Presentación Sonia Montecino

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Presentación del libro
“Vencer la cárcel del seno materno”
Nacimiento y vida en el Chile del siglo XVIII, Paulina Zamorano
(editora), Alejandra Araya, Natalie Guerra, Javiera Ruiz. U de Chile
(2011)
“Tan pronto como el órgano femenino del nacimiento ya no significa sólo
la salida, la real como la imaginaria, sino que también se ha convertido en
una entrada por la que debe penetrar la búsqueda de identidad, se carga de
fascinaciones ambivalentes. La puerta sangrante a la vida cuya hendidura
fascina, indigna y repele, se convierte ahora en acceso al infra y al
supramundo. El útero va creciendo hasta el más allá, la vulva se convierte
en un portal hacía él, horrible a la vez que atractivo” (Sloterdijk, 254-255,
Esferas I)
Al terminar de leer este libro, apasionante para quienes nos dedicamos a
comprender lo femenino en tanto categoría de género, es decir como
lenguaje inscrito en y a partir del cuerpo de las mujeres, la sensación es la
de haber surcado desde una matriz por cuatro arterias, al modo de las
imágenes que el artículo de Javiera Ruiz reproduce. La navegación por esos
parénquimas (líquidos de los órganos) nos lleva a un proceso en el que
Paulina Zamorano nos muestra los tensos relieves de la inserción del saber
letrado sobre los partos, Alejandra Araya nos confronta a la refetalizacion,
como pedagogía de la vida y la muerte (es un concepto del filósofo alemán
ya citado que luego explicaré), Javiera Ruiz a la tecnología ginecológica y
sus sentidos sobre el cuerpo y, por último Natalie Guerra a la construcción
social del infante. El texto así entendido funciona como un relato que
expone la “salida” cultural del nacido-nacida en manos de las parteras, se
adentra en la construcción del feto y su alma, toca las herramientas de
cesáreas y abortos y exhibe la configuración del niño-niña ya infantilizados
–humanizados- desde el interior de la “entraña hueca”.
Un libro como este hacía falta en nuestro medio: acostumbradas a leer las
exacciones de los saberes femeninos por el cuerpo médico, las ciencias
positivas y la ilustración sólo en ejemplos europeos, la mirada sobre Chile
–y por extensión América Latina-, es sin duda un aporte al conocimiento y
a la reflexión de los devenires femeninos en nuestros espacios locales
marcados por una historia de castas y mestizajes, de oposiciones binarias y
violencias. En ese sentido podemos decir que “Vencer la cárcel del seno
materno” se nos prodiga como una simiente que anuncia fecundación y
nuevas formas de escribir y pensar desde Chile. Se trata de cuatro
historiadoras confabuladas en la lectura de archivos judiciales, manuales,
tratados de teología, textos médicos del siglo XVIII que se constituyen en
el material desde el cual la tierra del parto, de los fetos, de los instrumentos
y del ser nacido se tornan letra y relato de una experiencia codificada,
universalizada en la escritura y por ello asible y transmisible. Pacto
intragénero, el de este libro, que intenta aunque sea de modo fragmentario
sacar a luz otro pacto antiguo, pero no por ello menos vigente: el de la
partera y la parturienta, en el que espejea el de la madre y la hija, el de la
abuela y la nieta. Imposible, sin duda, con un tema como el que se aborda,
dejar atrás las genealogías, obliterar la historia de vida propia: “Parecía, nos
cuenta Sylvia Martínez, mi abuela, que se paría de pie” cita el epígrafe de
la introducción restituyendo el testimonio y la memoria de la madre de la
madre de la madre, “ayudante” de la “maestra” partera.
Las historiadoras “conchabadas” –en el sentido de aliadas- nos brindan un
libro erudito y académico, que hurga real y figuradamente en las entrañas
de un siglo de tránsito (el XVIII) y en un tránsito sólo de mujeres (el del
parto). Junto a un impecable trabajo de investigación y una pensada
escritura a cuatro voces, las subjetividades se agolpan produciendo un
abigarrado tejido femenino que lucha y se debate como otro sonido que es
posible escuchar en sordina y en un contexto epocal disciplinario que exige
aventurarse en la interpretación del dato y no en el dato como fetiche
historiográfico. Las autoras sin temor cruzan por enfoques y teorías de
distintas disciplinas, desafiando el relato histórico canónico para producir
una nueva escena textual: la de sus propias obsesiones y emociones
productivizadas en la investigación y en la escritura: “Algo me punzó tan
fuerte, que me desvió de la pregunta por la disputa del cuerpo femenino por
parte de los médicos hacía otro objeto: los fetos” (80), nos dice Alejandra
Araya, y Paulina Zamorano se interroga: ¿”Dónde Encontrar a las parteras
coloniales?” (35); “Tiracabezas, fórceps, garfios, anzuelos y asas” (117)
con sus “texturas frías y duras” (124) son las que nos trae Javiera Ruiz;
mientras que Natalie Guerra hace desfilar ante nuestros ojos a “parvulitos,
infantillos, almitas, niñitos, angelitos (170)”.
Podríamos decir que las autoras leen y nos leen la “cartilla” (de partear), el
documento madre, que junto al de la Embriología Sagrada utilizan como
horizonte y depósito de las cosmovisiones y manipulaciones médicas y
religiosas sobre el cuerpo de las mujeres. El libro, está estructurado en 4
capítulos y 2 anexos que reproducen la Cartilla de las matronas y las
instrucciones para bautizar extraído de la Embriología ya citada.
En el primer capítulo Paulina Zamorano, en “Gobernando los saberes y los
cuerpos: matronas, médicos y parto a fines del siglo XVIII en Chile”,
produce la matriz del libro poniendo en evidencia todas las oposiciones que
emergen de los sistemas de prestigio y poder del siglo XVIII chileno a
partir de la Cartilla y de las prácticas relativas al alumbramiento. La
oposición
matrona/partera;
escritura/oralidad;
saber
“científico/etnoconocimiento; puro/impuro entre otras, signa el primer polo
como positivo frente al segundo como negativo. Estas oposiciones
producen tensiones, conflictos y disputas que tocan fuertemente a las
categorías de género (médicos masculinos/parteras mujeres), y a la
etnicidad: “Los médicos y cirujanos coloniales…tendrían la función de
vigilar, de controlar el proceder de las parteras, asociadas en el imaginario
cristiano occidental con la brujería y la muerte de los inocentes…, mientras
en el mundo colonial latinoamericano y específicamente chileno, las
meicas y hechiceras que decían recibir su oficio entre sueños: “entienden
en curar las preñadas, para enderezar la criatura y aún para matarla en el
cuerpo de la madre” como advertía el catecismo” (74). Paulina nos dice que
todo lo relativo a las partes “bajas” de las mujeres, lo contaminado, es
asunto de mapuches, de mulatas y otros segmentos devaluados en el orden
colonial. El protagonismo de la sangre, los fluidos, los líquidos y sus olores
se palpan y experimentan en este primer capítulo, recordándonos las
reflexiones de Kristeva, de Irigaray, y sobre todo de Francoise Heritier
cuando sostiene que la universalidad de la posición menoscaba de las
mujeres radica en la sangre. La sangre femenina fluye desde el cuerpo de
las mujeres, la masculina se provoca desde el exterior, de allí los tabúes
menstruales, las prácticas de aislamiento del parto y las asociaciones entre
la luna y las mujeres (temidas como en el caso selknam o las prohibiciones
de que las embarazadas contemplen la luna como sucede entre aymaras y
mapuche). Todo ello reverbera en este capítulo, así como las nuevas
concepciones médicas que luego se tornarán dominantes y eclipsarán a las
principales sujetas del nacimiento: las mujeres y las parteras. Del mismo
modo conocemos las nociones del siglo XVIII sobre los abortos legítimos
(espontáneos) y los ilegítimos (premeditados) y la culpa sobre los segundos
relacionada a la sexualidad. Encontramos aquí también las pistas sobre el
nombre del libro y la tesis que de algún modo lo configura: “Si el cuerpo es
degradado por el discurso cristiano- donde el vientre materno se constituye,
por ejemplo, en la cárcel del ser vivo que al nacer se despoja de la mortaja
con que fuera concebido- todo lo que a él se relaciona se verá igualmente
degradado” (63). Esta cita abre cuestiones sobre el modo en que ese
discurso cristiano fue releído y tensionado por la potencia de los diversos
lenguajes simbólicos que constituían el Chile colonial, y desde allí surge
una interrogación sobre la universalización de la idea de vientre como
cárcel y clausura.
El capítulo de Alejandra Araya “Cuerpos en el cuerpo: molas, fetos y
embriones en textos religiosos y médicos del siglo XVIII”, arroja algunas
pistas sobre esas preguntas: “También habría una relación entre la defensa
de la operación cesárea, la salvación de los fetos, y un nuevo criterio de
observación basado en la disección entendida como “cultura de la
disección”, una forma de conocer que explora, abre y corta el cuerpo en
capas, pone atención al misterio del vientre femenino y lo abre a otros
enigmas: la singularización de un cuerpo dentro de otro cuerpo, los deberes
del cuerpo que lo porta para con ese “otro” que aloja y la dependencia entre
ellos” (80). La complicidad entre religión y medicina queda claramente
explicitada: es preciso salvar almas y ciudadanos –como dice la autora- y
quizás esa connivencia caracterice el tránsito y las sensibilidades que
marcan el siglo estudiado en el libro. Alejandra nos muestra las pedagogías
de la culpa, y la mirada como instrumento a partir del dibujo y la disección,
que escudriña en el cuerpo de las mujeres de manera inédita: “…el
reconocimiento de una forma física humana, de un rostro humano, (es)lo
que permite de manera más efectiva transformar la sensibilidad sobre los
fetos delineando, por medio de dibujos su identidad con la especie” (86).
La madre muerta será la que permita esta operación de re-conocimiento y
el surgimiento de la ginecología y la obstetricia.
Podríamos decir que la imaginería gráfica, tanto del cuerpo preñado como
de su interior, hace el efecto de una nueva re-fetalización vinculada a lo
que Sloterdichj entiende como una huella del “giro neolítico” en el que:
“no sólo se propagan epidémicamente ritos refetalizantes de enterramiento;
se podría incluso hablar de una fetalización de la imagen del mundo” (257).
Ese giro se relaciona con la idea que vida y muerte alojan en el vientre
femenino, el retorno a la casa (la patria) de los ciclos de desplazamiento
está simbolizado por el regreso al origen. Salida y entrada hacia un mismo
sitio, el del cuerpo materno como tierra, origen y destino. La técnica del
dibujo, la cartografía anatómica, tal como la expone, Alejandra bien semeja
–ahora por medio de la imagen- ese impulso de re-fetalización como
fórmula de conocimiento y búsqueda del rostro humano, vivo y muerto en
la mirada y en el gesto de la disección. Pero, demos un giro más: la
posibilidad de dibujar la vulva (representada de distintas formas, por cierto,
hace milenios en diversas culturas), es la posibilidad de conjurar a través de
la distancia la angustia del misterio, o como sostiene Sloterdickj: “La
visibilidad de la vulva como cosa enfrente deja claro que el observador no
está absorbido por el objeto” (264) ¿No será eso lo que el mapeo del cuerpo
en el siglo XVIII conjura o lo que el conocido cuadro de Coubert provoca
al mundo masculino?
Este capítulo, como todos los del texto que comentamos, abre múltiples
campos, como por ejemplo el de la cita 173, referido al temor a lo
indefinido e incompleto que producen los fetos, trayendo a escena las
nociones andinas de “feto agresivo” o las mesoamericanas de plasticidad y
falta de cocción que nos llevan a escuchar otros ecos menos audibles, pero
presentes en el capítulo como los imaginarios sobre el parto, las ollas y el
curanto, el nacimiento y la muerte entre los mapuches, aymaras, fueguinos
y mestizos (contemporáneos de la Cartilla y los tratados médicos) en cuya
funebria la posición fetal es muchas veces dominante.
Por último, la centralidad de la cabeza, la construcción de lo monstruoso a
partir del conocimiento médico, su necesidad o no de bautismo, los debates
jurídicos y científicos del siglo XVIII, como dice la autora “articulan hasta
hoy los debates bioéticos” (122) configurando una densa trama que aún no
es posible desanudar sin que el “cuerpo-recipiente” quede incólume.
Javiera Ruiz, en el “Arte de patear en el siglo XVIII. Los objetos del
nacimiento desde la cultura material”, nos confronta a otro modo de
comprender el tránsito hacia la vida y la tensión entre el oficio de las
parteras y las nuevas tecnologías del alumbramiento. El etnoconocimiento
se estrella contra las materialidades dominantes: “Los medios principales
de los que se valían las parteras eran las hierbas, brebajes y rezos: “y que
de los instrumentos que se han valido ha sido pedir a la Virgen del Carmen
del Conventillo y santos de su devoción”, nos hace saber Josefa Orrego”
(cuya causa criminal es un emblema para el estudio del tema). Contrastan
estos métodos rituales con los instrumentos que rodearán el parto del
XVIII. La autora da cuenta del lento desplazamiento cultual del nacimiento
a “..la imaginería del cuerpo como máquina en el que el gesto restituidor de
la salud se apoyaba en el engranaje, en la materia calculada, en la forma
diseñada y en las texturas frías y duras” (124). Huella esta de un gran
cambio sobre los conceptos de “salud reproductiva”, sobre la segmentación
y el estatus de quienes acceden o no a la parafernalia médica (mujeres
ricas/mujeres pobres en la inmundicia de las parteras), artefactos que
ayudarán –supuestamente- a no parir con dolor. Este capítulo reproduce
láminas que muestran con perfecta nítidez la protoginecología de lo que
hoy conocemos a través de scanner, ecotomografías y otras tecnologías,
pero sobre todo nos (me) estremece porque es un vívido relato que hace
sentir el paso del calor de las manos de las parteras al frío especulum (al
dolor de esos duros y glaciales artefactos en nuestras oquedades).
Finalmente, Natalie Guerra en “Acariciar a los parvulitos: individuación
fetal, maternidad e infantilización del niño en Chile Central”, pone el
acento en la transformación del niño-niña en un sujeto de preocupación, en
una identidad que construye a la mujer parturienta en madre. Para que ello
suceda, nos dice la autora, es preciso separar a “gestante y gestado”. El
imaginario de la madre, nutrido de los cultos marianos “…permiten
sostener la correspondencia de ambas imágenes a un solo modelo: el de la
maternidad sacrificial eminentemente occidental” (158). Natalie discute la
existencia de una estrecha relación entre madre-hijo (el Edipo europeo) en
tanto éstos no se criaban con quienes los habían parido, y plantea que la
madre “naturalizada” obedece a una “ideología de la fecundidad que al
sancionar la procreación como hecho políticamente relevante para los
gobiernos se imbrica con la valorización del feto/niño como un bien
preciado en sí mismo” (158). La simbólica de la leche materna, cara
también a muchas sociedades, emerge acá como un signo del mestizaje en
América Latina, en la medida en que los niños(as) circulaban en torno a
diversos senos, conformando lo que Suely Gomes Costa llama “maternidad
transferida”, y Segato “doble maternidad”. Las amas de leche, nodrizas, las
sirvientas indígenas y mestizas que alimentaban a los hijos e hijas de las
élites han sido forcluidas del aparataje academicista que Natalie intenta
subvertir, digo, intenta porque su trabajo es una primera apertura al
necesario develamiento de la complejidad que supone ese “enjambre de
madres”- como las llama- . La supresión del vínculo de transferencia de la
leche y la crianza, es decir la obliteración de esa mujer que debió ser
amada, pero negada en tanto “otra” (indígena, mulata, mestiza) es un
proceso al que nos invita en un futuro este capítulo, así como a conocer el
paso de individualización de los fetos como momento de “infantilización”
de las almas que podría haber dado pie a la dignificación y construcción de
la niñez como pasaje a una identidad del sujeto en el ciclo vital.
Para finalizar: una de las riquezas del libro en comento es que pone de
manifiesto la historicidad del parto, el aborto, la maternidad, temas
candentes en la sociedad chilena contemporánea que nos remiten siempre
al cuerpo femenino naturalizado por las ideologías de género: ¿Acaso hoy
toda la tecnología que se instala en el útero no es sino espejo de un control
de la fecundidad de las mujeres aún más férreo que en el siglo XVIII?
Las historiadoras con su gesto de reivindicar a las parteras sin voz, son
ellas mismas parteras que abren con sus manos una hendidura, pero no la
penetran con el especulo como dice Irigaray lo hacen los hombres, porque
su libro no es un remedo del espectador masculino, cuya mirada sólo
funciona como reflexión de sí mismo, son, por el contrario, mujeres que
palpan, tocan los (sus) sus propios labios y aberturas al escribir y volver
una y otra vez a modo de espiral, a la Cartilla de partear, a la Embriología
Sagrada, al juicio de Josefa Orrego, y a sus segundos apellidos, Varea,
Espinoza, Valdés, Araya.
.lo contemporáneo, trae preguntas al hoy
Zamorano:xxxx
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