IX. La determinación de la elección

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IX. La determinación de la elección
1. Contrastes entre la elección y otros
modos de determinación
La capacidad de prever o anticipar el futuro es lo que principalmente distingue a la inteligencia de otros atributos mentales. Las sensaciones y las emociones siempre son experimentadas
como inmediatamente presentes; el apetito se
siente como una tensión hacia un objetivo todavía no realizado, pero, sin otras facultades mentales, no puede prever su propia satisfacción; la
memoria trata obviamente con el pasado. La verdadera provincia de la inteligencia constructiva
es el futuro; y desde el punto de vista de un animal luchando por sobrevivir en un mundo peligroso, el único valor de conocer el pasado es que
provee una línea de base para echar un vistazo al
futuro. En un estado avanzado de desarrollo, la
inteligencia puede encontrar su mayor satisfacción en reconstruir el pasado, como lo hacen el
historiador o el geólogo, o en descubrir las leyes
intemporales de la naturaleza o del pensamiento,
sin interesarse por las consecuencias prácticas.
Pero la ciencia aplicada mide su éxito según su
habilidad para predecir y controlar los eventos
por venir; e incluso aquellos para quienes el conocimiento de la naturaleza es muy preciado en
í mismo, no dejan de reconocer que la predicción exitosa es una de las pruebas más fuertes de
la validez de sus interpretaciones; pues la predición precisa es imposible sin la comprensión.
Esta inclinación consciente hacia el futuro,
esta percatación de los eventos por venir, es una
de las novedades más importantes que la vida
trajo al mundo. No tenemos razón para creer que
los cuerpos inorgánicos, como las rocas y los minerales, o los vegetales, o incluso los animales
más sencillos, estén de alguna manera interesados por el futuro; de manera tal que sus movimientos y otras actividades están determinados
únicamente por el pasado y el presente. Pero la
inteligencia engendró una nueva forma de determinación, mediante la cual el futuro adquirió una
voz en su propia creación. En su momento, por
fin, el fenómeno de la elección apareció sobre la
Tierra. No necesitamos decir "libre elección",
pues en esa expresión hay cierta redundancia.
Mientras podamos elegir, somos libres, en el sentido corriente de la palabra. Cuando lo analizamos, el concepto de libertad nos lleva a algunos
de los problemas metafísicos más confusos, que
pueden discutirse con mayor beneficio en otras
relaciones. Por elección queremos decir la habilidad de seleccionar entre dos o más alternativas,
presentes o imaginadas, basándose en sus propios
méritos intrínsecos, y sin referencia al problema
del indeterminismo o libertad de la voluntad.
No es difícil establecer un criterio para la
elección. Si sometemos cualquier cuerpo inerte a
dos fuerzas atractivas de igual magnitud, como
un fragmento de hierro expuesto a los polos del
mismo signo de dos imanes similares, se moverá hacia adelante siguiendo una línea que biseca
el ángulo formado por sus direcciones. Si una de
las fuerzas es mayor que la otra, el cuerpo avanzará siguiendo una línea que lo acercará a la mayor atracción, de una manera que puede determinarse construyendo un paralelograma de fuerzas; pero no se moverá directamente hacia la
atracción más poderosa como si la otra estuviera
Rev. Filosofía Univ. Costa Rica, XXXVIII (95-96),141-156,2000
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ALEXANDER
totalmente ausente. Hace mucho, Thomas Knight
demostró que la gravitación y la fuerza centrífuga tienen efectos similares sobre retoños y raíces
sensibles en crecimiento. Cuando las raíces positivamente geotrópicas de una planta recién nacida se ataban a una rueda giratoria, de manera tal
que fueran expuestas simultáneamente a estas
dos fuerzas, crecieron en una dirección determinada por su resultante física. Un retoño verde que
recibe luz de dos fuentes, separadas por un ángulo de algo menos de ciento ochenta grados, se inclinará en una dirección que biseca este ángulo si
las intensidades son iguales; pero si son desiguales se inclinará hacia la luz más fuerte en la medida en que su intensidad exceda a la de la segunda fuente. Bajo circunstancias correspondientes,
un minúsculo crustáceo o un protozoario que nade libremente, y positivamente fototrópico, tomará un curso intermedio entre las dos fuentes de
iluminación. Los organismos que se comportan
de esta forma tratan de orientarse de manera tal
que los dos lados del cuerpo reciban intensidades
idénticas de luz, calor, o cualquier cosa que dirija sus movimientos.
Pero los animales equipados con órganos
más perfectos de sensación, que proveen imágenes claras de los objetos que se esfuerzan por seguir, no adquieren tales compromisos entre incitaciones en competencia. Al principio pueden vacilar entre ellas, pero como regla, finalmente se
dirigen directamente a una u otra, un fenómeno
que quienes estudian el comportamiento llaman
"telotaxis". Los filósofos, devanándose los sesos
al respecto del problema del libre albedrío, acostumbraban preguntarse si el asno de Buridan, colocado con precisión justo en el medio de dos
atados de heno exactamente idénticos en tamaño
y fragancia, se moriría de hambre en su sitio, como un peso muerto halado por dos resortes extendidos con igual tensión, dada la imposibilidad
de preferir uno de los tentadores atados y no el
otro. Teóricamente, tal destino infeliz puede esperar a alguna criatura más humilde gobernada
por tropismo s que cayera en una dificultad similar; aunque incluso en este caso antes de que pasara mucho tiempo las oscilaciones o los movimientos azarosos la llevarían tan lejos de la posición de perfecto equilibrio que se vería más fuer-
F. SKUTCH
temente conducida hacia una atracción que hacia
la otra, escapando así del impasse. ¿Pero puede
alguien que conozca a los burros dudar que el asno de Buridan rápidamente iría hacia un atado de
hierba, lo devoraría, y que si aún se sintiera hambriento se volvería hacia el segundo?
La posibilidad de seleccionar una de entre
varias atracciones en competencia, implica la capacidad de liberarse uno mismo de la influencia
inmediata de las otras. Por lo tanto, toda elección
involucra una decisión, o el abandono de respuestas alternativas. Cuando reflexionamos sobre nuestras propias elecciones deliberadas, a
menudo es difícil decir si la aceptación de una alternativa o el rechazo de las otras fue el rasgo
prominente de la acción. Seguimos el segundo
método cada vez que arribamos a una elección
mediante un proceso de eliminación. Pero sea
cual fuere la ruta mediante la que se realiza una
elección, esta capacidad de responder a una o dos
atracciones prácticamente equivalentes, como si
la otra no existiera, distingue la elección de todos
los modos de reacción puramente mecánicos, e
incluso de los tropismos de los organismos más
simples. Desde la perspectiva del neurólogo, la
premeditación y la elección se hacen posibles
gracias a la interposición -entre los nervios aferentes y eferentesde un laberinto de canales
que permite que una descarga nerviosa siga rutas
alternativas, y de alguna disposición que admita
respuestas diferidas en lugar de inmediatas ante
estímulos externos. Tal disposición existe en animales cuyo comportamiento es ampliamente instintivo, pero no es funcional en el caso de los puros tropismos.
Frente a tres o más atracciones en competencia, la elección difiere todavía más notablemente de la respuesta mecánica que cuando se
ofrecen sólo dos alternativas. Supóngase que estoy llamado a elegir entre A, B, C Y D, todas las
cuales me seducen fuertemente, pero de las que
sólo puedo tener una. Si elijo A, es porque me
atrae más poderosamente que B, C o D, tomadas
individualmente. Pero sus fuerzas combinadas
de atracción, supondremos, exceden en mucho la
de A; así que si pudiera tener las tres, no vacilaría en tomarlas en lugar de A. En el momento en
que tomo la decisión, las alternativas rechazadas
LA DETERMINACIÓN
quedan en la misma categoría y parecen actuar
juntas, oponiéndose al objeto preferido, casi como si estuvieran todas en mi lado izquierdo, y A
sola en mi lado derecho. En cualquier sistema de
determinación puramente mecánica, es imposible para un cuerpo moverse hacia una única fuerza atractiva que esté en oposición a la suma mayor de un número de fuerzas individualmente
más débiles. Para damos cuenta de qué tan difícil puede ser elegir entre múltiples atracciones,
sólo necesitamos observar a las mujeres tratando
de seleccionar un vestido o una pieza de tela estampada en una tienda bien provista.
Es necesario distinguir la elección no sólo
de los tropismos de los organismos más simples
y de los modos de respuesta de los sistemas mecánicos, sino también de otros métodos para determinar las actividades en seres inteligentes como nosotros. Pues de ninguna manera todas
nuestras acciones, incluso aquellas potencialmente bajo el control de la voluntad, están precedidas de un acto de elección. A menudo nos
movemos por impulso, por hábito, por la fuerza
dominante de alguna personalidad imperiosa, o
por el impacto de alguna situación apremiante.
En todas esas ocasiones actuamos irreflexivamente, como si nos viéramos impelidos por el
pasado en lugar de atraídos por el futuro. Mientras actuemos en alguna de estas formas, no sentimos que estemos construyendo
libremente
nuestro futuro. Puede hacerse una excepción en
el caso de los hábitos, los cuales a menudo se desarrollan deliberadamente
como resultado de
una elección pasada; sin embargo, mientras los
sigamos irreflexivamente nuestra acción está determinada por el impulso del pasado y no por la
atracción del futuro.
2. Facultades mentales involucradas
en la elección
Nos vemos alentados por la promesa del futuro incluso cuando elegimos entre objetos o situaciones inmediatamente presentes, aunque tal
vez sea un futuro alejado apenas uno o dos momentos. En efecto, si estuviéramos perfectamente satisfechos con la relación existente entre esos
DE LA ELECCIÓN
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objetos y nosotros, no nos sentiríamos inclinados
a elegir. Si el asno de Buridan pudiera haber satisfecho su hambre mediante la contemplación de
los dos atados de heno desde un punto intermedio entre ellos, entonces no hubiera tenido incentivo alguno para elegir uno u otro. Pero esta elección era vitalmente necesaria para él, y al hacerla determinó una nueva relación entre él y los
atados; en lugar de clavar la mirada sobre ambos
tomó posesión de uno, dejando el otro, posiblemente, para que fuera devorado por la vaca de su
amo. De la misma manera, la mujer en la tienda
debe tomar una decisión que cambie su relación
con la mercancía que se le ofrece para elegir.
Aunque es libre para disfrutar con la mirada de
todos los tentadores bienes ante ella, puede convertirse en propietaria de sólo una o dos piezas, y
para efectuar este cambio debe mirar hacia el futuro, tratando de decidir cuál compra satisfará
mejor sus necesidades. La diferencia entre el disfrute presente y la elección puede apreciarse
comparando nuestros sentimientos en una galería
pública de arte -donde
nuestra relación con todas las pinturas en exhibición es esencialmente la
misma- y en la galería de un comerciante, donde nuestro disfrute presente se ve modificado por
la necesidad de tomar una decisión que nos dará
la posesión de algún objeto particular.
A menudo elegimos tan rápidamente que
casi no nos es posible distinguir todos los elementos involucrados. Es más probable que nos
percatemos de todos los factores involucrados en
la elección cuando ponderamos las ventajas respectivas de objetos alternativos o de cursos de
acción distantes en el tiempo o en el espacio o en
ambos. En primer lugar, tratamos de prever el futuro, y en particular, cómo nos afectaría cada acto contemplado. En este esfuerzo, dependemos
ampliamente del recuerdo de experiencias pasadas en situaciones similares, pues sin conocimiento del pasado y sin fe en la uniformidad de
la naturaleza quedaríamos sin saber qué hacer al
anticipar el futuro. Al proyectamos dentro de la
situación así contemplada, estamos interesados,
sobre todo, en cómo afectará nuestros sentimientos, si nos brindará placer o dolor, gozo o pena,
satisfacción o disgusto. Y por supuesto, también
en esta fase de nuestra deliberación nos guiamos
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por los recuerdos de afectos similares. De este
modo, las funciones afectivas de la mente, no
menos que las racionales, juegan papeles importantes en cada elección importante que hagamos.
La consideración de las condiciones en las
cuales evolucionó la mente hace parecer probable que adquirió todas estas distintas capacidades únicamente para permitimos guiar nuestra
vida futura. Sin la inteligencia no podríamos planear nuestras actividades; sin emociones, sentimientos de placer o dolor, nos sería indiferente lo
que nos brindara el futuro; sin la memoria, careceríamos tanto del conocimiento del pasado sin
el cual no podemos predecir el futuro, como de
la experiencia de nuestra capacidad de disfrutar
y sufrir, que hace que el futuro sea trascendental
para nosotros.
3. La elección como un modo
único de determinación
¿Pero cómo puede el futuro determinar el
presente, como parece hacer cuando hacemos
una elección deliberada? El futuro aún no existe,
y lo no existente no puede tener una influencia
real sobre los eventos contemporáneos. Sin embargo, uno podría argüir que nuestro único criterio de existencia es la habilidad para efectuar
cambios en otros existentes y finalmente en nosotros; y dado que el futuro parece tener este
efecto sobre un ser capaz de elección, debe ya
existir de alguna manera. La dificultad de esta interpretación es que destruye su propia validez. El
propósito de la elección es determinar el futuro.
Aquello que existe ha tomado ya forma; y en
cuanto es él mismo un factor determinante, no
puede ser susceptible de ser determinado. En
conformidad con esto, si el futuro determina
nuestra elección, tal elección es inútil: no es necesaria para crear lo que ya existía.
Por ende, la deliberación debe consistir en
hacer conjeturas acerca del futuro, y en contrastarlas entre sí. Estos pensamientos están realmente presentes, aunque su importancia yace en su
inclinación o tensión hacia el futuro. Pero nuestras suposiciones sobre el futuro son, para los
pensadores serios, demasiado endebles como pa-
F. SKUTCH
ra merecer una consideración prolongada si
están sólidamente fundadas sobre el conocimie
to del pasado. E incluso quienes hacen conjet
descuidadamente, sin considerar debidamente 1
probabilidades, lo hacen reuniendo azarosamen
los elementos de experiencias pasadas; de modo
que es seguro que nuestras nociones del futuro
están basadas en los recuerdos del pasado, incluso cuando éstos están ordenados en combinaciones novedosas. La mente que elige entre las distintas visiones del futuro que solicitan su asentimiento es también un producto del pasado, tal
como se representa en la herencia y en la experiencia individual. Por lo tanto, la elección parece ser completamente un producto del pasado. Si
un elemento de indeterminación forma o no parte del proceso parece irrelevante para nuestra discusión actual.
Sin embargo, incluso si nos vemos obligados a concluir que una elección, como un efecto
mecánico, es un producto del pasado, de eso no
se sigue que no haya una diferencia importante
entre estos dos modos de determinación. La posibilidad de influir sobre la actividad mediante
nociones o anticipaciones del futuro, incluso si
éstas son productos del pasado, es un modo único de determinación, distinto, hasta donde sabemos, de todo lo que pueda encontrarse en el mundo no viviente, y ha tenido efectos importantes
en el curso de la historia. La elección involucra
oblicuidad en la secuencia causal, lo cual la distingue claramente de la causación mecánica no
menos que de todas las actividades instintivas e
impulsivas de los seres vivientes. En la deliberación la mente crea, mediante el ejercicio de su facultad sintética, esas imágenes o anticipaciones
del futuro que determinarán su elección. Al tratar
de prever cómo nos afectará el futuro generamo
los determinantes de nuestra propia actividad.
4. La medida común de todos los motivos
Estamos ya preparados para considerar la
determinación de la elección, o cómo decidimo
entre cursos de acción alternativos. Generalmente se admite que entre un dolor y un placer, donde ninguno tenga consecuencias previstas de
LA DETERMINACIÓN
ha importancia, todos los animales normales
en el placer; de entre dos placeres, eligen el
or; y de entre dos dolores, el menor. Pero es
en los casos mucho más simples -aquellos
llanos y sencillos en los que decidimos casi
hacer una pausa para deliberarcuando elegimo':'.de e':'.tamanera tan íácl\ 'j directa; pues un
gran porcentaje de nuestros actos tienen efectos
más o menos remotos sobre nosotros mismos o
sobre otros, que es justamente lo que tiene que
considerar la inteligencia. Los alimentos que más
nos gustan pueden ser dañinos para nuestra salud, y nos vemos obligados a sopesar el transitorio placer presente contra una incomodidad futura prolongada. O bien, como en una operación
dolorosa -por ejemplo la extracción de un diente- que promete el alivio del sufrimiento, balanceamos la agonía presente y aguda con la futura
y continua liberación del dolor. O debemos decidir si estaríamos justificados o no al descuidar
una labor importante, en la cual nos hemos comprometido, por seguir una excursión que disfrutaríamos mucho. O un dependiente, severamente
tentado a deslizar secretamente en su bolsillo billetes de banco de su jefe, contrasta los placeres
que le podrían comprar contra los resquemores
de una conciencia indignada y la deshonra y el
castigo que seguirían al descubrimiento de su robo. Las combinaciones involucradas en las eleciones son prácticamente infinitas; pero afortunadamente, escribiendo sobre este tema, al contrario del exponente de algún tema científico,
uno puede suponer que los lectores ya están familiarizados con una buena muestra de ellas y
que proceden a analizarlas.
Antes de hacerla sería apropiado prestarle
atención a los términos que usaremos. La procura de placeres y la evasión de dolores se consideran a menudo los motivos principales, cuando no
únicos, de la conducta humana. ¿Pero acaso perseguimos siempre placeres -según
cualquier
significado espontáneo de la palabray acaso
son los dolores, tal como comúnmente se entienden, lo que invariablemente más deseamos evitar? No sólo los actos impulsivos e incuestionados de los animales, sino también muchas de las
ctividades que emprendemos tras una cuidadosa
deliberación, parecen realizarse como respuesta a
DE LA ELECCIÓN
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alguna necesidad interior y no en vista de los placeres que nos prometen. ¿Es por obtener placeres
que realizamos alguna tarea con cuidadoso esmero, cuando una ejecución más tosca podría brindamos las mismas utilidades materiales? ¿Es por
los placeres que los humanos nos comprometernos a aliviar e\ suinrrúemo de personas extraña':'.
o de animales, en tareas que nos exponen a escenas, olores y situaciones dolorosas para una naturaleza sensible? ¿Son los placeres el único motivo para aventuramos en un gran esfuerzo creador
en arte, ciencia o literatura, el cual durante años
nos enfrentará con los límites de nuestra fuerza,
nuestra paciencia y nuestro ingenio? ¿Acaso alguien que hubiera ponderado todas las penas y
todos los riesgos se casaría y criaría una familia
sólo por los placeres que obtendría? Una parte
considerable de nuestras actividades parece provenir de un instinto más profundo y esencial de
nuestro ser que este incentivo superficial. La meta de gran parte de nuestro esfuerzo, en lugar de
los placeres, es el cumplimiento de nuestra naturaleza y la felicidad que de ello brota.
Para entender cómo se hacen las elecciones
es necesario descubrir la medida común de los
verdaderos motivos. Dado que en la mutabilidad
infinita- de las circunstancias cualquier posible
motivo puede entrar en competencia con cualquier otro, obviamente deben ser de alguna manera conmensurables, pues es imposible hacer
comparaciones entre dos cosas que no posean
ninguna cualidad en común. Algunas veces nos
vemos llamados a decidir si debemos dedicarnos
a los placeres o trabajar por dinero, aunque entre
una afección de la mente y una moneda en el bolsillo no pareciera haber una medida en común.
Sin embargo, en este caso evitamos la dificultad
considerando las satisfacciones que la posesión o
el gasto del dinero nos proveerá, y contrastándolas con las que esperamos derivar directamente
del curso alternativo de acción.
Las personas a menudo nos debatimos entre
el placer y el deber, o entre la satisfacción de los
apetitos y las máximas de la conciencia. Dado
que tales dilemas surgen y pueden ser solucionados, se sigue que, a pesar de las diferencias cualitativas que sin duda poseen, el placer y la conciencia tienen algo en común. Comparar el placer
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con sentimientos que atribuimos a la conciencia
puede ser de mal gusto para aquellos que consideran a la segunda una facultad implantada por la
divinidad, distinta de todo lo demás en nuestra
naturaleza; pero antes de rechazar, indignados, la
comparación, deberían ponderar cuidadosamente
las consecuencias. Si los placeres y los sentimientos concienzudos no comparten alguna propiedad que haga posible contrastarlos entre sí,
entonces obedecer a la conciencia negándonos
algún placer no podría ser el resultado de una
verdadera elección. Consecuentemente,
no hemos alcanzado una decisión contrastando cursos
de acción alternativos y seleccionando el más
atractivo para nosotros según sus prometidos
efectos. Por el contrario, al obedecer a la conciencia hemos actuado en respuesta a alguna
compulsión interior irresistible, la cual nos impulsa como si hubiéramos sido lanzados tambaleantemente por un empujón en la espalda tan poderoso que nos impidiera oponémosle. En conformidad, nuestra acción está determinada por el
pasado, sin referencia al futuro, como el movimiento de una piedra lanzada con la mano, o de
una bala disparada con un rifle; y parecería tan
apropiado discutir la moralidad de la piedra o de
la bala como la de los humanos. Esta conclusión,
con la cual vehementemente disentirían muchos
estudiantes de ética, parece el resultado inevitable de negar que pueda haber algo conmensurable entre el placer y la conciencia.
Es igualmente imperativo impedir la conclusión opuesta: que la conciencia es primeramente una fuente de deleite. Mientras más cultivemos nuestro sentido estético, mayor gozo
encontraremos en la naturaleza y en las artes;
mientras más ejercitemos nuestro intelecto, mayor satisfacción derivaremos del pensamiento.
Pero mientras más cultivemos la conciencia y
mientras más sensible llegue a ser, más difícil
será satisfacerla y menos paz nos permitirá.
Sospecho que una conciencia perfectamente
tranquila es una que nunca ha despertado. Probablemente la mayoría de personas estaría de
acuerdo en que la conciencia es, en conjunto,
una fuente mayor de angustia e incluso de dolor
que de gratificación. Esto es comprensible, pues
nos inquieta cada vez que nuestra conducta se
F. SKUTCH
desvía de nuestros principios o ideales; y mi
tras que es fácil quedamos cortos al respecto
nuestros ideales, es difícil, cuando no imp
ble, excederIos. No podemos deliberadame
ser mejores de lo que aspiramos ser; y si, por
nuestros principios no son elevados, acciden
mente los superamos en la acción, no hay en
to mucho mérito ni suficientes motivos para a
tocongratulamos.
Sin embargo, si la conciencia es más
múnmente una fuente de angustia que de co
placencia, sólo necesitamos vivir con ella en s
estados más agudos para convencemos de que la
paz y la calma interiores que experimentamos
cuando está casi satisfecha son, en comparación,
estados mentales más gratificantes. Es para evitar los amargos reproches de una conciencia indignada y disfrutar del dulce contento de sus estados menos agitados que la tomamos en consideración al hacer una elección, contrastando este
sentimiento con los placeres anticipados por UD
curso de acción que ella repruebe. Una buen
conciencia es para la mente lo que una buena salud es para el cuerpo. Cada uno, en su propia esfera, es una expresión de esa plenitud orgánica
esa integridad vital que todo ser vivo debe preservar como su principal oficio. Esa plenitud no
sólo es placentera en sí misma, sino que es el
fundamento indispensable de cualquier felicidad
permanente.
De este modo, parece que los motivos que
influyen sobre la elección son siempre estados de
sentimientos esperados, pero estos van desde
placer sensual más tosco hasta la realización de
nuestros impulsos más esenciales, la calma de
una conciencia satisfecha, o la exultación de
logro moral o intelectual. En cuanto sentimientos, todos estos diversos estados tienen algo en
común; y será útil usar un término único para designar/os a todos. El placer se ha definido como
un estado mental que luchamos por producir
mantener. Mediante una sencilla inversión, podríamos afirmar que cada sentimiento que intentamos traer a la mente y mantener allí, es un placer. y ciertamente cuando actuamos según 1
elección, elegimos el curso que, hasta donde podemos prever, producirá un sentimiento que deseamos tener y preservar. ¿Cuál persona sana
LA DETERMINACIÓN
preferirá un curso de acción cuyo único resultado
previsto en el plano afectivo sería un estado mental que desea evitar? Pero cuando usamos "placer" en este sentido, la palabra cubre un amplio
rango de estados mentales -virtualmente
todos
aquellos que no sean positivamente desagradables o tan tenues como para ser prácticamente
neutrales.
Tal como decidió Mill al separarse del utilitarismo de Bentham, es una falacia hedonista
suponer que entre los "placeres" las diferencias
on nada más de intensidad y duración, de modo tal que todos serían adecuadamente mensurables en una misma escala l. Bergson fue aún
más lejos, señalando que los estados mentales
discernibles son en general cualitativamente
distintos. De allí que la diferencia percibida entre dos tonos de blancura, o entre dos pesos
sostenidos en las manos, no es solamente una
mera cantidad intensiva sino una diferencia de
orden cualitativo, tal como cualquiera puede
probarlo por sí mismo observando la distinta
ualidad de sensación provocada al sostener
una piedra más liviana o más pesada, o mirando el mismo papel bajo una luz más brillante o
más obscura. A través de la experiencia aprendemos a asociar, en el estimulante externo, diferencias cuantitativas
con estas diferencias
ualitativas; de modo tal que, sin el uso de instrumentos, usualmente podemos decir cuál de
dos pesos es más pesado y cuál de dos luces es
más brillante, de forma tal que una balanza o
n fotómetro, los cuales sólo pueden detectar
diferencias cuantitativas, confirmarían nuestra
onclusión-.
Si las diferencias físicas, en sí mismas puramente cuantitativas, causan diferencias cualita.vas en la sensación, con toda seguridad debemos esperar diferencias cualitativas entre los distintos estados de consciencia que encontramos
agradables y deseamos preservar. Abarcarlos tos bajo el término "placeres" implica extender
la palabra casi hasta su punto de ruptura, o más
"en despojarla de sus connotaciones usuales
ta convertirla en un mero término técnico de
psicología. Quizá sería preferible restringir el
filosófico de la palabra "placer" a los fines
usados por la Escuela Cirenaica, quienes pare-
DE LA ELECCIÓN
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cen haber sido los primeros en Occidente en desarrollar el hedonismo como doctrina formal. Podemos sencillamente decir que los estados de
consciencia que luchamos por suscitar y preservar tienen valor positivo, mientras que aquellos
que tratamos de excluir poseen valor negativo.
Entre los primeros están la felicidad, el contento,
la satisfacción, la paz mental, la buena conciencia, el gozo, la calma, así como los placeres sensuales. Tal vez "satisfacción", la de tono más
neutro, es la palabra que representa mejor a todo
el grupo.
A pesar de la inmensa variedad de diferencias cualitativas que descubrimos en los objetos
materiales, todos poseen en la masa una propiedad común; de modo tal que objetos tan diversos como el aire y las piedras, las flores y el
hierro, pueden compararse cuantitativamente
mediante la masa. Similarmente, todas las innumerables experiencias de la vida poseen en
su satisfactoriedad
o valor una propiedad común que permite compararlas
directamente.
Así, la satisfacción provee una base para comparar todos los estados mentales -como la masa en los objetos materialesque puede ser
llamada la fuerza gravitacional de la mente.
Los placeres sensuales no parecen ser la clase
típica de experiencias satisfactorias,
sino un
grupo especial de ellas. El sentimiento de realización del crecimiento, o del logro, es, para una
mente refinada, más representativo de una experiencia satisfactoria. El placer que derivamos
de cualquier experiencia sensual depende primariamente de la constitución del sistema nervioso; y su valor depende de la organización de
nuestros pensamientos y nuestros ideales. El
primero es inmediato, el segundo emerge de la
reflexión.
Pero antes de aceptar la conclusión de que
siempre elegimos el curso de acción que promete proveemos la mayor satisfacción o el mayor
valor final, será necesario decidir si es o no posible actuar únicamente por el beneficio de otros,
completamente desinteresados por uno mismo.
Este tema se consideró brevemente en el Capítulo VI, pero es de tanta relevancia para nuestra
discusión actual, que debemos ahora dedicamos
a él con mayor énfasis.
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ALEXANDER
5. El fundamento último de la elección
El Capítulo VI demostró que estamos innatamente dotados tanto de moti vos altruistas como
autocentrados. Prácticamente no podemos dudar
que los impulsos del primer tipo a veces tienen
lugar en acciones espontáneas, no calculadas, como cuando compartimos una sorpresiva buena
suerte con los que nos rodean, o cuando una madre se precipita irreflexivamente al peligro para
salvar a su hijo. Pero compartir sin premeditación
los placeres o algún peligro obviamente no involucra previsión; es más un acto instintivo. Lo que
nos interesa ahora es la acción más deliberada, la
que se planea con antelación, ponderando cursos
alternativos, como cuando decidimos cuál de entre dos procedimientos sugeridos deberemos seguir. En este tipo de casos, siempre que pensamos
en actuar por otros, casi siempre podemos imaginar algún curso de acción alternativo dirigido
únicamente hacia nuestro beneficio. ¿Debería donar este dinero a la caridad, o usarIo para comprar ropa nueva? ¿Debería dedicar la tarde a ayudar en alguna causa civil, o pasarla más a gusto
en el teatro? ¿Debería permitir que mis asistentes
compartan el honor que ha generado nuestro trabajo, o asumir yo todo el crédito? ¿Debería dedicar mis últimos años a una causa generosa, o disfrutar de un descanso bien merecido? Son preguntas de esta clase las que nos interesan ahora.
En toda actividad deliberada realizada en
beneficio de otros, primero imaginamos algún
cambio que deseamos producir en su condición.
Están enfermos, y preferiríamos verlos sanos;
hambrientos, y quisiéramos que estuvieran adecuadamente alimentados; en harapos, y quisiéramos contemplarlos decentemente vestidos; sin
hogar, y quisiéramos ponerlo s a cubierto; ignorantes, y quisiéramos saberlos educados; miserables, y los haríamos felices. La contemplación
del estado de aquellos a quienes serviremos parece ser la causa inmediata de nuestro esfuerzo por
ayudarlas. Pero estos supuestos beneficiarios no
sólo nos son externos; el estado en que los contemplamos todavía está en el futuro, y quedó claro en la Sección 3 de este Capítulo que no podemos admitir que lo que aún no existe pueda ser la
causa efectiva de las acciones del presente.
F. SKUTCH
Cuando decido trabajar en beneficio de alguna otra persona, lo que realmente determina mi
actividad es mi noción actual del cambio que intento producir en o por esa persona. La idea, aunque dirigida hacia el futuro, existe en mi mente
en el presente. Está rodeada por un matiz de placer, satisfacción, o sentido de realización, que a
menudo contrasta agudamente con el sentimiento de tristeza, repugnancia o incomodidad que revolotea alrededor de la noción que tengo de la
desgracia o angustia presentes de aquel que he
decidido beneficiar. Sin embargo, el mero pensamiento de la condición mejorada de algún otro
ser no basta para incitarme a hacer un esfuerzo
que lo beneficie. Si simplemente por imaginario
en un estado más feliz pudiera sentir tanta satisfacción como la que siento al imaginarme a mí
mismo realmente luchando por crear este estado,
descansaría en mis generosos sueños, sin ocuparme jamás de afanarme por él. Además del cambio de la tristeza que acompaña mi idea del estado actual de algún otro ser, por la alegría que rodea mi noción de la condición en la cual me propongo colocarlo, algo más parece necesario para
motivarme a actuar, y esto es la satisfacción con
la que contemplo la actividad que me propongo
dirigir hacia esa meta. Más aún, para que la felicidad que siento al imaginar este esfuerzo en beneficio de otro ser pueda convertirse en acción,
esa felicidad debe ser mayor que la asociada con
cualquier otro curso de acción presentado ante mi
consideración al mismo tiempo.
¿Qué otra cosa sino la anticipación de gozos futuros, o la evitación de inminentes dolores,
puede acelerar nuestros pensamientos hacia el futuro? Podría argumentarse que la anticipación de
la felicidad de algún otro ser puede tener el mismo efecto. Pero no podemos tener noción alguna
de la satisfacción de otros, excepto como consecuencia de experimentar la propia. Antes de que
podamos usar la previsión para procurarle gozos
a otros, debemos haber formado ya el hábito de
hacerla para nosotros; y como todos los hábitos,
éste será difícil de vencer. Lo mejor que la mayoría de nosotros puede hacer es compartir las propias satisfacciones con otros.
Hay todavía otra manera de analizar este
asunto. Supongamos que deseo lavar, vestir y
LA DETERMINACIÓN
alimentar a un harapiento, hambriento y sucio
bribonzuelo. Este deseo benévolo está en mí, no
en el muchacho, quien, ignorando las ventajas de
la limpieza, puede resentir el baño y la ropa limpia. Si mi deseo hace referencia a un estado futuro mío o de alguien más, sigue siendo mi propio
deseo, y de realizarse la satisfacción debe ser
mía; pues es obvio que un deseo no puede existir
en una persona y la satisfacción en otra. Además
de la felicidad que puedo brindarle al muchacho,
no puedo de ninguna manera evitar el contento
que proviene del cumplimiento de mi deseo, el
cual puede o no verse aumentado por un placentero chispazo de simpatía al mirar el rostro feliz
del rapaz. Pero es posible que el muchacho sea
tan incorregiblemente sucio, rebelde y malagradecido, que la satisfacción que sienta yo al realizar mi deseo de verlo limpio y bien alimentado
sea evanescente, y se vea rápidamente seguida de
un sentimiento de futilidad al darme cuenta de
que, con lo que está a mi alcance, es muy poco lo
que puedo hacer para mejorar esta desventurada
situación.
Aunque es evidente que a menudo sentimos
un deseo totalmente desinteresado de ayudar a
otros, es igualmente claro que experimentamos
dentro de nosotros alguna felicidad o satisfacción al hacerla, o al menos al contemplar tal acción o sus resultados, y que sin esto no podríamos promover el bienestar de otros seres deliberadamente (aunque podríamos hacerla impulsivamente). Esta es la cuestión que faltaba resolver
antes de aceptar la conclusión de que, al actuar
deliberadamente, siempre elegimos el curso de
acción que promete proveemos la mayor satisfacción final.
Tal promesa, como todos sabemos a nuestro
pesar, a menudo no llega a cumplirse, lo cual es
la verdad que confiesa este refrán común: "la anticipación es mejor que la realización". Para evitar la sugerencia de que el futuro incierto y aún
inexistente es una causa efectiva de la acción presente, podemos plantear nuestra conclusión con
mayor precisión diciendo que al actuar deliberadamente siempre elegimos, de entre varios cursos de acción, aquel bajo cuya contemplación experimentamos la mayor satisfacción. Y dado que
no podemos contemplar dos cursos de acción si-
DE LA ELECCIÓN
149
multáneamente, sino únicamente en una rápida
sucesión, es probable que lo que determina finalmente nuestra elección sea el sentimiento que experimentamos cuando nuestro pensamiento pasa
de un curso al otro. A menudo hacemos repetidamente esa transición a lo largo de una deliberación extensa. Si, al contemplar dos alternativas A
y B, sentimos un acrecentamiento de valor al volcar nuestros pensamientos de A a B y un declive
de valor al pasar de B a A, y experimentamos los
mismos resultados consistentemente, finalmente
decidimos en favor de B.
Esta verdad sobre las bases de la elección
humana fue clara y repetidamente enunciada en
los escritos tardíos de Platón, el cual ciertamente
no carecía de idealismo moraí''. Algunas veces es
llamada la ley del "hedonismo psicológico", y ha
tenido una historia accidentada en el pensamiento ético moderno. Combatida por Butler y Hume,
en la opinión de algunos filósofos fue finalmente
demolida por ellos, aunque a mí me parece que
Butler probó que podemos actuar desinteresadamente, y no que podamos elegir un curso de acción que no pueda satisfacemos. En las largas y
complicadas discusiones sobre esta doctrina, tendemos a perder de vista su significado preciso. Si
significa que las personas no pueden realizar actos generosos impulsivos, por sus hijos o incluso
por extraños, como lanzarse a aguas profundas
para salvar a alguien que se ahoga, entonces quedaría desmentida por una cantidad abrumadora
de evidencia. Me parece igualmente falsa si se
toma en el sentido de que no tenemos deseos totalmente desinteresados por el bienestar de otros
seres. La regla del hedonismo psicológico se impone sólo cuando estamos eligiendo deliberadamente entre cursos alternativos de acción en los
cuales la felicidad o el bienestar futuro de otros
está en juego tanto como el propio, y en tales casos mantengo que siempre elegimos el curso bajo cuya contemplación experimentamos la mayor
satisfacción o felicidad, incluso si este curso termina proveyendo a otros de múltiples y verdaderos beneficios y a uno solamente el gozo de haber realizado una acción generosa.
El análisis precedente no revela un egoísmo
innato, sino un altruismo fundamental en la mente humana. Si nuestra motivación primaria fuera
150
ALEXANDER
invariablemente asegurar nuestra propia felicidad y sólo eso, y llegáramos a descubrir empíricamente que es a menudo posible incrementar
nuestra felicidad beneficiando a otros, nos veríamos obligados a reconocer un egoísmo radical en
nuestra naturaleza. Pero la situación verdadera es
precisamente la contraria. Tal como aprendimos
en el Capítulo VI, la vida implantó en todos los
animales sociales ciertos impulsos que operan en
beneficio de sus' dependientes retoños y compañeros sociales; y al hacemos reflexivos, los humanos descubrimos que dejar operar estos impulsos aumentaba nuestra satisfacción, lo cual
por supuesto constituyó un incentivo adicional
para emprender tales actividades. Si pudiera dar
excelentes servicios a otros seres sin sentir un júbilo espiritual gratifican te, creería mi existencia
mucho más pobre y lastimosa de lo que es; y creo
que una persona puede experimentar una felicidad tan grande al realizar un acto que mejoraría
materialmente la condición de todos los seres
sensibles, que se sometería a una tortura cruel
por ello, y aun así sentir que ganó y no que perdió al enfrentar la muerte de esta manera.
Es este chispazo de simpatía que experimentamos al contemplar una acción dirigida al
bienestar de otros lo que a menudo nos permite
preferir tal curso y no otro que nos prometa únicamente ventajas egoístas; esta es la verdad que
reconcilia el altruismo con el hedonismo psicológico. Esta leyes una mera declaración de hecho que no debe confundirse con el hedonismo
ético: la doctrina que mantiene que procurarse el
máximo de placer, para uno mismo o para otros,
es la meta correcta y apropiada del esfuerzo moral. Aún así, en la palabra "hedonismo" quizá resuena demasiado la búsqueda de placeres sensuales, y a los ojos de muchos esto lanza sobre la
doctrina del hedonismo psicológico una ignominia que sin duda no merece. Ya hemos sostenido
que las personas pueden negarse frecuentemente
placeres de todo tipo -y que de hecho lo hacen- pero que no pueden dejar de luchar por su
felicidad última. De aquí que sería mejor llamar
"eudaimonismo psicológico" a la perspectiva
que hemos venido defendiendo. 0, mejor todavía, podemos llamarla simplemente "La Ley de
la Elección".
F. SKUTCH
Un corolario de esta leyes que no podemos
distribuir beneficios con un desprecio olímpico
hacia la felicidad que engendramos, sino que
siempre, en alguna medida, debemos participar
de las bendiciones que otorgamos; que no podemos realizar buenas acciones con una orgullosa
indiferencia, sino que siempre un chispazo de
simpatía debe recordarnos que tenemos mucho
en común con la más inferior de las criaturas que
beneficiamos.
Otro corolario es que la persona buena no
se diferencia de la malvada en que ésta busque
solamente satisfacciones
personales, mientras
que la buena lucha únicamente por hacer lo que
es correcto, sino que difieren en las clases de actividades que les son agradables. Cada una, según la ley de su naturaleza, sigue el curso de acción en cuya contemplación encuentra mayor satisfacción y el cual cree que le proveerá la mayor
felicidad; pero difieren profundamente en las clases de comportamiento que cumplen esta condición para cada uno. La persona malvada quizá se
equivoca más a menudo en su cálculo que la persona buena, de modo que lo que anticipa con placer a menudo lo experimenta con pesar. En gran
medida, esto parece ser resultado de una educación y un entrenamiento defectuosos, de no saber
qué es lo bueno, cuando no de defectos psíquicos
innatos. Pero esta semejanza fundamental en la
determinación de la elección en los buenos y en
los malvados es la mejor esperanza para la regeneración de los últimos.
Creo que cualquiera que ponga una atención cuidadosa a lo que pasa en su propia mente
cuando deliberadamente elige un curso de acción, descubrirá que la Ley de la Elección se
mantiene para él. De dos cursos alternativos, no
podemos evitar elegir aquel que, en conjunto,
nos promete la mayor satisfacción. Cuando un
ser consciente elige, inevitablemente debe preferir aquello que sea más agradable a la consciencia, ¿pues qué otro criterio de valor posee? El determinante último de la elección debe ser siempre algún sentimiento en la mente. Llámelo felicidad, llámelo satisfacción, llámelo paz interior,
llámelo un sentido de realización; estos son
nombres para el mismo estado subjetivo visto
desde diversos aspectos. Cualesquiera que sean
LA DETERMINACIÓN
las convincentes razones que aduce nuestra religión o nuestra filosofía para preferir cierta manera de vida, no la adoptaremos libremente mientras no nos satisfaga de alguna manera. Pero el
hedonismo, o incluso el eudaimonismo, a algunas personas les parece inadecuado. La doctrina
misma no nos brinda ese sentido de plenitud que
tanto anhelamos. Sospechamos que la virtud debe tener cierta autoridad o apoyo más altos que
nuestros sentimientos personales; que debe de
haber en el cosmos, o más allá, algún estándar al
cual debamos conformamos. La única manera de
superar esta dificultad es reconociendo que el
mismo proceso creativo que determina la última
virtud nos ha creado a nosotros de forma tal que
en esta virtud encontramos nuestra felicidad y
paz más verdaderas. Pero debemos ser cuidadosos si queremos evitar que el falso placer nos engañe y nos desvíe de esta perfecta realización, la
única que puede finalmente satisfacemos.
6. El convincente poder del patrón
más armónico
La naturaleza humana es tan compleja y los
motivos de la acción tan sutiles e intrincadarnente compuestos, que el más esmerado intento de
clarificación generalmente resulta en una sobreimplificación. En investigaciones de este tipo,
en el mejor de los casos nos aproximamos a la
verdad asintóticamente. Aunque es evidente que
elegimos el curso de acción bajo cuya contemplación experimentamos la mayor satisfacción,
sería erróneo inferir a partir de esto que somos
capaces de evaluar con exactitud todos los elementos positivos y negativos de tal curso, y de
establecer un equilibrio entre ellos con precisión
matemática. Una razón para este fracaso es el hecho de que ciertos modos de experiencia son intrínsecamente más representables que otros, de
orma tal que podemos anticiparlos más vivamente y recordarlos más adecuadamente.
Además, nuestra capacidad para representar
aspecto de la experiencia puede variar indendientemente de nuestra habilidad para imagiotro. Por tanto, al crecer en capacidad intelecexperimentamos un incremento en nuestra
DE LA ELECCIÓN
151
capacidad para pensar o imaginar relaciones, pero poco o ningún incremento en la intensidad de
las sensaciones o emociones. Al cultivar nuestras
mentes se nos hace fácil representamos, digámoslo así, la relación entre diligencia y éxito, pero creo que no anticipamos o recordamos una
fiesta más vivamente que cuando éramos niños.
Por el contrario, al incrementarse el rango y la
profundidad del pensamiento, nuestra representación de deleites sensuales parece perder definición. Agregado a este lento pero permanente
cambio en nuestra habilidad para representamos
experiencias pasadas o futuras, esta capacidad
fluctúa más rápidamente de un día para otro e incluso de una hora a otra. En nuestros estados de
ánimo gozosos, es fácil anticipar la felicidad, pero más difícil imaginamos tristes; cuando estamos cabizbajos o desanimados, podemos presagiar calamidades con una viveza peculiar, mientras que las situaciones de gozo en el mejor caso
apenas vagamente nos las figuramos. Nuestro estado presente inevitablemente tiñe con su propio
color todos nuestros pensamientos.
Incluso una mente altamente cultivada encuentra difícil imaginar dolores o placeres nunca
experimentados, aunque adecuadamente podría
concebir situaciones relacionales conocidas sólo
descriptivamente o por inferencia. Al contemplar
cualquier curso de acción, la mente permanece
más tiempo en aquellos aspectos de la situación
total que pueden ser imaginados más completa y
vívidamente. De aquí que nuestro cálculo de la
satisfacción que se derivaría de un curso dado de
acción varíe no sólo de acuerdo con la representabilidad intrínseca de sus componentes, sino
también de acuerdo con el período de nuestra vida en que estemos y las circunstancias y el ánimo
en el cual lo consideremos. Pero el estado mental
en el que contemplamos una situación y aquel en
el que finalmente la vivimos pueden ser totalmente diferentes, defraudando así todas nuestras
expectativas. Con tantas variables incontrolables
y tantas fuentes de error, uno se pregunta cómo
los moralistas pudieron alguna vez considerar seriamente la idea de guiar la vida humana mediante un "cálculo hedonista".
Nuestra evaluación de un curso de acción
contemplado estará fuertemente gravada por esos
152
ALEXANDER
aspectos que retienen a la mente, mientras que
aquellos difíciles de imaginar serán menospreciados y no recibirán la consideración que merecerían como fuentes de placer o dolor. Una inteligencia cultivada se demorará afectivamente allí
donde haya una placentera variedad de detalles,
una multitud de relaciones armónicas; pero sólo
hará una breve pausa allí donde haya una fuerte
intensidad con escasa diversidad, como en muchos dolores y placeres corporales. La dedicación a los pasatiempos personales, a la conversación animada, a un viaje a través de un paisaje
pintoresco, a un estudio absorbente, toda clase de
experiencias intelectuales, estéticas y sociales ya sea prospectiva o retrospectivamenteposeen una riqueza de detalles suficiente como para entretener placenteramente
nuestro pensamiento durante largos intervalos. El frío o el calor extremos, el hambre, una herida, una dolorosa enfermedad, las picadas de los insectos, un dolor de dientes: estas cosas nos hacen agudamente miserables mientras las padecemos, y sin embargo difícilmente pueden ser representadas en
toda su intensidad cuando no están realmente
presentes; y la mente sana pasa ligeramente sobre ellas porque contienen pocos rasgos discernibles. El hambre o la fatiga, por ejemplo, permanecen iguales de un minuto a otro a pesar de aumentar lentamente su intensidad, algo difícil de
imaginar cuando no lo estamos experimentando;
pero los detalles de un paisaje variado a través
del cual caminamos están cambiando constantemente, ofreciendo siempre nuevos deleites que
contrarrestan nuestra hambre o nuestro cansancio. El efecto residual de nuestra contemplación
de un curso de acción propuesto determina si lo
aceptaremos o lo rechazaremos. Siempre que
pueda, la mente llevará el cuerpo allí donde ella
reside con deleite.
De este modo, cuando un viajero recuerda
una travesía, los paisajes estimulantes y las aventuras excitantes reclamarán una parte mayor de
su memoria que las incomodidades, las cuales a
menudo se ven desproporcionadamente
disminuidas en su recuerdo. Sumemos a esto la felicidad de dedicarse al estudio favorito, la fascinación de lo desconocido, la satisfacción de adelantar el conocimiento humano, la fama que sigue a
F. SKUTCH
un descubrimiento importante, y podremos comprender por qué el explorador experimentado
vuelve una y otra vez a realizar viajes que sabe,
por sus experiencias pasadas, estarán acompañados por más peligros, sufrimientos y dificultades
de los que podría soportar una persona común.
Consideraciones similares aclaran por qué la satisfacción de ver grandes cantidades de hechos en
relaciones ordenadas puede inducir al erudito y al
investigador a "desdeñar deleites y vivir días laboriosos"; o cómo la visión de un nuevo orden
social más equitativo puede incitar al reformador
a emprender las labores más arduas, acompañadas por desdén, penurias y peligro; y cómo un
ideal de armonía perfecta entre lo que es mejor y
más duradero en uno mismo y la fuente inefable
de nuestro ser puede llevar al santo a realizar vigilias, sacrificios y penitencias que dejarían exhausta a una persona de fibra más débil.
Dadas las diferencias cualitativas entre las
múltiples variedades de estados satisfactorios de
consciencia que anteriormente advertimos -los
cuales complicarían cualquier intento de evaluarlos sobre una base puramente cuantitativa, parece inevitable que el tiempo que cualquier experiencia contemplada puede inducir a la mente a
demorarse agradablemente en ella, debe de ser
un factor de suma importancia al determinar una
elección. Pero mientras más representable sea
una experiencia, la mente residirá por más tiempo en ella, y a su vez esto dependerá del número
de detalles discernibles que incluya. Más aún,
mientras mayor sea el número de detalles, mayor
será el número de relaciones entre ellos; y si estas relaciones son armónicas, la mente se verá
más fuertemente atraída a ellas. Dado que una
gran parte del esfuerzo moral consiste en establecer relaciones armónicas entre entidades distintas, esta peculiaridad del pensamiento fortifica el
esfuerzo moral y nos anima a luchar por el cumplimiento de nuestros ideales.
Es indudable que un dolor extremo puede
dejar una impresión tan profunda en una mente
sensible, que no habrá ninguna ventaja imaginable que pueda tentar a la persona a arriesgarse a
que se repita; y algunos placeres son tan intensos
que ningún dolor o penalidad resultante podrá disuadir a una naturaleza indisciplinada y tosca de
LA DETERMINACIÓN
dedicarse a ellos. Pero dejando de lado estos casos extremos y excepcionales, parece ser una rea de la mente humana cultivada que la experiencia que promete amplitud y variedad tienda a
ser preferida sobre aquella marcada por una simple intensidad, de un modo que de ninguna manera refleja la suma algebraica de los placeres y
dolores involucrados en ella -admitiendo
que
tal suma pueda hacerse al menos aproximadamente-o De dos patrones de conducta complejos
_ de igual amplitud que se presenten a nuestra
onsideración, el que sea más coherente y armónico reclamará generalmente nuestra lealtad;
mientras que si los patrones son de una coherencia aproximadamente igual, el más amplio será
por lo general el preferido. La importancia de este principio para la elección difícilmente puede
sobreestimarse. A él le debemos todos los progresos importantes en moralidad, en- política, en
ciencia y en arte. En el Capítulo VII sostuve que
el firme núcleo de verdad en la Ética Intuitiva está derivado de este principio.
Nuestra evaluación de un curso de acción
rara vez es definitiva; más bien está sujeta a una
constante revisión mientras se desarrolla la acción, y mucho tiempo después de haber tomado
una decisión y haberIa llevado a cabo, la juzgamos según sus efectos y nuestra vida subsecuente. Así, este es el método que empleamos para verificar qué tan sabia fue cada elección individual;
¿pero cómo deberemos estimar el valor de nuestra vida como un todo? ¿Mediante qué proceso
elegimos un curso de vida y no otro? Dado que la
misma mente que realiza una elección al respecto de algo de poca importancia lo hace en el
asunto más trascendental, necesariamente sigue
el mismo método, sólo que ahora trabajando según una escala mayor. Así como valoramos un
acto considerando su efecto en el curso de una vida, de la misma forma podemos examinar el valor de una vida viéndola en relación con un todo
mayor: algún sistema donde una vida individual
sea solamente un detalle. De este modo podemos
estimar el valor de una vida escudriñándola contra el trasfondo de una familia, una nación, una
religión, o un ideal de conducta. Tal examen puede modificar profundamente la satisfacción que
la contemplación de la propia vida puede pro-
DE LA ELECCIÓN
153
veernos. Un estudio crítico de su existencia en
todas sus implicaciones, difícilmente puede dejar
de afectar el contento de cualquier ser racional
que, además de una conciencia desarrollada, tiene amplias simpatías y una pizca de imaginación.
La misma capacidad para emprender el estudio
de la propia vida en sus más amplias relaciones,
implica una sensibilidad moral que será profundamente transformada por las conclusiones a las
que tal estudio lleve. Para tal persona, la felicidad
depende no sólo de la coherencia de todos los detalles de su vida privada, sino también de su feliz
articulación con las vidas que lo rodean y de su
mezcla armónica con un todo abarcador.
Más allá de la satisfacción con la totalidad
de la vida propia que se obtiene al considerarla
de esta forma, no hay tribunal alguno al que una
persona de pensamiento independiente pueda
apelar para que juzgue su valor. Parece, así, que
la felicidad o satisfacción que uno siente al considerar su vida como un todo, en todas sus relaciones, determina finalmente si uno persistirá en
su presente curso o elegirá una forma de vida distinta. Quienes sean insensibles hacia las más amplias relaciones de su forma de vida forzosamente la juzgarán únicamente según su textura interna. Pueden ser influidos por los comentarios y
críticas de otros; pero en respuesta a influencias
externas sólo alterarán su forma de vivir cuando
tal cambio prometa hacerla en conjunto más satisfactoria, incrementando su felicidad o al menos disminuyendo su descontento.
Si preguntamos por qué elegimos de esta
manera, por qué los patrones de relaciones más
amplios y más armónicos casi invariablemente
se ganan la lealtad de alguien que es capaz de
concebirIos y apreciarlos y que no se ve apartado
por prejuicios inculcados, la respuesta es que esto está de acuerdo con el movimiento total que
nos hizo ser lo que somos. Estamos formados por
una suma de átomos que forman moléculas cada
vez más complejas, de moléculas que forman células, de un número creciente de células que forman tejidos, de tejidos que forman órganos, y de
órganos que forman un organismo que, con las
sucesivas generaciones, se hizo no sólo más
grande y más complejo sino también más perfectamente coordinado. Nuestra mente se desarrolla
154
ALEXANDER
formando patrones significativos a partir de la
unión de simples excitaciones, combinando imágenes para formar conceptos, y organizando éstos en patrones coherentes mediante los cuales,
únicamente, puede conocerse la verdad. Cada
uno de nosotros es un producto de un proceso eónico de formación de patrones, de organización,
de crecimiento en cuerpo y mente; y esta impulsión que impregna nuestro ser nos obliga a preferir lo amplio sobre lo estrecho, el patrón armónicamente coordinado sobre el vagamente articulado y discordante, y a elegir esta mayor amplitud
y perfección en una manera que desdeña las excitaciones meramente sensuales. Al construir una
variedad de visiones comprehensivas del futuro y
eligiendo siempre la más amplia y más coherente, le damos a un futuro más armónico una voz en
su propia creación.
7. Congruencia del hecho psicológico
y la obligación moral
El hecho psicológico de que no podemos
evitar elegir la alternativa bajo cuya contemplación experimentamos la mayor satisfacción o valor, se distingue obviamente de la doctrina ética
según la cual siempre debemos elegir el curso
que prometa proveemos la mayor satisfacción o
felicidad. Sin embargo, es inútil obligar a alguien
a hacer lo que toda su organización le hace imposible realizar. La Ley de la Elección es una condición a la cual debe adaptarse la enseñanza moral so pena de hacerse ineficaz. Incluso dentro de
esta limitación, la ética puede ejercer una poderosa influencia llamando la atención sobre las
consecuencias cercanas y lejanas de nuestros actos que podamos pasar por alto, o purificando
nuestros motivos y refinando nuestros valores, de
modo que al revisar un curso de acción lo veamos bajo una nueva luz y seamos afectados de
forma distinta por el panorama que nos presenta.
Aún así, inevitablemente elegimos el curso bajo
cuya contemplación experimentamos la mayor
satisfacción, pero esta misma satisfacción ha sido alterada por nuestro modificado punto de vista; de modo que es indudable que las consideraciones morales han influido sobre nuestra con-
F. SKUTCH
ducta. El entrenamiento moral no puede ir más
allá. ¿Debemos considerar esta limitación como
un hecho que debe ser aceptado a regañadient
al cual la moralidad de alguna manera debe resignarse, o uno que puede ser admitido alegremente, sin sentimiento alguno de restricción o
pérdida?
Cuando verdaderamente la comprendemo
la Ley de la Elección es compatible con las aspiraciones morales más elevadas. Dado que siempre debo elegir 10 que me satisface más completamente, no se sigue que toda elección que haga
sea la más satisfactoria que haya podido hacer
frente a las posibles alternativas. Lo que me satisface hoy puede dejarme insatisfecho mañana.
Para evitar una desilusión tan dolorosa, debo
aprender a separar las bases internas de la elección que son variables de las que son constantes'
debo distinguir claramente los determinantes primarios, centrales, de mi ser, de las variables
fuentes secundarias de acción. Me asaltan apetitos y pasiones que menguan tan velozmente como crecieron, y es inútil tratar de obtener satisfacciones duraderas y felicidad mediante la subordinación a aquello que en sí mismo es variable y transitorio. Pero en el núcleo de mi ser yace una actividad creativa, mi enarmonización,
que es siempre la misma, manteniéndose incambiable por debajo de las cambiantes pasiones necesarias para la supervivencia de un animal en un
ambiente mutable y a menudo hostil. Si puedo
satisfacer esta energía central constante, alcanzaré una paz tan profunda y duradera que no podré
fácilmente ser tentado a preferir algún apetito o
capricho que no pueda ser permanentemente satisfecho, por la simple razón de que en sí mismo
es evanescente.
Pero este ser central es la presencia en mí
de la actividad misma que ha producido toda la
armonía en el mundo y que es la fuente primari
de todo esfuerzo moral. Al satisfacer este ser, so
fiel al origen de toda bondad y toda moralidad. Y
éste, el determinante más interno de mi ser, puede únicamente satisfacerse por el curso de acción
que, entre todos los cursos reconocidos, traiga 1
mayor cantidad de armonía al mundo; pues todo
su esfuerzo está dirigido hacia el incremento de
la armonía. Sólo cuando actúo en conformidad
LA DETERMINACIÓN
on esta fuente primaria de vida puedo experimentar un contento duradero. Podemos pasar, entonces, de la ley psicológica al imperativo moral,
deduciendo, del hecho de que cuando actuamos
después de la debida deliberación siempre elegimos el curso de acción que más cabalmente nos
satisface, la regla moral de que debemos seguir el
curso que más cabalmente nos satisfaga. Pero debemos ser extremadamente cuidadosos, para que
el ser que nos esforzamos por satisfacer sea el
permanente y constante, y no alguna modificaión transitoria. Confundir lo que es secundario y
variable en nosotros con lo que es primario y perdurable, y tratar de satisfacer lo primero en detrimento de lo segundo, puede ser tan desastroso
para uno mismo como para otros. Sólo eligiendo
el curso que brindará una satisfacción permanente a nuestro propio ser, podemos reconciliar la
necesidad psicológica con la obligación moral.
Entonces podemos concordar con Locke en que
"la mayor perfección de naturaleza intelectual
yace en una búsqueda constante y cuidadosa de
la verdadera y firme felicidad; de modo que el
cuidado de sí mismo, que no confundamos la felicidad imaginaria con la real, es el fundamento
necesario de nuestra líbertad.?"
Lejos de debilitar la moralidad, esta asimilación de la obligación moral con la necesidad
psicológica, de la "obligación" [ought] ética con
el "debe" [must] de la ley natural, le presta una
fuerza y una autoridad de las que hasta aquí había carecido. La certeza de que cada humano
ontiene dentro de sí una fuerza moral que lo
obliga a preferir la clase de conducta que la ética
reconoce como correcta, nos da una renovada
onfianza; pues sabemos que cuando ciertas condiciones han sido satisfechas, los resultados deseados deben sobrevenir. Estas condiciones son,
DE LA ELECCIÓN
155
primero, una correcta comprensión de nuestra
propia naturaleza; segundo, una vivaz aprehensión de los efectos, inmediatos y remotos, de
cualquier acto contemplado; y tercero, la habilidad de controlar las pasiones perturbadoras que
fuerzan a las personas a actuar en contra de su
buen juicio. Sin embargo, así como en ciencia y
tecnología son extremadamente difíciles de obtener muchos resultados que de acuerdo con las leyes conocidas de la naturaleza estamos seguros
que sucederán si se cumplen ciertas condiciones,
dadas las grandes dificultades prácticas de crear
estas condiciones, o por la escasez o la contumacia de los materiales que deben emplearse, asimismo en el campo de la conducta humana los
efectos que estamos seguros que se seguirían si
ciertas condiciones se cumplieran pueden ser difíciles de conseguir por la dificultad de cumplir
estas condiciones. Y dado que los organismos vivos, y especialmente los humanos, son sistemas
de mucho mayor complejidad que los que trata el
químico o el tecnólogo, los obstáculos prácticos
por superar pueden ser tremendos. No obstante,
estar seguros de que tanto la rectitud como la felicidad sobrevendrán cuando ciertas condiciones
definibles se cumplan, nos da una nueva esperanza y una renovada inspiración.
Notas
1 J. S. MilI. Utilitarianism. Cap. II.
2. Henri Bergson. TIme and Free Will: An Essay
on the Immediate Data of Consciousness. London:
George Allen & Unwin, 1910.
3. Platón. Leyes. II, 662b - 663d; V, 732e.
4. John Locke. An Essay Concerning Human
Understanding. s.r.
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