Oaxaca en el Universo de Me

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Oaxaca en el universo de Mesoamérica:
una visión arqueológica
Bernd Fahmel Beyer
Instituto de Investigaciones Antropológicas, UNAM
El estudio integral de las antiguas culturas oaxaqueñas inició a principios del siglo XIX en el extremo oriental de los Valles Centrales, dentro del
contexto social que rodea a los antiguos palacios
de Mitla [fig. 2.1]. Estos edificios habían llamado la atención de los españoles desde que se adentraron en la región de habla zapoteca en el siglo
XVI (Motolinia, 1969; Canseco, 1984; Burgoa, 1997a,
1997b). Su valoración como objeto de arte, sin embargo, empezó con las visitas sistemáticas de los
viajeros nacionales y extranjeros que habían oído
hablar de sitios como Palenque, Xochicalco y Teotihuacán.
En el volumen nombrado Las ruinas de Mitla y
la arquitectura, recopilado y publicado por el arquitecto e ingeniero civil Manuel Álvarez en 1900,
encontramos los textos, planos, dibujos y fotografías de aquellos pioneros que expusieron sus impresiones y algunos análisis comparativos entre
las construcciones con grecas en Mitla y los edificios con meandros egipcios, etruscos, grecolatinos
e hindúes. Entre dichos trabajos destaca el del arquitecto mexicano don Luis Martín y el coronel
español don Pedro de la Laguna, quienes fueron a
Mitla en 1802 para hacer los planos de las ruinas.
Durante su estancia en el lugar, este último se
percató de las pinturas que decoran los dinteles
de algunos edificios, refiriéndolas luego como representaciones de trofeos de guerra y sacrificios
(Álvarez, 1900: 48; León, 1901: 31). Poco tiempo
después, el capitán austriaco Guillermo Dupaix
escribió:
Lo interior de las paredes de estas dilatadas piezas
no tiene otro revestimiento que una encaladura con
una capa de mezcla fina dada de color con bermellón combinado con almagre, y muy sólidamente
bruñido, bien que se ha deteriorado mucho, y sólo
tal cual trozo se ve de él; pero lo bastante para su
conocimiento. Es de advertir que, en general, todo
el palacio, interior y exteriormente, hasta las columnas, fueron bañadas del mismo color [apud Álvarez, 1900: 55].
En 1830, Juan Carriedo visitó el sitio, y retornó a él en 1851. Con base en los deterioros acumulados de una fecha a otra elaboró proposiciones
para la Junta Subalterna de Geografía y Estadística, a fin de evitar la destrucción de los palacios.
En 1830 acompañó a Carriedo el arquitecto alemán
Eduard Mühlenpfordt para realizar un estudio detallado de las ruinas. Una copia de los planos que
éste levantó quedó en manos del primero, y otra
en el Instituto de Bellas Artes, junto con un magnífico atlas cuyas láminas fueron depositadas en el
Instituto Politécnico de Oaxaca (Álvarez, 1900: 68)
y publicadas en México en 1984. Años más tarde
arribaron a México Eduard y Caecilie Seler, y visitaron los palacios con Antonio Peñafiel, quien dirigió su atención a las pinturas que decoran los
dinteles. En su trabajo de 1895, Seler menciona
brevemente los bosquejos de algunas de las pinturas realizados por Mühlenpfordt, publicadas también por Carriedo en el tomo II de La ilustración
mexicana (1851). El entusiasmo que estos murales
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Sitios arqueológicos
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La Quemada
Chupícuaro
Tzintzuntzan
Tula
Teotihuacán
México
Xochicalco
Cholula
El Tajín
Tehuacán
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Huajuapan
Monte Albán
Mitla
Zaachila
Tututepec
Tehuantepec
Tres Zapotes
La Venta
Palenque
Edzná
Uxmal
Mayapán
Chichén Itzá
Tulum
Santa Rita
Tikal
Yaxchilán
Izapa
Kaminaljuyú
Copán
N
100
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400 km
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Golfo de México
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Océano Pacífico
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Figura 2.1. Área cultural mesoamericana
con sus principales sitios arqueológicos.
(Dibujo: R. Ramírez, 2006.
Basado en Jiménez Moreno, 1966.)
29
Oaxaca en el universo de Mesoamérica | 61
despertaron en dichos visitantes fue tan grande que
en junio de 1888 volvieron al lugar para copiar los
diseños que se conservaban en los grupos del Arroyo y de la Iglesia.
Ahora bien, mientras que los dibujos de Eduard
Mühlenpfordt [fig. 2.2] fueron publicados en la
obra de Antonio Peñafiel intitulada Monumentos del
arte mexicano antiguo, en 1890, en Berlín, las copias
de Eduard Seler salieron a la luz en el Congreso Internacional de Americanistas de 1895. En 1904 fueron reeditadas en el Bulletin número 28 del Departamento de Etnología Americana de la Institución
Smithsoniana, mientras que en México las publicó
Nicolás León en 1901. En el texto que acompaña a
dichos dibujos, Seler explica su contenido y lo relaciona con los códices del grupo Borgia provenientes
de la zona ubicada entre el Altiplano mexicano y
los Valles Centrales de Oaxaca.
Muchos investigadores siguieron las huellas de
los primeros visitantes, elaborando estudios más o
menos largos sobre el papel social de los palacios y
el pueblo al que se le habían de atribuir. Algunos de
ellos también enfocaron la lengua, las costumbres
y los modos de vida de la población circundante,
abriendo el camino a los trabajos de antropología
cultural dentro del contexto indígena zapoteco. Entre éstos destacan Hubert Bancroft (1875), Adolph
Bandelier (1884), William Holmes (1897), William
Corner (1899), Leopoldo Batres (1901), Nicolás León
(1901), Marshall Saville (1909), Alfonso Caso (1927b),
Ignacio Marquina (1928), Ralph Beals (1934), Elsie
Parsons (1936) y Howard Leigh (1960). A partir de
los años treinta, empero, el discurso antropológico comenzó a dar prioridad a los resultados que
se obtenían en las exploraciones de Monte Albán.
No obstante, las investigaciones continuaron en Mitla, y con ellas el interés por su pintura mural como
punto de referencia para el estudio de las demás
culturas que habitaron Oaxaca durante la época
prehispánica [fig. 2.3].
Para las fechas en que Eduard Seler escribía su
interpretación de las figuras que observó en los dinteles de Mitla (1895), era común desglosar las crónicas de los siglos XVI y XVII y analizar la iconografía de
las imágenes representadas en los códices, la cerámica y la escultura, con base en la descripción
de los antiguos dioses. En 1902, sin embargo, Zelia Nuttall introdujo el enfoque histórico al estudio
Figura 2.2. Personaje representado
en los murales de Mitla.
(Dibujo: A. Reséndiz, 2004.
Tomado de Mühlenpfordt, 1984: lám. XVIII.)
Figura 2.3. Personaje representado
en los murales de Mitla.
(Dibujo: A. Reséndiz, 2004.
Tomado de León, 1901: lám. 5.1.)
de aquellos libros, muchos de los cuales parecían
contener los nombres de innumerables reyes y una
relación de sus principales hazañas. Años más tarde, tal propuesta fue retomada por Alfonso Caso,
quien, apoyado en los trabajos de James Cooper
Clark, Richard Long y Herbert Spinden, la llevaría
a su clímax con la publicación del Mapa de Teozacualco (1949) y el volumen dedicado a los Reyes y
reinos de la Mixteca (1977-1979) (Anders et al.,
1992: 21-23).
Hoy día sigue vigente esta línea de investigación, ya que permite organizar temporalmente los
62 | Oaxaca I Estudios
Figura 2.4. Imagen de la diosa 2 J,
adosada en un vaso de cerámica.
(Dibujo: A. Reséndiz, 2004.
Basado en Caso y Bernal, 1952: fig. 125b.)
hechos registrados en las esculturas y demás materiales arqueológicos, identificar los grupos étnicos
que se movieron en Oaxaca después del Clásico y
revisar los mitos sobre los que éstos construyeron
su vida diaria. Más aún, el examen de la iconografía, apoyado en estudios lingüísticos minuciosos,
ha permitido profundizar en el significado de los
signos y su lectura, con lo que se abren las puertas al estudio de la escritura indígena prehispánica de Oaxaca. Paradójicamente, el hincapié que
se hizo en los códices y en los manuscritos coloniales condujo también al olvido de las pinturas
de Mitla, cuyo deterioro parece irremediable. Una
revisión detallada de los fragmentos que aún se
conservan, empero, permite llegar a conclusiones
fascinantes sobre la estética de quienes las pintaron
y sus relaciones pictóricas y culturales con los murales de otras regiones y épocas más tempranas.
Si el contenido de estos “códices en muro” parece aludir a los relatos que daban sentido a la vida
diaria de los zapotecos, el descubrimiento de una
larga tradición funeraria abre la posibilidad de conocer un poco el mundo de sus difuntos. A ello
ha contribuido la etimología de la palabra Mitla,
en náhuatl, o Lyobaa, en zapoteco, que quiere decir Lugar de los Muertos o del Descanso. Con base
en la descripción que de dicho sitio hicieran Motolinia (1969), Canseco (1984) y Burgoa (1997a),
numerosos viajeros del siglo XIX rindieron tributo a sus edificios, a las tumbas que se descubrían
en su cercanía y a los vasos-efigie o urnas que los
campesinos hallaban en sus tierras [fig. 2.4]. Sin
embargo, el padre dominico también comenta que
los indígenas “huían de la luz de la doctrina en los
templos [cristianos], y buscaban las tinieblas de
sus supersticiones por las cavernas y montes en
los mayores retiros y soledades” (Burgoa, 1997b).
Desafortunadamente, hacer hincapié en los edificios de Mitla condujo a que los sepulcros que aparecían en otras regiones del estado —fueran o no
de tradición zapoteca— no siempre recibieran la
atención de los primeros investigadores. De ahí
que en la literatura de la época destaquen las noticias y los reportes que de esos recintos dejaron
algunos coleccionistas y exploradores, como Fernando Sologuren y Manuel Martínez Gracida (1910),
Johann Wilhelm von Müller (1998), Teobert Maler (1942), Marshall Saville (1899), Leopoldo Batres
(véase Lombardo de Ruiz, 1994) y Eduard Seler
(1960).
Una vez explorados los alrededores de Mitla y
los llanos de Xoxocotlán, correspondió a la acrópolis de Monte Albán sorprender al mundo con
sus tumbas ricamente pintadas y llenas de ofrendas. La arquitectura y la escultura de tales espacios muestran algunos de los estilos observados en
otros lugares, lo que permitió elaborar una tipología constructiva muy precisa y fechar, a través de
ella, los ajuares que los acompañaban (Marquina,
1964: 335-346).
Nuevos trabajos e interpretaciones
Cuando Alfonso Caso estudió las pinturas que se
encontraban en la antecámara de la Tumba 2 de
Mitla, se apoyó en los análisis iconográficos de corte seleriano (Caso, 1927b). Su descripción de los
murales hallados en Monte Albán, en cambio, se
inserta dentro de la hermenéutica que permitió
construir aquel mundo zapoteco de dioses, reyessacerdotes y arquitectos que se ha difundido en los
Oaxaca en el universo de Mesoamérica | 63
libros de arte y que volvemos a encontrar en los
medios de divulgación (Caso, 1938). Hoy día el descubrimiento de otras manifestaciones pictóricas
en sitios como Yucuñudahui, Tlacotepec y Huajuapan, en la región mixteca; Jaltepetongo, en la
Cañada; Cerro de la Guacamaya, en la Chinantla;
Tehuantepec, en el Istmo, y Lambityeco, Yagul y Suchilquitongo, en los Valles Centrales, permite estudiar la pintura mural dentro de un modelo de
cultura más amplio, que da una idea de cómo se relacionaron los zapotecos con sus vecinos inmediatos y de qué manera fueron desarrollando sus tradiciones estéticas y mortuorias los distintos grupos
étnicos de Oaxaca.
Como se ha dicho antes, las excavaciones más
importantes realizadas en Monte Albán se llevaron a cabo entre los años treinta y cincuenta del
siglo pasado. Debido a la falta de depósitos profundos que permitieran obtener una estratigrafía
detallada, Alfonso Caso y su equipo tuvieron que
valerse de la arquitectura y de los tiestos cerámicos para seriar las vasijas y urnas que aparecían
en las tumbas, entierros y cajas de ofrenda asociadas a las distintas sobreposiciones (Caso y Bernal,
1952; Caso, Bernal y Acosta, 1967). Con ello, la secuencia arqueológica del sitio se tornó en una de
las más largas y depuradas de Mesoamérica, y en
columna dorsal de muchas exploraciones realizadas posteriormente [tabla 2.1].
Su estructura se resume en cinco épocas, que
inician alrededor de 500 a. C. y concluyen con la
Conquista (véase Bernal, 1965; García Moll et al.,
1986; Fahmel, 1991). La primera época es de filiación olmeca. Hereda algunos elementos de las fases
reconocidas en Tierras Largas y San José Mogote
y enriquece el repertorio con otros que son comunes a los sitios ubicados en las cercanías del Istmo
de Tehuantepec (véase Flannery y Marcus, 1994;
Flannery y Marcus, eds., 1983; Zeitlin y Zeitlin,
1990). La segunda época inicia alrededor del año
1 d. C. Entonces, se introducen numerosos elementos del sureste mesoamericano que más tarde se
combinan con rasgos llevados de Teotihuacán. A
este lapso, conocido antes como Monte Albán II y
transición II-IIIa, se le denomina hoy época II, dividida en temprana y tardía. La IIIa abarca los años
350-400 a 650 d. C., aproximadamente. Se distingue por sus relaciones con las tierras altas del Aná-
huac y las ciudades de Teotihuacán y Xochicalco
(Fahmel, 1995, 1996, 1997). Aprovechando el ir y
venir sobre las rutas que vinculaban dichos sitios,
empezaron a florecer los señoríos de la región
mixteca, cuya cultura material incorporó algunos
elementos zapotecos y teotihuacanos dentro de
los estilos generados localmente. Destacan entonces los asentamientos de la Mixteca Baja y lo que
se ha denominado cultura ñuiñe (Paddock, 1966,
1970; Moser, 1977; Rodríguez, 1996; Rivera, 1999).
La época IIIb corresponde al auge de Monte Albán
y a la mayor expansión de sus vínculos culturales
(Fahmel, 1998, 1999). En dirección del Altiplano
mantuvo relaciones con numerosas ciudades del Epiclásico y, hacia el sureste, con otras tantas del Clásico tardío maya. Al abandonarse Monte Albán, alrededor de los años 850-900 d. C., los asentamientos
ubicados en los valles conservaron buena parte de
la cultura material de la época IIIb, a la que Alfonso Caso nombró como IV. Por último, tenemos
la época V, que representa los sitios que introdujeron la cerámica policroma, los metales y el estilo gráfico tipo códice del Posclásico tardío (Caso
y Bernal, 1965; Paddock, ed., 1966; Caso, Bernal y
Acosta, 1967; Bernal y Gamio, 1974; Nicholson
y Quiñones, 1994).
A raíz de los trabajos de George Vaillant (1938),
Eduardo Noguera (1965) y Henry B. Nicholson
(1966, 1982) sobre la iconografía de tipo códice, y
de los avances logrados en la interpretación de estos documentos, gran parte de Mesoamérica fue
ubicada bajo la tutela de una cultura cuyo estilo supuestamente provenía de la región Mixteca-Puebla
(Paddock, 1994). La riqueza y diversidad de las manifestaciones plásticas que se adhieren a este “estilo” sugieren, empero, que la adopción de ciertas
convenciones formales por muchas etnias no necesariamente ligadas a los mixtecos obedeció a la
necesidad de crear un lenguaje icónico común,
por encima de las tradiciones clásicas que le subyacen (Smith y Heath-Smith, 1982; Camarena, 1999).
Desde tal punto de vista, tendríamos entonces distintas variantes del tipo códice, algunas de las cuales caracterizan a dichos documentos.
La unidad general que revelan todas estas tradiciones posclásicas —pese a su diversidad— contrasta fuertemente con otras expresiones plásticas,
y tales diferencias permitieron a los arqueólogos
64 | Oaxaca I Estudios
Tabla 2.1. Cronología comparativa de Monte Albán
Bernal,
Whitecotton,
Paddock,
García Moll
Winter,
Fahmel,
1965
1972
1988
et al., 1986
1989
1991
V
V
V
V
Posclásico
1521
V
V
1350
IV
IV
1000
900
IIIb
IV
Clásico
800
680
650
600
550
500
450
350
IIIb
IIIb–IV
Transición
IIIa–IIIb
Transición
IIIa–IIIb
IIIb
100
a. C.
1
50
100
200
Preclásico
600
Tardío
Temprano
IIIa
IIIa
IIIa
IIIa
Transición
II–IIIa
Transición
II–IIIa
Transición
II–IIIa
Transición
II–IIIa
Transición
II–IIIa
II
II
II
Tardío
Temprano
II
II
I
I
300
400
450
IIIa
Transición
IIIa–IIIb
IIIa
250
d. C.
IIIb–IV
IIIb–IV
I
I
I
I
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Golfo de México
Orizaba
Ve
rac
Tehuacán
Puebla
ruz
Coatzacoalcos
Acatlán de Osorio
Huajuapan de León
Tlapa de Comonfort
Asunción Nochixtlán
Santa María Asunción Tlaxiaco
Oaxaca
Santiago Suchilquitongo
Monte Albán
Oaxaca de Juárez
Zaachila
Guerrero
Mitla
Ocotlán de Morelos
Chiapas
Ejutla de Crespo
Juchitán de Zaragoza
Miahuatlán de Porfirio Díaz
Santiago Pinotepa Nacional
Santo Domingo Tehuantepec
Salina Cruz
Santos Reyes Nopala
San Pedro Pochutla
Océano Pacífico
Lámina 2.1. Mapa orográfico-hidrológico de Oaxaca.
(Dibujo: C. Coronel, 2006. Corte: René Ramos Álvarez,
Laboratorio de Sistemas de Información Geográfica
y Percepción Remota, Instituto de Geografía, UNAM.)
establecer las épocas de desarrollo cultural de
Monte Albán. Además, las urnas, los braseros y las
figurillas indican con claridad los vínculos habidos entre el área oaxaqueña y las regiones aledañas mencionadas antes. Más aún, los cambios que
registran sus respectivos programas iconográficos
dan acceso al mundo intangible de los dioses cuyas
manifestaciones estaban atadas, inexorablemente,
a las fuerzas de la naturaleza. Para entender la dinámica que regía estas filiaciones y su adaptación
a los medios locales, es indispensable conocer la
orografía de la entidad [lám. 2.1], sus distintas regiones fisiográficas, zoológicas y botánicas y, sobre
todo, su climatología, así como el patrón de lluvias
erráticas o voluntariosas —valga la palabra—, pues
éstas se relacionaban con el estado de humor de
las deidades.
La iconografía de tales piezas es tan compleja
que requiere mucha mayor atención de la que se
le ha brindado. Aunque la carencia de contextos
en diversas ocasiones no permite un buen análisis
de tipo semiológico, Alfonso Caso (1928), junto con
Ignacio Bernal (1952), lograron interpretar varios
signos icónicos a partir del estudio de las estelas zapotecas y su comparación con los de otros sitios
y regiones de Mesoamérica. Nuevos enfoques se
desarrollaron en los años ochenta, cuando las imágenes antropomorfas se relacionaron con el orden
social y con ciertos individuos en particular (Flannery y Marcus, eds., 1983; Urcid, 1992a; Fahmel,
1994) [fig. 2.5]. Difícil es afirmar si una imagen
se refiere a un dios o a un señor que porta sus insignias, ya que ambos son necesarios para que el cosmos funcione correctamente. De ahí que algunos
66 | Oaxaca I Estudios
Figura 2.5. Monte Albán. Tumba 104,
personaje representado en el muro norte.
(Dibujo: A. Reséndiz, 2004.
Tomado de Marcus, 1983a: fig. 5.9.)
investigadores busquen correlaciones más precisas con la pintura y la escultura [fig. 2.6], en las que
aparentemente se distingue el mundo de los humanos vivos, el de los muertos y el de los dioses (Urcid,
1992b; Sellen, 2002; Fahmel, 2002).
La historia de las interpretaciones de la escultura oaxaqueña se inició durante el siglo pasado,
cuando viajeros y anticuarios describieron las imá-
Figura 2.6. Relieve escultórico hallado
en la Plataforma Sur de Monte Albán.
(Dibujo: A. Reséndiz, 2004.
Tomado de Marcus, 1983b: fig. 6.5.)
genes vistas en determinado edificio prehispánico
o en algún monolito dispuesto en las plazas públicas
de los pueblos o colecciones particulares (Dupaix,
1834; Müller, 1998; Batres, 1902; Martínez Gracida, 1910; Seler, 1960). El primer trabajo sistemático sobre los glifos calendáricos y la estructura de
las inscripciones fue, sin embargo, el de Alfonso
Caso (1928), denominado Las estelas zapotecas. Tal
estudio no sólo sirvió para identificar algunos de
los dioses representados en las urnas y en la pintura mural, sino que fue —y sigue siendo— la piedra
angular de todos los análisis epigráficos, calendáricos, lingüísticos y costumbristas realizados sobre
los antiguos zapotecos. Destacan, entre aquéllos, los
del mismo Alfonso Caso e Ignacio Bernal, John Paddock, Howard Leigh, Andy Seuffert, Joseph Whitecotton, Víctor de la Cruz, Gordon Whittaker, Donald
Patterson, John Scott, Wiltraud Zehnder, Joyce Marcus, Marcus Winter, Robert y Judith Zeitlin, Bernd
Fahmel y Javier Urcid.
Para la Mixteca Alta se tienen los trabajos de
Alfonso Caso, Mary Smith, Maarten Jansen, Charles Markman y Marcus Winter, y para la Mixteca
Baja, los de John Paddock, Christopher Moser,
Laura Rodríguez e Iván Rivera. Las esculturas de
la región costera han sido estudiadas por Román
Piña Chan, Donald Brockington, María Jorrín, Roberto Zárate, Arthur Joyce y Javier Urcid. Otros autores han reportado unas piezas apenas conocidas
Oaxaca en el universo de Mesoamérica | 67
de diversas regiones de Oaxaca, que esperan ser
integradas al corpus general y analizadas por los
epigrafistas. En este ámbito han cobrado interés especial los trabajos de Javier Urcid (2001) sobre la
escritura zapoteca y los de Laura Rodríguez (1996,
1998) acerca de las inscripciones de la región ñuiñe.
Complementan estos trabajos los vocabularios y
tratados sobre los códices y manuscritos coloniales, ya que constituyen el puente icónico, léxico y
simbólico hacia las representaciones más antiguas
(vid. supra).
Uno de los hallazgos más importantes de las
últimas décadas fue el de la Tumba 5 de Suchilquitongo, descubierta en 1984 y explorada a finales de
1985 por el arqueólogo Enrique Méndez, del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Recinto excepcional por la naturaleza de su arquitectura, la riqueza de sus pinturas y la elaboración de
sus relieves y esculturas en piedra y estuco, es, a
un tiempo, expresión de los lazos que unían a los
zapotecos vivos con los muertos. Aunque falta establecer los nexos entre los murales y los relieves
que los delimitan, las inscripciones pintadas en los
dinteles refuerzan las ideas desarrolladas por Alfonso Caso sobre el uso de las tumbas en las épocas prehispánicas. No se trata, pues, de un mundo
tenebroso y distante, sino al contrario: un ámbito visitado con frecuencia para enterrar a los descendientes de un linaje y sustraer los huesos de los
antepasados. Las escenas registradas en la estela
funeraria de esta tumba, por su parte, replican otras
tantas cuyo contexto se ha perdido. Publicados por
Alfonso Caso en 1928, sabemos ahora que esos monumentos de carácter familiar vinculaban a los
señores-sacerdotes con los sucesos del pasado, mientras que las esculturas expuestas en los espacios
públicos los proyectaban hacia el futuro. Desde este
punto de vista, la arquitectura mayor formaba el
escenario donde el hombre se anclaba a la realidad, con miras a ser beneficiado por los dioses en
su quehacer diario.
La arquitectura y la pintura mural
La gran actividad constructiva desplegada por los
zapotecos en Monte Albán fue uno de los criterios
que permitió a Alfonso Caso distinguir a dicho pue-
blo entre los demás grupos prehispánicos como
“pueblo de arquitectos” (1942). Desafortunadamente, los volúmenes que el autor pensaba dedicar
a las exploraciones y al estudio de los grandes monumentos nunca fueron publicados. Sus informes
y el trabajo sumario de Jorge Acosta aparecido en
el Handbook of Middle American Indians (1965), permitieron, sin embargo, que Bernd Fahmel (1991) recuperara y sistematizara la información obtenida
durante las dieciocho temporadas de campo efectuadas en Monte Albán. El análisis de los grupos
arquitectónicos edificados en un lapso de mil trescientos años ha confirmado los nexos culturales detectados previamente por Alfonso Caso y ha situado
a Monte Albán dentro de los procesos que llevaron a
la formación del Estado zapoteco y de la civilización
mesoamericana en general (Fahmel, 1995). Dentro de este cuadro encajan muchos de los edificios
explorados en San José Mogote, Dainzú, Lambityeco, Yagul, Zaachila, Mitla y Teotitlán, pero no su
totalidad, ya que bastantes de ellos debieron responder a las circunstancias particulares de sus
constructores y a las condiciones locales. Fuera de
los Valles Centrales son pocos los edificios prehispánicos que se encuentran en pie, de los cuales destacan los de Santo Domingo, Quiotepec, Monte Negro, Huamelulpan, Yucuñudahui, Diquiyú, Cerro
de las Minas y Guiengola, aunque la verdad es que
vastas regiones de Oaxaca apenas han sido visitadas.
Para el estudio de la pintura mural [lám. 2.2]
es indispensable comprender la importancia de la
arquitectura como soporte de la primera y como
marco de las actividades de quienes la encargaron
[fig. 2.7]. Una construcción no sólo organiza los espacios que ocupan sus habitantes, sino que brinda
un carácter especial a éstos mediante el discurso
pictórico que los distingue. Una razón más para
abundar en los detalles de un edificio arqueológico es que permiten al estudioso situarlo temporalmente y, en ocasiones, fechar los restos de pintura que aparecen durante su excavación. Tal
prioridad del monumento inmueble sobre otros
materiales culturales —sea cerámica, escultura e
incluso el estilo mismo de una pintura— no deriva
únicamente de su articulación interna, sino del
hecho de que la dinámica de producción, consumo y cambio formal de los objetos utilitarios varía
de uno a otro caso y de un sitio o región a otros. Los
68 | Oaxaca I Estudios
Costas del Sur
Sierras del Sur de Chiapas
Cordillera Costera del Sur
Llanuras del Istmo
Sierras Orientales
Sierras del Norte de Chiapas
Sierras Centrales de Oaxaca
Llanura Costera Veracruzana
Sierras y Valles de Oaxaca
Sur de Puebla
Mixteca Alta
14
12
13
15
17
16
11
8
3
1
7
5
2
4
6
9
10
1
Monte Albán
7
Xoxocotlán
13 San Miguel Tlacotepec
2
Suchilquitongo
8
Huitzo
14 San Pedro y San Pablo Tequixtepec
3
Lambityeco
9
Zimatlán
4
Yagul
10 Tehuantepec
15 Jaltepetongo
5
Zaachila
11 Yucuñudahui
16 Cerro de la Guacamaya (Yólox)
6
Mitla
12 Sta. Teresa Huajuapan
17 San Juan Barranca (Yólox)
Lámina 2.2. Oaxaca. Sitios arqueológicos
con pintura mural.
(Dibujo: R. Ramírez, 2004.)
(Cerro de la Biznaga)
Oaxaca en el universo de Mesoamérica | 69
Figura 2.7. Monte Albán.
Perspectiva del Edificio X y su subestructura.
(Dibujo: A. Reséndiz, 2004.
Tomado de Fahmel, 1991: fig. 101.)
registros epigráficos pintados o esculpidos fuera
del área maya durante el período Clásico no permiten determinar fechas precisas dentro de una secuencia arqueológica, pues se insertan en un sistema de ruedas calendáricas que se repiten cada
cincuenta y dos años.
Una vez establecidas las etapas arquitectónicas y las de sus estilos decorativos y ornamentales, queda por resolver hasta dónde estuvieron
pintadas las estructuras o si sólo fueron estucadas.
De haber sido pintadas, hay que determinar la escala del programa pictórico y la particularidad de
cada edificio. Con base en las fuentes documentales y los trabajos de restauración llevados a cabo en
los palacios de Mitla, sabemos, por ejemplo, que
tanto los muros como las grecas se hallaban estucados y pintados de rojo (Batres, 1901; Robles et al.,
1987; Robles y Moreira, 1990). En el Palacio de los
Seis Patios, en Yagul, varios cuartos y pasillos tuvieron una cenefa roja en la base de los muros, mismo color que había en los pisos (Bernal y Gamio,
1974). En Lambityeco, en cambio, las estructuras
excavadas por John Paddock y su equipo aún lucen el color blanco del estuco. En Tehuantepec, el
edificio circular descubierto por Roberto Zárate
presenta, en su interior, franjas verticales de rojo y
blanco. En Monte Albán, finalmente, algunas de las
construcciones exploradas por Alfonso Caso, Arturo
Oliveros y Marcus Winter muestran paramentos
de colores y tableros decorados con discos de piedra pintados de rojo. Trabajos realizados en fecha
reciente por el personal encargado de la zona arqueológica del Montículo B revelan, además, que
el edificio —construido hacia el año 600 d. C.— estuvo decorado con diseños geométricos y florales
de colores, así como con representaciones de estructuras que recuerdan a las de Teotihuacán (José
Luis Tenorio, comunicación personal, 2000). Las
tumbas de este sitio, por otra parte, muestran el estilo y colorido que prevalecía durante las distintas
épocas de ocupación. Entre dichos sepulcros destaca el 204, por su antigüedad y monocromía, mientras que la composición, riqueza iconográfica y
policromía del 105 nos recuerdan a la Tumba 5 de
Suchilquitongo.
La vida de las elites, que se recogían en sus palacios cuando no laboraban en los edificios administrativos, debió de ser muy placentera. Muchos objetos y materiales que facilitaban la realización de los
quehaceres llegaban de fuera, sin que por ello faltaran en las casas más sencillas. Entre éstos se encontraba la obsidiana, el pedernal, el cuarzo, el hueso
y el cobre, empleados en la producción de utensilios de trabajo y ornamentales [fig. 2.8]; cerámicas
70 | Oaxaca I Estudios
Figura 2.8. Imagen de un gobernante,
labrada sobre un pendiente de jade
de la época Monte Albán IIIb.
(Dibujo: A. Reséndiz, 2004.
Basado en Paddock, 1966: fig. 161.)
de tipo Anaranjado Delgado, Anaranjado Fino, Plumbate y Policromo; productos comestibles y para el
vestido; maderas, resinas y grasas para las teas;
pegamentos y aglutinantes para la manufactura
de objetos artesanales, y todo tipo de hierbas y productos minerales para la elaboración de medicamentos, perfumes y maquillajes.
Algunos objetos debieron de estar reservados
para las grandes personalidades, ya que formaban parte de la vida ritual; entre otros, las pieles de
jaguar, las plumas de varias aves vistosas, la jadeíta
y otras piedras semipreciosas, el cinabrio, el oro y
la plata, las espinas de mantarraya, los objetos de
mica y magnetita, los espejos de pirita y obsidiana,
los grandes braseros y esculturas ornamentales, los
libros, algunos dulces y el chocolate. De interés especial debieron ser las tintas y los pigmentos con
los cuales se elaboraban los colorantes. Si la fabricación de textiles y objetos suntuarios, códices y cerámica policroma requirió una buena parte de estos materiales, la otra fue empleada en la pintura
mural de los edificios y recintos funerarios.
Tener o no tener acceso a las materias primas
antes mencionadas debió depender, en gran medida, del enlace con las rutas comerciales y del manejo de una economía que brindara los recursos
necesarios para beneficiar a los asentamientos y
sus habitantes. Más aún, para maniobrar con eficacia dentro de una región tan compleja en lo geográfico, étnico y lingüístico, habrán desempeñado
un papel fundamental las deidades, ya sea como benefactoras de algún grupo semejante a los pochtecah del Posclásico o como garantes de una buena
relación entre las comunidades. Muchas facetas de
dicha problemática han sido estudiadas por la antropología cultural y la sociología. El reto principal
siguen siendo, empero, los cambios tecnológicos,
de valores y de escala que se dieron entre una época arqueológica y otra, y a partir de la incorporación
del Nuevo Mundo a la economía mundial (Wallerstein, 1979; Chirot, 1980; Weber, 1981; Bonfil, 1990).
A raíz de esta última y de la introducción de valores monetarios estandarizados, se ha simplificado
el intercambio, reduciéndose al concepto de “influencia” buena parte de los mecanismos que permitieron establecer contactos y expresar su solidaridad a los distintos pueblos prehispánicos.
Desde el punto de vista de la estética, es imposible pasar por alto la importancia de dichos vínculos,
ya que los objetos resultantes de la interacción
humana y las transformaciones que se efectúan en
ellos se encuentran estrechamente ligados a las expresiones intangibles de una sociedad. En tal sentido, son pocos los trabajos que se han dedicado
de manera explícita al cambio icónico en Mesoamérica o a la reestructuración de las fuerzas del cosmos al que responde éste. La transformación de
los vasos figurativos en urnas y la modificación
de los diseños que las componen son, por ejemplo,
un campo apenas explorado dentro del complejo
sistema de representaciones que aluden a la concepción de los tiempos y al ritmo de los calendarios (Caso, 1927a; Caso y Bernal, 1952; Fahmel,
1999, 2001).
La introducción de la imagen hoy denominada
“sol nocturno” durante la época II y la adaptación
de la figura maya a la urna oaxaqueña son hechos
descubiertos por Clemency Coggins (1983), y constituyen un acierto que pocos han valorado. Más difícil de trabajar, pero no por ello menos interesan-
Oaxaca en el universo de Mesoamérica | 71
te, es el problema de la influencia teotihuacana en
Monte Albán, el uso de cenefas decoradas con ganchos y el significado de los tableros adornados con
discos rojos. La aparición de Nueve Viento EhécatlQuetzalcóatl y del signo del año A-O en sitios zapotecos del Clásico tardío, junto con los portadores
de año clásicos y posclásicos son indicio de que los
valles y las sierras participaron, de manera conjunta, en la elaboración del “estilo códice” que vemos en
las pinturas murales de Mitla y en los documentos
del grupo Borgia (Fahmel, 2003). Dentro de este
ámbito caen también los estudios sobre el color realizados en las regiones vecinas, sus vínculos con la
cosmología y con los mitos que condujeron la mano
de los pintores. El recurso de la monocromía, la policromía y la bicromía rojo/blanco que se observa
en los murales oaxaqueños de las distintas épocas
responde, indudablemente, a tales factores, además de manifestar los nexos con otras regiones de
Mesoamérica.
Estudios regionales
En un contexto más general, las exploraciones desarrolladas fuera de Monte Albán han documentado las evidencias que permiten aducir la composición multiétnica de la región oaxaqueña [fig.
2.9] y el carácter pluricultural de sus pobladores.
De esta manera también se ha ido rompiendo la
barrera conceptual, y de tipo clasificatorio, erigida
durante los años cincuenta entre el Clásico y el
Posclásico, entre los zapotecos y los mixtecos y
los aspectos religiosos y bélicos de su organización
social. De esos trabajos vale mencionar el proyecto
“Atlas Arqueológico”, del Instituto Nacional de Antropología e Historia, así como los recorridos de
Ignacio Bernal, Howard Cline, Agustín Delgado, Gabriel de Cicco, Donald Brockington, Román Piña
Chan, Charles Spencer, Elsa Redmond, Ronald
Spores, John Paddock, Bruce Byland, John Pohl,
Richard Blanton, Stephen Kowalewski, Gary Feinman, Linda Nicholas, Judith Zeitlin, Robert Zeitlin,
Enrique Méndez, Enrique Fernández, Susana Gómez, Raúl Matadamas, Iván Rivera, Marcus Winter, Arthur Joyce, Andrew Balkansky y Bernd Fahmel, además de las excavaciones efectuadas en
diversos ejes culturales.
Como se aprecia en la figura que ilustra la distribución de los sitios estudiados hasta la fecha
[fig. 2.1], aún falta conocer muchas zonas alejadas
del acontecer diario. Algunas piezas arqueológicas
recogidas en ellas y conservadas en museos y colecciones privadas, empero, sugieren que también estuvieron habitadas y que establecieron relaciones
con regiones colindantes de Guerrero, Puebla, Veracruz y Chiapas.
Por último, cabría señalar algunos avances sobre el estudio de los materiales arqueológicos y
sus técnicas de manufactura. Sabemos que la obsidiana empleada en Oaxaca provenía de los yacimientos de Zaragoza, Puebla; Pachuca, Hidalgo, y
Zinapécuaro, Michoacán (Elam, 1993). La magnetita y otros minerales ferruginosos, en cambio, se
enviaban de los Valles Centrales de Oaxaca hacia
la zona olmeca (Pires Ferreira, 1975). La concha,
el caracol y las espinas de mantarraya llegaban de
ambos mares y eran trabajadas en talleres locales
(Flannery y Marcus, eds., 1983; Feinman et al., 1990;
Iván Rivera, comunicación personal, 2001).
Por el estilo de la lapidaria, se piensa que la jadeíta y la piedra verde se surtían de yacimientos
oaxaqueños y guatemaltecos (Caso, 1965). Es probable que el cinabrio se trajera de las minas de
Querétaro, aunque no se han realizado los análisis
químicos correspondientes (Herrera, 1994). Metales como el oro, la plata y el cobre debieron proceder de los mismos placeres que fueron explotados
por los españoles durante la época colonial (véase
Caso, 1969; Carmona, 2003). La cantera empleada
para la construcción variaba según la geología de
cada región, aunque en los Valles Centrales la más
común fue la de Oaxaca, Mitla y Suchilquitongo
(Morales, 1992; Robles, 1994).
La mayor parte de la cerámica era de manufactura local, si bien algunos tipos eran comerciados
en el ámbito mesoamericano, como son el Anaranjado Delgado, el Plumbate y el Anaranjado Fino,
además de las vajillas de la época colonial (Caso,
Bernal y Acosta, 1967; Rattray, 1981; Fahmel, 1988;
Martínez López et al., 2000; Gómez, 2001). No obstante, son pocos los hornos de producción cerámica detectados en Oaxaca (Martínez López et al.,
2000). La manufactura de grandes esculturas huecas es un rasgo que se comparte desde temprano
con las culturas de Veracruz y el área maya, aun-
72 | Oaxaca I Estudios
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Zapoteco
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Mixteco
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Tequistlateco
Huave
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Mixe
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Otopame
d
Chinanteco
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Nahua
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Mazateco
k
Maya
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Tlapaneco
Figura 2.9. Grupos etnolingüísticos de Oaxaca
y de las áreas culturales vecinas.
(Dibujo: R. Ramírez, 2005.
Basado en Manrique, 1994: 14.)
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Oaxaca en el universo de Mesoamérica | 73
que llega a su clímax con las urnas, los xantiles y
las figuras de pie del dios Xipe, que aparecen al
norte de la entidad durante el Clásico tardío (Boos,
1966; Paddock, ed., 1966). La cerámica policroma
del Posclásico, finalmente, se presenta en numerosas modalidades que se asemejan a las de PueblaTlaxcala y Veracruz (Noguera, 1965; Caso, Bernal y
Acosta, 1967; Lind, 1967; Bernal y Gamio, 1974; Nicholson y Quiñones, eds., 1994; Camarena, 2003).
Aunque sus formas son comunes a toda Mesoamérica, se distinguen por los iconos y la combinación
de colores, elementos en que cada región desarro-
lló su particularidad. Tales aspectos presentan un
especial interés debido a su relación con la pintura
mural y los códices, y es de esperarse que en el futuro sean estudiados con mayor detenimiento, poniendo más atención en el análisis comparativo de
los diseños y la tecnología de los tintes y pigmentos.
No cabe duda de que el estudio de tales industrias
permitirá entender mejor los murales prehispánicos, de valor incalculable para la historia de la humanidad, y rescatar las obras más significativas, como
son, por ejemplo, los dinteles pintados de Mitla.
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