Untitled - museo de caza albarran

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Índice
Prólogo............................................................
Introducción.......................................
1
Mi primera pieza
de caza mayor
fue un oso negro.......................
2
África
7
14
18
1953.........................................................................
25
1955.........................................................................
100
3
África
3
Índice
4
India
1956........................................................................
183
1957.........................................................................
232
1957.........................................................................
273
1958.........................................................................
281
5
Alaska
6
México
7
Alaska
4
Índice
8
India
1959.........................................................................
312
1959.........................................................................
339
1959.........................................................................
369
1960.........................................................................
375
9
África
10
México
11
Alaska
5
Prólogo
“La caza es el origen de la civilización”; tales fueron las palabras con que inició una disertación sobre la caza el
notable filósofo y ensayista José Ortega y Gasset. En otra ocasión agregó: “Toda ciencia es de origen deportivo”. Interesante tema al que, a manera de introducción, quiero referirme, aunque sólo sea en forma muy breve.
Si nos remontamos a épocas del hombre prehomínido, de hace cerca de 2 millones de años, cuando la
caza era totalmente utilitaria y no deportiva como debe serlo hoy en día, encontraremos que la tecnología, la
ciencia; la evolución, el progreso y, en fin, toda la avanzada civilización de que disfruta el hombre moderno,
descansa sobre cimientos cinegéticos o, mejor dicho, venatorios rudimentarios tan antiguos que casi los hemos
olvidado.
Antes de abordar los relatos de mis aventuras venatorias, me permitiré hablar un poco sobre esta primigenia actividad que convirtió al hombre en el amo del mundo.
La apremiante necesidad de sobrevivir en un medio por demás hostil y peligroso, hizo que el hombre primitivo hiciera uso de su ingenio e inteligencia para dar su primer salto, del árbol a la tierra, convirtiéndose de
frugívoro en omnívoro, robusteciendo, de esta manera, su condición física tan elemental para su diaria y nueva
actividad que sería la caza mayor.
Como frugívoro, se alimentaba de frutos, vegetales silvestres y raíces; debido a esta dieta circunstancial su
constitución física era raquítica, muy débil. En consecuencia, no estaba capacitado para ser buen cazador. En
tiempos de sequía, cuando escaseaban los frutos y los vegetales, comía gusanos, culebras, lagartijas y otros
animales.
El salto de frugívoro a omnívoro que dio el hombre primigenio fue de enorme trascendencia, ‘Pasar del
régimen alimenticio vegetal a la carne, significó un cambio importantísimo en su vida y en la historia del género
humano.
Para sobrevivir tenía que cazar animales, chicos y grandes, todos los días durante todo el año, pues como
hace 2 mil siglos no había refrigeradores, la carne, producto de la caza, pronto se descomponía. Tuvo que
hacer uso de su ingenio creando su primer arma, que fue la piedra arrojadiza, al mismo tiempo que se organizaba en grupos para poder abatir, con menos riesgos, los animales grandes que llamamos de caza mayor. De
cierto, fue así como el hombre primitivo dio el primer paso hacia el progreso y a la vida comunal, originado por
la necesidad de la fuerza y el número, agrupándose para cazar bestias grandes. Ese cambio de alimentación
proporcionó a su organismo las proteínas que contiene la carne, las cuales, unidas al ejercicio que requiere la
caza, fortalecieron su débil complexión física, de corta estatura, frente estrecha y huidiza, pronunciadas arcadas superciliares (tan semejantes a las del gorila) para dar lugar, centenares de miles de años más tarde, al
evolucionado hombre de Cromagnon, tan semejante ya físicamente a nuestro hombre del siglo XX, y dejando
atrás para siempre al primate.
A diferencia del hombre, la vida de los animales silvestres poco o nada ha cambiado si la comparamos con
la de sus ancestros que vivieron en el periodo pérmico (hace 280 millones de años), si bien se desarrolla en un
campo más limitado. En cambio, el hombre da un salto a la planicie y se convierte en cazador. Ese fue el primer
7
PRÓLOGO
paso que lo llevó al dominio de todos los seres irracionales de nuestro mundo. El segundo paso acaba de darlo
sobre la superficie de la luna y, seguramente, mañana conquistará el espacio cósmico dando así principio a la
fantástica era espacial.
La evolución del hombre comienza cuando se ayuda con armas tan rudimentarias como la piedra arrojadiza
y el garrote, para luego seguir, en escala ascendente, valido de su inteligencia e ingenio, producto de su proceso de pensamiento. De manera que de la selva a la estepa, de vegetariano a omnívoro, el hombre prehistórico
aprende a caminar erecto, a cazar, a comer la carne que dará proteínas y fortalecerá su musculatura; a formar
grupos con otros hombres semejantes para poder cazar animales grandes, usando utensilios-armas, como
cuernos de ciervo afilados y tallados, huesos astillados y puntiagudos, etc. La carne de la pieza cobrada se
la repartían como buenos hermanos. Así nació la comunidad en la vida del hombre primigenio originada en la
caza. Los pleitos; el crimen, el asesinato, la destrucción, el engaño, el robo, la esclavitud del hombre, vendrán
más tarde con la civilización.
Por descubrimientos que de la prehistoria nos revelan la Paleontología y la Antropología, podemos considerar, de manera irrefutable, que la primera aportación del hombre en el progreso de la humanidad fue la caza.
Estos seres hominizados, hombres ya propiamente dicho, fósiles que vivieron hace más de 500 mil años, como
el hombre de Pekín y el de Java, sin mencionar las criaturas prehistóricas —Australopithecus—, descubiertas
en fechas recientes por los antropólogos Leakey y que, según ellos afirman, existieron en Kenya, África, hace
más de 2 millones de años, fijan en la historia de la humanidad el brote, el paso del instinto al pensamiento
reflexivo de que fueron dotados, que equivale a decir el nacimiento de la conciencia reflexiva, mente, pensamiento, intelectualización, inteligencia evolutiva, espiritualización progresiva en la civilización humana. Fue,
permítaseme la palabra, el soplo divino que distinguió, que separó definitivamente la especie humana de la
Durante cientos de miles de años el alimento principal del hombre lo constituyó la caza.
El mamut fue una de las piezas más perseguidas por los cazadores del Paleolitico
Superior; 10 a 20,000 años a.C.
8
PRÓLOGO
En este fragmento de un altorrelieve del Palacio de Nínive,
el rey asirio Asurbanapal -668-630 a. C.- utiliza la lanza, el arco
y la flecha en la caza del león.
especie animal irracional. El cerebro humano ¿no es el instrumento orgánico del pensamiento, de la mente?
Los seres humanos ¿no somos formas de composición química dotados de conciencia reflexiva evolutiva? El
uso de utensilios y el desarrollo cerebral se estimulan recíprocamente y son la clave de la evolución de la humanidad.
Durante cientos de miles de años el alimento principal del hombre fue la caza. Desde su origen ha sobrevivido gracias a esa actividad y a los frutos silvestres que recolectaba.
No fue sino hasta hace unos 10 mil años que aprendió a domesticar los animales y a cultivar la tierra, abandonando, en parte, su obligada vida nómada. El ganado y el cultivo, el pastor y el agricultor reemplazarían la
recolección y la caza, aunque no totalmente.
Somos ambiciosos y codiciosos porque nuestra sangre recuerda los milenios durante los cuales nuestros
antepasados tenían que cazar, pelear y matar para poder sobrevivir. Tenían que comer de una sola vez todo lo
que les permitía su capacidad estomacal por temor a no poder abatir otro animal el siguiente día. Un hombre
solo no tenía la agilidad ni la fuerza suficientes para cobrar un animal grande, tuvo necesidad de agruparse con
otros hombres y de esta manera surgieron primero las relaciones familiares, luego las tribus, para más tarde,
mucho más tarde, seguir las razas y las naciones.
La lucha por la sobrevivencia despertó el ingenio del hombre primigenio para inventar nuevas y más eficaces armas para cazar, puesto que su principal alimento era la carne. Hoy, los 4500 millones de habitantes del
mundo no podrían subsistir de la caza, pero debemos aceptar que a ésta se debe el origen del progreso que
hemos alcanzado.
A la piedra arrojadiza y al garrote habían de seguir otras armas más efectivas, aunque igualmente rudimenta-
9
PRÓLOGO
Un cazador alconero
armado con arcabuz.
Grabado alemán de 1582.
rias y toscas. La lanza de bambú con punta endurecida al fuego, que por cierto todavía en tiempos no lejanos
se usaba en el Oriente y en África fue mejorada con una punta de pedernal o de hueso; la honda la utilizaba
ya el hombre de Cromagnon hace 30 mil años, lo mismo que el arpón y otras armas como la rama nudosa
—knob—, muy en uso todavía entre los nativos de África; el arco y la flecha —que por ser un arma silenciosa
todavía se ha empleado en la guerra de Vietnam—, el bumerang, que actualmente usan los aborígenes de
Australia; las boleadoras, que desde tiempos remotos simultáneamente han utilizado los gauchos argentinos,
los esquimales del Ártico y los aborígenes de África; la ballesta y, en fin, otras diversas armas y trampas. Luego
surgió la pólvora y con ella, las armas de fuego. En el siglo XV se inventó el arcabuz; después se perfeccionó
en el siglo XVI, y con él pronto quedaron desplazadas las primitivas armas rudimentarias que pasaron, salvo
algunas excepciones, a formar parte de lo antiguo en la historia de las armas portátiles producidas hasta entonces por el ingenio del hombre.
No fue sino hasta el periodo neolítico, hace unos 10 mil años, que el hombre se entregó al trabajo productivo: cultivar la tierra y domesticar reses, dando origen a la actividad agropecuaria y no solamente a atenerse
a los dones ofrecidos por la naturaleza en forma de caza y los frutos silvestres. Así fue como se echaron las
bases del progreso y la civilización, después de llevar el hombre una vida tan primitiva como todavía, entre
otras tribus, la llevan los bindibúes de Australia, los bosquimanos de África, los fueguinos y otras tribus de
Sudamérica y muchas más que aún existen en otros diversos países. Después del periodo neolítico nuestra
civilización, particularmente en los últimos cuatro milenios y principalmente en este siglo XX, ha dado pasos
gigantescos saltando de los rudimentarios utensilios agrícolas y la cachiporra a la mecanización del campo, a
la fisión del átomo y a la era espacial.
Tal parece que la caza, ya sea por necesidad o por placer, es una función atávica que el hombre, desde su
origen, ha llevado siempre a flor de piel. Tal instinto se ha convertido en un acto consciente tan activo, desarro-
10
PRÓLOGO
llado y dramático que, en la búsqueda de mayor emoción en la caza, ha extendido su campo de acción hasta
el género humano como presa ideal, puesto que es más peligroso a la par que más inteligente y audaz. Ahora
el hombre caza al hombre, y para ello su ingenio no tiene límites. De la piedra arrojadiza dio el inmenso salto
a la bomba atómica y otras terroríficas armas que tal vez lo lleven a su propia destrucción. De tal suerte que
el destino del hombre está en las manos del hombre.
En varias ocasiones se ha atacado la afición cinegética argumentando que el cazador es un sádico carnicero que nada más mata por el placer de matar, y de
esta suerte está acabando con la fauna silvestre. Hasta cierto punto tienen razón quienes así piensan, pero:
todos los cazadores abusan de la caza -estoy refiriéndome al verdadero cazador por afición-. Por lo tanto, es
muy aventurado el criterio arriba citado, porque si se leen estadísticas se encontrará que hay países como
los Estados Unidos de América en que en un solo estado se extienden hasta 100 mil permisos para cazar a
los venados y no solamente para abatir machos, sino también hembras; medidas éstas que toman las autoridades correspondientes a fin de poder conservar el equilibrio de la población silvestre en relación con la
extensión territorial calculada en que habita este animal, evitando así la extinción o sobrepoblación. Aún así,
miles de estos cérvidos mueren cada invierno por falta de su alimento natural.
En mi concepto, la pavorosa explosión demográfica mundial es la que va invadiendo el hábitat natural
de la fauna, que ya no encuentra lugar seguro donde refugiarse. El hombre invade planicies y desmonta
bosques para cultivar las tierras feraces, empujando, de esta manera, a los animales silvestres a lugares
carentes de pastos.
En casi todos los países del orbe se han decretado vedas temporales de caza, limitaciones en el deporte,
reservas, parques nacionales, santuarios de la fauna, restricciones, etc., con el fin de que no se agoten o se
extingan algunas especies. En cambio, en otras áreas se permite la caza en abundancia, pero, no obstante,
es tal la bendita proliferación de algunas especies que son millones y millones las piezas que se cobran año
con año, sin llegar a agotarse. Y ¿qué pasaría si se prohibiese totalmente la caza en el mundo? Una idea nos
la puede dar el caso de la plaga del conejo en Australia, un caso histórico. Allí hay canguros desde siempre,
pero no había conejos; estos simpáticos animalitos fueron introducidos por unos melancólicos inmigrantes,
dando lugar a una de las peripecias más dramáticas en la historia de la ecología.
En 1859, dos docenas de conejos fueron soltados en una hacienda por dichos inmigrantes; encontraron
condiciones ideales para la vida y en tres años se multiplicaron al grado de no caber en los terrenos de la
gran hacienda. Durante 20 años su proliferación fue tal que avanzó a un promedio de 112 kilómetros por año.
A fines del siglo, es decir, en años, toda la parte meridional del continente estaba saturada, era una verdadera
plaga que se calculó en la cifra fantástica de ¡cientos de millones de animales! Los pastos de Australia, naturalmente, se agotaban. Acabar con los conejos no fue tarea fácil; por medio de un veneno común se afectaría
al ganado y los animales salvajes. Pero, finalmente, se encontró la forma: contagiándolos de la enfermedad
llamada mixomatosis y casi los exterminaron para el año de 1956.
En el caso de Australia la mano del hombre y su descuido ocasionaron la calamidad. En cambio, veamos
cómo la sabia naturaleza establece un equilibrio de población de animales silvestres, como el lemming del
Ártico, que no puede ni sabe nada del uso de las píldoras anticonceptivas. Los pequeños lemmings o ratas
del Ártico, forman colonias en las regiones altas de la tundra cubierta de musgos, líquenes y hierbas. Este
animalito es tan prolífico que pare hasta 8 veces en el año, de 5 a 6 crías en cada camada, i40 a 48 crías
da cada rata al año! Hay ciclos en que abunda tanto que apenas le queda espacio vital para vivir, entonces
ocurre un extraño drama: verdaderos ejércitos poseídos de una especie de neurosis en la que pierden toda
la sagacidad de que están dotados, emigran comenzando a descender por las laderas, sin que nadie ni nada
pueda detenerlos en su camino hacia el mar, a donde sin titubear se arrojan millones de ellos muriendo ahogados en un suicidio colectivo. Este fenómeno se presenta en ciclos aproximados de 10 años; si no fuera así,
pasaría en las zonas subárticas con los lemmings lo mismo, o algo peor, de lo que ocurrió en Australia con
los conejos, y tal vez hasta invadieran zonas limítrofes del sur, muy pobladas.
La rata del Ártico es un caso típico, en el que se ponen de acuerdo la ecología y la madre naturaleza, poniendo cada una lo suyo a fin de que no se extinga una especie y tampoco se propague en grado alarmante.
Otro ejemplo de control de la reproducción lo presenta la asquerosa mosca doméstica una entre 83 mil
especies, y está en todas partes. Esta odiosa calamidad de insecto es increíblemente prolífico. Reproduce
11
PRÓLOGO
una nueva generación cada 10 días, de manera que, teóricamente, una sola hembra que ponga 120 huevos,
el número usual en una puesta, habrá dejado una progenie de más de 17 millones de moscas en 40 días;
o bien, una sola hembra que ponga 120 huevos, digamos el 15 de abril, teóricamente podría engendrar la
vida de la fabulosa cifra de 5.598,720 000.000 de moscas adultas para el 10 de septiembre, o antes, en el
mismo año. Pero, afortunadamente, la mosca que llega a adulta sólo vive aproximadamente 30 días. Otra
vez, la ecología y la naturaleza han limitado, en diversas formas, su extrema reproducción. Una de ellas es
el sinnúmero de enemigos naturales: sapos, ranas, culebras, lagartijas, pájaros, ratones, etc., y otra, la falta
de condiciones apropiadas para el desarrollo de los huevos y para que puedan medrar las moscas recién
nacidas, así como la muy baja o muy alta temperatura. De no ocurrir esto —según datos científicos—, una
docena de parejas de moscas, en un solo verano podría producir progenie suficiente para cubrir a toda Europa con una gruesa capa.
He hecho mención de algunos datos estadísticos con el objeto de motivar al honesto cazador deportivo
moderno —no al carnicero—, a seguir adelante con su afición, y para que los opositores tengan presente que
si se prohibiera totalmente la caza en el mundo, el problema de la sobrepoblación de la fauna silvestre sería
fatal, más grave aún que el drama que se vislumbra con la explosión demográfica en el mundo.
Legado cultural del prehistórico hombre cazador
Si no hubiese admiradores del arte, los artistas profesionales se morirían de hambre; no habría quién
comprara sus obras, pero, afortunadamente, el arte es complemento de la vida pues hace vibrar el alma del
hombre.
La caza no sólo fue el origen del progreso mecánico de las ciencias, que es como las gradas de la ascensión
de la especie humana. Durante casi dos millones de años el hombre prehistórico no hacía otra cosa que
cazar, como he dicho antes; sólo poseía un limitado ingenio para inventar y mejorar nuevas y rudimentarias
armas de caza, que lo habilitaron en su diaria tarea de abatir animales con mayor eficacia y menores riesgos.
Su obsesión era matar animales para saciar el hambre; no podía pensar en otra cosa, porque bien sabemos
que para pensar, primero hay que comer, frase ésta muy cruda, pero muy cierta. El hombre siempre mira ha-
Fragmento de hueso
de reno grabado con
una cabeza de animal.
Paleolítico Superior.
cia abajo hurgando la tierra en busca de alimento; no hay inspiración, ni arte, ni romance, ni poesía ni música,
cuando el estómago está vacío. Satisfecha esta tan primordial necesidad de llenar el estómago, el hombre
prehistórico se dio cuenta de que su mente, ya más evolucionada y reflexiva, estaba dotada de sensibilidad
artística ¡Y nació el arte!
La pintura y la escultura son arte y son historia; son otra aportación de la caza en el progreso y cultura
universal. 30 mil años antes de aprender a cultivar la tierra o domesticar un perro o un caballo, se proyectó el
hombre-artista y ¡qué artista! Las pinturas rupestres, las esculturas y grabados que nos legaron el hombre de
Neanderthal y el hombre de Cromagnon, son obras de arte que seguramente estaban vinculadas con la vida.
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PRÓLOGO
Pintura prehistórica
de un bisonte.
Cuevas de Altamira;
España.
La pintura, la poesía, la escultura, la música, son creaciones del alma, del corazón, don divino que el hombre
sueña despierto, siente y luego plasma, inmortalizando su obra para recreo de la sensibilidad artística y poética de la humanidad. Este sentimiento es una realidad. ¿Quién no se conmueve hasta sentir un nudo en la
garganta cuando contempla con los ojos del alma “La Pietá”, de Miguel Ángel? La pintura, como la escultura
y la música clásica, honran al artista no menos que aquellos que la sentimos, admiramos y gozamos.
De manera que fue el cazador, el hombre prehistórico, quien fijó los cimientos de la colosal pirámide del
sublime arte pictórico y escultórico, sin advertir que con sus obras no solo legaba una herencia cultural al
género humano sino, a la vez, dejaba motivos tangibles, ricos, bellos y útiles de los que más tarde los paleontólogos, los antropólogos y otros hombres de ciencia, se servirían para interpretar y enriquecer la historia
y costumbres de nuestros antepasados.
En Europa hay más de 70 cuevas y lugares donde se han encontrado pinturas rupestres, esculturas y
grabados en marfil, roca o hueso que son una maravilla. Si en una galería de arte se exhibieran figurillas
escultóricas como la Venus de Lespugue –Francia—, o la Venus de Willendorf (museo de Viena), para sólo
citar algunas, por su estilo y concepción cualquiera las consideraría como obras de arte moderno y no como
esculturas de hace 30 mil años. No menor es la admiración que causan las maravillosas pinturas rupestres,
como las descubiertas en las cuevas de Altamira, en Santander –España—.Preciosos legados del cazadorartista prehistórico.
Hay dos clases de caza: la caza utilitaria y la caza deportiva. La primera incluye aquellos cazadores,
como los furtivos de África o de cualquiera otra parte del mundo: individuos que hacen negocio cazando
para vender las pieles, cornamentas y carne; y otros, como los bindidibúes, aborígenes de Australia o los
masarwas, tribu de África, que prácticamente viven de la caza, a semejanza del hombre paleolítico de hace
más de 20 mil años, cazador por necesidad, cuya dieta obligada era la carne y algunos tubérculos, raíces y
frutos silvestres entonces, la caza era totalmente utilitaria, no había aficionados.
El segundo tipo de caza es el deportivo. Deporte que por cierto requiere dedicación, estudio, técnica,
ética, profunda afición y gran esfuerzo; pero este esfuerzo es voluntario nos brinda placeres únicos, en tanto
que la fatiga en el trabajo es un esfuerzo obligado, un deber de familia. La culpable: Eva. ¡Maldición del Génesis!
La felicidad, el goce en dicho deporte son más perdurables porque empieza desde que nace la idea, el
proyecto, los planes; luego el carteo, la selección del país y el lugar, la espera, prácticas de tiro, ejercicios
físicos, estudio, etcétera. Un placer que se disfruta toda la vida y que dura meses cada año. En cambio, otros
deportes o juegos, como el de los naipes, son muy fugaces, aburren o cansan. Pero dejemos esto para más
adelante.
13
Introducción
La cosa empezó así.
Tenía doce años cuando por primera vez llegaron a mis manos los famosos libros de aventuras escritos por el novelista italiano Emilio Salgari, que tanto apasionaban a la juventud de mi tiempo. Fascinado por su interesante contenido
lleno de incontables peligros, pasaba largas horas entregado a su lectura tratando de reconstruir en mi imaginación todas
y cada una de las espeluznantes escenas allí descritas, para retenerlas en mi memoria con mayor fidelidad.
Posteriormente, las exploraciones de Livingston a través del Continente Negro, sus fatigosas caminatas por la región del
Kalahari, su descubrimiento del Valle de Tonga y el Lago de Ngami y sus penosos esfuerzos por encontrar los orígenes del
Nilo a través de ocho largos años de continuo explorar, hicieron que, al conjugarse las experiencias del explorador inglés
con las fantasías del escritor italiano, dejaran una honda impresión en el ánimo de aquel muchacho, como era yo, que con
su escopeta “hacía sus pininos” de cazador matando patos golondrinos en la laguna de la Hacienda de Tepetongo ubicada
en el Estado de México. Yo mismo me las arreglaba para manufacturar mis fulminantes con hojalata y cabezas de fósforos disueltos, ingredientes de una pasta blanda que colocaba en el fondo del fulminante a guisa de sombrerito. Así equipado, todavía oscura
la mañana, me acomodaba en mi escondrijo a la orilla de la laguna para esperar a los patos con mi libro de Salgari en las
manos y el ansia de cazador en ciernes bien clavada en mi corazón. A esa edad, el frío, por intenso que sea, no se siente;
pero cuando se ha pasado de los cuarenta, se aguanta.
Después siguió, con el transcurso del tiempo, el tiro a la huilota, la liebre, la codorniz, etc., y no fue sino hasta los
veintiún años cuando logré en Michoacán mi primer venado cola blanca, como si esta grata impresión hubiera estado
esperando, para complacerme, la llegada a la mayoría de edad.
Era un hermoso ejemplar de 9 puntas, que abatí con un “tiro regalado”, como suele decirse en el argot de cazadores.
Suerte de principiante en caza mayor. En realidad, fue una casualidad. Me encontraba encaramado en la horqueta de un
árbol que se me había señalado como mi “postura” para esperar la arreada. Comía un sabroso mango, cuando por el filo
del monte vi al venado bajar con su peculiar trotecito en dirección mía. Al cruzar, a no más de 30 metros, sin soltar de la
boca mi mango, disparé, y el animal desapareció de un gran salto. Más tarde lo encontramos muerto. ¡Qué suerte la de
este desgraciado novato!, decían mis compañeros al ver tan hermoso ejemplar. La verdad es que al verlo en el monte, fue
tan grande mi emoción que ni siquiera me fijé en si era hembra o macho. Más que mis compañeros fui yo el sorprendido
al contar las 9 puntas de mi venadote.
Desde entonces, se arraigó en mí un deseo más fuerte por la cacería, haciendo que mis actividades cinegéticas se
extendieran a gran parte de la República, siempre en condiciones económicas bastante difíciles, lo cual no se convirtió
en obstáculo para que, acompañado de algunos aficionados, la emprendiera a pie por esos campos de Dios, con malas
armas y un pobre bastimiento compuesto generalmente por harina, frijol, café, azúcar y una botella que hacía las veces
de cantimplora. Para dormir, una cobija era suficiente. Y como almohada, cualquier cosa, hasta una piedra, pues ¿qué
muchacho no duerme hasta de cabeza después de todo un día de fatiga? Pero toda esa pobreza material en el deporte,
era superada con creces por el alegre corazón del verdadero cazador.
La caza menor, lo que llamamos caza menor en México, tiene grandes atractivos. Desde luego se disfruta de la charla
14
INTRODUCCIÓN
siempre amena, de la camaradería, de las anécdotas, chistes y mentiras relatadas al calor de la fogata; se conoce mejor
a los amigos y se aprende a estimarlos, porque en este tipo de cacerías no hay envidias, ni egoísmos ni esa pretenciosa
suficiencia de que suelen investirse quienes, inflados de vanidad, llegan a considerarse grandes figuras de la cacería internacional. Para mí es tan cazador el que va tras de las ánceras, codornices, liebres o venados en México, como el que
ha tenido la suerte de disponer de dinero, tiempo y salud para irse a un safari al África Oriental.
Durante tres años consecutivos intenté cazar, inútilmente, un borrego del desierto o cimarrón en las sierras de Sonora. Fue hasta mi cuarta cacería cuando lo logré, y no en Sonora, sino en las sierras de Baja California. Tal vez había
tenido mala suerte, pero al fin triunfó mi tenacidad. Infructuosas habían sido en los años anteriores mis fatigas escalando
como alpinista las escarpadas sierras de Sonora, tales como Sierra del Viejo, El Pinacate, El Chino, Tepopa, La Tordilla,
El autor en una cacería en México de venados cola blanca
15
INTRODUCCIÓN
La Pápaga, La Española, Santa María y otras más, en que sólo había visto hembras, crías o algún macho joven de 4 ó 5
años, que jamás colmaron mis ambiciones.
Considero que la caza del borrego en Baja California o Sonora, la caza del bura, la del oso en Coahuila, Chihuahua
o Durango y la del venado cola blanca en ciertos lugares, pueden considerarse como verdadera cacería típica y dura,
donde el cazador tiene la oportunidad de poner en juego sus conocimientos, su habilidad de buen tirador, su tenacidad y
su resistencia física.
Con ligeras variaciones, el cazador local, el auténtico cazador, siente las mismas emociones, las mismas ansias, la misma
desesperación que cualquier cazador internacional, incluyendo riesgos, contratiempos y peligrosos accidentes.
Hace algunos años, antes de que se manufacturaran los pantalones impermeables, solíamos ir a cazar patos —a las
seis de la mañana y en pleno invierno— a la laguna de Santa Lucía, cercana a Guadalajara, mi hijo Fernando, Fausto Ibarra y yo. Llevados por nuestra afición nos metíamos a los tulares hasta que el agua nos llegaba a la cintura, y no salíamos
de ella antes de las diez y media de la mañana, ateridos de frío, sin poder dar paso, pero satisfechos con nuestra sarta de
patos.
En México, la caza del borrego cimarrón, del bura, del oso prieto y del venado tiene mucho sabor, debido a la improvisación e incomodidades sin cuenta. Además, también se requiere experiencia y conocimientos, digamos para “cortar” la
huella de un bura en los desiertos de Sonora, conocer la edad de la huella, si es hembra o macho adulto y según la hora,
si dará tiempo para alcanzarlo siguiendo el rastro. Este tipo de caza es tan interesante como el saber huellear un elefante
o un gran kudu en África. También allá los “caza¬dores blancos” necesitan de la ayuda de los huelleros nativos de las
localidades.
En las escarpadas serranías del Desierto de Altar, en busca del borrego cimarrón, siempre se corre el riesgo de dar
un mal paso y morir en sus profundos desfiladeros, o romperse por lo menos unos cuantos huesos. Además, como no hay
agua se lleva aunque sea en tambos de lámina. Se acampa en cualquier sitio, se suprime el baño, pero, en cambio, el
frío, el calor y todas las inclemencias del tiempo se soportan con heroísmo espartano, incluyendo las pesadas caminatas.
Los buenos cazadores comienzan jóvenes. Mi hijo Fernando entre
dos amigos, Vicente Zuno y Ricardo Arce, en los inicios de su afición
cinegética. Sonora, México, 1953.
16
INTRODUCCIÓN
Sin embargo, al cabo de quince o veinte días, se regresa a casa con las manos vacías y solamente con la satisfacción
de haber contemplado la imponente majestad de esas elevadas cordilleras, de haber visto alguna hembra con pequeñas
crías de escasos dos años y de haber hecho lo imposible por lograr ese trofeo de caza, número uno en México, que
afortunadamente en el momento actual se encuentra protegido por el gobierno, lo cual ha hecho que su número aumente
considerablemente.
Las cacerías que he llevado a cabo en diversas partes del mundo me autorizan a opinar que, en cada continente y
en cada región, los sistemas que se emplean son variados, ya se trate de África, Asia o América. Sin embargo, he podido
comprobar que la caza en México es de las más genuinas, duras y viriles; es decir, tiene más ambiente, más sabor a
cacería, sin excluir el peligro que se corre en la caza mayor de África, la India, el Ártico o los Himalayas. Por esto no debe
menospreciarse al cazador mexicano que no ha tenido el privilegio de convertirse en internacional, no por falta de ganas,
sino de recursos para intentarlo.
Mi idea de ir a cazar al África Oriental empezó a germinar en mi cerebro después de haber tenido la oportunidad de
matar mi primer oso negro en Coahuila, durante una gira de inolvidables emociones.
Benito Albarrán
17
1
Mi primera pieza
de caza mayor
fue un oso negro
En 1945, Manuel F. Ochoa, José Espinosa y yo, reci-
terrenos.
El tiempo transcurrió en hacer preparativos, cambiar
impresiones, obtener informes, etc., hasta que llegó la hora
de comer. Un delicioso “cabrito en su sangre” que estos vaqueros saben cocinar con exquisitez, constituyó el platillo
principal de aquel suculento banquete que todavía recuerdo agradablemente.
Allí pasamos la noche; en la madrugada continuamos
la marcha rumbo a nuestro primer campamento, bastante
lejano, pues había que recorrer ocho horas a caballo. Al
transcurrir cuatro, habíamos dejado atrás los últimos vestigios de ganado cabrío internándonos en el gran Cañón
del Orégano, por una estrecha vereda incrustada en una
de sus laderas. Ahí la vegetación era exuberante, verde y
profusa, con abundancia de encinos cargados de bellotas
que tanto gustan al oso. A una señal de don Víctor, que iba
a la vanguardia, todos hicimos alto. Se trataba de advertirnos que de ahí en adelante, en cualquier momento, podía
presentarse el codiciado plantígrado, objeto de nuestra cacería. En seguida desenfundamos nuestros rifles y caminamos con el ojo alerta. Yo llevaba un 7 mm, belga, que
mi querido amigo el general Ignacio Richkarday me había
regalado hacía tiempo. Revisé la recámara y crucé el arma
sobre la cabeza de la montura. Quince minutos después,
una nueva señal de don Víctor nos detuvo. Siguiendo con
la vista los ademanes que hacía, pronto descubrimos que
en el fondo del cañón, parados en un clarito, estaban unos
hermosos venados, machos adultos —nunca, en mis siguientes andanzas, he vuelto a ver un cuadro semejante—. Inmediatamente nos invadió una ansia de tirar. En el
bimos una invitación de nuestro amigo Daniel Farías, de
Piedras Negras Coahuila, para ir a cazar osos en los enormes montes de aquella región. Aceptamos de inmediato;
señalamos el mes de noviembre como fecha de salida,
iniciando desde luego los preparativos correspondientes.
Pasamos dos largos días por carretera y cuando llegamos
a Piedras Negras, ya Daniel tenía todo listo para la gira
cinegética de unos 15 días.
Una vez revisado el equipo, compuesto de unos cuantos trastos de cocina, una gran lona en función de tienda de campaña, algunas cobijas y otras zarandajas que
acomodamos en un jeep y una camioneta, emprendimos
la marcha hacia el Rancho San Miguel, propiedad del latifundista estadounidense Mayer, por una larga serie de brechas mal trazadas que, poco a poco, se iban adentrando
en espesura del monte.
Todos nos sentíamos felices y entusiasmados en aquella espléndida mañana, principio de una alegre jornada que
terminó en la noche. Después de atravesar por la hacienda
de El Caballo, de don Andrés Barba González, nos detuvimos en una pequeña aldea cercana para pasar la noche.
Al día siguiente, muy temprano, continuamos la marcha. Pocas horas después estábamos en San Miguel, donde ya nos esperaba don Víctor, un mayordomo del señor
Mayer y amigo de Daniel, que ya nos tenía listos varios
caballos, algunas bestias de carga para transportar nuestro equipo y tres o cuatro vaqueros que, en su doble función de mozos y guías, nos serían de gran utilidad, pues
conocían como la palma de su mano aquellos escabrosos
18
MI PRIMERA PIEZA DE CAZA MAYOR
bestia estaba a una distancia fuera de tiro deportivo, pues
había iniciado mi tiroteo cuando lo tenía a unos 800 metros. El oso, asustado, remontó la cumbre del cañón hasta
perderse de vista. Entonces dejé de disparar; pero la emoción de haberlo hecho al primer oso salvaje que veía en mi
vida todavía la conservo como en aquel mismo momento.
—Pero ya vuelve en ti, hombre —me decía Manuel—,
estás más pálido que una papa.
Seguimos adelante y a medida que avanzábamos,
nuestras cabezas se movían de un lado al otro —como lo
hacen los espectadores durante un interesante partido de
tenis—, tratando de hacer un nuevo descubrimiento.
Uno de los compañeros, dominado por su impaciencia,
se bajó del caballo para adelantarse a pie, con la esperanza de encontrar otro ejemplar a mejor distancia; pero el
resultado fue que nos sintieron otros cinco osos que esa
misma tarde vimos fuera de tiro en aquel inolvidable Cañón
del Orégano.
Esos animalitos, que seguramente habían pasado
el día comiendo bellotas en el fondo del cañón, al darse
cuenta de nuestra presencia, gracias a su fino oído y mejor
olfato, fueron saliendo uno a uno pero corriendo siempre
hacia la cumbre, fuera del alcance de nuestros rifles. Y se
acabó el día.
Al oscurecer acampamos cerca de un arroyo en un paraje hermoso, de olor a pino, de olor a verde. Encendida
la leña para preparar la cena, al calor de la fogata surgieron los obligados comentarios sobre los acontecimientos
del día y las consabidas lamentaciones por nuestra mala
suerte; pero, a decir verdad, lo que ocurrió fue que ninguno
de nosotros había cazado osos antes; que ignorábamos
sus hábitos, su actitud ante la presencia del hombre y sus
reacciones cuan do presiente el peligro. Además, los guías
que llevábamos no eran cazadores, sino simples vaqueros
que conocían muy bien el terreno, pero no tenían idea de
cómo se caza un oso. La ignorancia general fue la causa
de nuestro fracaso. Pero algún provecho obtuve de mis
observaciones aquel primer día.
Cavilando sobre lo anterior, previa consulta con la almohada, resolví llevar a efecto el siguiente plan: a buena hora del nuevo día, Daniel y yo, acompañados por un
vaquero que nos serviría de guía, nos iríamos por algún
rumbo en busca de los peludos prietos. Dejaríamos los
caballos en el fondo de algún cañón y seguiríamos a pie
ascendiendo por el monte para dormir en la cumbre, sobre
el filo de una cuchilla desde donde pudiéramos dominar
el cañón del otro lado —la región se compone de puros
profundos cañones—. Ahí, sin hacer ruido, ni movernos, ni
hacer fogata ni hacer nada que pudiera denunciar nuestra
presencia, esperaríamos a los osos.
“Parados en un claríto estaban
unos hermosos venados ... “
acto todos cortamos cartucho preparándonos a disparar.
Sin embargo, nadie lo hizo a pesar de la escasa distancia
de 70 metros a que los teníamos, porque, como por arte
de magia, todos coincidimos en un mismo pensamiento:
íbamos a cazar osos, no venados; y si disparábamos, lo
más seguro sería que esos peludos se ahuyentaran al oír
las detonaciones.
Así que, sin decir palabra, seguimos nuestro camino
llevando en nuestro cerebro —como una fotografía— aquel
hermoso espectáculo, ya muy raras veces visto en México,
de varios venados machos a “tiro regalado”. Imagen que
nunca olvidaré.
A poco andar, encumbramos por un lado del cañón. Yo
era el último de la pequeña columna y, por consiguiente, el
que mejor veía todos sus movimientos. Con suma atención
me entretenía en observar todo lo que alcanzaba mi vista,
cuando de pronto, a mi derecha, en el lado opuesto del
cañón, vi un bulto negro en movimiento. ¡Era un oso! No
supe si los demás lo vieron o no; tampoco hablé, ni grité
ni pensé si mi caballo se asustaría con el estampido de
los disparos; sólo me concreté a apearme rápidamente y
cortar cartucho, empezando a disparar, sin advertir que la
19
MI PRIMERA PIEZA DE CAZA MAYOR
En aquella cacería se
vieron numerosos osos en
el Cañón del Orégano.
metros de nosotros vimos que descendía, planeando, una
gran parvada de guajolotes silvestres. Corriendo nos dirigimos al lugar y por largo rato los buscamos inútilmente,
pues estos animales de carne tan exquisita son muy difíciles de encontrar; en cuanto sienten al cazador, corren
con asombrosa velocidad entre la chaparra vegetación del
monte, escurriendo el bulto en forma parecida a como lo
hacen en tierra las codornices, que en un instante desaparecen en la espesura.
De regreso al campamento pregunté a José, nuestro
guía, si todo estaba listo para partir.
-Ya está todo listo pa’irnos a l’hora que usté mande.
Los caballos ya están ensillados —contestó José.
¡Crédulo de mí! Más tarde me había de arrepentir de
no haber revisado todo personalmente para estar seguro
de su dicho.
A la una de la tarde nos pusimos en marcha tan contentos y felices que. tarareamos una vieja canción en el
camino: “Yo quiero un médico ... que sea botánico ... y que
me dé ánimo ... para-a-a-a-a caminar ... “
Aprobado el plan por Daniel, a la mañana siguiente le
hablé a José, uno de los vaqueros que me pareció el más
listo, haciéndole esta tentadora oferta:
—Hoy irás con Daniel y conmigo en busca de osos y te
daré cien pesos por cada uno que nos muestres, lo mate o
no lo mate. ¿Quieres?
—Hecho, don Benito —respondió José—, de seguro
que me haré rico, porque le voy a enseñar muchos osos.
—Entonces prepara las cantimploras y un buen itacate
para Daniel, tú y yo. La salida será a la una de la tarde.
Dormiremos en el monte.
—Muy bien don Benito. ¿Sabe?, lo llevaré al Cañón del
Loco, donde le aseguro habrá “panino” de osos. Ya verá.
El Cañón del Loco adquirió ese nombre, según cuentan, debido a que un cazador se perdió y por ahí lo encontraron tres días después todavía vivo, pero sin armas, sin
sombrero, sediento, muerto de hambre, desgarrado y loco
de remate.
Horas antes de la salida fuimos a hacer un recorrido
por las cercanías del campamento. Pronto, a unos 200
20
MI PRIMERA PIEZA DE CAZA MAYOR
Al cabo de dos horas, siempre metidos en el fondo de
los cañones, paramos; dejamos atados los caballos en el
lugar conveniente y seguimos a pie con nuestras armas al
brazo, algunas cobijas, el itacate y suficiente agua.
—Tenemos que encumbrar este monte pa’dormir allá
arriba —dijo José señalando la cima—. Al otro lado está él
Cañón del Loco que le dije, don Benito
-Está bien. Vamos.
Empezamos a subir por el monte, que no era muy pesado, y al cabo de una hora casi llegábamos a la cima.
En un lugar que nos pareció el mejor para pasar la noche
e improvisar nuestro campamento, dejamos todo, excepto
nuestras armas, adelantándonos Daniel y yo para echarle
un ojo al mentado Cañón del Loco. Al llegar al filo de la
sierra nos detuvimos para otear cuidadosamente el lado
opuesto y muy especialmente el fondo, sin ponernos precipitadamente al descubierto. De pronto, Daniel, sin poderse
contener, gritó:
—¡EI oso! —y sin decir agua va, sin más ni más, soltó
su primer disparo.
Para entonces yo también había descubierto al animal,
allá, en el fondo del cañón, como a unos 500 metros, donde claramente se destacaba su negra figura. Nuestros disparos fueron casi simultáneos, pero sólo Dios sabe adónde
fueron a pegar nuestras balas, porque el oso, que seguramente había estado ocupadísimo en comer bellotas cuando lo sorprendimos, al oír las detonaciones se atarantó, no
supo de dónde le tirábamos, y en vez de huir por el lado
contrario para escapar, encumbrando el monte se vino derechito hacia donde estábamos.
Imposible suponer que aquella actitud significara una
carga de la bestia, porque el oso tiene una vista relativamente escasa y en nuestra posición, semiocultos, no era
probable que nos hubiera visto. No obstante, sólo pensé en
que se nos echaba encima, tal como lo había leído en un
sinnúmero de anécdotas que referían mortales ataques de
estos plantígrados, recordados con asombrosa exactitud
en aquellos emocionantes minutos que me parecieron segundos. Y como también aún estaba fresco en mi memoria
el relato que nos había contado don Víctor, acerca de un
oso que en su propio rancho y sin provocación alguna, había atacado y matado a uno de sus vaqueros que cuidaba
el ganado en el campo, resulta fácil comprender mi estado
de ánimo y la honda preocupación que me embargaba.
Para colmo de mi angustia, a los primeros disparos,
nuestro guía José, quien rara vez abría la boca, llegó corriendo hasta mi lado para decirme gritando:
—¡Ya me debe 100 pesos don Benito!
—¡Cállate, desgraciado!
Solté mi segundo disparo sin resultado efectivo, mien-
tras el oso seguía corriendo como un demonio fugitivo,
siempre en nuestra dirección. Hubo momentos en que se
me perdía de vista entre la maleza, pero sólo por un instante pues cada vez lo veía más y más cerca. La boca
se me secaba y el corazón parecía quererse escapar de
mi pecho. Disparé por tercera vez a pie firme y también
erré. Entonces me asaltó una duda: ¿Con cuántos cartuchos había cargado mi rifle? ¿Habían sido cuatro o cinco?
En el primer caso sólo me quedaría uno en la recámara.
Entre tanto, el oso seguía corriendo, cada vez lo veía más
grandote, pero no podía perder tiempo en recargar mi rifle.
Así que no tuve más remedio que seguirlo con la mira de
mi 7 mm jugándome el todo por el todo. Cuando ya estaba
a escasos 130 metros hice mi cuarto disparo, y escuché al
mismo tiempo un grito de Daniel:
—¡Ya te lo fregaste!
Entonces vi cómo se encogió el oso, mordiéndose un
costado con el hocico, pero sin dejar de correr. Perdí de
vista al animal y sólo oí un bufido que me pareció el agudo
silbato de una locomotora. Inmediatamente Daniel corrió
cuesta abajo, mientras que yo lo protegía con mi rifle, sin
saber si a éste le quedaban cartuchos en la recámara.
—¡Ten cuidado, Daniel!
—¡Vente, ya te lo echaste! —contestó.
El oso era un magnífico ejemplar de hermoso pelaje,
todo prieto y adulto. Me sentía feliz. Era el primer animal
peligroso que cazaba en circunstancias tan emocionantes.
Después de abrir en canal a mi trofeo de caza y calmarnos un poco de la excitación pasada, sentimos hambre
y sed.
—A ver, José, ¿qué trajiste de bastimento? Anda, holgazán, prepara algo para este cazador de osos —le decía
en plan de broma—. Pero, ¿qué es esto?, ¿dos salchichas
y tres tortillas de harina para los tres cuando sabías que
pasaremos aquí la noche?
—Pos, no pensé don Benito; pero de todos modos,
usté ya me debe 100 pesos.
—¡Otra vez! Ahí están tus 100 pesos, pero no habrá
salchicha para ti por descuidado. Si tienes hambre, cómete
el oso.
Sufrir el hambre y el intenso frío de la noche que pasamos sin más abrigo que una cobija, no importó. Mi mente
estaba en el oso que había cobrado. Fui el único del grupo
que tuvo esa suerte con los peludos.
La emoción, la ansiedad y la desesperación vividas en
aquel día; la experiencia obtenida en muchos aspectos y
el hecho de sentirme más cazador, habían de decidir, poco
más tarde, mi primera gran cacería al Continente Negro,
paraíso y sueño de todo cazador que de veras gusta y
siente esta afición en la sangre de sus venas.
21
Aquí me place recordar las bellas frases del libro el Conde
de Yebes, un aficionado puro en el arte venatorio y cinegético:
“Y aquí termina cuanto sé, recuerdo y puedo narrar sobre caza mayor, deporte en el que dudo haya podido nadie
superar mi afición y en el que he encontrado, dentro de lo
que cabe, compensación a la noche de un día de contrariedad, de preocupación o de amargura, que tan a menudo
nos brinda la vida, al pensar en un «mañana» en que, ocupando un collado, pueda escuchar el latido ¹ de la rehala ²
o la caracola ³ del podenquero.4 Deporte gracias al cual, y
gracias a Dios, encontrándome ya en el segundo viraje de
la vida, conservo la salud y las facultades físicas que para
practicarlo como yo lo entiendo exige del cazador.
“Diario y trofeos que harán sonreír escépticamente al
profano, que para ellos no tendrá más comentario, encogiéndose de hombros; que un «¡Bah!, total, unos cuantos
bichos disecados y un diario que a veces parece escrito
por un niño y a veces por un loco». Y, sin embargo, ¡qué no
representan para mí! Recuerdos que ningún dinero puede
compensar; horas que pasaban con desoladora rapidez;
unas cuantas amistades entrañables que soportaron la
prueba del tiempo; amaneceres y puestas de sol, y el viejo
canto de la sierra. Y algún día, cuando baje de ella por última vez, una honda melancolía.
______________________________________________
1. Latido: El ladrido seco y breve cuando el perro va tras la res.
2.Rehala: Jauría o agrupación de perros de caza mayor.
3.Caracola: Caracol de mar que al soplarlo produce un peculiar
sonido con el que se llama a los perros.
4. Podenquero: Encargado y jefe de la rehala. Seguramente
viene de podenco, perro genuinamente español, vigoroso, ágil, que
reúne maravillosas condiciones para la persecución de caza mayor
dado su instinto, fiereza y velocidad.
El autor con su primera pieza de caza mayor: un oso
cobrado en Coahuila, México.
22
MI PRIMERA PIEZA DE CAZA MAYOR
“Mi mayor satisfacción, lector amigo, sería que sin aburrimiento hubieras llegado a esta última página, si eres un
montero4 de corazón, posiblemente no habrás estado de
acuerdo en algunos casos; seguramente sí en otros muchos, y quizá, quizá, ciertos puntos de vista los mirarás en
lo sucesivo desde un prisma diferente.
“Si eres un profano y alcanzaste el final como pasatiempo y por curiosidad, sería posible que este mal pergeñado libro despertara en ti el deseo de empezar, de probar
qué es esto de la caza mayor y’ de la sierra. Ojalá te sea
para ello mi obra de alguna utilidad. Si así fuera, te haré
una última advertencia: para llegar a disfrutar este deporte;
para llegar a paladear los mil matices que son motivo de
interés y de diversión; para conllevar con estoicismo y sin
protesta las penalidades, la adversidad y a veces el tedio,
tendrás que ir provisto desde el primer día de un bagaje
indispensable, de algo sin lo cual será inútil cuanta buena
voluntad pongas por tu parte. Ese algo es una santa palabra que se llama afición.
“He querido poner punto final a mi trabajo en uno de los
paisajes y ambiente que lo inspiraron y en los que aprendí
cuanto acabo de relatar. En lo alto, al aire libre y con la
sierra delante.
“La tarde muere. Allá abajo, en lo hondo y muy lejos,
se sienten las esquilas 6 de la majada,7 que se dispone al
reposo. Late un mastín, barruntando 8 a lobo, y su bronco
ladrido repercute, rebotando en las cumbres, hasta apagarse a lo largo de la sierra.”
¡¡Caza mayor, y nada menos que en África! Jamás había considerado esa posibilidad que me parecía tan difícil
y remota; pues una cosa era ir a cazar osos en Coahuila y
otra muy distinta ir a cazar leones, elefantes, rinocerontes,
búfalos, leopardos, antílopes, gacelas, etc., entre un mar
de víboras venenosas, hormigas carnívoras, insectos y mil
calamidades de la selva y los desiertos, donde no sería
improbable un encuentro con caníbales que pretendieran
convertirme en salchicha. Además, en un clima de calor
intenso, de enfermedades tan peligrosas como la fiebre
amarilla, mal del sueño y malaria, tan comunes en esas
misteriosas regiones en que abunda la superstición, brujería, fetichismo e ignorancia. Así era como entonces me
imaginaba África. Pero, i qué sorpresa me estaba reservada al recorrer con mi rifle al hombro diversos países de
ese continente, cuyos campos y montes son un vergel, un
encanto y un paraíso para el cazador!
Empezaron mis preparativos: selección de armas que
ordené a la casa Holland and Holland de Lon______________________________________________
5. Montero: Aficionado o profesional a la caza mayor.
6. Esquilas: Cencerros.
7. Majada: Choza donde por la noche se recoge el ganado.
8. Barruntando: Venteando, presintiendo un lobo cerca.
dres, municiones, equipo, cámaras, binoculares y todos los
arreos indispensables en este tipo de safaris. En práctica
y en teoría me ilustré estudiando una amplia selección de
más de 80 libros, entre los que se distinguen los escritos
por muy famosos cazadores, tales como: Bell, Selous, Percival, Akeley, mayor Gerald Burrard, Dumbar Brander, Pigot, R. Lydekkey, Conde de Yebes, Diálogos de la Montería
e Historia de la Montería en España (que son un vademécum para el cazador), por el Conde de Almazán; el de R.
G. Burton, el de Douglas Carruthers, Pitman, H. Z. Darrah;
el del Maharajá de Cooch Behar, el de Basset Digby, y los
de Jim Corbett. Todos estos libros son de lo mejor que he
leído o, mejor dicho, estudiado. Tratan épocas pasadas,
cuando no había tan buenas armas como las modernas
y menos aún las comodidades en el campamento y los
transportes que nos ofrecen, a muy alto costo, los outfítters actuales. No menciono los libros modernos porque los
encuentro con un 75 por ciento de ficción y sólo un 25 por
ciento de verdad; muy exagerados, escritos para la taquilla. Algunos de sus autores señalan peligros inminentes, y
se asustan hasta de su propia sombra, mientras que otros
se revisten de un valor tan temerario que parece majadería. Hay otros que escriben libros sensacionales sin haber
cazado en su vida ni siquiera una liebre, como es el caso
que pude comprobar en mi segunda cacería en la India. Se
trata de Anderson, quien escribió un libro taquillero titulado
Nueve devoradores de hombres. El autor vivía entonces
en Bangalore, y todos los tigres que ha matado, según su
libro, sólo han sido producto de su fecunda imaginación.
Muy bien documentado, pero saturado de una extraordinaria fantasía. Se deduce que este novelista se inspiró en los
libros de Jim Corbett, pero se sobrepasó cazando tigres de
Bengala desde su escritorio. Su obra es de las que ponen
los pelos de punta a los profanos, ya que todos los nueve
tigres devoradores de hombres que dice haber matado,
agonizan en sus brazos salpicándolo de sangre, confundiéndose los bigotes del tigre con los del cazador.
En mi concepto, de lo moderno sólo se destaca el libro The Great Arc of the Wild Sheep, escrito por James L.
Clark, que es un verdadero texto para el cazador de borregos. y también los relatos de E. T. Gates, en su libro A
Trophy Hunter in Asia.
Es justo mencionar los libros escritos por mexicanos.
Lamentablemente muy pocos, pero los he leído con sumo
interés; además, sus autores, son cazadores internacionales y amigos míos. Ellos son: Pablo Bush Romero, Diego
G. Sada, Dr. Teódulo Manuel Agundis y Andrés G. Sada.
23
MI PRIMERA PIEZA DE CAZA MAYOR
El presente libro, que es una narración, un relato de
mis andanzas venatorias, no trata sobre encuentros terribles, si acaso refiere unos cuantos sustos, así como también encierra más de unos cuantos momentos de peligro,
cosa natural, puesto que se trata de caza mayor, y ésta
supone enfrentarse con animales peligrosos. Más bien, mi
intención al escribirlo es que el aficionado que por primera
vez traspase nuestras fronteras en pos de ese anhelo de
caza mayor, encuentre en esta lectura algo útil, producto
de mis observaciones y experiencias.
En cuanto al cazador internacional que tal vez lea estas páginas para hacer comparaciones —que siempre es
bueno— o por mera curiosidad, le servirá para volver a
vivir los recuerdos, lances, lugares, terrenos huelleados,
costumbres que observó, y los incidentes, chuscos o graves, que le ocurrieron mientras se entregaba con todo entusiasmo a este viril deporte. Recordará la alegría, satisfacción y exaltación desbordantes experimentadas en los
momentos en que cae, víctima de certero disparo, aquella
pieza que costó tanto esfuerzo, largas caminatas y copioso sudor. También, en su interior, recordará el desaliento,
mortificación, sabor amargo y pesadumbre que se apoderan de nosotros cuando erramos limpiamente el tiro o se
nos va “panceado” algún animal, al cual hay que seguir y
rematar, porque así lo exige el pundonor del cazador, quien
hará lo imposible por evitar el sufrimiento del pobre animal
acabando sus últimos momentos o días en las mandíbulas
de hienas y chacales. Recordará las largas horas de las
noches que pasó en la jungla indostana, en espera de su tigre de Bengala, con su temor, muy suyo, a flor de labio, sin
más testigo que Dios. Sólo la bendita aurora, el cielo y la
selva en el amanecer, podrán testimoniar la amplia sonrisa
de satisfacción que se dibujó en sus labios cuando contemplaba, tendida a sus pies, la pieza por largos años soñada; la respiración profunda al recibir en la frente el tibio
beso de la mañana, que vuelve la calma y la tranquilidad
a su corazón. Recordará fracasos, sustos y carreras; sed
y hambre; frío a temperaturas bajo cero y el calor intenso
del desierto; fatigas, desaliento; éxitos que saben a gloria
y pesadumbre por el animal que se fue herido. No obstante los penosos recuerdos que (si los tuvo) paulatinamente
irán surgiendo a medida que avance en la lectura de estas
páginas, estoy seguro de que pronto los olvidará, para, en
su lugar, volver a pensar en la organización de su próximo
safari, tal como sucede a los toreros que no acaban de sanar de una cornada, cuando ya están pensando en la fecha
de reaparecer en los ruedos. Al fin y al cabo, ¿qué son los
recuerdos sino la recompensa de la caza?
24
2
Africa
1953
Safari es una voz swahílí derivada de la palabra árabe
safara, que significa viajar. Pero a partir de la década de
los sesenta se han popularizado tanto los safaris venatorios africanos, que hoy en día se le da a la palabra el sentido amplio de cacería. De manera que para estar a la moda
haré uso de este término en mis narraciones.
Pasaré por alto múltiples preparativos para sólo hacer
mención de armas y municiones: llevé 4 rifles de diversos
calibres, un .465/500, un .375, un .30-06, y un .22 Hornet. En municiones me excedí, pues aunque el lector no lo
crea, llevé la friolera de 5,520 cartuchos de diversos tipos,
calibres y peso. Típico de principiante. Cuando al llegar a
Nairobi vieron ese enorme cargamento, los guías no soltaron la carcajada porque la tradicional cortesía de la familia inglesa se los impidió; pero si esto hubiese ocurrido
en México, todavía a la fecha estarían desternillándose de
risa. Sin embargo, uno de los cazadores profesionales no
se aguantó y comentó:
—Caray, traes parque como para acabar con la rebelión de los Mau-Mau que tanta guerra nos están dando.
En cambio, elogiaron mis magníficos rifles nuevecitos,
que hacía más de un año había ordenado a la firma Holland and Holland de Londres y, en verdad, ¡qué preciosidad de armas, qué balance, qué precisión y qué esbeltez! 25
ÁFRICA - 1953
Llegamos a Entebbe, escala obligada a Nairobi.
El .30-06 parecía más bien un rifle .22 por lo delgado y
fino del cañón. Todavía, después de 25 años de uso, conservo con cariño estas armas.
Una fría mañana del 12 de diciembre de 1953, iniciábamos mi compañero José L. Espinosa y yo, el primer escalón de un viaje aéreo de 20 mil km para llegar a nuestra
base, Nairobi, ciudad que entonces era el punto de bienvenida de los cazadores que visitaban África Oriental. Hoy
es la capital de Kenya. Aproveché la obligada escala en
Nueva York para visitar el Museo de Historia Natural. Todo
un día pasé estudiando los animales que más me interesaban, principalmente las bestias peligrosas y el lugar vital
en que colocaría la mira de mi rifle. También llamaron poderosamente mi atención los magníficos bronces del gran
escultor y cazador Akeley.
Carl Akeley ideó el proyecto del Museo de Historia
Natural de Nueva York. Acompañado de pintores-artistas
como Leigh y Jansson, quienes plasmaron en fotografías
y pinturas los panoramas y grupos de animales, absolutamente en su ambiente natural, dio cima a su sueño,
después de cinco viajes al Continente Negro y 17 años de
arduo trabajo. Finalmente, como para dar más brillo a su
obra, murió agotado por el esfuerzo; sus restos yacen en
sencilla sepultura en las faldas del Monte Nikeno, en Kivu,
ex Congo Belga, lugar que, según su propia expresión, era
el manchón más bello y primitivo de África. Actualmente,
ese lugar es el más grande santuario (área protegida) del
gorila.
Tal vez haya en el mundo museos de una variedad
más extensa, como el del Duc d’Orleáns, de París, el cual
desluce mucho por su falta de acondicionamiento, su antigüedad y el trabajo imperfecto de taxidermia, puesto que
entonces no estaba tan adelantada como actualmente. Sin
embargo, es admirable el gran número de piezas que, en
su largo historial, logró abatir ese empedernido cazador,
a quien seguramente nadie ha igualado en el mundo. Lo
que más admiré fue el magnífico borrego de Marco Polo,
disecado de cuerpo entero, atacado por un leopardo de las
nieves. Hace años ningún otro museo del mundo exhibía
este raro animal.
Para volar a Nairobi abordé en Roma uno de esos jets
Comets ingleses, de 34 pasajeros. Tengo entendido que
fueron los primeros aviones comerciales impulsados a
chorro. Eran una novedad por su velocidad y la eliminación
de hélices, pero trágicos. Volamos a 35 mil pies de altura, a
una velocidad de 720 kph. Sin embargo, no me sentía tranquilo. De los 25 Comets que se habían puesto en servicio,
4 habían ya explotado desintegrándose en el aire, sin descubrir la causa. Pocos días después de mi vuelo, explotó
el quinto avión cerca de la isla de Malta y se suspendieron
los vuelos, sufriendo Inglaterra un gran desprestigio en el
transporte aéreo. Más tarde, los investigadores encontraron que la causa de la desintegración se debía a “fatiga
metálica”. Hicimos nueve horas de Roma a Entebbe, casi
la mitad del tiempo que normalmente se hacía en aviones
de hélice. Ahora, en 1972, cuando he volado ya en los fa-
26
ÁFRICA - 1953
mosos Jumbos 747, construidos hasta para 500 pasajeros,
con todo confort, me pregunto sobre las maravillas que en
un futuro próximo veremos en el transporte.
Llegué a Entebbe, tierra africana oriental, paraíso de
cazadores, buenos o malos, nobles y plebeyos; unos principiantes y otros experimentados; unos firmes y entrones,
otros correlones; pero al fin y al cabo con poca o mucha afición; unos por presunción, otros porque son cazadores de
corazón. Todos los que no han pisado esas tierras suspirarán todavía durante algún tiempo en probar sus armas y
habilidad en ese socorrido manchón de la Tierra, en donde
se encuentra la más abundante y variada fauna del mundo.
Al abordar nuestro avión que había de llevarme de Entebbe a Nairobi, me encontré con un extraño grupo de compañeros de viaje. Había negros de origen egipcio, otros
de nasales anchas como los de la Costa de Oro, hindúes,
holandeses, ingleses de rubio bigote, y otros. Me sorprendió ver a todos, a excepción de los negros, armados de
pistolas y metralletas. Hasta las mujeres llevaban sus revólveres al cinto. Desde luego, deduje que el motivo era la
rebelión de los Mau-Mau, que al grito de ¡Uhuru! (Libertad)
y iFuera blancos!, buscaban su independencia y emprendieron una terrible y sangrienta guerra de guerrillas dirigida
contra el europeo que les había despojado de sus mejores
tierras, las cuales ahora reclamaban por medio del terrorismo y la matanza, sin respetar mujeres ni niños.
Ya en Nairobi, por la tarde nos presentaron en el Hotel
Norfolk a Bill Jenvey, un australiano flaco, seco y fuerte
que sería nuestro cazador blanco; a Walter Jones, un muchacho americano de Alabama, asistente de Jenvey y a
un fotógrafo, súbdito inglés, que habíamos contratado para
filmar todo el safari. Este fotógrafo murió ahogado años
después en el río Congo mientras filmaba. Cambiamos impresiones con aquel grupo e hicimos planes indicándoles
los ejemplares de la fauna que más nos interesaban. Enterados, se retiraron para hacer preparativos y partir al día
siguiente.
Ya cayendo la tarde y por la noche, me dediqué a conocer un poco la ciudad, que para entonces ya contaba
con una población de 150 mil habitantes (hoy tiene 500
mil), modernas calles pavimentadas, gran movimiento comercial, diversiones, cines, clubes nocturnos, muy buenos
restaurantes, etc. Daba la impresión de una ciudad en jauja, una región próspera que me hizo recordar las frases de
Lord Delamere, fundador de Nairobi por el año 1898, quien
al informar al gobierno de Londres respecto de la bondad
de las tierras africanas entre otras cosas decía: “En cuanto
a cultivos en estas fértiles tierras, el principal problema no
es saber qué es lo que se puede cultivar con éxito; sino
qué es lo que no se puede cultivar.” En verdad, son tierras
tan pródigas que todo lo dan en abundancia y son, precisamente, de las que el “europeo”, como llaman al hombre
blanco de cualquier raza, había ido despojando al negro
nativo, al aborigen y verdadero dueño de ellas, dando lugar
a la rebelión de los Mau-Mau, constituidos casi totalmente por la tribu kikuyu, cuya población se calcula en cuatro
millones, encabezada por su jefe Jomo-Kenyatta que a la
postre fue el primer Presidente de la República de Kenya.
Se notaba temor, inquietud y agitación en todo Nairobi:
en los cines, en los comercios, en las calles, se veía a todo
hombre blanco, mujeres y niños, portando armas de fuego.
Era usual ver en los restaurantes a la clientela sentada a
la mesa con su arma automática junto al plato. Y si esto
pasaba en Nairobi, había que ver el terrible drama que se
agitaba en el campo. Casi todos los días se leía en la prensa información sobre hechos sangrientos, como el de que
una partida de Mau-Mau había asaltado talo cual rancho
propiedad de algún blanco, acabando a machetazos con
toda la familia y prendiéndole fuego a la casa. Así fue como
conocí Nairobi.
No es posible en unas cuantas páginas contar la historia de la rebelión Mau-Mau, así que sólo me referiré, brevemente, a la causa, al origen. Los primeros hombres blancos que se establecieron en territorio de los kikuyu fue un
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grupo que trabajaba para la British East Africa Company en
1890, seguidos de inmediato por misiones cristianas. Los
ingleses se apropiaron de las mejores tierras y ocuparon
como peones asalariados a los antiguos dueños, negros
nativos. El mísero salario, las humillaciones, los castigos,
la privación de su libertad, el maltrato, etc., crearon el resentimiento y odio contra el blanco opresor. Dicha situación
se agravó por la falta de tacto de los misioneros, quienes
abruptamente pretendieron acabar con las creencias, ritos,
fetichismo, paganismo y costumbres tradicionales, muy
arraigadas en los nativos. En 1922 nació el pensamiento
Mau-Mau, se fortaleció el espíritu de Uhuru y llegó a su
punto álgido en los años de 1953 a 1954 el movimiento libertario para, finalmente, al grito de Harambee (Luchemos
todos juntos), obtener su independencia en diciembre de
1963.
Creencias, religiones y costumbres tradicionales de los
pueblos, por paganas y absurdas que nos parezcan, son
dos sentimientos sumamente peligrosos de atacar en cualquier país del mundo, por más primitivo que éste sea. Se
requiere educación, comprensión, tacto, convencimiento y
mucho tiempo para remodelar la mente de un individuo, y
mucho más tiempo aún para catequizar a un pueblo; nunca
debe olvidarse que para llenar la cabeza con nuevas ideas
es necesario llenar primero el estómago. Y de esto se olvidaron siempre los conquistadores al colonizar y explotar
las tierras por ellos invadidas.
Sin pan, no hay religión, ni fe, ni patriotismo, ni honestidad, ni poesía, ni meditación; tal vez sólo un poco de amor
y conmiseración familiar en el sufrimiento. Buda se iluminó
no en el ayuno ni el martirio, sino en la meditación y el éxtasis.
¡Cómo se goza la primera cacería en África! La variedad de animales era tan grande, que todos los días regresábamos al campamento con alguna pieza. El 30 de
diciembre inicié mi safari partiendo de Nairobi por la carretera, única en esa época, que comunicaba con Mombasa,
puerto principal en el Océano índico. En el trayecto nos
detuvimos a observar un campo de concentración de los
Mau-Mau aprisionados por las fuerzas inglesas. Las grandes cercas de alambre de púas vigiladas por guardias bien
armados me hicieron recordar los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial. Al pasar Sultana, tomamos por una brecha y acampamos en un lugar situado
a 100 kilómetros de Nairobi, convenido para reunir a toda
nuestra servidumbre integrada por 17 nativos. Unos ya nos
esperaban y otros iban llegando poco a poco. Entre estos
últimos, ya oscureciendo, llegó uno un tanto agitado; se
acercó a Bill, nuestro cazador blanco, y hablando agitaba
los brazos, señalando los cuatro puntos cardinales, como
Creencias, ritos, fetichismo
y costumbres tradicionales se
encuentran muy arraigadas
en los pueblos africanos.
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“El 30 de diciembre
inicié mi primer safari
partiendo de Nairobi.
por carretera ... “
Selengai: Primer campamento
si quisiera indicar algún lugar preciso; su rostro, manifiestamente descompuesto, denotaba miedo, pánico. No aguanté la curiosidad, y puesto que no entendía el dialecto, me
acerqué a Bill y le pregunté:
—¿Qué es lo que trata de explicarte?
—Nada, sencillamente dice que estamos rodeados de
Mau-Mau.
—¿ Y lo dices con tanta calma? ¡Tal vez corremos peligro! Oye, ¿no sería mejor levantar el campo e irnos con
nuestra música a otra parte?
—Es tarde y no creo que corramos peligro, porque
nunca se ha dado el caso de que los kikuyu ataquen a los
safaris.
—Pero siempre hay una primera vez. Podríamos ser
esos primeros para apoderarse de nuestras armas.
—Bueno, en tal caso estaremos preparados tomando
las precauciones necesarias.
No me convenció Bill, pero ya no discutí más recordando
la flema y estoicismo de los ingleses que causó la admiración del mundo en el bombardeo que sufrió Londres en la
Segunda Guerra Mundial.
No pude dormir en toda la noche pensando en los MauMau y en los leones. ¿Empezaría mi safari matando un negrito? ¡Eso no! Al día siguiente, antes de clarear el día, ya
estábamos levantados. Tomamos un té y nos marchamos.
La gacela de Grant
(Gazella granti)
Era una mañana de sol radiante, clara, hermosa, con
una temperatura ideal de 20 grados. Me sentía optimista.
La noche había quedado atrás y los Mau-Mau también. Físicamente, como en mis mejores tiempos, resistiría cualquier caminata por dura que fuese. Mi corazón cantaba.
No tardamos una hora en descubrir los primeros animales:
kongonis, jirafas, avestruces, wildebeast y otros. Mis ojos
bailaban de gusto contemplando ese panorama; el índice
de mi mano derecha me hacía cosquillas esperando el momento de descubrir una pieza que ameritara cobrarse.
—Oye, a mí ya me anda; qué, ¿no empezamos ya? —pregunté a Bill.
—No podemos. Estamos en una Reserva Nacional,
contestó.
Antes del mediodía llegamos al lugar de nuestro primer
campamento: Selengai. En un santiamén nuestros negritos pararon las tiendas dobles de campaña y acomodaron
catres, colchones ligeros, mosquiteros, mesas, sillas, un
tripié con el lavamanos, y al fondo, una división de lona
que separaba una especie de baño, con una tina de lona. Todo esto hacían unos, mientras que otros cortaban
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ÁFRICA - 1953
leña, preparaban la cocina, traían agua, etc. Sólo faltaba
un Rolls Royce para sentirme como una maharajá hindú.
Ese campamento con 17 negros a nuestro servicio era mucho lujo para mí, acostumbrado a las sufridas pero muy
sabrosas venadeadas de México, en donde muchas veces
una cobija, azúcar, café, frijoles y harina formaban mi equipo y vituallas. ¡Qué distinto en África!, donde hasta un perfumado jabón francés le ponen a uno y ropa limpia todos
los días. En favor dé estos outfitters diré, también, que ese
confort de comer y dormir bien son la base para aguantar
dos meses en safari.
Antes de hacer las imprescindibles prácticas de tiro,
me dijo Bill:
—Veré a qué tipo de cazadores perteneces tú, porque
aquí los tenemos catalogados en dos clases: el tirador de
stand, que midiendo previamente el aire, la luz, la velocidad de la bala, su trayectoria y distancia, rompe un huevo a
200 metros; y la otra clase es el práctico cazador de campo
que tiene la suficiente serenidad y buen pulso para aguantar y parar la carga de un león a diez metros.
—Eso está por verse —contesté—, pues yo también
quiero convencerme dé en qué se funda la fama de ustedes, los famosos cazadores blancos.
No quedé mal en las prácticas de tiro. luego abordamos él carro de caza, un Bedfor, muy amplio y nuevo, que
bautizamos con el nombre de “calandria”; en él siempre
iríamos Bill, su asistente Walter, mi compañero Espinosa,
dos negros portadores dé armas, a la vez que experimentados huelleros, y yo.
En todo safari, por sistema, se empieza por cazar piezas chicas, como antílopes, para que el guía o cazador
profesional pueda apreciar las reacciones, experiencia y
puntería del cazador aficionado. El sistema es bueno, porque el solo hecho dé ir por primera vez a cazar én tierra
africana emociona de tal manera, que no se es el mismo
tomo tirador qué en su propia tierra. Es conveniente irse
familiarizando Con el ambiente, adquiriendo confianza, cazando pieza no peligrosas, antes dé enredarse a tiros con
un león o un búfalo. No es igual cazar venados en México
que cazar en África, donde lo mismo puede saltar un pequeño dik dik (antílope no más grande que una liebre), que
aparecer un elefante o un rinoceronte.
Vimos una buena parvada de francolines (gallináceas
parecidas a la perdiz). José y yo tomamos rápidamente
las escopetas disponiéndonos a tirar desde la “calandria”,
pero nos detuvimos al oír un grito de Bill:
—iNo, no tiren! –decía—. ¡Está prohibido desde el carro, no importa que sea contra francolines!
A ese extremo se observaban en la década de los cincuenta las reglas de caza en África Oriental.
Mientras se levantaba el campamento , me puse
a revisar cuidosamente las armas.
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José se bajó del carro, anduvo un poco y volvió con
cuatro de estas aves, que por la noche saboreamos con
placer.
No habíamos caminado 10 kilómetros, cuando con los
binoculares descubrimos una gacela de Grant, solitaria, en
campo abierto, llano, con sólo un raquítico arbolito aprovechable para cubrirse y acercarse a razonable distancia de
tiro. Me tocaba el turno. Estudiamos el terreno y me dijo
Bill:
—Necesitamos carne para nuestros hombres pues de
otra manera no están contentos; así que toma tu .30-06 y
no vayas a fallar.
—Mira, esta gacela seguramente nos va a descubrir,
porque no hay modo de arrimarnos sin que nos vea; pero
para que tú logres ponerte a tiro vamos a proceder de la
siguiente manera: dejamos aquí la “calandria”, seguimos
a pie en línea recta en formación india, sin agacharnos,
hasta llegar a unos 350 metros del animal, que para entonces ya nos habrá descubierto. Si no ha huido cuando
lleguemos a ese punto, tú te tiendes en el pasto y Kasimwita —su portador de armas— y yo torceremos a la izquierda en ángulo recto, alejándonos de la gacela. Ésta,
seguramente nos seguirá con la vista, dando oportunidad
de que te aproximes, cubriéndote con ese arbolito que ves
allá y que formará una línea recta entre tú y la gacela. Tal
vez llegues hasta el arbolito sin que te vea, y si lo logras,
desde ahí puedes tirar.
Tomé mi .30-06, corté cartucho, puse el seguro, revisé las miras y emprendimos el acecho. Pronto nos vio el
animal, pero no se movió, y seguimos caminando. Cuando
estábamos a unos 350 metros dio muestras de inquietud
moviendo las orejitas sin quitarnos la vista. Al llegar al punto convenido me tendí en el pasto, siguiendo adelante Bill
y Kasimwita, cortándose por el lado izquierdo. No me moví
hasta que se alejaron un poco. Estiré el cuello y observé que la gacela, con curiosidad, los seguía con la vista.
Como afortunadamente los animales no saben contar (¿o
sí?), no se dio cuenta que en el grupo faltaba uno. Entonces, agachándome lo más posible, empecé a caminar con
todo cuidado de no pisar una vara seca, que al quebrarse denunciaría con el ruido mi presencia echándolo todo
a perder. Así llegué al arbolito, y la gacela, habiendo ya
perdido de vista a mis compañeros, se puso a pacer tranquilamente, dándome tiempo de normalizar mi agitada respiración para hacer un tiro con toda calma. Normalmente
el tiro era fácil. La distancia era aproximadamente de 180
metros. Mi respiración se normalizó, pero el corazón me
daba más brincos que un canguro. Sentí la misma emoción que cuando cacé mi primer venado. No había ningún
peligroso animal a la vista, estábamos solos la gacela y
yo, en campo abierto, y en cuanto a las víboras, ni siquiera
me acordaba de la terrible mamba ¡No!, la causa de mi
excitada emoción era realizar mi primer disparo en tierra
africana, el temor de errar el tiro haciendo el ridículo frente
al fantasmón de los famosos cazadores blancos.
Me dispuse a tirar rodilla en tierra. Contuve mi respiración y oprimí suavemente el gatillo. El grano apuntaba a
la paleta, pero desgraciadamente la bala hizo impacto en
la mano izquierda. Sorprendido, sin explicarme el por qué,
inmediatamente disparé mi segundo tiro, que erré limpiamente. El animal, tan sorprendido como yo, corría hacia
la izquierda cuando disparé por tercera vez. La gacela,
como todo animal curioso, se detuvo mientras preparaba
mi cuarto tiro haciéndome cruces de qué era lo que me
pasaba. Desesperado, confundido, apretaba los dientes y
maldije a la pobre gacela.
Yo, que había hecho tantas y tan diversas prácticas
de tiro estaba errando en forma que daba compasión. Me
sentí de tal manera aturdido que la sangre se me iba a la
cabeza, como cuando le “matan” a uno un “full mayor” con
una “flor imperial” jugando al póker. Revisé la mira de mi
rifle, la encontré correcta y dejé ir mi cuarto disparo. Oí el
impacto de la bala (cosa peculiar en África), pero el animalito no cayó, se quedó parado. Repuse la carga del maga-
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zine, disparé el quinto, y esta vez, afortunadamente, cayó
fulminada la infeliz gacela.
Al revisar al animal, vi que tenía un balazo en la mano
izquierda, otro en la panza y un tercero en el corazón. Me
sentía tan desilusionado de mi pobre actuación que al llegar mis compañeros le dije a José: —Anda, dame una patada en el trasero, que es lo menos que merezco.
—No es para tanto —intervino Bill— no te preocupes,
eso le pasa a la mayor parte de los que vienen al África
por primera vez. Ya verás cómo mejorarás en tus próximos
tiros. Lo importante es no dejar ir una pieza herida.
—Si no hay patada, entonces denme un trago, aunque
sea de cicuta. i Maldita sea!
Palabras de consuelo me calmaron un poco, pero no
me convencieron. En mi interior pensaba: “Si tan mal lo he
hecho con un pobre e inofensivo animalito, ¿qué pasará
al enfrentarme con un elefante o un búfalo que aguantan
tanto plomo?”
Esa noche, aunque cacé la gacela, no dormí bien. La
forma de acechar el animal fue mi primera lección en África. En México no procedemos así cuando cazamos venados y hablando con franqueza, raras veces nos ocupamos
de un huelleo, a menos que se trate de un bura o un borrego cimarrón en las sierras de Sonora. Al venado lo campeamos, lo cazamos en arreadas y muchos lo lamparean.
Esto último es absolutamente criticable por antideportivo.
En cambio, en África se le toma verdadero interés y sabor
a lo que llaman caza menor, pues es tan grande la variedad de antílopes y gacelas que resulta muy interesante
el huelleo, un verdadero arte en el cual aun los profesionales, con bastante frecuencia se ven en apuros y tienen
que recurrir a los nativos, huelleros especializados, unos
verdaderos sabuesos con negra piel humana. Aun cuando
se tenga amplia experiencia, es fácil confundir una huella.
Por ejemplo: la del gran kudu, la del sable real y la del
roan son muy parecidas en su forma y tamaño. Además,
es indispensable conocer sus hábitos para saber en qué
terrenos y a qué hora es probable encontrarlos. Conocer la
edad de una huella y, de acuerdo a su profundidad y tamaño, definir si es hembra o macho, estimando, asimismo, su
peso, dará la conclusión de si se trata de un real trofeo de
caza, que valga la pena sudar para encontrarlo. En cambio, en la caza mayor no se puede confundir la huella de
un elefante con la de un rinoceronte, o la de un león con
la de un leopardo; pero tiene a su favor el gran atractivo
del peligro para el cazador que va en busca de las fuertes
emociones. El cazador que va a cualquier parte de África,
estará obligado a contratar un guía profesional registrado
como tal y con licencia del Departamento de Caza. Esta
medida se ha tomado no para proteger la vida del visitan-
te, como mucha gente cree, sino para observar las reglas
de cacería evitando abusos y, desde luego, también para
asistir al cazador en todos los servicios durante el safari.
No se permitía disparar desde el carro de caza. Debía uno
alejarse de éste por lo menos 200 metros. No estaba permitido matar animales que estuviesen a menos de 500 metros de un aguaje. No se permitía cazar de noche, es decir,
lamparear. Tampoco puede cazarse en Parques Nacionales, Áreas de Reserva, etc. De manera que, no obstante la
abundancia de ciertas especies de animales, son muchos
los miles de kilómetros que hay que recorrer y tener muy
buena suerte para encontrarse con un buen kudu, un sable, un elefante con colmillos de más de 35 kilos por lado,
un león con melena, aunque no sea negra, y muchas otras
especies que ya escasean. Hace 25 años, un cazador obtenía licencia para cazar 4 leones en Kenya o Tanzania
(Tangañica); hoy sólo se le permite uno, y pocos son los
que logran encontrarlo. En mi primer safari africano recorrí
6 770 kilómetros en jeep; en el segundo, un año después,
mi recorrido fue de 9600. A la fecha tengo en mi haber nueve safaris en África y todavía faltan en mi salón de trofeos
algunas especies de ese continente. Esto dará una idea
al lector de que no es tan fácil, como algunas personas
creen, lograr una buena colección de trofeos de caza, no
comprados, sino cazados por el dueño aficionado. En verdad, creo yo que toda una vida es insuficiente para abatir
todo lo mejor de la fauna mundial.
Pero volvamos a los antílopes. En el huelleo y el acecho a estos animales he encontrado el verdadero sabor, la
verdadera esencia de la caza. Es donde el hombre pone a
prueba su habilidad como cazador, como tirador, su afición,
su experiencia y saber, su resistencia física, su tenacidad
y su cerebro contra la astucia, el instinto y los agudos sentidos de estos animales que siempre están alertas, porque
su vida siempre está en peligro. No cesan de perseguirlos
sus implacables enemigos: la bestia y el hombre.
Al día siguiente hice algunas prácticas de tiro con mi
.30-06 que tan mal parado me había dejado con la famosa
gacela y luego abordamos la “calandria”.
Son un encanto esos campos africanos, muy especialmente por las mañanas, cuando se respira profundamente
el aire fresco y puro, que llenan los pulmones y el espíritu
de esperanzas cinegéticas para el día que empieza. No
pasa media hora sin que se descubra alguna especie de
la abundante fauna: francolines, huilotas, codornices, gallinas de Guinea, un dik-dik que nos salta como liebre a
10 metros de distancia, una partida de “thomis” moviendo
alegre e incesante su cola, y así sucesivamente.
Salió a escena un grupo de jirafas del tipo común. ¡Qué
bello espectáculo! ¡Qué señorío y qué arte de estos ele-
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Mi primera pieza
cobrada en África:
una gacela de Grant.
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Una embajada protocolaria de los masai visita el campamento.
“Partida de thomis moviendo alegre e
incesantemente su cola ... “
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gantes animales, que en mi diario merecieron el título de
Ladíes del reino africano!
—Oye Bill, ¿por qué no les tiramos?
—Está prohibido —contestó—. Se necesita un permiso
del District Commisíoner de Garissa. Cuando pasemos por
ese pueblo trataremos de obtenerlo.
—Pero, ¿no tenemos ya licencia general?
—En efecto, la tenemos, pero un D. C. —Comisario
de Distrito, que en tiempos del coloniaje inglés tenían facultades y mando semejantes a las de un gobernador de
Estado—, es soberano, y a éste de Garissa le simpatizan
mucho las jirafas y las protege; no permite que se cacen,
aunque el cazador, como en tu caso, tenga una licencia
general.
Seguimos adelante. El campo estaba verde, fresco,
apetitoso, y yo movía incesantemente la vista a todas
lados tratando de descubrir algún animal que ameritara
cazar. No tardamos mucho en descubrir una manada de
cebras que con los binoculares, por la distancia, más bien
parecían caballos tordillos, es decir, se veían blancos.
En el carro de caza estaba dispuesto una especie de
armero, de tal modo que rápidamente podía tomar cualquiera de mis rifles.”i .30-06!” —gritó Bill—, posesionándose de su carácter de cazador blanco. Bebi, un portador
de armas, revisó y puso inmediatamente un rifle en mis
manos ya cargado; pero siempre, por sistema, antes de
empezar a caminar reviso personalmente el arma que he
de usar. Así lo hice.
—Aquí dejamos el carro, indicó Bill, y que Bebi nos
siga a distancia con tu rifle .465, “por si las moscas”, pues
nunca sabe uno lo que pueda ocurrir una vez que se empieza a caminar ni el animal que inesperadamente pueda
surgir de cualquier parte.
Me sentía inseguro, dudoso, recordaba lo mal que lo
había hecho el primer día de caza; pero recordaba también
que en el cine presentan las cebras como una presa tan
fácil que me tranquilicé un poco. Empezó la caminata y
media hora después nos encontramos a 250 metros de las
cebras, pero ya nos habían descubierto. Todas veían para
donde estábamos, cosa natural en un animal silvestre. Me
adelanté un poco y con los binoculares seleccioné la que
me pareció la mejor del grupo. Dicha selección estriba en
que el animal tenga la piel más bonita, fondo muy blanco
con rayas muy negras, Las jovenes tienen las rayas cafés
y las que están viejas tienen rayones, cicatrices dejadas
por las zarpas de un león al perseguir a su víctima que no
logró abatir en su veloz carrera por salvar la vida. La cebra
es un animal muy matrero, difícil de arrimarse a menos de
200 metros. Siempre anda en grupo, lo cual, dificulta más
la situación, porque si el tiro no fue bien colocado huye
confundiéndose con sus compañeras, haciendo punto menos que imposible un segundo disparo. Habrá que seguir
al animal herido hasta que se separe de la manada para
poder rematarlo. Hay casos en que tendrá que caminarse
todo un día, dependiendo de la gravedad de la herida. Seguramente, el lector sabrá lo que significa la tediosa tarea
de seguir a un animal “panceado”. Afortunadamente no me
ví en ese caso. Medio nervioso me arrimé, seleccioné la
pieza, apunté a los hombros y disparé. Oí el impacto de la
bala y el animal corrió, pero sentí gran alegría al verlo caer
después de correr unos 40 metros; seguí apuntando con la
mira de mi rifle por si se levantaba, para poder hacer un segundo disparo con más o menos efectividad. Esta práctica
la he seguido siempre porque resulta muy razonable, contraria al sistema de algunos cazadores que después del
primer disparo, si el animal cae, aunque sea de rodillas, corren hacia él, cuando muchas veces sucede que si el lugar
del impacto no fue vital, el animal se recupera, se levanta
y corre. Entonces, el cazador, agitado por su precipitación,
altera su pulso y la respiración, y en esas condiciones, lo
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“Seleccioné a la pieza , apunté
a los hombros y disparé...”
más seguro es que hará disparos con pocas probabilidades de hacer blanco. En mi concepto, después del primer
tiro, es mejor seguir con la mira fija sobre el animal hasta
estar más o menos cierto de que el disparo resultó bien
colocado y la pieza no se levantará, y si lo hace, surgirá el
preciso momento de hacer el segundo tiro, con buen pulso
y respiración normal.
Esta vez mi actuación me infundió confianza para mejorar mis tiros en los siguientes días. Aquella noche, nuestro cocinero Matteka nos preparó una gran cena con sopa
de gacela de Grant y un exquisito guisado de francolín.
Más tarde, tuvimos un concierto de histéricas carcajadas
de hienas, acompañadas por los aullidos de chacales. Estas serenatas, que por cierto me gustan, habían de repetirse durante casi todo nuestro safari, noche tras noche, a
tal grado que hubiera extrañado si alguna vez nos faltaban
a la cita. La lógica presencia de estos animales se debe
al olor de la carne muerta. Los atrae y esperan a que se
levante el campamento para aprovechar los desperdicios.
A ellos y a los buitres se les llama, con razón, los barrenderos de los campos y las selvas; son cobardes, pero cuando una hiena está muy hambrienta, se atreve a invadir un
campamento.
Al otro día, a las cinco de la mañana, me despertó una
voz que decía:
—Yambo Bwana, Chai.
Brinqué de la cama sorprendido; enredándome en el
pabellón contra los moscos cuando trataba de alcanzar mi
rifle. El hombre que había hablado dio un grito y después
se oyó el ruido de algo que caía al suelo. Ya con el rifle en
la mano y cortando cartucho, salí de la tienda con evidente
temor, decidido a echar bala, pues, seguramente, pensaba: “son los Mau-Mau que nos asaltan”.
A esa hora todavía estaba oscura la mañana, y poco
faltó para que cometiera un asesinato al toparme con un
negro, a quien a tiempo reconocí como mi ayuda de cámara (en los safaris africanos todo cazador tiene un sirviente
que se ocupa del aseo en general, ropa limpia, baño, etc.).
Solté dos o tres palabrotas en español (son más sonoras
que en otro idioma), y el pobre, sin entenderlas, se quedó
inmóvil y mudo.
Sucede que es costumbre en los campamentos que un
negro, el valet o el boy como allá los llaman, despierte a su
jefe todas las mañanas con una taza de té, costumbre muy
inglesa. Obedeciendo estas órdenes el sirviente me llevó
el té y pronunció, para despertarme, la consabida frase de
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Yambo Bwana, Chai, que en el idioma swahili significa:
“Buenos días, jefe. Aquí está su té.” Pero como no entendí
lo que decía, hice aquella escena chusca, que después
provocó la risa general en el campamento. La cosa que
había caído al suelo era la charola con la taza del té.
Aclarada la situación, empecé a vestirme. Desde ese
día en adelante tendría que levantarme siempre oscura la
mañana. Mientras me acostumbraba, llegué a odiar la chillona vocecita del boy, porque a veces hubiera deseado
levantarme a las nueve o diez, pero esos safaris son muy
caros y las mejores horas de caza son siempre las mañanas y los atardeceres. Por lo tanto, habría sido un lujo
muy caro quedarme en cama durmiendo siestas de dos mil
pesos. Así que diariamente tomaba un desayuno ligero y
me subía al carro antes de salir el sol.
La mañana era muy fría, pero de suerte, antes de entrar a un terreno salpicado de arbolillos, arbustos y alfombrado de crecido y verde pasto, descubrimos huellas del
gerenuk. Nos bajamos del carro, tomé mi .30-06 e iniciamos el huelleo.
—Si ves uno de estos animales apunta bien. No olvides que se ven altos y larguiruchos, pero el grueso de su
cuerpo apenas es de unas 12 pulgadas en línea recta del
lomo al borde de la panza —me advirtió Bill.
—Pierde cuidado, lo tendré presente—. Una hora más
tarde tenía ante mí tres de estos esbeltos y muy bonitos
animales, único antílope de cuello tan largo que cariñosamente se les llama “pequeñas jirafas de la selva”. El terreno se prestaba para poder arrimarme sin ser advertido.
Pude colocarme a 100 metros de uno de ellos, a tiro regalado, como decimos en México. Rodilla en tierra, disparé y
casi al mismo tiempo de oír la detonación y el impacto de
la bala, cayó el gerenuk como partido por un rayo. La bala
había dado en la espina. Aunque fue, como digo antes, un
tiro regalado, me dio satisfacción el abatir limpiamente esa
pieza.
Al mediodía descubrimos a distancia un eland macho
adulto, buen ejemplar, que desde luego me dispuse a cobrar. Es entre los antílopes el más grande del mundo, tal
vez sólo superado en peso y tamaño por su pariente el
eland gigante, que cinco años más tarde abatí en África
Ecuatorial Francesa (hoy República Centroafricana, Congo, Gabón y Chad). La carne de este antílope, que bien
pesa 500 kilos, es de sabor exquisito, muy limpia y parecida a la de res.
Si lograba doblar aquel bicho tendríamos carne suficiente para hacer felices, por unos días, a los 17 glotones
negros a nuestro servicio, tipos éstos que de una sentada
fácilmente devoran dos kilos de carne cada uno, aunque
por la noche vayan a suplicarle a su bwana les dé algo que
El generuk es un antílope
que se distingue por su
aristocrático y largo cuello.
alivie su dolor de barriga.
Con la ayuda de los binoculares aprecié que los cuernos no tenían defecto alguno y procedí a estudiar la forma
de acercarme. El terreno era abierto, con poca vegetación,
unos pocos arbolillos y matojos. Para un animal tan grande
resolví usar mi rifle .375 con bala de 300 granos. El aire
no me favorecía; temeroso de que me venteara, decidí tirar a 200 metros. Desgraciadamente, ¡otra vez erré el tiro!
Sorprendido, el animal trotó un poco alejándose para después ir aflojando el paso hasta que finalmente se detuvo,
poniéndose tranquilamente a pacer. Esto facilitó mi tarea
de arrimarme, la cual logré sin dificultad; apunté a la paleta
y oprimí el gatillo. Oí claramente el impacto de la bala que
dio en el blanco, pero el eland dio un enorme salto, corrió
unos 50 metros y volvió a detenerse en el momento que,
sin moverme del lugar, disparé, y el animal se desplomó.
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El autor con buen ejemplar de generuk.
Al aproximarnos encontré que el segundo tiro había
atravesado el pescuezo, pero un poco bajo, y el tercero
dio en la paleta. El animal me pareció enorme. Sus muy
buenos cuernos que acababan en agudas puntas de marfil
midieron 23 pulgadas. Después de tomar algunas fotos,
nuestros desolladores que no cabían de gusto pensando
en la comilona que darían ese día, se entregaron contentos, hasta cantando como unos chiquillos, a la tarea de
quitar al copina a mi tercera víctima.
De regreso al campamento vimos otra vez avestruces,
jirafas, gerenuk, wildebeast, etc. ¡Un paraíso! Es un placer
ver todos los días tanto animal en un ambiente de libertad,
de sol y abundante comida, sin tener que trabajar ni pagar
impuestos y obedecer órdenes. Son más libres que un beduino. En mi diario anoté este bonito día de caza, aunque
distaba mucho de sentirme satisfecho con mi mala punte-
ría. Lo mismo le estaba errando a los animales pequeños
como a los grandes, no obstante que este día había estado
sereno al disparar.
El 4 de enero, siguiendo la costumbre, salimos temprano y como a las 8 de la mañana descubrimos una manada
de wildebeast, antílope que abunda, de cierto parecido a
un torete con cuartos traseros muy caídos. Este animal no
me dio mayor trabajo abatirlo con dos tiros a 200 metros.
Luego nos servimos de este bicho como carnada para leones, y valiéndonos de un cable lo arrastramos por un largo tramo, haciendo un círculo en medio del cual había un
árbol grande donde lo colgamos a conveniente altura para
evitar que las hienas, que siempre aparecen como por encanto, se lo acabaran antes de llegar los leones.
En ese día fue todo lo que cacé. De regreso al campamento vi los primeros rinocerontes, pero resolví no seguir-
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los porque sus cuernos apenas medían unas 12 pulgadas.
El 5 de enero fue un día duro. A las cuatro de la madrugada me despertó el boy con su canción de todos los días:
Yambo Bwana, Chai. Me vestí apresuradamente, revisé
mis armas, municiones, etc., y me subí al carro. No tardamos en llegar al lugar en que colgamos la carnada para
los leones. A regular distancia inspeccionamos con los binoculares el terreno sin descubrir nada. Para evitar hacer
ruido abandonamos la calandria y con mi .375 al hombro
empezamos a caminar. Como se suponía, sería la primera
pieza peligrosa a la que me iba a enfrentar, y era natural
que me embargara gran emoción. A cada rato tendía las
manos para ver si me temblaban, pero a pesar de sentirme
un poco nervioso, mi pulso era firme. Bill, quien conocía
mejor el terreno, iba delante, lo seguía yo, y mi portador de
armas hacía cola. Después de caminar un poco, reconocí
el lugar. Ya estábamos cerca. Bill y yo nos trepamos a un
árbol para dominar mejor el campo. Desde ahí descubrimos el árbol y la carnada, pero ni rastro de leones. Seis
hienas que habían devorado ya parte del antílope daban
prodigiosos saltos por alcanzar los restos.
Sentí cierto desaliento porque ya me había hecho el
ánimo de vérmelas con el rey de la selva, no obstante mi
hasta entonces regular o mala puntería con bichos inofensivos. ¡Qué ajeno estaba de que todavía habían de pasar
35 días para ver el primer león! Yo que pensaba que en
África se tropezaba uno con estos magníficos gatos que
tantas páginas han llenado en los pasajes de la historia.
Seguimos campeando sin encontrar leones. Ya en la tarde,
tiré y erré a una cebra. “¡Qué diablos! ¡Esto es el colmo!
¿Qué me pasa? ¿Por qué no soy un campeón de tiro, pero
tampoco soy un maleta?” Seguramente algo anda mal en
el telescopio de mi rifle. Tal vez algún golpe. Opté por quitárselo y servirme de la mira abierta.
Seguimos la misma manada de cebras, y sin seleccionar, puesto que serviría de carnada, puse el grano de mi
.30-06 en el pecho de la más cercana que estaba a 150
metros y, al fogonazo, vi cómo cayó fulminada. ¡Ese tal por
cual telescopio tenía la culpa! Mejor dicho, la tenía yo por
no verificar la retícula con más frecuencia. Para no cansar
al lector, le diré que repetimos con esa cebra la misma operación que con el antílope del día anterior, cambiándole el
platillo a los leones.
Escogimos un pintoresco lugar para comer y después
de una ligera siesta a pierna suelta, seguimos campeando
hasta que se ocultó el astro que llamamos “la cobija de los
pobres”.
De regreso, un baño caliente me dejó como nuevo;
luego me tomé un jaibol al calor de una acogedora gran fogata, mientras Bill me hablaba de sus planes de caza para
El eland es el antílope más
grande del mundo.
el día siguiente y me contaba anécdotas de su vida de cazador blanco. Esos ratos de campamento, después de un
día movido, bajo un cielo tachonado de estrellas, al calor
de la fogata a campo abierto, descansando de una fatiga
placentera, escuchando sabrosas pláticas amenizadas por
los aullidos de hienas y chacales, son la sal y la pimienta
de las cacerías. Bill, quien tenía ya ocho años como cazador profesional en East Africa, me contaba pasajes de
safaris en los que habían actuado conocidos cazadores
mexicanos tales como Manterola, Jorge Pasquel y su grupo, en el que figuraba mi estimado amigo el doctor Teódula
Manuel Agundis, quien, ciertamente, salvó la vida del cazador blanco Eric Rundgren, cuando un leopardo herido saltó
sobre él con tal rapidez y violencia que no le dio tiempo ni
de encarar su rifle. La terrible bestia destrozaba sus carnes
en el momento que el doctor Agundis, el compañero más
cercano, acudió en su ayuda. Al verlo, el leopardo soltó su
víctima para lanzarse sobre el doctor, quien, con certero
y afortunado disparo, liquidó a la fiera. Años después, en
1965, cazaba yo en Bechuanaland (país que hoy se llama Botswana) y ocupaba los servicios de Eric Rundgren,
quien una noche en el campamento, al calor de la fogata,
del jaibol y la botana de pechuga de avestruz al pastor, me
contó que era evidente y cierta la oportuna intervención del
doctor Agundis. Tomó un trago y me mostró las cicatrices
que el leopardo le dejó en su cuerpo.
También me platicaba Bill de Diego G. Sada, amigo y
compañero de caza en el Ártico; de otro amigo, Juan Sal-
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ÁFRICA - 1953
“La hiena es un animal
marrullero, cobarde,
de finísimo olfato ... “
gado, de Toluca, y otros más. Según las pláticas de Bill, todos los cazadores tuvieron puntos buenos y malos. Lógico
y natural, fallas que todos tenemos en cualquier deporte,
no sólo los que somos aficionados sino también los profesionales. No creo que exista un solo veterano cazador que
no haya errado el tiro alguna vez en su vida, o dejado, muy
a su pesar, un animal herido en la selva, o que no haya
cometido errores en alguna forma.
Como no soy una excepción, por ética deportiva, prefiero narrar hechos exitosos. (Aunque conservo en mi archivo documentaciones tan preciosas como la cacería relatada hora por hora, día por día y error por error que el
famoso cazador y articulista Jack O’Connor cometió en su
shikar de 1955 en la India. El relato en cuestión está escrito
por Mukerji, guía de O’Connor, consta de 20 páginas y es
divertido leerlo si se compara con el artículo escrito en el
Outdoor Life, de noviembre de 1955.) El mencionar lo anterior no lleva un espíritu de crítica, sino el consuelo para
cuando los principiantes cometan un error.
Pero volvamos a mi carnada para leones. Aquella noche dormí feliz, arrullado por la ineludible serenata de las
hienas. Al día siguiente, temprano, fuimos a ver la carnada,
pero no hubo suerte con los leones; ahí estaban las hienas
y, aunque es un animal que me repugna, pensé que no
estaría mal llevarme una piel para mi colección. Resolví
tirarle a un par que estaban a buena distancia, eran del
tipo moteado, mucho más grande que las rayadas que se
ven tanto en África como en la India. La hiena es un ani-
mal marrullero, cobarde, de finísimo olfato, que huele la
carroña a gran distancia y parece tener la inteligencia de
seguir al cazador o al león que algo le dejarán que comer
—como las gaviotas y los tiburones que suelen seguir a las
embarcaciones en el mar—.Al minuto de haberse matado un animal, aparecen como por encanto. Hay veces que
son tan atrevidas —no valientes—, que una manada suele
atacar a un león, si éste es ya muy viejo, está enfermo o se
encuentra mal herido, incapaz de defenderse. Sus mandíbulas son tan poderosas, que son capaces de romper un
brazo de una tarascada.
El pasto era alto; sólo se veía la cabeza, el cuello y
parté del lomo. Tres tiros a pie firme fueron suficientes para
liquidar las dos piezas. Ordené a los desolladores que quitaran la copina de una, obedeciéndome de muy mala gana.
¡Y a fe que tenían razón de no querer tocar esas cochinas bestias!, porque al acercarme hasta se me enchinó el
pellejo al observar esos ojos vacíos, saltones, ígneos, sin
expresión, más propios de un demonio o de un condenado
sacado del fondo del infierno. Haciendo mil gestos, rechinando los dientes y maldiciendo su oficio y a su bwana que
los obligaba a ese sucio trabajo, los dos peladores terminaron su tarea. Un refresco fue su recompensa.
Transcurría el séptimo día del safari. Decididamente mi
puntería iba mejorando; un tiro de frente a 200 metros dio
buena cuenta de una gacela de Thomson, simpático animalito que nunca deja de mover su cola como un rehilete,
y que por ello se distingue con facilidad. Cariñosamente se
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ÁFRICA - 1953
le llama “thomi”; es una de las especies más abundantes.
Se le encuentra en grandes manadas en las llanuras de la
mayor parte de África Oriental. Su carne es deliciosa.
Anoche, con gran alegría, oí rugidos de leones muy
cerca de nuestro campamento. Clareando el día salimos
en busca de las huellas que encontramos a escasos 100
metros. Habían ido a beber agua en un charco cercano;
seguimos el rastro, pero no los encontramos. Continuamos
campeando todo el día, bebiendo el placer de la inquietud y sensaciones que continuamente nos brinda África,
ya sea en campo abierto o en la selva, porque nunca sabe
uno en qué momento le saltará al paso cualquier animal
peligroso o inofensivo. Esa mañana, a falta de leones, otro
“thomi” fue la víctima. Me regocijé un buen rato, porque le
tiré al estilo México, es decir, dándole gusto al dedo como
cuando se venadea de loma a loma con la pieza a toda carrera, *sólo que en vez de loma me tocó terreno plano. La
gacela corría y se atravesaba a unos 200 metros cuando
disparé el primer tiro que fue bajo, pero el segundo dio en
el codillo, cayendo el animal como una liebre. Por suerte la
acción fue filmada por Jack nuestro fotógrafo y salió muy
aceptable. En efecto ya estaba tirando en mejor forma.
* Debe saber el lector que en esa época, en África no se permitía tirarle a un animal que estuviera corriendo, a menos que
estuviese herido. El motivo o razón es evitar “pancear” un animal al que, después, ajustándose al reglamento de caza deberá
seguirse hasta conseguir rematarlo, lo cual bien puede, llevarse todo el día. Sí se abandona el animal herido, será un punto
malo y reprochable en la cartilla del cazador blanco. Yo estoy
de acuerdo en ello, porque hay más sabor, habilidad y arte en
el acecho que pone al cazador a 100 metros de la pieza, que un
buen tiro a 400 metros.
Aunque se campeó todo el día
no encontramos leones.
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ÁFRICA - 1953
Los wakambas realizaron un gran espectáculo
de danzas africanas.
Danza de wakambas
muy bien, y me preguntó si me gustaría verlo, pues era
fácil arreglarlo por poco dinero. Me acordé de la danza de
la tribu watusi que se presenta en la película Las Minas del
Rey Salomón y acepté inmediatamente.
Al día siguiente todo estaba listo. Nuestro fotógrafo,
sintiéndose un Cecil B. de Mille, no se daba reposo instruyendo a los danzantes sobre ciertos puntos técnicos, para
que la filmación, que además tendría sonido, resultara buena. Después de algunos ensayos dio principio el acto que,
en realidad; me dejó no admirado, pero sí sorprendido.
Quince jóvenes, ellos con un calzón corto y ellas con una
minifalda por toda indumentaria, danzaban al compás de
un grupo de tamborileros que tocaban y cantaban a la vez
ese sonsonete típico, que tanto hemos oído en películas
de ambiente africano. El ritmo era perfecto; las danzantes
agitaban incesantemente sus gráciles y juveniles cuerpos
imprimiéndoles movimientos lúbricos y rituales, difíciles de
interpretar si se desconocen los sentimientos religiosos y
costumbres de esas tribus. Hoy, el Rock and RolI tan de
moda en gran parte de nuestro mundo civilizado es sólo
una burda imitación de los movimientos de aquellas danzas autóctonas de negros primitivos. Y digo burdas, porque
nuestras chulas güeritas y nuestros melenudos hippies
Abandonamos nuestro bello campamento de Selengai.
No sé si al lector le ocurra lo mismo cuando sale de cacería, pero a mí me pasa que me encariño mucho con los
campamentos. Da lo mismo que sean lugares floridos, de
exuberante vegetación, que desérticos, áridos o montañosos; es algo que perdura en mi mente como una fotografía
plena de detalles. Siempre encuentro un encanto e interés
en las cosas y panoramas que me rodean, incluyendo privaciones e incomodidades. Creo que el que ama la Naturaleza siempre hallará en ella belleza y encanto, la razón de
la vida. Ahí se está más cerca de la verdad, de lo primitivo
y de Dios.
Levantamos el campamento y nos dirigimos al río Tana,
famoso por la abundancia de elefantes que en la época de
secas concurren a deleitarse con sus frescas aguas, pues
en esa parte de África no existe, como en otras partes del
mundo, invierno y verano, sino que se distingue por época
de lluvias y época de secas. En nuestro camino nos detuvimos en la aldea de Mutha, habitada por la tribu wakamba,
a la que pertenecía la mayor parte de los hombres a nuestro servicio. Bill me dijo que la gente de ahí sabía danzar
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A las orillas del río Tana se instaló
el nuevo campamento.
carecen totalmente del sentido del ritmo que el negro lleva
en la sangre, y la sangre es el corazón.
Terminó esa parte del espectáculo y siguieron los hombres, con una sucesión de ejercicios acrobáticos, desarrollando tal agilidad que me dejaron pasmado. Cada uno
trataba de superar al anterior en su número, haciendo prodigios en el aire. La exhibición, que duró dos horas, me
dejó más que satisfecho; pedí a Bill que ajustara el pago.
Este llamó al jefe de la aldea y después del regateo convinieron en 90 chelines, equivalentes, en aquella época, a
unos 140 pesos mexicanos.
Mientras nos preparábamos a seguir nuestro viaje, volteé a ver todo el grupo de danzantes, hombres y mujeres,
que estaban en circulo.
—¿Qué es lo que hacen ahora? —pregunté a Bill.
—Con el dinero que les diste compraron de inmediato
dos vacas, una para las mujeres y la otra para los hombres. Ya las mataron y las están destazando para hacer el
reparto.
—¿No sería mejor que se compraran alguna ropa que
cubriera su desnudez?
—No seas. .. tarugo. Para esta gente la carne es una
golosina insuperable y en ella gastan cuanto centavo cae
en sus manos.
La filmación resultó aceptable; de vez en cuando vuelvo a disfrutar en la pantalla este grato recuerdo.
Campamento en Bura
Nuestro segundo campamento estaba en uno de los
lugares más bellos, que por cierto lleva el curioso nombre
de Bura, igual que el nombre de nuestros magníficos cérvidos de Sonora; denominados buras o buros.
Paramos en las márgenes del río Tana, de corriente
permanente. Nace en el Monte Kenya y desemboca en Kipini, en el Océano Índico, a unos 200 kilómetros al norte
de Mombasa. En la parte que acampamos; el río tiene una
anchura de unos 200 metros y sus márgenes se adornan
con abundantes platanares que tanto gustan a los elefantes. Todos los días por la tarde, después del trajín, disfrutábamos con placer ese espectáculo, ya que no del agua
debido a la abundancia de cocodrilos.
A la mañana siguiente salimos en busca de tembos,
como se llama en swahili a los elefantes. No tardamos en
descubrir las primeras huellas. Qué enormes me parecieron y ¡qué grandes también las defecaciones! Sentí gran
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ÁFRICA - 1953
El autor en busca
de elefantes.
emoción e inquietud al recordar lo peligroso que es este
inteligente paquidermo. Más tarde, corroboré el respeto
que le tienen los cazadores blancos quienes, con sobrada
razón, lo consideran el rey de la selva, aunque su cabezota
no tenga la bella melena que adorna la majestad del león.
Debo advertir al lector que hasta ahora, según sé, el elefante africano no ha sido domesticado; en cambio, a su dócil pariente, el elefante asiático, lo hemos visto actuar con
suma maestría en los circos, así como desempeñar arduas
tareas de trabajo en los campos de Asia. Nunca se ha visto
trabajar, ya sea en circos o en el campo, a un elefante africano (no es tan tonto). Este enorme animal, de prodigiosa
memoria, cuando es adulto pesa de cinco a seis toneladas,
puede caminar hasta 100 kilómetros en un día, y es tan
resistente al plomo que sólo hiriéndole en el cerebro puede caer de un solo balazo, siempre y cuando la bala sea
de alto poder, pues si el disparo se hace con la bestia de
frente, la bala tiene que penetrar no menos de 12 pulgadas
en la osamenta para llegar al cerebro. Una bala de punta
suave no serviría, pues no tiene la suficiente penetración.
Además, el tiro al cerebro deberá ser muy preciso, porque
aunque la cabeza es enorme, el área para hacer blanco
es muy reducida; ya sea de frente o lateralmente apenas
mide unas seis pulgadas de diámetro, el resto es hueso
muy resistente y masivo, necesario para soportar el peso
de sus grandes colmillos. La parte superior del cráneo sólo
contiene aire.
Los elefantes que utilizaron en las guerras Alejandro,
Pirro y Aníbal procedían de la India. Pirro los usó en la
batalla de Heráclea contra Roma. Alejandro el Grande los
empleó en sus batallas de conquista en Asia, llevándolos
de la India hasta Alejandría; Aníbal los trasladó de Cartago
a España por mar, y de ésta se dirigió a atacar Roma. En
Cartago, uno de los castigos era echar los penados a los
elefantes, matadores de hombres, bestias amaestradas
para ese objeto. De manera que los tres conquistadores
usaron en las batallas elefantes asiáticos. De la India fueron llevados a Alejandría, de ésta a Cartago y de ahí a
España. Alejandría y Cartago están en África; de ahí que
algunos escritores suponen que los elefantes mencionados eran africanos, pero no hay lugar a discusión.
El elefante debe cazarse a una distancia no mayor
de 20 metros y apuntarle al cerebro solamente, cuando el
animal esté parado, quieto; de lo contrario, será mejor y
más seguro tirar al corazón. Si el disparo es al cerebro,
debe tenerse conocimiento de su anatomía para calcular
el ángulo de tiro. Después de esto se requiere buen pulso
y serenidad. Asimismo, el cazador deberá tener en cuenta
la dirección del aire para el caso de una retirada precipitada, pues si yerra el tiro y el elefante se le echa encima, la
única posibilidad de salvarse es correr “cortando el aire”.
Recuérdese que los elefantes tienen mala vista, pero su
fino olfato les es de gran utilidad. O bien, si está usando un
rifle de dos cañones, hacer un segundo disparo con mucha suerte, porque ya para entonces el elefante estará en
movimiento y habrá muy pocas probabilidades de un tiro
certero al cerebro. Será mejor que su segundo tiro lo dirija
al corazón. Por otra parte si corre en línea recta, el gigan-
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Los “cazadores blancos” consideran al elefante
el rey de la selva.
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ÁFRICA - 1953
Un buen ejemplar de óríx
tesco paquidermo lo alcanzará en un santiamén porque es
más rápido, y si se trepa a un árbol, lo bajará con facilidad.
He hecho estas consideraciones para casos en que se
enfrenta a un elefante solitario. La cosa se complica más
cuando hay que cazarlo en grupo, como me ocurrió en mi
segundo safari africano. Pero esto lo relataré más adelante.
El 12 de enero vi los primeros gigantes; a mi mente
acudieron los peligros inmersos en la caza de esta gran
bestia que recuerda épocas prehistóricas. Como a las diez
de la mañana nos encontramos con una manada de unos
40 animales, entre hembras, machos y totos (como llaman
a los críos). El aire nos era favorable. Se me iban los ojos
viendo pasar tantas moles de carne, hueso y marfil. Pensé
si se trataba de una de esas migraciones que de alguna
parte de la costa llegan de vacaciones para calmar su sed
en el anchuroso río Tana.
En tan gran manada de elefantes no vimos un solo
macho con grandes colmillos. Tuve que conformarme con
verlos pasar y filmé un poco el espectáculo. La mañana
siguiente se nos fue sin ver huellas ni tembos. Las caminatas eran duras y el calor muy intenso. Sudaba a mares,
pero el día se alegró un poco cuando descubrimos un par
de gerenuk. Para cubrir mi licencia me faltaba uno, que
abatí sin dificultad. Un corto acecho, un tiro afortunado al
cuello y punto. Pero así como este bonito animal me fue
fácil, al otro día me había de tocar un antílope tan difícil,
que me hizo sudar la gota gorda.
Órix
(Oríx gaclla callotis)
A las 5.30 a.m. ya estaba despierto; con las manos cruzadas en la nuca pensaba lo que la suerte me depararía
ese día, cuando me despertó el sirviente con el té de rigor.
Me desperté, y después de un jugo de toronja y un abundante plato de avena nos subimos a la “calandria”.
—¿Qué tienes planeado para cazar hoy? —pregunté a Bill.
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—Elefante —fue la respuesta.
Hasta las 10.30 de la mañana los buscamos sin éxito. Pero África Oriental es tan pródiga en la cacería que
cuando va uno por primera vez, dispuesto a tirarle a cuanto
bicho se le pare enfrente, para regresar a casa con una
buena colección de especies, muy pocos días volverá el
cazador al campamento con las manos vacías, desquitándose así del alto costo de los safaris.
A las 11, descubrí con los binoculares un par de animales parados bajo la sombra de unos arbustos: eran un
órix y un antílope de Hunter, dos importantes especies de
la fauna africana. Tomó Bill sus prismáticos, y después de
echarles un vistazo me dijo que los dos animales eran machos y con buenos cuernos. Debe saber el lector que los
órix, tanto el macho como la hembra, tienen cuernos, y a la
distancia sólo se distingue el sexo por la mayor corpulencia
del macho y los cuernos que siempre son más gruesos,
Estudiamos desde luego el acecho, que al principio me pareció fácil. El terreno era plano, salpicado de matorrales y
huizaches. El sol estaba ya alto y el calor era sofocante.
Revisé mi .30-06, con los binoculares al cuello, me fajé al
cinto una cartuchera de diez tiros y ¡listo! Con Bill iniciamos
el acecho. Nos pareció la cosa tan sencilla que ni siquiera
nos llevamos a mi portador de armas. Nos fuimos solos.
Bill iba adelante y yo le seguía en fila india.
Agachándonos y cubriéndonos con los huizaches
y matorrales pudimos aproximarnos hasta 300 metros.
Nuestro propósito era colocarnos a 100 para asegurar la
pieza.
El lector puede pensar que 300 metros no es mucha
distancia para tirar a un antílope del tamaño de un órix,
que bien pesa 160 kilos. Es frecuente tirarle a la cabra y al
borrego silvestre a mayores distancias, pero precisamente
el sabor de la caza, y muy particularmente en África, está
en el acecho: aproximarse lo más posible al animal y abatirlo limpiamente de un tiro bien colocado. De esta manera
se pone a prueba la habilidad del cazador, sin exponerse a
herir la pieza y perseguirla durante horas para, tal vez, acabar por abandonarla perdiéndose un buen trofeo y dejándonos un sabor a cobre en la boca y pena en el corazón.
Es mucho más satisfactorio -recuerdo inolvidable-, doblar
un animal con un buen tiro a 100 metros después de un difícil acecho, que obtener el mismo éxito con un tiro incierto
a 400 metros.
Tanto los órix machos como las hembras, tienen cuernos.
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ÁFRICA - 1953
Esto último es como recibir un beso a control remoto.
Pues bien, cuando estábamos a 300 metros los dos antílopes nos vieron o sintieron, porque primero corrió el antílope de Hunter y luego el órix.
Para entonces ya empezaba yo a sudar. Sin dirigirnos
una palabra, continuamos caminando en la dirección tomada por los dos animales, que ya estaban fuera de la vista.
Una hora más tarde sudaba a chorros, estaba arrepentidísimo de no haber llevado agua. Tuve que conformarme con
un limón, que en los safaris acostumbro llevar en la bolsa.
A falta de limón es bueno una piedrecita en la boca para
hacer funcionar más activamente las glándulas salivales.
En ese momento volvimos a ver al órix. Tomamos más
cuidado en el acecho; cubriéndonos con los matorrales y
sinuosidades del terreno primero, y después caminando en
cuclillas con el rifle cruzado en las piernas, nos acercamos
poco a poco.
¿Alguna vez, lector, has probado caminar en cuclillas,
digamos, siquiera unos 100 metros? Pues hazlo por curiosidad a pleno sol y con temperatura de 40 grados centígrados y verás que tiene su gracia, y si además pasaste ya de
los 40 años, tiene más gracia todavía.
Ya no pretendía los 100 metros, me conformaba con
150. Ya estaba casi a tiro cuando el antílope, ya avisado,
emprendió la carrera. ¡Qué desaliento! “Pero si esos animales son más desconfiados que un banquero”, dije a Bill.
Creí que dejaríamos la cosa por la paz, pero mi guía es un
australiano muy terco, y también por mi parte, ya picado,
seguimos adelante tras la huella. El calor era insoportable
a mediodía y sabíamos que el bicho pronto buscaría una
sombra para echarse. Pero el animal tenía el diablo, porque hubimos de caminar otra hora, sudando, con la boca
más seca que una lija y sin agua. Volvimos a verlo. Otra
vez tuvimos que caminar no menos de 200 metros, en cuclillas y a ratos de rodillas, para variar. Ya no podía ni con
mi alma. Todo me estorbaba, rifle, binoculares, cartuchos,
todo pesaba el doble, y ¡qué calor! El sudor me escurría a
chorros por todos lados: de la frente a las cejas, y de éstas a las pestañas haciéndome ver borroso el panorama.
Los anteojos solares se opacaban con el vapor producido
por el sudor. De muy buena gana hubiera abandonado el
acecho, pero pudo más mi afición y mi amor propio ante
ese animal y ante aquel australiano, flaco y seco como ‘un
charal, que no tenía nada que sudar.
No había remedio; otra chupadita al limón y ¡a caminar,
como los peregrinos que van a pagar una manda a San
Juan de los Lagos, haciendo largas caminatas, martirizando su cuerpo lleno de cilicios!
Por fin logré arrimarme a unos 150 metros. Estaba tan
agitado que no creí pudiera hacer blanco ni sobre un ele-
fante. No había algo donde apoyar el rifle para asegurar
más el tiro. Temía que otra vez se me fuera la pieza.
Jadeando, con la lengua hasta el pecho y esperando un
milagro, me dispuse a tirar rodilla en tierra. El animal estaba atravesado. Traté de fijar el grano del rifle en la paletilla,
pero mi estado de agitación era tal, que la mira bailaba
arriba y abajo del cuerpo del órix, menos donde me proponía. Contuve un instante la respiración y oprimí el gatillo.
En lugar de oír el esperado impacto de la bala, oí a lo lejos
el silbido de ésta como cuando se ha rozado una roca.
Comprendí que había errado limpiamente. El órix corrió y
desapareció en la maleza.
Sin embargo, por mera costumbre en cacería, fuimos
a inspeccionar aquel lugar en que había estado el antílope cuando le disparé. No encontramos rastro de sangre.
Seguimos la huella y ¡cuál no sería mi alegría y sorpresa
al descubrir, después de caminar unos 100 metros, al órix
bien muerto! ¡Qué satisfacción sentí en ese momento!
—Oye, pues ¿adónde le apuntaste? —preguntó Bill. —Al pescuezo, menso, ¿qué no ves el tiro? —contesté.
La verdad es que, dadas las condiciones en que disparé, fue una casualidad. La bala atravesó el pescuezo y
siguió, por eso la había oído silbar. Se realizó el milagro.
Dejamos el antílope para regresar por él en el carro
de caza. Al llegar a éste lo primero que hizo el fotógrafo
fue tomar una instantánea que cada vez que la miro, me
recuerda a ese endemoniado órix que tanto trabajo me dio.
En la foto se pueden observar dos cosas; la camisola empapada de sudor, pegada a mi cuerpo y la cara sonriente
y feliz del cazador. El cansancio había quedado con el órix
muerto.
No obstante la fama de que goza el río Tana por la
abundancia de elefantes que llegan a beber en sus aguas,
nosotros seguíamos sin suerte. Vimos muchas huellas,
enormes y abundantes defecaciones por todos lados, pero
ni un rastro fresco que invitara a seguirse. Con excepción
de aquella manada que observamos el primer día cerca
del campamento, no vimos más. Un elefante con grandes
y pesados colmillos no es fácil de encontrar, pero eso no
fue motivo para impacientarme.
Nota en mi Diario: El 15 de enero nos levantamos
como de costumbre muy temprano, en busca de elefantes. Me doy cuenta que me he familiarizado mucho con el
ambiente de África. Mi vista ha aprendido a descubrir con
rapidez la silueta de los animales a distancia. En cuanto a
huellas, ya me es fácil descubrir algunas desde la calandria, cuando ésta corre despacio a campo traviesa. Pronto
estoy adquiriendo buena experiencia.
Ese día aprendí a no confiar la seguridad de mi propia
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El órix que me hizo
sudar a chorros.
A las orillas del río
Tana llegaban a beber
gran cantidad
de elefantes.
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la cabeza a verme. Le señalé al rino, pero otra vez movió
la cabeza indicándome no tirarle.
“¡Qué bárbaro!, pensé,¡esto es el colmo! Antes fue un
puerco, pero ahora se trata de un señor rinoceronte.”
De muy mala gana seguí adelante echándole una última
ojeada a aquel corpulento paquidermo que tan espontáneamente se me había presentado y… una palabrota muy
mexicana para Bill salió de mis labios, sin poderme contener. Bill no entendió. Minutos después entramos en un
terreno donde la vegetación era más densa. Bill empezó a
caminar más despacio y dio instrucciones al huellero para
que se pasara adelante y dirigiéndose a mí dijo en voz
baja: —Ponte alerta.
El huellero seguía muy atento el rastro, mientras que
Bill probaba continuamente la dirección del viento; todos
escudriñábamos la selva esperando a cada momento descubrir un tembo. Es notable la educación y experiencia que
en materia de safaris tienen estos nativos, muy particularmente los de la tribu wakamba. Como van descalzos y
prácticamente desnudos, no hacen el menor ruido al andar
por entre la maleza, y parecen mudos, no chistan una palabra, todo lo expresan a señas o silbidos cuando saben que
la presa buscada ya debe estar cerca.
¡Qué contraste con nuestros comadreros rancheritos
de México que no paran de hablar! —Mire, don Benito —
me decía uno en cierta ocasión en que andaba cazando
venados—, cerca de aquel palo seco, hace tres años mató
don Juanito, que en paz descanse, un machote padre,
con unas “horquetas” que no me alcanzaban los brazos
pa’medirlas! “Ya cállate, hombre, que puedes asustar a
los venados.” —Hummm ... , patrón, no se preocupe, que
aquí hay “panino”, ya lo verá. Pero déjeme contarle lo que
pasó con don Mario cuando el año pasado se perdió en la
Capilla de Guadalupe. “Cállate el hocico o te regresas al
rancho. ¡Ya!”
Pero mejor volvamos al elefante. El huellero se paró
apuntando con la mano un denso lugar de la selva. Quité
el seguro de mi rifle echándole un vistazo a las miras; me
sentí excitado, me brincaba el corazón, los nervios en tensión, la mirada fija, pero no veía nada. Debió haber pasado
un minuto cuando descubrí un elefante quieto, parado entre el breñal, frente a nosotros.
—¿Qué tal están los colmillos? —pregunté a Bill que,
en cuclillas, observaba con los prismáticos.
—No sé —contestó—. No puedo verlos bien.
Acerquémonos más para apreciarlos.
Nos aproximamos hasta unos 40 metros. Para entonces ya los dos huelleros que llevábamos se habían quedado muy atrás. A esa distancia veía muy bien al tembo, pero
no los colmillos al estorbo de la breña, ni con el uso de los
“A unos 80 metros descubrí
un rinoceronte ... “
vida al experimentado cazador blanco en momentos difíciles; más tarde, en otras cacerías, había de comprobar que
estos profesionales, lógicamente, temen el peligro igual
que cualquier aficionado y suelen correr asustados como
un tímido novato.
Como a las 10 de la mañana encontramos una huella
de elefante que, a juzgar por su tamaño, debía de ser un
buen macho. Dejamos la calandria y seguimos a pie con
nuestras armas listas. En fila india seguía yo a Bill, y detrás,
mi portador de armas cargando mi rifle cuate .465/500, con
el que tanto me había de encariñar con el tiempo, por los
buenos tiros que con él hice sobre animales peligrosos.
Un huellero más iba a la cola. De repente Bebi me tocó el
hombro señalando a mi izquierda con el dedo. A no más
de 100 metros estaba un gigantesco wart-hog (jabalí o facoquero), con unos colmillos tan grandes que parecían los
cuernos de un torete. Me lamí los labios pensando en los
chicharrones que de él haríamos, sentí cosquillas en los
dedos y . . . nada, que me aguanté las ganas de tirarle,
porque me dijo Bill —¿Prefieres eso a un elefante? Moví la
cabeza negando y seguimos caminando.
Poco después encontramos heces del elefante que
íbamos rastreando. Estaban muy fresquecitas, tibias, casi
calientes. Debíamos estar cerca. De las manos de Bebi
tomé mi rifle de alto poder echándomelo al hombro. Así,
caminaba estirando el cuello y alargando la vista por todos lados, cuando a mi izquierda, muy cerca, a unos 80
metros, descubrí un rinoceronte. Era el primero que veía y
sentí como un toque eléctrico en el cuerpo. Di un ligero silbido que hizo detenerse instantáneamente a Bill volteando
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binoculares podíamos calcular el peso aproximado. En eso
nos concentrábamos, cuando inesperadamente el elefante
dio unos cuantos pasos violentos al frente, como si iniciara
una carga; Bill por su lado y yo por el mío echamos a correr
como alma que lleva el diablo. Después de unos 50 metros
me paré y volví la cabeza. El elefante no había dado un
paso más. Pronto descubrí a Bill, de no sé dónde venía a
reunirse conmigo, pero a los dos negros parecía que se
los había tragado la tierra. ¡Así es el respeto que infunde
el elefante cuando da un paso al frente con las orejas y la
trompa echadas hacia delante!
Ya completamente al descubierto vimos que los colmillos del paquidermo no pesarían más de unos 30 kilos por
lado, y yo los quería de más de 50. Nos alejamos.
¡Lástima de rinoceronte y lástima del jabalí a los que no les
tiré, pero así es la cacería!
Buen provecho saqué de ese incidente. Me hizo pensar que en el futuro, en momentos de peligro, sólo debía
confiar en mis piernas y mi rifle. Es un error suponer que el
cazador blanco es un ángel guardián del cazador amateur.
No, querido lector, también ellos le tienen cariño al pellejo,
son humanos, cometen errores, sienten el miedo, se po-
nen nerviosos, corren del peligro y yerran los tiros. Desde
luego que también suelen ser valientes, pero no temerarios, porque eso es una estupidez.
Bill, que estaba catalogado como uno de los mejores
cazadores profesionales, ni siquiera se acordó de decirme
¡córrele!, en aquel momento que creímos peligroso.
Tristones, regresamos donde estaba la “calandria” y nos
fuimos en dirección a un rumbo donde alguien le dijo a Bill
que tal vez encontraríamos el antílope de Hunter, especie
rara y escasa, próxima a la extinción.
El raro antílope de Hunter
Según me informaron, este antílope sólo se encuentra
en un área reducida de Kenya, que era precisamente por
donde andábamos. Fue algo accidental y de mucha suerte
encontrar uno de estos ejemplares.
Después de dejar al elefante anduvimos en el vehiculo
hasta eso de las 4 p.m. Caminábamos sin rumbo, fuera
de rodada, a campo traviesa, cuando Bebi, que iba en el
capacete del carro como vigía, dio dos golpes, señal convenida para detenernos porque algún animal estaba a la
Pude cobrar un buen ejemplar de antílope de Hunter.
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ÁFRICA - 1953
Nota de mi Diario: Tenemos ya 3 semanas de safari;
hemos recorrido 2500 km. Me siento un poco desalentado
en cuanto a animales peligrosos. Sólo he visto el rinoceronte y los elefantes que ya referí. Esto tiene que cambiar.
¡Y cambió!
En tremendas luchas, leones han sido muertos por búfalos y búfalos por leones. Los rinocerontes, tan estúpidos
como peleoneros, tienen entre sí encuentros a muerte. No
hay rinoceronte adulto sin grandes cicatrices en su piel. El
leopardo tiene enemigos tan formidables como el baboon,
que en grupos se defienden atacando. Pero el único enemigo del elefante es el hombre. Ningún animal se atreve a
atacarlo; entre su especie da muestras de llevar una conducta de ejemplar armonía familiar y social.
En cuanto a la peligrosidad de los cinco grandes de
África, las opiniones de los cazadores blancos están siempre repartidas, aunque más inclinadas, según mis datos
personales, a la siguiente escala: elefante, búfalo, león,
rinoceronte y leopardo.
Por supuesto, mucho depende de las circunstancias
del lance y de cómo le ha ido a cada uno en la fiesta. Cuando un leopardo está herido, se le considera más peligroso
que todos los demás. Sin embargo, cada uno de estos brutos tiene su lado flaco. El gigantesco elefante tiene buen
oído y finísimo olfato. Fácilmente ventea al hombre a 1 kilómetro de distancia, pero en cambio, es tan miope que a 40
metros no sabe distinguir entre un individuo y un matojo,
si el individuo permanece inmóvil. Por la mañana o por la
tarde ve mejor que al mediodía.
El búfalo es una bestia potentísima que aguanta mucho plomo antes de caer; por la conformación caprichosa
de sus cuernos lleva bien protegido el cerebro. Animal inteligente, aunque no tanto como el elefante, con muy buen
olfato, vista y oído. Tiene una particularidad: siempre lleva la cabeza de tal manera echada hacia atrás que deja
completamente al descubierto el pecho, para un tiro fácil
al corazón. Eso sí, cuando un búfalo se decide a cargar, lo
hace en forma tan determinada que en el lance muere él o
muere el cazador.
El león. Su majestuosa y gran nobleza le ha valido el
título de “Rey de la Selva”, cuando en realidad sólo es un
virrey. En la India no ha podido prevalecer; el astuto y poderoso tigre de Bengala los ha desalojado. Hace unos 60
años, Percival, famoso cazador, hacía remesas de cachorros desde África para su procreación, pero no dio resultado. Hoy sólo existe una reducida reserva en la región
selvática de Gir Forest.
Es valeroso, noble, seguro de sus formidables garras
que lo hacen confiado. Tiene cualidades que lo pierden;
cuando huye ante la presencia del hombre, siempre lo
Uno de mis mejores huelleros
pertenecía a la tribu Wakamba.
vista.
—.30-06 —dijo Bill, al tiempo que saltaba del carro.
Yo también salté tomando el rifle y cortando cartucho
inmediatamente.
Nos internamos en el monte.
—¿Qué animal es? —pregunté ansioso.
—Hunter’s —me contestó Bill.
Nos fuimos metiendo en el monte a paso veloz, casi
corriendo, y después de unos 15 minutos se paró Bill bruscamente señalando con la mano aquel raro animal que estaba parado a no más de 80 metros. Las circunstancias
ameritaban un tiro rápido, a pie firme, y así lo hice, pero
¡oh, Dios mío!, ¡erré el tiro limpiamente! El antílope, sorprendido, se quedó parado. Nunca lo hubiera hecho, porque un segundo disparo, muy rápido y preciso, al codillo,
cortó la vida del animalito en forma instantánea. ¡Qué pena
si se me hubiera ido, porque no he vuelto a ver otro!
Tembo-Campamento en Lein
Cae mi primer elefante
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En opinión de los cazadores blancos, el elefante y el búfalo son los dos primeros animales peligrosos de África.
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Al león corresponde el tercer lugar en
la lista de los animales peligrosos.
hace con un trotecito digno y decoroso, pero generalmente
se deja acercar sin inmutarse. Ese es su punto débil. En
cambio, cuando tcarga, es tan terrible, decidido y tan rápido, que se ha calculado que cubre 100 metros en cinco
segundos. El cazador lo sabe, y por eso debe precisar bien
su primer tiro al corazón.
El rinoceronte. Este paquidermo de tonelada y media,
con imponentes cuernos, de un corte y aspecto que no encajan en nuestro siglo, sería muy temible si no fuera un
payaso farolón que provoca risa. Posee buen oído y olfato,
pero es tan pobre de vista como el elefante; por ello, el
cazador puede, con viento favorable, acercarse sin mayor
dificultad a 20 metros, para asegurar la pieza con un tiro
bien colocado.
Cuando un rinoceronte ataca, un simple rozón de bala
lo detiene invariablemente. Da media vuelta, corre un poco
para uno u otro lado y muy frecuentemente vuelve a atacar,
pero si esto ocurre, ya el cazador tuvo tiempo de estar listo
para su segundo disparo.
El leopardo. En mi concepto, este peligroso gato no tie-
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El cuarto lugar es ocupado por el imponente, pero miope rinoceronte.
ne lado flaco, a no ser su peso, cuyo promedio aproximado
es de 55 kilos; si pesara lo que un león, sería el invencible
campeón de todos los félidos. Su olfato, como el de todos
los gatos, es más bien pobre; tiene buen oído y vista prodigiosa. Animal muy valiente y astuto, lucha terriblemente
hasta morir; es audaz, y su fuerza, considerando kilo por
kilo, no la igualan el león o el tigre de Bengala. Herido,
siempre ataca, y lo hace tan inesperada y velozmente, que
no da tiempo al cazador ni de encarar su rifle. Sin embargo, el hombre tiene posibilidad de salvarse, si es fuerte
y tiene presencia de ánimo. Este fue el caso del famoso
cazador para museos Carl Akeley, un día del año 1926, en
que fue atacado por un leopardo hembra de 36 kilos que
había herido en una pata. La anécdota dice así;
“La tarde moría. Había rastreado a la bestia hasta un
pequeño islote en un río. No era más que una pequeña
sombra obscura cuando la descubrí a no más de 27 metros. Disparé. Se me echó encima y en un instante tenía yo
en mis brazos a un demonio que me mordía y clavaba sus
garras. Tenía clavadas sus mandíbulas en la parte superior
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El leopardo tiene el último lugar entre los “5 grandes”.
de mi antebrazo derecho. Con mi mano izquierda le agarré
la garganta. Cada vez que aflojaba un poco las mandíbulas
para morder otra vez, yo jalaba un poco mi brazo corriéndolo una pulgada más o menos. Finalmente me mordía la
muñeca de la mano entonces le metí ésta dentro del hocico. Afortunadamente sus patas traseras colgaban tan bajo
que no podía clavarme sus garras en el vientre.
“Concentrándome, sangrando y pujando hice uso de
cada onza de energía en un supremo esfuerzo por cortarle
la respiración. La fiera seguía tan fuerte como nunca y yo
perdía la esperanza. Los dos caímos a tierra, yo encima.
Coloqué mis codos en sus sobacos abriendo de tal manera sus antebrazos de modo que no pudiera herirme con
sus garras. Entonces encogí mis rodillas, las puse sobre
su pecho y presioné. Una de sus costillas tronó. La bestia
aflojó ligeramente. Seguí apretando y otra costilla tronó.
Sentí que se iba debilitando y surgió la esperanza de que
tal vez pudiera yo ganar. Empujé mi puño más dentro de su
garganta. Poco a poco el animal dejó de luchar. Me puse
de pie, le clavé mi cuchillo y la batalla acabó.
“De regreso al campamento los amigos me inyectaron
solución antiséptica en mi brazo mal herido. Pronto me
puse bien y pude salir avante en esa lucha gracias a mi
fuerza y juventud.”
Años después C. Akeley murió, enfermo y agotado, en
el Congo Belga y fue enterrado en las faldas del Monte
Mikeno a 9 000 pies de altura.
Aquí cabe citar el siguiente pensamiento:
“La Naturaleza da al tigre la fuerza de sus garras; al
águila la de sus potentes alas; a la gacela la defensa de su
agilidad, pero no reúne todas estas cualidades en un mismo ser. Siempre a una fuerza corresponde una debilidad.”
Volvamos a mi relato. Levantamos nuestro campamento
de Bura y nos fuimos rumbo a Garissa, una pequeña población cabecera de Distrito. La mente de Bill le anunciaba
que ya era tiempo de enfrentarnos con alguno de los cinco
grandes, decidiendo empezar por el elefante, el más peligroso,
Allí, mientras cargábamos gasolina y nos proveíamos
de algunas vituallas, Bill platicaba entusiasmado con un
somalí. Después de un buen rato regresó al carro y me
comunicó:
—Vamos a ir a un lugar muy lejano en busca de elefantes. El individuo con quien platiqué conoce bien el terreno
e irá con nosotros.
—¿Por dónde queda eso? —interrogué.
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—Pues ... , rumbo a la costa del Océano índico, cerca
de la frontera con la Somalia Italiana. —Pues vamos, que
no en balde hemos recorrido medio mundo.
—No te arrepentirás —continuó—, aunque no conozco
el lugar, sé que hace por lo menos seis años que ningún
cazador se ha aventurado por aquellos rumbos.
Cuando todo estuvo listo, nos subimos al vehículo y
emprendimos el viaje seguidos del camión de cinco toneladas que cargaba con el campamento y nuestros 17 negros.
Todo ese día seguimos rumbo al este, por una extensa llanura de altos pastizales; zona completamente desértica,
sin agua, sin animales ni aldeas o chozas. Nos oscureció,
y tuvimos que dormir a campo raso. ¡Noche negra y silenciosa cubierta por un cielo bajo, tachonado de estrellas!
Esa noche no dormí muy tranquilo. Era la segunda que
pasábamos a campo abierto, sin tienda. Antes de cenar, la
plática había versado sobre la audacia de las repugnantes y hambrientas hienas que, en ocasiones, se atreven
a penetrar en los campamentos atacando a mordiscos al
cazador dormido. Tal vez sea cierto, pues acabo de leer
una noticia en la prensa del 19 de mayo de 1961, que en
la India las hienas habían atacado y devorado a 12 niños,
que a causa del intenso calor, dormían fuera de sus casas.
En cuanto clareó el alba tomamos un té y continuamos
nuestro camino. No había brecha o algo parecido; más que
una cacería, aquello parecía una expedición.
Como a las 10 a.m. nos encontramos a unos somalíes
de aspecto nómada, que seguramente se mudaban de lugar. El cuadro era impresionante: dos hombres, una mujer
y un niño de 7 años, en dos camellos y cuatro vacas cargaban una tienda y todos sus pobres menesteres. Todos
caminaban a pie. Los interrogó uno de nuestros negros
que entendía su dialecto; íbamos en buena dirección hacia
la costa del Océano índico, a nuestro destino; pero ellos
llevaban dos días de camino sin tomar un trago de agua.
Lo único que buscaban esos miserables era encontrar, no
importaba el lugar, un charco de agua donde establecerse
por algún tiempo. ¡Pobre gente! El esquelético chamaquito, de semblante triste como el de un huérfano pobre, me
conmovió. Traté de alegrarlo dándole unos chocolates y
suficiente agua con la que todos calmaron su sed. El niño
no sonrió ni me dio las gracias, simplemente tomó lo que le
ofrecí.
Se fue el día sin detenernos más que el tiempo necesario para almorzar. Ya entrada la tarde el panorama cambió: la vegetación era diferente, aunque el terreno seguía
plano y desértico.
Empezamos a descubrir las primeras defecaciones y
huellas de elefantes. Se alegró mi corazón, aunque me
preocupaba la ausencia de agua. Sin embargo, bien sabía
yo que el elefante no se aleja del agua más de 15 a 20 km.
Más adelante, el terreno se volvió boscoso, parecido a alguna de las huastecas de México; sólo que donde íbamos,
toda la vegetación era de espinos, incluyendo las típicas
acacias y los desgarradores wait-a-bit (espinos que llamábamos “uñas de gato” o “espérame tantito”).
Finalmente, ya pardeando la tarde, llegamos a una
pequeña aldea, integrada por unas cuantas chozas y un
Para los miserables nómadas,
el agua es la vida.
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charco de agua achocolatada, que era la única fuente de
vida de sus pobladores.
Después de cambiar algunas palabras con los nativos
del lugar, nuestro cazador blanco llegó a la conclusión de
que ese era el sitio para acampar y buscar los elefantes.
De todos los campamentos, éste fue para mí el de aspecto más triste y desolado.
Armamos nuestras tiendas bajo una gran acacia; nuestro magnífico cocinero Matteka tuvo que conformarse con
instalar la cocina en un chaparral que apenas la protegía
del sol.
Lo primero que hice fue decirle a Bill:
—Oye, aunque tenemos un buen filtro, te advierto que
no tomaré agua de ese charco sucio.
—No te preocupes —contestó—, todavía tenemos dos
tambos llenos de agua muy limpia que traemos desde Garissa.
—Bien, pues hay que cuidarla y reservarla para nosotros.
Enero 19. Tomamos el té a las 6 a.m. y acto seguido nos
subimos a la calandria en busca de elefantes. No tardamos
en encontrar huellas en abundancia, pero ninguna importante.
En Lein, que así se llama el lugar de nuestro campamento, no hay más animales silvestres que los elefantes.
Ninguna otra especie vimos en los nueve días que estuvimos ahí.
Pasó la mañana sin resultado alguno, y regresamos
al campamento. Por la tarde, llegó el somalí que encontramos en Garissa informándonos, muy emocionado, que
había encontrado una enorme huella. Como era la 1 de la
tarde, calculamos que era la hora de la siesta de los paquidermos y, seguramente, no se moverían sino hasta las 4
p.m. del lugar localizado por el huellero.
De inmediato abordamos el carro y partimos. Al llegar
al lugar donde encontramos la huella, abandonamos el carro y empezó el rastreo. El terreno estaba cubierto de una
gruesa capa de arena, algo muy parecido a los campos
del sureste de Angola o de Bechuanaland (hoy República
de Botswana). Entramos en un chaparral muy cerrado, lleno de espinos y con un sol que quemaba. La arena hacía
nuestro andar silencioso y muy pesado.
El grupo se componía de mi compañero J. L. Espinosa y yo, como cazadores amateurs; Bill, como profesional;
Walter Jones, como auxiliar de Bill en entrenamiento para
su carrera de cazador blanco; Jack, el fotógrafo y tres huelleros. Espinosa llevaba un rifle cuate calibre .470 y yo, mi
.465/500 de dos cañones. Al empezar el rastreo, mi compañero y yo echamos un volado, quien ganara, tiraría al
primer elefante. Espinosa lo ganó. A mí me tocaría la se-
gunda tanda. De todos modos seguiríamos juntos en los
huelleos.
Después de una hora y media de dura y rápida caminata, bajo un sol calcinante y esa maldita “uña de gato” que a
cada paso pinchaba nuestras carnes y nos hacía detener
para desengancharnos, encontramos los primeros excrementos, muy grandes; exteriormente presentaban ya la
oxidación característica debido a los efectos del sol, pero
al partirlas, por dentro estaban brillantes, amarillas, olorosas y un poco tibias. ¡Qué entusiasmo sentimos todos!
No hacía más de media hora que ese elefante había
hecho allí “su gracia” y, parecerá exageración, pero tratándose de heces, el cazador experimenta tal placer y gusto
con el aspecto y el olor que denuncian la proximidad o lejanía del animal, que de habérsele ocurrido a R. Kipling,
seguramente hubiera escrito un poema sobre el tema. En
efecto, el cazador no tiene empacho en partir y palpar los
excrementos de los animales para conocer su frescura y
determinar cuánto tiempo atrás fueron efectuadas. Se diría
que se adelanta, saboreando en sus manos la pieza con la
que se enfrentará en horas o minutos. Ciertamente, el mejor indicio de la proximidad de un animal no es la huella de
la pezuña, sino el estiércol, que constituye un libro abierto
para el cazador experimentado.
Caminando en fila india seguíamos atentamente el rastro. A la media hora, encontramos un elefante y luego otro,
pero ninguno de ellos era el ,que seguíamos. Me pareció
increíble la aparición y desaparición de esos fantasmas
que, no obstante su gigantesco volumen y peso, hicieron
en el chaparral menos ruido que un gato sobre una alfombra.
Comprendimos que ya debíamos estar muy cerca; empezamos a probar continuamente la dirección del aire procurando tenerlo siempre “pico al viento”. No sé por qué en
África cambia a cada momento.
De repente oímos el fuerte ruido de una rama que seguramente había truncado un elefante: ¡nuestro tembo!
Inmediatamente nos pusimos alerta, dejando a los
huelleros atrás. Espinosa y Bill se fueron por un lado, y
yo por el izquierdo, acompañado de Walter. No podíamos
localizar al tusker (colmilludo) rondábamos dando semicírculos. Las manos me sudaban. De pronto, se apareció
frente a mí surgiendo del breñal como por encanto, como
un espejismo, o como se presenta a veces una lejana
amistad largo tiempo esperada. Creo que a pesar de su
miopía, nos vio porque se paró de golpe. En voz muy baja
me dijo Walter: —Freeze —(término del argot cinegético
que significa: “quedarse absolutamente inmóvil”, confundiendo de este modo a un animal; de otra manera, con el
menor movimiento descubre al cazador y lo atacará, o bien
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dará media vuelta). Espinosa y Bill estaban a mi derecha, a
unos 20 metros, pero era tan espeso el monte, que no nos
veíamos; tampoco veían al elefante, aunque sabían que no
estaba lejos. y yo no podía avisarles que lo tenía frente a
mí.
Más de dos minutos tuve a unos cuantos pasos, a tiro
fácil, aquel majestuoso rey de la selva. Quietos los dos.
Sus colmillos eran gruesos y enormes, ¡estupendos! Exactamente me encontraba frente a ese gigante tal y como
lo había soñado: a 20 metros, cara a cara, quieto, con la
cabeza baja, vertical, posición ideal, preciosa para un tiro
al cerebro.
Con gran emoción me quedé contemplando aquella mole,
tracé el punto de impacto imaginando una línea de ojo a
ojo, tres pulgadas arriba: sí, por ahí penetraría la bala y
llegaría al cerebro.
Solamente mi rectitud y espíritu deportivo contuvieron
mis inmensas ganas de fusilar aquel acorazado de la jungla, el cual, cansado de esperar el lance, tranquilamente,
paso a paso, cruzó delante de mí hacia su destino. ¡Mala
suerte la de haber perdido ese volado!, mala suerte, porque desde entonces, en 9 safaris africanos que tengo en
mi haber, han caído 7 elefantes y no he vuelto a ver uno
con tan buenos colmillos como aquél. Tal vez en algún otro
safari tenga mejor suerte. Desde entonces, nunca he vuelto a jugar volados ni de a centavo.
Seguí sin moverme. Instantes después, oí dos disparos. Entonces corrí a mi derecha, en dirección a Espinosa,
en el momento que él hacía un tercer disparo en ángulo difícil cuando el gigante se alejaba a paso veloz perdiéndose
en el chaparral.
El primer tiro de Espinosa fue dirigido al cerebro, pero con
mala suerte, y los otros dos, a donde pudo, dadas las circunstancias; sin embargo, ninguno hizo impacto en lugar
vital.
Luego vino lo bueno, la dura y difícil tarea de rastrear
un animal tan inteligente y resistente como es el elefante.
En África no se abandona así como así a un animal herido.
Por una parte, lo exigen los reglamentos de caza, y por
la otra, el amor propio del cazador amateur. i Ni hablar!
Primero corriendo y después caminando muy aprisa, seguimos a la bestia herida hasta ocultarse el sol. Entonces,
Bill decidió que era inútil seguir de noche. Lo mejor que
podíamos hacer era que él y Espinosa, con los tres huelleros, seguirían el rastro hasta donde los sorprendiera la
oscuridad y dormirían sobre la huella para seguir en cuanto
amaneciera.
Jack, individuo de 90 kilos, se sentía agotado.
Como usaba pantalón corto, las piernas le sangraban por
todas partes, consecuencia de las caricias que había re-
Los elefantes fueron los
únicos animales silvestres
que vimos en Lein.
cibido de la “uña de gato”. Mejor sería que regresara al
campamento, y como no tenia arma yo debía acompañarlo
el camino. Al día siguiente, enviaríamos agua y alimentos
con un negrito que seguiría la huella hasta encontrar a los
dos cazadores. Así lo hicimos. Mi regreso al campamento
no fue fácil: sin agua, sin huellero, cansados y de noche,
pero llegamos.
Toda la mañana del día siguiente la pasé impaciente,
en espera de conocer los resultados.
Por la tarde se presentaron en el campamento con “caras de Pascua”. Habían dormido sobre las huellas y tan
pronto amaneció, reanudaron el rastreo caminando, hasta
el mediodía cuando volvieron a ver a su deseada víctima,
pero no fue fácil acabar con ella; aguantó mucho plomo:
11 tiros del rifle cuate de alto poder. La fatiga y la tarea
valieron la pena, pues los colmillos de la formidable bestia
pesaron 118 libras uno y 132 el otro. El esfuerzo de Bill le
costó una bronconeumonía; Espinosa cumplió como cazador, no se rajó.
Estábamos en terreno casi virgen y me sentía espe-
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mismo. ¿Por qué no harían antes sus necesidades? y ya
por la noche, llegaban los camellos que se eternizaban en
el agua, haciendo un ruido atroz con una especie de gruñido, mezclado con rebuznido y tos.
Esa era la vida de aquellos miserables somalíes: camellos, reses, borregos; vivir a la orilla de un charco hasta
que éste se secara y luego emigrar, buscar otro charco.
Vida nómada, tal vez peor que la del tuareg del Sahara.
Para esa gente la escuela es la naturaleza; las hierbas, su
farmacia; su médico, el hechicero, el chamán, y la religión,
el fetichismo, la idolatría, la brujería. Allí no ha llegado el
islamismo ni misioneros de religión alguna. A cambio de
tantas privaciones, tienen algo muy valioso, que aman,
algo por lo que luchan y mueren los hombres de todas las
razas y todos los pueblas. ¡Libertad, plena libertad!
Nota en mi Diario: Bill se siente un poco enfermo. Tiene temperatura de 38 grados, cree que es consecuencia
de la fatiga que aguantó siguiendo al elefante herido; cometió la imprudencia de quitarse la camisola y caminar así
durante horas bajo el sol intenso. Siendo yo el único merolico de cabecera le prescribí cloromicetina, pero creo que
debí darle aureomicina, puesto una lavativa, o qué sé yo.
Los días pasaban y no veía la hora de encontrarme
con mi elefante. Casi todas las noches soñaba con un tiro
perfecto al cerebro de un monstruo de elefante, con colmillos de una tonelada por lado.
Pensando en que la situación se pondría problemática
si Bill empeoraba, le sugerí que en vez de salir un solo
hombre en busca de la huella deseada, contratara a otros
tres nativos del lugar, ofreciéndoles cien schillings al que
nos mostrara el mejor indicio y que mandáramos un huellero por cada uno de los cuatro puntos cardinales.
Mi sugerencia era lógica y práctica; con un costo de
100 schillings para mi, que gustosamente hubiera pagado
1 000, la cosa podría resultar bien. Pero la dignidad, el orgullo profesional de nuestro cazador blanco se sintió ofendido; me contestó lacónicamente: —Estamos haciendo lo
mejor que podemos. —De buena gana le hubiera prescrito
arsénico en ese momento a mi paciente.
Y así perdimos otros dos días.
Viendo cómo volaba el tiempo, cada vez me sentía
más nervioso e impaciente. Finalmente, Bill, reconociendo
su error, resolvió poner en práctica mi plan, y cuatro negros
salieron por diferentes rumbos en busca de mi elefante.
Son diferentes los sistemas que se siguen para “cortar
una huella”; si el terreno lo permite, puede uno buscarla
trepado en el jeep haciendo amplio recorridos en corto
tiempo; pero en nuestro caso, sólo era posible a pie. Para
no cansar al lector, le diré que se envían los huelleros: al
encontrar un rastro marcan el lugar. Cuando regresan al
Nuestro huellero somali.
ranzado, tal vez también me tocara un buen elefante. El
huellero somalí que se nos unió en Garissa, salía muy
temprano en busca de huellas grandes; así vi morir cuatro
días, sin resultados.
La despensa estaba casi agotada, sin vegetales ni jugos cítricos. Nos vimos obligados a comprar carneros a los
nativos, para alimentarnos. Todos los días nos comíamos
uno y ya apestábamos a borrego. Yo creo que si nos hubiera venteado un león, nos come. Con profunda preocupación, veía cómo la buena agua de los tambos bajaba de
nivel. Con angustia, pensaba si tendría que apagar la sed
en el indecente charco que ya he descrito, fuente de vida
de toda la aldea, de hombres y bestias. Todas las tardes,
contemplaba el espectáculo de ese charco con la angustia
del que espera un castigo. Desde las 5 p.m. empezaban a
llegar las mujeres llevando sus cántaros en la cabeza. Se
metían hasta la mitad del charco y, con la palma de sus
manos, golpeaban el agua para alejar la lama verde acumulada; acto seguido, bebían, se refrescaban la cara, llenaban los cántaros y regresaban a sus chozas. Más tarde,
llegaban el ganado vacuno y lanar, que además de beber
a placer, a los muy... cochinos se les antojaba. defecar ahí
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El ruido que hace el elefante rompiendo
las ramas para comerse las hojas, ayuda a
localizarlo en la espesura del monte.
campamento o al sitio en que el cazador espera, lo guía.
Una vez en el lugar, se estudia la importancia, dimensiones
y edad de la huella. Si en apariencia es buena, se emprende el rastreo hasta encontrar al paquidermo. Sólo entonces, se sabrá si sus colmillos son aceptables. En mi safari
de Angola encontré una huella que midió 61 centímetros
de diámetro.
Aun siguiendo este sistema, son muchas las largas,
fatigosas e inútiles caminatas que tendrá que aguantar el
cazador, antes de encontrarse con su deseado trofeo de
caza.
Uno de los huelleros regresó al campamento a las 9
a.m. con la noticia de haber encontrado un rastro. Inme-
diatamente abordamos el carro, media hora después lo
abandonamos para seguir a pie. No habíamos caminado
una hora, cuando encontramos otro huellero con la noticia
de otra buena huella. Mi plan estaba dando resultado.
Bill, que sabía varios dialectos, habló un buen rato con
los dos nativos y resolvió que siguiéramos la señalada por
el primero.
Dirigiéndose a mí, preguntó: “¿Listo para una larga caminata?”
—Desde luego, hombre, caminaré todo el día si es necesario —respondí.
Caminamos otras dos horas bajo un sol inclemente,
sofocante, sobre un terreno arenoso y pesado, pero casi
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plano. Acacias, arbustos, espinos, breña y otros variados
árboles componían la flora del lugar. Ni el calor ni la caminata me importaban, no sentía el cansancio. Siete días
había esperado ese momento.
Caminábamos todo el grupo en fila india. Sólo nos deteníamos para examinar alguna huella que ocasionalmente se cruzaba con la que seguíamos. El monte era cada
vez más denso y nos obligaba a ir más despacio. Se detuvo Bill: unas heces muy frescas, que todos examinamos,
denunciaban la proximidad del tembo. Estaba brillante y
calientita.
Yo observaba y aprendía. Bebi puso en mis manos mi
rifle cuate cargado con balas sólidas de 480 granos; revisé
el arma levantando la mira para un tiro corto y seguimos
caminando. Bill por delante, lo seguía yo y luego el resto
del grupo. Se detuvo Bill para decirme en voz baja: —Espérame aquí, voy a ver si de veras sus colmillos son grandes. —No tardó en regresar informándome que no había
visto uno, sino tres elefantes, pero que los colmillos del
mejor no pesarían más de 80 libras por lado, y que él deseaba algo mejor para mí.
Era la hora de la siesta de los elefantes, las 12, y no se
moverían durante 4 horas. Por lo tanto, teníamos tiempo
para ir a ver al elefante que había localizado el otro huellero y estimar el peso de sus colmillos.
Cuando Bill me exponía el plan a seguir, lo noté fatigado; era evidente que no se sentía bien. Se tendió en el
suelo. Luego mandó a dos huelleros nativos a localizar al
elefante y nos informaran si los colmillos pasaban de las
100 libras por lado. Debimos haber ido Bill y yo; los nativos
siempre exageran el peso, sólo se guían por el tamaño y
olvidan la masividad del marfil y la edad del animal.
A los 45 minutos, regresó uno de los experimentados
huelleros informando que había visto al elefante; era un
monstruo que arrastraba los colmillos y que no podía con
ellos, seguramente era un récord. Aquel nativo gesticulaba señalando la medida de los colmillos con 6 antebrazos,
esto es: seis tantos del codo a la punta de los dedos de un
hombre.
Ya se imaginará el lector mi entusiasmo al traducirme
Bill aquel informe. Inmediatamente nos pusimos en marcha, calculando
que en 20 minutos estaríamos en el lugar. Después de 15,
encontramos al otro huellero, quien dijo que el paquidermo
estaba cerca. Bill y yo nos adelantamos.
Es costumbre de los elefantes romper con su trompa
una gruesa rama de árbol, para una vez caída, comerse
las ramitas tiernas; el ruido que produce la rama al quebrarse, en el silencio de la selva se oye tan fuerte como un
disparo de rifle. Eso fue lo que oímos y ayudó a localizar
más o menos al elefante, pero al probar la dirección del
viento, nos dimos cuenta que era desfavorable. No debíamos seguir en línea recta, tendríamos que dar medios círculos para cortar el viento y buscarlo hasta toparnos con él.
La maleza era sumamente cerrada, no veíamos a más de
15 metros. Si el tembo nos venteaba o nos oía, ¡adiós mi
elefante! Sólo podíamos guiarnos por el ruido de las ramas
que quebraba, o por el ruido de sus intestinos, increíblemente sonoro en el proceso de la digestión.
Por fin, después de un buen rato de caminar, procurando no hacer ruido; logramos verlo un instante, sin poder
apreciar el grueso y largo de sus colmillos.
El corazón me dio un brinco. La situación era por demás peligrosa. La bestia seguramente nos había sentido;
el viento cambiaba de dirección con increíble frecuencia
dificultando más nuestro acecho. Dando vueltas por aquí
y por allá, logramos verlo y perderlo dos veces más. El
momento era verdaderamente excitante; yo creo que tanto
como el que siente el ladrón que roba un banco. Era probable que hubiera más de un elefante, y este pensamiento
nos hacía voltear para todos lados en aquel laberinto. Mi
lengua seca se me hacía nudo, las manos me sudaban y
el corazón latía a 100 por minuto.
Bill y yo caminábamos apenas separados unos cinco
metros, uno al lado del otro; él, a mi izquierda. De pronto oí
mi nombre.
—¡Beni ... Beni ... ! —así me llamaba Bill.
Di un salto a la izquierda, mirando para donde él tenía la vista fija, como perro de muestra. De momento sólo
advertí que se movían los huizaches; luego, una enorme
cabezota y después, casi todo el cuerpo del gigantesco
animal que, a 20 metros, venía de frente derecho adonde
estábamos. No sé si sería una carga o simplemente un encuentro accidental frente a frente, pero sí creo que en ese
momento nos vio. Fue cosa de segundos: levantó a trompa, tendió hacia adelante sus enormes orejas como aspas
de molino holandés y apretó el paso. En ese instante dejé
ir mi primer disparo a la cabeza. ¡Qué error! Al recibir el
impacto, que alcanzó el cerebro, el elefante dio una rápida
media vuelta a su izquierda y recibió mi segundo tiro, que
dirigí al codillo. Luego oí un disparo de Bill cuando ya la
bestia se perdía de vista en la espesura.
Lo seguimos corriendo a más no poder. En la media
hora que siguió, lo vi dos veces, y le disparé 4 tiros. Para
entonces, Bill, Walter, Espinosa y yo íbamos tras del elefante disparándole. Aquello parecía una revolución contra
fantasmas o una feria de pueblo, como dijera más tarde mi
compañero Espinosa.
Finalmente, el pobre bruto cayó abatido por 11 impactos. Por si fuera poca mi mala suerte, los colmillos, aunque
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largos, simétricos y bonitos, sólo pesaron 66 y 64 libras
cada uno .
Todo salió al revés. Había soñado con un tiro perfecto
al cerebro en un encuentro como el que tuve con el elefante que le correspondía a Espinosa. Tenía confianza en
mi pulso, me sentía seguro y a la hora de la verdad ... ,
bueno, las circunstancias fueron adversas, pero reconozco
que cometí el error de dirigir mi primer tiro al cerebro, en
lugar de hacerlo al corazón, como era lo indicado. Cosas
de principiante. De cualquier manera, obtuve buena experiencia de
este mi primer encuentro con una bestia peligrosa: 1) porque fue emocionante el encuentro; 2) porque a partir de
ese momento advertí a Bill y a los demás que por ningún
motivo aceptaría en el futuro ayuda para abatir mis animales, y que no reconocería como mío cualquier animal al
que otro individuo le disparara.
Tenía yo razón. Me sentía mortificado y molesto por la
ayuda que no había solicitado para matar mi primer elefante. Esto nunca se repitió en mis siguientes safaris, con
animales peligrosos o no. A partir de esa fecha, siempre,
en toda cacería, ha sido mi primera condición para con los
guías, lIámenseles cazadores blancos o shikaris no disparar sus armas sobre una pieza mía.
Repito: —¡Jamás he vuelto a echar volados ni de a
pellizco!
Después de un encuentro emocionante, cobré mí
primer elefante africano.
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Los colmillos del “tembo”
fueron largos y simétricos.
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Cómo se ejecuta la “cacería silenciosa”
sus perseguidores. Pero los agudos y finos sentidos tanto
del kudu como del bongo, superan a todos juntos; esas facultades son las que debe superar la inteligencia y astucia
del hombre, así como su experiencia y conocimiento del
buen cazar. Para el cazador experimentado la mala suerte
es muy relativa, porque él sabe “dónde duermen las huilotas”.
Aquí va un ejemplo que considero de útil enseñanza
para el cazador principiante:
Supongamos que cuatro individuos emprenden lo que
debe ser una cacería silenciosa. Los cuatro salen sin guías,
en diferentes direcciones del monte. El primero regresa al
campamento sin haber visto ni oído hada. El segundo dice
haber oído, una o dos veces, el correr de un animal al pisar
la hojarasca, pero sin lograr ver nada. El tercero vio un
gran macho con enorme cornamenta, pero iba corriendo y
muy distante; hizo un disparo rápido y erró el tiro. Este se
disculpa argumentando que cualquiera puede errar un tiro,
cuando todo lo que vio fueron los cuartos traseros de un
animal que, Como relámpago, se perdió metiéndose en la
espesura. El cuarto es el último en regresar al campamento, pero cargando en los hombros un buen ejemplar. En
efecto, él sí logró un tiro regalado a 30 metros.
El primer individuo no vio ni oyó nada, porque denunció
su presencia a todos los animales, con tanta anticipación
que huyeron antes de llegar a la distancia en que se puede
oír el ruido de las pezuñas.
El segundo fue más precavido; logró acercarse más
denunciando su presencia cuando estaba a una distancia
en que pudo oír cuando el animal corrió.
El tercer individuo tuvo aún más éxito: dio la alarma,
cierto, pero sólo cuando ya estaba cerca del animal, al cual
no había descubierto hasta que éste empezó a moverse.
El cuarto cazador, en cambio, nunca denunció su presencia completamente. Descubrió al animal antes de que
éste lo viera a él, logrando así un tiro fácil a 30 metros, ante
el animal parado.
Así es como se ejecuta la “cacería silenciosa” ver al
animal antes de que éste descubra la presencia del cazador.
Los cérvidos y los caballos no saben distinguir los colores. Todo lo ven gris, en matices que van del claro al oscuro.
En un pastizal un cazador experimentado puede acercarse bastante a un animal, si éste está solo; el cazador
caminará sin hacer ruido cuando el animal se agache a
comer, y deberá quedarse inmóvil cuando la pieza levante
la cabeza para ver “si no hay moros en la costa”. Verá al
cazador, pero como éste está inmóvil, acabará por no hacer caso y volverá a pacer tranquilamente. En una ocasión,
Se enferma el cazador blanco
La enfermedad de Bill resultó ser neumonía y malaria.
Esto alteró todo nuestro plan de caza. Estaría 10 días en
un hospital de Nairobi.
Mientras tanto, nos fuimos no muy lejos de Nairobi,
fungiendo Walter como guía. Buscaríamos el gran kudu,
ese magnífico antílope que tanta guerra había de darme.
Pasamos Arusha, el Lago Manyara y acampamos cerca de
M’Bulu, a 480 km de Nairobi.
Vimos gran cantidad de animales pero sólo dos kudus
hembras. Al menos disfrutamos del bellísimo encanto del
clima, la fauna y la vegetación, que es un edén, una gloria.
Empezamos desde Arusha, población rodeada de tupido
follaje y plantíos de café; al fondo, el majestuoso Monte Kilimanjaro por lado, y por el otro, el exuberante Monte Meru.
Esto permitía al viajero una contemplación singular durante las tardes africanas. No puede pedir más un espíritu que
guste de la naturaleza: abundante fauna a la vista, temperatura agradable de 1 000 metros de altura sobre el nivel
del mar y dos olímpicos montes coronados por crepúsculos tan radiantes como los de octubre en México.
Fueron días desperdiciados en busca del kudu, por terrenos muy rocosos, boscosos y de tupida maleza, como
son generalmente los terrenos en que habita ese antílope
tan arisco, cuyos finísimos sentidos sólo son aventajados
por el bongo. Largas e infructuosas caminatas, en que sólo
vimos otras especies a las cuales no tiramos por temor de
ahuyentar a los kudus.
Años más tarde, con la experiencia de otros safaris, recordaría la forma miserable en que perdimos aquellos días
tras de un animal tan escurridizo. Muchos errores cometimos en esa ocasión, por seguir un método completamente
equivocado. Prácticamente sólo aplicamos a medias una
de las tres precauciones que deben observarse en lo que
lIamamos cacería silenciosa, la cual es el método a seguir
en el acecho o huelleo de un gran kudu y otros animales.
Sólo cuidamos de la dirección del viento; pero nuestro caminar fue rápido, directo y ruidoso, en lugar de ser lento, en
zigzag y silencioso.
Todos los félidos tienen pobre olfato y agudos el oído
y la vista; algunos osos, pobre la vista y finos el olfato y el
oído; lo mismo ocurre con el elefante y el rinoceronte. Pero
las gacelas, los cérvidos, los borregos y las cabras silvestres, el búfalo y otros animales, tienen bien desarrollados
estos tres sentidos, los cuales constituyen las armas con
que los dotó la naturaleza para poder sobrevivir, burlando a
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ÁFRICA - 1953
El autor en uno de los pueblos africanos
que pasó durante su primer safari.
durante dos minutos, tuve como a 10 metros, frente a mí,
un chital hembra en la India; como dos tontos nos veíamos
fijamente, sin pestañear; cuando intencionalmente moví
muy ligeramente la cabeza, el cérvido dio un resoplido y
voló como alma que se lleva el diablo.
Hay animales que pueden ver, oír o ventear al hombre a varios kilómetros de distancia; algunos, tan curiosos
como el caribú, se acercan, en tanto que otros, tan ariscos
como el addax, el bongo, el springbuck, el berrendo, los
borregos y otros, huyen a la menor sospecha de peligro.
Así pues, debido a múltiples errores cometidos en ese
mi primer intento, no logré cazar el kudu mayor.
Regresamos a Arusha y ese mismo día, en la tarde,
llegó Bill, bastante mejorado.
terrestre originada por terremotos. Nace en Siria, en las
tierras bíblicas del Valle del Jordán, y después de un recorrido de 6 400 kilómetros, cruzando una gran parte de
África, va a morir en Mozambique, a la altura del delta del
río Zambeze, al norte de Beira. Tiene zonas tan amplias
que llegan a los 80 kilómetros de ancho. En su trayectoria
cruza el Mar de Galilea, el Mar Muerto, el Mar Rojo, el Golfo de Aden, el Lago Rudolf, el Nyasa, el Lago Manyara, el
inmenso y famoso cráter Ngorongoro, el Lago Tangañica,
y en sus valles abriga enormes y extensas llanuras, desiertos, selvas, bosques y profundos barrancos y desfiladeros,
como la Garganta de Olduvai, en la cual se han descubierto interesantísimos fósiles del Homo habilís (homínido o
prehombre), que vivió en esas tierras hace 1 750 000 años.
Ahora sigamos con el safari. Dos llantas nuevecitas se nos
tronaron en ese pedregoso y difícil camino. Pasamos el
pueblo de M’Bulu, y poco después llegamos a un hermoso
lugar que me pareció virgen como un edén; no había en
todo aquello una sola rodada de jeep o camión que denotara el paso de algún safari reciente. Acampamos bajo
frondosos árboles, a las orillas de un arroyo. El lugar se
llama Yiada.
Cuando Espinosa mató su elefante, convenimos en
Yiada: Campamento de la suerte
Reanudamos alegremente nuestro safari partiendo
rumbo al sureste. Pasamos la noche cerca del famoso
Lago Manyara y a la mañana siguiente continuamos adelante. Por un pésimo camino empezamos a entrar al gran
Rift Valley. Merece la pena hablar un poco de ese valle. Se
trata de una inmensa grieta, una depresión en la corteza
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ÁFRICA - 1953
Un costado del Rift Valley; al fondo el lago Manyara.
que él tiraría a cualquier animal que deseara, pero a mí
me tocaría el primer león. Según Bill, ahora estábamos en
terrenos de ese bicho.
A los 15 minutos de haber salido vimos los primeros
thomis, impalas y wildebeast.
El terreno era abierto, limpio, con pasto corto y fresco;
un claro de unos 30 kilómetros de largo por unos 8 de ancho, rodeado de bajos lomeríos adornadas por el verdor
de una tupida arboleda. No había mosquitos ni la temida
mosca tse-tsé.
Descubrimos un rinoceronte solitario en la planicie. Le
tocaba tirar a mi compañero. Después de probar la dirección del viento, que era favorable, nos bajamos del carro
para aproximarnos a pie, en línea recta, sin agacharnos ni
evitar que nos viera, puesto que, como ya dije, es un animal miope, por lo tanto, sólo debíamos procurar no hacer
ruido.
Espinosa y Bill se adelantaron hasta ponerse a 30
metros. El paquidermo de tonelada y media empezó a inquietarse moviendo las orejas, como un caballo pajarero
cuando nota que algo asoma detrás de una cerca de piedra. Seguramente había sentido la proximidad de los cazadores. En ese momento soltó Espinosa el primer tiro de su
rifle cuate. Al recibir el impacto, el rino se revolvió para uno
y otro lado, como si no supiera qué hacer ni para dónde
correr; mientras tanto, recibió dos tiros más. La bestia se
quedó como el toro de lidia después de recibir una estocada mortal. Un tiro más y otro de gracia acabaron con él.
El espectáculo fue movido e interesante. Siempre hay peligro y emoción con estos grandes payasos de la fauna
prehistórica.
De regreso al campamento vimos una manada de gacelas thomis. Necesitábamos carne para la cazuela. Decidí tumbar una. En terreno tan abierto pronto nos vio la
manada, y no pudiendo arrimarme más, resolví tirar, rodilla
en tierra, sobre la más cercana que estaba a unos 250
metros. Erré mi primer tiro y seguí disparando cuando el
animalito se alejaba a todo correr; finalmente, cayó como a
370 metros con mi séptimo disparo. Jack filmó la acción.
Bill se mostró molesto. Los cazadores blancos protestan por esta forma de cazar y tienen razón. Según ellos, si
se yerra el primer tiro y el animal corre, no se debe seguir
disparando (me estoy refiriendo a animales no peligrosos),
sino acecharlo, acercándose lo más posible para un tiro
fácil y seguro. Correcto; pero esta vez yo seguí dándole
gusto, no a Bill, sino al dedo.
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Más carne: acompañado de mi portador de armas nos
fuimos tras de la misma manada. Una hora después, cayó
un segundo thomi con un tiro limpio a la espina, a una distancia de 200 metros. ¡Bonito tiro. Me saqué la espina que
me dejó el otro, pero no hubo filmación! ... ¡Ese holgazán
de Jack!
Me sentía contento y esperanzado en que la suerte
cambiaría: pensaba en que llevaba 42 días de caza y no
había visto un león ... ¿Qué jijos pasa en África?, ¿dónde
están esos bichos?
Esa tarde obtuve una buena experiencia que comprueba el hecho de que, en África, una vez en el monte o en el
campo, nunca sabe uno qué animal le va a saltar; lo mismo
puede ser una gacela que un león, un búfalo o cualquier
otro de los cinco grandes. Por lo tanto, si se va en pos de
caza menor, como me pasó esa tarde, debe irse acompañado de un portador de armas que llevará al hombro un
arma extra de grueso calibre, como un rifle cuate .470 o un
465/500. Esto es lo indicado.
Después de una hora de andar por los lomeríos buscando huellas de rinoceronte infructuosamente, descubrimos un grupo de cebras en un claro. Mataría yo una para
carnada de leones. Bill me aseguraba que por ahí debía
haber.
Aunque las cebras son muy ariscas, seguramente por
lo muy perseguidas que se sienten por leones y cazadores,
el terreno se prestaba para un regular acecho y asegurar la
pieza de un tiro. Así que me adelanté solo y confiado; Bill y
los demás quedaban a la vista entre la arboleda.
Protegiéndome como pude, aprovechando arbustos y
las sinuosidades del terreno, logré colocarme cerca de 150
metros de la cebra más cercana. Esta vez no tenía que
seleccionar la de mejor piel, pues sólo serviría de carnada.
Estaba concentrado, con la vista fija en mi víctima, sin
observar los terrenos cercanos; calculé la distancia, quité
cuidadosamente el seguro de mi .30-06 y rodilla en tierra
encaré el rifle apuntando a la paleta del animal, oprimí el
gatillo y oí el peculiar “pac” al impacto de la bala. La cebra
se desplomó, y como la vi pataleando, me adelanté para
darle el tiro de gracia. No había avanzado 50 metros cuando oí que tocaban el claxon del carro de cacería: era Bill
que me estaba observando con los binoculares. De pronto
no entendí la actitud de Bill, pero tal vez mi instinto de cazador lo indicó. Volví la vista y allí, a mi izquierda, metido
entre unos arbustos, a unos 100 metros, estaba parado
como si me espiara, un rinoceronte. Ya no intente rematar
la cebra, ni podía adelantarme a matar el rino con un .3006. Me quedó quieto, esperando a Bill, que seguramente
llegaría a mí con el rifle .465/500. Así fue; pero sólo para
decirme que olvidara el rino, que sus cuernos eran muy
chicos.
—Bueno, entonces vamos por la cebra —repliqué.
Habíamos dado unos cuantos pasos cuando me sorprendí al ver a la cebra levantarse y correr. Sin hacer más
caso del rino, hice un tiro rápido, tan afortunado, que la
tumbé por segunda vez para no levantarse más. El rinoceronte desapareció.
Anotación en mi Diario: He venido sufriendo un catarro
muy molesto. No se me quita. Los ojos me lloran continuamente dificultando la visual al disparar mi rifle. La conjuntiva de mí ojo derecho está inflamada. Sólo dispongo
de una solución de Optrex. Estoy muy preocupado porque
este malestar puede echar a perder mi cacería.
Simba: Leones
Cae mi primer león
Ya me había familiarizado a la lúgubre serenata de las
hienas y los chacales y hasta me era agradable. Donde
hay hienas hay leones.
Salimos a las 6 a.m. con un amanecer frío pero precioso. Como de costumbre cuando salimos temprano, tomé
un poco de café, corn-flakes con plátano y ¡fuera!
Al subirnos a la “calandria” me dijo Bill que iríamos a
echarle un ojo a la carnada de la cebra que había yo matado el día anterior. Por toda contestación crucé los dedos
de ambas manos.
Pronto empezamos a disfrutar la presencia de los thomis, impalas, cebras, avestruces, y luego nos detuvimos
en un lugar que habíamos determinado, desde donde trepándonos sobre el capacete del carro, se podría observar,
con ayuda de los prismáticos, el lugar y el árbol en que
colgamos la carnada para ver si había velorio y cena de
leones.
Lógicamente el terreno era propicio para que por ahí
merodearan leones. Para esa realeza de la fauna había
abundantes animales, agua y buen clima: almuerzo, comida y cena al alcance de un zarpazo.
Pensará el lector que habiendo tanto animal, presa
natural de los félidos, para qué o qué objeto tiene el colgar una cebra como carnada. Bien, será que el león es un
bicho muy perezoso y el atrapar una gacela, un antílope
o una cebra no es tan fácil como puede suponerse. La defensa de la gacela o el antílope está en su agilidad para
escapar, y el león, por su holgazanería, no es capaz de
correr más de 100 metros tras de su presa; si en esos 100
metros no la alcanza, la abandona. Tampoco las cebras
son fáciles; además de su velocidad suelen agruparse y
defenderse con sus poderosos cascos. En mis cacerías,
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he visto muchas cicatrices de zarpas de león en los flancos
de las cebras que escaparon de su perseguidor.
Sobre otros animales grandes, como el búfalo, sólo se
atreve cuando está muy hambriento y no encuentra otra
presa. Aunque muy valiente, el león bien sabe que al atacar él solo a un búfalo, va arriesgando su pellejo en un
duelo en el que cualquiera de los dos contendientes puede
morir. Han habido hallazgos del esqueleto de un búfalo al
lado del de un león.
Es evidente que a todos, hombres o bestias, nos gusta
lo fácil, y al león, lejos de rebajarlo a la categoría de chacal,
también le gusta lo fácil; cuando se cruza con una fresca huella de sangre la sigue despacio hasta encontrar al
animal. Cuando ve revolotear en círculo buitres en el aire,
sabe que ahí hay carne y trota ligero hacia el lugar.
Después de matar el día anterior la cebra, que es un
plato favorito del león, la abrimos en canal y la arrastramos
con el carro dando un gran círculo de varios kilómetros alrededor de un árbol que habíamos escogido y la colgamos
a una altura conveniente, de tal modo que las hienas apenas alcanzaran las patas, y que al león, por ser más alto, le
fuera fácil llegarle a los medios y cuartos traseros. Alrede-
dor del árbol dejamos un espacio libre que a distancia nos
permitiera descubrir al felino; después estudiamos la línea
de tiro, por la cual pudiéramos acercarnos sin ser vistos. La
dirección del viento no tenía mayor importancia debido a la
pobreza de olfato de todo gato.
Así las cosas, llegamos esa mañana a un lugar en que
paramos el motor de la “calandria”, Bill y yo nos subimos al
capacete para observar con los binoculares. Descubrimos
la carnada, pero no vimos leones. Sin embargo, seguimos
buscando entre las cercanías del árbol, cubiertas de pasto
alto. Sin dejar de ver, me dijo Bill:
—Por ahí está una hembra adulta y un cachorro de tres
años.
—¿Dónde? —pregunté ansioso, pues todavía no descubría nada.
—A la izquierda —contestó.
Pronto descubrí a la reina y a su gallardo príncipe.
—Bueno —le dije—, acerquémonos más, son los primeros que encontramos en 40 días y quiero verlos de cerca.
Estábamos como a 250 metros, y para ajustarnos al reglamento de caza, abandonamos el vehículo, tomé el rifle
Los leones sólo se atreven a atacar al búfalo
cuando están muy hambrientos.
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El poder y la velocidad
que posee el león
cuando se decide a
cargar, representan
un gran peligro
para el cazador.
.375, cerciorándome antes que lo tenía cargado con balas
de 270 granos con punta suave, y nos encaminamos con
el debido cuidado en un acecho.
Cubriéndonos con algunos arbustos, llegamos a unos
150 metros. Entonces pude admirar, ya sin la ayuda de los
binoculares, a la madre y al cachorro, que no me pareció
tan chico. Jack filmaba con la cámara de 16 mm.
Recreaba mi vista observando aquel cuadro familiar,
cuando lento, con paso señorial, como quien no tiene prisa, surgió por el lado izquierdo la figura de un señor don
León. ¡Un brinco de mi corazón me anunció que allí estaba
mi simba que tanto anhelaba! ¡Qué majestuosidad, gallardía y señorío! Dijérase que a ese monarca sólo le faltaba el
cetro, puesto que la corona ya la lleva en su dorada melena y la espada, en sus poderosas zarpas. ¡Qué impresión
tan distinta es ver un león en plena libertad, a esos pobres
payasos cautivos de circo!
—Mira —me dijo Bill— no será una melena negra, pero
ese caballero no está mal, ¿quieres tirarle?
—¡¿Qué?!, vaya una pregunta. Lo de cabellera negra
déjalo para Agustín Lara ... ¡Vamos ya!
Tragué saliva y levanté los binoculares para ver a mi
presunta víctima. Bonito espectáculo. El papá, la mamá y
el hijo, dueños de su gran hacienda, sin problemas pecuniarios, se dirigían a la mesa que les habíamos servido,
al parecer ya habían comido y regresaban por el postre,
porque todos iban calmadamente hacia la carnada. Primero llegó el rey, se levantó sobre sus patas traseras y de un
zarpazo arrancó media docena de costillas. Se alejó dos
metros y se echó a comer, tan confiado y ajeno a que por
ahí andaban unos cazadores, que ni siquiera volteaba a
los lados, como lo hacen el cauteloso tigre de Bengala o
los leopardos, temerosos de la presencia de su enemigo
número uno: el hombre.
—Vamos ya —repetí a Bill.
En esos momentos pasaron por mi mente muchos dramáticos pasajes que había leído en numerosos libros de
caza. Sabía que el león es tan terrífico cuando ataca, tan
veloz, que en cinco segundos cubre 100 metros, es decir, que el cazador apenas tendrá el tiempo suficiente para
hacer dos disparos; que un zarpazo basta para mandar a
uno al otro mundo y un tiro a la cabeza es un blanco difícil,
porque no tiene frente.
Me acordé de cómo empieza uno de los libros:
“J. P. Whorter, un minero, vino al África a caza mayor. Una mañana de septiembre se encontró de pronto cara a
cara con un león. Whorter, un excelente tirador y tan frío
como un pedazo de hielo, se llevó el rifle al hombro, apuntó su mira perfectamente en el blanco... pero cometió un
«pequeño error»: segundos después estaba muerto, con
los colmillos del león clavados en el cráneo.
“El error de Whorter fue el de la ignorancia. Él apuntó
al centro del magnífico mechón que forma la cabeza del
león y exactamente ahí pegó la bala, dio precisamente en
el centro del blanco. Pero Whorter ignoraba que un león
prácticamente no tiene frente; que el pelo en su cabeza no
es más que pelo.”
Sabía yo que cuando se le tira a un león que está
acompañado de su consorte y cachorros, la leona casi
siempre atacará, y en mi caso había papá, mamá y cacho-
70
ÁFRICA - 1953
rro... además, probablemente, habría más leones por ahí.
¿Adónde le apuntaría al león? Percival prefería el tiro a
los hombros; pero siendo tan gran cazador, en una ocasión
erró limpiamente un tiro a un león a menos de 30 metros.
Selous, otro gran cazador, prefería el tiro al corazón. Bien,
pues ya veré en el momento, depende de la posición del
animal.
Un grupo de huizaches nos permitirá arrimarnos hasta
los 100 metros sin ser vistos, pero previamente debíamos
organizarnos. A unos 30 metros, antes de los huizaches,
se quedó Jack con uno de los portadores de armas para
filmar la escena con telefoto Examinamos el terreno, ya
no vimos a los leones. ¿Qué pasó, dónde están? Es increíble cómo un león puede ocultarse y perderse de vista
en un pastal que apenas cubriría a un jabalí. Era preciso
tener localizados a los tres felinos antes de aproximarnos.
Finalmente vimos al simba arrimarse a dar otro zarpazo a
la carnada. Ya no vacilamos. Desde allí empezamos a escurrirnos a gatas, como lo hacen en el cine los comandos,
sin enderezarnos para ver hasta que llegamos al grupo de
espinos. Para entonces, ya llevaba la boca bien seca y los
nervios en tensión. Bill iba delante, lo seguía yo y detrás,
mi portador de armas.
Bill se enderezó cuidadosamente, sin hacer movimientos rápidos, y volteando me dijo a señas que estaba el
león. Se escurrió para dejarme el campo libre, y entré en
acción. Le eché un vistazo al seguro y a las miras de mi
.375 pidiendo mentalmente a todos los santos no errar el
tiro. Empecé a tomar mi posición. Descubrí al macho en
posición de atravesado. ¡Qué bueno! Apuntaría al corazón
o a los hombros. También vi al cachorro, a 8 metros del
león, pero por ningún lado veía a la leona. Decidí un tiro al
corazón.
Mi rifle tiene una mira fija abierta en V para distancias
de 50 a 200 metros y otra plegadiza para 350. Este tipo de
mira abierta es mi favorita para la caza de animales peligrosos a tiro corto; la visual es mejor que con otros tipos de
miras. El telescopio no es indicado en estos casos y menos
aún si el terreno es boscoso o en altos pastizales, porque
debido a la percusión del arma al ser disparada, se pierde de vista momentáneamente al animal y para volverlo a
encontrar rápidamente, hay que ver sobre el telescopio. i
Imagínese el lector una carga en tales momentos!
El grano de mi rifle estaba ya rasante en el corazón de
mi simba, apuntando un poco alto para mayor seguridad.
(El león es uno de los pocos cuadrúpedos que tienen el corazón relativamente alto.) Contuve la respiración y oprimí
el gatillo. La fiera dio un salto vertical, y yo di otro hacia mi
derecha, para salir de aquel breñal que sirvió de escondite
y ver mejor el área. Corté inmediatamente cartucho, y con
la vista ávida veía saltar al león en su angustia de muerte.
Busqué a la leona con su cachorro y con gran alivio los vi
alejarse en el pastizal.
El león dejó de saltar, cosa que había hecho en el mismo lugar. Dejamos pasar uno o dos minutos y luego nos
fuimos acercando cautelosamente. Para mí, como principiante, éste fue el momento más peligroso, porque el simba se perdía en el pasto alto, por lo tanto, no podíamos
saber si estaba herido o muerto. Había leído que ya sean
leones o tigres, siempre rugen en forma imponente al sentirse heridos. Mi león fue muy macho, no se quejó.
Hay en África un proverbio que reza: “El león muerto
es el que mata al cazador.” Cierto, tiene su razón de ser.
Nunca debe un cazador arrimarse descuidada o imprudentemente a un animal peligroso que se supone ya muerto.
Debe uno acercarse con cautela, por los cuartos traseros
y con el rifle listo. Si hay duda debe, inclusive, arrojársele
una piedra. Un rozón de bala en el nacimiento de la cabeza
o en una de las proyecciones de la espina puede producir un shock pasajero que deja al animal aparentemente
muerto por unos momentos, pero acaba por reponerse fácil y rápidamente ataca al cazador. El lector, si es cazador,
habrá oído historias de venados muertos que han saltado
fuera de la camioneta cuando eran llevados al campamento.
71
ÁFRICA - 1953
Mí primer león africano.
Cayó después de 40 días de safari
con un tiro al corazón.
72
ÁFRICA - 1953
Cheetah hembra con sus crías.
Se le considera el cuadrúpedo
más veloz del mundo.
73
ÁFRICA - 1953
tarda sólo dos segundos en alcanzar los 70 kilómetros por
hora. No hay automóvil que alcance dicha velocidad en los
mismos dos segundos desde el arranque. La larga cola le
sirve, como a todo félido, de balance y contrapeso, permitiéndole cambiar de dirección con la misma facilidad que
una liebre da zigzags cuando es perseguida. Musculoso,
ágil y aerodinámico como un galgo, sólo pesa unos 60 kilos; su altura es de 75 centímetros y mide dos metros de la
nariz a la punta de la cola. Su cabeza se antoja pequeña
en relación con el cuerpo. La hembra da a luz sólo una vez
cada dos años, y de cinco crías que tiene en cada camada,
sólo dos o tres llegan a la edad adulta.
Su anatomía, altamente aerodinámica, está hecha
para correr: es mitad galgo, mitad gato; es un sprinter. A
diferencia de los demás félidos, incluyendo el gato doméstico, sus uñas no son retráctiles, condición necesaria para
el inicio de la carrera; digamos, así como un corredor usa
calzado con spikes para agarrarse mejor en la pista, así el
cheetah necesita de sus uñas desde el arranque para, en
unos cuantos y prodigiosos saltos, alcanzar a la también
veloz gacela.
Su método de caza es: primero descubrir la pieza, luego acechar, después correr a toda velocidad tras su presa,
darle un zarpazo en los cuartos traseros para tumbarla, y
acto seguido, sujetar a la víctima con sus agudas uñas,
lanzarse al pescuezo y matarla estrangulándola con sus
fauces.
Es tan listo este bicho cazador, que durante el estrangulamiento permanece tendido a lo largo del lomo de su
Así pues, cuidadosamente, como quien camina sobre
un campo sembrado de minas, con el temor a flor de piel,
llegamos hasta la noble víctima, que ya estaba definitivamente muerta. Mi tiro dio exactamente en el corazón. Hasta entonces no me volvió el alma al cuerpo.
Bill me felicitó por haber abatido limpiamente al león, y
yo, sin poder contener mi alegría, di un beso a mi rifle que
tan bien se había portado en su estreno contra animales
peligrosos. A la fecha, son muchas las piezas que de un
tiro han caído con ese rifle, incluyendo el gigantesco gaur
de la India.
La filmación que tomó Jack no fue buena, pero sí aceptable. Se comprende, pues estaba nervioso.
El cheetah o guepardo
(Acinonyx jubatus)
Este felino es completamente diferente en anatomía
y hábitos a sus parientes los felis-pardus, en las cinco o
más variedades que existen. El cheetah es cazador diurno,
esencialmente de las planicies. Sus madrigueras favoritas
son los lomeríos rocosos desde donde puede dominar los
campos abiertos, que son su terreno de acción. Se le considera como el cuadrúpedo más veloz del mundo que, en
su usual sprint, cuando corre tras de su presa, desarrolla
una velocidad hasta de 110 kilómetros por hora, aunque
pronto se agota debido al gran esfuerzo. Abalanzándose
La naturaleza ha dotado al cheetah de un cuerpo
aerodinámico, capaz de desarrollar altas
velocidades en pocos segundos.
74
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víctima, evitando, de ese modo, la posibilidad de ser herido
por las pezuñas, cuyas bordes —en variados cérvidos—
son tan afilados y agudos como un puñal.
Tiene una desventaja: debido al gran esfuerzo de su
carrera, se agota pronto. Si no alcanza a su presa en 250
metros, la abandona sin hacer un segundo intento. El rápido agotamiento o la fatiga después de un violento esfuerzo, es natural en todo ser viviente. Un corredor de los 1 000
metros no desarrolla la misma velocidad que el, sprinter de
los 100 metros. Las palpitaciones del corazón de éste aumentan considerablemente más de prisa que las de aquél.
Un conejo, con una pulsación de 200 por minuto (que es
normal), no puede correr tan lejos como una liebre, cuyo
pulso normal es de 70 pulsaciones. Para mejor comprensión del trabajo del corazón y pulmones, cuando ambos órganos son sometidos a presión, basta el siguiente ejemplo:
el murciélago, cuando está en plena actividad, volando, su
respiración es de 8 veces por segundo, con pulso de 180
por minuto; en cambio, cuando está en absoluto reposo,
dormido, su temperatura baja considerablemente, su pulso, que era de 180, baja ¡a 3 por minuto!, y su respiración
que era de 8 veces por segundo baja ¡a 8 por minuto! Algo
semejante ocurre con todos los animales que hibernan, resultando de ello un mínimo gasto de energías.
El cheetah es nativo de África. Los acaudalados rajás
de la India solían importarlos y amaestrarlos como cazado-
res. Intentaron su reproducción, pero esto ni en la India ni
en Europa dio resultados. Es lamentable que este animal,
el más veloz de todos, sea también uno de los sentenciados a extinguirse totalmente.
Por causas desconocidas, este bicho no procrea en
cautividad. Se cree que tiene un fuerte instinto territorial
parecido al rinoceronte blanco, que requiere de una especial naturaleza de terreno con un amplio espacio de unos
10 kilómetros cuadrados.
A diferencia de otros leopardos (sus primos), el cheetah no gusta de la carroña; necesita carne fresca y limpia;
requiere ejercicio fuerte y es un cazador solitario, no montonero como nuestros pandilleros o como con frecuencia
proceden las leonas. Si la madre muere, las crías morirán
de hambre si no han llegado a la edad de dos años, a la
que por regla general ya han sido enseñadas a cazar por
sí solas.
Después de estos breves datos sobre la naturaleza de
este interesante felino, relataré el que me tocó en suerte
cazar y que por cierto no alcanzamos con nuestra “calandria” en un terreno llano.
La mañana del 15 de febrero la pasé en el campamento descansando de mis ojos y mi catarro. Me divertí observando a unos monitos que no cesaban de jugar, saltando
de rama en rama por los árboles inmediatos a mi tienda,
y en ocasiones, aventurándose hasta casi poder tocarlos
La mañana la pasé
descansando
en el campamento.
75
ÁFRICA - 1953
con la mano.
Por la tarde, una tarde fresca y hermosa, no aguanté
las ganas de salir a campear. Después de media hora de
trayecto en el carro, nos detuvimos a otear la planicie con
los binoculares. Mi portador de armas también observaba,
pero a ojo pelón. Después de unos minutos señaló algo
a lo lejos extendiendo el brazo, a la vez que pronunciaba
unas palabras en swahili, de las que sólo entendí:
Kido-o-o-go. .. kido-o-o-go (Peque-e-e-e-ño... pequee-e-e-ño).
—¿Qué dice éste? —pregunté a Bill—. Éste cruzó
unas palabras con el negrito y después de observar con
los prismáticos me dijo: “Pues que allá, bajo aquel árbol
solitario está algo que parece una leona o un cheetah”.
Nos aproximaremos en la “calandria” para ver mejor.
Como ya he indicado, aquella extensa llanura estaba
circundada por terrenos arbolados, más o menos densos.
Después de correr un trecho nos detuvimos, pero en ese
momento el bulto, que ya sin ayuda de los binoculares
veíamos bajo el árbol, salió corriendo como una flecha. —iChuiii. .. chuiíi... kubua! (leopardo... leopardo ...
grande) —exclamó Bebi.
Inmediatamente vimos que era un cheetah que corría
como un galgo; Bill torció la dirección del carro y pisando
todo el acelerador corrimos, primero en un ángulo de 45
grados y después, paralelamente con el leopardo, que volaba como un demonio a 100 metros de nosotros.
—¡Va corriendo hacia el monte para protegerse! —decía Bill.
Entendí la situación. Ya tenía en mis manos el .30-06
creyendo que, por esa vez, romperíamos el reglamento de
caza permitiéndoseme un tiro rápido desde la “calandria”.
Pero no, la intención de Bill era otra; llegar a la arboleda
antes que el bicho, bajarme y disparar. Eso de tirar desde
el carro, .. ¡definitivamente, no!
Naturalmente que el cheetah le ganó al vehiculo. Llegó
primero y le perdimos de vista. Pero entonces el cazador
blanco aplicó sus conocimientos. Bill sabía que el felino
había hecho un gran esfuerzo; que estaría extenuado, fatigado; que le faltaría el aire y necesitaría unos momentos
El autor con un cheetah. Hoy está totalmente vedada su caza.
76
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de reposo para normalizar su alta presión, y por lo tanto no
debía estar lejos de nosotros. Estaría por ahí, en cualquier
lugar, echado en algún matojo recuperándose.
Nos bajamos del carro de cacería, corté cartucho y
caminamos un poco. De pronto, como una liebre, saltó el
leopardo a no más de 80 metros. Sin pensarlo un instante,
hice un rápido disparo al descubrirlo. La bala pegó en el
blanco. El bicho se detuvo un momento, pero no cayó. No
disparé más porque el tronco de un árbol lo cubría. Sólo
veía una parte de los cuartos traseros. Seguí apuntando,
esperando, sin moverme. Unos instantes después, el bicho
herido dio un gran salto a mi derecha, a tiempo que una
segunda bala salió de mi rifle. Erré limpiamente el tiro y se
nos perdió la fiera. Seguimos el rastro de sangre. Después
de un buen trecho, nos detuvimos para escudriñar el terreno con los gemelos. Esta vez fue Bill quien lo descubrió;
allí, a 30 metros, echado, cubriéndose con unos matojos,
estaba el pobre cheetah quieto, sin moverse; tal vez no
podía o confiaba que sin moverse, pasaría desapercibido;
como suele pasarnos con la codorniz, que para levantarla,
casi nos tropezamos con ella. Trabajo me costó descubrirlo
para darle el tiro de gracia, a fin de que no sufriera más.
Mi primer tiro, naturalmente, fue trasero debido a las
circunstancias y a mi inexperiencia; pero creo que aún
para el mejor cazador no es un tiro fácil en terreno arbolado sobre un animal tan veloz, adelantar, digamos un metro,
el grano del rifle. Lo logré y no en mala forma y eso me dejó
satisfecho.
Cae mi primer rinoceronte
(Diceros bicornis)
Antes de comenzar este capítulo, es conveniente decir lo mucho que en Paleontología puede escribirse sobre
este fósil viviente que hace 60 millones de años pisa la faz
de la tierra. Su historia y metamorfosis entre los mamíferos
del reino animal es tan interesante como la del caballo, si
bien tan útil como éste lo ha sido al hombre. Sin embargo,
la ignorancia de muchos pueblos, particularmente orientales, han adjudicado tantas virtudes mágicas y medicinales
a sus cuernos y a otras partes de su cuerpo voluminoso y
rechoncho, que lo han convertido en víctima de una persecución tan inmisericorde y tenaz, que dos de las cinco
variedades de rinocerontes que existen, están a punto de
desaparecer.
En Europa se creía en la existencia del mitológico unicornio, al cual poetas e historiadores daban la forma de
un pequeño caballo con un largo y delgado cuerno nacido
de la frente. Refiriéndose al imaginario animal, dice Cervantes: “ ... hizo dar (la reina Isabel) cantidad de polvos
de unicornio, con otros nuevos antídotos, que los grandes
príncipes suelen tener prevenidos para semejantes necesidades”. La verdad es que en esa época, el unicornio imaginario era confundido con el rinoceronte, unicornio oriental
o bien con el narval marino (cetáceo, cuyo macho tiene en
la mandíbula superior un largo diente, como un florete de
más de dos metros de largo)
De una u otra forma se dio vuelo a las supuestas virtudes del cuerno del rinoceronte, alcanzando tal popularidad,
que todavía subsiste en gran parte de Asia.
La alegoría cristiana adoptó el unicornio: “criatura invencible, como símbolo de castidad inquebrantable. No
podía ser cazado más que por una virgen”.
El cuerno, reducido a polvo, se usaba en Europa contra espasmos, pestes, rabia y piquetes de víboras y escorpiones.
En Asia, las virtudes mágicas del cuerno y partes del
cuerpo del rinoceronte son más variadas: un cuerno convertido en taza determinaba la presencia de los venenos
en los líquidos. Los ricos hindúes conservaban sus copas
de cuerno; según ellos, los protegían no sólo contra venenos sino de enfermedades.
El rínoceronte es sumamente agresivo.
Una hembra con su cría atacando el jeep.
77
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Para ellos, la sangre tiene la facultad de facilitar la
partida del alma en el trance de la muerte y propiciar su
viaje al otro mundo. La orina se usa como antiséptico y
talismán contra las enfermedades, las ánimas en pena y
los demonios. A las vísceras, la piel y ciertos huesos, así
como al contenido de la panza, se les atribuyen propiedades farmacéuticas. El cuerno se alquila a las mujeres embarazadas para aliviar los dolores del parto. El agua donde
se ha remojado un cuerno es un elixir, se considera eficaz
remedio contra afecciones respiratorias, contra heridas y
como analgésico.
Pero sobre todo, la enorme demanda que en Asia tienen los cuernos de rinocerontes, se debe a las propiedades afrodisíacas que se le atribuyen. En algunos lugares
de Asia, como Calcuta, se ha llegado a pagar el cuerno
de rinoceronte al precio equivalente a la mitad de su peso
en oro; en consecuencia, la demanda y el comercio ilegal
internacional proveído por el cazador furtivo, ha reducido
en forma alarmante el número de rinocerontes en las cinco
variedades o subespecies, dos africanas y tres orientales
(de India, Java y Sumatra). De éstas, la más próxima a la
extinción es el Dicerorhinus sumatrensis.
En casi todo el continente africano se ha prohibido la
caza de este paquidermo, pero el fatídico cazador furtivo
sigue muy eficaz.
A la fecha, acompañado por mi hijo Fernando, hemos
abatido siete rinocerontes, y he visto muchísimos más sin
encontrar uno solo que no esté marcado con enormes cicatrices de 30 a 40 centímetros como resultado de sus frecuentes combates con los de su especie, y no son pocos
los casos que se relatan de encuentros, en grupos de tres
o cuatro, en los que todos sucumben en una lucha prolongada, de varias horas.
No obstante su gran tamaño, es muy ligero y puede
girar como un trompo. En una ocasión, íbamos por las playas del Lago Manyara, cuando descubrimos una hembra
con su cría. Como estaba prohibido matar hembras, se nos
antojó torearla desde el jeep, arrimándonos hasta unos 20
metros.
Seguramente el ruido del motor la asustó, porque empezó a correr; la seguimos paralelamente, emparejándonos, y así pude comprobar que desarrolló en su carrera
una velocidad de 40 km por hora.
Tres veces intentó embestir el carro aproximándose
hasta unos dos metros. Mientras Jack me sujetaba por el
cinturón para no caerme, filmé la acción, que resultó bonita
e interesante.
En la caza peligrosa los riesgos disminuyen un 90% si
el cazador conoce a fondo la anatomía, hábitos y reacciones de los animales que pretende abatir. Si a esto añade
La desmedida caza del rinoceronte se debe
principalmente a las propiedades curativas
y afrodisíacas que se atribuyen a su cuerno.
y se ajusta a los principios fundamentales del deporte, no
será fácil que sufra un percance, si bien, de diez veces, habrá una en que alguna bestia reaccione en forma diferente.
Pero en todo caso, lo fascinante de este deporte es eso:
enfrentarse al peligro, pues como quiera que se le pinte,
bajo la piel el hombre de nuestra era espacial sigue siendo
una mitad del hombre paleolítico.
Aquí cabe anotar algunos rudimentos para el cazador
principiante: el rinoceronte, ese miope paquidermo de imponente estampa prehistórica, cuando descubre alguna
cosa extraña, sea lo que fuere, se confunde, se aturde, es
intensamente curioso, se pone nervioso, incierto, desafiante; no sabe qué hacer, primero parece sorprendido, mira
fijamente, mueve las orejas, inicia un trotecito muy peculiar
hacia el objeto levantando la cola como periscopio o como
lo hacen los jabalíes africanos; se para, ve, vuelve a trotar,
se detiene moviendo la cabeza a uno y otro lado para ver
mejor, pues su cuerno le estorba la visibilidad. Finalmente,
cuando ya está a unos cuantos pasos del objetivo de su
inquietud y ese objeto es un hombre, un sonoro grito o el
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simple agitar los brazos lo hacen dar media vuelta y huir al
trote, en círculo, para volver a arrimarse, repitiendo sus payasadas que mueven a risa; si entonces decide atacar, lo
hace a galope tendido resoplando estruendosamente con
la cabeza baja en posición de embestir. En tales momentos, un tiro en cualquier parte del cuerpo lo parará; entonces dará media vuelta, girará en redondo o se alejará un
poco para volver a la carga.
De cualquier modo, dará tiempo al cazador para disparar su segundo cañón. Cabe sugerir que para el elefante,
el búfalo o el rinoceronte, el rifle más adecuado es el cuate
de dos cañones y gran poder. Deben usarse balas sólidas y cartuchos frescos. Va la vida de por medio. Debido a
la fuerte patada de estas armas, se requieren (si se tiene
buena práctica) dos segundos para hacer el siguiente disparo. Es aconsejable también el colocarse entre los dedos
de la mano izquierda dos cartuchos de repuesto, con el
objeto de recargar más rápidamente el rifle. Cualquiera de
estas tres grandes bestias puede correr casi 100 metros
con una bala en el corazón.
De los siete rinocerontes que, como ya dije, hemos cazado mi hijo Fernando y yo en África, solamente uno, en
Angola, cargó decididamente sobre nosotros, desde que
nos vio. En el capítulo del safari en aquel país relato el
caso.
Ahora volvamos a la caza de mi primer rinoceronte:
A las once de la mañana descubrimos una huella que,
desde luego, seguimos, a sabiendas que en una hora más
tomaría su siesta; no iría lejos y, efectivamente, así fue.
Caminábamos despacio, yo seguía a mi portador de armas
que de pronto se detuvo diciendo:
—Huko, faru. (—Ahí, rinoceronte.)
—¿Kubua? (¿Grande?) —le pregunté en mi mal swahili.
—Ndio, bwana, misuri (—Sí Jefe, muy bueno.)
Sólo entendí lo de bwana y misuri y ya no esperé mas.
El rino estaba parado de frente, bajo la sombra de un grupo
de huizaches, y probablemente nos vio cuando llegamos
a 25 metros, pero no se movía. Puse rodilla en tierra para
asegurar más un tiro al corazón y apuntando, esperé un
momento a que saliera al descubierto, pero no lo hizo; temeroso de que se me fuera, solté mi primer disparo. El
gran bruto, herido, se revolvió en círculo dándome tiempo
a un segundo tiro al hombro, cayendo de rodillas en la misma forma que se echa un toro. Probablemente ya estaba
muerto, pero por las dudas, acercándome más, le di el tiro
de gracia.
El cuerno delantero midió 18 pulgadas de largo.
Así, sin mayor peligro ni gran emoción, cayó mi primer
rinoceronte. En los subsiguientes busqué y encontré más
emoción.
Es una lástima que este paquidermo, uno de los muy
pocos representativos de la fauna prehistórica, tienda a extinguirse. En varios países de África se han dictado leyes
que vedan la caza, pero ahí sigue haciendo de las suyas
el fatídico cazador furtivo, para quien no hay leyes ni reglamentos. El abuso de esos individuos no se ha podido evitar
debido a la deficiente vigilancia de tan vastas extensiones
territoriales.
Como ya he dicho, la causa de la intensa persecución
de este animal no es el aprovechamiento de su carne ni de
su piel, sino de sus cuernos, a los que —principalmente
el pueblo hindú— atribuye poderes afrodisíacos, ignorando que la composición de esos cuernos no es otra cosa
que una masa de fibras córneas, largas y paralelas, tan
compacta, tan comprimida, que tiene la consistencia de los
cuernos de un toro. Y claro... ¡15 millones de niños nacen
anualmente en la India!
Será lamentable que se extinga esta interesante especie como se han desaparecido el mamut, el uro, el tigre sable, el lobo monstruo, el castor gigante y muchos otros que
en tiempos remotos poblaban el mundo, particularmente
Europa, Asia y el norte de América.
Entre los palentólogos se han sustentado diversas teorías sobre la extinción de una gran parte de la fauna prehistórica; se explica su muerte debido a un repentino cambio
de clima que afectó la estación de apareamiento produciendo una mortal esterilidad (como ocurre actualmente en
cierta escala de reproducción con algunas aves migratorias
cuando se alteran las estaciones del año, como la escasez
de lluvias), o simplemente, por efecto de un crudísimo invierno. Pero en los últimos años, los científicos naturalistas
sugieren que no fue el frío intenso sino la intensa caza la
que extinguió a numerosas especies.
En contraposición a la causa del frío, Paul Martin dice:
“Tanto en Norteamérica como en otros países la evidencia
de la extinción en gran escala corresponde a un evento,
a una causa y esa causa fue el arribo, la invasión de cazadores prehistóricos.” y señala que: “la extinción de las
grandes bestias no fue debido exclusivamente al frío que
produjo la última glaciación, que los más grandes cambios
de clima ocurrieron casi al mismo tiempo en todo el mundo y la desaparición de las especies no fue general”. Así
por ejemplo, la jirafa de grandes cuernos desapareció de
África hace más de 40 mil años; el rinoceronte gigante y
peludo (Dipotrodon) y el canguro gigante se extinguieron
en Australia hace unos 14 mil años. En Europa y Asia el
rinoceronte peludo y el mamut se extinguieron hace 13 mil
años. (En la India quedan unos pocos rinocerontes unicornios, únicos en el mundo en estado silvestre.) Sin embar-
79
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Rinoceronte negro cobrado
en mi primer safari africano.
80
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go, la extinción del hipopótamo pigmeo en Madagascar,
ocurrió en el curso de los últimos mil años.
No hace mucho que todavía los nativos africanos encerraban en grandes círculos de fuego numerosas manadas de animales, matando con esta técnica mucho más de
lo que necesitaban para comer y vestir. Sin remontarnos
tanto en el tiempo, a fines del siglo pasado, estuvo a punto de extinguirse el bisonte americano. Se calcula que en
las praderas pastaban más de 50 millones de estas reses,
y hoy sólo se les ve en parques nacionales y cotos. La
escandalosa carnicería ocasionada por los cazadores que
perseguían a estos animales para aprovechar más las pieles que la carne, estuvo a punto de hacerlos desaparecer
por completo en la década de 1880. Para el año 1900, sólo
quedaban 20 bisontes.
En la India, entre el comercio de pieles y los cazadores
mercantilistas, están acabando con el tigre de Bengala; lo
mismo pasa en África con el leopardo, desde que se pusieron de moda los abrigos de pieles de este bello bicho.
De manera que no es el cazador deportivo sino el
mercantilista, el comerciante que trafica con pieles finas y
decorativas, el culpable de las matanzas. Menos mal que
todavía abundan especies de piel poco atractiva pero de
cornamenta de un alto valor deportivo y que son el trofeo
por el cual, los aficionados a la caza, emprendemos costosos safaris y largos viajes en busca de una rara especie
en los lugares más remotos y escondidos en el mundo,
alejados de toda civilización.
ros nocturnos, el rugir de leones, el aullar de chacales, los
alaridos de hienas y mil ruidos extraños contrapuestos al
desierto, donde es tal el silencio, que se oye el pasar de
una sombra.
Salimos con el propósito de buscar búfalos, de los
que ya en días anteriores habíamos visto algunas huellas.
Como de rutina, el campo abundaba de animales que no
nos interesaban. Corríamos por la planicie usando de vez
en cuando los binoculares con la esperanza de descubrir
en los Iinderos de los montes alguna pieza de interés. Así
pasaron 3 horas, cuando la voz de Jack se dejó ir: —¡Alto!
Allí, entre aquella manada de kongonis hay algo. El carro
se paró. Tomé los binoculares y a un kilómetro, entre el
grupo de kongonis, vi un animal que se distinguía por su
color oscuro en contraste con el alazán de sus compañeros. Bill, quien también observaba, me dijo: -Es un roan
macho y parece muy bueno. —Pues vamos a cazarlo —repliqué.
El campo era completamente abierto, con un pasto
muy tupido que me daba a la cintura; por lo tanto creí que
tendría que arrimarme arrastrando, pero Bill pensó de otro
modo, y al final dio resultado. Cuando se trata de acechar a
un animal que está en manada, la cosa no es fácil, porque
unos animales pacen mientras que otros vigilan; además,
habrá que estudiar la forma de separar la pieza elegida y
disponerse a un tiro largo. En esta ocasión me socorrió la
suerte. Primero, porque no era terreno para el roan, éste
era un entrometido; su terruño estaba al oeste del Tabora,
es decir, a 1 000 kilómetros de donde nos encontrábamos.
Y segundo, por ser un buen macho adulto, por lo visto muy
“corrido”, pues para confundirse se había mezclado con
una manada de kongonis, especie de antílope que por su
gran abundancia, es poco perseguido por los cazadores.
Resolvimos que acecharía este antílope en forma parecida a la primera gacela que abatí, sólo que esta vez
no había arbustos para cubrirse y tenía que tirar a pie firme. Así las cosas, abandonamos el carro y caminamos
El roan
(Hippotragus equinus langheldi)
El arroyo que se encontraba junto a nuestro campamento se estaba secando. Muy pronto toda la fauna del
lugar emigraría sabe Dios adónde. Las noches eran frescas y alegradas deliciosamente por el canto de los pája-
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un buen trecho en línea recta. Al llegar a los 400 metros
toda la manada inquieta nos veía fijamente; sólo veíamos
las cabezas y los lomos de los animales y entre ellos el
manchón oscuro del roan. Ahí se separaron Bill, Jack y mi
portador de armas caminando en ángulo, sin agacharse,
para atraer la atención de la manada. Me tendí en el suelo
quedándome quieto hasta que ellos se alejaron unos 800
metros; pero antes, se me ocurrió pedirle a Jack que me
dejara el tripié de la cámara de filmar pensando que tal vez
sería útil para apoyar el rifle y disparar con más probabilidades de éxito, ya que no sería posible arrimarse mucho.
Empecé a caminar con dificultad agachándome un
poco; todo me estorbaba, el tripié, los gemelos, el rifle. De
vez en cuando me enderezaba para observar mi pieza.
Toda la manada tenía la mirada fija en mis compañeros,
pero ya se iban alejando demasiado. Pronto la manada no
les haría más caso y tal vez sería yo descubierto. Este pensamiento y los 1 000 kilómetros que tendría que caminar
para encontrar otro roan, me decidieron a tirar cuando me
encontraba a 300 metros. Paré el tripié en la mejor forma
que pude, apoyé mi .30-06 y apunté muy por encima de la
paleta del roan, que muy lentamente caminaba atravesado. Lo veía tan negro y tan grandes los cuernos, que por un
momento dudé si sería roan o sable. Adelanté muy poquito
la mira y disparé. El animal dio la estampida.
—¡Le erré! —fue mi primer pensamiento.
Corté cartucho inmediatamente, y me dispuse a dejarle
ir otro plomazo en el momento en que desaparecía en el
alto pasto. Corrí al tiempo que mis compañeros hacían lo
mismo, y los kongonis, alarmados, se ocultaban en el monte.
¡Oh, alegría! Mi víctima había caído bien muerta después de correr 50 metros. ¡Qué animalazo! Sólo había visto
cabezas de roan en los museos, pero no me los imaginaba
tan grandes, con más de 250 kilos. Estaba sorprendido y
feliz, pues además resultó un magnífico ejemplar con cuernos que midieron 29 pulgadas por lado, entrando en la medida récord de África Oriental.
¡Buena idea la del tripié!, y además Jack filmó bien la
escena. Para redondear el día, aquella tarde abatí de dos
El autor con un ejemplar de roan cuyos cuernos
entraron en la medida récord.
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tiros una cebra.
menos que se pusiera a descubierto. Varias veces estuve
a punto de oprimir el gatillo en el preciso momento en que
se cruzaba una hembra o un crío. La manada caminaba
lentamente y comía. Dos veces me alejé dando medios
círculos, buscando y esperando el momento, que bien
aproveché, disparando rodilla en tierra a no más de 120
metros. El impala cayó en sus propias huellas. Los cuernos midieron 29.5 pulgadas entrando en la medida récord.
Todavía era temprano, tomamos un refresco, un cigarrillo
y seguimos campeando. No pasó media hora cuando encontramos otra manada de impalas, tan numerosa como la
anterior y hasta creí que era la misma, pero pronto me di
cuenta de que en ésta había también un macho, uno solo,
tal vez tan bueno como el ya cobrado.
No quiero cansar al lector describiendo el acecho.
Pude arrimarme a unos 100 metros y muy confiado en la
corta distancia y la buena forma en que tumbé al otro, hice
un disparo precipitado, a pie firme —¡me sentía tan seguro!—. Oí el impacto de la bala que ¡maldita sea!, fue a
dar no a la paleta ni al corazón, sino a la panza. El pobre
animal corrió confundiéndose con la manada, sin darme
tiempo a un segundo disparo. Ni siquiera lo pensamos, fuimos al jeep por una cantimplora y a seguir el rastro. En mi
interior me sentía mortificado, ¡un tiro tan fácil y “pancear”
ese macho! El impala herido no tardó en separarse de la
manada, actitud típica de todo animal que se siente herido.
Media hora habíamos seguido el rastro caminando aprisa
cuando, inesperadamente, se presentó a nuestra izquierda, a unos 50 metros, un rinoceronte que nos pareció mal
intencionado.
—¡AI árbol, .. al árbol! —me gritó dos veces Jack, pues
sabía que sólo teníamos un rifle .30-06 con balas de 150
granos, poco plomo para hacerle frente a ese bruto paracaidista.
Al grito de Jack, el rino se nos echó encima, mientras
trepábamos a los árboles con la agilidad de un mono; no
Impalas
(Aepyceros melampus rendilis)
Seguramente el lector habrá visto alguna película de
cacería africana, en la que figuran una manada de estos
ágiles y graciosos antílopes. Cuando se les asusta, emprenden la carrera dando unos prodigiosos saltos que alcanzan una altura de tres metros por seis o siete de largo.
Es un maravilloso espectáculo, tal vez el más bonito que
nos brinda la fauna; tuve la oportunidad de filmarlo y todavía gozo cada vez que se me antoja pasar en la pantalla
aquel grato recuerdo. Disfruto al recordar la forma en que
cacé un par de estos ejemplares cuyos cuernos entraron
en la medida récord.
Contaré lo que sucedió ese día debido a un error que
cometí y que pudo traer malas consecuencias. Para aprovechar mejor el tiempo, Bill se fue con Espinosa en un jeep
y yo en otro, acompañado de Jack, quien haría el papel de
fotógrafo a la vez que de cazador blanco. Cada uno tomó
rumbo distinto.
En África se le llama caza menor a las gacelas, antílopes, cebras, etc., y caza mayor a los cinco animales
peligrosos: león, leopardo, elefante, búfalo y rinoceronte. Yo salí en pos de caza menor.
Toda la mañana se nos fue sin ver nada que ameritara cazar, pero por la tarde cambió la cosa. En un paraje
de tupido follaje nos encontramos a un grupo de unos 50
impalas. Los observamos detenidamente con los binoculares: en aquella manada había hembras, críos y machos,
destacándose un hermoso ejemplar de grandes cuernos,
simétricos, de puntas paralelas y muy abiertas. Bien, sólo
que necesitaría de tiempo y paciencia para cobrarlo; esperar el momento en que se separara de la manada, o al
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sé cómo hizo Jack, que bien pesaba 90 kilos, pero se subió. El paquidermo desconcertado, se detuvo a unos 10
metros; luego, aturdido por nuestros gritos, dio un fuerte
resoplido y se alejó. Aquel pequeño incidente nos advirtió
del descuido en que incurrimos al no llevar un arma de alto
poder.
Analizamos la situación; según el reglamento de caza
no debe abandonarse una pieza herida a menos que la
noche sorprenda al cazador. Por una parte, era expuesto
internarnos más en el monte sin contar con otro rifle y por
otra. .. i caray!, el impala ese era un bonito ejemplar, amén
de que a todo aficionado le debe mortificar el dejar una
pieza herida. Solución: Jack regresaría al jeep por mi rifle
.465/500 y yo lo esperaría sobre el rastro del impala.
Después de una hora de seguir el rastro, volví a ver
al antílope, pero sólo un instante, entre los matorrales,
sin darme tiempo a encarar mi rifle. Seguimos adelante.
Es increíble la resistencia de ciertos animales africanos.
Conforme caminábamos, encontrábamos pedacitos de
costillas, sangre, trozos de grasa e intestinos; el impala se
estaba vaciando, pero no se paraba, Finalmente, después
de horas de rastreo, lo volví a ver en un clarito, ya a punto
de perderse en la tupida maleza. Un tiro rápido de mucha
suerte dio en el blanco acabando con aquel infeliz; de haber fallado ese tiro, probablemente hubiera muerto atacado por las odiosas hienas, pues ya para entonces la tarde
iba muriendo.
Me sorprendió Jack cuando me dio un abrazo, a la vez
que con cara sonriente, como la de un niño, me decía: —
Te felicito, me has salvado de la vergüenza de regresar al
Un buen impala macho acompañado de varias hembras.
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campamento dejando un animal herido.
Más alegría nos dio cuando medimos los cuernos, que
dieron 28.5 pulgadas, Diríase que los dos impalas eran gemelos.
Dos errores cometí aquel día, de los cuales obtuve
buena experiencia. Primero: no precipitarse, no confiar demasiado en la buena puntería, siempre el primer tiro es el
que cuenta; si está uno agitado y las circunstancias lo permiten, debe esperar a normalizar la respiración; si hay un
árbol cerca, servirse de él apoyando el arma para precisar
el tiro; si no hay árbol, rodilla en tierra, o sentado o pecho
en tierra. Sólo en última instancia debe tirarse a pie firme.
Recuerde el cazador que está en la selva y no en un stand
de tiro. Hay importantes especies que solamente las verá y
tendrá a distancia de tiro, una vez en la vida; si falla el disparo, se tirará de los cabellos el resto de sus días culpando
a su mala suerte. El buen cazador debe acercarse lo más
que pueda a la pieza y liquidarla limpiamente, de un solo
tiro. Esta vez me precipité disparando a pie firme, confiado
en lo fácil que pegué al primer impala.
Segundo error: internarnos en el monte siguiendo a un
animal herido, sin llevar un arma de repuesto de grueso
calibre.
Aquella noche, después de un buen baño y cenar unos
exquisitos filetes de impala, mandé llamar a nuestro cocinero Matteka, para que nos contara algo de su vida.
Matteka era un individuo de 45 años, con una gran experiencia de cocinero, en cuyo oficio había servido a una
gran diversidad de cazadores de todo el mundo, unos plebeyos, otros nobles, príncipes, rajás, condes y fabricantes
de salchichas o magnates petroleros.
—Oye Matteka —interrogué—, ¿qué vas a hacer con
el dinero que estás ahorrando en este safari?
—Pues voy a comprar otra esposa.
—Pues ¿cuántas tienes, hijo de Barba Azul?
—Nada más cuatro.
—Y ¿no te bastan?
—No, porque mi ganadito va aumentando.
La razón que exponía me pareció un tanto extraña,
aunque algo sabía de los motivos que tiene el negro africano para tener varias mujeres; según la religión islámica
el hombre puede tener hasta cuatro esposas vivas bajo
el mismo techo, (Mahoma tuvo nueve.) Sin embargo, los
motivos africanos son poco conocidos en el mundo exterior. Cierto que existe la poligamia entre los nativos de
gran parte de África, pero no como lo entiende o supone
el europeo, el americano o cualquier raza y país en donde
se considera un delito. No, en África, cuando un nativo adquiere una quinta o sexta esposa, ha comprado un par de
brazos que le hacen falta para atender los quehaceres do-
mésticos, o para cuidar el ganado o para ayudar a cultivar
la tierra. A mayor número de vacas y chivas, mayor número
de mujeres para cuidarlas.
Una esposa joven vale 50 chivas, 6 vacas y 300 schillings; pero si la mujer resulta una holgazana, el marido
tiene derecho a devolverla y recuperar lo que por ella pagó.
El hecho de pagar por una esposa tiene una justificación
práctica y razonable. Los padres de la novia pierden dos
brazos que trabajan y justo es que, a cambio, reciban una
compensación en efectivo y en producto. También en el
mundo civilizado hay razas y religiones (como la judaica y
la islámica) en las que, ya sea por tradición o por ley, para
que una mujer llegue al altar deberá aportar una dote o no
hay boda.
Preguntará el lector por qué en África no contratan
peones en lugar de comprar esposas. Es que en el campo,
en gran parte de África, no los hay. Todos tienen su ganado
que cuidar, tierras propias que cultivar o trabajan en las
ciudades. El hambre está en Asia, no en África. El negro
africano andará medio desnudo por el calor, por costumbre, o más bien porque no se le ha incorporado a la civilización, pero tiene el estómago lleno. Considerada bajo
su aspecto real, resulta entonces que la poligamia en esa
parte del mundo no es tan inmoral como se la pretende
juzgar. En Tangañica (hoy Tanzania), en 1954 había siete
millones de cabezas de ganado vacuno y gran parte de él
era propiedad de negros nativos.
¡Tres días de gran emoción!
Cae mi primer búfalo y mi segundo rinoceronte
Los dos días siguientes no fueron de mayor importancia; un doblete de cebras y otra gacela de Grant.
Con cierta tristeza nos alejamos de aquel lugar.
El arroyo que corría a un lado del campamento, en
donde tan sólo unos días antes disfrutáramos a placer bañándonos en sus cristalinas aguas, ya estaba seco. Era
tiempo de irnos.
Regresamos por la misma ruta pasando otra vez por
la escarpadura del Rift Valley. Nos detuvimos en la cima
para admirar y contemplar el panorama de lo que hoy es
un Parque Nacional bellísimo, que abarca el Lago Manyara y el enorme y famoso cráter volcánico, santuario de
la fauna: el Ngorongoro. Desde la altura, dominábamos la
alta escarpadura seguida de una ancha franja de tupida
jungla, y luego se extendía la playa en la que crecen cerrados tulares bañados por las frescas aguas del Manyara. Bello lugar para inspirar el pincel de un paisajista. A lo
lejos, se extendía el lago circundado en el lado norte por
una extraña y ancha franja de color rosa, producida por los
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El autor con un magnífico ejemplar de impala cuyos
cuernvos entraron en la medida récord.
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Contemplando el fabuloso panorama que se extiende
a nuestros pies.
millones de flamencos que han escogido ese paradisiaco
lugar como propiedad feudal. Las aguas del lago son tan
salinas que no permiten se desarrolle más vida que la de
las algas y otros pequeños organismos con los cuales se
alimenta el flamenco. Cuando alguien los asusta, levantan
el vuelo oscureciendo el cielo con una nube color rosa en
lento movimiento. ¡Espectáculo maravilloso de un crepúsculo animado, lleno de vida!
La playa es angosta; por un lado la cubren extensos
carrizales que forman un muro impenetrable, y por el otro,
la jungla, una faja de uno o dos kilómetros de ancho, limitada por la alta escarpadura en la que hay partes inaccesibles. Es uno de los costados del Rift Valley, un pedazo del
paraíso no sólo para el cazador, sino también para el trotamundos que gusta de la contemplación de lugares hermosos, embellecidos por su clima, flora y fauna. Ese lugar se
llama Mto-wa-mbu.
Instalamos nuestro campamento en medio de una
exuberante selva de altísimos y frondosos árboles en los
que viven, columpiándose y jugando todo el día, grupos
de monos. A unos 100 metros tenemos nuestro baño: una
cascada que forma un río de aguas cristalinas y frescas.
Todos los días disfrutábamos de una deliciosa zambullida
al regresar de las largas caminatas mañaneras. El Ngorongoro, el lago y la selva forman un pedazo del Rift Valley,
tan bello, tan único y tan rico en su fauna que bien valía
la pena haber sido cantado en los poemas de Kipling o
descrito por una pluma como a de Milton en su Paraíso
perdido.
Hoy, toda esa área es un Parque Nacional. ¡Qué bien
hizo el gobierno en tomar esa disposición!, y qué suerte la
mía en cazar en ese lugar antes de prohibirse!; porque en
ese manchón divino, en esa faja de tierra selvática fue donde pasé unos de los días más emocionantes de mi primer
safari de altura en el Continente Negro.
A las 6 de la mañana nos fuimos en carro por a orilla
del lago, para contemplar los millones de flamencos y después buscar alguna manada de búfalos. Bill sabía que por
ahí encontraríamos algunas de esas enormes y temibles
bestias. De los cinco peligrosos de África, el búfalo era el
que más me preocupaba enfrentar, debido a los numerosos lances trágicos que había leído o me habían contado.
Un animal sanguinario, bravo, una bestia que, como se
dice en el argot de caza, “aguanta mucho plomo”, cuya ancha y resistente cornamenta le sirve de coraza contra tiros
dirigidos al cerebro; de buen oIfato, vista y oído; cuando
ataca sólo la muerte lo detiene, y si queda herido, suele
emboscarse en la maleza preparando una celada al cazador. Entonces se invierten los papeles; quien acecha es la
bestia, con tal astucia, que en no pocas ocasiones ataca
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sorpresivamente por la espalda al cazador, cuando éste
supone que su presa debe estar por ahí, adelante, a 50 Ó
100 metros.
La mosca Tse- Tsé
Anduvimos a campo abierto, con el lago a nuestra izquierda y la jungla a la derecha, más de dos horas sin ver
más que jirafas, impalas y wildebeast. Al pasar por un tramo angosto, sentí un piquete en la espalda seguido de otro
y otros más en las costillas. Creí que seguramente se me
habían subido algunas hormigas; Bill vio que metí la mano
bajo la camisola de caqui, buscando aquellos bichos que
me molestaban, y me dijo simplemente:
—tsé-tsé (moscas de esa especie); de todos modos,
seguí buscando sin encontrar nada. Entonces repuso Bill: —No trates de agarrarlas, pican a través de la camisa.
No acabó de decirlo cuando el número de picaduras se
multiplicó, de tal manera, que los manotazos llovían por
todos lados. Aquello parecía una jaula de locos. Algunas
veces el manazo caía sobre la mosca, pero al levantar la
mano seguía volando, como si se le hubiera hecho una caricia. Sus alas son tan resistentes que les sirven de escudo
de modo tan efectivo que para matarlas hay que destrozarlas con los dedos; todavía así, me sorprendí al ver en mi
safari del año siguiente a mi hijo Fernando que después de
agarrar una mosca, le arrancaba la cabeza, la soltaba y el
insecto seguía volando.
En los lugares en que hay esta mosca contaminada
con el virus del mal del sueño, no sobreviven los animales
domésticos. Un piquete a un caballo es suficiente para que
muera en pocos días; lo mismo le sucede a un perro o un
asno. Por eso, en muchas partes de África, no hay estos
útiles animales domésticos. En épocas pasadas, cuando
los safaris se transportaban a pie o en carretas tiradas por
bueyes y los cazadores iban en caballos, si se sospechaba
que pasarían por una zona de tse-tsé, embadurnaban con
estiércol fresco a los animales para salvar la situación. El
estiércol era y es, que yo sepa, el único repelente efectivo
contra esa calamidad.
Hay unas 22 especies o subespecies de tse-tsé, y todas ellas pueden ser contaminadas por el virus. Si una de
esas moscas contaminadas pica a un hombre, otras, que
posteriormente lo piquen, contraerán el mal. Afortunadamente, este insecto es muy lento para clavar su aguijón,
circunstancia favorable si el cazador va provisto de una
buena cola. de cebra o de algún otro animal. para ahuyentarlas antes de que piquen.
La mosca tse-tsé es un poco más grande que la mosca común, pero a diferencia de ésta, la temible chupadura
En el lago Manyara anidaban
millones de flamencos.
transmite la tripanosomiasis o enfermedad del sueño, que
ataca por igual ál hombre y a los animales domésticos.
Más de una tercera parte del continente africano está
plagado, y han habido ocasiones en que la enfermedad
ha diezmado poblaciones enteras en una sola epidemia,
encontrándose esta mosca en la tupida vegetación, generalmente cerca de lagos y ríos.
Cuando no hay epidemia sólo una de cada mil es portadora del mal; creo que en mis safaris me habrán picado
más de ese número, pero he tenido suerte.
Es difícil un oportuno tratamiento médico en una persona infectada, pues, en un principio, ni siquiera se experimenta malestar alguno y, en ocasiones, pasarán meses
antes de sentir los síntomas que se manifiestan con ligeros
dolores de cabeza, accesos de fiebre o hinchazón de las
glándulas del cuello; sigue la falta de apetito y el letargo; la
enfermedad va invadiendo el sistema nervioso central. El
enfermo adquiere una expresión de pesar, que se debe al
embotamiento del cerebro; va debilitándose, enflaqueciendo notablemente hasta quedar reducido a un esqueleto.
En el curso de mi safari en Botswana (1965), John,
cazador profesional, se desplomó a tierra quedándose profundamente dormido; tres semanas antes lo habían picado
las moscas.
El único alimento de dicha mosca es la sangre, y para
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Pasamos un control para la mosca tse-tsé.
obtenerla ataca a todo animal vivo, a excepción de algunas
especies silvestres. A semejanza del murciélago, se aparea una sola vez, en la cual queda fecundada permanentemente. No aova, sino que cada 10 a 12 días deposita en el
suelo una larva. Ésta se introduce en la tierra y a las pocas
horas cría una recia especie de caparazón. Pasados más
de 30 días, la ninfa madura y una tse-tsé, perfectamente
formada, se abre camino a la superficie.
Hasta hoy en día no se ha encontrado forma efectiva para acabar con este insecto tan terrible. Sin embargo,
recientemente, se descubrió una vacuna preventiva y curativa, que se llama Pertamidine isethionati, fabricada por
Mayo Boker Ltd., Inglaterra. Desconozco su efectividad.
Según el Antiguo Testamento, parece ser que esta
mosca fue una de las siete plagas que azotaron a Egipto
por mandato de Dios, como castigo por no haber oído el
faraón Ramsés II la petición de Moisés de dejar libre a su
pueblo.
Hasta aquí la tse-tsé, ahora volvamos a la caza. Insté a
Bill para que abandonáramos aquel lugar ya insoportable.
Un poco adelante descubrimos con los binoculares unos
búfalos, a la orilla de la selva. Estaban lejos. Para acercarnos, era necesario dar un rodeo a pie, sin que nos vieran.
Así lo hicimos, y hasta entonces iba a conocer lo que es
un verdadero thick-bush, esto es, la verdadera jungla, esas
espesuras tan cerradas de todo tipo de vegetación, que
apenas se ve a 20 metros. No bien habíamos penetrado
caminando en fila india, cuando, a muy corta distancia,
apenas distinguí en la maleza un animal que cruzaba y
luego otro que seguía al primero: dos manchones amarillentos.
—¡Simba! (león) —dijo a media voz mi portador de armas, quien iba detrás de mí, a la vez que me alargaba mi
rifle cuate entre el brazo derecho las costillas.
Nadie habló ni avanzó un paso. Bill se quedó inmóvil
como una estatua, Espinosa dio un salto a la izquierda,
Walter y el huellero, quietos también, mi portador de armas
y yo nos pegamos a un árbol; todos con los rifles listos y
la mirada penetrante en aquel lugar. Eran dos leones que
pasaban sin siquiera voltear a vernos, pero desde ese momento comprendí que cualquier mal rato podía presentarse. Ya no solté mi rifle. No habían pasado cinco minutos,
cuando oímos un trompetazo de elefante, tan cerca, que
otra vez nos pusimos en guardia. Ese sí nos había sentido
y se alarmó. Oímos el ruido que hizo al destrozar alguna
rama, pero nunca lo vimos. Momentos después oímos el
acelerado trotar de otro animal que se alejaba. No supimos
lo que era.
Con los nervios en tensión, dirigíamos la vista por todos lados. Me sudaban las manos. Por poco doy un grito
cuando hubo un momento en que a mi izquierda, a no más
de 10 metros, un bulto negro que había permanecido quieto entre el breñal partió a la carrera dándome un buen susto. Era un búfalo macho que había pasado inadvertido para
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mis compañeros que iban delante. Si en vez de correr en
otra dirección, se nos echa encima, seguramente alguien
la hubiera pasado mal, pues no hubiéramos tenido tiempo
de encarar el rifle.
Todo lo anterior ocurrió en un trecho de 1 000 metros.
Seguramente estábamos ya cerca del lugar en que vimos
al grupo de búfalos, porque empezamos a torcer por la izquierda. Bill nos advirtió que procurásemos no hacer ruido
y, muy especialmente, que cuando tuviéramos a la vista un
animal, si él nos decía ¡Freeze!, con ello indicaba guardásemos absoluta inmovilidad. Y en efecto, la indicación fue
acertada, porque minutos después oímos un tropel como
si fueran los cascos de un regimiento de caballería; Bill dijo
¡Freeze!, y nos quedamos a la expectativa, con la boca
un poco seca por las emociones pasadas y moviendo solamente los ojos. Frente a nosotros había un clarito que
terminaba en una vereda de animales. El tropel que oímos
era una manada de búfalos. Nos replegamos a la derecha, para escondernos un poco en el follaje y esperamos.
Primero vimos unos cuernos en el fondo del claro. Era un
búfalo hembra, luego otra y otra y muchas más. Se detuvieron antes de cruzar aquel terreno abierto, igual que lo
hacen todos los animales silvestres y los experimentados
cazadores, para ver si “no hay moros en la costa”. Luego
siguieron acercándose a nosotros, hasta llegar a unos 70
metros. En ese momento alguien se movió, y al igual que el
aviso de un corneta a su escuadrón ordena un movimiento,
toda la manada a un tiempo inició desenfrenada carrera
por su derecha. ¡Qué bueno! Porque yo no sabía ni podía
preguntar lo que haríamos, o qué pasaría si seguían arrimándose.
Toda la manada, que serían unas 30 hembras, se fueron, y a mí me volvió el alma al cuerpo porque . . . bueno,
una, dos o tres bestias como quiera, pero, ¿qué tal una estampida sobre nosotros? ¡Ese Bill sabía su oficio! Como yo
sabría más tarde, con la experiencia que da la práctica, es
más peligroso el búfalo solitario que en manada. En ésta,
muchos animales actúan como las chivas, a donde brinca
la primera brincan todas.
Después de algunos rodeos, descubrimos los machos
que buscábamos. Eran tres. Los examinamos. Dos eran
buenos. Estaban en terreno abierto, en la llanura que daba
a la playa, pero dando un corto rodeo, metiéndonos otra
vez en la jungla, podríamos colocarnos a unos 80 metros,
o menos, y desde ahí tirar. Le tocaba disparar primero a
Espinosa, y si yo tenía oportunidad, tiraría después de que
cayera su búfalo.
Pasaron los momentos de tensión que preceden al
primer disparo, como ocurre en un combate a los soldados que lo inician formados en la línea de fuego. Espinosa
escogió el búfalo de la derecha. Hizo su primer disparo e
inmediatamente el segundo; los dos dieron en el blanco,
“El tropel que oímos era una manada de búfalos ... “
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Mi primer búfalo africano cayó con un tiro
casi a 200 metros.
pero la bestia no caía. Mientras tanto, ya estaba yo rodilla
en tierra apuntado al mío, que, sorprendido, empezaba a
alejarse deteniéndose y volteando de vez en cuando para
ver qué pasaba a sus compañeros. Viéndome en posición
de tiro, me gritó Bill que no fuera a disparar, hasta que Espinosa rematara su víctima. Un tercer tiro de mi compañero
Espinosa dejó al búfalo tambaleante, como un toro de lidia
después de recibir una estocada mortal, y un cuarto tiro, el
de gracia, lo hizo morder el polvo.
—¿Puedo tirar?.. ¿ Yaaa? -grité, sin poder contener mi
impaciencia.
—Ya está lejos, pero ... —respondió Bill, sin terminar la
frase porque no le di tiempo.
Mi búfalo estaba más o menos a 200 metros, viéndome de frente, un poquito cruzado a su izquierda, pero en
todo aquel trajín, que duró menos tiempo del que he tomado para contarlo, ,lo había seguido con la mira de mi
rifle cuate, el cual apuntaba en ese momento a la base del
pescuezo. No esperé más y oprimí el llamador. No sé cuál
fue más grande, si mi alegría o la sorpresa que recibí ver
desplomarse a esa gran bestia, como si la hubiese fulminado un rayo.
Ya puede imaginarse el lector el gusto que me dio,
después de haber pensado tanto en lo difícil que me sería
abatir al poderoso animal. Mi gusto fue mayor cuando me
dijo Jack que había filmado la escena.
Mientras los dos huelleros se ocupaban de quitar las
copinas, nos fuimos a la sombra de un árbol a esperar la
“calandria”, que no tardaría. Así pasó una hora, que aprovechamos para tomar un refrigerio. Para entonces, los buitres habían dado buena cuenta de toda la carne. No quedaban más que los pelones esqueletos de los dos búfalos.
Más por costumbre que por curiosidad tomé los prismáticos y, allá lejos, descubrí más búfalos. Como mi licencia
me autorizaba dos, Bill y yo resolvimos echarles un vistazo. Esta vez nos fuimos por la orilla de la selva y sin tropiezo nos acercamos bastante. El grupo estaba al descubierto
y pudimos observarlos a placer. Desafortunadamente no
había un solo ejemplar bueno.
Ya nos disponíamos a regresar, cuando vimos que a
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200 metros salía de la jungla un rinoceronte macho, de no
malos bigotes.
—¿Vamos? —me dijo Bill.
—Pa’pronto —contesté sin vacilar.
Examiné mi rifle, quité el seguro y empezamos a arrimarnos. Recuerde el lector que esos paquidermos tienen
mala vista, pero buen oído y buen olfato. El aire nos era
favorable. Sólo debíamos evitar hacer ruido. Después de
mi éxito con el búfalo, me sentía confiado. Sin embargo,
cuando ya estaba a 30 metros y consciente del peligro, la
adrenalina circuló abundantemente y la tensión se presentó.
Todos los animales, cuando están vivos y en movimiento, nos parecen más grandes. Un león muerto pierde
toda su fiereza y su noble rango. Más bien inspira lástima.
Cuando la bestia sintió mi presencia y empezó a inquietarse girando las orejas y moviendo la cabeza para ambos
lados, tratando de localizar el motivo de su inquietud, me
vio de frente, dio unos pasos y se oyó mi primer disparo
que la paró en seco; se revolvía en círculo en el instante
que recibía mi segundo tiro, el cual dio en el hombro. Cayó
resoplando como una locomotora. No hubo necesidad del
tiro de gracia. Otra tonelada y media de carne para los buitres, barrenderos de la selva.
De regreso al campamento sufrimos otra vez las acometidas de la mosca tse-tsé, pero ya no les hice el mayor
caso; sólo me regocijaba con el éxito que, como principiante en caza mayor, había tenido aquel día inolvidable, pleno
de angustias y emociones. ¡Dos animales grandes y peligrosos abatidos limpiamente con tres tiros en un día! Recordé también, haciendo comparaciones, el fracaso con mi
primera gacela y mi primer elefante. Son gajes del deporte.
Al día siguiente me levanté tarde saboreando todavía mi
actuación anterior. Salí con Walter a cazar un wildebeast
para carnada de leopardo. Una hora después estaba cumplida mi faena. Encontramos a uno de esos toretes mal encarados y de hocico aplastado, tan feo, que no sé por qué
me recuerdan a un amigo mío a quien mucho estimo. Lo
encontramos solitario en un campo abierto, salpicado de
esos típicos hormigueros que abundan en África, los cuales en su mayoría son de tierra roja, algunos de ellos tan
grandes como una choza y los más chicos a la altura de un
metro, en forma de pilón. Fue un acecho fácil, cubriéndome con los hormigueros. Un tiro con mi rifle .30-06 corto la
Los buitres se dieron un banquete con los
despojos de los búfalos.
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ÁFRICA - 1953
Un buen ejemplar fue mi segundo rinoceronte. BilI se acerca para comprobarlo.
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ÁFRICA - 1953
vida del antílope. Muerte inútil porque el bicho nunca probó
la carnada.
Una noche lluviosa nos hizo perder un día, pero al siguiente, la primera víctima fue un wart-hog, ese jabalí africano de tan enormes colmillos para un cuerpo tan chico,
casi pelón y con unas gigantescas verrugas en la cara, que
lo convierten en un animal de pesadilla. A pesar de lo feo
no impone temor, como el gigantesco jabalí europeo, o
como el no menos grande de la India que tuve la suerte de
cobrar en mi segundo shikar en ese lejano país.
Fue un tiro fácil. Primero pasó una hembra, a la cual seguían tres simpáticos jabatillos, todos trotando con la cola
parada como un periscopio. Después descubrí al papá,
quieto, observando a su familia en medio de un zacatal.
Minutos después, le quitábamos la copina, y hoy adorna un
muro en mi salón de trofeos.
Al mediodía estábamos bajo la sombra de una acacia,
cuando me dijo Bill: —¡Mira! A mi espalda aparecieron cuatro cebras, a unos 200 metros. Empezaron a correr, pero
no huyendo sino dando un ligero rodeo, seguramente para
reunirse con otro grupo. No tenía a la mano más que mi pesado rifle .456/500. Lo tomé, sin perder tiempo, y disparé
a la que me pareció mejor. El tiro resultó un poco trasero,
pero alto. Creo que se debió a que a tal distancia, una bala
de 480 granos como las de mi rifle, es lenta, sólo desarrolla
una velocidad de 2 200 pies por segundo. Erré un segundo
tiro, pero el tercero dio en el nacimiento del pescuezo. Fue
tan fulminante la muerte de ese animal, producida por una
bala de tan gran potencia, que cayó como una roca. Ni
siquiera alcanzó a estirar las patas, que es lo usual. Jack
filmó parte de la acción.
que ha dispuesto todo aquello para el recreo del hombre.
Había algunos nubarrones que amenazaban lluvia en un
cielo de azul turquesa, pero más tarde aclaró el día.
Respirando hondo y lleno de entusiasmo, me subí al
carro de cacería para ir hasta las faldas de unos montes
muy tupidos.
—Vamos a lo alto de esas cumbres en busca del kudu
menor —dijo Bill—, estoy casi seguro de encontrarlo. El
lugar es propicio.
Este animal y su hermano mayor son los antílopes, a
excepción del bongo, más difíciles de seguir y acecharse
en toda África.
Después de encontrarse la huella deben tomarse infinitas precauciones. Debe practicarse el acecho silencioso
que ya he explicado antes. Ese antílope ve y oye a dos
kilómetros de distancia. Tiene magnifico olfato y habita
en montes rocosos de abundante breña. Una de sus muy
usuales defensas consiste en meterse en el más tupido
monte guardando completa inmovilidad, de modo que el
mimetismo del color de su piel con el breñal lo hacen muy
difícil de descubrir, aún a 50 metros de distancia. El cazador suele toparse con un kudu a 100 metros cuando
menos lo espera. Por eso se le llama el “fantasma de los
bosques”. Cazar un kudu tiene tanto mérito como cazar un
borrego en Sonora o en las Rocallosas de América.
Abandonamos la “calandria” y empezamos a escalar el
monte. Sólo íbamos Bill, dos huelleros y yo.
Después de media hora, descubrimos una huella fresca de kudu menor que nos pareció muy buena, pero no la
seguimos. Aquí aplicó Bill sus conocimientos y experiencia. En lugar de ir tras la huella seguimos de frente, y 40
minutos después, llegamos a la cima que remataba en una
meseta rodeada de otros montes que daban forma a tres
cañones muy próximos. Un buen rato anduvimos por ahí
cargándonos por el lado izquierdo, suponiendo el lugar por
donde era probable se había embarrancado el antílope. La
consigna era caminar como sombras, sin hacer el menor
ruido, sin chistar palabra, escudriñando el terreno con tal
atención como cuando se penetra en una cañada en la que
el enemigo pudiera sorprendernos. Da gusto ver cómo se
ejecuta un buen acecho por cazadores experimentados,
principalmente esos negros, con facultades e instinto de un
perro podenco.
Nos aproximamos a una profunda barranca que debíamos otear. Con grandes precauciones, casi arrastrándonos, con el sombrero quitado y pegados a las rocas, nos
fuimos asomando al borde del barranco cubierto de breña
y altos árboles. Luego, vino el uso de los binoculares. Todo
movimiento debía ser lento, para no ser descubiertos. También el buen uso de los prismáticos es importante. Para
El Kudu menor
(Strepsiceros imberbis austarlis)
Cae mi segundo búfalo
Era una mañana fresca que olía a tierra mojada y toda
la vegetación estaba bañada y limpia por la lluvia del día
anterior. Una de esas mañanas en que todo es optimismo,
no nos duele nada y nada nos preocupa, y contemplando
el cielo y el campo, vino a mi mente un párrafo que leí en
algún libro:
“Son los tesoros con que la naturaleza regala a los
sentidos del hombre en estas tierras, en estos campos que
más bien parecen un cielo abreviado. Gratísimo bienestar
con que la primavera ahuyenta la tristeza.”
Una de esas mañanas sonrientes, color de rosa, engalanadas por el rocío y los alegres trinos que los pájaros
elevan al cielo como una plegaria, dando gracias a Dios
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ÁFRICA - 1953
Es muy dificil localizar al kudu menor entre
el tupido breñal.
escudriñar un lugar deben fijarse sobre cualquier roca o
cosa, luego, mover la vista rebuscando metro por metro
toda el área focal que abarcan; luego se cambia la posición
al área siguiente, como una cámara fotográfica, y así hasta
cubrir todo el terreno. Los prismáticos deberán estar siempre fijos.
Estuvimos media hora sin descubrir nada. Entonces
mi portador de armas, que estaba a cinco metros de mí,
arrastrándose silenciosamente, se acercó y sin decir una
palabra me hizo un ademán con la mano señalando un
lugar en la barranca, como diciendo: Ahí ... ahí está.
Lo primero que hice fue revisar mi rifle, arrastrándome
seguí al huellero y Bill hizo lo mismo hasta llegar al borde.
Apenas asomando la cabeza volvió a señalarme un lugar
con el dedo índice. Miré fijamente, después usé los binoculares. No descubrí nada. .. ni estaba cierto de qué era
lo que el sirviente había visto. ¡Cómo no hablaba! “¿Será
kudu o algún otro animal? —me preguntaba yo ¿un bushbuck, por ejemplo? ¿Cómo es posible —pensaba— que a
simple vista haya descubierto algo este prieto tal por cual,
que yo no puedo ver ni con la ayuda de los binoculares?”
La razón es que estos nativos tienen doble capacidad visual que el hombre que vive en las grandes ciudades. Están acostumbrados y saben descubrir la silueta o los cuernos de un animal en cualquier ángulo dentro del breñal.
Allí, después de mucho buscar, descubrí la figura helicoidal de unos cuernos que se confundían con el varejonal
reseco. Luego vi la cabeza, y nada más. ¡Era el kudu menor y estaba a 100 metros!
Quieto, quietísimo, sin pestañear, veía hacia nosotros.
Tal vez nos había visto o su instinto le advertía de una posible amenaza. Me impacientaba no poder descubrir su
cuerpo para colocar un buen tiro en parte vital. Resolví tirar
al pescuezo, a lo poco que de él veía. Era un tiro aventurado, pero no esperé más. Apoyé el rifle sobre mi sombrero
de fieltro, apunté cuidadosamente, contuve la respiración y
oprimí el llamador. El animal apenas se movió, pero fue lo
suficiente para que viera yo medio cuerpo. Un segundo tiro
rápido y afortunado hizo desplomar en sus propias huellas
a aquel raro antílope. Mi primer disparo dio en el nacimiento de los cuernos
y no lo tumbó, pero seguramente quedó atarantado por el
impacto y por eso no se movió. El segundo tiro dio en el
corazón. A la fecha no he vuelto a ver otro kudu menor, de
tamaño aceptable, en mis safaris africanos.
Ese fue otro de mis días de suerte. Después de abatir
el antílope, me esperaba una experiencia muy emocionante. Seguimos caminando por la meseta, y después de un
rato, nos detuvimos a comer un ligero refrigerio a la orilla de
un claro de unos 80 metros de circunferencia. Otra vez vi
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Después de un largo y fatigoso huelleo pude cobrar este ejemplar de kudu menor.
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a mi huellero parar la oreja. Ese negrito nunca se distraía,
siempre estaba atento a su trabajo, que evidentemente le
gustaba. Percibí un ruido que, por mi inexperiencia, no podía imaginar lo que era.
—M’bogo, mingui (Muchos búfalos) —dijo Bebí. Rápidamente nos replegamos al monte quedando frente a nosotros el claro ya mencionado.
—Es una manada de búfalos —dijo Bill—, vienen de
allá abajo, vamos a quedarnos completamente quietos y a
esperarlos. Si tienes oportunidad, tírale al mejor, pero hasta que yo te diga. Lo importante es no moverse, sino hasta
que estén muy cerca.
Ya para entonces, Bebi me había dado el rifle .465/500
a cambio del .30-06 que yo llevaba.
El ruido que hacía el tropel de la manada era a cada
momento más y más notable. Tomé posición de rodilla en
tierra y me preparé.
Aquí tuve un descuido con las miras de mi rifle, que
más adelante explicaré, pues en otras circunstancias pudo
ser de consecuencias fatales.
Aquel ruido de pezuñas se hizo más fuerte. La espera fue para mí de alta tensión, tal vez como cuando se
aguarda un ataque a la bayoneta. Pronto aparecieron los
primeros cuernos seguidos de una gran cabeza negra, luego otros y otros y muchos más; así hasta sumar, según mis
cálculos, unos 40 de esos toros salvajes. Todos avanzaban
de frente, como en línea de fuego. (¿Se animaría algún
torero a lidiar un bicho de éstos?) Lo ancho de aquel frente
poderoso, imponente, negro, como una mala noche, con
80 lanzas en la cabeza y muchas toneladas de fuerza y
energía terribles, convertida en músculos, detuvo por un
momento su carrera al entrar en el claro. Luego, continuó
su avance ya no al trote sino al paso.
Estaba yo tan emocionado que ni tragaba saliva. Si
aquellas bestias desencadenaban una estampida, alguno de nosotros acabaría ensartado y otros hechos papilla,
embarrados en el suelo. A pesar de esos negros pensamientos que me habían secado la boca, ya había escogido
mi víctima: era un macho prieto que iba al frente, ancho,
grandote, con una cornamenta que destacaba sobre los
demás.
Sólo esperaba el aviso de Bill para disparar. Ya estaban a 60 metros, luego 50 ... , 40 ... “!Esto es un suicidio!”
pensé.
—¡ Dispara! —dijo en ese instante Bill.
Pegué la mejilla al rifle para apuntar a mi víctima.
“!Pero qué pasa! ¿Por qué no veo bien el grano de mi
rifle?” Prácticamente disparé encañonando. Al primer disparo toda la manada, sorprendida por la detonación, volteó
a su derecha, como si se hubiese puesto de acuerdo. En
esos momentos me olvidé del peligro, estaba concentrado
en mi víctima. Hice otros tres disparos rapidísimos, de los
cuales dos hicieron blanco y uno resultó alto. A ese cuarto
tiro la bestia, bramando, se dobló sobre sus rodillas, mientras el resto de la manada se alejaba en la espesura del
monte. Rematé al búfalo con un tiro tras de la oreja.
¿Qué había pasado con las miras de mi rifle? ¿Por qué
no encontré el grano en el momento culminante?
Una distracción, un descuido y una lección. El .465/500
es un rifle cuate hecho a la orden por la casa Holland and
Holland de Londres. Tiene dos cañones cuyos mecanismos funcionan separadamente, como si fueran dos rifles
en uno. Es un arma hecha especialmente para la caza peligrosa. Se “quiebra” automáticamente. Tiene extractores
automáticos que ayudan a recargar con más rapidez. Es
propio para usarse a cortas distancias, la máxima debe ser
de 200 metros. Tiene un grano delantero como todos los
rifles, y detrás de éste una mira plegadiza de marfil, más
grande que la primera para, en su caso, servirse de ella en
noches de luna. Un poco atrás de medio cañón tiene dos
miras plegadizas en V, una para tiros de 50 a 100 metros y
la otra para 200. Más atrás, casi a la altura de la recámara,
tiene otra mira, también plegadiza, para usarse como “mira
de recibir”. Sólo puede utilizarse ésta cuando las dos miras
delanteras en V están plegadas, de otra manera no se ve
el grano ni puede verse el blanco con precisión.
Pues bien, sucedió que cuando oímos el tropel de los
búfalos que iban cuesta arriba, Bebi puso en mis manos el
.465/500 dándole yo el .30-06. Revisé la carga del rifle, vi
que la mira para 100 metros estaba levantada y puse dos
tiros de repuesto entre los dedos de mi mano izquierda,
para recargar con más rapidez después de los dos primeros disparos. Todo parecía estar correcto, pero resultó que
cuando encaré el rifle para apuntar al búfalo seleccionado
¡no encontré el grano! Felizmente, me controlé y disparé
encañonando, como si el rifle no tuviese miras. De cuatro
disparos tres dieron en el blanco, errando uno. Todos los
impactos fueron altos, naturalmente. ¿Qué había pasado
con las miras? Pues que no me di cuenta que la de recibir
estaba también levantada. Podía ver la mira en V, pero no
veía el grano.
Es oportuno recordar lo cuidadoso que era W. D. M.
Bell con sus armas. Ese famoso gran cazador del siglo
pasado y principios de éste no sólo las limpiaba personalmente, sí no que en su rifle probaba cartucho por cartucho
antes de salir al campo. Es aconsejable que todo cazador
proceda en la misma forma, principalmente cuando se va
por caza peligrosa.
A Selous, ese otro admirable cazador de la misma época, le pasó lo siguiente: En esos tiempos se usaban unos
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ÁFRICA - 1953
Un día de suerte; poco después de cobrar el kudu
abatí mi segundo búfalo.
rifles fabricados por Isaac Hallis, de Birmingham, Inglaterra; de un solo cañón, liso, como de escopeta, que pesaban 14 libras y se cargaban por la boca con una posta que
pesaba 128 gramos (no confundir con granos), calculando
la pólvora negra que se usaba, por lo que cabía en el hueco de la mano. Siempre cargaba él con uno de esos rifles,
y su portador de armas con otro de repuesto. En una ocasión tomó el rifle de manos de su ayudante, y al disparar
voló el arma partida en dos y él cayó al suelo con la cara
destrozada. Sucedió que, sin saberlo, su ayudante había
puesto doble carga en aquel rifle-escopeta.
Febrero 27 de 1954. Aquí termina mi primer safari africano. El cazador que de veras siente la afición, siempre se
quedará con el deseo de volver. Yo me quedé picado, tan
picado, que al escribir estas líneas para la tercera edición
de mi modesto libro van transcurriendo numerosos años
de constantes safaris y shikaris, sin dejar en blanco uno
solo.
El primer safari internacional es el que más sabor deja,
porque se le tira a todo bicho que se le pare enfrente. Causa emoción el hecho de encontrarse en tierras ajenas con
fauna, flora y gente también extrañas.
En éste mi primer safari adquirí una gran experiencia,
creo que dos meses de caza en África equivalen a 10 años
de caza en México. Se aprenden principios básicos tan importantes e interesantes que pueden considerarse como
un arte: saber distinguir una huella y su edad entre tan gran
variedad de animales; analizar igualmente los excrementos, los hábitos, según las épocas del año; el ángulo de
tiro dependiendo de la posición que guarda un animal para
colocar la bala en el lugar vital; distinguir la silueta entre el
breñal; el acecho adecuado procurando arrimarse lo más
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ÁFRICA - 1953
posible a la presa para asegurar un buen tiro; la ventaja
de no precipitarse para no correr el riesgo de “pancear” la
pieza y meterse en dificultades; la cualidad del acecho silencioso; la importancia de permanecer inmóvil en algunos
casos, y muchos otros detalles de gran utilidad en el buen
cazar.
Asimismo, me he dado cuenta de la armonía familiar
en que viven muchas especies, la cual bien pudiera servir
de ejemplo a la humanidad, pero también advertí la crueldad de la jungla. La ley de la selva: matar para vivir. El
león, como el leopardo, han de sacrificar una victima cada
tercer día; y los perros salvajes, esos terribles carniceros,
peores que el lobo, los más crueles que existen, acechan
constantemente, desde el pequeño oribí hasta la jirafa de
dos toneladas.
Solamente el elefante, ese verdadero rey de la selva no
tiene enemigos. No hay quien se atreva a atacarlo. Suya
es la selva infinita. .. ¡Ah, sí! ... Sí tiene un enemigo, uno
solo, y sabiéndolo, huye de él como de la peste; ese único
enemigo es el hombre, e inteligentemente se aleja como si
tal vez se diera cuenta de que ¡donde está el hombre no
hay paz!
RESULTADO DE LA CACERIA
Animales cobrados
2 gacelas de Grant
1 eland
2 wildebeast
2 gerenuks
2 órix
2 hienas
4 cebras
4 gacelas de Thomson
1 antílope de Hunter
3 impalas
1 roan
1 kudu menor
1 wart-hog
1 elefante
1 león
2 búfalos
2 rinocerontes
1 cheetah
Total: 33 piezas.
Más los animales que abatí para carnadas y para la
cazuela: francolines, codornices, huilotas, gansos egipcios, gallinas de Guinea y avutardas. Ya puede imaginarse
el lector los exquisitos platos y las comilonas que tuvimos
con tal variedad de aves, gacelas y antílopes, que tan bien
sabía cocinar nuestro experto Matteka.
Duración del safari: 60 días efectivos.
Recorrido en jeep: 6 770 kilómetros.
99
3
Africa
1955
Ni un safari, ni dos ni tres, sino toda una vida será
necesaria para formar una colección de trofeos de caza,
no comprados sino cobrados por el rifle del cazador. No es
un trabajo; es una felicidad sentir profundamente la afición
venatoria. Tan pronto termina un safari, ya se piensa en el
siguiente. Se trata de un placer latente que mantiene nuestra mente siempre ocupada. Ese sabroso lapso de meses
que transcurren entre una y otra cacería abarca: sueños,
libros de grandes cazadores, planes, prácticas de tiro, información, la espera de la época adecuada, cacerías locales y ejercicios para estar en forma preparándose para lar-
gas caminatas, abundante correspondencia con los guías
y contratistas para ajustar condiciones, cámara, material
fotográfico, ropa adecuada y otras tantas cosas que mantienen al cazador con un dulce sabor de esperanza en el
corazón mientras llega la hora.
Se requieren años de espera para cazar algunos ejemplares raros. La obtención del permiso, el país, la estación,
la situación económica, la salud, etc., son problemas por
resolver. Durante muchos años he tratado inútilmente de
obtener un permiso para cazar en Rusia un tigre siberiano;
o en Angola un sable real gigante. Y si obtuviera esos per-
100
ÁFRICA - 1955
El autor en el aeropuerto de Nairobi.
Comenzaba el segundo safari africano.
misos, todavía haría falta la buena suerte de poder llegar a
ellos viéndolos en la mira de mi rifle.
Los tiempos cambian y se pierde un poco la dignidad
de la caza, en comparación con otras épocas ya olvidadas.
En tiempos pasados, los preparativos llevaban años.
Para un safari africano de 6 meses se necesitaban 100
negros para los servicios y 60 burros, o una larga caravana
de carretas tiradas por bueyes. ! Imagínese la tarea del cazador para alimentar a tantos hombres por un largo tiempo!
Pero, ¡qué paraíso era entonces el Continente Negro para
un espíritu de aventura y grandes emociones! Abundantísima cacería, sin límites, en un ambiente primitivo y bárbaro, donde el canibalismo y otras costumbres, tales como
el fetichismo y el tabú eran comunes, los hechiceros, los
brujos, los ritos salvajes, el misterio y las tierras vírgenes.
Karamojo mató 19 elefantes en un día. Selous mató 200
búfalos y 17 leones en 4 años; Rainey, trece leones en un
día. ¡Grandes cazadores! Algunos usaban rifles calibre 4,
más propiamente dicho pisponeras que se cargaban por la
boca del cañón, usando pólvora negra y pesadas postas
de plomo endurecido con zinc y mercurio. El disparo con
esas armas formaba una nube delante del cazador, y éste
no sabía el resultado de su tiro, a menos que saltara a
un lado. Pues bien, con esas rudimentarias armas, cuya
velocidad de bala no llegaba a los 2 mil pies por segundo,
mataban elefantes, búfalos, rinocerontes, leones y leopardos. Muchas veces, en la carga de alguna de estas bestias
feroces, el cazador salvaba el pellejo dando un ágil salto
a un lado, en el momento en que el animal, no viendo al
hombre, arremetía sobre la nube de humo producida por el
disparo. ¡Qué tiempos aquellos!
Pero yo llegué medio siglo más tarde. Todavía hace
unos 20 años, en Kenya, la licencia de un cazador autorizaba cuatro leones, dos rinocerontes, 12 cebras, y así por
el estilo. Hoy, en algunos países africanos, sólo se autoriza
un león, pero hay que buscarlo con la linterna de Diógenes.
En un futuro próximo, muchas de las especies más importantes sólo se podrán encontrar en cotos de caza comercializados; pero esto ya no es cacería.
La explosión demográfica, el gran número de cazadores y el furtivo, invaden los terrenos de la fauna, que en
otros tiempos fueran un paraíso de los animales silvestres,
libres, alejados de toda civilización. Prácticamente ya no
hay tierras ignotas. Esa ilusión ya no existe, salvo en las
regiones siberianas, chinas o de los Himalayas. La población mundial de 500 millones de hace tres siglos, es hoy
101
ÁFRICA - 1955
superada por un solo país: la India -por no mencionar a
China-, país pobre, donde la fauna ya agoniza. La caza
del tigre de Bengala está vedada permanentemente. Sólo
quedan unos 600 en todo el país, mientras que hace unas
cuantas décadas un solo cazador, el Maharajá Surguya
—a quien en 1956 conocí en mi shikar en la India—, tenía
en su haber más de 1 000 tigres de Bengala y otras tantas
panteras.
Por lo tanto, amigo cazador, ¡apúrate!, si deseas que
en tu salón de trofeos luzcan algunas especies raras.
En los primeros días de agosto de 1955 inicié mi segundo viaje africano, acompañado por mi hijo Fernando,
quien entonces tenía sólo 15 años, pero ya desde la edad
de 7 me acompañaba a tirarle a las huilotas con su escopeta .410. Buen compañero. Para 1961, después de cuatro
safaris internacionales, ya estaba cuajado como cazador
y también se había revelado como un buen escopetero.
Acababa de ganar un campeonato estatal con la hazaña
de romper nada menos en skeet 100 discos de 100 tiros.
Esta vez había hecho arreglos para un safari especial.
Bill tenía instrucciones mías para que durante un mes, an-
tes de nuestro arribo, hiciera un largo recorrido de reconocimiento en lugares remotos, poco trillados por cazadores.
Nuestro objetivo principal eran el gran kudu y el sable real.
Llegamos a Nairobi y al día siguiente alquilamos una
avioneta para volar los 1 000 kilómetros que nos separaban de Tabora, pueblecito donde nos esperaba nuestro ya
conocido cazador blanco, Bill Jenvey, con todo listo para
iniciar nuestro safari. En el vuelo tuvimos oportunidad de
contemplar una enorme extensión territorial de caza. Cruzamos el gran Rift Valley y vimos el Lago de Tangañica que
tiene 710 km de largo. África es pródiga en ríos, lagos y desiertos. Cuenta con el río más largo del mundo: el Nilo, con
6700 km; el Lago Victoria, tercero del mundo en extensión;
los ríos Congo, Zambeze y Ubango. Bellas cataratas como
las Victoria. Desiertos como el del Sahara, que es el más
grande del mundo (9 millones de km2), etc.
En Tabora debíamos obtener nuestras licencias de
caza para Tangañica, y Fer —así llamaré a Fernando—,
se sentía muy preocupado porque a los menores de edad
no se les permitía la caza mayor, es decir, que no podría
cazar ninguno de “los cinco peligrosos de África”. Pero el
De nuevo admiraba las llanuras africanas
llenas de caza ...
102
ÁFRICA - 1955
dinero obra milagros; también por allá opera la mordida,
de modo que hubo arreglo. Al llegar a las oficinas del Departamento de Caza, Bill se acercaría a la ventanilla, yo lo
acompañaría y Fer permanecería sentado para que no se
notara su corta edad. Luciría una cazadora, paliacate rojo
al cuello, sombrero gacho y el cigarro en la boca, aunque
no fumaba. El empleado oficial le echó una mirada y autorizó el permiso. Después me dijo Fer que toda la noche
anterior había rezado para obtener el permiso. Tal vez San
Eustaquio hizo el milagro y no las diez libras esterlinas que
di para la “mordida”.
distancia, que calculé de 200 metros. De las dos cebras
escogí la mejor. Apoyé el rifle sobre el hormiguero. Apunté
a la paletilla del animal que estaba medio atravesado en un
ángulo de 45 grados y oprimí el llamador. Sonó el disparo
y se me nubló la vista, ¡no veía ... ! Había recibido un patadón del telescopio en el ojo. Medio atarantado, lo cerré y
me limpié con el pañuelo. Luego vi con el ojo izquierdo que
tenía sangre. Lo primero que pensé fue que sería el fin del
safari. Traté de probar qué tan seria era la cosa: cerré el
ojo izquierdo y con el derecho busqué la cebra. Primero vi
borroso el panorama, pero pronto se aclaró un poco para
descubrir que la mula esa se alejaba evidentemente herida
... i Eso sí que no! Encaré mi rifle y a través del telescopio
vi mejor. Erré un segundo tiro y al tercero cayó. ¡Qué bueno! ... la caza seguiría ... gracias a Dios.
Resulta que el telescopio de mi nuevo rifle era más largo que el Lyman-Alaskan del otro, al cual estaba acostumbrado; seguramente olvidé ese detalle en los momentos
de emoción y acerqué demasiado el ojo al lente, con las
consecuencias ya dichas.
Afortunadamente, la herida estaba exactamente bajo
la ceja, rompiendo el párpado. Esta experiencia se repitió
sólo una vez más, debido a mi concentración sobre otro
objetivo. Pero en adelante encontré la manera de evitarlo
así: cuando apuntaba a un animal, bajaba y levantaba la
cabeza para medir con el ala del sombrero, en un instante,
la distancia entre el telescopio y el ojo. No tiene chiste esta
maniobra, pero es práctica.
Campamento en Iswangala
El 2 de septiembre llegamos a nuestro primer campamento y al siguiente día salimos a cazar algo para la cazuela. Lo primero que se nos presentó fueron 4 gansos
egipcios que aterrizaron en un manchón de pasto alto, muy
verde.
—¡Ahora ... Fer, aquí vas a ejecutar tu primera faena!
Fer no se hizo llamar dos veces. Tomó la escopeta que
su portador de armas, de nombre Pita Kasimwita, ya tenía
preparada. Pita y Bill se bajaron del carro para acompañarlo. Se fueron caminando hacia donde habían bajado las
ánceras que el crecido pasto impedía ver. Fer iba delante
tanteando el terreno. Pronto se elevaron los 4 gansos, pero
sólo para caer con un doblete de Fer y otro de Bill, quien
también llevaba escopeta. Así que los dos gansos fueron
las primeras víctimas de Fer en África, detalle que causó
buena impresión entre nuestro servicio de negros que, en
el campo, se comportan con la sana alegría de un niño.
Sonriendo, hacían comentarios, en su idioma swahili, del
comportamiento de su bwana-kidogo (pequeño jefe).
Nuestras licencias de caza costaron 19 mil pesos y había que desquitarlos; así es que tomamos un frugal almuerzo y trepamos al carro. Descubrimos unos oribis, pequeños antílopes de carne exquisita, y después de un correcto
acecho, Fer se despachó uno. Erró el primer tiro, pero al
segundo lo dobló. Poco después yo cobré un topi, y ya de
regreso al campamento vimos unas cebras que al tirarles
por poco me cuestan un ojo de la cara, echando a perder
toda la cacería por un olvido o descuido mío: eran dos cebras. Me bajé del vehículo e inicié el acecho llevando mi
nuevo rifle .30-06 equipado con un telescopio alemán. El
terreno estaba salpicado de acacias que me servían para
cubrirme, y así fui acercándome a esas matreras mulas de
camisón rayado. Escogí una línea donde se levantaba uno
de esos típicos hormigueros —comejeneras muy altas—,
que abundan en África, y al llegar a ese sitio ya no podía
acercarme más sin ser visto. Me dispuse a tirar desde esa
Un sable real récord
(Hippotragus niger)
Desde siempre se ha discutido qué antílope africano
merece el título de ser el más hermoso, si el gran kudu, el
sable real o el bongo, sin llegar a una conclusión, ya que
las tres especies son magníficos ejemplares de la fauna
africana y cada una se adorna y embellece con muy particulares características. El sable tiene señorío, majestad,
grandeza, porte; hasta el color de su pelo prieto azabache
es más bonito. En cuanto a cuernos, no sabría a cuál dar
mi voto. Los tres son muy diferentes a la vez que grandes,
caprichosos y bonitos. De los tres, el de cuernos más cortos es el bongo, pero al mismo tiempo es el más codiciado
por ser el más escaso y el más difícil de encontrar.
Estábamos ya en terrenos del sable real y el gran kudu,
dos trofeos muy codiciados y difíciles de encontrar por su
calidad, descubriendo que lo que sí abundaba era la mosca tse-tsé. Para defendernos un poco de estos molestos
insectos nos proporcionamos unas colas de órix sujetas a
un mango de madera, con las cuales nos las quitábamos
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ÁFRICA - 1955
Fernando en el campamento de Iswangala.
Buen debut de Fernando en África. Un doblete
de gansos egipcios que fueron a la cazuela.
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Un respetable wart-hog, cobrado por Fernando.
del cuerpo. Todo el santo día hacíamos uso de esas colas tan útiles. De pronto descubrimos con los gemelos un
grupo de sables; eran seis hembras y un macho que se
distinguía por sus largos cuernos y piel oscura, casi prieta.
Nos acercamos a prudente distancia para observar y calcular las dimensiones de los cuernos, que me parecieron
aceptables, pero según Bill sólo medirían 41 pulgadas, si
acaso 42. Según yo, que no quitaba la vista de tan gallardo animal, los cuernos pasaban de medio círculo, media
vuelta; y debían medir más, pero no obstante el uso de los
prismáticos, son tan agudas y finas las puntas que no acertaba a definir su tamaño. Tenía ganas de tirarle a ese lindo
macho, pero como mi licencia sólo autorizaba un ejemplar,
resolví ajustarme al criterio de Bill.
—No es muy bueno —me dijo—, yo creo que encontraremos algo mejor.
—De acuerdo —respondí—, vámonos.
—Nos alejamos en el carro, sin dejar de voltear a ver el
antílope que permanecía con la mirada de una novia triste
que se siente abandonada.
Seguimos por la selva sin encontrar nada importante,
hasta llegar a una planicie tediosa, sin árboles. Allí se nos
presentó una familia de wart-hog: el padre, la madre y tres
crías. Con la ayuda de los prismáticos vimos que el macho
tenía muy buenos colmillos.
—Ora Fer, échate ese macho que parece muy bueno.
Al bajarse Fer con su .30-06 en la mano, la familia emprendió la carrera.
—¡Súbete! —le grité— vamos en el carro a tratar de
cortar al macho, y cuando estemos a tiro, te bajas y disparas. No sé cómo aceptó esto Bill, pues no estaba permitido
por el reglamento de caza. Pisó con firmeza el acelerador
y me quedé sorprendido de la velocidad del jabalí, que finalmente cortamos. Según cálculos, sirviéndonos del velocímetro, ese jabalí verruguiento, a pesar de sus cortas
patas, desarrolló una velocidad de unos 50 kph, pero eso
no salvó su vida. Fer iba listo, y cuando estuvimos cerca
frenó bruscamente Bill, saltó Fer y falló su primer tiro, pero
el segundo dio en el blanco, aparentemente un tiro trasero
a medio cuerpo. Como el animal iba huyendo, el tiro que
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El señorío del sable real; uno de los más
hermosos antílopes africanos.
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ÁFRICA - 1955
El autor con un magnífico ejemplar de sable real.
Sus cuernos entraron en la medida récord.
parecía trasero alcanzó la aorta y el jabalí se desplomó.
Los colmillos midieron 10 pulgadas. Tomamos algunas fotos y seguimos adelante.
No encontrando nada más importante a qué tirarle, resolvimos regresar al campamento. ¡Sorpresa! Volvimos a
encontrarnos con el sable real. Supongo que era el mismo.
Lo acompañaban dos novias. Ya no me aguanté.
—Párate, voy a tirarle —ordené a Bill.
Bill no protestó y paró el carro. Estábamos a unos 600
metros. Bajé con mi .30-06 y me puse en cuclillas, mientras
Bill se alejaba en ángulo para distraer a mi presunta víctima, que ya nos había visto y caminaba despacio, acompañado por sus dos hembras y volteando con frecuencia a
ver el carro.
Me fui acercando ocultándome con los árboles y hormigueros que había en abundancia. Creo que fui descubierto
al llegar a los 200 metros, porque el antílope ya no seguía
con la vista en dirección del carro que, además, para entonces había desaparecido, sino que estaba parado, mirándo-
me. Sus compañeras se iban alejando al paso. Decidí tirar
desde ahí: en el hormiguero y sobre mi sombrero apoyé el
rifle, apunté al nacimiento del cuello del animal que estaba
de frente y oprimí el llamador. Oí claramente el impacto de
la bala, ese peculiar sonido tan grato al oído del cazador
y el soberbio antílope cayó fulminado. Al llegar, lo primero
que hizo Bill fue sacar su cinta de medir y empezó a contar
... 41 ... 42 ... 43 ... 44 ... 45 ... Con ansiedad y regocijo veía
yo alargarse la cinta y los números, con la misma alegría
que un prestamista cuenta un fajo de billetes calculando
los intereses, La cuenta siguió. .. i46 pulgadas y cuarto!
—¡Es un récord! —gritó entusiasmado Bill. Por primera
vez en ese safari recibí la felicitación de mi flemático cazador blanco.
Tomamos las fotografías de rigor, filmamos un poco,
y más tarde ordené a mi taxidermista disecar de cuerpo
entero ese magnífico ejemplar que hoy luce en mi salón de
trofeos de caza.
La muerte de este sable real fue limpia, no sufrió. El tiro
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partió la aorta y siguió a lo largo del cuerpo.
Efectivamente, las medidas igualaron las del récord de
África Oriental de esos años. En el museo Stomeham de
Tangañica -hoy Tanzania- está el ejemplar que era el récord, sin la fecha ni el nombre del cazador que lo cobró. No
fue sino hasta dos años después (1957), en que J. Lanpher
cobró un ejemplar cuyos cuernos midieron 47 pulgadas y
un cuarto, que es el récord actual de esa región de África.
De esta suerte, mi sable corresponde al segundo lugar.
Posteriormente Fer tumbó un sable en nuestro safari
de Angola Portuguesa en 1960, con cuernos de 43 pulgadas; yo cobré otro más en Botswana en el safari de 1965,
con cuernos que midieron, respectivamente, 45 pulgadas
uno y 44 ¾ el otro. Ambos entran también en la medida
récord.
Fue un error de Bill el subestimar las medidas de los
cuernos cuando vimos aquel sable. Si no hubiera sido por
mi resolución no cobro tan buen ejemplar. Así caen muchos récords en el mundo. Los cazadores blancos no son
infalibles.
del león. La colgamos de un árbol en la forma acostumbrada y regresamos al campamento. Por la noche, volvimos
a tener serenata y a la madrugada fuimos en su busca.
Esta vez tuvimos mejor suerte. A distancia conveniente
abandonamos el carro y desde lo alto de un hormiguero,
que dominaba el campo, nos pusimos a observar con los
prismáticos el árbol donde colgamos la cebra. Desde luego nos dimos cuenta de que el simba había tenido una
gran cena, porque sólo quedaba la mitad de la carnada.
Cosa curiosa, no veíamos leones, hienas ni chacales. Metro por metro escudriñamos el terreno sin descubrir nada.
Sin embargo, sabíamos que por ahí cerca debían estar los
leones cuidando su despensa. Es costumbre del león que
después de hartarse, va a tomar agua y regresa a cuidar
que las hienas o los buitres no acaben con los restos de su
presa. Generalmente, ya satisfecho, se aleja 15 a 20 metros echándose a la sombra de un árbol o entre la maleza.
Si algún depredador intenta comer de su plato, se levanta
y a zarpazo limpio aleja al intruso.
Trepados en el carro resolvimos buscar a los leones.
Esta vez solamente íbamos Bill, Fer, mi portador de armas,
un hábil huellero de nombre Matengue y yo. Empezamos
a ver el terreno haciendo un gran círculo; cada matojo era
tan escrupulosamente inspeccionado, como se revisa en
la aduana a un sospechoso de contrabando. Descubrimos
el primero: estaba entre los matorrales, sentado; nos concedió una mirada despectiva, indiferente y volteó a donde
estaban los restos de la cebra. Lo primero que se examina
en un león es si tiene una larga melena, lo cual es raro;
sólo la tienen los leones en cautiverio, porque el león libre
y sano deja gran parte de su linda cabellera entre la breña
cuando corre persiguiendo su presa. El que teníamos ante
nosotros era ya un macho de cinco años, pero de melena
escasa.
—Vamos a buscar al otro —indiqué a Bill. Seguimos en
círculo y no tardamos en encontrarlo. Estaba echado sobre
sus patas traseras y las delanteras hacia el frente, como
se echan los perros o como generalmente se esculpen los
leones. Nos paramos a 50 metros de él para examinar la
melena.
—No está mal —dijo Bill— es más o menos como el
que cazaste el año pasado. —Bien —fue mi respuesta.
—¿Quién de los dos va a tirarle, tú o Fer?
Resolví que tirara Fer.
—Bueno, entonces nos retiraremos 200 metros para
ajustarnos al reglamento de caza —indicó Bill.
¡Otra vez el reglamento! Este flaco insípido debería haber visto cómo mató mi amigo Macías en Tala, Jalisco, un
león enjaulado durante una función de circo.
El motor del carro estaba parado; lo echó a andar Bill, Leones: Campamento
en Rungwa
Después de cobrar mi sable levantamos el campamento alejándonos más de la civilización. Todo el día viajamos
sin encontrar una sola aldea, y por la noche llegamos a un
lugar aceptable para acampar. Por la mañana hicimos un
reconocimiento, pero sólo encontramos un waterbuck que
Fer mató de un tiro fácil, lo cual lo llenó de optimismo. Por
la noche dormíamos tranquilamente cuando nos despertaron fuertes, sonoros e imponentes rugidos de leones. Ni
el tigre de Bengala, ni el elefante, ni el leopardo ni ningún
animal peligroso emite un sonido tan potente, pavoroso y
terrífico como el rugir de un león. Cuando un león ruge, la
selva calla, como si tal rugido fuese un “toque de queda”.
—Oye, pap —me dijo Fer— ¿no crees que están muy
cerca? —Tal vez —contesté— nunca se sabe; porque el león
es un poco ventrílocuo, lo mismo se oye como si estuviera
a un kilómetro que a 100 metros.
Después de un rato se fueron los leones y nos dormimos profundamente. (En África está terminantemente prohibido cazar de noche.)
Al siguiente día encontramos las huellas a 50 metros
del campamento. Tomamos un ligero desayuno y fuimos a
buscarlos, No los encontramos, pero seguramente volverían atraídos por la carne del antílope que Fer había matado, Por lo tanto, nos dedicamos a buscar un animal que
sirviera de cebo. La víctima fue una cebra, plato favorito
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—¡Tírale, Bill ... tírale! —grité.
—¡Córrele ... , vente! —grité también a Fer temiendo una
carga del león. Solté la cámara y tomé mi rifle. Bill no disparó, y el animal se alejó al trote.
El pobre muchacho estaba apenadísimo... A 50 metros
había errado limpiamente el tiro. Comprendí que en parte
yo había tenido la culpa. No le advertí que estaría protegido desde el carro, y por otra parte ese león era el primer
animal peligroso que nos salía al paso. Fer no tenía experiencia ni había visto antes cómo se mata una fiera. En
adelante, lo mejor sería que primero me viera actuar para
infundirle confianza. Lo consolé cuanto pude, pero estoy
seguro que esa noche no durmió.
Cuatro días más en busca
del gran kudu
Recordemos que durante todo un mes, antes de iniciar este safari, Bill hizo un detenido reconocimiento de
la región, informándose aquí y allá para localizar un gran
kudu tan difícil de verse. Cientos de cazadores que van
a Kenya y Tanzania han logrado abatir una gran parte de
las especies del lugar, menos uno de estos antílopes, o un
elefante cuyos colmillos excedan de las 100 libras por lado,
o un sitatunga, o un león de larga melena negra. Han habido cazadores tenaces que han emprendido 3 ó 4 safaris
africanos con el especial propósito de cobrar un kudu, sin
lograrlo. Yo mismo hube de esperar hasta mi cuarto safari
para encontrarme con este fantasma. Pero también hay
cazadores de tan buena estrella, que en su primera cacería lo abatieron. Tal es el case de mi buen amigo Juanito
Salgado, de Toluca.
Este antílope tan deseado y perseguido, tiene grandes
facultades físicas que lo protegen de su enemigo número
uno: el hombre. No obstante su gran alzada que pasa de
metro y medio, de sus grandes y hermosos cuernos de
forma helicoidal y de peso de más de 300 kilos, es sumamente difícil de ver. El pelo de su piel color de pasto seco,
café-gris, estriado por 9 ó 10 líneas blancas, y la total inmovilidad que guarda (como un perro de muestra) dentro
del breñal, cuando sabe que el enemigo está cerca, lo hacen prácticamente invisible. Pero una vez descubierto, esa
quietud hace de él un blanco fácil, como un hombre que va
a ser fusilado en el paredón.
Dotado de un maravilloso oído que complementan dos
grandes orejas como radares, oye la proximidad de un cazador a 1 000 metros; la finura, la aguda sensibilidad de su
vista, así como su olfato, no se quedan atrás. Por si estas
facultades fuesen
pocas, el gran kudu es más bien noctámbulo, permanece
Un león con buena melena. Generalmente
dejan gran parte de ella en el breñal.
Mientras tanto, el león volteaba despectivamente a vernos
de vez en cuando, sin concedernos la mayor importancia,
sin preocuparse, como si adivinara lo que iba a suceder,
muy dueño de sí mismo, como suelen conducirse algunos
animales mientras no se baja uno del carro.
—Toma el .375, bájate y tírale desde ese matojo —dije a
Fer.
Estas palabras no se le van a olvidar durante toda su
vida. Tomó el rifle y al bajarse por detrás del carro, procurando no ser visto por el león, se persignó, igual que lo
hace un boxeador al iniciar un encuentro, o como un clavadista antes de tirarse desde un trampolín. En ese momento
me di cuenta de que Fer tenía miedo, un miedo natural. El
no sabía que Bill lo protegería con su rifle, y pensó que el
rey de la selva en 2 ó 3 segundos podría estar sobre él. Sin
embargo, se enfrentó a la situación sin protestar. Nos preparamos, empecé a filmar, oí la detonación y a través de la
lente vi cómo el león dio un salto vertical cayendo parado.
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de día metido, parado o echado entre la maleza. Por todo
esto se ha dado en llamarle el “fantasma de los bosques”,
porque algunas veces descubre el cazador cuando menos
lo espera. Entonces, suele ocurrir que el cazador se precipita y falla el tiro, un tiro regalado; se tire de los pelos y
maldiga su mala suerte. Tanto le han ponderado al kudu,
tanto han exagerado su importancia y tantas historias ha
oído, que se siente muy infeliz de regresar a su país sin
uno de esos ejemplares. Entonces, en el momento culminante, cuando inesperadamente descubre aquella escultura viviente, lo invade lo que en el argot venatorio llamamos
“fiebre de venado”; se queda paralizado, acalambrado, o
se olvida de quitar el seguro al arma y finalmente falla el
tiro perdiendo la oportunidad. 20 años después seguirá
contando el caso, maldiciendo a su nervio simpático, o a
cualquier otro nervio que según él tuvo la culpa.
Decía que 4 días más insistimos en buscar el kudu.
Sólo habíamos visto un par de hembras y dos machos jóvenes. Bill se tiraba de los pelos: “Pero Beni —decía— si
no hace 15 días que los vi aquí ... no uno sino varios, pero
estos desgraciados negros los han ahuyentado quemando
los pastos. Cuando vine no estaban quemados.”
Efectivamente, cada año, antes de iniciarse las lluvias,
queman los pastos de media África para limpiar y fertilizar
con las cenizas la tierra en la que pronto se verán los renuevos necesarios para el ganado.
Sin embargo, el último día que pasamos en ese campamento tuve una oportunidad de oro, que echó a perder
nuestro cazador blanco.
Temprano estábamos ya en el campo, pero a las 10
se rompió una muelle del carro. En una hora quedó cambiada. En ese lapso me alejé un poco, acompañado de mi
portador de armas, y a los 30 minutos me topé con un espectáculo que pocas veces se ve en Tanzania: en una lomita ligera, salpicada de arbolillos delgados, descubrí una
manada de sables. Eran 8 hembras y un gran macho. ¡Qué
cosa más linda era aquello! Lástima que Fer se había quedado con Bill y yo había cubierto ya mi licencia con el sable
cobrado días antes. Me contenté con filmar la escena.
El carro estaba dando lata, pues a poco andar tuvimos
que volver a parar. Entusiasmado por los sables que había
visto dos horas antes, llamé a Fer y a mi sirviente Kasimwita. Tomamos los rifles, y mientras Bill arreglaba el carro
nos alejamos por una brecha. No habíamos caminado 200
metros cuando, por costumbre, me asomé cautelosamente
a una hondonada, con el deseo de ver si descubría algo,
pero, ¡qué sorpresa! ... a unos 300 metros, en el fondo
del valle, casi limpio de árboles, estaba parado un kudu
macho, adulto, con unos cuernos de dos y media vueltas
en espiral, cuyas puntas terminaban hacia fuera y segu-
ramente medirían más de 55 pulgadas. Lo acompañaba
una hembra. Inmediatamente me dejé caer, para asomarme con más cuidado y buscar la forma de acercarme un
poco. Imposible. La hondonada era un pastizal limpio, con
sólo tres árboles junto a los que estaban los kudus; yo me
encontraba en la altura, al borde. Tendría que bajar y, de
hacerlo, sería visto. Resolví arrastrarme unos 30 metros,
hasta donde terminaba un grupo de arbolillos, para de ahí
tirar pecho a tierra. Fer y Kasimwita permanecían echados
sin chistar palabra. En tanto, yo me arrastraba como una
víbora y pensando: “¡Ay... Dios. . . !, que no se me vaya. ..
que no se me vaya. En eso oí una voz que me cayó como
bomba: —¿Qué estás viendo Beni? —Era Bill, ¡mal haya la
estampa de este flaco infeliz! que sin ninguna precaución
se acercaba hablando en voz alta, no obstante ver nuestra
actitud de manifiesto acecho.
Ya puede imaginarse el lector cómo me sentiría, y obviamente al instante la pareja de kudus emprendió la carrera. Tres horas después todavía seguíamos inútilmente las
huellas. Al día siguiente levantamos el campamento para
irnos al próximo.
Ya en camino, cuando menos lo esperábamos, vimos
a la distancia, entre los árboles, pastos quemados y cenizas, una silueta negra. ¡Era un sable real! Examinamos
los cuernos, que no eran tan buenos como los del que yo
cobré, pero tal vez no se nos presentara otra oportunidad.
Por lo tanto, Fer resolvió tirarle, se bajó con Bill e iniciaron
el acecho logrando colocarse a 150 metros. Un buen tiro
de Fer liquidó el hermoso antílope.
Campamento en IlIunde
Cae un león bajo el rifle de Fernando
Nos dirigimos hacia el oeste, a una región remota, muy
poco frecuentada. Por la tarde, abandonamos la brecha
que habíamos seguido todo el día y nos internamos por
un terreno difícil. El caminar de los vehículos era lento y
molesto, pero lo desconocido siempre es atractivo. Dejamos atrás el camión y aceleramos porque ya se nos hacía
tarde. Ya oscuro, nos detuvimos en un paraje cuyos contornos no pude apreciar por la falta de luz.
Según Bill, éste era un lugar ideal para cazar buenos
elefantes, leones y otras especies. Dormí tan bien esa noche que al amanecer, a pesar de la flojera que invade a
uno cuando está en la cama calientito, recibí con agrado la
canción de: Yambo, Bwana, Chai.
Ya en el carro, pronto me di cuenta de que estábamos
en terrenos muy solitarios; no había ni una aldea ni se veían
rodadas de otros vehículos. El campo era montoso, tupido
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El portentoso sentido del oído que posee el gran kudu,
hace de este trofeo de la fauna africana
una pieza sumamente difícil de cobrar.
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de acacias (en África hay unas 32 variedades de acacias) y
felizmente no había mosca tse-tsé. A las 11 a.m., a la orilla
de un claro, descubrimos que cruzaban lentamente un par
de elefantes. Nos bajamos del carro con los rifles listos,
arrimándonos para apreciar los largos colmillos de verde
marfil —debe saber el lector que hay elefantes con colmillos de marfil verde, amarillo o blanco, según la edad del
paquidermo y la región que habita—. Después de nuestras
observaciones Bill calculó que no pasaban de 75 libras por
lado, lo cual era muy poco. Teníamos que encontrar uno
que superara las 100 libras. A mí me parecían satisfactorios los que tenía a la vista a tiro fácil, pero en región tan
virgen, tal vez la señora suerte nos brindara algo superior.
No vimos más elefantes, pero por la tarde, en la falda de
un monte ligero observamos dos búfalos. Recordé que los
búfalos solitarios son los más peligrosos y tan pronto los vi,
pensé que esa era la oportunidad para que Fer presenciara la caza de un animal tan temible. Al enfrentarse a un animal peligroso se deben tomar las precauciones debidas,
teniendo presente las tres principales causas que motivan
los accidentes fatales: la imprudencia, la ignorancia y el
descuido. El arranque de un búfalo es tan rápido como el
de un toro de lidia y pesa el doble. Puede correr 100 metros con un tiro en el corazón. Es inteligente, poderoso y
sanguinario. La distancia prudente para cazarlo debe ser
de 60 a 80 metros, según la ocasión; a esas distancias se
asegura mejor el tiro a las partes vitales deseadas. Para
mí, los lugares de preferencia son el corazón, si el bruto
Este hermoso sable real cayó con un tiro de Fernando a 150 metros.
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está de frente, o a los hombros si está atravesado. En el
primer caso debe apuntarse a la parte alta del pecho, no
precisamente al corazón que está en la parte baja, sino a
la altura del nacimiento de las grandes arterias para mayor
seguridad y efectividad de tiro. En el segundo caso, la bestia puede caer por shock o, por lo menos, se le romperán
los huesos de los hombros impidiéndole rapidez en el ataque. En ambos casos deben usarse balas de punta sólida
y, de ser posible, con rifle cuate de gran poder.
Los búfalos han causado más muertes que los leones,
y casi todas han sido ocasionadas por animales heridos.
De ser posible, el cazador procurará estar siempre cerca
de un árbol para treparse a él en caso de fuerza mayor.
Creo que es más peligroso seguir a un búfalo herido que
a un león en las mismas condiciones. Éste siempre gruñe
cuando siente al cazador cerca; en cambio, el búfalo se
embravece, se encoleriza y si no ataca de inmediato corre
a emboscarse; luego acecha al cazador y carga sobre él
como un rayo, cuando su enemigo está a muy corta distancia. Otra ventaja del tiro a los hombros es que hace un
blanco considerable. Ese lugar es mi preferido en casi todo
animal, pues si por la excitación natural del momento el tiro
resulta alto, podrá interesar la espina; si resulta trasero,
puede dar en los pulmones y si es delantero puede quebrar
el pescuezo.
Fer se ocuparía de filmar la acción, Bill y yo nos adelantaríamos. El aire era favorable y los árboles permitían
un acecho fácil. Sólo nos cuidaríamos de no pisar hojas o
varas secas que pudieran producir ruido. Como siempre
me ocurre, cuando estoy ya frente a un animal peligroso,
sentía la boca seca y una sensación tal en todo el cuerpo
inexplicable con palabras ... tal vez sea algo así como la
que siente un novio cuando está de rodillas ante el altar
esperando del sacerdote esa frase que ha de cambiar toda
su vida: “¿Acepta usted por esposa a Fulana de Tal?” ... ¡Nunca he visto a un novio sonriente en esos precisos
momentos y menos aún a los consuegros!
Ya cerca, cuando estaba a 100 metros, me aseguré de
que la mira de mi rifle para tiro corto estuviera correcta, el
seguro quitado y dos balas sólidas en los cañones. Coloqué dos más entre los dedos de mi mano izquierda, como
si fuesen cigarrillos, y seguí avanzando hasta llegar a 50
metros. Los dos bichos estaban atravesados y al parecer
no me habían visto ni sentido. Escogí el de la derecha,
que me pareció el mejor; puse rodilla en tierra y apunté a
la paleta, oprimí el llamador y oí el impacto de la bala. El
enorme animal dio tres pasos y dobló las rodillas incorporándose inmediatamente, dio unos cinco pasos más y
cayó mordiendo el polvo al recibir el segundo tiro de mi
.465/500. Así de breves son muchas veces estos estelares, emocionantes y grandes momentos en la vida del cazador.
Hay cacerías, como la del oso polar o el argali y muchísimas otras raras especies, que requieren largos meses
y en ocasiones años de espera y preparación, mucha correspondencia, volar de 20 a 40 mil kilómetros, trasladarse
a climas ardientes de 50 grados C, o bien a otros, a 20
bajo cero, sudando frío, caminando con el moco colgando
y los ojos llorosos, para con suerte, después de un mes de
friega, disparar dos tiros en tres segundos y volver a casa.
A la mañana siguiente, Fer se quedó en el campamento
debido a una fuerte urticaria que le brotó en un pie y le molestaba al caminar. Bill y yo seguimos buscando mi elefante. Vimos un par de leones a regular distancia. No los molestamos. Ahora era la oportunidad de que Fer se “sacara
la espina” que le quedó cuando falló a su primer simba. De
inmediato regresamos al campamento.
—Ahora, bwana kidogo, ven a matar tu simba para curarte el pie con sebo de león.
—¿De veras, pap? ¿Dónde está? —contestó Fer.
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—Muy cerca de aquí. Ven, vamos. Son dos. Tal vez yo
pueda tirar al otro. Nomás ten calma y le apuntas bien.
En un santiamén estuvo listo y regresamos al lugar.
Conociendo lo perezoso que es el virrey de la selva y considerando la hora, sabíamos que los volveríamos a ver.
Efectivamente, ahí, en un pequeño promontorio que más
parecía un hormiguero, coronado por dos arbustos y cubierto de zacate corto, estaba esperando su destino uno
de ellos. No estaba su compañero en los contornos que
revisamos. El felino estaba sentado sobre sus patas, de
igual forma como se sienta un perro cuando ve comer a su
amo con la esperanza de recibir un mendrugo; con las manos tiesas y firmes, la cabeza erguida y la mirada tranquila, como corresponde a su real linaje. Parecía como si el
pequeño montículo fuera su trono, y los dos arbustos, sus
guardianes. El viento favorable facilitaba el acecho. Nos
acercaríamos de frente y yo filmaría la acción.
—Mira Fer, vas a tirarle desde unos 50 a 60 metros;
para evitar hablar, cuando te toque el brazo y veas que me
detengo, tú avanzas cinco pasos más y desde ahí disparas. El objeto de quedarme un poco atrás es para captar
la acción poniéndote a ti y al león dentro de la lente. En la
posición que guarda, debes apuntar con tu mira rasante,
exactamente unas dos pulgadas debajo de la barba, y después del primer tiro ni te detengas como con el otro león
que se te fue. Corta cartucho y déjale ir el otro plomazo.
—Muy bien pap, verás que esta vez no se me escapa,
¡qué caray! —contestó Fer.
Tomó el rifle .375 que ya estaba cargado. Otra vez se
persignó; pero en esta ocasión ya no fue por miedo sino rogando a Dios colocar un buen tiro. Nos fuimos adelantando
hasta cumplirse mis instrucciones. Me detuve. Fer avanzó
cinco pasos y se dispuso a tirar, mientras el león seguía tan
sereno como si supiera que lo estaba filmando. Oí la detonación y vi a través del visor al noble animal dar un salto
vertical desapareciendo tras el montículo. Dejé de filmar.
La forma en que dio aquel salto era señal inequívoca de
que estaba bien “tocado”. Esperamos unos momentos, con
los rifles listos y la mirada tensa, después, dando un corto
círculo, nos fuimos acercando. Atrás del montículo estaba
el simba bien muerto. El muchacho no cabía de gozo “¡te lo
dije pap, le di en la mera chapa! ... “ Efectivamente, el tiro
fue tan bien colocado que después del brinco; más que correr, la bestia rodó por el montículo. Menudearon las fotos,
los abrazos y las felicitaciones.
Siempre que regresábamos al campamento la servidumbre curiosa rodeaba el carro para ver la cosecha del
día. Esta vez, en cuanto vieron al león, alegres como unos
chiquillos, levantaron en hombros a Fer, le dieron un refresco y lo pasearon por el campamento haciendo palmas
con las manos a guisa de aplausos, acompañados de un
sonsonetito monótono, muy africano, que dice: Kabubi —
Kabubi — Kamwisho — Kabubi — Kabubi — Kabwana
— Mkubwa — Aliwa — Simba — Kabubi — Kabubi Kamwisho.
En resumen, toda esa palabrería quería decir que el
gran jefe había matado un león. Actualmente ese acto resulta un tanto teatral; pero en tiempos no lejanos, cuando
abundaban los simbas, era tradicional entre la tribu masai
cada vez que un nativo abatía, con su larga lanza, al felino,
azote del ganado.
Tres días más duramos en aquel campamento, y fue
curioso que durante las tres noches el otro león fue a rugir
muy cerca de nuestro campamento.
¿Sería que iba a velar a su hermano? ¿Amor fraternal?
Sea lo que fuere, tal actitud me hizo reflexionar en la naturaleza de los sentimientos de que pueden estar dotados
los animales. ¡Sabemos tan poco!
En vano buscamos mi elefante durante varios días.
Sólo vimos hembras y machos jóvenes. La situación en
cuanto a alimentos andaba mal; la carne fresca y los indispensables vegetales estaban casi agotados; la comida se
reducía a enlatados; ya no había frutos cítricos, ni concentrados, y para remate, sólo uno de los huelleros conocía
aquella región. Era tiempo de cambiar de campamento.
Campamento en Chada
Todo el día lo pasamos en el carro, por terreno plano y
monótono. En la tarde cambió el panorama: verde follaje,
gigantescos baobabs —árbol muy corpulento típico de África—, acacias, pastos verdes y hasta unas palmeras que
marcaban los límites del Lago Chada, que en esa época
estaba casi seco. No debe confundirse este pequeño lago
de poco fondo con el famoso gran Lago Chad, que está en
África Central, limitando las fronteras de las Repúblicas de
Nigeria, Camerún, Níger y Chad.
Antes de llegar al lugar en que habíamos de acampar,
vimos un grupo de elefantes que, aunque tenían los colmillos muy chicos, nos entusiasmaron.
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ÁFRICA - 1955
Un buen león cazado
por Fernando
en su primer safari.
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ÁFRICA - 1955
El autor ante un
gigantesco baobab,
cerca del nuevo
campamento en Chada.
Estos paquidermos son siempre motivo de admiración.
La primera mañana, al salir de mi tienda, lo primero
que vi fue una faja negra y una polvareda allá, en el centro
del lago seco.
—¿Qué es aquello, Bill? —pregunté.
—Búfalos. Búfalos —fue la respuesta.
—¡Cómo! —exclamé, en tanto enfocaba mis prismáticos. i Pero qué barbaridad ... ! ¡ Nunca había visto tan
grande cantidad de estos bichos carboneros!
Eran tres manadas, que sumaban no menos de tres mil
animales. No me cansaba de observar y contemplar sus
movimientos, así como no se cansa uno de contemplar las
olas de un mar tan bravío
—Bueno, faltan tres búfalos para llenar mi licencia;
aquí tenemos para eso y más —dije a Bill.
—Sí, pero se necesita paciencia. Ahí donde están es
una reserva, y para cazarlos necesitamos esperar a que
crucen esa línea de palmeras que es allá, a tu izquierda y
a tu derecha, o bien, hasta que se internen en aquel monte
del fondo.
—Pero hombre —repliqué— si estamos solos. El pueblo más próximo está a 150 km. Aquí no nos verán ni los
ángeles.
—Es el reglamento de caza ...
—¡ Flaco tal por cual! También en México tenemos
nuestra Ley de Caza y Pesca, pero ... ¡qué lindo es México!
Pasaron dos días sin presentarse la oportunidad de
cazar los búfalos. Todos los días nos alejábamos en busca
La línea negra en el centro del lago seco,
la formaban grandes manadas de búfalos.
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Un magnífico roano cobrado por Fernando.
de otros animales. Nuestros negritos necesitaban carne;
la de un antílope duraba muy poco las caminatas eran largas; diez horas mínimo en jeep y a pie. De las 10 a.m. en
adelante el calor era intenso, el terreno muy polvoriento
y los árboles y los pastos estaban quemados. No había
brechas ni más veredas que las de los animales. Siempre
regresábamos al campamento molidos, cansados y cubiertos de polvo y ceniza. El baño y el agua fresca con jugo de
limón o squash, un concentrado dulce de frutas muy usual
en África, eran una bendición. Sin embargo, los días no
pasaron en blanco. Fer mató un buen roan, a 150 metros,
con un tiro al codillo. El antílope corrió 50 metros y cayó.
Otro día cobró un kongoni corriendo, 2 tiros a 140 metros
lo doblaron. Por mi parte cobré un kongoni, un waterbuck y
un wart-hog.
También tuvimos una emocionante experiencia que
nos puso los pelos de punta y el corazón en el cuello: todas
las mañanas nos arrimábamos a la reserva para observar
las grandes manadas de M’bogos, con la esperanza de
que algunos cruzaran la línea límite para poder cazarlos. ..
pero no lo hacían. Tal parecía que conocieran los límites de
su feudalismo; pero una mañana se descolgó una partida,
que calculé de unos 200. Nos ocultamos detrás de unos
árboles y... ¡Ahí vienen... ahí vienen!
—i No se muevan! —gritó Bill.
Yo veía que se nos echaban encima, ya estaban muy
cerca, pude darme cuenta que en toda la manada no había
ni un macho, sólo hembras. No era una estampida, pero
venían a trote ligero. Me acordé de lo peligroso que es moverse en tales momentos y aguantamos la parada llevándonos el gran susto. Toda la manada pasó a 15 metros
de nosotros, probablemente sin advertir nuestra presencia.
Si se les ocurre desviarse un poco, no sé lo que hubiera
sucedido. Este caso y el otro en las cercanías del Lago
Manyara me convencieron de la efectiva protección que,
en ciertas circunstancias, significa la absoluta quietud. Recuerde el lector al “Tancredo” de los ruedos taurinos, que
a media plaza, parado sobre un cajón, esperaba al toro de
lidia y rarísima vez era embestido.
—¡Oye —dije a Bill— si haces esto para probar nuestro
comportamiento, no vuelvas a repetir el chiste!
—Bueno —contestó sonriendo.
Por la mañana, andábamos un poco alejados cuando
vimos dos búfalos solitarios.
—¿Quién va a tirarles? —preguntó Bill, sin dejar de
verlos.
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—Fer —contesté—.Tírale con el .375. Confiado en la
categoría de Bill, no me ocupé de observar si los cuernos
de los búfalos valían la pena. El acecho no era difícil. Las
bestias estaban en terreno plano y arbolado. Con la emoción natural, Fer se fue acercando hasta 120 metros. Tiró
al nacimiento del cuello, y él animal corrió unos cuantos
metros; cayó de rodillas levantándose inmediatamente; Bill
y Fer corrieron tras de él, mientras yo filmaba la escena.
Cuando Fer estaba a 40 metros, el búfalo, muy mal herido, volvió a caer recibiendo otros dos tiros. Al acercarme
a tomar más fotos, me di cuenta de que el M’bogo era un
pobre animal viejo, con un cuerno mocho y el otro apenas
medía 32 pulgadas. Sentí tal disgusto, que no quise ni que
quitaran la copina. No queríamos nada de aquel animal.
Tuve una seria discusión con Bill por el error que cometió
cuando le dijo a Fer que tirara al búfalo de la derecha, en
lugar del de la izquierda que era un buen ejemplar.
Después vino el desquite cuando Fer mató su segundo
búfalo. Un magnífico animal, grande, prieto ,adulto, con un
par de simétricos cuernos que midieron 45 pulgadas. Pero
antes, para darle sabor a la caza de estas formidables bestias, insertaré una anécdota real.
Era un safari en el que Roberto figuraba como el cazador blanco, Smith como aficionado, y un cafre —perteneciente a una tribu de mente obtusa de Sudáfrica—, como
portador de armas. Roberto lo cuenta así: “Una tarde Smith
le dijo a Mao —nombre del cafre—, que sacara el rifle pesado y lo limpiara. A la mañana siguiente, cuando el sol
empezaba a calentar fuerte, un búfalo fue a echarse a dormir la siesta a la sombra de un moyela —tipo de árbol—,
que estaba a unos cien metros del campamento. Smith leía
un libro, mientras yo escribía un artículo. Jim, mi cocinero, me tocó el hombro diciéndome: «Mao tomó el rifle».
—Levanté la vista apenas a tiempo de ver que aquel idiota
descastado metía un cartucho en la cámara del poderoso
rifle .450 de Smith. Le grité que se detuviera, porque es
costumbre que ningún nativo debe tomar las armas de un
blanco, sin previo permiso. Mao no me hizo caso y corrió
hacia el búfalo. Tomé mi rifle y me fui tras él. Se encontraba
a unos 35 metros cuando el búfalo se levantó. Mao apuntó con rapidez y disparó. El arma emitió un sonido raro y
sonoro. Mao voló por el aire cayendo de cabeza, golpeándose brutalmente contra el suelo. La boca de los cañones
—rifle cuate— del .450 apuntaron por un momento al cielo
y girando después cayó por tierra.
“El búfalo se fue trotando, sin la menor herida. Mao
trató de ponerse de pie gritando como una gallina asustada. Su piel oscura palideció tomando un tinte como de
barro sucio. La sangre corría por nariz y boca. Un ojo se
hinchaba a gran prisa. Con voz trémula y asustado gritaba:
—¡Olvidé la grasa en los cañones ... olvidé la grasa!
“Curamos al cafre y todos los muchachos del campamento reían a más no poder. Yo también reía.
“Inesperadamente alguien gritó. Volví la cabeza y vi al
búfalo que venía como una locomotora. Apenas tuve tiempo de hacer un disparo rápido con el rifle desde la cintura y
evadir la embestida. Se siguió hacia Mao. Mao se puso de
rodillas como si rezara. El búfalo le corneó bajo aventándolo por los aires. Mao dio contra el suelo. Hice un disparo al
cerebro, pero antes el bruto enterraba un cuerno en el cuello del infeliz. Un examen rápido nos mostró que el primer
topetazo había matado a Mao, no la cornada en el cuello.”
Esta anécdota es un caso típico de estupidez, así como
pone de manifiesto el cuidado con que debe andarse en la
selva africana. Siempre, aun en el campamento, debe tenerse un arma al alcance de la mano y revisarla, si es que
no se ocupó personalmente de limpiarla, que es lo mejor.
Volvamos al segundo búfalo que mató Fer, pero. .. mejor insertaré aquí las anotaciones de su propio Diario: Acabando de salir del campamento se nos cruzaron 3 búfalos
y me tocaba tirar a mi segundo y último según mi licencia.
Los miramos con los gemelos y vi que uno de ellos podía
tener cuernos de más de 40 pulgadas. Nos bajamos del
carro, yo con el rifle .375 y BiII con un .465/500, un huellero
con otro rifle y mi papá con la cámara de filmar. Yo estaba
muy calmado, aunque con mucha emoción. Los seguimos
unos 20 minutos corriendo, luego en cuclillas, arrastrándonos, en todas formas para podernos poner a tiro, y a
unos 60 metros se paró mi M’bogo de lado, me senté en
mi sombrero; le apunté al mero codillo, jalé al gatillo y dio
un bramido. .. Corrió, igual que yo, pero ya no en dirección
contraria como me pasó con el primer león, ahora lo seguí,
y como a unos 40 metros se paró, le volví a tirar y mientras cortaba cartucho, se fue ladeando hasta que cayó. Al
acercarme, lo hice por la cola por si quería levantarse no
me pasara nada. Los dos tiros los pegué a 2 pulgadas de
separados, y los cuernos midieron 45 pulgadas.
Efectivamente así fue. El muchacho de 15 años, que
apenas podía con el rifle .375, se iba cuajando como el
buen cazador que sería con el tiempo y la práctica.
Al otro día fue mi turno. Después de andar toda la mañana y parte de la tarde sin cazar nada, nos internamos
en un terreno árido y prieto, resultado de árboles y pastos
quemados. Ya nos disponíamos a regresar al campamento
cuando vimos unos kongonis.
-”Anda, Fer, tírale a uno, necesitamos carne.”
Un bonito acecho, luego un tiro a 140 metros y otro a
180 cuando el animal corría, y asunto terminado.
Al tiempo que vi caer al kongoni, con el rabo del ojo, a
mi derecha, vi unos bultos negros que se movían a unos
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500 metros de nosotros. i Eran búfalos! No los descubrimos antes porque estaban quietos y se confundían con los
pastos quemados. Ya era tarde, y en África se observa el
reglamento de caza: no debe tirarse a un animal cuando
faltan ya 15 minutos para las 6 p.m. Esta disposición obedece a que quedaría poco tiempo de luz a un cazador para
seguir a un animal que hiriese a esa hora.
Eran las 5, y debíamos darnos prisa. Después de estudiar la dirección del viento, seguimos en fila india, en cuyo
frente iba, completamente desnudo, Kasimwita, mi prieto
portador de armas, quien se confundía con el pasto y los
palos quemados. Tomé mi .465/500, y con toda cautela
nos fuimos arrimando. Me preocupaba el hecho de que si
a esos brutos se les ocurría una carga, tendríamos pocas
probabilidades de salvarnos en un campo tan abierto; en
todo caso seríamos tres cazadores, incluyendo a Fer, con-
tra tres bestias. Cuando estuvimos a 100 metros, escogí
el mejor de los tres búfalos y, rodilla en tierra, hice el primer disparo a los hombros. Con el impacto, los tres bichos
corrieron. El herido se detuvo a los 40 metros, dio media
vuelta, no sé si para cargar o simplemente para ver a su
enemigo. Aproveché ese momento para soltar mi segundo tiro. La bala fue a alojarse en el pecho del animal, que
cayó pataleando para no levantarse más. De esta manera
quedó cubierta nuestra licencia, que autorizaba 4 búfalos.
De los 4, el mejor fue el segundo, cobrado por Fer, con
cuernos de 45 pulgadas. (Cuando hago uso de mi rifle cuate .465/500 que tiene, como las escopetas, dos gatillos,
siempre, por precaución, disparo primero el cañón izquierdo, que corresponde al llamador trasero y después el derecho, correspondiente al llamador delantero. Procedo en
esta forma porque pudiera ocurrir que, con la excitación del
Los cuernos del segundo búfalo de Fernando midieron 45 pulgadas de abertura.
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En este segundo safari africano
se vieron gran cantidad de búfalos.
a 20 metros
momento, si jalara primero el llamador delantero, como es
costumbre, podría tirar de los dos simultáneamente, con
las consecuencias imaginables; seguramente que la tremenda “patada” echaría por tierra a cualquier cazador por
robusto que fuese; pues posiblemente equivale a la que
producen 4 tiros simultáneos de una escopeta calibre 12
con cartuchos de carga fuerte).
Para entonces, ya se habían terminado las frutas y las
verduras. No había ni cebollas. Bill y Fer tenían la lengua
más blanca que la cal, por lo cual comprendí que sin vitaminas pronto caerían enfermos. Esa situación nos obligó a
cambiar los planes de seguir más al oeste internándonos
en territorio muy alejado de la civilización. Al día siguiente
levantamos el campamento.
Por la mañana, como era costumbre, lo primero que
hicimos fue buscar huellas cerca del campamento. No caminamos mucho. ¡Ahí, a 10 metros de nuestra tienda, descubrimos huellas frescas de dos leones que nos habían
visitado por la noche!
Ese mismo día, por la tarde, llegamos a Mpanda, población pequeña, y al día siguiente tomamos rumbo a Tabora. Nuestro propósito era acampar en ruta a Nairobi,
donde nos reabasteceríamos de las vituallas necesarias
para seguir adelante con nuestro safari de dos meses.
Todo el día corrimos en el carro por brechas regulares.
A las 4 p.m. descubrimos las huellas de un elefante que
había cruzado el camino. Nos detuvimos a examinarlas y
resultaron frescas y grandes. A 200 metros escogimos un
lugar para pasar la noche; luego, Bill y yo tomamos nuestros rifles y, seguidos por el portador de armas, Matengue,
fuimos tras de la huella del tembo. Considerando que Fer
debía sentirse cansado, le dije que se quedara. Más tarde
me arrepentí, porque hubiera filmado una escena bonita
e interesante. Para no fatigarme durante el huelleo, le di
a Matengue mi rifle. Pronto volvimos a dar con la huella.
Nos internamos en un terreno plano, boscoso, con pastos
quemados. Ya era tarde, debíamos apretar el paso, cosa
fácil porque con el pasto quemado podíamos distinguir fácilmente la huella a 50 metros, de modo que no perdimos
el tiempo. Después de 40 minutos, encontramos el primer
excremento —los elefantes defecan cada 40 ó 50 minutos—; estaba fresquecito, tibio, de un color amarillo-café,
tan brillante como un topacio. ¡Qué gusto me dio! ¡Ya estábamos cerca! Apretamos más el paso, pues no me sentía
cansado. Diez minutos después, lo vimos caminando tranquilo, cadenciosamente, balanceando la cabezota a uno y
otro lado, como es usual en ellos, tal vez para ver un poco
atrás. Eso nos dio la oportunidad de apreciar el tamaño y
Cae un elefante de un tiro
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grosor del colmillo izquierdo.
—Lo siento mucho, no pesan más de 60 libras
—dijo Bill después del examen.
—Es mi última oportunidad de cazar otro elefante en Tangañica, y voy a aprovecharla —contesté.
Efectivamente, ya íbamos a abandonar ese territorio y yo
sabía que no vería más elefantes. Además, el permiso para
cobrar uno en Tangañica me había costado 2 550 pesos, lo
matara o no, y no regalaría esa buena cantidad.
De las manos de Matengue tomé mi rifle .465/ 500, lo
cargué con bala sólida de 480 gr, revisé las miras y avancé
de prisa. “Ya te diré en qué momento tiras” —me instruyó
Bill. Yo realmente no adivinaba cómo le haríamos, pues el
elefante seguía caminando, presentando como único blanco los cuartos traseros. Por lo menos debía tirar al paquidermo atravesado; pero aquí entraron otra vez la experiencia y conocimientos del cazador blanco. Nos acercamos
hasta llegar a 50 metros, luego de 40 a 30; ya se me hacía
bueno y
Bill no me daba la señal convenida. Mientras tanto, yo
“me hacía cruces” pensando sobre el lugar donde colocaría el grano de mi rifle. Calculaba en el nacimiento de
la cola, con la esperanza de alcanzar la espina, o bien el
“Tendón de Aquiles”, de una de las patas estábamos ya a
25 metros y cuando llegamos a los 20. . . iElephant! —gritó
Bill. El elefante se paró de golpe, como si entendiera su
nombre, y nos detuvimos. Comprendí al instante el ardid
de Bill y me preparé a disparar encarando mi rifle. El gigante, curioso, empezó lenta y tranquilamente a voltear por el
lado izquierdo, seguramente para cerciorarse del por qué
de aquel grito. Lo seguí con la mira del rifle y cuando estuvo completamente atravesando, tracé una línea imaginaria
entre el ojo y el oído, en la sien, unos 15 centímetros arriba
de la línea sería el blanco preciso, y ahí puse rasante la
línea contuve la respiración y oprimí el lIamador . . . El
animalazo dio un solo paso y cinco toneladas de peso cayeron con estruendo hacia delante y luego a un lado. Fue
un tiro perfecto al cerebro y no hubo necesidad de dar el de
gracia.
Después de tanto plomo disparado sobre mi primer
elefante del año anterior, me quedé sorprendido de mi buena puntería. No es para menos, porque después de una
rápida caminata, la emoción y nervosidad naturales ante
el rey de la selva, verlo caer de un solo tiro bien colocado,
Transporte colectivo en Mpanda,
pequeña población que pasamos al cambiar de campamento.
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a pie firme, en un círculo de no más de 18 centímetros, es
para llenar de satisfacción a cualquier aficionado a la caza
mayor. Si en estos lances no se emociona el cazador será
porque tiene atole en las venas.
Al examinar los colmillos encontramos que eran cortos,
pero gruesos, macizos, como corresponde a un elefante
adulto, mejores de lo que supusimos. Sólo pude ver entero
el colmillo izquierdo, pues el derecho se clavó en la tierra
al desplomarse el animal y sólo se veía una parte.
Como ya era muy tarde, dispuse que al día siguiente
los desolladores se ocuparan de quitar los colmillos, tarea
que se lleva dos horas.
Feliz y contento regresé al campamento, sintiendo no
haber podido filmar la limpia muerte del elefante, rey de la
selva. Un tiro preciso al cerebro, que tanto había soñado:
la distancia a 20 metros me llenaba de satisfacción.
Qué disgusto tan grande sufrí cuando, al día siguiente, regresaron los desolladores mostrándome los colmillos:
uno de ellos, precisamente el que se clavó en la tierra, estaba mocho. El colmillo entero pesó 55 libras y el otro 60.
Pero en fin, el acecho y la forma de abatir al paquidermo
Cuando el elefante se encuentra de perfil,
un disparo al cerebro es lo más seguro.
fueron inolvidables.
Tormenta: Ataque de abejas en brama
Los desolladores quitando los colmillos
a mi primer elefante abatido en este safari.
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Seguimos nuestra ruta hacia Tabora. El panorama era
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monótono y aburrido; bajos lamerías sinfín, con millones y
millones de arbolillos delgados, raquíticos, aunque verdes,
denominados miombos. Como a las 11 a.m. nos detuvimos a la orilla de la brecha. Nos sentamos a comer unos
sandwiches y minutos después llegó el camión de 5 toneladas, con todo el campamento y los 17 negros de servicio.
Daba las primeras mordidas a mi bocadillo cuando sentí
un piquete en el brazo. Creí que era una mosca tse-tsé, y
al recibir otro piquete ¡Abejas! ... —gritó Bill. Los dos nos
paramos de un brinco como movidos por un resorte. En
cosa de segundos recibí más de 20 picaduras, e inmediatamente corrí hacia el carro para proteger a Fer que ahí se
había quedado sentado. Los aguijones de esos insectos
parecían puñales que laceraban nuestro cuerpo, atravesando la camisola, el pantalón y la cabellera. A manazos
nos defendíamos, como locos, de aquel enjambre que se
nos había echado encima.
—¡Vámonos! -grité a Bill. El carro arrancó y poco después, ya fuera de peligro, nos paramos otra vez. Todos teníamos grandes chichones en la cara y en el cuerpo. Uno
de los negros ya tenía un ojo completamente cerrado. Nadie reía.—Es la segunda vez que me pasa esto en 8 años
—decía Bill— y prefiero enfrentarme a una estampida de
búfalos que encontrarme con un enjambre de abejas.
Menos mal que los piquetes se repartieron entre todos
los negritos y nosotros, pues si hubiéramos estado solos,
yo creo que nos matan.
un trofeo de categoría, y el día auguraba que mis deseos
serían cumplidos. En efecto, después de recorrer 50 km
llegamos a una planicie que nos gustó. Los primeros en
darnos la bienvenida fueron unos roanos, tan bonitos, que
me tentaron; un poco más adelante levantamos nuestra
tienda. Más tarde seguimos, llevándonos a los dos huelleros, Matengue y Kasimwita. Después de un recorrido de
media hora, colocamos el carro sobre un enorme hormiguero para dominar mejor el terreno, y empezamos a usar
los binoculares. Muy lejos a mi izquierda, distinguimos,
echados sobre un pequeño montículo, a toda una familia de leones.” Ahí te espera ese caballero” —dijo Bill—, y
arrancamos.
El campo era completamente abierto, con pasto alto;
unos cuantos hormigueros grandes salpicaban la llanura.
No había otra forma de cubrirnos para el acecho más que
esos hormigueros, los cuales, por fortuna, eran gigantescos. Nos acercamos un poco para pasar mejor revista a la
familia. El montículo no tenía más de unos dos metros de
elevación, la cima adornada de unos pocos arbustos que
daban sombra al león, a la leona y a tres cachos de unos
tres años. Todos estaban echados, presentaban un cuadro
muy bello del reino animal, digno del pincel de un Delacroix.
“¡Cuatro y medio metros midió cada zancada! ... “
Campamento en Lungwa
En este nuevo campamento el primer día cobró Fer un
wart-hog, y yo un topi, para la cazuela. Después, duramos
tres días buscando el gran kudu, sin tener éxito. En cambio, tuvimos que soportar los piquetes de la mosca tse-tsé,
el intenso calor y las fatigosas caminatas.
Decidimos alejarnos por poco tiempo del campamentobase, llevándonos una tienda volante para visitar un lugar
muy socorrido por diversas especies de animales.
Todavía no clareaba el alba cuando salimos. Era una
mañana fresca, limpia. El rocío pendía de las agujas del
pasto como diamantes en un fistol. La maleza perfumaba el viento; saltando alegremente empezaron a surgir los
gráciles thomis, moviendo incesantemente su colita. Unos
avestruces cruzaban por nuestro camino, los asustamos
tocando el cláxon y emprendieron una desenfrenada carrera. Entonces se me ocurrió pararnos para medir la dimensión de cada zancada. ¡Qué bárbaros! ... ¡cuatro y medio
metros midió cada zancada!, su velocidad llega a 65 kph
Y su estatura es de 2.50 m, de la cabeza a las patas. Vimos otros animales, pero no nos detuvimos. Buscaríamos
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Allá, a la derecha, había un enorme hormiguero desde
el cual podría tirar; la distancia de allí a los leones no sería
de más de 80 metros. Para llegar, sin ser advertidos, haríamos un rodeo y, cuando estuviésemos en línea detrás
de dicho hormiguero, saltaríamos del carro Bill, Matengue
y yo, mientras Kasimwita y Fer seguirían alejándose, llamando así llamando así la atención de la familia real con
el ruido del motor. Quise llevarme a Fer conmigo, pero Bill
se opuso considerando que la situación podría presentarse muy peligrosa. Argumentaba que estábamos en campo
muy abierto; que tuviera yo presente que en caso de una
carga, tendríamos que enfrentarnos a cinco bestias, entre
ellas una leona, la cual, sin titubear, daría la vida defendiendo la de su rey y los príncipes. Me convenció.
Revisaba la carga de mi rifle .375 cuando me dijo Bill:
—Oye, ¿por qué no le tiras con el .30-06? Has estado tirando muy bien con ese rifle.
Por unos momentos lo pensé: “¿Cazar un león con
bala de 180 granos cuando lo indicado es el .375, con bala
de 270 granos punta suave?, en fin, probaré, aunque no sé
el por qué de la sugerencia de este flaco”.
Era tan bonito y grandioso el espectáculo de esas bestias libres, dueñas de su inmenso país salvaje, que por un
momento sentí pena cortar la vida del jefe de la familia.
Ejecutamos el acecho como lo habíamos planeado;
cuando pasamos detrás del hormiguero, saltamos del
carro, y Fer siguió adelante. En fila india, agachados, sin
hacer el menor ruido, caminamos lentamente hasta el lugar. Debía trepar y asomarme con mucho cuidado sobre
el hormiguero de dos y medio metros de alto, tarea que
me dio trabajo, porque estaba pelón y resbaladizo; para
no caer tuve que apoyar los pies sobre los hombros de
Matengue. Los cachorros eran ya unos “hombrecitos”. Un
león es completamente adulto y maduro a los 5 años; los
cachorros que tenían 3, se confundían con la leona. Todos
estaban echados, con la vista fija en dirección al carro en el
cual se alejaba Fernando. Afortunadamente, ninguno de la
familia estorbaba mi línea de tiro hacia el león, que estaba
un poco atravesado. Debía estudiar muy bien el ángulo de
tiro para interesar la parte superior del corazón o la espina;
la cola de la fiera daba a mi lado izquierdo y la cabeza, al
derecho. El grano de mi rifle debía apuntar rasante y preciso al borde anterior de la paletilla derecha. Bill se había
trepado como un gato y estaba a mi lado. La distancia era
de 80 metros; me dispuse a tirar en tan incómoda posición,
apoyé el rifle sobre el hormiguero, apunté muy cuidadosamente y oprimí el llamador de pelo ... ¡Confusión ... ! Me
pareció que en un instante todas las bestias se pusieron de
pie, corté cartucho y poco faltó para disparar por segunda
vez, pero me detuvo la voz de Bill ... —¡No tires! ¡Ya lo
mataste!
—¿Qué? —¡Que ya lo mataste, hombre!
Entonces vi que detrás de los cachorros, que estaban
de pie, seguía echado el león agonizante, mordiéndose
una garra —sucedió que con la percusión del tiro, por un
instante se me borró la imagen del cuadro, y con la excitación del momento creí que la leona era el león, el cual se
había puesto de pie, y yo me disponía a disparar cuando
Bill gritó—. En ese preciso momento la leona se dio cuenta
de nuestra posición, seguramente por las voces de Bill, o
porque ya sin precauciones, asomábamos hasta el pecho;
el caso es que arrancó como un rayo en dirección nuestra
deteniéndose, no sé por qué, a unos 40 metros, pero evidentemente en posición de lanzarse sobre nosotros; esto
es, con el cuerpo contraído, apoyándose en las patas traseras y gruñendo imponente y amenazadora, síntomas todos para dar el primer gran salto, y en tres de esos saltos la
tendríamos encima. —He dicho que por sistema, después
de un primer tiro, sigo en posición, sin moverme; esta vez
no fue una excepción, sólo que en lugar de seguir apuntando al león lo hice sobre la leona. Lo de menos hubiese
sido disparar a esa furiosa reina cuando se detuvo; tal vez
el detenerse salvó su vida, o la de alguno de nosotros. El
hecho es que no disparé porque mi licencia de caza autorizaba sólo un león. Todo fue cosa de segundos. Cuando la
fiera detuvo su carrera Bill gritó: —¡Cuidado, está furiosa!
Entonces bajé el grano de mi rifle haciendo un disparo a
dos metros delante del animal. El tiro levantó el polvo, y
la bestia dio media vuelta trotando hacia donde estaban
sus cachorros ... Otros tres, disparos cerca de las patas, y
todos huyeron. ¡Qué alivio!
Nos acercamos al león que estaba ya muerto. La bala,
bien colocada, fue a alojarse exactamente en la médula;
eso explica que no se haya movido, simplemente había
quedado paralizada y segundos después murió. Un tiro en
cualquier otra parte que no sea la espina, hace que, invariablemente, al sentirse heridas, estas fieras den un gran
salto vertical, y si falla uno limpiamente el tiro, se ponen
inmediatamente alertas para el ataque o para huir a trote
lento. Nunca huyen a la carrera, no es propio de su noble
rango.
Aunque tuve la suerte de colocar bien mi tiro, de ninguna manera es recomendable usar un .30-06 sobre leones
o tigres de Bengala, félidos que pesan de 220 a 250 kilos
de puro músculo, elasticidad, fuerza, rapidez y decisión en
el ataque.
Ese día fue de suerte. Seguimos campeando y pronto
dimos con una numerosa manada de cebras. Como me
sentía muy satisfecho con el león cobrado, quise que Fer
disparara con las mulas rayadas: —Ora Fer —le dije—,
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ÁFRICA - 1955
“Tres disparos cerca de las
patas y todos huyeron ... “
Con un tiro bien colocado de mi .30-06 cayó el león;
pero no recomiendo este calibre para los grandes felinos.
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dale gusto al dedo sobre las mulas. Todavía nos quedan
cinco en nuestras licencias.
Aquello fue una masacre, pero no tan fácil. Resulta
que en las planicies africanas, cuando calienta el sol —
de 11 a.m. a las 3 p.m.—, se forma en los campos una
exagerada reverberación que hace difícil precisar los tiros.
A los animales, aunque estén parados, se les ve danzar
como fantasmas, como si padecieran el “mal de San Vito”,
o como animales gelatinosos, unas veces se ven alargados, temblorosos y ondulantes; otras, con las mismas características, pero muy altos, como si flotaran. Además, la
misma reverberación dificulta calcular bien la distancia por
falta de puntos de referencia. Fer mató 4 cebras de un tiro
cada una. La primera cayó a 250 m y las otras 3 entre
200 y 250. El muchacho se sentía feliz, y yo, como padre,
también disfrutaba de su alegría —cazar en compañía de
los hijos es un doble placer—. Cerramos el día con una
cebra que cobré de dos tiros. Aquello era un tendedero de
animales. Todos nos dedicamos a quitar as copinas, para
regresar cuanto antes.
Aparentemente, la víbora ataca sin provocación, pero
esto lo hace cuando el individuo está casi con el pie sobre
ella. Ninguna lo hace cuando el individuo está a distancia. De esta manera, el cazador, como el pescador, son los
más frecuentemente atacados.
Las presas naturales predilectas de estos reptiles son
los animales de sangre caliente, como los conejos, las liebres, las ardillas, las ratas, etc., pero también gustan de
los sapos, las ranas y hasta de comerse unas a otras. En
una ocasión presencié en África cómo una víbora se engullía enterita a otra, un poco más chica. Pueden tragarse cuerpos más voluminosos que los propios gracias a la
particularidad anatómica de sus mandíbulas inferiores, que
prácticamente son dos huesos unidos en sus extremidades
por un ligamento muy elástico. Cada lado de la mandíbula
puede trabajar, funcionar y dislocarse separadamente. No
necesita más de una comida cada 10 ó 15 días, tiempo que
dura la digestión del animal que se han tragado. Una boa
puede engullir con facilidad un cuerpo de 17 kilos. Durante
la digestión se refugian y enroscadas permanecen en una
especie de letargo hasta que su organismo requiere nueva
dosis de alimento.
La variedad de especies en África es enorme. Tan sólo
en Kenya se han registrado 21 especies, y de éstas, sólo el
piquete de dos pueden considerarse potencialmente mortales: las mambas y las cobras. La mamba negra y la verde
son las más grandes y temibles de las cuatro especies que
se conocen. Ataca con excepcional rapidez —40 kph, más
veloz que el hombre—, y el veneno es tan mortal que, a la
fecha, no se sabe de alguien que haya sobrevivido más de
una hora a la mordedura de una mamba negra. En el sur
de África los nativos zulúes la llaman murítí-wa-Ie-su, que
significa la “sombra de la muerte”. Para que el lector tenga
mejor idea de lo peligroso que es la famosa mamba negra,
relataré una breve anécdota: Oom Paul Krüger, Vicepresidente de la República del Transvaal, cuenta que un día iba
capitaneando una patrulla contra los ingleses cuando una
mamba negra saltó entre sus hombres. Mordió a tres. Después se regresó y mordió a dos perros que la perseguían.
Los tres y los perros murieron. La mamba logró huir.
Víboras
Hablemos ahora un poco sobre las víboras, tema por
demás interesante y del que todo cazador debe tener algunos conocimientos, ya que estos reptiles causan más
muertes que cualquier otro animal peligroso.
Quien no se haya internado en las selvas africanas,
asiáticas o americanas, sólo a través de artículos o novelas espeluznantes, puede darse una idea de ese peligro
siempre existente y sorpresivo. El cazador, o el simple caminante, están expuestos en cualquier momento a tropezar con una cobra en la India o una bush master en Brasil,
una cascabel, o alguna de las muchísimas especies venenosas que existen.
Las víboras carecen de oídos; los órganos que le sirven
como tales son el largo vientre y la lengua. Con el primero,
las vibraciones le anuncian la proximidad de un peligro,
y con la segunda “oye”, o más bien detecta. Por eso casi
siempre tiene la lengua fuera del hocico, como una antena
detectora, cuando están despiertas. Los dos sentidos son
agudísimos.
La víbora, como casi todo animal, huye del hombre.
Sólo ataca sin ser provocada en la época del celo, o cuando acaba de cambiar de piel —algunas cambian de piel
cada año más o menos, y otras mudan tres o cuatro veces
al año piel y colmillos—. Cuando ya no caben en la piel,
porque su cuerpo crece, el proceso de ese cambio de vestido les resulta muy doloroso y se tornan irritables. Dicho
proceso dura unos diez días.
La cobra de África
Las únicas víboras de África que tienen la particularidad de escupir su veneno son: la cobra de cuello negro
(naja), y la ringhals de Sudáfrica. Estas dos especies proyectan su veneno en dos hilos, a través de un conducto localizado cerca de la punta de sus colmillos, con alcance de
2 metros. El blanco son los ojos del individuo, y su puntería
es tal que difícilmente fallan. El efecto del veneno es dolo-
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rosísimo y con frecuencia se sufre una ceguera temporal o
una molestia permanente.
La cobra de la India
La naja-naja es la única verdadera cobra en la India,
mientras que en África hay cinco especies. La naja-naja
se distingue por sus espectaculares manchas en negro y
blanco que tiene en la parte trasera de su expansible capucha. Hay también la king cobra, pero ésta pertenece a un
diferente genus (Ophiophagus hannah), que como su nombre lo indica, es una víbora comevíboras; en tanto que la
naja-naja se alimenta de ratas, sapos y otros batracios de
sangre fría. El jabalí, el pavo real, el ratel y algunos gatos
salvajes, como el civet, la atacan y se la comen. La najanaja es sagrada en la India. Se le llama nulla pambu —la
“víbora buena”—, por ser una manifestación del dios Shiva. Huye de la presencia del hombre y sólo ataca cuando
es acosada. En la India actualmente mueren más de 10 mil
individuos por piquete de víbora; pero la mayor parte no es
debido a las cobras sino a otras especies, principalmente a
las viperinas, que por lo general no huyen, y fácilmente las
pisa uno si no hay precaución.
Viven hasta 20 años. Ponen de 10 a 20 huevos e incuban en 2 meses.
Las viperinas
Las dos más peligrosas de este grupo son la puf adder y la
gaboon viper. Ambas son particularmente peligrosas, porque a diferencia de otras, que huyen al advertir el peligro,
éstas se quedan completamente inmóviles, confiadas en
su excelente camuflaje dando una probabilidad para que el
hombre sea atacado al pisarlas.
La africana mamba negra,
es una de las víboras más
mortíferas del mundo .
Víboras de América
Los animales más peligrosos de este continente no
son los osos grizzlies, ni los polares, ni los lobos, ni los
jaguares, ni los pumas, sino las víboras, particularmente
las más venenosas y comunes, como las coralillos y las
cascabel. En conjunto, la variedad pasa de 30; entre ellas
están la mocasín, la cabeza de cobre, la nauyaca, la bushmaster del Brasil, y otras. Dejamos a un lado la gigantesca
anaconda, no venenosa, aunque sí peligrosa constrictora.
El crótalo más conocido es la cascabel; hay 26 variedades, y sus víctimas, según estadísticas, suman de 6 mil a
7 mil anualmente en Norteamérica; sin embargo, gracias a
la inmediata atención médica y auxilios de emergencia, es
baja la cantidad de casos fatales. En Brasil, el número de
Cobra gigante de la India.
De las especies venenosas,
es la de mayor tamaño.
127
ÁFRICA - 1955
Los orificios de las fosas nasales, situados en el hocico,
inmediatamente encima de la boca, sirven al sentido del
olfato, que es muy semejante al del hombre. Esta serpiente
puede olfatear, además, valiéndose de la larga lengua bífida, en la que, al sacarla y agitarla recibe las partículas olorosas que flotan en el aire y las transmite a las pequeñas
cavidades del cielo de la boca, de donde pasan al cerebro
convertidas en impresiones olfativas, lo mismo que ocurre
con la mucosa nasal del hombre.
La anaconda y la boa
La anaconda del Amazonas y la pitón (boa) de África
son las serpientes más grandes que existen. Su longitud
alcanza hasta 10 metros. Por fortuna, las dos son constrictoras, y su mordedura no es venenosa, aunque la de la
anaconda casi siempre produce gangrena. Sin embargo,
por su tamaño, son fácilmente descubiertas por el cazador,
evitando de esta manera el peligro que le amenaza.
Tratamiento para el piquete
de víbora
La víbora de cascabel causa anualmente
gran número de víctimas
en el Continente Americano.
Lo que debe hacerse y lo que no debe hacerse en el
tratamiento emergente en el campo.
¿Con qué velocidad llega el veneno de una víbora que
picó en una pantorrilla, al hígado, al estómago, a los pulmones, al corazón y al cerebro?
Los últimos estudios señalan dos horas para que el veneno, llevado por la linfa y la sangre, llegue gradualmente
a los órganos vitales.
La carrera es más lenta de lo que antes se suponía.
Después de dos horas sólo un 20% del veneno se ha escapado del área de la mordida y llegado al corazón, al
pulmón y al cerebro. Eso no es suficiente para matar. Por
supuesto que estoy refiriéndome a las víboras de América,
particularmente a la cascabel, que es la más abundante y
común. Hay otras como la mamba africana cuyo veneno es
activísimo y, de hecho, mortal. La víctima de una mordida
tiene muchas probabilidades de sobrevivir si se atiende de
inmediato, y aún después de una o dos horas si se logra
extraer el resto del veneno que ha quedado en el área local
del piquete.
víctimas al año llega a 30 mil.
La cascabel es una serpiente tímida, le falta inteligencia para ser astuta. El número de piezas que componen el
cascabel no indica la edad del reptil, como comúnmente se
cree, ya que cada vez que cambia de piel se le agrega un
cono a la sonaja. En experimentos de laboratorio se han
observado casos en que se les corta la cabeza, y separadas del cuerpo algunas fueron capaces de morder un palo
e inyectar su veneno. Hubo también casos en que después
de 6 horas de haberlas decapitado, los cuerpos se retorcían al hurgarlos y el corazón continuaba palpitando por
espacio de un día y, con frecuencia, hasta dos.
Raras veces sale a vagar con temperaturas inferiores a
18°C; en la de 7°C escasamente puede moverse. Inverna
igual que otros animales. La temperatura que más le conviene es la de 26 a 32 grados. La de 38°C, le es dañina y la
de 43, mortífera. La vista de estos reptiles es aguda, pero
su campo visual muy limitado. Son, en cambio, sensibles
en extremo a las vibraciones del suelo. De ahí que, por lo
común, cacen al acecho. Aunque carecen de oídos, dos
pequeñas fosas faciales, provistas de nervios muy sensibles al calor, les permiten atacar certeramente, aun en
medio de la oscuridad, a los animales de sangre caliente.
Lo que DEBE hacerse
Es aconsejable llevar en la bolsa del botiquín unos pequeños cartuchos de hule que adentro tienen una hojita
esterilizada, sirve de bisturí, y un frasquito que contiene
antiséptico para aplicarse en el área donde se harán las
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incisiones. Se llama Cutter Snake Kit. En safaris largos es
indispensable contar, además, con un equipo de antiveneno.
Siga estas instrucciones en caso de una mordedura:
1) Evite esfuerzo y agitación; siéntese y cálmese; no corra, camine despacio, no pierda la cabeza, el pánico puede
ocasionar un shock.
2) Mate la víbora, si es posible, y IIévela consigo para identificarla más tarde.
3) Entre la picadura y el corazón aplique un torniquete plano, como un pañuelo, un cinturón o una tira de camisola;
pero no tan apretado que paralice la circulación de la sangre. Esto puede producir una gangrena. Si la mordedura es
en una pierna o en un brazo, aplíquese. el torniquete dos o
tres pulgadas arriba del piquete; manténgase sobre la hinchazón pero, repito, no tan apretado; déjese de modo que
se pueda meter un dedo debajo, sin forzarlo, así puede
vaja en una llama; haga una incisión recta, que conecte las
dos marcas de los colmillos; la incisión debe extenderse un
cuarto de pulgada más allá de cada puntura y tener la profundidad de un cuarto de pulgada, pero no invada los músculos, tendones o nervios. No haga incisiones cruzadas.
5) Exprima con los dedos suavemente el veneno de la incisión, durante unos 20 ó 30 minutos, o el tiempo que tarde la víctima en llegar al doctor. No succione con la boca,
aunque el veneno que con ella se absorbe no es peligroso,
pues pronto es neutralizado por los jugos gástricos del estómago.
6) No tome alcohol ni cauterice las heridas.
7) El antiveneno puede administrarse en el campo, en caso
de emergencia, pero las instrucciones contenidas en cada
paquete deben observarse estrictamente y el requisito de
la prueba alérgica de la piel deberá haber sido negativa.
8) Lleve a la víctima al hospital o al doctor lo más rápido
posible, pero con calma de su parte. Debe tenerse presente la posibilidad de alergia al suero “sangre de caballo”. El
eminente especialista doctor Snyder precisa que además
del suero antiviperino, se debe remover quirúrgicamente
un disco elíptico del tejido de una pulgada alrededor de
cada punto.
Lo que NO DEBE hacerse
1) El brazo o pierna de la víctima no debe ponerse en hielo
directamente ni menos por mucho tiempo.
2) No aplique un torniquete muy ajustado ni lo esté poniendo y quitando como lo sugieren algunos. Un torniquete
muy ajustado en vez de ayudar perjudica, porque en realidad “ordeña” el veneno hacia dentro del cuerpo.
3) No succione la herida con la boca ni con los bulbos de
hule incluidos en los Cutter Snake Kit que venden las farmacias, es mejor hacer la incisión y exprimir.
4) No tome alcohol, es nocivo. Cualquier tipo de aguardiente, así sea coñac “Napoleón” o whisky, hace que el veneno
penetre y circule más rápidamente en la sangre.
5) No corra, cálmese. Después de sufrir una mordida, el
correr resulta más dañino que el ingerir alcohol, pues en
una hora un 45% del veneno será absorbido en la circulación.
En Butantan, Brasil, se preparan los cuatro siguientes
sueros: 1. Suero antilaquésico contra la víbora Lachesis
Muta. 2. El antielapídico contra las coralillos —hay 30 especies en Centro y Sudamérica—. 3. Suero anticrotálico
contra la de cascabel —hay unas 25 especies en Norteamérica incluyendo México—. 4. Suero antibotrópico contra
todos los tipos de Bothrops, como la jaráraca de Argentina
y Brasil.
Forma correcta de hacer la incisión
para tratar la mordedura de una víbora.
dejarse por una hora, sin perjuicio y no debe quitarse cada
15 minutos como lo aconsejan muchos manuales.
4) Esterilice los puntos de impacto de la mordida aplicando
el desinfectante que hay en el cartucho del Cutter Snake
Kit mencionado, o con alcohol; esterilice el escalpelo o na-
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Después de una mordedura de serpiente, el corazón,
los pulmones, los riñones y los sistemas nervioso central y
vegetativo, así como el metabolismo sanguíneo, son inundados por toxinas de enorme actividad destructiva. Los
mejores sueros sólo pueden neutralizar los componentes
tóxicos que se hallan todavía sin fijar en la sangre. Así se
explica que al cabo de 4 a 6 horas resulte inútil toda medida de auxilio en caso de mordedura de una serpiente de
cascabel. Por consiguiente, hay que inyectar el suero lo
más rápidamente posible. La inyección se aplicará de una
sola vez por vía intravenosa, con cuidado y lentamente, si
es necesario diluyendo el suero con solución salina fisiológica.
En África: el South African Institute for Medical Research, de Johannesburg, produce un suero que se llama
Tropical Polyvalent Antivenom que parece muy eficaz contra el piquete de diversas víboras.
Por brevedad no he hecho mención de las terribles
consecuencias que puede sufrir una víctima de piquete de
víbora por un tratamiento equivocado, que puede aumentar el peligro o, por lo menos, perjudicar los tejidos.
Sobrevivir al ataque de una víbora venenosa depende de
cómo proceda, tanto la víctima como sus compañeros.
Y, amigo cazador, cuídate muy bien de inspeccionar el
lugar que escojas en la sierra para satisfacer tus necesidades fisiológicas mayores. Sería terrible y complicado si una
cascabel te pica en una nalga, porque... ¿dónde y cómo te
aplicarían un torniquete tus compañeros?
Un día, una mamba me dio el susto de mi vida. Ya había oído que en África mueren más individuos por piquetes de víbora y ataques de cocodrilos que por ningún otro
animal. Acabábamos de llegar a nuestro campamento. Por
la mañana no hubo programa de campear, porque Bill se
ocupó en arreglar algunos desperfectos del camión que
estaba dando lata. Ya entrada la mañana resolví salir con
Fer y Matengue en el carro de caza. No nos alejaríamos
mucho, sólo quería cazar un impala o algún otro antílope
para la cazuela. Una hora más tarde descubrimos 3 impalas, entre los cuales había un macho que me pareció bueno. Fer y yo bajamos del carro para iniciar el acecho, que
no me pareció difícil en un terreno bien arbolado. El huellero Matengue esperaría en el carro. Cuando ya estábamos
a distancia de tiro los animales nos sintieron y corrieron.
Los seguimos y a los 15 minutos los volvimos a ver; otra
vez el acecho y otra vez corrieron. Ya picado, queriéndome
convencer de que para cazar no me hacía falta el cazador
blanco, seguimos una vez más tras los impalas que pronto
tuvimos a la vista. —Esta vez no se me escapa —le dije a
Fer, vente a unos cinco pasos atrás de mí—. Ya estaba a
tiro tras de un árbol; el impala de frente, nos veía o trataba
de vernos. Empecé a levantar muy lentamente el rifle e iba
a apuntar cuando oí un g rito de Fer.
—i Pap ... ahí está una víbora ... ! Instintivamente volteé a mi izquierda y a unos 8 metros vi una mamba verde
en el pasto.
—¡Córrele ... es una mamba! ¡grité a Fer. Los dos corrimos a más no poder, sin hacer más caso del impala. Afortunadamente la mamba también corrió, pero en dirección
contraria, que si se le antoja atacarnos tal vez no estaría
escribiendo estas líneas. En tales casos, en que hay pánico, un rifle de poco o de nada sirve contra una víbora tan
veloz, que mide sólo dos metros y no es más gruesa que
un embutido de salami.
Volvimos al carro y más tarde, a falta de impala, Fernando abatió una gacela de Thomson.
Dos rinocerontes en 4 días
Nuestro nuevo campamento se encontraba cerca de
las Planicies de Serengeti, de clima muy agradable y no
había mosca tse-tsé. El primer día cayeron dos buenos impalas: uno por el rifle de Fer y otro por el mío. El terreno
presentaba grandes claros y lomas boscosas, en las que
aseguraba Bill encontraríamos rinos. Y no se equivocó. Al
segundo día, después de caminar unas tres horas, vimos
el primer paquidermo. Estaba parado entre el follaje ligero.
Cargué mi .465/500 con balas de punta sólida, y Fer preparó la cámara para filmar la acción. El terreno, el aire, la luz,
todo estaba tan especial, tan a propósito, como si fuera un
estudio de Hollywood. El hecho de haber cobrado ya dos
de estos bichos en mi safari anterior, otros tantos que había visto cazar y, además, lo mucho que había leído sobre
sus hábitos y reacciones, me infundieron la confianza suficiente para arrimarme lo más posible para que Fer filmara
una interesante acción. Le di instrucciones para que se colocara un poco atrás de mí tomando el ángulo correcto al
filmar la escena. Así las cosas, empezamos a caminar sin
agacharnos ni tratar de ocultarnos, puesto que sabíamos
de la miopía de esos brutos. Sólo cuidamos de no hacer
ruido. Cuando estuvimos a 50 metros, seguramente el rino
oyó nuestros pasos, porque dando media vuelta se quedó
mirándonos de frente tratando de descubrir el origen del
ruido. Seguimos paso a paso, sin precipitación, como lo
hacen en las películas los vaqueros del Oeste al enfrentarse en la calle en un duelo a pistola. Llegamos a 40 metros.
El rino se inquietó, movía las orejas, pestañeaba, resoplaba, levantó la cola como periscopio y empezó a caminar
hacia nosotros. Nos detuvimos, pero él siguió caminando.
Oí que Fer empezaba a filmar. El rino también oyó el ruido
y apretó el paso ... ¡Qué estupenda sensación me invadía
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viendo a ese bruto de tonelada y media que venía a encontrarse con su enemigo y con la muerte! Lo tenía ya encañonado; pero como traía la cabeza baja me obligó a poner
rodilla en tierra para poder apuntar al corazón. Aguanté
esos momentos supremos tan excitantes, tan únicos en la
vida de los que andamos en busca de las fuertes emociones. Cuando estuvimos a 20 metros oprimí el llamador, y al
recibir el impacto, la bestia se revolvió dando un resoplido,
como el que hace una ballena cuando sale a la superficie
del agua a respirar. La falla de un fulminante en esos momentos decisivos o cualquier torpeza del cazador pueden
ser de serias y aún de fatales consecuencias. Al recibir un
segundo plomazo, que le dio en los hombros, la bestia salió disparada por la derecha ... , lo seguimos y a poco andar
lo encontramos bien muerto. Ese robusto y poderoso rinoceronte había corrido 50 metros con el corazón destrozado y completamente rota una paletilla. La filmación resultó
muy aceptable.
Otro día le tocó el turno a Fer y el caso fue interesante,
porque tuve la oportunidad de observar un rastreo muy difícil, largo e inteligente desempeñado por esos maravillosos
huelleros de la tribu wakamba. Además, Fer, que por su
corta edad y mediana complexión física, no podía pulsar el
pesado rifle de gran poder, tendría que tirar con el .375.
A las 10 a.m. cortamos una huella fresca que seguimos
a pie. La dirección del viento nos daba de frente y al llegar
a una corta loma circular, muy boscosa, vimos que la huella, seguía por el lado izquierdo; supusimos que iba a dar
un rodeo para luego seguir la dirección recta, por lo cual
se nos ocurrió desviarnos por el lado derecho, cortando
de este modo el aire, con probabilidades de encontrarnos
frente a frente con el paquidermo. Dimos la vuelta, pero el
bicho nos ganó y tal vez nos sintió, porque al reencontrar
la huella nos dimos cuenta de que la res ya no iba al paso
El rino se nos vino encima rápidamente.
131
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El poderoso rino recorrió 50 metros
con el corazón destrozado.
lento sino al trote. Juzgando la hora —10.30 a.m.—, dedujimos el tener que disponernos a seguir un largo huelleo
en terreno difícil. La deducción se basaba en que estos
animales, cuando van a beber agua, ya sea por la mañana o en la tarde, generalmente siguen una vereda que los
lleva por la línea más corta hasta un río o un aguaje. Esas
veredas son muy profundas y bien marcadas, trazadas
por ellos mismos con el ir y venir, y cuando van al agua,
nada ni nadie los detiene o aparta de la vereda; en cambio,
cuando ya han calmado su sed y el intenso sol deja sentir
los abrazadores rayos sobre sus lomos, buscan la sombra
de la espesura siguiendo cualquier dirección para dormir
su siesta en lugar seguro, fresco y sin intrusos que los molesten.
Este rino que seguíamos seguramente dirigía sus
pasos a un lugar protegido dentro de la selva, de difícil
acceso, sobre todo si nos había sentido. Lo que hacía
complicado el rastreo no eran tanto lo boscoso del terreno como la abundancia de hojarasca seca que cubría la
tierra, haciendo imposible el evitar hacer ruido al caminar,
pero sabiendo que la bestia iría lejos, no nos preocupó.
Los dos wakambas encabezaban la columna. El resto los
seguíamos caminando aprisa; pero llegó un momento en
que los dos nativos perdieron la huella en terreno muy duro
y cubierto de hoja.’ Uno de ellos se paró donde perdieron el
rastro, mientras que el otro se alejó un poco dando un medio círculo para buscar la huella en tierra más blanda. No
la encontró. Volvió adonde estaba su compañero. Desanduvieron unos 20 metros el camino que habíamos seguido.
Entonces empezaron a clavar estacas sobre cada huella y
así pudieron descifrar la velocidad a que caminaba el paquidermo y la dirección que seguía. Después se subió uno
de ellos a un árbol alto para examinar la configuración del
terreno, como lo hiciera un estratega militar sobre el campo
de su próxima batalla. Ya no buscaron más la huella. Siguieron adelante sin clavar la vista en el suelo y, después
de unos 500 metros, volvieron a encontrar la huella en terreno más favorable.
Para seguir el rastro de un animal, en otro lugar que
no sea África, hay muchos indicios que para el cazador
experimentado son como un libro abierto, tales como la
marca de la pezuña, una ramita quebrada y fresca, una
piedra desprendida de su lugar, la orina, los excrementos,
los pastos doblados o quebrados, etc.; pero en la fauna de
África son tantas las diversas especies y tan abundantes,
que cuando se sigue una huella suelen, con frecuencia,
cruzarse otras muchas y cualquier animal puede desprender de su lugar una piedrecita o quebrar una ramita. En
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nuestro caso, lo efectivo era la huella completa de la pezuña del rino, la cual se parece a un casco por lo compacto
de su estructura, pero es en realidad, una pata con tres
dedos, tan ligados y unidos entre sí como lo está la pata
del elefante. El caballo actual tiene patas completamente
transformadas, mientras que su antecedente prehistórico,
el eohipo, que vivió en el Periodo Eoceno hace 40 millones
de años, tenía cuatro dedos útiles y uno atrofiado en cada
una de sus patas delanteras, y en las posteriores, tres dedos completos y dos ya en desuso.
Sus piernas eran parecidas a las del perro, y su tamaño era apenas un poco más alto que un gato doméstico.
Seguimos huelleando perdiendo y volviendo a encontrar el rastro. Yo gozaba viendo trabajar a los dos wakambas
como a dos arqueólogos empedernidos. Para el mediodía
nos encontramos ya en monte muy cerrado. Matengue se
había adelantado un poco, a fin de evitar que, yendo todos
juntos, el ruido fuese mayor. Ya debíamos estar cerca. Fer
iba alerta con el rifle .375 en las manos. No sé si estaba
nervioso porque no se le notaba. De todos modos ya tenía
en su haber dos búfalos y un león. De pronto vimos a Matengue señalarnos un punto con la mano y acto seguido se
sentó en cuclillas, con la mirada fija en aquella dirección.
Fer tomó su posición adelantándose sin precipitación. Procurando no hacer ruido, lo seguí con la cámara lista para
filmar la acción. El hecho de haberse sentado Matengue
en cuclillas, para ocultarse, indicaba que el rino, aunque
miope, debía estar muy cerca. En efecto, al llegar a donde
estaba el huellero tuvo que señalar con el dedo el lugar.
El magnífico paquidermo —cuya caza actualmente está
sumamente limitada y es muy probable que pronto sólo lo
veamos en los parques zoológicos— estaba echado. Nos
acercamos a 17 metros y apenas se le veía el lomo. Estaba atravesado, tal vez dormido, y debíamos despertarlo
para que se levantara y Fer colocara en un área vital el tiro.
Le dije que tirara a los hombros tan pronto se levantara
el animal; intencionalmente hicimos un poco de ruido. La
bestia se levantó y dio un fuerte resoplido al recibir la bala,
luego dio dos pasos a la derecha en el momento en que
Fer le soltaba el segundo disparo, que dio en la paletilla.
El animal se detuvo y se fue ladeando poco a poco hasta
caer. Con las precauciones debidas nos fuimos acercando,
y a 4 metros recibió el tiro de gracia, ya no necesario. Todo
resultó bien, menos la filmación debido al tupido follaje del
lugar.
Ese día fue abundante en caza y hubo mucho trabajo para nuestros buenos desolladores Nituka y Mouki, dos
viejos, más diestros con el cuchillo que un cirujano. Utilizaban cinco o seis cuchillos diferentes cada uno. Lo más
delicado es quitar limpiamente toda la piel de la cabeza,
Fernando con Kasimwita, el magnífico huellero wakamba.
sin lastimarla y sin dejar traza de carne; ojos, orejas, nariz
y labios son lo más difícil. Más laborioso aún es sacar los
huesos de las compactas y complicadas patas del elefante, del rino o del búfalo sin cortar la piel a lo largo. Por la
tarde Fer tumbó un thomi que corría y yo cobré una cebra y
un eland que ameritó tres tiros de mi .30-06. ¡Cuatro piezas
cobradas en un día y dos de ellas trofeos de primera! ¡Qué
sabroso es darle gusto al dedo sobre animales de categoría!
Por la noche le di a Kasimwita —sin que lo viera Bill—
un jaibol en premio a su buen comportamiento, como un
huellero que se las sabe todas. Digo que le di su trago a
escondidas, porque durante un safari a ningún negro del
servicio le está permitido tomar alcohol, ni siquiera una cerveza.
Inigualable resistencia
de los negros
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El targui, es un genuino nómada, ex bandolero, fantasma
e hijo del desierto; pertenece a la tribu tuareg, de la que
tantos hechos temerarios y heroicos se han escrito y novelado, por sus innumerables encuentros sangrientos con
la Legión Extranjera Francesa. Este perenne habitante del
desierto lleva siempre protegido el cuerpo con el gandurah
—una especie de largo camisón sin mangas—. También lo
usan los árabes, beduinos del desierto, pero con mangas.
Protegen la cabeza con el shesh o litham , un largo velo de
tres metros que usan como un turbante para protegerse
del ardiente sol y de las tempestades de arena, y les cubre
parte de la cara. Para protección de los pies usan nails —
especie de huaraches.
En la India, el más pobre, aún el infeliz descastado,
tiene ropas con qué cubrir su desnudez, con excepción del
sadhu —asceta, a quien comúnmente se le llama yogi—,
quien sólo usa un taparrabo por indumentaria.
En el Ártico el esquimal se protege del frío con pinto-
rescos y abrigadores atuendos que incluyen la parka —
pantalón— y muck-Iucks —botas—, todo confeccionado
con finas pieles de foca, nutria, lobo, reno, oso, etc.; inigualable indumentaria con la que pueden resistir cómodamente temperaturas de 40 grados centígrados bajo cero.
Pero al negro africano no le afecta tanto el calor como
el frío. De hecho están constituidos para resistir todas las
inclemencias del duro continente. En el curso de mis numerosos safaris, he convivido con ellos largos meses, los
he observado y me ha sorprendido la increíble resistencia
física que muestran en el campo. Por toda indumentaria
usan un pantaloncillo corto, y aguanta el frío bajo cero y
el calor de 50°C, en pleno campo abierto. Ningún hombre
blanco ha podido adaptarse ni acostumbrarse a soportar
ese ardiente sol del mediodía, sin cubrirse la cabeza y el
cuerpo. El negro, sí. Al verlo caminar, bajo un sol vertical
que chamusca, con su espalda y cabeza desnudas, da la
impresión de que se va a achicharrar. Hasta parece que
Después de un prolongado e inteligente huelleo,
Fernando Iiquida desde 15 metros a su primer rinoceronte negro.
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Guerreros masai de cacería.
La resistencia que desarrollan
en el campo es sorprendente.
humea, que reverbera, y sin embargo, él camina, trabaja,
ríe, canta y aguanta, mejor dicho, aguantaba los malos tratos que diariamente le prodigaba su amo, el hombre blanco. Está en su medio como el pez en el agua. En el trabajo
es incansable, me refiero a los safaris. Por la mañana, sale
en ayunas, hace largas caminatas bajo un calor intenso, se
pasa todo el día sin comer y apenas toma agua. Pero, eso
sí, por la tarde, al regresar al campamento come y bebe a
toda tripa, carne, masa cocida y chile. ¡Qué estoicismo e
indiferencia la de esos hombres al dolor y al sufrimiento!
Hambrientos, sedientos, cansados, lastimados o heridos
en alguna forma, nunca se quejan. Sólo recurren a su bwana cuando les duele la barriga por haberse dado un atrancón de dos kilos de carne en una sola sentada.
Tal parece que la bondadosa y sabia naturaleza ha
sido espléndidamente generosa con esta raza, dotándola de una salud y complexión física envidiables: gran resistencia, magnífica vista, dentadura perfecta, piel tersa,
gruesa y profusamente pigmentada para que no la hieran
los rayos del sol. Su sistema nervioso también es extraordinario; nada los hace perder el apetito o el sueño, así se
queme su choza, o se le muera un hijo o una de sus mujeres. Y por si esto fuese poco, también poseen una gran
alegría de vivir. Ya lo dije en otra parte: “El negro de África
es más feliz que el negro de América.” Muchas veces he
pensado si será justo y atinado el pretender incorporar a la
civilización
—?—, al ruido y al esmog a esas tribus que todavía
tienen el don de gozar de las cosas sencillas de la vida.
El último día en ese campamento lo cerramos con “broche
de oro” ,cobrando mi segundo rino, un macho con cuernos
de 19 pulgadas.
Campamento en Uaso Nyiro
Después de pasar un mes de safari en Tangañica, partimos para el norte de Kenya en busca de la jirafa reticulada
y la cebra de Grevy. Al pasar por Nanyuki, población en la
que por esa época se consideraba el cuartel general de los
rebeldes Mau-Mau, me admiró su exuberante vegetación y
bellos paisajes, sólo comparables al área del Lago Manyara. Cielo, agua, clima y ricas tierras componen ese paraíso
que está enclavado entre el Monte Kenya y la cordillera del
Rift Valley. En belleza, bien puede compararse con algunos lugares del estado de Michoacán, México, o con otros
del Japón. Además, son tierras muy ricas en su variedad
de verduras, frutas y maderas. Densos bosques, inmensos
plantíos de té, platanares, cafetales, flores, etc. La tierra
roja olía como la de los campos de Jalisco después de una
buena lluvia.
Al pasar por Nanyuki no me sorprendió ver a todos los
blancos armados: hombres, niños y mujeres, todos, con
pistola fajada a la cintura o con su rifle automático al hombro. Sólo nos detuvimos a tomar una cerveza de marca
“Tusker”, tal como se llama popularmente en África al elefante. Seguimos rumbo a Isiolo; pero el carro empezó a
fallar y nos detuvimos en el camino. Pardeaba ya la tarde
cuando vimos que en sentido contrario venía un jeep con
Lawrens y otro individuo. Los dos eran cazadores blancos. Hasta entonces supe que por ahí, muy cerca, estaba filmándose la película “Safari”, en la que figuraba como
primera estrella Víctor Mature. Nos fuimos, curiosos, al
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campamento de la filmación, que más me pareció un circo:
había más de 100 tiendas de campaña, un sinnúmero de
grandes camiones, jeeps y camionetas. Fuimos a cenar a
uno de los muchos y grandes comedores —carpas de lona
de 30 metros— Allí estaba la plana mayor: camarógrafos,
técnicos, maquillistas y más de diez cazadores blancos
que habían sido contratados para proteger de un posible
ataque de fieras a los actores, durante la filmación. Mature
ya no estaba. No sé si sería broma, pero uno de los cazadores profesionales me dijo que todos los días lo llevaba y
lo traía una avioneta a Nanyuki, donde pasaba las noches,
porque los alacranes le daban pánico y presentía el ataque
nocturno de un rinoceronte a su tienda.
¿Será cierto? . . . ¿Pues no se le ve tan valeroso y tan
hombre en los filmes?
El caso es que los cazadores blancos hacían mofa de
él. No les simpatizaba, y lo consideraban cobarde, porque,
estando en los campos africanos, nunca salía a cazar siquiera un inofensivo dik-dik.
Ahí estaba el “doble” de Víctor, a quien pagaban 50 dólares por cada tiro que un experto colocaba a un metro de
distancia de sus pies en uno de los pasajes del argumento.
Me divertí.
No esperamos al actor principal, nos dieron otro carro
de cacería y por la mañana seguimos rumbo al norte. Después de unas horas llegamos a las márgenes del río Uaso
Nyiro, que nace en el Monte Kenya, dando en su trayectoria vida a los famosos
Pantanos de Lorian. Fijamos nuestro campamento cerca del río. Desde nuestro campamento de Illunde habíamos recorrido más de 1 300 km para llegar a este paraje
que está a 300 km de Etiopía. El terreno es reseco, quebrado, pedregoso; la flora es pobre, casi solamente acacias y
espinos; lo único que alegraba el panorama era el río. La
región está habitada por la tribu sambukí, físicamente parecida a la masaí. Vive exclusivamente del ganado vacuno
y cabrío. No cultivan la tierra. Tampoco la variedad de la
fauna era notable: gacel de Grant, cebra común y la jirafa
reticulada que era nuestro objetivo. Ésta es la más bonita
por su color café, más fuerte que el de la jirafa común; es
muy arisca, no se deja arrimar fácilmente y, como su altura
llega a pasar de los cinco metros, el acecho es difícil porque a distancia descubre al cazador.
La única riqueza de la tribu sambukí, es el ganado.
La jirafa reticulada
Este elegante animal gigante hace muchos millones de
años ostentaba una cornamenta tan grande como la de un
caribú de Alaska, tiene una piel tan gruesa como la de un
rinoceronte. Para tratar debidamente la piel, hay que rebajarla a puro cuchillo, por lo menos la mitad de su grosor,
a efecto de facilitar la penetración de la sal que evitará el
“calentamiento”, en tanto llegue a manos del taxidermista.
La tarea de adelgazar requiere más de un día, a cargo de
cuatro expertos desolladores.
La jirafa es un animal inofensivo, aunque sus largas
extremidades rematan en pezuñas, tan poderosas y resistentes, que podrían matar a un león de una patada bien
puesta.
El primer día de caza vimos a distancia tres de estos
bellos animales. Uno nos pareció bueno, y no tardamos
más de una hora en ponernos a tiro. A 120 metros disparé
con mi rifle .375 usando bala sólida de 300 gr. El impacto
dio en la paleta, el animal corrió; luego un segundo tiro
rápido y cayó.
Al siguiente día salimos, ya tarde, dando tiempo a que
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los desolladores terminaran de salar bien la piel de la jirafa.
Un descuido, un trozo de carne que se deje adherido, produce un agujero; si se expone al sol, puede recalentarse
y echarse a perder, se le cae el pelo. Por la tarde, cobré
la segunda jirafa que autorizaba mi licencia. Ésta me dio
menos trabajo que la primera: un tiro al codillo a 60 metros
fue suficiente.
Tengo entendido que hoy en día, en ningún país de
África se permite cazar la jirafa reticulada.
Aquella misma tarde, Fer hizo un bonito tiro sobre una
gacela de Grant, de piel sedosísima y cuernos muy simétricos. El tiro fue preciso al codillo, a una distancia de 200
metros. ¡Qué sabor tan grato dejan esos tiros que producen una muerte instantánea, limpia, sin que sufra el animal! Pero, en cambio, yo metí la pata errando limpiamente.
Ni siquiera un rozón de bala cuando disparé a otra gacela
ese mismo día; no sé lo que me pasó, pues el animalito
estaba a no más de 120 metros. Apunté calmadamente
rodilla en tierra a la gacela parada y, sin embargo, le erré.
Me molesté tanto conmigo mismo, que ni intenté un segundo disparo. Como decía Bill, para conformar a uno cuando
yerra el tiro y se le va la pieza o cuando un acecho no dio
resultado: “No era su día”.
Pero ... ¡vamos! ... todo cazador tiene su “mal cuarto de
hora”. En mis andanzas venatorias he visto a más de tres
cazadores blancos profesionales errar lastimosamente no
uno sino 8 y 10 tiros, a relativamente cortas distancias. Yo
no creo que haya cazadores que nunca fallan o que nunca
cometieron un error.
¡fácil!, y no cayó sino a los 350 con mi cuarto disparo. Tiré
mal, seguramente estaba jalando el llamador, pero lo importante es que cayó.
Ese fue el último día en el campamento de Uaso Nyiro.
Campamento en M’Bala-M’Bala
¡8 elefantes con colmillos
de 90 libras por lado!
El día 13 partimos rumbo al sureste, con intención de
pasar por Garissa y de ahí seguir hacia el este para buscar
mi tembo, cerca de la frontera con la antigua Somalia Italiana, área desértica, donde el año anterior cacé mi primer
elefante. Todo el día corrimos por brechas infames y ya
pardeando la tarde torcimos a la derecha, para buscar un
lugar donde acampar y pasar la noche. Ese sitio se llama
M’Bala-M’Bala. No había ni una manyatta o choza ni habitante alguno, simplemente se llamaba así, igual que si se
dijera “el cerro del 4 o barranca honda”. A corta distancia
estaba el famoso río Tana, que tendríamos que cruzar para
entrar a una extensión grande de terreno muy fértil y selvático, casi circundado por las aguas del río. El siguiente día
de caza dejó tan hondas e imborrables impresiones que
todavía hoy, después de tantos años, vuelvo a recordarlas tan vivamente y tan frescas como si fuese ayer. Mucho
aprendí de caza en ese largo día en que abatí el mejor de
los 6 elefantes que he cobrado hasta ahora. Hubo muchos
sustos y carreras; empleo de grandes conocimientos de
caza; inteligente acecho y huelleo; largas caminatas; impaciente espera; peligro a cada paso. En fin, todo concurrió
para considerar ese como uno de los días pletóricos de
gran tensión que he vivido en mis numerosos safaris.
Durante una cena improvisada Bill me expuso el plan
de caza: saldríamos antes del amanecer; luego cruzaría-
La cebra de Grevy
Me costó trabajo el acecho a este animal porque es
matrero y desconfiado como todas las cebras, pero más
trabajo me costó abatirlo. Empecé a tirarle a 200 metros,
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mos el río en uno de esos primitivos cayucos, hechos de
un solo tronco de árbol, que por cierto son muy largos y
angostísimos.
Puesto que ese día constituyó un interesante episodio
en la caza de elefantes, me referiré un poco a los hábitos,
hechos y costumbres de estos enormes paquidermos, el
mamífero terrestre más grande, la bestia a la que todo experimentado cazador considera como el verdadero rey de
la selva, ya sean asiáticos o africanos. Hasta los escritores, algunos tan famosos como Rudyard Kipling, nutrido en su amor a la naturaleza y profundo
conocedor del ambiente, en su famoso Libro de la Selva
da esa categoría no al tigre de Bengala ni al león africano
o asiático, sino al elefante.
Generalmente se tiene muy ligera noción de lo que es
un elefante africano en estado libre, en su ambiente salvaje. En los circos, sólo se ve al asiático, que es domesticable, más dócil y muy útil al hombre en sus arduas tareas
del campo. Tanto Darío lll, como Alejandro el Grande, Pirro
ll, rey de Epiro, y Aníbal el Mago —este último que hace
22 siglos consumó el milagro, la inconcebible hazaña de,
en 15 días, cruzar los Alpes con todo su ejército, que incluía 80 elefantes amaestrados para la guerra—, usaron
en sus batallas elefantes asiáticos domesticados y entrenados para tal fin. A los elefantes africanos sólo se les ve
en la jungla, ni siquiera en los parques zoológicos, y que
yo sepa, nunca se ha domesticado, si bien, ya se está intentando en África con los pequeños. Este rey no soporta
la vida en cautiverio. Es un digno descendiente de sus pre
históricos antepasados: el mastodonte, el mamut y tras especies de proboscidios que poblaron la tierra desde hace
25 millones de años.
He aquí algunas de las particularidades y característi-
cas de estos paquidermos.
a) Cuando el calor es muy intenso y la bestia se encuentra lejos del agua, introduce la trompa en la boca,
saca agua de su estómago y se da n duchazo en el lomo
para refrescarse.
b) Bebe gran cantidad de líquido dando sorbos de litros
y se come 200 kilos de pastos, ramas de árboles, raíces y
frutas, cada 24 horas. Es muy goloso, le encantan los elotes, las calabazas, los plátanos, etcétera. Por eso, cuando
cae sobre un plantío, acaba con él dejando al pobre dueño
en la calle.
c) Es el único cuadrúpedo del Reino Animal que propiamente tiene 4 rodillas, una en cada pata. Esa cualidad
anatómica le da aptitud para trepar sin dificultad por cualquier escarpadura o pendiente, sin constituir un obstáculo
su enorme peso.
d) Tiene un olfato tan fino que puede ventear al hombre
a un kilómetro y, a semejanza del perro, puede captar su
rastro.
e) Defeca normalmente cada 45 minutos, lo cual es un
útil indicio para el cazador que va siguiendo la huella, pues
por la temperatura del estiércol, su dureza, oxidación y aspecto puede calcularse la distancia o tiempo que lo separa
de la pieza.
f) Los Gow-birds son unos pájaros blancos que siguen
a los elefantes posándose en los lomos, para cazar a las
gigantescas “moscas del elefante”, las sabandijas y otros
insectos que llevan pegados a la piel. Cuando una rama
roza el lomo de un tembo, los pájaros levantan el vuelo en
espiral y vuelven a pararse en el lomo del animal. En selvas muy densas, donde el cazador no puede ver a más de
20 metros, esos pájaros denuncian la presencia del paquidermo cuando levantan el vuelo. Estos pajarillos son una
Jirafas reticuladas en Kenya.
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Cebras de Grévy
en un abrevadero.
El autor con un bonito ejemplar de cebra de Grévy.
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bendición para los elefantes, diría yo que son el San Jorge
bendito que los libra un poco de esa molesta comezón. Lo
mismo ocurre con los tíckbirds —pájaros garrapateros—,
que invariablemente llevan sobre el lomo los rinocerontes.
g) El insecto más pernicioso es “la mosca del elefante”:
mide poco más de dos centímetros y está dotada de una
lanza formidable. Son el mayor tormento del elefante, ya
que su piel gruesa está llena de pequeños vasos sanguíneos y nervios. Para protegerse de esos terribles insectos,
se bañan con lodo. Cuando éste se seca, se endurece y
resquebraja sobre la piel, siendo muy difícil de ser penetrada por la mosca. Cuando no hay lodo, se dan baños de
arena haciendo uso de su trompa, para alejar a los bichos
que tanto les mortifican.
h) Su vista es deficiente; en pleno día, con sol, fácilmente confunden a 25 metros la silueta de un matojo con
la de un hombre, si éste no se mueve. Ve un poco mejor al
amanecer o ya pardeando la tarde.
i) Su apego a la vida, o su enorme resistencia a las
balas, es formidable. Para una mejor comprensión inserto
una anécdota real, un pasaje que relata en su libro uno
de los más grandes cazadores de todos los tiempos, F. C.
Selous. Traduje este capítulo sintetizándolo un poco, para
no cansar al lector, sobre el plomo que aguantan los elefantes.
“El mejor elefante —una hembra— que tenía dos blancos y largos colmillos estaba de frente, muy cerca de mí;
así que avancé cautelosamente hacia un árbol que distaba
30 metros de ella, encaré mi rifle, apunté al pecho librando
un lado de la trompa que llevaba caída y disparé. Dando
un berrido, dio media vuelta y corrió a reunirse con el resto
de la manada. De manos de Hellhound —su portador de
armas—, tomé mi otro rifle * disparando mi segundo tiro
a las costillas, y la seguí a la mayor velocidad que pude
hasta colocarme a 45 metros del grupo de elefantes. Para
entonces ya mis dos rifles estaban cargados. El animal
que había herido no daba muestras de estar muy afectado,
apenas podía distinguirlo entre los demás. Como estaba
en dirección contraria, hice mi tercer disparo apuntando a
los flancos, a 12 pulgadas arriba del nacimiento de la cola.
El paquidermo cayó a tierra, pero al instante se levantó y
caminó despacio, con la cabeza levantada y la cola tirante.
Por su actitud, creí que quería cargar. Tomé mi otro rifle, y
corriendo hasta llegar a 20 metros le grité para que volteara y poder disparar al costado, pero en lugar de proceder
así bajó la cola y la cabeza y apretó el andar. Corrí en ángulo y dejé ir mi cuarto tiro apuntando a las costillas, pero
sólo sirvió para que acelerara más el paso. Después siguió
una larga persecución, muy. fatigosa, por el terreno arenoso y el sol calcinante; pero la bestia sólo dio muestras de
aflojar un poco. Otros dos balazos en los costados y, por
fin, dejó de caminar en línea recta; torció a un lado dándome oportunidad de cortar terreno, y cuando la tuve cerca y
atravesada, le disparé, haciéndola caer, en apariencia, tan
definitivamente que creí mi bala le había roto los hombros.
Al acercarme empezó a luchar tan desesperada y resueltamente que casi logró sentarse con la cabeza levantada.
Esperé a que cayera de lado y cuando lo hizo, puse el cañón de mi rifle entre las dos orejas, 6 pulgadas atrás de la
cabeza y disparé. Esta vez se quedó perfectamente quieta.
Arosty —su segundo portador de armas—, me advirtió que
la elefanta todavía boqueaba. Tomé mi rifle y otra vez disparé atrás de su cráneo, muy cerca de donde se une con
las vértebras. Esta vez coloqué la boca del cañón a una
pulgada de la piel y el humo de la pólvora salía en espiral
por el agujero producido.
“Dando por bien muerto al animal, fui a sentarme junto
a él recargando mi espalda en su cabeza, descansé así 15
minutos, durante los cuales permaneció tan quieta como
una tumba. Como ya era muy tarde, regresamos al campamento y llegamos cuando ya el sol se ocultaba. La distancia no era más de 4 kilómetros.
“Tan pronto amaneció, volvimos para quitar los colmillos —tarea que dura dos horas—. No tardamos mucho en
llegar al lugar, pero ¡Oh! . . . , ¡qué gran sorpresa y horror
se apoderaron de mí cuando, en vez de encontrar el voluminoso cuerpo y los blancos colmillos, encontré solamente
las huellas de las patas impresas en la arena y un gran
charco de sangre! Aunque no podía creer lo que veían mis
ojos, el hecho era evidente, ahí estaba. La elefanta, ¡después de haber recibido nada menos que siete balas de 4
onzas en el cuerpo y dos tras de la cabeza, se había levantado y huido en la noche! Se dice que la verdad es más
extraña que la mentira, y ciertamente, esta anécdota mía
es muy extraña. Sin embargo, es absolutamente cierta en
todos sus detalles.
“Sólo me resta decir que inmediatamente tomé seguí la
huella hasta que se ocultó el sol; y de haber llevado agua,
la hubiera seguido 10 días más.”
Hasta aquí la increíble anécdota de ese famoso cazador. Y ahora que el lector está más familiarizado con lo
que es y significa un elefante africano en el arte venatorio,
volveremos al relato de mi cacería tras de ese bicho en
M’Bala-M’Bala.
• En esa época usaban rifles de baqueta, que como las escopetas pisponeras, se cargaban por la boca del cañón con postas endurecidas
con estaño y zinc de 4 onzas y pólvora negra, las cuales al disparar
formaban una nube de humo impidiendo al cazador ver de inmediato el
resultado del tiro.
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Por su gran poder y sentido,
el elefante es la caza
más peligrosa de África.
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De acuerdo con lo planeado, oscura la mañana, nos
levantamos, y al ver Bill que Fer se alistaba revisando su
rifle y cámara de filmar, me dijo:
—Fer no puede ir.
—Pero, ¿por qué? —le pregunté.
—Porque esta caza va a ser muy peligrosa y no quiero
cargar con la responsabilidad de un posible y fatal accidente. Es más, ni siquiera puedes llevar la cámara de filmar. O
filmas o cazas; esta vez no podremos hacer las dos cosas.
Sólo iremos tú y yo, acompañados con dos de nuestros
mejores huelleros.
—Pero hombre, Bill, ¿tan seria crees la aventura?
—Tan seria, que si te empeñas en que vaya Fer tendrás que firmarme un papel en el que certifiques tu absoluta responsabilidad sobre el muchacho.
Con tales argumentos, después de reflexionar un poco,
pensé que se trataba de cazar un solo elefante y, por lo
tanto, no tenía objeto correr mayores riesgos exponiendo
a Fer. Con tristeza para él y pena en mí, resolvimos que se
quedaría en su tienda de campaña.
Dejamos el campamento y nos metimos en la maleza
dirigiéndonos al río Tana. Kasimwita iba por delante alumbrando el camino con una lámpara de mano. Caminamos
un kilómetro, y entonces vimos el ancho y majestuoso río;
ya empezaba a clarear la mañana. Los cuatro que formábamos el grupo, nos las arreglamos para cruzar el río en un
solo viaje, abordando un angostísimo cayuco, de apenas
medio metro de ancho. Cuando ya íbamos a mitad del río,
la aurora nos recibió iluminando un paisaje bellísimo. Todo
el cielo estaba tan rojo como si fuera el reflejo de un inmenso incendio de toda la selva africana. Instantes después,
en el horizonte, semejante a una enorme bola de fuego,
empezaba a asomar con timidez la cara del sol. El cielo
rojo y las exuberantes riberas del río se reflejaban en las
aguas del Tana haciendo más grandioso aquel maravilloso
escenario. Agua y cielo envueltos en rojo. Un zangoloteo
del angosto y primitivo cayuco me sacó de aquella contemplación. Para los que ya están acostumbrados, serán seguras y fáciles las travesías en esas frágiles canoas, pero
para quien, como yo, lo hace por primera vez, no dejará
de preocuparse sabiendo que si se voltea, lo menos que
puede ocurrirle no será una simple mojadita, sino que su
honorable persona puede ser partida en dos por cualquier
glotón cocodrilo de los muchos que abundan. Semisentado
en cuclillas, con el rifle atravesado, trabajo me costó guardar el equilibrio. Francamente me sentía muy intranquilo
con el balanceo y sólo me calmé al llegar felizmente al lado
opuesto. Al pisar tierra, revisamos nuestros rifles e inmediatamente nos internamos en la muy densa espesura.
Tomamos las precauciones posibles para no ser sor-
prendidos por algún elefante. Encabezaba la fila india el
huellero Kasimwita, quien se ocuparía de clavar la vista
en busca de una huella fresca y grande; seguía Bill, luego
yo, con mi rifle listo, y Matengue, el otro huellero, cerraba
la columna caminando unos 30 metros atrás de nosotros,
para cuidar nuestra retaguardia y avisarnos de la aproximación de algún paquidermo con intenciones de atacar por
la espalda.
Aquella selva parecía el típico mundo de los elefantes.
No podíamos ver a más de 10 metros. Con frecuencia nos
deteníamos para escuchar algún ruido. El caminar era muy
difícil debido a lo cerradísimo de la jungla, pero pronto nos
dimos cuenta que lo mejor era seguir por las veredas que
habían formado los propios elefantes en su continuo ir y
venir. Esas veredas parecían más bien túneles dentro de
la vegetación selvática, tan bien cortados que cualquiera
imaginaría que habían sido trazados por la mano del hombre, si no fuese por tanto vericueto y por lo apisonado del
terreno en el cual se confundían centenares de huellas de
elefante.
Después de dos horas de un andar lento y cauteloso,
el rifle cuate me pesaba una barbaridad; a cada momento
veía las miras por si se atoraban en alguna ramita. Estos
rifles cuates, diseñados para caza peligrosa, carecen de
bandolera, no por descuido del fabricante, sino por considerar un posible atorón en una rama o vara, en los momentos culminantes en que puede ir la vida de por medio,
o bien por la misma causa, echar a perder un laborioso
huelleo o un acecho cuando se está próximo a la pieza. En
las tupidas selvas siempre va uno apartando con la mano
las ramas, telarañas, espinos o pastos altos, en fin, abriéndose paso, unas veces agachándose y otras a gatas, cuidando siempre del rifle, agudizando el oído y la vista en
la espesura, donde se espera descubrir de un momento a
otro la pieza que se busca. Muy importante es ver dónde
se pisa, pues el tropezar con una mamba puede significar
la muerte en unos cuantos minutos.
A las 9 de la mañana, se detuvo de pronto Kasimwita
señalando a su izquierda con la mano. ¡Era el primer elefante! Allí estaba el tembo, metido en la espesura, a 30
metros de nosotros, pero apenas si podíamos distinguir un
gran manchón oscuro, como una sombra entre el verde
follaje. Estábamos en cuclillas tratando de descubrir la cabeza y calcular el peso de los colmillos, cuando el mismo
Kasimwita, que ya se había hecho a un lado, me tocó el
hombro —en esos momentos de caza nunca se habla—,
señalando en distinta dirección, ¡otro elefante! Segundos
después, oímos el crujir de una rama que quebraba. De
este segundo elefante ni siquiera su sombra pudimos ver,
sólo sabíamos que estaba muy cerca por el ruido que pro-
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ducían las ramas que quebraba para comer las tiernas
puntas de los árboles. Todavía no se decidía cuál trataríamos de descubrir cuando oímos, sin poder ver, que el primer elefante se aproximaba. Sin pensarlo, desanduvimos
el camino, siempre probando la dirección del viento y viendo para todos lados. Inesperadamente fuimos a dar con
otro elefante ¡frente a frente y a no más de 10 metros! Fijó
su mirada en nosotros, echó las orejas adelante y tendió la
trompa. Al ver esa actitud de muy probable ataque, nuestros dos huelleros no corrieron sino volaron, agilísimos, a
pesar de las dificultades del terreno.
–¡Corre! —me gritó Bill.
Yo también volé... Los dos volamos... Después de correr unos 50 metros, nos detuvimos, sólo para ir a dar con
otro elefante que también estaba muy cerca, pero quieto.
Torcimos el rumbo metiéndonos por otro túnel y ... otro más
... 5 eran con éste, que también nos hizo correr. Todo pasó
en menos tiempo que el transcurrido para escribir este pasaje.
Finalmente, nos detuvimos en un clarito de la jungla.
Bueno, al menos ahí podíamos ver a unos 40 metros. Recuerde el lector que no teníamos mas caminos andables
que los túneles-veredas formados por los mismos elefantes, pues la selva era impenetrable: árboles de todos los
tamaños, breña, matojos, espinos, arbustos, maleza tupida, en fin, lo que es una selva virgen.
Los dos huelleros se habían esfumado. Cuando nos
detuvimos respiré profundamente, sudaba frío, tenía la
boca seca; estaba agitado y jadeante. Atemorizado, seguía
viendo por todos lados y traté de calmar mis nervios con un
cigarro, que prendí por la boquilla.,. ¡Bah! ... lo tiré enojado.
No hablábamos una palabra, nuestra mente estaba todavía con los elefantes. Cuando volví la cabeza para ver a Bill
le dije:
—¿Qué pasa, mi cazador blanco? Estás más pálido
que un muerto.
—Es que no te has visto tú —me contestó —mejor alejémonos de aquí porque esto está color de hormiga y es
muy peligroso. Prácticamente estamos rodeados de elefantes. Unos los hemos visto y otros solamente oído, pero
todos muy cerca. Hemos tenido mucha suerte en no haber
acabado alguno de nosotros aplastado por sus patas o cogido con la trompa y arrojado contra un árbol. ¿ Ves por
qué no quise que viniera Fer? Este lugar es muy bueno
para elefantes, pero pocos son los cazadores que se animan a penetrar en la selva.
Bill tenía razón. ¡Vaya si la tenía, después de los sustos que tuvimos en unos cuantos minutos. . .! Después de
esos cinco elefantes sólo Dios sabe cuántos más habría
por ahí.
Cruzamos el río rana al amanecer. , .
Mientras hablábamos, todavía jadeantes, no dejabamos de estar muy alertas fijando la vista en la selva temerosos de más inesperados encuentros con los tembos. En
eso oímos un ligero ruido que nos hizo poner en guardia:
eran los dos huelleros que habían seguido nuestra pista.
Ya todos reunidos tomamos por otro túnel, caminando en
el mismo orden que habíamos empezado. Quien no haya
cazado elefantes no podrá tener idea de su increíble caminar silencioso, aún en la jungla más cerrada. Increíble porque, no obstante su gran peso, volumen y tamaño, hacen
menos ruido que un gato; aparecen y desaparecen como
fantasmas, como si pisaran sobre una gruesa alfombra. Tal
vez les ayude la facultad que tienen de contraer y dilatar
la flexible planta de sus patas cuando caminan, pero ¿y su
volumen?, ¿y su gran altura? Se explica por qué, cuando
da uno con un elefante cuya huella ha seguido en la selva,
primero se oye y después se ve. Cuando el experimentado
cazador sabe que ya debe estar muy cerca de su ansiada
presa, camina lentamente, con el mayor sigilo y cuidado
se concentra y agudiza más el oído que la vista. Se detiene a ratos para escuchar, igual que se procede cuando se
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busca un bongo en su echadero; se respira con la boca
abierta para evitar el ruido que el aire produce al pasar por
las fosas nasales, y además porque cuando se respira por
la nariz, se entorpece un poco el oído. El ruido que oirá el
cazador no será precisamente el de los pasos de la bestia,
sino el de los intestinos, producido por el proceso de la
digestión, o bien por el de una rama de árbol que quiebra
para comerse las puntas tiernas o también el ruido que
hace al caer el estiércol cuando está defecando.
A poco andar, el huellero que iba adelante regresó corriendo, a tiempo que oíamos el ruido de la carrera de un
animal. Era un búfalo. Eso dedujimos por el golpe firme y
seco de las pezuñas, pues nada vimos.
Más tarde, dimos con un arroyo seco. Tal vez un brazo del mismo río Tana. Tenía unos 30 metros de ancho,
limitado en ambos lados por bancos de metro y medio de
alto. En medio del arroyo había un charco, y en el charco,
tres grandes elefantes; unos bebían agua mientras otros
se bañaban sirviéndose de la trompa como una ducha.
Calculamos que dos de ellos tenían colmillos de más de
80 libras por lado y el tercero bien podía pasar de las 100.
Estábamos en el borde del arroyo, a 100 metros de distancia, disponiéndonos a estudiar la forma de cómo acercarme para liquidar al mejor, pero resultó que la dirección del
viento era desfavorable; tendríamos que cruzar el arroyo
para disparar desde el otro lado, pero precisamente por
ahí habían llegado, y era probable que me topara con otros
que vinieran en camino a reunirse con sus camaradas. Decidimos esperar a que cambiara de dirección el viento o a
que los elefantes cruzaran el arroyo en dirección nuestra.
Bien pensado, porque al poco rato llegaron por el mismo
lado otros dos paquidermos y minutos después tres invitados más: ¡8 en total!, ¡Y el más pobre con colmillos de más
de 80 libras por lado! ¡Qué hermosura! Aquello parecía
un concurso. ¡Más de 1 300 libras de blanco marfil en 16
colmillos! Espectáculo inolvidable; jugaban, se bañaban,
bebían y se revolcaban cubriendo de lodo sus enormes
cuerpos cenizos. Pensé en los 7 tediosos días que había
batallado el año anterior en Lein, para cobrar un humilde
tembo, con colmillos de 66 y 64 libras.
Seleccioné el mejor, un machote oscuro, gigantesco,
maduro, sin ser viejo, con un par de largos, simétricos y
blancos colmillos. Pero el problema del viento seguía.
—Mira .. , ya empiezan a moverse caminando hacia
este lado —dijo Bill.
Tres se desprendieron del grupo, y entre ellos el seleccionado. Nos metimos un poco a la selva dando un medio círculo para arrimarnos y esperamos tras de un árbol
caído, que hasta de mampuesto me serviría. Mi elefante,
como un suicida, fue el primero en llegar, y como si obede-
ciera una orden del destino se paró a 30 metros de mí, en
un clarito que lo hacía lucir de cuerpo entero, atravesado,
quieto, como en pose para un retrato.
Ya estaba ansioso y me disponía a disparar apuntando
al cerebro cuando, en bajísima voz me dijo Bill: —Espera,
primero me asomaré para ver si al arroyo ha llegado otro
mejor. Se deslizó por mi derecha y a poco regresó. No, no
había otro mejor; pero, mientras tanto, el que tenía yo enfrente, a tiro regalado, fácil, se cansó de esperar y se alejó
internándose en la selva.
Mostré mi disgusto a Bill. Ahora tendríamos que buscar
un nuevo rastro o seguir el de ese elefante que del grupo
sería el único que pasaría de las 100 libras cada colmillo.
Optamos por lo primero internándonos otra vez en la espesura, por el laberinto de los túneles vivientes, frondosos,
verdes.
Mientras caminábamos, iba cavilando y renegando
contra Bill: primero, allá en Tangañica, habíamos desperdiciado los dos elefantes de verdes y largos colmillos de 70
libras, para después tener que conformarme con uno que
apenas llegó a las 66, y de remate, con un colmillo mocho. ¡Y ahora desperdiciamos la bella oportunidad con uno
que tal vez pasaría de las 100 libras! Me sentía realmente
molesto. Quizá ya no se presentara otra oportunidad y, de
ribete, el calor se dejaba sentir ya muy fuerte en aquel aire
sofocante de los túneles. Era un calor húmedo y pesado,
parecido al que siente cuando se interna uno en las marismas de la costa de Nayarit, o en las junglas de la Huasteca
veracruzana en los meses de verano.
“¿Por qué me pasará esto a mí? —pensaba—. ¿Por
qué le hice caso a este flaco desgraciado que mejor hubiera hecho en quedarse con sus canguros allá en Australia?”
Un pissst. . . , de Matengue, que encabezaba la fila india me sacó de mis cavilaciones; pero no señalaba un elefante que fue lo primero que imaginé y busqué inmediatamente con ávida vista, no, lo que señalaba era un enorme
reptil pitón que cruzaba el túnel. Un ¡híjole!, muy feo, con
mezcla de imprecación y miedo, se me escapó de la boca.
Miedo por la sorpresa, pues bien sé que esos constrictores
no son venenosos y por regla general no atacan al hombre.
El pitón era gruesísimo, no pude apreciar el largo porque
sólo vi parte, pero algunos de estos reptiles suelen medir
hasta 10 metros.
Seguimos caminando durante una hora; luego volvimos a ver tres elefantes más, pero ninguno con colmillos
de más de 90 libras. Las huellas del que pretendíamos seguir se habían confundido con otras mil y no lo volvimos a
ver.
Eran las 12, lIevávamos 7 horas de andar, pasando
mil sustos, con un calor ya intenso, pegajoso, sofocante;
144
ÁFRICA - 1955
estaba rasguñado, me sentía cansado y hambriento; el
peso del rifle se había quintuplicado; los pies, cubiertos
con gruesos calcetines de nylon y botas de 9 pulgadas, los
sentía como si estuvieran dentro de un horno. Así llegamos
a un gran claro, con pastos y árboles quemados, en donde
encontramos a un nativo que cargaba un gran racimo de
plátanos. Me fui sobre los plátanos, mientras Bill hablaba
con el negro. Seguimos caminando en compañía de aquel
individuo hasta llegar a un pequeño arroyito de agua muy
fresca y cristalina. Ya era hora de tomar un descanso. ¡Qué
sabrosura sentí al hundir mis vaporizantes pies descalzos
en aquella agua bendita! Refresqué mi cuerpo y más de
4 plátanos cayeron en mi resentido estómago, más vacío
que el de un perro de gitano pobre.
—Oye, Bill, ¿no crees que por hoy ya hemos pasado
bastantes sobresaltos y caminado mucho? ¿No será mejor
regresar al campamento y volver mañana?
—Mira —me replicó— hasta hoy nos está permitido
cazar en estos lugares, mañana ya no, porque se declarará ésta como zona de reserva. Además, este negro me
dice que por aquí anda un elefante, con unos colmillos tan
grandes y gruesos que a la hora de la siesta tiene que apoyarlos sobre un brazo de árbol para descansar. También
dice que su huella es inconfundible por lo grande y porque
arrastra la pata delantera derecha; él nos mostrará la huella, así es que si quieres tu tembo debemos seguir.
Con tales argumentos, que levantarían del sepulcro a
cualquier cazador de elefantes, por toda contestación procedí a vestirme y calzar mis magullados y pobres pies.
Ahora caminábamos sobre las cenizas de un monte
quemado. A las 12.30 encontramos la huella que nos mostró el nativo. Efectivamente, era muy grande, la planta de
Elefante saliendo de tomar agua en un pantano.
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ÁFRICA - 1955
la pata delantera midió 54 centímetros de extremo a extremo, y se veía claramente que una de ellas la arrastraba al
caminar. Seguimos la huella saliendo del monte quemado
para volver a entrar a la verde selva. Después de una hora
sudaba a mares, un hilillo goteaba por mi nariz continuamente. Calor saturado. Sólo sentía un ligero alivio con un
traguito de agua caliente que de vez en vez tomaba de la
cantimplora.
Al fin descubrimos un excremento fresquísimo; el animal no podía estar lejos. Sería cosa de algunos minutos
para alcanzarlo. Era la hora de la siesta y seguramente
estaba ya en su “Petit Trianon” selvático. Aquella pata que
arrastraba hacía inconfundible la huella. Se me quitó la sed
y el cansancio. Súbitamente todo mi cuerpo se sacudió; se
agudizaron la vista y el oído; los nervios, tensos; concentración y rapidez de pensamiento, inquietud, ansia y temor;
temor de perder la presa. Mi mano derecha apretó mi rifle
cuate y una ligera corriente eléctrica me invadió. Conocía
que en selva tan cerrada tendría que tirar a cortísima distancia. Revisé las miras y la carga del rifle. En estos casos
el cazador debe ser cauto y aplicar todos sus conocimientos y experiencia. Sabíamos que probablemente a la hora
de la siesta —de las 12 a las 4 de la tarde—, encontraríamos al tembo en lo más intrincado de la selva. Caminamos
tan silenciosamente como unos gatos, deteniéndonos con
frecuencia para escuchar cualquier ruido del animal, como
el pajuelazo que producen sus gigantescas orejas cuando
se abanica, el sonido de las defecaciones al caer o el fuerte ruido de los intestinos en su constante labor de alquimia
para digerir los 200 kilos de hierbas que se come al día, o
bien, el fuerte ruido, como una detonación cuando quiebra
una rama de árbol. Primero oír y después ver. Estos son
los principios básicos en selva muy tupida. De otra suerte,
si cualquier ruido extraño o el viento impregnado del sudor
del cazador llega a estas fantásticas bestias, las pone alerta, y entonces dos cosas pueden ocurrir: que la bestia huya
precipitadamente, o que el cazador reciba la tremenda sorpresa de un encuentro tan cercano, que verá las patas del
tembo como columnas de un templo.
Pero ahí estaban nuestros buenos huelleros que siempre van descalzos y mi cazador blanco con más experiencia que yo. Recordé cómo estos negritos cazaban elefantes en el siglo pasado. Su técnica, por demás primitiva
pero ingeniosa, era la siguiente: un experimentado, sereno y frío cazador se armaba de un hacha de hoja grande
y bien afilada, fabricada para tal propósito. A la hora en
que el elefante disfrutaba de su siesta, el hombre llegaba
sigilosamente por detrás, y con toda su fuerza dirigía un
tremendo hachazo a una de las patas traseras, a unos 30
centímetros del suelo, lesionando el “tendón de Aquiles”. Si
el hachazo llegaba al tendón, el pobre animal se quedaba
inmóvil, sin ánimos para luchar. Una vez incapacitada la
bestia, el cazador la remataba a lanzazos. Por otra parte,
si el hachazo no era guiado con tino o con suficiente fuerza para lesionar el tendón e incapacitar al elefante, aquél
recibía tal sorpresa, que lleno de terror salía disparado, sin
detenerse a investigar lo ocurrido. Tal vez el elefante, por
su gran peso y tamaño, es el único cuadrúpedo que no
puede caminar en tres patas; por ello se explica lo referido.
Ordenamos el acecho con todo cuidado. El viento era
favorable, y al poco andar oímos el estallido de una rama.
Debía ser cerca porque se oyó como balazo, pero no vimos nada. Sólo la punta de un árbol se movía. Nos detuvimos. Bill ordenó a Matengue que subiera a lo más alto de
un árbol, para localizar al elefante. El negro se subió con la
rapidez de una ardilla y, desde lo alto, con cara sonriente y
mostrando sus blancos dientes, nos hizo una seña con las
manos. ¡Había no uno sino 4 elefantes! Se bajó Matengue
y subió Bill al árbol, luego seguí yo. Todos estuvimos de
acuerdo en que entre los 4 paquidermos estaba el renco
que habíamos huellado y, efectivamente, tenía un par de
magníficos colmillos. Se me hizo “agua la boca”, sentí que
hormigueaban las manos, ¡al fin había llegado tan deseado
momento!
Pero ahora se presentaba un problema:. los 4 elefantes estaban en un claro de la selva que mediría unos 22
metros de diámetro, limitado por un muy denso follaje,
árboles chicos y grandes, breña y espinos. En medio del
claro había un grande y frondoso árbol, bajo el cual estaban los 4 gigantes. El mío se encontraba en el centro, al
lado derecho del árbol, con la cabeza en nuestra dirección;
el segundo estaba a la izquierda dándonos la espalda; el
tercero a la derecha y el cuarto adelante del mío. Los dos
últimos también veían hacia nosotros. El viento corría cruzado; de derecha a izquierda, de manera que el único lugar por donde podríamos arrimarnos y poder ver era por
el lado izquierdo, haciendo un rodeo, porque por el lado
derecho nos denunciaría el viento antes de llegar, y por el
frente nos estorbaba un elefante.
Optamos por lo primero. Debíamos ir con cuidado porque había mucha hojarasca. Nos quitamos las botas para
hacer menos ruido, y dejamos a uno de los huelleros trepado en el árbol para que siguiera observando. Empezamos a caminar, agachándonos y, a veces, arrastrándonos
al pasar algún trecho bajo y difícil. Cansado y sudando a
chorros seguía yo, detrás de Bill, oyendo de vez en cuando
los gruñidos intestinales de las bestias. Probamos constantemente la dirección del viento. Con frecuencia secaba
en el pantalón el sudor de la mano derecha. Apreté el rifle
con el que tanto me he encariñado; lo sentí y acaricié con
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ÁFRICA - 1955
En un claro de la selva se encontraban
os cuatro elefantes ...
la mirada, como a una cosa viviente que muy pronto, con
su vibrante voz de trueno, diría la última palabra, que sería la sentencia de muerte en aquella emocionante aventura. Calculando qué ya deberíamos estar en la dirección
correcta, nos aproximamos al claro y pronto vimos en la
espesura un manchón, una sombra grande que no podía
ser otra cosa que un elefante. Con la boca seca, la tensión
natural y concentrados mis sentidos en lo que tenía enfrente, seguimos caminando a gatas, hasta ponernos a 15
metros. Entonces pudimos darnos cuenta que el elefante
que teníamos a la vista no era el seleccionado, era el que
habíamos visto a la izquierda. Probablemente nos había
sentido, porque había cambiado de posición. Ahora tenía
la mirada fija en nuestra dirección. Entonces empezó a levantar la trompa para detectarnos, y echando las orejas
hacia adelante dio un paso al frente. Al instante corrimos
lo más silenciosamente que pudimos, volviendo a nuestra
primera posición. El paquidermo no nos siguió. Al llegar, el
negro que permaneció en lo alto del árbol, nos dijo a señas
que ahí seguían los 4 elefantes. ¿Qué hacer? Resolvimos
esperar a ver si mi tembo cambiaba de posición. Así transcurrió una larguísima hora. Ya eran las 3 de la tarde y seguramente a las 4 terminarían su siesta y empezarían a vagar
sin rumbo. Entonces sería más difícil acechar mi elefante
entre sus tres compañeros.
Afortunadamente, en ese momento se durmió el ángel
guardián de mi tembo, y éste se movió al lado izquierdo.
Así nos lo comunicó Matengué desde lo alto del árbol, con
una sonrisa en los labios. Inmediatamente nos pusimos en
movimiento, otra vez por el camino ya conocido, más seguros del lugar por donde debíamos arrimarnos. Infinitas
precauciones tomamos hasta llegar a 25 metros. Desde
ahí pude ver a mi codiciada presa. Estaba de frente. Nos
adelantamos 5 metros más para localizar la posición de los
otros 3. 2 nos daban la espalda y el otro estaba también
frente a nosotros. El follaje no me permitía ver bien a mi
víctima. Me adelanté y Bill se quedó atrás de mí. Estaba yo
a 15 metros .. ‘ “Un poco más —pensé—, esta rama estor-
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ÁFRICA - 1955
ba la línea de un tiro al cerebro y es preciso que este gigante caiga de un solo tiro, como cayó aquel otro del colmillo
mocho”. Pensaba también en lo que harían los otros tres.
La situación me pareció evidentemente peligrosa. Si en el
momento de la detonación, en su aturdimiento, venían en
mi dirección esas 25 toneladas de energía salvaje, sería
muy dudoso que lograra salvar el pellejo.
Finalmente, me detuve cuando estaba a 12 metros. El
rey de la selva estaba, como un filósofo o como un yogi en
meditación, con la cabeza agachada y la trompa colgando.
A esa distancia veía las patas inmensas, como dos chimeneas de una fábrica. Me olvidé de todo, sólo pensé en el
tiro al cerebro. También me olvidé del miedo. Puse rodilla
en tierra, encaré mi rifle y empecé a apuntar. Tomando en
consideración lo grande y cerca que estaba el animal, debía trazar una línea imaginaria de ojo a ojo, y exactamente
en el centro, 3 pulgadas abajo de esa línea, colocaría mi
tiro. Si erraba al cerebro no tendría tiempo de un segundo
disparo, y tendría un animal herido en terreno extremadamente difícil para rastrearlo. Me encomendé a mi buena
estrella y a San Benito de Palermo, que fue tan afortunado, y oprimí suavemente el llamador de mi rifle. El gigantesco paquidermo dio un paso adelante y, al intentar dar
el segundo, cayó de rodillas estirando la trompa como si
quisiera detectar o alcanzar a su enemigo antes de morir.
Mi tiro fue certero. Apenas me di cuenta de cómo, afortunadamente, huyeron los otros tres elefantes. ¡Bendita suerte!
—¡Te estás volviendo un experto! —exclamó Bill entusiasmado.
Me sentí halagado con el elogio, pues en ese safari
ya tenía en mi haber dos elefantes cobrados de un tiro,
en posiciones diferentes cada uno. Es realmente excitante, emocionante, ver caer como una liebre a uno de estos
gigantescos reyes de la selva. Tal vez la misma y emocionante sorpresa sintió el bíblico David cuando vio que se
derrumbaba Goliat al recibir en la frente el impacto de una
piedra arrojada por su honda.
Los colmillos pesaron 100 libras el derecho y 102 el
izquierdo. Muy buenos, pero lo más importante fue el trabajo, la técnica y la experiencia aplicados en la persecución de este tercer elefante que cacé en mi segundo safari
africano.
Matengue se dirigió corriendo al campamento, para
informar a Fer y que éste viniera a ver mi trofeo de caza
antes de quitarle los colmillos y también para tomar las fotografías de rigor. Fer llegó a las 5 p.m., con luz apenas
regular para tomar las fotos.
Así transcurrió aquel día, uno de los más inolvidables en
mis safaris; 13 horas de grandes sustos, emociones, carreras y fatigas.
Campamento en Kilundi
Cae un órix de un tiro a 470 metros
En mi licencia faltaba este bello antílope cuya cabeza
está adornada por dos largos, rectilíneos y puntiagudos
cuernos, como dos floretes. Era el trofeo que buscábamos;
ese día, por la tarde, en una llanura muy abierta, descubrimos con los binoculares, a gran distancia, un grupo de 5
animales. Nos aproximamos hasta 1 000 metros y examinamos el terreno para planear el acecho, que por cierto se
presentaba muy difícil. A la mitad de la distancia, es decir,
a 500 metros, había un baobab —árbol muy corpulento—,
y nada más. Todo el resto de la planicie estaba pelona, con
pastos de mediana altura. Además, a nuestra izquierda, a
400 metros de nosotros y 600 de los órix, había un eland
hembra, a la orilla de un charco de agua.
—Bueno —me dijo Bill—, ahora ya tienes alguna experiencia, a ver cómo cazas sin mi ayuda a uno de esos
caballeros . . . Te apuesto 10 dólares a que no lo logras.
—Hecho, van los diez dólares —fue mi contestación.
Me fui por el lado izquierdo. Sabía que era probable
que el eland se asustara, y si éste corría a reunirse con los
órix, adiós mis 10 dólares; pero correría el riesgo. Cuando
llegué a 50 metros del charco, el animal estaba descuidadamente tomando agua, y al acercarme a 30 metros,
levantó la cabeza llevándose un gran susto al verme. Quizá eso me ayudó. La sorpresa no le dio tiempo más que
para correr, afortunadamente en dirección opuesta a los
órix. Seguí caminando cubriéndome siempre con el grueso
baobab hasta que llegué a él. Observé con los prismáticos, y los animales no se habían movido, pero no podría
avanzar más sin ser descubierto. Calculé la distancia entre
450 a 500 metros y decidí tirar desde donde estaba. Esperé a que se normalizara totalmente mi respiración, busqué una saliente del árbol donde apoyar el rifle y adapté
a seis poderes el telescopio de mi .30-06, cuya retícula
estaba alineada para tiro a 200 metros con una bala de
150 granos. El viento era cruzado, pero moderado. Empecé a apuntar al animal que me pareció el mejor, coloqué la
mira por encima del lomo un tanto igual que la anchura del
cuerpo del animal; contuve la respiración y oprimí con toda
suavidad el llamador. Con la detonación, corrió el grupo de
antílopes. Segundos después oí cómo se acercaba el jeep
desde donde había estado observando Bill, con los binoculares, mi actuación. “¡Vengan mis 10 dólares! —dijo extendiendo la mano—, ¡no le pegaste!” Pero Kasimwita, ese
formidable huellero con mirada de halcón, me dijo gritando
y haciendo ademanes que fuéramos a ver el lugar donde
habían estado los órix. Nos subimos al carro y llegando al
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Nuevo traslado
de campamento con todo
el personal del safari.
Fernando con el segundo elefante abatido por el autor.
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necesario acompañarnos.
Nos escurrimos por el breñal para que no nos vieran
esos matreros animales hasta llegar al borde del río, por la
parte más cercana. Las cebras estaban a 200 metros, de
modo que si nuestro primer tiro no era de efecto inmediato,
tendríamos tiempo de hacer hasta tres disparos antes de
que se internaran en la breña. Fer escogió la de la izquierda, y yo la otra. Disparamos simultáneamente y nuestros
tiros dieron en el blanco; pero ninguna cayó, Volvimos a
disparar cuando huían, y Fer tumbó la suya, mientras que
la mía necesitó de un tercer tiro, cuando ya estaba a punto
de llegar al otro lado del río.
Esas fueron las dos últimas piezas que cobramos en
el safari; pero faltaba la despedida, que fue maravillosa.
Después de un buen baño de agua caliente, nos fuimos en
pijama a disfrutar de la imprescindible fogata y de la plática
bebiendo un buen jaibol. Bill que es abstemio, se tomó un
refresco y Fer, otro. Después de un rato, oímos la voz de
nuestro cocinero Matteka:
—Chakula.a.a.a Tayari . . . —La cena está lista—nos
gritó en swahili.
La cena fue exquisita, principalmente unos filetes de
impala empanizados, adornados con col y papas fritas. Estábamos a media cena cuando llegó Masira, nuestro mesero, siempre limpio y ataviado como un turco, con un blanco
camisón sujetado a la cintura por un ancho cinturón de una
tela verde y un fez también verde. Le dijo unas palabras
a Bill, de las cuales sólo entendí una: simba —león—. Bill
“pelaba los ojos” mientras escuchaba, y yo, intrigado, pregunté:
—¿Qué dice éste?
—Pues, .. ¡que allá está un león en la cocina!
—¿Qué? —exclamé saltando de mi silla.
Bill repitió la frase y también se levantó. Había visto
tan calmado a Masira, como si en lugar de un león hubiese recibido la visita de una de sus cinco mujeres. Rifle en
mano, nos dirigimos a la cocina, si así se le puede llamar
a un montón de cajones, mesas improvisadas con varas
y muchos trastos. Dicha cocina estaba instalada bajo un
grande y frondoso árbol, a 20 metros de la tienda-comedor.
Naturalmente que no encontramos al simba, pero quise
cerciorarme del cuento y busqué las huellas. Efectivamente, allí estaban claras y bien marcadas.El león había tenido la osadía de llegar hasta la cocina y en los bigotes de
toda nuestra servidumbre, llevarse una pierna del impala
que había matado Fer. Todos reían a mandíbula batiente, mientras nosotros escudriñábamos las tinieblas con las
lámparas de mano.
El chiste no paró ahí, porque más entrada la noche
regresó el león con toda su familia, a brindarnos una in-
En un llano se encontraban 5 órix ...
lugar, cada quién por su lado buscó algún rastro de sangre que me devolviera mis 10 dólares. Otra vez Kasimwita,
sonriente y gustoso gritaba en su idioma swahili: ¡¡Hapa ...
, hapa, amekwisha kufa!! —¡iAquí, .. , aquí está muerto!!
Corrí a su encuentro y vi al negrito inclinado sobre el órix.
El tiro dio en el cuello matando al animal instantáneamente. Yo, sinceramente, había apuntado muy alto, a los hombros. Tal vez el viento cruzado desvió la bala y fue a alojarse en el lugar indicado.
Después, medimos la distancia desde donde disparé;
era de 469 metros. Lo curioso fue que Bill no viera con los
binoculares la caída del antílope. Por mi parte, creo quedar
disculpado de tampoco haberlo visto debido a la percusión
del disparo, pues cuando se usa telescopio, momentáneamente se pierde de vista el objetivo. De cualquier modo,
fue uno de esos tiros que llenan de satisfacción; me llevé,
además, un buen trofeo y 10 dólares de ribete.
Un león en la cocina
Serenata de leones
Estamos otra vez en nuestro ya conocido campamento
de Selengai. La brevedad de tiempo en que cobré el elefante, para el cual tenía destinados 15 días, nos dejaba
un margen de seis días sin nada más que cazar que dos
cebras y un impala, para cumplir con nuestras licencias.
El primer día, por la mañana, Fer liquidó sin dificultad un
bonito impala de simétricos cuernos.
Por la tarde, encontramos dos cebras solas en el centro de un río seco; Fer y yo nos bajamos del vehículo e iniciamos el acecho. Esta vez nos fuimos sin Bill ni huellero.
Nuestro cazador blanco ya nos tenía confianza y no creyó
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Las últimas dos piezas cobradas por Fernando en el safari fueron una cebra y un bonito impala.
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olvidable serenata que empezó con un coro en do mayor.
Como a las 11 de la noche me despertó el primer rugido,
que me pareció venir de una distancia muy cerca por lo
fuerte y sonoro; luego oí otro y otro más y de inmediato,
con breves lapsos, siguió toda la familia real.
—Fer ... ¿los oyes?
—Sí, pap, parece que los tenemos muy cerca.
La serenata siguió en todo su apogeo. No podíamos
precisar si eran tres, cuatro o más simbas, pero los rugidos
se oían retumbar imponentes, sonoros, terribles, ensordecedores como truenos de tempestad; parecía que hasta se
cimbraba la tierra. Impresionante, pero para mí tan agradable como una canción de cuna. Ningún cuadrúpedo emite
un sonido más trepidante y terrífico.
El resto del reino animal había callado; las aves canoras, el chacal, la hiena, los ladridos de las cebras, los
gruñidos de los rinocerontes que pelean, el pájaro ametralladora, el pájaro reloj. Todo, todo callaba, como si aquellos
rugidos significaran un “toque de queda”. Quisiera poder
describir con palabras aquella sinfonía brutal: primero se
elevaba y se elevaba . . . para después caer y caer, y finalmente apagarse en una especie de lamento de un ser que
se arrastra jadeante y exhausto.
Dos horas duró la serenata. Tuvimos tiempo de sobra
para contar las emisiones entrecortadas de cada rugido.
Primero son dos rugidos suaves y le siguen tres muy sonoros, los más hermosos, para acabar con otros 20 que más
que rugidos son como fuertes gruñidos mezclados de una
tos que va decreciendo hasta apagarse en una tos asmática y cascada. Veinticinco emisiones o sonidos, en total,
componen un rugido del león adulto.
Hubo un momento en que se acercaron tanto a nuestra
tienda, que salté de mi cama, tomé una lámpara de baterías y salí a verlos. Cuando me di cuenta ya estaba Fer a
mi lado con el rifle de gran poder en sus manos. Los bus-
camos y pudimos ver un macho a 40 metros, precioso, sus
ojos se veían como de fuego, entre verde-azul y oro incandescente, más bellos que los de Elizabeth Taylor cuando
tenía 20 años.
Se pusieron de acuerdo y fueron perdiéndose en las
sombras de la noche. ¡ Noche oscura, noche inolvidable,
noche africana en toda su majestuosidad!
Ya en la cama, con la cabeza en la almohada, pensaba
en que seguramente existe entre los animales un lenguaje,
aunque tal vez más limitado que el de los bosquimanos
de África u otras tribus aborígenes como las de Australia.
Si se les observa con atención, nos damos cuenta de que
son más inteligentes de lo que suponemos, pero quizás su
instinto sea más fuerte que su inteligencia, pues carecen
de la reflexión, don exclusivo del género humano.
Los animales no sienten ni conocen el miedo.Huyen
del hombre por instinto. El humor del hombre percibido por
su sensible olfato es como una cosa extraña en su medio
ambiente, y su instinto los pone alerta contra una posible
amenaza desconocida. No puede ser miedo, porque sencillamente no tienen conocimiento de la muerte. Huyen del
peligro por instinto y siempre están alerta, Sienten el dolor de una herida causada por arma, o por un mordisco o
cornada; pero no saben que van a morir. El toro de lidia,
tal vez la bestia más brava, manifiesta en el redondel su
agresividad contra el picador, el capote o el hombre, embistiendo al primer torero que se le para enfrente, sin hacer caso del estoque que ha de clavarse en su corazón; el
rinoceronte que lucha a muerte contra sus semejantes; el
borrego salvaje de las montañas que sintiéndose acosado,
acorralado por el cazador, se arroja desde el borde del alto
reliz para estrellarse en el fondo; el leming, o rata del Ártico, que colectivamente emigra de la tundra para lanzarse
al mar en busca de algo desconocido y acaba muriendo
ahogado, Todos estos y muchos otros acontecimientos ex-
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traños al hombre me hacían pensar en que los animales
no tienen conocimiento de la muerte y, por lo tanto, tampoco se suicidan y menos aún en masa. Tal vez así sea.
Pero luego se dan unos casos como el de los elefantes
viejos o enfermos que parece supieran que sus días están
contados, alejándose de la manada se aíslan, no quieren
testigos en su dolor, cual corresponde a su noble estirpe de
señores patriarcas y amos de la selva y mueren en la soledad, a la orilla de un río. Un tigre de Bengala herido puede
vivir 15 días sin comer, pero no sin beber agua, entonces
el cazador lo encontrará, con toda probabilidad, cerca de
algún aguaje. El tigre buscará el agua para calmar su fiebre y refrescar sus heridas como procedería cualquier ser
humano. ¿Sabe que puede sobrevivir o morir? El león africano, ese otro noble de la jungla, también muere solitario, y muchas veces, cuando ya está viejo, sin dientes ni
agilidad para la caza, acaba sus días en las fauces de las
insaciables hienas, que ya no le temen ni respetan porque
saben que está incapacitado para defenderse, Triste fin de
animal tan magnífico y noble. Pero así es la ley de la supervivencia en la selva.
¿Ha pensado alguna vez el lector en el prodigioso, el
maravilloso sentido de orientación de los animales? Hasta
ahora sigue siendo un misterio, sólo existen teorías, pero
que ningún ornitólogo o zoólogo ha podido descifrar. El
cocodrilo nace en su nido de arena cerca del río, cuando
rompe su cascarón, mide poco menos de 15 centímetros,
e inmediatamente se dirige al agua sin ayuda ni dirección
de sus padres; siempre, invariablemente, dirige sus pasos
hacia el agua, nunca en sentido contrario, pues significaría su muerte, a pesar de que al nacer queda pegado en
su vientre un pedazo de cascarón con suficiente alimento
para tres días, término en el cual ya estará capacitado para
buscar alimento por sí solo. Cuando se seca un río, estos
reptiles emigran en masa cruzando valles y montes en línea recta, sin titubear ni detenerse ante ningún obstáculo,
hasta llegar a otro río, charco o lago, meta que muchas
veces estará a muchos kilómetros de distancia del punto
de partida. ¿Cómo saben dónde encontrar el agua? ¿Acaso es su instinto omnisciente que los guía? Las grandes
migraciones del caribú en las regiones subárticas es otra
maravilla: año con año hacen un recorrido de miles de kilómetros para llegar a su “casa de campo”, donde encontrarán buenos pastos y benigno clima.
Los cuadrúpedos al fin y al cabo están en tierra firme,
pero ¿y las migraciones de las aves? La golondrina, el
chorlito, el ganso, los patos y otras muchas aves migratorias. Algunas de éstas emprenden año tras año una larga
travesía de miles y miles de kilómetros cruzando océanos
y continentes sin descanso; volarán sin perderse, lo mismo de día que de noche, como la golondrina, que todos
los años vuela de polo a polo, más de 35 mil kilómetros
de travesía. Cuando se trata de cruzar los mares, es cosa
fácil orientarse por la luz o la dirección del sol, pero ya sea
de día o de noche, cuando abajo todo es oscuridad en un
mar tempestuoso y arriba cúmulos de borrascosas nubes
cubren el cielo, ¿cómo pueden orientarse? Es interesante,
¿verdad?
Para terminar este capítulo diré que con vivir tan sólo
unos meses en el corazón de la selva, habría material suficiente para llenar las páginas de una obra) sobre el tema;
pero no es ese el objeto de este libro. Sólo a grandes rasgos he intentado, querido lector, sentar aquí un ligerísimo
bosquejo de los grandes misterios y maravillas que la pró-
Nuestro cocinero Mateka,
siempre listo para
preparar unos buenos
filetes de impala.
153
ÁFRICA - 1955
El autor en Amboseli.
Al fondo el majestuoso
Kílimanjaro.
diga naturaleza brinda a los sentidos de aquéllos que la
buscan y saben amarla.
ría en la India. ¡Ah!. . . pero esta vez se trataba de abatir al
félido más grande, más astuto; más hermoso y más temido
de la fauna mundial; el Tigre Real de Bengala.
Para entonces ya me había documentado leyendo los
libros del famoso cazador Jim Corbett, empezando por el
primero de ellos. Las fieras cebadas de Kumaon, que me
había dejado profunda impresión. Además, también había
Amboseli
Nuestro safari había terminado. Empacamos nuestros
rifles y partimos hacia Amboseli, primoroso Parque Nacional que actualmente ha cobrado mucha fama turísticamente. Allí pasamos tres días descansando y filmando un poco.
Así dimos término a mi segundo safari africano, pero ya
desde nuestro último campamento estaba dando forma a
mi primer shikar —cacería— en la India, hacia donde pensaba partir en diciembre del mismo año.
Un adiós desde nuestro campamento, donde todas las
tardes veíamos morir el sol que bañaba con multicolores
matices las blancas cumbres del Kilimanjaro.
TOTAL DE PIEZAS COBRADAS:
Fernando
22
El autor
32
Recorrido en vehículo: 9 600 kilómetros
Después dé mi segundo safari africano; en 1955,me
sentí un poco más cazador, más “cuajado”. Comprendí que
esté magnífico deporte de todos los tiempos, de todas las
razas y universal, no me dejaría por muchos años, hasta
que mis piernas y pulmones, debilitados por el tiempo y el
esfuerzo; me obligaran a colgar, con tristeza, mis armas,
Estaba entusiasmado. Todavía no abandonaba Nairobi,
Kenya cuando tenía todo planeado para realizar una cace-
154
El autor con un cheeta cazado en África en 1954.
Hoy la caza de este felino está prohibida.
El autor con un buen addax que cazó
en el Chad, África, en 1959.
El impresionante tamaño del oso Kodiak
cobrado por Benito Albarrán en Alaska.
Guerreros Moran pertenecientes a la tribu masai en Kenya, interpretando una danza.
Acompañado
de Fernando
contemplo uno de los
primeros elefantes
que abatí en África.
Magnífico gran kudu; el mejor de los 4 que abatimos Fenando y yo en Angola en 1960.
De un certero tiro de Fernando
cayó este sable real en Angola.
Sus cuernos entraron
en la medida récord.
Los impalas están siempre
presentes en la mayoría de los
terrenos de caza africanos.
Esta es una de las 2 panteras que abatió el autor en la India durante su tercer
shikar en 1962.
Con mi hijo Fernando y el soberbio oso
polar cobrado en el Ártico en 1963.
Cazando en Kenya en 1964 encontré a
estos dos hábiles cazadores furtivos
llamados comúnmente “poachers”.
El león de Loita.
Siempre recordaré al
“melena negra” que tuve
que dejar ir por haber
abatido primero el
ejemplar de la fotografía.
Una manada de los feroces
perros salvajes africanos.
El autor con el mejor elefante abatido en Bostwana en 1965.
Los colmillos pesaron 88 libras uno y 90 el otro.
Debido a la escasez de agua, los elefantes llegaban en grandes cantidades a beber
en los pequeños charcos que todavía conservaban el preciado líquido. Botswana, 1965.
En las pantanosas aguas del río Chobe en
Bostwana cobré este bonito sitatunga.
En las ilustraciones se aprecian
los magníficos cuernos de un gemsbuck y de un
sable real cazados por el autor en Botswana en 1965.
Gerardo fue el primer cazador mexicano
que cobró un argali en Mongolia.
La formidable cornamenta del mejor argali abatido
en Mongolia en 1966 es mostrada por Fernando.
La base de los cuernos midió 53 centímetros
de circunferencia.
El autor con un argali del Medio Altai, Mongolia, 1968.
Fernando con un soberbio borrego cazado por él en Mongolia.
A su lado el camarada Chimd con cachucha y saco negro,
indumentaria que los universitarios mongoles no se quitan ni en el desierto.
Nótese la masividad de la cuerna de este
estupendo argali que cacé en Mongolia en 1968.
Después de 54 días de dura brega
en las selvas de
Zaire, Benito logra tumbar
este bongo, especie considerada
el trofeo No. 1 de la fauna
africana.
El autor y sus hijos Benito
y Fernando listos para buscar
al bongo. Zaire, 1971.
Cecilia y yo admiramos
el par de borregos uriales
abatidos por Fernando
en las montañas de Elburg, Irán,
en 1973.
Fernando con un buen
ejemplar de ibex asiático.
Los Pamires, Afganistán, 1972.
El rinoceronte blanco es el paquidermo al que
sólo el elefante supera en peso y tamaño.
Este ejemplar cuyo peso se aproxima a las 2½
toneladas fue cazado por el autor en 1973 en Sudáfrica.
También en Sudáfrica y durante la misma
cacería en 1973, Fernando logra este
ejemplar de nyala.
Fernando cazó en Montana, E.E.U.U., en 1974,
un estupendo elk de 14 puntas.
Nuevamente en Mongolia en 1975, ahora en el Gran Altai,felicito a mi hijo Gerardo por
su éxito al cobrar este portentoso argali.
Bien puede sentirse Fernando orgulloso con este
borrego Azul, trofeo que muy pocos cazadores han
logrado y que él logró abatir después de una
dura cacería en 1977 en Nepal.
En medio de la neblina, Fernando posa con esta magnífica
cabra hispánica de la sierra de
Gredas y que entró en la categoría de
“medalla de plata”, España 1978.
Otro buen ejemplar de la fauna ibérica es este jabalí
cazado también por Fernando en 1978
en España.
Siguen los éxitos de Fernando en España, este muflón
entró en la categoría de “medalla de Oro”.
La fauna de alta montaña sigue siendo un reto para Fernando,
que cobró este buen borrego Bighorn en 1978 en Canadá.
Continúan afirmándose los éxitos de Fernando como
cazador internacional. Este ejemplar de tur Daghestan
lo confirma. Ameritó “medalla de Plata” y fue abatido
en las montañas del Cáucaso en la U.R.S.S. en 1979.
Con satisfacción pero no sin melancolía, contemplo estos
dos trofeo logrados por Fernando en España en 1981,
un gamo y un magnífico ciervo “medalla de Oro” que fue
cazado con toda la mejor técnica venatoria .
4
India
1956
leído libros de otros grandes cazadores de la vieja guardia,
de la buena época del Arte de la Montería, de la época
dé la pólvora negra. Libros en los que aquellos cazadores
relatan, sin’ exageraciones los peligros y las experiencias
de sus numerosas cacerías en las exuberantes junglas de
la India; época en la que, según estadísticas había más
dé 100 000 tigres y el doble, de panteras. Hoy, totalmente
vedada la caza, se calculan subsisten solamente poco más
dé 1 000 tigres.
Éramos tres los cazadores que desde la tierra azteca emprendíamos el largo viaje él día 1° de febrero de
1956, para iniciar nuestro shikar en las apretadas selvas
de Madyha Pradesh, el estado más grande, situado en el
corazón de la India. Mientras yo me encontraba en África
cazando con mi hijo Fernando, ya uno de mis compañeros
había iniciado correspondencia y contratado los servicios
del contratista y guía, coronel retirado, S. A. H. Granville,
súbdito inglés, casado con una mujer hindú. En la escala
que hicimos en París estaba nevando, y pesqué un catarro
que no me dejó hasta días después de llegar a Bombay. En
París abordamos un avión Constelation de la Air India, que
haría escala en Beirut. Volábamos sobre Atenas cuando
noté que uno de los motores del ala izquierda no funcionaba, lo habían “perfilado en bandera”. Seguimos adelante,
volando a baja altura hasta llegar felizmente a Beirut, pero
no podíamos continuar a Bombay; se nos comunicó que
183
INDIA - 1956
tendríamos que esperar otro avión, el cual llegaría en 30
horas. Al día siguiente, a las 7 de la mañana, abordamos
el avión para seguir adelante; ya estábamos en la pista listos para despegar cuando me di cuenta de que taxeando,
el avión volvía al lugar de estacionamiento; el capitán había notado que “algo” andaba mal en uno de los motores.
¡Otra vez a esperar! Ya me sentía nervioso y me daba mala
espina el seguir volando en aviones Constelation; aunque
sin consecuencias que lamentar, ya habíamos tenido dos
contratiempos en el viaje y ahora se presentaba la posibilidad de un tercero. Pensaba en cambiar de línea, pero dos
horas después nos volvieron a llamar para subir a bordo;
partimos, y llegamos sin más novedad al día siguiente a
Bombay.
En estos momentos que escribo mis narraciones, pienso y lamento profundamente el drama, la violencia del
hombre y las poderosas armas con las que está aniquilando, destrozando a Beirut, ciudad muy bella y de gran
historial en épocas remotas.
Durante mi corta estancia en Beirut, me fui a sentar
en una banca de los jardines de la gran Universidad, para
contemplar su belleza arquitectónica. A este centro de estudios concurrían estudiantes de 21 diferentes razas del
mundo. A mi mente acudieron gloriosos hechos militares
que en tiempos pasados afrontó el país, así como su fecunda aportación cultural al mundo. Cuando los fenicios la
fundaron hace 5 000 años, Beirut llevó el nombre de Berito.
Estratégicamente situada al borde del mar Mediterráneo y
protegida su espalda por los bíblicos Montes Sagrados de
los Cedros de Líbano, fue un punto importantísimo para
los fenicios en su prodigiosa expansión en gran parte del
mundo antiguo. Ese pequeño país del Líbano fue cuna de
la escritura alfabética, con lo cual aportó los primeros fundamentos de la cultura mediterránea, que más tarde serviría de cimiento a la civilización europea, pues según la
historia, Europa fue el nombre de la Princesa de Sidón,
antigua capital de Fenicia (hoy Saida), ciudad marítima, de
donde proviene el nombre del continente europeo. La primera Universidad del Líbano fue fundada en Beirut en el
siglo Il de nuestra era; ahí se abrió la primera Escuela de
Derecho y de ella surgieron Ulpiniano, Gallo y Papiniano,
célebres jurisconsultos que partieron hacia Roma a impartir sus enseñanzas. Así, pues, fueron estos tres geniales
maestros de Beirut los iniciadores de la Escuela de Leyes
europea.
Lo mismo que en los habitantes de todos los países
del globo, por las venas de los libaneses corre una mezcla
de sangre de muchas razas; pero antes de Mahoma, antes
de iniciarse el Imperio Árabe, la población del Líbano era
en su mayoría fenicia y aramea, o sea del mismo origen
que los árabes, aun cuando ya había sentido el yugo de
los persas, los griegos, los romanos, los cruzados —en los
siglos XII y XIII, después de los árabes—, a través de su
larga historia. Actualmente, como dice Magib Dahdah, son
“simplemente libaneses, así como los norteamericanos
son simplemente norteamericanos”.
Por la tarde me fui a caminar un poco por las calles de
la ciudad, atiborradas de una mezcla de camellos y Mercedes Benz; en aquellos años casi todos los taxis eran de
esa marca; los gritos del muezzin que desde lo alto del
minarete de la mezquita llamaba a la oración, se confundía
con el estridente sonar de los claxons. Hubiera deseado
permanecer más tiempo en Beirut, pero. . .
El día 21 de febrero de 1956 aterrizamos en el aeropuerto de Bombay, ya estábamos en la mística tierra de
Buda, de Gandhi, de Rudyard Kipling y de Rabindranath
Tagore, el luminoso cerebro, el Goethe de la India.
Nota de mi Diario.
Dos horas de papeleo para entregarme mi equipaje.
Me hospedé en el hotel Taj Mahal. Mis primeras observaciones del pueblo son muy deprimentes: miseria extrema,
mucho pordiosero inválido o tullido; todo sucio. Sigue el
papeleo burocrático para obtener los permisos para usar
mis armas; he firmado 20 formas diferentes. No he podido
dormir bien, y el catarro que pesqué en Paris no me abandona. He hecho amistad con el doctor J. L. de Souza, descendiente de los portugueses que invadieron parte de este
país en 1498. Este doctor resultó ser un buen cazador, tan
bueno que es igual dé mentiroso que los cazadores de mi
tierra; me dice que un Tigre de Bengala es capaz de cortar
de un zarpazo un cable de alambre de una pulgada de
grueso, por lo cual deduje que como ignorante y mentiroso
“se voló la barda”. Mi primera compra fue una daga antigua
y dos figurillas de madera tallada que representan a Monk,
dios del Ayuno y la Meditación, un tipo desnudo y más esquelético de lo que fue el gran Gandhi, pero de expresión
muy feliz.
El día 28 abordamos un tren que nos llevaría, en 17
horas, a Jubbolpore (hoy Jabalpur), población del estado
de Madhya Pradesh, donde nos esperaba Granville. En el
trayecto observaba con curiosidad e interés los espesos
montes, los trigales y los monos sagrados que en cada estación, invariablemente, se encontraban cascareando y recibiendo de los pasajeros frutas y golosinas; monitos muy
mansos, graciosos y simpáticos, hijos del dios Hanuman,
según la religión hindú.
Siguieron más firmas. Al llegar a Jubbolpore nos presentamos de inmediato ante el jefe de policía. El hecho
184
INDIA - 1956
Encantadores de
serpientes en la
superpoblada India.
de portar armas de fuego obligaba a llenar unas formas
“A”, sin las cuales nos exponíamos a cinco años de cárcel.
Al día siguiente partimos en un jeep hacia nuestro primer
campamento.
Antes de entrar de lleno en materia de cacería, considero conveniente ambientar al lector, aunque sea muy someramente, en lo referente a religión, costumbres y puntos
de vista de los hindúes respecto a la vida. De esta manera,
tal vez encuentre un poco de más sabor en el contenido de
este libro ya que, en mi opinión, la sabiduría y el encanto
de viajar consiste no solamente en ver, sino en vivir, en
sentir el ambiente del lugar. Así pues, haciendo una amal-
gama de lo que he leído y observado en mis viajes a ese
misterioso y lejano país, volcaré en unas cuantas páginas
algunos comentarios, procurando enredarme lo menos posible, pues el concepto de la vida y de la muerte de los
hindúes es sumamente complejo.
En esta mi primera cacería asiática, la población de la
India sumaba 373 millones de habitantes; pero como cada
año aumenta 15 millones, de seguir ese ritmo, para el año
2000 la población será de ¡ 1 000 millones de almas!, problema terrible para cualquier país del mundo y, sobre todo,
para la miserable situación económica y educacional de la
India donde el 30% de la población es campesina.
185
INDIA - 1956
Esa inmensa sobrepoblación ha sido la causa de que
los tigres y las panteras se hayan vuelto las fieras más astutas, audaces y peligrosas. Los campos y selvas vírgenes
que antaño fueran paraíso de cérvidos, fieras carniceras y
demás especies de la fauna local, han sido y siguen siendo
invadidos por el hombre y el arado que cultivan la tierra
para producir alimentos y no morir de hambre. A causa de
esta necesidad, lógicamente, la fauna se va acabando, se
va extinguiendo.
Otra de las causas de esta triste situación ha sido el
abuso de la caza y, principalmente, el mercantilismo de tan
bellas pieles. Sucede lo mismo que en África con las pieles
de leopardo. Los pocos tigres y panteras que sobreviven,
a falta de su presa natural, con increíble audacia se atreven a merodear hasta las mismas puertas de las aldeas
atacando al ganado del campesino, y tal vez, en un futuro
próximo, encontrarán que el hombre es una presa más fácil
que un venado. Siempre ha habido fieras devoradoras de
hombres; afortunadamente en la década de los setentas,
Indira Gandhi, la entonces Premier del país, tuvo la feliz
idea de vedar totalmente y por tiempo indefinido la caza de
tan hermosa fiera como es el tigre Real de Bengala, y será
probable evitar la extinción de especie tan importante.
dú y de su filosofía, toda vez que las religiones, al fin y al
cabo, han sido el principio y origen de las culturas y civilizaciones del mundo. Quien viaje a la India con el exclusivo
propósito de divertirse, pronto saldrá corriendo, a menos
que sea un cazador de veras aficionado, tenaz y obstinado
que va en busca del temido Tigre Real de Bengala. La India no debe considerarse como un país de recreo, turístico
y cultural como lo son, por ejemplo, Francia, Italia, España, etc., donde se mezclan el frívolo placer físico con los
propósitos culturales; más lo primero que lo segundo. En
cambio, si se va a la India con propósitos espirituales y de
estudio, se encontrará abundante material para permanecer ocupado durante años.
En 1969 emprendí mi segunda cacería a la India. Viajaba de Bombay a Bangalore en un incómodo tren que en
lugar de literas, tenía sólo unas anchas bancas de dura
madera y una delgada colchoneta hecha rollo.
En el mismo vagón viajaban dos distinguidos caballeros hindúes; uno de ellos trató de iniciar una conversación
conmigo en la siguiente forma:
—Señor: si no es una indiscreción, ¿quiere decirme de
qué país procede usted?
—De México, señor, a sus órdenes.
—Y. . . ¿Cuál es el objeto de su viaje?
—Pues ... cazar un tigre de Bengala —contesté sonriente, creyendo que mi propósito le parecería interesante
y sugestivo.
Religión, filosofía
y costumbres hindúes
Expondré primero algunos conceptos de la religión hin-
En la India la tremenda expansión de la población
campesina, ha contribuido definitivamente a la
extinción de gran parte de la fauna.
186
INDIA - 1956
—¡Ah!. . . Yo creí que su viaje obedecía a propósitos
espirituales —replicó despectivamente.
Ahí terminó la conversación y durante todo el viaje, que
duró 14 largas horas, aquel individuo no volvió a dirigirme la palabra. Posiblemente él estaba persuadido de que
alguno de sus antepasados —según los preceptos de su
religión— pudiera haber reencarnado en un tigre y tal vez
yo fuese el criminal que había viajado medio mundo para
darle caza. Con esos pensamientos casi me sentía un presunto asesino y no dormí en toda la noche.
Para algunos, el brahmanismo o hinduismo es un museo de creencias o una miscelánea ritual. Sin embargo,
China y el Japón, el Tíbet y Tailandia, Burma y Ceilán, miran a la India como su hogar espiritual, puesto que fue cuna
no sólo del hinduismo sino también del budismo. El hinduismo se conoce como la religión más antigua del mundo.
El pensamiento y las experiencias espirituales surgieron
hace más de 4 000 años. Actualmente tres son las religiones predominantes en el país, que en orden cronológico a
continuación señalo: brahmaismo, budismo e islamismo.
De las tres, sólo el islamismo ha sido importado; aunque
Santo Tomás uso los cimientos de la cristiandad en la India, no es sino hasta años recientes cuando el cristianismo
nestoriano —doctrina del Patriarca Nestorio, siglo V . C.—
se va extendiendo por el sur del país. En la actualidad se
estima que hay más de 6 millones de cristianos, incluyendo
todas las derivaciones; dentro del hinduismo se venera a
Cristo como la décima reencarnación del dios Vishnu y se
predica el Sermón de la Montaña. En la parte norte del país
ha tomado gran impulso el islamismo, consecuencia de la
invasión musulmana y muy especialmente porque en esta
religión no existe discriminación racial ni de castas —como
ocurre en el hinduismo y el budismo—, por lo cual el paria y
los intocables encuentran un consolador refugio espiritual.
Del hangul o ciervo de Kashmir, en 1974
quedaban solamente 150 ejemplares vivos.
ron la India y destruyeron hermosos templos y esculturas,
los hindúes los aceptaron de buena gana como una secta
más, y su profeta Mahoma figura entre los venerados hombres sagrados. Es tan compleja la religión hindú y muestra
tal capacidad para absorber ideas adaptándolas y acondicionándolas, que en lugar de luchar contra el budismo, en
el siglo VI a. de C. agregaron a Buda en su larga lista de
dioses y aceptaron ciertos conceptos de su doctrina.
A través de milenios, el hinduismo ha resistido a la influencia religiosa de innumerables razas que han invadido
su territorio, empezando por los arios, luego los persas, a
quienes el país debe su nombre, ya que penetraron por el
Punjab, frontera noroeste por donde desciende el río Sindhu —el Indus— y llamaban hindú a la gente que habitaba
al sur del río. Después han seguido las invasiones de macedonios, ingleses, portugueses, escitas, árabes, france-
Preceptos
Los siete preceptos de la religión brahmánica son: 1.
Pureza; 2. Dominio de sí mismo; 3. Separación —la materia del espíritu—; 4. Verdad; 5. No violencia; 6. Caridad, y
7. La más profunda compasión de toda criatura viviente.
También existe la Trinidad —para ellos Trimurti—:
Brahma, el creador, en el centro; Vishnu, el conservador y
salvador, a su izquierda y Shiva, el destructor y renovador,
a su derecha; además, el Panteón sagrado comprende la
friolera de 30 millones de dioses, considerándolos como
los infinitos aspectos de Brahm, el Espíritu Eterno.
A pesar de que en el siglo XI los musulmanes invadie-
187
INDIA - 1956
El templo hindú de Kandariya Mahadeo, en el norte
de Madyha Pradesh.
ses, afganos, mongoles, etc. Sólo el Islam ha penetrado en
forma sensible, aunque en la práctica he observado que el
hinduista y el budista no quieren al musulmán, y viceversa.
El hinduismo es muy difícil de definir como una religión
con sus propios dogmas y credos. Yo me aventuraría a
opinar que más bien parece una religión sincretista. El hinduismo está budaizado, y el budismo está brahmanizado.
De por sí es una religión muy compleja, y si se agrega que
en la India se hablan más de 800 lenguas y dialectos, y lo
incomprensible de sus 3 000 subcastas, el lector o viajero
podrá tener una idea del por qué considero a ese país el
más misterioso del mundo.
El hinduismo se ha descrito como una forma de vivir
que contiene múltiples sendas que conducen o guían al
acercamiento hacia Dios; cada quien, de acuerdo con su
nivel cultural, interpreta esa forma e vivir.
En mi tercera cacería en la India en 1962, tuve conocimiento de la existencia de un templo de ratas sagradas,
había 15 000 Y el pueblo practicaba un rito, que no precisamente aprendieron de los sagrados Libros Védicos, sino
que surgió de mentes ignorantes y supersticiosas; pero lo
curioso es que las autoridades lo permiten. Cosas de la
188
INDIA - 1956
India. El hecho lo detallaré más adelante. Sin embargo, el
país progresa, sin perder su carácter ni dejar de ser un país
de contrastes. Por una parte, tiene 80% de analfabetos; se
utiliza todavía el arado egipcio; hay miseria, hambre, enfermedades; el estiércol es el principal combustible en la
vida rural; el opio de su extrema ignorancia es el lastre del
complicadísimo sistema de castas que encadena sus brazos. Sólo en la India he visto que los grupos de nómadas
gitanos recorran el país a pie, descalzos y, algunas veces,
en pequeñas y rústicas carretas tiradas por bueyes.
Por otra parte, cuenta con 28 universidades, 800 colegios de enseñanza superior y muchos institutos de enseñanza técnica. También tiene centros de laboratorios de
energía nuclear y una refinería de petróleo crudo. La industria se ha desarrollado a grandes pasos en sus 32 años
de independencia, pero estimo que su problema número
uno es y será, por largo tiempo, su inmensa natalidad. Dar
casa, vestido y sustento a una población que cada año aumenta 15 millones es un gran problema para el gobierno
de cualquier país del orbe.
Volvamos a la religión. Para el religioso hindú, Dios es
todo lo existente: el cosmos, el mundo, la humanidad, todo.
La salvación consiste en desechar la ilusión del individualismo, del yo personal, del ego, llegando al convencimiento
de que la humanidad y todo lo existente en el mundo es
parte del Divino Unico. “Cuando llegamos a esa realidad
—dice el ortodoxo brahmin— entonces nos acercamos a
Brahma, perdiendo nuestros egos e individualismo, así
como los ríos pierden su nombre y su forma cuando al final
llegan al océano. Los infinitos dioses que emergen del Dios
Unico son como el calor que emerge de la llama. El calor
no es la llama y, sin embargo, proviene de ella; sin ella no
puede existir.”
Ramkrishna, gran reformador —1886— de la religión,
proclamó que todas las religiones son verdaderas, constituyen simplemente diferentes caminos que llevan a un
mismo punto. Estudiando diversas religiones a veces se
pregunta uno hasta qué grado tendrá razón este filósofo
y sabio hindú. De otra manera, cabría indicar que el obcecado o el fanático reflexionaran sobre el siguiente aforismo: “Las flores de mi jardín son sembradas por la mano
de Dios, mientras que las hierbas del jardín de mi vecino
fueron plantadas por el demonio y, por lo tanto, debemos
destruirlas.”
Padre Nuestro. Así empieza la plegaria que Cristo enseñó en el Sermón de la Montaña. ¿ Ha reflexionado algún
católico en el profundo, sublime y tierno sentido de estas
dos palabras? Que yo sepa, en ninguna otra religión se
considera al creyente como hijo de Dios, ni siquiera en el
judaísmo. Y sin embargo, de los mil y tantos millones de
cristianos que hay en el mundo, qué pocos cumplen, siquiera a medias también, por lo menos con la mitad de los
Diez Mandamientos. Pero dejemos a un lado esta religión,
pues no es objeto de este libro el juzgar a sus devotos.
He aquí un condensado de la áurea regla de las más
importantes religiones y normas o sistemas filosóficos. De
manera asombrosamente semejante tratan el mismo tema
los libros sagrados de las siguientes religiones.
Cristianismo: —pongo en primer término esta religión,
tal vez por el hecho de considerarme yo mismo cristiano—. “Haced vosotros con los demás hombres todo lo que
deseáis que hagan ellos con vosotros; porque ésta es la
suma de la ley y de los profetas.” San Mateo 7:12.
Brahmanismo: “Todos tus deberes se encierran en
esto: Nada hagas a otros que te dolería si te lo hicieran a
ti.” Mahabharata 5,1517.
Budismo: “No ofendas a los demás como no quisieras
verte ofendido.” Udanavarga 5.18.
Taoísmo: “Sean para ti como tuyas las ganancias de tu
prójimo y como tuyas sus pérdidas.” T’ai-Shang Kan- Ying
P’ien.
Confucianismo: “¿Hay alguna máxima que uno deba
seguir toda la vida? Ciertamente, la máxima de la apacible
benignidad: lo que no deseamos que nos hagan, no lo hagamos a los demás.” Analectas 15,23.
Judaísmo: “Lo que no quieras para ti, no lo quieras
para tu prójimo. Esto es la Ley; lo demás sólo es comentario.” Talmud, Shbbat 31a.
Islamismo: “Ninguno de vosotros será verdadero creyente, a menos que desee para su hermano lo mismo que
desea para sí mismo.” Sunnah.
Zoroastrismo: “Sólo es bueno el hombre que no hace a
otro lo que juzga que no es bueno para sí mismo.” Zaratustra.
Zaratustra fue el reformador de la religión persa hace
26 siglos; todavía, en el norte de la India, existe una secta
de esa religión que la forman los parsis, nombre dado a los
descendientes de los antiguos persas.
Vacas sagradas
189
INDIA - 1956
malas, que yo sé que son un mal, jamás lo haré con las
que ignore si tal vez serán un bien.”
Cuando el hindú siente que ya está cerca de la muerte,
su primer pensamiento es irse a la santa ciudad de Benarés, donde, después de bañarse en las sagradas aguas
del río Ganges, el río de la fe, quedará libre de todos sus
pecados y tranquilamente esperará la muerte. Hay frecuentes casos en que individuos, después de bañarse, se
sientan en los ghats —escalinatas que bajan hasta el nivel
del río— y sin tomar alimento alguno esperan serenamente
mente la muerte. Después de ser incinerados en piras que
se levantan en plataformas expresamente construidas a
los lados de la gran escalinata, las cenizas son esparcidas
en las aguas del río sagrado.
Una muerte un tanto parecida, pero por diferentes motivos —hace años, cuando no existía la comunicación por
aire—, les esperaba a los esquimales que habitaban la
parte más septentrional del Ártico. Cuando llegaba la larga
noche ártica, y con ella el hombre por falta de caza, todo
hombre o mujer, viejos o tullidos, que constituían una carga
inútil para la comunidad, eran alejados del iglú y abandonados en la tundra, para morir congelados en unas cuantas horas. Como dije antes, el hinduismo es más bien una
forma de vivir que una forma de pensamiento. Mientras
por una parte concede una absoluta libertad en el mundo
del pensamiento, en la vida diaria se ajusta a un estricto
código. El teísta y el ateísta, el escéptico y el agnóstico,
todos pueden ser hindúes si aceptan el sistema de vida
y cultura hindú. El hinduismo no insiste en una conformidad religiosa, sino en una actitud espiritual y de ética en
la vida. Según la doctrina Brahman y de acuerdo con el
nivel intelectual del hombre, el religioso se cataloga en la
escala siguiente: en el grado más alto está el que cree en
el Absoluto —Dios—, en segundo lugar los que veneran a
su dios personal; siguen los que veneran a los hombres sagrados, encarnados como Buda, Rama, Krishna e incluso
Cristo; después los que veneran a sus ancestros, deidades
y sabios, y al final están los más bajos, los que veneran
ríos, animales y espíritus, esculturas de ídolos y dioses
simbólicos. Las deidades de algunos hombres están en los
cielos y las de los niños son imágenes talladas en madera
o piedra; pero el sabio encuentra a Dios en su propio ser.
“El hombre de acción encuentra a su dios en el fuego, el
hombre sensible lo encuentra en su corazón y el ignorante
de mente débil lo encuentra en el ídolo; pero el fuerte de
espíritu encuentra a Dios en todas partes. El profeta, el
vate, ve al Ser Supremo en sí mismo y no en imágenes.”
Los hindúes logran su purificación al bañarse
en las sagradas aguas del río Ganges.
La devoción por la vaca tal vez proviene de que en
toda la historia el hindú ha dependido mucho de ése animal, porque tira del arado y la carreta, da leche y se utiliza
$U estiércol, que todavía en la India es el principal combustible en las zonas rurales. Consumir carne de res es un
sacrilegio. “Todo aquel que mate ... vacas —advierten las
Escrituras— se pudrirá en los infiernos durante tantos años
como pelos haya tenido la vaca en su cuerpo.”
El ganado vacuno en la India es tan sagrado como lo
es la palmera datilera en el desierto árabe. Mahoma advertía que era mayor crimen derribar una palmera que asesinar a un hombre.
El más grande acontecimiento en la vida hinduista es
la muerte, porque representa, tal vez, el fin de una larga
cadena de reencarnaciones, que es su meta. Deliberadamente he dicho “el más grande acontecimiento” y no la
más grande tragedia o drama, pues tal parece que el hindú
tiene de la muerte el mismo concepto físico que Sócrates
expusiera en su defensa ante el jurado ateniense, con las
siguientes palabras: “Pues nadie sabe si la muerte acontece ser para el hombre el mayor bien de todos; y a pesar
de ello, se la teme como si se supiera que es el mayor de
los males, Y si bien temeré siempre y huiré de las cosas
El budismo. 563 a. de C.
190
INDIA - 1956
Estimo que el budismo debe ser en importancia la segunda religión de la India, ya que el islamismo sólo predomina en el norte del país. El budismo es hijo directo del
brahmanismo, del cual recibió una amplísima herencia en
conceptos y ha desarrollado en el mundo oriental una gran
influencia religiosa por ser menos rígida. Actualmente pasan de 500 millones sus adeptos; es la religión predominante en Burma, Tailandia. Tíbet, Cambodia, Laos, Ceilán
(hoy Sri Lanka), Japón, Corea y también se practica en
China.
La vida religiosa de Buda fue de lo más sencilla, pero la
mitología, la fantástica y fertilísima inventiva de los hindúes
han forjado, después de muchos siglos de su muerte, una
milagrosa leyenda de su nacimiento que dice:
músicas celestiales llenaban los oídos, el niño salió del
costado derecho de la madre sin mancha alguna, lleno de
ciencia y del recuerdo de existencias anteriores.
“La reina Maya, habiendo sido juzgada por los dioses
demasiado sagrada para que ningún niño naciera de ella,
fue llevada a su paraíso al cabo de siete días. “EI príncipe —Buda—, que recibió el nombre de Siddharta Gautama, creció aventajando a todos los de su edad
en deportes y ciencias. Hijo de aristócratas pertenecientes
a la segunda casta —la de los guerreros—, pasó su juventud en el lujo y esplendor. Sus padres tenían tres palacios: uno para el invierno, otro para el verano y otro para
el temporal de 4 meses de lluvias. A pesar de tanto lujo y
felicidad doméstica, Gautama no se sentía satisfecho y un
día se le ocurrió salir para conocer el mundo fuera de los
muros de sus palacios. Ese fue el primer peldaño del nacimiento del budismo. Para entonces tenía 29 años. Tres
veces abandonó brevemente sus palacios para mezclarse
con su pueblo donde encontró el espectáculo de un hombre anciano, el de un hombre enfermo, el de un asceta y el
de un muerto. Gautama regresó a sus palacios profundamente mortificado. Entonces, una noche, con ese espíritu
de renunciación hindú, abandonó palacios, a su mujer y a
su hijo, para correr el mundo como un mendigo. Se rapó la
cabeza y cubrió su cuerpo con el azafranado ropaje de los
monjes.
Bodhisattva
Un arcángel —un bodhisattva —se conmovió por los
sufrimientos de los humanos. Con objeto de salvar a todos
envió bajo la forma de un elefante —los elefantes también
son sagrados—, su reflejo terrestre al seno de la reina
Maya, esposa del soberano de los sakyas. Suddhodano,
padre de Buda, perteneciente a la noble casta guerrera de
los kchatryas.
“Maya, que practicaba un riguroso ascetismo y, aunque casada, no era más que nominalmente la mujer de Suddhodano, tuvo una extraña premonición; tan extraña, que
no pudo aclarar en la narración que hizo si había sido un
sueño o una realidad. Se sintió elevada en una nube a los
cielos, transportada a un palacio encantado y, finalmente,
vio que se le acercaba un elefante rosado. Con un colmillo,
el divino paquidermo perforó el costado de Maya sin hacerle sentir ningún dolor, El arcángel acababa así de insertar
su reflejo terrestre —el futuro Buda—en el cuerpo de una
mujer que había sida ya ¡quinientas veces su madre!
“EI nacimiento tuvo lugar después de diez meses de
gestación. Mientras del cielo caía una lluvia de flores y
“Gautama salió en busca de la verdad, buscó y buscó
por largo tiempo tomando contacto con los monjes, probó
la mortificación de la carne y el ayuno hasta casi la inanición; con los eremitas que practicaban el ascetismo aprendió a no moverse, a contener la respiración; con un yogi de
la secta Sankhya conoció la vanidad de las maceraciones,
comprendió que no es por el dolor del cuerpo ni por el control de los sentidos como se adquiere la virtud.
191
“Entre los sacerdotes brahmanes que enseñaban la
INDIA - 1956
busca del Atman —es decir, el sí mismo en el hombre y
el sí mismo en el Universo—. «Quien alcanza el Atman se
hace insensible al dolor, indiferente a todo: vence las penas del corazón, para él no hay ya ni padre, ni madre, ni
vedas, ni vida, ni muerte, ni dioses; se une, se funde hasta
la identificación con el Brahman; cuando el ser constata
que él ya no es más que uno con el infinito, entonces es
cuando viene la felicidad, cuando se impone la redención
de su naturaleza pasajera y de eternos renacimientos», no
encontró más que creencias complicadas, frases ya hechas, en las que no había corazón.
“Dejó a los sacerdotes pensando que era en sí mismo
donde encontraría la verdad. Tomó el camino de la ciudad
de Gaya, no sabía a dónde iba, pero adivinaba que se
aproximaba al Árbol de la Ciencia. Cuando cayó la noche
se detuvo al pie de una higuera, presintiendo que había llegado. Allí esperaría firmemente hasta recibir la iluminación
divina”.
“«Aunque se seque mi piel, aunque mi mano se marchite, aunque mis huesos se disuelvan, mientras no haya
podido penetrar en la ciencia no me moveré de este sitio».
Así permaneció 49 días sentado bajo aquella higuera; intensamente concentrado, exprimía y torturaba fuertemente
su pensamiento. Mara, el demonio de las pasiones, trató
de tentarlo con riquezas y placeres mundanos y no lográndolo, acudió al temor atacándolo durante siete días con
lluvias torrenciales, un huracán glacial se abatió sobre la
tierra y las tinieblas ocultaron al cielo. A despecho de Mara,
Mucilinda, rey de los Nagas en la Mitología Brahmánica,
elevó al Sabio en sus anillos por encima de las aguas y extendió sus siete cabezas para protegerle de la tempestad.
“Luego, vuelta la calma y derrotado Mara, soltó sus anillos
y tomó la figura resplandeciente de un joven que adora al
Bendito.”
Fue entonces cuando Siddhartha Gautama alcanzó la
iluminación, después fue seguido por el pueblo que empezó a llamarlo el Buda o “El iluminado” o “El Perfecto”. El
budismo había nacido.
Según el budismo, por medio de la virtud y el amor
todo individuo puede alcanzar la salvación suprema que es
el Nirvana, es decir, el aniquilamiento del individuo, el fin
del ciclo de reencarnaciones
Doctrina
Puede decirse que la esencia del budismo se sintetiza en
“Las Cuatro Verdades” y la “Rueda de la Ley”. Esta última
es el símbolo del budismo, sus ocho rayos representan las
El arte de la India está representado por esta
graciosa bailarina del templo de Sachí.
192
INDIA - 1956
Alto relieve de Buda en la tradicional posición de
“Parinirvana”. Templo de Avanta; India
ocho sendas que conducen al Nirvana, el equivalente a la
“Gloria Eterna” en el cristianismo.
la sed de existir, la sed de placeres que experimentan los
cinco sentidos exteriores y el sentido interior, e incluso la
sed de morir.
“¿Cuál es, oh monjes, ese camino del Medio que el
Tathagata ha descubierto, que abre los ojos del espíritu,
que conduce al reposo, a la ciencia, a la iluminación, al
Nirvana?
“Aprended en primer lugar qué está justamente entre el
ascetismo y la vida mundana. Sabed enseguida que es un
camino de ocho ramas, que se llaman:
La Rueda de la Ley
“La Rueda de la Ley” la reveló Buda en su Sermón de
Benarés ante un numeroso grupo de monjes que lo rodeaban:
“Oh monjes, aprended que toda existencia no es más
que dolor, como la muerte, como la unión con lo que no se
ama, como la separación de lo que se ama o la imposibilidad de satisfacer un deseo . . . En este dolor universal está
193
INDIA - 1956
Fe Pura
Resolución Pura
Lenguaje Puro
Acciones Puras
Vida Pura
Aplicación Pura
Memoria Pura
Meditación Pura”.
lo relegó injustamente a un bosque.
Quiso irse solo, pero su fiel esposa Sita insistió en
seguirlo. Posteriormente Sita fue raptada por el demonio
Ravana, símbolo de la lujuria y la concupiscencia, y se la
llevó a Ceilán. Rama formó un gran ejército con la ayuda
del dios Hanuman —dios de los monos— que simboliza la
lealtad. Los monos de Hanuman construyeron un terraplén
desde la India a Ceilán, sobre el cual pasaron los ejércitos
que habrían de combatir a Ravana rescatando a Sita. Por
ello, particularmente los hindúes, en gratitud a Hanuman,
consideran, todavía en la actualidad, sagrados a los monos y les permiten vivir libremente y comiendo las frutas
en los templos. Para los hindúes, Rama, que siempre obra
con rectitud y nobleza, es el hombre ideal, y Sita, la mujer
ideal. Todos quisieran morir con su nombre en los labios tal
como lo hizo Mahatma * Gandhi:
“Ai Ram, Ai Ram.” -”Oh, Rama; Oh, Rama.” Palabras
que algunas veces el pueblo escribe con flores sobre el
sencillo monumento conmemorativo en Nueva Delhi.
A los conceptos Védicos, Buda agregó:
“La causa del dolor es el deseo en todos sus aspectos
y la falta de dominio de sí mismo. Quien se abandona a un
deseo llega a ser su esclavo y no piensa más que en las
satisfacciones sentidas.”
A los 80 años Buda murió de una indigestión. A su lado
lloraba Ananda, su pariente y discípulo amado. El maestro
levantó un dedo reprobador:
“¿Cómo, con todo lo que te he enseñado, puedes todavía sentir dolor? ¿Es, pues, tan difícil para un hombre
desembarazarse de todo sufrimiento? No te dejo abusar,
Ananda. La vida es una larga agonía, no es sino dolor. Y
el niño tiene razón de llorar desde que nace. Esta es la
Primera Verdad.
“La Segunda Verdad es que el dolor no viene más que
del deseo. El hombre se liga locamente a las sombras, se
encapricha de sueños, planta en medio un falso Yo y establece alrededor un mundo imaginario.
“La Tercera Verdad es el cese posible del dolor. “Pero
escucha bien esta Cuarta Verdad que es la Vía de Salvación en ocho caminos. Vela primeramente en el Karma —hado o destino, principio de la continuidad. En otras
palabras, para que el espíritu del hombre pueda llegar a
fundirse con el Espíritu Universal, los pensadores hindúes
miran la transmigración de las almas a través del Karma.
Karma significa literalmente «acción u obra»—. Luego, no
tengas más que sentimientos libres de malevolencia, de
avidez y de cólera. En seguida, vigila tus labios como si
fueran las puertas de un palacio habitado por un rey: no
debe salir por ellos nada impuro. Y, en fin, que cada una de
tus acciones ataque a una falta, que ayude a un mérito a
crecer. Estos son los cuatro primeros caminos.
“Mirad el cuerpo de Tathagata: Todo lo que es compuesto está destinado a la destrucción ... Perseguid vuestra meta en la sobriedad.”
La fe en las reencarnaciones y la mitología brahmánico-budista, así como el precepto de la no violencia, dieron
origen a la creación de los diversos animales que se consideran sagrados. A continuación transcribo la historia épica
más popular en esas religiones:
Vishnu, dios del amor, tomó forma física para vencer al
mal. Ha tenido 9 reencarnaciones, siendo las más importantes la de Rama y la de Krishna. La próxima, que será la
de Kalki, está cedulada para el año 425 000.
Rama -dios que actúa con rectitud y nobleza era heredero al trono de un reinado, al norte de la India. Su padre
Las castas
Las castas y las subcastas son un tema tal vez más
complejo e incomprensible que las religiones de la India;
para no extenderme demasiado en asuntos ajenos a la cacería, objeto principal de este libro, trataré de ser lo más
breve posible.
Se atribuyen dos orígenes a las castas: Uno, el más
antiguo, es dogmático, y el otro es histórico. El dogmático
comprende cuatro castas y viene del himno a Purusha, el
dios que del vacío, del espacio, formó la Creación. Cuando
los dioses prepararon un sacrificio, escogieron a Purusha
y lo dividieron: de la boca surgieron los brahmines, de ambos brazos, los guerreros; de sus muslos, los mercaderes, y de sus pies, el obrero o campesino. Así se formaron
las cuatro castas principales en su orden jerárquico. Cada
casta forma una profesión rigurosamente limitada a sus
ocupaciones hereditarias.
La primera es el brahmin, o sea el sacerdote. La segunda el jatria o el guerrero; ya desaparecido la sustituye
el rajputa, casta descendiente de maharajás y guerreros,
militares aristócratas que durante cuatro siglos dominaron
Rajastan. Rajputa significa
* Mahatma significa: Gran Alma.
194
INDIA - 1956
La población de la India
se encuentra dividida en
más de 3 000 castas.
rán para la India y su gobierno el problema número uno,
porque envuelven aspectos tan variados y complicados
como el racial, el político y el social.
En la práctica me he encontrado Con que teniendo
siete sirvientes en mi campamento, ninguno daba grasa a
mis botas porque “su casta no se lo permitía”. El que lavaba mi ropa no podía tender mi cama “porque su casta no
se lo permitía”. El guía serviría exclusivamente como tal,
pero al abatir con mi rifle algún animal no sería él quien se
ocupara de desollarlo, y así sucesivamente. El herrero, el
dependiente de un comercio, el lechero, el encantador de
serpientes, el peluquero, el sastre, el zapatero, etc., cada
uno pertenece a diferente casta y no desempeñará otro
tipo de trabajo que el que heredó o el correspondiente a
su casta. EI mohout que guía a su elefante montado en el
cuello durante una cacería, o realiza otras tareas, heredará
a su hijo el mismo trabajo. Hay muchos casos en que un
elefante ha sido educado y guiado durante su vida por el
mohout padre y después por el hijo y después por el nieto,
cuando los primeros han muerto. Cada subcasta tiene su
propio código y su tradición. Cada una tiene un propósito y
función social. Cada subcasta o grupo considera su tipo de
trabajo como una vocación.
En este orden, el más beneficiado y a la vez quien lleva el peso de mayores responsabilidades es el brahmin,
cuya función específica es preservar la paz y el orden, sin
que ello quiera decir que tenga carácter alguno dentro del
sistema político o administrativo del país. Sin embargo, lo
sostiene el Estado y por lo tanto, asegura su subsistencia.
Actualmente, cualquier estudio sobre las castas reve-
hijo o pariente de un rey; su código era: Valor, Cortesía y
Honor. La tercera, el vaichia, o sea el mercader o industrial.
La cuarta, los sudras, es decir, los campesinos y agricultores. Los desdichados intocables son los descastados.
Con el transcurso del tiempo, “casta” marcó también
una división de labores de trabajo en la comunidad. Más
tarde, por muy complejas razones; de las cuatro castas
originales surgieron subdivisiones, a tal grado que a la fecha existen en la India 3 000. Sin embargo, para el hindú
religioso casta no es esencialmente una condición social o
económica. Es la función del Karma y la reencarnación.
La sociedad de castas se divide en méritos obtenidos
en vidas anteriores, en reencarnaciones pasadas. “Las injusticias humanas son el resultado de la actuación de los
hechos del hombre. No son el resultado de la acción de los
dioses.”
Por ejemplo: un brahmin voraz, codicioso, puede, teóricamente, reencarnar tan bajo como en un puerco. Y, por
otra parte, el brahmin puro se considera tan cerca de Dios
que se sentiría manchado con tan sólo el roce de un intocable. El otro origen, el segundo, se atribuye al lejano tiempo en que los arios, de cutis claro, invadieron el valle del
río Indus, de donde la India tomó su nombre. Casta —en
sánscrito varna— significa color. Los arios impusieran su
autoridad sobre los hombres de color oscuro, que eran los
invadidos, los indostanos. De ser así, entonces la síntesis
de casta surgió como una organización de diferentes tipos
étnicos.
De cualquier manera, las castas y subcastas son y se-
195
INDIA - 1956
la la complejidad de la institución. Hay castas de muchos
tipos: la tribal, la racial, la sectaria, la ocupacional, etc.; algunas son de origen migratorio. Cuando miembros de una
casta antigua emigran a otra parte del país, se convierten
en una nueva casta. Es una condición de honor social para
cada miembro casarse con uno de su misma casta; una
mujer perteneciente a una casta inferior rehusaría casarse
con un individuo de otra casta foránea, aunque fuera de
clase superior.
Ya me referí antes a los dos orígenes que se atribuyen
a las castas; pero lógicamente se inclina uno a la que se
refiere al color. Lo dice claramente la palabra sánscrita varna.
Si echamos un vistazo a la historia de la India nos damos cuenta que ha sido objeto de una invasión tras otra.
Incluso en el principio de su historia fue poblada por diversos grupos raciales, tribus aborígenes de piel oscura,
como los dravidianos; los mongoles de piel amarilla y los
arios de piel clara. Después siguieron los persas, los griegos, los escitas, etc. De todas esas razas, algunas se establecieron para siempre.
Como se ve, esa mezcla de las castas en realidad se
ha convertido en costumbres. Pero estas costumbres hereditarias van cambiando paralelamente con los adelantos
modernos. El trabajo, que antes se desempeñaba con satisfacción y orgullo individual ahora se ha mercantilizado, y
el obrero o el demócrata, en lugar de la meditación mística,
buscan un escape en los cines y otras diversiones.
Decía Rahdakrishnan, adelantándose a la época en
que el gobierno de Nehru estaba pugnando por disminuir
el alto porcentaje de analfabetos: “El mejoramiento de la
naturaleza humana es la meta de todo esfuerzo, aunque
ello, ciertamente, requiere indispensable mínimo de confort a que todo trabajador tiene derecho.”
al conocimiento de Dios, y para ello observa una vida disciplinaria sistemática y metódica, con la cual obtendrá un
cuerpo sano que lo habilite para sus largas prácticas de
concentración y meditación místicas y filosóficas. El verdadero yogi lleva una vida rítmica, sana, saludable, sin la
cual no tendrá la serenidad, la tranquilidad y calma que son
indispensables para la meditación.
En otras palabras, sin el régimen alimenticio y los ejercicios físicos, no podrían alcanzar el éxtasis divino y supremo a que llegan cuando, olvidándose de sí mismos y del
mundo entero, se unen espiritualmente a Dios. Cuando un
yogi se halla en el más alto grado de la meditación, cuando
se ha desprendido de toda sensación de percepción, es
cuando está más allá de la familia, de su casta, de su país,
de su devoción religiosa, del bien y del mal, del tiempo y
del espacio; así es como se olvida de sí mismo porque está
con Dios.
No es posible en unas cuantas páginas explicar la larga preparación física y espiritual, ascética y de estudio que
necesita un hombre para llegar a considerarse un verdadero yogi. Sin embargo, para que el lector tenga una ligera
idea, se estima que tan sólo para aprender a llegar a un
alto grado de meditación cercano al éxtasis, se necesitan
por lo menos 10 años de consagración, de aplicación y estudio. Un yogi no debe sentir frío, ni calor, ni sed, ni hambre
ni deseo alguno; ni siquiera el deseo de la perfección. El
Mahatma Gandhi, ese gran hindú que en 1947 logró por
medios pacíficos la independencia de su país esgrimiendo una sola arma, el precepto de la no violencia, era un
yogi, un mártir que murió asesinado por un fanático extremista que lo culpó de haber permitido la independencia de
Paquistán. Sin embargo, a pesar de su ascetismo y vida
ejemplar, los ortodoxos no lo han considerado como un
hombre sagrado por el hecho de haberse mezclado en el
nacionalismo hindú y, por consiguiente, en asuntos terrenales.
La meta del yogi hindú es la salvación de su alma, pero
en un precepto diferente al del cristianismo, pues aquél
considera salvar su alma cuando termine la cadena de
reencarnaciones mediante una vida, actos y pensamientos
puros.
Sus alimentos son esencialmente los vegetales cocidos, frutas, nueces, arroz, leche fresca, pan integral, mantequilla clarificada que se toma de los búfalos domésticos,
queso, frijoles, garbanzos, papas, etc. El régimen alimenticio, acompañado de una educación física y mental, conduce a la sensación o satisfacción de la alegría de la vida y
no solamente a la conciencia de que nada más existimos.
Practicar el yoga únicamente en la parte relativa a ejercicios físicos, olvidando la parte ortodoxa, la parte místico-
El yoga
He querido referirme a estas prácticas, aunque sea
muy brevemente, porque en México y en otros países han
surgido clubes “donde se enseña el Yoga”. Las personas
que concurren a tales clubes lo hacen con el propósito de
adelgazar y lograr el endurecimiento de los músculos. Indudablemente conseguirán su objetivo si perseveran en
los ejercicios y si se ajustan al régimen alimenticio que
debe seguirse, aunque desconozcan el verdadero origen,
principio, objeto y significado de la palabra.
Aquel que practica el Yoga en la India es un yogi, un
sadhu, cuyo significado es “aquel que ha renunciado”. Es
una vida de disciplina atlética y ascética. El sadhu es un
hombre, o mejor un santón consagrado en cuerpo y alma
196
INDIA - 1956
religiosa, o en otras palabras, la parte espiritual-mental, es
practicar el yoga a medias, aunque de todas maneras es
útil, puesto que se sigue un régimen que fortalece el cuerpo
tornándolo resistente, y tal vez quien así practica el yoga
llegue a dominar —hasta cierto punto— con su mente la
materia; pero estará muy lejos de considerarse un sadhu.
En resumen, la finalidad de las prácticas físicas del
yoga es crear un cuerpo perfecto y conservarlo dentro de
la disciplina reduciendo las manifestaciones de su existencia en el mundo de la materia a un mínimo. Mientras que
el verdadero objetivo del yoga, el que practica el sadhu o
el ortodoxo brahman, posee una finalidad completamente
espiritual. .
El cazador que siempre va en busca de los lugares
más remotos y recónditos del mundo con el propósito de
cazar las más raras piezas para su colección, tiene la gran
oportunidad de convivir con las tribus y razas más primitivas y salvajes que existen, observando sus extrañas y
misteriosas costumbres que muchas veces lo dejan pasmado al comparar su orden de vida con los centros y países ultramodernos, cultos, civilizados, donde existe todo el
confort deseable e imaginable; pero donde también existen, desgraciadamente, una gran indiferencia y crueldad
humanas.
En la India mueren anualmente 40 000 individuos por
piquete de víbora. Se hablan 845 idiomas y dialectos.
Desde los Himalayas hasta el sur, hasta Mysore, la fauna
comprende 82 especies y subespecies de cuadrúpedos de
interés cinegético. Naturalmente que muchos de estos animales son rarísimos y difíciles de encontrar. La población
aumenta de 12 a 15 millones de almas cada año. Casi ninguna aldea o rancho tiene gallinas, puercos, flores o plantas decorativas.
en un viejo Land Rover, que nos había de llevar a nuestro
primer campamento siguiendo por una brecha en mal estado. El viaje fue molesto por el frío intenso que se dejaba
sentir, particularmente en mi nariz, morada por el catarro
que seguía acompañado de fuerte dolor de cabeza. Pero
no impedía el que con ávidos ojos observara el tipo de terreno que recorríamos.
Esa parte del estado de Madyha Pradesh, tal vez sea
la zona más bonita de “Las Provincias Centrales” de la India, por sus hermosos montes selváticos, donde abunda el
espigado árbol que lleva el nombre de sal.
Mesetas, arroyos, montes y vastos pastizales; todo
verde. Clima ideal cuando el sol calienta en tiempo de invierno; y por si fuera poco, no había bichos que molestaran
a uno, como ocurre en nuestras tropicales costas de México o en África, donde son un martirio y motivo de constante
preocupación las temibles moscas tse-tsé, los alacranes,
las dañinas hormigas safari, la güina, el pinolillo, la conchuda, el mosco, las moscas, el jején y tantos insectos más que
hacen del cazador el deportista más sufrido y aguantador.
Serpenteaba el viejo vehículo entre los montes, mientras
yo daba vuelo a mis pensamientos haciéndoseme agua la
boca. —¡Mira Benito —decía mi compañero Silvano—, un
pavo real silvestre! —¡Qué hermoso! —le contesté—. Dicen que son un plato exquisito, ya tendremos oportunidad
de probarlos; ahora no me siento con ánimos de matar ave
tan bella sólo por probar su carne; en todo caso lo intentaré
con una hembra. ¡Pobrecitas! ¡Qué inferiores y qué acomplejadas se les ve al lado del majestuoso y presuntuoso
macho! Ni siquiera saben cantar, chillan como la corneta
del antiquísimo automóvil de tío Cleto. Sólo me hablaba y
sólo me contestaba, pues todos íbamos atentos al panorama.
El pavo real fue introducido en Europa en el año 331 a.
de C. por Alejandro el Grande, quien quedó tan impresionado por su belleza que lo consideró el mejor recuerdo de
su conquista de la India. El canto de este pavo es claro: pi-
Primer Shikar
Después de un frugal almuerzo abandonamos Jubbolpore
197
INDIA - 1956
El Tigre Real de Bengala,
señor de las selvas de la India.
Su ataque es rápido y preciso.
198
INDIA - 1956
au. . . pi-au, y ronco cuando está alarmado: konk ... konk,
que de paso anuncia al cazador la cercana presencia de
algún carnívoro, como el tigre oel leopardo.
Supkhar es una posada o “casa de descanso”; construcciones que durante el dominio británico el gobierno
edificó en lugares estratégicos del país, con el objeto de
que, como terminales o postas, sirvieran de cómodo alojamiento a los fatigados oficiales del ejército inglés, o comisionados o empleados forestales, etc., a su paso por esos
contornos; y ahora que el país es independiente, se utilizan
para diversos fines. Sherley Granville, nuestro contratista;
había solicitado esas y otras posadas para alojar a sus cazadores de México. Era una casa con 4 recámaras, de las
cuales nosotros ocuparíamos 2; otro cuartito que servía de
baño; un amplio comedor, cocina y terraza con una admirable vista que dominaba hermosos valles y montes. Todo
era verde en derredor. Me sentía feliz a pesar de mis fieles
catarro y dolor de cabeza.
Al parar nuestro jeep ya nos esperaba en la terraza la
esposa de Sherley, una hindú de 45 años, que resultó ser
una muy buena cocinera y tal vez mejor cazadora que su
marido y más conocedora de los hábitos y astucia del tigre
Real de Bengala, También estaba allí George Holland, un
ex-capitán del ejército inglés, que actuaría como nuestro
segundo guía, y su esposa, una inglesa de voz chillona;
entrometida en toda conversación como peluquero de barriada; pero al menos era útil para, sin pretextos, desollar
un animal.
La organización y los servicios estaban muy lejos de
parecerse a la de los contratistas de África. En ese aspecto; el cazador internacional que por primera vez se aventura en la India, se decepcionará en los primeros días, y
después ... también; así le ocurrió al cazador y articulista
norteamericano Jack O’Connor, a mí y, quizás a muchos
cazadores. Pero en los viajes subsecuentes se adapta uno
y se aguanta, pues SU majestad el tigre rayado merece
cualquier sacrificio. Para transportarnos sólo contábamos
con el viejo Land Rover y con una camioneta más vieja todavía. Las dos señoras harían de desolladoras Y también
las veces de cocineras, recamareras y consejeras. Teníamos dos malos choferes hindúes y dos mozos cristianos
que servían para todo quehacer.
El reducido grupo que nos dio la bienvenida parecía
muy animado; en sus caras se reflejaba la alegría y el entusiasmo, tal vez pensando en las rupias que se ganarían.
La señora de Holland, quien más que hablar chillaba con
voz de ardilla, dijo:
—Bienvenidos ... ¡Ayer y anteayer... un tigre y una pantera —tragaba saliva para continuar— han matado 2 bodas
—búfalos domésticos de un año— que pusimos de carna-
da!
Aspiró aire como si se estuviera asfixiando y continuó:
—Las huellas de las zarpas son tan grandes como las
patas de un rinoceronte; seguramente el tigre será un récord mundial.
Ya se imaginará el lector la alegría que invadió mi espíritu de cazador. Las palabras de la señora Holland, la
exuberante jungla que acababa de cruzar por el camino, la
confortable posada que serviría de campamento y, al parecer, la abundante fauna del lugar, me hicieron pensar en
un feliz, emocionante y prometedor shikar. Mi viaje hasta el
otro lado del mundo valía la pena.
Nuestro campamento, construido en una meseta, dominaba una gran extensión de cañadas y verdes montes
por el lado este, formando en conjunto un panorama tan
bello, tan verde y azul y tan silencioso, que hasta el individuo más prosaico no resistiría el deseo de la meditación, la
poesía y el canto.
Una vez alojados y después de un breve descanso,
platicamos un poco para acordar quién iría a cazar el tigre
y quién a la pantera. Uno de mis compañeros, Montaño,
probaría suerte con el tigre, y Silvano, con la pantera; yo
me quedaría en el campamento renegando de mi mala
suerte. i El maldito catarro! El tipo de cacería que iba a
practicar en la India, tan diferente al de África, es simplemente imposible para un individuo acatarrado; cualquier
estornudo o tos, o el más ligero ruido, echaría a perder
largas horas de impaciente espera en el machán. No tenía
más remedio que esperar y aguantar.
El Tigre Real de Bengala
Sus hábitos
Antes de cazarlo hablaremos un poco sobre este tigre,
para familiarizar al lector con el ambiente y que no le ocurra lo que a muchos cazadores que han juzgado poco deportiva la forma de cazar al félido más grande del mundo.
Actualmente se considera que el lugar de origen del
tigre es Siberia, y que seguramente el tigre Siberiano, lo
mismo que el tigre Real de Bengala y otros de Indonesia,
son descendientes del prehistórico Tigre-Sable, que vivió
en el periodo pleistoceno, hace de 200 a 400 mil años, en
Europa, Sudamérica y otros lugares como la inmensa estepa siberiana, Norteamérica, etcétera.
Su nombre científico es Smilodon; sus terribles colmillos medían hasta 15 centímetros fuera del maxilar; su
cuerpo era más grande que el de cualquier félido de hoy;
sus zarpas medían 20 centímetros de ancho, comparadas
con las del tigre de Bengala cuyo promedio es de 13 centí-
199
INDIA - 1956
Después de comer y
beber agua, una buena
siesta bajo la sombra.
metros.
En la actualidad, el tigre más grande y hermoso es el
Siberiano. Sus colores son muy vivos, su pelaje muy largo
debido a las regiones de clima muy frío donde habita, igual
que ocurre con el leopardo de las nieves que habita en las
montañas de Cachemira y otros lugares asiáticos. Pero me
parece un poco extraño que la influencia ecológica afecte
el pelaje del leopardo de las nieves, el cual adquiere un
color muy pálido, casi blanco, en tanto que el pelaje del
tigre siberiano, no obstante que habita en las nieves de la
taiga rusa, tiene una piel color alazán tostado, muy vivo,
con rayas muy negras. ¡Precioso!
En tiempos lejanos el tigre habitaba en gran parte del
Continente Asiático, India, Indochina, Malasia, etc.; se le
encontraba en el Cáucaso, en China, Corea, Burma, Manchuria, Mongolia, Península Malaya, etc.
En la Biblia se mencionan leones y leopardos, pero no
se mencionan los tigres, seguramente porque no los había
en el Cercano Oriente.
El tigre siempre ha sido la presa más codiciada de los
cazadores ricos y poderosos de la India, como también lo
ha sido el león asiático que estuvo a punto de extinguirse,
ambos víctimas de reyes, príncipes, maharajás, súbditos
oficiales y comisionados ingleses de alto rango y gente
acaudalada. Indiscutiblemente, el tigre ocupa un lugar preferente entre los trofeos de caza muy importantes de la
fauna mundial. Es una fiera imponente y peligrosa, a la vez
que posee una hermosa estampa. Quien tiene la suerte de
ver un tigre libre en la selva virgen, no olvidará que estos
bichos han devorado a miles de gentes.
En mi particular opinión, creo que el tigre es más peligroso que el león africano; el tigre es un “señor cazador”; de eso vive, acechando y matando, siempre solo,
sin ayuda, sabe y puede disimularse entre la vegetación
boscosa, pues lo favorece su piel rayada. Es asesino por
naturaleza, está dotado de tremendos colmillos y poderosas zarpas. Los elefantes y rinocerontes tienen una fuerza superior, pero no son carnívoros, además, son de vista
muy pobre, en tanto que el oído y la extraordinaria vista
del tigre se consideran de lo mejor entre la fauna mundial. En el ataque es más rápido, preciso y exacto que el
elefante, el rinoceronte o el búfalo. Es sumamente cauteloso, desconfiado y astuto; es un gran nadador, prefiere
la sombra, los lugares boscosos o los altos pastizales; lo
molesta el sol, por lo cual su hábitat ideal son las densas
selvas como las de la India y Nepal; necesita tomar mucha
agua dos veces al día, más que el león, éste prefiere las
planicies y el calor —la lluvia lo pone de mal humor—; es
más nocturnal que el león y menos ruidoso. El tigre es una
fiera muy limpia, antes de empezara devorar a sus víctimas les abre el vientre y les saca los intestinos, la vejiga,
etc., sin estropear partes como el corazón, el hígado, los
riñones, etc. —que con gusto ha de comer—, igual que lo
hiciera un cirujano. Siempre empieza por comer los cuar-
200
INDIA - 1956
tos delanteros; después, cuando ya ha llenado su barriga,
viene el manicure: en el primer árbol de gruesa corteza
que encuentre se limpia la carroña que ha quedado en las
uñas, rasca la corteza con tal energía que deja marcadas
profundas incisiones, que al verlas —como me ha tocado
en suerte—, de inmediato se piensa en el terrible peligro
de encontrarse al alcance de tan poderosas zarpas. Después se retira a beber agua y luego a su cubil, a reposar el
banquete y a esperar el llamado del chital o del sambar al
caer la tarde, para la diaria tarea de cazar, matar para vivir.
Imita a la maravilla el llamado de algunos venados, para
atraerlos y de un salto echárseles encima. Como todos los
félidos, tiene escaso olfato, extraordinario oído y magnífica
vista para distinguir a considerable distancia una probable
presa. Pero ante la debilidad de olfato, tiene, en cambio, un
maravilloso sentido de localización para regresar al lugar
de su víctima y acabar de devorarla si los buitres no se
anticiparon.
Una vez al año busca y vive 15 días con una hembra,
a quien no volverá a ver. Abandona a la tigresa antes de
parir; nacen de 4 a 6 cachorros ciegos, que pesan no más
de 1 kilo y medio cada uno. Son muy limpios, como todos
los gatos, y gustan del baño en la época de calor. La madre
lame cuidadosamente a sus crías todos los días, lo cual
activa la circulación de la sangre del cachorro y fortalece
sus músculos; los cuida celosamente, los alimenta, les enseña a cazar y los abandona cuando terminan su “bachillerato” a los 2 años de edad. A los 5 años, al igual que el león
africano, ya son adultos, en completo desarrollo; entonces,
lo mismo que el hombre a los 20, empiezan a engrosar, a
ganar peso y, “se supone” que en plena libertad en la selva, vive hasta 20 años, pero en realidad es difícil saberlo,
y tampoco se debe tomar como base los años que vive un
tigre en cautiverio. Un tigre puede trepar a un árbol con la
misma facilidad que lo hace un león; a éste, en una ocasión lo he visto en África sentado sobre la copa de la típica
acacia.
El Tigre Real de Bengala tiene hábitos feudales o de
“paracaidista agrario”; se apodera de una área de terreno,
y con el peculiar humor que segrega, marca los límites de
su dominio y no permitirá intrusos de su linaje. Es un cazador tan solitario como lo es el leopardo.
En Assam vive libremente en una reserva el gigantesco, prehistórico y raro rinoceronte asiático o unicornio,
muchísimo más grande que el rinoceronte común africano,
a la vez que más imponente; pero aunque estuviera permitido cazarlo, bajo el punto de vista deportivo no tendría la
supremacía sobre el tigre. En África he abatido rinocerontes a 15 metros de distancia y elefantes a 12 metros, y me
han sudado las manos, se me ha secado la boca y palpita-
Los contados rinocerontes asiáticos que
existen todavía, se encuentran
totalmente protegidos.
do más fuerte el corazón; pero ha sido mucha, muchísima
más grande la emoción sentida al disparar mi rifle sobre un
tigre a 16 metros, encontrándome solo en una selva densa
y oscura.
No siendo oriundo de la India no sé por qué se le llama
tigre de Bengala, toda vez que algunos escritores versados
en la materia, suponen que emigró de Asia Central procedente de Siberia. Probablemente tal suposición la basan
en el hecho de que en el sánscrito, antigua lengua clásica
de la India, no existe una palabra para denominar al tigre.
Marco Polo viajaba por esas tierras —siglo XIII—refería cacerías de tigres y leones, abundando más estos
últimos. El hecho de que en la actualidad solamente exista
en la India una reducida reserva de leones, en el Gir Forest, demuestra que el tigre ha superado al león asiático
por su mejor adaptación, aguda astucia, fuerza y poder. Lo
más probable es que el tigre llegó a la India procedente de
China, Mongolia y Siberia.
En el primer cuarto de este siglo, el gran cazador Selous envió leones africanos a la India, con el propósito de
enriquecer la fauna de este país con tan importante félido;
pero no dio resultado. África es para los leones, y Asia,
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para los tigres.
Es indiscutible que el tigre es el gato más hermoso,
peligroso y astuto de la tierra. El leopardo lo sería también,
si no fuese por su menor peso, inferior en más de un 60%.
La medida récord mundial del león africano es de 9 pies
con 9 pulgadas, medido “entre estacas”. Se asegura que
el tigre siberiano mide hasta 12 pies, y según A. A. Dumbar Brader, el tigre récord de la India midió 10 pies con
5 pulgadas. Pero en la India era costumbre medir estos
félidos siguiendo las ondulaciones del cuerpo, por el lomo
y la cabeza hasta la punta de la nariz. Este procedimiento,
comparado con el de “entre estacas”, daría 10 pies con 2
pulgadas, 5 pulgadas más largo que el león.
Medir un animal “entre estacas” significa tenderlo recién muerto en el suelo con las patas hacia arriba, estirando de la cola y de la cabeza para que dé todo lo largo; se
clava una estaca rozando la punta de la nariz y otra al extremo de la cola, se aparta el animal y se mide la distancia
entre las dos estacas. Esa será la medida correcta, pero no
la de medir el animal por el lomo siguiendo las ondulaciones del cuerpo y haciendo, muchas veces deliberadamente, presión con los dedos sobre la peluda y blanda piel, con
el falso fin de ganar dos o tres pulgadas.
He dicho que el tigre es el felino más peligroso del
mundo y lo confirma el hecho de que mueren más personas al año o en 10 años, atacadas por tigres en la India,
que atacadas por leones, búfalos, elefantes y leopardos
en África, durante el mismo lapso, contribuyendo a esto tal
vez la densa población de la India y la escasa fauna, presa
natural del tigre.
El cazador que se interna en la selva siempre pensará,
con sobresalto e inquietud, en la posibilidad de ser atacado
por un tigre devorador de hombres. También en África hay
leones devoradores de hombres; pero son casos rarísimos,
como el de “Los leones de Tsavo”, una pareja de felinos extraordinariamente astutos, asesinos y con una inteligencia
tan sorprendente para acechar y matar hombres, como no
ha habido otro ejemplo en la vida de los animales salvajes.
Vale la pena que el lector conozca la historia sintetizada de
estos terribles carniceros.
Durante 9 meses estos insaciables monstruos impusieron
una era de terror en Tsavo y sus contornos, a tal grado que
los trabajos se paralizaron temporalmente.
Partiendo del puerto de Mombasa se habían tendido
ya 208 km de vía hasta el lugar llamado Tsavo, cuando
el coronel J. H. Patterson llegó para hacerse cargo de los
trabajos. Todo parecía caminar bien, hasta que dos trabajadores desaparecieron misteriosamente. Alguien informó
que los dos individuos habían sido arrastrados fuera de
sus tiendas y devorados por los leones, pero Patterson no
creyó “el cuento”. Una mañana fue despertado por un hombre, quien llegó corriendo a informarle que un enorme león
se había llevado a uno de sus capataces, llamado Unga
Singh. El coronel tomó su rifle, corrió al lugar del acontecimiento y comprobó que el caso era verídico; las huellas
de las zarpas del león estaban muy claras en la arena.
Uno de los compañeros de la víctima contó a Patterson lo
ocurrido en la siguiente forma: “Sahib —patrón en hindú—,
dijo, estaba yo acostado junto a Unga Singh, que dormía,
cuando por la puerta de la tienda asomó la cabeza de un
gigantesco león. Casi dejó de latir mi corazón cuando lo vi
junto a mí, que por el pánico había quedado paralizado,
sin poder moverme. Primero fijó la mirada en mí y después
en Unga Singh; luego, por gracia de Dios, con sus grandes mandíbulas agarró por el pescuezo a mi compañero
en lugar de este pobre esclavo. El infeliz gritaba: ¡charo!,
¡charo! —¡suéltame!, isuéltame!—; y luchó apretando con
sus brazos el cuello del león; pero la enorme fiera lo arrastró y se lo llevó, mientras yo permanecía paralizado por el
terror, escuchando los gritos y la terrible lucha que continuaba afuera. Pero ¿qué probabilidad tenía de salvarse mi
compañero luchando contra un león?”
Patterson, cargando con su rifle, siguió las huellas y
descubrió que eran dos los leones que habían visitado el
campamento. El rastro se perdió en un área rocosa.
Casos como el descrito se sucedieron con frecuencia.
Patterson, con su rifle calibre .303, trepado en árboles situados en lugares estratégicos, esperó infinidad de noches
para descubrir y matar a los leones; otras veces siguió los
rastros siempre sangrientos, en otras llegó a esperarlos
cerca de las recientes víctimas, que medio devoradas habían sido abandonadas, con la esperanza de que las fieras
volvieran a terminar su macabro festín. En fin, Patterson
probó todos los medios posibles, incluyendo ingeniosas
trampas, para abatir o atrapar esas endemoniadas fieras.
El campamento era inmenso, se extendía más de 10 km a
lo largo del trazo de la vía, para dar cupo a los 2 500 peones que trabajaban; esto facilitaba el ataque de los leones,
que ejecutaban siempre en diversos puntos. Parece que
adivinaban dónde y en qué lugar acechaba Patterson, para
Los feroces leones de Tsavo
Cuando el visitante del Field Museum of Natural History de Chicago se detiene a contemplar la vitrina donde
se exhiben disecados en tamaño natural los dos feroces
leones de Tsavo, le parecerán increíbles las circunstancias
y la forma en que éstos dos brutos devoraron a 135 empleados y peones hindúes y africanos que trabajaban en la
construcción de la vía del ferrocarril de Mombasa-Nairobi.
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La presencia física de los leones de Tsavo no es
precisamente impresionante, sin embargo,
entre los dos mataron a 135 personas.
escoger su víctima en otro muy distinto y lejano. Se levantaron bomas— altos y gruesos cercados circulares, como
corrales, construidos con recios espinos muy comunes en
las aldeas africanas para protegerse de las fieras—, alrededor de los campamentos y tampoco dieron resultado.
Sin hacer el menor ruido, los leones los perforaban o saltaban sobre ellos; tal vez a eso se deba que esos leones,
ya disecados en el Museo de Chicago, están sin melena,
tan pelones que se ven ridículos. Debe tenerse presente
que la selchva que rodeaba a Tsavo era sumamente cerrada, un varejonal tupido, un chaparral imposible. En terreno
de esa naturaleza ‘resultaba inútil el acecho siguiendo el
rastro de día, y por más cuidado que pusiera el cazador,
no evitaría hacer ruido al pisar cualquier vara al ir abriéndose paso, produciendo la alarma consiguiente. De esta
suerte, todas las ventajas estaban en favor de los leones,
más aún tratándose de tan extraordinarios devoradores de
hombres.
Estos leones adquirieron tal confianza en sus ataques,
que ya nada los detenía. Los peones se turnaban por la noche para hacer un infernal ruido con botes, prender fogatas
permanentes; dar constantes gritos; cerraban sus tiendas
de campaña, disparaban escopetas al aire. Todo resultaba
inútil, las víctimas se sucedían con regularidad trágica, dramática. A veces anunciaban con sonoros rugidos su visita,
a semejanza del fúnebre redoble de los tambores cuando,
en la época de la guillotina, la víctima era conducida hacia
su verdugo. Cuando los rugidos se oían cercanos, por todas partes se dejaban oír los gritos de pánico: —¡Khabar
dílr, bhalcon, shaitan ata!— ¡Cuidado, hermanos, que ahí
viene el diablo!
Era tal la audacia de Ios dos felinos, que después de
matar a sus víctimas sólo se alejaban unos cuantos metros
dentro del breñal para devorarlas. Muchas veces, Patterson podía oír desde su tienda el ruido que producían las
tarascadas y el tronar de huesos rotos. Entonces disparaba su rifle o escopeta en la dirección supuesta, pero nunca
hizo blanco. Los disparos, lo mismo que el batir de los botes de aceite vacíos, de nada servían; los leones seguían
imperturbables su cena macabra como si se sintieran invulnerables. Dice Patterson: “Nunca en mi vida he experimentado mayor tensión nerviosa ni mayor desesperación
como cuando por las noches oía cada vez más cerca y
más fuertes los siniestros rugidos de esos monstruos, rugi-
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dos que invariablemente anunciaban la sentencia de muerte para alguno de nosotros antes del amanecer.”
Primero uno de los leones atacaba, mientras el otro
permanecía en el breñal, pero a medida que cobraron más
confianza los dos atacaban a la vez, llevándose cada uno
su víctima. El terror se generalizó de tal modo que todos
los peones que habían sido traídos de la India para esos
trabajos acordaron abandonar el lugar.
—Fuimos contratados para trabajar —decían-, no para
servir de carne a los leones. Y se paralizaron totalmente los trabajos del ferrocarril. Los pocos empleados que
quedaron se ocuparon en construir “chozas a prueba de
leones”.
Después de unos días llegó a Tsavo una escolta de
soldados hindúes, bajo las órdenes del superintendente de
policía, Mr. Farguhar, para ayudar a exterminar esos leones, cuya fama había llegado hasta Londres. Todo intento
fue inútil. La intuición diabólica de esas fieras para eludir
los puntos donde se apostaban los cazadores, era superior
a la inteligencia y estratagemas de los hombres que pretendían acabar con ellas.
Debo advertir que Patterson no era un cazador experimentado, cometió muchos errores, no aplicó en muchos
meses un plan adecuado que pusiera fin a esos asesinos
dándoles muerte; pero finalmente se le ocurrió una batida
un día en que uno de los leones estaba más o menos localizado.
Se parapetó entre la densa maleza detrás de un alto
hormiguero que tenía al frente un claro; y esperó, mientras un buen número de hombres formados en semicírculo lentamente se aproximaban haciendo un ruido infernal,
golpeando botes y gritando. La fiera no tardó en salir, Patterson la descubrió y serenamente esperó siguiendo a la
bestia con la mira de un rifle que le habían prestado, de
más alto poder que su rifle ,303, y cuando el león estaba
a cinco metros de distancia oprimió el gatillo y el arma ¡no
disparó! Inmediatamente lo descubrió la fiera, dio un salto
y desapareció. Seguramente no atacó debido a su inquietud por el ruido que hacían los batidores. El hecho de no
haber probado antes un rifle prestado demuestra que Patterson había cometido un grave error de novato en cacería;
pero para los supersticiosos trabajadores lo ocurrido había
sido obra del demonio, protector de las fieras.
Al fin murió el primer devorador de hombres. Patterson
puso de carnada un burro en lugar estratégico, se acomodó en un machán construido en lo alto de un árbol cercano
y esperó. Por la noche la fiera cayó en la trampa, y un tiro
afortunado puso fin a su cadena de víctimas.
Días más tarde, cayó el segundo. Como sólo quedaban
unos cuantos hombres en el ahora bien protegido campa-
mento, el león no tenía mucho de donde escoger su víctima. Patterson siguió día tras día su sistema de subirse a
un árbol rodeado por un buen claro, con sólo unos cuantos
matojos alrededor, por donde tenía la esperanza que alguna vez entrara su enemigo mortal. Una feliz noche, profusamente iluminada por una luna llena, la fiera asesina hizo su
aparición. En esta ocasión Patterson había llevado como
compañero un hindú llamado Mahina. Estuvo de guardia
hasta las 2 a. m. y luego tocó su turno al hindú. Patterson
había dormido apenas una hora cuando un presentimiento
lo despertó; pero no había novedad. No muy satisfecho,
se disponía volver a dormir cuando le pareció que algo se
había movido entre los cercanos matojos. Pronto descubrió que no se equivocaba. ¡El devorador de hombres los
acechaba cautelosamente! Como experimentado cazador
de hombres, lentamente se acercaba cubriéndose y escurriendo el bulto como una sombra entre los matorrales.
Cuando estuvo a 10 metros, Patterson disparó su .303*
apuntando al pecho de la bestia, pero no cayó, dio un feroz
rugido desapareciendo de un salto. Patterson, seguro de
que había dado en el blanco, esperó a que amaneciera;
luego, acompañado de Mahina, quien iba armado con un
rifle “Martini”, y por un huellero nativo, siguieron el rastro
de sangre que no tardaron en encontrar. Habían caminado
400 metros y entonces se dejó oír un terrífico rugido a corta
distancia. Escudriñando entre la breña, descubrió Patterson a la fiera, la cual, furiosa y mostrando sus colmillos,
miraba y gruñía en su dirección. Apuntó cuidadosamente
y disparó. Instantáneamente cargó el león en forma decidida, pero un segundo tiro lo hizo rodar, pero se levantó
inmediatamente y renovó la carga; un tercer tiro no hizo
aparentemente efecto alguno. Entonces Patterson estiró la
mano buscando el rifle que traía Mahina, pero, horrorizado,
se dio cuenta de que el hindú ya había huido y se había
trepado a un árbol. Afortunadamente, una de las balas había roto una pata delantera de la fiera, dificultando así su
carrera y dándole a Patterson la oportunidad de treparse
al mismo árbol en que estaba Mahina. El león llegó tarde;
imposibilitado para trepar al árbol, huyó rengueando hacia
el breñal. Para entonces ya Patterson tenía en sus manos
el “Martini”, con el cual hizo un efectivo disparo que esta
vez hizo caer a la fiera. En seguida se acercó, pero cuál
no sería su sorpresa y gran susto al ver que de un salto,
el maldito león se puso en pie intentando una vez más la
carga; pero un tiro en el pecho y otro en la cabeza dieron
definitivamente muerte al temible león, que cayó a escasos
• El .303 es un rifle inglés en el que Se usaban balas de 215
granos.
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cinco metros de su vencedor.
Como he dicho antes, el caso de los devoradores de
hombres de Tsavo fue único, insólito en toda la historia de
las tragedias en las selvas de toda África. En cambio en
la India, desde hace siglos y todavía hoy, siguen a la orden del día los tigres y panteras devoradores de hombres,
igualando en astucia e inteligencia a los leones de Tsavo
y superándolos en número de víctimas. ¡Y en qué forma!
Allá no es una fiera ni dos, sino se contaban por cientos,
todavía en tiempos recientes.
Una sola tigresa mató 434 seres humanos. Un tigre, en
el término de cinco años, mató a 64, y se sabe de muchos
tigres cuyas víctimas se cuentan por cientos. Pero la gente
de campo en la India está tan acostumbrada y obligada a
vivir entre tigres y panteras, que resignadamente todo lo
comparte con esas temibles fieras, su ganado y sus vidas,
con una indiferencia asombrosa. Tal vez esa indiferencia
a la vida y a la muerte se deba a su religión y a la mísera
existencia que los oprime.
Cómo se caza el tigre
Hay tres sistemas para cazar el tigre de Bengala, según la topografía y la flora.
En las selvas y montes muy cerrados generalmente se
acostumbra el machán, una ligera plataforma que se arma
con ramas, arriba de un árbol a una altura no mayor de
cuatro metros, en la cual se encarama el cazador a esperar
pacientemente y por muchas horas su presunta víctima.
Se estudia el terreno y se buscan huellas frescas de
tigre por las brechas que dejan las carretas, o bien por las
veredas formadas por el ir y venir de campesinos o animales; una vez localizadas las huellas, se atan en lugares
estratégicos cuantos katras —búfalos domésticos de más
o menos un año— sean necesarios, según el número de
huellas y veredas por donde merodea la fiera; siendo a
veces necesario utilizar de 5 a 8 búfalos. Todos los días,
a hora muy temprana, van uno o dos peones a revisar las
carnadas; si el tigre mató y comió parte de un búfalo el
peón va al campamento a informar a los cazadores, quienes, acompañados por el guía y algunos nativos, se dirigen al lugar; se escoge un árbol que esté a no más de 20
metros de la carnada y se arma el machán. Se abandona
el lugar, y a las 4 de la tarde el cazador se trepa a esperar
al tigre que volverá por su cena, si es que vuelve, a las 6
p.m. o más tarde. Cuando no haya un árbol estratégico y
conveniente, se construirá muy cerca del búfalo en tierra
firme, a unos 20 metros, un escondite hecho con ramas,
que servirá de parapeto al cazador para que no lo advierta
la fiera al acercarse.
Elefantes hindúes con sus “mohout”, listos
para emprender la caza del tigre.
Este sistema es muy emocionante y peligroso, si se
toma en cuenta que el cazador estará solo, de noche, en
una selva oscura.
Otra forma de cazar al felino son las arreadas, batidas,
un tanto parecidas a las que acostumbramos en México
para cazar venados, pero que solamente se pueden practicar en montes o terrenos abiertos, o en montes con claros,
donde el cazador pueda descubrir su presa a corta distancia y así colocar un buen tiro. .
La tercera forma se ejecuta con elefantes, en los extensos pastizales que cubren la altura de un hombre. Los
lugares más frecuentados son Meerut, el Narai y el Terai.
Primero se localiza el o los tigres, luego se forma una línea
de batidores a pie, estratégicamente situados, para que
los felinos no se escurran y escapen; los batidores caminan haciendo ligeros ruidos, como si aplaudieran con las
manos, o bien golpeando dos palitos uno contra otro. En
el extremo opuesto, los cazadores, trepados en elefantes
guiados por expertos mohouts que van montados sobre el
cuello de los paquidermos, inician la búsqueda a campo
traviesa, hasta encontrarse con los tigres. Los disparos,
205
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el rastro de sangre o el pasto que a su paso dejó abierto el
tigre, hasta encontrarlo y rematarlo.
De cualquier manera, de día o de noche, en machán, a
pie firme o sobre elefantes, la caza del tigre, de ese bellísimo gato, el más grande y peligroso del mundo, es emocionantísima.
¿Cuál animal salvaje es el más peligroso?
Este tema siempre ha sido muy discutido; las opiniones, en lo que se refiere a los cinco grandes de la fauna
africana, son muy encontradas. Para algunos, es el elefante; para otros es el león, o el búfalo, o el rinoceronte o un
leopardo herido. En mi concepto, metiendo también la cuchara, todo depende de las circunstancias y los casos con
los que se haya enfrentado el cazador, y de ahí su opinión
muy personal, pues por algo en África a los animales que
acabo de mencionar, se les llama “los cinco peligrosos”.
Todos ellos han tenido en su haber víctimas humanas.
En la India es diferente; haciendo un poco a un lado
al elefante, que sin discusión, no es tan temible como el
africano, el tigre es el amo. Ni el enorme gaur, ni el búfalo
salvaje, ni la pantera ni el oso sloth pueden o deben comparársele en peligrosidad. El búfalo salvaje es muy escaso
en la India Central y huidizo a la presencia del hombre, y
además está vedada su caza; solamente se permiten unas
pocas licencias en la región de Assam, que es donde existe la mayor reserva. En cuanto al gaur, ese hermoso y gigantesco toro, el más grande del mundo entre los salvajes,
también es muy escaso.
El gaur, sladan o bisonte, como también se le llama,
sí es peligroso y difícil de abatir al primer tiro, debido a su
gran corpulencia y enorme resistencia a las balas; siendo los animales solitarios los más peligrosos. El oso sloth
es una bestia más o menos del tamaño del oso negro de
México o de Alaska, y se le considera temible entre la fauna asiática muy capaz de enfrentarse a un tigre en comprometidas circunstancias y por regla general no ataca al
hombre.
El leopardo o pantera, como se le llama en Asia; es sumamente peligroso cuando está herido; una fiera astuta, ligera, audaz, valiente, cazador solitario y, considerando kilo
por kilo, más potente que el tigre; pero su peso máximo no
excede los 70 kilos contra 250 del tigre. En un encuentro
cuerpo a cuerpo con una pantera herida; el cazador, si es
muy fuerte, conocedor de estos félidos y con la suficiente
entereza y presencia de ánimo, tal vez salvará el pellejo,
si bien pasará unos meses en el hospital; como ocurrió al
cazador Akelley en África, en el encuentro que tuvo con un
leopardo al que hirió en una mano. Con el tigre de Bengala,
El gaur es uno de los animales más poderosos
de la fauna asiática.
debido al alto pasto, tendrán que hacerse muy rápidos y a
corta distancia.
Otro de los estilos de cazar utilizando elefantes, es el
siguiente: en las mismas áreas de altos pastizales, una vez
más o menos localizado el manchón donde se encuentra
el tigre, se organiza la batida seleccionando un árbol en un
punto estratégico donde se trepará el cazador a esperar;
se forman con los stops—individuos parados distantes uno
del otro—dos líneas en un extenso ángulo abierto, mientras en el lado opuesto al cazador se extiende una línea de
batidores de 80 a 100 hombres, que avanzarán despacio
haciendo ligeros ruidos, empujando —valga la palabra— al
tigre hacia el cazador.
Tres o cuatro elefantes guiados por sus mohouts, van
tras de la línea de batidores. Al irse aproximando la línea
de batidores a los hombres stops, éstos, en orden progresivo, comenzarán a batir las palmas, anunciando de esta
manera al cazador la proximidad del tigre. Ningún individuo deberá gritar ni hacer demasiado ruido, que pudiera
producir pánico en la fiera y hacer que ésta corra hacia el
cazador, obligándolo a un disparo doblemente difícil.
Siguiendo este sistema, generalmente los tiros que
haga el cazador no siempre hacen blanco en partes vitales, y surge entonces el problema de enfrentarse a una
fiera herida en un denso pastal; pero para eso están ahí los
elefantes. El cazador, montado en su paquidermo, seguirá
206
INDIA - 1956
El elefante suele estar frecuentemente representado
en obras del arte hindú, tal como se ven
en el Templo de Mamallapuran.
207
INDIA - 1956
ese “caballero”, rey de la jungla, sí que no hay salvación:
un solo zarpazo es suficiente para volarle la cabeza a un
hombre o romperle el espinazo. La circunferencia de su
poderoso antebrazo, mide 50 centímetros de músculos
de acero, cargados de dinamita. Cuando el cazador está
a la espera de este poderoso animal, solo; en la oscura
noche en plena selva, tendrá que poner a prueba su verdadera afición a la caza, controlar su sistema nervioso y
la emoción, sabedor de que hay muchos devoradores de
hombres; que puede convertirse en cazado en lugar de cazador, y que su adversario en el acecho, como un gran
cazador nocturno, es más silencioso que un fantasma. Entonces, alrededor de las 8 ó 9 de la noche, que es la hora
más propicia para el ataque, cuándo piensa que la fiera
puede estar muy cerca, contiene la respiración, quisiera
detener los latidos de su corazón; y abriendo inútilmente
los ojos, con gran tensión en cada músculo y dominando
el miedo, intenta penetrar la jungla para descubrir su tan
deseado gran trofeo de caza; al menor ruido fluye la adrenalina, se acelera el ritmo cardiaco y se aumenta la presión
arterial; su mente está concentrada, pues tal vez pudiera
ocurrir que al menor descuido aquel trofeo de caza se convirtiera en su verdugo.
suerte, regresó con las manos vacías. El tigre no había
vuelto a visitar su víctima de la noche anterior; sólo las
hienas rayadas acudieron al banquete de segunda mesa.
La suerte de Silvano fue diferente. Poco antes de medianoche fue George a recogerlo en el jeep; a poco rato
regresaron los dos, cazador y guía, con la novedad de que
tendwa —pantera, en hindú—, sí había ido por su cena. El
cazador disparó, y tal como lo había dicho Sherley, de un
salto desapareció la fiera en la oscuridad. Silvano no podía
ocultar su angustia, su ansiedad y sus dudas, que por el
resultado de su tiro se reflejaban en su semblante.
—i Le pegué ... le pegué! ... nos decía a todos.—¡Estoy
seguro de que le pegué! Pero los dos guías profesionales,
George y Sherley, se mostraban escépticos, particularmente George. Según él; seguramente Silvano había errado el
tiro; pero de todos modos por la mañana irían a ver los resultados. A las 6 de la mañana ya estábamos todos listos:
Sherley y yo nos fuimos en la camioneta por una brecha,
con la esperanza de cazar por el camino algún chital —venado moteado, o un sambar —magnífico cérvido que pesa
300 kilos—, o algún otro animal, mientras George y Silvano fueron en el jeep a conocer los resultados de la noche
anterior. A las 10 a.m. regresamos al campamento, y no
bien bajamos del guayín cuando nos salió al encuentro la
señora de George, quien gritaba muy asustada:
—¡La pantera ... la pantera ... mordió a George, está
herido, venga doctor, venga!
Lo de doctor se refería a mi persona, inmerecido título
que mis compañeros me habían otorgado. Título, honoris
causa, que me puso en un aprieto, pues se me consideraba como médico del campamento, y peor aún, al día siguiente de nuestra llegada habría de poner a prueba mi
capacidad profesional.
Inmediatamente nos dirigimos a donde estaba George
para atenderlo en lo posible y que nos contara cómo había
ocurrido lo de la pantera. Aquí cabe comentar que la pantera de la India tiene 28 vértebras y el leopardo africano
tiene 22, por lo tanto es más larga la pantera. Como ya lo
indiqué, George se fue con Silvano, a quien no creía que
hubiese herido al felino, sino que había errado limpiamente
el tiro. Cuando llegaron al lugar, lo primero que debió hacer
era buscar cerca del becerro que había servido de carnada, algún rastro, alguna muestra de que el tiro había dado
o no en el blanco; rastro de sangre no, porque se confundiría con la del becerro, pero hay otras muestras como las
huellas de las zarpas al dar el salto, al sentirse herida la
fiera, o bien, buscar pelos cortados por la bala. Pero no, lo
único que preguntó fue por dónde había llegado la pantera
y si se había dado cuenta mi compañero de la dirección en
que había huido. El terreno del acontecimiento estaba en
Un pantera ataca y
hiere al guía George Holland
A las 5 de la tarde se fue mi compañero Silvano a esperar su pantera. Granville nos había advertido la importancia
de la quietud absoluta que debíamos observar una vez encaramados en el machán: Principalmente —nos decía— al
caer la tarde, no hagan movimientos rápidos ni vuelvan la
cabeza y no hagan el menor ruido, el tigre o la pantera
llegarán entre 6 y 9 de la noche. Tanto el tigre como la pantera no aguantarán la luz de la lámpara de baterías más de
2 a 3 segundos; por lo tanto, deberán disparar con rapidez
y sólo tendrán oportunidad de hacerlo una sola vez, pues a
menos que el impacto de la bala de precisamente en la espina de la bestia, de un salto desaparecerá en la espesura
de la selva, aunque lleve el corazón destrozado. Coloquen
la mira de sus rifles apuntando a los hombros y, sobre todo,
pongan mucha atención a esto: no se muevan ni prendan
la lámpara hasta que oigan que el sher —tigre en hindú—
esté devorando su víctima, por ningún motivo se vayan a
bajar del machán hasta que nosotros lleguemos en el jeep,
alrededor de las 12 de la noche; tocaremos el claxon y
ustedes nos gritarán si podemos acercarnos sin peligro.
Se acordó que Sherley iría a las 10 p.m; por uno de
los compañeros y George por el otro a las 12 p.m.; yo me
quedé en el campamento. El compañero Montaño no tuvo
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INDIA - 1956
las estribaciones de un monte boscoso, luego se extendía
un campo plano con un pastizal de medio metro de alto,
salpicado de arbustos y matojos.
Mi compañero se había encaramado en el espiadero
a las 5 de la tarde; a las 5:30 se había quedado solo, y
la pantera llegó a las 11 :00 p.m. a 25 metros, distancia
que había entre el cazador y el becerro que la noche anterior había matado el felino. Silvano disparó su rifle .300
Magnum y de un gran salto desapareció la pantera en el
pastizal. A las 12:00 p.m. llegó George en el jeep, según
lo acordado, para recoger al cazador; Silvano le contó lo
ocurrido y los dos regresaron al campamento. Por la mañana del día siguiente, después de explicar mi compañero la
posición en la que se encontraba la pantera cuando él disparó y que suponía había huido rumbo al pastizal, George
echó un vistazo al terreno, amartilló una escopeta calibre
.12 que, afortunadamente llevaba y que es el arma indicada para estos casos y se metió al pastal sin más precauciones, en forma por demás imprudente, sólo concebible
en un cazador ansioso y novato, pero no para un cazadorguía profesional como George.
Silvano lo seguía a corta distancia. Apenas habían
avanzado 30 metros cuando George se topó con la fiera,
que sí estaba mal herida. La pantera se le echó encima
clavándole tres veces, en un segundo, sus cuatro poderosos colmillos en la pantorrilla, y lo derribó. En el primer
instante, cuando la vio, apenas tuvo tiempo de disparar
su escopeta sin dar en el blanco; pero no soltó el arma,
y eso tal vez le salvó la vida porque, ya en el suelo y con
el animal prendido en la pierna, disparó “a boca de jarro”
el segundo cañón de la escopeta cuata, que esta vez fue
un tiro mortal. Afortunadamente para George, la pantera
había sido herida por Silvano interesando los hombros, de
tal suerte que quedó imposibilitada para saltar al cuello de
su enemigo, que es la forma habitual de atacar de las panteras o leopardos.
Al examinar la herida, aprecié 12 orificios en la pantorrilla, correspondientes a tres mordiscos que había recibido
nuestro guía. i12 impactos de los caninos, en menos de un
segundo! Lo que más me preocupaba en mi carácter de
“médico” era la infección que pudiera sobrevenir; la carroña, en las fauces de la pantera, podían producirla. Pero,
allá en Guadalajara, me había aleccionado para atender
estos y otros casos, mi querido compadre, el famoso cirujano —éste sí de verdad— Alfonso García Méndez. Me
El leopardo o pantera,
como se le llama en Asia,
es sumamente peligroso.
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INDIA - 1956
cercioré de que no había fractura en el hueso de la pierna
—otra suerte de George—, e hice presión en los músculos
para que la misma sangre lavara las heridas, pero después me dio mucho trabajo contener el persistente hilillo
de sangre que fluía por uno de los orificios; luego lavé la
pierna con jabón simple y la expuse al sol durante unos
minutos hasta que se coaguló la sangré y se formó una
costra. Mientras tanto, le inyecté penicilina y suero antitetánico; apliqué gasa en las heridas, vendaje y ... ¡listo! Como
prescripción médica le recomendé —ya en broma— que
podía dormir con la metiche de su mujer, pero nunca más
tenderse junto a las panteras del lugar.
No sé si el tratamiento que apliqué fue el correcto o no;
pero el hecho es que 20 días después George, aunque cojeando todavía y usando un bastón, andaba ya en la selva
con nosotros, y mi reputación como médico había quedado
bien cimentada.
y disimulado con ramitas verdes para ocultarme, dejando
solamente un orificio de regular tamaño, por donde pudiera
ver el cebo y disparar mi rifle en caso de llegar el visitante.
Me acomodé lo mejor que pude, me quité las botas y las
colgué de una rama, colocando el rifle en forma conveniente para usarlo sin el menor ruido al tomar posición de tiro.
Por todo alimento llevaba una naranja. Tanto me habían
exagerado la astucia y el finísimo oído de esas fieras que
me propuse no comer, ni beber, ni fumar, ni toser o estornudar; no hacer movimientos que pudieran producir el
más ligero ruido y ser descubierto. No beber para no verme
obligado a orinar, no dormir, respirar de vez en cuando por
la boca para agudizar el oído; ni siquiera saborear un caramelo por el ruido que produce entorpeciendo el oído. . . En
resumen, debía comportarme como un fakir o un yogi.
Se fue Sherley y me quedé solo. La tarde empezó a
pardear, poco después llegó la noche y con ella todos los
misteriosos mensajes de la jungla, ruidos que no había
oído antes en mi vida de cazador y que, francamente, no
sabía interpretar ni definir en aquella mi primera noche en
la selva hindú.
No conocía el “llamado” nocturno del chital, del sambar, del barking deer, ni de ningún otro animal asiático.
Pasaron las horas, la noche era fría; con esa inmovilidad estaba tullido, entumido, y la pantera no llegaba. Pese
a todo ello, no me sentía impaciente o fastidiado; con mil
pensamientos saboreaba la noche y los himnos del viento.
Ya no se oía el llamado o el ruido de algún animal, los grillos y las cigarras hacía rato habían enmudecido; ahora un
silencio de cementerio dominaba el ambiente.
Era medianoche cuando se dejó oír el ruido más extraño, más misterioso, más tenebroso, lúgubre y aterrador
que haya escuchado en mi vida: era una mezcla de mugido
bestial con lamento de un ser humano o de alma en pena,
un largo, fuerte, sonoro y continuo lamento. Dentro de mis
conjeturas no podía definir la distancia, aunque sí la dirección, y no sé por qué me imaginé un monstruo terrible.
Aquel mugido tenía algo del otro mundo; era hueco, escalofriante, siniestro, sombrío; en fin, no encuentro calificativos suficientes y adecuados para dar una idea al lector de
la rara modulación de tal sonido, que más parecía venir de
ultratumba. Casi duró, me imagino, un minuto y luego se
acabó; instantes más tarde el aullar de una hiena: aaaaa ...
uuu ... aaaaa ... uuu . . . y después, el silencio.
Todavía hoy, después de haber pasado tantas noches
en la jungla africana como en las selvas de la India en cacerías subsiguientes, no he podido imaginar el origen o
causa de ese ruido o lamento que me pareció infernal; sí,
ésa es la palabra: infernal. ¿Y qué podía o debería yo hacer? ¿Bajar de mi árbol a investigar? ¡Ni pensarlo! Durante
Mi primera noche solo en la selva
De esta manera nuestro shikar empezó en forma un
tanto dramática y a punto estuvo de ser trágica. En montes
y selvas tan bonitas esperaba que la fauna fuera abundante y, por lo tanto, la cacería exitosa, pero no fue así,
pues siguieron días tediosos, sin apenas cazar algún animal. Sherley se ocupó en atar por diferentes rumbos hasta
8 becerros vivos con la esperanza de que algún tigre o
pantera mordiera el cebo. Una mañana llegó un peón al
campamento a informarnos que una pantera había matado
uno de los cebos.
Esta vez, ya curado de mi catarro y tos, me tocaba a mí;
a las 5:00 p.m. ya estaba en el machán. Di instrucciones a
Sherley de que no fuera por mí hasta la mañana siguiente,
pues bien sabía yo que normalmente, tigre o pantera regresan al animal muerto entre 7 y 9 de la noche, pero esos
gatos no son “muy puntuales”, prueba de ello es la pantera
a la que hirió mi compañero, llegó hasta las 11 :00 p.m. Mi
puesto estaba a la orilla de un espeso monte que daba a mi
espalda; en frente se extendía un terreno plano y a no más
de 500 metros un ejido hindú. Desde luego me pareció improbable que la pantera regresara; mi opinión se reforzó
al ver que de los restos del becerrillo sólo quedaban unos
cuantos huesos. Pero siempre hay una probabilidad; era
mi primera noche en un machán y debía probar esa experiencia para otras noches siguientes.
Para este shikar había llevado dos rifles ingleses: un
.30-06 y un .375; este último lo usaría para tigres y panteras, con balas de 270 granos con punta suave. Mi machán
era por demás incómodo, confeccionado con unas cuantas
ramas gruesas sujetas con sogas a una altura de 4 metros
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INDIA - 1956
los días de nuestra libertadora Revolución, allá por 1921,
tuve necesidad de dormir hasta en los cementerios y nunca he creído en fantasmas ni apariciones; pero este caso
me ha dejado intrigado para siempre. A las 7 de la mañana
llegó por mí Sherley y regresamos al campamento.
Seguían pasando los días sin éxito, y los tres cazadores nos sentíamos fastidiados, molestos, defraudados, de
mal humor, como ocurre siempre en tales casos. Acostumbrados a la abundancia de la fauna en África, donde no
hay día en que regrese uno al campamento con las manos
vacías, las altas y espesas selvas de Madhya Pradesh me
parecían un fraude y pensaba que los tigres y las panteras
eran unos asesinos, ladrones, marrulleros, que mataban
nuestros cebos pero nunca volvían al sitio, donde esperábamos durante horas y horas inútilmente. Una tigresa había matado ya 3 búfalos sin volver a la cena; seguramente
era un bicho muy astuto y experimentado.
Una mañana nos recibió Sherley en el almuerzo con
una noticia que nos alegró el corazón: había traído noticias
de que un tigre había matado a un búfalo y que a juzgar
por las huellas de las zarpas, que medían 5 pulgadas de
ancho, el tigre debía ser enorme. Se decidió que Montaño
fuera a probar suerte con el tigre y yo a esperar a una
pantera. Pasó toda la noche, y ni el tigre ni la pantera se
arrimaron.
Había leído sobre las afamadas selvas de Madhya
Pradesh, un paraíso para los nobles rajás, maharajás y
algunos altos funcionarios ingleses comisionados en esa
ex-colonia del Imperio Británico, donde fastuosamente se
daban gusto practicando su deporte favorito, que justamente en otros tiempos se llamó “el deporte de los reyes”.
Al entusiasmo que desplegaron esos afortunados nobles
en este viril y peligroso deporte se debe la manufactura de
las magníficas y hoy costosas armas como los rifles cuates, de dos cañones de alto poder de la casa Holland and
Holland o Westley Richards, cuyo valor actual es prohibitivo. Armas que sólo se obtienen hechas a la orden, pues
no se fabrican en serie y hay que esperar más de un año
para obtenerlas. Uno de esos nobles era el maharajá Surguja, quien tuvo la gentileza o curiosidad de visitarnos en
nuestro campamento acompañado de su hijo y un sobrino.
Este señor poseía la friolera de 200 rifles de lo mejor, y en
su vida de cazador, según me dijo, había matado más de
1 000 tigres y otros tantos leopardos. No me consta, tal vez
exageró o tal vez sea cierto, pues a los 70 años, edad que
más o menos representaba cuando nos encontramos, todavía andaba cazando muy cerca de nuestro campamento.
Mi primer tiro fue sobre un chital
La abundancia de la fauna había pasada a la historia,
como van pasando las monarquías, los imperios y el coloniaje. Según mis modestos cálculos me llevaría no menos
de 15 trofeos de caza de la India. ¡Qué optimista! Pero
esos cálculos se basaban en lecturas de las cuales había
extraído la siguiente lista de especies que habitaban territorios, desde las estribaciones de los Himalayas, pasando por las planicies selváticas de Madhya Pradesh, hasta
Mysore.
Elefante
tigre real de Bengala
tapir
pantera negra
pantera moteada
leopardo de la nieves
gacela Goitered
gaur
gacela Goa `
211
INDIA - 1956
En diez días de cacería, sólo había caído la pantera
que hirió Silvano. De día y de noche salíamos por las brechas, con la esperanza de ver algún animal. Estaba prohibido cazar de noche, excepto si se trataba de fieras peligrosas; pero viendo Sherley el poco o nulo éxito que hasta
entonces se nos negaba, “se hacía de la vista gorda”.
Haciendo esfuerzos y poniendo todo su empeño, Sherley dio comienzo a los preparativos de una larga serie de
batidas, sólo que en lugar de los 8 ó 10 hombres que se
acostumbran en México, en la India se ocupan de 60 a
100, pagándosele a cada uno de esos pobres peones la
miseria de un rupia por día —20 centavos de dólar.
Así alternamos batidas de día con machán de noche,
pero la mala suerte seguía invariable. Todos los días esperábamos que la cosa cambiara, me parecía imposible que
en montes, laderas y valles tan bonitos no saliera ni un zorrillo, sólo se dejaban ver algunos hermosos pavos reales.
En una de esas arreadas tuve la suerte de abatir un Chital, esbelto y muy bonito venado moteado, con pelaje muy
parecido al de un cola blanca cuando apenas es un joven varetillo de menos de un año. El lance no tuvo mayor
problema, ni chiste; pero al fin disparé mi primer tiro. El
animal se me presentó a 100 metros acompañado de una
hembra que quedó viuda, en terreno limpio, sin matojos y
casi venía hacia mí en línea recta. Por la misma ansiedad
que todos los cazadores sufríamos precipité mi tiro, pues
bien pude haber esperado hasta que se pusiera a 40 ó 50
metros. Mi bala entró en el pecho sin tocar el corazón, el
venado cayó después de correr unos 80 metros, dándome
tiempo a un segundo disparo que, naturalmente, resultó
trasero. Esta fue mi primera pieza en el shikar.
Al día siguiente me tocó una mala postura en terreno
un poco cerrado en un chaparral. En caso de que “algo” saliera, tendría que disparar muy rápidamente y a muy corta
distancia. Si sólo fueran venados, lo más apropiado sería
usar una escopeta; pero en la India, así como en África,
una vez en el monte o en el campo abierto, lo mismo puede
saltarle al cazador un antílope que un leopardo, o cualquier
otro animal peligroso. En esta ocasión solamente me salió
una hembra chital, a la que, naturalmente, no le disparé,
pero tuve una interesante experiencia: en el terreno debía
permanecer completamente inmóvil, sólo movería los ojos,
con el arma lista para un disparo rápido. Se inició la batida
y a poco rato oí el ruido de un animal que se acercaba
a paso ligero, pero sin correr. Me emocioné, pero no me
moví; esperé un momento y se presentó la hembra chital,
se paró de golpe a 8 metros de mí. Seguí inmóvil como
una piedra pensando que de un momento a otro surgiría
un macho. Mientras tanto, la hembra no se iba, estaba
como clavada, hipnotizada, como en pose para una foto,
Lobo Gris
búfalo salvaje
antílope Chiru
sambar cérvido
gato pescador y gato caracal
oso sloth, oso azul, oso colorado, oso prieto —que no hiberna—
barasingh cérvido.
kabur —venado labrador.
gacela tibetana
lobo gris o negro
chinkarah
chital —venado moteado—
blue-bull o nilgai —antílope del tamaño de un caballo con
cuernos muy chicos—
jabalí chico y grande
venados Hangul, Shou, Throld, Thamin
Muntjal
hiena rayada
chacal
perro salvaje
black-buck —antílope prieto—
“cuatro cuernos” —antílope rarísimo.
Amén de otras muchas especies y aves que sería largo
enumerar, como los diversos borregos y cabras silvestres
de alta montaña.
212
INDIA - 1956
sin quitarme la vista; los dos nos veíamos fijamente como
se ven los enamorados, y así pasaron unos dos minutos.
Finalmente, hice un ligerísimo movimiento de cabeza, la
venada dio un resoplido y salió disparada desapareciendo
a toda carrera en la espesura. Ese caso me convenció de
la gran conveniencia de la inmovilidad cuando en el monte se espera un animal; lo que denuncia la presencia de
un cazador es el “humor” del hombre y el movimiento. Si
permanece quieto, con viento favorable, los animales no lo
definen y su propia curiosidad, muchas veces los lleva al
matadero, cuando se acercan al cazador.
Los días seguían pasando sin ningún éxito, Ya llevaba
una docena de arreadas, algunas de éstas metido en pastizales tan altos que me cubrían. —Oye, Sherley —decía
a nuestro guía mientras nos internábamos en el monte—
¿no te parece peligroso este sistema? Si en estos terrenos
nos salta un tigre, no me daría tiempo ni de encarar mi rifle.
—Sí que es peligroso —me contestó—; pero ... ¿ Ves
aquél árbol cuyas ramas forman una “Y”? Pues allí le pegó
tu paisano Pablo Bush Romero a un tigre.
Seguimos caminando pensando en mi interior que
seguramente no tendría yo la suerte que tuvo mi amigo
Pablo. Y en caso de que surgiera el tigre, ¿cómo nos las
arreglaríamos? ¿Quién le tiraría, si no nos habíamos puesto de acuerdo y los tres cazadores íbamos en fila india uno
tras otro? Seguramente habría una confusión peligrosa.
No me gustaba esa forma de conducir un shikar; menos mal que ni siquiera un jabalí nos salió, ¡Ese Pablo. .
. —seguía yo pensando—, es capaz de pescar sin anzuelo
un manatí en Cozumel!
Sherley había multiplicado las arreadas y por distintos
rumbos había atado búfalos como cebo. Una endemoniada tigresa había matado ya tres becerros y ninguno de
nosotros tuvimos suerte en verla; excesivamente astuta
y desconfiada, ni una vez regresó a la carnada; seguramente con anterioridad habría recibido un escopetazo de
algún nativo, por eso se voIvió tan ladina y recelosa. Por mi
parte no tenía ningún interés en la fiera; yo quería un tigre
macho. Ya había pasado tres noches solo, trepado en los
árboles sin que llegara el tan codiciado trofeo de caza. Por
fin resolvimos cambiar de campamento para probar mejor
suerte,
El gran jabalí de la India.
y densa maleza con verde follaje y abundantes bambúes,
altos y chaparros; unos de hoja amarillenta y raquítica, y
otros de hoja ancha y muy verde. No faltaban las pequeñas
granjas agrícolas o ganaderas, tan abundantes y pobres
en toda la India, donde no se caminan cinco kilómetros sin
encontrar alguna. Todo hacía suponer el perfecto hábitat
del tigre y la pantera, esos terribles carnívoros, cazadores nocturnos y silenciosos, que cuando no encuentran su
caza natural entre la fauna silvestre se van contra el ganado y los perros domésticos, los cuales constituyen un manjar para las panteras y, en último caso, ahí está el hombre,
que resulta una presa más fácil.
Por variados rumbos se ataron cebos y se organizaron
arreadas. El primer día hubo algo de suerte. En una batida,
mi segundo compañero, Montaño, mató un chital. Ya teníamos fresca y exquisita carne que comer. El segundo día
me tocó en suerte abatir en buena forma la primera pieza
de caza importante. Vaya, ¡la situación iba cambiando!
Campamento en Mangli
Tumbo un sambar de 300 kilos
Siempre que se cambia de campamento, en cualquier lugar
del mundo, surgen nuevas esperanzas y se reviste uno de
optimismo al contemplar otros panoramas menos trillados.
Mangli me pareció como Supkhar, que distaba unos 30 kilómetros. Montes muy poblados del abundante árbol “sal”
Ya habíamos ejecutado sin éxito una batida, y de regreso al campamento se organizó otra que, a juzgar por el
terreno, no le veía muchas probabilidades. Los batidores
se habían quedado atrás de la falda de un montecito bajo,
213
INDIA - 1956
pero muy arbolado, chico, no mayor de un kilómetro. Seguimos en el jeep por una mala brecha hasta el otro lado
y nos bajamos para caminar un corto trecho. Frente a nosotros teníamos un campo abierto, no muy amplio, sin matojos, pelón; después una depresión regular y al fondo, a
menos de un kilómetro, el montecito que mencioné; nuestra izquierda se limitaba por otro monte, y a mi espalda, un
barranco. El primer puesto me tocó a mí; lo consideré el
más malo por quedar cerca de la brecha donde dejamos
el jeep; a mi izquierda, a 100 metros, se acomodó Silvano,
y más allá, Montaño con dos nativos. Llevaba yo mi rifle
.30-06 cargado con balas de 180 granos con punta suave;
me coloqué detrás de un árbol, y después de examinar mi
visual de tiro, volví la cabeza para observar los puestos
del grupo; a la vista estaba Silvano; miré más lejos a la
izquierda, a las faldas del monte y ¡qué gran sorpresa! ¡Allí,
parados, a no menos de 150 metros, en línea directa a
Montaño, estaban un sambar y su hembra, a tiro regalado!
—¿Qué pasará? —pensaba yo— ¿por qué no le tira? A
paso tranquilo, sin alarmarse, se alejaron los dos venados
perdiéndose en el monte —afortunadamente para mí—,
por la falda del lado izquierdo del montecito que batirían
los arreadores. Yo me “hacía cruces”, no me explicaba lo
que había ocurrido al compañero Montaño ¿por qué no había disparado contra el sambar? Seguramente los venados
volverían, pues ya debía haber empezado la batida. Ojalá
y me salgan a mí —pensaba cruzando los dedos de mi
mano derecha, pues con la izquierda sostenía el rifle en el
punto de balance—, rogando a todos los santos me concedieran la “gracia” de tirar al sambar.
Con ávida mirada recorría la falda del bosquecillo, y
entonces lo vi aparecer; de entre los árboles “sal” venía a
toda carrera en dirección mía el macho; la hembra no se
presentó. No me precipité, eché un vistazo a las miras y,
seguro de mi rifle, esperé; no sé cómo me aguanté, pero
esperé. Al terminar la falda del bosque seguía un planito y
después la depresión o vado que antes mencioné; al salir
de allí el venado estaría a tiro, entonces dispararía yo. Y
así ocurrió. Al entrar a la depresión se me perdió de vista,
pero al salir siguió a toda carrera derechito en mi línea de
tiro, apunté al pecho del soberbio animal cuando lo tenía a
130 metros y oprimí el gatillo. El animal no se detuvo, únicamente se desvió un poco, tal vez quería ganar la barranca que estaba a mi espalda, pero mi segundo ti- ro lo hizo
rodar. Los dos tiros dieron en el blanco; el primero entró un
poco a la derecha del corazón y, aunque era un tiro mortal,
no lo detuvo.
Todos nos reunimos a admirar la pieza, tomar las fotografías de rigor y algunas medidas. Me sentía contentísimo. Bien sabía lo raro que son esos grandes ciervos,
214
tan escasos que sólo llegué a abatir otro durante mi tercer
shikar, seis años después. Resultaba más fácil, en esos
años, cobrar una pantera que un sambar. El peso del animal se estimó en 300 kilos, que es el promedio y las medi
Largo: del nacimiento del rabo a la nariz 210 cm.
Altura a la cruz
135 cm.
Largo de los cuernos
82 cm.
Apertura de los cuernos
88 cm.
das fueron las siguientes:
Pelo parduzco, muy largo, grandes canales, lagrimales muy notables. Los cuernos cuentan con dos candiles
o puntas en los extremos de cada uno y otro casi en el
nacimiento.
La meada que ahuyentó a un tigre
Cada vez que el tigre hacía una víctima, nos turnábamos para ir al machán. Aun cuando el cebo fuera un búfalo
vivo, fui yo algunas veces con la esperanza de que llegara.
En esos casos se ata un cencerro al pescuezo de la res,
para hacer ruido y atraer a la fiera.
Un día llegó la noticia de que el tigre había matado uno
de los 8 becerros que había en diferentes lugares. Me tocó
a mí la velada, y a las 5 p.m. ya estaba encaramado en mi
árbol. A eso de las 8 de la noche me dieron ganas de orinar
y lo hice desde arriba; más tarde, cuando el silencio era
más profundo, oí que un animal se aproximaba; el terreno
cubierto de hojarasca hacía el ruido más notable, eran pasos firmes, secos, menuditos; supuse que sería un jabalí
o un venado chital que se siguió de paso. Media hora más
tarde oí otra vez un ruido, la noche era sumamente oscura, pero en esta ocasión los pasos eran suaves y lentos,
imaginé, desde fuego, que sería un tigre o una pantera, y
una gran emoción invadió mi cuerpo. Respiré por la boca
a fin de agudizar el oído, escuchaba el “dum, dum”, de mi
corazón más frecuente que lo normal, mientras la fiera se
aproximaba. Ya casi estaba debajo de mi árbol, pero de
acuerdo con los consejos de Sherley no debía prender la
lámpara, ni tratar de disparar, ni moverme hasta oír que
la fiera devoraba a su víctima —las tarascadas que da el
tigre al comer son muy ruidosas—. Cuando la fiera llegó
prácticamente al tronco del árbol, a cuatro metros de mí,
oí un ruido violento y dos o tres saltos, después siguió el
silencio. ¡La fiera se había ido! Pero ... ¿en qué metí la
pata? ¿Por qué huyó. . . ?, —pensaba yo, con la natural
mortificación.
Cuando a la mañana siguiente Sherley llegó por mí, le
conté lo ocurrido y empezamos a estudiar las huellas que
el animal había dejado abajo y en las proximidades del ár-
INDIA - 1956
bol. El primer animal que oí fue un chinkara —venado— y
el segundo ¡un tigre!, según decía Sherley.
—Pero, ¿por qué no se acercó al cebo —le pregunté—
no me moví en lo absoluto, ni hice ruido alguno.
—Algo le hizo sospechar de la presencia del hombre
—replicó Sherley—; mientras seguíamos estudiando las
huellas.
—Pero si yo . . . —Ya no terminé la frase.
—Mire —interrumpió—. Cuando llegó al pie del árbol
olfateó algo y dio un violento salto a la derecha, más que
salto fue una barrida, como lo hacen los perros de caza
cuando atacan a un jabalí o a un jaguar acosado y saltan
esquivando las acometidas o un zarpazo, y se fue.
Entonces me acordé de la orina. Sí . . . eso fue. ¡Maldita sea! i No volveré a tomar agua! Pero, ¿cómo es posible
perder así un tigre por una triste meada? El tigre, estaba
claro, olió la orina a pesar de su mal olfato; se dio cuenta
que era de hombre dio un salto lateral, semejante a como
lo hacen caballos pajareros, rancheros, cuando ven un
hombre detrás de una cerca.
—Bueno —dijo Sherley—; eso fue algo que no le advertí, lo de la meada. ¡Qué barbaridad! ¡Hasta donde llega
la astucia, la desconfianza y el conocimiento que de los
hombres tienen esos animales! Con razón, cuando se prepara un machán, no debe dejarse ningún rastro humano,
ni ramas cortadas y sueltas en el lugar. ¡Y cuidado con tirar
una colilla de cigarro, aunque esté apagado! En adelante,
ya no parecieron exageradas tantas precauciones.
Una noche de machán con Granville
Durante las noches que había pasado solo en la sel-
Mi primer trofeo logrado en la India fue un raro
y difícil sambar.
215
INDIA - 1956
va, había oído el llamado de algunos animales, sin poder
definir a qué especies correspondían. Entonces pensé en
que me acompañara Sherley la próxima vez. La ocasión no
se hizo esperar. Había habido un búfalo muerto en el machán que en la mañana armaron en un estratégico árbol,
a 20 metros de los restos del katra que había matado un
tigre. Nos fuimos al machán y ya pardeando la tarde oímos
una voz, que, cantando, bajaba del monte. Aquello no me
gustó, perturbaría al tigre que en su cubil, en alguna parte
de la selva, no muy lejos, seguramente se desperezaba
estirando sus poderosos músculos, en igual forma que lo
hacen los gatitos domésticos o los perros.
Momentos después, vimos a un hindú montado en un
burro, que bajaba del monte en dirección a la carnada, sin
advertir nuestra presencia. Muy ufano seguía cantando —
todo campesino cuando anda en los montes, donde sabe
que puede haber tigres o panteras, siempre va cantando
o gritando, con el propósito de ahuyentar cualquier fiera
que pudiera estar próxima—, cuando a muy corta distancia
descubrió el becerro medio devorado y se llevó el susto de
su vida; espoleó como nunca a su burrito y, despavorido,
se alejó cuesta abajo agitando los brazos y dando gritos.
Posiblemente que al descubrir el búfalo muerto, pensó que
el tigre estaría por ahí, a un salto de él y que seguramente
se había alejado cuando él se aproximaba. Sherley y yo no
pudimos contener una carcajada que aquel hindú nunca
oyó.
Llegó la noche y con ella los extraños ruidos y telegramas de la selva; primero, a las 8:30, el agudo balido de un
chital, muy parecido al grito de un niño de 5 años, pero más
fuerte; después, el sambar, que no sé cómo describir con
letras: un sonido gutural muy fuerte y breve, una especie
de “hok. . . hok”. Sherley se arrimó a mi oído para decirme:
sambar.
Después ya no oí más que el viento. Guardaba yo tal
quietud que a veces mi acompañante me tocaba con la
mano creyendo que estaba dormido.
Otra vez oí lo que era el “llamado” del sambar; pero,
con baja voz de confesión, me dijo Sherley: —es el tigre.
Ya había leído que el tigre imita el balar del sambar, con
el objeto de que alguno le conteste y así localizarlo; pero
este tigre no tenía porqué buscar otra víctima teniendo allí
todavía la mitad de la que había sacrificado. Sin embargo,
aquel llamado se repitió varias veces, pero nunca más cerca de nosotros. Más noche oí otro ruido; era igualito que
el hipo de un borracho o de un estómago sobrecargado;
aquel jip . . . jip . . . se repitió también varias veces.
—Es el mismo tigre, sospecha algo y está desconfiado
—me dijo Sherley—.
En varias direcciones oí el mismo hipo, que supuse a
100 metros. Pasó la noche y aquel infeliz nunca llegó a la
carnada. Por la mañana, ya con sol, buscamos y encontramos las huellas. La fiera había rondado haciendo grandes
círculos alrededor del machán, sentándose con frecuencia
como se sientan los perros y con la cabeza siempre en
dirección a los restos de su víctima. Ese condenado hindú
que bajó en su burro tuvo la culpa de todo; pero al menos,
adquirí alguna experiencia.
En Neem-Pani cazo mi primer
tigre de Bengala
De mi diario transcribo la siguiente anotación:
“Balance de los 16 días que llevo de caza en los blocks
de Supkhar y Mangli, en los que sólo he tumbado un sambar y un chital. Cinco noches he pasado en los machanes
esperando al tigre, sin éxito. George ya se siente mejor de
su pierna, empieza a caminar ayudándose de un bastón.
¡Qué bueno! Pronto podrá ayudar a Sherley. Ya no tengo
catarro, aunque sigue intenso el frío por la noche. Todos
nos sentimos muy desanimados en estas tan hermosas
junglas, con tan escasa fauna silvestre”.
Con alguna frecuencia acompañaba a Sherley a escoger los lugares donde atar los búfalos para carnadas.
Había sentido cierto presentimiento y simpatía muy particular por un lugar que después supe se llamaba NeemPani, uno de tantos lugares y tantos nombres que acostumbra la gente de campo dar a sitios que no tienen la
menor importancia. A pie, nos adentramos en la selva unos
tres kilómetros cuesta arriba, deteniéndonos al lado de una
depresión con pretensiones de volverse arroyo en época
de los monzones. El espeso monte formaba parte de una
cordillera que vista a distancia, brindaba ese hermoso color azul acero de nuestros bosques madereros de México
durante los meses de septiembre y octubre. El lugar me
pareció de lo más prometedor; terreno escabroso, monte
muy cerrado, mucho bambú y variados árboles, y sobre
todo el sitio estaba muy metido en la jungla.
Un árbol estaba que ni mandado hacer para armar el
machán. A 16 metros de ese árbol, en un reducido clarito,
atamos un búfalo que traían los peones y regresamos al
campamento. Tres días después llegó temprano uno de
los nativos a informar a Sherley, manifestando alegría en
su semblante.
Alcancé a entender unas cuantas palabras, por las
cuales me di cuenta de que el tigre había matado un búfalo
en Neem-Pani.
Habíamos acordado que si en ese lugar ocurría un ataque me tocaría pasar la noche en el machán; por lo tanto,
inmediatamente nos fuimos Sherley y yo en el carro a ins-
216
INDIA - 1956
peccionar el terreno. A buena distancia abandonamos el
jeep en una brecha y seguimos a pie. A poco andar, se nos
cruzó una manada de cinco black-bucks, los primeros que
veía; después se cruzó un sambar, del cual no hice caso,
¡qué ironía! ¡Ahora que iba tras de un tigre!
Empezamos a encumbrar el monte, Sherley llevaba en
las manos un rifle cuate y yo mi .375. Cuando nos faltaban
unos 300 metros para llegar al lugar, descubrimos unos
buitres que volaban en círculo, mientras otros descendían.
Observamos el vuelo de esos barrenderos del campo deduciendo que, probablemente, el tigre estaba sobre su
víctima; de otra manera los buitres habrían terminado su
festín y levantado el vuelo. Lo normal es que estando sobre o cerca del animal muerto, los buitres se posen en las
ramas de los árboles cercanos y esperan a que el monarca
se harte y se aleje, dejándoles el campo libre.
Ten listo tu rifle, pudiera ser que el tigre esté todavía
ahí. Vamos —me dijo Sherley—.
No sé cómo me vería yo, pero el semblante de Sherley
denotaba el justificado temor de un sorpresivo encuentro
muy peligroso. Seguimos encumbrando el monte con toda
cautela, lentamente y deteniéndonos a cada momento
para otear y escuchar; los rifles listos y quitado el seguro; atentos a cualquier movimiento, como cuando va uno
siguiendo codornices. Al fin, con la boca seca y sudando
frío, descubrimos a 60 metros el árbol, nos detuvimos a
examinar el terreno, avanzamos unos metros y vimos unos
cuantos buitres en el suelo, cerca del animal muerto. Era
evidente que el tigre se había ido. Nos aproximamos ya sin
temor dándonos cierta cuenta del por qué los buitres volaban en círculo y otros se sentaban en los árboles, dando
lugar a nuestras deducciones.
Había ocurrido para mí algo verdaderamente sorprendente, algo increíble, pero que manifiestamente probaba
una vez más la inteligencia de los animales salvajes. Después de comerse casi medio búfalo, el tigre había cubierto con abundantes ramas y follaje los restos del animal,
para protegerlos contra los glotones buitres, en forma tan
perfecta como no lo hubiera hecho un hombre. Ahora sí
estábamos seguros de que volvería. Debíamos dejar la
carnada tal como estaba, sin descubrirla, para que cuando llegara Sher no sospechara nada. Sólo quitamos dos
ramas para ver el pescuezo de la víctima, cerciorándonos
de que, efectivamente, había sido un tigre y no una pantera quien había producido la muerte. Exactamente en la
nuca, un poquito atrás de las orejas del búfalo se veían
claramente cuatro orificios, dos de cada lado y ya no nos
cupo duda; eran el impacto de los terribles colmillos del
tigre de 8 centímetros de largo fuera de las encías. Anteriormente había visto otros becerros muertos en la misma
“Algo le hizo sospechar la
presencia del hombre ... “
forma, siempre, con toda precisión, aquellos orificios en la
nuca, en tanto que las panteras atacan invariablemente la
garganta. Otra particularidad es que el tigre y el león comienzan por comer los cuartos traseros de sus víctimas,
en tanto que los leopardos prefieren los cuartos delanteros.
No cabía en mí de gozo. Temprano, a las 3.00 p.m.
irían tres peones a disimular con ramas frescas el machán,
limpiándolo de hojas secas que pudieran hacer ruido al tomar mi posición de tiro. Regresamos al campamento, limpié y revisé mi rifle probando en la recámara bala por bala,
cerré las puertas de mi cuarto para oscurecerlo y hacer
prácticas de tiro prendiendo la lámpara de baterías. Son
unas lamparitas muy especiales para ese tipo de caza; por
medio de un mecanismo simple se sujetan en lugar adecuado del cañón del rifle, cerca del punto de balance, en
tal forma que, sin cambiar de posición la mano izquierda,
bastará estirar el dedo índice haciendo presión en el apagador; un alambre corre a lo largo del rifle, sin estorbar
la manuabilidad del cazador, hasta el lado derecho de la
culata, en la cual se sujetan unas pequeñas baterías planas que producen la energía. Los rayos de luz no son tan
fuertes como las populares lámparas que algunos cazadores usan para “Iinternear”, pero suficientes para alumbrar
hasta 30 metros.
En la caza del tigre no son prácticas las lámparas
adaptables a la cabeza del cazador, porque se pierden
instantes preciosos al mover la cabeza y se pierde la po-
217
INDIA - 1956
sición, mientras el cazador localiza y fija el rayo de luz y
luego apunta al lugar del animal donde desea colocar su
tiro. Debe recordarse que tanto el tigre como el leopardo
no aguantan la luz más de 3 segundos, en consecuencia
debe dispararse con rapidez. Las lamparitas especiales citadas son tan prácticas que una vez fijadas adecuadamente y en posición de disparar, esto es, con la mejilla pegada
a la culata como si estuviera encañonando, al prenderla
puede mover la cabeza lo necesario, a ritmo con el rifle, y
al descubrir el blanco deseado la mira estará exactamente
apuntando en el centro del rayo de luz.
Algo parecido al procedimiento del tiro “al Trap”. Con
este sistema cuando se quiere estar acompañado, el guía
usará una poderosa lámpara que iluminará a mayor distancia una área más grande haciendo más libre y fácil el lance
del cazador. Yo prefiero estar solo y sin estorbos, lo cual
hace más emocionantes esos preciosos momentos. En mi
cuarto oscuro hacía prácticas cerrando los ojos y encañonando un lugar determinado en la pared, después oprimía
el botón y al encender la lámpara era muy poco lo que
tenía que desviar la mira del rifle pará encontrar el blanco
marcado. Esta práctica había de darme muy buen resultado.
Aquel día comí bien y bebí poco para no orinar en el
machán, pero, por las dudas, me llevé una botella vacía. A
las 4 de la tarde me quedé solo en la selva; oía la alharaca
que Sherley y los peones hacían hablando deliberadamente para despistar al tigre haciéndole suponer que los hombres, sus enemigos, se alejaban y que no había peligro.
Estaba a 4 metros sobre el nivel del suelo y calculé en
45 grados el ángulo de tiro sobre el cebo, localizado a 16
metros de distancia. Me acomodé lo mejor que pude para
una probable permanencia de fakir durante toda la noche;
me quité las botas, las colgué de una rama y busqué cómo
En primer término los restos del búfalo que servía
como cebo, y al fondo, marcado con un círculo,
el lugar donde cayó mi primer tigre.
218
INDIA - 1956
colocar el rifle de manera que estuviera a fácil alcance de
mi mano; luego hice algunas prácticas encañonando al búfalo, tomaba el rifle y, erguida mi espalda, apuntaba apoyando el cañón sobre una rama atravesada, a conveniente
altura, después, sin cambiar de postura, observaba la posición de todo mi cuerpo y del rifle; luego volvía a mi posición
de reposo y, cerrando los ojos, a tientas, ejecutaba otra vez
la misma maniobra, y ya encañonada la carnada abría los
ojos para ver el resultado y cuánto tendría que enmendar
la mira del rifle para que diera en el blanco, en el punto vital
de mi víctima. Esto lo repetí varias veces, sin hacer el menor ruido con el rifle o mi cuerpo, evitando rozar una rama
o las hojas del árbol que pudiera denunciar mi presencia
cuando llegara el tigre. Me dio buen resultado tal práctica;
muy poco tenía que enmendar suponiendo que el tigre llegara a comer por los cuartos traseros. Lo más probable era
que el felino no llegara antes del oscurecer; mientras tanto,
podía cambiar de posición con alguna frecuencia, para no
cansarme demasiado.
A las 5 de la tarde oí los berridos de una manada de
langoors —monos—, en lo alto del monte. Era uno de los
mensajes de la selva, probablemente habían sido alarmados por algún carnívoro; poco después pasaron algunos
corriendo cuesta abajo, pero eso fue todo. A las seis de
la tarde sólo el canto de pájaros y el viento rompían el silencio. Ya los rayos del sol no alcanzaban la tierra, sólo
doraban la copa de los árboles; las tinieblas cubrirían la
selva y anunciarían la hora del miedo en el pueblo, a causa
del animal irracional ¿irracional? Es la hora en que la tribu
carnívora se prepara para su nocturna y cotidiana cacería;
es la hora en que el aldeano acorrala su ganado y cierra
sus puertas por temor a sher y a tendwa: es la hora en que
al cazador solitario le invaden mil pensamientos y recuerdos de trágicos sucesos de la jungla. Era también la hora
de acomodarme, de no moverme más y esperar ... esperar
... esperar, con los miembros entumecidos por el frío y la
inmovilidad de horas y horas. Ansiedad, tensión, constante
angustia, temor ¿por qué no decirlo?, en la eterna espera
de las largas horas de la noche, sher puede estar cerca,
romper el acecho y saltar sobre uno en cualquier instante.
Silencio profundo cuando sólo oigo mi respiración y los latidos de mi corazón. Son las 10 p.m., hora en que los grillos
y las cigarras han parado su continuo y monótono chirriar;
hora en que el silencio es más completo, como si todo,
fauna, flora y hasta el viento temieran la presencia del monarca rayado. Es la hora de los fantasmas de la selva; en
cualquier sombra, al parecer más sombra dentro de la oscuridad, se antoja a la imaginación del cazador, a su vista
que penetra la oscuridad, la silueta del tigre que espera; es
la hora en que vemos “moros con tranchetes”, y en noches
de luna, toda sombra toma la figura de una fiera al acecho.
Pronto, el oscuro manchón del búfalo muerto se confundía
con matojos y sombras. Después, todo fue oscuridad, todo
parecía más distante; ya no distinguía las copas de los árboles, era mejor ya no tratar de ver y concentrar el sentido
del oído. Silencio profundo, como el de las tumbas olvidadas que se visitan una vez al año para arrancar la hiedra
que las abraza y las cubre, único abrazo que reciben los
muertos. Para hacer que en esa dura soledad y espera las
horas y el tiempo pasaran con mayor rapidez, mi mente
repasaba pasajes de algunos libros de caza de mi predilección. Las horas transcurrían sin novedad. La luna, que
estaba en creciente, asomó su pálido rostro rasgando con
sus tenues rayos el negro velo que envolvía la vida nocturna de las selvas indostanas.
Mis ojos, acostumbrados ya a la oscuridad, empezaron
a distinguir mil formas. Podía ver al búfalo muerto que, de
no conocer bien el sitio, lo hubiera confundido con otras
sombras. Pero ¿estaría yo condenado a pasar otra noche
sin lograr siquiera ver al tigre? Había moscos que me molestaban mucho, y para evitar mover las manos los alejaba
de mi cara a soplidos adelantando mi labio inferior; no temía estornudar o toser, pues ya había aprendido a controlar esos accesos. Había momentos sin viento, y entonces
el silencio era tan profundo que la caída de una hoja seca
producía un ruido multiplicado varias veces, haciéndome
pensar, con el sobresalto natural, que era producido por
el tigre que seguramente desde un ángulo observaba de
cerca a su víctima. Entonces respiraba por la boca para
agudizar mi oído y vivía momentos de gran tensión nerviosa. Pero, recordaba la recomendación de Sherley: “No
te muevas, no hagas movimiento alguno hasta que oigas
las tarascadas del tigre al devorar su presa; en esos momentos tendrá su vista clavada, y con el ruido que hace al
desgarrar huesos y carne con sus colmillos entorpece su
oído. Es entonces cuando debes prepararte a tirar”.
Desde las 10 p.m. el silencio se hizo más profundo;
dieron las 11 y las 12. Desconsolado, sin esperanza ya de
que llegara mi tigre, me volví un poco hacia mi costado
derecho, para descansar de la posición de yogi que había aguantado tantas horas. Pasó media hora más, y casi
dormitaba cuando oí un ruido de huesos y carnes que se
rompen y rasgan, pero tan fuerte como el que hiciera una
manada de lobos hambrientos disputándose a mordiscos
las mejores partes de un venado: rash . . . rash. . . rash. . .
krak.
¡Por las barbas de Manú! ¡¡Es mi tigre!! —pensé—,
mientras abría los ojos y reprimía un brinco, ya que de hacerlo, hubiera caído del árbol. Podrá imaginarse el lector lo
que sentí después de 7 noches de espera. Ningún animal
219
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una probable permanencia de fakir durante toda la noche;
me quité las botas, las colgué de una rama y busqué cómo
colocar el rifle de manera que estuviera a fácil alcance de
mi mano; luego hice algunas prácticas encañonando al búfalo, tomaba el rifle y, erguida mi espalda, apuntaba apoyando el cañón sobre una rama atravesada, a conveniente
altura, después, sin cambiar de postura, observaba la posición de todo mi cuerpo y del rifle; luego volvía a mi posición
de reposo y, cerrando los ojos, a tientas, ejecutaba otra vez
la misma maniobra, y ya encañonada la carnada abría los
ojos para ver el resultado y cuánto tendría que enmendar
la mira del rifle para que diera en el blanco, en el punto vital
de mi víctima. Esto lo repetí varias veces, sin hacer el menor ruido con el rifle o mi cuerpo, evitando rozar una rama
o las hojas del árbol que pudiera denunciar mi presencia
cuando llegara el tigre. Me dio buen resultado tal práctica;
muy poco tenía que enmendar suponiendo que el tigre llegara a comer por los cuartos traseros. Lo más probable era
que el felino no llegara antes del oscurecer; mientras tanto,
podía cambiar de posición con alguna frecuencia, para no
cansarme demasiado.
A las 5 de la tarde oí los berridos de una manada de
langoors —monos—, en lo alto del monte. Era uno de los
mensajes de la selva, probablemente habían sido alarmados por algún carnívoro; poco después pasaron algunos
corriendo cuesta abajo, pero eso fue todo. A las seis de
la tarde sólo el canto de pájaros y el viento rompían el silencio. Ya los rayos del sol no alcanzaban la tierra, sólo
doraban la copa de los árboles; las tinieblas cubrirían la
selva y anunciarían la hora del miedo en el pueblo, a causa
del animal irracional ¿irracional? Es la hora en que la tribu
carnívora se prepara para su nocturna y cotidiana cacería;
es la hora en que el aldeano acorrala su ganado y cierra
sus puertas por temor a sher y a tendwa: es la hora en que
al cazador solitario le invaden mil pensamientos y recuerdos de trágicos sucesos de la jungla. Era también la hora
de acomodarme, de no moverme más y esperar ... esperar
... esperar, con los miembros entumecidos por el frío y la
inmovilidad de horas y horas. Ansiedad, tensión, constante
angustia, temor ¿por qué no decirlo?, en la eterna espera
de las largas horas de la noche, sher puede estar cerca,
romper el acecho y saltar sobre uno en cualquier instante.
Silencio profundo cuando sólo oigo mi respiración y los latidos de mi corazón. Son las 10 p.m., hora en que los grillos
y las cigarras han parado su continuo y monótono chirriar;
hora en que el silencio es más completo, como si todo,
El tigre volvió puntualmente
a comer los restos del becerro.
INDIA - 1956
fauna, flora y hasta el viento temieran la presencia del
monarca rayado. Es la hora de los fantasmas de la selva; en cualquier sombra, al parecer más sombra dentro
de la oscuridad, se antoja a la imaginación del cazador, a
su vista de los que hasta entonces había cazado, peligrosos o inofensivos, ni siquiera mi primer venado o mi primer
elefante me habían deparado emoción tan fuerte y viva en
mi vida como la que sentía en ese momento; impresión
tal vez comparable al primer brinco de un paracaidista en
aquella época en que después de saltar al espacio, debía
contar hasta 10 para tirar del mecanismo que abriría el paracaídas.
Permanecí inmóvil, sólo mi corazón saltaba de gusto o
ansiedad, no sé. Tenía que voltear todo el cuerpo, enderezarme, buscar en la oscuridad, a tientas, aquel nudito de la
rama que me serviría de punto de referencia para tomar el
ángulo de tiro encañonando a mi tan ansiado tigre, antes
de encender la lámpara.
Lo primero que hice fue tomar el rifle y voltearme, apoyándome firme y lentamente en las ramas gruesas para
no hacer el menor ruido. Cuando la fiera dejaba de tragar
un instante, detenía mis movimientos cerrando los ojos y
abriendo la boca, concentrándome; esto se repetía varias
veces. Comprendía que la fiera dejaba de comer levantando la cabeza para ver al derredor, como es usual que proceda todo animal salvaje y libre para no ser sorprendido.
Cada vez que él dejaba de hacer ruido con sus poderosas
mandíbulas, yo dejaba de moverme. Esta tarea duró unos
dos minutos, pero me parecieron siglos. Empecé a encañonar quitando el seguro del rifle —en estos rifles ingleses,
el mecanismo del seguro es silencioso si se quita lentamente tomándolo con los dedos pulgar e índice—. En esos
momentos pensé: “¿Y si en vez de tigre resulta que es una
infeliz hiena? Pero no, no puede ser ¡esas mandíbulas que
oigo arrancar, romper carne, son tremendamente poderosas!” Ya estaba en posición; el único temor que sentía era
errar el tiro. Debía disparar en menos de dos segundos
después de encender la lámpara; si tardaba más, la fiera
de iría.
Sentía. un nudo en la garganta cuando toqué el botón
de la lámpara. ¡Qué espectáculo! ¡Qué cuadro aquel! El tigre atravesado a 16 metros de distancia, se veía inmenso.
Levantó la cabeza para verme con sus ojos de oro candente, hermosos; todo el hocico estaba lleno de sangre del
búfalo, y su pelaje rayado, por efectos de la luz no se veía
tan vivo como se observa a los rayos del sol. Esa maravillosa estampa, esa imagen poderosa del rey de la selva
india que tuve ante mis ojos sólo dos segundos, no la he
olvidado ni olvidaré durante el resto de mi vida.
Cuando encendí la lámpara, la mira de mi rifle .375
daba a medio cuerpo del animal, la moví un poco a la derecha y oprimí el gatillo. La fiera dio un tremendo salto perdiéndose en la oscuridad y la maleza. Concentré el oído y
pude contar tres saltos más; después, nada. Me incorporé
tratando de penetrar la espesura con la lámpara, pero era
tan densa que fue imposible. Entonces me asaltó la duda.
“¿Habré errado el tiro? No, improbable a esa distancia. La
mira apuntaba al mero codillo, un poco alta por el ángulo
de tiro para que éste penetrara al corazón. Además, siento
que pegué bien.
Pero dicen, y también lo he oído, que cuando reciben
el impacto de la bala siempre rugen, y éste no rugió. Bueno, tampoco rugió el primer león que abatí en África. Todas
estas reflexiones me hacía tratando de convencerme de
que mi tiro había dado en parte vital y que el tigre estaría
por allí muerto; de otra manera, por la mañana me vería en
la situación de la caza más peligrosa del mundo: buscar y
rastrear la huella de un tigre herido. No debía bajarme del
árbol. ¿ Para qué? ¿ Buscar yo solo y de noche a la fiera?
Sería temeridad estúpida.
Mortificado y con gran ansiedad pasé al resto de aquella larga noche. Cada rato miraba por entre las copas de
los árboles esperando ver clarear la aurora, que al fin de
las quinientas empezó a anunciar con desesperante avaricia su débil luz en un cielo gris; media hora más y ya se
distinguían mejor las sombras del bosque. Volví a incorporarme tratando de descubrir entre la maleza a mi tigre
muerto, pero todavía la claridad no era suficiente. Así se
pasó otra hora. En tales circunstancias lo correcto, lo que
debía hacer era esperar a que llegara Sherley, alrededor
de las 7 a.m., y después, con la ayuda de algunos guías
buscar las huellas del tigre y seguirlas. El procedimiento
sería el siguiente: una vez encontrado el rastro, Sherley y
yo estaríamos listos con nuestros rifles, mientras los nativos escudriñaban el terreno desde lo alto de los árboles
más próximos. Si no descubrían nada, nosotros avanzaríamos unos 10 metros, mientras los ojeadores bajaban para
volver a subir a otros árboles más adelante, y así seguir
hasta encontrar a la fiera viva o muerta. En campo abierto
y altos pastizales el procedimiento se haría con elefantes,
como ya lo he explicado en páginas anteriores; pero en
una jungla tan tupida y cerrada como las de Madhya Pradesh era impracticable.
Es así que debía esperar a Sherley. . . pero no esperé,
sino que cometí la mayor imprudencia en mi vida de cazador y afortunadamente tuve muy buena suerte. Ya había
bastante luz, podía distinguir claramente todo lo visible a
mi derredor, veía los restos del cebo, los matojos, los árboles, todo. Pero . . . ¡qué raro! En toda la noche no se acercó
ni una hiena, ni un chacal, dos rastreros que nunca faltan
221
INDIA - 1956
al festín de la carroña, y hasta esa hora, la más propicia,
ninguna muestra de vida daba el pueblo animal de la selva;
ni buitres, ni cuervos, ni pavos, ni antílopes, jabalíes o venados, ni monos se habían presentado; sólo había oído a
distancia los berridos de los siempre alharaquientos langoors que parecían alarmados, pues probablemente habían
descubierto al tigre por ahí cerca. Ya no aguanté ni esperé
más. De todos modos, con Sherley y sin él, la situación
sería peligrosa; así es que lo mejor sería empezar ¡ya!
Interiormente sentía la confianza de que había “pegado” bien mi tiro, y recordé que un animal de la vitalidad del
tigre puede correr 50 metros con el corazón destrozado.
Posiblemente mi tigre estaría por ahí cerca muerto. Después de escudriñar sistemáticamente el terreno metro por
metro desde mi machán sin descubrir nada, resolví bajarme.
Atado con una liana bajé mi rifle para no golpearlo;
después, con el otro extremo de la liana sujeto entre mis
dientes para no perder contacto con el arma, empecé a
descender y una vez en el suelo, con mi .375 en las manos
y el miedo en todo el cuerpo, pegué la espalda al árbol
mientras a tientas, para no quitar la vista de la maleza, buscaba piedras que fui lanzando en todas direcciones. Cada
vez que lanzaba una piedra en algún matojo o entre los
tupidos ringales —así llaman en la India a los chaparrales
de bambúes— encañonaba mi rifle esperando ver saltar la
fiera; pero nada, ni un gruñido. Luego traté de buscar junto
al becerro muerto algún indicio de que el tigre había sido
“tocado”, pero si había sangre se confundía con la del katra y lo mismo ocurría con los pelos cortados por la bala;
entonces avance unos pasos en la dirección por la qué me
había parecido que había huido. Volví a lanzar piedras y
avanzar un poco más. La selva era tan densa—en la foto
se puede apreciar dónde cayó él tigre— que ya en pleno
día no veía a mas de 10metros; así caminé unos 30 metros
con el alma en la boca y gran tensión muscular y nerviosa.
Seguramente mi tiró no había sido tan mortal como lo imaginaba, pero seguía “sintiendo” la seguridad del impacto
en área vital.
Un poco desalentado bajé el arma, resuelto a no avanzar más y esperar a Sherley, pero no dejaba dé buscar,
de penetrar la jungla con ávidos ojos; me fijé en un lugar
en que me pareció ver en la maleza un manchón rayado,
algo así como una pierna de tigre; encañone mi rifle con la
mano izquierda, mientras con la derecha lanzaba piedras.
Después di unos pasos y ... ¡Vive Dios! Allí estaba mi tigre
tendido! ¡Qué alivio y qué alegría sentí! Cerrando los ojos
suspiré profundamente. El amo y señor de la selva, el terror de la fauna, el terrible carnicero nocturno que había
llevado una vida de terror, de sangre y de muerte, había
caído para siempre aquella noche, abatido por mi rifle.
Al fin había salido con bien de esa aventura. Pero si él
tigre hubiera estado herido en vez de muerto, no sé cómo
habría finalizado el lance. Sentí la misma o más alegría
que la que siente un niño pobre cuando estrena zapatos
nuevos. Creo que hasta lo besé. Me puse a observarlo; me
pareció enorme, perfecto, no tenía defecto, estaba en el
auge dé su vida; largas barbas en los lados dé la cabeza,
grandes bigotes, colmillos perfectos, cola muy larga, el pelaje a lo largo del lomo era de un color alazán tostado, con
rayas que dificultan mucho distinguirlos cuando se encuentran entre los pastizales o en los ringales. Sus poderosas
zarpas medían 14 centímetros de ancho, casi como las de
un oso kodiak; sus antebrazos tenían 50 centímetros de
circunferencia y midió 2.85 metros de la nariz a la punta
de la cola. ¡Qué bonito espectáculo! El y yo solos, sin más
testigos en la jungla, cuando los rayos del sol empezaban
a penetrar la selva haciendo resaltar más los colores negro
y dorado de aquella hermosa fiera, el gato mas temible del
mundo. ¡Caza Mayor: Noble y viril deporte!
Cerca de las 8 a.m. oí el silbido de Sherley, contraseña
convenida para arrimarse sin temor, o con las precauciones debidas, en el caso de un animal que se supone herido. Le contesté a gritos que podía arrimarse Sin cuidado.
—¿Qué pasó? ¿Llegó el tigre? —me preguntó Sherley.
—Pues sí; sí llegó.
—Bueno, pero ... ¿le pegaste?, o ¿qué diablos ocurrió?, ¿por qué no estás en el machán? —Pues mejor ve
para aquel lado —le dije señalando a donde estaba el tigre.
—¡Gran Dios! —exclamó emocionado cuando descubrió la fiera.
Y después de examinarlo volteó a darme un abrazo.
—Buen tiro, Beni —así me lIamaba—; te felicito y gracias a
ti has acabado con la mala suerte. ¡Mira nomás qué trofeo
tan . . . tan trofeo de caza te vas a llevar a Guadalajara!
Sherley se sentía tan contento como yo. Había llevado
mi cámara Leika y le pedí me tomara una foto. La maleza,
tan cerrada, no permitió un buen ángulo ni distancia, pero,
para mí, es una gran fotografía, la cual, más que las palabras, revela claramente el esfuerzo físico y psíquico del
cazador. En ella puede advertir el lector los desvelos, el
ayuno, el cansancio y el agotamiento, amén de los 5 kilos
que perdí de peso. Pero me gusta que sea así, que un gran
trofeo de caza requiera un gran esfuerzo del cazador; así
sentirá más satisfacción, a la vez que dará más sabor a los
recuerdos.
No es lo mismo heredar un peso, que ganarlo con el
sudor de la frente. Así mi primer tigre Real de Bengala fue
el resultado de mi tenaz perseverancia, el fruto de siete
largas noches de espera, con un total de 102 horas de ma-
222
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chanes transcurridas en la jungla, seis de ellas solo, sin
que nadie me acompañara.
Al buscar la trayectoria de la bala, encontramos que
le había destrozado el corazón, y por desintegración y deflexión de la punta suave había interesado el hígado. Ya en
el campamento, después de tomar unas fotos, procedimos
a desollarlo. No me cansaba de ver la piel, no me aparté
del lugar hasta que vi que quedó bien limpia y salada. Me
fui a dormir un buen rato, que bien lo necesitaba; para grabar más en mi memoria aquel día y hacerlo inolvidable por
el resto de mi vida.
Los negros de África cantan de día y noche durante
sus faenas y sus ratos de holganza, cantan sus sufrimientos y penas, así como sus goces y placeres que son bien
pocos; siguen una tonadita monótona y componen la letra
de la canción, nada romántica, pues generalmente el motivo procede de cualquier acontecimiento insignificante del
día. Por ejemplo: cuando están cortando leña con su hacha cantan a cada golpe: “La leña es dura... pero hace el
fuego ... y calienta. O bien: “Bwana erró el tiro . . . y no hay
carne para mí . . . “ Esto lo repiten mil veces.
Pero aquella noche en la India había de ser muy distinto, parecía como si la selva, los astros, las estrellas y la
gente se hubieran puesto de acuerdo pará festejar mi éxito
de cazador. Habíamos hecho una gran fogata fuera de la
posada, a campo abierto; en la fría noche el calor del fuego
se sentía muy grato. La plática era amena, y la luna, casi
llena, iluminaba los montes más próximos y de los más lejanos se dibujaban claramente las siluetas como inmensos
guardianes selváticos que, adormecidos por la dulzura de
una noche tranquila, reclinaban sus corpulentos cuerpos
para oír mejor los trinos de las aves. De pronto ese silencio
somnoliento lo rompió un dulcísimo coro de voces femeninas, voces de niños, de arcángeles divinos; el coro era
ejecutado por 5 tamborileros que a ritmo perfecto emitían
diferentes tonos. Calculé que lo menos serían 20 las voces
de mujer. No era una simple canción, sino unos verdaderos
coros cuyas argentinas voces empezaban en un tono dolce pianissimo que gradualmente iba subiendo hasta llegar
a un forte vivace. En el instante que callaban las voces
femeninas surgía el de los hombres con sus varoniles voces de tenor, para después volver el de las mujeres y así
sucesivamente se iban alternando.
Había tal sentimiento, armonía, ritmo y dulzura en aquel
canto que nunca hubiera creído procedía de gentes tan
sencillas, tan ignorantes y selváticas. Gentes que no tenían siquiera nociones de lo que significa armonía, ni vocalización. Tal vez su única enseñanza la habían recibido imitando los trinos de los pájaros de la jungla salvaje. Sherley
me informó que quienes cantaban eran las cuadrillas de
hombres y mujeres que trabajaban cerca del lugar, abriendo una brecha para carretas.
Me dio tristeza pensar que esas voces tan dulces y vibrantes correspondían a desdichados jornaleros, gente de
pico y pala, hombres y mujeres que nunca han tenido el
estómago lleno, que nunca conocieron los placeres del alto
mundo y que no han sentido más satisfacción que sus alegres cánticos acompañados de un trago de arrak —aguardiente de corteza de árbol—, ni alimentan otro deseo sino
que pronto acaben sus sufrimientos y que las cenizas de
sus cuerpos incinerados sean esparcidas en el Sagrado
Ganges, Río de la Fe.
Las panteras de Khans Kherra
En el campamento prevalecía un ambiente tenso, molesto, neurótico, debido al poco éxito de la cacería. Y no
era para menos, habíamos proyectado una estancia de
caza activa de 45 a 60 días; ya habían transcurrido 25 y solamente yo había logrado abatir un tigre, objetivo número
uno por el que habíamos dado media vuelta al mundo. Ya
habíamos trillado 30 arreadas infructuosas en las 4 áreas
de terreno: Supkhar, Mangli, Rouly y Jaipur, que Sherley
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Después de 7 noches consecutivas gran tensión nerviosa y 102 horas de “manchan”,
cobré mi primer Tigre Real de Bengala en la jungla de Neem-Pani.
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La pantera se escurrió
por el breñal ...
había registrado como lo mejor para nuestro shikar y no
podíamos cazar en otros terrenos.
Por otra parte, desde el primer día, debido a las heridas
que de la pantera recibió George, habíamos quedado limitados a los servicios de un solo guía, Sherley, para atender
a tres cazadores. Mi situación era muy particular. Como
ya había cazado mi tigre de Bengala, tendría que esperar
una segunda oportunidad, hasta que mis dos compañeros
mataran el suyo, de modo que esa oportunidad estaba verde; sólo aprovecharía las arreadas, a las cuales podíamos
concurrir los tres. Sin embargo, consideré la condición razonable y justa.
Para entonces, ya George podía caminar apoyándose
en un bastón y así ayudaba a Sherley, quien decidió organizar una arreada en los montes que forman la cañada de
Khans Kherra. A un lado del fondo de esa cañada corría
una mala brecha por la que los jeeps podían ir hasta el
punto elegido. Por la misma brecha, los guías con frecuencia habían encontrado huellas de pantera, tan grandes,
que aseguraban podrían ser de una tigresa. Los montes
que estaban a la izquierda partiendo de Mangli, eran como
todos los que habíamos recorrido, verdes, altos y muy tupidos; allí se ejecutaría la arreada. Partimos y por el camino
fuimos encontrando los nativos que servirían de arreadores y, de “stops” —batidores fijos que, separados alrededor
de 20 metros uno de otro, forman un cordón en ángulo con
el cazador, pará que la pieza no se cuele por los lados—,
éstos se treparían en los árboles para “ojear” mejor y palmeando ligeramente las manos pondrían sobre aviso al
cazador cuando estuviera la fiera a la vista. Otro numeroso
grupo de arreadores se quedaron muy atrás, desde donde se iniciaría la batida; éstos formarían un cordón abierto
en línea recta y avanzarían haciendo ruido, una vez que
los cazadores estuviéramos listos, en nuestros puestos.
Abandonamos los vehículos y caminamos un buen tramo,
para después internarnos en el monte que empezamos a
encumbrar. Mis compañeros tenían preferencia para ocupar los mejores “puestos”, considerando que yo ya había
cobrado mi tigre. Me tocó el primer puesto, que juzgué ser
el más malo pues quedaba a 200 metros de donde dejamos los jeeps, luego, a mi derecha, 100 metros más arriba,
se apostaba Montaño y a 200 metros Silvano. Sherley y
George esperarían donde estaban los carros.
Cada uno de nosotros subimos al árbol que previamente se había seleccionado, a fin de tener mejor y más amplia
vista, porque, como ya dije, el monte era muy cerrado.
Vi a mi derredor y pocas esperanzas abrigué de que algún tigre o pantera se le ocurriera pasar por ahí; pero siempre hay una posibilidad. A la izquierda quedaba muy cerca la brecha por donde habíamos llegado sin evitar hacer
algún ruido, y por lo tanto, era improbable que anduviera
por ahí alguna pantera; frente a mí se dibujaba una vereda
angosta que debía ser camino de animales silvestres. Me
gustaba esa veredita; presentía que algún animal llegaría
por allí y desde luego fijé mi concentración en ella. Monte
arriba, el campo visual era muy limitado, no más de 30
metros. Revisé mi .375 que ya estaba cargado con balas
de 270 granos, corté cartucho, puse el seguro y esperé.
Después de una media hora oí un tiro, que era la señal
convenida para dar principio la batida; inmediatamente me
puse alerta quitando el seguro del rifle y en guardia baja;
luego empecé a oír, todavía lejano, el griterío de arreadores que a la vez hacían ruido golpeando botes vacíos, o
golpeando los troncos de los árboles con sus pequeñas y
afiladísimas hachitas.
Pronto empezaron las manifestaciones del disturbio
de la selva con la presencia de alarmados animales que
son para el cazador avezado, los telegramas de la jungla.
Primero asomaron la cabeza los ruidosos monos langoors con su habitual algarabía, dando tremendos chillidos y
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saltando por todas partes; luego, el agitado vuelo del pavo
real y otras aves que cruzaban asustadas, y después vi
corriendo por el suelo, con sus alas abiertas y con la velocidad de la codorniz, unos preciosos gallitos salvajes semejantes o tal vez parientes de los pequeños, pero bravísimos
gallos de pelea de Java, cuna de esa diversión.
Si alguna fiera andaba por ahí, no tardaría en salir;
mientras tanto, no dejaba de mirar cuidadosamente para
uno y otro lado, moviendo apenas y lentamente la cabeza.
De pronto fijé la vista en la veredita que ya he mencionado y ¡allí, a unos 30 metros, estaba parada, quieta,
una hermosa pantera que ya me había descubierto, porque tenía la mirada fija en mí! Sólo veía yo la cabeza y el
pescuezo de la fiera; el resto del cuerpo lo cubría el follaje
y la maleza. No obstante la emoción sentida, no me precipité; la experiencia me había enseñado una vez más que
en tales casos un movimiento rápido hace huir a la pieza,
o ataca. La pantera no se movía ni me quitaba la vista;
nuestras miradas seguían encontradas como si estuviéramos hipnotizados. Poco a poco fui levantando mi rifle hasta
llegar a la posición de tirar, puse la mira en el pescuezo
del animal y así permanecí unos segundos en espera de
que diera unos pasos y enseñara el cuerpo, para poder
colocar mi tiro en los hombros, pero no se movía. Como
la distancia no era mayor de 30 metros, decidí disparar,
apunté al pescuezo y oprimí el gatillo. La pantera dio un
salto volteando el cuerpo y desapareció en el monte. George y Sherley, que se habían quedado por ahí cerca de la
brecha, al oír la detonación se aproximaron a mí. Les grité
que podían acercarse sin temor y bajé del árbol.
—¿Qué fue? —me preguntó Sherley.
—Una pantera —le contesté—, le tiré al pescuezo, no
tuve tiempo de un segundo tiro.
Luego fuimos los tres a investigar el resultado de mi
tiro. No tardamos mucho en encontrar las primeras pruebas de que había dado en el blanco; en una hoja de un
matorral había sangre, pelos y grasa.
—¿Por dónde se fue? —preguntó George.
—Por allí, monte arriba.
Con las precauciones debidas nos disponíamos a seguir el rastro y ya habíamos dado los primeros pasos,
cuando oímos un disparo. Era Montaño; instantes después
siguió otro disparo.
—¿Qué es, compañero? —grité un poco preocupado.
—Una pantera; aquí la tengo ya asegurada —fue la respuesta.
Me disponía a seguir el rastro que habíamos iniciado,
pero entonces me dijo George: —¿Para qué seguir esta
huella? No tiene objeto; tu pantera es la misma que acaba
de salirle a tu compañero; mejor vamos a encontrarlo.
Nos dirigimos al “puesto” de mi compañero, pero lo encontramos ya en camino. Dos de los arreadores cargaban
la pantera. Sherley, George y yo observamos que la fiera
había recibido uno de los tiros en el pescuezo, lo cual reforzaba la opinión de George y Sherley de que era la misma fiera a la que yo había disparado. Surgieron algunas
discusiones entre los dos guías que estaban de mi parte
y mi compañero; que el derecho de “primera sangre”, que
si esto, que si lo otro y, finalmente, intervine para aceptar
que la pantera correspondiera a mi compañero, evitando
de esta manera mayores fricciones.
Pero lo bueno vino después. El resentimiento era ya un
capítulo cerrado, pues en las grandes cacerías de grupo
con relativa frecuencia se rompen los lazos de amistad por
puerilidades que no valen la pena. Particularmente esto
ocurre en cacerías largas, en las que durante meses se ve
uno obligado a vivir, de día y de noche, bajo el mismo techo. No es lo mismo pasar un fin de semana entre amigos
en Acapulco, que pasar meses en el monte; esto requiere
una alta dosis de mutua tolerancia.
Recuerdo que en expediciones cinetíficas antárticas,
primero se enviaba a la base “avanzada” un par de científicos a pasar la noche ártica, que dura meses, en un hoyo,
por decirlo así, cavado en el hielo; pero en un espacio tan
reducido donde apenas podían moverse con los aparatos
científicos con que habían de estudiar los diversos fenómenos atmosféricos. Así, en la oscuridad y valiéndose de
lámparas de aceite, generadoras de luz y de un poco de
calor, pasarían meses en tan estrecha intimidad, sin salir
de su “cueva”. Hubo casos en que alguno se volvió loco;
otros, en que al llegarse el término salían de sus agujeros
odiándose para todo el resto de sus vidas. Entonces, en
nuevas expediciones, se decidió que era mejor enviar a
esos puestos avanzados a un solo individuo. Los resultados fueron mil veces mejores.
En cacerías largas de grupos de más de tres personas,
generalmente surgen divisiones y se rompen amistades,
cuando no se pueden romper las cabezas. Surgen envidias
y egoísmos: a éste le molestan los ronquidos de aquél, o
que fulano “huele a rayos” porque nunca se baña. Si mengano mató un búfalo con cuernos de 45 pulgadas, zutano
exige al guía cazador blanco, uno que tenga cuernos de
metro y medio; zutano abatió un buen gran kudú disparándole toda la carga de su rifle, pero al llegar al campamento
asegura que el antílope cayó de un solo tiro. En fin, esto
ocurre en algunas cacerías, y no tendría nada de malo, si
no se tomaran las cosas tan en serio. La sopa alcanzaría
para todos, echándole más agüita.
226
INDIA - 1956
iEran dos panteras!
disgustado. Fue un error de los cazadores profesionales
y también de nosotros, pues si hubiésemos seguido los
rastros de sangre de las dos panteras no hubiéramos perdido una.
Error que costó una pantera. Los dos, Sherley y George
se llevaron la regañada de su vida.
Pero. .. pues ... ; como solemos decir: “todo fue por falta
de ignorancia”. En mis siguientes shikars en la India he
cobrado dos panteras, y en mi salón de trofeos luce una
tercera que hirió mi hijo Fernando y rematamos en circunstancias muy desfavorables y peligrosísimas; pero esto es
materia para otro capítulo.
Pero volvamos a las panteras de Khans Kherra.A propósito, debe saber el lector que la pantera de la India es
realmente un leopardo; tal vez la diferencia estribe en que
el leopardo africano tiene 22 vértebras y la pantera tiene
28. Más o menos ocurre lo mismo con otras especies de
animales como el caballo árabe comparado con los caballos andaluces, normandos o ingleses. Bien, pues, como decía ¡ahora viene lo bueno!
Ya no había lugar que no hubiéramos recorrido, así que
tres días después se organizó otra batida en el mismo sitio
donde había caído la famosa pantera; me tocó el mismo
puesto. Se inició la batida y cerca de mí pasaron algunos
monos, con sus alaridos y alboroto de siempre; pero no
salió pantera alguna y menos un tigre.
Ya nos encontrábamos todos en la brecha junto a los
jeeps para regresar al campamento, cuando oímos una alharaca de voces y gritos de los arreadores, y momentos
después llegó hasta nosotros uno de los nativos, que se
dirigió a Sherley. No entendí nada de lo que decía, excepto que cuando señalaba hacia el monte decía: Tendwa —
pantera—.
Sherley se fue con el nativo y regresó minutos después
y nos informó que los arreadores habían encontrado una
pantera muerta.
¡Era la otra pantera! ¡Es decir, que en la batida anterior
habían caído dos panteras y no una! La pantera ya estaba
en estado de putrefacción; las hienas se la habían comido
casi toda; de modo que no había posibilidad de identificar
el tiro o tiros que hubiera recibido. Los restos de la fiera
fueron encontrados muy cerca de la línea, entre los puestos que habíamos ocupado el compañero Montaño y yo.
Perder así, en forma tan torpe y absurda una pieza, un
trofeo de caza mayor de esa categoría, era imperdonable.
De esta suerte deducirá el lector-cazador que en principio, supuestamente, todos teníamos razón al pensar que
en la primera batida sólo había “entrado” y caído una pantera: Sherley y George tenían razón, o creían tener razón,
pues aunque como cazadores y guías profesionales dejaban mucho que desear, sabían perfectamente que tanto
los tigres como las panteras son cazadores solitarios y que
es rarísimo el caso de encontrar una pareja de machos juntos, o casi juntos, en una área reducida, y las dos panteras
que salieron en la primera batida eran machos.
Sherley Granville y George Holland se sentían mortificados por el incidente que acabó por dar al traste con el
shikar, pues decidimos darlo por terminado.
Por mi parte entonces sí me sentí verdaderamente
Su alteza el príncipe
Rasikkumarshingi de Saurashtra
Así terminó mi primer shikar en las selvas de la India.
Ahora intentaré que el lector encuentre, en los siguientes
renglones, fragmentos amenos con el relato de unas cuantas observaciones y costumbres vividas en mi viaje de regreso.
Me encontraba en el suntuoso hotel Taj-Mahal de Bombay, considerado en otro tiempo como el más lujoso de la
India. Estábamos en el comedor principal saboreando los
postres, cuando llegó hasta nosotros Hatim, un hindú dueño de una tienda de armas y municiones, con quien habíamos iniciado una buena amistad desde nuestra llegada a
Bombay. Ya sabía él que no habíamos tenido un completo
éxito en nuestro shikar, y como en conversación mi compañero Silvano había manifestado sus deseos de probar
suerte con los tigres en alguna otra región del país, venía
a comunicarnos su interés en presentarnos a unos señores que nos esperaban en uno de los salones del hotel,
entre los cuales había un buen cazador que se las sabía
“de todas todas “. Sin dar mayor importancia al asunto, le
contestamos que iríamos con todo gusto en cuanto termináramos de comer.
Nos dirigimos al salón y nos encontramos con cuatro
cenizos hindúes, muy bien presentados; todos hablaban
un inglés de Oxford, que es uno de los dos idiomas oficiales de la India. Inmediatamente la plática cayó sobre
el inevitable tema de la caza. Uno de estos señores, que
acaparaba la conversación, era el “cazador” y nos sugería
que con toda seguridad lograríamos nuestros tigres en el
distrito de Orissa, en las selvas de Patna y Sonopur. Debo
advertir que mi compañero Silvano no hablaba inglés ni lo
entendía; pero mi otro compañero, Montaño y yo le servíamos de intérpretes. La conversación se había tornado
tan animada que me dijo Silvano, suponiendo, como todos,
que el hindú que tantos conocimientos mostraba sobre ca-
227
INDIA - 1956
Después de dar explicaciones
por la equivocación cometida,
hice muy buena amistad con
el príncipe Rasikkumarshingi.
cería era un cazador profesional:
—Mira —decía Silvano—, yo no me regreso a México
sin mi tigre. Dile a este señor que si quiere y está dispuesto
para acompañarme a los lugares que ha mencionado.
Ni tardo ni perezoso hice la pregunta así, a secas:
—Dice mi amigo que si usted podría acompañarlo actuando como guía.
—”Diga usted a su amigo —me contestó— que lo siento mucho, que no me es posible; pero que tal vez pueda
darle una dirección”.
Apenas acababa de traducir la respuesta a SiIvano,
cuándo nuestro amigo, el armero Hatim, puso en mi mano
una notita que decía: “Está usted ablando con su alteza el
príncipe Rasikkumarshingi de Saurashtra”.
Cuando acabé de leer sentí como si me hubieran echado un cubo de agua fría. A quien tomábamos por un simple
guía de caza, un shikari, resultaba ser un príncipe. ¡Qué
bárbaro! Pero casi toda la realeza ha sido educada en Londres, y este príncipe había adquirido en su educación el
control, dominio de carácter, flema y diplomacia del británico, porque en aquella conversación en la que lo tratamos
como a un corriente plebeyo no se alteró ni un rasgo de su
semblante ni se inmutó un ápice.
Yo no hallaba dónde meter la cara, y lo mejor que se me
ocurrió fue hablar con franqueza pidiéndole mil perdones
por mi error involuntario, tratándolo de “alteza” desde ese
momento.
Siguió la plática y nos hicimos grandes amigos. El príncipe nos llevó en su coche a conocer el parque zoológico
y al final nos invitó a una fiesta que en nuestro honor daría
al día siguiente en su Palacio. Eso era precisamente lo que
yo deseaba desde el momento en que pisé la India: una
comida, una reunión en un hogar para estudiar y conocer
costumbres de un país tan misterioso y propiamente un
tanto sincretista en sus doctrinas religiosas.
Al día siguiente, a las 8 de la noche, un coche esperaba
por nosotros en la puerta del hotel. El príncipe había enviado por nosotros.
El palacio del príncipe tiene mar, ofrece, desde sus amplias terrazas, una primorosa vista que domina el mar, los
jardines y la playa. A un extremo de los jardines está una
enorme piscina con agua dulce, toda cubierta con cristal,
espaciosos salones, comedores, etc. Todo hacía recordar
la feliz —¿feliz?— época del feudalismo en aquel país de
contrastes, donde el desdichado “intocable” o descastado
arrastraba su miseria milenaria al paso de los ricamente
enjaezados elefantes, que en las festividades conducían a
los todopoderosos pandits, rajás y maharajás.
Pero llegó el año 1947, y con él la independencia. Y con
la independencia del enorme país, la expropiación feudal,
228
INDIA - 1956
India: tierra de
suntuosos palacios de
rajás y maharajás ...
el reparto de tierras, dejando a los dueños solamente sus
palacios con alguna propiedad, más una renta anual que
sostendría el gobierno hasta la muerte del primogénito del
expropietario.
El palacio, que en otro tiempo fue escenario de lujosas fiestas donde nobles damas esposas de acaudalados
hombres ostentaron las mejores y más valiosas alhajas del
mundo, lucía ahora un tanto desmantelado, porque muy
pronto sería ocupado por la embajada de Estados Unidos,
la cual pagaría una renta mensual de 2 500 dólares (de
aquellos dólares), la misma renta de un departamento de
lujo en Nueva York. Cosas de la justicia social mundial.
En el porche nos esperaba el príncipe con un mayordomo que llevaba en las manos unas guirnaldas estilo Hawai
y unos ramos de rosas. A cada uno nos colgó una guirnalda en el cuello, además nos dio un ramo de flores, y en
cuanto cruzamos el umbral de la gran puerta nos recogió
un sirviente, el ramo y la guirnalda. Pregunté al príncipe el
significado de tan agradable recibimiento, y me contestó
que éramos bienvenidos en su casa como amigos gratos.
En un gran salón nos encontramos con los demás invitados: políticos de altura, industriales, médicos, banque-
ros, gentes de la nobleza, etc., a quienes íbamos siendo
presentados, tanto a caballeros como a damas. A estas
últimas no se les da y besa la mano, como es costumbre
en Occidente, simplemente junta uno las palmas de las
manos llevándolas a la altura y pegadas al pecho, como
en actitud de oración, haciendo una inclinación de cabeza;
la dama procede en igual forma. Las indumentarias de los
hombres eran variadas, como si se tratara de un baile de
máscaras, pero severas, serias, según y de acuerdo con
su rango, posición o casta; unos con pantalones blancos
muy ajustados, como de “brinca-charco”; otros de negro,
con saco estilo Mao Tse-Tung abotonado hasta el cuello;
otros con chaquetas muy largas, y otros, estilo europeo.
Pero en cuanto al bello sexo, la cosa era distinta: todas
ataviadas con largos y preciosos saris de seda de Benarés, Jaipur y Bombay, en mil colores, y para qué mencionar
sus joyas. Como casi toda mujer hindú es muy esbelta y
alta, se veían muy elegantes, resaltando más su figura al
lado de sus maridos, algunos de los cuales, sobre todo los
de negro, parecían cuervos entre las hadas.
Hubo abundancia de whisky, cognac, champaña y botanitas, entre amenas pláticas; después pasamos a un largo
229
INDIA - 1956
y lujoso comedor; los invitados éramos unos 30 ó 40. Me
llamó la atención la ausencia de cubiertos; sólo una cuchara y copas de cristal para cada comensal, luego sirvieron a
cada uno una gran bandeja de cobre tan primorosamente
grabada como las egipcias, y en ellas toda la comida de
una vez; pero en seis tazas, unas de porcelana y otras de
cobre; cada taza contenía un guisado diferente, con abundantes vegetales, y una taza contenía una sopa caliente.
Por ahí empecé usando la cuchara y al terminar hube de
esperar a ver cómo continuaban los demás invitados, sin
cubiertos. Muy fácil: en un banquete no se usan cubiertos,
pero se usa pródigamente la “cuchara de Moctezuma”; nos
sirvieron unas tortillitas que me parecieron de harina integral, esponjositas, suaves y muy sabrosas, un tanto parecidas al “pan árabe”; entonces, a falta de cubiertos, se usan
los dedos, igual que nuestros inditos.
se unta o embarra con una delgada capa de crema de cal
—cal común y corriente— luego siguen varias especias a
medio moler: clavo, pimienta, trocitos de nuez de Areca
(especie de palma que se cultiva en Filipinas), polvo de
madera de Khair, granos de anís y no sé cuántas cosas
más; pero aparte de ser estomacal y digestivo en grado
superlativo, tiene un sabor muy agradable.
Terminó la fiesta; pero no la olvido y todavía cruzo una
carta de vez en cuando con aquel príncipe tan sencillo y
tan caballero.
Hong Kong
Pasamos unos pocos días en ese hormiguero que es
Bombay, ciudad que entonces tenía más de 4 millones de
habitantes, de los cuales duermen en las banquetas como
sardinas enlatadas más de 300 000 parias, que así como
los caracoles, cargan con su casa a cuestas ellos llevan su
petate. No hay lugares de diversión para el turista, pues es
“estado seco”. En los cabarets sólo hay refrescos y cierran
a medianoche; pero si va uno a los barrios bajos, lo que
es una temeridad, brotan por todas partes individuos que
ofrecen whisky, cigarros americanos, morfina, mariguana,
opio y toda droga que se quiera.
Tomamos nuestro avión que nos llevó a Hong Kong, vía
Calcuta, en 11 horas de vuelo. ¡Qué diferencia con la India!
¡Qué diferente a ese pobre pueblo en el que se asegura
que la mitad de la gente sufre tuberculosis! Quien ha visto
Hong Kong solamente a través del cine, no puede tener
una idea de lo que era en 1956, Cuando sólo tenía menos
de 2 millones de habitantes. Hoy pasan de 4 millones y en
su mayor parte son refugiados de la China comunista. Desde la llegada es impresionante; el avión va descendiendo
entre los cerros de Hong Kong y Kowloon, para aterrizar
en una magnífica pista construida en plenamar, en la bahía
de Kowloon y prácticamente desembarcar pegado a Ma
Tau Wai, una de las principales avenidas. Así llegamos al
aeropuerto Kai Tak.
Hong Kong es una preciosa isla: su nombre lo dice
todo, significa “puerto fragante”. Una de las cosas más importantes para el turista es que allí encuentra un paraíso
mundial de compras; todos los países están representados
con sus productos en verdaderos bazares, donde se encontrará de todo a precios hasta un 50% más bajos que en
el país de origen, y hasta es divertido regatear. Allí vacía
uno con verdadero gusto los bolsillos comprando mil cosas, Hay joyería a granel, pero no de bisutería, sino de piedras preciosas, dominan los rubíes, las perlas, los diamantes y el jade oriental, que es el más fino del mundo. Había
¡15000 sastrerías que en 24 horas confeccionan un traje a
Tamalitos de la India
La cena fue opípara, rociada con buenos vinos europeos. Por mi parte, comí de todo, y quedé a reventar. Me
pareció extraño que habiendo comido con los dedos no nos
pusieran en la mesa unos recipientes para lavarnos los dedos como es costumbre en otros países. Pero, en cambio,
se nos guió a un inmenso lavatorio donde había más de 50
lavabos en fila, con espejo al frente a todo lo largo, finos jabones, lociones, cepillos nuevos para dientes, toallas, etc.
Me pareció muy acertada esa costumbre. Luego pasamos
a otro salón: ¡Más vinos y cremas! Ya no podía más; tenían
razón los romanos en acostumbrar los vómitos durante sus
copiosas bacanales, para “aguantar” y seguir. Pero pasó
un sirviente, ¡bendito sea!, con una bandeja que contenía
tamalitos verdes como nuestras cofundas de Michoacán:
no pude rehusar el tomar uno, porque casualmente estaba
junto a nuestro anfitrión. Tomé tamalito y me disponía a
desnudarlo quitándole la hojita, cuando me dijo el príncipe;
—No, señor Albarrán, cómaselo entero, con todo y envoltura. Obedecí y comencé a masticar. ¡¡Qué cosa más deliciosa! Pedí otro tamalito, y lo más extraordinario fue que a
los 10 minutos me sentía como si no hubiera cenado y con
ganas de entrarle a todo. El tamalito aquél, ese maravilloso
tamalito, era un desempance, pero ¡qué desempance! Si
Buda lo hubiera conocido y comido no habría sufrido esa
indigestión que le causó la muerte. Ese tamalito es una de
las cosas sabias de ese misterioso país hindú. Todos los
restaurantes del mundo deberían conocerlo y servirlo.
Naturalmente, pregunté por la receta, pero son varias y
en América no hay todos los ingredientes.
La hojita que envuelve al tamal las da un árbol que se
llama Betle, de sabor agradable, sedosa y muy elástica,
230
INDIA - 1956
la medida, a precio regalado! Los juncos y sampanes, que
constantemente transitan de un lado para otro, alrededor
de la isla, dan un pintoresco e inigualable colorido con sus
típicas velas siempre llenas de parches. 150 mil almas nacen, viven y mueren en sus embarcaciones. El sampan es
su casa, su negocio y su vida; para esos chinos es lo que
la lanza o arpón y la lámpara de aceite para el esquimal
del Ártico; o lo que es el bumerang para el aborigen de
Australia; o lo que es el machete para los nativos, de piel
muy oscura, que semi desnudos habitan una región de la
“Costa Chica” del estado de Guerrero, en México.
Otra de las cosas pintorescas que seguramente desaparecerán del Lejano Oriente son los rickshas, esos carritos de dos ruedas, como de juguete, que se usan como
taxis de tracción humana para el traslado de gentes, pues
son tirados por los infelices coolies como si fueran bestias.
Es divertido ver los rickshas en movimiento, pero me causaban pena. Por una “dejada” corta se pagaba medio dólar
de Hong Kong, que equivalía, a un peso diez centavos. En
la India una dejada en automóvil costaba una rupia ($2.25)
y por otra rupia pueden esperar al pasajero hasta una hora.
Continué mi regreso a Guadalajara en avión con escalas en Tokio, Hawai y Los Angeles.
Hasta aquí mi primer shikar en la India.
Paramos en Hong Kong, escala en
nuestro regreso a México.
Miles de chinos nacen y mueren en sampanes
231
5
Alaska
1957
En lengua aleutiana Alaska significa “Tierra Grande” y
en verdad que lo es. El cuadragésimo nono Estado de la
Unión Americana, por el cual, al comprarlo en el año de
1867 pagó a Rusia un total de 7 200 000 dólares, o sea
menos de cinco centavos por hectárea, es tan vasto como
Colombia, Ecuador y Panamá juntos.
Vitus Behring, un danés al servicio de Pedro el Grande
de Rusia, descubrió ese territorio en 1741. Behring murió
en el viaje de regreso, pero sus marineros llevaron a San
Petersburgo, hoy Leningrado, numerosas y finas pieles de
nutria de mar, —ésta es cuatro veces más grande que la
nutria de tierra— que encantaron a las damas de la corte.
Así fue como comenzó el tránsito entre Alaska y Rusia.
De la Península de Kamchatka, Rusia, partían las embarcaciones de 20 metros de eslora y penetraban en el
Golfo de Alaska hasta Sitka. De regreso cada embarcación
cargaba de 2 a 7 mil pieles de nutria.
Sitka, situada muy al sureste de las costas de Alaska,
bajo los zares de Rusia fue la capital comercial, cultural
y social del litoral del Pacífico septentrional, cuando San
Francisco todavía no pasaba de ser una aldea española
virtualmente desconocida. La catedral de San Miguel, en
Sitka, edificio rústico de madera construido hace 130 años,
es aún sede del obispo ortodoxo ruso de Alaska. Los íconos de oro y las sabanillas del altar reflejan la época en
que Sitka era un oasis de lujo enmedio de un páramo. Fue
232
ALASKA - 1957
su apogeo la fabulosa y de todo el mundo conocida fiebre
del oro del Klondike.
Fue así como un enorme territorio al que los aleutianos llamaban Alakshak, apenas habitado por unos cuantos
aleutianos, esquimales e indios aborígenes, llegó a tener
para 1946 hasta 90 000 habitantes; para 1958, fecha en
que el territorio se convirtió en el Estado 49 de la Unión
Americana, contaba ya con 212 500, Y para 1976, 300 000
habitantes. Desde entonces, con el apoyo del gobierno y
los fabulosos recursos naturales del territorio, el progreso
se ha acelerado no a grandes pasos, sino a saltos gigantescos.
En 1957, cuando realicé mi primera cacería en busca
del oso polar, la vasta extensión territorial de Alaska era de:
1 518 700 km2 y solamente contaba con unos 8 000
km de caminos carreteros. Las industrias importantes eran
la pesca, la madera, el turismo y los cazadores que nos
aventurábamos en sus despobladas, frías regiones nevadas, taigas, estepas, glaciares, ríos, musgos, inmensidad
de lagos; montes de coníferas, arces y abedules, en fin un
paraíso tanto para el cazador como para la abundante y
variada pesca y fauna silvestres.
Para 1960, cuando emprendí mi tercera cacería, aquello estaba notablemente transformado. La Península de
Kenai, donde antes sólo había cazadores en busca de la
cabra montañesa y el oso prieto, era ya un emporio de
pozos petroleros; los buscadores del “oro negro” habían
adquirido derechos de propiedad en 11 millones de hectáreas habiendo construido en el Estado Norteamericano un
extraordinario oleoducto que atraviesa 1 500 km de heladas soledades.
Cuenta, además, con carreteras de primera, campos
aéreos, escuelas. El turismo es la tercera industria importante, pues ya se sabe que no todo Alaska es un refrigerador. Un cuarto de la población participa en las actividades
militares: el campo de entrenamiento aéreo en Anchorage,
el personal de la línea de estaciones de radar, de prealarma a distancia y el de las bases aéreas y navales de la
zona, situada a menos de 86 km escasos del territorio ruso
—sin contar las Islas Diómedes, una de ellas base rusa en
el Estrecho de Behring, que sólo dista unos 50 km de la
costa de América—.
Pero Alaska es todavía una tierra inmensa, con una población de solamente 300,000 habitantes; la mayor parte
inexplorada, desconocida. A partir de los alrededores de
Anchorage, la ciudad más grande de 145 000 habitantes,
empieza la taiga, la tundra, los numerosos glaciares y las
elevadas montañas cubiertas de nieve, y por si todos sus
grandes recursos naturales fuesen poco, cuenta, además,
con la fauna más variada y numerosa de América, a excep-
La belleza de la tundra y las montañas
de Alaska en el verano.
Alexander Baranof, administrador zarista de Alaska, quien
eligió esta pequeña ensenada al pie de un triangular grupo
de montañas como asiento de la capital rusa en el Nuevo Mundo. Actualmente la capital de Alaska es Juneau y
cuenta con 6 000 habitantes. Joe Juneau hizo el primer
descubrimiento aurífero en 1880.
Para 1867 ya casi se habían extinguido las nutrias de
tan fina piel, con lo cual perdió Rusia todo interés, hizo gestiones para vender el territorio de Alaska a los Estados Unidos. El Secretario de Estado, William Seward, consiguió
que el Congreso Norteamericano aprobara la compra, operación denominada “La tontería de Seward’” por considerar
que el territorio no valía nada y que era sólo una “hielera”.
El cambio produjo una época de prosperidad. Hubo una
rápida inmigración de entusiastas aventureros, mineros,
bailarinas, comerciantes, etc., pero en poco tiempo el entusiasmo se enfrió. Años después, en 1880, se descubrió
el primer yacimiento aurífero importante, y en 1898 llegó a
233
ALASKA - 1957
El oleoducto construido para
transportar el petróleo de Alaska,
atraviesa más de 1 500 km.
La variada fauna que posee Alaska
es una de sus principales riquezas.
234
ALASKA - 1957
Los niños esquimales
pertenecen a una de las razas
más libres del mundo.
ción del jaguar y otras pocas especies. Es muy probable
que en un futuro no lejano, Alaska, combinado con todo
el enorme territorio norte del Canadá, desde los límites de
EUA, hasta el Ártico, llegarán a formar un inmenso y fantástico paraíso del aficionado a la caza mayor y a la pesca.
En el Ártico, en la región más septentrional de América,
está la tierra del esquimal, el mundo del hombre libre que
tal vez en lo futuro se convierta en una reserva, como la de
los “pieles rojas” de Arizona.
Después de mis cacerías en Asia y África, mi proyecto
era cazar en 1957 el oso polar del Ártico, y felizmente mis
deseos se realizaron en compañía de mi hijo Fernando.
Más tarde, regresé al Ártico en febrero de 1963, mes tempranero, cuando el rigor del frío es más intenso y la caza
más difícil y dura. Los deshielos comienzan en abril y hay
temperatura más benigna, pero yo quería sentir, vivir con
los esquimales, para observar sus costumbres, en medio
de esas temperaturas de 30 grados bajo cero en pleno día.
La nostalgia de esa soledad inconmensurable —semejante a la nostalgia que siente el beduino árabe o el tuareg
del desierto del Sahara—, de infinita blancura inmaculada,
me empujaba irresistiblemente a convivir una vez más en
ese mundo extraño con los esquimales, con esa tribu tan
primitiva, tan aislada, tan alejada del mundo civilizado, tan
ignorante pero tan libre. Todo esto combinado es sólo comparable a la vida de las aborígenes y primitivas tribus bindibúes, la más primitiva de Australia, hombre pre-draviniano
de la India; la tribu pintubi, también de Australia, nómada;
o a los bosquimanos del desierto de Kalahari en Sudáfrica;
los fuegian, los onas y otras tribus de Tierra del Fuego, de
Argentina. En el Perú, en Los Andes, en el Mato Grosso de
Brasil, en el Río Amazonas y en cuantos lugares del mundo todavía existen tribus marginadas, ignorantes y salvajes; pero las cosas cambian, lentas, pero van cambiando,
unas tribus mejoran Y otras, como los aleutianos isleños y
los onas y fuegian se van extinguiendo. De las tribus arriba
mencionadas, creo yo que los esquimales son a quienes
mejor les va. Actualmente el Estado en alguna forma los
ayuda, y el esquimal, obligado por el clima cruel en que
habita, ha desarrollado su ingenio para procurarse algunas
comodidades con los medios a su alcance. Sus largas y
oscuras noches invernales en que no sale de su choza, le
ha dado oportunidad y tiempo para cultivar y practicar sus
innatas facultades artísticas adecuadas al medio que lo rodea, a lo poco que ven en su mundo y a su rudimentaria
inteligencia.
235
ALASKA - 1957
Con el marfil de los
colmillos de morsa,
el esquimal talla piezas
muy estimadas
por los coleccionistas.
El arte popular del esquimal que habita desde la Tierra de Baffin hasta el Mar de Behring, data de hace 2 000
años. Consiste en la fabricación de pequeñas pero admirables esculturas de piedra y basalto talladas a mano, que se
estimaban como “curiosidades”, y hoy se exhiben en museos y se venden a altos precios en las mejores tiendas del
mundo. También tallan brazaletes, collares, anillos y otros
objetos en marfil de morsa, o colmillos de mamuts fosilizados (que vivieron en esas regiones en la época Paleolítica)
representando a los diversos animales y seres humanos
que habitan en el Ártico, lo único que conocen. También
confeccionan toda su ropa, desde los mukluks —zapatos
o botas altas— hasta ropa interior, pantalones y las primorosas parkas —sacos con capucha—, guantes de piel de
foca; abrigadores, finos, suaves y sedosos. Valiéndose de
rudimentarios utensilios fabricados con maderos arrojados
por el mar en el verano y huesos de animales, utilizan toda
clase de pieles a su alcance: focas, osos, nutrias, lobos,
conejos, zorra, caribúes, etc., y diversas aves y peces de
la región.
Confío en no cansar al lector extendiéndome un poco
más en describir, a grandes rasgos, algunas interesantes y
curiosas costumbres de la vida del esquimal, palabra que
Utilizando como camuflage un trapo
blanco montado sobre un pequeño trineo,
este cazador esquimal intenta
acercarse a una foca para dispararle.
236
ALASKA - 1957
Con las pieles de los animales cazados, el esquimal
fabrica sus parkas, abrigo imprescindible
en aquellas heladas regiones.
significa “hombre que come carne cruda”. Recuerde el lector que me estoy refiriendo al mundo del esquimal de hace
más de 20 años; hoy su vida va cambiando, la época del
iglú pasó a la historia.
La extensión habitable de su país, el Ártico, es inmensa;
las distancias entre los puntos extremos como el Estrecho
de Behring, costa sudoriental del Labrador y el Cabo de
Farewell en Groenlandia, exceden los 10 000 km, distancia
realmente impresionante si se consideran los medios de
transporte de que disponían; el trineo de perros, el umiak
y el kayak, estas dos embarcaciones o canoas construidas
con pieles crudas de animales, principalmente con pieles
de morsa. Hoy ya usan lanchas con motor fuera de borda
y los snowmobiles, especie de trineo impulsado con motor
de gasolina.
En esa inmensidad habita la total población esquimal
del mundo, estimada en 46 000 almas. Distancia, mar,
campos cubiertos de nieve que algunas veces, según la
estación del año y el grosor de la capa de nieve, se la ve
azul, café, gris, y otras tan blanca como la leche, pero hay
un frío eterno.
La vastedad del Ártico es un mundo blanco sin horizonte, sin cielo ni suelo la mayor parte del año, porque el
color gris de ambos se confunde en uno solo. No hay línea
divisoria, porque allí se unen el cielo y el mar congelado;
no hay perspectiva ni puntos de referencia en ese extraño
mundo visitado ocasionalmente por el hombre blanco, el
cazador, que invade el imperio del oso polar, el amo de los
hielos eternos, como el elefante, el león, el tigre son los
amos de las selvas.
Actualmente el esquimal goza de la protección del gobierno, vive en chozas o casitas rústicas de madera y tiene
su estufa de petróleo, en lugar de la ancestral lámpara de
aceite. Ya no es el hombre que vivía en su iglú construido
con gruesos bloques de hielo y semitransparentes ventanas de tripas de morsa, como fue usual en el siglo pasado,
Esos iglús los usa todavía, sí, pero solamente para protegerse de las sorpresivas ventiscas cuando sale de caza
con su arpón. Sin embargo, en bien poco difieren ciertas
costumbres, creencias y ritos a las de los aborígenes de
Nueva Guinea, África, Australia, el Amazonas, etc. El fetichismo, el “chaman”, la superstición, la promiscuidad, el
incesto y la ignorancia siguen a la orden del día.
En los lugares más remotos del casco polar, la vida
entera dependía, todavía hace 25 años, totalmente de la
caza y la pesca, con la ayuda de armas tan primitivas como
el arpón para la pesca y las boleadoras para cazar aves;
una lámpara de aceite daba luz y calor al iglú, así como
237
ALASKA - 1957
alimento y toda prenda de vestir obtenida de los animales
cobrados. En sus frágiles kayaks y umiaks los esquimales
entraban valerosamente en los mares y hielos, en busca
de la morsa, la ballena, el oso polar y las focas para caza
en las aguas libres, el kayak tiene un valor equivalente al
del trineo, en la caza sobre la nieve. El kayak es una ligerísima canoa, tipo indio, individual para surcar las “corrientes
rápidas” de algunos ríos; el umiak es una barca o canoa
más grande, también hecha con pieles crudas, en la cual
caben hasta seis hombres; se usa principalmente para arponear animales grandes como la morsa, la foca barbuda
que pesa 500 kilos o la ballena.
Puesto que su vida depende de la caza y pesca, no
resulta extraña la extrema habilidad de los esquimales;
en ocasiones pueden aproximarse a un caribú hasta una
distancia de 20 metros. Cuando llegan las intensas ventiscas o nevadas de otoño, en los protegidos fiordos, el hielo
suele presentar la tersura y la transparencia del cristal. Entonces, el esquimal se lanza a lo que llama “caza sobre el
hielo liso”, que es uno de los más divertidos sistemas para
capturar mamíferos marinos. El cazador usa unos zapatos
de piel de oso polar o de perro, para poder avanzar sobre
el hielo, sin resbalar ni hacer el menor ruido. En tiempo
calmado, se deja oír desde lejos el resoplido de una foca
—hay 47 especies de focas— en su respiradero —agujero
hecho en la capa de hielo por el cual la foca sale a respirar
cada 9 minutos, este acto fisiológico dura 45 segundos, o
bien sale del fondo a darse un baño de sol en verano—,
y entonces el cazador dirige sus pasos hacia el agujero.
Cuando una foca sale a respirar, lo hace a todo pulmón,
por lo cual permanece junto al agujero durante largo tiempo. El ruido silbante indica al cazador cada vez que la foca
respira, entonces aquél avanza corriendo; cuando el ruido cesa, se detiene silencioso para evitar que el roce de
sus pasos denuncie su presencia, hasta que finalmente,
al llegar al agujero, se mantiene listo para lanzar su arpón
cuando la foca asome la nariz.
Pasado el invierno, cuando empieza a salir el sol, el
sistema de caza es otro: la foca sale por el agujero y junto
a él toma su baño de sol levantando de vez en cuando la
cabeza para vigilar y estar segura de que no hay peligro
a su derredor. En esos casos, el cazador debe disimularse mediante su kattikning —un largo camisón blanco— y
aproximarse silenciosamente, quedándose inmóvil y tendido en la nieve cada vez que la foca levanta la cabeza.
Concepto sobre la vida
Actualmente las diversas misiones religiosas van catequizando al esquimal, pero la tarea es lenta y difícil, como
lo es en cualquier país donde por siglos ha reinado la ignorancia unida a las muy arraigadas creencias primitivas; la
El esquimal tiene su reino en las soledades
heladas del Ártico.
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ALASKA - 1957
La gran variedad de focas que existen en Alaska
proveen al esquimal de alimento y abrigo.
idolatría, el fetichismo, la brujería, los tabúes, las supersticiones y otras lindezas como el “chaman” —respetable
brujo de grandes poderes—.
Los esquimales de Alaska y parte de los indios vecinos
del norte apenas empiezan hacer incorporados a las religiones del mundo civilizado. Una gran parte cree todavía
que el primer ser viviente fue el “Gran Cuervo”, animal reverenciado como emblema o progenitor de la tribu salvaje.
En gran parte del sur de Alaska se ven los totems, altos y
gruesos postes de madera con diversas figuras grabadas.
El Gran Cuervo, dice la leyenda, estaba posado en el suelo
en plena oscuridad cuando por vez primera tuvo conciencia de sí mismo, entonces plantó árboles y creó al hombre.
Después, a un “chamán” lo convirtió en mujer. Es así como
el cuervo representa la figura central de la mitología, siendo la idea de una creación del mundo ajena a la mayoría
de los esquimales.
Sus ideas acerca de tierras distantes son fantásticas.
Suponen la existencia de seres que sólo excepcionalmente pueden ser sorprendidos por seres humanos —por los
“hombres de los islotes”— que a veces los ayudan, pero
que también los atraen y extravían para atormentarlos y
mantenerlos cautivos: los “duendes de ojos verticales y
centelleantes”, cuyo encuentro puede ser peligroso para
quien viaje solo; enanos y gigantes, “duendes insaciables”,
el “pueblo de las sombras” y otros. Son todos ellos de aspecto horripilante, muy entendidos en brujería. Pueden
convertirse en auxiliares de los “chamanes”; sus poderes
son muy singulares, pero su constitución no difiere esencialmente de la de los hombres y las bestias.
Debajo del mundo visible se halla el subterráneo, cálido y agradable; allí van las personas al morir y allí viven
en condiciones parecidas a las de los mortales. Otras van
al cielo, considerado como un hermoso lugar, mientras
algunas tribus lo tienen por frío y desértico. Cuando los
muertos juegan allí a la pelota con un cráneo de morsa, se
producen las auroras boreales.
Otras tribus conocen todavía una tercera mansión de la
muerte: “el país de las cabezas gachas”, situado exactamente debajo de la corteza terrestre. A ella van a parar los
cazadores torpes y permanecen con la barbilla caída sobre
el pecho, cazando de vez en cuando, con mano torpe, mariposas que constituyen su único alimento.
Todo el complicado sistema de los “tabúes” se enfoca a
239
ALASKA - 1957
rendir a las almas de determinados animales los honores
necesarios, para que no rehúyan a los hombres ni se venguen de ellos.
Estas ideas o creencias van unidas a las de una reencarnación. Cuando la cabeza de un oso se deja donde el
animal ha sido muerto, con el hocico vuelto en dirección a
la tierra, el alma del oso regresa a las montañas y se introduce en el cuerpo de otro oso. El alma del pez se supone
reside en los intestinos; por eso es que se arrojan al agua
del mar, y si acaso son llevados por las olas a la orilla, el
alma del pez muere. Para todo esquimal la luna es un ser
masculino que tiene por hermano al sol.
El hombre se ve obligado a matar para poder subsistir,
exponiéndose con ello a la furia de las almas animales. La
foca fétida es un animal pacífico, a pesar de lo cual la mujer del cazador debe adoptar medidas de precaución para
escapar de su ira y echarle agua en el hocico una vez que
esté muerta, pues las focas viven en el agua salada y por
lo mismo sufren sed. Durante la primera noche que sigue
a la captura, el arpón debe colocarse junto a la lámpara de
aceite, con el objeto de que el alma, que se encuentra aún
en la punta del arpón, pueda calentarse con la llama. Los
osos exigen que durante los tres días siguientes a aquél en
que se les abatió, no se trabaje y, en cambio, se cuelguen
obsequios para el animal muerto, el más apropiado de los
cuales es un cuero para suelas. i Pues los pobres osos
caminan tanto!. ..
Resultaría demasiado largo relatar al menos una décima parte de las costumbres y la vida del esquimal, de
manera que para abreviar esta especie de introducción,
me limitaré a agregar unas cuantas más que estimo interesantes:
La caza. En la época de verano la caza y la pesca son
abundantes, tanto en aves y peces como en vertebrados;
es cuando el esquimal se provee de carne y aceite para el
largo invierno en que se limita a cazar focas y el oso polar,
que nunca hiberna. En 1902 el gobierno de Estados Unidos importó de Siberia unos 1 300 renos y caribúes para
enriquecer la fauna ártica; actualmente se estima hay cerca de 500 000 renos, en tan sólo un área de 200 000 km,
sin contar otro número igual de caribúes, rumiantes que
constituyen el “ganado” del esquimal. Un millón de kilómetros cuadrados pueden dedicarse a la cría del reno, que
pesa, el macho, 140 kilos, su carne es exquisita, y su piel
tiene múltiples aplicaciones. Pero los grandes mamíferos
marinos —la foca, la morsa y la ballena— les suministran
la alimentación básica; el aceite para las lámparas, pieles
para su vestuario y recubrimiento de las embarcaciones,
flotadores y cuerdas para los arpones, tendones tratados
como hilo de costura, huesos y marfil para sus utensilios y
artesanías, etc. Además recogen gran cantidad de maderas que llevan a la deriva los ríos Yukón y Mackenzie, los
cuales son arrojados al mar para luego fraccionarse por
vastos trechos de la costa ártica.
Para los esquimales es muy difícil superar el invierno.
Por eso, el éxito de la caza de mamíferos marinos durante dicha estación es condición previa y fundamental de su
existencia. Desde el Estrecho de Behring hasta el norte de
Groenlandia, las dos focas de caza más importantes son
la foca hedionda y la foca barbuda, las cuales, durante el
invierno, permanecen bajo la capa de hielo que cubre el
mar. Ambas variedades mantienen abiertos en el hielo los
orificios para su respiración, y por éstos son cazadas.
La caza de la ballena se lleva a cabo en los meses de
verano en las aguas libres. La maniobra no es fácil, pero
es simple: los esquimales abordan sus umiaks y sus pequeños kayaks, y se adentran en el mar; descubren las
ballenas y las persiguen en dirección a las playas hasta
Los “totems” son representaciones de las
creencias religiosas de los aborígenes del
sur de Alaska y norte del Canadá.
ALASKA - 1957
Los caribúes emigran en grandes manadas durante el otoño.
La piel y la carne de estos animales son básicos para la supervivencia animal
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ALASKA - 1957
El lobo ártico es un gran depredador
de la fauna de Alaska.
que logran vararlas y después arponearlas
Caza de lobos. El lobo ártico es una constante amenaza para el reno y el caribú, el cual, como ya dije, es el
“ganado” del esquimal. Este terrible depredador, excelente
cazador, sólo comparable con los perros salvajes de África
y de la India, pesa aproximadamente 60 kilos; es tan resistente y tenaz que bien puede correr, sin descansar, 65 km
en un día persiguiendo a su presa. Vive más de 10 años;
las hembras paren de 3 a 8 crías por año, que alimentan
—mientras son pequeños— regurgitando comida predigerida. Hay temporadas en que se presentan numerosas manadas de esos carniceros, ocasionando numerosas pérdidas de renos. Pero cuando se localiza oportunamente una
gran manada y se informa a tiempo a la dependencia del
Wild Life Service, con base en Juneau, capital de Alaska,
entonces el Departamento envía algunos agentes especializados; éstos llegan en avionetas hasta las regiones del
reno y emprenden una inmisericorde carnicería de lobos;
con escopetas cargadas con postas gruesas son acribillados desde las avionetas.
Así es como los gobiernos de algunos países, conscientes de la importancia que merece el cuidado y la procreación de la fauna, no reparan en esfuerzos ni en gastos para lograr su protección y conservación, sin tampoco
extinguir al lobo esteparia, y de esta manera sostener el
equilibrio ecológico de la fauna.
El esquimal caza el oso polar empleando diversos sistemas; uno de ellos, es extremadamente cruel. La ballena
tiene dentro de su boca una red, algo así como una barba
interior de largas y finas tiras de una sustancia tan dura,
resistente y flexible, semejante a una cuerda de reloj, que
si no se la sujeta enrollada queda tirante, como un florete.
A esas tiras o cuerdas se les da el popular nombre de “barbas de ballena”, que, según me informaron, utilizan esos
gigantes de los mares para formar dentro de la boca una
red que aprisiona los minúsculos alimentos como el krill,
el plankton, las quisquillas; la numerosa variedad de algas acuáticas, calamares, etc. Tan sólo el término plankton
comprende 15 000 variedades de microscópicos animales
unicelulares del mar. La ballena se echa una buena bocanada de krill, cierra la red de barbas y expulsa el agua
al mar. Pues bien, esas barbas de ballena las utiliza el
esquimal para matar osos. Toma una o dos barbas, que
son como finos alambres planos acerados; las enrolla envolviéndolas en grasa de ballena formando una bola del
tamaño de una pelota de tenis, que el intenso frío se encarga de congelar en cosa de segundos, conservándose a
semejanza de una cuerda de reloj, y así queda una trampa
lista y efectiva. Llega el oso, se traga la golosina, y cuando el calor de su estómago derrite la grasa congelada, se
disparan las barbas como estiletes, como un resorte, perforando las entrañas del pobre animal que muere después
de prolongados y terribles sufrimientos.
Para la caza de aves se emplean diversos procedimientos, tales como el arco y la flecha; lazos sencillos o redes.
Las gaviotas se atrapan por medio de “anzuelos”: el arma
más sencilla es la “bola”, algo parecida a las “boleadoras”
que usaba el gaucho argentino para dar caza, montado a
caballo, al ñandú —ave un tanto parecida al avestruz—.
Consta la “bola” de varias pesadas esferas de marfil de
morsa o cuerno de caribú, cada una atada a una cuerda;
los extremos de todas las cuerdas se atan, a la vez, en un
solo nudo. Una “bola” lanzada con destreza en medio de
una bandada de aves, se enrolla en torno de una o varias
242
ALASKA - 1957
Una mujer esquimal
preparando pieles
de caribú.
de ellas y las derriba. Recuerdo que en mi niñez usaba
un tramo de alambre que lanzaba contra las bandadas de
tordos, y caían por docenas.
Cuando necesitan cueros depilados e impermeables de
mamíferos marinos, antes de la manipulación mecánica se
les somete a un simple tratamiento químico; se da a las
pieles un baño de orina que dura muchos días. Por ello, es
muy frecuente encontrar en el piso de las chozas un amplio
hoyo en el que se deposita la orina, tapado con unas tablas
y del cual se despide un olor nauseabundo.
También se conoce una auténtica forma de curtido con
hueva de pescado, o bien se frota la piel con masa encefálica, ahumándola a continuación.
Alimentos. La flora es muy pobre, de modo que no
aporta mucho a la alimentación. Una de las variedades
preferidas en “verduras” es suministrada por la fauna, aunque usted no lo crea, y es el contenido del estómago del
reno o caribú, fermentado y de sabor ácido, el cual es muy
apreciado como un manjar exquisito. También se comen
los arándanos —planta que da frutos comestibles— las
martilas, la mora, las raíces de diversas plantas, el tallo de
la angélica —planta medicinal— y diversas algas.
Un menú esquimal. Naturalmente, el menú que voy a
describir no es el de todos los días, sino el que se hace en
algún acontecimiento, como cuando un grupo de cazadores regresa a casa, después de una agotadora expedición,
en medio de un frío rigurosísimo.
Para no ser menos que los numerosos platillos de un
banquete chino, se compone de 10 platos:
Algunas curiosas costumbres
Para besar, el esquimal lo hace en forma por demás
higiénica: en vez de unir sus labios, como es lo usual en
otros países, se besan nariz con nariz, haciéndose cosquillas. Cosen de derecha a izquierda: el hilo es hecho con
tendones hendidos de animales. Una de sus diversiones
favoritas en los días festivos, después de una feliz y abundante caza es mantear a hombres y mujeres. A esta diversión le llaman Na-Lee-Ka-Tuk.
Curtido de pieles. La piel de mamíferos marinos y de
las aves contiene tal cantidad de grasa que su tratamiento,
aunque limitado a quitarla, tiene el carácter de una verdadera tenería. Se quita a la piel los restos de carne con
respadores de piedra, jade o hueso —el jade corriente
abunda en Alaska—, de forma diversa, y se ablanda; resulta así una piel tan flexible y hermosa, que difícilmente
se encuentra un equivalente. Por supuesto, las pieles de
aves no se pueden raspar; para éstas la técnica se reduce
a masticarlas hasta eliminar toda la grasa, procedimiento
sencillo que asocia lo útil con lo agradable, puesto que se
tragan la grasa.
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1. Pequeños arenques secos, que siempre constituyen
los entremeses.
2. Carne seca de foca.
3. Carne cocida de foca.
4. Carne manida de foca —que empieza a descomponerse—.
5. Uria cocida —ave que habita en los mares septentrionales—.
6. Un trozo de cola de ballena cruda —es el plato fuerte
del festín—.
7.Salmón seco.
8. Carne seca de reno o caribú.
9 y 10. Los postres, consistentes en arándanos —el fruto del arándano contiene una pulpa azucarada y ácida que
se usa en confitería, de un sabor agradable— mezclados
con el contenido estomacal de un reno o caribú y aceite de
foca; puede agregarse otro postre de moras batidas con
grasa de ballena o aceite de foca.
El fuego. Todavía en algunas comarcas se enciende el
fuego en forma primitiva, idéntica a la de los aborígenes de
África y Asia alejados de lugares civilizados, valiéndose de
un taladro en movimiento rotativo por medio de un cordón,
o golpeando uno contra otro dos fragmentos de pirita; esto
último solamente lo practican los esquimales.
Lo que el lector ha tenido la paciencia de leer sobre
aspectos de la vida de los esquimales del Ártico, repito,
están basados en costumbres de hace más de 20 años.
Naturalmente que con el progreso llegado a esas latitudes,
la vida ha cambiado mucho.
El original trineo tirado por perros tenía la ventaja de
que si en una larga expedición se agotaban los alimentos,
se echaba mano de los perros para no morir de hambre, tal
como procedían los grandes expedicionarios de principios
de siglo, como R. Peary, quien fue el primero en llegar al
Polo Norte, y Scott y Amundsen, al Polo Sur. Pero si al tri-
neo con motor se le agota el combustible o sufre una descompostura mecánica, ¿cómo y cuántos días necesitarán
los cazadores para llegar al punto de partida? ¡Qué lástima
de tiempos que ya no volverán!, tiempos en que al deporte
de la Montería, con orgullo, llamábamos Arte Venatorio.
Primera cacería en el Ártico
Pocos eran los cazadores que se aventuraban a ir al
Ártico en busca del oso polar, tal vez por la lejanía y el
frío, o tal vez por lo costosa que resulta ser la caza de ese
plantígrado. Solamente se permitía cazar un oso polar y
un grizzly ártico. Actualmente la caza del oso polar está
vedada por acuerdo de las cinco naciones circumpolares:
Estados Unidos, Canadá, Noruega, la URSS y Dinamarca,
a fin de preservar tan importante especie.
Valía la pena sentir y vivir, aunque fuese por corto tiempo, en el extraño mundo de los esquimales, en esas inhóspitas, gélidas, silenciosas, vastas, desérticas regiones de
caza y pesca, perros y trineos que se deslizan sobre las
eternas nieves de un mundo blanco. El Mar de Behring
y todos los ríos se congelan en el invierno desde el paralelo 60; el deshielo empieza desde mediados de abril
y culmina a principios de junio. Por eso, nuestra cacería
empezaría a principios de abril; el punto de reunión con
nuestros guías-pilotos J. Swiss y Lion Shellabarger, que
ya teníamos contratados, sería la Bahía de Kotzebue, en
pleno Círculo Ártico.
El 5 de abril, mi hijo Fernando, que una vez más sería
mi compañero y yo, abordamos en México un avión que
nos llevaría a Los Angeles, para de ahí seguir a Seattle y
luego a Anchorage, donde compraríamos la ropa adecuada para esas latitudes y demás cosas, que son muchas.
Desde que volábamos sobre Vancouver noté la baja de
temperatura y el cambio gradual del panorama terrestre;
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Fernando en el Anchorage
de aquellos tiempos
aficionados del esquí.
Toda la ciudad era un desbarajuste. A excepción de las
dos principales calles del centro, la construcción de las casas no era simétrica; cada quien construyó donde y como
le dio la gana; había basureros por todas partes, carros
destartalados y abandonados; las calles y callejones eran
un lodazal; en fin, un pueblo rico, en desarrollo y descuidado, desorganizado. Cubierto de lodo y nieve parecía como
si lo hubiera azotado un fuerte huracán. Así fue como conocí Anchorage.
Lo primero que hicimos fue comprar la ropa que usaríamos en las bajas temperaturas del Ártico, principalmente
un atuendo de piel de foca que bien aguanta 40 grados
bajo cero.
Me llamó la atención lo comunicativa, jovial y amigable
que era toda la gente, lo cual me dejó un grato recuerdo.
No se veían pleitos callejeros ni caras agrias.
Nos gustó Anchorage y su gente, pero el día 9 de abril
lo abandonamos; abordando un DC-4 rumbo a Nome para
de allí continuar a Kotzebue.
Nota de mi Diario:
Siguen montes ralos con nieve, ríos congelados; a mi
derecha se destacan altas y blancas montañas sobresaliendo majestuoso el McKinley, el pico más alto de todo
Norteamérica (6 187 m sobre el nivel del mar), donde muchos alpinistas han encontrado la muerte en su anhelo de
profanar con su pie la cima de ese pico, que parece flotar
primero las grandes y populosas ciudades; supercarreteras con sus hileras de puntitos negros que se movían como
hormigas y el verde ajedrez de sus campos cuadrados;
Iuego ya no se ven carreteras ni pueblos, la vista sólo abarca un sin fin de ricos montes de corpulentos árboles, una
de las regiones madereras más ricas del mundo: Canadá.
Desde la altura se ven gran cantidad de lagos, en los que
los aserraderos depositan los árboles cortados. Esos árboles, sujetos en alguna forma entre sí, dan la impresión de
enormes tortillas sobre un gigantesco comal negro, porque
a 10 000 metros de altura el agua de los lagos se veía negra. Después, más adelante, ya no parecía que voláramos
sobre Canadá sino sobre la taiga de Mongolia. Aquellos
exuberantes bosques se transformaron en otros montes
ralos, cubiertos de nieve, donde crece el típico espruce,
raquítico pino del norte de Alaska.
Poco después aterrizamos en el aeropuerto de Anchorage. La ciudad que hoy cuenta con 150 000 habitantes,
en esos años me pareció un pueblo minero de la época
floreciente del Yukón.
Las pistas de aterrizaje son magníficas, ya que es una
de las avanzadas de la Fuerza Aérea del país. Todos los
días se oía el zumbido de los jets en sus vuelos de práctica
o tal vez patrullas vigilantes. Al noroeste de la ciudad, a
poca distancia, se ve majestuosa una cordillera de montañas totalmente cubiertas de nieve: son las montañas Chugach, a media hora de Anchorage, donde se reúnen los
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El autor llegando a Nome.
Va a empezar la primera
cacería en el Ártico.
en las diversas líneas aéreas de otros países, vestían, de
pies a cabeza, igual que los esquimales, con preciosos a la
vez que finos atuendos de piel de foca moteada; viéndose
muy atractivas con sus pantalones y parkas de piel tan fina
y sedosa como el armiño.
En el vuelo de Nome a Kotzebue cruzamos el Círculo
Ártico. A mi izquierda se dejaba ver la parte más angosta
del Estrecho de Behring, totalmente congelado. Nuestra
guapa azafata me señaló más o menos la tierra siberiana
tomando como referencia la isla Diómedes, situada a la
mitad de la costa rusa y la costa de América. Mar y tierra
se confunden en un infinito manto de blancura; en invierno
es prácticamente imposible señalar las costas de ambos
continentes. La parte más estrecha sólo la separan 72 km.
Son dos las islas Diómedes y se sitúan en medio del Estrecho de Behring: la Pequeña Diómedes pertenece a Estados Unidos distando sólo 5 km de la Gran Diómedes de
Siberia, que es rusa.
Estoy casi seguro de que durante nuestra cacería volamos en las avionetitas Piper sobre Siberia, en busca del
oso polar.
El famoso río Yukón que desemboca por allí, en el Mar
de Behring, también congelado, apenas era perceptible.
Luego todo se veía gris: cielo, horizonte y tierra; no sabíamos si volábamos sobre el mar congelado o sobre tierra
cubierta de nieve: había ventisca y la visibilidad era muy
corta.
sobre las nubes en su afán de alcanzar el cielo en una
plegaria silenciosa y eterna. A este pico los indios le llaman
“Denmali” que significa “El hogar del «Grandioso», «El Monumental»”.
Media hora después llegamos a Nome, importante
base aérea en la que hacen su última escala los grandes
aviones en sus vuelos transpolares de América o Asia a
Europa volando sobre el Polo Ártico. El frío era muy intenso, la taiga había desaparecido; ahora se presentaba
un panorama todo blanco y plano, con algunas montañas
lejanas. En Nome debíamos permanecer hasta el día siguiente para abordar nuestro avión a Kotzebue, pero nos
tocó la fortuna de que minutos después de nuestro arribo,
aterrizó un avión de carga pon destino a Point Barrow, y
logré nos aceptaran como pasaje, ya que el avión haría
escala en Kotzebue.
Al abordar el avión recibimos la primera impresión de
sensación de encontrarnos en tierra de esquimales. El
transporte era de carga, pero no éramos los únicos pasajeros, también había esquimales. Si hubiésemos entrado con
los ojos cerrados hubiéramos creído que entrábamos a una
empacadora de pescado; pero pronto nos dimos cuenta de
que ese olorcito era el peculiar de los esquimales, cuyo
principal alimento es el de pescado crudo. También nos
impresionaron las aeromozas, dos guapísimas muchachas
de Fairbanks, que a diferencia de los femeninos uniformes
que visten la generalidad de las aeromozas que trabajan
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Frente a la original sala de espera
en Kotzebue.
Aterrizamos en Kotzebue con ventisca muy fuerte. La
impresión que sentí allí fue parecida a la que me ocurrió al
pisar por primera vez tierra africana, cuando hice mi primer
safari al aterrizar en Kartoum antes de llegar a mi destino: Nairobi, con la diferencia de razas, clima y panoramas.
En Kartoum, estaban los negritos con su calzoncillo corto
por toda indumentaria; súbditos ingleses con medias, pantaloncillo y camisa de manga corta, todo de color blanco
; aridez, resequedad, arena y un calor de los diablos, no
obstante la temprana hora. En el Ártico, estaban los esquimales, gente de inconfundibles rasgos mongólicos, hombres y mujeres olorosos a pescado, todos vestidos con sus
preciosas parkas y pantalones confeccionados con pieles
de foca moteada y colas de lobo ártico, un desierto de nieve, perros, trineos y un frío apenas soportable.
Kotzebue era lo correspondiente a Nairobi de África
Oriental; esto es, el punto de partida, el “rendez-vous” de
los cazadores, con la gran diferencia de que Kotzebue es
una pequeña aldea de esquimales, a la cual concurría un
puñado de cazadores e íbamos en pos del oso polar y el
grizzly ártico( actualmente vedada su caza), y Nairobi era
entones una moderna ciudad de 150 000 habitantes, a
donde llegaba un mundo de cazadores.
Al bajar del avión nos esperaban John Swiss y Lion
Shellabarger, dos expertos guías y pilotos con a experiencia de más de 100 00 horas de vuelo; conocedores de todo
Alaska y el Ártico. La ventisca era tan fuerte que nos costó
trabajo caminar sobre la nieve unos 50 metros para llegar
al más raro transporte de pasajeros que he visto, el cual
nos conduciría al único hotelito de cuatro cuartos.
El vehículo era ni más ni menos que un cuartito de 2
por 2½ metros, montado sobre dos largas lanchas de madera a guisa de esquíes, movido por un tractor. Cuando
llegamos al hotelito nos encontramos con una gratísima
sorpresa: creíamos que éramos los primeros cazadores de
México que pisaban esas tierras, que seríamos los primeros en cazar al rey de las nieves; pero no fue así, al menos
en parte. Allí tuvimos la suerte de encontrar a otros dos
mexicanos con quienes se inició una cordial y larga amistad que todavía perdura: los señores Diego Sada y Jesús
Zambrano, ambos de la ciudad de Monterrey. Inmediatamente nos hicimos buenos amigos y les pedimos desde
luego algunos informes, pues ya tenían allí algunos días,
pero no habían podido salir de su cuarto a cazar el oso
debido a la persistente ventisca.
Caza del oso polar
y el “grizzly” ártico
Nanook es el nombre que los esquimales dan al oso
polar. Es un animal terrestre, pero se ha adaptado completamente, igual que una foca, a la vida en el hielo y a las
heladas aguas del Océano Glacial Ártico. Indudablemente
desciende de los osos que poblaron esa parte del hemisferio en la época pleistocena. Para sobrevivir al brusco
cambio de temperatura, su naturaleza física sufrió cambios
tales como poseer abundante grasa bajo su piel, la cual
prácticamente es una capa insulada que lo protege contra
las más bajas temperaturas invernales, pues el oso polar
como el oso sloth de Asia no hibernan; complementario es
su pelaje acanalado, como un carrizo que contiene aire almacenado; las glándulas cebáceas de la piel y la gruesa
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capa de grasa que tiene debajo de ésta sirviéndole todo
ello de flotadores. En los ojos tiene un tercer párpado, una
membrana que lo protege de los reflejos del sol sobre los
hielos y nieve. Sus grandes zarpas miden hasta 9 pulgadas de ancho, con las plantas cubiertas de pelo, dedos
palmeados y uñas no retráctiles (semejantes a las del
guepardo de África), le sirven tanto para nadar como para
andar sin dificultad sobre el “hielo liso”, además, las uñas
son poderosísimos ganchos para cazar y sacar las focas
de los leads —angostos canales de aguas libres entre los
campos de hielo— de los agujeros de que se sirven para
respirar. Es un gran nadador, para lo cual lo favorece mu-
cho su largo pescuezo y cabeza aerodinámica que le dan
agilidad y rapidez en la caza bajo la superficie del agua.
Una vez cobrada su víctima, nada con ella hasta llegar a
algún banco de hielo, comiendo hasta quedar satisfecho y
luego descansa.
Al nacer, el oso polar es tan pequeño que sólo pesa
medio kilo, y ya adulto llega a los 600 kilos. Se aparea
en noviembre; la hembra, que por su condición sí hiberna, se encueva en la nieve, entre los témpanos de hielo, y
se alimenta con las reservas de grasa acumuladas en su
cuerpo. Sale en marzo con sus crías, que vivirán con la
madre durante dos años, lapso en que ésta les enseña las
El oso polar; peligroso amo y señor de
las nieves del Ártico.
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Océano Glacial Ártico, los adyacentes a Groenlandia —
la isla más grande del mundo—, Siberia, Alaska, Islandia,
Canadá y Noruega. En el Círculo Glacial Antártico no hay
osos.
En mi concepto, en la caza del oso polar el peligro no
radica tanto al enfrentarse a él por corta que sea la distancia de tiro, como por las largas horas de vuelo que se emplean en las frágiles avionetitas Piper, en aquel inmenso
desierto de hielo y nieve, para localizar la presa.
La densidad o grosor de la capa de hielo varía desde unas centímetros hasta paco más de tres metros, y la
profundidad del Océano Glacial Ártico alcanza los 3 650
metros bajo el nivel del mar. Así es como los submarinos a
propulsión nuclear han podido navegar del Océano Atlántico al Océano Pacífico pasando por debajo de los hielos
polares.
En ninguna parte de su inmenso país le falta alimento
al oso polar, pues en las “polynyas” que se hallan en pleno
casquete polar, se han encontrado focas, medusas, krill,
plankton, microscópicos camarones, quisquillas, calamares, almejas, gran variedad de algas, etc. El camarón se
come las algas; la foca, al camarón, y el oso a la foca.
En cambio, en el Círculo Polar Antártico es diferente.
En la gruesa capa de hielo se han hecho sondeos hasta de
600 metros. La estación de investigaciones científicas Little America, construida en la Antártica, está sobre la barrera
de hielo de Ross, que mide más de 500 metros de espesor. Las crevases —hendiduras o grietas en el hielo— que
tanto demoraron el avance de las expediciones polares,
tienen una profundidad hasta de 40 metros por 3 de ancho.
La temperatura es terrífica, llega hasta los 70 grados bajo
cero a la altura del paralelo 87. Sobra mencionar la ausencia de vida animal en tales latitudes.
Las avionetas más comunes para huellear al oso polar
en el Ártico eran las Piper Super Cub, las cuales, para hacerlas más ligeras a fin de aterrizar y despegar en un tramo
de 100 metros, iban desprovistas de diversos aparatos de
gran utilidad en aquellas soledades, en donde no se pueden recibir informes meteorológicos, porque como se vuela
cerca del polo magnético, las manecillas de las brújulas se
vuelven locas; los pilotos se orientan por instinto y experiencia, lo mismo que las aves migratorias de gran alcance,
como el chorlito que cruza los mares.
Actualmente la caza del oso polar está vedada; solamente en el Ártico de Canadá y con dificultad se obtiene
algún permiso y, para ello, se prohíbe la avioneta; el cazador tiene que vivir con los esquimales y buscar el oso en
trineos de perros; aventura ruda, difícil y muy costosa, si
tiene suerte, por lo menos durará un mes tras de su codiciado plantígrado.
Osa polar con sus crías.
Ella les enseña a cazar.
artimañas del acecho y la caza. Los osos viven 25 años.
El oso polar es muy diferente a los demás osos del
mundo como los grizzlies, los prietos, el brown —café, que
también se le llama Kodiak— y otros pertenecientes al género científico de Ursus, pues el polar es el único miembro
del Genus Thalarctos. Como su principal alimento es la
foca, puede nadar 5 km por hora. Su vista es mejor que la
del resto de osos que hay en el mundo, y su olfato no tiene
igual; se dice que puede ventear a una ballena varada o a
un guiso de foca a 20 km de distancia —menciono el guiso de foca porque es uno de los trucos que usan algunos
cazadores como cebo para atraer su presa—. Por lo tanto,
su olfato es superior al del venado, al del perro y al del elefante, que ventean al hombre a 700 metros.
Es curioso que nanook sea un oso muy andariego; el
que hoy se encuentra en el lado siberiano, una semana
después puede estar por el lado de Alaska y pudiendo también suceder que desde los grandes témpanos de hielo
sean arrastrados por las corrientes del océano de las costas de Siberia, hasta las de Groenlandia. Por consiguiente,
el oso polar es un animal internacional.
Su hábitat es muy extenso, abarca toda la capa de hielo
polar, las playas de las costas septentrionales y algunas
islas, es decir, que se le encuentra en todos los mares del
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Las áreas en
negro señalan
las zonas habitadas
por el oso polar.
En esas regiones tan hostiles, es muy peligroso que
una avioneta se eleve cuando hay vientos de 50 km por
hora; cualquier sorpresiva ventisca puede ser fatal, lo mismo que el encuentro con un whiteout que por la formación
de hielo en las alas obligue a un aterrizaje forzoso sobre
un campo de hielo todo corrugado. Estas situaciones con
frecuencia resultan fatales.
Han ocurrido accidentes en los cuales nunca se encontraron ni avioneta, ni cazador ni piloto. Entre los muchos,
recuerdo unos cuantos: En septiembre de 1957 se perdieron en la región llamada Range Brooks el señor Clarence
Rhode y su hijo, el primero era el jefe del Fish and Wild Life
Service. Durante una semana se buscó en dicha extensa
zona. Todos los días salieron en su localización 15 avionetas que volaban de 6 a 7 horas diarias. Nunca encontraron
a los dos hombres, ni la avioneta. En 1959, el Cazador
Bill Niemi perdió la vida al aterrizar sobre una área donde
la capa de hielo era muy delgada, la avioneta se hundió
y sólo milagrosamente pudo salvarse su compañero Tony
Sulak. Otro triste caso fatal ocurrió a mi amigo, cazador
y guía Ward Carroll, quien junto con un cazador a quien
prestaba sus servicios para la caza de un oso polar sufrieron un accidente, en el que ni siquiera se encontró el
avión. Más adelante relataré detalladamente este drama,
pues cuando murió Ward ya lo tenía contratado para una
cacería que llevaríamos a efecto 30 días más tarde en la
península de Alaska.
Kotzebue es una aldea fundada sobre la pequeña península de Waldwin, que se adentra en el Estrecho de Kotzebue. Constituye, en el verano, el centro de reunión de
los esquimales procedentes de las más septentrionales aldeas vecinas como Kivalina, Point Barrow y otras. Durante
el invierno, la península y el mar congelado que la rodea se
funden en uno solo.
Tocó la casualidad que nuestros guías y pilotos Lion y
John, eran los mismos que habían contratado Diego Sada
y Jesús Zambrano, y quienes por el mal tiempo que preva-
lecía, no habían podido salir a cazar, de manera que por
derecho de prioridad ellos serían los primeros en salir, tan
pronto amainara el mal tiempo.
Mientras tanto, no había más que esperar encerrados
en nuestro cuartito leyendo y jugando póker. Por cierto que
al final de cuentas, Salinas salió perdiendo en el juego y
a mí me resultó gratis el vuelo de regreso a Guadalajara.
Por las tardes nos reuníamos en el único restaurancito que
había en el cual me llamó la atención ver un refrigerador.
¿Refrigerador en el Ártico? Eso era tanto como instalar estufas en el infierno. Y todavía más, el dueño era un mexicano de apellido Salinas. ¿A qué parte del mundo no se
meterá el espíritu aventurero del mexicano? Salinas era
un tipo de lo más pintoresco. En aquellas lejanas, inhóspitas soledades, invariablemente se cambiaba de traje dos
veces al día, y no se crea que en estilo corriente, no; se
vestía como un “gentleman del Piccadilly” de los buenos
tiempos, sin faltar la corbata tejida de estambre, guantes,
loción Sulka y brillantina en el cabello. Este individuo era
listo, hacía buen negocio; banquero de los pilotos y esquimales, tenía su restaurante, compraba pieles a los esquimales y las pepitas de oro que éstos, como diversión
lucrativa, cada año recogen en los “placeres” del río Yukón.
La mayor parte de los pilotos que en la temporada de
caza sirven de guías con sus propias avionetas, respetaban a Salinas, quien, además, era su consejero y escribía
la correspondencia a posibles clientes cazadores de todo
el mundo. Todos querían a Salinas, tanto los pilotos norteamericanos como los esquimales de dentro y fuera de
Kotzebue.
Naturalmente que el restaurante instalado en lugar tan
remoto y aislado tenía que ser tan caro como el famoso
Lasserre de París: un filete de caribú a la parilla costaba
10 dólares (calcúlese el equivalente en pesos de hace
20 años), y así por el estilo. Buen negocio hacía Salinas,
quien cada invierno tomaba sus vacaciones en Florida y
manejaba orgulloso su lujoso Cadillac dorado. Bien, pues,
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Mientras esperamos que se mejore el tiempo,
me retrato en el aeropuerto de Kotzebue.
a este tipo Salinas, los cuatro mexicanos casi lo encueramos jugando póker.
Con nuestra ropa de piel de foca y botas insuladas, el
frío era muy soportable, así que a ratos nos salíamos a
curiosear la vida de los esquimales. Sus chozas de madera eran más pequeñas que las de los aldeanos de Los
Alpes; afuera, ordenadamente, se veían los trineos con
sus correas y todo lo que requieren: los esquíes, las snow
shoes —raquetas para caminar sobre la nieve— y atados,
a la intemperie, los pobres perros amarrados, separados
uno de otro para evitar peleas, sin un cobertizo donde dormir, solamente se enroscan y se cubren la cabeza con la
abundante y esponjada cola. Por la mañana sólo se ve un
bultito de nieve fresca que, durante la noche, los ha cubierto totalmente. No se asfixian porque la cola les sirve
de protección; la nieve que cae conserva oxígeno entre
capita y capita formando una cubierta transpirable, diríase que la misma nevada les forma su “iglú” individual. Por
la tarde, la comida de esos perros, casi todos “huskies” y
“samoyed” originarios de Siberia, era pescado crudo que
su dueño les tiraba desde la puerta. Por supuesto que en
esas temperaturas, el tal pescado está tan duro y frío como
un carámbano. Sentí pena de ver tratados tan duramente
a esos salvajes y a la vez tan hermosos animales, y sobre
todo, tan útiles en la historia tanto de las exploraciones árticas y antárticas como en la vida del hombre que habita en
latitudes, en donde el trineo es tan indispensable como en
otras regiones del mundo lo son el caballo y la canoa. Para
darse cuenta de la utilidad y servicios que han prestado al
hombre por su increíble resistencia al trabajo, al frío y al
sufrimiento, es saludable leer las expediciones de Amundsen, de Ross, Scott, Peary y tantos famosos hombres que
exploraron ambos polos; unos bebieron el almíbar del éxito, de la gloria y el laurel; otros sintieron lo amargo del fracaso, el acíbar de la derrota, la tristeza, el desconsuelo y
muchas veces la muerte en la desolación, en el frío y el
hambre.
Estos perros también desempeñan actividades depor-
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tivas: las carreras de trineos a velocidad y distancia. Un
caso fantástico es el de un trineo que hizo el enorme recorrido de Nome, Alaska, hasta Washington, D. C., una distancia de 12 800 km que cubrió en dos años.
Para el esquimal que vive muy al norte, el esquimal
polar, el perro no tiene simplemente el valor de un medio
ordinario de transporte, sino que constituye un elemento
básico de su existencia. En casos extremos de hambre,
mata a uno de sus perros, se lo come y da una parte a los
que quedan del trineo.
Un perro Doberman puede salvar la vida del amo que
se ve amenazado o agredido con un revólver; un Shepherd
puede rastrear y atacar a un fugitivo de la ley; un San Bernardo salvará la vida de un alpinista perdido o herido en las
nieves; un Collie cuidará de los niños mejor que lo hiciera
una nana; los perros de “caza” y de “muestra” con su habilidad y destreza divierten y ayudan al deportista, etc., etc.
Pero los servicios que prestan al hombre todos esos perros
quedan opacados si se comparan con lo útiles que resultan
al esquimal los “huskies”, los “malamute”, los “samoyed” y
el perro esquimal.
Es interesantísimo estudiar y ver a esos bravísimos perros. Sería muy largo relatar y describir cómo es un trineo
esquimal, los arneses de un equipo de 15 perros, y todo
ello elaborado con materiales propios, nada de importación; la madera la arroja el mar y los montes, y los demás
materiales, tales como las correas y las pieles, la grasa,
los huesos, los intestinos, todo lo que contiene el cuerpo
de un animal ya sea marino, terrestre o aves, es útil, nada
se desperdicia.
En Kotzebue no había pasado por mi mente cómo se
obtenía el agua dulce que bebíamos, hasta que un día vi
llegar un trineo cargado con trozos de hielo. ¡Vaya cosa
más extraña! ¡Transportar hielo en un lugar donde se camina sobre la nieve! Mi curiosidad me llevó a preguntarle
a Salinas, quien me explicó que como la aldea estaba situada en el extremo de la pequeña península, nos rodeaba
un mar congelado, y por esa causa toda la nieve cercana
a nuestro alrededor estaba salada. Por tal circunstancia,
algunos trineos se iban tierra adentro, de donde extraían
hielo viejo dulce, que luego se convierte en purísima agua
del cielo. Esto es algo que se le escapó a Ripley en sus
artículos de “Aunque usted no lo crea”. ¡En pleno Ártico
el kilo de hielo vale 20 centavos de dólar! Ese es el precio
que el esquimal cobra por su trabajo.
Otra cosa curiosa: andaba husmeando en las chozas
de los esquimales, en busca de un objeto raro, y así di con
un matrimonio a quien le compré un hacha muy antigua,
de pirita, sujeta firmemente a un cabo de madera amarrado con barbas de ballena azul. Estaba tratando el precio
Los perros esquimales son
indispensables para la sobrevivencia
del hombre en el Ártico.
cuando se presentó un niño rubio, de unos tres años, y
ojos azules. Primero pensé que simplemente era el hijo de
alguno de los pilotos aviadores, pero la ropa de esquimal
que usaba y el trato íntimo y cariñoso que le dio la mujer
me hicieron preguntar:
—Y este niño, ¿que hace aquí?
—Es nuestro hijo —contestaron en la forma más natural del mundo.
Sorprendidísimo, no quedé convencido. Naturalmente
ese niño ni siquiera podía ser mestizo, carecía del menor
rasgo esquimal. Seguramente en mi cara se reflejó mi sorpresa y mi duda, porque a continuación me explicó;
—Lo compramos en 20 dólares.
—¿Cómo? ¿Dónde?
La historia que me contó me pareció complicada y turbia, entonces me dirigí a un misionero que estaba de paso
en la comunidad, un norteamericano, y él me explicó y
sacó de dudas:
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Perros y trineo en las inmensas soledades heladas.
—Aquí es la cosa más natural del mundo el que un matrimonio esquimal con muchos hijos le venda uno o dos a
otro matrimonio que carece de bebés. Yo legalizo la legitimidad y asunto concluido.
—Bueno —inquirí—, pero ese niño rubio no es esquimal.
—¡Ah! Eso es otra historia que no debo exteriorizar. Lo
único que puedo decirle es que el matrimonio lo compró y
yo lo legitimé extendiéndole un certificado.
Seguramente el misionero me ocultó una vieja y usual
costumbre, muy natural entre los esquimales: el prestar
sus mujeres por una o dos noches a un visitante que llega
a esos lugares, esquimal o de otra raza, amigo o extraño,
y como en Kotzebue no hay mujeres blancas y sí muchos
pilotos solteros que van en la temporada de caza polar,
pues . . .
Bueno, esa costumbre no es exclusiva de los esquimales, también en el Tíbet la poliandria es muy usual, como
consecuencia de los numerosos bonzos o sacerdotes budistas y de la abundancia de mujeres que tienen legalmente más de cuatro maridos; además, la tibetana está dotada
de mayores atractivos físicos que la esquimal.
Cinco días llevábamos encerrados en nuestro cuartito,
sin asomar la nariz, obligados por una niebla cerrada y una
continua nevada y fuertes vientos. Nuestra única distracción era la lectura, pero no tardó en presentarse Salinas
proponiéndonos jugar póker; todos los días jugábamos a
mañana y tarde, con tan mala suerte para Salinas, que al
final de cuentas sólo él perdió y por poco nos quedamos
con el restaurante. El viaje por avión a Fernando y a mí nos
resultó gratis, y a Diego Sada (q.e.p.d) y Jesús Zambrano
no les fue mal. Al fin despejó el mal tiempo; Diego y Jesús tenían prioridad por haber llegado antes que nosotros;
cada uno abordó su avioneta y partieron a probar suerte
con los osos. El primer día Zambrano abatió un muy buen
oso polar, y en el segundo día Diego abatió el suyo. i Buena suerte! A mi hijo Fernando y a mí nos estaba reservada
una tarea más dura.
Los pilotos se las arreglaron para que mientras John y
otro piloto salían con sus respectivas avionetas llevando a
Diego y a Jesús en busca del oso grizzly del Ártico, nuestro piloto saliera con Fernando y yo en busca también del
oso grizzly. Para esto consiguió un Cessna 180, aparato
muy pesado, impropio para ese tipo de terrenos siempre
cubiertos de nieve, como muy pronto lo comprobaríamos.
Yo creo que nuestros pilotos alquilaron ese aparato con el
fin de que saliéramos de nuestro involuntario encierro y
explorando un poco se nos quitara el aburrimiento, a la vez
que probáramos suerte. Ya explique antes que los vuelos
sobre el Ártico deben hacerse por parejas dé avionetas,
como previsión, pues si algo ocurriese a una, ahí está la
otra para socorrerla; pero nosotros partimos sin pareja, so-
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los en nuestro Cessna.
Los preparativos para salir son interesantes e impresionantes la primera vez, porque hacen suponer, desde luego, lo peligroso de los vuelos. En la parte trasera del avión
se cargaron: 3 balsas de dormir, 6 botes tipo alcoholero
con gasolina de re- puesto —dichos botes llegaban justamente hasta el respaldo de nuestros asientos— y luego
unas raquetas para caminar sobre la nieve. Las bolsas de
dormir son necesarísimas en caso de un aterrizaje forzoso, en que se vea uno obligado a pasar la noche a campo
abierto. Sin ellas, sencillamente moriría uno congelado, y
lo mismo ocurriría si se introduce uno en el avión, que se
convierte en un congelador.
Durante la temporada de caza en el Ártico, pocos días
antes de iniciarse los deshielos, lo primero que se advierte
al cazador es que nunca se olvide de su bolsa de dormir.
Dicho artefacto es tan indispensable allí como lo es el machete para nuestra gente costeña en los estados de Guerrero o Oaxaca.
Nuestro Cessna despegó tomando rumbo noroeste
para seguir la ruta de Kiana y Shungnak, a lo largo del río
Kobur, que nace en las montañas de la alta región Brooks
Range. El avión volaba a 50 km por hora. A los 45 minutos
volábamos siguiendo el río, naturalmente congelado. A uno
y otro lado había montes de poca altura, cubiertos de nieve
y de raquíticos abedules que daban una triste impresión de
la pobre flora de enferma apariencia. Vimos más chozas,
y el avión siguió elevándose; enfrente teníamos a la vista
un panorama casi idéntico a los altos y blancos picos de
los Alpes.
Sobre una loma vimos un grupo de caribúes y poco
después, volando como buitres, entre los cañones de blancas nieves, vimos hasta 3 osos grizzlies. Lion buscó lugar
donde aterrizar, pero no fue posible; seguimos volando y
elevándonos para rebasar la barrera de montañas.
Ya no veíamos ninguna planicie, sólo picos blancos. El
piloto consultaba a cada rato su carta de navegación para
asegurarse de su ruta y de que no andábamos perdidos. El
cielo seguía nublado, gris, triste, y nosotros muy nerviosos
y preocupados con aquel continuo volar entre montañas.
Al fin pasamos la cordillera, y el panorama que se presentó
a nuestra vista no podía ser más impresionante: una inmensidad de picos por todos lados, como si estuviéramos
en otro mundo. En estos momentos ya no quería ver un
grizzly, lo que más deseaba era regresar a Kotzebue. Lion
volvió a consultar su carta, continuamente volteaba a ver
el nivel de la gasolina marcado por dos aparatitos dentro
de la cabina, correspondientes a cada depósito; uno de
ellos marcaba cero y el otro menos de un cuarto. Llevábamos tres horas de vuelo cuando empezamos a descender
y poca después aterrizamos sobre los hielos de una laguna
congelada; era el lugar donde nace el río Kobur. La capa
de hielo era lo suficientemente gruesa y soportó el peso
del avión.
Vaciamos en los depósitos la gasolina que llevábamos
en los botes y volvimos al aire. El despegue fue fácil, parque a esa altura y con el fuerte viento, el hielo estaba bien
endurecido. No tenía noción de la dirección que tomamos,
sólo me daba cuenta que descendíamos, siempre volando
a baja altura, entre los cañones, y las cimas de las montañas sobre nuestras cabezas, con el temor de que una racha de viento fuerte nos estrellara, pero estos pilotos están
acostumbrados a ello. Vimos otro grizzly, y esta vez Lion
decidió aterrizar; lo seguimos, el oso corría sobre la nieve
volteando la cabeza; casi estábamos sobre él, a bajísima
altura.
—Tan pronto pare el avión, saltas y disparas
—me dijo Lion.
Me preparé, revisé mi rifle .30-06 cargado con balas de
180 granos, punta suave. La velocidad del avión sobrepa-
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Bien abrigado y listo para emprender el vuelo en busca
de osos polares y grizzlys.
Las emociones y el peligro
son el principal atractivo
de la caza mayor
só al oso. Nos elevamos un poco para dar vuelta por un
cañón del lado izquierdo. Momentos después, volvimos a
ver al oso, y esta vez calculó bien la distancia, aterrizamos
a unos metros del plantígrado, que no paraba de correr.
La distancia era corta, y el oso, con su hermosa y brillante
piel de un café oscuro, presentaba entre la nieve un fácil
blanco, pero... Pues esa forma de cazar era nueva para
mí, tenía que proceder con rapidez y la angostura del avión
me impedía movimientos. La primera dificultad fue abrir la
puerta, con mi rifle y mis binoculares al cuello, luego vino
lo peor: al saltar sobre la nieve fresca y blanda me hundí
casi hasta la cintura, recibiendo una inesperada impresión,
como la de aquel cazador que en terrenos desconocidos
suele caer en arenas movedizas, sin esperanzas de salvarse.
Mientras me repuse de la inusitada sensación recibida,
el oso estaba ya bien lejos; le hice dos disparos que no
dieron en el blanco, pero creo que en tales circunstancias
cualquier cazador, sin suficiente experiencia en las nieves
y hielos árticos, hubiera errado el tiro. Días después tuve
la revancha.
Volví al avión, Lion echó a andar el motor y, aterrorizados, nos dimos cuenta de que por más esfuerzos que
hacía desbocando el motor no lograba despegar. ¡Ni un
metro se movió el aparato! ¡Nos habíamos atascado en la
nieve blanda y profunda!
Nos bajamos y apreciamos que todo el sistema de esquíes de que iba provisto el Cessna desaparecía en la nieve. Fernando y yo nos bajamos para aligerar el peso. Dos
veces más intentó Lion mover el avión; todo fue inútil. No
sentimos pánico, pero sí estábamos asustados. Me tranquilizaba un poco el hecho de que los días eran largos,
amanecía a las 4 y oscurecía a las 9 de la noche: teníamos
muchas horas por delante.
El día seguía nublado, amenazaba tormenta, nieve y
ventisca. Mientras Lion se rascaba la cabeza pensando en
cómo diablos salir del atolladero, la angustia oprimía nuestro corazón. ¿Quién, cómo, de dónde, en esa soledad po-
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dría llevarnos ayuda? Suponiendo que por radio se comunicara con otro aviador, ¿qué podría hacerse si la brújula
resultaba inútil?, y ¿cómo descubrirnos si el avión quedaba
cubierto de nieve? Un ligero Piper se hundiría menos en
la nieve, pero ¿cómo diablos sacar un Cessna? Me hacía
todas estas reflexiones, mientras con una simulada sonrisa
para tranquilizar a Fernando, le comentaba:
—Cualquier cosa podía imaginarme, menos que en
un avión nos atascáramos en la nieve, igual al atasco del
Land Rover, a pesar de su doble tracción, en los pesados
terrenos arenosos de Angola.
Mi chiste no hizo reír a Fernando; no obstante su temprana edad, bien se daba cuenta del peligro en que nos
encontrábamos. Lion lo intentaría una vez más, pero antes
nos instruyó sobre cómo lo ayudaríamos: mientras él desbocaba el motor, nosotros haríamos fuerza colocándonos
uno bajo cada alerón del avión empujando hacia arriba y
al frente. ¡AI tercer intento, la maniobra dio resultado! El
avión se movió unos 5 metros sobre nieve más firme; luego
lo abordamos y felizmente despegamos, saliendo así del
atolladero.
No se cuánto hubiera dado por obtener una fotografía
mientras, hundidos en la nieve hasta las rodillas, empujábamos al pesado Cessna.
—Igual que en Angola ... ¿no? —repetí a Fernando.
—Sí, o igual que cuando vamos a cazar las agachonas
entre el lodazal —me contestó esta vez con una franca
sonrisa—, pero estuvo feo, Pap. Imagínate el avión atascado en la nieve a dos horas de vuelo de nuestra base, con
temperatura de 30 grados centígrados bajo cero, sin más
alimento que unos cuantos chocolates en esa inmensa soledad entre montes cubiertos de nieve; a cualquiera se le
arruga el cuero.
—Tienes razón, claro pero ... ¿Acaso no son el peligro
y las fuertes emociones el principal atractivo, la esencia de
la caza mayor?
—Pues sí, Pap, pero con menos dosis.
En esto nos interrumpió Lion que seguramente adivinaba nuestra platica, puesto que no entendía ni “jota” de
castellano.
Es muy peligroso aterrizar en las superficies
heladas.
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—¿Saben, .. ? El Cessna es muy pesado para este tipo
de caza.
—Pues preferimos que no vuelvas a intentarlo —contesté—, no quisiéramos morir como paletas.
De regreso a Kotzébue ya no nos detuvimos, solo observamos huellas de grizzly, de caribúes y de lobos del ártico, que por su gran tamaño y largo pelaje son muy bonitos,
huellas que aprendí a distinguir en la nieve desde nuestro
avión, el cual siempre volaba a muy baja altura. Aterrizamos en nuestra base después de 6 largas horas de vuelo,
sobre áreas del Círculo Polar Ártico.
Al día siguiente, volvimos a salir en el mismo Cessna.
Esta vez enfilamos rumbo a Kivalina, a todo lo largo de la
costa, en busca del oso polar.
Después de 15 minutos, el panorama que se presentaba ante nosotros era diferente al del día anterior. A nuestra
izquierda estaba el Estrecho de Behring y más al noroeste
el Mar de Chukohi, todo era un blanco manto de nieve; la
monótona e inmensa planicie de hielo corrugada, efecto
de la presión interior del océano, presentaba algunos tramos de agua libre o gigantescas lagunas limitadas por los
bancos de hielo a la deriva. A nuestra derecha quedaban a
distancia las altas montañas de Baird. No creo que voláramos a más de 150 metros de altura, pues a más no sería
fácil descubrir las huellas de un nanook. Pasamos sobre la
desembocadura del río Kivalina y seguimos internándonos
más en el campo de hielo formado sobre el mar. Seguramente cruzamos la línea divisoria de la frontera, porque
Lían nos dijo:
—Eso que ven allá, a su izquierda, es Siberia.
—Pues no te arrimes mucho —contesté— no sea que a
esos hijos de. .. Lenin se les ocurra bajarnos a tiros.
Seguimos adelante en la misma dirección y minutos
después divisamos Punta Hope, lugar famoso por la abundancia de osos polares, pero hasta entonces no habíamos
visto una sola huella. Allí cambiamos la dirección volando hacia la derecha, en dirección al norte. En 40 minutos
más de vuelo pasamos sobre el Cabo Ice. Ya estábamos
muy cerca de Punta Barrow, la parte más septentrional de
Alaska, y entonces vimos que nos que nos quedaba poca
gasolina en los depósitos. Nuestro piloto decidió regresar;
llevábamos tres y media horas de vuelo casi en línea recta
hacia el polo, a partir de la Punta Hope. Después de repasar el Cabo Ice, descubrimos una de esas cabañas de
lámina que tanto usó el ejército de Estados Unidos en la
guerra.
Lion decidió aterrizar para vaciar en el avión los botes
de gasolina que teníamos de repuesto.
En tanto viajábamos cómodamente en el Cessna no
habíamos sentido frío, pero cuando bajamos, aun cuando
íbamos bien abrigados con nuestras parkas y guantes especiales, nos golpeó la cara un viento tan helado y cortante
que mordía la carne; un frío tan intenso como nunca lo
había sentido, pero no había ventisca. El “campo” estaba
cubierto de nieve fresca y suave, en la cual nos hundimos
hasta la rodilla. Nos dirigimos a la cabaña grande con la esperanza de encontrar a alguien; abrimos la puerta que no
estaba asegurada y entramos; no había ni un alma, pero
sí mil cajas que no supimos qué contenían. Salímos de la
cabaña y a unos 30 metros vimos una pequeña tienda de
campaña, de lona, tipo cónico, como la de los “pieles rojas”, seguramente para que ofreciera menor resistencia al
viento; estaba también vacía, medio cubierta por la nieve;
era pequeña, para un solo hombre. Regados sobre la nieve había gran cantidad de tambos vacíos. Después de la
inspección procedimos a cargar gasolina, tarea que no fue
tan fácil con aquel viento helado que mordía. Mientras Fernando ayudaba a Lion yo me alejé un poco a contemplar
y sentir ese mundo desolado, frío, inmenso, en el que no
habíamos descubierto en 400 km de vuelo una sola huella
humana, o de algún animal o de algún trineo.
¡Ya no hay
“tierras incógnitas”!
Vino luego a mi memoria la primera expedición que llevó a cabo en 1909, Robert Peary; lIegó al punto exacto
del Polo Norte, al punto donde para cualquier lado está
el sur. ¡Qué tenacidad! ¡Qué lucha tan dura en esa infinita soledad glacial sin horizonte! ¡Cuántas penalidades,
incertidumbres y aprensiones habrá sufrido ese hombre de
férrea voluntad, que llegó a la meta en trineo acompañado
solamente por un asistente y cuatro esquimales! “Siéntete
pobre, pero no te sientas solo” reza el refrán.
Un hombre perdido en las ardientes arenas del Sahara, un hombre solo en las inmaculadas nieves del Ártico o
en la Antártida, como ocurrió al capitán Robert F. Scott en
su última expedición al Polo Sur; o un hombre perdido en
las selvas asiáticas o africanas, pasa, indiscutiblemente,
por los momentos más angustiosos, terribles y dramáticos
de su existencia. Debe ser, por su esencia, la agonía más
lenta y dolorosa, física y mentalmente, en la vida de un
ser humano. ¡Cuántos hombres perdidos han encontrado
la muerte en su continuo afán de descubrir y poner su pie
sobre tierras incógnitas y vírgenes!
Pero llegó el maravilloso siglo XX, para el que ya no
existen las tierras desconocidas; el hombre de este siglo
conoce ahora los lugares más recónditos del mundo. Hasta los inaccesibles picos Himalayas que son miles, han
sido contados, pero muy pocos han sido hollados, profana-
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El almirante Robert Peary acompañado de los perros esquimales que le ayudaron
a alcanzar el Polo Norte el 6 de abril de 1906. El noruego Raold Amundsen
plantó su bandera en el Polo Sur el 16 de diciembre de 1911.
dos por el paso del hombre. La Tierra no tiene ya secretos.
La avidez de Piccard lo llevó a las grandes profundidades
del mar; Peary llegó al Polo Norte y James Calvert, en un
submarino nuclear, cruzó y estudió el fondo del Océano
Glacial Ártico (que cubre montañas de 3 000 metros bajo
el nivel del mar), pasando por debajo del casquete polar,
de Alaska a Noruega.
El noruego Amundsen y el inglés Scott zarparon y dirigieron sus expediciones para descubrir el Polo Sur. La
suerte favoreció al noruego y llegó primero; 15 días después llegó Scott y comenzó el drama: el regreso. Partió
de Inglaterra con 20 hombres, 15 de ellos retrocedieron al
llegar al paralelo 87; sólo él y otros 5 pisaron el Polo, pero
ninguno de éstos volvió a su hogar. Fueron tantos sus sufrimientos físicos y morales, la fatiga y el hambre bajo temperaturas de 70 y 80 grados bajo cero —temperaturas en
la que hasta el kerosene se congela—, que uno de ellos se
volvió loco. En pleno invierno, sin petróleo y sin alimentos,
sólo un milagro podía salvarlos, pero ese milagro nunca
llegó. Presentían la muerte, pero caminaban por instinto
arrastrando trabajosamente los pies. Otro de ellos, pretextando “algo”, salió por la noche de la tienda en busca de la
muerte en el frío intensísimo. Para colmo de calamidades
los sorprende una ventisca tan fuerte que les fue imposible
caminar. El 29 de marzo de 1912, los cuatro hombres que
quedaban ya no salían de su tienda. Sabían que iban a
morir y se metieron en sus bolsas de dormir, cada uno se
tomó 10 tabletas de morfina para acelerar la muerte sin
sufrimientos físicos, y así esperaron. Nadie decía una sola
palabra en esos momentos en que solo, frente a la muerte muy próxima, Scott seguía escribiendo con profunda
amargura y resignación, pero con la esperanza de que al
lado de su cadáver fuese encontrado su “Diario”, en el que
figuraban muchas cartas dirigidas a los familiares de sus
compañeros muertos en tan heroica hazaña. No pueden
ser más conmovedoras sus últimas palabras escritas: “Remitid el «Diario» a mi esposa”. Pero luego tacha la palabra
“esposa” y escribe: “viuda”.
Después de esas dolorosas meditaciones, levanté la
vista al cielo pensando en las vidas que se sacrificarán en la
carrera de la investigación espacial que atrae actualmente
la atención del mundo. Un grito de i Listo. .. vámonos!, me
sacó de mi arrobamiento. Ahí estaba ya el pájaro de acero
que en corto tiempo nos llevaría al calor del restaurante de
Esteban Salinas; al buen café caliente, la buena cena de
carne de caribú y un buen trago de coñac. ¡Es la era actual
que nos regala el siglo XX; en pocos minutos nos lleva de
un lugar intensamente frío a un lugar cómodo y calientito!
Abordamos el avión tras un último vistazo a aquella
solitaria cabaña. que muy probablemente era uno de los
puestos de avanzada, de abastecimiento para las expediciones de investigaciones científicas. La puerta estaba sin
llave porque, ¿quien y cómo puede alguien llegar a esas
lejanas y solitarias latitudes con el propósito de robar?
De regreso tampoco vimos una sola huella de oso polar
en todo el recorrido de siete horas de vuelo sobre los hie-
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los. Al aterrizar en Kotzebue nos encontramos con la grata
nueva de que Chuy Zambrano había tenido mejor suerte,
pues logró abatir un buen ejemplar de oso polar, acontecimiento que, a falta de champaña, celebramos con un buen
café con “piquete”.
Al día siguiente, habiendo quedado libre uno de los Pipers —recuerde el lector que lo indicado en cacería del
Ártico es salir en avionetas ligeras y en parejas, por si
ocurre un accidente a alguna de ellas—, salieron Diego en
una y Fernando en la otra. Ese día también fue de suerte;
ambos cazadores abatieron sus nanooks, pero el de Fernando resultó un poco chico, de 7½ pies, que estaba lejos
de dejarnos satisfechos. Le hice saber al piloto John mi inconformidad, y entonces me propuso que por la mitad de lo
que cobran, Fernando podía cazar otro oso haciendo uso
de su licencia personal. Y de esa manera volvió la alegría
al corazón de Fernando, a quien se le veía triste.
Al día siguiente Diego abatió un buen grizzly ártico, y
desde entonces las dos avionetas quedaron a nuestra disposición para salir a cazar juntos Fernando y yo.
Diego Sada y Jesús Zambrano regresaron a Monterrey,
México; sentimos la ausencia de tan buenos amigos, hechos en un encuentro y en un lugar que nunca imaginamos.
En contraste con el frío polar, todavía, después de muchos
años, subsiste en nuestros corazones el cordial calor de
una amistad nacida entre los hielos del Ártico. ¡Salud a
esos dos buenos amigos con quienes formamos el primer
grupo de cazadores mexicanos que nos aventuramos a la
caza del nanook, el monarca de los hielos!
minosa parka de piel de foca; me sentía, exagerando un
poco, como deben sentirse los astronautas dentro de sus
cápsulas espaciales; hasta los guantes y botas insuladas
me resultaban estorbosas. En los tirantes que hay debajo
de los alerones iban sujetas unas raquetas que apenas si
cabían ya en la cabina. En esa apretura, casi inmóviles,
habíamos de volar de 5 a 6 horas diarias.
El día era despejado, anunciaba buen augurio. Despegamos y minutos después se presentó a nuestra vista el
panorama, ya familiar, de los inmensos mantos de hielo.
La salida de dos avionetas juntas, sin perder contacto,
tiene doble objeto: uno, ya señalado, es el del socorro en
caso de que una sufra una avería. El otro es el sistema
de vuelo para encontrar el rastro de un oso, que es el siguiente: un piloto debe volar a muy baja altura —a 50 metros— para que le sea más fácil descubrir la huella del oso,
por cuyo tamaño apreciará si es o no un buen ejemplar;
esta tarea es un tanto agotadora debido a la brillantez de
la nieve, la cual cansa la vista. El otro piloto volará a mayor
altura, con la única tarea de no perder de vista a su compañero, de modo que su mente y su vista estarán frescos
para entrar de relevo. Cada media hora deben efectuarse
los relevos.
Primero me tocó volar a baja altura. De trecho en trecho observaba los amplios campos de hielo que presentaban diferentes colores: azul oscuro, azul gris y otros muy
blancos. Los primeros se veían muy planitos, sin crestas:
éstos son los lugares peligrosos que deben evitarse para
aterrizar, pues su color gris pálido indica que el grueso de
la capa de hielo sobre el mar es muy delgada, tanto que no
soportaría el peso de una avioneta.
Así fue como en 1958 perdió la vida el piloto Jack Hovland en un infortunado aterrizaje sobre un manto de hielo
muy delgado; inexplicable porque era muy experimentado
en vuelos sobre el Ártico. Tal vez hubo exceso de confianza. Su avión, un Aeronca, rompió el hielo y se hundió en las
frígidas aguas. Jack pudo salir del aparato, pero no llegó
vivo al bordo del banco de “hielo grueso”.
Normalmente a un hombre le quedan muy pocos momentos de vida si cae en esas gélidas aguas saladas del
Ártico, cuando el termómetro marca 30 grados centígrados
bajo cero y el viento es fuerte; entonces la muerte es segura. Sólo un milagro, como ocurrió al cazador Tony Sulak, quien acompañaba a Jack, puede salvar la vida. Tony,
hombre de robusta complexión y buen nadador, pudo salir de la cabina, rompió a puñetazos la delgada pero dura
capa de hielo y se abrió paso hasta llegar al banco de hielo grueso, donde, desesperados por no poder ayudar en
nada, le tendieron la mano Bill Niemi y Frank Gregory que
tripulaban la otra avioneta y habían aterrizado en campo
Dos osos polares abatidos
en un día
El 20 de abril, a las 8:30 a.m., Fernando y yo abordamos nuestros respectivos Pipers. El de Fernando lo piloteaba John Swiss, a quien concedía yo mayor experiencia
y pericia para volar, aterrizar y despegar los ligeros aparatos en tan difíciles y peligrosos lugares, sin pistas de
aterrizaje. Mi avionetita la tripulaba Lion, quien todas las
mañanas olía a alcohol y durante los vuelos no dejaba de
fumar y tomar café.
Acostumbrados a la relativa amplitud del Cessna, me
sentía muy incómodo en el Piper, debido a la estrechez;
la cabina del asiento trasero en que iba sentado medía 75
centímetros de ancho. Atrás de mi asiento iban botes de
gasolina de repuesto, bolsas de dormir, raquetas para caminar sobre la nieve y otros utensilios. A un lado del asiento, estaba mi rifle, listo para saltar de la avioneta con él en
las manos; los binoculares colgados de mi cuello, la cámara Bollex Paillard de 16 mm. sobre mis piernas y mi volu-
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La caza del oso polar por
medio de avioneta se realiza
siempre con 2 aparatos.
seguro, sobre un banco de hielo de casi un metro de espesor.
Constantemente inclinaba mi guía la avioneta para uno
y otro lado, con el fin de ver y no perder nuestra línea de
rastreo. Así fue como tuve la oportunidad de observar los
“respiraderos” a cuyas orillas se veían las focas disfrutando del sol; pero al aproximarse, el ruido de la avioneta las
asustaba y escabullían el bulto saltando al agua por el respiradero desapareciendo bajo la capa de hielo. La cosa era
divertida.
Entonces, para ver mejor, inclinaba la avioneta al lado izquierdo y derecho, para volverla a encontrar. No sé cuánto
duraríamos volando en esa forma, pero debe haber transcurrido más de media hora. Me sentía impaciente por ver el
primer oso polar, examiné mi rifle .375, mientras Lion volvía a comunicarse con John, pues ya era hora de cambiar.
Nos elevamos y la avioneta de Fernando bajó a continuar el huelleo. Ya era tiempo, pues hasta yo sentía la vista
fatigada por la tensión y el brillante reflejo del sol sobre ese
resquebrajado manto de nieve, de un blanco deslumbrante
que lastima. Si en la alta montaña cubierta de nieve un
alpinista se olvidara de llevar los anteojos especiales polarizados, se expondría a quedar ciego.
A los 10 minutos de habernos elevado para descansar, nos comunicó John que ya volábamos sobre el oso y
que era de buen tamaño. Como a mí me tocaba cazarlo,
bajamos en “picada”, y pronto descubrí al plantígrado que
corría y saltaba sobre los crestones que ya he descrito. El
animal se veía de color crema sobre la nieve.
Seguimos volando en círculos, buscando algún lugar
plano, sin crestones, donde poder aterrizar, cosa que me
parecía imposible. Todo el mar congelado parecía un manto de hielo corrugado; no se observaba un lunar plano; parecía un papel periódico muy blanco que se arruga entre
las manos y luego se extiende. Debíamos aterrizar nosotros y John permanecer en el aire, hasta estar seguro de
que nuestro aterrizaje había sido sobre hielo de un espesor
consistente. No perdíamos de vista al oso. De pronto, Lion
inclinó el aparato y bajó en círculo; no podía yo imaginar
dónde se proponía aterrizar. Por ahí se vio un lunarcito plano y muy blanco, pero parecía tan chiquito que no creí ...
—¡Listo con tu rifle! —gritó Lion— interrumpiendo mis
De un certero tiro
cae mi oso polar
El día era claro, brillante, con un cielo sin nubes. Después de dos largas horas de vuelo sin ver más que focas
huyendo por su respiradero, exclamó mi piloto:
—Mira ... Allí está una huella que me parece grande y
fresca ... Vamos a seguirla.
Acto seguido se comunicó con el otro piloto que volaba
más alto, a 200 metros sobre nosotros y empezó el rastreo.
Nunca imaginé las horas que íbamos a durar siguiendo la
huella hasta descubrir la pieza; pero creo que si en lugar
de avioneta hubiésemos usado trineos, diez días no hubiesen bastado.
Yo me encargaba de seguir en la nieve las huellas por
el lado derecho y Lion por el izquierdo. La huella del oso
señalaba un continuo culebreo, seguramente en busca de
focas en las “lagunas” —grietas en la capa de hielo que
dejan angostos canales de aguas libres cubiertas por una
muy delgada capa de nieve—, que cruzaban en nuestra
línea de vuelo haciéndonos perder la huella por momentos.
260
ALASKA - 1957
El oso nadaba entre los témpanos ...
conjeturas.
Llevaba la cámara de filmar sobre mis piernas, pues habíamos acordado que al bajarnos de la avioneta la tomaría
Lion para filmar la escena. Tocamos “tierra” y en una tira
de 100 metros paró el Piper, que por poco choca contra
los témpanos de hielo. Cuando salté ya no vi al oso pues
se perdía entre los grandes témpanos, pero John seguía
volando en círculo para señalarnos el lugar donde andaba;
de hecho era una arreada con avioneta.
No esperé a Lion. Sintiendo que la nieve estaba relativamente dura —apenas si se hundían mis botas unas cinco pulgadas—, no hacía falta usar las raquetas para nieve;
me adelanté en dirección sobre la que volaban a baja altura John y Fernando. Después de caminar unos 100 metros
volví la cabeza. Vi que me seguía Lion; pero ¡había olvidado la cámara! Con más experiencia en ese tipo de caza,
hubiera hecho que regresara por ella, pues, al fin y al cabo,
una vez localizado un oso polar no hay salvación para él.
Si se aleja mucho puede uno volver a la avioneta y seguirlo, a menos que se arroje en aguas libres —el oso polar es
magnífico nadador—, pero en esta ocasión quedaban muy
distantes. Como siempre me ocurre, lo que importaba era
la caza y no la filmación, que por cierto hubiera resultado
interesante; esta vez ejecuté un tiro certero.
Al llegar a un cordón de crestones formado por grandes
témpanos de hielo, me trepé sobre ellos tratando de descubrir al oso. Lo vi a unos 250 metros, venía en dirección
mía dando zigzags, a cada instante se me perdía de vista
y volvía a aparecer debido a ese laberinto de cordones y
montones de témpanos hasta de tres metros de altura. Seguí avanzando, quería alargar, saborear esos momentos,
convencido ya de que cuando más cerca se realice el lance, mejor colocado será el tiro del cazador. Lo volví a ver
a 150 metros y me detuve; si seguía avanzando en aquel
“bosque de hielo”, corría el peligro de toparme, de dar de
narices, repentinamente, con ese monarca, el cual, por el
ruido de las avionetas, corría .ya “avisado” por su instinto
del peligro que lo acechaba, y con frecuencia levantaba la
cabeza abriendo el hocico como protestando por la intromisión de esos malditos pájaros de acero que invadían sus
dominios.
Cuando lo tuve más cerca, noté que algo colgaba de
su hocico, no podía imaginar en esos momentos lo que
pudiera ser y no le pregunté a Lion, pues para entonces
ya me sentía bastante molesto porque olvidó la cámara
de filmar. Nos ocultamos detrás de un montículo de hielos
muy duros, y esperé a que se acercara un poco más. Ya
estaba yo preparado, tirado sobre el hielo con mi .375 listo.
Hasta entonces, con la emoción, no había sentido el rigor
del viento helado en mi mano derecha, de la cual me había
quitado el guante, con el fin de conservar la sensibilidad
en mis dedos al oprimir el gatillo y evitar alguna torpeza al
maniobrar mi rifle, en caso de necesitar varios disparos.
Una bestia que pesa más de 500 kilos no cae fácilmente
de un solo tiro, pero tuve suerte. Nanook seguía acercándose, cuando lo tuve a unos 80 metros, en un instante que
se atravesó, disparé y el gran oso cayó sobre sus huellas;
guardé unos momentos mi posición de tiro, y ya cierto de
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ALASKA - 1957
que nanook no se levantaría, me encaminé hacia él. En
esos momentos alguien gritó tras de nosotros:
¿Qué. . . todos ustedes matan siempre de un solo tiro?
Era John, quien junto con Fernando, corrían a reunirse
con nosotros. Había sido tal mi concentración en los movimientos del oso que no me había dado cuenta cuando
aterrizó John.
El elogio a mi tiro, sincero o no, se debía a que también Fernando había abatido de un tiro su primer oso polar.
Fernando, emocionado, me dio un estrecho abrazo; había
presenciado toda la acción y sin poder filmarla, pues sólo
llevamos una cámara, la que olvidó Lion.
—Buen tiro, Pap.
La impresión que causa la sangre sobre la blanca nieve es notable. Cuando llegamos al oso, descubrí con gran
sorpresa que lo que colgaba de su hocico era una foquita
que acababa de cazar y no alcanzó a probar. El animalito
—por gracia de la Naturaleza— para protegerse de sus
perseguidores tenía el largo y sedoso pelo de su piel casi
del color de la nieve —un buen ejemplo de mimetismo—,
no estaba maltratada, y con la instantánea muerte del oso,
quedó prendida entre sus poderosos colmillos.
Después de tomar algunas fotos, nos dedicamos a quitar la copina.
—Ándale. . . -me dijo Lion—, ayúdame a desollarlo.
Al quitarme los guantes insulados y agarrar mi cuchillo,
sentí el tremendo frío y el fuerte viento; tenía las manos
heladas, entumidas, insensibles; para calentarlas hice lo
mismo que Lion: con el cuchillo hacía en los costados del
oso, ya sin piel, una larga y profunda incisión y metía las
manos en sus carnes, bien calientitas.
Terminada la faena y con el corazón alegre, cargamos
en mi avioneta la piel, que apenas cupo, y levantamos el
vuelo para iniciar la búsqueda del segundo oso polar correspondiente a Fernando. Vimos cuatro osos que nos parecieron chicos; sólo me ocupé de filmar un poco. Dos horas después, descubrimos una huella grande, cuyos filos
no los había derretido el sol, lo cual indicaba que era una
huella fresca. ¡Estábamos de suerte! John siguió la huella
y 15 minutos más de vuelo aterrizó en otro lunar apropiado, mientras Lion y yo seguíamos volando en círculos sin
perder de vista al nanook.
Fernando tenía tal confianza en su rifle .30-06 que
se empeñó en usarlo con bala de 180 gr. rechazando mi
.375, que estimo el calibre más apropiado para animal tan
grande. Recordando que yo también, en mi segundo safari
africano, había liquidado a un león de un solo tiro con mi
.30-06, no tuve inconveniente en dejarlo a su gusto. Al fin
y al cabo ya tenía más experiencia y más edad que en su
primera “cacería de altura”.
Ciertamente, lo que más cuenta es el lugar vital donde
se pega, donde se coloca la bala.
Cómo abatió Fernando su segundo “nanook”
Será mejor transcribir aquí las anotaciones del “Diario”
de Fernando:
“Equivocadamente habíamos seguído las huellas del
primer oso que maté, pero torcimos el rumbo y encontramos otras huellas de uno que parecía estar borracho, pues
daba muchos círculos y «ochos».
“Aquí el terreno estaba muy difícil, había muchos respiraderos de focas y trechos de agua, en los que se lanza-
Contemplo con satisfacción la pieza abatida.
En primer término se encuentra la foquita
que el oso acababa de cazar y la cual no
tuvo tiempo de comer.
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“El oso apareció majestuosamente,
a unos 175 metros ... “
ba el oso perdiéndose la huella, pero después, por alguna
parte, la volvíamos a encontrar; en una ocasión marcó 3
«ochos» continuos, luego trazó un círculo de unos 20 metros, después caminó hacia el centro y marcó dos líneas
como manecillas de reloj. Finalmente, ese loco tomó una
sola dirección y fue entonces cuando lo vímos caminando
pacíficamente, examinando los respiraderos.
“Dando un semicírculo acrobático aterrizó John y nos
bajamos, mientras Lion y mi papá seguían volando, tratando de arrear al oso en nuestra dirección; nos escondimos
tras de un témpano de hielo y lo vimos aparecer majestuosamente, a unos 175 metros, con la cabeza levantada,
como venteando. Lo dejé arrimar hasta unos 100 metros,
lo podía haber dejado acercar más, pero la emoción era
muy grande y no esperé más; disparé, dio una media vuelta y cayó, pero se volvió a levantar. Mi tiro le pegó bajo la
barba y le atravesó el cuerpo. Apunté a ese lugar, porque
recordé el buen tiro con que maté mi león africano. Para
el oso debía haber apuntado dos pulgadas más abajo y
probablemente hubiera quedado tendido.
“Mi oso corrió alejándose por la derecha; se cubría un
poco con las «reventazones», pero en un clarito tiré de
nuevo y volvió a caer y levantarse. Desde mi primer tiro iba
dejando en la nieve un reguero de sangre muy notable. Dio
una vuelta en «u» y se me vino encima. Estaba a unos 90
metros. Volví a tirar y cayó por tercera vez. Estaba sorprendido de la vitalidad de estos peludos animales, ya tenía 3
balas de 180 gr. de mí .30-06 bien puestas y no moría; la
primera le entró por la garganta, la segunda tantito atrás
del codillo y la tercera en los pulmones, Por fin, cuando estaba a 75 metros, tiré mi cuarto disparo aprovechando una
volteada que dio a la derecha y le rompí la espina. Cayó
para no volverse a levantar. Había tanta sangre sobre la
nieve que aquello parecía más bien el Mar Rojo.
“Mi papá y los pilotos me felicitaron, yo me sentía feliz
porque el oso era de igual tamaño que el de mi papá. Gocé
mucho, aunque no lo haya matado de un solo tiro.
“Así acaba nuestra entrevista con los osos polares del
Ártico. Son impresiones que difícilmente las supera otro
deporte y que jamás se olvidan.”
Hasta aquí el “Diario” de Fernando.
Tomamos las fotos de rigor, quitamos la piel y la medimos. No estaba mal, casi igual que la de mi oso, el cual
midió 9 pies más 3 pulgadas. Ninguno de los tres osos
abatidos fue un récord, pero todo oso polar que mida más
de 9 pies se considera como un buen trofeo, y de los que
tumbamos, dos sobrepasaron esa medida. Por otra parte,
en la escala récord lo que cuenta, tratándose del oso polar,
son las medidas del cráneo y no las dimensiones del tamaño del cuerpo, aunque preferiría un oso polar gigante a
pesar de que su cráneo no fuese récord mundial. ¡Son tan
grandes y bonitos ... !
Al terminar la cacería, no me sentía satisfecho, necesitaba volver al Ártico y cazar otra vez tan interesantes plantígrados. Quería abatir por lo menos uno que pasara de los
10 pies y luciera ya disecado junto al enorme y no menos
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interesante oso Kodiak; Fernando y yo lo intentaríamos
otra vez el año 1963. Hicimos de nuevo el largo viaje a
ese extraño mundo, donde el más pobre habitante esquimal vestía las pieles más finas, donde todavía en algunas
regiones reina la paz bajo un cielo metálico frío, gris y deprimente; donde el hombre se siente verdaderamente libre,
sin más ambición que una choza acogedora, una lámpara
de grasa que le brinde luz y calor y su buena reserva de
“Mee-Kee-Gak” —piel y carne picada de ballena conservadas dentro de una “bota” de foca—.
Cerca del lugar donde cayó el oso polar de Fernando
había una gran área de crestones de témpanos de hielo,
tan gruesos y macizos, que parecían gigantescos cubos
de hielo transparentes, amontonados de tal modo que daban forma a las múltiples figuras caprichosas que con los
rayos del sol producían unos maravillosos matices verde-
azul, presentando un fantástico prisma de colores como un
caleidoscopio que sólo la Naturaleza o una genial imaginación pueden crear. Lo menos que pude hacer fue tomar
unas fotos a colores.
Felices, aterrizamos en Kotzebue a las 6 p.m. sin haber
probado bocado ni bebido un trago de agua en todo el día.
No hacía falta.
Cae un “grizzly” típico,
de uñas blancas
Ya habíamos cumplido nuestra cita con los osos polares, ahora tocaba su turno a los “grizzlies” del Ártico. Este
oso vive, principalmente, en las montañas nevadas, desde
el Estrecho de Behring hasta la latitud 70 en el estado de
Alaska. Hiberna como el oso Kodiak y el oso prieto; en
Fernando con su segundo “nanook”.
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Nos dirigimos hacia las nevadas montañas
en cuyos cañones encontraríamos
los osos grizzly.
abril termina su largo sueño invernal y sale de su cueva, es
cuando su piel es más hermosa, larga, sedosa y limpia. A
diferencia del oso polar, el grizzly es un plantígrado omnívoro; come frutas, plantas, raíces, etc. y su presa favorita
es el caribú. Es muy parecido al oso Kodiak, sólo que más
chico; su pelaje es muy sedoso y largo.
Nos tocó un bonito día de radiante sol, pero el frío seguía intenso; siempre estuvimos a temperaturas bajo cero.
Nuestros Pipers enfilaron rumbo a las montañas alejándonos del mar congelado. Después de una hora de vuelo
ya no se veía un lugar plano, sólo montañas y picachos
cubiertos de nieve; otra vez sentí la angustia de volar durante tantas horas en aparatos tan frágiles sobre sierras
tan abruptas. La mayor parte del tiempo volábamos como
buitres, a baja altura, en el fondo de los cañones.
Cada vez que la avioneta tomaba una curva al terminar
un cañón, se me sumía el estómago pensando en que íbamos a estrellarnos contra algún pico ignorado, sobre todo
cuando las alas casi rozaban el costado de la escarpada
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pendiente. Eso era peor que volar sobre el mar congelado; ahí lo peligroso era aterrizar sobre una capa de hielo
delgado, pero ahora temía que una fuerte racha de viento
nos arrojara contra cualquier montaña. Para colmo de mis
preocupaciones, Lion no cesaba de fumar y exactamente
detrás del respaldo de mi asiento llevábamos seis latas de
gasolina de repuesto, que, cuando alcanzábamos determinada altura para salvar algún picacho, seguramente debido a la presión, se gasificaba y escapaba por alguna parte
del tapón.
Eso me tenía tan nervioso que hubo veces que con mi
pañuelo secaba la tapa del bote. Ya no aguanté más y le
grité a mi piloto:
—¡ Hombre, párale ya; si sigues fumando una chispa
va a hacer explotar la avioneta! ¡No olvides que aquí, a mi
espalda, llevamos gasolina!
—No te preocupes —me contestó el muy ... taimado—,
en el aparato hay una corriente de aire que lo evita. Corriente del infierno es lo que nos puede ocurrir con
este infeliz hijo de su pelona —pensé calladamente sin
convencerme—. Mi inquietud era doble, pues también pensaba en Fernando. Deseaba que la caza terminara, pero
no sin llevarnos nuestros “grizzlies”; la tarea era todavía
larga.
Después de hora y media descubrimos las primeras
huellas, las seguimos durante un buen rato entre aquel laberinto hasta llegar a un notable manchón de sangre. La
huella era del día anterior y la sangre correspondía a un
caribú muerto por aquel oso. Pronto descubrimos otra huella, la seguimos, era fresca, a juzgar por los agudos filos de
la huella en la nieve; Lion se comunicó con John para que
éste se adelantara, puesto que a Fernando le tocaba abatir
el grizzly. Aquí transcribo otra vez del “Diario” de Fernando.
“A las 11:30 descubrimos el que sería mi oso. En medio de una falda, sentado, reposaba su almuerzo. Cuando
seguíamos sus huellas pude observar que el «angelito» se
había comido nada menos que dos caribúes.
“Primero, en medio de un círculo formado por sus huellas, vimos un caribú muerto, medio devorado; luego, a
unos dos kilómetros, vi el otro, también medio devorado,
en un gran charco de sangre; un poco más allá estaba el
oso sentado. Dimos media vuelta, y mi acróbata piloto aterrizó en el fondo del cañón con la avioneta medio ladeada.
Antes de detenerse el aparato, ya me habla quitada el cinturón de seguridad, había abierto la portezuela y estaba
listo para saltar con mi rifle en la mano. Esperaba ver al
oso huyendo, pero seguía sentado, tal vez harto de tanto
comer caribú
“Salté de la avioneta y tras de mí saltó John. Estábamos a 300 metros, caminamos 100 y John me dijo que
ALASKA - 1957
La impresionante cabeza de oso grizzly del Ártico.
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desde allí disparara. Yo quería acercarme más para asegurar mi tiro, pero John insistió. Parece que todos los guías
le tienen pánico a los «grizzlies».Medio sumido en la nieve
me dispuse a tirar; sentí que mí posición era firme.
“A través del telescopio de mi .30-06 veía al oso como
una tarjeta postal: pardo, de lomo brillante y como si estuviera medio amodorrado en la blancura de la nieve. Arriba,
como fondo, un cielo azul cruzado por rápidas nubes completaban aquel bonito cuadro, demasiado bella para interrumpirlo con un disparo.. Pero al mismo tiempo no aguantaba las ganas de cobrar ese buen trofeo, y como este
sentimiento era superior, puse el gatillo de pelo aguantando la respiración y oprimí suavemente el llamador. El oso
dio cuatro maromas rodando hacia abajo y quedó inmóvil.
John me felicitó y cuando mi papá bajó de su «Piper» también me felicitó por mi buena puntería.
“Me alegré mucho de no haber errado el tiro, pues mí
oso era muy bonito: pelo muy largo, de un café oscuro,
con el lomo medio plateado y suave como una seda al tacto; sus uñas eran tan largas como mis dedos. Tomamos
unas fotos, lo «desvestimos» y ya todo listo, abordamos
las avionetas que empezaron a «taxear» en aquel terreno
desigual del fondo del cañón, buscando un lugar apropiada
para elevarse.
“Encontramos un claro, aunque el despegue se haría
sobre un plano inclinado rematado por la falda de una
montaña; pero esos pilotos son capaces de aterrizar y despegar en el fondo de un pozo; así que nos elevamos dando
círculos para tomar altura.
“ A los diez minutos de vuelo descubrimos sobre la nieve una mancha oscura en movimiento. Era el «grizzly»,
con dedicatoria para mí papá.”
Efectivamente, descubrimos a mi oso en un cañón,
cuando encumbraba la falda de una montaña. No podíamos aterrizar; entonces nos elevamos para descender sobre una meseta.
Cuando salté de la avioneta, el oso no estaba a la vista,
debía venir por un cañón situado a nuestra derecha. Nos
encaminamos hasta el bordo de la meseta; la nieve estaba
muy nueva en esa área, a cada paso me hundía unos 25
centímetros. El caminar era lento, avanzamos 200 metros
y llegamos al borde del cañón, donde descubrimos que el
grizzly no había tomado por la dirección que esperábamos,
sino que siguió de frente, a distancia fuera de tiro. Cuando
lo vimos lo seguimos un poco, pero era imposible alcanzarlo a pie, así que regresamos a la avioneta.
En el camino observé que la altura no afectaba mi respiración; en cambio, estaba sudando a chorros, no obstante encontrarme a una temperatura bajo cero; me sentía
muy fatigado. Esos 400 metros que caminé en la nieve sin
las raquetas especiales, me cansaron más que las largas
caminatas de 10 o más horas en las agrestes sierras de
Sonora. Me parecía el colmo sudar a mares en pleno Ártico, pero así ocurría; al pasar mi mano por el cuello la
sentía empapada de un sudor muy frío. En esos momentos comprendí mejor los grandes esfuerzos físicos y los
innumerables problemas y riesgos a los que se enfrentan y
desafían las expediciones que se aventuran, por ejemplo,
al Everest.
Subimos a la avioneta; Lion empezó a “taxear”, haciendo gala de su pericia como piloto en terrenos tan desiguales. “Taxear” entre montañas y estrechos espacios es el
colmo; de ahí que a los pilotos se les llama “bush-pilots”.
Así, sin elevarnos, usando la avioneta como si fuera un
jeep, nos arrimamos a mi oso que no aflojaba el paso. Iba
a media falda de una montaña cuando Lion paró el Piper.
No tuvo que hacerme ninguna indicación; tan pronto paró,
salté sobre la nieve cortando cartucho —esta vez llevaba
el .30-06 de Fernando, con telescopio y cargado con bala
de 180 gr punta suave—. El grizzly estaba, según mis cálculos, a 300 metros, pero su piel oscura presentaba sobre la nieve un blanco tan fácil que no vacilé un momento
en disparar. Con profunda satisfacción oí el impacto de la
bala, tal como se oye cuando se da en el blanco a los animales en África. Al mismo tiempo el oso, hecho una bola,
rodó unos 50 metros dejando a todo lo largo un gran rastro
de refulgente sangre roja sobre la blancura purísima de
la nieve. i Indescriptible es la emoción del cazador ante
tal espectáculo! Al detenerse, le disparé un segundo tiro
que también dio en el blanco. El animal no se movió más.
Cuando nos acercamos me di cuenta de que había tumbado un ejemplar admirable de grizzly ártico. ¡Qué animal
más hermoso! Piel limpia, pelo muy largo, de un café oscuro con el lomo muy plateado, sedoso, suave, grande y
con las uñas largas y blancas. Midió 81/2 pies; se trataba
de un típico grizzly por tener precisamente las uñas blancas, que era el mayor mérito, pues que yo sepa ninguna
otra especie, incluyendo al oso polar, tiene las uñas blancas. Lo mandé disecar de cuerpo entero.
Nuestra primera cacería en el Ártico había terminado y,
junto con ella, mis angustias con aquellos vuelos acrobáticos. Ward Carroll, mi piloto guía en mi segunda cacería
en Alaska, perdió la vida en 1960 al estrellarse su avioneta
contra un témpano, durante una cacería de oso polar, muriendo también el cazador.
Por la tarde, muy contentos por el éxito obtenido, nos
fuimos al restaurante de Esteban Salinas, quien nos sirvió
un enorme bistec de reno que saboreamos como nunca,
al calor de la plática y del sabroso e indispensable café
negro.
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“El oso era muy bonito,
pelo muy largo,
de un café oscuro ... “
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ALASKA - 1957
costumbres sociales. La mujer tibetana y la mujer esquimal pueden, legalmente, tener varios maridos a la vez, así
como el hombre musulmán del Oriente puede tener cuatro
esposas, y el negrito de África puede tener cuantas mujeres pueda mantener. Hay desquite.
Con la intención de comprar algo me metí a la casita
de un matrimonio esquimal que tallaba marfil y me encontré con que la “señora” de la casa estaba haciendo helado
esquimal: en una vasija batía con rapidez una mezcla de
grasa de foca, azúcar, blueberries —variedad de arándano— como moras silvestres que gustan mucho a los osos
y nieve menudita. Me ofrecieron una cucharadita, pero, la
verdad, no quise probarla.
En el restaurante me encontré con un tipo raro, un gran
aficionado a la pesca. Pero ir desde el centro de EEUU
hasta el Ártico a pescar me pareció un fanatismo; muchos
van a disfrutar este deporte en las cercanías de Anchorage tras de la trucha, que es muy abundante, pero ir hasta
Kotzebue por un pez raro que pesa unos cuatro kilos, me
pareció una locura. Con frecuencia he leído los resultados
de torneos de pesca internacionales en lugares de fama,
como Labrador y otros muchos sitios; pero el señor Price,
a quien encontré en el restaurante, personificaba el colmo
de la afición. Dicho señor hace un largo viaje cada año
hasta Kotzebue; previamente tiene contratado un trineo de
perros guiado por un esquimal y se van lejos de Kotzebue;
allá, sobre la inmensa capa de hielo, a campo raso, sobre
o cerca de un respiradero de foca, construyen un “iglú” con
bloques de hielo, donde Price y su esquimal se pasan una
semana solos pescando el “shea-fish” en aquel agujerito,
con las incomodidades y el frío imaginables.
El “shea-fish” es un pescado de tamaño mediano, tal
vez de 4 a 5 kilos de peso. Nunca lo probé, pero debe ser
un pez raro. Cuando regresó Price de pronto no le reconocí, pues tenía la cara tan quemada como una verdadera
plasta, daba lástima; toda la piel de su cara presentaba un
aspecto ni más ni menos igual al de los hombros de una
rubia de cutis delicado que se excede al tomar baños de
sol en alguna playa tropical; costras de un color crema,
partidas igual que la superficie de uno de esos panes que
llamamos “conchas”.
Al interrogarlo, Price me dijo sonriente que se había
alejado mucho y a su regreso los había sorprendido una
tremenda ventisca de frente, y él había olvidado llevar una
máscara —hecha de intestinos de morsa— con la que, en
tales casos, se cubren la cara para protegerse. Pero Price
se sentía feliz y orgulloso con su shea-fish que seguramente por el tamaño debe haber sido un buen ejemplar, un
trofeo de pesca. La cara de concha que traía Price no era
más que uno de los gajes del deporte, de la afición; logró
Por qué el esquimal acostumbra
intercambiar sus mujeres
Antes de iniciar nuestro largo regreso, me dediqué a
comprar algunas curiosidades de marfil hechas por los esquimales y a husmear sobre sus costumbres. Sirviéndose
de utensilios muy rudimentarios, se manufacturan, entre
otras cosas, unas preciosas pulseras de marfil de morsa,
combinado con el marfil de colmillos de “mamut” fosilizado,
color café oscuro. La abundancia de este marfil, sepultado
hace miles de años en el hielo Ártico y conservado en perfectas condiciones, confirma la versión de la existencia de
la rica flora y abundante fauna del Ártico en el periodo preglacial de hace más de 10 000 años. Se asegura que tan
sólo en Siberia se han extraído más de 50 000 colmillos.
Me traje un fragmento de ese marfil y algunas curiosidades. En Kotzebue había un misionero católico a quien acudí, a fin de obtener alguna confirmación referente a ciertas
costumbres que juzgamos raras e inmorales los hombres
que nos consideramos vivir en un “mundo civilizado”.
Hace tiempo había leído que en el Tíbet se practicaba
la poliandria; que el musulmán puede tener cuatro esposas
—si puede mantenerlas— y también había leído que era
cosa usual y común que entre esquimales se cambiaran
o prestaran temporalmente las mujeres o bien cuando un
esquimal salía de caza dejaba a su mujer al cuidado de un
amigo, quien podría ejercer todos los derechos de esposo
hasta el regreso del cazador. El misionero me ilustró sobre
el particular, explicándome que dicha costumbre se iba olvidando, pues ya sólo se practicaba en algunas pequeñas
aldeas lejanas. Sin embargo, no debía juzgarse a la ligera,
pues en el fondo tenía su razón de ser y por cierto muy
humana, si se toma en cuenta Io solitario y hostil del ambiente en la inmensa soledad del Ártico.
El motivo era el siguiente: en el verano se visitan mutuamente los habitantes de Kotzebue, Kivalina, Punta Hope,
Punta Ice, Wainright, Punta Barrow y otros. Entonces, para
no sentirse extraños, sino como una sola familia, desde
tiempos remotos establecieron la costumbre de que si un
individuo de Punta Hope iba a Kivalina o viceversa, tendría
que hospedarse en la choza de alguien, puesto que no hay
cabañas de alquiler, y ese alguien no pondría reparos en
ofrecerle también a su mujer para que durmiese con ella.
Así, con el transcurso del tiempo, gran número de individuos no serían ya extraños, pues contarían con medios
hermanos en cualquier aldea y se tratarían como tales, es
decir, como de una misma familia.
Al parecer hay cierta influencia de las latitudes en las
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lo que quería, lo demás no cuenta.
Ha llegado la hora del regreso y, por lo tanto, termina el
relato de nuestra cacería, en la cual Fernando y yo obtuvimos nuestros osos “grizzlies” y polares. Pero volveremos,
nos falta ese “nanook” de más de 10 pies.
En total, Fernando voló 39 horas en su Piper para abatir
sus dos osos polares y un oso “grizzly”.
Yo volé 35 horas. Hubo días que volábamos 7 horas en
esos aparatitos a los que he acabado por tenerles mucha
confianza. Como dijo el ranchero: “ya se me pasó la inquina.”
Hago mención a las horas de vuelo para que el lector comprenda que no es tan fácil encontrar y huellear un
oso polar, no obstante ir en avioneta; su país, su hábitat,
es inmenso, abarca todo el Circulo Polar Ártico, más del
doble que todo EE.UU. Considérese la extensión de mar
congelado, la cantidad de kilómetros que hubo necesidad
de cubrir en 74 horas de vuelo y, sobre todo, la deprimente
soledad infinita.
La pequeñez del hombre
en la soledad infinita
Antes de partir de aquel mundo extraño, casi virgen e
inanimado, me alejé un poco de la aldea, a pie, para contemplar a mis anchas una vez más la blanca inmensidad.
Sin intención, fui a dar al panteón de los esquimales. Hace
años acostumbraban sacar al aire libre, lejos de sus chozas o “iglúes”, a los moribundos, para que se los comieran
Mi grizzly fue un perfecto ejemplar; de gran peso
y uñas largas y blancas.
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Nuestra última visión de Alaska en esta primera cacería:
el majestuoso Monte Mckinley.
los lobos; .ahora tienen su panteón, un lugar muy triste e
impresionante. Para mí es el panteón de la realidad, de la
verdad, del misterio, de la razón de la vida y la muerte, que
todo es uno y uno es nada.
Clavadas en la nieve, unas cruces de madera, simples,
sin nombre —son tan pocas que no lo necesitan—, ni un
cercado ni un adorno; sencillamente una cruz clavada en
la nieve, como la del compañero que muere en una expedición lejana y se entierra en cualquier lugar del camino
cubriendo su cuerpo con un montón de piedras. Me sentí
un tanto conmovido.
Tomamos nuestro avión de regreso; Esteban Salinas,
vestido como si fuera a la ópera, nos despidió haciéndome el encargo de enviarle unas “guayaberas” de Mérida.
¿ “Guayaberas” para el Ártico? ¿ Vanidad o melancolía
mexicana?
Ya en las alturas contemplaba el horizonte blanco pen-
sando en las emociones vividas que anoté en mi “Diario”.
Ir de caza al Ártico es vivir la sensación de estar en un
planeta extraño y desconocido. Por otra parte, la inmensidad de las altas montañas cubiertas de nieve y a sus pies,
el infinito mar congelado. Nieve y cielo, silencio absoluto,
inmensa soledad, y en ella la pequeñez del hombre ... La
realidad, la verdad contra la vanidad... ¡Qué grandiosa es
la Naturaleza en todas sus manifestaciones! ¡Qué generosa amiga para quien la estudia y ama! ¡Trágica, dramática,
aniquiladora, para quien se atreve a penetrar en su seno,
sin conocer el camino! ¡Admirable belleza, acogedora
bondad, para quien conoce sus abundantísimos secretos!
¡Qué imponentes los desiertos como el Sahara de África,
el Océano Glacial Ártico y las densas y sombrías selvas,
ya sean asiáticas, americanas o africanas; los altos picos
y cumbres Himalayas o Andinas y, sin embargo, en todas
esas regiones el hombre se adapta y vive! No ocurre lo
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mismo con algunos animales. Cristo oyó la Divina Palabra
de Dios en el desierto y en la montaña.
La vanidosa conducta del hombre, microcosmos del
mundo y sus obligaciones sociales. ¡Qué superficiales!
¡Qué fútiles y ridículas parecen las preocupaciones de la
ciudad! El coche nuevo modelo, el teatro, el vestir elegante, los vinos de tal o cual cosecha, los platillos exóticos en
las reuniones, la selección de invitados de renombre a la
fiesta que se comentará en las páginas de “Sociales”. Más
esfuerzo, más lucha, más dinero para construir una casa
más lujosa, más moderna y más grande que la de Fulanito o Menganito. ¡Cuánta ostentación! ¡Qué superfluidad
y qué derroche comparado a la dura lucha que sostienen
el esquimal, el tuareg del desierto, el nativo masarwa, el
aborigen australiano y gran parte de los “tercermundistas”
para sobrevivir a la ignorancia, al calor, al hambre y al frío.
¡Qué contraste y qué cruel desigualdad en la que vive la
Humanidad!
—¡Mira qué imponente y majestuoso se ve el pico más
alto de Norteamérica! Era la voz de Fernando que señalaba al monte McKinley cubierto de blanco, como un celoso
y gigantesco guardián del paso hacia el Océano Glacial Ártico. Desperté de mi éxtasis; ya pronto estaría disfrutando
del templado clima de Guadalajara.
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6
México
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El borrego salvaje
aparte, porque cobrarlos representan la máxima expresión
del arte venatorio. El elefante, el tigre de Bengala y el león,
son los monarcas de la jungla; el oso polar lo es de los
hielos eternos; las montañas inaccesibles al hombre son el
reino del borrego salvaje, patriarca de las alturas, morada
olímpica de tan majestuosos animales.
Hasta ahora, en mis aventuras cinegéticas por el mundo, he cazado ejemplares de casi toda la fauna terrestre
que llamamos peligrosa, como elefantes, leones, tigres de
Bengala, búfalos, osos, leopardos, rinocerontes, etc. He
pasado sustos, carreras, temor, angustias; he aguantado
Emoción, excitación incontrolable que hace temblar en
el momento de ver a tiro el animal acechado; martilleo del
corazón, pulmones que luchan por una buena bocanada
de aire, tensión máxima, ansiedad, boca seca. El cazador
que no sienta esta intoxicación de nervios en los momentos culminantes de la caza, hará mejor en colgar las armas
y dedicarse a otra cosa.
Los borregos salvajes, estos extraordinarios ejemplares representativos del Reino Salvaje, merecen un capítulo
273
MÉXICO - 1957
el frío, el calor, la sed, el hambre, las fatigas; he disfrutado
el placer del éxito y sufrido la amargura cuando la suerte
no me acompaña, ansiedad y quebrantamiento de nervios
al seguir a una peligrosa bestia herida en espesa selva
y, en fin, he soportado todas las vicisitudes habidas y por
haber que nos brinda este deporte, pero, afortunadamente,
nunca ha llegado a mi corazón el desaliento. A todo esto le
llamo yo una verdadera afición.
El borrego salvaje no es un animal peligroso, pero en
cambio requiere y exige del cazador el esfuerzo máximo,
excepcionales condiciones físicas, conocimientos cinegéticos sobre sus hábitos, paciencia, profunda afición, experiencia y tenacidad; pero, sobre todo, repito, una gran dosis
de afición, pues tratándose de borregos, la suerte cuenta
muy poco.
Famosos cazadores de todos los tiempos opinan, y yo
estoy de acuerdo, que de todos los codiciados trofeos de
caza mayor en el mundo, no hay galardón más altamente estimado que una gran cabeza de borrego salvaje, con
largos y masivos cuernos. Pero, para cumplir tal deseo, el
cazador tendrá que ir a fajarse en la alta montaña, no una,
sino muchas veces.
Si el lector no es cazador, o si lo es, pero no ha probado
ir en pos de uno de estos animales, no podrá comprender
el por qué el cazador veterano concede mayor importancia
—hablando cinegéticamente— a cobrar un buen ejemplar
de borrego de 14 años con una soberbia cornamenta, que
a un león africano de melena negra.
Con algunas excepciones, generalmente cuando el cazador cruza las fronteras de su patria convirtiéndose en
internacional, lo primero que lleva en mente es tumbar un
simba para certificar su categoría de amateur en caza mayor; a continuación le dará gusto al dedo poniendo la mira
de su rifle sobre cuanto bicho se le pare enfrente, desquitando de esta manera el alto precio que ha pagado por su
safari.
No buscará calidad de trofeos de caza sino cantidad,
abatir de 25 a 30 animales en un mes.
Pasan los años, sigue cazando, y con ello se acrecienta
y va depurando su afición. Ha leído muchos libros y revistas referentes a la caza. Busca la emoción, probar para sí
mismo su valor, serenidad y buen pulso enfrentándose a
los animales peligrosos. Cuando esta etapa haya pasado
irá hacia la montaña en busca de cabras y borregos salvajes, máxima expresión del arte venatorio. Será entonces, y
sólo entonces, cuando descubra y goce verdaderamente el
placer que nos brinda este arduo y viril deporte que tanto
esfuerzo, paciencia y tenacidad exige a quienes lo practicamos, porque el morbo de la afición, así como el amor a
la Naturaleza, corren ya por sus venas, y en su corazón
palpita un noble sentimiento hacia el Reino Animal.
Seguirá cazando, sí, pues al parecer el cazar, el matar animales, es una parte de la ecología impuesta por la
Naturaleza, para guardar un conveniente equilibrio en la
reproducción de las especies. Y, por otra parte, porque el
hombre es, por naturaleza, desde todos los tiempos, un
cazador. Ojalá me equivoque en estos conceptos y llegue
un día en el que todos los cazadores usemos la cámara
fotográfica en lugar del rifle y que la señora Ecología se las
arregle como mejor le plazca. Por mi parte, seguramente
seguiré cazando mientras mis piernas aguanten.
Ovis
Ovis es el nombre genérico aplicable al borrego, ya sea
salvaje o doméstico, pues se supone que la especie y las
numerosas subespecies tuvieron un solo origen, el cual se
remonta a 400 mil años.
El segundo nombre agregado al de ovis es el de la especie, o de una clase o raza de ovis, tal como el de Ovis
ammon u Ovis dalli. El tercer nombre se aplica a las subespecies o a una de sus variaciones, como el Ovis ammon
poli, Ovis dalli stonei —subespecie del Ovis dalli dalIi que
conocemos como el borrego Stone del Canadá—.
La influencia ecológica, las migraciones, el alimento,
propiciaron la transformación y, más tarde, la presencia del
hombre dieron lugar a la domesticidad. De ahí el origen
del sinnúmero de subespecies domésticas que hoy existen
en el mundo. La palabra latina Ovis es una derivación del
antiguo sánscrito avi, una modificación de la raíz av que
significa guardar o cuidar, seguramente porque, a diferencia del ganado vacuno, el borrego debía cuidarse. Los archivos bíblicos indican la importancia que daban al borrego
los antiguos hebreos; especialmente el corderillo fue considerado como emblema o símbolo de pureza, inocencia y
rectitud.
En los antiguos frescos egipcios se representa al dios
Aman con cuerpo humano y cabeza y cuernos precisamente del tipo del borrego ammon, un poco estilizados.
En el borrego doméstico se originaron notables cambios, tanto en su pelaje como en su estructura: la capacidad cerebral del borrego salvaje es de 130 a 170 cm³ contra 110 a 120 cm³ del doméstico. Esta diferencia se debe
a la vida protegida y poco activa del doméstico, la cual le
ha reducido la necesidad de un agudo sentido del olfato, la
vista y el oído. Otra particularidad del borrego salvaje son
las glándulas secretoras que, al andar, dejan un olor peculiar. Estas glándulas se encuentran en la hendidura situada
arriba de los carnicoles
—uñas— de las pezuñas, precisamente en la arista, en
274
MÉXICO - 1957
el ángulo que forma la pezuña cuando está abierta. En ese
ángulo hay un orificio pequeño que da salida a la secreción
de la glándula. El aroma sirve de guía a los compañeros de
grupo de algún borrego desbalagado.
Origen del borrego cimarrón
mexicano
(Ovis canadensis mexicana)
Trataré brevemente de explicar el origen de este magnífico animal de mi país.
La prehistoria está plagada de teorías, suposiciones
y contradicciones. Como muestra tenemos: el origen del
hombre sigue siendo el eslabón perdido, ya no se afirma
hoy, como en la Edad Media, la existencia del bíblico Paraíso Terrenal, y de C. R. Darwin a la fecha algunos antropólogos, biólogos y naturalistas que dicen somos lejanos
descendientes de los monos, ya sean gorilas o chimpancés, como los de los parques zoológicos o los circos, iguales a “Chita” de Tarzán. En cambio, sabemos mucho más
del origen, la evolución o transformación de las variadas
especies del Reino Animal; como por ejemplo, la inmutable
y asquerosa cucaracha que desde hace 350 millones de
años ha caminado y sigue caminando sobre la Tierra; o
del eohipo —caballo primitivo— que corre por el mundo
desde hace 55 millones de años, cuando era apenas un
poco más alto que un gato de Angora, y sus patas estaban
dotadas de dedos que, con el tiempo, se convirtieron en
cascos. Esto no es teoría sino evidencia, y también lo es la
migración de las aves y mamíferos como el borrego salvaje
que, procedente de Asia, llegó a la América a través de lo
que hoy es el Estrecho de Behring, pero ¿cómo fue posible
que cruzara 90 kilómetros de mar, distancia que separa a
estos dos continentes?
Actualmente los científicos señalan que la edad del
mundo es de 5 000 millones de años, pero hace tan sólo
unos cuatro siglos se pensaba diferente; el arzobispo James Ussher, de Armogh, Irlanda (año 1650), aseguraba
que la fecha de la Creación fue hace 4 404 años antes de
Cristo, y otro clérigo hasta fijó día y hora exactos: la mañana del 13 de octubre.
Hace cuatro siglos el mundo estaba sumido en la ignorancia y el fanatismo; todavía se disentía si la Tierra era
plana o redonda, y si era el centro del Universo. La obra del
famoso astrónomo Copérnico se discutía en 1543: ¿Será
verdad que la Tierra giraba alrededor del Sol y no éste alrededor de la Tierra? El libro se consideró herético, y recibió
la condena del pontífice Paulo V. A Galileo, astrónomo que
dijo: “Las matemáticas son el alfabeto e con el cual Dios ha
escrito el Universo”, le fue tantito peor; hizo una defensa
Las glándulas secretoras en las
pezuñas del borrego silvestre
del sistema cósmico de Copérnico y por poco muere en la
hoguera. Su obra se consideró absurda y herética respecto de varios pasajes de las Sagradas Escrituras. Sostener
que el Sol está colocado inmóvil en el centro del Universo
y que la Tierra se mueve y gira sobre su eje, es una opinión
absurda, falsa en filosofía y no menos herética en la fe,
se decía. Fue humillado a comparecer ante el Tribunal; el
proceso duró 20 días, y para salvar la vida, Copérnico se
vio obligado a abjurar de sus teorías.
Pero hace poco más de dos siglos surgieron los primeros paleontólogos y antropólogos estudiosos de la prehistoria, como John Frere, Jacques Boucher de Perthes y
275
MÉXICO - 1957
En las agrestes sierras del norte
del país y Baja California vive
el borrego salvaje mexicano.
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después seguirían hombres de ciencia como Darwin, T. H.
Huxley, Eugene Dubois —descubridor del fósil del hombre
de Java que vivió hace medio millón de años—, y así las
cosas, hoy tenemos un concepto muy diferente a los tiempos idos en que se creía que el Infierno era un lugar de
fuego bajo la corteza terrestre y la Gloria allá arriba. . . y
punto. Cambian los tiempos. No fue si no hasta 1830 cuando Charles Lyell escribió la primera obra sobre geología.
Hoy sabemos que estamos al borde de la última de las
cuatro glaciaciones que tuvieron lugar en la Era del Pleistoceno; cada glaciación cubrió 250 mil años y la última terminó hace 10 mil, aproximadamente. Como consecuencia de
la acción de esas glaciaciones que por largo tiempo cubrieron de hielo y nieve gran parte de la corteza terrestre, el nivel de los océanos se mantuvo 90 metros más bajo que el
actual; por lo tanto, los planos geográficos del mundo eran
muy diferentes. Hubo islas y fajas o puentes terrestres, que
al producirse los deshielos de la última glaciación, subió
el nivel de los mares y quedaron cubiertos por las aguas
el amplio puente terrestre de 1 600 kilómetros de ancho
que unía Asia y América hace 20 mil años. Ello propició las
migraciones del hombre, así como de diversas especies
de animales, algunos hoy extintos como el mamut peludo,
el bisonte gigante, el musk ox (Symbos cavifrons), el mastodonte americano, el Panthera otrox —león de melena—
y otros. En cambio, desde entonces, entre otras variadas
especies de origen asiático que hoy pueblan las tierras de
América, ha sobrevivido en las montañas de Alaska el borrego salvaje que llamamos Dall, cuyo nombre científico es
Ovis dalli dalli.
Todavía en el presente siglo, un 75% del agua dulce en
el mundo —29 millones de kilómetros cúbicos aproximadamente— se encuentra almacenada en forma de hielo.
Si los glaciares de los casquetes de la Antártida y Groenlandia se derritieran, subiría el nivel de los océanos a tal
grado que la destrucción de las costas de todo el globo
sería inmensa, y en la misma proporción se alterarían los
climas terrestres.
El histórico y hoy desaparecido puente terrestre al que
me he referida, está cubierto por las aguas y a 60 metros
bajo el nivel del mar; sólo asoman, casi en medio del Estrecho de Behring, entre la península de Alaska y Siberia, dos
picos, dos pequeñas islas hermanas denominadas Diómedes, una pertenece a Rusia y la otra a los Estados Unidos
de América.
Es evidente que el origen del borrego es asiático. Se
supone que la cuna fue Asia Central, en alguna área de la
formidable mesa de los Pamires, la cual se extiende desde
el Turquestán Chino, en Sin Kiang, hasta Afganistán y la
frontera rusa por Tadjikistán. Para los cazadores, el térmi-
no Pamires se concreta a una región de altas montañas,
picos cubiertos de eternas nieves, contrafuertes y algunos
valles en el fondo de los cañones .
Después, las migraciones siguieron un arco geográfico por Mongolia, Siberia, cruzaron por el hoy Estrecho de
Behring entrando a América por Alaska y avanzaron por la
cordillera de las Rocallosas, hasta llegar a Sonora y Baja
California en México. Y aquí se detuvieron; no hay borregos salvajes en ningún país al sur de México.
Con lo anterior no he querido hacer una larga historia
sobre el origen del borrego salvaje, sólo he intentado un
brevísimo resumen, con el objeto de que el lector conceda la importancia que merece nuestro borrego cimarrón,
al cual estimo como el mejor trofeo de caza en la fauna
salvaje mexicana.
Las especies y subespecies de borregos salvajes clasificados en el mundo pasaban de 40; pero posteriormente
se llevó a cabo una reclasificación y se redujo el número de
las subespecies. La medida fue muy atinada, porque entre
algunas subespecies el pelaje, la cornamenta y otras características, eran tan insignificantes como el tipo de hábitat, y no ameritaban una clasificación separada. Por ejemplo: la subespecie del norte de Alaska que solía llamarse
Fannini no es sino una cruza del borrego Ovis dalli dalli
—borrego blanco— y el Stonei o prieto —tanto el Stonei
como el Fannini son subespecies del Dall—. Actualmente
el Fannini entra simplemente en la clasificación como Stone —Ovis dalli stonei—. Los territorios de Alberta y Columbia Británica, Canadá, son fronterizos. En el primero habita
el borrego Bighorn y en el segundo el Stone.
De esta fortuita vecindad ha resultado una cruza de las
dos razas dando origen a un nuevo tipo de borrego, por
una ligera diferencia de pelaje y más notable en la cornamenta, que tiende a parecerse a la del Bighorn.
Lo mismo ocurría con nuestros cimarrones de Baja California y Sonora: el primero se llamaba Ovis canadensis
weemsi y el segundo Ovis canadensis mexicana; hoy, los
dos son simplemente clasificados como Ovis canadensis
mexicana. Lo mismo pasa con algunos osos, venados, y
otros animales; es —valga la comparación— como si de un
matrimonio en el que la mujer es rubia y el marido moreno,
nace un hijo de tez apiñonada.
Más o menos explicado el probable origen del borrego
cimarrón, pasaremos a tratar la caza del borrego y del soberbio venado bura.
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MÉXICO - 1957
imperiosa necesidad, allí están la infinidad de cactos, “cantimploras del borrego”, que van desde la cholla saltadora
hasta el gigantesco sahuaro que calmarán su sed durante todo el año. Estas plantas florecen casi exclusivamente
en las zonas desérticas de América; los desiertos de Asia,
África y Australia presentan un panorama completamente
diferente. El borrego aprovecha, además, la humedad de
las brisas que llegan del Golfo de California y cubren parte
de la flora del lugar. Particularmente en los desiertos sonorenses, pasa el año sin que reciban del cielo una gota
de agua. Durante el verano, el aire es tan caliente que con
frecuencia se evapora al caer la lluvia, sin llegar al suelo;
esto es un hecho, y no es raro, pues científicamente se
ha calculado que en el mundo, de 95 a 99 de cada 100
nubes no se disuelven en lluvia sino que se vuelven vapor
invisible, principalmente en los desiertos. Afortunadamente
para la fauna, los cactos son una fuente de vida; las chollas ofrecen sus jugosas tunitas y el sahuaro, gigantesco
depósito natural, llega a almacenar hasta 2 toneladas de
agua —más del 70% de su peso— durante una temporada
regular de lluvias; después puede sobrevivir tres años sin
recibir ni una gota del tan preciado líquido.
Exprimiendo y pasando por un lienzo o tela cualquiera,
de la pulpa machacada de alguno de estos cactos, se obtiene agua suficiente, disponible para salvar la vida de un
cazador perdido.
El Pinacate, Pitiquito, Tres Pechos, Pozo Coyote, Tepopa, La Tordilla, Los Mochos, Los Lobos, La Pápaga, La
Española, Sierra del Viejo, Santa María, Pozos de Cerna,
Sierra de la Giganta y tantos más, son nombres de sierras
y lugares muy familiares al cazador de borregos y buras
de México.
En el seco desierto de Sonora, el venado bura
toma el agua almacenada en cactos y saguaros.
Cobro un magnífico bura
Nuestro campamento está en un lugar del Rancho del
Dátil, en la Sierra del Carbón. Me acompañan el licenciado
Vicente Zuno Arce y el ingeniero Augusto Ordóñez, los dos
viejos amigos y muchas veces compañeros de caza; cerró
el grupo mi yerno, Mario Arce R.
Llevábamos días y días acabándonos las botas en la
sierra en busca de los cimarrones, sin la menor suerte,
pues sólo habíamos visto hembras, siempre hembras. Al
calor de la fogata y un cafecito caliente “con piquete” platicábamos, un tanto desalentados por nuestra pobre actuación venatoria.
—Pero miren —decía Tito Ordóñez—, aquí la cosa va a
cambiar, ya lo verán.
—¡Ojalá!, ya es tiempo —repuse—, ya no tenemos ni
un trozo de carne, pero de todos modos, sin herir suscep-
El venado bura de Sonora
(Odocoileus hemionus hemionus)
Las agrestes sierras y desiertos de Sonora y Baja California son el típico hábitat del borrego cimarrón y del venado bura; tierra desértica, bronca y difícil; tierra de cactos,
arena, pedregales, altas sierras de roca suelta y apilada,
profundos cañones y peñascales; tierra en la que el bura,
el borrego y la escasa fauna de la región han aprendido a
sobrevivir durante largos periodos con tan poca agua, que
muchos de ellos escasamente llegan a probarla a lo largo
de su vida. Pero no les importa mucho; para llenar esta
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MÉXICO - 1957
Al mediodía, la huella marcaba círculos alrededor de
algún palo verde u otro arbusto que diera buena sombra,
señal de que el bura buscaba un lugar donde echarse. —
Ese Güero es un sabio— pensaba yo.
Era el momento en que la emoción invade al cazador.
Revisé mi .30-06 y me emparejé al Güero que hasta ese
momento había ido por delante. Sólo una cosa me molestaba y ponía nervioso: mi huelIero; además de su ojo
maltrecho, padecía una continua tosecita acompañada de
gargajos que podría poner alerta al bura cuando estuviésemos ya cerca.
Caminaba con el rifle listo, atenta la vista en cada ocotillo o arbusto, cuando al repetirse la sonora tos del Güero,
salió disparado el bura que se encontraba bajo un “palo
morado”; hice un rápido disparo a unos 70 metros y el animal cayó redondo.
tibilidades, les suplico no vayan a tirar sobre las hembras.
—Hombre, de eso ni hablar —intervino Tito Zuno—,
bien conoces mi espíritu deportivo.
—Está bien, hombre, pero también son grandes las ganas de unas buenas costillas de bura al carbón; por mi
parte, ya estoy harto de frijoles y tortillas de harina.
—Peor es chile y el agua lejos —replicó Ordóñez, tipo
que nunca está de mal humor—. Miren muchachos: tenemos los mejores huelleros de Sonora, pero tú, Beni —se
refería a mí- te llevas al mejor, que es El Güero.
Cómo había de arrepentirme más tarde de mi recomendación, relativa a no tirarle a las hembras.
Amaneciendo ya estaban listos los caballos y partimos
cada uno por su lado, con su guía correspondiente; iniciando la caza “al rececho” en busca del bura. No tardé en descubrir que El Güero tenía en un ojo una nube más grande
que una tormenta, pero pronto me convencí de lo bien que
descubría las huellas, como resultado de sus largos años
de experiencia en esos desolados desiertos.
Por aquello de las 10 a.m. “cruzamos” una huella.
—Mire nomás qué huellota, don Benito, y es muy fresquecita, vamos a seguirla, de seguro que pa’mediodía lo
alcanzaremos en la hora de su siesta.
—Bueno, Güero, pero ¿estás seguro de que sea un
buen macho?
—Seguro, no he visto en mi vida huella más grande,
mire qué profunda, debe ser un animal muy viejo, y no podernos confundir la huella porque la pezuña está encimada. —Quería decir que el carnicole izquierdo de la pata
derecha estaba encimado sobre el derecho, como quien
cruza un dedo sobre otro—.
Era admirable la prisa con que a caballo seguíamos el
rastro en terreno duro, pedregoso y lleno de chollas saltadoras y matas de gobernadora. Después de una hora
volvimos a examinar la huella, apersogamos los caballos
y seguimos a pie.
Frente a mi modesta tienda de campaña instalada
en los terrenos de caza sonorenses.
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MÉXICO - 1957
—¡Mira nomás lo que hemos hecho! ¡decía yo al Güero
cuando me arrimé—. ¡Es una hembra! ¡Maldita sea! ¡Qué
vergüenza, yo que tanta gala hice recomendando a mis
compañeros no matar hembras! Pues, ¿qué paso? Me dijiste que la huella era de un macho grande y hasta viejo.
—Pues me equivoqué, don Benito, pero mire la pezuña, es bien grande, la misma, no perdimos la huella que
creí sería la de un machote con un guacal de diez puntas.
Esto es brujería. Bueno, si quiere, aquí la enterramos y no
decimos nada.
—¡Qué enterrar ni qué nada!, ve por los caballos. Aquí
te espero.
El Güero tenía razón, con una huella tan grande cualquiera se equivoca. Lo malo fue la tos que puso alerta al
bura y salió disparado, sin darme tiempo de observar entre
el chollal si el animal lIevaba cuerna o no.
Obsesionado por seguir la huella de un gran macho, no
hice más que tirar al bulto que salió de estampida. Mejor
hubiera sido errar el tiro.
El choteo que en el campamento se me armó fue mayúsculo. ¿Pues no que a hembras no?, me decían todos
a coro. —Tienen razón muchachos —contesté, cae más
pronto un hablador que un cojo”, dice un refrán ranchero.
Bien, señores cazadores, cometí un error, pero ya no quiero a este Güero gargajiento, que mañana me acompañe
Ventura.
Estábamos en buen terreno de buras. Me llevé a Ventura, un ranchero norteño, famoso huellero de la región.
Después de un buen rato de caminar a caballo, dejamos
las bestias y seguimos a pie. No tardamos en cruzar huella, la seguimos, y al mediodía descubrí al bura parado bajo
la sombra de un mezquite. Pero algunas matas de gobernadora me impedían ver la cornamenta. “Ahora sí no me
pasa lo de ayer” —pensé—. Esperé que se moviera un
poco y al descubrir que era un macho con una preciosa
cuerna, muy abierta, típica de 10 puntas, disparé a 100
metros y el animal se desplomó. Di un abrazo a mi huellero y horas después llegamos al campamento con el bura
abierto en canal, cruzado sobre el caballo de Ventura.
Día de suerte, porque una hora antes había llegado mi
amigo Tito Zuno con un magnífico ejemplar de bura, que
más tarde ameritaría la calificación de “El Mejor Trofeo de
Caza del Año” por la H. Federación Nacional de Caza, Tiro
y Pesca de México.
El autor con un magnífico venado bura
abatído en Sonora en 1957.
280
7
Alaska
1958
Son innumerables los viajes para cazar y, con suerte,
abatir algunos de los más importantes animales, trofeos de
caza, en cualquier país donde habitan una o dos especies
deseables. Y en la mayoría de los casos el cazador tendrá
que hacer un largo, penoso y difícil viaje para abatir un solo
animal, como por ejemplo: el bongo en África, el oso polar
en el Ártico o el Kodiak en la Península de Alaska, el tigre
de Bengala en la India, el Ovis ammon ammon —Argali—
en Mongolia, el bharal o Borrego Azul en los Himalayas de
Nepal, el Borrego de Marco Polo en los Pamires Afganos,
el nyala de la Montaña en Etiopía, el macho montés de
España —capra hispánica—, los cuatro famosos borregos
silvestres de América, y otras muchas especies.
Fue así que con propósitos de abatir nuevas especies
de caza, el día 15 de agosto de 1958, emprendí el viaje
Guadalajara-Anchorage, con escala en Seattle en compañía de mi hijo Fernando, esperándonos en el aeropuerto de
Anchorage, Alaska, Ward Carroll, un experimentado piloto
y guía, con quien habíamos cazado el año anterior el oso
polar.
Sólo había nieve en los picos que forman la elevada
cadena alpina meridional coronada de volcanes y surcada
por glaciares milenarios. Disfrutábamos de una temperatura de 60 grados F, el sol bañaba de luz y color los alegres
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ALASKA - 1958
campos llenos de vida y verdor que en dos meses más el
invierno cubriría de blanco. ¡Qué panorama tan diferente
al del Círculo Ártico! Turísticamente, Alaska resulta ideal
en el mes de agosto, particularmente para aquellos que
admiramos y amamos la Naturaleza.
Por la mañana del día siguiente, fuimos a la tienda de
nuestro amigo Harry Swank a comprar municiones y otros
menesteres. Allí, en la tienda, nos encontramos con mi
amigo Pablo Bush Romero, cazador internacional y empedernido explorador de arqueología submarina.
—Pero, ¿qué andan haciendo tú y Fernando por estas
tierras? —nos preguntó Pablo con cara de contento.
—Primero tú, Pablo, ¡no me digas que vienes a cazar!
—Pues sí y seguramente que ustedes vienen a lo mismo. ¿Quién es su guía?
—¡Ward Carroll y Tommy Thompson.
—¡Hombre!, otra sorpresa, también ellos son mis guías,
así que cazaremos juntos.
Fue muy grato nuestro encuentro con Pablo. Ese mismo día se nos informó que en el grupo irían otros dos cazadores: Bill, un muchacho de origen italiano y un alemán de
nombre Karl. Además, contábamos con otros cuatro guías:
Perkins, Wayne, Tony y Joe —nunca falta un Joe entre los
gringos—. También se incluía a Johnny, cocinero en grado
superlativo.
El 19, a las 8 a.m., Pablo, Fer y yo, abordamos un automóvil guiado por Perkins, e iniciamos el viaje a nuestro
primer campamento. 400 kilómetros de mala carretera
para llegar a un lago, donde nos esperaba una avioneta.
Tomamos por la carretera Glenn que va a Fairbanks y a
pocos kilómetros empezamos a deleitarnos con los floridos
paisajes del campo.
El camino serpenteaba coquetamente entre glaciares,
infinitos lagos, montañas y colinas cubiertas de abetos,
sauces, alisos, pinos, maples y follaje, en que predominaban los colores verde, amarillo y café, en una tricromía
inacabable que no nos cansábamos de ver, como no se
cansa uno de contemplar el oleaje de un mar bravío como
el de Cuyutlán, Colima. Sólo desviamos la mirada al detenernos muy cerca del Matanuska, uno de los más importantes de los centenares de glaciares que tiene Alaska,
milenarios depósitos sedimentarios que tanta influencia
ejercen sobre la vida del hombre y las plantas; la fuerza
de erosión más grande conocida por el hombre, que hace
más de 100 siglos llegó a cubrir una tercera parte de la
superficie terrestre.
Mientras contemplaba el Matanuska, mi mente imaginativa discurría por esas tierras feraces en las que, en
épocas prehistóricas, pastaban los enormes mamutes y
rinocerontes peludos entre otras bestias hoy extinguidas.
Así, sin aburrirnos ni fastidiarnos un momento ante tanta belleza natural, recorrimos los 400 kilómetros llegando
por una mala brecha a la orilla de un lago, en el que nos
esperaba Ward —Q.E.P.D.—con un Cessna 180 equipado
con flotadores, para transportarnos a nuestro primer campamento.
Lo primero que hizo Ward fue darnos una bolsa de dormir a cada uno, advirtiendo: —Desde este momento no se
desprendan de su bolsa, pues en ello les va la vida si no
quieren morir de frío, y también pónganse sus botas de
hule, pues todo el campo está empapado—.
A las 4 p.m., Pablo, Fer y yo nos elevamos despegando de las tranquilas aguas del lago. Subimos y subimos
hasta dominar las cimas de las montañas y picos cubiertos
de nieve que me hicieron recordar nuestra cacería del año
anterior en el Ártico. Al doblar la cumbre de una montaña
gritó Fer:
—¡Mira allá! ... ¡Son borregos!
Todos volteamos a la derecha.
—Sheeps—dijo Ward.
No tardé en descubrir unas motitas color crema que se
confundían con la nieve, en un declive de la montaña. Mi
corazón dio un brinco de alegría pensando que seguramente no me costaría mucho trabajo el cobrar tan codiciado trofeo de caza, este borrego blanco que, con el de Marco Polo, son los únicos de pelaje blanco que no cambian
de color en las estaciones del año.
Vimos muchos borregos Dall durante el vuelo.
No cabe duda que estos gringos saben cuidar y proteger su fauna; multa y seis meses de cárcel es el castigo
para el cazador furtivo o para quien deliberadamente viole
las leyes de caza.
En las alturas del Upper Tanana acuatizamos en un
hermoso lago circundado de montañas cubiertas de nieve;
frente a nuestro campamento se elevaba el Pico Tanana,
cuyas aguas van a unirse al río Yukón, durante los deshielos.
Ward se regresó en el Cessna, para volver acompañado de Perkins al día siguiente, en una avioneta Piper
Super-Cub, equipada con llantas balón para aterrizar sobre nieve dura o cualquier lugar en condiciones más o menos análogas. La avioneta es prácticamente el único medio
de transporte en Alaska; los pilotos son tan expertos que
aterrizan en cualquier terreno, ya sea en la playa, el lago,
la montaña o un pastizal; según se requiera, equipan su
avioneta con llantas, esquíes o flotadores. El resto de la
cacería se practica totalmente a pie; no hay caballos, además, no serían útiles en esos terrenos.
Los deshielos no habían terminado. Todo el campo estaba empapado, a tal grado que era difícil encontrar un lu-
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ALASKA - 1958
Nuestro primer campamento se encontraba frente a un
bello lago. Al fondo se divisan las montañas donde
vamos a cazar nuestros “Dalls”.
gar seco donde sentarse a descansar. Durante los 22 días
de este safari nos vimos obligados a usar constantemente
nuestras botas altas de hule, que dan casi a la cintura.
Mientras los guías se ocupaban de organizar el campamento, lo primero que hicimos fue usar los binoculares
para echar un vistazo a las montañas que nos rodeaban.
—Esto no va a tener chiste —decía alguien—. ¡Miren
allá enfrente, a la izquierda, un poco abajo de la cima de la
montaña, un grupo de borregos!
Nos fue fácil descubrirlos.
—¡A ver, Fernando!, trae el telescopio de 20 poderes
para ver si hay algún buen macho—. Pude contar hasta
once animales en el grupo, pero como con mucha frecuencia suele ocurrir en las cacerías, no vi un solo macho con
cornamenta decente, ni uno de esos machos viejos que
hablan latín, tan difíciles de verse.
Perkins Waynard, guía de Fernando, a quien llamaré
Perk, le pidió a Fer si quería ir a pescar truchas para la
cena, a la orilla del lago, a 50 metros del campamento. Fer
aceptó llevándose una ligera caña de pescar, pero sin poner carnada, sencillamente porque no la había, usando el
anzuelo pelón. De momento creí se trataba de una broma,
de una tomada de pelo, pues Fer nunca había pescado
más que resfriados. Pero a la hora me sorprendí al verlo
regresar con una sarta de 12 truchas que más tarde cocinó Pablo con la grasa que en la sartén había quedado
de unas tajadas de tocino frito. El bocado fue exquisito, y
tanto el pescador como el cocinero recibieron merecidas
felicitaciones. Creo que en pocos lugares del mundo habrá
tal abundancia de truchas como en los innumerables lagos
y ríos de Alaska.
El borrego Dall, como todos los borregos salvajes, es
un animal difícil de verse, de arrimarse, de llegar a él a distancia de tiro. Por eso es que se le considera como un señor trofeo de caza. Su principal defensa contra el hombre y
los lobos estriba en remontarse durante el día a los lugares
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Borregos Dall comiendo la jugosa hierba de verano que nace en las laderas de las escarpadas montañas.
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más inaccesibles de las escarpadas montañas. Las plantas de sus pezuñas no son duras como las de otros animales, sino callosas, esponjadas y blandas; esa conformación
les permite encumbrar o bajar por peñascales, escarpaduras, o inaccesibles sierras y montañas, dando prodigiosos
saltos de peña en peña, sin perder el equilibrio ni resbalar
y caer. Para cazarlo, hay que madrugar y sudar mucho. En
otro capítulo he citado ya la táctica y forma de buscarlo y
acecharlo, de manera que pasaré por alto esos detalles.
Al borrego Dall se le encuentra en la nieve, en las alturas, en las profundas barrancas, en los glaciares y, generalmente, a temperaturas bajo cero; es curioso, como lo
son casi todos los anímales: corre, se detiene, voltea a ver,
se esconde entre las rocas y se asoma.
Para cobrar un buen macho, con poderosa y masiva
cornamenta en la que lleve las victoriosas marcas de ocho
años de tremendas batallas con sus rivales en lides amorosas, el cazador tendrá que trabajar más, sudar más y
tener más paciencia que con ningún otro animal. Todo esto
junto es lo que hace tan interesante este deporte, que sin
esfuerzo ni sufrimiento, no valdría la pena practicarlo.
Una avioneta estaba ya lista, le habían cambiado los
flotadores por unas voluminosas llantas balón propias para
aterrizar en terrenos tan desiguales como lo es la tundra,
llena de agujeros, o bien, sobre la nieve si no es muy profunda, pero nuestros hábiles pilotos podían despegar en
80 metros de terreno, más o menos plano.
Tommy se elevó en su avioneta para ir a inspeccionar
una altísima meseta que teníamos enfrente, a 3 mil metros
de altura, coronada por el Monte Jarvis, de 4 mil metros.
Una hora después regresó anunciándonos que sí se podía
aterrizar en dicha meseta.
La tarea era laboriosa. En una sola avioneta tenía que
transportar cinco cazadores, cuatro guías, el campamento
y víveres para tres días. Era necesario hacer 10 viajes,
pues sólo podía llevar un individuo a la vez. El viaje redondo se hacía en 40 minutos. El cazador llevaría únicamente
lo más necesario y sólo la ropa que llevábamos puesta.
Mi turno fue el último; ya Pablo, Fer y los demás estaban en la meseta. Nos elevamos y 20 minutos después
aterrizamos sobre la nieve.
El panorama era completamente distinto al de allá abajo, todo el terreno estaba cubierto de nieve, su imagen de
blancura inmaculada daba la impresión de una región nunca hollada por el hombre.
Tommy me señaló la dirección del campamento, y a él
me dirigí con mi rifle y bolsa de dormir a cuestas. Había caminado unos 100 metros cuando descubrí en la nieve las
primeras huellas de borrego. i Bah! . . . de veras que cazar
este bicho va a ser como “el huevo juanelo” —pensaba
Una hembra de borrego Dall con su
cría situados en un inaccesible risco,
excepto para ellos.
con una optimista sonrisa en los labios mientras estudiaba
la huella.
Quien no conozca esas tierras se preguntará qué comen, cuál es el alimento de los borregos en un campo en
el que sólo se ve nieve; pero si escarba un poquito, encontrará abundante musgo en las planicies, en Ias rocas verá
embarrado el liquen de reno y aquí y allá un matojo de
olorosas juncias. Es parte del panorama que nos presentan las gélidas, vastas, desoladas regiones subárticas que
llamamos tundra, en donde no pueden crecer los árboles,
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El incomodó y húmedo campamento
volante, instalado en los
terrenos de caza del borrego.
podría compararse con alguna sección del gran Cañón del
Colorado, pero, además, rocosa y escarpada, con despeñaderos verticales, donde hasta el pensamiento se detiene
antes de atreverse; en resumen, pues, estábamos en terrenos del borrego salvaje.
En una planicie que se extendía al otro lado de la barranca, descubrimos una numerosa manada de borregos
que de pronto alegró mi corazón, pero después de algunas
consideraciones llegamos a la conclusión de que no era
posible emprender el acecho. Cruzar la barranca nos llevaría muchas horas, seguramente al llegar al otro lado sería
tarde y no encontraríamos a la manada.
Como quien no quiere la cosa quitamos la vista sobre el
rebaño y optamos mejor por buscar en otro lugar. Caminamos a lo largo del borde de la barranca, hasta llegar a una
bifurcación no muy profunda. Empezamos a atisbar con los
binoculares, y a lo lejos, en el mismo lado en que nos encontrábamos, descubrimos un borrego solitario y después
de observarlo un buen rato con el telescopio, me dijo Ward
que parecía un borrego aceptable y resolvimos acecharlo.
Para entonces, el terreno era rocoso y ya solamente
salpicado con manchones de nieve. Estudiamos la línea
de acecho y nos pusimos en movimiento dando un amplio
rodeo. Después de una hora lo volvimos a ver en el mismo
lugar. Cuando estábamos a unos 800 metros se nos cruzó
un wolverine —glotón americano—; valientísimo y terrible
carnicero, difícil de cazar, que casi siempre va corriendo,
dando saltos como un canguro. Cuando lo vi a 250 metros,
quité el seguro del rifle y me dispuse a disparar, pero en
ese momento pensé que la detonación asustaría o pondría
alerta al borrego y, por otra parte, sería un tiro aventurado,
ya que el glotón no dejaba de correr; así que opté por con-
pero gracias al milagro químico de la fotosíntesis nacen
multitud de pequeñas plantas, que no llegan a crecer más
de 12 centímetros. Todo lo que existe sobre la Tierra se
debe a la fotosíntesis, cuya labor es convertir en alimento
la luz solar, el aire y la humedad.
Hace más de 10 mil años existían en la tundra de Alaska unas 31 especies de animales, de las cuales se han
extinguido, a la fecha, los caballos, el mamut, el antílope
saiga, el mastodonte, el camelia, el tigre sable y otros, en
total once especies. Pero el borrego Dall pudo sobrevivir.
Llegué al campamento, para mí el más extraño en
aquellos tiempos en que sólo conocía los confortables de
África y los Rest Houses de la India. En cambio, éste se
componía de dos tiendas de 8 por 10 pies, instaladas en
plena corriente, sobre un arroyito pedregoso. En todo el
contorno, el único lugar seco era dentro de las tiendas, hechas a prueba de agua; en la de nosotros tendríamos que
dormir seis individuos. Todo ese día se fue en transporte
de víveres y preparativos.
El 21 de agosto, día en que se abre la veda de la caza
del borrego, partimos cada uno con su guía, por rumbos
distintos: Fer con su guía Perk, y yo con Ward, siempre con
las indispensables botas de hule puestas y bien abrigados.
Salimos en dirección al Monte Jarvis; el frío era soportable
y con la caminata hasta lo sentía agradable. La nieve que
cubría el campo ocultaba los infinitos bordes y hoyos de
que se forma la tundra; no había metro de terreno parejo,
lo mismo pisaba sobre una blanda bola cubierta de musgo
que en un hoyo en el que hundía el pie hasta cerca de
la rodilla. Creí que la caminata sería corta, pero pasaron
cuatro horas sin parar y sin ver un solo borrego. Llegamos
al borde de una gran barranco, tan amplia y profunda que
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El hábitat del borrego Dall en Alaska, donde tendríamos que cobrar nuestros trofeos.
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El autor en espera de la salida en busca
de los borregos.
tinuar el acecho por una ligera escarpadura, arrimándome
con cuidado hasta llegar a una distancia de 200 metros,
desde la cual podía hacer un tiro fácil y efectivo. Tomé mis
gemelos 8 X 30 para ver y asegurarme que la cornamenta
correspondía a mis deseos; después de observar al animal
que seguía sin moverse, dije a Ward:
—No me parece lo suficientemente bueno, es un viejo de gruesos cuernos, pero no dan el círculo completo,
si acaso llegarán a ¾ solamente. —Cierto —contestó—,
apenas medirán 35 pulgadas, pero si quieres, tírale por mi
cuenta; de todos modos necesito una copina.
Acepté, pero quise acercarme más, ya que no importaba si el animal me sentía y se iba.
Estábamos a mayor altura que el borrego, así que con
dificultad me deslicé arrastrándome y cubriéndome con las
rocas, hasta llegar a unos 150 metros.
Me sentía un poco agitado, pues de todos modos, cazar
un borrego siempre emociona, aunque no sea un señor trofeo. En eso seguramente me advirtió, porque volteó a ver
donde estaba y empezó a caminar; mi posición de tiro era
muy incómoda, cuesta abajo no podía más que tirar sino
un poco tendido de espaldas, sin apoyar el rifle. No esperé,
disparé precipitadamente y erré limpiamente el tiro.
Con la detonación corrió; en un instante corté cartucho,
y a mi segundo disparo el animal cayó bien muerto.
Los cuernos, romos, gastados, que sólo midieron, el
más largo 33 pulgadas, presentaban los surcos que deja
una larga vida. Pero la piel que necesitaba Ward estaba
muy sana, limpia y blanca como la nieve.
Quitamos la copina y nos llevamos una buena pierna, la
piel entera y la cornamenta con el cráneo unido.
Los tres mexicanos cobramos
buenos borregos
El regreso al campamento fue un poco duro; Ward cargaba con la cornamenta, la piel y la pierna del borrego que
bien pesaban 30 kilos, yo me eché a los hombros el rifle
de él y el mío. Cansadones, llegamos a las 5 p.m. al campamento.
Todos habían regresado, menos Fer y su guía; eso me
preocupó, más aún al enterarme que Bill, el italoamerica-
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En este lugar dejó la avioneta a Fernando con sus
compañeros y el equipo. En primer término se observan
las huellas de los borregos Dall.
no, padecía el “mal de montaña”. A Pablo le fue mejor, pero
sólo un poquito, abatió su Ovis dalIi dalli, pero también se
sentía muy mal.
Sólo Karl, el alemán, estaba bien, tomando con frecuencia sus buenos tragos de whisky que nunca le faltaba;
la altura y el mal de montaña decía que le venían guangos;
pero tampoco él tuvo suerte con los borregos.
Pardeando la tarde llegaron Fer y Perk, este último cargaba sobre la espalda la cabeza y copina de un bonito Dall.
¡Los tres mexicanos habíamos liquidado nuestros borregos!, si bien, el mío era el más humilde. Pero tendría oportunidad de ver otro tal vez mejor que los que habían caído.
—¡Qué manera de tirar de este muchacho —decía Perk
en alta voz refiriéndose a Fernando, que entonces tenía
17 años de edad—, un solo tiro a 600 metros y con viento
cruzado!
—¿Hasta dónde fueron? ¿Por qué llegan tan tarde? —
pregunté a Fer.
—Fue una larga andada hasta la falda del Jarvis; lo
tumbé en la nieve, con mucha suerte: el borrego estaba
atravesado y el viento cruzado, tan fuerte que tuve que
adelantar todo lo que alcanzaba a ver del lado izquierdo de
la lente del telescopio.
—¡Qué bueno. Te felicito. Dejaste asombrado a Perk
con ese tiro! Vamos a medir los cuernos de tu borrego.
Los cuernos no eran un récord, midieron 37 pulgadas,
pero muy bonitos y simétricos. Los que entran en las medidas récords no se dan en maceta, se requieren muchos
intentos, mucha suerte y acabarse muchos pares de botas.
Luego fuimos a ver a Pablo, quien se sentía mal. Mi
estimado y buen amigo Pablo Bush Romero es individuo
al que siempre he admirado por el gran entusiasmo, firme-
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Fernando en el campamento,
cuida su rifle.
za y tenacidad que despliega en sus diversas actividades
deportivas. Desde hace tiempo sufre un padecimiento que
a cualquiera de menos temple obligaría a permanecer en
casa, pero su férrea voluntad ha dominado esa afección.
Y aun arriendo el riesgo de quedarse tirado en la montaña, se aventura en su afán de cumplir sus propósitos venatorios. Así, cargando con su malestar orgánico recorrió
las agrestes sierras sonorenses con Tito Ordóñez, quien,
en alguna ocasión, a más de compañero cazador fungiría
como improvisado merolico para, en plena sierra, desalojar
con sondas la vejiga de PoI. Y así también nos encontramos en Alaska, exponiéndose, sin dar mayor importancia
a los males que lo aquejan, porque es más grande y más
fuerte su afición de la caza.
—Te felicito, Pol; te echaste un bonito borrego en tu
primer día de caza. Cuéntame cómo lo abatiste.
—Sí, pero primero dime: ¿tienes una aspirina o algo
que calme el dolor?
—Pues, ¿qué te pasa? —se veía triste y abatido.
—Verás, . . .aparte de la enfermedad que no me abandona, creo que me atacó el mal de montaña; me duele la
cabeza, tengo náuseas, me duele también el cuello cuando intento voltear y no tengo apetito, no obstante que no
he comido nada desde la mañana; en fin, no me siento
bien y con las prisas olvidé mi botiquín allá abajo, en el
campamento.
—Pues hombre, con esa recomendación de traer sólo
lo estrictamente indispensable, tampoco yo traje mi pequeño botiquín. Lo siento, Pablo. Lo peor es que a esta hora
es imposible pedirle a Thommy —el piloto-guía—, que vayamos a traerlo.
Luego, aguantando a la brava sus dolores, me platicó
cómo había cobrado su borrego:
—Fue fácil —decía—, después de caminar un buen
trecho descubrimos un grupo de cinco borregos entre los
que destacaba un buen macho. Estaba en las salientes de
un reliz, casi al borde de una profunda barranca. Al primer
tiro lo tumbé y cayó rodando hasta el fondo; entonces ordené a mi guía fuera a desollarlo. No lo acompañé, pues
quería evitarme la tarea de bajar. No teniendo nada que
hacer resolví regresar solo al campamento. ¡Me parecía
tan fácil, no podía perderme, pero al poco andar me desorienté, no encontraba en la nieve nuestras propias huellas que habían de conducirme al campamento y empecé
a correr, sudé frío, me agoté y me asusté. ¡Perderse aquí
es la muerte! Benito, no es lo mismo que perderse en el
monte en que se puede hacer fuego. Pero gracias a Dios,
al fin di con el campamento, y aquí me tienes, aunque muy
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Con los bonitos y simétricos cuernos
de un borrego Dall que cacé en Alaska.
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fregado. No te creas, Benito, la cosa está cabrona. Imagínate, si nos pesca una ventisca o un mal tiempo, ni a pie ni
en avioneta podríamos bajar al campamento-base, y sabe
Dios cuántos días nos veríamos obligados a permanecer
aislados en estas alturas, sin fuego ni más alimento que
carne de borrego y el poco café que nos queda.
Esa noche, con la ropa puesta, dormimos seis en la
pequeña tienda de campaña que, como ya dije, se instaló
sobre el agua corriente de un pedregoso arroyuelo.
Al día siguiente me sorprendí al ver que ya casi no había nieve en el campo, pero en quince días más empezarían las fuertes nevadas de invierno.
Pol regresó en la avioneta al campamento-base, pues
ya no tenía objeto su permanencia en la alta montaña.
estaba parado luciendo orgulloso una bonita cornamenta
que bien daba un círculo, abriéndose a los lados, semejante a la de un joven borrego de Marco Polo.
El grupo estaba en medio de una reducida planicie: 100
metros al frente daba el borde de la barranca, 100 metros
atrás se extendía un cordón de rocas que más bien parecía
una cerca de rancho, y más atrás se levantaba una ligera
loma. El cordón y la loma nos servirían a la maravilla para
un fácil acecho que nos permitiría acercarnos hasta el cordón de las rocas, sin ser vistos ni oídos.
En poco más de una hora lIegamos atrás del cordón, no
hubo necesidad de recomendar a nadie el guardar silencio,
ni nos habíamos asomado una sola vez para cerciorarnos
que la manada no se había movido. Cuando estuvimos a
50 metros detrás de esa bendita cerca natural de rocas
que, por cierto, no tenía más de un metro de alto, nos detuvimos, y a señas me dijo Ward que esperara un momento
para echar un vistazo. Seguramente quería estar seguro
de la importancia de los cuernos del borrego que habíamos
observado, o atisbar si había otro mejor y localizarlo en el
grupo para decirme su posición.
Ward empezó a arrastrarse hacia la cerca y al llegar,
con disgusto vi que cometía un error: fue asomándose con
toda precaución, lentamente, sin hacer el menor ruido,
pero olvidó quitarse su abultado sombrero tipo bombín. Era
ya tarde para advertirle. En cuanto asomó Ia cabeza entre
las rocas lo vieron los borregos, que estaban a no más de
40 metros.
Al momento, sin voltear la cabeza, Ward me hizo con la
mano rápido movimiento como diciendo: ¡Pronto ... arrímate! Me acerqué arrastrando y cuando me asomé con el rifle
listo para disparar, ¡ya era tarde!, y con una maldición que
no salió de mis labios, vi cómo toda la manada de 17 borregos emprendía veloz carrera dirigiéndose a la barranca. Ya
sin ninguna precaución, me puse de pie encañonando con
En busca de mi segundo
borrego Dall
Ward, Perk, Fer y yo salimos, y para las 2 p.m. habíamos visto no menos de 40 borregos, pero ni uno solo con
aceptable cornamenta.
—En esta región vive la mayor concentración del borrego Dall —decía Ward. —Pues sólo quiero ver uno, pero mejor que lo que ha
caído. —Efectivamente, la población del borrego Dall en
toda Alaska se calcula en 40 mil piezas.
Estábamos escudriñando las rocas salientes de la
barranca en que nos encontrábamos, cuando, arriba de
nuestra altura, lejos, en el plano de una corta meseta,
descubrimos un numeroso grupo de borregos que, en su
mayor parte, estaba echado reposando el almuerzo. Ward
usó su telescopio, después, con cara sonriente, me lo pasó
diciéndome que había uno muy bueno, que lo viera. Tomé
el telescopio y, aunque los animales estaban a unos dos
mil metros, pude darme cuenta que el macho en cuestión
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el rifle, pero del macho de grandes y abiertos cuernos que
corría revuelto con los demás, sólo veía los cuernos y parte
de la cabeza. imposible hacer un tiro efectivo. No disparé.
En cosa de segundos desaparecieron como por encanto.
Echando “ajos y cebollas” contra el malhadado sombrero de Ward mientras corría hacia la barranca, llegué y me
asomé. No vi ni rastro de un solo animal en la profunda y
escarpada barranca.
¿Dónde estarán. .. ? ¿Dónde diablos se habrán metido? —me preguntaba yo mientras con ansiosa mirada atisbaba entre los riscos y grietas de la barranca. Para entonces, ya juntos, caminamos unos 100 metros a la izquierda
buscando con los prismáticos.
—Por aquí deben estar metidos en alguna parte —decía Ward, seguro de su experiencia. No se equivocó: bajó
los binoculares y me hizo señal de que lo siguiera. Volvimos sobre el lado derecho y empezamos a bajar por los
despeñaderos cortados a pico, con riesgo de rompernos
la crisma.
—¡Allí ... , allí ...!, —me decía Ward señalando un punto
con el dedo de su mano. Pero yo no veía nada, y creo que
él tampoco;. sólo suponía el lugar. No podíamos bajar más,
estaba yo parado como un águila sobre la saliente de un
peñasco, con el precipicio a mis pies. De súbito; a mi derecha, vi los cuernos, sólo los cuernos de mi borrego, 50 metros abajo. El también me vio, volteó la mirada hacia arriba,
como quien se asoma a la ventana para cerciorarse de si
va a llover, y echó a correr dando prodigiosos saltos de
peña en peña como una exhalación; más que brincar volaba como un demonio, sin perder el equilibrio ni dar paso
en falso, como sólo los borregos y cabras salvajes saben
hacerlo. Dos hembras, que no me di cuenta de dónde salieron, se le unieron. Desde que lo vi empecé a disparar,
erré el primer tiro; se me perdía entre las rocas y recodos
y volvía a aparecer cada vez más lejos y más abajo, cada
vez que lo veía le gritaba a Ward que estaba cerca de mí:
—¿Distancia?
—250 — 300 — 400 — 450 — yardas — me contestaba
y de ese modo enmendaba mi tiro.
Desesperado, sintiendo qué el animal se me iba, disparé por sexta y última vez, lo hice antes de que a 450 metros
el borrego, siempre corriendo atrás de las dos hembras
—¿será que las protegía?—, desaparecieran en un recodo. Luego, a mayor distancia, allá en el fondo, vi correr
solas a las hembras; ya no salió el macho.
—¡Seguro que le pegué! —grité a Ward—¡Siento que
pegué mi último tiro! ¡Ese borrego debe estar muerto o
muy mal herido, porque ya no salió!
Ward no contestaba. Seguramente pensaba en la dura
tarea de escalar el peñascal hasta el fondo de la barranca
El mejor borrego Dall
abatido por el autor
en las montañas de Alaska.
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Gran éxito tuvimos en esta
cacería con los borregos Dall.
Bonito borrego; ni la piel ni la cornamenta se estropearon, como ocurre algunas veces cuando caen rodando y
rebotando en las peñas, desde las alturas. Los cuernos,
muy abiertos y simétricos, midieron 39 pulgadas (97 centímetros).
Al terminar la caza del borrego en la montaña, comprobamos que mi segundo Dall fue el mejor de los cobrados
entre los cinco cazadores de que se componía el grupo.
Esa noche Perk, quien además de guía hacía de cocinero, se lució ofreciéndonos en la cena un delicioso guisado de borrego, hígado a la sartén y guiso de lomillos. No
hubo vino, pero tampoco hizo falta.
Hacía tres días que no nos quitábamos la ropa ni para
dormir; siempre estuvimos a temperaturas muy bajas, pero
las caminatas nos calentaban. El panorama era hermoso
y el aire purísimo. La nieve, que cuando llegamos cubría
de blanco los campos, había desaparecido en las partes
bajas; ahora, la tundra se presentaba vestida de un verde
oscuro, con millones y millones de pequeños depósitos de
agua cristalina formadas entre los huecos que deja le desigualdad de un terreno cubierto, aterronado, aglutinado; diría yo, hecho bolas, semijuntas unas a otras, con copetes
para, a lo mejor, encontrarse con que el animal no había
caído.
—Probablemente esté herido, pero bajar hasta el fondo
de la barranca nos lleva dos horas —decía Ward—, y suponiendo que esté muerto; quitar la copina y volver a subir
nos tomará otras tres horas; total, cinco horas y son las 3
de la tarde. Hoy no podemos hacerlo, lo dejaremos para
mañana, volaré y buscaré con la avioneta, y si lo encontramos vendremos por él.
—Pero ... , ¿no hay peligro de que se lo coman los lobos?
—No, no hay tal peligro. Este es terreno de borregos,
inaccesible a cualquier otro animal.
No me quedé conforme, porque en parte Ward se equivocaba respecto a los wolverines puesto que habíamos
visto uno el día anterior.
—Ward tiene razón, Pap —intervino Fernando —en
todo caso ningún carnívoro se comería los cuernos, que
es lo más valioso, y podríamos utilizar la piel entera del
borrego que mataste ayer.
Al otro día encontramos al Dall bien muerto, muy cerca
del recodo donde lo había visto al hacer mi último disparo.
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pios de este siglo, es el principal proveedor de carne del
esquimal y del indio nativo que habita en la parte norte
de nuestro hemisferio. Durante los meses de abril y mayo,
cuando se realizan las grandes migraciones anuales desde el extremo sur de la Península de Alaska hasta la vasta
extensión de Brooks Range, aproximadamente 2 000 kilómetros en línea recta hacia el norte, a la tundra de los ricos
líquenes —otros alimentos son renuevos de mimbreras, el
tierno abedul, hongos y hoja—, sufren tremendas matanzas por el indio y el esquimal, amén del cazador de raza
blanca, quienes siguen Ia tradicional costumbre de sus padres, pero en lugar de la flecha y el arco usaban ahora el
moderno rifle, que es más ventajoso y mortífero. Por las rutas migratorias ya conocidas esperan vigilantes el paso de
las grandes manadas de caribúes. Algunas son tan nume-
de diminutas tiernas plantas en las que los pajarillos y otras
criaturas encuentran alimento y refugio, pero muy dificultoso para caminar sobre él.
Nunca en mi vida había saboreado agua más pura y
deliciosa; durante las caminatas, sin sentir sed, haciendo
una copa con la palma de las manos bebía con placer, a
cada rato, esas dulces lágrimas del cielo que, acumuladas,
convertidas en agua, dejan los deshielos. Es uno de los
sencillos deleites que nos brindan la caza y el campo.
El caribú montañés
(Rangifer Montanus)
El caribú es un venado pariente del reno ártico, de rara
y caprichosa cornamenta; importado de Siberia, a princi-
El caribú es el animal más perseguido en todo el territorio
de Alaska por esquimales, indios, lobos y osos.
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Es evidente que las condiciones y sistema de vida del
esquimal han cambiado mucho. ¡Todo ha cambiado en los
últimos años ... ! Hace apenas dos décadas, Kotzebue era
una humilde aldea de esquimales, actualmente hay mas
de 500 habitantes.
El esquimal se ha modernizado. Abandonó el trineo de
perros sustituyéndolo por el moderno snowmobile; y a sus
resistentes y primitivas canoas construidas por ellos mismos con las transparentes pieles de morsa, les adaptaron
motores de gasolina fuera de borda. Hoy, sonríen felices
diciendo “ahora no necesitamos matar tantos caribúes, los
perros de fierro —así llaman a los snowmobiles—, no comen carne”, Antes tenían que alimentar a los perros que
tiraban de los trineos, único medio de transporte sobre nieve. Hoy eso ya pasó a la historia, al igual que está ocurriendo con los caballos. Solamente en las pequeñas y remotas
aldeas, el esquimal todavía depende totalmente del caribú
para la vivienda, el vestido y el sustento.
Enterado el lector de estos breves datos y comentarlos,
volvamos a nuestra cacería.
Después de una hora de vuelo en dirección oeste,
acuatizamos en otro lago enclavado entre dos montes de
regular altura; el lago media unos 200 metros de ancho por
unos 6 kilómetros de largo.
Un poco o nada había cambiado la topografía del terreno: verdes montes e infinidad de lagos de todos los tamaños. No había nieve; en esa región el deshielo había
terminado, y en lugar del blanco manto, los campos estaban cubiertos de abedules, abetos, renuevos, bardaqueras, pastos, hongos, alisos, diversidad de los dulces arándanos, líquenes, musgos y plantas diversas, ofreciendo a
la vista del cazador un alegre panorama de incomparable
colorido y belleza.
Verdaderamente estaba cazando en un vergel; al caer
la tarde, cuando se llega entre flores al campamento, rendido de fatiga, es un placer de dioses tomarse un café y
fumarse un cigarrillo contemplando calladamente esos
crepúsculos de ensueño que hacen olvidar el cansancio y
llenan de alegría y esperanza el corazón.
Ese había de ser el verdadero campamento base. Las
tiendas de los cazadotes se distribuyeron por la baja falda
del monte, y cerca del lago se instalo una muy amplia tienda que serviría de comedor y cocina. AlIí estaba Johnny,
nuestro magnifico cocinero, quien cada vez que elogiábamos uno de sus sabrosos guisos, nos decía:
—¡Ah! Pero pronto probarán mis steaks de moose. ¡La
carne más rica del mundo!
Por la tarde hicimos nuestra primera salida. Esta vez mi
guía sería Wayne, un individuo de unos 45 años. Fernando seguiría con Perk. La única salida estaba en las cum-
Restos de caribúes se amontonan bajo la nieve
en una remota aldea esquimal.
rosas que pasan de 150,000 animales. Entonces da principio la matanza, los es- quimales comen hasta reventar y
el resto de la carne se orea y almacena para el invierno; la
piel y los intestinos tienen mil usos; todo se utiliza.
Los lobos, los osos y las enfermedades son otras de las
calamidades que sufre este cérvido; muriendo un 40% en
su primer año de vida,
Entre el territorio de Canadá y Alaska se estima que se
matan más de 150,000 caribúes por año.
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Nuestro nuevo campamento instalado en los terrenos
del caribú y el alce.
bres de los montes; tardamos hora y media para llegar a
la cima, sobre terreno muy duro, por el varejonal de los
mimbrerales, enredándonos a cada paso. La subida era
penosa; caminaba 50 metros y tenía que detenerme un
momento para normalizar mi respiración y calmar los fuertes latidos de mí corazón.
Al llegar a la cumbre vimos que seguía una extensa
meseta fácil de andar; la recorrimos y nos encontramos
con un pequeño grupo de caribúes, hembras y machos
jóvenes. Me concreté a filmar y tomar fotos a corta distancia, pues estos animales no se asustan fácilmente por
la presencia del hombre, y creo que son los más curiosos y bobos de toda la fauna mundial. Cuando nos vieron,
corrieron, pero a poco rato volvieron por nuestra espalda,
parándose a 50 metros.
Aquel día no vimos más, y a buena hora regresamos al
campamento.
Al día siguiente, bien temprano, emprendimos la marcha por el mismo lado, pero fuimos más lejos. En un determinado lugar nos separamos, Fernando y yo, con nuestros
respectivos guías, tomamos por diferente rumbo. En media
hora me encontré con un macho de no malos bigotes, que
se me apareció como un fantasma o tan inesperadamente
como un Gran Kudú, a 100 metros de distancia; un tiro de
mi .30-06 bien puesto, otro para rematar y asunto concluido.
Dejé a Wayne quitándole la copina y me fui solo, con
el propósito de encontrarme con Fernando y de paso, tal
vez con otro caribú, ya que mi licencia me permitía abatir
tres de estos cérvidos. Una hora más tarde estaba en una
meseta oteando la lejanía cuando oí un tiro y otro, lejos,
a mi derecha. Seguramente era Fernando. Por un buen
rato lo busqué con los binoculares sin lograr descubrirlo,
pero en cambio, allá ... tras el filo de una loma, empecé a
ver un gran número de cuernos en movimiento, sin dejar
al descubierto las cabezas y menos los cuerpos; parecía
un desfile de bayonetas. Supuse sería una numerosa manada de caribúes a los que seguramente había disparado
Fernando. Caminé un poco y me detuve a observar. La
manada caminaba directamente hacia mí; me escondí tras
de una roca y esperé.
Así como me ocurrió con la manada de búfalos en te-
297
ALASKA - 1958
Aunque localicé un buen macho, todavía
sus cuernos estaban recubiertos de “terciopelo”.
Fernando con un buen ejemplar de caribú.
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rrenos de Mtu-Wa-Mbu en África, en 1954, empezaron a
dejarse ver las cabezas y luego los cuerpos de un ejército
de animales. Se acercaron más y más; con ávida mirada
trataba de descubrir al mejor macho, a la mejor cornamenta, pero todas me parecían iguales. Calculé en más de 100
el número de reses; en mi vida había visto espectáculo semejante. Me acordé de que en la familia caribú, la hembra
está dotada de cuerna como los machos, y no quería matar
una hembra. Busqué entre tanto animal las características
que distinguen al macho, tal como la robustez del pescuezo, que es más corpulento.
Cosa rara para mí en esos años de bisoño, de inmaduro en caza mayor fuera de mi país, todos los cuernos se
veían oscuros; dejé acercar la manada hasta 40 metros,
entonces descubrí que todos los animales tenían los cuernos in velvet, es decir, que en esa época todavía no los
habían limpiado del fresco “terciopelo” que los cubría.
Decidí no usar mi rifle, pero ¡qué lástima no tener la cámara para filmar la escena que parecía de migración! Gocé
disfrutando la presencia de la manada, hasta que deliberadamente estiré el cuello, pues estaba tan cerca que casi
temí me atropellaran. En cuanto me vieron emprendieron
la estampida, desapareciendo en pocos segundos. Pero a
los cinco minutos volvió a acercarse un pequeño grupo de
esos bobos animales, que partieron a la carrera, a la llegada de mi guía Wayne.
Marchamos juntos, en la dirección en que había oído
los disparos de Fernando, y media hora después lo encontré al lado de un magnífico ejemplar de caribú, un animalazo que calculamos pesaría 150 kilos, su cornamenta tenía
una abertura de un metro y 10 centímetros con 32 puntas.
—¡Bravo, muchacho! ¡exclamé entusiasmado, después
de haber apreciado las cualidades del cérvido— ¡Buen trofeo! ¡Lucirá bien en nuestro salón! —Cayó de un tiro —me
explicó Fernando—. Y le dejé ir un plomazo a otro, que
corrió herido y no lo volví a ver. —Bueno, regresaremos al campamento por ese rumbo y si no lo encontramos, seguiremos buscando mañana.
Por hoy ya llevamos dos piezas que pesan mucho; ya es
tarde y apenas llegaremos a tiempo al campamento.
Al otro día temprano salimos en busca del animal herido, el cual encontramos hasta por la tarde; la herida no fue
grave, y Fernando lo remató de un tiro. Si bien podíamos
cazar más caribúes, ya no lo hicimos considerando que
tres eran suficientes y no me gustan las carnicerías.
Por la noche Johnny nos preparó unas piernas de caribú al horno; un horno improvisado en que tantos exquisitos
guisos nos ofreció ese buen cocinero de campaña. Entre
otras cosas unos sabrosos bisquets y hot-cakes con blackberries silvestres, que abundan. Otro de los platos que cocinaba en diferentes formas eran los guisos de ptarmigans,
perdiz subártica vestida de blanco plumaje en invierno; el
sabor de su carne es parecido al de la codorniz, es del
tamaño de un pollo joven y se encuentra en gran cantidad.
Durante la cacería confirmé que el caribú tiene buena
vista, pero es muy curioso. Si el cazador se para inmóvil,
la curiosidad del animal lo acercará hasta 30 metros o menos. No camina al paso como otros cérvidos; aun cuando
esté pastando tranquilamente, para moverse dos metros lo
hace con un trotecito parecido a nuestros venados buras
de Sonora y levanta la cola que se ve blanca; el pelo de
su lomo y costados es de un pardo oscuro; de su blanco
pecho corre un largo mechón, también blanco, que hace
juego con los anillos del mismo color que adornan sus patas, cerca de las pezuñas. Sin embargo, no obstante la
abundancia de esta especie de venado, la caza es dura,
es la típica, la genuina Montería, como la caza en .México
y otras partes del mundo: subir y bajar a pie los montes
siempre cubiertos de matorrales y de esos mimbrerales
delgados pero durísimos, que llegan a los hombros; hay
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Con el magnífico trofeo conseguido, emprende Fernando
el regreso al campamento.
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que abrirse paso en terreno muy desigual y lleno de hoyos. A poco de empezar a encumbrar ya va uno sudando a
mares y echando los hígados, pero ya en la cima es cosa
fácil. De todas maneras, me gusta esa forma de cazar que,
como solemos decir en México, se hace a “huarachazo limpio” en sierras donde no hay ni vehículo ni caballo. Con
vegetación tan cerrada tampoco es posible el huelleo, así
es que hay que caminar y caminar, desde la madrugada
hasta la puesta del sol, usando siempre los binoculares,
buena ayuda para descubrir la pieza deseada.
Oso grizzly
(Ursus horribilis)
Volamos para acuatizar en la orilla de otro lago, llevamos una ligera tienda de campaña y comestibles para
unos pocos días. El propósito era darle una espulgada al
terreno en busca del moose. Iríamos solamente Fernando
y yo con nuestros guías Wayne y Perk. El terreno era más
plano que el anterior, una que otra lomita y todo el campo alfombrado de abetos y convertido en un florido vergel.
¡Hermosos campos!
El oso polar y el oso pardo o Kodiak son los animales
cuadrúpedos, carnívoros terrestres más grandes del mundo. Ambos son peligrosos, pero no tanto como el oso grizzly, de mucho menor tamaño y peso, pero a la vez el más
feroz, el más temido por el cazador; su nombre en latín,
Ursus horribilis confirma su peligrosidad. Muchas anécdotas de sorpresivos encuentros sangrientos de cazadores
con estos peludos plantígrados se han escrito en la historia
de la Montería.
En cuanto llegamos, salimos los cuatro juntos en busca
del moose. Después de una hora, observábamos desde lo
alto de una loma un manchón de pinos localizado en una
hondonada que formaban un cerro y una loma baja. No
descubrimos nada con los binoculares, pero nos gustaba
el lugar y a él nos dirigimos. Empezamos a descender y a
poco andar, nos detuvimos para echar una ojeada. Más
abajo, frente a nosotros, a unos 500 metros, descubrimos
un oso grizzly, que de inmediato decidimos cazar. El terreno donde se encontraba no era fácil, la maleza era muy
cerrada, para acercarnos teníamos que bajar por campo
muy abierto; no había otra forma, y nos resolvimos por un
acecho directo confiando en la no muy buena vista de los
osos, en lo entretenido que estaba comiendo los sabrosos
arándanos y en que el viento nos daba en la cara. Cuando
llegamos a 300 metros, Perk sugirió que desde esa distancia disparara yo.
El tiro a largas distancias, con rifles y balas de muy plana trayectoria, que no dejan el sabor ni la emoción de un
Cerca de la espesura se encontraba
un oso grizzly.
buen acecho, es una forma peculiar de algunos cazadores
de Norteamérica, pero a Fernando y a mí nos gusta arrimarnos, como el matador que roba terreno al toro.
Así es que no le hice caso a Perk y en cambio le ordené
que él y Wayne se quedaran ahí, mientras Fernando y yo
nos adelantábamos cubriéndonos en la mejor forma posible. Llegamos a los 200 metros, el oso se movía un poco,
ocupado en comer; pero ya no debíamos adelantar más,
estábamos completamente a descubierto, Entonces le dije
a Fernando que desde allí tiraría yo; en eso se movió el
oso, quedando ocultos sus cuartos delanteros. Por unos
momentos permanecí encañonando con mi .30-06 —recuerde el lector que no llevábamos rifles de más alto poder—, en espera de que se descubriera; en ese segundo
llegó por nuestra espalda Perk preguntándome en alta voz:
—¿Por qué no le tiraste? ¡Ya el oso se fue!
—¡Cállate! ¡EI oso está allí! —Ie repliqué.
—No —insistió— ya encumbró por el cerro de la izquierda.
Me enfadó mucho la imprudente actitud de mi guía,
mas controlé mi enojo. Ya no veíamos al oso, pero yo sabía, sentía, que no nos había descubierto, y no se había
alarmado, por lo cual debía estar cerca.
—Ven —le dije a Perk— vamos allá.
Nos adelantamos, él caminaba por el lado izquierdo,
siempre buscando al oso en el cerro; Fernando y yo, a la
derecha. Ya estábamos en los terrenos donde había visto
al grizzly, caminábamos muy despacio, con los rifles listos;
Perk sólo llevaba un enorme pistolón de gendarme de principios de siglo.
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Los grandes ejemplares de alce llegan
a pesar más de 700 kilos.
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La maleza no nos permitía ver muy lejos. Casualmente, a 35 metros, a mi derecha y casi con el rabo del ojo,
alcancé a ver un bulto en movimiento entre la maleza. ¡Era
el grizzly! Sin pronunciar una palabra y con rapidez hice
un disparo que, afortunadamente, dio en el blanco. El oso
como es común en ellos, se hizo bola dando dos maromas. Luego se levantó y cuando corría recibió mi segundo
tiro, no menos rápido que el primero; la bestia se detuvo
sólo para recibir un tercer tiro que puso fin al emocionante
encuentro. Cuando volteé a ver a Fernando y a Perk, vi
que este último tenía la pistola en la mano y visiblemente
emocionado me dijo:
—Tú no te confías, ¿eh?
—¡Naturalmente! —le contesté—. En estos casos hay
que actuar con rapidez, no hay tiempo ni debe uno consultar a nadie, además, viste que tenía razón: el oso estaba
aquí. En lo sucesivo ten presente que no somos novatos
en cacería.
Perk estaba nervioso y con cierta razón. Como ya dije,
el grizzly es un enemigo peligroso, y el encuentro había
sido hasta cierto punto sorpresivo, a muy corta distancia
y en terreno boscoso. Pero Perk, como ya nos ha sucedido en otras ocasiones con guías profesionales, cometió
un error subestimando nuestra experiencia venatoria y su
imprudencia pudo haber malogrado el lance con el oso.
Pronto quedó olvidado el asunto con la obtención de ese
nuevo trofeo. Contentos, regresamos al campamento sin
más novedad por ese día.
Este fantástico venado semi acuático se alimenta de
nenúfares, cortezas de árbol, hojas, renuevos, matas, hierbas y plantas marinas que se encuentran en los marjales,
charcos de poco fondo, marismas, pantanos y arroyos; se
zambulle casi como un pato o un castor en busca de alimento, y suele durar más de un minuto sin sacar del agua
la cabeza para respirar.
El alce es una de las muchas especies de la fauna asiática que emigraron a América cruzando por el “Puente Terrestre” del Mar de Behring que existía en la lejana época
del Pleistoceno, hace más de 10 000 años. De otra manera
no hubieran sido posibles las migraciones tanto de animales como de seres humanos.
Según la historia de las cuatro interglaciaciones de la
época del Pleistoceno, cuando cada estación glacial acumulaba su máximo volumen de hielos y nieves que, lógicamente, bajaba considerablemente el nivel de los mares
hasta 60 metros, ocurría el brote de islas ignoradas y otras
eclosiones terrestres.
Este fenómeno llamado “violencia tectónica” da lugar a
transformaciones geológicas en el globo terrestre: elevación de continentes, montañas; elevación y descenso del
nivel de los océanos, debidos a avances y retrocesos interglaciares, que invaden los litorales. De esta suerte quedó
al descubierto el anchísimo “puente” o meseta que por un
tiempo unió a Rusia con América. Hoy dicho “puente” quedó 60 metros debajo del nivel de las aguas del mar; sólo
asoman dos islitas de nombre Diómedes, a media distancia entre las costas de Siberia y Alaska; una de ellas es de
Rusia y la otra de E.U.A. Actualmente, la distancia de costa
a costa entre Rusia y América por el Estrecho de Behring
es de 80 kilómetros, y en invierno, cuando el mar se congela, podría cruzarse en trineos.
Hace 11 000 años empezó a menguar la última glaciación del Pleistoceno dando lugar a los periodos templados
interglaciares, digamos “veranos” de miles de años; con
ello tomaron fuerza los deshielos; los glaciares se derretían y el nivel de las aguas de los mares aumentaron hasta
llegar al actual. Tan sólo Alaska tiene 5 000 glaciares, Rusia cuenta con 10 000 glaciares de montaña, además, se
consideran las fabulosas nieves del Ártico, de la Antártida,
Groenlandia y otras. Unas tres cuartas partes del agua dulce del mundo —29 millones de kilómetros cúbicos— se encuentran almacenados en forma de hielo. En total, un 10%
de la superficie terrestre se halla en la actualidad cubierta
por glaciares; un 20% menos que hace 10 000 años.
Para cerrar este preámbulo considero interesante que
el lector tenga presente que por ese “puente” del Estrecho
de Behring, hace miles de años, entre otras especies de la
fauna asiática entraron a América, por Alaska, continuando
El alce
(Alces Americana)
En América, principalmente en Estados Unidos, se han
cometido errores dándole a algunos animales un nombre
que no les corresponde, por ejemplo: al wapiti le llamamos
elk; al puma le llamamos león americano; al jaguar le llamamos tigre; al bisonte le llamamos búfalo y al alce, que
es el cérvido más grande del mundo, le llamamos moose, nombre con el cual lo bautizaron los colonos ingleses,
proveniente del dialecto de los indios algonquinos, quienes
le llamaban mus, palabra que significa “que come ramitas
tiernas”. El peso promedio de este enorme venado pasa
de los 700 kilos; su palmeada cornamenta mide, de punta
a punta, casi 2 metros y su alzada, en algunos ejemplares,
pasa de 2 metros. Hay cuatro especies y subespecies que
difieren por su tamaño solamente, abunda tanto en Alaska
y otros estados de la Unión Americana, como en la parte
norte de Ontario, Canadá. Su carne es de lo más exquisita.
¡Y vaya que he saboreado carnes de un centenar de diferentes animales salvajes!
303
ALASKA - 1958
Los alces se localizan frecuentemente
en las cercanías del agua.
por la cordillera de las Rocallosas hasta llegar a México,
el borrego del desierto o cimarrón que habita en tierras de
Sonora y Baja California. Posiblemente desciende del borrego nivicola de la Península de Kamchatka, Siberia. Más
al sur de nuestro continente no habita ninguna especie de
borrego silvestre.
Salimos a buen temprano, a las 9 a.m. nos encontrábamos sobre una loma observando con los binoculares,
como es costumbre hacerlo. A nuestro derredor grandes
manchones sembrados de flores silvestres y pastos alegraban el panorama, más al fondo completaban el cuadro
la maleza y las colinas cubiertas de verdes pinares. A dos
kilómetros descubrió Perk un alce, me lo señaló y con trabajos lo descubrí en un tupido manchón de pinos; para ello
se necesita alguna experiencia o movimiento del animal.
Estaba echado, inmóvil, sólo dejaba ver uno de los cuernos que a distancia daba la forma de un abanico blanco,
abierto en medio del verdor.
Estudiamos el terreno e iniciamos el acecho, por cierto muy bien dirigido por Perk, quien previamente nos había advertido que debíamos disparar con rapidez y buena
puntería en el momento del lance. Si en terreno tan arbolado éramos descubiertos, no seria fácil arrimarnos, eran
animales “muy sentidos” y no tendríamos tiempo más que
para hacer un solo disparo; si el animal no era bien “pegado” nos esperaría una larga caminata para encontrarlo
a tiro y rematarlo. Esas advertencias me hicieron pensar
en que nuestros rifles .30-06, aunque cargados con balas
de 180 gr y punta suave, no eran los adecuados para un
animalazo tan grande como un búfalo africano, pero no teníamos más.
El acecho fue bien planeado y cuidadoso. Cuando estuvimos a 100 metros de la pieza pude ver parte de la cuerna y la cabeza solamente; nos arrimamos más y entonces
descubrimos otro alce que también estaba echado no lejos del primero. Con señas y haciéndoseme agua la boca
indiqué a Fernando, quien también estaba notablemente
emocionado, que él tiraría al de la derecha y yo al del lado
izquierdo. Ya estábamos a 60 metros, entre una maleza
tan cerrada que sólo podía ver la cuerna y la jeta del animal
y un pinito de 3 metros de altura le tapaba el pescuezo, que
era a donde pensaba colocar mi bala.
Fernando estaba unos metros a mi derecha. Perk y
Wayne se habían quedado muy atrás para hacer menos
ruido y bulto al caminar. Debíamos tirar al mismo tiempo,
cada uno al moose que le correspondía; si al primer tiro
no caían echarían a correr, sin darnos oportunidad de un
segundo disparo.
Por temor a que nos ventearan y sintieran, decidimos
no movernos más; con los rifles encañonando esperaríamos a que se levantaran y dieran blanco. Así permanecimos unos 20 minutos, a cada momento se me nublaba la
vista de tanto tenerla fija. Hacía frío, la mano izquierda la
tenía con guante, pero la derecha, que debía conservar
desnuda y lista para la acción en el momento del lance, ya
la sentí a helada.
Llegó el momento, se levantó mi moose, pero el condenado pinito que antes mencioné seguía tapando el pescuezo y la cabeza de la res, dejando al descubierto el lomo
y parte del pescuezo, estaba casi de frente, en línea recta
hacia mí. Ya no aguanté más; seca la boca, puse el grano
de mi rifle en la espina, lo más cerca de las vértebras cervi-
304
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cales y oprimí el gatillo. Al fogonazo, el venadote salió disparado por el lado izquierdo; se me perdió entre los pinos;
creyendo que había errado el tiro, corté cartucho y cuando
el animal cruzaba por un clarito, le dejé ir otro plomazo.
A mi primer tiro oí que Fernando disparaba al mismo
tiempo. Los dos corrimos por donde salieron los animales y con gran alegría encontré mi moose tirado, todavía
con vida, a 20 metros de donde había estado echado; lo
rematé de un tiro. Busqué el de Fernando, que pronto encontramos a unos cuantos metros, muerto con un tiro en el
pescuezo. ¡Qué grata satisfacción se siente cuando se tira
bien! Aunque mi segundo tiro no dio en el blanco, el primero fue de muerte; de suerte que de un tiro con bala de 180
gr cayó cada uno de esos enormes cérvidos cuyo volumen
me dejó asombrado.
Tarea difícil fue desollarlo y cargar con algo de carne,
piel y cuerna. A mi primer intento de cargar con una cabeza
caí de espaldas dominado por el peso. En la tarde llegamos al campamento volante y a la siguiente mañana llegó
Ward en su avioneta para llevarnos al campamento base.
A la mañana siguiente nuestro cocinero Johnny sirvió
un almuerzo inolvidable: sendos bisteces de carne de alce
sazonado a la sartén en su propia grasa, con sal de ajo,
cebolla y pimienta; no había necesidad de aceite o mantequilla, ¡qué plato más delicioso!
Johnny tenía razón; no creo que haya carne más exquisita. Para mejor saborearla ni siquiera comimos pan, sólo
algunos sorbos de buen café negro, al cual observé siempre le ponía Johnny un pistito de sal.
En un laguito, a unos pasos del campamento base, vimos cuatro cisnes blancos y algunos patos. Cosa curiosa
en el campo, nunca vimos buitres; tampoco sufrimos la
molestia de los mosquitos. El frío era tolerable, y con las
caminatas hasta sudábamos. El panorama era tan- encantador con esa gama de colores que ofrecía el campo fresco, mojado, sembrado, tupido de flores y plantas silvestres
que llenaba de contento nuestros corazones.
Terminado nuestro compromiso con los alces, tocaba
ahora su turno a las cabras montañesas; tarea muy difícil,
de sabor más deportivo que la caza del moose, pero estábamos muy lejos de la región que habitan esas chivas salvajes. Teníamos que regresar a Anchorage y de allí volar a
Canary, a corta distancia de la costa.
Del campamento volamos a Tolzona, donde pasamos
la noche, y al día siguiente la esposa de Ward nos llevó en
auto a Anchorage.
El autor y Fernando lograron cazar
buenos ejemplares de alce.
305
ALASKA - 1958
La cabra salvaje montañesa
usamos una incómoda tienda de 8 x 10 pies para dormir
los dos guías, Fernando y yo. El lugar quedaba lejos de
toda civilización y la única forma de llegar era en avioneta,
sobre un campo bastante amplio y llano. Naturalmente, no
había pista. El terreno estaba circundado por una amplísima barrera de 9 glaciares, montañas, altos picos desnudos
cubiertos de nieve en su nivel más bajo, y luego, más abajo
aún, seguía el límite de la vegetación, un monte de gruesos pinos, variadas coníferas y densa maleza de alisos y
otras plantas; todo el campo estaba tapizado de musgos,
tan mojado que al pisar fuerte brotaba el agua; no había en
toda el área un metro de tierra seca. Por si eso fuera poco,
el viento era fuerte y muy frío; había otra molestia: por la
tarde nos atacaban nubes de mosquitos tercos, empeñados en hacernos renegar. Tal era nuestro campo de acción.
Al contemplar el terreno donde habríamos de cazar,
comprendí desde luego que la tarea sería dura: relices imposibles, con declives de 65 grados. El panorama seguía
siendo indescriptiblemente bello.
Habíamos llegado temprano. Ward regresó a Anchorage en el Cessna, con la promesa de que en tres días regresaría por nosotros.
Lo primero que hice fue escudriñar las montañas con
los binoculares y el telescopio de 40 poderes tratando de
descubrir algunas cabras, como ocurrió con los borregos
Dall en el campamento Jarvis; pero nada descubrí. No me
gustó la cosa.
Nuestro campamento estaba al pie de una montaña, la
primera que habíamos explorado tan empinada, con maleza tan cerrada y mojada que nos obligaba a terciarnos
el rifle para subir como mapaches ayudándonos con las
manos. Después de dos horas encumbramos hasta llegar
al límite de la vegetación, de allí seguimos sobre la nieve
y más arriba a los picos, a la roca pelona, a los negros
picachos medio cubiertos por las nubes. Nos detuvimos
un rato para desde la altura, con los prismáticos, otear las
montañas en un radio de unos 10 kilómetros, pero no descubrimos nada, ni un solo bicho. Caminamos otras dos horas y un poco desalentados regresamos al campamento.
Al día siguiente volvimos a la carga encumbrando las
mismas montañas, esta vez pasamos del límite de la vegetación hasta una altura en que me pareció inútil seguir
adelante. No descubrimos un solo animal, pero Perk insistió tanto que decidí siguiera adelante con Fernando. Yo
caminaría solo a esa altura, sin fatigarme tanto, y luego,
por aquello de las 4 p.m. regresaría al campamento, para
que ellos no se vieran obligados a regresar por el mismo
camino.
Se fueron. Perk era un individuo relativamente joven y
fuerte; los seguí con los prismáticos hasta que se me per-
(Oreamnos Americanus)
La cabra montañesa, esa señora de los acantilados, es
un trofeo de caza por demás difícil; todo cazador se sentirá
orgulloso de su posesión y cada vez que lo contemple en
su salón de trofeos se recreará recordando los copiosos
sudores fríos, el esfuerzo, las penosas caminatas y los
bellos panoramas que se ven desde los picos de las altas montañas, a las cuales, por hábito y costumbre, se remontan las cabras ejerciendo asombrosos malabarismos
de equilibrio en las escarpaduras. Tal es la cabra salvaje
de Alaska, y otros lugares de Norteamérica, caminadora
de los acantilados, riscos, escarpados abismos peñascosos que marean, donde habrá de buscarse, siempre en
terrenos más broncos e inaccesibles que los habitados por
otros animales monteses; lejos del ruido y la civilización.
En invierno, en lugar de descender a terrenos bajos de la
montaña en busca de los manchones de verdes pastos
como lo hace el borrego salvaje, la cabra asciende, remonta las alturas en busca de retoños, hierbas y espinos que
crecen entre rocas. Es su principal alimento.
Se ha discutido que esta cabra no es tal, sino un antílope. Ciertamente no pertenece a la especie de las cabras
silvestres de largos cuernos y diferente pelaje, como son
los ibex y el markhor; más bien pertenece a las especies
intermedias de las cabras con cuernos cortos —Rupicaprinae— parientes del chamois europeo, del goral, del serow
y el tahr de Asia.
Los naturalistas estiman que sería más apropiado el
nombre de Antilo-cabra. Esta cabra montañesa es uno de
los tres grandes animales que durante todo el año conservan su pelaje totalmente blanco, los otros dos son el
borrego Dall y el oso polar. Su peso promedio es de 120
kilos; vive hasta 13 años; ambos sexos tienen cuernos que
miden, como promedio, 20 centímetros de largo en el macho adulto. Su voluminosa joroba o morro sobre los hombros hace que su cabeza se vea más baja; su largo pelaje
que corre hasta muy abajo por las piernas, da el aspecto
de unas chaparreras que se cortan a 20 centímetros, antes
de llegar a la pezuña, dando la impresión de que hubiesen
ido al salón de belleza, como algunas damas IIevan a sus
perrillos falderos. Los negros y finos cuernos, su larga cara
de mandril y corta piocha le dan un tono cómico, de payaso, que al verla dan ganas de reír. Entre cazadores cariñosamente llamamos Billy al macho y Nanny a la hembra; me
parecen los apodos muy apropiados.
El 6 de septiembre de 1958, después de una hora de
vuelo en un Cessna 180 aterrizamos en un lugar cerca de
la costa de Canary; en el campamento volante, otra vez
306
ALASKA - 1958
La cabra salvaje de Alaska;
señora de riscos y acantilados.
dieron en una cuchilla tan alta que ya cubrían las nubes.
Fastidiado de no encontrar un solo animal y pensando que
podría perderme, resolví el regreso a las 3 p.m. en vez’ de
4 p.m. Medio me perdí, pero no del todo. Fernando no llegó
al campamento hasta las 7 p.m. cansado y molido después
de 10 horas de caminar sin descanso en las montañas.
—¡Qué bárbaro! ¡Qué andada se han echado! ¿Dónde
está Perk? ¿ Vieron algo? —interrogaba yo a Fernando en
tanto les preparaba un café.
—Pues, mira, ahí viene Perk.
¡Demonios! ¡Pero si trae una cabra a cuestas!
Con razón dice el refrán que “el que porfía mata venado”. ¡Qué bueno, hombre, por lo menos ya contamos
con un Billy! —nuestras licencias autorizaban dos a cada
uno—. Déjame verla. .
—Maté dos, me decía Fernando entusiasmado, pero
trepamos tan alto, en terreno tan peñascoso, que ríete de
las sierras de Sonora. De manera que una de las cabras
voló por no decir cayó, a tal profundidad que era imposible
bajar por ella y menos a esa hora. Además, seguramente
se rompieron los cuernos a la caída.
—Pues tuvieron suerte, pero otra caminata de esas, sin
307
ALASKA - 1958
seguir a pie desde el campamento. En eso llegamos al mar
y regresamos al campamento. A distancia, cada cabra parecía una blanquísima mota de algodón que un inexperto
confundiría con un montecito de nieve. Hice que dos veces
voláramos en círculos para estudiar el camino de acceso a
pie: primero había un extenso valle de terreno plano, luego
debía empezar a encumbrar cruzando un glaciar para seguir por el filo de numerosas cuchillas. Grabé en mi mente
la topografía del terreno y posición de los Billies. 30 minutos duró el vuelo que, a la postre, nos ahorró días de largas
y cansadas caminatas.
A las 8 a.m., muy entusiasmados, emprendimos la marcha con nuestros guías. Solamente Fernando y yo cargábamos rifles para en caso de suerte, evitar el exceso de
peso; un lonche, un trozo del sabroso pan de Epiece, los
binoculares y eso era todo.
Ward se fue en su avión ofreciéndonos volver al tercer
día, por segunda vez nos quedamos sin ningún medio de
transporte que en caso de un accidente, nos pusiera en
contacto con el mundo civilizado. ¿Cruzar a pie esas montañas para negar al poblado más próximo? ¡Ni pensarlo!
Nunca llegaríamos! La situación no me gustaba, pero confiaba en nuestra siempre buena estrella; nada malo pasaría, si acaso uno que otro sentón y ya.
Caminamos de prisa, en una hora cruzamos el valle y
empezamos a escalar la montaña. Cada 60 ó 70 metros
nos deteníamos a normalizar nuestra agitada respiración;
la caminata sería una de las más duras en mi vida de cazador, pero sabía que llegaríamos a buena hora al lugar
de las cabras, si apretábamos el paso. Llegamos al pie de
un glaciar, que con dificultad cruzamos para seguir encumbrando. A pesar del frío y de la altura sudábamos a chorros, pero era un sudor que en la nuca se sentía muy frío. A
continuación transcribo un párrafo de mi “Diario”:
“Seguimos encumbrando. A primera vista, desde el valle o desde la avioneta, no me parecían tan escarpadas ni
difíciles de ascender y dominar esas montañas, pero conforme ascendemos se descubren cañones y desfiladeros
profundos que no advertí. Al llegar a la cima de un espinazo que supuse sería el último, me di cuenta de que sólo era
la cuchilla de otro cañón que hay que cruzar para llegar al
lugar donde seguramente encontraría las cabras;’ sin embargo, mi orientación era buena.
“A cada rato que nos detenemos unos instantes a recuperar nuestra respiración; volteo a ver el trecho que hemos caminado disfrutando cada vez de un maravilloso y
diferente panorama. Ahora se divisa al fondo el lago cuya
extensión es de unos 10 kilómetros de largo; alla abajo me
pareció más chico; cuento 9 glaciares que lo rodean, creía
que eran menos.
Nuestra cabra empezó a encumbrar un pico ...
estar seguros de que hay cabras, no la haremos. Mañana
vendrá Ward, aprovecharemos el Cessna y yo echaré un
vistazo volando sobre las montañas, si veo Billies entonces
sí que caminaré todas las horas del día.
En la punta de unas varas prendimos unos trozos de
carne que cada quien sostuvo en la lumbre y después de
cenar, nos fuimos a dormir.
Al día siguiente hubo mal tiempo y comprendimos que
Ward no llegaría.
Permanecimos en el campamento y al otro día. temprano, oímos el motor del avión, que aterrizó cerca de
nosotros. No había tiempo que perder. Expuse a Ward la
conveniencia de explorar las montañas en un breve vuelo y localizar las cabras, para tener alguna seguridad de
éxito antes de emprender las caminatas. Ward estuvo de
acuerdo, y él y yo emprendimos el vuelo rumbo a la costa.
A los 10 minutos de vuelo vi la primera cabra y luego una
manada y otras solitarias.
—Nannies —hembras— me dijo Ward. Después, en lo
alto de las montañas, vi dos Billies y luego otros más. Examiné el terreno evitando volar muy bajo, a fin de no alarmar a los animales; animado y optimista estudié la ruta a
308
ALASKA - 1958
“Estudiamos la forma de cruzar un cañón pegándonos
al pie y orilla de un glaciar, la nieve de éstos es durísima, la
áspera superficie corta las manos; hay que rodearlos, pues
creo que nadie se atrevería a cruzarlos a pie, a menos que
use los zapatos con spikes como los de los alpinistas, además del piolet para mayor seguridad, ya que por su declive
un resbalón significaría la muerte”.
Tomé una foto de la ruta que seguimos por el borde de
una de esas masas de hielo llamadas glaciares, cuya formación requiere miles y miles de años. El sol de junio, que
en las regiones subárticas o nórdicas no se oculta en las
24 horas del día, no es capaz de derretir su densa capa.
Después de cuatro arduas horas de caminar siempre
encumbrando, descubrimos con los binoculares, allá en lo
alto, casi en la cima de una montaña, una bolita de algodón
ligeramente amarillenta que difícilmente se distinguía de
los manchones de nieve. ¡Era nuestro Billy!
El animal estaba a un nivel muy alto, fuera de tiro, echado en el saliente de una enorme roca desde donde dominan con la vista todo el terreno bajo del cual puede llegar
el peligro. A esas alturas no toda la montaña se cubría de
nieve, ya no había vegetación; en su lugar, la roca pelona
y la abundante y menuda laja hacía más difícil el ascenso; los resbalones eran frecuentes. Era sumamente difícil
ponernos a distancia de tiro sin ser vistos; estudiamos el
acecho resolviendo que era necesario un amplío rodeo.
Perk y Fernando tendrían que avanzar de manera de no
ser vistos, cubriéndose entre los peñascos y sin intentar
ver la cabra hasta llegar a una altura superior a donde ella
estaba; yo permanecería sin moverme, vigilando con los
gemelos su posible movimiento. De trecho en trecho, Perk
y Fernando se detenían, para que de común acuerdo nos
viéramos con los prismáticos y a base de señales convenidas les indicaría yo si ya estaban a la altura, si la chiva ya
se había o no “movido” y en qué dirección.
Así las cosas, caminaron una hora para llegar al nivel
de la cabra, casi en la cumbre. Les hice la señal abriendo
mis brazos en cruz, pero al mismo tiempo vi que la cabra
se levantaba desperezándose. Usando los prismáticos la
vi enorme, preciosa, limpia, color mantequilla; comenzó a
caminar muy lentamente, confiada, sin sospecha alguna;
iba a encumbrar el picacho por un lado de un agrupamiento de grandes peñascos, al mismo tiempo que Fernando y
su guía lo harían por el lado opuesto. Me sentía emocionadísimo, hubiera querido advertirlos: “¡se van a encontrar
con la chiva a 40 metros al otro lado del picacho ... !”.
Vi a la cabra y a ellos en el filo de la montaña, y un
momento después los perdí. Me levanté de mi puesto y
comencé a trepar lo más aprisa que pude; no había caminado 100 metros cuando me pareció oír un tiro, luego otro,
y momentos después en la cima se dibujó la silueta de
Perk, que me llamaba haciendo señas para que subiera a
reunirme con ellos.
Tal era mi entusiasmo que en 40 minutos llegué a la
cumbre, una de Ias tantas cuchillas, como sierras, que
integraba el remate de un profundo cañón, cerrado a la
derecha por un imponente pico. Aquello parecía el lecho
del cráter de un gran volcán, algo así como un enorme anfiteatro, de 600 metros de ancho por unos 200 de fondo. En
aquel fondo cubierto de laja casi negra y suelta, resaltaba
la forma blanca y ensangrentada del Billy que acababa de
abatir Fernando.
—Otras dos corrieron por allá abajo, a la izquierda —
decía Fernando todavía emocionado—. Y mira, allá, en
aquel filo, al otro lado de este enorme anfiteatro está una
más.
Con los gemelos observé la cabra que señalaba Fernando y después de estudiar el terreno le dije a Perk:
—¿Qué dices? ¿Vamos por ella?
—Mira —me contestó con muy buen juicio—, es la 1
:30; hicimos cinco horas y media para llegar aquí; tenemos
que bajar por la cabra muerta, quitarle la copina y cargarla,
esto se lleva tiempo. Por otra parte el Billy aquel está muy
lejos, tendremos que rodear por el picacho, a la derecha.
Para llegar al otro lado haremos una hora y si tenemos
suerte, tendremos que cargar con dos cabras y emprender
el regreso más o menos a las 4 p.m., así es que llegaríamos al campamento cerca de medianoche. A menos que
deseen quedarse en la montaña y para eso no estamos
preparados; sin las bolsas de dormir aquí se muere uno
de frío.
Las razones de Perk eran de peso, pero como también
lo era mi entusiasmo en hacerle la lucha a la otra cabra que
seguía inmóvil, propuse:
—Mira, Wayne y Fernando pueden bajar y desollar la
cabra muerta, mientras tú y yo damos vuelta por donde
dices, para arrimarnos a tirarle a la cabra viva y luego nos
reuniremos en aquel puentecito que está allá abajo, a la
izquierda. Además, tal vez al otro lado haya más cabras.
Mi proposición fue aceptada. Comimos el frugal lonche que llevábamos y emprendimos el acecho. Al llegar
al picacho vi que para bajar al otro lado, rodeando, había
una pendiente muy inclinada, cubierta de nieve endurecida como un glaciar. Empezamos a bajar, y en menos de
10 metros me di dos sentones, pues la nieve estaba muy
resbalosa. Descubrimos a lo largo de la pendiente una angosta hendidura, rellena de nieve fresca. Nos sentamos de
plano en el hielo con las piernas encogidas para descender, deslizándonos apoyando un pie en la hendidura, pero
esto sólo en parte dio resultado. Resbalé; menos mal que
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sólo fueron 100 metros, gracias a una peña que me detuvo; el rifle lo protegí cruzándolo entre las piernas.
Me ardían mis pobres y maltrechas posaderas: no fue
nada, pero procuré no estropear mi rifle. Ya estábamos en
el otro lado, desde ahí dominábamos otra serie de profundos cañones. La chiva que habíamos visto antes estaba
muy lejos, casi en el fondo de otro desfiladero. No era práctico el porfiar y con pena desistí de mi propósito. Ahora
había de pensar en el punto de reunión, al cual llegamos
con algún trabajo.
rifles. Finalmente, un tiro de Fernando dio en el blanco;
el animal se tambaleó y cayó, pero no en el saliente donde estuvo parado, más bien voló en el espacio, 50 metros
abajo pegó en una roca que lo detuvo un instante para
luego seguir cayendo tres veces pegó en los salientes rocosos, que no daban la suficiente anchura para retener el
cuerpo del Billy ya muerto. Nunca había presenciado espectáculo semejante. Cuando caía daba la impresión de
un paracaidista en el espacio antes de abrir su paracaídas.
¡Qué lástima no haber filmado la escena! ¡No por sadismo, sino por la singularidad! Al fin se detuvo en el fondo, a
150 metros de nosotros —esto dará una idea al lector del
terreno tan quebrado y escabroso en que andábamos—,
corrimos a verlo y bueno ... ¡Qué tristeza al ver aquello!
De los cuernos sólo quedaron apenas visibles las bases y
la piel estaba completamente desgarrada, nada podíamos
utilizar de aquel pobre Billy, verdadero monarca de las escarpaduras. Sentí pena, me remordía la conciencia. Pero
... pues, son gajes del deporte. Esa noche rehusé comer
carne de cabra.
Desde donde nos encontrábamos se veía nuestro lago
y el valle que tendríamos que cruzar. Regresábamos por
diferente ruta; ya era tarde y sabíamos que nos sorprendería la noche. El valle era plano, pero completamente sembrado de mimbreras, un varejonal tan cerrado y duro que
dificultaba nuestro paso, y además, hundidos en esa alta
maleza que nos cubría, carecíamos de todo punto de referencia, como si estuviéramos perdidos. Hágase de cuenta
un chaparral o huizachal de nuestras Huastecas. Desde
la altura estudiamos el camino más abierto para llegar al
campamento y seguimos bajando.
Cuando llegamos al plano ya era completamente de noche; naturalmente que no había veredas y menos caminos
que nos orientaran.
Nunca se me hizo más largo, interminable, un regreso;
no llevábamos lámpara, caminábamos a oscuras, en fila
india, abriendo paso con las manos; el suelo empapado,
sin poderse uno sentar y descansar un rato. Mi rifle parecía pesar 20 kilos, los malditos mimbrerales, esos varejonales largos, delgados y duros como el alambre, se cruzaban como trampas a baja altura del suelo haciéndonos
caer con mucha frecuencia; otras veces nos golpeaban el
rostro, a cada rato se dejaba oír una maldición de alguien
que había tropezado. Así caminamos unas dos horas que
me ,parecieron siglos, sin descansar un momento, porque
como ya dije antes, no había un tronco de árbol caído, o
una piedra, o un metro de tierra seca donde sentarse, íbamos como sonámbulos, con un brazo tendido hacia delante para abrirnos paso. Al fin entramos a un campo abierto.
¡Allí estaba el lago! ¡Qué bueno ... Bendito sea Dios, por-
Largo y penoso regreso
Eran las 5 de la tarde cuando empezamos a descender
por pendientes increíbles. Desde esas alturas contemplé el
bellísimo panorama que en conjunto formaban los riscos,
los farallones y montañas que se extendían a mis pies, con
el Golfo de Alaska a mi derecha. La misma perspectiva
puede contemplarse desde un avión, claro, pero el placer,
el deleite, la sensación que se respira es diferente; el premio al esfuerzo físico da un gozo más grande, es como una
gota de agua que detenidamente se observa bajo el microscopio, para descubrir todo su mundo viviente inadvertido a simple vista. Solamente el viento y los jets de combate
que sin cesar hacen sus prácticas de rutina en el cielo de
Alaska, interrumpían el silencio de la montaña, silencio tan
deseado y saludable que calma nuestras neurosis adquiridas por el bullicio, los ruidos estridentes y las mil calamidades de la vida moderna de las ciudades populosas.
Con mucha frecuencia, en trechos de 100 o más metros, teníamos que bajar uno por uno. Si lo hacíamos todos
a la vez había el peligro de que alguna piedra se desprendiera rompiéndole la cabeza al de más abajo. Ya habíamos
descendido bastante, y en un momento que nos detuvimos
a descansar volteamos a ver el terreno y ¡Oh, qué ironía!
Allá arriba, en una saliente de la parte más rocosa de la
escarpadura casi vertical, cortada a pico, descubrimos un
Billy parado; seguramente habíamos pasado cerca de él
sin .advertirlo, y ahora lo teníamos a la vista, pero a no
menos de 500 metros de distancia.
—Vamos a tirarle y, si acaso le pegamos, mañana volvemos o mandamos por él —les propuse a Fernando y a
Perk.
Apoyando los rifles sobre una roca empezó el tiroteo
a un ángulo, creo yo, de 60 grados. A los primeros tiros el
Billy dio unos pasos, se detuvo y regresó al lugar donde
había estado, una saliente no más ancha que la cornisa de
un edificio. A cada disparo, después de corregir nuestras
miras, las balas pegaban más cerca y la cabra no se iba.
Tanto Fernando como yo habíamos vuelto a recargar los
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que yo ya no podía con mi alma ... y menos con el rifle! Me
dolían las piernas, los pies, la espalda; sólo me animaba
la idea de una alegre fogata y un buen café. Al llegar al
campamento le pedí a Fernando me sirviera un trago de
whisky, lo necesitaba urgentemente después de ¡14 horas
de duro bregar en ese día! Y de esas 14 horas de caminar,
subir y bajar montañas, sólo media hora de tregua para un
frugal alimento.
Tal es el precio que se paga por un trofeo de caza. De
las cuatro cabras que mató Fernando, sólo dos recupe-
ramos para disecar; las otras dos quedaron allá ... en el
fondo de los desfiladeros hechas mil pedazos.
Hace muchos años, cuando cacé en Baja California mi
primer borrego del desierto, después de cuatro años de
intentarlo, pensaba que en cualquier salón de trofeos de
caza donde viera disecado un borrego salvaje, me quitaría
el sombrero como una demostración de mi más profundo
respeto al esfuerzo físico que representa el abatirlo. Después también incluí a los Billies de Alaska y sus congéneres salvajes de Asia y otras regiones del mundo.
La cacería de la cabra montañesa fue agotadora. Dígalo sí no
el duro pedregal donde Fernando cobró uno de sus trofeos.
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8
India
1959
La fiebre por la vida sana entre los animales salvajes
entre copa y copa Silvano y yo proyectamos llevar a cabo
una doble gran cacería: un shikar y un safari. Cuando acabamos con el enésimo jaibol nuestra palabra estaba ya
comprometida; iniciaríamos el viaje en 1959 empezando
por la India, de donde brincaríamos a África, después de
abatir nuestros tigres, y de recrearnos unos cuantos días
en París, a fin de recuperar energías saboreando la cocina
y los buenos vinos franceses.
Inmediatamente empezó el carteo para sondear los
organizadores que mejores servicios nos ofrecieran. Fue
así como surgió el capitán Keeler, outfitter irlandés casado.
con una mujer hindú y asociado en el negocio con un hindú
y el campo seguía dominando mi naturaleza de cazador.
Mientras estaba en Guadalajara no dejaba de jugar golf
en los preciosos links del Country Club, pero en cuanto
se iniciaban las “estaciones de caza”; salía con frecuencia
con mi escopeta tras de las huilotas, los patos y las codornices. Sin embargo, no había abandonado la caza mayor,
pues me había propuesto efectuar por lo menos una cada
año. En 1957 fui con mi hijo Fernando al Ártico a cazar el
oso polar; en 1958, también con Fernando, fui a cazar en
la Península de Alaska. Apenas terminamos nuestro shikar
asiático en 1956, cuando en Hong Kong, ya de regreso,
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INDIA - 1959
car Brooks, el general Richkarday y Clarita, así como gran
número de nuestros familiares.
Naturalmente que antes de iniciar el viaje nos vacunamos, como en los anteriores, contra la viruela, el cólera, la fiebre amarilla y la tifoidea. El primer brinco fue a
Vancouver en un DC-6-B. Al llegar llovía y nevaba, toda la
ciudad estaba cubierta de una gruesa y blanquísima capa
de nieve. El avión, un Britannia, que debíamos de abordar
para seguir a Tokio, sufría demoras por el mal tiempo, así
que no despegamos hasta las 3 p.m. del día 5. El vuelo se efectuaría haciendo un semicírculo a lo largo de la
costa del Pacífico, para seguir por la cadena de las Islas
Aleutianas. Aterrizamos en una de las islas Cold-Bay para
recargar combustible y continuar a Tokio. De las 19 horas
que duró el vuelo desde Vancouver, 18 estuvimos completamente a oscuras. Tres años después, en los jets más
modernos, hice este mismo vuelo en 10 horas. ¡Qué diferente! Habiendo perdido un día en Vancouver resolvimos
ya no detenernos en Tokio, sino seguir ese mismo día a
Hong Kong, vuelo de 3 100 kilómetros que hicimos en 7
horas. Faltaba una hora para llegar cuando algo pasó a
un motor del ala izquierda; ninguno de los pasajeros se
preocupó, pero al llegar a Hong Kong sí nos inquietamos.
Había neblina muy cerrada, y como ya expliqué, la pista,
construida dentro de una bahía, es angosta y está rodeada
de cerros; por lo tanto es un campo difícil para el aterrizaje
de los pesados jets modernos, que tocan tierra a una velocidad de más de 250 km por hora. Yo iba en un asiento del
lado derecho, curioseando por la ventanilla, y pude darme
perfecta cuenta cómo al tocar tierra se tronaron las cuatro llantas de ese lado del tren de aterrizaje, observando
cómo se desprendía una gran columna de humo del hule
quemado. El avión se ladeó; pero el piloto, que tenía la
experiencia de 19 000 horas de vuelo, controló el aparato
parándolo fuera de la pista. Entonces me di cuenta que allí
en el campo esperaba todo un cuerpo de bomberos con
sus aparatos y cuatro ambulancias que, afortunadamente,
no fueron necesarias.
Probablemente el piloto informó antes de aterrizar que,
además de la avería del motor, algo andaba mal en el tren
de aterrizaje y que la maniobra sería peligrosa. Esto no
nos fue comunicado y por lo mismo nadie tuvo tiempo de
asustarse, nadie gritó ni hubo pánico. Tan pronto bajamos
del avión tres reporteros me entrevistaron: del Hong Kong
Mail, del South China Morning Post y del Hong Kong Standard, para que les informara de la actitud de los pasajeros
durante el aterrizaje y otros detalles. La noticia salió en la
prensa del día 8 y la conservo como un recuerdo.
Otra vez estaba en ese atractivo paraíso de mercaderías; pasaría algunos días gastando los ahorros y obser-
Otra vez en el populoso Hong Kong, donde
podía observar las costumbres chinas.
llamado Hafeez.
Estos individuos nos garantizaban que cazaríamos el
famoso gaur en las montañas de Kiatgedevaragudi, al sur
de la India, en el estado de Mysore y, por supuesto, también cazaríamos los tigres de Bengala y después seguiríamos a Bhopal, en la India Central.
El 4 de enero de 1959 nos encontrábamos en el Aeropuerto Central de México ya listos para iniciar el largo
viaje, siguiendo la ruta de Vancouver-Tokio-Hong KongBangkok-Calcuta y Bombay. Actualmente con los modernos aviones, dicho viaje ya no parece ser tan largo. En
el aeropuerto, como de costumbre, no faltaron los buenos
amigos a despedirnos. Allí estaban el fiel Tito Ordóñez, Os-
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INDIA - 1959
Debido a la escasez de terreno los chinos tienen
en Hong Kong pequeñísimos pedazos de tierra para
cultivar, pero logran hasta 7 cosechas por año.
La variedad de platillos de la comida china hacen
de ella la más extensa del mundo.
se venera en la iglesia local de Santa Teresa. La pintura
mide 2 metros. Después de conocer un bonito casino de
la agrupación, nos fuimos, ya tarde, a comer al restaurante “París”, con cocina totalmente china, tan exquisita, que
probé más de 15 platillos diferentes.
vando las costumbres chinas. En el puerto hay una colonia
de familias sin patria: son los chinos y los hijos de los chinos casados con mexicanas a los que el gobierno de México, en 1927, expulsó de golpe y porrazo. De todos ellos,
algunos están documentados y otros no, de manera que
estos últimos no tienen patria, pues ni son chinos ni son
mexicanos. La colonia tiene una agrupación denominada
Asociación Hispanoamericana de Nuestra Señora de Guadalupe, a la cual pertenecen chinos y latinoamericanos; su
jefe o presidente es el mexicano Alberto Vázquez Velázquez, a quien debo el haber conocido un poco más ampliamente Hong Kong y algunas costumbres de los chinos,
además de su exquisita cocina. De esa gente sin patria
hay, o había, en Macao y Hong Kong, 160 mexicanos que
deseaban tener la facilidad de poder regresar a México; ya
habían hecho algunas gestiones sin éxito. En forma casual
conocí al señor Vázquez, quien desde luego me invitó a
comer; lo acompañaba Antonio Valdés Pun, de 35 años
de edad, nacido en México, hijo de chino y mexicana, individuo muy atento y agradable, que actualmente vive en
Guadalajara donde abrió un restaurante chino. Me llamó
particularmente la atención el buen español que hablaba,
no obstante de vivir en Hong Kong 32 años. —¿Cariño a su
patria?— Se sentía tan mexicano que, teniendo entre otras
virtudes la afición de la pintura, había pintado la imagen de
le la Virgen de Guadalupe que luego fue bendecida y ahora
Me dijo Vázquez que la variedad de la comida china es
tan extensa que en 60 días no alcanzaría a conocer y a
comer todos los diferentes platillos y bocadillos de China
norte y sur. Para dar una idea al lector que no haya visitado aquella interesante colonia británica, vaya describir el
menú que disfruté uno de aquellos días.
Para cada comensal se sirve una cuchara y los consabidos palillos, servilleta, un plato y un vaso con té frío, sin
azúcar, con unos pétalos de flor de tila flotando. El té insípido, a diferencia de los gustosos vinos de mesa europeos,
tiene por objeto quitar de la boca el sabor de un bocadillo
para saborear mejor, con más delicadeza gastronómica, el
siguiente. Se ponen para cada cubierto 4 pequeños platitos con diferentes salsas: una es la típica salsa china, que
se compone de caldo de frijol que hace las veces de sal;
otra, de sabor y color de mostaza; otra, picante y una más,
con sabor a vinagre. Se pone en el centro de la mesa el
plato que se haya ordenado y cada comensal se sirve de
él con los platillos individuales o la cucharilla. El arroz al
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vapor, sin grasa ni sal, hace las veces del pan o la tortilla.
Siguen los bocadillos:
les veía laborar, incansables pero cantando. Sus salarios
eran bajísimos, y un kilo de arroz valía el equivalente de un
peso mexicano, pero “de aquellos pesos”.
Para los refugiados, el gobierno construyó unos feos,
pero prácticos edificios que llaman Resettlement Blocks.
En cada cuarto de esos edificios vivía un promedio de siete
personas, y el mismo cuarto servía de taller, sin faltar, por
lo menos, una máquina de coser. Mientras unos dormían,
otros trabajaban, y mientras unos salían a entregar sus
mercancías, otros producían; todos parecían contagiados
de una fiebre de trabajo, pero siempre estaban contentos.
¡Qué admirable energía y capacidad de trabajo ha creado en esa raza la lucha por la supervivencia! Tal vez se
ha llegado la hora del despertar del “gigante amarillo”. En
el campo se cultivaban pequeñas hortalizas en 100 metros cuadrados; pero según informes personales lograban
¡hasta siete cosechas al año! La mayor parte cultivadas
por mujeres. Naturalmente, esos pequeños campos de
hortalizas se cuentan por miles.
Aquí cierro este capítulo de Hong Kong, de cuyos múltiples aspectos de vida y comercio se puede escribir un
libro completo, a la vez que aprender mucho de él nuestros
países del Tercer Mundo. Así abandoné ese prodigioso pedazo de tierra en donde, por cada bebé que moría nacían
seis chinitos.
1- Sopa espesa, de color blancuzco, con trocitos
como de leche cortada. Es hecha toda con frijol.
2- Pollo en salsa de frijol, al horno.
3- Puntitas de alas de ganso, al horno.
4- Camarón picado y envuelto en hojas de col.
5- Rollitos de hojaldre rellenos con carne de puerco.
6- Panecillos al vapor rellenos con carne de pollo.
7- Panecillos al vapor rellenos con carne de puerco.
8- Tostaditas de camarón. —Se hacen con camarón
molido y batido; tiene el aspecto del chicharrón de
harina que llamamos “duro” en Jalisco. Muy sabrosas y se comen con langosta picada.
9- Ensalada de aleta de tiburón con huevo.
10- Ostiones empanizados.
11- Dulce de raíz, parecido al chinchayote.
12- Panecillos dulces rellenos con dulce de huevo
tártaro.
Además, una infinidad de mariscos, pescados, frutas,
vegetales, pescuezos de pato y hasta víboras. ¡Sí, señor!
¡Víboras! En los mercados pueden verse a la venta. Como
aperitivo se sirve el Sam Cheng, un aguardiente con sabor
a anís. Al final, unas toallas muy calientes y húmedas para
asearse las manos y los labios.
Al describir esos bocadillos parece una cosa simple;
pero están cocinados en tal forma y de tal modo sazonados con ingredientes y especias, que hacen de la cocina
china, una de las más exquisitas del mundo.
Hong Kong crece rápidamente. Nuevos y grandes edificios por todos lados; partes de los cerros desaparecen gracias a la pala mecánica, para dar lugar a las construcciones. Diariamente llegaban refugiados de China Comunista,
pero no todos en condiciones miserables, pues se me aseguró que el 90% del capital invertido en la construcción era
chino. En 1956 Hong Kong tenía 600 000 habitantes, en
1977 contaba ya con cuatro millones.
La mayor parte de inmigrados entran por Macao, en
juncos. Había contrabandistas a quienes normalmente pagaban 17 dólares por individuo, introduciéndolos a Hong
Kong a través de lo que llaman el Mar de las Nueve Islas,
65 kilómetros por mar.
Nunca vi a dos chinos pelearse o discutir acaloradamente. Dentro de la miseria en que vivían la mayor parte,
se notaba que eran felices; todos se ocupaban en algo,
trabajaban sin tiempo fijo, lo mismo 8 que 15 horas. Cada
casucha o cuarto era un taller donde hombres y mujeres,
o toda una familia, trabajaba. A altas horas de la noche se
Rumbo a Bombay
Abordamos nuestro avión para seguir a Bombay. Pocas
horas después, dominaba con la vista las inmensas tierras
cultivadas de la antigua Siam, hoy el país de Tailandia, laborioso pueblo que se había convertido en el granero de
Asia, debido a una complicada e inteligente red de canales
que irrigan sus fecundas tierras. Hicimos escala en Bangkok, donde probé una fruta hasta entonces desconocida
para mí, la “fruta de la pasión”; se trata de un coquito del
tamaño de una naranja, muy jugoso, dulce, fresco y de exquisito sabor, con una pulpa parecida al níspero.
Llegamos a Calcuta, puerta de entrada a la India. Cuatro horas de papeleo en la aduana y migración; luego abordamos un avión de Air India e inmediatamente se hizo sentir el cambio del magnífico servicio de Canadian Pacific.
¡Alah, Akbar! Hemos llegado a Bombay, otra vez a
nuestro viejo hotel Taj Mahal, donde lo primero que hice
fue tomar un buen baño y descansar del largo viaje. Al día
siguiente, me levanté temprano a caminar un poco por la
ciudad. No había cambiado nada, me era ya familiar el
espectáculo de miles de individuos que dormían en las
banquetas, miles de bicicletas, y las carretas tiradas por
bueyes o vacas, con las pezuñas herradas en dos piezas.
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En las estaciones de ferrocarril de la India las vacas
se encontraban echadas junto a los pasajeros.
llamente unas bancas. Llegamos a Suntacala, a donde debíamos transbordar a un “tren-pullman”, pues el que hasta
allí nos llevó seguiría a Sumatra. Respiré con la esperanza
de que el pullman fuera naturalmente más cómodo. Pero...
¡Oh, desilusión! Nuestro apartamento o alcoba se componía de cuatro literas de madera, cama alta y cama baja;
pero no había tales camas, es decir, sólo la pura tabla, sin
colchón ni almohada, ni cobijas.
—Con que querías conocer mejor el país, ¿eh? —decía
mi compañero Silvano.
—Bueno —le contesté— al menos estamos ampliando
nuestra cultura ¿no?
Es costumbre que cada pasajero experimentado cargue, o cargara desde su casa con lo que llaman allá rollbeds que es una colchoneta con su cojín y sábanas. Quien
no se provea de ello dormirá como un presidiario en su celda, o un perico sin estaca. No había servicio de comedor;
para llenar la tripa teníamos que cascarear en las estacio-
A las 7 de la mañana toda esa gran ciudad de más de
4 millones de habitantes —en aquella época— , está en
pie; es un verdadero hormiguero comparable a la salida de
los espectadores de un colosal estadio, que han disfrutado
un importante partido de futbol, sólo que esta pobre gente
recibe el día no para divertirse, sino para sudar ganándose
las 3 rupias —53 centavos dólar—, el salario mínimo por
día. Cuatro días en Bombay y proseguimos hacia el sur, a
Bangalore, donde nos esperaba nuestro guía Keeler. En
mala hora decidí hacer el viaje por tren, con la mira de conocer mejor el país, en lugar de hacerlo en los viejos aviones, aunque fuera “a todo riesgo”. Abordamos el tren; los
carros de pasajeros eran tan chicos e incómodos como las
simpáticas “periqueras” —carros de ferrocarril— que allá,
por la segunda década de este siglo, recorrían la ruta de
Toluca-Zinacantepec-San Juan de las Huertas. Los tiempos cambian. En la India, los carros de “primera” en que
viajábamos tenían asientos de madera sin acojinar, senci-
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nes lo que hubiera, principalmente plátanos, por temor al
terrible cólera.
Por fin llegamos a Bangalore, una ciudad que tenía entonces 200 000 habitantes; limpia, con buen clima, buenos
hoteles y hermosos jardines. Tal vez la única ciudad con
tales características en la India.
con el arroz cocido al vapor y el chappati, tortilla de harina
integral, es el alimento casi único del campesino humilde
hindú—, porque nacieron con el sello de las castas superiores. Pensé en el contraste con las grandes masas de las
castas inferiores, sumidas en una deprimente miseria que
conmueve y subleva al verlas cubiertas de harapos, hambrientas, sin un techo que las proteja de las inclemencias
del tiempo, durmiendo en las banquetas y quicios de las
puertas, como los seres —si cabe lIamárseles seres— más
infelices del mundo cuya única esperanza es la muerte, el
Nirvana, que es la salvación suprema, fin de sus reencarnaciones y sufrimientos.
Desde el fondo de mi corazón sentí el deseo de rendir
tributo de admiración y respeto a la memoria de Gandhi,
el gran apóstol que consagró su vida a la liberación de su
pueblo y que, ajustándose siempre a los preceptos de su
religión o doctrina, en forma pasiva y sin violencia. sin disparar un tiro, sólo con huelgas de hambre en su propia
persona, hizo el milagro de lograr la independencia de su
patria. ¡Cuánta razón tuvo de enfrentarse inerme a la poderosa Inglaterra para demandar justicia y mejoramiento en
la estructura social que apenas hace pocos años, después
de una terrible y sangrienta lucha, no contra los ingleses
sino entre musulmanes e hindúes, empezó a dar los primeros pasos en un ambiente de paz!
Ya en plena noche, llegamos al campamento, que era
otro rest-house. Allí nos esperaba Mickel, un australiano
que había sido contratado como guía a nuestro servicio. El
cocinero, todo vestido de blanco, con guantes del mismo
color —como era costumbre lo hicieran los lacayos de la
alta aristocracia inglesa—, nos sirvió un té con pastelillos y
acto seguido nos fuimos a dormir.
Campamento en Desipur
En Bangalore nos esperaba nuestro guía H. Leonel Keeler, un irlandés gordo y bonachón, de agradable apariencia y simpático en su trato, quien después de llevarnos al
hotel, se dedicó al trámite de nuestras armas y los últimos
detalles de nuestro equipo y vituallas especiales para llevarlas al campamento. Acostumbrado a esas actividades
y conocedor del medio, el hombre no tardó en tener todo
listo. A las 3 p.m. y a bordo de un jeep emprendimos el
viaje hacia Desipur.
Transcurrieron seis horas de jeep por una mala brecha,
para llegar al campamento. Casi todo el camino era plano,
con bonita vegetación y variada flora; a uno y otro lado se
veían extensos arrozales como fantásticas alfombras, platanares, palmeras de coco, altos eucaliptos, tamarindos,
tabachines, higueras silvestres y otros árboles. Finalmente llegamos ya noche a la capital del antiguo reinado de
Mysore. En la oscuridad se dibujaba la silueta de un cerro
profusamente iluminado, principalmente en la cumbre.
—Es la residencia de verano del Gobernador —me dijo
Keeler— más adelante está el palacio principal.
Efectivamente, no tardamos en pasar frente a la entrada de un inmenso patio muy iluminado, que daba la impresión de un suntuoso palacio europeo en días de fiesta.
Nos detuvimos un momento frente a la entrada, integrada
por tres grandes arcos, vigilados por guardias lujosamente
uniformados. El palacio propiamente dicho y el alto enrejado de fierro que circundaba el enorme patio, me hicieron
recordar el Palacio de Buckingham, residencia de los reyes
de Inglaterra. Por las mil ventanas se escapaba la luz de
los candiles que iluminaban los amplios salones.
Seguramente era aquella una noche de gran fiesta, a
todo lujo, para recordar los tiempos ya idos, pues el actual
Gobernador fue rey o maharajá —que en otros tiempos era
lo mismo— del hoy estado de Mysore y todavía se dice que
es el tercer hombre más rico de toda la India.
Al contemplar el palacio con sus miles de luces imaginé
el derroche de joyas costosísimas que lucirían esa noche
los invitados ricamente ataviados; los añejos vinos importados y las exquisitas viandas que llenarían, hasta hartarse, aquellas barrigas que nunca conocieron ni probaron el
“dal” —grano parecido a la lenteja que, en combinación
En lugar increíble tumbo
un tigre el primer
día de caza
Clareando el alba me levanté, ansioso por reconocer los
terrenos próximos al campamento. ¡Qué decepción recibí!
Cultivos a nuestro derredor, colinas bajas con monte ralo
y chaparro, poca breña. Aquello no era selva, ni jungla ni
monte; más bien me pareció un rancho árido, erosionado,
seco, semejante a los desiertos de Sonora. ¡Qué contraste
con las selvas de Madhya Pradesh, tan salvajes, frondosas
y cerradas! Cualquiera juraría que no sólo no había tigres,
sino ni siquiera una rata. Y, sin embargo, ¡qué sorpresa se
me reservaba!
—Oye —pregunté a Keeler— ¿dónde vamos a cazar?
No veo montes ni selvas por aquí cerca. —Aquí, no más
lejos de 2 kilómetros matarás tu tigre —me contestó.
317
INDIA - 1959
—Te parece imposible, ¿verdad? Pues ya verás, y además abundan por estos contornos los tigres devoradores
de hombres, te lo advierto por si tienes la suerte de toparte
con uno.
“Estos irlandeses son más exagerados y habladores
que un andaluz borracho”, pensé para mí.
Después me dijo el australiano que, efectivamente,
desde hacía varios días andaban por ahí merodeando dos
tigres que, a juzgar por el tamaño de las huellas, debían
ser muy grandes, habían ya matado media docena de animales domésticos del lugar, y añadió que también era cierto lo de los devoradores de hombres. ¡Vaya, vaya! Pues,
como nos decía Tom, nuestro “pocho” profesor de golf en
Guadalajara cuando pegábamos bien a la pelotita. “Ansi
na mero quero”.
A las 5 de la tarde nos detuvimos en un lugar donde
estaba atado un burrito vivo y a 16 metros en un árbol mediano estaba preparado un machán sobre el que esperaría
yo al tigre.
—Pero hombre, ¿tigres aquí? ¡Si esto parece terreno
apenas propio para cazar liebres! —le dije a Keeler al contemplar aquel panorama casi baldío, con un arbolito por
aquí y un matojo por allá.
—Eso te parece, pero hace apenas dos días que un
Sher muy grande mató aquí mismo un burro. Y esos rayados, al igual que los asesinos, siempre regresan al lugar
del crimen. Por eso ordené que amarraran en el mismo
lugar este burro vivo. Mira, por ahí están marcadas todavía
las huellas que dejó el tigre, ese caballero que estoy casi
seguro volverá hoy. Anda, súbete al machán, que ya es
hora y déjate de rezongar.
—Bueno —repuse escéptico—, pero creo que voy a tener que esperar aquí más tiempo que Buda bajo el pipal
—higuera silvestre.
Me trepé al árbol y busqué a mi humanidad el mejor
acomodo posible, dispuesto a pasar una larga noche,
mientras Mickel, Keeler y dos nativos que habíamos llevado, se alejaban hablando en alta voz “para despistar al
tigre” que podría estar no muy lejos. Ya solo, empecé a meditar sobre si habría cometido un
El Tigre Real de Bengala; nuevamente el principal
objetivo de mi segundo shikar.
318
INDIA - 1959
error contratando los servicios del irlandés. Recordaba las
hermosas selvas de Madhya Pradesh. Esa exuberancia
tan imponente, tan verde, tan excitante, la tan tenebrosa y
temida selva; con sus noches plagadas de rumores indefinidos e imaginarios que muchas veces me hicieron recordar las primeras frases y la ilustración grabada en el Canto
Primo de La Divina Comedia de Dante, donde se presenta
la imagen de ese insigne gran poeta de todos los tiempos,
perdido y atemorizado en una sombría selva; dice así:
“Hallábame a la mitad de la carrera de nuestra vida,
cuando me vi en medio de una oscura selva, fuera de todo
camino recto. ¡Ah! ¡Cuán penoso es referir lo horrible e
intransitable de aquella cerrada selva y recordar el pavor
que puse en mi pensamiento! No es, de seguro, mucho
más penoso el recuerdo de la muerte”.
Aquellas selvas de Madhya Pradesh hacían vibrar mi
corazón amante de la naturaleza; una corriente fría se deslizaba por mi espina dorsal cuando oía el lejano rugir de un
tigre, pero aquí, en este lugar, no creía llegar o oír y menos
a ver ni siquiera algún pobre chacal. De esta manera daba
vuelo a mis pensamientos ante el raquítico campo que me
rodeaba.
Para que el lector comprenda mi estado de ánimo en
aquella tarde, vaya transcribir las anotaciones de mi “Diario’’’.
“Son las 6:30 de la tarde, y comienza a pardear; acuden
a mi memoria las siete noches que pasé en las selvas de
Madhya Pradesh esperando al tigre de Neem-Pani, que
abatí en 1956. ¿Cuánto tiempo tendré que esperar aquí?
Desde mi machán, a no más de 600 metros, veo una pequeña aldehuela. Ya oscuro, veo gente que de los labrantíos se dirige a sus humildes chozas ,arrea a gritos a sus
bestias domésticas hasta los corrales. Gritos... gritos ...
gritos, por todas partes oigo gritos. A mi espalda, ya de
noche —son las 7:30— oigo un lejano disparo. Debe ser mi
compañero Silvano. Ojalá haya tenido suerte, pero... ¿será
posible que haya tigres en estos contornos tan pelones?
“A las 8 p.m. tras de mi, a unos 40 metros, oigo gritos,
muchos gritos y seguramente blasfemias de nativos que
apuran a los bueyes que van tirando de las rudimentarias
carretas cargadas de bambúes; también oigo el tronar de
las toscas y rústicas ruedas de madera al dar contra las
piedras clavadas en la brecha. ¡Maldita sea! ¡Con tanto ruido, la aldea tan cerca, campo tan ralo de árboles y matorrales, sólo a un tigre loco y suicida se le ocurriría arrimarse
a liquidar de un zarpazo a ese pobre jumento! Mí respiración es profunda debido al catarro—otra vez sufro de esa
molestia— y, desgraciadamente, no puedo sonarme a gusto por no hacer ruido, pero ésta es una de las mil cosas
que hay que aguantar en la caza de Sher. Esperanzado,
A las 5 de la tarde subí al “machan”
totalmente desconfiado ...
319
INDIA - 1959
pacientemente, evocando mis pasadas aventuras monteriles, esperaré ansioso y calmado a la vez, la visita de tan
codiciado felino”.
Así, con muy pocas esperanzas de éxito transcurrían
las horas; había luna, y mi oído estaba atento.
Exactamente a las 8:30 de la noche, con gran sorpresa oí un fuerte y ronco gruñido que me hizo estremecer;
tan inesperado y tan cerca que, si no hubiera sido por ese
gruñido de ataque y de muerte, nunca hubiera creído que
era el tigre que caía sobre su presa. Al mismo tiempo que
el gruñido, oí también un extraño ruido como algo elástico,
flexible y pesado que caía. El pobre burrito no tuvo tiempo siquiera de emitir una sola queja, el ataque el tigre fue
fulminante, mortal y tan rápido que no creo durara más de
tres segundos. Es increíble la rapidez y precisión con que
estas hermosas bestias, rompiendo el acecho, saltan sobre sus víctimas y las matan de un solo golpe, clavándoles
en la nuca, parte superior de la cerviz, sus largos y poderosos colmillos con la exactitud de un buen cirujano.
Fue muy fuerte la emoción que sentí en ese momento,
pero recordando la experiencia adquirida con el tigre de
Neem-Pani no hice ningún movimiento rápido que produjera ruido. Suave y lentamente, mi cuerpo fue tomando la
posición de tiro previamente estudiada para alinear mi rifle
.375. Esta vez los rayos de la luna me ayudaron mucho
en la tarea; podía ver, aunque no muy claramente, los bultos del burro y del tigre. Sin embargo, la luz de la luna no
era suficiente para hacer un tiro preciso, necesariamente
debía colocar la bala en área vital, de muerte, y no verme
así en el peligroso caso de buscar y rematarlo, o perder un
tigre herido. No obstante que para entonces ya tenía en mi
“haber” la experiencia de haber abatido 19 bestias de las
consideradas peligrosas en la caza mayor del mundo, en
esos momentos sentía la boca reseca, ansiedad, y mi corazón latía más fuerte. Nunca he podido dominar o controlar
esa profunda y “sabrosa” sensación que produce el temor
y ¡qué bueno!, pues sin esa angustia, sin esa conciencia
del peligro, lo mismo daría jugar golf que cazar tigres de
Bengala o cualquier otro animal de veras peligroso.
Con la ayuda de la luz de la luna encañoné al tigre, encendí la lámpara de baterías y se ilumino claramente aquel
cuadro salvaje, el drama del burro y el carnívoro número
uno de la India que trataba de arrastrar a su víctima, tarea
no tan fácil, pues la fuerte y gruesa soga doble con la que
se ata a las carnadas es muy resistente. El tigre, con las
patas traseras encogidas bajo el peso de su cuerpo, y con
las dos poderosas garras tendidas hacia delante y clavadas en la tierra y sus cuatro colmillos hundidos en los cuartos traseros del jumento tiraba fuertemente para llevarse a
su presa a algún escondrijo y cenar solo, plácidamente a
cubierto, sin interrupciones.
Cuando encendí la lámpara, el tigre soltó al animal
levantando la cabeza para verme. ¡Qué impresionante y
hermosa estampa aquella ante mi vista, si no fuese tan
dramática! Otra vez esos ojos de oro candente. Creo que
tratándose de animales, no hay ojos más bonitos que los
del tigre, los del león y los del gaur; los de este último hasta
parecen tranquilos y soñadores. Apuntando un poco alto
la mira de mi rifle tras del codillo, al corazón, oprimí suavemente el llamador, y en los instantes que siguieron me
llevé el gran susto de mi vida. Al recibir la fiera el impacto
de la bala, en vez de caer o huir y desaparecer de un salto,
como ocurrió con mi primer tigre, dio un pavoroso rugido
que me hizo estremecer y poner los pelos de punta, lanzándose en dirección mía con la velocidad del rayo. Momento de intensa emoción. A la baja altura de 3 metros en
que me encontraba, sobre el raquítico árbol, sabía que una
pantera o tigre podía caer de un salto sobre mí; también
sabía que con frecuencia alguna de estas fieras, heridas,
carga sobre la luz que se le pone encima; no sé si podrá
también ver al cazador a través de esa luz o solamente
percibe el rayo que la deslumbra.
Mi incómoda posición en el árbol me impidió maniobrar
con la rapidez requerida en tales momentos de angustia
y peligro. Ni siquiera pude seguir con la luz de la lámpara
la carrera de la fiera, a la cual oía gruñir, aterradoramente, a mis pies; gruñidos imponentes de dolor, de rabia, de
odio tal vez y de impotencia para atacar debido a la mortal
herida que había recibido. Lo que sí hice, por costumbre,
fue cortar cartucho con una fracción de segundo; pero uná
rama del árbol me impidió encañonar instantáneamente al
animal en su carrera, tuve que echar el rifle hacia atrás
para salvar la rama y apuntar a la base, al pie del tronco
del árbol por donde instintivamente esperaba el ataque.
Cuando lo logré, busqué con la lámpara entre los matorrales que rodeaban el tronco —no olvide el lector que la
lámpara estaba ajustada al rifle—; Ios gruñidos y rugidos
habían cesado y pude ver desde luego una parte del tigre,
sin poder definir a qué lugar de su cuerpo correspondía,
pues el resto lo cubrían las hierbas. Apunté, pero no disparé; esperaba algún movimiento a fin de asegurar mi tiro en
lugar vital, pero no se movió. Ya con más serenidad, pude
observar que la fiera estaba tendida, y la parte que veía
era la barriga. Como no se advertían los movimientos que
produce la respiración, comprendí que en su corta y vertiginosa carrera de relámpago la muerte lo había sorprendido
exactamente al pie del árbol. Pero ... ¿qué tal?, ¿cómo me
hubiese ido si mi tiro no hubiera dado en lugar vital?
¡Qué alivio sentí! Respiré profundamente y me dieron
ganas de echar un sonoro grito tipo Tarzán; pero no lo hice.
320
INDIA - 1959
Ante los habitantes de la cercana aldea poso satisfecho con mi segundo tigre de Bengala
321
INDIA - 1959
El tigre era un buen ejemplar, según se aprecia en comparación
con el jeep en el que fue trasladado al campamento.
Aunque ya no había peligro, mi corazón, todavía agitado,
latía tan fuerte que parecía quererse salir de mi pecho,
para que ambos admiráramos aquel rey de la selva que
tan mal rato me hizo pasar, sin darme siquiera tiempo de
tragar saliva.
Mi tiro había sido precioso y preciso al corazón.
La bala entró dos pulgadas atrás del codillo, destrozó el
corazón y fue a alojarse en el brazo opuesto de la bestia.
Un tiro casi idénticamente colocado al de mi primer tigre
de Bengala y al de mi primer león africano. Así proporcionándome momentos de gran emoción, cayó mi segundo
tigre de Bengala que ahora luce en mi salón de trofeos de
caza. El ejemplar midió 9 pies y 8 pulgadas —2.74 m— de
la nariz a la punta de la cola, medido entre estacas, limpio,
sin defectos y en plena madurez ...
Cada vez me encariño más con mi rifle :375 de manufactura inglesa Holland and Holland, por muchos motivos:
su perfecto balance, su manuabilidad, su precisión; porque
ni una sola vez me ha fallado y, sobre todo, por los magníficos tiros logrados en todas latitudes y climas: lo mismo
a 50 grados centígrados en el desierto del Sahara, que
a 20 grados bajo cero, cazando el oso polar en el Ártico.
Sin embargo, yo recomendaría, como arma más adecuada para la caza del tigre de Bengala, un rifle .375 cuate,
de dos cañones. La caza de este peligroso felino requiere
disparos a cortísima distancia y muy rápidos, ya sea que
se cace de día o de noche, en la selva o en altos pastizales
abiertos. Con la emoción que siempre experimenta el cazador cuando se encuentra frente a frente a uno de estos
bichos, nada difícil es que, después de disparar su primer
tiro con un rifle de cerrojo, en la maniobra para cortar cartucho no jale totalmente y con suficiente energía la acción
del cerrojo, y en consecuencia no extraiga el casquillo del
cartucho quemado, metiéndolo otra vez en el cañón del
rifle, con resultados quizás fatales, esperables en los momentos de un apurado lance, cuando la fiera herida carga
sobre el cazador. En mi “Diario” cerré este capítulo con la
siguiente anotación:
“Este ha sido un día muy feliz”
Efectivamente, el hecho de que en el primer día de caza
y en el curso de unas pocas horas de machán, haya abatido ese tigre en terreno tan pobre y abierto, no puede me-
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INDIA - 1959
nos que considerarse como un día feliz y de mucha suerte.
venado, fueron suficientes; ya no volví a salir. Entonces
Keeler tuvo la feliz idea de que mientras Mickel y algunos
huelleros seguían en busca de un tigre para Silvano, él —
Keeler— y yo iríamos en busca del gaur y así aprovecharíamos el tiempo; después iría Silvano por el suyo, y una
vez logrados esos importantes trofeos de caza nos iríamos
en busca de panteras, caza menor y más tigres en terrenos
de las cercanías de Bhopal, capital de Madhya Pradesh.
Acepté de mil amores; y una mañana, a buen temprano,
emprendimos Keeler y yo el viaje de 80 kilómetros a los famosos montes de Kyatgedevaragudi, coto de caza del Gobernador, donde se me aseguró existían los más grandes
y la más abundante concentración de esa rara y peligrosa
especie de la fauna silvestre: el toro salvaje más grande
del mundo.
Seguimos por una brecha en mal estado, como todas, y
después de dos horas me señaló Keeler, a distancia, unos
altos montes que se veían azules y seguramente muy frondosos y cerrados. Poco después, empezamos a subir por
un camino mucho mejor y por la tarde llegamos a lo que
sería nuestro campamento ¡Y qué campamento! ¡Era nada
menos que el coto de caza del Gobernador! Fue una grata
sorpresa. Keeler me dijo que había obtenido un permiso
de aquél para permitirnos cazar en esa enorme propiedad
privada, de exuberantes montes, algo semejante a las “Mil
Cumbres” del estado de Michoacán, en México.
Nos alojamos en un pabellón de la mansión, construida
para acomodar a cientos de invitados o huéspedes, con
todas las comodidades, pero sin llegar a la fastuosidad que
en este tan viril deporte culminó en la época del rey Felipe
IV de España, cuando la caza era privilegio exclusivo de
la realeza.
A la mañana siguiente salimos a hacer un reconocimiento de los terrenos: preciosos montes, de altísimos y
muy variados árboles adornaban el paisaje con diversos
matices verdes y amplios manchones de altos pastizales;
las brechas por donde corría nuestro jeep estaban bien
trazadas y aplanadas. Así nos alejamos 10 kilómetros serpenteando por esos montes tan verdes y bonitos, que me
recordaron los bosques de Viena.
Nos bajamos del vehículo y nos internamos un poco
en la espesura; entonces se nos presentó, a 80 metros,
una partida de 8 perros salvajes, los terribies perros jaros
que con gran maestría describe Kipling en su libro. Ya conocía y había cazado los perros salvajes africanos, pero a
los ja,ros nunca los había visto. Son igualmente temibles,
capaces de atacar a un sambar de 300 kilos y acabar con
él a mordiscos. Sus procedimientos de caza son iguales;
son grandes cazadores, solamente comparables a los lobos esteparios y subárticos como los de Alaska septen-
El gigantesco gaur o sladang
de los selváticos montes de
Kyatgedevaragudi, Mysore
Mientras Silvano insistía en abatir un tigre, yo salía por
las noches con Mickel en el jeep a buscar una pantera o
un chital —venado moteado—. Nunca vimos nada. Como
no tuvimos éxito, probamos salir de noche en una de las
muy chicas carretas tiradas por, bueyes, que era una novedad para mí, un sistema distinto de cazar. Me aseguraron
que los tigres o panteras no se ahuyentan con el ruido de
esos rudimentarios vehículos, que se dejan acercar a distancias increíblemente cortas, e inclusive algunas veces su
audacia es tal, que se atreven a atacar a los bueyes. Esto
último no fue muy de mi agrado; la posibilidad de recibir a
un metro de mí el ataque de semejante fiera me parecía
una temeraria imprudencia; pero acepté y salimos. Ya las
noches eran muy oscuras, la luna salía muy tarde y me
impacientaba la lentitud con que se movía la minúscula carreta. La primera noche sólo vi un grupo de chitales, pero
todos eran hembras.
—Tírele a una, señor Albarrán; así tendremos carne
fresca —me pidió Mickel.
—No señor, no me gusta matar hembras. Tírale tú, si te
da en gana —fue mi respuesta.
Ni tardo ni perezoso, tomó su escopeta cargada con
balines y de tiro fácil mató a una de esas tan bonitas venadas moteadas, que estaba parada a no más de 30 metros.
Seguimos adelante internándonos en un bosquecillo de
bambúes, y alrededor de las 11 de la noche fuimos a dar
con un grupo de miserables madereros de bambú —valga
la palabra, pues el bambú es una maravillosa planta gramínea, no un árbol—. El espectáculo me impresionó.
Rudo trabajo el de esos desdichados, que apenas ganan lo indispensable para mal alimentarse, pues el rendimiento de su labor equivalía a 2 kilos de arroz por día.
Al estilo de las caravanas que colonizaron el oeste de los
EE.UU., habían formado un círculo amplio con sus diez
carretas; dentro del círculo formaban otro con los bueyes,
después seguían ellos y en el centro ardía una gran fogata
que les daba calor y a la vez los protegía de las fieras. Por
todo alimento cargaban en sus morrales una buena cantidad de chappaties —gruesas tortillas de harina integral,
que por cierto son muy sabrosas—. Estos pobres diablos
cortarán el bambú y lo transportarán en sus carretitas a
más de 50 kilómetros de distancia para venderlo, empleando en cada operación o tarea 15 largos días.
Dos noches de carreta sin éxito, sin ver siquiera un
323
INDIA - 1959
trional; pero su temible bravura contrasta con su tamaño y
estampa; parecen ridículamente inofensivos como perritos
falderos: son chicos —si acaso pesarán 10 kilos—, muy
parecidos a un perrito cocker spaniel, de pelaje café, largo
y ondulado, su cola es larga, prieta y esponjada como la
de un zorro, lo mismo que su fina cabeza. Se quedaron parados viéndonos; desafortunadamente sólo llevaba mi rifle
.375, mucho rifle para tan pequeño animal , y no les tiré.
—Aquí es donde mañana nos esperarán los elefantes,
listos para iniciar la caza del gaur —dijo Keeler.
Efectivamente la caza del gaur se ejecutaría sobre elefantes, propiedad del Gobernador, amaestrados especialmente para tal objeto. Eso iba a ser otra nueva experiencia
para mí. Ya he cazado desde avioneta, en lancha, a pie, en
carreta, a caballo, en jeep, en machanes, en yaks y hasta
en burros; esta vez me tocaba sobre elefantes.
De regreso a nuestra elegante “casa de campo” me pla-
ticó Keeler varias historias, de las que recuerdo dos:
Un magnífico ejemplar de gaur cuya cabeza disecada, adorna el despacho de su alteza, antes de caer había
aguantado la friolera de ¡16 tiros del potente calibre .470
del Gobernador! Tal es la enorme resistencia de esos soberbios toros. Me preocupaba cómo me las vería yo con mi
.375, que es un rifle más ligero.
La otra historia se refiere al muy penoso incidente que,
según el relato de Keeler, ocurrió a R. W., cazador norteamericano, en una cacería de tigres: “En 1953 se encontraban R. W. y un compañero trepados en un machán y
en otro árbol, muy próximo, estaba el guía que dirigía, en
un alto pastizal a campo abierto, una batida de tigres. En
la batida salieron dos tigres; R. W. y su compañero dispararon y erraron sus tiros. Un tigre huyó y el otro se metió
en una hondonada en cuyo fondo había maleza y agua
estancada.
Rebaño de gaurs en las montañas de la India.
324
INDIA - 1959
Ya montado en el elefante al amanecer,
comenzó la caza del peligroso gaur.
“Los arreadores estaban ya a la vista de los cazadores,
entonces el guía ordenó a sus hombres que se metieran
a la hondonada con el propósito de que haciendo ruido,
echaran fuera al tigre. Se metieron cuatro arreadores que,
sedientos, empezaron a beber agua del charco que había
en el fondo. Un imponente rugido del tigre hizo que los
batidores intentaran correr y salir del arroyo, pero al borde
de éste el tigre alcanzó al último hombre, arrancándole de
un tremendo zarpazo una oreja y destrozándole el hombro
y brazo derechos. En ese momento, uno de los hombres
se escurrió a gatas, lleno de pánico, entre el alto pastizal.
En ese momento el tigre soltó al hombre que atacó y huyó.
“R. W., suponía lo que estaba ocurriendo en la hondonada desde el rugido del tigre, perdió de vista a la fiera,
pero vio que una zona del pastizal se movía, y creyendo
que era el tigre bang .. . bang ... bang, disparó tres veces
su rifle sobre el pastizal. Se oyó un grito y pronto se dieron
cuenta todos de que en lugar de dispararle a un tigre’ esta
vez, con mejor puntería, le había destrozado una pierna
al infeliz arreador que había salido de la hondonada caminando a gatas entre el alto pastizal. El pobre hindú quedó
inconsciente. La cacería había termi- nado. “Los dos cazadores —continúa diciendo Keeler— le
erraron a los dos tigres; pelo uno de esos tigres mal hirió
a uno de los batidores, y R. W. se encargó de mal herir al
otro. Yo —continúa L. Keeler—, le acabé de amputar la
pierna «a cuero limpio» al herido, y lo llevé al hospital que
estaba a 150 km. R. W. al ver el lío en que se había metido, se las arregló para irse inmediatamente a Nueva Delhi,
diciéndome recibiría el consejo de su embajador sobre el
incidente.
“Nadie volvió a ver a R. W. Finalmente sanaron los dos
arreadores, quedando uno de ellos cojo y el otro maltrecho”.
Esta historia, exagerada o no, cierta o no, fue la que me
contó L. Keeler.
325
INDIA - 1959
Desde la “jauda” de mi elefante
tumbo un buen gaur;
trofeo de caza número dos
de la fauna India
analfabetos. A estos paquidermos se les ha educado y entrenado especialmente para cazar y sólo obedecen a su
mohout, su educador, quien pasa toda la vida a su lado
hasta la muerte y cuando ésta ocurre, le sucede el hijo.
Al principio me tercié el rifle en bandolera y me agarré
del barandalito hasta con los dientes, para no caerme; el
terreno era disparejo, boscoso y de un zacatal alto que no
permitía ver el suelo. Temía que el elefante metiera la patota en un hoyo y me hiciera caer, pero pronto me di cuenta
de lo firme y seguro de su paso, y en cuanto al balanceo
prácticamente no existía; más que caminar parece que se
deslizaba como una balsa en un mar de aceite.
A cada momento me sorprendía más la inteligencia de
estos utilísimos gigantes de la India que, dotados de un
cerebro que pesa 5 kilos, patentizaban el dicho popular
aplicado a una persona que no olvida, diciéndole: “tienes
memoria de elefante”. Cuidan al cazador que va en el lomo
en forma increíble; si una rama de árbol se cruza en el
camino, con su maravillosa trompa que contiene la friolera
de 40 000 músculos y nervios, la doblan o quiebran para
que no golpee a su pasajero, y si un arbolillo o un grueso y
recio bambú interfiere el paso, lo empujan a un lado dejando el camino libre. En trechos muy cerrados nunca recibí
el más ligero arañazo. De vez en cuando, al cruzar por
pastales, sin dejar de caminar, arrancaban un manojo de
pasto con la trompa, le daban uno o dos golpes contra sus
rodillas para sacudir el barro de las raíces y se lo comían.
Una hora después de iniciado nuestro recorrido encontramos una manada de sladangs —así llaman también al
gaur—, a 50 metros. Mi elefante se detuvo inmediatamente, dos huelleros que a pie nos guiaban corrieron por un
lado, el grupo de gaurs se movió y nuestros elefantes ejecutaron una maniobra semejante a la de un caballo charro
cuando corre al galope tras de una res que se va a lazar.
Caminaron sin precipitación, como acechando, dando ro-
Volvamos a mi cacería. A las 6 de la mañana siguiente
ya estábamos listos; en 20 minutos llegamos en jeep hasta
el lugar donde nos esperaban los elefantes, que eran dos:
uno lo ocuparía Keeler y el otro yo.
Naturalmente que no sabía cómo subirme al lomo de
semejante gigante, pero el mohout se encargó de facilitarme la tarea. Se llama mohout al individuo que, montado en
el pescuezo del elefante, lo guía con los pies descalzos,
que cuelgan bajo las enormes orejas del paquidermo, acicateándolo incesantemente, como acostumbra hacerlo el
ranchero que monta un burro; dejando de mover los pies,
el elefante se detiene. Para guiarlo a derecha o izquierda,
se sirve de voces raras y del ankus, una especie de hoz
en forma de quijada, de hierro dulce, con que suavemente
golpea al animal en la cabeza, al lado derecho o izquierdo,
según la dirección.
Sobre el lomo del elefante va un grande aparejo, semejante al que se usa en una mula de carga, y a ambos lados, una tabla sujeta en alguna forma para que el cazador
descanse los pies. Arriba, al frente, va una barra de hierro,
como pequeña baranda para sujetarse con las manos en
los pasos difíciles. A todo este artefacto se le llama jauda. Alguien arrimó una escalera para que subiera yo a la
jauda; pero me pareció tan ridículo para un cazador, que
ordené la retiraran, máxime que Keeler me estaba filmando. El mohout, que ya estaba en su puesto, dio una orden
al elefante para que se arrodillara y así pude treparme sin
ayuda, como Dios me dio a entender. Empezó el recorrido
por el monte: ¡qué animales tan inteligentes! Comparados
con éstos, los elefantes que he visto en los circos son unos
326
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deos para arrimarse a la manada y cuando ya estábamos
cerca se paraban y “aunque usted no lo crea”, mi elefante
contenía su respiración para evitar el más ligero movimiento, suponiendo quizá que el cazador iba a disparar su rifle
¡qué actitud tan increíblemente admirable!
Desgraciadamente en la manada sólo había hembras
y machos jóvenes, que no se pueden considerar como
buenos trofeos de caza. Todo el día caminamos y llegó la
noche. Los elefantes son muy miopes, y de noche, en el
monte, no dejaba de pensar en una zanja, un hoyo, un mal
paso o un tropiezo y ... ¡allá va el señor Albarrán al suelo
quebrándose algunos huesos! Pero nada pasó, pues tal
parece que, a falta de vista, con su sensibilísima trompa,
que lo mismo carga un árbol que recoge una aguja, detectan las sinuosidades del suelo. Continuamente llevaba mi
elefante la trompa pegada a la tierra.
A las 8:30 de la noche llegamos a la casa de campo.
Al apearnos, los elefantes se despidieron de nosotros levantando una pata delantera y moviendo hacia arriba la
trompa como lo hacen los del circo; ¡vaya actitud tan cortés de estos paquidermos! Sólo faltó que dijeran namaste
—”buenas noches”, en hindú—.
Al otro día volvimos a salir. Dos de los muy raros y pequeños antílopes “cuatro cuernos”, saltaron a corta distancia como si fueran Dik-dik, de África; luego saltó un chital
y más tarde nos encontramos con dos manadas de gaurs,
pero otra vez la misma canción: hembras y machos jóvenes.
Ya casi pardeando la tarde, cuando pensé que había
sido otro día más en blanco, fuimos a dar con un grupo
de cinco machos y entre ellos, uno muy bueno, que se
distinguía por su enorme tamaño, como un “toro padre”, y
por el color de su pelaje, más prieto que los demás —las
hembras y los machos chicos son colorados, según el término que usan los ganaderos—. Estaban en un manchón
de pasto muy alto, limitado por el espeso monte. Temeroso
de que si me acercaba más pudieran huir y siendo ya tan
tarde, no quise perder tiempo; decidí tirar al macho más
grande, que estaba atravesado. a 110 metros de distancia;
los otros empezaron a moverse. ¡Cómo deseaba en esos
momentos tener en mis manos mi rifle .465/500!
Desconfiaba de la efectividad de mi .375 que ya estaba cargado con balas sólidas de 300 granos; me parecía
muy poco el peso y el poder de esas balas para un animal
tan potente que pesa como promedio 1 200 kilos. Por otra
parte, según las condiciones del terreno y la hora, sólo tendría oportunidad de disparar un tiro, tal vez dos; pero el
que mató el Maharajá había aguantado 16 plomazos y, por
otra parte, de los varios búfalos prietos que he abatido en
África, más chicos que los gaurs, sólo tumbé uno de un
tiro; los demás requirieron por lo menos dos tiros, pero no
podía dejar ir esa oportunidad, me arriesgaría. Pensé que
el tiro al pescuezo, a 110 metros de distancia sobre tan
gran animal —que a la altura de la cruz midió 1.80 m— no
era un blanco difícil, pero la emoción podría hacerme “pegar” alto o bajo, entonces decidí apuntar detrás del codillo,
a media altura. El bruto seguía parado, quieto, volteando
a verme. Oprimí el gatillo, y a la detonación el gaur salió
disparado por el lado derecho, mientras los otros cuatro
escapaban por el lado izquierdo. No tuve tiempo para soltar un segundo tiro y todos se perdieron de vista entre el
alto zacatal y el tupido monte.
A Keeler no se le ocurría nada ni daba orden alguna.
Los elefantes no se movían desde que disparé.
—Vamos a meternos al zacatal con los elefantes a ver
qué pasó —sugerí a Keeler, pero no aceptó mi proposición. Su actitud en cierta forma estaba justificada, ya que
los elefantes no eran de él. Meterse en un zacatal tan alto
tras de un animal salvaje y tan potente, herido sepa Dios
dónde, era una imprudencia por demás peligrosa. Pero ...
ansioso, no me aguanté, y por segunda vez en mis cacerías cometí algunas imprudencias. Por lo menos, quería yo
examinar el lugar donde la bestia estaba parada cuando
disparé y seguir unos cuantos metros el rastro de sangre,
si la había. Por lo demás, lo razonable hubiera sido buscar
hasta el día siguiente; de todos modos, si el animal estaba
mal herido, no iría lejos.
Uno de los shikaris, el más decidido, se prestó a entrar
conmigo a pie en el zacatal. Primero, en dos ocasiones, se
subió a unos árboles que rodeaban el manchón de pasto,
sin lograr ver nada. Luego nos metimos; él por delante buscando rastros de sangre y yo a un metro de distancia con
el rifle listo; avanzamos otro poco y me pareció oír un ruido
a corta distancia que me puso los pelos de punta. En tales
circunstancias, una carga del gaur en un zacatal que me
llegaba a los hombros, ponía todas las ventajas de parte
del animal. Entonces el huellero se trepó a un árbol caído
que nos daba una altura desde la cual se podía dominar
buena parte del terreno; luego, emocionado y con cara
sonriente, me gritó algo en hindú, señalando con la mano
un determinado lugar. No entendí su dialecto, pero por su
actitud comprendí que veía al animal. Inmediatamente subí
al árbol y con gran alegría en mi corazón pude ver al gigantesco gaur tendido, sin vida. Nos arrimamos con algunas
precauciones, ya innecesarias. i La gran bestia estaba bien
muerta! Los pocos momentos de alta tensión que pasé son
los que dejan en el cazador tan gratos e imborrables recuerdos.
Hubo gran alegría en el grupo; se tomaron algunas fotos que, debido a la falta de luz, no resultaron muy buenas,
327
INDIA - 1959
Después de caminar unos cuantos metros, cayó el gaur en medio del alto zacatal.
328
INDIA - 1959
En este segundo shikar
pude comprobar la
notable inteligencia
del elefante hindú.
y procedí a medir al animal:
La altura a la cruz
Peso promedio
Cuernos: amplitud de
curva a curva exterior
Circunferencia de la base
Distancia de punta a punta
Distancia interior de curva
entre los cuernos
Largo de cuerno, curva exterior
contra un animal tan grande, pero definitivamente he quedado convencido de la importancia que tiene el colocar un
buen tiro en área vital. En está ocasión una bala sólida de
300 granos, a una velocidad de 2 500 pies por segundo,
con energía de 4 330 libras, fue suficiente.
El lugar en que cayó mi gaur se llama Dumergandi, está
situado en los frondosos montes de Kyatgedevaragudi. En
la India se estima el gaur como uno de los más codiciados
trofeos de caza de toda la fauna silvestre del país. El lector
puede apreciar la imponente estampa y gran poder de esta
especie en el Museo de Historia Natural de Nueva York.
Al regresar al campamento de Desipur, me enteré de
que Silvano no había matado su tigre. Esperamos tres días
más y, finalmente, por acuerdo común, decidimos abandonar el campamento.
La tribu de ese lugar se llama lingayats. Como dato
curioso mencionaré que veneran el órgano genital del
hombre como un aspecto creador de Dios, dicho órgano
le llaman lingayat, y en algunos templos pude comprobar
la existencia de medallones y esculturas representando la
parte superior de este órgano en forma de una cúpula puntiaguda. A esta secta doctrinaria se les llama rhallics. No
comen carne
1.80 m
1 200 kg
85 cm
50 cm
40 cm
68 cm
75 cm
La bala destrozó la parte superior de la arteria aorta,
atravesando al animal de lado a lado. Tal es el poder y
efectividad de este rifle inglés al que tanto cariño he cobrado, por los buenos tiros efectuados sobre animales peligrosos, particularmente en esta cacería de la India, en que
de un tiro abatí al gaur; de un tiro abatí un tigre de Bengala
y de un tiro cayó una pantera. Tal es también la eficiente penetración y energía de las municiones “kinoch”, que
siempre uso cuando se trata de enfrentarme a un animal
peligroso; nunca me ha fallado uno de estos cartuchos.
Esta vez sentía cierta desconfianza del poder de mi .375
329
INDIA - 1959
Algunas observaciones sobre
la vida del hindú
tortilla o atole que endulzan con miel de caña—, también
en ciertas regiones tienen el jowar, grano parecido al milomaíz, leche y ... eso es todo, porque el hinduista no come
carne.
En las grandes ciudades, pero principalmente en Bombay, observé gran número de niños pordioseros, horriblemente mutilados y maltrechos de piernas y brazos. Investigando la causa, me enteré de que gente criminal los mutila
para explotarlos como mendigos profesionales.
Pero la India está cambiando, aunque muy lentamente, gracias a sus dos más grandes caudillos coetáneos:
Gandhi, que dio a su país la independencia, y Nehru que
luchó contra la extrema ignorancia de su pueblo. En mi
primer viaje —1956—, solamente un 4% de la población
sabía leer; en las aldeas y poblaciones chicas no había
escuelas ni servicios de sanidad. Ya para 1959 —mi segundo viaje—, sentí verdadero gusto al ver en una aldea,
cerca de nuestro campamento en Desipur, una profesora
pagada por el gobierno, que enseñaba las primeras letras
a los hijos de los campesinos; solamente daba clase por la
mañana durante dos horas, pues los niños y niñas debían
ayudar a sus padres en las labores del campo. No había
edificio escolar. Nehru, hombre práctico, iba al grano y fue
tan grande ese discípulo de Gandhi, que para conservar
su alto puesto gubernamental no necesitó esgrimir la demagogia. Cualquier terraza o bajo la sombra de un árbol, a
campo abierto, servían de escuela; no había mesabancos,
ni hacían falta, que para eso todo el pueblo es semiyogi.
De esta manera, Nehru seguía el ejemplo de Rabindranath Tagore, ese genio hindú que bajo de un árbol prodigaba sus enseñanzas a numerosos discípulos, sentados en
el suelo, atentos a escuchar al gran poeta, primer asiático
que en 1913 recibiera el Premio Nóbel.
“Dios espera hasta que el hombre se hace niño de nuevo en la sabiduría”. También había ya una enfermera pagada por el Estado. ¡Esa gente miserable ya no tendría que
recurrir al brujo o a la curandera!
Desde el campamento de Desipur nos trasladaríamos
al lejano campamento de Tanda, distante a 1 800 kilómetros de Bangalore, en la India Central, cerca de Bhopal.
En el camino de regreso a Bangalore, cerca de Mysore,
encontramos un funeral muy singular: sobre una parihuela
de madera que cargaban cuatro hombres llevaban a la difunta vestida con su ropa de costumbre y sentada en una
silla baja, con la cara descubierta y sujeto el cuerpo con
un listón que ataba el cuello a una tabla firme que servía
de respaldo; así daba la impresión de que la muerta estaba viva. La parihuela iba seguida de un grupo de músicos
tamborileros y cornetines, luego, el cortejo de familiares y
amigos. Se dirigían al crematorio general, donde la difunta
El Gobierno de la India, después de obtener su Independencia del yugo británico, inició el reparto de tierras,
igual que en una u otra forma está ocurriendo en muchas
partes del mundo. Entonces se acabó el feudalismo. La
tierra es para quien la trabaja. Los Rajás y Maharajás perdieron sus tierras, se las expropió el Estado, y en cambio,
les fijó una renta que perduraría hasta la muerte del primogénito. Los sudras —campesinos o agricultores— recibieron sus parcelas, pero no gratis, como lo estableció
la Reforma Agraria en México. Al sudra le suda el copete
lo mismo que al campesino de Irán, para pagar su predio
en un plazo de 10 años. Tal vez sea buena medida, así se
sentirán más dueños y tendrán más cariño a su terruño.
La tierra no alcanzó para tan inmensa población, de modo
que también existe el peón asalariado que, como lo ordena
su casta, no debe desempeñar otro trabajo. Estos pobres
ganaban la miseria de una rupia al día —once centavos de
dólar— equivalente a un kilo de arroz; para sobrevivir, el
marido, la mujer y los hijos, por pequeños que sean, tienen
que trabajar, o morirán de hambre.
Esta casta, lo mismo que los intocables o descastados,
tienen una debilidad: la embriaguez. Gasta lo más que
puede en arrak, un aguardiente muy corriente que elaboran con plátano, o de corteza de árbol o cualquier fruto
que fermente; para esos pobres la embriaguez es la única
válvula de escape a su miseria. El aguardiente y su religión
son los dos únicos pilares que los sostienen medio aletargados, en una vida intensamente rutinaria, hambrienta,
trise, sin flores, sin música ni poesía; esperan, indiferentes,
la muerte salvadora que los rescatará de sus sufrimientos
para llevarlos a la presencia de Shiva, quien juzgará los
actos de su vida insignificante.
Al campesino, que además de su pedacito de tierra tiene sus vaquitas y cabras, le va mejor, pero bien poco varía
su vida. Eso sí, en el campo de ese país todo mundo trabaja; es gente laboriosa como los chinos, no hay zánganos,
como tampoco los hay entre los esquimales. Unos cultivan
la tierra, otros cortan bambú o maderas que llevan a vender a la ciudad; los muchachitos cuidan el ganado, otros
hacen carbón vegetal empleando el mismo procedimiento
que el campesino de México; ese carbón no lo consumen
en el hogar, para esto tienen el estiércol de res, sino que
lo venden en la ciudad a 3 rupias por costal —33 centavos
de dólar—.
Su dieta obligada se reduce a arroz o dall —un grano
como lenteja, con sabor a garbanzo—, ragi —granito gris
al cual tuestan y muelen y con esa harina hacen tamales,
330
INDIA - 1959
sería colocada sobre una pira de leña, a la cual prenderían
fuego, tal o semejante a como procedían los troyanos con
sus héroes muertos, o como acostumbraban hacerlo los
romanos hace más dé 2 000 años.
dradas, aplastadas y molidas de tanto estar sentado y tantos brincos! ¡De tanto tragar tierra en el camino ya escupo
canicas, estoy tostado, flaco, reseco y mugriento; pero no
me he enfermado!”.
Cruzando el país en jeep
En el trayecto de esta larga jornada, un día pude ver por
suerte en el camino, a campo abierto, un curioso espectáculo deportivo, tal vez único en el mundo que se practica
una vez al año. Son unas carreras de carros muy rústicos,
con dos ruedas de madera muy toscas; los carritos, aunque parecen muy burdos y pesados, no lo son, siendo más
bien ligeros; tienen un corte parecido a los carros romanos
que corrían en el Coliseo tirados por finos y bien entrenados caballos. Pero en la India, en lugar de caballos, los carros son tirados por un par de toros muy veloces, atléticos y
esbeltos, seguramente de una raza muy particular, que por
su altura, estampa, pelaje blanco, muy blanco y sedoso y
la giba o joroba adiposa que tienen en la altura de los hombros, diría yo que corresponden a una variedad de la raza
cebú; en el conjunto de las pezuñas llevan herraduras, esto
es, dos herraduras en cada pata, una en cada carnicol. El
carro carece de defensas, simplemente una gruesa tabla
sobre un eje, un largo madero que sirve de lanza donde
se sujeta el yugo y eso es todo. El auriga guardará un difícil equilibrio puesto que va de pie, en una mano lleva las
riendas y en la otra, un látigo. Son tan veloces esos toros
que, en competencia con carreras de caballos, no sé quien
ganaría. Muy interesante y pintoresco tanto el espectáculo
como la entusiasta muchedumbre.
El viaje en jeep hasta el nuevo campamento de Tanda
iba a ser largo y molesto, pero era lo más indicado para
conocer el interior de la India. Por brevedad será mejor
transcribir las notas de mi “Diario”:
“Días dél 7 al 11 de febrero: A las 8 de la mañana salimos de Bangalore en 2 jeeps con sus respectivos remolques que cargan todo el campamento. Los jeeps son viejos. ¡Ojalá no nos den lata! Tendremos que recorrer 1 800
km. La carretera, si es que merece tal nombre, es pésima,
el pavimento apenas mide 3 metros de ancho y está todo
boludo; me parecen mejores las brechas de África. Los
jeeps no pueden correr a más de 40 km por hora, pues
son tan numerosas las columnas de carretas tiradas por
bueyes que encontramos en el camino, que es un fastidio
la lentitud del viajar; con mucha frecuencia tenemos que
salirnos del pavimento para dar paso a miles y miles de
carretas. El polvo que levantan es muy molesto. Definitivamente éste es un país de polvo, carretas y vegetarianos.
Y sucio, además, en contraste con lo limpios que son los
tigres.
“Para evitar enfermarse con la sucia comida de los
puestos y fonduchas que encontramos en el camino, mis
alimentos se reducen a naranjas, plátanos, cocos y galletas importadas.
“Después de recorrer 800 km caminando toda la noche
y turnándonos en el volante, llegamos a Poona al día siguiente. Nos hospedamos en un hotelucho de mala muerte, pero al menos pudimos aseamos un poco. Ordené unos
pollos cocidos y papas, tanto para comer allí como para el
camino. Después de comer, me dormí profundamente en
una mala cama.
“Ese mismo día, a las 8 p.m. proseguimos nuestro viaje,
caminamos toda la noche y todo el día 9 sin parar. A las 12
de la noche pasamos por la ciudad de Indor. A las 2 de la
mañana nos detuvimos en un crucero donde se separa la
carretera que va de Bombay a Nueva Delhi, descansamos
un rato en un hospedaje que había a la orilla del camino,
y a las 9 seguimos nuestro viaje, pero ya no por carretera,
sino por una pésima brecha para carretas que nos llevaría
hasta el campamento donde, déspués de miles de tumbos,
llegamos a las 5 p.m. Cinco días de friega y mal comer
desde que salimos de Desipur. ¡Las nalgas las traigo cua-
Campamento en Tanda
Nos instalamos en nuestro nuevo campamento. El lugar se lIama Tanda, pero el terreno no me gustó. En los
montes de toda esa región del estado de Bhopal abunda
el árbol teak; es mediano, tan alto como un fresno pero
ralo; su madera es muy dura y da una hoja muy ancha que
mide hasta 60 centímetros de largo. Estábamos en invierno, época en que suelta muchas hojas secas, las cuales
cubren totalmente el terreno y hacen impracticable un acecho silencioso, debido al ruido que se produce al caminar.
En ésas condiciones, era inútil la caza pretendiendo huellear un animal. Había montes de poca altura, pedregosos
y resecos. Sin embargo, me aseguraban que abundaban
los tigres y panteras.
Esta vez no había rest-house. El nuestro era un campamento típico de caza, de’ la genuina montería que ya sólo
se practica en algunas partes de Canadá y principalmente
en Asia. Recordé los safaris africanos de hace un cuarto
de siglo que carecían de todas las comodidades y refina-
331
INDIA - 1959
En la India abundan los templos de las
diferentes sectas y religiones,
como éste dedicado a los monos en Benarés.
mientos que hoy se ofrecen al cazador foráneo. En Tanda,
la ‘única delicia era un arroyo que nos abastecía de agua
clara y limpia.
Lo primero que hicimos fue explorar una extensa área
de terreno que nos llevó todo un día. De paso por la aldea,
Keeler quiso comprar unos búfalos domésticos de año o
año y medio para usarlos como cebos, pero una vez más
tropezamos con el problema de las castas. Cuando los habitantes de la aldea supieron el uso que daríamos a sus
becerros, por ningún motivo y a ningún precio quisieron
venderlos, pretextando que su casta y religión no les permitía ese sacrificio de animales. A tal grado se apegan a
sus preceptos y creencias religiosas, que me aseguraron
que si uno de estos individuos se encuentra con una serpiente cobra en el interior de su kamra —cuarto— la echa
fuera, pero no la mata, y lo mismo haría con un alacrán.
Las peligrosas cobras son serpientes semidivinas y tienen
sus diosas de nombre Nagas, en la Mitología Brahmánica.
La tribu del lugar se llama gujar, son especialmente ganaderos, pertenecientes a la casta de los rajputs. El significado de esta palabra es raj —rey—y put —hijo— “descendiente de reyes”. Aunque esa tribu pertenecía a la subcasta
más baja de los raj- puts, son tan orgullosos de su origen
que no aceptan un favor de nadie, ‘así se estén muriendo
332
INDIA - 1959
El gran jabalí de la
India es un animal que
lucha bravamente
hasta morir.
Cae un gran jabalí
de hambre. Más adelante relataré un caso que me ocurrió con dos de estos individuos. Naturalmente, ninguno de
ellos se prestaría a desempeñar el más insignificante servicio de nuestro campamento, solamente se concretaban a
su trabajo como huelleros.
Pero no faltó otra aldea menos orgullosa, en donde
compramos 6 becerros, los cuales ese mismo día y la mañana siguiente se situaron atados en veredas y “pasos” de
animales salvajes; uno de ellos fue situado muy cerca de
una vereda donde, según uno de nuestros guías, había encontrado frescas huellas de tigre. Pero pasaron varios días
tediosos en los que no ocurrió ningún ataque a un becerro
por un tigre o pantera.
(Sus Cristatus)
Mientras tanto, se organizaron algunas arreadas por
diferentes rumbos, con la esperanza de que surgiera una
pantera, un sambar, un chital o algún otro animal. Las
arreadas me parecieron muy mal dirigidas y con pocos
batidores. Sin embargo, un día, después de una primera
arreada sin éxito, se inició la segunda. Todas las esperé
en tierra a pie firme. Esperaba yo tras de un alto matorral
con un clarito al frente, el terreno era plano, cubierto de
matojos y arbolillos de poca altura, los arreadores se acercaban haciendo el ruido acostumbrado. Primero pasaron
muy cerca de mí y a baja altura algunos pavos reales, cuyo
333
INDIA - 1959
bellísimo plumaje se engalana más abundante y esplendoroso, con más hermosos colores, en su libertad salvaje; volaban azorados, a tiro de escopeta. No me ocupé de ellos.
En el desfile siguieron los langoors —monos sagrados—
armando una endemoniada algarabía.
Permanecía Iisto, con el dedo en el gatillo, un poco
nervioso, disfrutando de la presencia de los animales que
huían a los gritos de los arreadores, esperando el momento en que se presentara un tigre o una pantera. Luego, a
25 metros, cruzó corriendo, con paso menudito y veloz, un
jabalí gigante que en la India llaman jabalí salvaje de la
India, distinguiéndose de otro jabalí chico, como los que
tenemos en México y que en la India se conocen como
jabalíes pigmeos.
Era lo que menos esperaba, ni tenía mayor interés en
esos muy peligrosos jabalíes; pero nunca había visto uno
tan grande. Lo seguí con la mira de mi rifle .375 y al cruzar
disparé; el animal apretó la carrera, sorprendiéndome que
no cayera con tan tremendo impacto. Le disparé un segundo tiro apuntando “al bulto”, también di en el blanco, pero la
bestia siguió corriendo perdiéndose en la maleza. Seguro
de que iba muy mal herido no quise seguirlo; esperaría a
que la batida terminara sin moverme de mi puesto, podría
ser que entrara otro animal, pero no hubo nada.
Después, acompañado por dos arreadores, nos fuimos
tras el rastro sangriento del jabalí. A menos de 100 metros
lo volví a ver arrastrando la pata trasera izquierda; otro disparo y el animal siguió corriendo en tres patas; un cuarto
tiro lo hizo caer cuando ya me sentía un poco impaciente,
pues ni leones ni tigres o elefantes se habían llevado tanto
plomo; si bien mi segundo tiro dio en una pierna y las balas que usé eran de 270 gr de punta suave. El resistente
animal había caído, pero no muerto; nos acercamos y ordené a uno de los huelleros nativos que lo rematara con su
cuchillo; pero sienten tal miedo a esos bravos cerdos, que
ninguno se atrevió. Entonces pedí a uno su diminuta pero
afiladísima hacha que siempre cargan y asesté un fuerte
golpe en la espina del gran jabalí, paralizándolo; el resto
fue fácil y luego, para echarlo al jeep, fueron necesarios
cuatro hombres. Me sentí satisfecho; la bestia era enorme, tan grande como los monstruosos Giant-Forest-Hog
de África, que pesan cerca de 300 kilos.
Los tiempos han pasado, pero hace años la caza de
estos grandes jabalíes era uno de los más favoritos, viriles
y peligrosos deportes practicados por los nobles y potentados hindúes y altos funcionarios representantes de la corona inglesa en ese país. La caza se ejercitaba a caballo y
con lanzas o jabalinas.
Todavía se encuentran primorosos grabados encuadrados por grandes marcos dorados, que representan com-
prometidos encuentros con estas bestias. En la India, a
este deporte de la caza del jabalí se le considera no como
el rey, pero sí como el “príncipe de los deportes”. Es una
afición en la que se requiere la posesión de las más altas cualidades, tanto del hombre como del caballo. Uno
de esos jabalíes luchará tan decidida y denodadamente
como tal vez ningún otro cuadrúpedo, mientras le quede
un soplo de vida. Se cuenta que en numerosos encuentros
de lucha entre un jabalí y un tigre, aquél ha salido con frecuencia victorioso. En gran peligro puede considerarse un
jinete que, durante una de esas cacerías, sea desmontado
como consecuencia de que el jabalí haya imposibilitado al
caballo quebrándole las patas de una tremenda tarascada.
Por fortuna para mí, el jabalí que me salió tan cerca, se
pasó de frente, sin voltear a verme.
Olvidaba mencionar un caso típico de la severidad con
que las castas rigen las vidas de sus integrantes. En uno
de tantos días, salimos por la mañana en jeep a buscar un
venado chital. Después de una hora bajamos del carro y
nos internamos en un monte; tras de dos horas de caminar sin éxito, volvimos al jeep. A mediodía, cuando el calor apretó un poco, pedí mi cantimplora —siempre llevaba
dos, una para quienes me acompañaban y otra para mí;
las dos con agua hervida, filtrada y clorinada—. Satisfecha
mi sed dije a Keeler que les diera la otra cantimplora a los
dos huelleros que llevábamos. —No tomarán el agua —me
contestó—. No di importancia al asunto. A la 1 p.m. nos
detuvimos en cualquier lugar a comer los bocadillos que
llevábamos.
—Hombre —le dije a Keeler—, dales siquiera uno a estos pobres, que no traen nada qué comer.
—Tampoco te lo aceptarán —me contestó.
—Dales algo —le ordené ya enérgicamente.
—Estiró la mano con un sandwich, que los nativos no
aceptaron; quedé un poco extrañado y “picada” mi curiosidad, mas no hice caso.
Seguimos adelante, y ya como a las 3 p.m. nos detuvimos un momento a la sombra de un frondoso pipal, que
estaba a la orilla de un charco. En cuanto nos paramos, se
bajaron nuestros dos huelleros, corrieron como locos hacia
el verde y lamoso charco de agua sucia estancada; con las
manos y soplando rompieron la capa de lama que cubría
todo el charco y bebieron con la ansiedad de un sediento
beduino perdido en el desierto, formando una copa con sus
dos manos, hasta quedar satisfechos.
Extrañado por tan rara actitud de esos individuos que
rehusaron “mi pan y mi vino”, no aguanté más y pedí a
Keeler una explicación:
—¿Cómo es —le dije— que prefirieron beber esa agua
tan cochina al agua tan pura que traemos?
334
INDIA - 1959
—Bueno ... pues es que estos tipos pertenecen a la
tribu de los gujar y a la casta de los rajputs, y primero se
morirían de hambre o sed que aceptarte nada; proceder de
otra manera sería contra su dignidad de casta y humillarían
su abolengo de descendientes de reyes. Seguros de que
por sus venas corre sangre de nobles, por ningún precio
limpiarían tus botas o lavarían tu ropa. Aceptan servir como
shikaris porque la cacería es el deporte de los reyes, pero
verás que no desollarán un animal que mates; eso tendremos que hacerlo nosotros. Son muy orgullosos estos
hindúes tales por cuales.
Después de esa explicación juré que estudiaría más
profundamente ese berenjanal de castas y tribus.
estas horas angustiosas. ¡Qué bueno que va a salir la luna!
Se suponía que el tigre llegaría por una hondonadita
que quedaba a unos 30 metros frente a mi escondrijo.
¡Ojalá —seguía pensando— y no cambie de idea y me caiga por la espalda!
Keeler me había dicho que se quedaría en la aldehuela,
desde donde podría oír mi disparo, en caso de que llegara
el tigre.
El sordo graznar de un pavo real me sacó de mis sombríos pensamientos. Era el primer telegrama de la selva.
El tigre debía andar cerca. Ya expliqué que así como los
perros de caza cambian el timbre del ladrido cuando han
descubierto la presa y la persiguen corriendo ladrando en
forma peculiar, que en cacería llamamos ladra seca, así el
pavo real, cuando está alarmado porque barrunta la cercana presencia de un enemigo peligroso como el tigre o la
pantera, cambia su agudo y claro canto por un sordo y ronco graznido, semejante al de un viejo, antiguo y asmático
claxon de un automóvil.
Revisé mi rifle, quité el seguro, examiné mi línea de tiro
por un clarito entre las ramas de mi endeble escondrijo y
procuré, desde ese momento, guardar la mayor quietud
posible, pero de vez en cuando no resistía la tentación de
voltear a mi espalda, haciéndolo muy lentamente y “oteando” el campo con el rabillo del ojo, pues el temor de un
ataque por la espa’lda no me abandonaba. Las 6:00 p.m.,
el sol, como un gran disco de fuego, estaba a punto de
ocultarse, como si estuviese harto de presenciar los diarios
dramas de la selva.
Estaba yo muy atento con mi .375 listo, asomando el
cañón por el claro entre las ramas de mi escondrijo, cuando por el vado, exactamente por donde esperaba la visita,
vi asomar una cabeza; pero no era la del tigre, sino la de
una pantera. Me quedé como petrificado, no de miedo esta
vez, ya que, gracias a Dios, siempre me abandona en los
momentos de un lance peligroso y no pienso ni me concentro más que en lo que debo hacer y cómo hacerlo para poner el grano de mi rifle en lugar vital de mi presa. Ninguno
nos movíamos, ni siquiera pestañeábamos; ni la pantera,
ni la pobre becerra, ni yo. En línea recta estaba la pantera
a 30 metros de mí, a 20 metros la becerra y luego yo.
Pasaron unos momentos en que no sé si la fiera me
veía a mí o a la becerra, pero sostenía la mirada como si
estuviera pensando a quién atacaría primero
Los dos teníamos la mirada fija, sin movernos. Lenta,
muy lentamente, fui encarando mi rifle hasta apuntar a la
cabeza, que era todo lo que veía; así esperé hasta que la
bestia dio dos pasos al frente mostrando medio cuerpo,
pero con la cabeza baja, sin descubrir el pecho. Al fin se le
ocurrió voltear hacia su derecha; aproveché ese instante,
En espera de una pantera,
a pie firme
Siguieron pasando los días, y una mañana llegó un sudra, campesino del lugar, a informarnos que un tigre había
matado una becerra de su propiedad. A esos casos, en términos de cacería, se les llama un natural kill y traducida la
frase literalmente quiere decir que la muerte no fue sobre
una carnada, sino sobre un animal doméstico.
Como el lugar de los hechos quedaba un poco lejos
del campamento y ya era avanzada la mañana, preparé
alegremente todos mis utensilios monteriles para partir inmediatamente, dispuesto a pasar en la jungla una noche
más, con la esperanza de añadir a mi lista de trofeos de
caza otro de esos peligrosos félidos.
Cuando llegamos al lugar me sentí muy desalentado,
pues los buitres habían acabado con los restos del becerro
y borrado las huellas de las zarpas. Pero eso no lo sabía
el tigre y tal vez regresara, así que de todos modos resolví quedarme poniendo en lugar de los restos otro becerro
vivo, atado a una fuerte estaca; si la bestia volvía, encontraría su cena preparada y un balazo de recepción.
No había ni un árbol cercano al cual treparme a esperar, y un poco intranquilo y de mala gana me dispuse a
esperar pie a tierra. A 20 metros del cebo y a toda prisa
construimos un espiadero y allí, sin ninguna protección a
mi espalda, me quedé solo a las 5 de la tarde. Nunca en
mi vida me sentí más desamparado ni más temeroso. En
media hora pasaron por mi mente todos los casos dramáticos que había leído y me habían contado sobre los tigres
devoradores de hombres.
—¿Por qué seré tan mexicano? —pensaba —¿Por qué
esa estúpida presunción, arrogancia, machismo que ahora
casi me hace temblar? ¿No hubiera sido mejor pretextar
que no sentía confianza en que regresara la temible fiera
y mejor volverme al campamento? Ojalá y pronto pasen
335
INDIA - 1959
La pantera se encontraba a 30 metros de mí ...
apunté al corazón y oprimí el gatillo. La fiera no se movió,
no dio un solo paso, ni un gruñido, vi cómo poco a poco fue
doblando la cabeza y el cuerpo hasta caer a tierra. Dejé
pasar unos minutos. Ya oscurecía la tarde cuando resolví
salir de los matorrales acercándome con mil precauciones
y el rifle listo, hasta llegar a mi víctima, la cual estaba bien
muerta.
Por regla general, aunque no siempre, cuando un tigre, león o leopardo recibe el impacto de una bala dan un
tremendo salto vertical y huyen o atacan, algunas veces
rugiendo de dolor o de rabia, a menos que el tiro sea colocado en la espina o el cerebro. En esta ocasión mi tiro,
que entró por el pecho atravesando casi todo el cuerpo,
fue tan fulminante que la pantera no rugió, ni saltó ni emitió
siquiera un gemido; muerte limpia, sin sufrimiento, como
son siempre los deseos de un cazador. A veces, en esos
momentos de éxito, precedidos por otros de ansiedad y temor, pienso en lo agradable que sería tener un compañero
con quien compartir las diferentes reacciones de alegría
y satisfacción pero siempre, excepto algunas o muchas
veces con mis hijos, me ha gustado estar solo, tragándome mi miedo solo o sonriendo a la selva con mi rifle en la
mano, gusto en el corazón y un noble trofeo de caza a mis
pies. Son momentos, sólo unos pocos momentos de grandísima satisfacción, que vienen a coronar los resultados
de una larga y concienzuda preparación deportiva, afición
que a todo buen cazador nos lleva a los más inaccesibles y
apartados rincones de la tierra. Pienso que si en este lance
336
INDIA - 1959
Me despedí de mi segundo shikar visitando el Taj Mahal,
bellísima obra del arte de la India.
res que deseaba. Pero así es la cacería, no había más remedio que volver en otra ocasión, pues esta vez el tiempo
se había acabado y tenia que volar a Bangui, África, donde
me esperaba Micheletti para iniciar mi cuarto safari africano, el día 15 de marzo de 1959.
Mi compañero Silvano, con quien había planeado esta
doble cacería, resolvió quedarse más tiempo en la India,
empeñado en cazar más tigres, así que nos despedimos. Pasé unos días en Nueva Delhi y Agra visitando el Fuerte Rojo y el famoso Taj Mahal, inmortal monumento erigido
al amor. Maravilloso mausoleo, visión arquitectónica nacida de una profunda melancolía. Seguí mi ruta a París, a
donde llegué el día 7 de marzo. En esa bella capital del
mundo permanecí descansando hasta el día 13, cuando
abordé el avión que me llevaría a Bangui, punto de partida
para iniciar mi safari en la entonces África Ecuatorial Francesa, hoy República de África Central y Chad.
En total, disparé 7 tiros en los 40 días que duró la cacería, y de esos 7 tiros, 4 se los llevó el jabalí; pero quedó la
satisfacción del buen tirar, pues abatí tres piezas peligro-
hubiese contenido mi ansiedad y esperado un poco más,
tal vez presenciara el ataque de la pantera sobre la becerra
o ¿sobre mí?
Seguramente Keeler o alguien, oyeron mi tiro e irían
por mí para no verme obligado a pasar toda la noche en la
selva. Volví a mi espiadero, porque bien pudiera ser que no
obstante la detonación del disparo, a algún curioso tigre se
le ocurriera ir al lugar.
Aunque más calmado, no dejaba de sentirme incómodo
e inquieto, solo, en tierra y con la noche encima. Había
luna, y con frecuencia volteaba a mi espalda pensando en
un posible ataque. Los tigres heridos son los que, en parte,
olvidan su presa natural y se convierten en “devoradores
de hombres”, y una tigresa que había herido un cazador
gringo todavía andaba por ahí suelta.
A las 9 de la noche vi que se aproximaba el jeep, y a
las 10 p.m. ya estaba en mi campamento saboreando una
taza de té, con un cigarrillo en la mano.
Este, mi segundo shikar, ha terminado. Sentí mucho no
haber tenido oportunidad de buscar y abatir otros ejempla-
337
INDIA - 1959
sas de un solo disparo, cada uno sin necesidad del tiro de
gracia.
El tigre corrió 16 metros y cayó bien muerto; el gaur
sólo corrió 14 metros y la pantera no dio un paso. Qué alegría y satisfacción se siente cuando en los lances peligrosos actuamos con serenidad y buen pulso, y
qué amargura y desaliento nos invade cuando erramos un
tiro fácil.
Balance de este shikar
1 Tigre de Bengala 1 Gaur 1 Pantera
1 Jabalí Gigante
Carta de mi guía Keeler donde me felicita
por haber cobrado un tigre, una pantera
y un gaur de un tiro cada uno.
338
9
Africa
1959
El día 5 de marzo abandoné la India después de termi-
con la que hoy es República de Chad. En ambos territorios
se Ilevaría a cabo mi safari.
El día 13, todavía con el sabor a champaña en los labios, aborde un avión Super-Constelation, que había de
IIevarme a África; y minutos después ya estaba sobre las
montañas de los Alpes, siempre cubiertas de nieve. Vino a
mi mente el recuerdo panorámico de mis cacerías en las
nieves del Ártico y en las nevadas montañas de la península de Alaska; que en 1951 había iniciado acompañado
por mi hijo Fernando. Hacía comparaciones entre el SuperConstelation —que entonces me parecían enormes— y los
humildes Pipers de dos plazas en los que, llevado por mi
nar con éxito mi shikar en las selvas de aquel lejano y misterioso país. En África esperaba mi guía Micheletti, para
dar comienzo el día 5 a mi tercer safari africano.
El día 6 llegué a París después de 28 horas de vuelo.
En el aeropuerto me esperaba mi hijo Gerardo, que desde
hacía tiempo estudiaba pintura en la ciudad luz. Pasé muy
gratos los siguientes días con él y sus amigos; entre buenas viandas, excelentes vinos y espectáculos de maravilla,
hasta el día 13 en que tomé el avión a Bangui; ciudad que
entonces pertenecía al África Ecuatorial Francesa y hoy es
la capital de la República Centroafricana, limitando al norte
339
ÁFRICA - 1959
gran afición a la caza mayor, me había aventurado a volar
sobre la deprimente soledad del Ártico infinito. ¡35 horas
volé metido como sardina en uno de esos aparatitos para
encontrar la huella de mi primer oso polar!
De Roma a Fort Lammy hicimos 8 horas. ¡Otra vez en
tierra africana! ¡Tierra de promisión! ¡País del futuro! Otra
vez se presentó a mi vista el negrito medio desvestido; el
inglés de rubio mostacho, calzado con choclos, larga media blanca, pantalón corto de dril blanco y camisola blanca
de manga corta. A pesar de la temprana hora hacía bastante calor, augurio del infierno que me esperaba. En dos horas más de vuelo aterrizamos en Bangui, mi meta por aire.
La fiebre de la cacería había anidado en mi corazón,
pero no por el simple hecho de disparar. No, sino para buscar y abatir ejemplares raros que, con el tiempo, formaran
una bonita colección en mi salón de trofeos. Acababa de
recorrer de sur a norte la India, para cobrar solamente 4
piezas de la fauna indostana. Ahora saltaba al continente
africano para cazar principalmente 4 piezas también. Esta
vez iba solo, cosa que no es muy agradable, pero dicen
“que muchas veces resulta mejor ir solo que mal acompañado”.
En el campo aéreo de Bangui esperaba mi guía J. D.
Micheletti, un corso chaparrón, fuerte, de unos 32 años.
Seguramente para impresionarme había llevado al aeropuerto un jeep inglés muy bien preparado para la caza,
nuevecito. También estaba un camión grande, alemán,
con motor diesel marca M.A.N. de cinco toneladas; nuevo
y acondicionado para largas travesías y para cargar todo
un campamento en forma tan práctica que, en efecto, me
causó muy buena impresión. Se notaba que este corso era
individuo organizado, cualidad de la que muchos guías y
contratistas, adolecen.
para entendernos. Todo quedó listo para partir a la mañana
siguiente. Esa misma noche me invitó a cenar en compañía de su esposa Mónique, una francesa de 30 años que
hablaba mejor inglés que su marido, cuyo nombre de pila
es Domenique.
La cena se compuso de un solo plato, un exquisito
cous-cous, típico plato árabe del que me serví dos veces,
rociándolo con un buen vino tinto. Terminamos esa sabrosa cena con un brindis de champaña por el éxito del safari.
Una cosa me llamó la atención: el restaurante era el
rendez-vous de la alta sociedad europea, lugar prohibido
para los negros. Cuando saboreábamos el cous-cous,
entraron hasta la barra del amplio salón tres negros con
sus hembras muy engalanadas, con floreados vestidos
de atractivos colores y un típico turbante —muy usual en
África— a guisa de sombrero. Se sentaron muy ufanos,
pidiendo garbosamente unas cervezas.
Todos los comensales blancos miraban aquel cuadro
inaceptable si se hubiera presentado en el país tan sólo
hace unos cuantos años.
—Esta es la mejor forma de perder la clientela —me
dijo Micheletti, refiriéndose a la presencia de negros en el
establecimiento.
—Pues lo que Ud. ve aquí ocurrirá en toda África dentro
de pocos años —expuse—. Estas razas o tribus se están
sacudiendo el yugo del colonialismo soportado durante siglos y hoy, en su obsesión de libertad e independencia, se
están sublevando en muchos países de este continente.
De esa anécdota a la fecha, han pasado 22 años y las
palabras que dije a Micheletti resultaron, si no proféticas,
cuando menos ciertas, pues Angola y Mozambique, que
eran el último reducto del colonialismo, obtuvieron su independencia de Portugal en 1975 gracias a la ayuda de
la URSS; hoy todos los países de África son libres, independientes —por lo menos en teoría— de cualquier yugo
opresor.
Esa noche, al vaciar la segunda botella de champaña,
acabamos hablándonos de tú, Mónique, Domenique y yo.
Bangui
Mi primera búsqueda del bongo
Lo primero que hice fue instalarme en el Hotel Rock,
muy aceptable por cierto, limpio y moderno. Me asomé al
balcón a curiosear el panorama de ese, para mí, nuevo
país. A 100 metros cruzan las tranquilas aguas del anchuroso río Ubangui, río navegable en una extensión de 1 300
km que más al oeste, cerca de Coquilhaville, va a unirse
al gran río Congo, en lo que fueran tierras coloniales del
Congo Belga antes de 1960. Del otro lado del río se extendía una cadena de verdes, frescos y exuberantes montes
bajos. Filmé el panorama y después de un agradable baño
me fui a reunir con Micheletti para hablar sobre los planes
de caza. Micheletti hablaba un poco de inglés, lo suficiente
El bongo
La cabina del camión resultó más cómoda que el jeep.
El camino era una amplia brecha maciza de tierra colorada
sobre la que podíamos correr a una velocidad de 70 km por
hora entre una selva tupida, verde, fresca, fragante y con
abundantes árboles altos.
Después de 200 km abandonamos esa brecha para tomar una rodada en malas condiciones. Otros 50 km y nos
metimos por un alto pastizal hasta llegar muy cerca de las
márgenes del río Lobaye, en donde acampamos.
340
ÁFRICA - 1959
Bongos macho y hembra: Uno de los más
codiciados, difíciles y escurridizos trofeos
de la fauna africana.
341
ÁFRICA - 1959
Mi primer objetivo era buscar el bongo, antílope bellísimo, que como trofeo de caza tal vez sea el más codiciado
de toda África. Es excesivamente huraño, desconfiado, de
costumbres nocturnas y de un oído tan fino que no tiene
igual, supera al del gran kudu. Es muy robusto, de patas
cortas como el tur de Asia Central. Pesa unos 250 kilos.
Suele encontrársele en lo más cerrado y profundo de los
bosques de bambú y denso follaje, como los del South
West Mau Crown Forest Reserve, en Kenya, o en planicies
selváticas tan exuberantes como las del norte de la República Democrática del Congo, en las que no se descubre
un animal a 8 metros. Pero es mejor dejar para más adelante las explicaciones sobre los hábitos de este antílope y
las formas de cazarlo.
Generalmente a todo cazador, de veras aficionado, se
nos niega alguna especie que codiciamos, y para conseguirla habremos de sudar mucho; ir a varios safaris y trabajar duramente; algo semejante al empedernido gambusino
que se pasa la vida picando sierras sin encontrar nunca la
deseada veta de oro.
Me contó Micheletti que, meses antes de llegar yo, un
cazador llamado E. Gates había intentado dar caza al bongo durante 17 días sin lograr ver uno siquiera. Esa noticia
no era alentadora, pero de todos modos probaría suerte.
El safari duraría un mes, así es que me puse a revisar
los víveres antes de seguir adelante. Entre otras cosas había diez garrafas de 10 litros cada una que me llamaron la
atención.
—Oye, corso —pregunté—, ¿qué es lo que contienen
esas garrafas?
—Vine rouge.
¡Cien litros de vino tinto ... ! Este hombre debe de estar
loco, o tanto él como su mujer son muy borrachos.
—Oye —insistí—, ¿no crees que es mucho?, ¿no sería
mejor llenarlas de gasolina?
—¡Ya veras!, cuando estemos en el desierto no pensaras lo mismo.
Una buena lancha, de 12 pies con motor fuera de borda, que llevábamos en el capacete del camión fue bajada
para llevarla a la orilla del río que debíamos cruzar para entrar a terrenos del bongo. En esa parte, el Lobaye es muy
bonito, anchuroso, de aguas apacibles y tan cristalinas que
se antoja bañarse.
El 16 de marzo, a las 3:30 de la madrugada, nos pusimos en marcha Micheletti y yo seguidos por dos huelleros. Con una lámpara de petróleo alumbrábamos la vereda
para no perderla. El alto pasto, que me daba arriba de la
cintura, estaba tan cubierto de rocío que a poco de andar
ya iba empapado hasta los huesos. Cruzamos el río; luego
tendríamos que apretar el paso para llegar antes de las 7 a
un lugar donde se suponía frecuentaba el bongo. Llegamos
al lugar indicado, que era un arroyo con árboles en ambos
lados. Nos acercamos cuidadosamente y empezamos a
buscar huellas por las entradas al arroyo que forman las
veredas de los animales silvestres. Encontramos algunas
muestras que me parecieron viejas. Después de recorrer
un buen tramo, regamos bastante sal mezclada con barro, construyendo, de ese modo, un campo salitroso muy
apetecible a los animales salvajes. Si algún bongo daba
con el lugar dejaría impresas sus huellas y seguramente
volvería. Entonces se encontraría conmigo, pues pasaría
las noches esperando escondido en el breñal, al borde del
río. Cualquier esfuerzo me parecía poco si lograba ver al
bicho ese.
Cuando regresamos al campamento seguía con la ropa
empapada, pero ya no por el rocío sino por el copioso sudor. El termómetro marcaba 45 grados C., 45 grados en
una atmósfera húmeda y pegajosa.
—Mañana volveremos muy temprano —decía Micheletti—. Con suerte veremos algo. Veo que tú eres bueno
para andar. Los muchachos están contentos, tienen buena
impresión de ti porque aguantaste el mismo paso, no como
nos ocurrió el año pasado con otro cazador que, para cruzar un arroyito, lo teníamos que llevar en silla de manos y
difícilmente caminaba un kilómetro. Naturalmente que no
cazó un bongo.
—Lo que haga un corso podré hacerlo yo, siempre que
no sea un Napoleón —repuse.
Domenique soltó una contagiosa carcajada. Parla tarde
le dimos comienzo a la primera garrafa de vino tinto, muy
bueno por cierto.
Al otro día salimos a la misma hora tomando por el mismo rumbo. Llegando al arroyo mandamos a dos huelleros
por un lado, mientras Miche —así llamaré en adelante a
Micheletti— y yo seguíamos por el otro. Después de andar
un poco me detuve en un montículo y Miche siguió. Media
hora más tarde regresó al mismo lugar. Juntos desanduvimos el camino por la orilla del arroyo, y después de caminar mil metros encontramos una huella fresquísima de
bongo. Seguramente estaba en el otro lado y los huelleros
lo habían asustado. ¡Poco faltó para que pasara por donde yo había estado esperando ... ! Quizá si hubiésemos
regresado cinco minutos antes lo habríamos visto. A paso
ligero seguimos la huella durante una hora, hasta que la
perdimos en un pastizal alto en el que, para seguirla, teníamos que abrir el pasto perdiendo mucho tiempo. El antílope debía de estar ya muy lejos. Muy a mi pesar desistimos
de perseguirlo.
Ya de regreso al campamento, antes de llegar al río pasamos por un trama de selva muy densa. Por delante iba
342
ÁFRICA - 1959
Miche caminando muy de prisa, tal vez pensando en su
trago de vino; lo seguía yo a corta distancia cuando empecé a sentirme mareado, a tal grado que creí que me iba a
desmayar. Por un momento pensé en gritarle a Miche, pero
me aguanté. Creí que sería debilidad o efecto de la deshidratación por tanto sudar, no obstante las seis tabletas de
cloruro de sodio que tomaba todos los días para reponer
la sal que perdía mi organismo, o tal vez era por hambre;
pero lo cierto es que poco faltó para caerme. Afortunadamente al llegar al río pasó el raro efecto que nunca había
sentido. Por la noche, en la obligada plática de la cena le
conté a Miche lo ocurrido y me contestó que él también
sintió lo mismo. Entonces dedujimos que seguramente habíamos sufrido el efecto de las dañinas emanaciones de
alguna de tantas, raras, venenosas y mortíferas plantas
que hay en las selvas. Precisamente de plantas, larvas o
insectos se extraen y mezclan las sustancias venenosas
con que los nativos embadurnan la punta de sus flechas
para cazar animales.
Al otro día volvimos a las andadas sin tener éxito y por
la noche hice la siguiente anotación en mi Diario:
No hay bongo, y siguen las largas caminatas y el intenso calor. Me siento muy deshidratado y cansado, no tanto
por las caminatas sino por la atmósfera cálida y húmeda.
Sin embargo, es tan importante el antílope que busco, que
seguiré haciendo la lucha.
Inútil, sólo volvimos a ver otra huella que nos mostró
uno de los huelleros. La seguimos hasta meternos a gatas
en un breñal muy cerrado. No podíamos evitar hacer ruido
en un terreno cubierto de hojarasca y no me hice ilusiones
sobre el bongo. Pasamos el monte y la huella seguía en
terreno abierto; pero después de seguirla unos dos kilómetros encontramos que tras de la huella del antílope se
marcaba la del pie descalzo de un nativo, de un poacher,
uno de esos calamitosos cazadores furtivos. Desistimos.
Cuando los poacher encuentran una huella la siguen por
días enteros, si es necesario, hasta encontrar la pieza y
abatirla. Matan un meritorio trofeo de caza, un bello ejemplar de la fauna para aprovechar solamente la carne, la
cual es un crimen. Lo mismo ocurre en otros países, incluyendo a México, donde los campesinos lugareños persiguen y matan sin respetar hembras ni edad, a diversos
animales de la fauna mexicana.
No me sorprende que el cazador E. Gates haya buscado el bongo durante 17 días en el mismo lugar sin tener
éxito.
Decepcionados, regresamos a Bangui para seguir rumbo al norte en busca del eland de Derby, otro de los raros
antílopes objeto de mi safari. Miche también renegaba del
calor, mencionando con frecuencia la sabrosura del desier-
Localizando en la densa floresta
las huellas del bongo.
to.
—¿Ahí es más fresquecito? —le pregunté con la esperanza de que contestara afirmativamente.
—No, al contrario, hace más calor.
—Entonces, ¿por qué diablos te entusiasma ese infierno, hijo de Luzbel?
—Ah. .. porque allá hace calor, pero es seco y muy limpio, no como aquí que por más que se bañe uno siempre
se está pegajoso y empapado.
—Pero no puedo creer que haga más calor que aquí.
Fíjate que el termómetro marca 45 grados centígrados a
la sombra.
Ya lo verás —contestó sentenciosamente, con una risita socarrona.
343
ÁFRICA - 1959
Eland gigante caminando en el monte cerrado.
—Bueno, por lo pronto dame un poco de vino. Emprendimos la segunda etapa por una brecha que va a Fort
Archambault y recorrimos 500 km torciendo luego a la
derecha hasta un punto que se llama Moyo, lugar donde
acampamos.
Acostumbrado a la abundante fauna de África Oriental
me sentía desilusionado por su escasez en este país, y así
lo dice mi Diario el día 25 de marzo:
Hace un calor de los demonios. 45 grados centígrados.
Por la noche refresca un poco. Breña cerrada, monte bajo
y pasto alto. El jeep tiene que correr despacio. El calor es
insoportable y todos los días tenemos que levantarnos a
las 4 a.m. para caminar hasta que se oculta el sol. Todo
el día reniego. Si hubiera sabido lo dura que es esta cacería no vengo. Hay muy pocos animales. No he visto ni un
eland.
Efectivamente, me sentía arrepentido del viaje, sobre
todo porque no tuve suerte con el bongo que era mi objetivo número uno. A lo mejor tampoco veía un eland. Pero
al día siguiente cambió la suerte: por todos lados encontramos abundantes huellas de ese antílope. Era una manada grande, pero tanto los huelleros como nosotros nos
volvíamos locos en un laberinto de rastros que no definían
una dirercción. Seguimos huellas durante un buen trecho y
resultaba que dando vueltas y más vueltas durante horas,
íbamos a parar a donde habíamos empezado. Transcurría
el día y, por fin, a las 5 p.m. dimos con la manada. Nos sintió y corrió en estampida. Afortunadamente el jeep estaba
casi a la mano y corrimos a treparnos. Entonces empezó
un sistema de caza nuevo para mí, porque no sería yo el
El eland gigante de Derby
(Taurotragus derbianus gigas)
El terreno es plano, pero cubierto de una gruesa capa
de arena, lo que hace muy pesado el caminar. La flora se
compone de árboles raquíticos, pasto alto y breñal. La temperatura sigue en 45 grados centígrados a la sombra.
Cuatro días pasaron sin poder dar con el eland, el antílope más grande del mundo, como lo es el alce entre todos
los cérvidos. El eland era la única especie que me interesaba en aquel lugar. Todos los días, desde que amanecía
hasta que se ocultaba el sol, andábamos en el campo. En
esos cuatro días había visto muy pocos animales y sólo
cobrado —para la cazuela— un oribi, un roan y un duiker.
Además, vi otros antílopes —waterbuck, kongonis, topis y
jirafas del tipo común—; pero no me interesaban, puesto
que eran animales que ya había cobrado en safaris anteriores en África Oriental. Sólo cazaría las especies raras.
344
ÁFRICA - 1959
primero en ese país que habría de cazar desde un jeep, a
toda carrera, tras de una manada; mas no se crea que la
cosa fue o es tan fácil si se toma en consideración que era
en un monte cerrado y en terreno arenoso. Miche resultó
ser un habilísimo piloto en los bosques.
No tardamos en alcanzar la manada. Se componía de
unos 30 animales, pero sólo había dos machos que pronto
descubrí por su corpulencia, sus grandes cuernos y la típica papadota que, como un fleco, cuelga a lo largo de su
poderoso cuello y remata cerca del encuentro. De pronto
me parecieron de un color café, a diferencia de su pariente
de Tangañica —hoy Tanzania—, que es de un gris azulado
en los machos adultos. Miche me advirtió estuviera listo y
que cuando nos arrimáramos a la manada pararía el jeep
para que yo pudiera hacer un disparo rápido desde el vehículo. Así lo hizo, pero enfrenó tan bruscamente que por
poco salgo disparado por el parabrisas, y lo peor fue el
chubasco de arena que en su desenfrenada carrera levantaba la manada, cegándome. De modo que para cuando
recuperé el equilibrio y pude ver al macho más cercano,
éste ya estaba a unos 150 metros entre las hembras. No
pude disparar. Miche volvió a acelerar el jeep a toda la velocidad posible, ejecutando tan increíbles malabarismos en
el monte para evitar árboles, troncos caídos y hoyos, que
no sé cómo no ocurrió un accidente. Disparé y erré. Me
sentía desesperado con esa forma de cazar. Iba parado
con mi rifle .375 en la mano izquierda, mientras con la derecha me agarraba como mejor podía para no caerme del
jeep, aunque lo peor era la maldita arena que no podía
evitar me entrara en los ojos. Ideal hubiera sido el uso de
unas gafas, como las de los motociclistas, pero de ello no
se me advirtió. El tercer intento fue otro fracaso. Erré el
tiro. Entonces se me ocurrió cerrar el ojo derecho durante
la carrera para evitar la arena y abrirlo en el momento de
disparar.
Por milímetros, como un milagro, nos salvamos de
chocar contra los árboles. Al cuarto intento pude hacer un
precipitado disparo que no dio en el blanco; luego, al quinto intento, volví a disparar con mejor suerte: la bala hizo
impacto en los cuartos traseros del eland, el único blanco
posible. En esos momentos dio el jeep contra un pozo y se
acabó la persecución: se había roto un eje. Ya no pudimos
seguir adelante. Mientras Miche trataba de arreglarlo me
fui con uno de los huelleros a examinar rastros. Qué alivio
sentí al descubrir huellas de sangre. Seguimos 15 minutos
y en vista de la descompostura del Jeep y la agonía de
la tarde, decidimos volver al campamento a pie. Miche se
quedó arreglando el carro decidiendo que a la mañana siguiente buscaríamos el eland herido.
Esa noche casi no dormí. Cuatro días para ver ese an-
tílope y, de no encontrarlo, tal vez no vería otro. Además,
el sistema tirando desde el jeep no me gustaba, aunque no
había otra forma, o me regresaba a casa con las manos
vacías. Al llegar Miche al campamento me explicó que así
se estilaba allí. Me contó que el año anterior dos cazadores
norteamericanos, Klein y Gates, habían tenido que resignarse a dejar ir heridos a 4 de estos antílopes, los más
grandes del mundo, y que tal vez se debió a que usaron
rifles .300 Weatherby, con balas que, en su concepto, no
tienen la penetración suficiente para tumbar a esos resistentes animales; que tanto Klein como Gates desistieron
del uso de esos rifles y sólo tuvieron éxito con el .375 H y
H. Argumento al que no pude dar crédito.
Nos levantamos a las 4 a.m. y para las cinco ya estábamos tras la huella. Miche había arreglado el jeep con una
refacción de las que iba bien provisto.
Cuatro horas duramos siguiendo la huella. El animal se
había separado de la manada, señal de que estaba tocado.
Entonces mi preocupación fue la de si lo encontraría herido
o se lo habían cenado las hienas. Estaba decidido a seguir
el rastro todo el día si fuese necesario. A las 9 a.m. nos
encontrábamos en monte cerrado y muy tupida maleza.
Seguramente ya estábamos cerca de la presa. Caminaba
muy despacio, aguzando el ojo y con mi rifle listo cuando,
a no más de 25 metros, descubrí a mi víctima echada. En
el momento que la vi se levantó. Un tiro rápido desde la
cadera acabó con su sufrimiento.
No cabe duda que los buenos trofeos de caza no se
cobran fácilmente, a menos que se tenga mucha suerte.
Necesité de 5 días para abatir tan importante y raro
antílope, que, para esa fecha, ningún cazador de México
había intentado cobrarlo.
Al día siguiente levantamos el campamento y seguimos
rumbo al noreste recorriendo otros 400 kilómetros hasta
llegar a un lugar de Aboudeia. El terreno seguía plano,
pero la flora había cambiado un poco; ya no había árboles
gigantescos ni tupido follaje como en los terrenos del bongo. Ahora la vegetación era más pobre.
A distancia se dibujaron unos pequeños cerros, de regular altura y muy rocosos. Parecía una región volcánica
con toques verdes.
—¿Qué ves allá? —preguntó Miche.
—Hombre, pues cerros rocosos.
—Kudus —repuso—, gran kudu. Nunca me ha fallado
en esa región que sólo yo conozco.
“Vaya —pensé para mis adentros— hasta que se me va
a hacer con estos fantasmas que no pude encontrar en mis
anteriores safaris”.
345
ÁFRICA - 1959
Después de 5 días de esfuerzo pude cobrar
un buen ejemplar de eland gigante.
346
ÁFRICA - 1959
Mala suerte con el gran kudu
vorador de hombres no lo cuento, Pero a ese bicho no le
gustó mi pellejo. Ni siquiera se acercó a olerme, que si lo
hace, menudo susto nos llevamos los dos. Esa noche ya
no dormí a campo raso.
El último día, cuando andábamos en los cerros, vi que
Miche se apartaba un poco y se sentaba en cuclillas tras
de una roca. Lo esperé y lo vi tan pálido que le pregunté si
se sentía mal.
—Un poquito —me contestó—, vete con los huelleros a
campear esta meseta, aquí te espero.
El pobre tenía disentería.
Al día siguiente partimos, Miche con su disentería y yo
con la pena de que por tercera vez no lograba el kudu y
con la tristeza de abandonar mi fresca cueva, que a lo mejor era el cubil del leopardo que menospreció mi pellejo.
Ahora nos dirigíamos al pueblo de Abéchér, 500 km
más al noroeste, puerta de entrada al desierto del Sahara.
En el camino observaba que conforme adelantábamos
el campo se presentaba más árido, reseco, arenoso y pesado; pero lo peor fue la mala noticia de que, además de
Miche, tres de los nueve negritos a nuestro servicio también tenían disentería.
Verdaderamente me sentía decepcionado de mi cacería. Tres campamentos y sólo había logrado el eland como
trofeo de mérito. No hubo kudu, ni leopardo ni bongo. Vino
a empeorar mi desaliento el calorón que sentía dentro y en
la cabina del camión. Todo lo que era metal o lámina quemaba las manos; ni siquiera podía descansar el brazo en
Ia ventanilla. La situación se podía poner crítica si también
yo caía víctima de la famosa disentería, entonces sí que
reventaría en esa infernal parte de la Tierra.
Llegamos al pueblo de Abéchér, pardeando la tarde. No
hay hoteles, sólo mesones para las caravanas qué cruzan
el desierto. Nos alojamos en la casita de unos amigos de
Miche. Por la mañana salí a conocer eI pueblo, mientras
Acampamos en sitio cercano a los cerros. El lugar parecía una sucursal del infierno, porque las rocas pelonas estaban que ardían y reflejaban el calor sobre el campamento, El termómetro seguía marcando 45 grados. Lo primero
que hicimos fue examinar el cerro, encontrando una de
esas cosas raras de la naturaleza que Miche ya conocía:
casi a flor de tierra, de entre las rocas, brotaba un chorrito
de agua muy cristalina, fría y muy sabrosa. Más arriba, a
unos 4 metros, también entre las rocas, encontré un lugarcito como para quedarse a vivir y no moverse. Entre
los huecos que formaban la unión de las rocas había algo
así como una cueva por la que, en forma misteriosa, se
colaba una corriente de aire ¡tan fresco!, que hacía bajar la
temperatura a 25 grados centígrados. Ni qué decir que me
adueñé de dicho lugar en el que pasé leyendo durante las
horas de más calor.
El primer día campeamos hasta que oscureció sin encontrar una sola huella de kudu; la víctima fue un wart-hog
que se me puso a tiro. Al día siguiente se repitió la historia.
Sólo vi dos jóvenes kudus cuyos cuernos medían vuelta y
media. No les tiré.
—¿Pues qué pasó con los kudus?
—No sé —contestó Miche—, no lo entiendo. Si apenas
el año pasado Gates mató aquí un buen ejemplar.
Por la noche, después de cenar, viendo que en el interior de la tienda hacía mucho calor, se me ocurrió poner
mi catre en la brecha por donde habíamos llegado. A 20
metros del campamento el terreno era más abierto y corría
más airecito. Me dormí tranquilamente. A la mañana me
despertó uno de nuestros negritos: Chef . . . vennez vous a
voir —todos los negritos hablaban francés—. Lo que quería mostrarme eran unas huellas de leopardo impresas ¡a
dos metros de mi cama! ¡Qué bruto ... ! Si ha sido un de-
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ÁFRICA - 1959
mi cazador blanco hacía preparativos y compraba todo lo
necesario para nuestra aventura de 10 días en pleno desierto del Sahara.
Con el poco éxito que hasta entonces había tenido en
mi safari me sentía tan pesimista, deprimido y desalentado
en continuar que estaba a punto de cortarlo ahí, en Abéchér. ¿Qué necesidad tenía de seguir con esas penalidades que, además, costaban un ojo de la cara? En dos días
más saldría un avión para Fort Lammy, y de allí sería fácil
tomar otro a París, ¡Ah! París ... ¡quel differance! Me lamí
los resecos labios pensando en el paté caliente que sirven en La Cigogne, y su deliciosa nieve de frambuesa con
kirsch, o los caracoles, o las alcachofas a la vinagreta con
un buen vino blanco, o la perdiz rellena de paté, o los riñones al oporto que sirven en La Cupole ... ¡Hum! Con esos
jugosos pensamientos llegué al correo donde tenía alguna
correspondencia.
Después de leer con gusto inmenso las cartas de mi
familia, que son un tónico en los safaris, y enterarme que
todo andaba bien en mi hogar, abrí un sobre cuyo contenido decía textualmente lo siguiente:
¡Muy querido Benito! Todos tus amigos de México hemos seguido con interés tus triunfos en la India, y te felicitamos por ese hermoso ejemplar de tigre de Bengala
que cobraste, así como las demás piezas. Te deseamos de
todo corazón éxito en el África Ecuatorial y te rogamos nos
tengas informados. Si necesitas ayuda o compañía echa
un grito. Marzo 20 de 1959.
Firmaban mis muy estimados amigos Pablo Bush Romero y Augusto Ordóñez.
Esa carta de amigos cazadores, que tanto quiero, fue
para mí en esos momentos como un trago, muchos tragos
de agua fresca y vivificante, que se le brinda a un hombre
que muere de sed en el desierto; fue una estimulante inyección de estamina que vigorizó mi tambaleante deseo
de seguir adelante. Esas frases amigas fueron el empujón
que necesitaba para no “cuartearme” De otra suerte tal vez
no hubiera conocido y saboreado la vida del desierto, país
del targui, del camello y del dátil.
Abéchér es un pueblo completamente árabe, totalmente del desierto; puerta de entrada al desierto por esa parte
de África. El centro de la población está formado por una
plaza o, mejor, un arenal rodeado por 4 largos y angostos portales dentro de los cuales hay variados comercios
establecidos y ambulantes. El centro de la plaza sirve de
tianguis, donde los días festivos se levantan gran número
de manteados —igual que en muchos pueblos de México— adonde a pie, en burros y en camellos, afluye la gente
del desierto. Allí se vende de todo: camellos, burros y otros
animales, utensilios, granos, verduras, etcétera.
Ya estamos en Abéchér, puerta de entrada
al desierto del Sahara.
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ÁFRICA - 1959
En el mercado típicamente árabe,
se vendían gran variedad de
granos y verduras.
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ÁFRICA - 1959
La inmensidad de las
dunas en el desierto
del Sahara.
Uno de los más
curiosos habitantes
del Sahara es el
fenec, gran cazador
que puede vivir sin
probar una sola
gota de agua.
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ÁFRICA - 1959
El Sahara: “morada de la
noche y el silencio”
Cazando a 125 grados F. a la sombra
Antes de entrar al desierto será bueno hablarle un poquito de él al lector, considerando que muy pocos nos hemos ocupado en América de estudiar la vida de esa árida
parte del mundo.
El desierto del Sahara es el más extenso de los 12
grandes que hay en nuestro mundo. Es aproximadamente
4 veces mayor que todo el territorio de México y once veces más grande que Texas. En sus 9 000 000 de kilómetros cuadrados de extensión se encuentran depresiones
hasta de 134 metros bajo el nivel del mar y alturas de 3 300
metros. No todo son dunas y planicies. Hay montañas tan
grandes y altas como las del Tibesti, cuyas cumbres y picos se ven cubiertas de nieve en enero, a una temperatura
de más de 10 grados bajo cero. Allí se encuentra todavía
en cierta abundancia el mouflon.
El Tibesti es un macizo, una meseta montañosa de casi
un millón de km2. En el Emi-Koussi, la más alta montaña,
hay un pico que se eleva a 4,315 metros, en la que habita la tribu tubu —significa hombre de la montaña—. En el
Sahara las enormes dunas de arena, que suelen verse en
algunas películas, sólo forman la séptima parte de su superficie; hay oasis inmensos que no alcanzaría uno a cruzar a pie en todo un día; hay barrancas, mesetas, planicies
pedregosas, gargantas rocosas, laderas, etc. En algunas
regiones llueve una o dos veces al año; en otras, una o
dos veces en diez años. Hay temperaturas de más de 50
grados centígrados y más de 10 grados bajo cero. El Sahara ocupa un poco más de la cuarta parte de toda África,
y África es quince veces el tamaño de México.
Piedras, arena, sed, desamparo; extensiones infinitas,
sin horizonte; silencio, soledad, orgía de luz, cielo incomparable, noches serenas, oscuras, silenciosas, calladas,
eternas; calor, frío, tempestades de arena que como granizo de acero torturan a las caravanas; resequedad, desolación y pobreza. Parece increíble que alguien pueda
sentir nostalgia por una tierra tan triste y, sin embargo, ese
alguien es el tuareg, tribu nómada del desierto, que ama la
libertad sobre todas las cosas. Libertad individual limitada
estrictamente por el control y dominio de sí mismo. En la
ciudad se ahogaría, se asfixiaría. Arena, palmetas datileras, camellos, cabras, su tienda y su targuia —su mujer—.
Esa es su vida. En un palacio se siente en cautiverio.
El gran desierto también tiene sus encantos y su interés, como en El Golea, donde se han encontrado, en poro-
Recolección de dátiles en un oasis.
sas rocas calcáreas, conchas y caracoles fosilizados que
florecieron en los restos del mar cretáceo, cuyas aguas
inundaban hace 135 millones de años lo que es hoy el Sahara. Hay desiertos de piedras rocosas, donde la acción
del viento y el agua han excavado gargantas y laberintos
dando formas tan caprichosas y fantasmagóricas como las
del Tassili.
Cristo y Buda se “iluminaron” en la soledad y el silencio
del desierto.
La palma datilera, reina del desierto
La palma datilera no es silvestre, no podría subsistir de
esa manera. Se cultiva tal vez con más cuidado que la palma de coco.
El hijo del desierto no puede imaginar la vida sin palmeras ni oasis. El dátil no es sólo una sabrosa golosina sino
un alimento de primera. Su valor nutritivo debe ser extraordinario, pues los nómadas suelen vivir semanas enteras
casi exclusivamente de dátiles. Cuéntase, como una exageración, que con un dátil un targui puede vivir tres días:
en el primero se come el pellejo, en el segundo la carne y
en el tercero el hueso. Éste sirve para hacer harina con la
que se confeccionan variados platillos. Machacado, sirve
de alimento para asnos y camellos. De la palmera se utiliza
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Alrededor del agua y las palmeras del oasis
se efectúa la vida de sus habitantes.
todo: con su madera, aunque es blanda, se hacen techos y
leña; con las fibras se tejen esteras, se hacen cuerdas muy
resistentes, se trenzan toldos contra el sol y se construyen
defensas contra las invasiones de arena; de la pulpa se obtiene una pomada para el cabello y otra medicinal para curar las mataduras de los lomos de los asnos y los camellos.
Mahoma recomendaba se comiesen dátiles como una
medida higiénica.
Hay oasis que tienen hasta 800 mil palmeras. Una hectárea puede contener 120 palmeras. Una palma da 20 kilos
de dátiles como promedio, pero hay palmeras bien cultivadas que producen hasta 50 kilos al año. Asómbrese el
lector: hay más de 200 variedades de palmas datileras y
se distinguen unas 20 calidades de dátil, aunque sólo se
seleccionan unas 5 para su exportación. Una palmera empieza a dar fruto a los seis años y comienza a envejecer
a los 60. Tan sólo en Argelia existen unos seis millones
de palmeras datileras que producen 100 mil toneladas de
fruto, del cual consume el propio país el 90% y sólo exporta
el resto.
los que las caravanas de camellos se detienen a pasar la
noche en sus largas travesías comerciales y no son tan
abundantes ni tan pequeños como pueda suponerlo quien
no conoce el Sahara. Un oasis significa un pueblo en el desierto, con agua y muchas palmeras datileras. Los hay tan
grandes y hermosos como El Golea, al que por su abundancia de jardines y fuentes se le llama: “La ciudad de las
rosas”. Tiene una faja de datileras de más de 10 kilómetros
por 3 de ancho. Uargla, Cadames, Tamanrasset y muchas
más de gran importancia entre las que se encuentra Yanet
—palabra árabe que significa jardín—, son poblaciones de
más de 2 000 almas que se alimentan del producto de miles de palmeras y de los frutos de sus huertos regados con
el agua de numerosas fuentes naturales y pozos artesianos. Los pozos se construyen en los ued, lechos fluviales,
pero, además, Yanet está enclavada en un valle al que da
forma la cordillera de montañas del Tassili. Al pie de un
farallón de estas montañas brotan numerosos manantiales, como el que señalé en mi campamento de Aboudeia,
donde recibí la visita nocturna de un leopardo.
Donde hay agua hay riqueza, reza un proverbio ranchero. Una de las riquezas del Sahara son sus oasis. El
edén de los hijos del desierto. Hace apenas 40 años sólo
se podía llegar a esos lugares después de una travesía de
semanas sobre el lomo de un camello; hoy, el viajero es
Los oasis
Los oasis no son simplemente una noria o pozo rodeado de unas cuantas palmeras en medio del desierto, en
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transportado desde Europa en unas cuantas horas de vuelo. Pero, para disfrutar, gozar, apreciar y saborear la ricura
de un oasis, lo ideal es llegar a uno de ellos después de
tres días de camello cruzando las áridas dunas .
Las aguas que dan vida al Sahara proceden de las lluvias que caen en la extensa meseta del Tademait; de las
aguas de las montañas del Hoggar y del Tibesti, y el agua
del Atlas, del Lago Chad y del río Níger filtrándose bajo las
dunas, se abren paso en el desierto dando vida a los oasis.
Muchos de los caudalosos ríos no llegan a desembocar
en el mar, inundan vastas regiones a las que, después, ya
secas, se les da el nombre de ued: lecho fluvial en donde
el nivel de las aguas subálveas están a unos cuantos centímetros de la superficie del suelo. La precipitación anual
de las lIuvias apenas llega a una pulgada.
Pero los oasis son escasos. Bien puede uno caminar
kilómetros en línea recta por el desierto sin encontrar uno
solo.
La flora del desierto es pobre y escasa, lejos de los oasis: aquí y allá se ve un manchoncito de pasto raquítico y
seco que se llama drinn, y esparcidos de vez en cuando
matojos de fagonia-parviflora —ésta es una mata parecida
a la del garbanzo—única que vi de apariencia fresca y verde. Las referidas, y unas cuantas plantas más son las que
componen la flora en que habitan el addax y el órix cimitarra, objetivo principal de mi safari en el desierto, antílopes
que, prácticamente, nunca toman agua. Este desierto, así
como el de Gobi de Asia, a diferencia de los desiertos de
América, no tienen cactos.
Targuis, con su típica vestimenta,
realizan en su poblado la
venta de un camello.
El habitante del desierto
El targui
Son muchas las tribus que habitan el desierto, tales
como los hotentotes, los negros, los cafres o bantúes, de
tez más clara que la del negro, así o diversas tribus árabes:
los m’zabitas y otras. Pero la más representativa de todas
es la tamaschek ,más conocida por su nombre árabe de
tuareg. Al hombre se le llama targui y a la mujer targuia.
La vida de esta tribu empieza, se desarrolla y acaba en las
arenas del desierto.
Arabia se llama así por sus típicas tribus nómadas del
desierto. Árabe, en la lengua arábiga, significa ambas cosas: desierto y habitante del desierto. La tribu tuareg es de
origen bereber, berberisco. Son los antiguos egipcios; algunos pasan de 1.90 m de altura; sus rostros, cuando el individuo es de raza pura, son de tez muy clara, rostro delgado
y largo, rasgos regulares, ojos grandes, piernas y brazos
largos y delgados, frente alta y anchos hombros nervudos
y secos. Seguramente descendientes de los númidas, pueblos pastores de la antigüedad, nómadas que habitaban
la costa norafricana, y que se mezclaron con inmigrantes
venidos de tierras septentrionales. Númida fue destruida
por los vándalos y más tarde cayó bajo el dominio de los
árabes. Los sucesores de aquel pueblo son los bereberes
actuales, los cabileños y los tuareg. Por consiguiente, los
tuareg, como bereberes, pertenecen a las razas blancas
del desierto; sin embargo, no lo parecen, debido a que sus
litham —velos— y las telas de sus vestidos no les gustan
si no se decoloran y, como no se bañan, al desteñirse las
telas toda su piel presenta una tonalidad violeta. Además,
la falta de baño, el sol y el viento contribuyen a oscurecer
su piel. Son los únicos hombres en el mundo que se cubren
el rostro desde que cumplen los 13 años. Las diarias abluciones que prescribe el Corán las practica simbólicamente
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Mientras el “targui”
se encuentra ausente,
su mujer cuida de los
bienes familiares.
con un puñado de arena. A propósito de esto contaré una
extraña y curiosa costumbre de la tribu hotentote: cuando
una pareja contrae matrimonio lo acompaña de ceremonias religiosas cuyo detalle más original es un aromático
riego que con sus personales orines les da a los novios el
sacerdote.
En el desierto es indispensable llevar protegida la cara
con alguna tela. El aire seco y abrasador, los frecuentes
ventarrones, las granizadas dé arena que a veces duran,
sin interrupción, hasta 15 días; son tormento para la piel.
Es cosa corriente que sin protección alguna se peguen los
labios, se resequen las mucosas nasales y se irriten los
ojos. Por ello, el litham es, más que una costumbre; algo
indispensable para el targui que se pasa la mitad del año
caminando por las rutas de las caravanas camelleras entre
el Hoggar, el Sudán, el Tidikelt, Tamanrasset, etc., comerciando con sal y oUos productos. Yo usaba mi mexicanísimo paliacate colorado para cubrirme boca y nariz.
Mientras el targui viaja, su mujer, la targuía, no lleva
una vida sedentaria e inútil: se queda en su tienda cuidando el ganado cabrío y llevando a cabo otros quehaceres.
Como en la época feudal, todavía existen nobles y plebeyos, príncipes que exigen y cobran tributo a sus vasallos. En otras tiempos esta imposición tenía su razón de
ser, pues los nobles mantenían la seguridad de las caravanas durante sus largas travesías en las pistas del desierto
(caminos imperceptibles), y en tiempo de guerra ejercían
el caudillaje.
A su vez, el vasallo, el plebeyo, tenía esclavos negros
que, en otro tiempo, eran llevados de diversas partes de
África.
La principal actividad del targui, además de cuidar su
ganado cabrío, es el comercio de la sal y su explotación en
los yacimientos. La sal se extrae de las minas en bloques,
a golpe de pico. Su mejor cliente es el Sudán, adonde la
llevan a lomo de camello. De Bilma, muy al norte del lago
Chad, cada año, en unos cuantos días, parten mas de 10
mil camellos con su cargamento de sal, que permutarán
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por mijo, azúcar, té, arroz y otros granos, dátil, harina de
dátil y telas. El alimento básico del targui es una mezcla de
mijo y arroz, o lo que llaman millet: una mezcla de queso
reseco de cabra con mijo y agua.
Como se comprenderá, el camello es el transporte número uno del targui y, además, le saca otros provechos;
de su piel manufacturan magníficas sandalias, tiendas y
odres en los cuales guardan la leche y el agua; de su pelo
hacen mantas, abrigos y cordeles; su carne es comestible,
el estiércol sirve de combustible y la leche de la camella es
un alimento de primer orden.
Hay un proverbio que ensalza las cualidades del camello y las virtudes de la palma datilera que dice así: Cuando
Alá formó a Adán de un puñado de tierra y le infundió la
vida, se le cayeron al suelo dos pedacitos de barro sobrantes. De uno de elfos nació el camello, del otro la palmera
datilera. Por eso el camello y la palmera son los hermanos
del hombre.
Un camello puede cargar 150 kilos y caminar 500 kilómetros en una semana, puede, de un sorbo, beberse 80
litros de agua y durar 8 días sin volver a beber. Por eso en
gran parte del Sahara se le considera insustituible.
Esa es, a grandes rasgos, la vida del tuareg, ese ex
bandolero, genuino nómada del desierto, que hasta hace
unos 50 ó 60 años fue el terror de las caravanas. Mucho
se ha novelado en el cine y la literatura acerca de ese hijo
del desierto, haciéndolo aparecer como el terrible bandido que se presentaba y desaparecía en las dunas cual un
fantasma. Los tuaregs sólo vivían de emboscadas, rapiña
y de los tributos que debían pagarles los ricos traficantes si
querían cruzar el desierto sin peligro.
Esos tiempos ya pasaron; hoy sólo existen los famosos
fuertes, de gruesos muros de adobe rojo, avanzadas de la
famosa Legión Extranjera en el desierto, teatro de heroicas hazañas guerreras contra los bandidos tuareg y aún
existen guarniciones, pero sus funciones son de carácter
administrativo.
El arte de viajar consiste más que en ver, en vivir, en
sentir.
El desierto, por ejemplo, presenta en contraste, lugares
muy hermosos, verdes y frescos; pedregosos, desolados,
resecos; piedras y rocas donde el viento, la arena y el agua
han formado gargantas, laberintos de figuras y formas sumamente caprichosas, atracción y admiración del viajero.
Arenas rojizas e inmensas dunas que continuamente
se transforman por la acción del viento. Tierra atormentada, torturada y desgarrada por el calor, el frío, el viento y
la sequedad. Rocas y roja arena. En esa soledad infinita,
sin horizonte, sólo se piensa y se sueña con el agua y las
palmeras.
El camello es el imprescindible vehículo de
transporte y proveedor de alimento y abrigo,
para el habitante del desierto.
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Camellos, arena, calor, frío, soledad y desolación. Cielo
y arena. La vida a un paso de la muerte. Ese es, en resumen, el desierto del Sahara.
Y ahora volvamos a la cacería. Todo estaba listo, incluso se había llenado de buena agua un gran depósito
construido para ese fin en la carrocería del camión ... El
precioso líquido debía durar hasta nuestro regreso a Abéchér, pues una vez en el desierto no encontraríamos agua.
Sólo pedí se comprara un buen lote de gallinas que llevaríamos vivas en un guacal.
Abandonamos el pueblo y pronto nos encontramos en
pleno desierto, no tan árido ya que había bastante pasto,
aunque amarillo y seco. Esa monotonía la rompía uno que
otro huizache. Corríamos sobre lo que en el desierto llaman pistas, que no son otra cosa que las huellas que dejan
en la arena las caravanas de camellos. Con las ventoleras,
las pistas se borran con el consiguiente peligro de que el
viajero se extravíe. Por la tarde ya no había puntos de referencia, sólo el horizonte donde se unen el cielo y las dunas.
Vi los primeros animales que casi no beben agua: el
avestruz, el dorca y la gacela damma, nombre muy apropiado para esta delicada gacela que, a distancia, se ve
completamente blanca, pero la adorna un mechón café
que corre desde su cabeza hasta medio lomo.
amoratadas e hinchadas espantosamente. El sol los mató.
—¡Por Dios Santo! Mire, deme otra cerveza o acabo
también con la lengua amoratada —le dije al sargento tragando saliva, cuando terminó su relato que me había secado la boca y enchinado el cuerpo.
Esos dramas son cosa corriente en la vida del desierto.
Recuérdese que hay lugares en los que en ciertas épocas
del año el calor es tan intenso, tan sofocante, que un individuo puede morir en menos de 24 horas después de haber
tomado el último trago de agua.
La tragedia más grande que puede ocurrirle a un cazador es perderse en el desierto. Un hombre sin agua, en una
calurosa mañana de verano, no experimentará al principio
ninguna molestia, excepto la natural angustia; pero al cabo
de una hora habrá sudado un cuarto de litro de agua salada y sentirá mucha sed y a media tarde, cuando su sistema
orgánico de enfriamiento se esfuerza en contrarrestar el
calor, su peso habrá bajado de 5 a 6 kilos, entonces se
sentirá muy débil y al caer la noche, si el termómetro subió
a 50 grados C., tal vez haya muerto; pero si la temperatura
sólo llegó a los 40 grados a la sombra existen probabilidades de que viva un día más. Aun administrándole una
ración diaria de 4 litros de agua, el sol lo matará en una
semana.
La deshidratación es tremenda, se suda un litro de
agua por hora, aunque el sudor se evapora sin llegar a
formar una gota. De las 12 a las 5 de la tarde el sol es tan
calcinante, tan infernal, que siente uno asfixiarse y derretirse corno una vela.
Con el oficial francés nos informamos de que desde
enero ningún cazador había pasado antes que nosotros.
Tomó nota de que en ocho días regresaríamos por ahí.
Estábamos en pleno verano. El Fuerte Oum-Cha-Louba no es un oasis o una aldea, no; simplemente es un
fuerte cuyo tesoro es un pozo de agua que da 200 litros del
precioso líquido cada 24 horas. Por lo tanto, la guarnición
y la gente que allí viven está limitada a 20 individuos, entre
los que se distribuye equitativamente el agua. Nos despedimos del oficial y buscamos un lugar fuera del fuerte para
pasar la noche.
Muy temprano reanudamos nuestra marcha. Por el camino encontramos una caravana y luego otra. Cada una se
componía de 40 camellos que transportaban diversas mercaderías al cuidado de 5 hombres, todos de la tribu goran,
de origen árabe. Al acercarnos a ellos vi que ordeñaban
una camella. Entonces supe que a más de ser algo así
como un burro también era como una vaca. No me animé
a probar la leche que me pareció espesa y amarillenta.
El calor había aumentado; ahora el termómetro marcaba 50 grados C. a la sombra. Los días se me hacían larguí-
El legendario fuerte
Oum-Cha-Louba
Ya pardeando la tarde llegamos al Fuerte Oum-ChaLouba. Un fuerte típico construido en pleno desierto con
gruesos muros de adobe y enjarre de barro rojo, como es
el color de la arena en esa parte del desierto. Desde luego
nos dirigimos al fuerte para visitar y reportarnos ante el
sargento francés a cuyo cargo estaba la guarnición. Muy
cortés nos invitó con una cerveza bien fría que me supo a
gloria. El fuerte es un laberinto de pasillos y construcciones
de gruesos muros. Toda persona o caravana que cruce el
desierto por esas pistas debe reportarse con el comandante del fuerte, quien tomará nota del itinerario que piensa
seguirse. Nos platicó del caso, reciente, de tres árabes que
al perderse murieron de sed en el desierto. Sucedió que,
en una de sus jornadas, después de pasar la noche en las
afueras del fuerte, notaron por la mañana que les faltaban
dos camellos —durante el descanso las caravanas acostumbran maniar a los camellos, doblándoles una mano hacia arriba y adentro, sujetas con un cordel, a fin de soltarlos para que no puedan alejarse mucho—, por lo cual los
tres árabes salieron en su busca y acabaron por perderse.
Dos días después salió del fuerte un piquete de soldados
a localizarlos y los encontraron muertos, con las lenguas
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simos esperando la frescura de la noche. Abandonamos
las pistas de las caravanas y seguimos adelante, siempre
rumbo al noroeste, en dirección de Libia. Ya sin brecha que
marcara nuestro camino, de vez en cuando el camión se
atascaba en los fesh-fesh —manchones de arenas sueltas, traidoras, que no ofrecen apoyo. Para salir de esos
atascaderos llevábamos unas planchas de gruesa lámina
corrugada de unos 50 centímetros de ancho por 3 m de
largo. Parece que ese tipo de planchas fueron usadas en
la guerra para improvisar pistas de aterrizaje.
Ya cayendo la tarde llegamos a un lugar que no tenía
nada de particular: cielo y arena, ni un arbolillo. Allí acampamos; nos habíamos alejado 400 km de Abéchér.
—Aquí es donde vamos a buscar el órix blanco —me
dijo Miche.
—Está bien —fue toda mi respuesta.
Me sentía tan agobiado por el calor y tan molido que
sólo pensaba en una buena cena, dos vasos de vino tinto
y mi cama. La cena no fue lo que esperaba. ¡Qué barbaridad! En tan corto tiempo transcurrido todas las verduras,
excepto la col y las cebollas, se echaron a perder. Nos conformamos con pan, sardinas, cebollas y mucho vino.
—Bueno, ¡qué!, ¿no voy a tener aquí mi tienda de campaña? —pregunté a Miche, con ganas de irme a descansar.
—No, no es posible —me contestó—, En el desierto
El autor en el fuerte de Oum-Cha-Lauba, punto de partida
de las caravanas que cruzan el desierto.
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ÁFRICA - 1959
Poco tiempo después de salir del fuerte encontramos
a las primeras caravanas.
tendrás que pasártela sin tienda porque se la lleva el viento.
¡Mal rayo te parta, corso infeliz! Efectivamente, en la
arena floja no se podían fijar las estacas para sostener la
tienda. Pero lo que me parecía increíble era la de las verduras: un día bastó para que las zanahorias se pusieran
como moco de guajolote. ¡Tan tremendo era el calor! La
carne sólo duraba un día. Buena idea la de traer gallinas
vivas. La tienda no me importó, y días después ni siquiera
la hubiera aceptado. ¡Son tan deliciosas las noches al aire
libre en el desierto.
carne para la cena.
Regresamos al campamento con ganas de un buen
baño y un sabroso vaso con vino combinado con agua y
hielo.
Hubo vino, pero no hubo baño. Miche me salió con la
novedad de que no nos bañaríamos sino hasta nuestro regreso a Abéchér. Debíamos economizar el agua que llevábamos. La noticia me cayó como bomba, 10 días sin bañarme, con la arena metida hasta los ... huesos, con aquel
calor y molido con tanto brinco. Molesto, además, porque
en las tardes sentía cierta presión y dolor de cabeza.
—Te cambio mi ración de vino por la tuya de agua —le
propuse al corso, quien soltó una carcajada.
—Bueno, mira —me dijo—, tal vez tengamos suerte y
no necesitemos toda el agua, así es que te daré un litro
diario para tu aseo personal.
—Pues haces bien, porque de lo contrario me baño con
tu vino tinto.
Nunca creí que sabría aprovechar tan bien un litro de
tan precioso liquido, Sin embargo, cuando me aseaba, los
9 negros me miraban de soslayo, con cara de pocos amigos. ¡Desperdiciar en esa forma el agua habiendo tanta
arenal En el desierto los baños son con arena; todo se limpia con arena, a excepción de la ropa.
La gacela Damma
Primer trofeo cobrado
Al día siguiente, muy temprano, ya estábamos en el
jeep acompañados por dos negros, aunque en el desierto
no hacen falta huelleros ya que a muy larga distancia se
descubre un animal que ya no se perderá de vista porque no tiene dónde ocultarse. Tampoco es indispensable
levantarse temprano, pues a cualquier hora se puede encontrar la pieza que se busca. Más bien lo hicimos para
aprovechar la frescura de la mañana.
El primer día no vimos ningún órix. Pasó toda la mañana sin advertir nada, pero por la tarde descubrimos las
gacelas Damma: eran seis. Nos aproximamos, me llamó la
atención que no se alarmaran. Me bajé del jeep y, rodilla
en tierra, hice mi primer disparo a 150 metros. El animalito
cayó y el resto del grupo, sorprendido por la detonación, no
corrió. Posiblemente nunca habían oído hablar a un arma
de fuego. Le apunté a otra y el tiro no fue tan efectivo como
el primero. Corrieron las gacelas, pero la que habla herido
cayó al hacerle un certero segundo disparo. ¡Qué bonitos
animales, qué piel tan sedosa, delicada y fina! Ya teníamos
358
ÁFRICA - 1959
Las gacelas de las especies
Dorcas y Damma, se encuentran
completamente adaptadas a
la dura vida del desierto.
359
ÁFRICA - 1959
Mi primer trofeo fue este bonito
ejemplar de gacela Damma.
El órix cimitarra
la manada. Quitarme la arena de los ojos me hacía perder
tiempo para apuntar. Descubrí al mejor macho. Destacaba
por su larga cornamenta curva, que en forma de sable llegaba hasta sus cuartos traseros. Miche frenó rápidamente
y disparé cuando el grupo iba a 100 metros. Erré limpiamente el tiro sin poder hacer un segundo disparo porque el
macho se mezcló con las hembras sin darme blanco. Otra
vez a correr; otra vez la lata de la arena y otra vez erré el
tiro. Eso se repitió dos veces más y, por fin, a mi quinto disparo cayó el órix, un bonito ejemplar macho con cuernos
de 44 pulgadas. Esos antílopes pesan aproximadamente
140 kilos.
Me sentía contento de contar con ese buen trofeo, y al
mismo tiempo me mortificaba haber tenido que disparar
cinco veces. Por la noche, en mi cama, contemplando el
oscuro cielo tachonado de estrellas y en medio de un silencio absoluto, meditaba en la forma como había abatido al
eland y al órix: ¿Sería yo tan malo para tirar rápidamente
sobre animales en movimiento? ¿Qué tal lo harían los cazadores blancos? Entonces se me ocurrió que si veíamos
(Orix dammah)
Volvimos a salir de madrugada y ese día sí tuvimos
suerte. A las once descubrimos una manada de órix, sólo
que éstos no fueron tan mansos como las gacelas. Cuando estábamos a dos mil metros nos vieron y empezaron
a correr. Miche aceleró y a dar de tumbos. Sucede que,
como en alta mar, también en el desierto se forman olas
unas muy pequeñas, pero tan abundantes que no permiten
desarrollar la velocidad del jeep, y otras tan altas que se
elevan como cerros hasta 200 metros. Son las dunas del
desierto.
Cuando empezamos a correr comprendí que tendría
que tirar en la misma forma a como lo hice con el eland. No
me gustaba, pero no había más remedio. Esos antílopes
no se dejarían arrimar a pie. Aprovechando algunos lugares planitos, sin olas, corrimos a mayor velocidad y logramos acercarnos a unos 50 metros, recibiendo en la cara la
lluvia de arena que en su desenfrenada carrera levantaba
360
ÁFRICA - 1959
Los órix emprendieron una
desenfrenada carrera ...
Fue muy difícil cobrar este buen
macho de órix cimitarra.
361
ÁFRICA - 1959
El addax
otra manad pediría a Miche que tirara él, so pretexto de
que quería yo filmar algo de acción. Después de ese morboso pensamiento me dormí profundamente.
Al otro día, a las 12, descubrimos un órix solitario. Ahí
estaba la oportunidad que buscaba, pero más fácil porque
era un solo animal, no habría lluvia de arena ni se confundiría el órix can otros. Le pedí a Miche que tirara mientras
yo filmaba; aceptó gustoso. Entonces me asaltó otro pensamiento: si lo liquidaba al primer tiro, yo quedaría en ridículo, y él, por su parte, con qué arrogancia me diría: “Así se
tira en el desierto”. Pero al menos algo aprendería.
Repetimos el sistema del día anterior: aceleré el jeep,
alcanzamos el órix y frené, Miche tiró y erró. ¡Siete veces
repetimos la carrera y las siete veces erró el tiro! Por fin, el
octavo disparo le voló el cuerno derecho al antílope. Ya no
tenía objeto seguirlo. Filmé la acción y confieso que sentí
una negra satisfacción. Al menos yo había matado mi órix
al quinto tiro.
De esa experiencia me vino otra idea que aplicaría en
el próximo órix.
Por la tarde cobré dos gacelas dorcas, que mucho parecido tienen con las gacelas de Thomson que había cazado en Tanzania.
Al otro día volvimos a la tarea de buscar los órix y los
encontramos por la tarde. Era un grupo de seis. Entonces
expliqué a Miche mi plan para cazar al antílope. Le pedí
que no frenara el jeep, que siguiera corriendo tras del animal mientras yo disparaba.
—Pero hombre —argüía Miche—, si a nadie se le ha
ocurrido tirar en esa forma. Piensa en los tremendos brincos que da el jeep, es peor que si tiraras montado sobre un
camello a la carrera.
—No importa, lo intentaré. Haz lo que te digo. En efecto, no era fácil, se brinca tanto que tal parece que se transita sobre surcos; pero la distancia de tiro se reduciría.
Aceleramos tras la manada. Con la mano izquierda me
aferré del jeep y con la derecha sujeté el rifle casi en el aire,
con el seguro quitado, listo para disparar. Cuando estuvimos a unos 60 metros me acomodé apoyando como mejor
pude los pies en compás abierto y empecé a encañonar
al animal seleccionado, sin tratar de descansar el rifle en
parte alguna. Miche seguía pisando el acelerador. La mira
del rifle bailaba en torno al cuerpo del, órix, mientras la lluvia de arena me daba en toda la cara nublándome la vista.
Disparé a la pasadita (valga la frase), esto es, cuando el
grano del rifle pasaba por el cuerpo del animal. El órix cayó
al primer tiro que, naturalmente, entró por el flanco derecho
saliendo por el costillar izquierdo.
Chiripa o no chiripa, el plan resultó.
(Addax nasomaculatus)
Levantamos el campamento y tomamos rumbo al noroeste, internándonos más y más para buscar el addax,
raro antílope del desierto que muy contados cazadores
han cobrado. A mí me tocó en suerte ser el primer mexicano en cazarlo. Este es otro de los animales que casi nunca
toman agua, por la sencilla razón de que no la hay en los
terrenos en que habita; tampoco cae rocío en el drinn (pelillo, pasto reseco), ni en los muy escasos matojos o plantas
como la fagonia- parviflora, que es uno de sus alimentos.
Tal vez de esta planta extrae un poco de jugo y, ayudado
por la maravillosa alquimia de su organismo, que, al igual
que el camello, el gemsbuck y otros animales del desierto, produce el agua metabólica, líquido indispensable para
sobrevivir.
A pesar de su escaso alimento y tan hostil ambiente,
el addax no es un animal flaco, desmedrado. Desgraciadamente, tanto este antílope como el órix cimitarra están
destinados a la extinción.
Conforme nuestro camión devoraba kilómetros, el terreno se tornaba más árido.
Por más énfasis que se ponga en el relato es difícil hacer sentir al lector el infierno que hay que aguantar cuando
se caza a una temperatura de 50 grados C., recibiendo de
lleno los rayos de un sol vertical que lo derrite a uno. No
basta leerlo, hay que vivirlo.
Todo lo que era metal quemaba. Cuando salíamos, sobre cualquier parte del jeep se podría freír un huevo, y no
es exageración. El rifle lo sujetaba con un pañuelo a guisa
de guante y la otra mano la ponía entre las piernas. El aire
de hornaza se suavizaba un poco protegiéndome la cara
con mi paliacate rojo. Después de recorrer 100 kilómetros,
ese día acampamos en un lugar cualquiera. Ya para entonces nos habíamos alejado de Abéchér 500 kilómetros en
línea recta hacia Libia. Los famosos oasis brillaron por su
ausencia. No vi uno solo en tan largo recorrido.
El agua metabólica
Al maravilloso proceso químico del agua metabólica me
referiré aquí brevemente: a fin de acumular la humedad
indispensable para refrescarse y defecar, los animales —
particularmente los del desierto y los que hibernan, como
los osos— aprovechan admirablemente un líquido producido químicamente por el aparato digestivo al que se le llama
agua metabólica. Pongamos como ejemplo al camelia, el
animal más adaptado al medio para vivir con un mínimo de
362
ÁFRICA - 1959
El addax. Fui el primer
cazador mexicano en
cobrar este raro
antílope del Sahara.
Con el agua que toman
en un oasis estos
camellos, podrán
vivir más de una
semana sin beber.
363
ÁFRICA - 1959
Los addax son cazados en el desierto
persiguiéndolos desde el jeep.
La única sombra protectora era la que nos proporcionaba el camión. Lo primero que hicimos fue arreglar el descompuesto refrigeradorcito de petróleo, el cual daba dos
kilos de hielo al día. La hora del vino tinto con agua y hielo
y la frescura de las noches eran mis únicos momentos placenteros, ratos que esperaba con verdaderas ansias.
Como de costumbre, salimos por la mañana en el LandRover acompañados por dos negros, le quitamos el capacete al jeep debido al fuerte viento que hacía. Horas y
horas pasamos recorriendo el desierto por uno y otro lado
sin ver nada más que arena. Por primera vez usé un sombrero saracoff, muy práctico en el desierto para defenderse
de la arena que azota la cara, y para la boca y la nariz
seguía usando con buen éxito mi paliacate colorado. Hasta
entonces comprendí lo útiles que son los litham que usan
los tuareg, o los shesh (tocado de los árabes), especie de
turbantes hechos con unos cuatro metros de tela. Ese día
regresamos al campamento con las manos vacías. Al siguiente volvimos a la carga: seguimos en línea recta con
dirección al Tibesti, siempre rumbo a Libia. Ya llevábamos
agua durante sus largas travesías por el desierto. En el Sahara, durante el verano, hay poca vegetación, generalmente seca, pero, el camello puede subsistir hasta una semana
o más tiempo sin agua y hasta 10 días sin alimento alguno,
gracias a la acumulación que de grasa ha almacenado en
su giba en épocas de abundancia y a la humedad que conserva en sus tejidos musculares. La giba —joroba— puede
contener hasta 20 kilos de grasa. El organismo digiere la
grasa para reponer las energías perdidas y al diluirse la
grasa suelta hidrógeno y cuando el camello respira el oxígeno que inhala éste se combina con el hidrógeno y produce el agua. De esta manera el camello viaja normalmente
muchos días, inclusive con carga, aunque suda y orina
poco y no jadea ni respira de prisa. Después de una severa
jornada pierde hasta un 25% de su peso, de ahí que se le
den tres meses de descanso para recuperar gradualmente
la grasa de su giba y su peso normal.
Cada kilo de grasa consumida produce poco más de un
litro de agua.
Llegamos al lugar de campamento por la tarde.
364
ÁFRICA - 1959
tres duras horas de calor, de vientos que abrasan, de aire
caliente que se respira como si le inyectaran a uno en la
nariz con un fuelle de herrería, de brincos y de una persistente ventolera de arena. Arena .. . arena roja. Miche paró
el jeep.
—Vamos a regresar —me dijo.
—¿Por qué? Todavía es temprano y me parece que estamos en buen terreno para encontrarnos de un momento
a otro con los addax.
—Mira —insistió—, llevamos tres horas corriendo en
una sola dirección y cada hora de jeep equivale a un día
de caminar a pie en el desierto. Si algo irreparable le pasa
al jeep, con tan poca agua y siendo nosotros únicamente
cuatro, nunca llegaríamos al campamento.
—Pero allá está el camión —repliqué—. Viendo que no
regresamos, seguro que el chofer saldría a buscarnos siguiendo la rodada del jeep —insistía yo con el deseo de
encontrar a los addax y acabar de una buena vez con esa
cacería tan dura, peligrosa, dificultosa y llena de molestias.
Miche me convenció:
—Estos negros no saldrían a buscarnos. Tienen miedo
de perderse, y, además, el chofer también está enfermo de
malaria y disentería.
—Siendo así la cosa, volvamos y, por vida tuya, desde
mañana no te alejes del campamento a más de una hora
de jeep. Bien podemos dar círculos sin ir tan lejos. Yo no
quiero que un maldito día venga un pelotón de la guarnición del Fuerte Oum-Cha-Louba a buscarnos y encuentren
mis restos, tal como a los tres árabes que se perdieron.
Dimos media vuelta y regresamos; pero tuvimos la suerte de que a la media hora descubrimos un grupo de cuatro
addax. ¡Resucité! ¡Grande fue mi entusiasmo! Los animales estaban lejos, en una depresión. Por el lado izquierdo
se levantaba una alta duna muy propia para el acecho sin
ser vistos. Le dije a Miche que por esa vez no tiraría desde
el jeep, sino que haríamos un acecho a pie, como Dios
manda. Nos fuimos hacia la parte trasera de la duna, per-
diendo de vista a los antílopes, y cuando creímos estar en
el punto indicado para asomarnos, entonces subimos por
la colina de arena. Grande fue mi sorpresa al no encontrar
nada. El grupo de animales se había esfumado. Con los
binoculares descubrimos que iban corriendo a dos kilómetros de distancia. No tenía remedio. Volvimos al jeep para
seguirlos y cazarlos a la usanza del Sahara. Pronto los tuvimos a tiro y, sin parar el jeep, hice mi primer disparo, que,
debido a los saltos que dábamos, resultó bajísimo y pegó
en la arena, pero un segundo tiro hizo rodar al único macho
que había en el grupo. Tomamos las fotografías de rigor, le
quitamos la copina y partimos rumbo al campamento.
Me sentía satisfecho, no por la forma de cazar, la creo
antideportiva, aunque no hay otra, sino porque ya contaba
con cuatro muy buenos y raros trofeos de caza: el eland
de Derby, el órix cimitarra, la gacela damma y el addax,
además de los dorcas.
Perdidos en el desierto
Con un dulce palpitar del corazón pensaba en una doble ración del frío vino tinto, en el jaibol y en la frescura de
la noche en el campamento. Sin embargo, pasaban las horas y no llegábamos. En el horizonte buscaba con avidez
la silueta del camión amarillo ... ¡Nada! ...
Al fin oscureció, llegó la noche. Miche no decía una palabra; su cara y la de los negros delataban angustia. ¡Estábamos perdidos! Al perseguir al grupo de antílopes nos
habíamos desviado abandonando la rodada del jeep. Después, queriendo cortar camino, nos desviamos y nos perdimos. Pasamos momentos de una gran preocupación. No
sabíamos qué tan lejos estaríamos del campamento y dos
cosas graves podían pasar: se nos acababa la gasolina o
alguna descompostura sufría el jeep. Nadie hablaba una
palabra como suele ocurrir cuando a un grupo de hombres
les invade un temor colectivo. Por mi parte, vinieron a mi
mente los más negros y dramáticos pensamientos. Recor-
365
ÁFRICA - 1959
dé un hecho verídico que venía al caso y ocurrió en un
safari africano: eran dos cazadores; uno de ellos se fue en
determinada dirección con dos huelleros negros en busca
de elefantes. Al principal huellero le llamaban Boy y al otro
Nangora; ambos regresaron al campamento, pero no así el
cazador Frank, quien había muerto de sed. El otro cazador,
a quien llamaré Tom, interrogó a Boy:
—”¿Dónde está tu patrón, el hombre blanco? —Está
muerto —contestó Boy—, el sol lo mató. [Luego relató lo
sucedido como sigue.] Después de dejar a usted. Mi patrón, Nangora y yo seguimos durante horas a un elefante
herido; pero al fin perdimos la huella; de regreso al campamento se nos cruzó una jirafa que, desde luego mi patrón mató, ordenando a Nangora que nos siguiera después
de cortar un buen trozo de carne. Mi patrón caminaba por
delante; pero no seguía, según mi entender, la dirección
correcta hacia el campamento. Aun cuando se lo hice notar, no quiso escucharme y sólo me contestó: Asi mola to
hah ho. [No es asunto tuyo o qué te importa] Así es que lo
seguí en silencio. Cuando empezó a oscurecer, mi patrón
disparó su rifle dos veces [señal convenida para pedir auxilio un cazador perdido], pero al no oír nada en respuesta
siguió caminando. Momentos después se oyeron unos gritos, contestamos y llegó Nangora con la carne y el agua.
El también se había perdido, pero se orientó cuando oyó
los disparos. Mi patrón tomó agua y me dio una poca. Entonces me ordenó que caminara por delante en dirección
al campamento. Yo le contesté que después de zigzaguear
toda la tarde tampoco sabía ya dónde estaba el campamento, y sugerí que mejor camináramos hacia el río con la
frescura de la noche. No me hizo caso, miró su compás y
caminó por delante. Más tarde volvió a disparar dos veces
y me ordenó que incendiara el pasto, cosa que hice. Entonces me dijo que dormiríamos allí, aunque pronto cambió de
idea. Nos levantamos y seguimos caminando. Anduvimos
hasta muy noche, siempre en dirección muy incierta. Yo le
dije que tomáramos por donde la luna se estaba ocultando
y así encontraríamos la vereda que iba al río. Tampoco me
hizo caso y resolvió que durmiéramos hasta el amanecer.
Por la mañana ya no teníamos una gota de agua. Otra vez
me ordenó lo guiara al campamento, pero yo le contesté
que no sabía dónde quedaba, insistiendo en que nos fuéramos por donde yo creía estaba el río. Él solamente soltó
una maldición, ordenando a Nangora tomara la delantera.
Después de un rato dijo que íbamos mal y volvió a caminar
por delante. Todo el día caminamos en dirección equivocada. Por la tarde mi patrón empezó a toser y a escupir grandes cantidades de sangre, caminando y descansando a
ratos, hasta que oscureció. Entonces se tendió en el suelo
y arrojó una gran cantidad de sangre. En esos momentos
me llamó y me dijo: Boy, me estoy muriendo; prende algo
de pasto y ponlo junto a mí de manera que pueda ver para
escribir. Después escribió sobre la culata de su rifle y sobre
su cinturón y me ordenó:
Toma este rifle, lIévaselo a Tom y dile que cuide de mis
carretas y otras propiedades.
Ya no volvió a hablar y poco después murió. Lo cubrimos con algunas ramas, y acto seguido Nangora y yo caminamos todo el resto de la noche llegando al río al amanecer.”
En la culata del rifle escribió Frank estas tristes palabras: I can not go any farther; when I die peace with all
[Ya no puedo seguir adelante, que la paz sea con vosotros
cuando yo muera]. Lo escrito en el cinturón no se pudo
descifrar.
Observemos que un solo día sin agua bastó para que
Frank perdiera la vida. De tremendos dramas como éste
está llena la historia de los desiertos y las selvas. Esta historia comprueba también la superior resistencia física del
negro.
Seguíamos, pues, perdidos en el desierto ... pero en
jeep y todavía con agua en las cantimploras. La única
orientación posible eran las estrellas. Seguramente fue lo
que hizo Miche, pero las estrellas no lo guían a uno en
dirección exacta. En planicies como las del desierto una
luz se ve fácilmente a 20 kilómetros. Nosotros no veíamos
nada, aunque estábamos seguros de que a esa hora por lo
menos una linterna y los faros del camión estarían prendidos para orientarnos. Finalmente, a las 9:30 de la noche,
con gran alegría, descubrimos a lo lejos una luz que para
nosotros fue como un faro en la tormenta. Hasta esos momentos volvió la tranquilidad al grupo. Prendí un cigarro,
tomamos grandes tragos de agua y comenzamos a hablar.
Media hora más tarde llegamos al campamento. Esa noche me tomé más de un litro de vino.
—Lo dicho —indiqué a Miche—. Mañana no nos alejamos más de una hora del campamento.
Todos con disentería
Al siguiente día no salimos temprano, había que revisar
el jeep. Mientras tanto, me enteré de la mala situación que
prevalecía en el campamento. Los pollos vivos se habían
acabado; ya no había limones ni naranjas, ni una verdura, ni nada fresco; sólo quedaban sardinas, cebollas, avena, leche en polvo y el vino tinto ... bueno, también harina
para hacer pan. Por si fuera poco lo mal que andábamos
de vituallas —no pregunté por qué no comíamos la carne
del addax—, yo era el único que se conservaba saludable.
Miche y todos los negros sufrían disentería y malaria. Yo
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ÁFRICA - 1959
estaba temerosísimo de caer enfermo. El campamento era
una tristeza, nadie reía ni platicaba.
El safari debía terminar. En tales condiciones ya sólo
faltaba cazar un addax. Lo intentaría uno o dos días más y
pondría fin al safari.
Creo que no me enfermé debido al cuidado que le doy
siempre a mi estómago durante los safaris: por la mañana un abundante plato de avena cocida, a la que agregaba azúcar y leche en polvo disuelta en agua; cápsulas de
vitaminas con sales minerales para compensar los malos
alimentos y seis tabletas de cloruro de sodio para evitar la
deshidratación producida por el copioso sudor seco.
Lo que más me abrumaba, atontaba y ponía de mal
humor era el tremendo calor, sin una sombra durante todo
el día, ni manera de descansar. Todo lo que tocaba ardía,
quemaba. Lo peor era como a la una o dos de la tarde.
A esa hora el termómetro llegaba a marcar hasta 50 grados C. a la sombra —la poca que daba el camión—. No
lo ponía directamente al sol, porque seguramente estallaría, pues la graduación sólo llegaba a los 50 grados. Pues
bien, a esa hora me sentía con ganas de bramar. No se
suda porque el viento, demasiado seco y caliente, absorbe
la humedad; porque las gotas desaparecen, se evaporan
antes de poder formarse; porque no se empapa la ropa
como en las costas o en los trópicos; no ... , en el desierto
se quema, se asa uno en seco y sólo queda la sal sobre la
piel. A esa hora también empieza el dolor de cabeza. Pena
sentía hacia los pobres negros que ya sólo les quedaba
para comer su maniac, un alimento muy popular entre los
negros de África, que no es otra cosa que harina hecha del
guacamote, fruto de raíz muy conocido en la Mesa Central
de México. Cuecen la harina y forman una masa que, para
ellos, es como para nosotros la tortilla de maíz.
Ese día salimos a las 12 en busca de mi segundo
addax. No lo encontramos. El día siguiente tuve mejor
suerte, pues encontramos a un grupo de cinco machos, y
aplicando mi sistema de tiro abatí uno sin mayor dificultad.
Fue mi último trofeo importante de caza entre la fauna del
desierto del Sahara. Por la noche tomé un buen baño.
Fue una noche muy oscura y en extremo silenciosa. El
cielo tachonado de rutilantes estrellas parecía estar más
bajo. ¡Que profundidad de pensamientos llegan a la mente
en esas noches únicas! Horas de espiritual comunión en
las que tenemos la sensación de que no estamos en la
Tierra sino en el espacio, a la mitad de un viaje al infinito.
Majestuosa soledad del desierto donde ninguna voz
rompe el silencio, ninguna visión rasga las tinieblas del cielo nocturno ni se proyecta una sombra sobre las inconmensurables y ardientes arenas.
Ya de regreso, con el estómago vacío, mis pensamientos se trasladaron a París ... ¡Qué desquitada me iba a dar
para recuperar los kilos perdidos!
Levantamos el campamento y emprendimos el regreso.
En el camino cacé otra gacela damma que se atravesó en
nuestro camino; más tarde, con un .22 que llevaba Miche,
tuve la suerte de matar al vuelo una abutarda menor y por
la noche nos la cenamos asada “al pastor”.
Cuando llegamos a Abéchér, el Land Rover marcaba un
recorrido de 5150 kilómetros desde que salimos de Bangui.
En Abéchér sólo estuve dos días esperando el avión
que debía llevarme a Fort Lammy. No me fastidié porque
todo un día pasé observando algunas costumbres musulmanas con motivo de la visita que hacía al lugar el sultán
de la región. Desde Bangui hasta Abéchér casi toda la población nativa o árabe es mahometana. La recepción al
sultán fue algo pintoresco y novedoso para mí. En las afueras del pueblo, a campo abierto, se levantaron dos grandes
tiendas tipo árabe, como las que usan los jeques en el desierto. En esas tiendas el sultán preside los respetos que
el pueblo musulmán le presenta. Desde las 10 a.m. empezaron a llegar grandes contingentes: a pie, en camellos y
en finos corceles ricamente enjaezados; después llegó un
grupo de jinetes con vistosos uniformes rojos, todos montados en briosos corceles “prietos enteros” y más tarde la
policía local vestida de gala para mantener el orden. Casi
todos los concurrentes vestían el usual sarval —largo ca-
367
ÁFRICA - 1959
El observar la gran
recepción ofrecida
por la población
árabe al sultán local,
fue mi despedida
de este safari.
misón blanco con o sin mangas su burga, especie de manto que cubre todo el cuerpo y cara, excepto manos y pies.
A las 11 a.m. se presentó el sultán y toda la gente se
hincó, como si estuviera en una mezquita, siempre viendo
hacia el oriente, hacia La Meca. Luego inclinó el cuerpo
hasta tocar el suelo con la frente. Se oyó un fuerte murmullo general ...
—¿Sabes lo que están diciendo? —pregunté a Miche.
—No, pero aquí mi amigo sí debe saber —se refería a
un amigo que nos acompañaba, e interpretó las siguientes
frases:
¡En el nombre de Allah, el benefactor, el misericordioso!
Luego se dejó oír una plegaria que ya había oído
en otra ocasión: Allah Akbar! Allah Akbar! la lIIahah la il
Allah,Mohammed Rassul Allah! [Grande es Dios, no hay
más Dios que Alá y Mahoma es su profeta.]
No esperé más. Me fui a recoger mi boleto de avión.
Ya en París se me esfumaron los días visitando galerías
de arte y museos. Abordé el jet para Nueva York y, durante
el vuelo, empecé a idear mi próxima cacería africana, cuyo
objetivo principal sería cobrar el gran kudu.
Resumen de caza
1 eland gigante de Derby
2 addax
2 órix cimitarra
3 gacelas Damma
2 gacelas Dorcas
Animales cazados para la cazuela: gallinas de Guinea,
corrigan, dorcas, oribi, duicker, avutardas, francolines y un
joven kongoni.
Recorrido en jeep: 5 150 kilómetros.
368
10
México
1959
Borrego del desierto
(cimarrón)
ban a punto de acabar con tan importante y noble especie.
Esa era la causa de mi fracaso en tres años.
(Ovis canadensis mexicana)
Caza del borrego cimarrón
en Baja California
Tres años consecutivos había intentado cazar el bo-
rrego cimarrón de Sonora, sin más suerte que haber visto
algunas hembras y algún macho joven después de recorrer un buen número de sierras. Ya era evidente la invasión
de cazadores furtivos estadounidenses, quienes, burlando
nuestras leyes, hacían vereda por Sonoita. La situación
era aún más delicada por los cazadores furtivos de nuestro
país, los que, abusando de la nula vigilancia oficial, esta-
Cambié de rumbo y, en 1959, otra vez acompañado
por Tito Ordóñez, me fui a Baja California en busca de tan
preciado animal. Era natural que tanto norteamericano
cruzara nuestras fronteras en busca del cimarrón, pues en
las sierras de Baja California fueron abatidos los mejores
ejemplares, incluyendo el récord mundial, cobrado por un
369
MÉXICO - 1959
Cazador, guías e impedimenta, encumbramos
la sierra en busca de borregos cimarrones.
nativo del lugar, marcando un score de 205 1/8 puntos;
el cuerno izquierdo midió 43 6/8 pulgadas de largo y la
base 17” de circunferencia —así han caído otros récords
mundiales, como el borrego de Marco Polo, también coleccionado. En resumen, para puntualizar la importancia
que merece el cimarrón mexicano, basta señalar que los
ocho primeros lugares en el libro de récords de América los
ocupan ejemplares de Baja California y Sonora; el primero,
segundo, cuarto, séptimo Y noveno cobrados en Baja California y el resto en Sonora.
No fue sino hasta 1936 que el expedicionario F. Carrington Weems, de Nueva York, en viaje de investigación
entró a Baja California y dio a conocer oficialmente a la
famosa institución smithsoniana de Washington la existencia y características de nuestro borrego cimarrón, registrándolo como una subespecie del Ovis canadensis bajo el
nombre de Ovis canadensis weemsi.
Esta vez, cumpliendo religiosamente con nuestras leyes de caza, obtuve el permiso correspondiente para cazar
un borrego. Llegamos a La Paz, donde alquilé un jeep y
tomamos la carretera que va al norte. En el kilómetro 257
torcimos a la derecha, pasamos los ranchos de La Bajada,
Palo Blanco, Rancho Viejo y Santo Domingo. Hasta allí pudimos llegar en el jeep, seguimos cuatro kilómetros a pie y
llegamos a San Jacinto, ranchito donde vive Pancho Martínez, a quien nos habían recomendado como muy servicial
y conocedor de la Sierra de la Giganta, famosa por sus
borregos salvajes.
Localizamos a Pancho y no tardamos en ponernos de
acuerdo. Él se encargaría de las bestias que nos llevarían
a lo alto de la sierra hasta un lugar que se llama El Paraje
de la Piedra donde acamparíamos. Los preparativos nos
tomaron un día y, al siguiente, bien temprano, guiados por
Pancho dos parientes suyos que viven en el Rancho de la
370
MÉXICO - 1959
Mi guía Pancho Martínez, intentó localizar
un buen trofeo.
Higuera uno y en el Rancho del Palomar el otro, montados en nuestros machos emprendimos la marcha cuesta
arriba.
Pronto me di cuenta de que la vegetación de esa extensa región de serranías de Baja California es más socorrida
por las aguas pluviales que las resecas tierras de Sonora,
en las cuales el cazador está obligado a llevar en tambos,
hasta el campamento, suficiente agua para bestias y hombres. La flora es variada aun en la época de secas; a excepción de los altos picachos, como el Cerro de la Giganta,
todo el campo se cubre de verde; abunda el torote, rama
parda, palo blanco, yuca, yerba jícama, garabatillo, quiote
de maguey, nopal, chuchupate, uña de gato, ocotillo, vinorama, palo chino, ejotón, viznaga y una variedad de espinos y cactos.
Siete horas duramos subiendo por un arroyo que nunca
se seca. Sentí no llevar mi escopeta para disfrutar tirándole a las miles y miles de huilotas que pasaban cruzan-
do nuestro camino. Finalmente, después de ocho horas
de encumbrar sobre nuestros machos, llegamos al paraje
donde acampamos a la orilla de un arroyo de fresca y cristalina agua. Bonito lugar, una hondonada protegida de los
vientos por la agreste sierra que la circunda. Estábamos
ya en terreno de borregos y poco faltaba para llegar a la
cumbre de la sierra; en adelante empezaríamos a pie la
clásica búsqueda del borrego salvaje, encumbrando, siempre encumbrando las escarpadas cuchillas, y confiando en
la fortaleza de nuestras piernas.
En la primera hora de ascenso me di cuenta de que
éste era más suave que en las sierras de Sonora, al menos
por la parte que nos guiaba Pancho en la inmensa cordillera que comprende la Sierra de la Giganta. En una hora
más llegamos a la cima, haciendo más fácil la caminata
hasta llegar a un lugar, el más alto, por el que inesperadamente se asoma uno al Golfo de Cortés, maravilla panorámica. Desde la altura se domina todo: el golfo al frente
371
MÉXICO - 1959
. . .iSe dibujaba la estampa del buscado cimarrón!
Se detuvo volteando la cabeza...
y, a mi espalda, las mil cumbres de la sierra. Allá abajo, a
la distancia, emergía del mar la isla Coronado, a la derecha; la del Carmen, a mis pies; al fondo de la escarpadura,
Puerto Escondido, y, pegado al puertecito, una pista para
avionetas.
Nuestra ventana está en la cima de esa formidable, inaccesible escarpadura, casi vertical, de 1 500 metros sobre el cercano mar; es una barrera que, en cierta forma,
protege a los borregos por ese frente.
Al llegar a la cima, sudando, medio cansado y al asomarme repentinamente al mar, me sentí tan pasmado y
embelesado con tanta belleza panorámica, tan diferente
por uno y otro lado, que vino a mi memoria la impresión
que debe de haber tenido Vasco Núñez de Balboa cuando
después de abrumadores esfuerzos y contratiempos cruzó
el Istmo de Panamá y descubrió el Océano Pacífico.
Ya en la cumbre no era necesario caminar mucho, pues
en la altura dominaba una amplísima extensión de sierra.
Lo duro eran las dos horas para subir y las dos para bajar
al campamento. La mayor parte del día me ocupé en escudriñar desde mi ventana natural las roquedades, cañones
y cuchillas, Sólo vi hembras y machos jóvenes, pero lo importante es que había borregos. Se pasó el día y en forma
parecida se fue el segundo. El tercero, a buena hora ya
estábamos en la cima. Cuando el viento frío de la noche
comenzaba a subir lamiendo la montaña, Tito y yo empezamos a ver con los prismáticos los recovecos y salientes
de la escarpadura. El lugar en que nos encontrábamos era
un poco sinuoso, con bastante vegetación típica de la sierra, al frente la escarpadura y el golfo, a mi espalda, a 80
metros, barrancones, y a mi derecha una faja de 300 metros de terreno casi plano.
Estando en la cima era lógico que buscáramos hacia
abajo, pero cansado del uso de los prismáticos se me ocurrió volver la vista a mi derecha. ¡Ahí, a 300 metros, parado entre unos ocotillos y matojos, se dibujaba la estampa
del, por cuatro años, buscado cimarrón! Abrí más los ojos,
aspiré una bocanada de aire y un chorro extra de adrenalina debe haber corrido por mi cuerpo. A duras penas pude
controlar la emoción que invadió mi sistema nervioso. El
animal no nos había visto. Ningún movimiento brusco hice,
estaba tirado pecho a tierra sobre las rocas. Con la mano
toqué a Tito, quien estaba a mi izquierda, señalándole el
borrego Tito, que es un señor cazador de cimarrones, se
puso pálido de emoción y sin contenerse me dijo: ¡Qué
borregazo Beni ... ándale ... suénale ... ! —No te muevas
372
MÉXICO - 1959
El autor con su primer borrego cimarrón del desierto.
373
MÉXICO - 1959
Ya con mi trofeo, contemplo desde lo alto de la Sierra de la
Giganta el bello espectáculo del Mar de Cortés.
—le dije en voz baja—, voy a arrimarme. Revisé la carga
de mi rifle y emprendí un corto acecho cubriéndome con
la vegetación y las sinuosidades del terreno; naturalmente
que por unos momentos perdí de vista a la presa, pero fue
cosa fácil encontrarme a 70 metros cuando el borrego, con
un trotecito lento, cruzaba a mi derecha. Hice un disparo
al descubrir y el animal dio la estampida; por instantes se
me perdía entre los espinos y la gobernadora. Pude hacer
otro disparo sin saber si había dado en el blanco; siguió
corriendo y, cuando ya estaba a 200 metros al borde de
una pedregosa y profunda barranca, se detuvo volteando
la cabeza, momento que aproveché para hacer mi tercer
disparo, que lo desplomó. Mi primer tiro fue alto, erré limpiamente; el segundo resultó bajo y el tercero dio tras la
paletilla cuando el animal estaba cruzado en ángulo.
En estos casos es muy frecuente que el cazador pegue
alto en un tiro a corta distancia: la rapidez, debida a las
circunstancias, nos hace tomar más mira de la indicada.
La cornamenta del animal no fue un récord, pero fue mi
primer cimarrón del desierto.
Tito Ordóñez no tenía permiso para cazar y sólo tuvo
la amable gentileza de acompañarme, de modo que, no
teniendo más qué hacer, nos despedimos de la Sierra de la
Giganta, pero no olvido las silenciosas tardes que pasé en
la cumbre disfrutando de los indescriptibles crepúsculos,
cuyos encendidos matices se reflejaban sobre el Golfo de
Cortés.
374
11
Alaska
1960
Iniciaré el capítulo insertando la siguiente historia mito-
El mito: “Una india del norte de Estados Unidos fue capturada por un oso Kodiak, la convirtió en una osa y la casó
con el hijo del oso jefe. Tuvo dos hijos que tenían el poder
de transformarse en seres humanos en el momento que
así lo deseara ... Finalmente, la madre osa, humana, fue
rescatada por su hermano y devuelta a su tribu”.
Mi hijo Benito me acompaña y debuta en Caza Mayor
abatiendo al carnicero más grande del mundo. El área elegida para la cacería está en el “quinto infierno”. La trágica muerte de Ward. Que del pecho se escape el corazón,
pero que no tiemble el pulso en el momento decisivo ... ,
el lance.
lógica del terrible oso Kodiak:
Entre las tribus aborígenes de Alaska y en otros lugares
de Norteamérica el terrible oso Kodiak es símbolo de autoridad, mando y poder de un jefe de tribu. En los mercados
se encuentran figurillas decorativas de este oso, erecto,
parado sobre sus patas traseras con los brazos abiertos,
amenazadores, mostrando sus largos y agudos colmillos.
A estas figurillas, así como a los grabados y dibujos, les
han dado el nombre de “Teddy bear”, como recuerdo del
recuerdo del poder y recio carácter del Presidente de Estados Unidos Teodoro —Teddy— Roosevelt.
375
ALASKA - 1960
De los más importantes representantes de la fauna
de Alaska me faltaba el gigantesco y temido oso Kodiak,
el carnívoro terrestre más grande del orbe, aunque también debe considerársele como herbívoro, pues gusta de
los blueberries, salmónberries y otras diversas moras que
abundan en las costas de Alaska. No hay oso con cabeza
más grande tanto en lo largo como en lo ancho, que es
la base para medir el score; su cráneo alcanza hasta 17
15/16 pulgadas de largo por 12 13/16 de ancho, que es el
récord mundial. Su altura máxima, parado sobre sus patas
traseras, alcanza 2.70 metros. Uno de los que abatimos
midió, ya disecado, 2.35 metros parado y la planta de sus
zarpas traseras 31 cm de largo. No era un récord, pues
para lograrlo es indispensable contar con la buena suerte,
mucha tenacidad y muchas cacerías. Lo que ocurre cuando se habla de récords es que existe entre algunos de los
guías profesionales un convencional y, por lo tanto, falso
sistema de medición, y de ahí tenemos los osos de más de
3 metros de altura. Honestamente, ningún oso mide más
de 8 pies y 10 pulgadas en posición erecta.
Cuando el guía le quita su rica piel a la bestia y todavía
calientita la extiende y mide en presencia del cazador principiante, deliberadamente la estira y entonces mide 15 o
más centímetros de lo correcto. Con el engaño halagan la
vanidad y los anhelos del cazador, quien se imagina llevará
a su hogar un señor trofeo de caza.
Quizá el trofeo de caza mayor que el aficionado a este
deporte tiene en mente es el gran oso Kodiak. Ese enorme e imponente plantígrado atrajo a Alaska a cazadores
de todo el mundo y ha probado su buen temple cuando
ha tenido que enfrentarse sorpresivamente a sus feroces
ataques a corta distancia entre la alta maleza, peor aún si
el oso ha sido herido o molestado. La hembra es temible
cuando la acompañan sus crías. Si en tales circunstancias
un cazador tiene la mala suerte de encontrarse accidentalmente entre la madre y los oseznos, aquélla atacará decidida e invariablemente.
Es sorprendente que estos gigantes, que llegan a pesar
700 kilos, sean tan pequeños al nacer, ya que sólo pesan
medio kilo y apenas miden 20 cm. Lo mismo ocurre con el
oso polar. El Kodiak, tiene su hogar más famoso en la península de Alaska, extendiendo su hábitat por toda la costa
hacia el sureste hasta Columbia Británica y de la península
hasta las islas Aleutianas. Desde luego que también en la
Isla Kodiak, famosa porque allí es donde se han cobrado
los ejemplares más grandes, inclusive el récord mundial.
La variedad de osos en Norteamérica se divide en nueve
grupos con unas 30 especies y subespecies, pero generalmente se les conoce y divide en tres grupos: el brown
o pardo, el negro y el grizzly. Este último, tal vez el más
feroz, tiene las subespecies más variadas. En cuanto al
oso polar, ocupa un lugar aparte; es el Ursus Maritimus,
que, como su nombre lo indica, es un oso semiacuático, un
formidable nadador y clavadista, tanto, que con facilidad
cruzaría el Canal de la Mancha o el Lago de Chapala, Jalisco. Su inmenso hábitat abarca todo el Ártico y subártico
que rodean al Polo Norte.
Desde el año anterior, a mi regreso de la doble cacería
que abarcó la India y África Ecuatorial Francesa, hice planes para cazar al oso Kodiak y ese mismo año le escribí a
mi ya conocido amigo Ward Carroll, que en mi cacería anterior me había dejado satisfecho con sus servicios como
guía, piloto y contratista, para que registrara el consabido
Booking a mi nombre y de mi hijo Benito para que en mayo
de 1960 fuéramos a cazar un Kodiak cada uno. Como condición le pedí que por lo menos me garantizara ponerme a
distancia de tiro de un ejemplar macho adulto; si lo dejaba
ir herido o erraba el tiro cesaba la garantía. Él aceptó. La
fecha se acercaba y todo parecía estar en orden cuando
recibí una carta del guía Perkins, comunicándome la triste
noticia de que Ward había muerto trágicamente durante
una cacería del oso polar en el Ártico. La carta decía así:
Anchorage, Alaska.
March, 1, 1960.
“Dear Mr. Albarrán:
“I find myself groping for adecuate words at this time
trying to convey to you what happened on February 19th
when Ward was fatally injured while Polar Bear hunting out
of Kotzebue.
“I have talked with one pilot who was flying on the same
scene and actually saw the accident; so we probably will
never know what actually did happen to cause the accident.
“This, of course, was a terrible shock to all of us who
knew Ward personally and I know it was to you also. Mrs.
Carroll and both children are doing very well at present time
and if you knew Mrs. Carroll personally as I am sure you
do, you can understand why she has be en able to stand
up under this ordeal.
“Being the remarkable person she is, you will understand why she wants to continue in the Guiding and Outfitting Business to a limited extent. I am going to asisst her in
every possible way just as I have worked with Ward for the
past seven years during which time I have met most of you
people on your trips North”.
Sincerely yours.
Maynard G. Perkins.
376
ALASKA - 1960
El estar acompañadas de sus crías, hace a la hembra
de oso Kodiak sumamente peligrosa.
La caza del brown bear es una de las más costosas
porque hay que buscarlo en el mes de mayo, cuando su
pelaje está en mejores condiciones, más largo, sedoso y
brillante y porque en ese mes no hay para cazar otro animal de importancia, a excepción del oso prieto, el cual no
abunda. Yo no vi uno solo. Así es que la cacería se reduce
a abatir un solo animal por cada montero. Pero valen la
pena las molestias, el alto costo y el largo viaje.
A Ward lo conocí en 1957 en Kotzebue, cuando hice mi
primera cacería del oso polar. Desde entonces hablé con
él respecto de mis planes para cazar en la península de
Alaska, ocupando sus servicios en 1958, los cuales me dejaron satisfecho. Por lo tanto, ya le había cobrado simpatía,
considerándolo como buen amigo.
La noticia de su trágica muerte me impresionó profundamente, más aún porque recordé que en 1953, cuando
terminaba los arreglos con “Safariland”, contratistas de
Nairobi, para llevar a efecto mi primer safari en África, ocurrió también una tragedia fatal. Ya estaba contratado como
cazador blanco a mi servicio el capitán Mark Williams, pero
recibí un cable informándome que había muerto trágicamente. Más tarde supe que se había suicidado en un hotel.
377
ALASKA - 1960
meridional, coronada por mil volcanes y surcada por glaciares milenarios que se extienden hasta 1 600 km dentro
del Océano Pacífico.
Islas Aleutianas significa Islas sin verano. Vaya nombre tan bien escogido. Islas desoladas y rocosas que se
extienden hacia el suroeste y luego tuercen al oeste hasta
no lejos de Kamchatka, Rusia. Islas que son la cuna de las
tempestades del Pacífico del Norte; ahí los vientos son tan
fuertes que se consideran como simples brisas si su velocidad no pasa de los 160 km por hora. Con frecuencia, entre
tormenta y tormenta, la niebla cubre la región.
Los aborígenes aleutas corresponden a una tribu asiática paleolítica que descendió por la costa de Alaska en época que se pierde en el tiempo y se estableció en las Islas
Aleutas. Por el año de 1800 la población aproximada era
de 25 000 habitantes, para 1960 sumaba 800 y actualmente los aborígenes puros de rasgos mongólicos no llegan a
100. Cuando a mediados del siglo pasado Alaska todavía
era territorio de Rusia, los rusos, navieros traficantes de
pieles de nutria de mar, mataron a la gran mayoría de los
nativos aleutianos.
El día 5 de mayo de 1960 partimos abordando nuestros aparatos en los que metimos todo el equipo volante
que incluía comestibles enlatados. Nito se fue en un Piper
piloteado por Ketchum y yo en el Apache de cuatro plazas
piloteado por Wood. Cruzamos la ensenada de Kook y no
tardamos en encontrarnos volando sobre los cañones que
forman las altas montañas cubiertas de nieve.
Los vuelos a baja altura, como buitres, siempre me
ponen en tensión nerviosa. Media hora duramos volando
para cruzar el imponente Clark Pass, un larguísimo cañón
de pesadilla; luego, el gran Lago lIiamna —lago que llaman
el hogar de los vientos— y a las dos horas de vuelo aterrizamos en la pequeña población de Dilligham, donde vi la
primera empacadora de salmón, que tiene fama de ser el
más exquisito del mundo. Allí pasamos la noche.
En lIiamna me dediqué a observar los rasgos característicos de los nativos, encontrando ya muy mezclada la
sangre de los aleutianos, particularmente con sangre rusa.
Vi algunas mujeres de piel blanca, pelo castaño, de baja
estatura, pómulos salientes y ojos marcadamente mongoles, como los de los esquimales, de origen mongol, que
cruzaron el Estrecho de Behring desde hace 12 000 años.
Dilligham está situada en las márgenes de la Bahía Bristol,
a donde llegaban en el siglo XVIII las embarcaciones rusas
en busca de las valiosas nutrias de mar. Hoy está prohibida
la caza o pesca de este mamífero anfibio, so pena de una
fuerte multa y cárcel.
A la mañana siguiente abordamos nuestros aparatos
para continuar el vuelo. Esta vez Nito y yo volamos juntos
Siguiendo a las valiosas nutrias de mar,
Ilegaron los cazadores rusos en el
siglo XVIII a las Islas Aleutianas.
Muerto Ward, su esposa Effie me aseguró que ella seguiría adelante con el negocio y, por consiguiente, cumpliría con nuestro contrato, informándome que ya tenía contratados muy buenos guías-pilotos y avionetas.
No sentí mucha confianza en la organización, pero me
dio pena desanimar a la viuda, quien se fajaba las enaguas
para luchar, y acepté sus servicios.
En esta ocasión mi hijo Benito, a quien llamaré Nito,
costumbre familiar, sería mi compañero de caza.
El 1o. de mayo nos encontrábamos en el aeropuerto de
la ciudad de México. Ahí estaban presentes, para despedirnos, Tito Ordóñez y su esposa, mi gran amigo el general
Ignacio Richkarday (q.e.p.d.) y su esposa Clarita, mi esposa Anita y un grupo de amistades.
Hicimos escalas en los Ángeles, en Seattle, y el día 3
aterrizamos en Anchorage. El 4 lo dedicamos a comprar
todo lo que nos haría falta en el campo y por la noche nos
reunimos con los pilotos y guías para que nos informaran
sus planes de caza. Allí estaban nuestros ya conocidos
guía Perkins, el piloto S. Wood y el guía piloto George
Ketchum (instructor de la Escuela Civil de Aviación de Anchorage), magnífico piloto con manos de seda, capaz de
aterrizar en la copa de un árbol.
El área escogida estaba situada a 950 km al suroeste
de Anchorage, entre Port Moller y Cold Bay; es decir, en
las Islas Aleutianas. La tierra se eleva en la cadena alpina
378
ALASKA - 1960
en el Apache piloteado por Wood, y dos horas después aterrizamos en Port Moller, que no es precisamente un puerto,
sino una ensenada, un centro pesquero que entrega su
producto —el salmón— a una importante empacadora allí
establecida. Hacía mucho viento y mucho frío y aunque la
temperatura sólo era de 5 grados centígrados sobre cero,
debido al viento y a lo nublado del cielo, sentíamos un frío
tan intenso como si estuviéramos en el Ártico. En tierra tan
hostil al hombre los salarios de los trabajadores de la empacadora eran muy elevados: un simple muchacho, no especializado, ganaba 3.70 dólar por hora de trabajo y gozaba, además, de buenos alimentos y cuarto gratis con aire
acondicionado, todo pagado por la compañía empacadora,
en contraste con los pescadores japoneses de salmón que
en el mismo mar de Behring ganaban un dólar por día. La
única diversión del hombre en dicho lugar era la lectura y el
trabajo, que sólo duraba la temporada de pesca.
En Port Moller se quedaría el avión Apache, pues ya no
sería útil para los vuelos siguientes, en que nada más los
pequeños Piper pueden aterrizar a la orilla de una playa
o en cualquier tramo de terreno de unos 70 metros más o
menos planos. Haciendo varios viajes se trasportó nuestra
ligera tienda volante; luego a Wood, a Perkins y a Nito, y
por último a mí. En veinte minutos de vuelo llegamos a
nuestro primer campamento. Aterrizamos en forma que me
pareció increíble, sobre una playa corta, pedregosa y con
una curva. El lugar se llama Heiden, en la costa, por el lado
del mar de Behring. Yo creo que Ketchum bien podría ser
un piloto cirquero.
El campamento era una cabaña de madera que una
vez al año, en tiempo de invierno, la ocupaba un trampero
de zorras. En una área de más de 100 km a la redonda no
vi una sola choza o habitante. Una total desolación. Había
en la cabaña una vieja y oxidada estufa de gas y algunos
muebles improvisados. De cualquier manera sería más cómoda que la tienda de campaña. Al oeste se extiende un
valle de unos 10 km circundado por montañas cubiertas de
nieve y raquíticos alerces y abedules, abundantes en las
faldas y colinas.
Mientras los compañeros arreglaban el campamento,
Benito frente a la difícil y peligrosa playa, donde increíblemente aterrizaron
las avionetas para llegar a nuestro primer campamento.
379
ALASKA - 1960
Nuestro campamento para cazar el oso Kodiak se instaló
en la destartalada cabaña de un trampero.
yo tomé mis binoculares 8 x 30 para estudiar y otear el
terreno. En un cerro, el más cercano, que no llegaba a la
categoría de montaña, descubrí un oso.
—¡Perk ... , ven acá, trae el telescopio! ¡Un oso! —grité. Con el telescopio de 20 poderes lo vimos mejor. ¡Vaya
... qué suerte! ¡Pocos minutos después de aterrizar y ya
había descubierto al primer Kodiak! El oso estaba a media
falda del cerro, cerca de unos manchones de nieve. Se
movía con lentitud buscando alimento.
—Parece de buen tamaño —expresó Perk—. ¡Vamos
por él!
Tomamos nuestros rifles, nos pusimos impermeables
—el día amenazaba lIuvia— y partimos. Perk y Wood también portaron sus rifles, pero les advertí que sólo los llevarían para su protección, que por ningún motivo, ni siquiera
en caso de un animal herido, dispararían contra un oso de
Nito o mío, pues no quería que se repitiera el caso de mi
primer elefante en África. Los dos guías prometieron seguir
mis recomendaciones.
Mientras caminábamos alegres y optimistas con nuestras altas botas de hule, pensaba que la caza del terrible
soberano de la península no sería difícil. ¡Qué equivocado
estaba yo!
Una hora de caminar en pastizal no muy alto y ya estábamos en la falda del cerro en forma de cono. No veíamos
a la bestia, pero estaba bien localizada. Luego, por el lado
izquierdo del cerro, vimos un cañón de interminables y altas montañas. Después de 15 minutos ya no me pareció
tan fácil la tarea. No obstante el frío, sudaba copiosamente
y el terreno, que desde el campamento me pareció fácil
hasta ahora se presentaba escabroso y duro.
Salvo escasos claritos, el monte era cerrado; abedules
de más de dos metros de alto formaban un tupido breñal
entre alerces y grueso pasto. ¿Y el oso que había visto a
medio monte cerca del límite de la vegetación? ¡Anda, vete
oso! Por ningún lado lo descubrí, ni siquiera sus huellas: se
había escurrido: Seguimos encumbrando hasta llegar a la
380
ALASKA - 1960
cima desde donde, con ayuda de los prismáticos, escudriñamos metro por metro dos profundos e imponentes desfiladeros. Todo fue inútil. Resolvimos regresar al campamento. Esto nos había de ocurrir. más de una vez: descubrir un
oso, caminar dos o tres horas y llegar al lugar cuando ya el
temible animal sabe Dios dónde y a qué distancia estaba.
Es que el Kodiak, lo mismo que el oso polar, no huye por
temor, sino que camina mucho, kilómetros y más kilómetros por montañas, cañones, valles y ríos, deteniéndose en
cualquier lugar solamente para comer o dormir su siesta en
un paraje de su agrado. El único enemigo de tan poderoso
animal es el hombre.
Ya en el campamento, un poco desalentado por nuestro
duro “paseo”, me enteré, al calor de la ineludible fogata,
que nuestro guía-piloto Ketchum había presenciado el accidente y trágica muerte de Ward en la fatal cacería en
el Ártico. Creo que le interesará al lector, pues es uno de
los tantos dramas que suelen suceder en el deporte de la
cacería. Llamé a Ketchum para que me relatara detalladamente la tragedia.
“La cosa ocurrió así —empezó Ketchum—. Como tú sabes, es costumbre en la caza polar volar en parejas de dos
avionetas. Despegamos en Kotzebue, enfilando rumbo al
norte. Ward piloteaba su Super-Cub, llevando su cazador,
y yo mi Piper, también con mi cazador a bordo. Así volamos 150 millas sobre el congelado mar de Chuckchi buscando huellas de oso. Encontramos una y la seguimos. Yo
volaba a baja altura para ver mejor y Ward, para descansar, volaba más alto. En marzo hay mucho mar abierto a lo
largo del Estrecho de Behring y enormes bancos de hielo
a la deriva. Encontramos al oso en uno de esos témpanos
que medía unos 1,000 metros de largo por 300 de ancho, aproximadamente. Casi en medio se había formado
un crestón de dos metros de alto que, como una barrera,
dividía en dos el gran témpano de hielo. Otros es de menor
altura, a uno y otro lado, difícil aterrizaje. Busqué el tramo
plano más conveniente y aterricé, quedando mi cazador y
yo a un lado del crestón grande y del otro el oso. Ward empezó a volar a baja altura, haciendo círculos de tal manera
que «arreara» al oso a nuestro lado. Cuando inesperadamente ocurrió el accidente.
“Todavía a la fecha no sabemos con exactitud qué fue lo
que ocasionó la tragedia, pero supongo que cuando Ward
pasó muy cerca del crestón, su cazador, emocionado, sin
darse cuenta, pisó uno de los pedales que hacen funcionar
el timón del Piper y éste se clavó estrellándose en el hielo.
Esto creo, porque siendo Ward un magnífico piloto, de tan
larga experiencia, no se concibe que cometiera un error de
principiante, Tan es así que, aun muerto, lo encontré agarrando firmemente el bastón de mando de la avioneta en
el último y desesperado esfuerzo por evitar el accidente.”
Tan pronto como se dio cuenta, Ketchum corrió, voló al
lugar del accidente, olvidándose del oso, sólo para encontrarse con el doloroso espectáculo de dos cadáveres. Los
dos hombres, piloto y cazador, habían muerto instantáneamente. Sólo se logró sacar del destrozado Piper el cadáver
del cazador y lo metieron en un sleeping-bag. Pero no fue
posible hacer lo mismo con el cuerpo de Ward, quien quedó prensado por el aparato.
Las avionetas Piper son muy estrechas, apenas si hay
lugar para el cazador, el piloto, los rifles, las bolsas de
dormir, la gasolina de repuesto que se lleva en botes de
20 litros y las indispensables raquetas para caminar sobre la nieve, objetos de los que no debe prescindirse en
la cacería polar por si uno se ve obligado a pasar la noche
a la intemperie. Por eso no hubo lugar en la avioneta de
Ketchum para llevar el cadáver del cazador muerto, así es
que, como ya era tarde, optó por regresar con su cliente a
Kotzebue y volver a la mañana siguiente con otros aviadores para rescatar los dos cadáveres.
Varios aviadores, tanto de Kotzebue como de Point
Hope, se prestaron voluntariamente a volar en sus avionetas al lugar del trágico accidente, pero la fatalidad se ensañó en esos dos infortunados, porque por más que buscaron en el área nunca encontraron ni cadáveres ni avioneta.
Durante una semana cinco aparatos de la Fuerza Aérea, además de los voluntarios, estuvieron buscando inútilmente. El banco de hielo había desaparecido o se lo había
tragado el mar.
Otra versión de las causas del accidente es que Ward,
después de dar varios círculos en su avioneta, intentó aterrizar por el lado donde estaba el oso, haciendo un incomprensible viraje en ángulo y que tal vez una ala de la avioneta tocó el alto crestón.
Esa tragedia confirma mi aseveración de que en las cacerías de Alaska es más grande el peligro de los vuelos
que el de enfrentarse y abatir a los osos polares o Kodiaks,
pero con los pies firmes ya sea en la tierra o en la nieve.
Incidente que por poco acaba
con nuestra cacería
Ketchum porfiaba en hacer funcionar una vieja y oxidada estufa abandonada, aparentemente inservible. Nito y yo
estábamos metidos en ropas menores dentro de nuestros
sleeping-bag, muy calientitos, pensando en los Kodiaks,
cuando oímos que Wood gritaba:
-iFuego! iFuego! iSalgan inmediatamente! Eran las 9
p.m. Ver las llamas y salir corriendo fue todo uno; no alcancé más que a coger mi rifle. Afuera helaba, la temperatura
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ALASKA - 1960
estaba bajo cero, con un frío que mordía. Al instante estábamos tiritando, nos castañeaban los dientes y nos temblaba todo el cuerpo; de un momento a otro esperábamos
explotara el depósito de gas de la estufa y volara en llamas
la pequeña choza con todos nuestros enseres. Nito y yo,
mudos, nada podíamos hacer.
iMaldita sea! Sólo había una cubeta con agua, que usábamos en los quehaceres culinarios.
Ketchum salió corriendo para sacar el extinguidar de la
avioneta que estaba a 60 metros. El fuego se apagó. i Bendito sea Dios! Pero si se hubiera incendiado la cabaña con
toda nuestra ropa y equipo, tal vez no habríamos muerto
de frío pero de menos hubiéramos pescado una pulmonía
y hubiera terminado la caza antes de empezarla.
Una vez pasado el susto, todos nos reímos y recomendamos a Ketchum olvidara su habilidad de mecánico y no
tocara más la endemoniada estufa.
Durante dos días no pudimos salir debido a la tenaz
lluvia y fuertes vientos. El 8 de mayo no mejoró, pero fastidiados del encierro salimos a echar una ojeada, sin lograr
ver nada.
camas con pasto seco y, una vez ordenado el campamento, Nito y Ketchum hicieron un vuelo de reconocimiento.
Casi una hora después regresaron con la buena noticia de haber visto, al parecer, un Kodiak. Nos señalaron el
lugar, que se ‘veía desde el campamento, al otro extremo
de la bahía, en las estribaciones de las montañas, en una
estrecha faja plana cubierta de un chaparral de mimbrerales. Calculamos que en dos horas a pie podríamos llegar al
lugar. La marea estaba alta y no había manera de acercarnos un poco en la Piper.
Nito estaba impaciente por iniciar el acecho a pie. Hicimos los preparativos correspondientes y emprendimos la
caminata. Wood le serviría de guía a Nito, quien iba armado
con mi rifle .375 H Y H, Y Perk iría conmigo. Yo llevaba mi
rifle .30-06, también H y H, calibre inapropiado para abatir
tan poderoso animal; pero había planeado darle a Nito la
oportunidad de cazar el primer oso con mi mejor rifle.
Caminamos a lo largo por toda la playa, el mar a la
izquierda, a la derecha algunos trechos planos y, al fondo,
la cadena de montañas. El viento helado era tajante, mi
nariz no dejaba de gotear como si sufriera un muy molesto
catarro crónico. ¿Consecuencia del incendio de la choza?
Seguro. A las dos horas de caminar aprisa ya estábamos
muy cerca del lugar en que el oso había sido localizado.
Ketchum se había quedada en el campamento, así es que
Nito sería el que señalaría el lugar. Sin embargo, el terreno
estaba tan boscoso que no sería fácil ver al peludo como
sucedió desde el aire. Nito tenía una idea de donde más o
menos estaría el Kodiak, siempre y cuando no se hubiese
movido y enseguida expliqué mi plan de acecho.
Nito y Wood se irían por el lado de la montaña, ascendiendo un poco por la falda hasta aproximarse al arroyo.
Perk y yo seguiríamos de frente por la playa hasta llegar
por el otro lado del arroyo; luego ascenderíamos un poco
por la montaña para irnos aproximando al arroyo. Pensé
que si el oso nos sentía. trataría de encumbrar por uno
de los dos lados del cañón que había a nuestra derecha,
a unos quinientos metros, en cuyo fondo corría el arroyo
y así sería relativamente fácil verlo a distancia de tiro y
ejecutar el lance; lo haría el cazador a quien le tocara en
suerte, ya fuese a Benito o a mí.
Los osos, las cabras y los borregos salvajes casi siempre buscan su protección cuando son molestados, encumbrando los roquedales o montes por los lugares más inaccesibles.
Siendo ésta la primera vez que Nito probaría las emociones de una cacería de altura, consideré conveniente
darle algunos consejos:
-Si lo vés, no hagas tu primer disparo a muy larga distancia; arrímate que, además de la sabrosa emoción del
Nito tumba su Kodiak
En mayo 9 aclaró un poco y decidimos cambiar de
campamento a un lugar llamado Port Herendeen. Es una
caleta, casi bahía, pero no es puerto ni vive por ahí una
sola alma. Estábamos más al oeste, del lado del mar de
Behring, pegados a Cold Bay. Por el nombrecito el lector
puede imaginarse la baja temperatura que prevalece en el
lugar.
Ketchum aterrizó milagrosamente en una playa pedregosa e inclinada como todas las playas, como puede apreciarse en una de las ilustraciones de este libro, por una
parte, estaba limitada por la falda de una montaña cortada
a tajo y, por la otra, por una extensa curva que terminaba
contra un acantilado. Tal era nuestra pista de aterrizaje,
sólo útil cuando la marea estaba baja.
El campo de acción era muy semejante al que habíamos abandonado. Una planicie de altos pastos rodeada,
la más amplia, por montañas con nieve y por un bra?o del
mar de Behring.
No usamos la tienda de campaña, pues a pocos metros de la playa, encontramos una reducida, vieja, destartalada y quejumbrosa cabaña, ocupada en algún invierno
por tramperos de zorras. Dentro encontramos utensilios de
madera que en el campo se usan para dar a las pieles
una preparación rudimentaria de tenería antes de que se
sequen.
Como quiera nos las arreglamos improvisando nuestras
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¡Vaya suerte la de mi hijo Nito!, el oso Kodiak que
abatió fue un magnifico ejemplar
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peligro, asegurarás dar en el blanco; apunta, si está cruzado, a lo que llamamos hombros; a la paletilla y al corazón
si está de frente. No te precipites, apunta bien y suelta con
calma tu primer tiro que es el que más cuenta; pero sigue
disparando aunque lo veas rodar. No te confíes.
-Bien, pap, no te preocupes. iY buena suerte por si te
toca a ti verlo primero!
Después le dije a Wood:
-Dame media hora para llegar a ese acantilado y entonces empiezan a caminar ustedes.
El plan se siguió al pie de la letra. Cuando ya me encontraba a 100 metros del arroyo no me había sido posible
descubrir a Nito ni alosa. Nos detuvimos a escudriñar el
terreno y minutos después vi a Nito, quien metido en la
breña ascendía el monte dirigiéndose al arroyo. No descubrí a Wood. Luego, isorpresa!, vi que Nito encaraba su rifle
apuntando monte arriba; oí la detonación y segundos después otro fogonazo, pero esa vez apuntando monte abajo.
El segundo disparo me dio la seguridad de que Nito había
abatido la pieza. El oso se había movido, no estaba donde
suponíamos, en el denso mimbreral, sino en la falda de la
montaña, en tupida maleza.
Nunca vi al oso cuando Nito le disparaba. iEsos maldecidos mimbrerales y arbolillos de poca talla me lo habían
impedido! Corriendo y saltando entre matojos y rocas acudí al lugar con la ansiedad natural de ver y medir las dimensiones del codiciado trofeo de caza mayor, único objetivo
del safari. Eran las 4 p.m. del 9 de mayo de 1960. Nunca
había visto a mi hijo Nito más feliz y risueño. Creo que en
ese momento no se cambiaría por nadie en el mundo; ahí
estaba junto a su magnífico ejemplar de Kodiak, primera
bestia peligrosa que abatía. Lo había descubierto a unos
250 metros en las estribaciones de la montaña. Wood le
sugirió que desde ahí tirara, pero él, Nito, siguió mis consejos, se arrimó con las precauciones debidas y su primer
disparo lo hizo a unos 70 metros. El animal rodó monte
abajo, levantándose al instante, pero Nito disparó su segundo plomazo y ya no hubo necesidad de un tercero.
El plantígrado resultó ser un magnífico ejemplar con
piel muy fina, limpia, de pelo sedoso, largo y con una -enorme cabezota, que, ya en el campamento, medido el cráneo
limpio, conforme a las siguientes marcas y según el sistema del Boone and Crockett Club, fue de 16 12/16” Y 10
8/16”, con score total de 27 4/16”. iSuerte de muchacho!
Su primer trofeo de caza mayor fue un formidable Kodiak
que con el oso polar se disputa el primer lugar como el
omnívoro más grande del mundo. En su bautizo de caza
mayor, Nito lo hizo bien, no se atolondró y tiró con rapidez
y puntería su segundo disparo.
Tomamos las fotos de rigor, lo felicité con un abrazo de
alternativa y siguió la tarea de quitar la copina. Lo mandé
disecar de cuerpo entero.
Como dato interesante señalaré las medidas del récord
mundial del oso Kodiak y del oso polar:
Oso pardo o Kodiak. Récord mundial: 30 12/16”Cráneo
17 15/16”-12 13/16”.
Oso polar. Récord mundial: 28 12/16”-Cráneo 17
13/16”-10 15/16”,
Como notará el lector, la diferencia es de sólo 2 pulgadas y se debe a que siéndo el oso polar un gran nadador
y buceador, tiene un cráneo aerodinámico, mucho más
angosto comparado con el Kodiak de 2 pulgadas más de
ancho. Cinco días transcurrieron para abatir al primer oso.
Ahora me tocaba mi turno.
El Kodiak de Cold Bay
Era el 10 de mayo de 1960, día de las madres, y sentí
no tener la oportunidad de enviar un telegrama a mi esposa Anita. Pero en cambio le llevaría una bonita piel de oso
para su recámara, si lo mataba.
Mañana alegre, uno de esos pocos días en que el sol
brilla en aquellas tristes y gélidas soledades del Ártico.
Debíamos aprovecharlo. Subí a la avioneta con Ketchum,
tomando rumbo a la isla Cold Bay. Durante varias horas
estuvimos en el aire cruzando glaciares, altas montañas,
lomas, planicies y ríos. Fija la mirada, como los pilotos de
rescate que buscan en el mar a los supervivientes de un
naufragio, escudriñábamos todos los recovecos del terreno. De vez en cuando una exclamación:
-iAllá, George!... Allá a la derecha... i Un oso!
George volaba en círculo a muy baja altura y luego simplemente contestaba:
-Chico.
Así vimos cuatro osos, pero ninguno lo suficienemente
bueno para que ameritara el lance.
Ya en la tarde, de regreso al campamento, un tanto desanimado y cansado de tantas horas de incómoda posición
en la avioneta, descubrimos un oso adulto que seguramente buscaba salmones en un río no muy lejos de la playa.
Nos pareció de buen tamaño. Buscamos en la playa un
sitio para aterrizar, maniobra nada fácil, pero lo logramos
dando tumbos la avioneta. Iniciamos en seguida el acecho. En 40 minutos de caminar muy aprisa cruzamos dos
lomas pelonas, luego seguimos por colinas con vegetación
y barrancos de poco fondo. Debíamos de estar cerca de
la pieza; lo presentía: con alegre corazón regresaría con
mi oso al campamento. No hubo suerte. Seguramente que
con el ruido del motor, cuando volábamos sobre él, se perturbó y se alejó. Con mejor suerte hubiéramos aterrizado y
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Benito observa en nuestro salón de trofeos
el tamaño impresionante de su oso Kodiak.
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El oso Kodiak es posiblemente el omnivoro
más grande del mundo.
le hubiera disparado a buena di’stancia desde la orilla del
río. Seguimos buscando, pero se había esfumado.
Volvimos a la avioneta, nos elevamos, buscamos y
allá... en lo alto de un monte descubrimos al condenado
peludo, todavía en movimiento, encumbrando. Imposible
volver a la playa para acecharlo a pie, en terrenos tan difíciles de andar como son todos los de Alaska. Ya era tarde
y no alcanzaríamos a ese oso en movimiento. No teníamos
tiempo.
Resolvimos regresar al campamento. iQué lástima!
Ciertamente esos gigantes tan perseguidos por el hombre
son más escasos de lo que yo me imaginaba; la isla Kodiak es el lugar más famoso. Ahí han nacido los ejemplares
más grandes, pero a la vez es el lugar más explotado; por
eso escogimos una zona más lejana, dura, hostil y solitaria, donde ni las cucarachas suelen vivir y. sin embargo, en cuatro horas de vuelo. tiempo en que cubrimos una
extensión de terreno en el que no bastaría un mes para
recorrerlo a pie, sólo vi un solo Kodiak adulto. Los víveres
empezaban a escasear.
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Al día siguiente continuó la mala suerte: dos horas de
vuelo sin ver nada. Ni un buitre, sólo mi catarro seguía tan
fiel como un noble perro.
iQué “mala pata” tengo en algunas cacerías!
El 12 de mayo, después de siete días sin éxito para mí,
amanecí con un fuerte doble catarro, peor y más molesto
que un castigo chino. iNada más eso me faltaba! Aunque
era de esperarse. Como continuamente estaba lloviendo
o lloviznando y, ademas, por si fuera poco, teníamos fríos
y cortantes vientos cruzados. unos del mar de Behring y
otros por un costado del Océano Pacífico. El campo siempre mojado nos obligaba a usar las altas botas de hule y
protegernos de la lluvia usando el impermeable. A causa
de todo eso, por falta ,de transpiración y circulación del aire
bajo nuestras ropas, a poco andar, a pesar del frío exterior,
mi cuerpo sudaba, pero en cuanto nos deteníamos unos
minutos a descansar sentía que rápidamente me enfriaba.
Eso produjo el catarro. Cosas de las cacerías.
Por la mañana me sentía muy quebrantado, dolorido,
sin ánimo de salir. Le pedí a Ketchum saliera con Nito. Si
tenía suerte y caía otro no importaba, yo tenía un permiso
especial para cazar un Kodiak extra. Regresaron media
flora después, comunicándome que habían visto un oso
un poco lejos, que si quería yo intentar; pero me sentía
mal, sin ganas de caminar, me dolían todos los huesos; ya
no era una simple constipación. Resolví que se fueran a
buscarlo Nito y Perk. El resto del grupo nos quedamos en
el campamento. A las 2 p.m. me dijo Ketchum:
-Si quiere iremos a dar una vuelta en la avioneta, rumbo
a donde cayó el primer oso, a ver si encontramos algo.
La invitación era tentadora. Pensé en mi resfriado, en
lo molesto que me sentía. pero también en que cada día
costaba 3000 pesos (de aquellos pesos) y ... ial diablo con
catarros tan costosos! ¡un cazador aguanta esto y más! No
regresaría al hogar sin mi Kodiak.
tancia y le hice notar que estaba muy lejos, porque de allí
haríamos no menos de dos horas y media a pie para llegar
a donde estaba el oso y tal vez para entonces ya no estaría en el lugar. Además, necesitaríamos otras dos horas y
media para volver a la avioneta y ya era tarde.
-Mejor busca un lugar más cerca.
-Es que la marea todavía está alta; no puedo aterrizar
en playa más cercana -eran las 3 p.m.-, replicó George
Ketchum.
-¿A qué hora baja la marea?
-Dentro de una hora.
-Pues entonces vamos ahora mismo a aterrizar donde
tú quieras y esperaremos a que baje la marea. Será mejor.
El plan propuesto fue aceptado y aterrizamos con dificultad cerca de donde habíamos acampado dos días antes. La avioneta dio dos tumbos que me pusieron los pelos
de punta, pero George era un señor piloto y pudo controlar
su Piper. Clavamos un palo en la playa marcando el oleaje
y esperamos. Me sentía impaciente, los minutos me parecía siglos.
A las 4 p.m. observamos la estaca clavada e la arena:
el oleaje se había alejado y nosotros levantamos el vuelo.
Hicimos un reconocimiento; ahí estaba mi oso, seguramente dormía y también su ángel guardián, en medio del
varejonal, cerca de cañón. Aterrizamos en la playa a unos
500 metros del lugar. La dirección del viento era favorable,
debía acercarme por donde Nito mató su oso.
No tardamos en llegar a las estribaciones de la montaña, a poca altura, y tuvimos que ascender más para descubrir a la bestia.
-Por ahí debe estar -decía George señalando un lugar.
-A lo mejor ya se nos fue -le advertí.
Llevaba mi rifle consentido .375 con miras abiertas en
“V”, con el seguro quitado y el dedo en el llamador, listo
para un encuentro inesperado, como me ocurrió con un
oso grizzly en agosto de 1958. Pasaron diez minutos de
tensión sin notar el menor movimiento.
-Mira, George, se está haciendo tarde, mejor vete al
otro lado del cañón, subes un poco la montaña y cruzas el
arroyo. Si descubres al oso me haces seña y entonces me
reuniré contigo. Mientras tanto, yo sigo a la expectativa por
si acaso sale asustado, alarmado por el ruido que hagas al
caminar por el breñal; su oído es muy fino y podría sentirte.
¿Sí?
La señal convenida no se hizo esperar. Desde su nueva
postura, al otro lado del cañón, George descubrió que el
animal estaba echado, todavía durmiendo el muy ... Poco
después me reuní a George, me indicó el lugar y vi, entre
lo más denso del chaparral, un manchón oscuro, aunque
no podía precisar la posición del animal; debía esperar. La
En situación muy comprometida
liquido mi Kodiak
Acepté de no muy buena gana, pero resuelto Nos elevamos en la avioneta que pocos minutos después cruzaba
los picos de las montañas que dan al suroeste.
Debíamos buscar por la costa, cerca de las playas, que
eran el único lugar donde podríamos aterrizar.
Llevábamos una hora de vuelo cuando descubrimos
un oso en el mismo mimbreral en que Nito mató al suyo.
La bestia no se movía, seguramente dormía su siesta en
lo más tupido del boscoso mimbreral. Buscamos un lugar
donde aterrizar y George señaló uno en un suave pastizal,
más o menos plano, pero lej,os del oso. Calculé la dis-
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distancia era de unos 150 metros.
Aguardé con la vista fija en el lugar y tenso todo el cuerpo. Finalmente, se movió y pude verlo. iLo vi enorme! Dio
lentamente unos pasos mientras yo lo encañonaba con mi
rifle, pensando que no se me escapada, pero los pocos pasos que dio sólo sirvieron para cubrirlo quedando prácticamente invisible. iEsos condenados mimbrerales! Pasaron
15 minutos de intensa ansiedad sin quitar la vista del lugar.
¿Por qué diablos no me quedé en el campamento evitando
este sufrimiento? Mi catarro seguía fiel y molesto, mis nasales eran copioso drenaje, mis ojos lloraban.
Así transcurrían mis pensamientos. Se hacía tarde.
-Asciende un poco más la montaña a ver si lo descubres -indiqué a George.
Un frío tajante, con viento, empeoraba mi situación y,
para colmo de males, arreció una menuda llovizna que calaba los huesos. El cielo estaba encapotado y yo encanijado. Cosa rara para un cazador de hueso colorado, pero
esta vez me cansé de esperar.
No aguanté más; me pareció ver que las puntas de unas
mimbreras se movían y decidí hacer un disparo avénturado. Seguramente a la detonación saldría la bestia asustada, dándome oportunidad de verla, aunque tendría que
disparar rápidamente al descubrir; un tiro rápido con buena
dosis de suerte era el único riesgo que tomaría. Pero son
tan listos, tan inteligentes algunos animales, que éste no
se movió. Ya creía que se me había escurrido por alguna
parte burlándose de mí y de pronto vi que un arbusto se
movía y segundos después salía el oso disparado por el
lado izquierdo. En menos de 5 segundos le disparé tres
tiros y se perdió de vista.
-iCreo que le pegaste! - me gritó George desde su sitio.
Yo no estaba seguro, aunque ése es el tipo de tiro que
siempre practico antes de salir a mis cacerías: disparos rápidos a diferentes distancias sin bajar el arma del hombro,
la mira abierta, en “V” cuando se trata de terreno boscoso y
cerrado. Usar telescopio en estos casos es perder rapidez
en los tiros debido a la percusión del rifle que hace perder
de vista al animal por un instante precioso.
Me quedé viendo por el rumbo probable que tomaría
el oso. Poco después vi que allá, a unos 400 metros, en
lo plano, pegado al monte, se alejaba perdiéndose en otro
breñal de sauces chaparros.
George y yo bajamos corriendo hacia lo plano. Ya ni los
huesos me dolían.
-Lo voy a seguir -le dije un tanto agitado y
emocionado.
-Bien, pero mejor me voy a elevar en la avioneta y haciendo círculos te señalaré el lugar en que lo vea.
El plan me pareció atinado y seguí solo. Pronto encon-
tré un rastro de sangre en las varas de los matorrales a una
altura de menos de un metro del suelo.
Un salto de alegría dio mi corazón al tiempo que analizaba mi situación: tenía que seguir y hacerle frente a un
gigante herido en terreno boscoso y debía hacerlo pronto,
pues no tardaría en oscurecer la tarde.
Por el color de la sangre y por la altura en que la encontré deduje que el animal estaba bien pegado, prueba de
ello era que no encumbraba el monte como generalmente
lo haría un oso no herido, pero ... el peligro era evidente:
un simple zarpazo de sus enormes garras sería suficiente para mandarme al otro mundo. Si tan sólo fuera más
temprano, lo buscaría con más calma, seguiría su rastro
esperando a que se desangrara; pero no había tiempo que
perder, así es que seguí caminando con la inquietud y temor naturales en esos casos.
Vi elevarse la avioneta y luego hacer círculos. iOtro
vuelco de alegría diomi corazón! Ya no sentí el catarro, ni
el cansancio, ni el miedo; sólo pensaba y deseaba encontrarme pronto con mi peludo.
Con las precauciones debidas, cartucho cortado, quitado el seguro del rifle y cubriendo con mi mano derecha el
guardamonte para evitar que una vara o rama diera contra
el gatillo y el arma se disparara, caminaba pelando el ojo
por todos lados. En terreno tan boscoso no podía ver a
más de 15 metros. La avioneta volaba un poco alto debido
a la proximidad de la montaña y los círculos que trazaba
eran tan amplios que no podía yo localizar con precisión
el lugar donde estaba el oso. Caminé un kilómetro con el
alma en la boca hasta que la avioneta ya volaba sobre mi
cabeza, entonces trepé por un montículo tupido de breña y
arbustos para intentar ver mejor.
Cuando George volaba sobre mi cabeza, con un brazo
colgando, señaló un lugar. Me di cuenta que había dejado
atrás al oso, que tal vez había pasado muy cerca de él.
Desde el montículo escudriñé el terreno, pero nada descubrí; volví sobre mis pasos y finalmente, después de un
buen rato, en lo más boscoso y a unos 30 metros, vi una
mancha oscura. Instantáneamente encaré mi rifle y disparé
al tiempo que la formidable bestia herida intentaba, al parecer, una carga. No le di tiempo: la bala dio en pleno blanco
vital. Una vez más mi .375, rifle por el que tanta confianza’y
cariño siento, no me falló y dejó inmóvil al bruto.
Sin quitar del oso la mira de mi rifle esperé un momento, precaución que, en mi opinión, todo cazador debe tomar, pero mi Kodiak estaba bien muerto. Me sentí feliz.
Con este plantígrado tan codiciado completaba la más importante y famosa pareja de osos: el oso polar y el oso
pardo o Kodiak.
-No tenemos tiempo de quitarle la copina -dijo George
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cuando llegó a mi lado, felicitándome-; de lo contrario tendremos que pasar la noche en el campo; mejor volvemos
mañana. En media hora más las nubes cubrirán la cima de
las montañas y no podremos volar a ciegas.
No había alternativa y acepté de mala gana. Menos mal
que estaba en una zona donde, al menos en esos días del
año no había lobos que acabaran con mi Kodiak.
A la mañana siguiente George voló al lugar, desnudó al
oso y llevó piel y cráneo al campamento.
Fue un día de éxito y felicidad, aunque de los más sufridos que he vivido en mis numerosas cacerías internacionales: resfriado, quebrantado todo el cuerpo como si me
hubieran dado una soberana paliza, lluvia, frío infernal, catarro, lágrimas de sal, angustia, tensión, temor,. ¿por qué
no confesarlo?; temor del corto tiempo que me quedaba;
temor,en fin, de perder mi Kodiak herido, que seguramente
moriría ignorado en algún lugar del monte.
Sólo mi profunda afición de cazador y mi personal decoro en estos lances me hicieron seguir adelante.
Tal vez sea mala suerte, el caso es que algunos de mis
grandes trofeos de caza, ya sean de Asia, África o América, me han costado muchos sudores, pero por esa misma
causa me han dejado recuerdos inolvidables. Cada vez
que visito nuestro salón familiar de trofeos de caza vuelvo
a vivir y a gozar los felices momentos de los muchos años
ya idos en los que tanto disfruté de mi más profundamente
querido y sentido deporte ... LA CAZA.
George tenía razón, apenas llegamos a tiempo para
cruzar los picos de las montañas que ya empezaban a cubrir las nubes.
Cuando llegamos al campamento eran las siete de una
tarde nublada, lluviosa y fría.
Sin intentar establecer comparaciones con famosos exploradores y alpinistas, con corredores de autos, etc., en
las grandes cacerías se requieren largos meses de preparativos generales -me estoy refiriendo a los safaris de hace
20 años; actualmente, el espíritu deportivo en el arte cinegético ha declinado muchísimo-, luego el largo viaje y, ya
en el terreno de acción, estar en muy buenas condiciones
físicas y dispuesto a sufrir las fatigosas caminatas, la sed,
el frío, el calor, el hambre, los insectos y mil contratiempos,
para que a fin de cuentas todos esos preparativos y esfuerzos culminen en unos pocos segundos de gran emoción, si
se tiene suerte al enfrentarse a la bestia peligrosa, pero...
iqué gloria son esos instantes tensos, supremos y llenos
de satisfacción íntima cuando de un tiro bien puesto se ve
caer a la pieza tan deseada! Porque en la montaña o en
el corazón de !a selva o en el desierto no habrá quién nos
aplauda o nos chifle si erramos el tiro.
Dos días después abandonamos esas desoladas y lejanas tierras en donde nunca vi lobos o buitres.
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