Adam Smith - Econolandia

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Buscando a Adam Smith
* Simulación de un viaje por el tiempo realizado por un periodista económico, a través de un programa de
realidad virtual capaz de reproducir el comportamiento pasado de la economía. Incluido en el libro
Momentos estelares de Econolandia
En mi cabaña del WIC, entre viaje y viaje, me dedicaba a seguir los
acontecimientos de la trama terrorista y a preparar mis siguientes entrevistas. Sobre la
Operación Ajedrez no había grandes novedades: el equipo seguía buscando posibles
puntos débiles de ataque y nuestra posible respuesta. En cuanto a mi próximo
desplazamiento virtual a Escocia y la deseada conversación con Adam Smith, iba
uniendo información con mi propia imaginación sobre qué podría encontrarme.
Escocia sería entonces un país eminentemente agrícola y pesquero, donde se
habrían establecido unas pocas manufacturas, principalmente para atender el mercado
local, que se concentraba en Edimburgo, la capital, y Glasgow una pequeña ciudad de
apenas 50.000 habitantes (algo menos que Edimburgo) pero donde radicaba gran parte
del comercio y la industria escocesa del momento, aparte de su universidad.
Por mis lecturas, sabía bien que, cuando llegase, me encontraría con un país con
su propia cultura y lengua (el gaélico) pero integrada políticamente desde 1707 en el
Reino Unido de Gran Bretaña. Años de luchas autonomistas y tensiones con los ingleses
se habían suavizado (que no eliminado) un siglo antes con el acceso al trono de un rey
común para Inglaterra y Escocia (Jacobo I y VI, respectivamente), hijo de la reina
escocesa María Estuardo.
Bueno. El caso es que ahora mi nuevo módulo de viaje debería llevarme a
Glasgow o a Edimburgo (no sabía bien dónde) para que pudiera realizar mi entrevista a
Adam Smith. Sabía seguro que él había sido profesor en la Universidad de Glasgow
durante doce años y que hacía desplazamientos muy frecuentes a Edimburgo, donde
tenía siempre abierta la puerta de la casa de su buen amigo el filósofo David Hume. Sin
embargo, unos años antes de mi visita había realizado un amplio viaje por Europa como
preceptor de un joven noble, siguiendo una costumbre habitual de la época. A la vuelta,
me figuraba que volvería a la Universidad, de la que sabía que terminó sus días siendo
lord Rector. Sin embargo, yo había visto, en mis tiempos, su venerada tumba en una
iglesia de Edimburgo: “Aquí están depositados los restos de Adam Smith, autor de La
Teoría de los Sentimientos Morales y de La Riqueza de las Naciones. Nacido el 5 de
junio de 1723 y muerto el 17 de junio de 1790”.
Para mi sorpresa, el módulo no me dejó ni en la muy noble ciudad de
Edimburgo, ni en la más dinámica Glasgow. Me encontré en un pequeño pueblo costero
de apenas 1500 habitantes, Kirkcaldy, cuya principal actividad era la navegación
comercial hasta el Báltico y donde destacaba, además, la oficina de aduanas y una
fábrica de alfileres. Poco tardé en enterarme de que en ese pueblecito había nacido,
ahora hace 47 años, Adam Smith y que se había ido allí, hacia tres años, para escribir su
gran obra sobre economía, que no publicaría, después de múltiples correcciones, hasta
seis años más tarde de mi visita, ya en 1776.
Al llamar a la puerta de su casa, siguiendo las indicaciones de los lugareños, me
abrió su madre (él era soltero) a la que me presenté como periodista, ya que sabía que
años atrás su hijo había participado en el lanzamiento de una revista y esperaba que
hubiese una buena acogida hacia mi profesión.
No tuve que esperar mucho. Doña Margarita (así se llamaba su madre) me hizo
pasar a un pequeño despacho lleno de libros en estanterías y sobre una mesa que, por su
carga, apenas dejaba ver a mi distinguido interlocutor. Debo reconocer que estaba
impaciente y bastante nervioso ante el momento. ¡Me encontraba con quien se considera
como el padre científico de la Economía!
Agraciado físicamente, la verdad es que no lo era. Pero concentrar belleza y
sabiduría en la misma persona hubiera sido demasiado. Ojos saltones, párpados
prominentes, nariz aguileña gruesa, labio inferior abultado hacia arriba, temblor de
cabeza y cierto tartamudeo que le hacía hablar a trompicones.
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Adelante querido amigo. No voy a llamarle colega porque yo, la verdad, sólo
ayudé a poner en marcha una revista literaria, Edimburg Review, y además
con poco éxito, ya que sacamos únicamente dos números.
Profesor Smith –interrumpí con respeto nada fingido– usted ya ha hecho
bastante con ser, además de literato, filósofo, teólogo y experto en economía
política, todo ello al más alto nivel.
No crea que ha sido tanto... y no lo digo por fingida humildad. La literatura
para mí es una diversión. La teología es casi un producto natural de mi
interrumpida carrera eclesiástica. A lo que sí me he dedicado en cuerpo y
alma, es a la filosofía moral. De esta materia he dado mis cursos durante
doce años en mi querida Universidad de Glasgow y siempre he incluido en
ellos: teología natural, ética, jurisprudencia y economía política. Ahora me
estoy dedicando a reflexionar más a fondo sobre esta última materia.
¿Cuál es para usted el contenido de esa economía política? –pregunté, para ir
entrando en la materia de mi más directo interésLa economía política para mí es algo más amplio del campo que recorren
algunos gobernantes que piensan en términos de comercio con otros países y
acumulación de dinero; o de los planteamientos de fisiócratas como Quesnay
y Turgot. Incluye demografía, política educativa, ciencias militares,
agricultura o asuntos coloniales. En último término, se trata de buscar los
principios generales del gobierno y las causas y consecuencias de las
diferentes revoluciones que se han producido en la sociedad.
La conversación iba discurriendo hacia temas demasiado abstractos para mi
gusto. Así que decidí plantear algunas preguntas con más “garra”.
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He oído decir a algunos personajes interesados en cuestiones de economía
política que usted no puede saber mucho de un campo en el que no tiene
ninguna experiencia, ni como gobernante, ni como empresario, ni siquiera
como trabajador en alguna fábrica, agricultor o comerciante. ¿No se tratarán,
los suyos, de planteamientos poco realistas, propios de un profesor de
filosofía desde su aislada “torre de marfil”?
Yo esperaba una respuesta negativa tajante. Incluso un brote de malhumor. Pero
el profesor guardó silencio y durante algunos minutos parecía absorto en sus propias
ideas, como si estuviera más allá de este mundo. Más tarde me enteré que estos
ensimismamientos eran propios de su carácter y que eran célebres en todo el pueblo.
Como cuando, meditando sobre sus temas, hizo un gran paseo de varios kilómetros por
la costa vestido sólo con su camisón y un sombrero.
Pausadamente se levanto de su butaca y salió de la habitación, dejándome
intrigado por qué habría ido a buscar o a hacer. Volvió pulcramente trajeado: levita de
color claro, calzones hasta la rodilla, medias de seda blancas, zapatos bajos con hebilla,
sombrero de fieltro de casco bajo y alas anchas, sosteniendo en su manos un sobrio
bastón que acentuaba su gesto de mando.
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Vamos amigo Newsletter. Prefiero que continuemos nuestra conversación
mientras paseamos un rato al borde del mar. Es mi costumbre de todos los
días y además quiero enseñarle una experiencia real; de esas que se dice que
carezco.
Tras un breve caminar en silencio, el profesor Smith me señaló un edificio a la
salida del pueblo.
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Esta es una vieja fábrica de alfileres que yo ya visité cuando era pequeño y
que me ha dado mucho que pensar por los cambios que he venido
observando. Hace años un obrero producía unos pocos alfileres al día; veinte
como mucho, si era diestro en la tarea. Hoy día un obrero estira el alambre,
otro lo endereza, un tercero lo va cortando en trozos iguales, un cuarto hace
la punta, ... En fin, la tarea de hacer un alfiler se ha dividido en 18
operaciones distintas, algunas realizadas por un mismo trabajador. En
resumen, ahora con diez trabajadores se fabrican unos 48.000 alfileres, 4.800
por persona, en lugar de 20. Es el fruto de la especialización en cada tarea,
de no perder tiempo en cambiar de ocupación y también de la progresiva
introducción de máquinas para hacer los pasos más simples. ¡Esa es la
economía real!. Pero hay que reflexionar para entenderla, no basta con
vivirla.
Terminó su pequeña perorata con aire de triunfador, con el orgullo de un
profesor de filosofía que trataba de comprender el mundo en todos sus aspectos.
Continuamos el paseo, ahora por la arena dura de la playa, mientras yo preparaba mi
batería de preguntas.
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Bueno profesor. Yo ya se bien que tiene una gran fama dentro y fuera del
Reino Unido. Posiblemente es uno de los más conocidos fisiócratas, incluso
tanto como el doctor Quesnay.
Reconozco que mi intervención tenía su pequeña dosis de veneno diluida entre
dulces palabras de respeto. Adam Smith se paró de golpe en su paseo. Me miró
profundamente con sus ojos saltones que parecían querer salirse de las órbitas más que
nunca.
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No me confunda con ese médico francés metido a economista y su grupo de
aficionados, dicho sea con todo respeto para todos ellos, a los que traté
durante mi estancia en París en las navidades de hace ahora cinco años. El
doctor Quesnay se mueve alrededor de una idea difusa de que la circulación
de la riqueza suministra al organismo de todo país la fuerza que necesita,
como el fluir de la sangre en las personas. ¿Pero sabe realmente en qué
consiste la riqueza de las naciones, que es el tema sobre el que vengo
trabajando estos últimos años?
No quise perder la oportunidad para provocar un poco más a mi idolatrado
interlocutor, al que quería oír con toda la pasión de que fuera posible.
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Con toda la humildad de un advenedizo en estas cuestiones, creo que todos
estaremos de acuerdo en que la riqueza está en las reservas de metales
preciosos, conseguidos principalmente gracias a la exportación de una
agricultura eficiente.
No ha dado usted ni una, querido amigo –contestó con cierto cansancio
Adam Smith-. Ni dinero, ni agricultura son sinónimos de riqueza. Hace ya
algunos años que políticos y pensadores mercantilistas se empeñaron en
identificar la cantidad de monedas de oro y plata que un país podía
almacenar, con su riqueza. Por su parte, los fisiócratas han salido del error
para caer en un concepto de riqueza que identifican básicamente con la
agricultura, llegando a considerar como clases estériles a industriales y
artesanos. Todas estas ideas están anticuadas.
¿Entonces...? –pregunté.
Entonces lo importante no es el oro ni la plata que tengamos como nación,
sino lo que se puede comprar con ese dinero. Si tuviéramos más dinero y no
dispusiéramos de más productos (agrícolas o no) para satisfacer nuestras
necesidades, no habríamos ganado en riqueza. La cantidad real de trabajo
que podamos comprar o de la que podamos disponer no habrá aumentado.
Es decir –continué con mis provocaciones- que los gobiernos de los países
deben olvidarse de exportar y buscar la forma de aumentar la producción de
su agricultura y de su industria para mejorar el bienestar real de sus
habitantes.
Otra vez equivocado- respondió con cierto enfado el profesor-. Para
empezar, los Estados deberían estarse lo más quietos posible y dejar que se
entiendan directamente productores y consumidores. Deben limitarse a
promover un entorno legal y político que favorezca el que las personas con
iniciativas puedan poner en marcha nuevas empresas. Ese principio vital del
que habla Quesnay, se produce a pesar de las enfermedades y de las muchas
veces absurdas prescripciones de esos falsos doctores que desde el gobierno
incurren en gastos excesivos y errores de administración.
O sea que los individuos aciertan cuando los gobiernos se equivocan.
Aunque le pueda parecer extraño, así es. Lo que mejor funciona es un
sistema de libertad natural en el que cualquier individuo pone su empeño en
emplear su capital en conseguir el producto que le rinde más valor,
colaborando con ello a la obtención del ingreso anual máximo para la
sociedad. Ninguno se propone, por lo general, promover el interés público,
pero éste es conducido por una mano invisible. Suponer que un gobernante
sabe mejor lo que hay que hacer es presuntuoso e insensato por su parte y un
peligro para la sociedad.
Debo ahora reconocer que me hubiera quedado decepcionado si en la
conversación no hubiera salido la célebre «mano invisible» de Adam Smith, de la que
seguiríamos hablando durante siglos en las discusiones académicas y políticas entre
partidarios del liberalismo económico y defensores de una cierta intervención de los
Estados.
Durante el camino de vuelta repasamos algunas otras cuestiones sobre
funcionamiento de los mercados, la determinación de salarios y precios, las
fluctuaciones del valor internacional del oro y la plata, los principios de una política
impositiva sana o el futuro de las colonias inglesas. Para ser sincero, en aquellos
momentos me propuse leer, a mi vuelta al WIC, la obra que publicaría, en pocos años,
sobre la riqueza de las naciones. Lo he intentado, posteriormente en muchas ocasiones,
pero son cinco libros con más de mil páginas de difícil lectura. Puede ser que sólo se
hagan pesados para un periodista, ... porque la verdad es que se han hecho múltiples
ediciones en un gran número de países del mundo.
Inicialmente se publicó en 1776 al precio de poco más de una libra por ejemplar.
El libro se vendió bien y, en ese año, Adam Smith recibió unas 300 libras del editor. En
los años siguientes se hicieron reediciones (con algunas ampliaciones del autor) en
inglés y las primeras traducciones al danés, alemán, francés, italiano y español. Por
cierto, la versión española tardó en realizarse dieciocho años y debió primero superar la
oposición frontal de los círculos más conservadores, que veían peligrosas las propuestas
liberales del profesor escocés. En 1792 engrosó la lista de libros prohibidos por una
Inquisición que estaba viviendo sus últimos momentos en España, con la disculpa de “la
bajeza de su estilo y su escasa moralidad”. Esta sentencia figuró durante algún tiempo
en las puertas de las iglesias, pero la censura no pudo contener por mucho tiempo la
fuerza de estas nuevas ideas.
Doscientos años después de su publicación en España, un economista español
dedicaría a la obra de Adam Smith las palabras iniciales de su Biblia del Economista:
Yacía el Señor en la nada.
Y cuando vio que la nada no era
útil, se puso a crear
Creó el campo económico
real. Y lo dividió en
partes que llamó naciones.
Las naciones, empezó, estaban
informes y vacías.
Dijo pues El Señor:
«Se, Adam Smith».
Y se hizo la Riqueza de las Naciones
y vio El Señor que la riqueza
era útil.
Antonio Pulido, Momentos estelares de Econolandia
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