Y no faltó quien mencionara —agregó Annie— que para ser tan
atrasados, somos miles de veces más conscientes de nuestro entorno
y jamás repetiríamos el daño que los humanos infligieron a su planeta
madre.
Bridget se quedó contemplando a su hermana, personificación
deslumbrante de la mítica belleza de las peliverdes. Annie era un
belta mayor que ella, le sacaba media cabeza de altura y se jactaba
de ello: cuando quería parecer de más edad y justificar su prematuro
interés por los muchachos usaba el equivalente en años: catorce,
decía con suficiencia. Claro, también se valía de su físico curvilíneo
para convencer al entrenador de que le perdonara la práctica cuando
no le venía en gana hacerla. Últimamente se preocupaba tanto por
su aspecto que no quería despeinarse, sudar o mojarse el cabello
al nadar y pasaba horas eligiendo su ropa o perfeccionando su
maquillaje. A Bridget le molestaba presenciar el desfile de vestidos
que Annie superponía sobre su ropa para compararlos ante el espejo,
especialmente cuando tenía prisa. O hambre.
—¿Vas a ponerte alguno? Tenemos entrenamiento —protestó
irritada señalando la bata con la que cubría su ropa deportiva.
—¿Cuál es la urgencia?
«¿Cuál? Muero de hambre».
Annie lanzó dos de los vestidos a la cama.
34
—Esperaba tener tiempo para comer algo. Desfallezco —gimió
Bridget, con una mano sobre el vientre. No obstante, sus tripas
traicioneras no respaldaron su súplica con un gruñido.
—No seas dramática —Annie se midió otro vestido—. Además, no
es mi culpa que no hayas comido nada. No te retuve en los aposentos
reales todo este tiempo, ¿verdad?
—No —admitió con un bufido.
—Y en cuanto a los vestidos, más tarde iré al… ¡Bah!
Con un desplante soltó el último vestido y fue a buscar su ropa
deportiva.
Bridget puso los ojos en blanco. La quería mucho, pero a veces se
ponía tan pesada… Annie era una holgazana profesional; Bridget no
soportaba el ocio, si no nadaba, leía, daba un paseo en unicornio…
incluso una partida de ajedrez era una forma más aceptable de
emplear su tiempo libre. Su apariencia era importante, claro, pero sin
exageraciones.
—No piensas dejar tus trajes ahí, ¿verdad?
—Que Dana los guarde más tarde.
—Argh, eres incorregible —protestó mientras iba a recogerlos ella
misma.
De no ser porque toda la corte había sido testigo del embarazo de
Daphne y de su traslado de urgencia al centro médico, del cual salió
con una bebé en brazos (no su hija, pero sí una neonata de tres días
y heredera de la Corona), o porque su padre sustituto tenía el cabello
de un rubio muy parecido al de Bridget, la gente no creería que fueran
hermanas.
Aunque, ¿qué hermanos eran iguales? Ni siquiera los gemelos.
—Olvídalo, tómate tu tiempo —dijo Bridget con resignación—. De
cualquier manera no creo encontrar la cocina abierta a esta hora. Me
gustó el cobrizo, el del lazo en la espalda, ¿es nuevo?
El humor de Annie no mejoró. Bridget tenía la sospecha de que
había tocado alguna fibra sensible; cuando no la había colmado, mejor
cambiar de tema.
—¿Así que hay que hacer un ensayo sobre los “bots” de tarea?
Annie negó. Se acercó al escritorio tomó su ProCom y con su dedo
trazó una línea imaginaria desde el plasma de la pizarra hasta este
para guardar su trabajo.
—William repartió los temas individualmente. Estaba furioso —
enfatizó sin disimular su molestia.
—¿Tanto así?
35
Hasta ahora ni Christian ni Daphne la habían regañado por saltarse
las clases de la tarde, pensó que quizá le estaban reservando el
privilegio a William.
—Júzgalo tú. Te dejó un trabajo extra y hasta cambió los equipos
de debate. Ahora estoy con Paty y con Tiffany.
—Eso significa que yo…
Annie asintió y azotó un cajón.
—¡Que me desplumen! —exclamó Bridget.
La habían emparejado con las más ineptas, perezosas y jactanciosas
de la clase, Elisa Bandier entre ellas. A esa visitante recién llegada
había que recordarle incluso que un belta equivalía a uno coma seis
años estándar o cuál era el pasillo correcto para acceder a la torre de
huéspedes. ¡Y todavía le sobraba ego para sus aires de superioridad!
—No lo vuelvo a hacer, lo prometo —masculló Bridget. Saltarse
clases había resultado por demás contraproducente. Ahora Annie,
Paty y Tiffany (su hermana, su mejor amiga y la chica de mejor
promedio de la clase, respectivamente) eran sus contrincantes.
Soltó lentamente el aire contenido y dijo—: ¿Qué tema eligió para mí
nuestro queridísimo maestro William?
—Fácil: el origen del Común y la importancia de la comunicación
interplanetaria para evitar que derive en dialectos. Bastará con que
hables del ansible. Es el otro trabajo el que debería preocuparte.
—Ya. Dilo. —Bridget escuchó voces en la sala y se acercó a la
puerta—. Espera, papá llegó.
Y no se le escuchaba muy feliz. La voz estentórea de Greg Dufá
parecía preocupada:
—¿Te enteraste de lo de Christian?
—Escuché que hubo una discusión a puertas cerradas en la sala
del Consejo de los Doce. Alaissa salió de allí muy afectada y el rey
molesto. William, ni se diga, hecho una fiera.
—Se fue del planeta, mivién —explicó su “padre”. Bridget adoraba
que Daphne y Greg utilizaran esa contracción de “mi viento” para
expresarse su amor, ya que por coincidencia sus verdaderos padres
también lo hacían.
—¿Christian? —Daphne repitió incrédula.
—Sí. No sé qué se traen entre manos, no creo que vaya a volver.
Esto es inaudito, era el Consejero Principal.
—¿Averiguaste quién se queda en su lugar? —le preguntó Daphne.
—¿Al frente del Consejo? William, por supuesto, y para llenar el
asiento vacío, Vaniah Black.
—¿La hermana del rey? Bueno, eso ya era de esperarse.
Bridget se sobresaltó al sentir la mano de Annie sobre el hombro.
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—¡No debemos escuchar conversaciones ajenas! —la regañó en
voz baja.
Pero aunque Bridget hubiera querido seguir haciéndolo, Daphne y
Greg se llevaron su discusión a otro lado o así lo indicó el sonido de
sus pasos alejándose.
La mención del nombre de su maestro la dejó meditando sobre su
precipitado viaje y sus incomprensibles palabras de adiós. Lamentó
sinceramente su partida, si hubiera podido elegir entre Christian
y William, habría optado por el primero. Aunque físicamente eran
idénticos, Christian era alegre y comprensivo mientras que su gemelo,
inflexible, irritante. Otro par de hermanos diametralmente opuestos.
En cuanto a Vaniah, su tía, no la conocía salvo en holograma, pues ni
siquiera había acudido al palacio para el funeral de su abuela, Danielle
Andryl.
Bridget se volvió hacia Annie:
—¿Me decías del trabajo extra?
—Me parece que incluye una advertencia entre líneas. Es sobre tu
familia, con énfasis en quiénes son tus padres y a qué se dedican. Tres
mil palabras y lo leerás ante la clase.
—¿Qué cosa? —Su voz subió dos octavas.
—Yo qué sé…
«Para que nunca se me olvide cuál es mi lugar, ¿eh?», pensó Bridget.
Mientras Annie se ajustaba las zapatillas de deporte, Bridget tomó
prestado su ProCom y escribió:
“Mi nombre es Bridget Britter, mi madre se llama Daphne Britter, es
dama de la reina, le hace compañía y viaja con ella, le gusta leer, asistir
a conciertos y a fiestas. Algún día heredará de su madre el ducado
que lleva su nombre. Mi padre, Greg Dufá, trabaja en el ministerio
de Economía como Viceministro de Comercio Exterior. Promueve
las inversiones extranjeras en tierras eloahnas y la exportación de
nuestros productos. Su trabajo consiste en negociar, de él depende
en gran medida el flujo monetario. Mi hermana es Annet Britter, la
niña más bonita, coqueta y mimada del planeta, toda una princesa”.
«Ciento tres palabras… ¿Cómo voy a escribir tres mil?».
Borró todo lo anterior preguntándose por qué si los amaba no los
conocía tan a fondo como para cumplir cabalmente su trabajo. Si le
hubieran pedido un escrito de cien páginas sobre la reina no habría
tenido las mismas dificultades, ¿o sí? Probó:
“Mi nombre es Bridget Michelle Andryl, última en la larga lista del
matriarcado Andryl, desde Bonniet Andryl hasta mi madre, Alaissa,
de quien tengo mi apellido y que es reina de Eloah y sus satélites
naturales, Midas y Parsos. Mi padre es John Black, rey de Eloah, electo
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por la reina al cumplir su mayoría de edad, ya que así lo prescribe
nuestra ley, entre los doce candidatos seleccionados por la Asamblea
de Representantes de Eloah. Mi madre es ejemplo de bondad, justicia
y mansedumbre. La visito cada día y nunca deja de impresionarme
con sus consejos, aunque a veces me… ”.
—Nos vamos —anunció Annie y la precedió hasta la puerta.
—Espera —Bridget no podía dejar semejante evidencia en el
ProCom de su hermana, eliminó el revelador texto y corrió tras ella.
Horas más tarde, con la visita de William a su habitación, terminó
la espera por la temida reprimenda y el misterio sobre lo que “iban a
hacerle”, o eso creía.
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Capítulo 4
El ministro y su sobrino se apearon del lujoso VeL, un vehículo
de cuatro plazas que levitaba a menos de un metro de la calzada
empedrada. Frente a ellos un caserío asomaba entre la sofocante
niebla crepuscular de Menantroad, la ciudad de los tres ríos.
—Así que aquí es —murmuró Nicah. No era una casa muy grande,
como la mansión en la que vivía de niño, antes de que sus padres se
mataran en aquel trágico accidente y él fuera a vivir al internado. Más
bien era sencilla, anodina, de forma ovoide, montada sobre cuatro
cuartos de arco en previsión a las crecientes del Dosyovih.
Su tío se enjugó el sudor con un pañuelo. Menantroad, localizada
en la zona ecuatorial del planeta, alcanzaba la tórrida temperatura
de treinta y nueve grados a la sombra y la humedad no favorecía a
mejorar la sensación térmica.
El lugar donde se llevaban a cabo las reuniones secretas de la orden
Junpaih estaba ubicado en una zona residencial en la periferia de la
ciudad, concretamente en las márgenes del Dosyovih, lo que reducía
a un mínimo la posibilidad de que hubiera testigos que sospecharan
que, en realidad, era usada para afinar detalles de una conspiración.
No, no era una conspiración, sino un plan de emergencia para
salvar a Eloah.
Los Junpaih eran los únicos poseedores de la verdad sobre el
destino del planeta. Solamente ellos sabían lo escrito en la profecía,
pues la habían leído como parte de su entrenamiento; las leyendas,
mitos, rumores y supersticiones sobre el fin del mundo que creía la
gente común, en el mejor de los casos servían como argumento para
novelas de ficción.
Se cercioraron de que nadie los observara, extendieron sus alas
y levantaron el vuelo hasta la entrada superior de la casa: un tapón
redondo y transparente de dos metros de diámetro, ubicado en la
parte más alta de la cúpula que cubría su patio interior. Cuando se
posaron sobre este, la plataforma se hundió bajo su peso, dejando un
agujero en la superficie lo suficientemente amplio para que entraran.
Planearon con las alas distendidas a su máxima envergadura hasta los
jardines del nivel inferior y la cúpula volvió a sellarse.
—Por aquí —indicó el ministro, señalando la sala de reuniones.
A partir de ese momento utilizó su nombre clave, Añil Treshreem, y
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vistió su ropa ceremonial que consistía en una túnica negra; el joven
Nicah recibiría la suya en breve, cuando hubiera completado el rito
de iniciación y dejara de ser un acólito más.
La habitación, una larga galería con piso de madera, tenía una mesa
oval en un extremo y un tapete marrón y velas en el otro, cerca de
una chimenea. La escasa decoración en tonos neutros era meramente
funcional.
Carl Jendal, Éktor Cuarzo y Kim Dávalo se apostaron al centro. Añil
Treshreem y el acólito, los recién llegados, completaron el círculo.
—Bienvenido, Añil Treshreem, mi señor. Bienvenido, acólito —
saludó Jendal.
—Señores —respondió el primero mirándolos alternativamente.
Su sobrino permaneció en silencio, como se le había advertido—.
Comencemos invocando a Zurac, el dios de la tormenta, oremos para
que destruya la herejía de la falsa religión y derroque a los seguidores
de esa supuesta diosa Eloíh.
Nicah se retiró a observar. Los otros cuatro encendieron una
veladora e incienso y combaron sus alas para concentrar el calor en
el centro del círculo. Luego, con una suave agitación de plumas y un
movimiento lento, rítmico y coordinado, inyectaron aire más fresco
del exterior. Pronto el humo se fue enrollando en sí mismo y se formó
una pequeña columna ascendente, como una tormenta en miniatura.
A la ceremonia agregaron cánticos y el sacrificio de un ave de crianza
en corral que Dávalo había llevado, como era su costumbre ancestral.
Era la única parte del ritual con la que el muchacho no estaba
plenamente convencido. Él no creía en divinidades ni demonios,
ni mucho menos en que aquellos dioses imaginarios fueran a
complacerse con la muerte de un animal tan corriente como un
pichón, si por lo menos fuera un wek o una víctima eloahna a quien
se le sacara el corazón sobre un altar como las ofrendas de las épocas
del Imperio… No obstante, fingiría adorarlos si ello satisfacía a su
tío. Si a sus diez beltas de edad era un joven comprometido con su
misión y un estudiante universitario destacado, se lo debía a él. Tras la
muerte de sus padres, la nueva condesa no solo le había llevado a ese
internado y despojado de su título nobiliario, sino que le había robado
la mitad de su herencia, lo que le habría dejado en la calle de no ser
por su tío, quien secretamente había movido sus influencias para que
una de las instituciones de mayor prestigio en el planeta le otorgara
una beca. También le debía su ingreso a la Orden, que financiaba su
entrenamiento paramilitar y podría inmortalizarlo como el salvador
de Eloah. Bueno, en el supuesto caso de que los miembros veteranos
no se le adelantaran en el camino.
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Aunque su entrenamiento y las andanzas con su tío nutrían su aguda
mente para las chanzas de nuevos trucos, contactos y artes propias de
un agente secreto, todavía se encontraba en plena formación. Y no
era el único postulante. Había otros, cuya identidad no conocía ni
le importaba, en tanto no le robaran su oportunidad de contribuir al
éxito del plan.
El silencio súbito le erizó el vello tras la nuca, significaba que
llegaba la hora: dejaría de ser el acólito para ser partícipe, por fin, de
la misión de los Junpaih. Entre el calor sofocante de la ciudad y el de
las velas, Nicah se encontraba brillando de sudor.
—Añil Treshreem, mi señor terrateniente, ¿a quién presentas el día
de hoy? —preguntó Cuarzo.
—A Iván River, acólito en transición y es su deseo ser marcado con
el emblema sagrado de la Orden y demostrar su compromiso con ella.
—Iván River, igual que uno de los fundadores de la orden Junpaih
—comentó Dávalo.
—Así es. Ya recibió su instrucción y los líderes supremos lo aprobaron.
La boca de Dávalo tembló.
—Entra en el círculo, acólito —le ordenó Jendal.
Ya sabía lo que le esperaba y se encontraba un poco nervioso.
Le llamaban tatuaje, pero en realidad era una marca con un hierro
candente. Para demostrar su compromiso con Eloah, los nuevos
miembros tenían que sufrir en carne propia, solo así se sabía de
antemano que, llegado el momento, se inmolarían sin titubeos para
proteger la identidad de los miembros restantes.
Al que llamaban Éktor Cuarzo, ya avivaba el fuego y ponía el sello
de hierro en las brazas para que se pusiera al rojo vivo.
Iván inclinó la cabeza y obedeció. Una vez en el centro del círculo
se retiró la ropa y se puso de rodillas. Cuarzo sacó el hierro de las
ascuas, valoró su temperatura a ojo y lo devolvió al fuego. Ya casi
estaba listo. Iván cerró los ojos y contrajo los músculos cuando sintió
una mano palmeándole el hombro en señal de apoyo. Con una última
inspiración se preparó para lo que vendría.
—Iván River, ¿juras defender a Eloah de todos sus enemigos? —
tronó la voz de su tío.
«¡Demonios! ¿Por qué lo prolongan?» quiso gritar, controlando su
respiración.
—Lo juro —replicó con la garganta seca.
—¿Prometes hacer todo lo que esté en tus manos para evitar que
se cumpla la profecía?
—Lo prometo.
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—¿Eres consciente de que tendremos que eliminar a la princesa,
antes de que sea demasiado tarde, y que será necesario nuestro sacrificio voluntario para que nuestra orden no sea descubierta?
—Lo estoy, tengo clara mi misión y conozco las consecuencias.
—Entonces recibe el fuego.
Apretó los dientes y apoyó ambas manos en el piso. Añil Treshreem
dio la señal a los otros tres para que lo sujetaran, sacó el hierro de las
ascuas y se lo planchó en la parte trasera del cuello.
El dolor fue tal que el nuevo Junpaih se retorció con todas sus
fuerzas para liberarse. Combatió por unos diez segundos, sin dejar
que de su boca saliera más que un gemido inarticulado, hasta que
perdió el sentido.
Los demás miembros intercambiaron miradas aprobatorias en
recuerdo de su propia experiencia. A más de uno se le había escapado
un agónico grito.
Orgulloso del valor demostrado por su sobrino, Treshreem le untó
un poco de antiséptico en la quemadura y acarició su cabeza rapada.
Luego, permitió que lo recostaran hasta que se recuperara por sí
mismo, lo cual ocurrió unos segundos después. El nuevo Junpaih se
incorporó y soportó en silencio el ardor, apretando los dientes.
—Bienvenido, Iván River —dijo Jendal, con una sonrisa torcida.
Le entregó su túnica pulcramente doblada, para que él mismo se la
vistiera, ejecutó un saludo protocolario y le acercó en seguida la que
sería su navaja ritual, también marcada con el sello de la Orden.
El muchacho recibió su investidura y contuvo el entusiasmo que
la promesa de ser tomado en cuenta le producía, era casi como ser
adulto.
—Ya estamos todos los interesados, demos comienzo —ordenó
Treshreem.
Los cinco se acercaron a la mesa y la rodearon.
—Carl, un poco de antecedentes para el nuevo Junpaih —pidió
Treshreem.
—Claro. Sí, señor —Jendal volvió a la vertical y aclaró su garganta—:
La desaparición de la mucama nos confirmó nuestro error al confiar
la misión a una hembra, solo porque ellas pueden acercarse al objetivo
sin despertar tantas sospechas como nosotros.
«Naturalmente», razonó Iván. Para que fueran confiables, tendrían
que haber sido entrenadas desde la infancia y no disponían de tanto
tiempo.
—Tras el obligado cambio de estrategia, analizamos dos caminos:
un asesinato sigiloso o un ataque en público. Sin embargo, las
precauciones tomadas por los reyes excedieron nuestras previsiones
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—continuó, refiriéndose al encubrimiento de la identidad de su
objetivo—, lo que boicoteó ambas alternativas. Descartamos que
la hubieran enviado a alguna de las propiedades de la Corona. Si la
retuvieron en sus aposentos, cosa que consideramos poco probable
transcurrido un belta, nos ha sido imposible verificarlo, pues los
rigurosos exámenes de control de confianza han impedido que
infiltremos la escolta real o corromper a alguno de sus miembros.
Además, la servidumbre encargada de los aposentos de la princesa fue
despedida. A esa habitación no entra nadie, ni siquiera un asistente
mecatrónico de limpieza, no sea que algún vivo lo utilice como espía.
«Lo que no habría estado nada mal», pensó Iván.
—Por otra parte —añadió Jendal—, hemos hecho indagatorias sobre
la identidad de las niñas residentes en el palacio. Es común que los
nobles que tienen hijos viviendo con ellos los mantengan al cuidado
de sus nanas, fuera de la vista del público, y que se agrupen por rangos
de edades para recibir educación, lo que ha facilitado que la que
buscamos pase desapercibida. Pero tarde o temprano esta condición
tenía que cambiar. Por eso en nuestra junta anterior decidimos
esperar a que alcanzara la adolescencia, que sean sus propios rasgos
físicos los que la delaten, cuando salga a los jardines sin supervisión
de un adulto, donde nuestra presencia no sería sospechosa y donde
un ataque sería mucho más viable.
Iván disimuló a medias su consternación. Antes temía que los
veteranos se le adelantaran, ahora sus palabras le confirmaban que
intentaban asestar su golpe muy pronto, antes de que él fuera de
utilidad para la misión. La princesa ya era adolescente.
—Gracias, Carl. Iván, en la vida real Éktor es nuestro chismoso.
—¿Perdón?
—Está a cargo de las miles de pantallas de circuito cerrado. Te
preguntarás por qué no ha logrado identificar a nuestra enemiga.
Pues bien, la sala del trono, los aposentos reales y los condominios
privados de los nobles no están conectados a la central de vigilancia,
son la clase de lugares controlados directamente por el cuerpo de
seguridad de la reina.
—Esa escolta que hasta ahora no hemos podido infiltrar —dijo
Iván.
Su tío lo confirmó con un cabeceo. El joven suspiró.
—De hecho, corre el rumor de que ni siquiera ellos tienen acceso
a invadir su privacidad, almacenan las grabaciones como constancia a
posteriori, en procesadores de información que no están conectados
a la red, para que no puedan ser intervenidos por piratas informáticos
—aclaró el propio Cuarzo. Luego, volviéndose hacia el terrateniente
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declaró—: Mi señor, tal como me instruyó, he logrado la conexión
remota. Ya solo necesitaré grabar alguna visita de los miembros al
palacio para poder encubrir nuestra salida.
—Excelente —dijo uniendo las yemas de los dedos.
Cuarzo se sentó.
—Carl Jendal es nuestro infiltrado en el sistema de acceso al palacio
y experto francotirador —explicó Trehshreem—, mientras que Kim
Dávalo es nuestro agente de campo. Kim…
Tocó el turno a Dávalo para ponerse en pie, un poco nervioso.
—Sigo sin sospechosas. Todas las niñas que he investigado tienen
expedientes perfectos. El ADN arrojó positivo en consanguinidad
con respecto al de los expedientes de sus respectivas madres y todas
las pruebas demuestran que estuvieron realmente embarazadas.
—Los reyes no escatimaron en detalles —comentó Cuarzo.
—El expediente de una de esas niñas tiene que ser falso. Debieron
incorporarle el verdadero registro de ADN de la reina —dijo Carl
Jendal, que también había colaborado en la investigación—. He llegado
a pensar que la han educado como varón, para despistarnos.
—¿Revisaste lo del ADN contra expedientes digitales o con muestras para cotejo? —preguntó Treshreem.
—Usted sabe que mi bajo perfil no me permite acercarme a las
madres.
—Pero ya habíamos acordado que utilizar a otra incauta para esa
tarea no nos pone en peligro. ¿Quieres decir que en todo este tiempo
no has podido embaucar a otra?
«¿Otra?», pensó Iván mirando a su colega. Jendal era tan feo que
el hecho de que hubiera idiotizado a la primera, la mucama que
había desaparecido, ya le parecía imposible. Si por lo menos fuera
simpático…
—¿Ni una sola? —repitió Treshreem. Carl Jendal no respondió—.
¿Tú tampoco, Kim?
—Hago lo que puedo. Mi campo de acción está limitado al jardín,
donde conozco cada piedra y cada hoja.
—Además son pocos los residentes que salen a pasear —lo secundó
Jendal—. Usted, en cambio, que puede deambular con libertad por el
castillo y…
—Ya, has pensado cómo me iba a ver siguiendo a la duquesa Liam
o a Daphne Britter mientras espero que una pluma caiga de sus alas.
¡Yo! Cerebros de… —espetó Añil Treshreem con voz de hielo. Se
recompuso—. Estoy convencido de que debe tratarse de una de las
niñas que actualmente viven en el palacio. La reina debe habérsela
entregado a una familia de confianza.
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—¿Y qué hicieron con el verdadero bebé de la madre sustituta, si
es que lo hubo? —preguntó Éktor Cuarzo.
—Por todas mis plumas, usa tu imaginación.
El muchacho se quedó pensando por unos segundos. Luego dijo:
—¿De verdad? No los creía capaces.
—¿Cuántas “familias de confianza” puede haber? —preguntó Iván
haciendo el ademán de comillas con los dedos.
Treshreem lo miró y emitió una risita de admiración.
—¿Les pondrás un cuchillo en el cuello para que comiencen a
hablar sobre sus hijas? —lo retó Cuarzo.
—No, yo… olvídenlo.
Él empujaría a las hembras por un balcón, pese a que ese plan podía
usarse una sola vez y todavía ser catalogado como accidente. Quizá la
gente común se lo tragaría, pero los reyes sí que entenderían la velada
amenaza. En cualquier caso después de ese voto de desconfianza por
parte de Cuarzo no pensaba compartir sus ideas salvo, quizá, con su
tío. Y si este decidía comunicarlas a su vez no podría impedirlo.
—¿Qué, qué ibas a decir? —insistió Cuarzo.
—Pensaba en voz alta. Si afinas los parámetros de búsqueda…
reduces considerablemente el número de muestras por conseguir. A
menos que quieras esperar hasta que el rey decida revelar la identidad
de su hija.
—Ya, olvídenlo. En verdad, esperaba que la hubieran identificado
—Treshreem paseó la mirada por cada miembro de la Orden—. Todo
sería más fácil, pero también me había preparado para este escenario.
He pensado poner un cebo en la trampa.
Los cuatro se miraron expectantes.
—Además, nos he conseguido un “socio” cuyo arsenal está
fabricado de cierto material… muy… especial. Espera a verlo, Carl.
Apuesto a que resuelve tu pequeño problema.
Carl Jendal enrojeció hasta las orejas. Aunque se hiciera de la vista
gorda y dejara pasar armas en su puesto de entrada no era el único
guardia de turno ni el suyo el único filtro de seguridad. En otras
palabras, ni sobornando a todos los guardias podría introducir armas
sin que fueran descubiertas. Lo que dejaba una sola arma, la propia,
para utilizarse en sus planes y menos de tres minutos de margen para
dispararla antes que la guardia real entera lo acribillara. Tres minutos
parecía suficiente, excepto porque las distancias eran enormes y sin
un objetivo al que disparar, de nada servían.
Treshreem sonrió y sacó su ProCom.
—Acérquense, este es el plan...
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Después de acceder al código de seguridad, ingresar su huella
e identificarse con la voz, en la pantalla virtual apareció un texto
criptográfico que, además, estaba escrito en el idioma antiguo y
utilizaba por caracteres runas pertenecientes a una lengua muerta
con más de diez mil beltas de antigüedad. Todos leyeron el nombre
del socio y sus demandas a cambio de su contribución, vieron un
plano del palacio y estudiaron un esbozo del plan.
—¿Seguro, señor? —manifestó Jendal—. Si nos descubren, nosotros
mismos terminaríamos provocando la……
—Tranquilo. Nuestros socios tampoco quieren que se sepa acerca
de su participación en esto. La clave está en borrar las evidencias.
—Esto es muy serio, necesitaremos algo más que segmentos de
vídeos viejos sustituyendo la imagen en vivo —objetó Cuarzo.
—También lo he previsto, Éktor. Contamos con esto… que se
ocupará de lo demás —Treshreem mostró un contenedor cilíndrico
que almacenaba un poderoso químico, del tipo que, por su rareza y
grado de peligro, estaba rodeado de hermetismo e inquebrantables
controles de seguridad. En resumen, era virtualmente imposible de
conseguir.
Jendal por poco cae de la silla de la impresión:
—¿Cómo…?
—¿Lo obtuve? Por fortuna, Eloah no es el proveedor exclusivo
de este agente. Es relativamente más fácil de adquirir en el mercado
negro que, por ejemplo, el Demoledor.
Treshreem deseó haber contado con este activo beltas atrás,
cuando tuvo que desaparecer los cadáveres de su medio hermano y su
cuñada, pero sabía que habría sido un desperdicio inútil comparado
con su empleo en eliminación de evidencia residual de su misión.
—Señor, además de esa trampa para pájaros, necesitaremos un
traidor. No quiero ser aguafiestas, pero si ha sido imposible colocar
a uno de nosotros en el cuerpo de seguridad real, mucho menos
lograremos que uno de sus miembros traicione a su reina. Ni siquiera
tienen familia propia para presionarlos a la antigüita. Todos han
hecho votos de celibato. ¿Cómo conseguirá que cooperen? —preguntó
Jendal.
—Eso ya no es del todo válido, Carl. Uno de ellos tiene un secretito.
Treshreem sacó un retrato de una niña pequeña y se los mostró.
Iván soltó una risotada. Por fin comprendía por qué había visto a
su tío ordenar a uno de sus mercenarios que reclutara prostitutas
maltratadas, explotadas o que vivieran en la miseria, y las colmara
de regalos anónimos. Las había enviado de cacería con la misión
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de acercarse a los miembros de la escolta real. Y uno de ellos había
mordido el cebo. Se preguntó cuál de todos sería.
—¿Qué clase de padre sería si permitiera que esta dulzura sufriera?
—comentó Jendal, para deleite de Iván, quien brindó mentalmente
por la genialidad de su tío.
Más tarde Iván le hablaría al terrateniente de su idea que, aunque
era un arma de doble filo, bien podría servir para que los reyes
decidieran desvelar la identidad de su hija.
Treshreem disfrutó el entusiasmo exhibido por sus colegas mientras
pensaba en esas pobres putas incautas. No les había advertido que las
usaría como armas en contra de sus esposos, las lastimaría y asesinaría
sin miramientos y reclutaría a sus hijas e hijos para la Orden, tal como
había hecho con su propio hermano Elazar en aras de incorporar a su
sobrino a los Junpaih.
«Elazar, el idiota —se burló en sus pensamientos—, nunca se dio
cuenta de que lo manipulé a su antojo».
Treshreem era el hermano bastardo, el que no tenía derecho al
título nobiliario, el que jamás iba a poseer ni la mitad de lo que Elazar
derrochaba a montones, pero había usado su tragedia a su favor y
Elazar, el crédulo, con su sentido de culpa tan grande, con su ridículo
sentido del deber fraterno, se tragó todos sus lloriqueos y lo ayudó a
escalar en el mundo de la política.
Lo había logrado. Ni siquiera la voz inexistente de su hermano
muerto que lo atormentaba en sueños podría detenerlo ahora.
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