1 Oscurantismo Psicoanalítico: Nietzsche y el Culto a las

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Artículo publicado en la “REVISTA CAREONTE: Psicología, Psicoanálisis y Cultura”, del Grupo Careonte, organizador de congresos
nacionales e internacionales de psicoanálisis, Facultad de Psicología, Universidad Andrés Bello. Junio 2002, Nº1, Edición de 3000
ejemplares, auspiciada por Librería Olejnik.
Oscurantismo Psicoanalítico:
Nietzsche y el Culto a las Apariencias Difusas
Con el propósito de abrir espacios para la comunicación entre áreas de estudio tan
emparentadas como son el psicoanálisis y la filosofía contemporánea, este escrito intenta
encarar, desde la perspectiva de El Nacimiento de la Tragedia, primera obra de Friedrich
W. Nietzsche, las presunciones de neutralidad metafísica presentes en la teoría y práxis
psicoanalítica. Del mismo modo, en el curso del estudio que aquí presentamos, se busca
reivindicar los motivos más profundos para el particular atractivo estético que ejerce el
psicoanálisis y su posicionamiento privilegiado dentro de la generación de nuevas
estructuras de valoración.
La metafísica y el arte como discursos trasmundanos:
La interpretación tradicional de El Nacimiento de la Tragedia, frente a la cual buscaremos
tomar distancia aquí, puede resumirse brevemente: El joven Nietzsche, en un primer
período, en el cual aun se encuentra influenciado por el Romanticismo alemán,
representado por las figuras de Arthur Schopenhauer y Richard Wagner, formula una teoría
estética en la cual el arte deviene la única verdadera vía de acceso a una realidad
fundamental, a un trasmundo que dé sentido y realidad al mundo de las apariencias en el
cual vivimos a diario. “Sólo como fenómeno estético”, según la célebre formulación del
escrito sobre la tragedia, “están eternamente justificados la existencia y el mundo”1. Es
bajo este marco que los trabajos de Nietzsche, quien era entonces profesor de filología
clásica en Basilea, toman dirección hacia el problema del arte griego, y en especial a su
forma suprema: la tragedia ática. Este predecesor del teatro occidental habría nacido de la
unión de dos formas de arte anteriores y de dos impulsos psíquicos fundamentalmente
1
Nietzsche, Fridrich, El Nacimiento de la Tragedia (NT), 1871, trad. Andrés Sánchez Pascual, Alianza
Editorial, Madrid, 2000, § 5, p. 66.
1
disímiles, los cuales Nietzsche engloba bajo la tutela, por un lado, de Apolo, luminoso dios
olímpico, y, por el otro, del oscuro dios de los cultos mistéricos: Dioniso.
Según esta interpretación, la dicotomía Apolo-Dioniso es la oposición entre las bellas
apariencias, el orden, la claridad racional, y aquél mundo más difuso, oscuro, irracional que
subyace a las apariencias primarias. En términos artísticos lo apolíneo se asocia a la
escultura, y la poesía épica, expresiones figurativas que privilegian lo monumental,
ordenado, inmutable e individuado, mientras lo dionisíaco remite, por sobre todo, a la
música y la poesía lírica, del todo no-figurativas, desindividuadas, fluyentes y caóticas. Es
de nuestra opinión que la teoría psicoanalítica, ávida de grandes aliados, ha apropiado esta
distinción, no sin fuertes bases textuales, para comprenderla como una expresión
primigenia de la fuerza inconsciente oculta tras las apariencias conscientes; cómo el engaño
de lo aparente y la certeza en lo que le subyace, sea cual sea la escandalosa verdad
pulsional.
El problema, tal cual se plantea en El Nacimiento de la Tragedia, se encuentra en la
capacidad del arte trágico para exaltar en el espectador un sentimiento que rebasa los
límites de la expresión figurativa, racionalizable, dando señas hacia una unidad superior,
hacia una verdad que trasciende toda apariencia. La explicación de este fenómeno, que
constituye la sublimidad de la tragedia, está en su origen histórico, esto es, en su ligazón a
las fiestas extáticas en honor a Dioniso. Sería por medio de la música, arte dionisíaco y nofigurativo por antonomasia, que, en éstas celebraciones de Grecia Arcaica, los entusiastas
extáticos se sentían trasladados a la conciencia de una terrible y caótica “unidad
primordial”, más allá del propio mundo de ficciones y bellas apariencias “claras y
distintas”. Desde esta sobrecogedora conciencia modificada, a la vez dolorosa y placentera,
los entusiastas, viéndose a sí mismos transformados en sátiros, seres originarios que vibran
aunados con el corazón de la naturaleza, habrían sentido, una vez más, el influjo de Apolo,
quien daba lugar a una nueva y más profunda apariencia. Apolo aparece, entonces, como el
dios salvador, que busca enmendar el dolor desmembrador producido por la terrible
conciencia de la ilusoriedad de la propia existencia individual. Esta nueva apariencia, es el
extraordinario mundo luminoso del escenario donde, a pesar de la claridad y esplendor
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apolíneos, cada personaje, cada situación, cada máscara, lleva atada a sí una “cola de
cometa” profunda e indescifrable, producto de su herencia dionisiaco-musical.
La era del más grande esplendor trágico (las obras de Esquilo y Sófocles) habría sido, para
Nietzsche, aquella en que el impulso dionisíaco y el apolíneo se encontraban equiparados,
donde Apolo daba una forma escénica a las insoportables intuiciones místicas de Dioniso.
Sin embargo, el fin de esta armoniosa convivencia de deidades tan opuestas se daría muy
pronto, debido a la influencia de un demonio del todo nuevo. Este nueva e incontenible
fuerza que aparecía en el mundo griego, representa la sobredimensión de las exigencias
apolíneas de claridad racional y mesura ética. Aquél demonio tomaría forma definitiva con
el modelo antropológico del pensador, encarnado en la persona de Sócrates y de sus
diversos seguidores. La exacerbación de todo el aparataje racional que se presentaba en el
famoso “partero de Atenas” lo llevó a condenar todo cuanto fuera instintivo en la tragedia,
viéndose reflejada su influencia sobre Eurípides, ultimo de los grandes tragediógrafos, a tal
punto de arraigar en él la voluntad de abandonar los influjos mísitico-dionisíacos de la
tragedia, para formular una estética consciente y racional, que diera claridad
unilateralmente apolínea, sobretodo a los problemas éticos de la narración. Así, Eurípides
exilia a la música del arte trágico y, en tanto, crea una obra de tipo ajedrecista, donde las
compensaciones de los pecados de cada personaje funcionan por una recta medida de
intercambio económico, quedando todos los cabos atados, en un relato carente del sentido
misterioso y profundo que cada personaje tenía en la tragedia antigua, para la cual ellos
eran todos una nueva encarnación de la inescrutable “unidad primordial” que simboliza
Dioniso mismo en su infinito ciclo de muerte y resurrección.
Una vez contextualizados en las directrices tradicionales de interpretación, podemos
empezar la tarea de releer o de desconstruir los aparentes aires metafísicos del texto y ver el
juego de ilusiones que contiene su argumentación. En efecto, sugerimos aquí un modo de
leer a Nietzsche que lo aleja de la metafísica dogmática, o de un realismo metafísico, para
aproximarlo más a una comprensión de la metafísica como componente necesario de
cualquier articulación cultural. La metafísica nietzscheana es, por tanto, a la vez una teoría
acerca de la necesidad antropológica de la metafísica, como un reflejo que llena el vacío de
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esta misma necesidad. Quizás las palabras de Nietzsche mismo puedan aclararnos un tanto
su particular concepción de la necesidad de ilusiones metafísicas, sea que estas se
enmascaren bajo la forma del arte, la ciencia o el oscurantismo místico:
“Es un fenómeno eterno: mediante una ilusión extendida sobre las cosas, la ávida voluntad
encuentra siempre un medio de retener a sus criaturas en la vida y de forzarlas a seguir
viviendo. A éste lo encadena el placer socrático de conocer y la ilusión de poder curar con
él la herida eterna del existir, a aquél lo enreda el seductor velo de belleza en el arte, que se
agita ante sus ojos, al de más allá, el consuelo metafísico de que, bajo el torbellino de los
fenómenos, continúa fluyendo indiscutiblemente la vida eterna: para no hablar
de las
ilusiones más vulgares y casi más enérgicas aún, que la voluntad tiene preparadas en cada
instante. Aquellos tres grados de ilusión están reservados en general sólo a las naturalezas
más noblemente dotadas, que sienten el peso y la gravedad de la existencia en general con
hondo displacer, y a las que es preciso liberar engañosamente de ese displacer mediante
estimulantes seleccionados.
De esos estimulantes se compone todo lo que nosotros
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llamamos cultura.”
Dejando de lado el lenguaje aristócrata de Nietzsche, vemos como, en su lectura, las
ilusiones culturales, llámense ciencia socrática, arte apolíneo o metafísica dionisíaca, nos
sirven para dar sentido a la propia existencia, para creer en la vida y mantenerse en ella. El
solo pensamiento de la carencia de trasmundos, sean de ideas claras y distintas, de
imágenes construidas en busca de un placer escapista, o de oscuras intuiciones de unidad y
fundamentación (por muy oscilantes e irracionales que sean), evoca el terror más grande
posible al ser humano: el temor al vacío, que Nietzsche denomina “horror vacui”. Es
condición de la vida humana el crear estructuras de sentido, valorar todo aquello con lo que
entramos en contacto, pues, como se ha dicho ya, preferimos “querer la nada antes que no
querer”.
Estética y Epistemología, Institución y Decadencia:
De acuerdo a lo anterior, Dioniso no puede ser más que una particular forma de máscara
apolínea, esto es, la ilusión de un origen natural, más allá de todo lenguaje figurativo y de
2
NT, § 18, p. 145. Las cursivas son nuestras.
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toda individualidad.
Esta ilusión, sin embargo, permanece dentro del reino de las
apariencias, sin posibilidad alguna de un basamento epistemológico inamovible. Si vemos,
por tanto, que no existe una verdadera posibilidad gnoseológica u ontológica de privilegiar
una forma de valorar el mundo por sobre otra, sin encontrarnos ya valorando desde un
paradigma particular ¿Cuál es el sentido de generar una teoría sobre lo apolíneo y lo
dionisíaco?
¿Por qué prefiere Nietzsche una forma de engaño por sobre otra? ¿Por qué
buscar “consuelos metafísicos” en lo oscuro por sobre lo claro?
Los motivos de la elección nietzscheana, pueden solo provenir, a nuestro parecer, de
elecciones estéticas y no epistemológicas. Este es el sentido que damos a la “justificación
estética del mundo”, no aquél que entiende a la estética como una vía de acceso a algo
fundamental, sino como el instrumento de elección entre una gama de ilusiones con una
pretendida radicalidad epistemológica.
El valor estético que subyace al texto de El
Nacimiento de la Tragedia es el rechazo de lo decadente, estancado, monótono en
privilegio de lo emergente, rupturista y sobrecogedor.
La individuación y la
racionalización nacen de un impulso afirmador de la vida, mas, desde el momento en que la
individuación deja de entenderse como mera metáfora, esto es, como arte, deviene
institución, y por tanto, signo de decadencia. Para Nietzsche es necesario encontrar una
suerte de “justo medio” entre la pura y monstruosa indeterminación de nuestra facultad
representativa y el anquilosamiento dogmático de la metafísica.
Ese medio que se
mantiene agazapado en el límite de la indeterminación es el arte trágico, antes de su
momificación en las manos de la decadencia racionalista y dogmatizante.
La tragedia simboliza una forma de vida que es a la vez capaz de desenvolverse
creativamente, partiendo de ciertos supuestos culturalmente establecidos, y de percatarse
del hecho de que éstos sean, también, conjeturas que deben ser puestas en cuestión para
irlas modificando, a pesar de que no exista ninguna pretensión de alcanzar un “punto
arquimídeo” que las justifique a todas. Para Nietzsche, entonces, lo fundamental no es una
u otra apariencia, sino el espacio que las separa, la búsqueda insatisfecha, la capacidad de
creer en toda visión, a la vez que no se cree en ninguna, como en un largo juego de
pantomimas. La imagen que usa puede remontarse a otro filósofo, que también habría de
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ganarse el epítieto de “oscuro”. Nos dice Nietzsche que la búsqueda dionisíaca está en el
“placer primordial de la construcción y destrucción por juego del mundo individual”,
“como la fuerza formadora del mundo, comparada por Heráclito el Oscuro, a un niño que,
jugando, coloca piedras acá y allá para construir montones de arena que luego derriba.”3
Las apariencias difusas como medio de transvaloración
Nietzsche, en efecto, nos llama a una comprensión más lúdica del mundo, a no tomarnos
tan en serio lo que hemos instituido con la fuerza discursiva de palabras como “verdad”,
“fundamento”, “bien” o “mal”. Este es el juego que, muy a menudo, está presente en sus
escritos, especialmente en El Nacimiento de la Tragedia, donde se permite, por un lado,
comprometerse con un determinado discurso metafísico, y, por el otro, deslegitimarlo por
constituir solo otra fantasmagoría necesaria para justificar la existencia. En este sentido,
nos parece necesario entender al psicoanálisis del mismo modo que cualquier otro discurso
crítico del pensar metafísico (incluido el nietzscheano), como una necesaria contradicción
performativa, en este caso, como un discurso que busca negar todas las apariencias, siendo
él mismo otra apariencia.
Dentro de la teoría nietzscheana, sin embargo, existe un valor agregado a este quehacer
contradictorio (sea el psicoanálisis o la metafísica dionisíaca), en cuanto pone énfasis sobre
apariencias poco evidentes, que atentan contra el uso social corriente y el estatus quo de la
estética y los valores predominantes.
El carácter difuso, oscuro, desagradable, que
proyectan los temas de estudio del psicoanálisis permite opacar las convicciones más
evidentes de nuestro actuar “racional” y verlo bajo la luz de su carencia de basamentos
firmes. El psicoanálisis, como teoría y como práxis analítica, funciona como una cuña con
la capacidad de desarticular paradigmas e instituciones que, en su enorme esfuerzo por
afirmar la vida – dándole sentido y matrices valorativas – han terminado por constreñirla
hasta detener su sano flujo. El planteamiento del inconsciente como entidad originaria e
irracional permite tomar distancia frente a las múltiples apariencias que nos generan
ansiedad, ya que explica nuestra desadecuación a las estructuras de valor vigentes, pero al
3
NT, § 24, p. 188.
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mismo tiempo, el psicoanálisis corre el riesgo de perder su carácter metafórico, volviéndose
una supuesta verdad empírica, una fijación metafísica.
El Nacimiento de la Tragedia se erige como un monumento en contra de la dogmatización
de las distintas fuentes de valor.
El psicoanálisis, en su sombra, debe ser capaz de
entenderse a sí mismo como un discurso metafísico, pero también como sólo una
posibilidad entre una gran diversidad, y en tanto, abrirse a una diseminación de
perspectivas sobre el mundo, donde él es solo una perspectiva. La advertencia esta dada
para no creer en la verdad de la no-verdad, sino apreciar el elemento creativo de cada
verdad, a la cual hemos de entender en términos nietzscheanos como:
“Un móvil ejército de metáforas, metonimias, antropormorfismos, en breve, una suma de
relaciones humanas que han sido realzadas, trasladadas, adornadas poética y
retóricamente, y que tras un uso largo le parecen a un pueblo firmes, canónicas y
obligatorias: las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son, metáforas
que han sido desgastadas por el uso y que han perdido su fuerza sensible, monedas que
han perdido su efigie y sólo pueden ser consideradas como metal y ya no como
monedas.”4
La más grande salud nace, para Nietzsche, al momento de ver cuan oscuro era lo que
nosotros habíamos entendido como “claro y distinto”, pero al mismo tiempo cuan luminosa
fue la creatividad que lo generó. La valoración de una determinada manifestación cultural
pasa a ser, entonces, producto de su capacidad creativa y no de una supuesta “verdad”,
entendida como adecuación entre la realidad y el intelecto. En otras palabras, el valor
deviene fundamentalmente estético y no gnoseológico. En concordancia con esta nueva
comprensión, el psicoanálisis se transforma en un instrumento privilegiado para poner en
jaque las precomprensiones de una determinada estructura de valor, pero no debe, en tanto,
devenir la matriz teórica desde la cual crear una nueva serie de dogmas, sino que debe
mantener una cierta actitud distante, casi ingenua, frente a sus fundamentos
epistemológicos. Debe ser capaz de dejar de poner valor en “consuelos metafísicos” de
4
Nietzsche, Friedrich, Sobre Verdad y Mentira en Sentido Extramoral (1873), Trad. Pablo Oyarzún, Sin
Publicación.
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corte trasmundano y aprender “el arte del consuelo intramundano”5, esto es, la risa: la
constatación jubilosa de la ilusoriedad de todo intento de fundamentación. La voz que
pondrá en su lugar a todo aquél escapismo metafísico habrá de resonar sólo unos diez años
después de la publicación de esta primera obra de Nietzsche. Aquella voz será la de
Zaratustra en su búsqueda de una afirmación de la vida que no se postergue a ningún
trasmundo:
“Zaratustra el bailarín, Zaratustra el ligero, el que hace señas con las alas, uno dispuesto a
volar, que hace señas a todos los pájaros, preparado y listo, bienaventurado en su ligereza:
Zaratustra el que dice verdad, Zaratustra el que ríe verdad, no un impaciente, no un
incondicional, sí uno que ama los saltos y las piruetas: ¡yo mismo me he puesto esa
corona sobre mi cabeza! Yo mismo he santificado mis risas. A ningún otro he encontrado
suficientemente fuerte hoy para hacer esto.
Esta corona del que ríe, esta corona de rosas: ¡a vosotros, hermanos míos, os arrojo esta
corona! Yo he santificado el reír; vosotros hombres superiores, aprendedme - ¡a reír!”6
Bibliografía:
1. El Nacimiento de la Tragedia, introducción, traducción y notas de Andrés Sánchez
Pascual, Alianza Editorial, Madrid, 2000.
2. Sobre Verdad y Mentira en Sentido Extramoral, trad. Pablo Oyarzún, Sin
Publicación.
3. Así Habló Zaratustra, trad. Andrés Sánchez Pascual, Alianza Editorial, Madrid,
2001.
4. PORTER, James, The Invention of Dionysus, An Essay on The Birth of Tragedy,
Stanford University Press, Stanford, California, 2000.
5
NT, Ensayo de Autocrítica, p. 36.
Nietzsche, Friedrich, Así Habló Zaratustra, Trad. Andrés Sánchez Pascual, Alianza Editorial, Madrid, 2001,
Cuarta Parte, Del Hombre Superior, § 18, p. 399.
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