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CON-CIENCIA
SOCIAL
Número 10. Año 2006
FORMACIÓN CRÍTICA DEL PROFESORADO
Y PROFESIONALIDAD DEMOCRÁTICA
FEDICARIA*
Forman parte del Consejo de Redacción las siguientes personas:
• Raimundo CUESTA (grupo Cronos, Fedicaria-Salamanca)
• Francisco F. GARCÍA (grupo IRES, Fedicaria-Sevilla)
• Alberto LUIS (grupo Asklepios, Fedicaria-Cantabria)
• Juan MAINER (grupo Ínsula Barataria, Fedicaria-Aragón)
• Julio MATEOS (Fedicaria-Salamanca)
• F. Javier MERCHÁN (grupo IRES, Fedicaria-Sevilla)
• Jesús ROMERO (grupo Asklepios, Fedicaria-Cantabria)
Coordinadores del presente número:
Jesús ROMERO MORANTE y
Alberto LUIS GÓMEZ
*
es una federación de personas y grupos interesados en la renovación pedagógica
desde perspectivas críticas. Se constituyó por iniciativa de los siguientes colectivos: Asklepios
de Cantabria, Aula Sete de Galicia, Clío de Canarias, Cronos de Salamanca, Gea-Clío de
Valencia, Ínsula Barataria de Aragón, IRES de Andalucía y Pagadi de Navarra. Actualmente los
integrantes de la federación forman diversas secciones territoriales de Fedicaria, representadas
en el Consejo de Redacción de Con-Ciencia Social. Para contactar con Fedicaria pueden dirigirse a su página web: http://www.fedicaria.org
FEDICARIA
Este obra está bajo una licencia de Creative
Commons Reconocimiento-NoComercialSinObraDerivada 3.0 Unported.
Edición
© DÍADA EDITORA S.L.
Urbanización Los Pinos, Bq. 4, 4ºD
Montequinto
41089 Sevilla - España
[email protected]
www.diadaeditora.com
Maquetación
Díada Editora S.L.
Diseño de cubierta
Cúbica Multimedia
ISSN 1697-3127 ISBN 84-96723-01-1
Depósito Legal
SE-5471-06
Impreso en España
Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código
Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes
reproduzcan o plagien, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica
fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.
ÍNDICE
EDITORIAL
La formación del profesorado: miradas desde Fedicaria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
7
I. TEMA DEL AÑO: FORMACIÓN CRÍTICA DEL PROFESORADO
Y PROFESIONALIDAD DEMOCRÁTICA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
13
La formación del profesorado y la construcción social de la docencia
Jesús Romero, Alberto Luis, Francisco F. García y José María Rozada . . . . . . . . . . . . . . . . . .
15
La formación del profesorado: entre la posibilidad y la realidad
Antonio Bolívar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
69
II. PENSANDO SOBRE... LA OBRA DE MIGUEL A. PEREYRA . . . . . . . . . . . . . . . .
83
De la Pedagogía a la Teoría Social: la voz de Miguel A. Pereyra y su
escaso eco institucional entre los historiadores españoles de la educación
Alberto Luis Gómez y Jesús Romero Morante . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
85
La experiencia del viaje. Una conversación con Miguel A. Pereyra
Jesús Romero Morante y Alberto Luis Gómez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105
III. RESEÑAS Y CRÍTICAS DE LIBROS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 129
Si la reforma de la formación del profesorado no se hace en la
dirección correcta, no será por falta de conocimiento / A. Guarro Pallás . . . . . . . . . . . . 131
La pedagogía de las competencias. ¿Una nueva obsesión
eficientista? / J. Martínez Bonafé . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 138
La enseñanza de la historia, ¿un exponente de la crisis
del modelo escolar y docente que tenemos? J.M. Escudero Muñoz . . . . . . . . . . . . . . . . . 143
Una mitología de la modernidad / J. Gurpegui Vidal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 149
Educar, liberar, convertir y redimir / D. Seiz Rodrigo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 154
Por el entorno social de la clase de matemáticas
A. Ramírez Martínez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 160
Paradojas de la escuela en la era del capitalismo.
Carta a mis queridos críticos / R. Cuesta Fernández . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 167
EDITORIAL
La formación del profesorado:
miradas desde Fedicaria
Tras una etapa caracterizada por políticas reformistas excesivamente centradas en
la modificación del currículum –que se han
revelado, por lo demás, como absolutamente insuficientes–, la crisis persistente en
el campo de la educación obliga a dirigir la
mirada hacia otros factores responsables
del cambio –o de la continuidad, según se
mire– del sistema. En ese sentido se aprecia
una tendencia, recurrente, a bascular hacia
otro elemento, sin duda importante, de características bien distintas: el profesorado
y, por tanto, su formación. Numerosas declaraciones y tomas de posición al respecto
parecen indicar que se hubiera descubierto,
por fin, la clave de por qué no han funcionado las anteriores reformas, y que, por
tanto, la garantía del cambio de la educación residiría en una formación “adecuada” del profesorado. Sin embargo, este
análisis, por más que se acerque a una dimensión fundamental del cambio de la
educación, no deja de ser simplificador.
El profesorado, al advertir que se le atribuye casi toda la responsabilidad de “lo
que pasa” en el sistema escolar, está empezando a sentirse presionado y va adoptando una posición de defensa, de huida o de
justificación ante la sociedad, posición retroalimentada en el marco de la propia cultura profesional. Dicha reacción defensiva
–teñida en ocasiones de cierto antipedagogismo– se traduce, en gran parte, en actitudes como “la vuelta a las cosas importantes” (los contenidos consolidados por la
tradición escolar) o la reivindicación de
una profesionalidad de rasgos académicos,
marcando así distancias respecto a otras
posibles funciones “sociales” de la profesión, que parecieran exigírsele. El carácter
de educador propio del profesional docente suele aparecer así como contrapuesto
–sin que tenga por qué serlo– al carácter de
especialista en un campo de conocimiento.
Este es un tema delicado para ser abordado
en pocas líneas, pero convendría, al menos,
plantear la cuestión, entendiendo que el
profesorado pueda sentirse agobiado por la
presión social, pero que, al ejercer esta especie de legítima defensa, muchas veces
acaba distanciándose del análisis social y
político del problema y refugiándose en un
territorio conocido, en el que se siente más
seguro, el académico, gobernado por la cultura escolar tradicional. De nuevo, pues,
necesitamos un análisis más complejo: lo
que aquí planteamos no se puede entender
simplemente como pedirle más responsabilidades al profesor.
Los padres y madres, las familias, la sociedad en general, deseosos de encontrar
responsables y tendentes –por influjo del
modelo sociocultural dominante– a descargar la responsabilidad básica de la educación en una institución especializada, la escuela, asumen, desde sus posiciones –interesadas, como otras posiciones–, que la clave del funcionamiento de la educación son
los profesores y los centros escolares, sin
atender a otras dimensiones fundamentales,
que vendrían exigidas, asimismo, por un
análisis más complejo del tema. Baste citar,
por ejemplo, la rápida repercusión mediática que alcanzan los conflictos que se producen en el contexto escolar (ya se trate de
cuestiones de orden disciplinar o de situaciones como las que se han dado en denominar de acoso escolar) para darnos cuenta
de hasta qué punto el análisis simplificador,
superficial y condicionado por intereses di-
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
versos se sobreimpone al análisis profundo,
distanciado y con mirada estratégica que estas cuestiones requerirían. Tampoco nos parecen suficientes, en ese sentido, las reacciones de movilización social de carácter espontaneísta y basadas en un voluntarismo
que ignora los intereses contrapuestos que
subyacen en las cuestiones educativas, como cuestiones, en definitiva, políticas.
La administración educativa, por su
parte, encuentra en todo esto nuevos argumentos –junto a otros de verdadera mayor
relevancia– para repetir discursos que ponen el énfasis en la importancia del profesorado y, por consiguiente, en su formación; con respecto a la cual, sin embargo, se
muestra absolutamente inconsecuente, como demuestran tozudamente los hechos:
insuficiencias de la actual formación inicial
de maestros y maestras, práctica inexistencia de formación inicial del profesorado de
Secundaria, inconsistencia de la formación
permanente, carencia de criterios coherentes en la aportación de recursos para los
procesos formativos, etc.
¿Quieren las precisiones anteriores decir
que la formación del profesorado no es
realmente un factor decisivo para la mejora
de la educación? Evidentemente, no. La
cuestión, elemental, de si la mejora de la
educación depende de la formación de los
profesores y profesoras es, desde luego,
una cuestión pertinente y, por supuesto, relevante, siempre que adoptemos un marco
de análisis suficientemente potente y contemplemos este elemento en relación con
los demás elementos del sistema, como venimos postulando. En esa línea se plantea
el análisis desarrollado en el artículo central del Tema del año de este número. Como
hipótesis de trabajo, podríamos decir que,
en efecto, la mejora de la educación depende de muy diversos factores, pero uno de
ellos, sin duda, es el profesorado; en todo
caso, el profesorado que necesitaríamos depende, a su vez, de muy diversos factores,
pero uno de ellos, sin duda, es la formación. Y en relación con la formación todas
las partes implicadas deberían plantearse
sus respectivas responsabilidades.
En Fedicaria, como colectivo de profesores y profesoras empeñados en entender la
educación desde una perspectiva crítica y,
por tanto, en intentar transformarla profundamente, consideramos la cuestión de la
formación estrechamente ligada a la lucha
por un modelo educativo alternativo. No
en vano la Federación Icaria surgió como
conjunto de grupos que, al trabajar propuestas innovadoras, desarrollábamos, paralelamente, procesos de autoformación.
Posteriormente hemos ido definiendo una
perspectiva de análisis de esta cuestión en
un marco más complejo y desde una óptica
de “problematización”. Esta peculiar situación de Fedicaria nos permite, precisamente, ubicarnos en un espacio de interacción
entre la práctica y la teoría, como lo han ido
demostrando sucesivas aportaciones de los
componentes del colectivo, con ejemplos
como la obra de José Mª Rozada, Formarse
como profesor.
Ya en el editorial del nº 7 de Con-Ciencia
Social decíamos que “resulta crucial definir
los rasgos del modelo de formación del
profesorado” y que éste era un asunto que
no se podía “despachar en dos palabras”,
pues no se trataría tanto de reformar el modelo existente, sino de “formular, sobre
nuevas bases, un modelo de desarrollo profesional docente”, alejado del academicismo tecnocrático y que se estructure a partir
de la reflexión y la intervención en torno a
“problemas prácticos profesionales” considerados como auténticamente relevantes
desde la perspectiva crítica. Ese modelo habría de basarse en una dinámica de interacción teoría-práctica que permitiera teorizar
la práctica profesional y devolverla, de
nuevo, a la realidad educativa, para que
pudiera “ser experimentada y nuevamente
reflexionada desde la teoría”.
Asumiendo esta posición de partida, el
desarrollo profesional que nos parece deseable se podría estructurar –como más detalladamente se analiza en el artículo citado– en torno al trabajo sobre “problemas
profesionales”, entendidos como problemas vinculados a la práctica, es decir, aquellos problemas a los que se enfrentan los
profesores y profesoras en el ejercicio habitual de su profesión. Por su vinculación a la
práctica, estos problemas son problemas
prácticos, si bien para su análisis y trata-
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EDITORIAL
miento resulta indispensable la teoría. Por
tanto, los problemas profesionales integran, de manera inevitable, dimensiones
teóricas y dimensiones prácticas. Y esta inseparable vinculación de lo teórico y lo
práctico constituye, por ello, una seña de
identidad de nuestra tarea como colectivo.
La óptica de problematización con la
que enfocamos la formación guarda coherencia con la perspectiva básica desde la
que Fedicaria considera la cuestión de la
formación docente: entendemos dicha formación como “formación crítica” –según
destacaba Julio Mateos en el VIII Encuentro
de Fedicaria–, precisamente porque nos
planteamos los contenidos de la formación
de forma problematizada. Problematizar el
presente ha sido, de hecho, uno de los principios generales orientadores del pensamiento y de la acción fedicariana. Junto a
éste, otros principios generales nos siguen
valiendo como guías para orientar la formación: impugnar los códigos pedagógicos
y profesionales; pensar históricamente;
aprender dialogando; educar el deseo.
Desarrollar una formación crítica supone, en efecto, fundamentar dicha formación
en la impugnación de los códigos profesionales vigentes. Cuando hablamos de códigos profesionales nos referimos a las tradiciones de los cuerpos docentes profesionales sociohistóricamente construidas en el
contexto pedagógico tradicional, es decir,
una “autodotación” de reglas explícitas y
no explícitas que se mantienen por inercia
en el tiempo con sorprendente “naturalidad”. De esa forma, los profesores noveles,
tras una muy poco arraigada formación inicial, se insertan en el contexto de un grupo
socio-profesional bien definido y con un espacio físico, la escuela, que funciona, de hecho, con independencia de la realidad exterior; y allí se desarrollan reglas de comportamiento, pautas de relación, rutinas de
funcionamiento (como, por ejemplo, el uso
indiscutido del libro de texto o el sometimiento a unos horarios predeterminados…), etc. Todo eso, que ha ido cristalizando a lo largo de decenios, y que constituye en definitiva la “cultura escolar”, va
impregnando al profesor o profesora novel
y le va dotando de una determinada profe-
sionalidad que se termina imponiendo a las
vagas ideas y expectativas que el novato
pudiera traer como bagaje propio. Este conglomerado de prácticas, saberes y normas,
que constituyen la cultura escolar, le imprimen, pues, la identidad característica del
gremio, reproduciendo lo que podríamos
llamar el “código profesional”. Con esta
dotación empiezan los nuevos profesionales a desenvolverse en el contexto escolar,
sacralizando el valor de la “experiencia” y
rechazando las ingerencias de la “pedagogía teórica”, ignorando, por tanto, de manera alienante, la potencialidad liberadora
de la teoría. Así, pues, no son los profesores los que se apoderan de la cultura escolar, sino que es la cultura escolar la que se
apodera de ellos, haciendo de los mismos,
como señala Raimundo Cuesta, “guardianes de la tradición y esclavos de la rutina”.
De ahí, asimismo, que resulte tan dificultoso trabar, en un proyecto formativo sólido,
la experiencia práctica profesional y las
aportaciones que podríamos considerar como teóricas.
Frente a esta concepción de la profesionalidad inherente a la cultura escolar tradicional –que impugnamos–, propugnamos,
como referente para la formación de los docentes, la idea de “profesionalidad democrática”. Cuando hablamos de profesionalidad democrática, lo hacemos no tanto en el
sentido de una descripción fáctica cuanto
en el de un ideal a perseguir, según lo plantean, por ejemplo, autores como Geoff
Whitty. Quienes apostamos por ese ideal
rechazamos la sumisión pasiva frente al
“sobrecontrol” burocrático y frente a la dinámica segmentadora de los “cuasi-mercados” escolares que han ido instituyéndose
en varios países, en esta coyuntura de reestructuración internacional de los sistemas
educativos públicos. No se trata, en cualquier caso, de buscar una alternativa al estilo de esa “autonomía autorregulada”, tradicionalmente asociada al conservadurismo de ciertas profesiones (en el campo del
derecho, la medicina, etc.), y ahora reivindicada por algunos docentes desde cierto
pensamiento izquierdista. El horizonte sería, por el contrario, el de una profesión
comprometida con lo público, más abierta
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
a la sociedad y a una relación más participativa con diversos grupos sociales, en especial aquellos que habitualmente no han
sido bien tratados por la escuela, de tal forma que la legítima lucha por el desarrollo
profesional se ponga al servicio del proyecto más global de “democratizar la democracia”. A sabiendas –como se dice en el artículo central del Tema del año, al que venimos haciendo referencia– de que la educación es “problemática” no sólo porque se
vea afectada por determinados problemas,
sino sobre todo porque las funciones reales
que cumple, las relaciones sociales que crea
y recrea o la cultura que produce y reproduce no siempre son genuinamente educativas, equitativas ni democráticas.
Así, pues, nuestra concepción de profesionalidad democrática ha de ser entendida
en conexión con la concepción crítica de la
formación, que se acaba de esbozar más
arriba. A ese respecto, nuestro planteamiento constituye un verdadero reto, en cuanto
que entendemos lo democrático desde una
óptica crítica. Como señala Paz Gimeno, no
nos podemos conformar con reclamar “una
escuela democrática e inclusiva” –aun sabiendo lo costoso que sería ya ese logro–,
como no basta que el profesorado se forme
en “una actitud democrática y participativa”, o que la educación no sea “un gueto cerrado en torno a los centros”, etc., pues ello
no garantiza que estemos avanzando en la
dirección de una educación crítica. Y ¿qué
profesores necesitamos para que nuestras
escuelas sean más críticas?: profesores formados en un conocimiento sociológico de
carácter crítico (no vale cualquier teoría social, sin más), profesores conscientes de las
consecuencias sociales de sus actuaciones
profesionales, que sepan que el currículo
puede ser un instrumento simbólico de reproducción de lo dado o de transformación,
que entiendan que su relación con los alumnos es un espejo donde éstos pueden aprender a establecer otro tipo de relaciones carentes de dominio, profesores que sepan someter a cuestionamiento los puntos débiles
de la democracia y profundizar en las potencialidades de la misma...
El espacio fedicariano constituye, a este
respecto, un verdadero espacio de forma-
ción. De hecho, frente a los espacios tradicionales, reivindicamos otros espacios para
la formación. Desde esa perspectiva, también en el ámbito de la formación del profesorado, mantenemos nuestra concepción
de la escuela como espacio público. Este
espacio para nosotros es el espacio que hemos ido construyendo, al hilo de nuestras
actuaciones, en el contexto de Fedicaria,
un espacio en el que podamos ir problematizando el conocimiento profesional –lo
que, indudablemente, no ocurre en los
contextos habituales de formación y de
ejercicio de la profesión, que están impregnados de la cultura tradicional, como antes
se ha dicho– y construyendo alternativas
posibles.
En ese sentido el espacio de la formación, desde la óptica fedicariana, debe
guardar una distancia crítica –que no significa en absoluto incomunicación– tanto respecto al espacio de la cultura escolar, que
modela empíricamente la formación de los
profesores, como respecto a la cultura experta de carácter académico, encargada oficialmente de la formación de carácter más
teórico. Nuestro espacio se configura, pues,
como un espacio intermedio, que facilitaría
la reflexión crítica sobre la práctica con
apoyo en un bagaje teórico potente que nos
permita entender mejor las realidades formativas y plantear alternativas. En ese sentido investigación y formación han de ser
campos confluyentes.
La investigación, en todo caso, ha de desarrollarse en un contexto colectivo que actúe como comunidad dialogante, siguiendo
el principio, antes citado, de aprender dialogando, pese a las dificultades a ello inherentes, pues la formación parece concebirse
siempre a partir de la existencia de cierta
asimetría, que implica relaciones de dominio (alguien enseña a otros, que no poseen
el saber). Se trataría de poner en práctica
proyectos integrados de investigación y
formación, combinando la mirada hacia el
interior del colectivo y la mirada hacia el
exterior, hacia ámbitos en los que nuestras
propuestas pudieran tener incidencia. Algunos de los trabajos que se recogen en este
número pueden ser una muestra de este
fructífero empeño colectivo.
- 10 -
EDITORIAL
Esta concepción de la investigación,
vinculada a la formación y desarrollada colectivamente, impugna los códigos profesionales vigentes, pues rompe con la especialización habitual del trabajo profesional
y con la jerarquización que la acompaña.
La formación de colectivos como Fedicaria
puede ser, pues, una vía para desarrollar
procesos formativos alternativos, respaldados por una investigación acorde con este
propósito. En ese sentido, se puede decir
que, por nuestros intereses, por nuestro trabajo, por nuestra posición política, nuestra
propuesta se sitúa –como más arriba se decía– en un terreno propio, que huye de la
tendencia a institucionalizar la formación
del profesorado (como habitualmente hace
la administración educativa) pero que tampoco se identifica con las dinámicas espontaneístas, propia de muchos grupos innovadores. Definir y trabajar ese espacio en el
que, en todo caso, puedan confluir lo vivenciado y lo formalizado tiene un gran interés estratégico para nosotros. Ese puede
ser el espacio del trabajo en torno a “problemas profesionales”.
Estamos, por consiguiente, en contra de
la excesiva formalización de los procesos
formativos, pero tampoco creemos en el activismo demasiado apegado a la práctica y
huérfano de reflexión teórica. Asimismo,
nos oponemos a la apropiación –privatización, en definitiva– de los procesos formativos, en sus diversas manifestaciones, ya se
trate, por ejemplo, del puro negocio surgido en torno a la formación (piénsese, sin ir
más lejos, en las actividades de “paraeducación” que desarrollan academias y entidades similares en torno a las oposiciones),
ya se trate de la apropiación del conocimiento por parte de diversos campos (pién-
sese, en la actual coyuntura de establecimiento del Espacio Europeo de Educación
Superior, en la lucha entre departamentos
universitarios por conseguir parcelas de la
formación inicial en forma de asignaturas
independientes y, lo que es peor, frecuentemente desconectadas del sentido educativo
profundo que debería guiar la formación
de los docentes).
Para nosotros el campo de la formación
del profesorado debe seguir siendo un campo “público”, es decir, un espacio gestionado por todos aquellos que están implicados
en él. Pero no parece que la perspectiva sea
muy halagüeña a ese respecto. Tanto la
transición hacia ese nuevo espacio europeo
como el nuevo marco general de regulación
de la educación planteado por la reciente
LOE (y pendiente de desarrollo mediante
decretos territoriales) se presentan ante nosotros como nuevas oportunidades perdidas. Sin embargo, nuestra posición como
colectivo se caracteriza por una resistencia
activa. Nuestra tarea es seguir profundizando en el análisis de la formación docente y
seguir trabajando en la construcción progresiva de una profesionalidad democrática
acorde con nuestra perspectiva crítica de la
educación. En esa línea se sitúan las principales aportaciones recogidas en este número 10 de Con-Ciencia Social: el artículo que
constituye el Tema del año, “La formación
del profesorado y la construcción social de
la docencia”; la sección Pensando sobre…,
dedicada a Miguel A. Pereyra (una figura
relevante, y quizás insuficientemente valorada, en relación con la formación del profesorado); y, por fin, un porcentaje importante de los artículos de la sección de Reseñas, que complementan el análisis del tema
monográfico del número.
- 11 -
I
TEMA DEL AÑO
Formación crítica del profesorado
y profesionalidad democrática
La formación del profesorado y
la construcción social de la docencia
por Jesús Romero Morante, Alberto Luis Gómez,
Francisco F. García Pérez y José Mª Rozada Martínez
La formación del profesorado:
entre la posibilidad y la realidad
por Antonio Bolívar
La formación del profesorado y la
construcción social de la docencia
Jesús Romero Morante
Alberto Luis Gómez
Francisco F. García Pérez
José Mª Rozada Martínez
La polifonía como principio de
procedimiento para generar un
discurso
Algunas de las categorías utilizadas para nombrar y a la par conformar las dinámicas sociales emergentes se ven bendecidas, sin duda, por una difusión exitosa,
acaso facilitada si se invisten de cierto halo
taumatúrgico. En estos tiempos, pocas alcanzan el fulgor de aquella que nos sitúa
en el vestíbulo de la “sociedad del conocimiento”, una vez atravesado, al parecer, el
umbral de la “era de la información”. A poco que se escarbe en el referente de tan bellas locuciones, uno acaba topándose a menudo con una sinécdoque que tiende a reducir la sociedad a una de sus dimensiones. Eso intuimos, al menos, en aquellas
definiciones (v.g. Foray, (2002: 3-4) que
identifican la flamante novedad con la progresiva transformación de las economías
industriales en otras basadas en el saber, a
resultas de las elevadas inversiones en formación, investigación y desarrollo, programas informáticos y sofisticadas tecnologías.
No obstante, no faltan quienes vislumbran
en la multiplicación exponencial de los productos del intelecto y en su rápida circulación, merced a la revolución en las comunicaciones, la promesa de una ciudadanía
más sabia y activa. La premisa de tal argumento evoca, ciertamente, uno de los ras-
1
gos cruciales de este mundo globalizado.
Pero antes de derivar semejante conclusión
de ella convendría recordar las lúcidas palabras del malogrado Christopher Lasch
(1996: 142): de poco sirven las maravillas
subrayadas si decae la discusión sobre las
cuestiones públicas. “Lo que requiere la democracia –afirmaba este historiador y ensayista norteamericano– no es información sino un debate público vigoroso. Por supuesto, también requiere información, pero la
clase de información que necesita sólo puede generarse mediante la discusión. No sabemos qué es lo que necesitamos saber hasta que hacemos las preguntas correctas, y
sólo podemos identificar las preguntas correctas sometiendo nuestras ideas al test de
la controversia pública”.
Dicha exhortación fue tenida muy en
cuenta al redactar originalmente este texto
como ponencia para el XI Encuentro de Fedicaria1. Después de todo, la historia de los
seminarios de esta federación ilustra bien
la querencia por el debate y la explotación
de sus notorias virtudes educativas. En
efecto, lo que hace que nuestros puntos de
vista trasciendan la condición de meras suposiciones acríticas –continuamos con
Lasch (ibid.: 148)– es la acción de expresarlos y defenderlos, de darles forma y concreción para que los demás puedan reconocerlos y someterlos a revisión. Si es honesta,
tal acción es arriesgada e imprevisible,
pues en el curso de la misma el persuasor
Celebrado en Santander los días 3, 4 y 5 de julio de 2006, bajo el título de La formación del profesorado a la
luz de una «profesionalidad democrática».
- 15 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
puede acabar persuadido. Lo cual induce a
afinar los planteamientos propios, a mejorar el diálogo con las evidencias empíricas
y a tomar conciencia de lo que nos queda
por aprender. De ahí su valor pedagógico.
No es de extrañar que quisiéramos
abundar en esa tradición fedicariana. Aunque no sólo por fidelidad. El tema monográfico de aquellas jornadas –la formación
del profesorado– es una “cuestión pública”
de permanente calado que, además y por
efecto de la coyuntura de reforma universitaria, ha ganado rabiosa actualidad. Desgraciadamente, no parece que el proceso de
adecuación al Espacio Europeo de Educación
Superior (EEES) vaya a tener entre sus principales logros el de haber propiciado una
amplia confrontación de ideas sobre el particular. De hecho, se ha venido actuando
como si estuviese perfectamente establecido lo que un docente precisa y la única tarea pendiente fuese su implementación.
Por ambas razones, pretendimos aprovechar la ponencia para abrir un modesto espacio de debate. Pero no sólo en ese terreno
que media entre los autores y los/as lectores/as, sino también en el seno del propio
escrito. A tal fin se optó por una autoría
múltiple, en la confianza de que tal conjunción de voces nos ayudaría, por una parte,
a formular preguntas relevantes, de fondo,
atentas pero en absoluto circunscritas a los
términos de la lógica política en curso. Y,
por otra parte, a tejer una suerte de “discurso polifónico”, con énfasis presumiblemente distintos susceptibles de alimentar la interlocución e incluso la polémica. Todo ello
explica el peculiar formato de este artículo.
Como se comprobará de inmediato, lo hemos vertebrado en torno a media docena
de interrogantes dilemáticos:
– Entre la ilusión escolástico-reformista (exceso de expectativas) y el escepticismo: ¿sirve la
formación del profesorado para mejorar la educación? Donde se intentará sopesar sus posibilidades y sus límites, a partir de una exploración preocupada por cómo se constituye de facto esta práctica profesional.
– ¿Por qué no se ha reformado “de una vez”
la formación del profesorado? Donde se examinan las dificultades estructurales con las
que han tropezado los intentos por remediar una situación que parece generar un
descontento unánime.
– ¿Sujetos agentes o pacientes de la anunciada «sociedad del conocimiento»? Las actuales
políticas de formación inicial del profesorado y
la redefinición de la profesionalidad docente.
Donde se prolonga la indagación del punto
anterior hasta abarcar las iniciativas en
marcha con la creación del EEES.
– ¿Qué retos le plantean al profesor las nuevas realidades sociales que nos envuelven?
¿Qué perfil de profesor se considera necesario
para una escuela pública, democrática e inclusiva? Donde se revisan los rasgos de un perfil
docente deseable, en función de los tiempos que corren y de una determinada idea
de escuela.
– ¿Son posibles los puentes entre la teoría y
la práctica, por todo el mundo demandados, sin
pilares intermedios? Donde se plantea qué
trato con qué teoría y con qué práctica habría de cultivar un docente en formación o
en ejercicio para integrarlas en una relación
más plena.
– ¿Qué tipo de formación del profesorado sería más adecuada para trabajar en la dirección
de lo defendido en los apartados anteriores?
Donde se somete a la consideración ajena
una propuesta centrada en los “problemas
profesionales”.
Tales interrogantes le confieren una estructura analítica consensuada. El tratamiento de cada uno, sin embargo, ha quedado al arbitrio de quien se lo atribuyó en
el correspondiente reparto, según se apreciará por las firmas. Con dicha estrategia
buscábamos la confluencia de miradas diversas, lanzadas desde diferentes alturas y
con ángulos dispares, al objeto de
llamar(nos) la atención sobre una pluralidad de aristas, reflexionar sobre la óptica
del otro y compartir con los demás –en el
último apartado de este ensayo– nuestras
coincidencias y discrepancias.
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TEMA
DEL AÑO
Formación crítica del profesorado y profesionalidad democrática
Entre la ilusión escolástico-reformista
(exceso de expectativas) y el
escepticismo: ¿sirve la formación del
profesorado para mejorar la
educación?
Jesús Romero y Alberto Luis
En el bonito artículo que abre y da título a una recopilación de ensayos, Claudio
Magris (2001) reivindica la actitud existencial discernible en el Diálogo entre un vendedor de calendarios y un transeúnte, escrito por
el poeta italiano Leopardi. Un texto “inexorable en el diagnóstico del mal vivir”, y no
obstante impregnado “de un tímido amor a
la vida y una hosca espera de la felicidad”,
a menudo vana y consciente de serlo, pero
capaz en su perseverancia de hacer sentir el
dolor y el absurdo con mucha mayor intensidad que el fácil pesimismo catastrófico.
Magris percibe en las palabras de su compatriota la mezcla de utopía y desencanto
que, a su juicio, necesitamos en estos tiempos que se dicen posmodernos. Utopía y
desencanto que no deben contraponerse, sino sostenerse y corregirse mutuamente. La
utopía ha de corregir la proclividad del desencanto a la deriva nihilista y/o a la absolutización del presente, a ese rendirse a las
cosas tal como son y no luchar por las cosas
tal como debieran ser. El desencanto ha de
corregir la propensión de la utopía a confundir el sueño con la realidad, y la peligrosidad de aquellas que pretenden imponerlo por cualquier medio a los demás. Para salvar de la perversión los ideales de justicia encarnados por la utopía, el desencanto debería liberarla de cualquier idolatría
mítica y totalizadora, en aras, precisamente, de proporcionar más consistencia a esos
ideales, y más paciencia y tesón para perseguirlos, a sabiendas de que nunca se alcanzarán de un modo definitivo. “El mundo
–escribe nuestro autor (p. 11)– no puede ser
redimido de una vez para siempre y cada
generación tiene que empujar, como Sísifo,
su propia piedra, para evitar que ésta se le
eche encima aplastándole”.
Más allá del adorno literario, esta invocación nos ha parecido oportuna, pues permite adivinar al lector, siquiera de manera
intuitiva, cuál será a la postre el aliento de
nuestra respuesta al interrogante que encabeza el apartado. Un interrogante que, como argumentara Merchán (2005b), dista
mucho de ser retórico. Ciertamente podría
considerarse ocioso a la vista del lugar común en que se ha convertido afirmar la relación existente entre la formación del profesorado y la mejora de la enseñanza. Sin
embargo, comienzan a acumularse investigaciones según las cuales la incidencia real
de la formación llevada a cabo resulta con
frecuencia bastante deprimente (cfr. Bullough, 2000). No sorprende, entonces, escuchar voces más cautelosas. Incluso entre
quienes esgrimen evidencias empíricas demostrativas de que la cualificación docente
sería un factor crucial a la hora de entender
las diferencias en el logro estudiantil, se
oyen algunas tachando de ingenua la confianza en que una mejor preparación de los
maestros pueda, por sí misma, “regenerar”
la educación, en ausencia de otras reformas
profundas en la organización escolar (v.g.,
Bransford, Darling-Hammond y LePage,
2005; Terhart, 1987). Si se nos pide desvelar
desde un inicio nuestra posición a este respecto, estaríamos tentados de traducir la
insinuación anterior en esta breve sentencia: atribuimos potencialmente a la formación del profesorado un poder, irrenunciable aunque limitado. Ahora bien, este fugaz
avance de la “tesis” por motivos de estrategia expositiva no debería llevar a equívocos. No hemos llegado a ella por mera simpatía doctrinal y/o conveniencia, sino a
través del proceso de razonamiento que se
intentará recrear en los párrafos siguientes.
En efecto, convendría no plantear este dilema como un asunto de fe o descreimiento,
sino en clave analítica, a fin de inferir las
oportunas implicaciones. Lo cual conlleva,
de entrada, reconocer la complejidad de
una pregunta cuyos términos son todos
controvertibles. Es decir, parece difícil
aquilatar las eventuales respuestas sin someter a revisión sus presuposiciones acerca
de la “mejora” y sus condiciones, acerca
del “objeto” y el “sujeto” de la misma, o
acerca de la orientación conferida a la capacitación para el magisterio. Dada la enorme
enjundia de estos temas hemos optado por
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
enfocar la mirada en uno que se nos antoja
básico: a nuestro juicio, no cabe una contestación tentativa adecuada sin examinar cómo se constituye de facto esta práctica profesional y cuál es el papel que juega el conocimiento en dicho proceso. La advertencia sobraría, por obvia, si diésemos menos
cosas por sentadas. Desde luego –valga la
queja aún vigente de Cuban (1993)–, no lo
propicia el hecho de que las disciplinas pedagógicas se hayan preocupado mucho
más por definir cómo deberían enseñar los
maestros que por explicar cómo se configura su actuación. Cuando esta luz seguramente ayudaría a discernir con mayor perspicacia el lugar que ocupa la formación
dentro de ese devenir estructurante. Y, por
ende, sus posibilidades y sus límites.
Elementos para una radiografía de la
práctica docente
La crisis del optimismo prescriptivo sobrevenida ya a finales de los 60, a raíz de la
débil repercusión alcanzada por muchas reformas e innovaciones impuestas de arriba
abajo, a la manera técnico-burocrática, condujo progresivamente a tomar conciencia
de que las directrices, guías o ideas disponibles para encarar la instrucción, el currículum y la organización escolar no se proyectaban sobre una masa inerte. Lejos de
ser usuarios pasivos, los destinatarios de
proyectos y propuestas los pasaban por el
filtro de su interpretación y valoración. En
unos casos los adoptaban, acomodándolos
a su quehacer de acuerdo con pautas variopintas, no siempre en sintonía con la inspiración primigenia de los promotores. En
otros, sencillamente los eludían o rechazaban. Se revelaba, en suma, que su puesta en
obra exigía, como condición necesaria, la
comprensión –y disposición– de los agentes
involucrados. Tal constatación suscitó un
interés académico genuino por la “práctica”, por las creencias y actitudes de los profesores, por su dominio de la materia impartida y de la programación, sus expectativas, criterios de decisión, hábitos y usanzas, esperanzas y miedos, etc. No obstante,
una buena porción de los estudios realiza-
dos ha compartido una premisa endeble: la
de la presunta unidad entre la forma y el
sentido de la acción. En otras palabras, el
comportamiento de un docente sería la
plasmación de sus nociones, sentimientos e
inclinaciones. De tal suerte que podríamos
desentrañar el desempeño de su oficio por
la vía de retratar su pensamiento, su autoimagen, sus motivaciones y el saber hacer
proporcionado por su experiencia personal.
Las indagaciones de este género han tenido la gran virtud de recuperar la figura
del maestro como sujeto activo del currículum y la vida escolar (amén de mostrar la
evanescencia de los planes de mejora sin
desarrollo ni compromiso profesional). Pero adolecen de una descripción deficiente
de su “acción”. Permítasenos utilizar como
argumento de autoridad a Giddens (1995)
para llamar la atención sobre una de sus fallas más profundas. Las personas somos en
verdad seres activos, reflexivos e intencionales, pero sería incorrecto equiparar exclusivamente nuestra agencia u obrar con intervenciones conscientes dirigidas a un fin,
con actos de los cuales pueda decirse que
teníamos la intención de conducirnos así.
Las acciones humanas se ven sorprendidas
de continuo por consecuencias inadvertidas, no buscadas, que pueden enredarnos
involuntariamente en la reproducción de
ciertas dinámicas sociales. Esto se debe, al
menos en parte, a que el conocimiento de
los actores acerca de las circunstancias que
les rodean siempre es, dentro de fronteras
variables, limitado; al igual que lo es, también en grado muy desigual, su poder para
incidir sobre esas circunstancias. Cabría
añadir, en consonancia con el citado sociólogo británico, que ese entendimiento no
adopta por entero un estilo proposicional
ni discursivo. En una medida importante se
nutre de una aprehensión tácita de los procedimientos rutinarios para participar en
las actividades colectivas en que nos vemos
implicados y resolver según convenciones
las situaciones cotidianas. Y, como señaló
con agudeza Young (1988: 40), “los hábitos
no son elegidos normalmente de manera
deliberada”. Su protagonismo en nuestra
vida es un indicio de que nos constituimos
como agentes en los mismos escenarios en
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TEMA
DEL AÑO
Formación crítica del profesorado y profesionalidad democrática
que nos desenvolvemos día a día, y esos escenarios (incluido, por descontado, el escolar) están estructurados por pautas institucionalizadas de comportamiento históricamente creadas y recreadas. De ahí las insuficiencias de cualquier encaramiento puramente mentalista, y de ese idealismo individualista que enfatiza el poder de las
ideas para dirigir la acción, olvidando: 1)
que las circunstancias de la acción –por
ejemplo y en lo que nos atañe, las condiciones cambiantes de la escolarización; la dirección de las distintas políticas gubernamentales, no únicamente la educativa; la
salud de lo público frente a la lógica del
mercado; la atenuación o acentuación de
las líneas de diferenciación y segmentación
inter e intra centros; las definiciones sociales dominantes del conocimiento valioso y
legítimo; la relajación o intensificación del
control sobre el currículum; la capacidad
de movilización, en esta sociedad corporatizada (Giner-Pérez Yruela, 2003), de las
distintas visiones de la “buena educación”;
los intereses gremiales; el ambiente organizativo y laboral en los colegios e institutos;
los recursos disponibles, etc.– amplían o estrechan el margen de maniobra; y 2) que la
acción y las circunstancias de la acción configuran también nuestras ideas, preformando y confinando nuestro entendimiento de
las dinámicas concurrentes y de lo que es
factible hacer. La práctica de un docente no
es sólo el producto de su “mundo interior”
y su experiencia idiosincrásica, sino además una construcción social, histórica y política: construimos nuestra práctica tanto
2
como la práctica es construida por el marco
en el que opera. Por ello, para comprender
adecuadamente el ejercicio de esta profesión deberíamos, cuando menos:
a) Ponerlo en conexión con las reglas, a menudo no escritas, que gobiernan la “cultura escolar” en general, y las “subculturas de asignatura” en particular. Los centros y las aulas no
son en absoluto un recipiente vacío, límpidamente rellenado desde el exterior, a poca
credibilidad que se otorgue a los análisis sociohistóricos y culturales del sistema educativo y del currículum2. A lo largo de su desarrollo histórico, la ordenación institucional o “gramática básica” (Tyack-Cuban,
2001) de este espacio específico de socialización –inexplicable al margen de las funciones reales que ha venido cumpliendo y
de los mecanismos de control y clasificación soterrados en él– se ha envuelto y a la
par sustentado en un manto de ritos, mitos,
esquemas de percepción y actuación, categorías, distinciones, normas y rutinas que
confieren un sentido a las tareas diarias, fijan los sobrentendidos que los actores reconocen y prevén tácitamente en sus interacciones (aunque no sean compartidos por
todos), proporcionan anclajes a quienes se
incorporan y estrategias para cumplir las
obligaciones esperadas, etc. (cfr. Viñao,
2002). A mayor abundamiento, sobre ese
sustrato común ha ido creciendo, dentro de
cada asignatura, un conjunto más singularizado de prácticas, presuposiciones y expectativas, vertebrado en subculturas o códigos, que dibujan los contornos selectivos
de lo que cabe concebir como un contenido
A los cuales, dicho sea de paso, se está contribuyendo de un modo muy relevante desde el seno de Fedicaria. No es necesario insistir en el hito que supuso en este país la publicación de las indagaciones de
Raimundo Cuesta sobre la sociogénesis de la Historia como asignatura escolar en España, apoyadas en
la potente herramienta heurística del “código disciplinar”. O en el rico debate sobre el significado de la
escolaridad universal y obligatoria que ha reabierto su último libro. O en la disección de las prácticas escolares acometida por Javier Merchán, probatoria de la incidencia que poseen la mercantilización del conocimiento –y su consiguiente sumisión al omnipresente examen– o el control de las conductas discentes en el proceso que acaba conformando el currículum finalmente ofrecido a los alumnos. O en las tesis
doctorales de Julio Mateos y Juan Mainer, en trance de culminación y centradas, respectivamente, en la
genealogía del “código” rector de la pedagogía del entorno, y en la cimentación de una tradición discursiva y un campo profesional de expertos alrededor de la enseñanza de las ciencias sociales. O en los estudios sociogenéticos de quienes firman este apartado sobre distintas asignaturas del área social, etc. Las
referencias de estos y otros trabajos pueden consultarse en la página web de Fedicaria (http://www.
fedicaria.org/otras_public.html).
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
de enseñanza, una gestión de la clase o un
estilo pedagógico posibles y razonables, y
que actúan de catalizadores de esa curiosa
alquimia recontextualizadora que transforma las ciencias referenciales en un conocimiento sui géneris para uso escolar. En ambos niveles hablamos de procesos de larga
duración, acompasados por la crisis y mutación de algunos rasgos, y la conversión
de otros en tradición duradera. Como indican Tyack y Tobin (1994: 454), una vasta
fracción de esa tradición ha llegado a establecerse con tal firmeza que es admitida generalmente como el retrato obvio de lo que
la escuela y el currículum son, de manera
que no precisa ser sopesada consciente y
sagazmente para operar con desenvoltura a
través de las rutinas y convenciones acostumbradas, que, entre otras cosas, aportan
cierta estabilidad y seguridad a los partícipes. Ahí radica, precisamente, su fortaleza
como principio generador y articulador de
las prácticas y subjetividades de los agentes, amén de su resistencia frente a los desafíos reformistas. Llegados a este punto,
conviene reparar en algo importante: aunque dichas tradiciones anteceden y sobrepasan a los profesores individuales, es a
través de su acción como aquellas se reproducen o modifican. Por lo tanto, para penetrar en la textura de esa acción es menester
escudriñar el aprendizaje profesional de los
maestros y los distintos mecanismos formales e informales de su socialización en la
cultura escolar y las subculturas de asignatura.
b) Examinar el papel que juega la formación
del profesorado en ese proceso de socialización.
En este oficio, el noviciado no es un camino
transparente que pueda reducirse a la adquisición de una competencia laboral, primeramente en una carrera universitaria y,
más tarde, sobre el terreno. A diferencia de
lo que ocurre en otras ocupaciones, el proceso de convertirse en profesor empieza
muchísimo antes de que los postulantes se
matriculen en alguna titulación reglada de
formación inicial. Dada la naturaleza de la
educación, quizá arranca en la más tierna
infancia. Y de un modo más palmario con
la escolarización, mediante ese “aprendizaje por observación” de la actividad diaria
de sus maestros, sobre el cual llamó la atención Dan Lortie (1975). Este hecho tiene su
trascendencia. Como es obvio, las historias
personales poseen un grado de variabilidad
importante. No obstante, la investigación
pionera de Lortie y las emprendidas con
posterioridad (véase la reciente revisión de
Bullough, 2000), han detectado algunas tendencias repetidas, sintetizadas a continuación.
Cuando los estudiantes llegan a la universidad arrastran consigo un bagaje acopiado durante las miles de horas pasadas
en un aula. Ese período tan dilatado e intenso les ha reportado un “conocimiento
práctico”, imágenes y creencias acerca de
qué se espera de un alumno, acerca de las
asignaturas escolares… y acerca de la tarea
de enseñar. Una tarea de enseñar que, lógicamente, han vivido desde su lado del pupitre, mientras suelen quedar fuera de su
vista muchas decisiones, dilemas, problemas e incertidumbres subyacentes. A consecuencia de lo cual, ese aprendizaje por
observación tiende a reforzar, por ejemplo,
la idea de que impartir una materia consiste en explicar o mostrar un temario que
sencillamente está ahí, dado y configurado
de antemano, tan “natural” como la parcelación disciplinar. Y a alimentar concepciones intuitivas de la enseñanza basadas preferentemente en la personalidad del docente (más o menos afectuosa, cordial o tolerante). Según parece, la formación inicial
apenas logra socavar las asunciones más
“somatizadas”, remedo –siquiera parcial o
deformado– de la capa de significados sedimentada en los cimientos de esta institución. Sólo las asunciones más superficiales
cambian con facilidad. Doquiera se tomen
las muestras, un porcentaje elevado de
egresados considera que los profesores universitarios son “demasiado teóricos”. La reprobación no alude tanto a la densidad intelectual de sus clases como a su alejamiento del modelo de necesidades prácticas que
dan por sentado, al idealismo escasamente
cabal en que incurrirían, o a la prédica de
elevadas metas sin facilitar estrategias para
alcanzarlas. No es de extrañar el frecuente
desapego por buena parte de los contenidos recibidos. Ni el que tantos diplomados
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TEMA
DEL AÑO
Formación crítica del profesorado y profesionalidad democrática
en magisterio coincidan en señalar el prácticum –no importa su brevedad y aleatoriedad– como el momento más útil en su preparación: aun si lo caprichoso del sistema
de asignación de tutores les deparó eventualmente algún disgusto, al menos “se
dieron un baño de realidad”. De este modo
se va recreando el mito de que la experiencia hace al profesor y se expresa a sí misma.
En algunos casos pueden toparse en el
prácticum con alternativas exitosas que suponen un acicate para la reconversión cognitiva. En otros, por el contrario, ven ejemplificado en ellas un tipo de enseñanza disconforme con el que se intenta promover
en la facultad, y que acaso corrobora sus
creencias íntimas. Pero incluso si ese tipo
de enseñanza entra en conflicto con su visión, el deseo de integrarse en el colegio, de
ser aceptado como docente por los niños y
los colegas, y el hecho de que su nota dependa también del tutor, provocan en bastantes neófitos una sensación de vulnerabilidad y un conservadurismo poco proclive
a asumir riesgos y a desbordar la función
encomendada. Es harto probable que las
contrariedades sobrevenidas al adoptar el
rol de maestro (a la hora de asegurar el
control de la clase, intentar que sus pupilos
aprendan algo, etc.) les enfrenten a los límites de su sapiencia y pongan en un brete
sus concepciones. Sin embargo, la cierta artificialidad del trance (“no he actuado como lo haría si la clase fuese mía”) permite a
muchos sobrellevar dudas y contradicciones sin cuestionarse en profundidad, ni
perder el optimismo en sus habilidades.
Otra peculiaridad de este oficio estriba
en que los profesores noveles, tan pronto
llegan a su primer destino, son lanzados a
la piscina con las mismas responsabilidades que los profesores experimentados,
cuando no se les encarga los grupos más
“difíciles”. En tal tesitura, no son pocos los
que sufren –en los términos de Simon
Veenman– un “shock de transición” que
torna muy visibles las grietas de su pericia,
sus eventuales aprietos para anticipar “problemas de orden”, para combinar la instrucción con la dirección del aula o para
dar respuesta a la diversidad del alumnado. Así, entre los principiantes, el entusias-
mo de unos confluye con la deflación de
los buenos e innovadores propósitos en
otros. En las investigaciones disponibles,
una porción notable de entrevistados describe sus primeros años de docencia como
aquellos en los que aprendieron por ensayo-error (y tomando selectivamente en
préstamo algunos “trucos” de los compañeros) lo “que funcionaba”, lo que “era realista hacer”. No es aventurado entrever tras
“lo que funciona” o “es realista” el eco de
las circunstancias concurrentes y, asimismo, de los modos “convencionales” de
pensar y hacer. Ni conjeturar alguna de las
causas de la irrelevancia atribuida a tantas
actividades de formación permanente. En
su jerarquía particular, muchos mencionan
la experiencia personal y el intercambio informal con los colegas como el principal
motor de su desarrollo profesional.
El relato esbozado no es, va de suyo, el
único que puede rastrearse. La socialización docente, lejos de unívoca, engloba rutas divergentes. Pero no todas tienen la
misma presencia. La reiteración con que se
sigue la trazada arriba ofrece pistas preciosas para vislumbrar cómo se interiorizan
algunos vectores de la cultura escolar, y cómo se incorporan a los sujetos –si se consiente la paráfrasis de Bourdieu– en la forma de disposiciones personales. A pesar de
la educación profesional formal. Aunque
también a su través, pues como discutiremos más adelante, ésta ha de cargar con su
cuota de responsabilidad. Nada desdeñable, por cierto.
c) Someter esta práctica profesional a un
análisis político. Los mecanismos modeladores de las subjetividades y de control interno de las conductas, siendo ciertamente decisivos, no son en absoluto los únicos que
condicionan las posibilidades de actuación,
por más que se los entienda como trasuntos de unas relaciones de poder. Después
de todo, la equiparación estrecha de la
“gramática de la instrucción”, de los “códigos pedagógicos” o de las “identidades docentes” con la noción heurística de una
“construcción cultural” puede dejar en penumbra claves fundamentales. Elementos
de esa “gramática” hoy naturalizados, en
su momento fueron introducidos por refor-
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
mas. Sus componentes, afirman Tyack y
Tobin (1994: 476), “no son creaciones atemporales grabadas en piedra. Son el producto histórico de grupos particulares, con valores e intereses particulares, en coyunturas
particulares, y por lo tanto políticos en origen”. De igual manera, el currículum y las
disciplinas escolares constituyen un terreno
altamente movedizo, contestado y fragmentado, en el cual “los actores implicados
despliegan un abanico de recursos materiales e ideológicos cuando persiguen sus intereses individuales y colectivos” (Goodson,
1998: 231). Por su parte, las “identidades”
se construyen dentro de comunidades de
discurso, pero unas y otras están ancladas
en esos contextos, y como ellos mudan 3.
Por tanto, la ineludible preocupación por
los procesos de enculturación debe completarse con otras miradas, a varios niveles.
De un lado, y sobre el trasfondo de los
movimientos más amplios de reestructuración socio-institucional, el macronivel de los
tornadizos arbitrios gubernativos, cada vez
más dependientes de coordenadas globales,
que establecen o reordenan el campo de
juego hasta el punto de convertir la escuela
en “uno de los espacios sociales más cir-
3
cunscritos históricamente” (Goodson, 1997:
150). De otro lado, el mesonivel concerniente
a la dinámica de las “profesiones”. La clásica interpretación funcionalista –que las
contempla como actividades de servicio definidas por una competencia técnico-cognitiva especializada en un determinado dominio, y por una ética neutral volcada en la
satisfacción o bienestar de la clientela– olvida cómo van entretejiendo el saber y el poder en su ambivalente pugna por un reconocimiento, status, recompensas o privilegios (cfr. Pereyra, 1988a; Real, 2002). El recordatorio es válido para las profesiones liberales y para las burocráticas, a despecho
de sus notorias disimilitudes. Claro está
que las asimetrías inherentes a la división
del trabajo y al grado dispar de control estatal reparten muy desigualmente la capacidad de interlocución, negociación e influencia. La segmentación es tanto horizontal como vertical. En el primer sentido, y
dentro del sistema de ocupaciones, las vinculadas a la educación quedan por lo general apartadas de cualquier posición eminente. Baste reparar en la consideración
“relativa” que merece la formación inicial
del profesorado en la universidad, o el ofi-
Raymond Williams, un ilustre progenitor de los estudios culturales, juzgaba tan simplificador tomar la
cultura cual mero subproducto del ambiente socioeconómico y político, como imaginar que el patrón de
significados y valores que enmarca la vida de las personas es autónomo y evoluciona de acuerdo con su
propia lógica irreductible (Williams, 2003: 121). Traemos a colación esta cita porque algunas radiografías
de la cultura escolar y de las identidades docentes se nos antojan excesivamente autorreferenciales. Sirvan como oportuno botón de muestra las teorías –de vocación normativa– sobre el ciclo de vida profesional de los maestros, que pautan su carrera en una secuencia de fases paradigmáticas: una inicial de
supervivencia y descubrimiento; otra de estabilización; una posterior de experimentación y diversificación (la más sensible a la innovación); a continuación, entre los 35 y 50 años, sobrevendría un momento
de crisis y re-evaluación personal; tras la cual, hacia los 45 o 50 años, se entraría en una etapa de serenidad y distanciamiento en las relaciones; que deviene en otra de conservadurismo y quejas antes de la jubilación (cfr. Huberman-Thompson-Weiland, 2000). Sin negarles su mérito, estas teorías tienden a abstraer las diferencias de escenario y las transformaciones de los marcos socio-institucionales a lo largo del
tiempo, minusvalorando el modo en que esas transformaciones “moldean a diferentes velocidades la
definición de los puestos de trabajo docente, los rasgos identitarios de las profesoras y profesores y, en
último extremo, su propia imagen, su subjetividad, el modo en que se ven a sí mismos impulsados a actuar en ciertas formas a la vez que impedidos o limitados para hacerlo en otras” (Beltrán, 2005: 83). El
mismo Huberman encontró que en las cohortes incorporadas más recientemente a las plantillas suizas,
los colegas más conservadores resultan ser con frecuencia los más jóvenes. Es muy revelador comparar
sus actitudes con el sentimiento de misión educativa que animaba a muchos de los enseñantes británicos
que comenzaron su vida laboral en el período de entreguerras (véase Cunningham-Gardner, 2004). Al
igual que repasar las conclusiones de un informe para la Fundación Spencer –sobre el cual se informa en
Goodson (2005) y Rifá (2005)–, relativas a las cambiantes concepciones del yo profesional en Estados Unidos y Canadá desde los años 60-70 hasta la actualidad.
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TEMA
DEL AÑO
Formación crítica del profesorado y profesionalidad democrática
cio de enseñar en la sociedad actual. No
nos referimos sólo a su “prestigio” sino
también a la “autoridad” reconocida. La
que los docentes pudieran disfrutar en el
pasado como “custodios de la cultura” se
ha ido desinflando a medida que se democratizaba el acceso al conocimiento: los padres son ahora más diversos y muchos poseen credenciales académicas iguales o superiores (Fdez. Enguita, 2001). Añádase a
ello la proliferación de mensajes sobre la
educación de los hijos y el consiguiente engrosamiento discursivo del sentido común
paterno. En cuanto a la segmentación vertical, piénsese en las aspiraciones de quienes
se han escudado en la Academia para reivindicarse como “expertos” frente a las tareas “aplicadas” del maestro, o en las distinciones imperantes entre quienes ejercen
en secundaria y en primaria. Por último,
tendríamos el micronivel de las disensiones
axiológicas y de las disputas más prosaicas
que dividen a las plantillas de los centros.
La resolución de estos conflictos abre o cierra puertas, afecta al equilibrio de fuerzas
existente dentro de unas subculturas de
asignatura no monolíticas, etc.
La “estructura de posibilidades” de la
formación del profesorado
Si formalizamos un tanto lo escrito en el
apartado anterior, quizá pudiera decirse
que la acción de un profesor se inscribe en
un “medio” vertebrado por las mismas dimensiones estructurales genéricas entreveradas en cualquier otro escenario social: un
determinado ordenamiento institucional,
una regulación normativa y un orden simbólico (Giddens, 1995)4. Todas esas dimensiones estructurales habilitan su obrar, desde
4
5
el momento en que desbrozan un campo de
actuación, lo legitiman, y facilitan a los participantes instrumentos intersubjetivos de
significación para el registro reflexivo de su
actividad. Y todas esas dimensiones simultáneamente lo constriñen. Los aspectos constrictivos de la primera se manifiestan como
acceso desigual a los recursos materiales y
de poder. Los de la segunda, como opciones vedadas o desincentivadas. Y los de la
tercera, como acceso asimétrico al conocimiento y/o como ideología que conecta un
significado con la justificación de intereses
sectoriales, con vistas a enturbiar la comprensión de las condiciones de la acción y,
por ende, de su hipotética modificación. Por
supuesto, la peculiar combinación de oportunidades y restricciones no puede elucidarse de espaldas a la coyuntura histórica
concreta y a las posiciones sociales de los
agentes implicados (lo que es coercitivo para unos grupos, faculta a otros). No obstante, se impone algo evidente: cualquier proyecto de mejora que pretenda descansar en
el puro ímpetu de la predicación racional
quedará irremisiblemente atrapado en lo
que Bourdieu llamaría una “ilusión escolástica”. De donde se infiere que la eventual
incidencia de la formación del profesorado
en la determinación de sus desempeños es,
por fuerza, restringida5. Motivo por el cual
no puede valorarse en términos de “todo”.
Pero tampoco de “nada”. Según la argumentación precedente, los obstáculos que
frenan nuestra agencia serían el poder limitado, la legitimidad limitada y la racionalidad limitada. Contra los dos primeros poco
puede hacer directamente la educación profesional. Por contra, sí puede hacer algo en
el tercer ámbito. Lo hace, de facto, aunque
no siempre en la dirección deseable. Vayamos poco a poco.
Podrá apreciarse alguna sintonía con el meritorio esquema interpretativo planteado por Martínez Bonafé (1995, 1999) para diseccionar la conformación del trabajo en la enseñanza.
Conviene subrayarlo, porque abunda la retórica abonada a una perspectiva engañosa. La extendida visión de que las reformas acaban siendo lo que los docentes deciden inviste a éstos con una autonomía
enorme para crear y alterar a voluntad su praxis. En nombre de su indudable protagonismo y del papel
en verdad crucial de su preparación, se incurre en un voluntarismo ingenuo y poco realista, que además
torna muy complicado explicar las barreras objetivas y subjetivas interpuestas ante la innovación, a no
ser en clave de insuficiencias personales. Se está así a un paso de trocar la figura del maestro como demiurgo por la de culpable supremo de las ocasionales derrotas.
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
Las propiedades “estructurales” son el
medio de la acción humana, y ésta a su vez
el medio de dichas propiedades, habida
cuenta que no se reproducen (ni se transforman) solas. En esta dialéctica recursiva,
el entendimiento, expreso y tácito, que tenemos las personas acerca de las condiciones contextuales y, en especial, las condiciones de nuestros propios actos, no es un
mero epifenómeno, sino algo consustancial
a dichos actos. En el caso que nos incumbe,
obviamente están mediatizados por las circunstancias internas y externas a los centros escolares. Pero no debería soslayarse
que los supuestos explícitos, las convenciones implícitas, las rutinas y hábitos de los
agentes educativos colaboran, a menudo
sin pretenderlo, con tales circunstancias en
la recreación de patrones institucionales
quizá impugnables. En otras palabras, la
cultura escolar que enmarca la socialización
de los maestros no es un simple reflejo de
otra cosa. Hondamente estructurada, también estructura, pues genera maneras de
pensar, ver y actuar. Las creencias, categorías y distinciones relativas al conocimiento, la propia asignatura, el rendimiento académico, la inteligencia y la “diversidad” de
los alumnos, la gestión de tiempos y espacios, el orden disciplinario, etc., incorporadas al discurrir diario de las clases, contienen en sí mismas un filtro selectivo que pone fronteras a lo percibido como realizable,
coadyuvando a retener inercialmente los
resultados de la acción dentro del perímetro de las funciones sociales latentes. De esta guisa, los quehaceres cotidianos quedan
profundamente entrelazados con la duración institucional. Ahora bien, su repetición, que tiende a imponerse como dato
empírico, no es una necesidad lógica. Pese
a que con frecuencia no somos conscientes
de todas las consecuencias de nuestro
obrar, tenemos abierta la posibilidad de
analizar nuestra contribución a las circunstancias, enriquecer reflexivamente nuestra
conciencia poniendo en cuestión lo que dábamos por sentado e intentar reconducir
nuestra práctica de acuerdo con tales ideas,
clavando alguna cuña, por minúscula que
sea, en los ciclos de reproducción no intencional de las dinámicas que nos envuelven.
Distintas experiencias de socialización alternativa y de aprendizaje pueden propiciarlo. Ahí radica potencialmente el valor
de la formación del profesorado.
El siguiente peldaño es mover la pregunta de si sirve o no del terreno abstracto
al terreno de lo que realmente tenemos. Esto es, ¿hasta qué punto la vigente educación
profesional, inicial y permanente, sienta bases sólidas? ¿Hasta qué punto desmenuza
los códigos pedagógicos de las asignaturas
y la gramática escolar subyacente para dejar
al descubierto sus entrañas sociales? ¿Los
nuevos lemas y lenguajes que aireamos en
la universidad o en los centros de profesores apuntan en verdad contra su núcleo? ¿O
se superponen a él? ¿O resbalan por su superficie sin acertar a impregnarla? Cuando
uno se formula estos interrogantes, es fácil
torcer el gesto. Aquí apenas nos detendremos en el tema, pero la explicación no es
ajena al hecho de que la práctica en esas instancias está sujeta a factores bastante similares a los que operan en colegios e institutos.
Unos de índole macro. Baste traer a las
mientes las graves carencias heredadas de
una formación inicial todavía aferrada a
“un modelo semiprofesionalizado y académicamente empobrecido para los profesores de infantil y primaria, y un modelo academicista insuficientemente dotado del bagaje profesional pertinente, para los profesores de secundaria” (Montero, 2004: 161;
2006: 169). Estas lagunas, agravadas por la
deficiente relación entre los centros universitarios y los escolares, repercuten visiblemente en la configuración identitaria de los
colectivos docentes, tal como ha recalcado
con tino Bolívar (2006). Por lo demás, este es
un espacio conflictivo, al proyectarse sobre
él las batallas por la escuela y el currículum.
Con un lenguaje llano, Imbernón (2004: 156)
aseveraba que “una buena formación siempre comporta cierta reivindicación”, que
acaso choca de frente con el sesgo de las políticas en vigor y con la tendencia a subordinar las redes de formación permanente a las
prioridades coyunturales marcadas por la
Administración de turno. Excusa decir que
las Facultades por las que pasan los futuros
enseñantes cobijan también intereses corporativos y tensiones micropolíticas. Los
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TEMA
DEL AÑO
Formación crítica del profesorado y profesionalidad democrática
egoísmos gremiales, las complicidades espurias y los cabildeos tienen una responsabilidad capital en alguno de los vicios que
nos aquejan. Verbigracia, la consideración
cautiva que las disciplinas científicas suelen
tener de la escuela como salida para sus licenciados, en pro de la “posición de mercado” de sus respectivas carreras. O la fragmentación de los planes de Magisterio en
una miríada de asignaturas aisladas e inconexas, sin una coherencia global edificada
sobre la discusión abierta de algún concepto
de profesionalidad. Por añadidura, incluso
las Facultades de Educación están asimismo
entretejidas por diversas culturas instructivas, no todas ejemplares. Hace años, Leming (1992) utilizó metafóricamente la tesis
de C. P. Snow acerca de la escisión entre las
“dos culturas” (científica y literaria) en el
mundo occidental para destacar la “brecha
ideológica” existente en Estados Unidos entre los maestros de estudios sociales y los
didactas del ramo que les prepararon en la
universidad, mucho más afectos a un ideario educativo progresista. Sin embargo, semejante afirmación precisaría de muchos
matices, pues poco antes Banks y Parker
(1990) habían llegado a la conclusión de que
el equivalente a nuestros cursos de Didáctica de las Ciencias Sociales promovía un espíritu mucho más acomodaticio que crítico,
de la mano de un academic staff que a menudo resultaba ser un mal modelo del mismo
decálogo que predicaba. Tal panorama no
es exclusivo ni del área ni del país.
En suma, la capacidad de incidencia no
se ve recortada únicamente por algunas limitaciones exógenas inevitables. Adolecemos de miserias endógenas que no cabe tachar indiscriminadamente de ineluctables.
La formación del profesorado goza de un
amplio margen de mejora. Sería muy pretencioso por nuestra parte redactar un listado de requisitos: son muchas las teclas a tocar y, como argumentara Rozada (1997) en
su magnífico manual o se insistiera hace escasas fechas en Cochran-Smith y Zeichner
(2005), no valen los atajos ni las soluciones
simples. Nos conformaremos, a modo de
recapitulación, con llamar la atención sobre
algunas de las dificultades que deberían
afrontarse inexcusablemente.
a) La primera dificultad se desprende de
lo discutido hasta el momento. A poco que
se recapacite se advertirá que el problema
de la formación del profesorado no es sólo
el de acercar a sus destinatarios a un pensamiento teórico-práctico epistemológicamente superior. Ese problema –del todo fundamental y apremiante– se subsume en uno mayor de
socialización y contra-socialización, contextualmente delimitado. Hoy, en general, se admite
que el proceso de convertirse en profesor
empieza bastante antes de que el neófito llegue a la universidad. Lo que no está tan claro es qué hacer con semejante descubrimiento. Algunos formadores sensibilizados
se han esforzado por: 1) incitar a los maestros postulantes o en ejercicio a la observación interior de sus propios actos o estados
de conciencia, con vistas a explicitar sus
“teorías tácitas”; y 2) inducir un conflicto
cognitivo mediante el contraste de dicho
“modelo didáctico íntimo” con formulaciones discrepantes. Merced a esa confrontación se espera que vayan depurando sus esquemas de significado, en aras de una elección progresivamente más racional de los
principios y procedimientos de actuación.
Esta suerte de terapia es, desde luego,
bastante más encomiable que la reincidente
cosificación del saber. Pero no resuelve de
manera convincente dos cuestiones. De entrada, parece presuponer que la conciencia
es transparente para sí misma. Sin embargo, la autocomprensión del individuo sólo
puede acontecer a través de categorías lingüísticas “públicas”, toda vez que la subjetividad dimana de la intersubjetividad, y
no al contrario. La descripción fenoménica
que emerge de la sola mirada hacia dentro
de uno propende a axiomatizar el “régimen
de verdad” en que estamos instalados a
consecuencia de los procesos de enculturación vividos. Aunque nos acerque a lo real
en tanto en cuanto confiere un sentido a
nuestra experiencia, una rememoración
privada tal no basta para desvelar sus raíces sociales. Como alega Bourdieu (1999:
23), “sólo la ilusión de la omnipotencia del
pensamiento puede hacer creer que la duda más radical tenga la virtud de dejar en
suspenso los presupuestos, relacionados
con nuestras diferentes filiaciones, perte-
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
nencias, implicaciones, que influyen en
nuestros pensamientos. Lo inconsciente es
la historia: la historia colectiva, que ha producido nuestras categorías de pensamiento,
y la historia individual, por medio de la
cual nos han sido inculcadas”. De ahí que
se nos antoje complicado alcanzar ese tipo
de distanciamiento que ayuda a “desfamiliarizar” la experiencia sin objetivar e historizar nuestra propia socialización en los entresijos de la cultura escolar y las subculturas de asignatura.
Esto nos lleva a la segunda cuestión. La
esperanza en promover la reforma de “la
mente y el cuerpo” mediante el mero contraste con otras pedagogías sobrevalora el
poder autoindicativo de las ideas y pasa por
alto un escollo serio. Recurramos de nuevo
a Bourdieu. Si no proporcionamos a la razón instrumentos que la ilustren sobre las
condiciones estructurales de la actividad
pensante –si no explicamos sociogenéticamente por qué el “sentido común” nos dicta
lo que nos dicta acerca de la escuela, el oficio de maestro, el currículum, la infancia y
el alumnado, etc.6– la dejamos baja de defensas ante la presión de las inercias institucionales. En ausencia de alguna luz sobre
las restricciones de toda índole presentes en
los centros, que permita calibrar mejor las
trabas al cambio, además de vislumbrar resquicios u oportunidades para fomentarlo,
los planes innovadores corren grave riesgo
de crisis vocacional frente a las ideologías
corporativas preponderantes, que al menos
en parte son “funcionales”. Las invitaciones
al voluntarismo suelen ser presa fácil de las
rutinas arraigadas, con lo cual acaban reafirmando a los novicios y oficiantes del gremio en la extendida opinión de la irrelevancia utópica de la “teoría”. Podrá comprenderse, entonces, la querencia de Fedicaria
6
7
8
por la mirada genealógica como fundamento imprescindible de una didáctica crítica.
b) Si aspiramos a la mejora, el propósito
de la formación debería ser dilatar racionalmente, no sólo nuestro “sentido de la realidad” (la capacidad de explicar por qué las
cosas son como son, y por qué acostumbramos a contemplarlas como lo hacemos), sino también, en términos de Robert Musil,
nuestro “sentido de la posibilidad” (la facultad de pensar que las cosas podrían ser de
otro modo y, llegado el caso, desear que lo
fuesen)7, por la vía de examinar, discutir
con celo y (re)construir planteamientos y
prácticas alternativos a los habituales, sometiendo a escrutinio su mérito, relevancia,
consistencia, factibilidad y sus eventuales
secuelas8. No basta con movilizar el deseo
(de una enseñanza más genuinamente
emancipadora, inclusiva y democrática):
hay que educarlo, pues sin sabiduría se
vuelve con celeridad arbitrario. Ahora bien,
esa educación del deseo se topa con otra dificultad, que no es intelectual sino que nace
de la resistencia de la voluntad. En efecto,
adentrarse por esta senda, tan imprescindible como delicada, supone interpelar a lo
que Raymond Williams denominaba la “estructura del sentimiento”, una expresión
rentabilizada asimismo dentro de Fedicaria
(véase Mateos, 2001). Como es normal en
una sociedad pluralista, en esa “estructura
del sentimiento” se dan cita sensibilidades
encontradas, entre otras causas porque la
naturaleza de la enseñanza hace muy difícil
separar el yo de la imagen profesional. No
es de extrañar que los docentes, al igual
que sus pupilos, sean “diversos”. Los hay
que mantienen una identificación positiva
con aspectos esenciales del sistema educativo presente. Los hay que carecen de ese
vínculo, o lo han perdido, pero se adaptan
Véase el discurso hilado en Romero-Luis (2003) y Romero-Luis (2005).
En el nº 9 de Con-Ciencia Social nuestros compañeros Raimundo Cuesta, Juan Mainer, Julio Mateos, Javier Merchán y Marisa Vicente ubicaban el hogar de la didáctica crítica precisamente en la intersección
de la necesidad y el deseo (véase Cuesta et al., 2005).
En este punto habrían de confluir los cursos universitarios y el prácticum. La duración de este último se
puede debatir, pero la principal penuria tiene que ver con la falta de integración de ambos tipos de experiencias formativas en el marco de proyectos de trabajo mancomunados y “virtuosos” (como los
apuntados en García Pérez, 2006).
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TEMA
DEL AÑO
Formación crítica del profesorado y profesionalidad democrática
para sobrevivir. Los hay que rechazan los
arreglos organizativos y curriculares impuestos y luchan activamente por establecer otros. Hay quienes no quieren que suceda nada fuera de lo ordinario, a fin de
que se les deje en paz, etc. Tal diversidad
forzosamente repercute en la “pre-disposición” hacia un enfoque formativo u otro. Es
menester, por tanto, una dosis de cautela y
de humildad. Ampliar el sentido de lo posible no garantiza por sí mismo la germinación de un “ansia” innovadora. Pero al menos avala con energía la exigencia de defender las “tradiciones” de cada cual de un
modo no tradicional, esto es, no por repetición compulsiva o en clave de sus rituales
internos, sino justificándose por referencia
a otros usos y discursos educativos.
c) La última “dificultad” a la que haremos alusión se condensa en esta sentencia
de Habermas (1990): el conocimiento no
cumple el mismo papel en la ilustración de las
personas que en la organización de su actuación. No estamos sugiriendo, nada más lejos de nuestro ánimo, que sea imposible
enriquecer teóricamente la práctica. Al
contrario, en todas las sociedades –y con
una intensidad inusitada en los dos últimos siglos– se han revisado las costumbres
colectivas a la luz del saber disponible sobre ellas. Lo que ocurre es que ningún saber le evita a la acción el riesgo y la incertidumbre. Por bien diseñado que esté el
plan, cuando las ideas se introducen en la
práctica pueden generar consecuencias
perseguidas intencionalmente, pero también consecuencias no buscadas e incluso
“perversas”. Ello sería debido, por un lado, a la “penetración parcial” que tenemos
de las circunstancias. La realidad, ha escrito Popkewitz, nunca se agota por muchos
predicados que se le atribuyan, entre otras
razones porque la incorporación de tales
predicados a la acción contribuye al carácter inestable de esa realidad9. Y, por otro
lado, a los desiguales recursos de poder y
autoridad que somos capaces de movilizar
para incidir en los contextos institucionales
de la actividad. Las intenciones chocan a
9
menudo con obstáculos que desbordan lo
pedagógico y que sólo pueden encararse
en la insegura esfera de la negociación política. El primer motivo nos recuerda que
la formación es un proceso siempre inacabado, y que sería harto deseable una mayor coordinación entre la inicial y la permanente. El segundo, que muchas reformas han fracasado por circunscribir los esfuerzos a los muros del colegio y no entablar alianzas sociales más amplias en favor
de las transformaciones anheladas. Luego,
en aras de la mejora, la formación debería
cultivar asimismo la “sabiduría estratégica” que se precisa en el espacio público, y
que va implícita en cualquier definición
medianamente coherente de una “profesionalidad democrática”.
¿Por qué no se ha reformado
“de una vez” la formación del
profesorado?
José María Rozada Martínez
Las características del objeto a reformar
y la ubicación de nuestra mirada
La nota dominante a la hora de referirse a las reformas de la formación del profesorado habidas en España desde el restablecimiento de la democracia es la insatisfacción más absoluta, expresada incluso en
términos tan poco frecuentes en el lenguaje
académico como los de “desidia”, “abandono”, etc. Y así es, o así apetece decirlo,
efectivamente; sin embargo, quizás no convenga tanto utilizar unos términos que remiten al campo de las actitudes, cuanto señalar directamente y desde el principio las
características estructurales del objeto a reformar. La más importante de éstas creo
que es la de constituir una realidad social
profundamente fragmentada. En el gráfico
1 trato de representar esquemáticamente lo
que voy a decir.
Véase una discusión más amplia de este tema en Romero (2001: 215-218).
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
FACULTADES
DE CIENCIAS Y
HUMANIDADES
ESCUELAS DE
MAGISTERIO
PROFESORES
MAESTROS
INSTITUTOS DE
EDUCACIÓN
SECUNDARIA
ESCUELAS DE
EDUCACIÓN
INFANTIL Y
PRIMARIA
Gráfico 1
Una reforma de la formación del profesorado ha de hacerse cargo de cuestiones
que cabe perfectamente situar en tres bandas diferentes. Por un lado están las instituciones donde tiene lugar la formación inicial, por otro están aquellas otras en las que
se ejerce la profesión y, en medio de ambas,
está el sujeto de la formación, que no es otro
que el profesorado. Ya sería bastante complicación ésta aunque no hubiera ninguna
otra, sin embargo ésta es sólo la plantilla básica sobre la que operan diversas fracturas
cuya resistencia a ser soldadas advierte claramente de que, por muy general que sea el
acuerdo existente acerca de la situación insatisfactoria de la formación del profesorado, ésta no debe pensarse bajo la ilusión de
que puede ser resuelta “de un plumazo”, o,
lo que es lo mismo, con una reforma.
Verticalmente (por decirlo en el sentido
del gráfico) el campo está quebrado por
una ruptura que lo atraviesa horizontalmente, la cual tiene más de abismo que de
simple grieta. Un abismo en el fondo del
10
cual acaban no pocos docentes incapaces de
superar la distancia entre los alejados bordes de la teoría y de la práctica, dicho esto
en un sentido muy amplio, que apela también a la formación inicial, que va por un
lado, y a la realidad profesional, que va por
otro, así como a las identidades contrapuestas que una y otra generan. Una ruptura,
ésta de la teoría y la práctica, dramática en
términos de subjetividad, cuyos episodios
más trágicos se relatan en los informes de
los psiquiatras. Es también una fractura
histórica, con capítulos distintos para el
profesorado de secundaria y el de primaria.
Y hasta puede ser considerada como una
fractura epistemológica inevitable entre la
búsqueda y la difusión del conocimiento en
la Academia y su utilización escolar para
formar a niños y jóvenes.
Para el profesorado de secundaria, esta
separación teoría-práctica tiene que ver con
su progresivo distanciamiento de la universidad, donde éste tuvo su origen, alcanzando hoy el máximo alejamiento de ella, al
haber perdido la función de preparar a la
élite para la enseñanza superior y tener que
ocuparse ahora de la masa, nada menos
que bajo el principio de comprensividad.
Para los maestros, sin embargo, la quiebra entre teoría y práctica es de diferente naturaleza. Antes de la aparición de las Escuelas Normales, no hubo para los maestros
grieta alguna, sencillamente porque no había
formación inicial propiamente dicha, y cuando hubo algo parecido no estaba distanciado
de la práctica10. Hoy, sin embargo, dicha
fractura existe, estando uno de los bordes en
esa mezcla de idealismo pedagógico y tecnicismo didáctico que tanto se estila en su formación inicial, y el otro, en la tozuda y compleja realidad de las aulas donde hay que enseñar a niños y niñas de carne y hueso.
Antes de formarse en las normales (en 1838), los maestros no tenían una formación y titulación específicas. Incluso siguieron sin tenerlas bastante tiempo después, aunque en algunos casos pudieran ser objeto
de algún examen y acreditación. En la Villa y Corte de Madrid, hacia 1642 ya establecieron una congregación o cofradía (la de San Casiano). Pero no será hasta el reinado de Carlos III, es decir, con los ilustrados, cuando se cree (en 1780) en Colegio Académico del noble arte de las primeras letras. Miguel Pereyra
realiza un panegírico del mismo resaltando su carácter dialéctico al relacionar teoría y práctica (los maestros acudían allí los jueves por la tarde, eximidos de docencia, para discutir sobre su práctica). Y señala
cómo las normales instituidas por los liberales van a olvidar esta tradición y constituir una subcultura
profesional en aras de la ciencia y la pedagogía, que requería incluso del memorismo (Pereyra, 1988b).
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TEMA
DEL AÑO
Formación crítica del profesorado y profesionalidad democrática
Horizontalmente, las tres bandas están
separadas por otra gran fractura vertical
que, de arriba a bajo, parte en dos las instituciones de formación inicial (Facultades
por un lado y Escuelas Normales por otro),
los cuerpos docentes (profesores y maestros), y, finalmente, los centros de enseñanza (institutos y escuelas).
Sobre esta realidad cabe referirse a lo
que cada reforma hizo o dejó de hacer, pero no cabe lamentarse ingenuamente de
que ninguna de ellas haya resuelto los múltiples y muy complejos asuntos que aquí se
dan cita. Por otro lado, antes de enjuiciar
cualquier reforma, parece necesario señalar, aunque sea a modo de modelo contrafáctico, cuál es la situación deseable, con
vistas a la cual realizamos la valoración de
las iniciativas reformistas que se han dado
en la formación del profesorado. La que
aquí se adopta es la que hace referencia a la
superación de la fractura entre el norte y el
sur de nuestro gráfico, o sea, entre la teoría
y la práctica. De ella podrían derivarse consecuencias relativas a la conveniencia de
superar también la fractura que de arriba
abajo crea dualidades institucionales y profesionales, pero, insisto, la que considero
principal fractura es la que se produce entre la teoría y la práctica, pareciéndome la
otra, la que divide en dos las instituciones
y los cuerpos docentes, de carácter secundario. Es decir, para dejarlo completamente
claro, que no parto de la reivindicación política y sindical (por cierto, ya prácticamente olvidada) del cuerpo único de enseñantes. El punto de partida se sitúa aquí en el
campo profesional, pero de una profesionalidad entendida en un sentido amplio, donde la fractura entre teoría y práctica no se
repudia sólo por sus consecuencias profesionales en un sentido técnico, sino también, y primordialmente, por razones de
carácter ideológico y político, en tanto que
dicha fractura constituye un factor de alienación que coloca a los docentes en una posición muy difícil para comprender adecuadamente las características del campo
profesional en el que se emplean, y de su
lugar en el mismo, lo cual constituye a su
vez un obstáculo para el desarrollo de una
perspectiva atinadamente crítica.
Las reformas y la fractura
universidad-educación secundaria
Hemos dicho que cuando la educación
secundaria, entonces denominada enseñanza media, tenía como función exclusiva
preparar a quienes iban a hacer estudios
universitarios, esta grieta no existía, o era
tan pequeña que no constituía un problema, en tanto que no se formaban los profesores en una cosa para luego hacer otra
bien distinta; y hemos dicho también que
fue con la escolarización de masas, bien pasada ya la mitad del siglo XX, cuando la
grieta comenzó a abrirse hasta convertirse
en verdadera sima. Quizás en previsión de
ello, pero también seguramente porque por
entonces comenzaba su despegue la pedagogía universitaria, fue justamente la reforma del sistema escolar, que trató de acomodarlo a la presión escolarizadora de las masas, la que llevó a cabo un intento de acercar los bordes de dicha fractura, si bien esto
resultaría tan fallido en sus propósitos como continuado en el tiempo. Nos estamos
refiriendo al curso para la obtención del
Certificado de Aptitud Pedagógica (CAP),
destinado a incorporar a la formación inicial
del profesorado las aportaciones de las
“ciencias de la educación” (recordemos que
estos cursos fueron encomendados a los Institutos de Ciencias de la Educación –ICEs–).
El Curso para la obtención del Certificado de Aptitud Pedagógica, no por denostado deja de ser la iniciativa sobre la formación inicial del profesorado de enseñanza
secundaria más importante de las tomadas
en los últimos casi cuarenta años. Ni el
Curso de Cualificación Pedagógica (CCP)
creado por la LOGSE en 1990, ni el Título
de Especialización Didáctica (TED), creado
por la LOCE en el año 2000 (aunque no desarrollado hasta cuatro años más tarde), alcanzaron a ser mucho más que meros intentos de revisar algunos aspectos parciales
del CAP, de cuyo modelo básico no se
apartaron sustancialmente. Con el CAP se
pretendió solventar la formación pedagógica del profesorado de secundaria en 300
horas, que muchas veces ni siquiera llegaron a darse. Sus tres insuficiencias principales son interesantes porque no se deben
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
a meros errores de planteamiento, sino que
ponen de manifiesto problemas estructurales muy profundos, que son los que a la
postre han hecho imposible el surgimiento
de una verdadera alternativa al mismo, a
pesar de haberse producido en España
cambios tan importantes como el paso de
una dictadura a una democracia, varias alternativas de gobierno, seis leyes orgánicas
de educación y dos de reforma universitaria, amén de un sinnúmero de normas legislativas sobre aspectos parciales del sistema de enseñanza.
El primer problema que presentó el
CAP fue el de su carácter doblemente segregado. Por un lado, con respecto al resto
de la formación universitaria que recibían
los licenciados que luego se convertirían en
profesores de secundaria; y, por otro, su separación radical de la formación pedagógica que recibían los maestros. Este doble aislamiento lo mantuvieron las revisiones del
CAP surgidas ya en democracia (CCP y
TED). Y es así porque, en su gran mayoría,
los departamentos universitarios correspondientes a las distintas disciplinas y
áreas del saber, no asumían entonces, y siguen hasta hoy sin hacerlo, la responsabilidad de la formación de profesionales específicamente preparados para la enseñanza.
Y también porque entre los elementos que
han contribuido a la consolidación histórica
y cultural de la grieta vertical que separa
instituciones y cuerpos docentes, está el de
adjudicar saberes “sin pedagogía” a la enseñanza media y su profesorado, y saberes
“con pedagogía” a la enseñanza primaria y
sus maestros (Cuesta, 1997).
El segundo problema fue el del tipo de
“ciencias de la educación” que fueron dominantes en el CAP. En su surgimiento y
pronto descrédito creemos que tuvo mucho
que ver el predominio de aquella pedagogía
tecnicista que concluía estableciendo que
ser buen profesor era saber programar adecuadamente siguiendo las taxonomías de
objetivos disponibles al efecto. Esa pedagogía es inservible en la práctica y contraria al
sentido común por bien dispuesto que esté.
También es cierto que, en general, las llamadas ciencias de la educación, ni en esa versión ni en otras, gozan de gran prestigio en
el conjunto de las ciencias, y tampoco es
muy grande el reconocimiento del que gozan en los centros de enseñanza donde tiene
lugar la práctica de enseñar. La oleada de
neotecnicismos que a la postre acabó imponiéndose en el sistema escolar tras la sucesión de reformas del periodo democrático,
propiciada por psicopedagogos, expertos en
organizaciones eficaces, controladores de la
calidad, etc., no contribuyó a enfocar adecuadamente la superación de este problema. Soportados tales discursos durante el
período de formación inicial, lo que de ellos
queda en los profesores noveles no resiste
por mucho tiempo la prueba de la práctica
del aula y de la socialización en el centro escolar; incluso su prestigio casi nunca sobrevive a un primer período de prácticas. Así
que bien se puede afirmar que la cuestión
de la formación del profesorado de secundaria no mejorará sólo aumentando las horas dedicadas a la misma, sino que se impone un enfoque de su contenido mucho más
ligado a las características con las que se
presentan los problemas en la práctica, y las
condiciones reales en las que el docente ha
de vérselas con ellos (máxima complejidad,
ambigüedad, incertidumbre, carácter contradictorio, fingida colegialidad, inmediatez, etc.). Pero esto nos lleva directamente al
tercer problema que a nuestro modo de ver
afectó al CAP, y que puede ser mucho más
profundo y difícil de superar de lo que una
reforma de este tipo de cursos, incluso de
iniciativas más amplias, pudiera significar.
Se trata de la falta de profesionales adecuados para hacerse cargo de una formación
inicial que sintonice con realismo con los
problemas prácticos que la enseñanza plantea en los centros y en las aulas, pero sin
despreciar las aportaciones del conocimiento histórico, psicológico, sociológico, filosófico, etc. sobre la educación, sino, por el
contrario, acertando a señalar cómo se puede propiciar la puesta en relación entre estas aportaciones y los asuntos de la práctica.
Los Institutos de Ciencias de la Educación reclutaron para impartir docencia en el
CAP a un profesorado en gran parte procedente de los institutos. Este hecho que, en
principio, se presenta como muy adecuado
para favorecer la conexión de la formación
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TEMA
DEL AÑO
Formación crítica del profesorado y profesionalidad democrática
inicial con la práctica, no se puede decir, sin
embargo, que haya supuesto ninguna aproximación sustancial entre esos dos campos.
Creemos que, al menos en parte, esto fue así
porque, en general, los profesores de secundaria, incluso los que de entre ellos eran
mejores didactas de sus materias, no tenían
una comprensión de la enseñanza basada
en un estudio de la pedagogía (o de las ciencias de la educación, si se quiere) que les
permitiera comprender adecuadamente, y
por lo tanto transmitir, la complejidad que
encierra la relación entre teoría y práctica en
la enseñanza. Esta cuestión no ha cambiado,
y no será fácil que las fracturas del campo se
suelden, al menos en poco tiempo y con una
reforma. Lo cual no hace necesariamente
inútiles las que surjan, pero obliga a exigirles que, conscientes de los problemas reales,
apunten en la buena dirección.
Las reformas y la fractura escuela de
magisterio-educación infantil y primaria
Hemos dicho que la ruptura teoría-práctica en el caso de la formación inicial de los
maestros tuvo un origen que se puede considerar inverso al de la fractura que separa
la universidad y la actividad de ser profesor
en la educación secundaria. Si, como hemos
dicho, en este segundo caso el agrietamiento entre formación inicial y desempeño docente se hizo notar con la escolarización de
masas, es decir, con el surgimiento de una
práctica docente que ya no podía ser exclusivamente para las elites, en el caso de los
maestros la relación teoría-práctica se agrieta desde el mismo momento en el que surgen las Escuelas Normales. Antes de generalizarse la formación inicial de los maestros a través de estas instituciones, lo cual,
como se sabe, ocurriría bastante más tarde
de lo que fue su creación, el oficio de enseñar se transmitía gremialmente en estrecha
relación con su práctica, así que no cabe hablar de escisión importante entre formación
inicial y docencia posterior.
La formación inicial de los maestros no
fue siempre sincrónicamente homogénea
(no fue igual la formación de quienes asistieron a las primeras Escuelas Normales
que la de quienes ejercieron como maestros
sin pasar por ellas, ni fue lo mismo ser
maestro elemental que superior, ni fueron
equivalentes las Escuelas Normales de
Maestros que las de Maestras), ni se siguió
una progresión lineal ascendente (se sucedieron concepciones ambiciosas, como la
de Pablo Montesinos al frente de la Escuela
Normal Central de Maestros, y retrocesos
que llevaron a que se legislara la desaparición de dichas escuelas momentos antes de
la revolución de 1868) (Melcón, 1992); y
también se dieron avances, como el del republicano Plan Profesional de 1931, y retrocesos, como los de los Planes de 1945 y 50
en pleno franquismo. Por lo que respecta a
las últimas cuatro décadas podemos decir
que esta formación se ha ido haciendo más
académica. El salto mayor en ese proceso
se daría en dos tiempos; primero con el
Plan de 1967 por el que se estableció el requisito del bachillerato superior para cursar los estudios de magisterio, y, segundo,
con el Plan Experimental de 1971, tras una
Ley General de Educación (1970) a partir
de la cual la carrera de maestro (desde ese
momento profesor de EGB) alcanza el rango universitario; bien es verdad que de manera un tanto devaluada, al convertirse en
una diplomatura peculiar que requería de
un “curso puente” para continuar hacia
una licenciatura. Las reformas de la democracia no añadieron nada sustancioso en este panorama, ni siquiera cabe decir que lo
hiciera el Real Decreto 1440/1991, de 30 de
agosto, que establecía el Título Universitario Oficial de Maestro y regulaba buena
parte de los estudios de sus siete especialidades, quedando su desarrollo definitivo
en manos de unas universidades cuya autonomía había sido reconocida por la Constitución de 1978 y regulada por la Ley de
Reforma Universitaria (LRU) de 1983.
Pero el progreso académico de esta formación inicial, todavía insuficiente para
cuantos nos interesamos por la formación
de los maestros, no ha traído consigo, ni es
de esperar que lo haga, una sutura de la brecha abierta entre la teoría y la práctica. Por
ejemplo, con la Ley General de Educación y
la incorporación de toda la tecnología educativa que trajo consigo, se introdujo una
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
pedagogía tecnicista tan alejada de la realidad que era olvidada inmediatamente después de traspasado el umbral de las oposiciones. Hay que decirlo claramente: la deseable elevación del nivel académico en la
formación inicial de los maestros puede no
significar nada en su formación profesional
si los contenidos y las prácticas con que la
misma se lleva a cabo no son profundamente revisados para ponerlos en disposición de
ayudar a los maestros a soldar por sí mismos una fractura entre los estudios académicos y la práctica profesional que, por otra
parte, en gran medida es estructuralmente
inevitable. Ésta no es una cuestión a la que
se le pueda dar cumplida respuesta ampliando los años de estudio de una carrera,
por más que esto resulte imprescindible, dada la complejidad de la formación profesional de un maestro y la cantidad y variedad
de saberes que ésta exige poner en juego.
La pervivencia de la división entre
instituciones y cuerpos docentes
La fractura que históricamente partió en
dos las instituciones de formación y cuerpos docentes, ha sido alterada en las últimas décadas mediante dos “cuñas”, una introducida por arriba, entre las instituciones
de formación inicial, y la otra entrando desde abajo, mediante la reestructuración de
las edades de escolarización y las instituciones y cuerpos encargados de los diferentes
tramos de la misma (gráfico 2).
El desarrollo de la pedagogía como ciencia de la educación o conjunto de ellas, con
autonomía académica con respecto a otros
saberes de los cuales en otro tiempo se consideró una parte, ha traído consigo la creación de facultades que, con distintas denominaciones, aglutinan al conjunto de materias que se ocupan de la educación. Aunque
la casuística es muy grande, dada la variedad de situaciones derivada de la autonomía universitaria (LRU), se puede decir que,
en general, estas instituciones están excluidas de la formación inicial del profesorado.
Ni los Institutos de Ciencias de la Educación están plenamente integrados en ellas,
ni éstas tienen competencias propias en la
FACULTADES
FACULTADES
DE
DE CIENCIAS Y EDUCACIÓN
HUMANIDADES
ESCUELAS DE
MAGISTERIO
ORIENTADORES
PROFESORES
MAESTROS
MAESTROS
12-14
INSTITUTOS DE
EDUCACIÓN
SECUNDARIA
E.S.O.
ESCUELAS DE
EDUCACIÓN
INFANTIL Y
PRIMARIA
Gráfico 2
formación del profesorado de secundaria, ni
sus egresados pueden ejercer la profesión
de maestro. En relación con la enseñanza,
preparan a un tipo de profesionales no docentes que son los orientadores, y poco más.
En algunas universidades se ha avanzado en el proceso de integración de las escuelas de magisterio en dichas facultades,
pero se mantienen planes de estudio y titulaciones diferentes. Ya la LRU (1983), a través de la organización de la universidad
mediante departamentos, había dado un
paso facilitando una aproximación no sólo
con las escuelas de magisterio sino con el
resto de facultades de cada universidad, sin
embargo no puede decirse en absoluto que
esta fractura entre instituciones de formación inicial haya sido superada. En 1988 la
Ponencia de Reforma de las Enseñanzas
Universitarias del Consejo de Universidades rechazó la propuesta de dos licenciaturas (una para ser profesor de educación secundaria obligatoria y otras para serlo de la
postobligatoria) que había realizado el denominado Grupo XV. Argumentaron los
ponentes que había que evitar una profesionalización excesiva y mantener la tradición de que cualquier licenciado pudiera
dedicarse a la docencia. Este fue un momento decisivo en el que se puso de manifiesto que las comunidades científicas correspondientes a las disciplinas académicas
particulares no estaban dispuestas a considerar la educación secundaria bajo otra
- 32 -
TEMA
DEL AÑO
Formación crítica del profesorado y profesionalidad democrática
perspectiva que no fuera la de vía de salida
para sus titulados. Casi veinte años más
tarde, no puede decirse que la cosa haya
cambiado; para ver la vigencia de dicha
ruptura basta con estar atento a la prensa
diaria y ver cómo resurge en estos momentos la polémica acerca de qué Facultades
habrán de formar al profesorado de secundaria. Y también es suficiente el reparar en
el lenguaje utilizado para referirse a los pedagogos (o los científicos de la educación,
que da igual), por ejemplo, a propósito de
los cambios que se avecinan con la entrada
en el “Espacio Europeo de Educación Superior”, para comprobar el escaso reconocimiento que los saberes pedagógicos tienen
todavía hoy en la comunidad universitaria
en general. De ahí que la cuña de la que hablamos no haya sellado la fractura entre las
instituciones en las que tiene lugar la formación inicial del profesorado.
Por otro lado, es decir, desde abajo, en
las propias instituciones de enseñanza secundaria e infantil y primaria, las reformas
escolares de la democracia han traído cambios estructurales importantes, de los que
cabría esperar el cierre de la brecha históricamente existente entre institutos y escuelas, pero no ha sido así. La educación secundaria obligatoria, ubicada en los centros
de secundaria, ha adelantado la transición
de los alumnos al instituto con respecto a
cómo había quedado esta cuestión tras la
Ley General de Educación, pero no ha propiciado un mayor acercamiento a las escuelas, levantándose todo tipo de resistencias
para evitar la “egebeización” de los institutos. El hecho de que una parte de los maestros haya accedido a la educación secundaria, habiéndose llevado a cabo este proceso
con criterios mucho más sindicales que
profesionales, no ha propiciado el surgimiento de ninguna instancia intermedia
consistente; de hecho, se trata de una medida transitoria. Quizás la constitución de
unos centros exclusivos para la educación
secundaria obligatoria, y la formación de
un profesorado específicamente formado
para ellos, habría supuesto un avance mayor en la superación de esta fractura. Pero
ni las cosas se hicieron así entonces, ni ahora se está pensando en repararlas.
La reforma de la formación permanente
Dado el fragmentado campo de la enseñanza que hemos presentado para abordar
la formación inicial del profesorado, en lo
que respecta a la formación permanente del
mismo, cabe decir que fue en la primera legislatura, tras el triunfo del Partido Socialista en las elecciones de 1982, cuando se tomó
la única iniciativa relevante al respecto. Una
reforma que juzgamos pertinente y esperanzadora por lo que suponía de intento de superación de algunas de las múltiples fracturas señaladas. Nos referimos a la creación, a
partir de 1984, de la red de Centros de Profesores (CEP). Estas nuevas instituciones se
crearon, en principio, con el loable propósito de superar la distancia entre la teoría y la
práctica. Se criticó el tecnicismo didáctico
que representaban los ICEs, y se dispuso
que los CEPs fueran centros puestos democráticamente en manos del profesorado.
También se trató de propiciar el encuentro
entre profesores de instituto y maestros (no
sólo no se establecieron diferencias entre
ellos en cuanto al acceso a estos centros y la
gestión de los mismos, sino que el propio
Ministerio de Educación promovió cursos
de actualización conjuntos). Sin embargo,
por un lado, el error inicial de separar entre
sí la llamada “reforma” y la formación permanente del profesorado, y, por otro, la ola
de pragmatismo y neotecnicismo que a partir de la segunda mitad de la década de los
ochenta dio un giro de ciento ochenta grados a los planteamientos iniciales de la primera reforma (Rozada, 2002), impidieron
que esta iniciativa tuviera el respaldo político y económico que necesitaba. Tampoco
había tenido, salvo honrosas excepciones, el
apoyo de la pedagogía académica, la cual
resulta imprescindible, toda vez que de la
práctica, por sí sola, cabe esperar poco por
muy renovador que se sea.
Tras la transferencia de las competencias educativas a todas la comunidades autónomas, la situación es muy variada
(Montero, 2006). En líneas generales, se
puede decir que el modelo inicial ha sido
profundamente revisado, estando hoy estos centros completamente sometidos a las
Administraciones correspondientes, que
- 33 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
los utilizan para fines mucho más burocráticos que de formación profesional, no habiéndose desarrollado como instituciones
potentes capaces de promover un nuevo tipo de profesionalidad. Pero no nos engañemos apuntando sólo al lado político de la
cuestión, porque en ese fracaso hay mucho
de insuficiencia teórico-práctica para comprender y abordar adecuadamente la naturaleza de la profesión docente y los pasos
que han de dar las instituciones que quieran mejorarla.
¿Sujetos agentes o pacientes de la
anunciada «sociedad del
conocimiento»? Las actuales
políticas de formación inicial del
profesorado y la redefinición en
curso de la profesionalidad docente
Jesús Romero y Alberto Luis
Como es sabido, las universidades del
Viejo Continente están inmersas en una
profunda transformación instigada por el
denominado Proceso de Bolonia, que habrá
de conducir a la creación de un Espacio Europeo de Educación Superior (EEES) antes de
2010. En aras de armonizar la diversidad de
situaciones nacionales dentro de un marco
más compatible y comparable que facilite la
homologación transfronteriza de las credenciales, la movilidad y los intercambios,
esta peculiar convergencia implantará una
misma estructura para las titulaciones (ba-
11
12
13
14
sada en dos niveles nítidamente diferenciados, el “grado” o primer ciclo de estudios
universitarios, y el “postgrado”, que integra a su vez un segundo ciclo encaminado
a la obtención de un “máster” y el tercer ciclo del doctorado), así como un mismo sistema de medición del trabajo académico (el
“sistema de créditos europeo”, conocido
como ECTS). A estas alturas, los países implicados han avanzado en esa dirección a
muy distinto ritmo. España no es precisamente la avanzadilla, pero se ha promulgado ya la legislación básica11, se ha negociado en ciertas instancias la composición del
catálogo de titulaciones que sustituirá al vigente12, se han elaborado algunas propuestas para guiar el diseño de los “grados” en
ciernes13, se han acometido experiencias piloto, etc. Y este mismo año han empezado a
presentarse los borradores con las directrices generales comunes fijadas por el MEC
para estos títulos de grado14 y para aquellos máster que darán acceso a actividades
profesionales reguladas, verbigracia la docencia en secundaria.
A consecuencia de la metamorfosis glosada, toda la formación inicial del profesorado se halla sometida a reforma. Ahora
bien, conviene matizar un poco esta aparente relación de causa-efecto. Si uno se fija
en la arquitectura visible de semejante advenimiento, se impone seguramente esa
impresión. Sin embargo, si la mirada se
desplaza del continente al contenido, esto
es, si se examina la orientación sustantiva
específica por la que han ido decantándose
tales iniciativas, acabará descubriéndose
que tanto el EEES como los inminentes
Por ejemplo, el Real Decreto 1125/2003, de 5 de septiembre, por el que se instituye el sistema europeo
de créditos (BOE, 18.09.2003); el Real Decreto 55/2005, de 21 de enero, por el que se establece la estructura de las enseñanzas universitarias y se regulan los estudios oficiales de Grado (BOE, 25.01.2005); o el
Real Decreto 56/2005, de 21 de enero, por el que se regulan los estudios oficiales de Postgrado (BOE,
25.01.2005). Sin olvidar la receptividad de la Ley Orgánica de Universidades (LOU).
Aunque, según las últimas noticias, la polémica suscitada por la reducción de su número, anunciada por
el anterior equipo del Ministerio de Educación, ha llevado a los actuales responsables a descartar un catálogo cerrado, en pro de la libertad universitaria y del propio dictamen del mercado.
Entre ellas los Libros Blancos inspirados en la metodología Tuning. Tales informes fueron el fruto no vinculante de los convenios suscritos en 2003 por la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (ANECA) con distintas redes tejidas en torno a los decanatos.
Con la eliminación del catálogo cerrado de titulaciones, parece que el MEC optará por aprobar unas directrices generales por ramas del saber.
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TEMA
DEL AÑO
Formación crítica del profesorado y profesionalidad democrática
cambios en la iniciación profesional para la
enseñanza encubren filiaciones programáticas evocadoras de tendencias que anteceden y sobrepasan a este singular proyecto
paneuropeo. En efecto, los propios comunicados de las conferencias interministeriales
que están dirigiendo el proceso de Bolonia
escenifican el nuevo equilibrio de fuerzas
en la secular pugna por definir las finalidades sociales de la universidad, cuya terca
asimetría se agudiza ahora en favor de la
función económico-mercantil. Las declaraciones no dejan lugar a engaño: las prioridades son surtir de un “capital humano”
amoldado a los tornadizos imperativos de
las “economías del conocimiento” globalizadas –aunque prefiere hablarse de favorecer la “empleabilidad” de los egresados–, e
impulsar la competitividad internacional
de las instituciones europeas de educación
superior en un mercado de servicios cada
vez más desregulado. De igual modo, la reforma en marcha de la formación inicial exhibe en su código genético sesgos afines a
esa redefinición de la profesionalidad docente que ya acometieron otros países, en
paralelo a la profunda reestructuración de
los sistemas educativos públicos promovida por la «modernización conservadora»
triunfante en las áreas centrales del mundo
desarrollado desde los años 80. Continuada, ciertamente con otros énfasis, por algunos gobiernos más cercanos al “liberalismo
inclusivo” de la “tercera vía”, en su afán
por “actualizar” los principios de la socialdemocracia y sintonizarlos mejor con los
valores del mercado 15 . En Romero-Luis
(2006) hemos tratado de diseccionar tales
tendencias y filiaciones programáticas. De
hecho, remitimos a los/as lectores/as a dicha publicación para aproximarse al trasfondo de estos párrafos. Aquí únicamente
nos preguntaremos, aprovechando el esquema analítico trazado por José María Rozada en el apartado anterior, cómo ataca
esa flamante reforma alguna de las persistentes fracturas que quiebran el campo de
nuestra incumbencia.
15
La división de las instancias de
formación inicial y de los cuerpos
docentes
A fin de situar debidamente nuestra valoración en este ámbito, nos serviremos de
la útil distinción que establece Cuban
(1993) entre reformas de primer orden y reformas de segundo orden. Las primeras persiguen mejorar o hacer más eficientes los
arreglos existentes, corrigiendo disfunciones, atrasos o deficiencias percibidas, pero
sin poner en entredicho las categorías centrales subyacentes en las que descansan tales arreglos. Las segundas, por contra, serían esfuerzos por reinstituir el estado de
las cosas con arreglo a otro fondo y otra
forma.
Como ya se comentó en el apartado
precedente, una de las pervivencias más
notorias de los sistemas educativos bipolares decimonónicos –a pesar de la final
integración de primaria y secundaria obligatoria dentro del tronco básico común de
la escolaridad– es la escisión entre los docentes (maestros y profesores) encargados
de ambas etapas. Una escisión que ha venido recreándose a través de un modelo
de formación dual, con dos ramas diferenciadas tanto desde el punto de vista
institucional como desde el relativo a la
duración (y contenido) de esa formación.
Se señaló asimismo que la exigencia del
bachillerato superior para acceder a los
estudios de magisterio, decretada en 1967,
y la incorporación de las antiguas Escuelas Normales a la universidad (aunque
con un status devaluado) a partir de la
LGE de 1970, permitió reducir un tanto
las distancias en la respectiva preparación
académica. En ese sentido, no puede negarse que el escenario dibujado por la
convergencia europea representará un
avance reseñable. En los nuevos grados
de maestro en educación primaria y en
educación infantil, el alumnado deberá
superar el mismo número de créditos (240
ECTS, incluyendo las prácticas) fijado pa-
La mentada reestructuración de los sistemas educativos públicos no sólo afecta a otras latitudes, como
ha evidenciado la aguda mirada de Rozada (2002, 2006).
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
ra el conjunto de los grados. Teniendo en
cuenta que la cuantía de créditos por curso se sitúa en el tope de 60, esto significa
que magisterio gana un año, mientras las
antiguas licenciaturas pierden otro. Con
lo cual han acabado equiparándose entre
sí. En el caso de la enseñanza secundaria,
el denostado CAP y sus vaporosos epígonos cederán su sitio a un título de máster.
Es decir, los futuros profesores habrán de
adjuntar a su grado disciplinar un postgrado universitario de “noviciado pedagógico”, que les demandará entre 60 (habitualmente) y 120 créditos ECTS. Su
período formativo sigue siendo más prolongado, pero en menor medida. Sin embargo, si además de la duración se contempla su organización institucional, se
comprobará con celeridad que la dualidad
de trayectos no ha sido puesta en cuestión. La formación para la docencia en secundaria continuará aferrada a un discutible modelo “consecutivo”, por más que se
le invista de mayor prestancia, y separada
completamente de la que reciban los postulantes a maestro en infantil y primaria.
La propuesta en trance de oficialización
acentúa incluso la fragmentación, al dividir la iniciación profesional de estos últimos en dos grados distintos, pese a que la
LOE pretenda marcar distancias con la
LOCE subrayando el carácter eminentemente educativo del tramo 0-6 años.
A la postre, la voluntad de los agentes
con capacidad de decisión no ha ido más
allá de la reforma de primer orden. No sorprende que varios comentaristas (vg. Bolívar, 2006; Gimeno-Imbernón, 2006) lamenten la “oportunidad perdida”. Sobremanera
porque, en este parto del EEES, parecía factible haber ensayado una más ambiciosa,
de segundo orden. En nombre de una actuación coherente a lo largo de la escolaridad obligatoria, y de la superación de esa
brecha entre culturas e identidades profesionales que tan flaco favor le ha hecho a la
causa –ya bastante ardua– de la comprehensividad, se podía haber pensado, quizá,
en un grado común para todo el profesorado del tronco obligatorio, con líneas de especialización prolongadas mediante postgrados. No ha sido así.
La reforma frente a los desencuentros
entre la teoría y la práctica
Estimaba José María Rozada páginas
atrás que la formación inicial no mejorará
por el mero hecho de aumentar las horas
dedicadas a la misma, si esa deseable circunstancia no propicia el que se alcance
una relación más plena entre la teoría y la
práctica, en aras de una profesionalidad
ampliada. De juzgar las directrices de los
futuros títulos (de momento sus inciertos
borradores) bajo este prisma, es posible
detectar, sobre el papel, elementos susceptibles de despertar algunas expectativas.
Cabría interpretar como una condición favorecedora el hecho de que la revalorización académica de los grados de maestro
y el postgrado de secundaria (que sustituye a un CAP estructurado al margen de
las enseñanzas universitarias regladas)
venga, en paralelo, acompañada de un
alargamiento del prácticum, “en contacto
–según se exhorta, pues ahí está una clave
sine qua non– con equipos docentes innovadores”. Considerando, por añadidura,
la recomendación de evitar su reclusión
en un tiempo estanco que impida la simultaneidad con las clases universitarias.
Repárese en que ahora primaba una concepción del prácticum como mera fase
yuxtapuesta, bajo la cual asoma la ficción,
harto defectuosa, de la aplicación tecnológica del saber. Otras recomendaciones
adicionales, como la de integrar en la docencia universitaria a profesores de infantil, primaria o secundaria “de reconocida
experiencia y prestigio profesional”, o la
de fomentar la creación de equipos de trabajo internivelares, podrían coadyuvar
potencialmente al necesario diálogo entre
la teoría y la práctica. Al igual que la no
vinculación de las “materias” formativas a
áreas de conocimiento, puesto que deja
abierta la posibilidad de un tratamiento
modular o interdisciplinar centrado en
torno a problemáticas profesionales, como
el que defenderá más adelante Francisco
García.
Amén de la eventual “modularidad”,
acaso la principal seña de identidad curricular de las propuestas analizadas, y del
- 36 -
TEMA
DEL AÑO
Formación crítica del profesorado y profesionalidad democrática
EEES en general, sea la definición de los
perfiles profesionales en términos de
“competencias”, sin duda el vocablo fetiche de moda. Tras los debates habidos en
las últimas dos décadas acerca de la dinámica de la ciencia en la nueva sociedad
performativa, cuya agenda ha desplazado
del primer plano el contexto académico en
beneficio del contexto de aplicación (cfr.
Pereyra, 2005), se ha querido condensar en
la etiqueta de marras el conjunto de recursos intelectuales, habilidades, actitudes,
etc. que un individuo moviliza para responder con éxito a una situación real. En
suma, su capacidad de poner adecuadamente el pensamiento en obra. Amparándose en este discurso, algunos autores han
visto en el aprendizaje de “competencias”
la manera de pertrechar a los docentes para que consigan integrar la teoría y la
acción (por ej., Perrenoud, 2004). Dada la
imparable colonización del vocabulario a
la que estamos asistiendo, en lo que sigue
intentaremos aquilatar la consistencia y el
alcance de tal “solución”.
Como es obvio, el significante “competencia” admite una pluralidad de cargas semánticas. Por tal motivo, y mientras no entremos en disquisiciones de trazo fino, la
idea de formar un “profesional competente” puede asumirse, sin grandes recelos,
como máxima. Ahora bien, puesto que el
sentido de las palabras no es independiente
de las prácticas sociales de significación, al
pronunciarnos sobre los posibles atributos
de ésta no deberíamos hacer abstracción de
las actuaciones que han logrado encumbrarla. Y cualquiera que indague sobre el
particular no tardará en advertir que la
eclosión actual de esta voz dista mucho de
ser fortuita o neutra.
En lo concerniente al currículum escolar, el énfasis en las competencias transferibles cobró impulso después de la segunda crisis del petróleo, de la mano del “nuevo vocacionalismo” anglosajón que urgía a
16
adaptar los sistemas educativos a los
emergentes requerimientos de una economía post-fordista mundializada. Dentro de
esta ofensiva por reajustar sus fines, el enfoque de las competencias –entendidas
normalmente como aquella miscelánea de
destrezas, conocimientos, valores y disposiciones que convierten a un sujeto en apto
para el desempeño óptimo de una ocupación– fue promovido como la intersección
más promisoria entre formación y empleo.
Precisamente por ello se las concibió con
un formato conmensurable, haciendo especial hincapié en los “resultados del
aprendizaje”, al objeto de poder evaluar
con relativa sencillez tanto la eficacia de
las instituciones formativas como la “empleabilidad” de quienes obtenían una credencial. Esa cualidad tasable y comparable
ha acabado propiciando la extensión del
concepto a otras áreas de la educación, en
unos momentos en que la lógica performativa antes mencionada compele a rendir
cuentas. En efecto, debido al tipo de respuesta a la globalización azuzado por la
hegemonía neoliberal, los gobiernos se
han decantado por las políticas de oferta,
incluyendo cada vez más entre ellas a la
educativa: puesto que los Estados carecen
de poder individual para contrarrestar, y
de voluntad colectiva para regular, los flujos transnacionales, en su defecto se inclinan por ayudar a sus ciudadanos a no
quedar relegados en este escenario (cfr.
Held-McGrew, 2002: 110). En primer lugar, proporcionándoles una base formativa para enfrentar los desafíos de una
competencia exacerbada y de la mayor
movilidad del capital industrial y finan16
ciero . Y, en segundo lugar, enviando señales a los mercados sobre el nivel de instrucción de sus poblaciones. De ahí “el
creciente impacto normativo de las evaluaciones internacionales” (Rychen-Salganik, 2003: 5), atentas a medir el caudal de
“competencias clave” acumulado por ni-
Tal como argumentan Beck y Beck-Gernsheim (2003), el repliegue del Estado ha devenido en una individualización institucionalizada del riesgo social, que fuerza a buscar salidas biográficas a las contradicciones sistémicas.
- 37 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
ños y jóvenes17. Hace ya años que los memorandos publicados por el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo, la UNESCO o la OCDE vienen consumando ese giro estratégico hacia la formación en tales competencias clave. A su estela, la Comisión Europea decidió fijar, en
marzo de 2002, las que consideró indispensables para la escolaridad obligatoria. En
España, su eco se escucha con nitidez en la
LOE.
Por lo que respecta al profesorado, la
noción de una capacitación profesional basada en competencias se retrotrae a la investigación norteamericana sobre la eficacia docente enraizada en la psicología conductista, que venía a identificar la enseñanza con una colección de habilidades prestas para ser objetivadas y entrenadas. Ahora, sin embargo, el referente es más bien el
lenguaje de la gestión empresarial de los
recursos humanos, por lo común receptivo
a las fórmulas organizativas postfordistas.
Es de justicia admitir que esta sensibilidad
emergente marca distancias con aquel tecnicismo ramplón. Si se nos consiente la licencia expresiva, en su “variante postfordista” el concepto “competencia” apela al
bagaje cognitivo, volitivo, emocional, ético
y social que es menester activar para resolver tareas y problemas complejos. No persigue asegurar tan sólo la adquisición de
un cuerpo de conocimientos o el dominio
de unas destrezas instrumentales, sino
también el desenvolvimiento de capacidades de superior rango (aprender a aprender a lo largo de la vida laboral, obrar con
inventiva e iniciativa, tomar decisiones,
solventar dificultades, etc.) y otras de índole interpersonal (trabajar en equipo, negociar los conflictos, apreciar positivamente
la diversidad sociocultural, etc.). No resta-
17
remos un ápice de valor a estas cruciales
aristas. No obstante, semejante equiparación de la enseñanza con un proceso de solución de problemas, por más que abjure
del tecnicismo estrecho, tiende a olvidar
que la educación no es “problemática” únicamente en el sentido de originar problemas prácticos demandadores de soluciones
prácticas. Lo es en especial porque las funciones reales que cumple, las relaciones sociales que crea y recrea, o la cultura que
produce y reproduce no siempre son genuinamente educativas, equitativas ni democráticas.
Conviene resaltar con energía la afirmación anterior, porque este clima discursivo
ha sido aprovechado para redefinir el oficio
docente, y el “espacio” que corresponde a
su ejercicio, mediante la delimitación canónica de su saber profesional. Una expresión
paradigmática de dicho canon la podemos
encontrar en el reciente volumen colectivo
Preparing Teachers for a Changing World.
What Teachers Should Learn and Be Able To
Do, patrocinado por la National Academy of
Education norteamericana. En sus páginas
se nos ofrece un marco para ordenar sistemáticamente los tipos de conocimientos,
destrezas y disposiciones “que cualquier
maestro debería adquirir para ser eficaz”
(Bransford, Darling-Hammond y LePage,
2005: 10-11). Los autores los agrupan en
tres grandes dominios:
a) Conocimiento de los alumnos y de
cómo aprenden y se desarrollan en contextos sociales.
b) Una aprehensión de los contenidos y
los fines del currículum, a la luz de los
múltiples propósitos de la educación en
una sociedad democrática cambiante. Con
una “pequeña” salvedad: puesto que los
estándares nacionales, estatales y locales
La cita entrecomillada procede del informe final del Proyecto DeSeCo (Definition and Selection of Competencies), auspiciado por la OCDE. Este proyecto se ha ganado una reputación, y a menudo es citado como
modelo. Desde luego, sus interrogantes de partida –¿qué competencias clave, aparte de leer, escribir y
calcular, son imprescindibles para una vida individual exitosa y para el desarrollo democrático y socioeconómico sostenible?– y sus contestaciones –aprender a interactuar en grupos socialmente heterogéneos,
a actuar autónomamente, y a utilizar herramientas interactivamente– merecen una consideración detenida. Aunque a nosotros nos deje un sabor agridulce (véase Romero-Luis, 2006: 112-113, nota 35). Pero no
se olvide que el objetivo del DeSeCo es perfeccionar los indicadores manejados en las mediciones internacionales, a la vista de las lagunas detectadas en otros programas de la OCDE como el PISA.
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TEMA
DEL AÑO
Formación crítica del profesorado y profesionalidad democrática
ya han establecido directrices sobre qué
enseñar y por qué, “la discusión de tales
estándares y áreas de contenido queda fuera de nuestro ámbito de interés (…) El foco
estará en lo que necesitan saber los profesores eficaces para interpretarlos, secuenciar su enseñanza, crear planes de aprendizaje significativo y adaptarlos a sus alumnos” (ibid.: 34-35).
c) Una comprensión de la enseñanza,
que conllevaría cultivar un “conocimiento
pedagógico” de las disciplinas impartidas,
así como la capacidad de asistir a alumnos
diversos, evaluar sus avances y gestionar las
actividades del aula en beneficio de un trabajo estimulante y productivo (ibid.: 35-36).
Las recomendaciones de este informe
no dejan de ser enjundiosas y relevantes.
Lo sorprendente es la amnesia selectiva de
sus redactores. Cuatro décadas de investigación sobre los complejos y conflictivos
procesos de control, clasificación y diferenciación que operan soterradamente a través
de colegios e institutos, a través de sus currícula y a través de las clases, han caído en
saco roto. Los autores citados afirman pretender unos maestros elevados a la categoría de “expertos adaptativos” (ibid.: 3). Ese
es, precisamente, el perímetro que dibujan
las competencias. Éstas serían aquello por
lo cual el sujeto se vuelve útil para el funcionamiento expedito de una organización
que, sin embargo, se naturaliza, en tanto
que su dinámica institucional y sus funciones se dan por sentadas o decididas.
Algunos abogados del credo competencial no se reconocen en el uso empobrecido
que las propuestas de grados y máster para la docencia no universitaria han hecho
del mismo. Pero si analizamos los contenidos formativos de estos borradores, la filosofía implícita apenas se aleja de la glosada
más arriba. No se puede predicar una escuela inclusiva sin diseccionar las líneas de
18
exclusión que la atraviesan. No se puede
predicar una educación para la democracia
sin revisar de raíz la cultura transmitida y
el papel, a menudo penoso, que cumplimos como agentes suyos, etc. Según dijimos en el primer apartado, el “sentido de
la posibilidad” de los futuros profesores
debería reposar en un afilado “sentido de
la realidad”, so pena de empujarles al mero voluntarismo o de encerrar su teoría y
su práctica dentro de un círculo de corto
radio. Quizá dentro de ese círculo, la competencia ganada alimente una identidad
de nuevo cuño que les permita ser creativa
y flexiblemente eficientes18. Quizá dentro
de ese círculo sean capaces de integrar
pensamiento y acción, pese a que estas
propuestas cierran los ojos a la peculiar
textura de la socialización profesional y a
las implicaciones que se derivan de la “doble hermenéutica” del conocimiento: nos
referimos al hecho de que el sujeto forme
parte de la realidad a conocer y sobre la
cual actuar, y al hecho de que esa “realidad” no reaccione pasivamente cuando se
introducen nuevas ideas en la práctica. Pero el campo de juego que se les asigna deja
traslucir una profesionalidad racionalmente mutilada.
En un breve opúsculo dedicado a la
globalización, el filósofo alemán Rüdiger
Safranski (2004: 7) distinguía entre “inteligencia” y “sabiduría”. La inteligencia surge allí donde se arbitran medios para alcanzar unos fines. La sabiduría, allí donde
se toma distancia para sopesar conjuntamente los medios y los fines, de tal suerte
que se manifestaría cuando el saber no sólo
acompaña a la voluntad, sino que la produce. A la vista de lo discutido, tienta conjeturar que el enfoque de las titulaciones
nacientes contribuirá, en el mejor de los casos, a formar docentes más inteligentes, pero no más sabios.
Aunque cabe dudar incluso de su “funcionalidad sistémica”, habida cuenta que la letra de estos borradores soslaya alguno de los retos y demandas más importantes que se le hacen a la educación del siglo
XXI, tal como apunta Francisco García en este mismo artículo.
- 39 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
¿Qué retos le plantean al profesor
las nuevas realidades sociales que
nos envuelven? ¿Qué perfil de
profesor se considera necesario para
una escuela pública, democrática e
inclusiva?
Francisco F. García Pérez
Para intentar responder a la cuestión de
qué perfil de profesor/a nos parece necesario para el modelo de escuela que consideramos deseable, conviene atender a dos polos de referencia: el modelo de escuela (pública, democrática, inclusiva…), como marco deseable, y las realidades de nuestro
mundo (incluida la propia escuela), que están planteando una serie de requerimientos
tanto a la educación como a la formación
del profesorado. Cada uno de esos dos referentes no puede ser entendido de forma
aislada sino en relación con el otro, de forma interactiva: no tiene sentido plantearse
una escuela deseable sin tener a la vista (el
análisis de) determinadas realidades sociales, pero, a su vez, esas realidades sociales
tampoco constituyen una realidad factual
sino que son susceptibles de entenderse
desde el modelo de escuela (y de profesional de la educación) por el que –al menos
hipotéticamente– se opta.
Realidades de nuestro mundo, educación
y formación del profesorado
Asumo, pues, el supuesto de que las
nuevas realidades de nuestro mundo están
exigiendo otro tipo de educación, alternativa al modelo dominante. Y trabajar por una
meta educativa de esas características –tal
como la lleguemos a definir– requiere, sin
duda, un profesorado y, por tanto, una formación del profesorado más acordes con
esa alternativa; en definitiva, otro perfil de
docente, al que intentaré aproximarme. Entro, ahora, pues, al análisis, aunque sea so-
19
mero, del desajuste entre escuela y requerimientos sociales19.
Existe, en efecto, un grave desajuste entre la educación que tenemos y los requerimientos del mundo actual a este respecto.
El mundo de hoy presenta una serie de rasgos caracterizadores que exigen de la educación –y en concreto de la educación escolar– unas respuestas que ésta no está proporcionando. Así, por ejemplo, nuestro
mundo se caracteriza por rasgos como: la
globalización, la informacionalización, la
urbanización generalizada, nuevos mecanismos de control de la información, nuevas modalidades de desigualdad, nuevas
formas de poder, expansión del “pensamiento único”, deterioro de la idea de lo
público…
Ante estas nuevas realidades el sistema
escolar tradicional no está aportando análisis pertinentes ni orientaciones adecuadas
para afrontarlas. Y sin embargo, la escuela,
como institución social y como ámbito de
socialización de los alumnos, no debería
permanecer ajena o neutral ante ello. La
educación tendría que abordar hoy, de forma explícita, el análisis de estas realidades,
intentando que los alumnos y alumnas se
planteen estos problemas y vayan construyendo una posición ante los mismos. Bien
es verdad que la responsabilidad no es sólo
de la escuela, sino de la sociedad –y esto
debe ser objeto de un debate bien centrado–, pero también es de la escuela.
Resulta, pues, absolutamente necesario,
a ese respecto, repensar, radicalmente, el
sentido de la educación; habría que educar
a los alumnos en las nuevas perspectivas
del conocimiento y en las potencialidades
del mundo de la información, en nuevas
responsabilidades como ciudadanos del
planeta, en nuevas actitudes de intervención social, en nuevas formas de solidaridad
y de cooperación, en la asunción de nuevas
identidades más complejas... En suma, una
educación que se guíe por nuevos principios orientadores del cambio que se necesitaría. Para ello habría que reformar no sólo
La mayor parte de los razonamientos que voy a manejar se hallan más ampliamente expuestos en García Pérez (2005).
- 40 -
TEMA
DEL AÑO
Formación crítica del profesorado y profesionalidad democrática
los contenidos de las áreas, que suele ser la
preocupación central de las reformas curriculares, sino otros aspectos fundamentales
como los condicionantes cronoespaciales o
la formación del profesorado (la temática
que aquí nos ocupa)… o las propias relaciones entre escuela y sociedad20.
Sólo a modo de enunciado, cito algunas
grandes finalidades educativas, que considero deseables en el contexto de nuestro
mundo (véase más ampliamente García Pérez, 2005; así como Morin, 2000 y 2001;
Cuesta, 1999; Gimeno Sacristán, 2001; García Díaz, 2004): saber relacionarse con el conocimiento, entender el mundo y el ser humano en un contexto de incertidumbres,
ser ciudadanos del planeta (no meramente
de un estado), ser capaces de desear un
mundo diferente…
Y parece evidente que el profesorado
que va a estar implicado en la acción educativa que las realidades de nuestro mundo
reclaman, necesita, asimismo, un tipo de
formación más acorde con esa otra educación deseable, pues ha de responder ante
un alumnado y una sociedad sobre quienes
pesan esos problemas. Ante estos retos,
gran parte del profesorado se siente cada
vez más desubicado en el ejercicio de su
profesión.
En todo caso convendría matizar algunos aspectos acerca de la cuestión del desajuste entre realidades sociales, por una parte, y educación y formación del profesorado, por otra21. Ante todo, habría que recordar que la propia idea de desajuste responde a una determinada perspectiva de análisis –la que aquí se ha adoptado–, pues desde la óptica del sistema dominante, en el
fondo, no hay un gran desajuste, ya que la
escuela sigue cumpliendo funciones de alto
interés para el sistema, si bien requiere, incluso así, algunos ajustes.
En efecto, no suele haber discrepancia,
en cuanto al sentido y a las funciones bási-
20
21
cas de la educación, entre el poder político
(representado, sobre todo, por los gobiernos) y el poder económico (representado,
sobre todo, por las grandes corporaciones
y por los organismos económicos internacionales). Se espera de la escuela que forme
ciudadanos consumidores, que sean, al
mismo tiempo, productores flexibles y
adaptables a los nuevos cambios exigidos
por la modernización del propio sistema.
Todo ello en aras de una mejor adaptación
al mercado, al que la educación ha ido
acercándose cada vez más (como señala
Rozada, 2002 y 2006a). Pero el actual sistema escolar, en la práctica, ni siquiera está
dando satisfacción a esos requerimientos,
no está formando adecuadamente a las
nuevas generaciones en esas competencias
que el sistema de mercado requiere, mientras que, por otro lado, tampoco las está
formando en una perspectiva reflexiva y
crítica respecto al sistema. Pese a ello, como se dice más arriba, la escuela sigue
siendo muy útil al sistema social –por
ejemplo, como expendedora de titulaciones– y al poder político, como fuente de
control simbólico.
Ahora bien, esta ambivalencia de la escuela también puede ser contemplada, desde una perspectiva crítica, como una oportunidad para el arraigo y desarrollo de alternativas educativas cuestionadoras del
propio sistema dominante.
Como segunda matización, hay que tener en cuenta que los profesores no se hallan al margen del contexto escolar, y participan, por tanto, de los mismos valores de
la cultura dominante, lo que les sitúa en un
difícil terreno, pues, por una parte, saben
que no están respondiendo eficazmente a
las expectativas sociales convencionales
respecto a la educación, es decir, no están
dando respuestas adecuadas a los objetivos
de búsqueda de acreditación escolar que
requieren los alumnos y sus familias, según
En relación con el alcance de las reformas, véase, por ejemplo, Viñao (2002) y Martínez Bonafé (2005a).
Agradezco, a este respecto, determinadas observaciones realizadas al borrador de este escrito por Paz
Gimeno (de Fedicaria-Aragón), que he tomado en consideración. Por lo demás, la reciente obra de R.
Cuesta (2005) sobre el sentido de la escolarización, así como el intercambio de opiniones a que ha dado
lugar, amplían el campo de este debate, apenas esbozado aquí.
- 41 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
los parámetros sociales al uso, pero, por
otra, arrastran una cierta mala conciencia
de que la educación proporcionada, a través de ellos, por la escuela, tampoco dota a
los alumnos de un bagaje cultural alternativo que les permita enfrentarse, de una manera responsable y solidaria, a los graves
problemas de un mundo cada vez más global. Por ello no resulta fácil definir un perfil
deseable de profesor/a sin tener en cuenta
la posición de los propios profesores y profesoras en el sistema; pero tampoco es fácil
hacerlo teniéndola en cuenta, vistas las contradicciones citadas.
Por último, no quiero dejar de señalar
–aunque no sería posible abordar ahora esa
tarea– que este análisis también se podría
complejizar si atendemos no sólo a las estructuras, sino a las peculiaridades de las
perspectivas de los agentes implicados en
el fenómeno: los profesores, por supuesto,
pero también los alumnos, las familias, la
administración educativa…
Hacia un perfil de profesor/a para la
educación de hoy
Pero, como una vez analizada, aunque
sea sucintamente, la situación, y asumida la
complejidad del tema, no tendría sentido
suspender el juicio al respecto, considero
que es necesario –adoptando el marco de
interacción entre estructura y agencia, expuesto en el apartado primero– atreverse a
formular un cierto perfil deseable de profesor/a, señalando algunos grandes rasgos
que deberían ser tenidos en cuenta al plantearnos la cuestión de la formación del profesorado22. Creo que pueden, así, destacarse, los siguientes:
a) Como primer rasgo, a modo casi de
cuestión previa, un profesor o profesora
tendría que asumir su condición de educador, no limitándose al papel de instructor
(y de instructor en una materia concreta) al
22
23
que con frecuencia se ha reducido el entendimiento de lo que sería ser profesor. En
ese sentido, el profesor constituye, de hecho, un modelo de adulto de referencia para los alumnos, lo que enriquece el ejercicio de su profesión, pero, al mismo tiempo, implica un importante compromiso.
Esta característica es, sin duda, un lugar
común, pero puede ser entendida de distintas formas, claro está, según la perspectiva desde la que se formule. En todo caso,
en la situación actual de la educación en
nuestro mundo este rasgo constituye una
necesidad inaplazable, y es al mismo tiempo una meta, que presenta fuertes dificultades para muchos profesores y profesoras
que se han socializado en un entendimiento de la profesión de carácter más académico, y, más concretamente, curricular;
una concepción respaldada por la cultura
escolar y la cultura profesional
dominantes23.
b) Un profesor ha de ser un profesional
capacitado para hacer frente, como tienen
que hacerlo sus propios alumnos, a situaciones de cambio e incertidumbre, a situaciones conflictivas de diverso tipo. Y esto
no sólo en el contexto del aula sino también en la intersección del territorio escolar
con su entorno social. En ese sentido, la capacidad de adaptarse a situaciones diversas, de reconducir determinadas dinámicas, de saber acudir a recursos adecuados…, la capacidad de innovar, en definitiva, en distintos aspectos, constituyen características indispensables para ejercer la
profesión en estos tiempos, sobre todo, si
entendemos, como se acaba de señalar, el
papel del profesor como el de educador. A
este respecto, la consideración del profesor
como “investigador”, con fuerte arraigo en
la tradición innovadora, puede seguir siendo un referente de interés, siempre que su
entendimiento no quede excesivamente limitado al territorio del aula y al ámbito de
lo curricular.
No es objeto de esta aportación el análisis específico de las “competencias docentes” o de los “estándares profesionales”. En todo caso, puede verse una aproximación a dicha cuestión en el apartado 3 de este trabajo, así como en Escudero (2006).
Véase, a este respecto, el sugerente estudio de F. J. Merchán (2005a).
- 42 -
TEMA
DEL AÑO
Formación crítica del profesorado y profesionalidad democrática
En todo caso, esta capacidad para afrontar situaciones imprevistas no tiene por qué
ser un rasgo meramente individual, sino
que puede –debe– desarrollarse de manera
colectiva, trabajando en equipo para afrontar las dificultades. De hecho, el trabajo colaborativo, a través de diversos formatos de
equipo, debería ser un elemento básico del
perfil profesional del docente en un contexto en el que, precisamente, tendremos que
educar para poder afrontar juntos los problemas de nuestro mundo. Hay que tener
en cuenta, en cualquier caso, que estas características hay que ejercitarlas en un contexto que no propicia el trabajo colectivo ni
favorece la actitud investigadora, antes bien
respalda los comportamientos rutinarios,
de los que parece derivar la seguridad en el
ejercicio cotidiano de la profesión.
c) La capacidad de reflexionar en y sobre la práctica, característica básica del profesor investigador, debe ayudar a hacer del
docente un profesional consciente de su papel en el campo de la educación y en el
contexto social en que vive. En definitiva,
un “profesional reflexivo” –que también
podemos definir como “intelectual crítico”–, capaz de lograr la coherencia entre
los principios y métodos que se propugnan
en la teoría y los que se desarrollan en la
práctica (Gimeno Sacristán, 2006), un aspecto al que se hará referencia más detallada en el apartado siguiente. Este profesor
entenderá la formación como el resultado
del estudio, la reflexión y la práctica, tanto
pedagógica como vital (Rozada, 1997). Integrar estas tres dimensiones de la profesionalidad es una laboriosa tarea, pues la separación entre el estudio (asociado a la teoría) y la práctica (asociada a la acción), considerada “natural” en la cultura profesional, sólo puede ser salvada mediante la impugnación de los códigos dominantes. Por
lo demás, la reflexión, que podría actuar
como vínculo entre ambos polos, tampoco
se ve favorecida por la dinámica del trabajo
profesional habitual.
d) Disponer de una actitud crítica hace,
pues, al profesor capaz de impugnar los có-
24
digos escolares y profesionales, como se
viene propugnando desde Fedicaria (Cuesta, 1999; Cuesta et al., 2005). Esta actitud
crítica tiene que manifestarse ante todo en
el ejercicio de la enseñanza24: el profesor/a
no puede presentar como incuestionables
los conocimientos con los que trabaja ni,
tampoco, los medios de “transmisión” (textos, recurso diversos…) que utiliza. Pero,
además, la crítica no puede quedarse en el
ámbito de lo cognitivo, puesto que la enseñanza es, también, una actividad política
–que, con frecuencia, se ejerce de forma implícita, a través del currículum oculto–; por
tanto, incurriríamos en una grave incoherencia si desarrollamos, en el contexto de
enseñanza, procedimientos críticos, mientras que manifestamos posturas muy diferentes en el contexto social. El compromiso
social debe ir, pues, vinculado al conocimiento crítico y manifestarse en las propias
actividades docentes. Mantener esta actitud, evitando el adoctrinamiento del alumnado, y sabiendo interaccionar desde el
respeto a sus opiniones, aunque siendo
conscientes de la asimetría de los papeles
de profesor y de alumno, constituye todo
un reto en el perfil de profesor deseable.
El conocimiento sociológico de carácter
crítico se revela aquí como una apoyatura
fundamental para que los profesores adquieran conciencia de las implicaciones sociales de sus actos profesionales: respecto
al papel (reproductor o transformador) del
currículum, respecto a la trascendencia de
las relaciones del adulto-profesor con los
niños y adolescentes que son los alumnos,
respecto al compromiso con un verdadero
funcionamiento democrático...
e) Un rasgo estrechamente vinculado al
anterior es el del profesor como defensor
de la escuela pública. Decir esto también
puede resultar un lugar común, vacío
prácticamente de significado si no se explica lo que entendemos por tal. Entendemos,
en efecto, la escuela pública no como la escuela de mera titularidad de una institución pública, sino como verdadero “espacio público para la reconstrucción de la
Agradezco los comentarios realizados, también en relación con este punto, por Paz Gimeno.
- 43 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
cultura”25. Asimismo, entendemos el carácter inclusivo de la escuela pública no
como mera situación por la que “están juntos” alumnos diversos (o se soportan en un
mismo contexto, lo que sería un entendimiento reduccionista de la tolerancia), sino
como proceso de construcción, desde la escuela, de una sociedad más rica por su diversidad. Consideramos, en fin, la escuela
pública íntimamente ligada a la idea de escuela democrática26.
Hay que tener en cuenta, en todo caso,
que el mero formalismo participativo vigente en los centros escolares no significa,
desde luego, que la escuela haya llegado a
ser democrática. Desde una perspectiva crítica, reflexionar, debatir, participar en la vida de los centros es una condición necesaria pero aún no suficiente para que la escuela sea verdaderamente democrática. Para ello, todo el proceso participativo debe
estar guiado por un referente crítico, que
permita desvelar los intereses ocultos en el
funcionamiento social (en el medio escolar,
en este caso) y por un compromiso real de
los implicados para contribuir a la construcción de otra sociedad, ya desde la propia escuela.
Claro que esto tiene que ocurrir en un
contexto en el que a la escuela llamada “pública” le queda poco de público (Rozada,
2002), pues está perdiendo el sentido de
institución pública como algo esencialmente democrático, lo que resulta visible, entre
otras cosas, en la consideración de los
alumnos y sus familias no como ciudadanos, sino como clientes (una consideración
que se trasluce a través de una lectura detenida de la recién aprobada LOE). Como
destaca Rozada (2006a: 7-8), la diferenciación –consolidada en nuestro sistema educativo– entre centros privados concertados
y centros públicos “tiende a acabar conceptualmente con la escuela pública y a degradar en la práctica buena parte de sus cen-
25
26
tros”, sobre todo “porque de ellos se van
aquellos [alumnos] que podrían enriquecerla como contexto cultural en el que llevar a cabo una enseñanza formativa”.
f) Por fin, podríamos concluir con un
rasgo que resume en sí todas las expectativas y dificultades de un programa social
crítico: un profesor o profesora para los
tiempos que corren debería tener la capacidad de combinar, en sus análisis y en sus
actuaciones, dosis ponderadas de sano escepticismo (el “desencanto” al que se refería Magris) y de necesaria utopía. Sin más
comentarios.
Y bien, ¿cuál es el modelo de profesionalidad que subyace a este perfil que se
acaba de trazar, a grandes rasgos? Fundamentalmente, un profesional reflexivo y
crítico, en el sentido señalado más arriba.
En todo caso, la cuestión de la profesionalidad es una cuestión de gran interés –a la
que nos hemos aproximado en el apartado
anterior–, que merecería ser objeto de un
debate más específico, superando la tendencia, habitual, a centrar dicho debate excesivamente en perspectivas académicas o,
en todo caso, curriculares; el debate debe
ser más complejo, en definitiva, social.
A la vista de los rasgos señalados, ¿cómo tendría que ser la formación del profesional de la docencia? De nuevo resulta obvio señalar que el terreno en el que habría
que elaborar esa respuesta estaría delimitado por las perspectivas de análisis y de
acción adoptadas. Desde esa toma de posición hipotética, podemos empezar a esbozar algunos rasgos de dicha opción formativa, que se concretará, en todo caso, en el
apartado sexto. Así, podemos señalar:
a) Como punto de partida, la formación
del profesorado debería fundamentarse en
una sólida reflexión sobre las cuestiones
más básicas relativas a la educación; y una
de ellas, sin duda, es el propio sentido de la
misma en el sistema social, aspecto al que
Véase, a este respecto, el Editorial del nº 8 (2004) de Con-Ciencia Social, así como las aportaciones sobre el
tema de Souto, Llàcer y Roig (2005) y de Martínez Bonafé (2005b).
Lo que entronca con diversas tradiciones progresistas, como la norteamericana, que consideran a los
maestros como profesionales que han de preparar a sus alumnos para una participación comprometida
en una sociedad democrática.
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TEMA
DEL AÑO
Formación crítica del profesorado y profesionalidad democrática
me he referido más arriba. El sentido de la
educación habría de ser, pues, un referente
básico de la formación del profesorado
(García Pérez, 2005)27, en un marco de análisis y de toma de decisiones que, en todo
caso, no puede limitarse al ámbito estricto
de lo escolar, sino que, en coherencia con
nuestro entendimiento de la profesionalidad democrática y de la escuela como espacio público, debe implicar al conjunto de la
sociedad, en cuyo ámbito, y con la necesaria
visión estratégica, hay que buscar alianzas.
b) Por coherencia con las finalidades
educativas planteadas, los planes de formación de profesionales de la docencia deberían elaborarse a partir del perfil de docente que, hipotéticamente, se defina como
deseable; un perfil cuyos rasgos se han esbozado más arriba. Y ello, evidentemente,
implica una opción que no dependerá sólo
de los formadores implicados sino también
del marco político-educativo y de otros factores. Pero, en todo caso, parece evidente
que lo que se proponga como proyecto formativo debería venir definido por ese perfil
de profesional deseable. Algo que, sin embargo, vuelve a estar ausente, como referencia de partida, en el debate sobre la actual adecuación de los planes de estudio al
nuevo marco europeo.
c) Por lo demás, la formación del profesorado habría de huir del academicismo
que ha caracterizado a los programas formativos tradicionales, sustituyendo la perspectiva de formación “de efecto diferido”
(formar ahora al estudiante de profesor en
una serie de áreas del saber que luego le
puedan ser útiles en su futura actuación
profesional, o formar al profesor en ejercicio en una serie de actualizaciones de conocimiento que posteriormente él se encarga-
27
28
29
ría, supuestamente, de aplicar) por una
perspectiva de “formación vinculada a la
acción”, afrontando desde el principio problemas habituales en la vida del profesional de la docencia. En definitiva, formar a
un profesor o profesora no es formar a un
experto en una materia o área sino formar a
un profesional de la educación. Todo ello
exige un entendimiento diferente de las relaciones práctica-teoría, como más arriba
decía, y, más concretamente, un replanteamiento a fondo del período de prácticas (el
prácticum) en la formación inicial. Asimismo, es indispensable adoptar una mirada
estratégica en relación con la formación,
considerándola como un proyecto a largo
plazo, asumido por el profesor (y por los
colectivos de profesores) a lo largo de la vida profesional.
d) Como opción más definida, la configuración concreta y la estructuración de las
propuestas formativas deberían otorgar un
papel central a los “problemas profesionales”, problemas vinculados a la práctica
–pero no abordables sin el poyo de la teoría–, que han de ser definidos, asimismo,
teniendo en cuenta tanto el perfil de profesional deseable como el contexto real en el
que se desarrolla el ejercicio de la acción
profesional. Dichos problemas deberían
constituir el eje organizativo que guíe el
desarrollo de la formación. Así se está
planteando, por ejemplo, en propuestas como la del Proyecto IRES (Investigación y Renovación Escolar)28, y en esa línea se están
desarrollando aportaciones de investigación y de innovación por parte de diversos
grupos29. A ello me referiré más detenidamente en el apartado sexto, una vez que en
el siguiente se haya reflexionado acerca de
las relaciones entre teoría y práctica.
Lo dicho no cierra, en cualquier caso, el debate acerca de la mayor o menor influencia que la formación
del profesorado y el propio conocimiento sobre la educación puedan tener como factores de cambio y de
mejora de la educación (véase lo expuesto en el primer apartado, así como Merchán, 2005b).
En el marco del Proyecto IRES se vienen desarrollando desde 1991 diversas experiencias de innovación
y de formación del profesorado. Una visión de conjunto acerca del Proyecto IRES y de la actual Red
IRES de profesores puede verse en García Pérez y Porlán (2000). Sobre el modelo didáctico que constituye la referencia básica en el proyecto, el Modelo de Investigación en la Escuela, puede consultarse García
Pérez (2000). Las ideas y planteamientos básicos del proyecto se hallan recogidos en Grupo Investigación en la Escuela (1991), Porlán (1993), García Díaz (1998) y Porlán-Rivero (1998).
En algunas de estas actividades participan, asimismo, miembros de Fedicaria.
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
un nivel de teoría distinto al que es propio
de la institución académica universitaria, y
de un nivel de práctica a su vez distinto de
la que tiene lugar en la actividad cotidiana
del aula.
¿Son posibles los puentes entre la
teoría y la práctica, por todo el
mundo demandados, sin pilares
intermedios?
José María Rozada Martínez
En mi anterior intervención en este artículo polifónico, donde argumenté acerca de
las dificultades que para la reforma de la
formación inicial y permanente del profesorado tiene el hecho de que el territorio en el
que se pretende intervenir esté atravesado
por dos grandes fracturas, señalé que una
de ellas es la que separa entre sí la teoría y
la práctica, y que aun constituyendo una
misma ruptura, presenta diferencias de origen entre el caso del profesorado de primaria y el de secundaria.
La cuestión de las relaciones entre teoría
y práctica es, tanto en términos generales
como en lo que se refiere a la enseñanza, un
asunto apasionante por lo que tiene de filón en el que se dan cita la complejidad
conceptual, las inercias institucionales, las
alienaciones personales y profesionales, así
como todo tipo de discursos acerca de para
qué y cómo establecer dichas relaciones.
En un plano un tanto formal, pero interesado en la idea de formación (de alumnos
y profesores), he abordado este asunto en
Rozada (1997), mediante la exploración de
las relaciones reflexivas, recíprocas y transitivas que cabe establecer entre tres esferas
definidas respectivamente como del conocimiento académico, la conciencia ordinaria y
la actividad práctica.
Con aquel trabajo como telón de fondo,
voy a volver hoy sobre esta cuestión para
plantear básicamente que en la enseñanza,
para facilitar las posibilidades de relacionar
adecuadamente la teoría y la práctica, es
necesario avanzar en el reconocimiento de
Conocimiento académico universitario
Enseñanza en la escuela o el instituto
Gráfico 1
La insalvable distancia entre la
universidad y la escuela
Aunque las cosas son, ciertamente, más
complicadas, al menos en el campo que
aquí nos ocupa, es decir, el de la formación
del profesorado, la distancia entre teoría y
práctica admite ser asociada a la que por su
parte se da entre la universidad y la escuela.
No se puede decir que la práctica sea algo ajeno a la universidad, sin embargo la
universidad puede ser reconocida como el
ámbito de la teoría al menos en el sentido
de que en ella se investiga y se enseña acerca de lo que en su seno no se hace: dar clase
a niños y adolescentes en escuelas e institutos. En distintas versiones esto es igualmente cierto para las facultades que forman
al profesorado de secundaria, para las de
ciencias de la educación o pedagogía, y para las escuelas universitarias donde se lleva
a cabo la formación inicial de los maestros.
A ello se suma, además, que las condiciones y la lógica de la producción del saber
académico son distintas a las de la actividad de enseñar en las aulas a niños y adolescentes. En estas últimas, tampoco es que
la teoría esté absolutamente ausente, pero
no se investiga o se estudia acerca de lo
que se hace: enseñar. De modo que no es
necesario forzar mucho la realidad para admitir como punto de partida que en la enseñanza la teoría y la práctica residen en
instituciones diferentes que constituyen
contextos culturales bien distintos: el académico universitario y el de las escuelas de
infantil y primaria o los institutos de secundaria; lo cual puede ser representado mediante dos planos distintos y bastante alejados (gráfico 1).
No se trata de formular aquí una queja
acerca de esta situación, sino de tratar acerca de las relaciones entre estos dos mundos
a partir del reconocimiento realista y hasta
la aceptación pragmática de ambos, incluso
- 46 -
TEMA
DEL AÑO
Formación crítica del profesorado y profesionalidad democrática
de su defensa como ámbitos específicos y
necesarios, lejos, pues, de una frontal impugnación de ninguno de ellos.
Hay dos maneras básicas de abordar dichas relaciones, ambas con muchas limitaciones y, por tanto, con pocas posibilidades
de llevar a cabo sus propósitos. Una de
ellas es la de la orientación científico técnica, basada en la expectativa (a veces sólo
como mero discurso legitimador) de dominar, someter a control o programar los quehaceres escolares mediante la aplicación en
la práctica de lo que se sabe en la teoría.
Los fracasos de ese enfoque, tanto desde el
punto de vista del desarrollo profesional
del profesorado como del cumplimiento de
sus promesas, han sido exhaustivamente
estudiados, son de todos conocidos, y está
bastante aceptado que ése es un modo inadecuado de plantear las relaciones teoríapráctica, básicamente porque tanto aquello
a lo que llamamos práctica como quienes se
ocupan de ella, no se dejan reducir a los
términos en los que se ve obligado a hacerlo el enfoque de ciencia aplicada.
La otra manera de plantearse las relaciones teoría-práctica o universidad-escuela enfoca la cuestión bajo una perspectiva
interpretativa con la que se trata de saber,
sobre el propio terreno, acerca de dicha
práctica y de los implicados directamente
en ella. Sus posibilidades de generar consecuencias para la práctica dependen de que
estos últimos utilicen reflexiva y autocríticamente lo que la hermenéutica desplegada alcance a desvelar. Dos limitaciones lastran este otro tipo de relación. La primera
es que tiende a volver a los sujetos sobre sí
mismos orientándolos mucho más hacia la
reflexión que hacia la ilustración, con lo
que sus relaciones con la teoría como saber
académico universitario suelen seguir siendo más bien escasas. La segunda es que
cuando, como suele ser el caso, la iniciativa
para el establecimiento de relaciones parte
de la universidad, ésta difícilmente puede
sustraerse a la lógica de la producción del
conocimiento académico universitario, impregnada de intereses, por otra parte legítimos (realización de tesis doctorales, logro
de tramos de investigación, publicaciones,
acreditaciones, concursos, etc.). Esto condi-
ciona las relaciones universidad-escuela de
tal modo que con frecuencia el acercamiento presenta rasgos de expropiación. Suele
ocurrir que el pensamiento práctico que los
profesores desarrollan en la escuela o el
instituto viene a ser puesto en valor para
ser invertido en el mundo académico universitario a beneficio del investigador procedente de la universidad. En cualquier caso, ha de señalarse que esta forma de relacionar teoría-práctica resulta tanto más
provechosa para la formación del profesorado cuanto más tiempo dura, cuanto más
consigue que germine la buena hierba de la
reflexión, y cuanto más alcanza a despertar
el interés por una formación permanente
que incluya, al lado de la reflexión sobre el
pensamiento que rige la práctica, el conocimiento académico del que se ocupa la universidad.
Mi aportación a esta parte del artículo
tiene una base autobiográfica inicialmente
expuesta en Rozada (2006b), y no pretende
ser una alternativa general a nada, sino sólo abogar por el reconocimiento de otra
manera de establecer fructíferas relaciones
teoría-práctica, cargando también, como las
anteriores, con un importante lastre de limitaciones. En cualquier caso, su justificación no se busca a través de un mayor éxito
que el de los enfoques anteriormente señalados, sino del reconocimiento de su posibilidad de ser y de su pertinencia para la
formación inicial y permanente de un tipo
de profesores interesados en concentrar en
un mismo objeto su actividad práctica profesional y sus inquietudes intelectuales.
Un segundo plano de teoría
Es posible que la teoría y la práctica,
asociadas aquí a los soportes institucionales de la universidad y la escuela respectivamente, no tengan otras posibilidades de
plantearse sus relaciones que las ya apuntadas y, por lo tanto, no haya otro remedio
que aceptarlas con las limitaciones que
traen consigo. Pero para quienes sean capaces de distanciarse de ambos marcos institucionales y de generar otro tipo de teorías
y de prácticas no tan estrictamente condi-
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
cionadas por las culturas académico-universitaria por un lado y escolar por el otro,
es posible plantearse también un nuevo tipo de relaciones. La característica fundamental de éstas, tal y como yo las entiendo
y las propongo, es la de configurarse a la
escala de las posibilidades del pensamiento
y la acción de un individuo concreto; es decir, que ya no estaríamos hablando de relaciones teoría-práctica que son, como hemos
visto, en gran medida relaciones entre instituciones muy distintas, sino que estamos
pensando en las que tienen lugar entre el
cerebro y las manos (por decirlo de alguna
manera) de un mismo sujeto: el profesor.
Cerca de la universidad, pero no plenamente inserta en ella, hay lugar para una
teoría mejor dispuesta para el establecimiento de un tipo de relaciones con la práctica diferentes a las que anteriormente hemos visto. Las características de esa teoría,
que podríamos reconocer como de segundo
orden (gráfico 2), serían:
– La de aceptar la dispersión y, por lo
tanto, renunciar a la especialización; lo que
necesariamente trae consigo otra renuncia,
a su vez, al reconocimiento de autoridad
académica alguna en un campo del saber
determinado. La teoría o teorías de un profesor deben tomar como nutrientes básicos
los saberes académico universitarios, pero
no en una sola disciplina, sino en muchas
de ellas, dada la extraordinaria complejidad que encierra la actividad práctica de
enseñar.
– La de renunciar a la investigación y
producción de conocimiento tal y como se
lleva a cabo en el ámbito universitario,
orientándose, por el contrario, en dirección
a una práctica en la que se está interviniendo como actividad profesional prioritaria.
– La de asumir que los distintos nutrientes teóricos no siempre aportan saberes clarificadores, sino que, con frecuencia, pueden plantear contradicciones que complican, más que resuelven, los quehaceres de
la práctica, lo cual no los invalida como
constitutivos de un pensamiento profesional imposible de traducir a prescripciones
técnicas para actuar.
– La de comprometerse con la práctica,
no pretendiendo quedar expuesta como
una teoría coherentemente trabada, sino como un conjunto de principios generales,
hasta cierto punto dispersos, y hasta puede
que en algunos aspectos enfrentados, dispuestos para constituirse en referencias útiles para orientar (que no prescribir) las actividades de la práctica, observarlas y reflexionar acerca de ellas.
Conocimiento académico universitario
Teoría de segundo orden
Enseñanza en la escuela o el instituto
Gráfico 2
La teoría no se entiende aquí, pues, al
modo que Shulman lo hace cuando aboga
por la existencia y el desarrollo de un “conocimiento base para la enseñanza” que
pueda ser transmitido a los profesores noveles en su formación inicial, sino como un
conjunto interdisciplinar, no muy definido
y abierto, de saberes de “segundo orden”
dispuestos para ser sintetizados en una serie de principios e ideas fuerza que puedan
ser tenidos en cuenta, más como telón de
fondo de la acción que como prescripciones
operativas concretas. No sería un conocimiento disciplinar dispuesto para aproximarse a la complejidad de la práctica pedagógica, sino complejizado él mismo, al utilizar fuentes que proveen de saberes litigantes entre sí.
Se trata, en suma, de un segundo plano
de la teoría que resulta inapropiado para
las habituales exigencias de la institución
universitaria, sin que, por otra parte, como
he dicho, aquí se cuestionen éstas, sino que,
por el contrario, se señalan como necesarias
para velar por la calidad de las fuentes a las
cuales se acude con el fin de constituir estas
teorías de segundo orden.
El cultivo de un tipo de teoría así exige
un sujeto con interés intelectual, pero no
circunscrito a lo académico universitario.
Estamos hablando de un rasgo de identidad profesional poco frecuente, pero que
puede favorecerse con medidas institucionales universitarias y administrativas.
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TEMA
DEL AÑO
Formación crítica del profesorado y profesionalidad democrática
También otro plano de la práctica
El propósito de acortar la distancia entre la universidad y la escuela como expresiones extremas de una teoría y una práctica muy alejadas, no proponemos que corra
sólo a cargo del reconocimiento de teorías
de segundo orden configuradas a la escala
de las posibilidades de un profesor de instituto o maestro concreto, sino que también
la práctica de dar clase en un instituto o en
una escuela ha de dar paso a un plano de la
práctica distinto a ése en el que las manos
se manchan de tiza, como les gusta decir a
quienes se reivindican como prácticos frente a los teóricos (gráfico 3).
Conocimiento académico universitario
Teoría de segundo orden
Práctica de segundo orden
Enseñanza en la escuela o el instituto
Gráfico 3
Se trata de un plano de la práctica cuya
entidad vendría dada por:
– La reflexión necesaria para tomar conciencia del pensamiento ordinario con el
que se dirigen las prácticas de enseñanza
que se ponen en juego, al mismo tiempo
que, en buena medida, viene configurado
por éstas y por el marco institucional en el
que tienen lugar.
– El distanciamiento crítico de las tradiciones corporativas y didácticas que configuran los modos de hacer del profesorado
en el aula y en el centro, lo cual no implica
necesariamente transformación de las mismas, sino disposición para intentar cambiarlas si se estima conveniente y posible.
– El enfoque de algunos aspectos concretos de la práctica sin la pretensión de
aislarlos totalmente del “ruido” para intervenir exclusivamente sobre ellos, sino sólo
pretendiendo destacarlos y fijar la atención
sobre los mismos, evitando la parálisis que
produce el tratar de abordar racionalmente
un todo indiferenciado. No será, pues, ni
una práctica vivida, como tal dominada
por lo emocional y sobrecargada de aspec-
tos que tienen poco que ver con el verbo
enseñar, ni tampoco una práctica de laboratorio. Se tratará, por tanto, de una práctica que podríamos llamar también de segundo orden, que no niega el aula con toda
su complejidad, pero sí supone un mínimo
de distanciamiento reflexivo explícitamente
registrado de algún modo. Vendría a ser
una práctica pasada por el tamiz de una
“segunda mirada”, como dirían Jesús Romero y Alberto Luis Gómez (2006) siguiendo a Hans Magnus Enzensberger, y por lo
tanto con un nivel de crítica incorporado,
pero no de crítica como descalificación
apriorística, sino como predisposición exploratoria de lo que se da por sentado.
– Vendría expresada no tanto como
conjunto de actividades que se hacen en
clase, sino de problemas que se piensan
dentro y fuera de ella, y cuyas respuestas
no se materializan siempre y necesariamente en términos de acción, sino también
de búsqueda de ilustración acerca de lo que
sobre tales cuestiones se sabe, generando el
interés intelectual suficiente para que el
profesor llegue a orientar una parte de su
profesionalidad hacia las teorías de segundo orden a las que nos hemos referido en el
punto anterior.
El espacio y la construcción de una
“pequeña pedagogía”
Es entre estos dos segundos planos de
la teoría y de la práctica donde estimamos
que pueden darse un tipo de relaciones
teoría-práctica que superen algunas de las
limitaciones que presentan los intentos de
relacionar las alejadas instituciones universitaria y escolar. Se trata de relaciones de
permanente implicación mutua, establecidas a través de un proceso continuo de estudio, reflexión y acción (Rozada, 1997) que
va configurando, a lo largo de una vida
profesional, una teoría-práctica que recientemente he denominado “pequeña
pedagogía” (Rozada, 2006b), expresión en la
que el adjetivo tiene el sentido de biográfica y modesta. Como biográfica, no tiene
pretensión alguna de universalidad, y como modesta, renuncia a ser reconocida co-
- 49 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
mo conocimiento académico de altura, aunque no a ser expuesta en la universidad como ejemplificación del tipo de relaciones
que entre la teoría y la práctica puede un
profesor concreto llegar a establecer, admitiendo su carácter difuso, y por ello sin ninguna pretensión de alcanzar un saber-hacer
perfectamente perfilado, compacto y listo
para ser transferido a otros (gráfico 4).
Conocimiento académico universitario
Teoría de segundo orden
PEQUEÑA PEDAGOGÍA
Práctica de segundo orden
Enseñanza en la escuela o el instituto
Esta podría ser una buena ocasión para
promover figuras docentes con el perfil que
acabamos de esbozar; profesores con una
identidad profesional distinta a la que tienen, por un lado, los profesores universitarios, y, por otro, sus colegas de escuela o
instituto, bien sea en su versión de sólo
prácticos o en la de prácticos en la enseñanza e interesados intelectualmente en algún
ámbito poco o nada relacionado con ella.
No es fácil conseguir esto, pero resultará
imposible si quienes toman decisiones de
política académica o administrativa no
comprenden adecuadamente la necesidad
de este nuevo tipo de profesionales de la
enseñanza.
Gráfico 4
Ya hemos dicho que tal propuesta ha de
enfrentar sus propias limitaciones. La principal de todas ellas es, sin duda, la escasez de
profesores con una identidad profesional de
este tipo, dispuestos a acercarse a la universidad sin poner por delante el interés de integrarse plenamente en ella, y capaces al
mismo tiempo de pasar varias horas diarias
en un aula y hacer de esa realidad el objeto
de sus inquietudes intelectuales. Se trata de
un profesional de la enseñanza distinto a los
que, cada una por su parte, se encargan de
moldear la universidad y la escuela. Aunque
no abundan estos profesores capaces de tener un trato diferente tanto con el saber como con el hacer pedagógicos, pensamos que
puede favorecerse su aparición. Sin ir más
lejos, en las recomendaciones para la elaboración y desarrollo de los planes de estudios
conducentes a la obtención del título de
“Master en Formación del Profesorado de
Educación Secundaria” se dice: “Se recomienda que para el desarrollo de estas enseñanzas, las universidades cuenten con profesorado universitario con experiencia docente
e investigadora en materias o actividades
formativas correspondientes e integren como profesorado asociado a profesores de
educación secundaria en activo de reconocida experiencia y prestigio profesional”; y lo
mismo, casi con idénticas palabras, se repite
en las recomendaciones dadas con respecto a
los títulos de grado de Maestro de Educación
Primaria y Maestro de Educación Infantil.
¿Qué tipo de formación del
profesorado sería más adecuada
para trabajar en la dirección de lo
defendido en los apartados
anteriores? Una propuesta centrada
en los “problemas profesionales”
Francisco F. García Pérez
El trabajo sobre “problemas profesionales” puede constituir un nexo de unión entre la teoría y la práctica, más exactamente
entre esa teoría de segundo orden y esa
práctica de segundo orden que se propugna en el apartado anterior. En dicha línea
voy a esbozar una cierta propuesta de formación a modo de hipótesis de trabajo. La
presentación de esta propuesta relativamente concreta será, sobre todo, motivo para someter a reflexión y debate determinadas cuestiones que considero relevantes a
la hora de proyectar actuaciones de formación del profesorado.
Los “problemas profesionales” entre la
práctica y la teoría
Para contextualizar esta propuesta, y las
reflexiones que la acompañarán, voy a partir de un texto que recoge los trazos básicos
de la posición de Fedicaria a este respecto.
- 50 -
TEMA
DEL AÑO
Formación crítica del profesorado y profesionalidad democrática
En el Editorial de Con-Ciencia Social nº 7, al
establecer la “agenda de una didáctica crítica”, se exponía respecto a la formación del
profesorado lo siguiente:
“En esa línea, resulta crucial definir los rasgos del
modelo de formación del profesorado que habría de intervenir en el marco delimitado por los anteriores supuestos
y desde la perspectiva estratégica esbozada. No es asunto
que se pueda despachar en dos palabras, pero digamos, al
menos, que resulta indispensable no ya reformar el existente, sino formular, sobre nuevas bases, un modelo de desarrollo profesional docente que, alejándose del academicismo tecnocrático largamente consolidado, se estructure a
partir de la reflexión y la intervención en torno a aquellos
«problemas prácticos profesionales» que desde la perspectiva de una didáctica crítica sean considerados como auténticamente relevantes”.
Y se continuaba, indicando cómo debería ser el tratamiento de esos problemas en
una dinámica de interacción teoría-práctica:
“La práctica profesional teorizada y devuelta, de
nuevo, a la realidad docente para ser experimentada y
nuevamente reflexionada desde la teoría, constituiría, en
este modelo, el ciclo de interacción que garantizaría la
conexión entre las realidades escolares y los ámbitos del
conocimiento desde los que estas realidades son abordadas. Por lo demás, la formación constantemente vinculada a la práctica profesional, al tiempo que superaría la
convencional separación entre formación inicial y permanente, favorecería la reconstrucción de un tejido social
profesional, indispensable en el contexto escolar no sólo
para la sustitución generacional sino, sobre todo, para la
consolidación del propio conocimiento profesional docente, sin el cual difícilmente podemos hablar de escuela”
(Editorial, 2003: 12).
Asumiendo esta posición, el desarrollo
profesional que nos parece deseable se estructuraría en torno al trabajo sobre “problemas profesionales”, entendidos como
problemas vinculados a la práctica, es decir, aquellos problemas a los que se enfrentan los profesores y profesoras en el ejercicio habitual de su profesión. Por su vinculación a la práctica, estos problemas son, de
hecho, “problemas prácticos profesionales”
–como se les llama en el texto, citado, de
Fedicaria y como aparecen denominados,
asimismo, en la propuesta del Proyecto
30
IRES, que nos servirá de referencia–; ahora
bien, para el análisis y tratamiento de cualquier problema profesional resulta indispensable la teoría; por tanto, en los problemas profesionales se hallan presentes dimensiones teóricas y dimensiones prácticas. Por ello, hemos optado por utilizar en
este artículo la denominación –que consideramos más pertinente– de “problemas
profesionales”30.
Y ¿por qué trabajar en torno a problemas profesionales? Por la relevancia y significación que dichos problemas tienen
para los docentes. Los profesores, en efecto, se enfrentan diariamente a situaciones
complejas, que exigen, a su vez, tomas de
decisiones complejas (y, en ocasiones, urgentes). Por ello necesitan disponer de un
amplio bagaje de conocimientos, estructurados en torno a cierta lógica; y esa lógica
de la práctica la pueden proporcionar,
precisamente, los problemas a los que hacen frente en el ejercicio de su profesión.
No se trata de caer en un practicismo, sino de saber hacer interaccionar lo práctico
y lo teórico, intentando así superar una
fractura, que, como se ha dicho en el
apartado anterior, es habitual en la profesión docente. Es evidente que esa interrelación teoría-práctica no se puede conseguir de la noche a la mañana, especialmente si durante la formación inicial, por
ejemplo, nunca se han tenido experiencias
en esa línea.
Además, trabajar en torno a problemas
profesionales guarda coherencia con la
opción educativa general de plantear los
procesos en torno a problemas, siguiendo
uno de los principios postulados desde
Fedicaria para una didáctica crítica: problematizar el presente (Cuesta, 1999). Formarse en ese marco facilitaría, por lo demás, a los profesores y profesoras la aproximación a otra concepción, alternativa,
del conocimiento escolar (García Díaz,
1998; García Pérez, 2001), coherente con el
enfoque de tratamiento de problemas. Ello
permitiría, a su vez, incorporar al currícu-
Agradezco a José Mª Rozada sus comentarios acerca de esta cuestión, que va más allá de lo nominal y
que sugiere un fructífero debate.
- 51 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
lum cuestiones problemáticas de gran relevancia educativa que habitualmente no
son contempladas por las disciplinas escolares, como ocurre con las temáticas transversales.
Pero, antes de entrar en la exposición
de la propuesta concreta de formación, no
está de más recordarnos que, cuando se
apuesta por una alternativa que se enfrenta a las rutinas y costumbres profesionales, en definitiva a la cultura profesional
dominante, las posibilidades de éxito disminuyen notablemente. Así que, para poder abrir alguna brecha en ese sólido sistema, resulta indispensable impugnar los
códigos establecidos, es decir, poner en
cuestión la “naturalidad” de los principios
que sustentan esa cultura consolidada. Y
eso hay que hacerlo desde una perspectiva
interactiva: ni tendría sentido hacer una
propuesta ilusoria que prescinda del análisis de la compleja realidad en que pretende insertarse ni tampoco derivar del
análisis de la realidad la abusiva conclusión de que no es posible plantear alternativa alguna.
Dado que una experiencia bastante consolidada en relación con la formación del
profesorado en nuestro contexto es la que
se ha venido desarrollando en el marco del
Proyecto IRES –al que algunos miembros
de Fedicaria nos hallamos vinculados–, voy
a tomar la propuesta de este proyecto, denominada Investigando Nuestra Práctica31,
como eje de este apartado, incorporando,
en todo caso, otras aportaciones que se han
ido generando en el ámbito fedicariano,
amén de las propias.
31
¿Cuáles serían los problemas
profesionales más adecuados para
estructurar una propuesta de
formación?
La definición de cuáles serían los problemas profesionales más adecuados para
una propuesta de formación depende, una
vez más, de la perspectiva que se adopte en
relación con la función docente y con la
educación.
En efecto, podemos considerar que los
problemas fundamentales de la acción
profesional docente tienen que ver sobre
todo con el diseño y desarrollo del currículum; así se ha considerado con frecuencia. Pero si nos asomamos a un aula cualquiera podríamos contemplar cómo la
gestión de esa microsociedad y la resolución de los conflictos que en ella se generan, se convierten en problemas prioritarios para el profesorado. Por lo demás,
desde una perspectiva crítica, resulta indispensable trascender el ámbito estrictamente escolar y tomar en consideración el
marco social como condicionante de la actividad profesional en la institución escolar; ello permite replantear muchas de las
cuestiones del trabajo diario de los docentes. En definitiva, se puede acotar y definir una gran variedad de problemas profesionales y realizar diversas combinaciones o integraciones de los mismos. Correspondería esto al proyecto formativo que,
en su momento, se fuera a definir y poner
en práctica. En todo caso, puede ser conveniente disponer de un cierto “banco” de
problemas, o de conjuntos de problemas,
Los aspectos fundamentales de la propuesta del Proyecto IRES los he expuesto, recientemente, en García
Pérez (2006). Hay algunas publicaciones que resultan de interés para conocer cómo se ha ido elaborando
dicha propuesta: Grupo Investigación en la Escuela (1991, vol. III); Porlán et al. (1996); Porlán y Rivero
(1998 y 2001); Porlán et al. (2001). La alternativa del IRES podría encuadrarse entre los modelos “práctico-críticos”, uno de los cuatro grandes grupos de modelos de formación de profesores que podrían delimitarse, en función del tipo de saber que se considera prioritario para el conocimiento profesional de los
docentes. Los cuatro modelos a los que me refiero son: modelos basados en la primacía del saber académico; modelos basados en la primacía del saber tecnológico; modelos basados en la primacía del saber
práctico; y, por fin, modelos práctico-críticos (Porlán y Rivero, 1998; véase también, a este respecto, Pérez Gómez, 1992 y 1993; también puede consultarse Pérez Gómez, Angulo y Barquín, 1999).
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TEMA
DEL AÑO
Formación crítica del profesorado y profesionalidad democrática
susceptibles de formar parte de esos proyectos concretos32.
En la propuesta que se está desarrollando en el marco del Proyecto IRES –que estoy tomando como referencia–, se realiza
un agrupamiento de problemas profesionales relevantes en forma de grandes conjuntos, denominados “Ámbitos de Investigación Profesional”. Cada ámbito de problemas se puede desglosar y organizar en redes de subproblemas, que pueden ser trabajados mediante un conjunto adecuado de
recursos. En todo caso, el diseño de una
propuesta formativa concreta se puede realizar cruzando esos diferentes tipos de ámbitos y adaptándola, lógicamente, a las circunstancias y al contexto de formación de
que se trate.
Simplemente a modo de ejemplo de
problemas definidos según diversos criterios (relacionados con la fundamentación
de la enseñanza; relacionados con el diseño
y desarrollo del currículum; relacionados
con el desarrollo cotidiano de la vida del
centro; etc.), propongo aquí algunos ejemplos de ámbitos de investigación profesional. En cada uno de ellos se contempla una
serie, no cerrada, de subproblemas, que
pueden actuar a modo de sugerencias –e
incluso de cuestiones controvertidas– para
la concreción de propuestas. Así:
a) En relación a la comprensión de la historia y del significado de las materias escolares:
¿Qué papel juegan las disciplinas escolares
en la educación? ¿Qué relación guardan las
disciplinas escolares con sus campos científicos de referencia? ¿Cómo se han ido generando las disciplinas escolares a lo largo de
la historia y cómo cambian? ¿Qué tipos de
conocimientos intervienen en el contexto
escolar? ¿Cuál es la función social de la escuela obligatoria? Etc.
32
b) En relación a la metodología de enseñanza y al desarrollo de las actividades didácticas:
¿Qué pautas metodológicas se podrían seguir al desarrollar el proceso de enseñanza
en el aula? ¿Cómo podría ser una secuencia
de actividades? ¿Qué actividades, y en qué
secuencia, podrían favorecer el cambio y la
evolución significativa de las ideas de los
alumnos? ¿Cómo usar diversos recursos
educativos para favorecer el aprendizaje?
¿Qué estrategias se podrían utilizar para
superar las posibles dificultades de aprendizaje? ¿Cómo gestionar y regular la dinámica del aula? Etc.
c) En relación al trabajo en equipo y a la
gestión escolar: ¿Cómo integrarse en un
equipo docente y contribuir al funcionamiento del mismo? ¿Cómo contribuir al
funcionamiento general del centro escolar
desde una posición crítica? ¿Cómo participar en los diversos ámbitos de la vida del
centro? ¿Cómo fomentar la participación
de los alumnos en la vida escolar en general? ¿Cómo implicar a las familias en un
proyecto educativo? Etc.
d) En relación a la definición progresiva de
un modelo profesional propio: ¿Qué modelo
de desarrollo humano y social se toma como referencia para la propia actividad profesional? ¿Cuáles son los principios generales por los que se puede guiar un profesional de la docencia? ¿Qué grado de coherencia existe entre los principios y los conocimientos que los fundamentan? ¿Qué relaciones existen entre el modelo profesional y
la actuación profesional? ¿Qué compromisos sociales y políticos puede asumir un
profesor? Etc.
Estos ejemplos de problemas pueden
permitir un trabajo de construcción gradual del conocimiento profesional, manejando conocimientos nuevos, pero también
A este respecto, hay quienes consideran que los conjuntos de “competencias” necesarias para el ejercicio
docente (como, por ejemplo, las recogidas en Perrenoud, 2004) pueden constituir, asimismo, temáticas o
problemáticas de un programa formativo. Sin embargo, en el enfoque de competencias suele primar la
atención a los resultados de aprendizaje (incluso con un carácter excesivamente tecnicista) más que a los
procesos de trabajo en torno a problemas. Por ello, considero que dicho enfoque responde a una filosofía
muy diferente, como ha quedado expresado en el apartado tercero. De hecho, el énfasis en las competencias, acompañado de mecanismos de control y evaluación estandarizados, puede interpretarse como un intento, cada vez más explícito, de incorporar la educación a la lógica del mercado (cfr. Escudero, 2006: 24).
- 53 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
reelaborando otros conocimientos más generales y básicos, como, por ejemplo, el
modelo profesional de referencia. La reconstrucción progresiva de los conocimientos más generales permite, a su vez, una
nueva reinterpretación de los conocimientos más específicos, describiéndose así un
camino constante de lo particular a lo general y de lo general a lo particular, un camino muy diferente de la senda excesivamente lineal que suele guiar los programas de
formación al uso.
Para evitar el riesgo de que el trabajo en
torno a estos problemas pueda sesgarse hacia planteamientos demasiado genéricos o
derivar hacia disquisiciones de carácter meramente académico, conviene concretar y
ejemplificar dicho trabajo sobre ámbitos o
tópicos definidos, es decir, sobre campos de
contenidos delimitados desde la perspectiva educativa. Así, por ejemplo, las propuestas formativas desarrolladas en el Proyecto IRES se concretan en el trabajo sobre
determinados campos o “Ámbitos de Investigación Escolar”33 del tipo: la alimentación, las actividades económicas, el medio
urbano, el agua, las fuentes de energía, etc.
De esta forma, no se elucubraría acerca de
cómo hacer una propuesta de contenidos
en general, sino que se trabajaría sobre una
propuesta concreta de contenidos relacionados, por ejemplo, con el uso abusivo del
agua en la agricultura andaluza, o bien no
se aportarían meramente ejemplos de tipos
de actividades didácticas sino que se trabajaría sobre una secuencia concreta de actividades para tratar, por ejemplo, el problema
de la desigualdad en el acceso a los servicios públicos dentro de una misma ciudad;
etc. Se cruzarían, así, pues, los “ámbitos de
investigación escolar” y los “ámbitos de investigación profesional”.
Por lo demás, el trabajo en torno a problemas como los citados se tiene que desarrollar de una forma muy diferente a como
33
suele desarrollarse el trabajo convencional
de formación del profesorado. En ese sentido, se podrían seguir las grandes pautas de
una metodología de trabajo en torno a problemas: planteamiento del problema y
mantenimiento del mismo a lo largo de todo el proceso; toma en consideración de las
ideas e intereses de los profesores en formación; aportación progresiva de nuevas
informaciones que contribuyan al tratamiento del problema; elaboración progresiva de conclusiones y compromisos que
puedan aplicarse a la práctica profesional.
Asimismo, para desarrollar esta dinámica se necesita otro contexto de trabajo y,
desde luego, otros recursos. Así, por ejemplo, convendría disponer tanto de materiales curriculares (para la formación profesional) en sentido estricto (diagnósticos de dificultades de los profesores en formación,
hipótesis de trabajo al respecto, diversos
planes de actividades, posibles itinerarios
formativos, etc.), como estudios de caso
(que permitieran conocer, analizar y contrastar experiencias formativas de estas características), como también materiales,
más “teóricos”, para el estudio y la reflexión (que presentaran, de forma asequible,
aportaciones significativas para el tratamiento de la problemática central de cada
ámbito) (véase Porlán y Rivero, 1998 y
2001; puede consultarse también Lledó y
Cañal, 1993).
¿Qué campos o áreas de conocimiento
podrían servir de respaldo a un modelo
formativo centrado en los problemas
profesionales?
El trabajo en torno a los problemas profesionales debe ir favoreciendo la construcción por parte de los profesores y profesoras de un conocimiento profesional docente
progresivamente más complejo y, por tan-
Los “Ámbitos de Investigación Escolar” son, en el Proyecto IRES, unas agrupaciones a modo de conjuntos de problemas sociales y ambientales, relacionados entre sí. Estos ámbitos reúnen la doble característica de que son relevantes para la comprensión de la realidad por parte de los alumnos y, al mismo
tiempo, permiten integrar en torno a ellos conjuntos de contenidos diversos, que pueden constituir un
conocimiento escolar deseable (Grupo Investigación en la Escuela, 1991, vol. IV; García Díaz, 1998).
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TEMA
DEL AÑO
Formación crítica del profesorado y profesionalidad democrática
to, más adecuado para poder desarrollar su
función educativa. En ese sentido, es importante profundizar en la reflexión acerca
de la naturaleza del conocimiento profesional y plantearse qué campos de conocimiento podrían contribuir de manera más
relevante a la construcción de ese conocimiento profesional. Dos cuestiones principales se suelen plantear a ese respecto:
¿qué tipos de contenidos tendrían que formar parte de la formación?; ¿qué grado de
“integración” tendrían que tener esos contenidos?
Respecto a la primera cuestión, se suele
proponer una gran cantidad y diversidad
de contenidos –evidentemente cualquier
contenido puede ser defendido como interesante para la formación de un profesional
que ha de saber de muchas cosas–. De hecho, a medida que se incrementan y se hacen más complejas las tareas exigidas a los
docentes –en función, a su vez, de los requerimientos de la propia educación–, se
van ampliando los ámbitos de conocimiento que –se dice– el profesorado debe dominar; evidenciándose, por lo demás, en este
proceso, los intereses gremiales a la hora
arrimar el ascua a esta o a aquella sardina,
como ocurre en cada ocasión en que se someten a debate planes de formación (cual
es el caso, en estos momentos, de las propuestas de grados de maestro).
No considero necesario, a este respecto,
entrar en la presentación de proposiciones
diversas acerca de grandes ámbitos de contenidos, organizados según diversos formatos33. Pero, sin duda, es necesario aplicar aquí criterios claros de selección en fun-
34
35
36
ción de la relevancia formativa (educativa,
en definitiva), atendiendo tanto al perfil de
profesional que se considere deseable como
al contexto de socialización del profesorado destinatario, siendo conscientes de que
la aportación de grandes cantidades de
contenidos y con características muy diversas no tiene por qué garantizar un enfoque
formativo adecuado.
Respecto a la integración de los contenidos que formen parte de la propuesta formativa, suele ser aceptada en general la
idea de que los distintos tipos de contenidos no pueden entrar en el proceso formativo de manera independiente o poco relacionada, sino que hay que garantizar las
conexiones y favorecer los procesos de integración, más allá de la lógica disciplinar
habitual, pues las metas de la formación
profesional docente no tienen por qué corresponderse con las lógicas específicas de
producción del conocimiento en los distintos campos disciplinares. En ese sentido se
han desarrollado diversas líneas de integración.
Quizás la más conocida entre nosotros
ha sido la línea, procedente del ámbito anglófono, del programa de investigación de
L. Shulman acerca de los diversos componentes del conocimiento profesional. En la
propuesta de Shulman el papel integrador
lo juega un concepto que ha tenido una
gran incidencia en el debate didáctico: el de
“conocimiento didáctico del contenido”34.
Dicho conocimiento actúa como aglutinante de diversos conocimientos, sobre todo en
el caso del profesor de área o de disciplina35. Por nuestra parte, la posición que de-
En todo caso, puede consultarse, por ejemplo, Escudero (2006) y Terhart (2006).
Considero –con Bolívar (2005) y otros autores– más ajustada a nuestro contexto esta denominación, frente a la de “conocimiento pedagógico del contenido” o a la de “conocimiento del contenido pedagógico”.
A. Bolívar (2005: 31) valora el programa de Shulman por mantener el laudable objetivo de intentar favorecer la profesionalidad, especialmente en la Enseñanza Secundaria (y en el contexto de los USA, claro),
incidiendo, sobre todo, en la vinculación del conocimiento de la materia y de los métodos de enseñanza,
a través del concepto ya clásico de “conocimiento didáctico del contenido” –véanse, en todo caso, las críticas de Escudero (1993) y de A. Luis Gómez (1998) al respecto–. Pero hay que tener cuidado, porque, en
definitiva, puede contribuir a revitalizar la tradición, académica en último término, del “buen profesional especialista en cada materia”, algo que no se corresponde con lo que parece oportuno demandar hoy
para el profesorado de Secundaria Obligatoria: trabajo colegiado, capacidad de establecer relaciones
transversales más allá de las divisiones disciplinares, conciencia de la dimensión institucional, social y
política de las prácticas pedagógicas, etc.
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
fendemos –con una perspectiva más relativizadora y crítica del conocimiento– se distancia de la de Shulman, por el sesgo tecnicista y la absolutización del conocimiento
que en ella se traslucen (véase Bolívar, 1993
y 2005; y Luis Gómez, 1998).
En todo caso, la cuestión no se presenta
fácil: se trata de poner en juego una gran
cantidad de contenidos procedentes de
campos bastante distintos y de garantizar, a
la vez, una selección y una integración de
los mismos que permitan que el proceso
formativo sea eficiente y mantenga la significación y el sentido para los sujetos involucrados. A este respecto, en el Proyecto
IRES 37 se asume que en el conocimiento
profesional pueden integrarse diversos tipos de conocimientos o saberes: conocimientos de carácter metadisciplinar, conocimientos disciplinares y conocimientos de
la experiencia profesional. Veamos esto con
algo más de detalle:
a) Por conocimiento metadisciplinar se
entiende aquel conjunto de saberes relativos a paradigmas del conocimiento en general o a algunos ámbitos del mismo, así
como a cosmovisiones ideológicas con un
alto grado de organización interna38, y también otros conocimientos, como los relativos a la historia o la sociología de las disciplinas. Parece fuera de duda el interés de
este tipo de conocimientos para contribuir a
la construcción del conocimiento profesional de los profesores, porque pueden actuar como categorías organizadoras del
propio conocimiento profesional, y también
como organizadores del conocimiento escolar. Más concretamente, estas categorías
metadisciplinares permiten establecer relaciones entre los distintos campos específicos de las didácticas (García Díaz y García
Pérez, 2001), como más abajo comentaré.
37
38
b) En segundo lugar, también resultan
indispensables las aportaciones de muchos
campos del conocimiento que tienen que
ver con el desarrollo profesional. El carácter de saber sistematizado y riguroso de estas aportaciones disciplinares nos permite,
en principio, afirmar –como hace Rozada
(2006: 218)– que “su influencia sobre el
pensamiento práctico o la conciencia ordinaria será sin duda beneficiosa para elevar
su nivel de ilustración y sus posibilidades
reflexivas, claro está (no me cansaré de decirlo con el fin de evitar la utilización academicista del mismo), siempre que esto se
haga adecuadamente”. Es evidente que para ello no sirve cualquier tipo de conocimiento, sino un conocimiento crítico que
haga más comprensible al docente los fenómenos analizados, le permita detectar
las contradicciones y le proporcione, en suma, una visión de la sociedad que le dé
sentido a su propia práctica (Gimeno Lorente, 1999).
Son muchas, en efecto, las disciplinas
que pueden aportar contenidos relevantes
para el conocimiento profesional de los
profesores; así, las disciplinas relacionadas
con las diversas materias de las áreas presentes en los contenidos curriculares (como, por ejemplo, la Geografía, la Historia,
la Biología, las Matemáticas…), pero también las disciplinas relacionadas con la enseñanza (Pedagogía, Teoría del currículum,
Didáctica...), así como las relacionadas con
el aprendizaje (Psicología…) o las relacionadas con el estudio de los sistemas educativos (Historia de las disciplinas escolares,
Historia de la educación, Sociología de la
educación...). Ahora bien, de todas ellas es
destacable el papel de la Didáctica, o de las
Didácticas, sobre todo de las Didácticas relacionadas con diversos campos de conoci-
Véase, de nuevo, Porlán y Rivero (1998 y 2001), así como Porlán et al. (1996).
El incluir en este plano metadisciplinar componentes ideológicos como una de las fuentes del conocimiento profesional responde a la convicción de la necesidad de adoptar opciones claras en relación con
una tarea de intervención social como es la educación, pues no hay educación que pueda considerarse
“neutral”. El profesor tiene que ser consciente en cualquier decisión que adopte, en lo teórico y en lo
práctico, de las repercusiones ideológicas que plantea y de los valores que directa e indirectamente está
promoviendo.
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TEMA
DEL AÑO
Formación crítica del profesorado y profesionalidad democrática
miento –como podría ser el caso de la Didáctica de las Ciencias Sociales39–, por su
relevancia para la formulación del conocimiento profesional deseable, dado su carácter de saber de síntesis.
En efecto, el carácter integrador de las
Didácticas –y sobre todo de las específicas–, así como su situación de “bisagra”
entre los saberes de fundamentación y las
disciplinas de referencia, por una parte, y
la práctica escolar, por otra, hacen de ellas
un campo de conocimiento de enorme interés para el desarrollo profesional de los
docentes. Tal como lo entendemos, se trata, en efecto, de un campo que, sin tener
por qué limitarse al marco escolar, se nutre
del análisis de los problemas de la práctica
profesional, pero reflexionándolos a la luz
de aportaciones pedagógicas, psicológicas,
sociológicas, históricas, etc. –seleccionadas
desde una opción ideológica determinada–
y trabajando en todo caso con contenidos
escolares concretos (muchos de ellos procedentes de determinadas disciplinas de
referencia). Es, en definitiva, un campo de
integración y de síntesis que se ubica entre
la teoría y la práctica y desde el que habría
que garantizar que las relaciones teoríapráctica constituyan verdaderamente una
“praxis” y no una mera adición, dependencia o aplicación. En ese sentido una didáctica crítica puede contribuir a aproximar la fractura entre la teoría y la práctica
–a la que nos hemos referido en el apartado anterior–, manteniendo el compromiso
a favor de una opción educativa socialmente transformadora.
39
40
Esta concepción de la Didáctica permite
superar un modelo frecuente en la formación del profesorado: considerar la formación docente como la suma de una formación científico-disciplinar básica y una formación psico-socio-pedagógica general.
Asimismo, esta concepción del papel integrador del conocimiento didáctico va más
allá de lo que ofrecen otras propuestas, como el enfoque shulmaniano o el de la
transposición didáctica40. En definitiva, podemos decir que las Didácticas son un referente decisivo para el conocimiento profesional.
c) En tercer lugar, por fin, habría que
destacar la importancia del conocimiento
experiencial de los profesores como fuente
de su conocimiento profesional. Este conocimiento profesional experiencial o práctico incluye, a su vez, distintos tipos de conocimientos. De ellos, el denominado “conocimiento curricular” supone un primer
nivel de integración y transformación de
significados, lo que lo hace especialmente
relevante para la construcción del conocimiento práctico profesional. El conocimiento curricular se pone en juego en el
diseño, aplicación y seguimiento del currículum, en aspectos como, por ejemplo: conocer la génesis y las características del conocimiento escolar tradicional, así como
las posibilidades y dificultades para su
transformación; conocer cómo se puede
determinar, organizar y secuenciar el conocimiento escolar deseable; conocer la
existencia de concepciones e intereses en
los alumnos, así como su utilización didác-
No es el momento de entrar aquí en un debate acerca del estatus de las didácticas específicas (véase, por
ejemplo, Luis Gómez, 1997 y 1998, así como Bolívar, 2005). En el contexto fedicariano, concretamente, ha
sido prioritaria la tarea de definir los rasgos de una didáctica crítica antes que acotar propiamente la denominación de estos campos de conocimiento. En todo caso, nos referimos habitualmente a la Didáctica
de las Ciencias Sociales como un campo de conocimiento en el que plasmamos nuestra concepción de la
didáctica crítica. Por ello no eludiré la denominación de “didácticas específicas”.
En ese sentido, el enfoque de Shulman (1987), citado más arriba, tiende a reducir la “profesionalización”, y por tanto el contenido formativo, a las relaciones “académicas”, obviando otras dimensiones básicas como la social o la ideológica (Escudero, 1993; véase también Bolívar, 1993 y 2005); algo que también resulta criticable en los procesos contemplados por la transposición didáctica (véase más ampliamente Luis Gómez, 1998 y Bolívar, 2006). Y sin embargo esas otras dimensiones deben ser contempladas
dentro de la perspectiva integradora que reclamamos para las Didácticas, jugando un papel clave el
componente ideológico. Desde estos supuestos, en Fedicaria se ha optado por una “didáctica crítica”
(véase, por ejemplo, Cuesta, 1999 y Gimeno Lorente, 1999).
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
tica; saber diseñar programas de actividades que favorezcan el aprendizaje; saber
favorecer el proceso de aprendizaje por investigación por parte de los alumnos; saber
qué y cómo evaluar, teniendo en cuenta la
necesidad de un ajuste adecuado entre el
proceso de enseñanza y el de aprendizaje;
conocer las posibles incidencias del marco
escolar concreto en el desarrollo de las propuestas de enseñanza.
El conocimiento o saber curricular puede ser, por tanto, otro eje orientador del conocimiento profesional, dado que supone
una importante integración de conocimientos para la acción y que presenta la posibilidad de ir incrementando, a través de estudios de casos, el conocimiento empírico de
experiencias de enseñanza y de formación
del profesorado.
En definitiva, el conocimiento profesional que se considera deseable, en la propuesta del Proyecto IRES, es la resultante
de un complejo proceso de interacciones e
integraciones de diferente nivel y naturaleza, organizado en torno a los problemas de
la práctica profesional. Y esta integración,
como se ha dicho, implica una profunda
tarea de reelaboración y transformación
epistemológica y didáctica que se realiza
en varios niveles: en el nivel de los conocimientos metadisciplinares, en el nivel de
los conocimientos procedentes de las Didácticas y en el nivel de los conocimientos
curriculares. Así se van produciendo integraciones parciales, que facilitan otros procesos posteriores de integración, como es
ya el caso de los ámbitos de investigación
profesional, a los que me he referido más
arriba.
A modo de reflexión final sobre el
proceso de construcción del conocimiento
profesional
La construcción del conocimiento profesional ocurre, en todo caso, a través de un
proceso largo, que, si se desarrolla de forma adecuada, puede producir el enriquecimiento y la complejización del conocimiento de los profesores y profesoras implicados. Pero ese proceso puede tener impor-
tantes obstáculos, lo que exige que en las
propuestas formativas tengamos que contemplar estrategias para superar esos distintos tipos de obstáculos. Cuando hablamos de obstáculos, no estoy considerándolos en términos absolutos, es decir, no se
trata de obstáculos estáticos, que están en
los profesores, sino que hay que entenderlos procesualmente, pues aparecen en el
proceso de formación. Desde este enfoque,
no deben considerarse como barreras a eliminar sino como un tipo de conocimiento
que ha de reconstruirse para seguir avanzando.
En todo caso, como camino a seguir, se
puede trabajar tomando como referencia
determinadas hipótesis de cambios previsibles, si bien habría que contemplar diversas
variantes y posibilidades. Además, el propio camino previsto ha de ser concretado y
contextualizado en cada proceso formativo,
pues el trabajo en torno a los ámbitos de
desarrollo profesional no lleva al mismo sitio ni en el mismo tiempo a todos los profesores involucrados en un programa de formación. Trabajar con hipótesis de este tipo
no supone, en absoluto, cerrar el currículum de formación del profesor, pues no significa que el itinerario real que siga un profesor en su desarrollo profesional tenga que
ser exactamente ése. Se trata, más bien, de
disponer de ciertos marcos de referencia
para poder adecuar mejor el proceso formativo a los casos concretos en sus contextos respectivos.
Por lo demás, el proceso de trabajo debería orientarse a partir de algunos principios formativos, entre los que me parece especialmente destacable el “principio de investigación”, como principio de síntesis. En
ese sentido, la idea de investigación se
plantea como una nueva manera de concebir la actividad profesional, de forma que el
profesor pueda orientar el conjunto de su
trabajo como un verdadero proceso de investigación en la acción en torno a problemas profesionales considerados relevantes.
Así –se puede decir– se va construyendo el
conocimiento profesional, manteniendo
una perspectiva estratégica que debería
vincular en un mismo proceso la formación
inicial y la permanente.
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TEMA
DEL AÑO
Formación crítica del profesorado y profesionalidad democrática
Tornando visible el diálogo
polifónico
Una polifonía engloba un conjunto de
sonidos simultáneos, cada uno de los cuales expresa su propia idea musical, pero integrándose con los demás en un todo armónico. Como quedó anunciado en la introducción, dicha imagen nos sirvió de inspiración al tiempo de concebir un principio
de procedimiento para la elaboración de
este texto a cuatro voces. Ahora, a punto de
rendir viaje, los autores nos congratulamos
por haber elegido tal método de trabajo.
No sólo por acercarnos a algún puerto, o
portichuelo, sino también por implicarnos
en una navegación mancomunada que nos
ha permitido aprender cultivando las artes
del diálogo y la discusión. Aunque sólo
fuera por ello, ha merecido la pena ponerse
en marcha. Pero la pretensión no era únicamente afinar nuestras respectivas miradas.
Queremos echar una ramita al fuego del
debate que merece la formación del profesorado. A este respecto, una interacción semejante de varias “melodías” nos ofrecía
un valor añadido: la oportunidad de iniciar
ese debate en el mismo escrito. A pesar de
que las páginas precedentes recogen ya
ciertos ecos del habido entre los firmantes,
aprovecharemos este epílogo para escenificar, literalmente, el germen de una interlocución. Siguiendo el orden de aparición en
este artículo, nos turnaremos a continuación en el uso de la palabra, con la finalidad de hacer pública la valoración que cada cual ha hecho de las aportaciones realizadas por sus compañeros de travesía.
JESÚS ROMERO y ALBERTO LUIS.Tanto el análisis de José María Rozada sobre las dificultades estructurales con las
que se han topado las reformas de la formación del profesorado, como el realizado
por Francisco García acerca de las cambiantes circunstancias que afectan a las escuelas, y que habrían de tenerse en cuenta a la
hora de pensar en la educación profesional
deseable de sus plantillas, tienen la gran
virtud de llamar la atención sobre la complejidad de esta realidad que hemos sometido a examen. Una llamada de atención
que, entendemos, compagina muy bien con
nuestra argumentación sobre las posibilidades y los límites presentes en este campo. En ese sentido, constituyen una excelente vacuna contra cualquier género de
mesianismo simplista.
No obstante, quizá el énfasis puesto en
las lagunas que empantanan el camino a las
reformas nos ha llevado a no detenernos lo
suficiente en la responsabilidad que atañe a
éstas últimas. Cuando algunas han proporcionado un equipamiento defectuoso para
intentar el drenaje del terreno, y otras han
colaborado a su encharcamiento. Aunque
las políticas de formación del profesorado
están sujetas a la incierta interrelación entre
los propósitos, las condiciones concurrentes
y la peculiar dinámica del cambio institucional, eso no les exime de pecado. En primer lugar, hay que insistir en que no todas
las reformas favorecen la cimentación de
una sabiduría profesional amplia y crítica.
En segundo lugar, las expectativas que generan responden a veces mucho más a las
necesidades de legitimación de los poderes
públicos, tal como se recuerda en el apartado cuarto, que a una decidida voluntad de
avance. A los ejemplos citados más arriba
se puede añadir una larga lista. Así, la retórica sobre el papel crucial de los maestros
ha venido ocultando un desapego histórico
más preocupado por la baratura de su
“producción”, tras el cual se adivina asimismo el desigual carácter estratégico atribuido a las distintas etapas educativas desde el punto de vista de las funciones latentes del sistema escolar. Veamos otro botón
de muestra: en 1989 el MEC aprobó un Plan
de Investigación y de Formación del Profesorado
abonado a los grandes lemas de la década
(el desarrollo profesional basado en la investigación y la reflexión sobre la práctica,
la autonomía de criterio, etc.); ese mismo
año se publicó el DCB, preámbulo de unos
Decretos de Enseñanzas mínimas que convertían los procesos de decisión curricular
en una secuencia jerarquizada en cascada,
dejando en falso al “nuevo tipo de profesor” anunciado. En tercer lugar, las políticas adoptadas no necesariamente son coherentes, pues su parto acostumbra a estar
presidido por arduas negociaciones, transacciones y componendas entre intereses
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
contrapuestos. Repárese, sin ir más lejos, en
las “menciones” (líneas de especialización o
intensificación) que contemplan los futuros
grados de maestro. Los primeros borradores de directrices generales se sirvieron de
este artificio para hacer revivir las actuales
especialidades de Magisterio por otra vía.
En su última versión conocida, las posibles
“menciones” se han multiplicado, después
de que todas las áreas de conocimiento se
hayan asegurado la suya. No es difícil prever en qué puede quedar la apuesta nominal por la modularidad. La gestación del
próximo máster para la enseñanza en secundaria está resultando paradigmática en
este avieso sentido. En la propuesta adelantada, 12 de los 60 créditos ECTS obligatorios corresponden a un “módulo de formación disciplinar”, mientras que toda la
eventual preparación adicional, hasta un
máximo de 60 créditos, se dedicaría asimismo al “aprendizaje de contenidos y competencias de la especialidad”. No hay que ser
muy osado para vislumbrar la presión de
las carreras de ciencias y letras, obsesionadas por recuperar en este postgrado las horas perdidas con la reducción en un año de
sus antiguas licenciaturas. Es más, a la vista
de los movimientos corporativos a los que
estamos asistiendo, semejante colonización
se les antoja corta a quienes, valga la ironía,
tanta y tan genuina dedicación han venido
prestando a la escuela.
En otro orden de cosas, la idea de una
teoría y una práctica de segundo orden, defendida por José María Rozada en el apartado quinto, nos parece una aportación original brillante. Por varias razones. Los términos en que está formulada espantan, por sí
mismos, cualquier lectura simplificada y directa de las relaciones entre ambas. Además, nos ayuda a expresar, y a profundizar
en, una de las hipótesis centrales que planteábamos en el apartado inicial de este ensayo. A saber, que en la formación del profesorado, el problema de facilitar más y mejor conocimiento se subsume en uno mayor
de socialización y contrasocialización. El espacio de la “pequeña pedagogía”, situado
en la intersección de unos segundos planos
de teoría y de práctica, es el propio de una
identidad profesional “borrosa”. Una iden-
tidad que representa una apertura potencial
precisamente porque vuelve problemática
la impronta de la socialización previa, tanto
la académica como la experiencial. La “segunda mirada” de la que hablara Enzensberger descansa en la capacidad de encontrar nuevas maneras de describir y organizar lo vivido. Creemos tener aquí un hallazgo de esa índole. Y uno muy perspicaz. La
única duda que nos surge tiene que ver con
lo siguiente. José María Rozada habla de un
tipo de relación teoría-práctica configurado
a escala individual. Desde luego, o existe
una vivencia personal de dicha relación, o
ésta no es tal. Por supuesto, es plenamente
consciente de que las condiciones de posibilidad de esa vivencia desbordan lo biográfico. De ahí que reclame respaldo y estímulo
administrativo para las carreras profesionales fronterizas entre la escuela y la universidad. Pero este requisito, seguramente necesario, acaso no sea suficiente para alcanzar
esos niveles “distanciados” de teoría y de
práctica predispuestos a dialogar entre sí.
Habida cuenta que las identidades borrosas
suelen ser percibidas como una amenaza
contra las identidades “fuertes” recreadas
por las pautas de socialización dominante,
se nos antoja difícil promover docentes con
este perfil sin revisar en paralelo esas dos
instituciones que participan en su aprestamiento para el oficio.
La propuesta de una formación centrada en torno a problemas profesionales, según la dibuja Francisco García en el apartado sexto, reúne méritos sobrados para convertirse en una prometedora alternativa
que permita avanzar en la mentada dirección. La discusión de problemas de la práctica puede ser una magnífica estrategia para propiciar la “deconstrucción” de nuestro
“modelo didáctico íntimo”, y su ulterior
“reconstrucción” sobre bases más racionales y relevantes desde la óptica de la educación democrática y crítica de los discentes.
Sin menoscabo alguno de lo dicho, tal como está presentada nos suscita también
una duda, vinculada a lo discutido en el
párrafo anterior. Como acertadamente señala Francisco García, el reto no se reduce a
proveer de nociones más elaboradas para
leer y afrontar mejor los problemas que
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TEMA
DEL AÑO
Formación crítica del profesorado y profesionalidad democrática
aparentemente se presentan como obvios.
Hay que aprender a problematizar esta
práctica profesional y la organización que
la enmarca, en un umbral distinto al del
“sentido común”. Pero la dificultad que esto plantea, dada la textura de la enculturación docente, no es sólo de accesibilidad
cognitiva a un conocimiento más complejo.
El aprieto está en debilitar el “régimen de
verdad” en que estamos instalados a consecuencia de los procesos de socialización vividos. Porque uno no suele colocarse en la
tesitura de cuestionar sus “principios de visión” más somatizados simplemente por
contraste con otros. Es menester ganar cierta cota de descentramiento, improbable a
menos que acopiemos herramientas analíticas que nos ayuden a atisbar las condiciones socio-institucionales de nuestra propia
“mirada”, de nuestra propia actividad pensante, de nuestra presencia en el mundo.
JOSÉ MARÍA ROZADA.- Creo que mis
planteamientos, tanto en el apartado segundo (sobre las reformas) como en el
quinto (teoría-práctica), sintonizan bien con
el modo dialéctico de plantear las posibilidades y los límites de la formación del profesorado que adoptan Jesús Romero y Alberto Luis en la primera parte de este escrito. Su conceptualmente potente argumentación creo que refuerza mi invitación a
considerar con respeto las profundas grietas estructurales con las que se encuentra
toda reforma de la formación del profesorado, hasta el punto de admitir que seguramente es imposible plantearse dicha reforma como algo que se pueda acometer “de
una vez”. Lo cual, como ellos dicen, no significa que si, al menos por el momento, no
es posible el “todo”, sólo nos quede la “nada”. También refuerza la idea de que la formación de un profesor es algo que se ha de
considerar como un proceso de relación
teoría-práctica siempre inacabado, matizando convenientemente que el protagonismo del profesorado en el cambio de la
enseñanza no puede dejar de tener en
cuenta tanto las condiciones en las que tiene lugar su acción como la ilustración de su
conciencia, en absoluto transparente para sí
misma; y que en la formación inicial y permanente del profesorado cabe introducir, a
modo de cuñas, experiencias de socialización alternativas, lo que se aviene perfectamente con el valor formativo que les atribuyo a las “pequeñas pedagogías”.
También estoy de acuerdo en que las reformas derivadas de la incorporación al Espacio Europeo de Educación Superior pueden suponer, en aspectos no despreciables,
un acercamiento entre los bordes de algunas de las fracturas que he señalado en el
segundo apartado. Pero, sobre todo, creo
que la llamada de atención que Jesús Romero y Alberto Luis realizan sobre la estrecha
delimitación de la profesionalidad que traerá consigo la nueva tecnología de las competencias, es muy oportuna, y me estimula
a recordar que la propuesta de desarrollar
“pequeñas pedagogías”, a las que me refiero en el apartado quinto, sólo es posible en
sintonía con un concepto de “profesionalidad ampliada”, y no viene motivada por la
búsqueda de “expertos adaptativos”, sino
por la vigilancia permanente contra las situaciones de alienación profesional.
Con respecto al apartado cuarto en el
que Francisco García plantea el perfil de
profesor que correspondería a un modelo
de escuela pública en un contexto global
como el actual, y al apartado sexto en el
que presenta un modelo de formación estructurado en torno a “problemas profesionales”, quiero decir que estoy encantado de
que se hagan propuestas de este tipo, tan
próximas en tantos aspectos a lo que uno
mismo piensa. Sin embargo, he de reconocer que poco a poco me voy quedando varios pasos por detrás de estos discursos. En
esa combinación de sano escepticismo y necesaria utopía que el propio autor nos recomienda, en lo que respecta a la escuela pública en España, después de todas las reformas de la democracia desembocadas, por
ahora, en la LOE, la fuerza del escepticismo
es en mí mayor que la de la utopía. De modo que voy dejando de pensar en grandes
modelos de escuela, de profesorado y de su
formación, para conformarme y concentrarme en una serie de ideas y prácticas de
aplicación, en principio, sólo autobiográfica; dispuestas, eso sí, para ser comunicadas
a otros, antes o después de escuchar las que
por su parte tengan ellos a bien comunicar-
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
me. Ideas y prácticas pensadas en y para
una escuela, como bien dice Francisco García, ambivalente; y en una sociedad cuyos
principales rasgos él describe, a mi modo
de ver, atinadamente.
FRANCISCO F. GARCÍA.- En mi opinión, este artículo contiene ideas sugeridoras y dignas de ser destacadas. Empezando
por la necesidad –subrayada en el apartado
primero– de tener en cuenta, al abordar la
formación del profesorado, cómo se configura la práctica docente real, en el contacto
con una “cultura escolar” y una “subcultura
de asignatura” que tienden a mitificar la
“experiencia de aula” como motor del crecimiento profesional. En ese sentido hago autocrítica, pues quizá no he incorporado lo
suficiente esta perspectiva de análisis en los
interrogantes que me competían. Subrayaría, asimismo, el modo en que se interpreta
el sucesivo fracaso de las reformas de la formación del profesorado, incapaces de suturar hasta la fecha esas “fracturas” resaltadas
en el apartado segundo. Es más, como bien
se dice allí, al promocionar a menudo una
delicuescente mezcla de idealismo y tecnicismo didáctico, esas reformas han contribuido incluso al preocupante descrédito
que tienen las “ciencias de la educación” entre los docentes. Algo similar puede acontecer con el riesgo de deriva neotecnológica
implícito en algunas de las lógicas promovidas al calor del Espacio Europeo de Educación Superior, cuya creación, no obstante,
podría brindar una buena coyuntura para
repensar la formación docente; una tarea
siempre inacabada y no por ello menos perentoria, máxime cuando las nuevas realidades de nuestro mundo interpelan con urgencia a la escuela y, por ende, a sus enseñantes. Dichas circunstancias emergentes
no tienen por qué ser determinantes de la
formación del profesorado, ni en el presente
ni en el futuro inmediato, pero es imprescindible considerarlas y reflexionar sobre
sus implicaciones. Desde luego, para mí estaría claro que no podemos seguir pensando en un perfil de profesor excesivamente
dependiente del conocimiento de referencia
(sea disciplinar, como en secundaria, o ¿pedagógico?, como en primaria) ni tampoco
excesivamente vinculado al mero marco cu-
rricular, sino con una concepción socialmente comprometida de la educación y de
su profesión. Por ello me sumo a la reivindicación de una “profesionalidad ampliada”,
que conecta con la idea más general de dilatar nuestro “sentido de la realidad” y nuestro “sentido de la posibilidad”, discutida en
el apartado primero. Por último, me parece
igualmente interesante la búsqueda de una
aproximación entre pensamiento y acción a
través de unos segundos planos de teoría y
práctica. De hecho, cuando insinúo la potencialidad de los “problemas profesionales” como organizadores del conocimiento
para la enseñanza, también estoy pensando
en la apertura de vías de acercamiento entre
la teoría y la práctica. El desafío, obviamente, es definir bien (con la ayuda de argumentos “teóricos” consistentes) cuáles podrían ser esos “problemas profesionales”.
Teniendo claro que no se trata, en principio,
de una propuesta para generalizar sin más,
sino para experimentar.
Por otro lado, el artículo plantea y sugiere temas de debate en verdad relevantes.
Así, es todo un reto intentar vincular dos
procesos que se presentan separados: la
formación poco formalizada, poco reflexionada, producto en gran parte de una cierta
enculturación (de la cual se habla en el
apartado primero) y la formación más racionalizada, reflexionada, en definitiva formalizada (como la que se ejemplifica en el
apartado sexto). Deberíamos, sin duda, preguntarnos cuáles son las semejanzas y diferencias de ambos procesos, qué puntos de
contacto caben entre ambos… Y si es posible facilitar su conexión, por ejemplo trabajando sobre determinados “problemas profesionales”. Sería conveniente plantearnos,
asimismo, cómo se pueden conjugar dos lógicas de formación (ambas formalizadas, en
este caso) que suelen ser distintas: la de la
formación inicial (a su vez bastante diferente según se trate del profesorado de Infantil
y Primaria o del profesorado de Secundaria) y la de la formación permanente. Quizás, como se ha discutido en Fedicaria-Sevilla, esto habría que hacerlo adoptando
otra perspectiva más omnicomprensiva,
¿tal vez lo que se ha dado en llamar “formación a lo largo de la vida”?
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TEMA
DEL AÑO
Formación crítica del profesorado y profesionalidad democrática
Al hilo de lo anterior surge, una y otra
vez, el debate acerca de cómo aproximar (o
conectar en momentos determinados) la
teoría y la práctica. La aportación de José
María Rozada, ya citada, permite desbrozar
sendas entre ambos territorios. De ahí el interés de contar con elaboraciones del conocimiento que sean, en sí mismas, más integradoras que el propio conocimiento en el
estado en que se genera en sus contextos
originarios; así, por ejemplo, el conocimiento “didáctico”. Yo daría un paso más, como
hipótesis a explorar: el trabajo (bien planificado) en torno a determinados “problemas
profesionales” (bien elegidos) puede facilitar esa aproximación de la teoría y la práctica, por cuanto dicho trabajo puede participar tanto de elementos procedentes de la
experiencia práctica reflexionada como de
elementos procedentes de un cierto desglose y reelaboración de la teoría. Evidentemente, en dicho trance habría que movilizar ese tipo de conocimientos más integradores, como son el saber didáctico o el saber curricular del profesor. De cualquier
manera, al esbozar estas propuestas no
pienso en fijar “modelos” –lo cual connota
una pretensión de validez universal y un
afán de generalización–, sino en plantear
“hipótesis de trabajo” acerca de por dónde
podría ir un camino formativo determinado, contextualizado. Manejar tales hipótesis nos permite orientar la actuación, corregirla, contrastarla con otras hipótesis, etc.
En ese sentido interpretaría yo las sugerencias contenidas en el apartado sexto.
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La formación del profesorado: entre la
posibilidad y la realidad
Antonio Bolívar
Universidad de Granada
Introducción
Mi discurso, elaborado originariamente
como “contraponencia” a la realizada a
cuatro voces por Romero et al. (2006), ha de
ser leído de modo complementario, desde
otra mirada, a los puntos que plantean en
dicho escrito. En conjunto, me parece que
sus autores efectúan un análisis de hondo
calado sobre el tema, planteando cuestiones relevantes y situando algunas de las
principales aristas por las que debía moverse una reflexión sobre el tema. Desde esta
otra visión no tengo, de entrada, discrepancias de fondo con los análisis que formulan;
lo que abordaré (aquí de modo resumido)
serán determinadas dimensiones que, desde mi perspectiva, también han de entrar
en escena para redimensionar la dramática
desplegada, completando el cuadro de la
representación.
De entrada, estimo que el tema elegido
para el XI Encuentro de Fedicaria es –en este
momento en nuestro país– oportuno, relevante y necesitado de reflexión. Arrastramos déficits históricos en situar, de modo
coherente, la formación inicial y permanente
del profesorado con los propósitos educativos defendibles. En el ámbito académico
han proliferado un exceso de discursos
que, precisamente por su carácter foráneo y
no debidamente contextualizado, han pasado como olas sin alterar las prácticas (la
primera contribución de José María Rozada
explica algunas razones). Sin embargo, sin
buenos profesores, como atributo de la mayoría y no sólo de grupos innovadores, no
cabe una buena educación. Esto último, depende en modos muy sustantivos, como es
obvio, del sistema y de las políticas de formación del profesorado vigentes. Por otro
lado, la convergencia del sistema universitario español con el llamado “Espacio Europeo de Educación Superior (EEES)” está
forzando a reestructurar la formación inicial. Por último, la “tenaz persistencia de
los mismos problemas” de que habla Montero (2006) sobre este campo, fuerza a recomponer ideas, revisar con nuevas miradas, aprendiendo de las experiencias anteriores, qué deba ser una formación del profesorado acorde con los retos crecientemente complejos de la profesión.
Si la formación inicial sigue necesitada
de una reflexión sobre qué se quiere con
ella, con propuestas de cambio más allá de
los intereses corporativos de cada grupo
proponente; la formación permanente, una
vez pasada la lógica de implantación de la
“Reforma” y quemada en muchas iniciativas, se encuentra hoy empantanada, tanto
porque determinados modelos escolarizados han dejado de funcionar por su escaso
atractivo e incidencia en la práctica, como
diversificada en acciones puntuales para
los continuos planes o proyectos con que se
están viendo agobiados (y distraídos), últimamente, los centros educativos. Una reflexión, desde la perspectiva del desarrollo
profesional docente, debe incluirla.
Con el título “entre la posibilidad y la
realidad” pretendo moverme en el intersticio entre lo que hay y lo que debía haber,
que –además– Jesús Romero y Alberto
Luis ponen en relación con el programa
teórico-práctico de la didáctica crítica de
Cuesta et al. (2005). En una época en que,
por la falta de alternativas, se camina, al
decir de algunos como Fukuyama, hacia el
fin de la historia, es preciso reivindicar la
utopía, con sus categorías paralelas de posibilidad y esperanza, precisamente para
- 69 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
no perder la capacidad de resistencia al poder que, en último extremo, consiste en
“normativizar” el deseo y el pensar. Ernst
Bloch (2004), en su monumental obra, El
principio esperanza, ahora reeditada, rescata
–de modo reconceptualizado– para un pensamiento heterodoxo de izquierdas, como
era el suyo, la categoría de utopía, como
posibilidad real de transformar las condiciones existentes. La utopía es realizable en
tanto que conciencia anticipatoria, como
“aquello que todavía-no-ha-llegado-a-serlo-que-debiera”. No lejos de esta línea blochiana estaría Paulo Freire (1993) situando
la esperanza en el núcleo de la acción educativa, como la posibilidad de sostener un
sueño, pero también como indignación con
el presente. Así, en su Pedagogía de la esperanza mantiene que “la verdadera realidad
no es la que es sino la que puja por ser”,
por lo que ante una realidad que no gusta,
se trata de “cómo hacer concreto lo inédito
viable, que nos exige que luchemos por él”.
Al igual que Bloch (2004) sostenía que “la
razón no puede prosperar sin esperanza, ni
la esperanza expresarse sin razón”, Freire
defendía que necesitamos una esperanza
crítica, sin quedar en simple deseo, sino
que –para que no aboque a la desesperación, por un lado, o al inmovilismo, por
otro– se emprendan los procesos y hechos
que posibiliten convertirla en realidad histórica.
La formación del profesorado hoy
Inicialmente, trazando un panorama de
lo que ha sido la formación del profesorado en el último medio siglo, siguiendo a
Cochran-Smith (2001), podemos estructurarlo en torno a cuatro cuestiones (atributos, efectividad, conocimiento y resultados)
que, además, permanecen, cada una por su
lado, como núcleos duros del asunto.
La primera cuestión, dominante en las
décadas de los cincuenta y sesenta, era:
¿cuáles son los atributos y cualidades de los
buenos docentes, así como de los programas de
formación del profesorado? Esta línea generó
numerosas investigaciones sobre las características personales (empatía, carácter, in-
tegridad personal, etc.) y académicas o intelectuales (nivel y cultura general y disciplinar) de los docentes. Posteriormente, de finales de los años 1960 hasta 1980 la cuestión se formulaba así: qué estrategias y procesos de enseñanza emplean los docentes eficaces y
qué procesos de formación son mejores para garantizar su aprendizaje. Estamos ante el auge
de los estudios proceso-producto, que establecen correlaciones entre los comportamientos docentes y el aprendizaje de los
alumnos, en una preocupación para lograr
una enseñanza “eficaz”.
La insatisfacción con lo que el enfoque
da de sí para mejorar la práctica, a pesar de
las sucesivas reformulaciones, por su dependencia de una epistemología positivista
y una psicología conductista, provoca un
cambio de enfoque –acorde con el giro hermenéutico en las ciencias sociales– entendiendo que, para conocer qué es una buena
enseñanza, es indispensable comprender las
representaciones de los enseñantes. Por
eso, en los años ochenta y noventa, en el intento de profesionalizar la enseñanza, la
tercera cuestión que preocupa es qué conocen los profesores y, como corolario, cuál deba
ser el conocimiento base en la formación de los
docentes. Se proponen diversas categorizaciones, siendo la más conocida el programa
de investigación de Shulman (1987) para
determinar el “conocimiento base” requerido por la enseñanza de la materia que enseñan, para –en función de ello– rediseñar la
formación del profesorado (especialmente
en didáctica específica de Secundaria).
En el comienzo del nuevo milenio, recogiendo preocupaciones anteriores, la cuestión actual es: ¿cómo podemos asegurar que los
profesores en ejercicio y los nuevos docentes conocen y saben hacer lo que deben conocer y saber hacer? El corolario a nivel de investigación y política educativa es desarrollar dispositivos que posibiliten diferenciar cuáles
son los docentes con buena práctica docente de sus colegas que no la tienen, así como
saber cómo, dónde y cuándo estos docentes
eficaces llegan a serlo. Aparte de otro tipo
de motivaciones (profesionalización de la
enseñanza mediante el desarrollo de estándares profesionales; acreditación del profesorado y de las instituciones y programas
- 70 -
TEMA
DEL AÑO
Formación crítica del profesorado y profesionalidad democrática
de formación; etc.), es expresión de una sociedad “performativa”, en la que –en último extremo– lo que importa es lo que
cuenta (evaluación de los resultados conseguidos por los alumnos). En una comunidad discursiva de la calidad, que empieza a
ser dominante en los países anglosajones,
el movimiento de rendición de cuentas por
estándares (“standards-based reform”) pretende evaluar las escuelas y la calidad del
profesorado por los niveles de consecución
de los estudiantes, en función de los estándares determinados. Que se oriente a garantizar una educación equitativa para todos o, como parece predominar, en una
perspectiva mercantil, a diferenciar centros
o profesorado para elección de clientes, es
la cuestión preocupante.
Por eso, frente a los setenta, en que el
problema lo era de formación, o en los
ochenta, en que lo era de aprendizaje (comprender cómo los futuros profesores aprenden los conocimientos, habilidades o disposiciones necesarias para el ejercicio profesional), actualmente, mantiene CochranSmith (2005), la formación del profesorado
se ha constituido, en la mayoría de países,
en un problema político, en el sentido fuerte del término. Ahora se trata de cómo la
administración educativa puede controlar
aquellos parámetros que incrementen la calidad del profesorado y, consecuentemente,
los resultados de los centros educativos.
¿Es esto bueno o malo?, se pregunta. Bueno
es que la política se tome en serio asegurar
que todos los niños tengan buenos profesores y que la investigación esté siendo usada
para la toma de decisiones. Malo es que se
subordine al simple incremento de resultados de los alumnos, sin tener en cuenta
otros factores mediadores que afectan a los
resultados, subordinándola a un modelo
mercantil.
Por su parte, Linda Darling-Hammond
(2006) señala que, por las experiencias y la
investigación, contamos con un conocimiento acumulado para poder diseñar
programas de formación del profesorado
relevantes y eficaces. Tres componentes
críticos de semejantes programas incluyen:
alta coherencia e integración entre cursos y
entre éstos y el practicum; vincular bien la
teoría y la práctica y, finalmente, relaciones proactivas con las escuelas donde
aprendan a desarrollar modelos de buena
enseñanza. Habría que ponerse de acuerdo
en qué conocimiento para la enseñanza (el
“qué” de la formación del profesorado),
así como en diseñar los programas adecuados
(el “cómo”). En relación con este segundo,
importan tres aspectos: “aprender a enseñar requiere que los nuevos profesores lleguen a comprender la enseñanza en modos bastante diferentes de sus propias experiencias como estudiantes; en segundo
lugar, que aprendan no sólo a gustarle ser
profesor sino también a actuar como profesor; por último, comprender y responder a
la densa y multifacética vida en las aulas”
(pág. 305).
Una primera respuesta: ¿Qué
podemos esperar de la formación
del profesorado?
En primer lugar, me voy a referir al primer apartado de la mentada ponencia conjunta (Romero et al., 2006), que estimo central, no sólo por su mayor extensión, sino
por posicionar algunos de los puntos nucleares, así como por dar el “tono” de todo
el escrito. Las cinco aportaciones restantes
vienen a completar, desde diferentes ángulos, la cuestión disputada de la formación
del profesorado necesaria actualmente. Los
autores, al inicio, se preguntan, ¿por qué
hay, normalmente, una escasa relación entre
formación del profesorado y la mejora de la enseñanza? Siendo un pilar irrenunciable, su
capacidad es limitada. Sobre este asunto
caben dos posturas: una, de desconfianza
hacia la formación docente como condición
para la mejora de la enseñanza, de la que se
hace eco la referida ponencia; otra, que justo la sitúa en la base de la mejora, aún
cuando deba verse acompañada por otros
factores contextuales, organizativos y de
política educativa para que, efectivamente,
suceda. Aún comprendiendo las razones
de la primera, sobre todo por los formatos
que ha adoptado, destacaré distintas dimensiones que la acercan a la segunda.
- 71 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
Toda una tradición de estudios sobre
mejora y eficacia de la escuela, así como la
teoría del cambio educativo, ha situado la
formación del profesorado como una de la
claves de la mejora de la educación. El núcleo
de la acción docente es lo que los profesores, en conjunción con sus colegas, hacen y
promueven en clase, dado que es lo que, en
último extremo, marca la diferencia en las
buenas experiencias de aprendizaje proporcionadas a los alumnos. Como plantea Escudero (2006) se trata de cómo “garantizar a
todos con eficacia una buena educación” y,
en relación con esta meta, qué formación
sería más congruente. Como estableció
Darling-Hammond (2001):
“el sine qua non de la educación es si los profesores
son capaces de conseguir que todos y cada uno de los
alumnos diferentes accedan a contenidos relevantes, y consiguen trabajar en cooperación con las familias y otros
educadores para favorecer su desarrollo. Ahora bien, si sólo son unos pocos los docentes capacitados, la mayor parte
de los centros jamás ofrecerá una educación de calidad para todo el abanico de estudiantes que acuden a los mismos.
El éxito para todos depende del desarrollo de una base de
conocimientos ampliamente compartida por toda la profesión, así como de su compromiso con el aprendizaje de todos los alumnos” (pp. 369-70).
He dado cuenta en otros trabajos (Bolívar, 2001, 2005a) sobre cómo en las últimas
décadas el locus de los esfuerzos de mejora
ha ido desplazándose progresivamente de
la política educativa a tomar el centro escolar como unidad de cambio para pasar, en
las últimas décadas, a situarlo a nivel del
espacio del aula (enseñanza-aprendizaje de
los alumnos). De este modo, si la mejora de
la enseñanza se ve potenciada cuando un
equipo de profesores trabaja en torno a un
proyecto común, también es preciso resaltar que dicho proyecto ha de tener su foco
de incidencia en lo que cada uno hace en su
clase. En caso contrario, se produce una
distracción sobre dónde situar los esfuerzos
de mejora, como ha ocurrido –en parte–
cuando el centro escolar se ha constituido
en el núcleo y base de la mejora. No obstante, la mejora del aprendizaje de los alumnos
no ocurrirá si, paralelamente, no se da un
aprendizaje de los profesores (conocimientos y habilidades) y sin cambios organizati-
vos que promuevan el desarrollo de los
centros.
En la línea de una “profesionalidad democrática” se debe tender a tomar el centro
escolar como tarea colectiva, convirtiéndolo
–por un lado– en el lugar donde se analiza,
intercambian experiencias y se reflexiona,
conjuntamente, sobre lo que pasa y lo que
se quiere lograr. Por otro, se debe recuperar
la comunidad educativa, en un proyecto
educativo ampliado, estableciendo redes o
acuerdos entre centros escolares, familias y
municipios, en una nueva articulación de la
escuela y sociedad, como estamos promoviendo desde el Proyecto Atlántida (Bolívar, en prensa). Esto supone “redefinir” el
ejercicio profesional, no sólo a nivel individual, sino colectivo, en una dirección de
“profesionalidad ampliada”. El modelo de
profesional (liberal) autónomo, en el que
han sido socializados la mayor parte de los
docentes, impide esta colaboración actualmente imprescindible. A su vez, el enfoque
de profesional que trabaja de modo colegiado con sus compañeros debe ampliarse con
otros sectores sociales, especialmente las familias.
A su vez, el desarrollo profesional se
ve potenciado cuando el centro escolar
construye la capacidad para funcionar como una comunidad profesional de
aprendizaje. Entre otras, una escuela configurada como una comunidad profesional
de aprendizaje se estructura en torno a estas dimensiones (Louis y Kruse, 1995; Bolam, McMahon, Stoll et al., 2005): valores y
visión compartidos; responsabilidad colectiva por la mejora de la educación ofrecida; focalizada en el aprendizaje de los estudiantes y en el mejor saber hacer de los
profesores; colaboración y desprivatización de la práctica individual; aprendizaje
profesional a nivel individual y de grupo
mediante una práctica reflexiva colegiada;
relaciones de trabajo basadas en una confianza mutua, respeto y apoyo. Sin embargo, como documenta la literatura y las experiencias prácticas intentadas, se suelen
presentar graves problemas para establecerlas, pues suponen un cambio organizativo e individual de lo que se entiende por
el ejercicio profesional
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TEMA
DEL AÑO
Formación crítica del profesorado y profesionalidad democrática
Si el objetivo deseable fuera hacer de cada escuela una buena escuela, paralelamente
habría que pensar qué hacer para que haya
un buen profesor en cada aula (DarlingHammond y Baratz-Snowden, 2005). Al
respecto, como ya señalaba Cochran-Smith
(2001, 2005), uno de los parámetros para
juzgar la formación del profesorado es cómo contribuye a mejorar el aprendizaje de
los profesores y, en último extremo, el
aprendizaje de los alumnos. La formación
del profesorado se dirige a generar procesos de mejora que conviertan al centro escolar en un lugar donde el aprendizaje no
sólo es una meta, sino una práctica capaz
de asegurar unos niveles educativos deseables para todos los alumnos. Además de
una estrategia horizontal de coherencia en
la acción conjunta de la escuela, se deben
reclamar impulsos verticales de apoyo y
presión de las políticas educativas.
En segundo lugar, Romero y Luis argumentan sobre la no relación directa entre formación del profesorado y la mejora de la enseñanza, por un conjunto de factores mediacionales y contextuales. Este es un debate que goza ya, al menos, de un tercio de siglo. Compartiendo algunas de las razones que señalan Romero y Luis, enmarcadas en la teoría
de la estructuración de Giddens (1995a) sobre “agente” y “estructura” y en las insuficiencias de las teorías pedagógicas sobre el
“pensamiento del profesor”, creo que también hay otras dimensiones que quiero poner de manifiesto.
Encuentro que el ensayo se concentra
en la formación inicial, permaneciendo en
el fondo (no en la penumbra) la permanente. Por ello mismo, los análisis y críticas
que realizan se refieren más a un modelo
“escolarizado” de formación, que es el predominante en este tipo de formación, cabiendo otros tipos de formación en el trabajo a los que no afectarían tales críticas. Si en
sus formatos más tradicionales se ha limitado a cursos escolarizados de formación,
nuevas perspectivas han abogado por el
aprendizaje con los colegas en el contexto
de trabajo, vinculando el desarrollo profesional con el organizativo. Desde esta perspectiva, apostamos por una formación que
articule las necesidades de desarrollo indi-
vidual y las de la escuela como organización, donde los espacios y tiempos de formación estén ligados con los espacios y
tiempos de trabajo, en que los lugares de
acción puedan ser –a la vez– lugares de
aprendizaje. Además, la propia formación
del profesorado deberá estar basada en una
visión curricular, y no en un catálogo de
actividades dispersas, a escoger según preferencias.
Acertadamente se critica, como “idealismo individualista”, la confianza infundada
de que los conocimientos o creencias del
profesor puedan explicar su práctica docente, muy presente en el pensamiento pedagógico, pero que en su grado extremo se
manifestó en el modelo de “pensamiento
del profesor” (teacher thinking), en su momento muy extendido entre nosotros y ya
prácticamente abandonado o subsumido
en otros constructos más amplios como
“conocimiento profesional” o “identidad
profesional”. En efecto, un planteamiento
“mentalista” (ya sea teorías implícitas,
creencias, conocimiento práctico o, en suma, conocimientos en general) olvida otros
factores mediacionales cuando no “estructurales” que condicionan lo que finalmente
sea la acción. Además, el exceso de atención prestada en las últimas décadas al “conocimiento del profesor” puede haber hecho perder la visión de para qué queremos
la formación y cuáles deban ser los propósitos y fines que la deban guiar. En formación del profesorado de lo que se trata es,
pues, de –por un lado– determinar las metas o propósitos (el “para qué”) de la formación; por otro, aquello que necesitan los
profesores (el “qué”) para moverse con eficacia en el aula y contribuir, en conjunción
con sus colegas, a la educación de la ciudadanía. Por último, estaría el “cómo” lograrlo: buenas prácticas que posibilitan la formación y políticas formativas que la apoyan.
La literatura ha destacado en las últimas décadas un conjunto de dimensiones
que explican el saber hacer del profesor como agente individual (Day, 2005; Marcelo,
2002): experiencias durante la carrera y el
propio ciclo de vida, creencias sobre la
educación y enseñanza, conocimiento (ge-
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
neral, didáctico del contenido, práctico), estrategias y habilidades de enseñanza, implicación emotiva y afectiva, así como el
propósito moral con que afronta su trabajo,
la motivación para seguir aprendiendo,
sentido de interdependencia y trabajo en
equipo, etc. Tenerlas en cuenta es clave para que la formación pueda incidir en los
modos de hacer. Como reivindicamos en la
última parte, se trata de situar la dimensión
de sujeto, dejada hasta ahora en la sombra.
De hecho, con la formación permanente al
servicio de las reformas, dice Lourdes Montero (2006: 175), se ha tendido más:
... a la consideración de los profesores como objetos a
transformar que cómo sujetos de esa transformación (la
gran asignatura pendiente de la política de la formación
permanente del profesorado en nuestro contexto es su consideración como sujetos).
La formación permanente del
profesorado en España:
contradicciones y posibilidades
Coincido sustancialmente con la historia, en algunos de sus hitos o incidentes críticos principales, que traza José María Rozada sobre la formación inicial, permanente
y estructuras de apoyo. Evidentemente el
asunto tiene muchas dimensiones, imposibles de recoger en pocas páginas. Pero no
es eso lo que importa, sobre lo que contamos con una amplia literatura, sino las críticas por las fracturas o discontinuidades
que ha presentado este campo. Por haber
sido el ámbito más conflictivo me voy a referir, brevemente, al profesorado de Educación Secundaria, introduciendo otra dimensión (identidad profesional), que retomaré
al final.
En primer lugar, la prolongada ausencia
de formación pedagógica del profesorado
de Secundaria ha hecho que la identidad
profesional sea básicamente disciplinar.
Cuando la identidad de base (profesor de
Matemáticas, Lengua o Historia) choca con
las demandas del ejercicio profesional
(atender las vidas plurales de los alumnos,
poner orden en la clase, orientar y educar),
se genera –ya de entrada– la primera crisis
de la identidad profesional. Si necesitamos
nuevos profesionales para salvar la crisis
de identidad (Bolívar y Domingo, 2006),
entonces hay que transformar –en primer
lugar– la formación inicial, como –por
ejemplo– se hizo en Francia con la creación
(discutida) en 1989 de los Instituts Universitaires de Formation des Maîtres (IUFMs)
Por su parte, repensar la formación
permanente del profesorado, más allá de
la racionalidad técnica dominante, supone
articularla con las propias trayectorias profesionales, como hemos estudiado en otro
lugar (Bolívar et al., 1999), en modos que
posibiliten reapropiar la experiencia adquirida en conexión con las nuevas situaciones de trabajo; en lugar de establecer
una ruptura, como –muchas veces– ha sucedido con la formación continua al uso.
Al respecto de lo segundo, los cursos de formación administrados principalmente desde los Centros de Profesores, con una oferta formativa mayoritariamente escolarizada, se han empleado instrumentalmente al
servicio de la puesta en práctica de la Reforma. De este modo, las estrategias y formatos de formación se ponen al servicio de
la implementación de los cambios externos; con lo que implícitamente –y, sin duda, así ha sido percibido por los docentes–
se trata de adaptar a los profesionales a los
cambios ya previamente diseñados, desligando formación y acción. En general, se
han gestionado según una lógica adaptativa a posteriori a los cambios propuestos
(Canário, 2005), como una condición para
persuadir al profesorado para aplicarla.
Con una teoría del cambio educativo “ingenua”, propia de los sesenta (cuando
Mialaret declaraba “dadme enseñantes
bien formados y haré no importa qué reforma”), se pretendía garantizar el éxito en
la aplicación de la Reforma. En fin, como
dicen Canário y Correira (1999: 141), referido al caso portugués, similar con la situación española,
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La formación obligatoria y masiva ha puesto a todos
los enseñantes en una posición de déficit y ha contribuido
a una rápida desvalorización del valor de la formación profesional. En lugar de una solución al problema de la crisis
de identidad del profesorado, la sobredosis de formación
parece haber venido a agravar la enfermedad existente.
TEMA
DEL AÑO
Formación crítica del profesorado y profesionalidad democrática
Este “modelo escolarizado” en la formación continua de adultos, realizada de
manera puntual, como complemento o reciclaje de la formación inicial y poco articulado con las situaciones de trabajo, ha tenido escasas transferencias y efectos muy reducidos sobre las escuelas y en la actividad
docente en el aula. Formarse primero para
aplicar los currículos después, en espacios
y tiempos separados, es la materialización
de una epistemología de la práctica, como
aplicación técnica de la teoría, que criticara
bien Donald Schön (1992). Si bien se ha solido reconocer que los alumnos aprenden
experiencialmente, construyendo a partir
de lo que saben, hemos supuesto –por el
contrario– que el problema de los profesores es que carecen de conocimiento, habilidades o destrezas, que deben ser remediadas por cursos de expertos, descontextualizados de su experiencia, para cada profesor
como individualidad.
Por último, hablar, ante cualquier dificultad en la puesta en práctica de los nuevos currículos, de que el problema es debido a la falta de formación del profesorado
suele ser una excusa para no entrar en cómo
deban estar organizados los centros escolares y el ejercicio de la profesión docente. Se
transfiere a otro lugar lo que es parte del
propio problema. La formación del profesorado, en este sentido, llega a desempeñar la
función de desviar –ocultando sus límites–
dónde está la verdadera cuestión. Además,
silencia que el problema creado puede estar
en el propio diseño externo, en su desconexión con la cultura profesional y escolar, o
en la falta de medidas organizativas o políticas adecuadas como para que la formación
sea una exigencia –no un prerrequisito– de
la propia dinámica de cambio. Sin una seria
apuesta por reestructurar los centros y por
rediseñar la profesión docente en la estructura organizativa de los centros, la añorada
mejora educativa no ocurrirá, provocando
–si acaso – la aversión del profesorado.
José María Rozada, acerca del inveterado
problema de la relación entre teoría-práctica,
presenta una propuesta particular en la
que, para superar las brechas existentes,
aboga por el cruce fecundo de teorías de
segundo orden (académico y práctico) que
posibiliten un encuentro en lo que llama
“pequeña pedagogía”, apoyada –a su vez–
por la experiencia autobiográfica del autor.
Siendo bienintencionada (ni la academia ni
la práctica, tal como están situadas, pueden
mutuamente fecundarse), me temo que el
asunto, más que establecer nuevos modos
de relación a nivel teórico, en la práctica, se
trata –por un lado– de una teoría del conocimiento para la enseñanza diferente de la dominante; por otro, de articular modos de relación
entre Universidad y centros escolares, como
apuntaba en otra contribución (Bolívar,
2006a). En términos fuertes, de poco vale
establecer ingeniosas relaciones, si no están
articulados institucionalmente los espacios
en que docentes y académicos, en un plano
de igualdad y competencia respectiva, puedan apoyarse mutuamente. En este caso
más que declaraciones teóricas, que nos retrotraería el asunto al perenne problema de
la relación entre teoría-práctica, se trata de
ver qué fórmulas institucionales se han hecho o pueden hacer. Así están emergiendo
propuestas de “modelos de relación interinstitucional”, como relaciones (partnerships) entre instituciones, que pueden adoptar formas de redes (networks), grupos, alianzas,
coaliciones o consorcios.
En último extremo, como han visto bien
Cochran-Smith y Lytle (2002), depende de
¿quién debe generar o producir conocimiento sobre la enseñanza? y ¿qué conocimiento para la enseñanza? Un modo alternativo ha de cuestionar “el supuesto, ampliamente aceptado, de que el conocimiento para la enseñanza se genera fundamentalmente en la universidad y, por ello, desde fuera hacia dentro (‘externo/interno’),
para luego ser utilizado en las escuelas como conocimiento no problematizado,
transmitido desde el centro a la periferia”
(pág. 13). La cuestión, pues, no es sólo epistemológica sino ideológico-política (poder
y control del conocimiento): quién debe
crear o construir conocimiento sobre la enseñanza, cómo el conocimiento generado
localmente puede ser transferido/usado en
otros contextos más generales o en qué medida el conocimiento local (práctico) o general (formal) puede ser utilizado para mejorar la propia práctica.
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
En otra dirección, acertada, Francisco
García Pérez, desde el Proyecto IRES, plantea, para salvar el problema entre la teoría
y la posterior práctica profesional, que la
formación consista básicamente en el trabajo en torno a “problemas profesionales”,
como problemas vinculados a la práctica
cotidiana. Ello permitiría salvar el “efecto
diferido”, dependiente de una racionalidad
técnica que criticó magistralmente Schön
(1992). El trabajo de investigación en torno
a los ámbitos que se determinan (a su vez
concretados en torno a tópicos) ofrece una
excelente oportunidad para superar la brecha teoría-práctica en la formación inicial,
como –por lo demás– acredita la experiencia del Proyecto IRES.
Por último, en este apartado, una reflexión sobre la formación del profesorado,
aquí y ahora, no puede eludir entrar en el
llamado “Espacio Europeo de Educación
Superior” (EEES) y especialmente en lo que
pueda suponer en la redefinición de la profesionalidad. Comparto las tesis que al respecto mantienen los autores en su ponencia. La
adopción acrítica del modelo de diseño seguido (“Proyecto Tuning”), en el particular
maridaje establecido entre este Proyecto y
la ANECA, propone que los objetivos, a nivel general o específico, deben expresarse
en términos de competencias; a su vez la selección de conocimientos y contenidos de
las titulaciones se han de hacer teniendo en
cuenta las competencias vinculadas con perfiles académicos y profesionales. Partir del perfil
profesional, como base para la toma de decisiones siguientes, supone subordinar la
enseñanza universitaria al mundo laboral
(“empleadores”), como no ocultan sus
mentores. Se pretende formar individuos
que posean activos competenciales para
adaptarse a un futuro laboral flexible y
cambiante, en un aprendizaje a lo largo de
la vida. Se trata de redefinir la profesionalidad mediante la regulación de una lista de
competencias para la enseñanza, al modo
como los departamentos de gestión humanos en las empresas las emplean para formar, seleccionar y reclutar trabajadores.
Por eso, el debate sobre el rediseño de las
titulaciones en términos de perfiles profesionales y competencias no es sólo técnico,
primariamente es político e ideológico: cuál
debe ser la función de la Universidad en relación con la sociedad (formar para el empleo o formación cultural amplia).
Las necesidades actuales y el perfil
profesional deseable
Francisco García plantea la cuestión, de
largo alcance y complejidad, sobre las demandas actuales y el deseable perfil del
profesor en una escuela pública actualmente. En efecto, vivimos en un proceso de reestructuración de las sociedades contemporáneas occidentales, motivado por los cambios asociados a la globalización, las nuevas tecnologías de la sociedad de la información, la creciente multiculturalidad, la
individualización y el consiguiente ocaso
de las dimensiones sociales, junto a un auge de una mentalidad neoliberal. Una propuesta de formación del profesorado para
el siglo XXI no puede ser insensible a estas
realidades; al contrario, las mutaciones
operadas en el contexto social en las últimas décadas reorientan el papel de la escuela, al tiempo que reposicionan –entre
sus prioridades– el papel y la formación del
profesorado.
Algunas dimensiones requerirían mayor comentario, en especial aquellas que inciden directamente en el trabajo de los profesores (creciente multiculturalidad, necesidad de hacerse cargo de los cambios en las
familias). Sólo voy a apuntar la que estimo
como el problema más grave, que una perspectiva crítica no puede eludir: la exclusión
social (y, consecuentemente, escolar) en
una sociedad crecientemente dualizada. Las
políticas neoliberales, unidas a la globalización económica, junto a los nuevos factores
culturales o étnicos, están provocando –en
los contextos más desfavorecidos– un incremento del fracaso y abandono escolar, reflejo a su vez de la exclusión social. Una
nueva fractura, más allá del conflicto entre
clases sociales, amenaza a la sociedad y
centros escolares. Nuestras sociedades están dando lugar a una doble clase de ciudadanos: unos, incluidos e integrados; y otros,
excluidos, con un amplio grupo interme-
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TEMA
DEL AÑO
Formación crítica del profesorado y profesionalidad democrática
dio, en la zona de exposición a la “vulnerabilidad social”.
El reto más grave actualmente, pues,
para la institución escolar es que la exclusión social no se reproduzca internamente,
lo que exige la intervención decidida de la
acción pública, para que las medidas escolares no sean sólo paliativas (como las políticas, adoptadas en muchos países, de establecer zonas o territorios de acción educativa prioritaria o compensatoria). En este
contexto, el discurso de la “igualdad de
oportunidades”, propio de los setenta y
ochenta, cuando aún se creía en los efectos
igualadores de la escuela, ahora –en época
de incertidumbre– se transforma en cómo
garantizar la “cohesión social” (Dubet,
2005). La (re)producción de las desigualdades sociales y escolares tiene que ser pensada en los noventa en términos de evitar la
exclusión.
En este contexto, como se hace eco Escudero (2006), se está planteando que una
educación democrática de la ciudadanía debe
consistir en recibir y adquirir una educación en condiciones formalmente equitativas y, más específicamente, en garantizar
un currículum básico también a esa población en riesgo de exclusión. Los principios
de equidad obligan a que todo individuo
(muy especialmente, los alumnos y alumnas en mayor grado de dificultad) tiene derecho a esa base cultural común. Al respecto, es preciso reconocer que los sistemas
educativos formalmente comprehensivos
no han sido capaces de asegurarla. Como
vemos en España, un porcentaje en torno al
25-30 % (incrementado en algunas zonas
hasta el 40-50%) acaban la escolaridad obligatoria sin alcanzar, al menos oficialmente,
aquellas competencias (de comprensión
lectora, matemática, científica o nuevas alfabetizaciones) sin las cuales no será ciudadano de pleno derecho en la vida social o
en su integración en el mundo del trabajo.
Por eso, una reformulación de la comprehensividad debe conducir a cómo garantizar a toda la población este bagaje indispensable para ser un ciudadano activo e integrado. Como dice François Dubet (2005:
67): “La definición de una cultura común
como un bien garantizado a todos no se
presenta como una opción pedagógica, sino como una ‘decisión de justicia’, como
una elección política cuyas consecuencias
habría que evaluar luego en términos de
pedagogía y de organización escolar”.
En las últimas décadas, si bien el nivel
del sistema educativo se ha elevado, sin
embargo –como dicen Baudelot y Establet
(2006)– la altura del techo no se ha visto
acompañada de un incremento de la base.
Por tanto nuestro problema es, por decirlo
en los términos que ellos emplean, cómo
asegurar que el alumno más malo del instituto peor situado, al término de la escolaridad, posee ese bagaje básico. La cultura común que haya de configurar el currículum
básico indispensable es un debate en el
que, en muchos países, no se ha entrado,
haciendo equivalente las enseñanzas comunes con el currículum básico. En Francia la
llamada Comisión Thélot ha dirigido un
extenso debate sobre el futuro de la escuela
sobre la base común de indispensables
(“socle comun des indispensables”); en España, siguiendo directrices marcadas por la
Comisión Europea, se han introducido en
la nueva Ley de Educación (LOE), en la definición del currículum, las llamadas “competencias básicas”. Todo dependerá de cómo se lleguen a implementar y utilizar. En
cualquier caso, el núcleo del asunto, más
allá de si se emplean o no “competencias”,
es cómo garantizar a toda la población escolar aquel activo competencial que les impida ser excluidos socialmente, dimensión
que los sistemas comprehensivos formalmente, por sí mismos, no han conseguido.
El sujeto de la formación y la
configuración de las identidades
docentes
En las últimas décadas, al hilo de las
nuevas sensibilidades propias de la segunda modernidad, la formación del profesorado ha comenzado a verse como un proceso de desarrollo personal, a la par que profesional, cuya trayectoria y recorrido da lugar a una determinada identidad profesional, por lo demás ya no estable de por vida,
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
sino fluida y cambiante. Aquello que una
profesora o profesor sea, se sienta, e incluso
la pasión con que vaya cada día a clase será, así, fruto del vitae cursu. Ya hace años,
Pierre Dominicé (1990) escribió un bello libro sobre la historia de vida como un proceso
de formación, en el que “el proceso de formación se asimila a la dinámica constructiva de la identidad del adulto” (pág. 110).
Frente a la impersonalidad del oficio
docente, un enfoque biográfico-narrativo e
identitario de la formación del profesorado,
al que me he dedicado con algunos colegas
en los últimos años (Bolívar et al., 2005; Bolívar, 2006b), se quiere inscribir en un nuevo profesionalismo, donde se recupera la
“autor-idad” sobre la propia práctica y el
sujeto se expresa como “autor” de los relatos de prácticas. Las historias de vida, como
he argumentado (Bolívar, 2005b), pueden
ser un medio de expresión de la identidad
personal y profesional. Como con clarividencia afirma Nias (1996: 305-6), “la pasión
en la enseñanza es política, precisamente porque
es personal. Si la enseñanza como trabajo se está
progresivamente desprofesionalizando, como se
puede ver en las orientaciones actuales de las
políticas educativas de todo el mundo, es precisamente porque –de modo paralelo– se está despersonalizando”. En esta situación postmoderna reivindicar la dimensión personal del
oficio de enseñar, tal vez, lejos de un posible neorromanticismo, sea uno de los posibles modos de incidir políticamente. En fin,
desde el lema de que lo personal es político, convendría repensar las políticas (primeras) desde las segundas (los deseos y
proyectos de los sujetos).
Diversos analistas han llamado la atención sobre cómo lo social se desvanece
(Touraine, 2005) para dar lugar a una “sociedad de los individuos”, como la denominó Norbert Elias, o una “sociedad individualizada” como dice Zygmunt Bauman,
abocando a un “individualismo institucionalizado” según Ulrich Beck o, en otra dimensión, a una “des-institucionalización”
(Dubet, 2006). Aunque lo lamentemos, por
lo que supone de desintegración de la ciudadanía, “la individualización ha venido
para quedarse”, señala Bauman. Por tanto,
abordar la profesionalidad del profesorado
hoy supone partir del impacto en la nueva
manera de conducir sus vidas, por lo que el
posible sentido integrado de acción colectiva hay que plantearlo sobre otras bases,
que ya no son las de la comunidad moderna.
La individualización, por lo que nos importa, tiene –al menos– dos consecuencias:
se buscan soluciones biográficas a las contradicciones sistémicas, a las que se refieren
Romero y Luis en su trabajo anterior; por
otra, los problemas sociales (en nuestro caso, de política educativa) son vividos psíquicamente como sentimientos de culpa,
ansiedad o conflicto. En esta situación hemos de funcionar con nuevas modalidades
de gestión de lo social basadas en la individualización, donde los individuos se ven impelidos a construir su propia biografía, en
muchas ocasiones desvinculados de las instituciones en que trabajan.
En una de las mejores obras sociológicas
sobre el tema, Giddens (1995b) mantiene
que la identidad se convierte en un “proyecto reflejo del yo, consistente en el mantenimiento de una crónica biográfica coherente, continuamente revisada” (págs. 1314), lo que está forzando a una “transformación de la intimidad”, que busca nuevos
modos de realización (“política de la vida”), dado que la “política de emancipación” moderna o ilustrada no lo ha satisfecho. Como ha puesto de manifiesto Dubet
(2006), en las profesiones dedicadas al “cuidado del otro” (médicos, enfermeras, trabajadores sociales, profesores), la institución
(en este caso, la escuela) ya no proporciona
una identidad reconocida a sus profesionales, que tienen que ganársela personalmente y cotidianamente en el propio contexto
de trabajo. Por tanto, la identidad, en cuya
búsqueda andan los individuos, ya no es
un lugar adscrito a una posición en un orden establecido, es –por tanto, más bien–
un proyecto a realizar.
La identidad profesional docente es, así,
el resultado de un proceso biográfico y social, dependiente de una socialización profesional en las condiciones de ejercicio de la
práctica profesional, ligado a la pertenencia
a un grupo profesional y a la adquisición
de normas, reglas y valores profesionales.
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TEMA
DEL AÑO
Formación crítica del profesorado y profesionalidad democrática
Por otra parte, es una construcción singular,
ligada a su historia personal y a las múltiples pertenencias que arrastra consigo (sociales, familiares, escolares y profesionales). En tercer lugar, es un proceso relacional,
es decir, una relación entre sí y los otros, de
identificación y diferenciación, que se construye en la experiencia de las relaciones
con los demás. Se juega, por tanto, como el
resultado de las transacciones entre la identidad asumida por el individuo y la atribuida por las personas con las que se relaciona
(Cattonar, 2001). Como dice Canário (2005):
“Esta producción identitaria se corresponde con un
proceso dinámico que atraviesa diacrónicamente la vida de
los individuos y es un resultado de la confrontación entre
la dimensión individual y las dimensiones colectivas de la
acción profesional. La producción de identidades profesionales se confunde y se sobrepone a un proceso largo y
multiforme de socialización que abarca toda la vida profesional. Las situaciones deliberadas de formación profesional se corresponden, en esta perspectiva, a los “momentos
fuertes” de socialización profesional, ya sean actividades
de formación inicial o permanente, dentro o fuera del contexto de trabajo” (pág. 132).
La formación se entiende, así, como un
proceso reflexivo de apropiación personal,
de integración de la experiencia de vida y
la profesional, en función de las cuales una
acción educativa adquiere significado
(“formarse”, en lugar de formar a los profesores). Por eso, otras prácticas institucionales de formación se dirigen a la personalización de los programas formativos. En estos casos se trataría de pasar de la “lógica del catálogo” presente en las acciones formativas
planificadas externamente, a una “lógica
del proyecto”, ya sea éste individual, grupal o colectivo del centro. Las formas, en
exceso racionales, en la implantación de los
cambios han afectado de modo negativo a
las condiciones personales de trabajo y vivencia de la profesión (imagen social deteriorada, pérdida de autoestima profesional), sentida como un proceso de “reconversión” (Bolívar, Gallego et al., 2005).
En esta segunda modernidad, más “líquida”, estamos obligados a reimaginar
discursos alternativos, que puedan conducir a lo que deba ser la escuela y al papel de
los profesores dentro de ella en tiempos
que ya no son las décadas gloriosas pasa-
das. Es preciso explorar nuevas avenidas
que puedan recrear la profesión de profesor y regenerar el atractivo para ejercerla.
Si bien cabe ver esta individualización como una reclusión en lo privado, es mejor
verla, según explica Beck, como una política en que los individuos individualizados,
dedicados al bricolaje de sí mismos y su
mundo, puedan ser “reincrustados” en las
preocupaciones colectivas. En estas nuevas
condiciones, la reflexividad convierte a los
actores en “políticos de la vida” antes que
miembros de una comunidad política, donde las vivencias individuales desplazan la
preocupación pública. El problema grave
es, pues, ¿cómo anclar la política de la vida
individual, ya irrenunciable, en un marco
colectivo, una vez disueltas algunas pautas
colectivas de vida?
Lo que en este último punto he querido
apuntar es que la profesionalidad docente,
además de la dimensión de conocimiento y
saber hacer, se sostiene cotidianamente en
la dimensión emocional, como la pasión
que “mueve” a actuar, siendo un oficio
donde lo profesional no puede ser disociado de lo personal. En unos momentos en
que los cambios sociales y la política educativa están reestructurando fuertemente el
trabajo escolar, se vuelve esencial comprender el lado emocional del trabajo de los
profesores, tanto para la crisis identitaria
como para las posibilidades de su reconstrucción. Creo que esta línea emergente formará parte de la reflexión pedagógica en
las próximas décadas, dentro del nuevo paradigma (Touraine, 2005) para comprender
el mundo de la docencia.
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II
PENSANDO SOBRE...
La obra de Miguel A. Pereyra
De la Pedagogía a la Teoría Social: la voz de Miguel A. Pereyra
y su escaso eco institucional entre los historiadores españoles
de la educación
por Alberto Luis Gómez y Jesús Romero Morante
La experiencia del viaje. Una conversación con Miguel A. Pereyra
por Jesús Romero Morante y Alberto Luis Gómez
De la Pedagogía a la Teoría Social: la voz
de Miguel A. Pereyra y su escaso eco
institucional entre los historiadores
españoles de la educación
Alberto Luis Gómez
Jesús Romero Morante
Asklepios-Fedicaria
Cuando el Consejo Editorial de ConCiencia Social decidió dedicar la sección monográfica del presente número a la formación del profesorado, sus miembros estuvieron igualmente de acuerdo en la conveniencia de destinar el apartado Pensando sobre... a alguna persona destacada que tuviese, o hubiese tenido, cierta relación con el
citado asunto. De este modo surgió el nombre de Miguel A. Pereyra-García Castro (en
adelante, MAP). No en vano, este catedrático de Educación Comparada en la Facultad
de Ciencias de la Educación de la Universidad de Granada había desempeñado, como
Asesor del Ministerio de Educación y Ciencia, un relevante y conocido papel en el
proceso de gestación de los Centros de Profesores (CEP) en la primera mitad de la década de 1980.
Al aceptar la responsabilidad de entrevistarlo y estudiar su obra, los arriba firmantes teníamos ya alguna idea de la trayectoria intelectual de MAP y de su utilidad para nuestros propósitos. Por añadidura, uno de nosotros había coincidido con él
en varios foros educativos celebrados en
Madrid hace más de veinte años, así como
en sendos actos de defensa de las tesis doctorales presentadas por Raimundo Cuesta y
Alfonso Guijarro en 1997. No obstante lo
dicho, hemos de reconocer que, por entonces, la figura de este autor se nos aparecía
bastante borrosa. De ahí que antes de dar
cualquier otro paso quisiéramos aquilatar
nuestra intuición, tratando de ubicarle, siquiera tentativamente, dentro de alguna de
las comunidades científicas que, desde uno
u otro ángulo, se han preocupado por analizar la sociogénesis de los sistemas educativos modernos y su desarrollo durante
–digamos– los últimos ciento cincuenta
años.
Por fortuna, nuestra labor en esta primera “cata” se vio facilitada por la existencia
de un trabajo coordinado por Escolano
(1980) en el que, con criterios bibliométricos
y territoriales, se repasaba la producción
científico-educativa española entre 1940 y
1976. Una sencilla mirada al “círculo científico valenciano” nos permitió descubrir a
MAP como tesinando y doctorando en una
de las líneas de investigación dirigida por
Ricardo Marín Ibáñez. Puesto que lo habíamos visto encarrilado como doctor tres décadas atrás, al curiosear las páginas de un libro editado por Guereña-Ruiz Berrio-Tiana
(1994) esperábamos encontrar otras referencias documentales suyas en alguno de los
nueve ámbitos temáticos –analfabetismo y
alfabetización; estadística escolar; escuela
pública; escuela privada; educación popular; educación contemporánea de las mujeres; espacios escolares, contenidos, manuales y métodos de enseñanza; la formación
del magisterio; las corrientes pedagógicas–
usados para presentar los frutos más significativos de la historiografía educativa en
España entre 1983 y 1993. Pero, sorprendentemente, entre los centenares de títulos
recogidos solamente se menciona uno de
Pereyra (1988) sobre los maestros antiguos
en el capítulo octavo dedicado a la formación del magisterio entre 1839 y 1936. Nuestra perplejidad aumentó cuando, al leer una
- 85 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
detallada revisión firmada por Tiana (2005)
–“La historia de la educación en la actualidad: viejos y nuevos campos de estudio”–,
quienes suscriben no hallaron en ella referencia directa alguna, laudatoria o crítica, a
la contribución de MAP en ninguno de los
campos disciplinarios (infancia y familia, alfabetización, ideas pedagógicas e instituciones educativas) y subcampos (actores
educativos e historia del currículo) resaltados. Por si fuera poco, pudimos advertir la
omisión de un artículo pionero de Pereyra
(1979) sobre el rico pensamiento de John
Dewey en sendos libros (Molinos, 2002;
Guichot, 2003) centrados en el reputado autor norteamericano. A pesar de que el último cita una introducción crítica de Molero
y Del Pozo (1994) en la que sí se alude a tal
artículo, al igual que en el reciente estudio
de J. Sáenz Obregón incluido como prólogo
a una nueva edición de Experiencia y Educación de Dewey.
Semejante desajuste entre nuestras expectativas y el escaso uso que los historiadores de la educación españoles hacen de
la –no muy abundante– producción escrita
de MAP despertó nuestra curiosidad. Nos
propusimos, entonces, buscar alguna explicación que nos ayudase a entender la ausencia institucional de su voz dentro de un
gremio que ha visto reforzada su posición
durante las tres últimas décadas. Pero para
ello es mejor ir paso a paso: ¿quién es Miguel A. Pereyra?
De la isla canaria de La Palma a la
Universidad de La Laguna pasando
por la de Valencia: una primera
preocupación por temas alejados de
la tradición histórico-educativa
española
Nuestro autor nació en 1950 en Santa
Cruz de La Palma (Canarias), en el seno de
una familia numerosa. Sobrino de una
maestra muy querida en la mentada isla,
entró muy pronto en contacto vivencial con
el mundo de la educación. De ahí, seguramente, que atendiese el consejo de su hermana mayor e iniciase los estudios de Ma-
gisterio –el último año que pudo accederse
a ellos con Bachillerato elemental– como
vía indirecta para matricularse más adelante en la Facultad de Filosofía y Letras, dado
su interés por la Historia. El paso por la Escuela Normal de La Laguna le dejó, sin embargo, un alto grado de insatisfacción por
la orientación de las enseñanzas recibidas.
Tras finalizar Magisterio con buenas calificaciones y ejercer durante dos años, entró en la Universidad. Una beca del Cabildo de su isla terminaría por hacer posible
el viaje en barco hacia la Península, ya que
la ayuda económica se concedía para estudios que no se pudiesen cursar en La Laguna. Dicho requisito, y su condición de
maestro, le decantaron por la Licenciatura
de Pedagogía, pero su “vocación” histórica
fue la responsable de que eligiese Valencia,
al sentirse atraído por el prestigio de catedráticos tan ilustres como A. Ubieto, J. Reglá y J. Mª Jover, autores de un famoso Manual de Historia de España. De este modo,
MAP llegó a la ciudad del Turia con la intención de compaginar ambas carreras. Estudiante de Historia por las mañanas, y de
Pedagogía por las tardes, MAP tuvo que
navegar entre dos aguas, no sin frustraciones: primum vivere, debía dedicar el grueso
de sus energías a la segunda, a fin de conservar la beca. De hecho, su esfuerzo se vio
recompensado con la consecución del Premio Extraordinario de Licenciatura. El precio fue descuidar en cierta medida las clases de Historia, a pesar de que el atractivo
intelectual de algunas, como las de Alfons
Cucó, y el ambiente cultural de esta carrera
se le antojaban muchísimo más ricos y estimulantes que el clima académicamente
anodino e ideológicamente deprimente con
el que se topaba después de comer. Esa discontinuidad en las cosmovisiones, en las
concepciones epistemológicas y ontológicas se le hacía evidente en la Didáctica y,
también, en la fractura que distanciaba las
nuevas corrientes historiográficas de la historia educativa al uso. Ello explica, quizá,
que la asignatura de Historia de la Educación fuese la única nota discordante dentro
de un expediente académico brillante.
Al licenciarse en 1974, tales méritos le
permitieron optar a una de las becas de
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P E N S A N D O S O B R E ...
La obra de Miguel A. Pereyra
personal investigador creadas pocos años
antes por el régimen franquista con la finalidad de formar a un personal cualificado
que pudiese, asimismo, iniciarse en la docencia universitaria como Encargados de
curso del nivel A. Nuestro autor obtuvo la
única que se concedió ese año para el campo de la Pedagogía.
La posibilidad de solicitar esta beca le
había urgido a elegir un tema de investigación para su tesina de licenciatura. Acaso
fascinado por el brillo de la “ciencia positiva”, MAP dejó de lado los clásicos temas
histórico-educativos de aquella época y
buscó cobijo bajo los especialistas en Medicina que colaboraban en la Facultad y que
había conocido en dos materias: una optativa, Psicopatología infantil y juvenil, impartida por Morales Meseguer –más tarde catedrático de psiquiatría en la Universidad
de Murcia– y otra, Biopatología infantil y
juvenil, a cargo del doctor José Megías Velasco, un inspector médico escolar de Valencia que supervisaba las prácticas en las
escuelas. Uno y otro cautivaron a MAP
porque contextualizaban socio-culturalmente los temas que impartían en sus clases. Verbigracia, el de las neurosis o el de
una obesidad que, como le insistiera el segundo de los expertos mencionados, condicionaba fuertemente la autoestima y, por
ende, el rendimiento escolar. De esta suerte, su tesina se realizó bajo la dirección conjunta del Dr. Megías Velasco y –dato importante– de Francisco Secadas Marcos, el
máximo exponente de una de las líneas de
investigación emergidas en el ya citado círculo valenciano, caracterizada, como bien
se señala en Escolano (1980: 100), por su
fuerte orientación hacia la psicología evolutiva y experimental. Sus pesquisas se difundieron en dos publicaciones. En la primera
de ellas Pereyra (1975) esboza un planteamiento general que ayuda a comprender su
interés por estudiar algo a lo que hasta entonces no se había prestado atención en España: la obesidad infantil y juvenil desde
perspectivas psicopedagógicas, según las
cuales sería necesario ocuparse de las alteraciones del cuerpo y de la corporeidad para entender numerosos síndromes clínicos.
En la segunda (Pereyra, 1975a) presentó
sintéticamente los resultados de un trabajo
de campo en el que, entre otros factores
responsables de la obesidad infantil, se habían analizado sobre todo los familiares.
Aunque no se dejan de lado las influencias
culturales, MAP, en línea con las corrientes
dominantes, otorgó un gran papel a la predisposición hereditaria –es decir, a los factores genéticos por encima de los ambientales–, relativizando la incidencia de los hábitos alimentarios.
Amén de superar ese trámite, la petición de la beca exigía el aval de un catedrático. MAP conocía ya a Isabel Gutiérrez Zuloaga, catedrática de Historia de la Educación, pero no quiso recurrir a ella por su experiencia pasada en tal asignatura. En su
lugar se dirigió a Ricardo Marín Ibáñez,
que no había sido nunca profesor suyo y
que por aquellas fechas regresaba a Valencia después de haber formado parte del
Gabinete de Villar Palasí. Sus conexiones
con organismos internacionales, ante los
que había representado a España, estuvieron a punto de sesgar la tesis de MAP en la
dirección de un tema emergente en aquel
momento en la OCDE: la educación compensatoria. No fue así debido a dos circunstancias que acabaron alejándole, muy
a su pesar, del litoral mediterráneo. Por
obra y gracia de una “peculiar” vida departamental, MAP se vio relegado en el reparto de responsabilidades docentes, un mecanismo clave para ir labrándose un futuro
académico. Tal decepción coincidió con la
visita de Vicente Pelechano, un flamante
profesor Agregado de Psicología de la Universidad de La Laguna que, de paso por
Valencia, pidió a Ricardo Marín nombres
de personas susceptibles de ser contratadas
en la sección de Ciencias de la Educación,
recién nacida en el campus lagunero. Haciendo de tripas corazón, MAP le propuso
a su catedrático ser incluido en esa lista.
Así, con la conformidad de Marín y Pelechano, MAP emprendió el regreso a las Islas Canarias, acompañado de Mercedes Vico Monteoliva, actual catedrática de Historia de la Educación de la Universidad de
Málaga.
El inicio del curso 1975-76 y la fuerte
demanda de profesorado provocaron que
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
el Decanato ofreciera a la colega citada, ya
doctora, una plaza de Agregada. Y a MAP
un puesto como profesor Adjunto, siempre
que acabase su tesis a lo largo de dicho curso. Tal perspectiva suponía la posibilidad
de lograr una autonomía económica con
una remuneración muy superior a las
16.000 pesetas mensuales que cobraba como becario. Y, a la par, la imperiosa necesidad de enfrascarse en una tesis doctoral lejos de su director, R. Marín. Esta situación
supuso, a la postre, el abandono del tema
de la educación compensatoria. Nuevamente, la mano tendida por V. Pelechano
fue fundamental: tras analizar el trabajo de
MAP sobre los niños obesos, le hizo algunas sugerencias teórico-metodológicas y
puso a su disposición unas escalas que estaba experimentando dentro de un amplio
programa de investigación, del que ya dio
cuenta Escolano (1980: 100-102). Por su
parte, MAP había perfeccionado el marco
conceptual de su tesina aprovechando la rica biblioteca de la Facultad de Medicina en
Valencia. Si a ello le unimos el instrumental
analítico ofrecido por V. Pelechano, no extraña nada que MAP retomara el tema de
los niños obesos, doctorándose exitosamente en el mes de julio ante un Tribunal en el
que, junto a su director, estaba F. Secadas
Marcos. Los resultados de esta investigación se difundieron en Pereyra (1977, 1978).
En el contexto de una educación para la salud entendida dentro de la más amplia educación sanitaria, ambos trabajos proponían
programas educativos para las familias, para los docentes –insistiendo en la importancia de una buena alimentación y de un estilo de vida saludable– y para un nuevo especialista, el pedagogo terapeuta, encargado
de elaborar pautas de nutrición y de actividad física, a transmitir por las escuelas.
La vuelta de Mercedes Vico a la Península convirtió a MAP en Agregado interino,
iniciándose su carrera académica en la Universidad de La Laguna. No obstante, el camino hacia la Adjuntía no fue fácil. En el
primer intento –en Pedagogía Experimental– MAP fue aprobado sin plaza por un
Tribunal que presidía Víctor García Hoz. Al
haber firmado otras tres oposiciones similares, MAP pudo presentarse a una Adjuntía
en Introducción a las Ciencias de la Educación, materia que ya había impartido. En esta ocasión, y junto a don Víctor, el Tribunal
contaba con la presencia de Ricardo Marín,
que defendió abiertamente sus méritos. De
esta manera, MAP accedió a la condición de
Adjunto, al tiempo que lo hacía también
Ángel I. Pérez Gómez. Más tarde, cuando la
materia desapareció, MAP tuvo la oportunidad de homologarse por cualquier campo
de Pedagogía y, tras sopesar alternativas en
Pedagogía Experimental y en Didáctica,
área esta última que seguramente le hubiese
garantizado mayores visos de promoción
académica en Canarias, optó por entrar en
Historia de la Educación.
A finales de 1978 llegó a la sección de
Ciencias de la Educación de La Laguna el
primer Agregado numerario, Miguel Fernández Pérez, que había sacado las oposiciones con José Gimeno Sacristán –a quien
MAP conoció como espectador de la primera tanda de oposiciones a Adjuntías en
1977, y que ahora encontraba destino en Salamanca–. Tras su toma de posesión, Fernández Pérez se hizo con la gestión de unos
estudios de Pedagogía hasta esa fecha coordinados por MAP. Ciertas desavenencias,
combinadas con una situación privada singular, animaron a nuestro autor a dar un
giro total en su vida profesional y personal.
A partir de enero de 1979, y durante dos
años, MAP retomaría los estudios muy lejos de su patria chica: en la norteamericana
Universidad de Columbia.
De un Teachers College (Columbia
University) con pedigrí académico al
mundillo reformista del primer
PSOE: el descubrimiento de otra
Historia de la Educación y su
potencialidad para la formación
permanente del profesorado
Aunque parece que los asuntos del corazón tuvieron una gran importancia en la
decisión apuntada, lo significativo aquí es
señalar que, como Becario del Plan Nacional de Investigación, MAP se fue a los Estados Unidos con la intención de especiali-
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P E N S A N D O S O B R E ...
La obra de Miguel A. Pereyra
zarse en Educación Comparada. A tal fin,
escogió el centro (Columbia) donde se había creado este campo a finales del siglo
XIX (Pereyra, 1985), y donde impartía el
ilustre George Bereday. Allí se matriculó
en el programa de doctorado (PhD) de esa
especialidad, al amparo del cual obtuvo
dos Maestrías. En la primera (Master of
Arts, conseguida en 1980) el énfasis principal recayó en la Educación Comparada y el
complementario en Historia. Tras completar los cursos de doctorado y superar con
éxito el examen de la Certification terminó
un segundo Master of Philosophy, en el cual
se invirtieron los acentos (el mayor en Historia y el menor en Educación Comparada).
La riqueza de los contenidos abordados en
los seminarios, como el dirigido por Edward Malefakis, y la lectura de obras tan
básicas como el clásico The decline of the
German mandarins, firmado por Fritz K.
Ringer en 1969, o el impactante Peasants into Frenchmen publicado en 1976 por Eugen
Weber, sumieron a MAP en una profunda
agitación al descubrir el enorme potencial
de nuevos enfoques teóricos y analíticos.
No se olvide que por esos años entonaba su
canto del cisne el movimiento revisionista
en historia de la educación, en cuya notabilísima producción historiográfica pudo sumergirse nuestro autor. De hecho, este Teachers College tenía en nómina a alguno de
sus exponentes, como la conservadora Diane Ravitch (de quien MAP no se trajo una
grata impresión).
A su vuelta a la Universidad de La Laguna, en el mes de octubre de 1981, se encontró la Facultad de Filosofía y Ciencias
de la Educación desgajada de la de Filosofía y Letras, y la propuesta de entrar en ella
como Vicedecano. Se topó asimismo con
una situación un tanto agitada en la dirección del Instituto de Ciencias de la Educación (ICE) canario: el rectorado había sustituido a Miguel Fernández Pérez por un catedrático de Farmacología y se le pide que
lo gestione como Director adjunto. Un año
después asumirá el cargo de Director, a pesar de que la asistencia a multitud de reuniones aquí en España, las ideas traídas de
Estados Unidos y el conocimiento de la experiencia de los Teachers’ Centres le habían
convencido de la inadecuación de ese modelo de formación permanente del profesorado.
En lo tocante a la comunicación de lo
aprendido durante los dos años de intenso
estudio en Columbia, MAP puso a disposición de las personas interesadas algunos
trabajos cualitativamente importantes que
tuvieron un escasísimo eco institucional,
seguramente por dos motivos: el tipo de
discurso histórico-educativo manejado,
muy alejado del común entre la mayoría de
los pedagogos que en aquel entonces se dedicaban a la historia de la educación, y su
aparición en publicaciones poco conocidas.
Una de las preocupaciones de MAP fue
el análisis de las razones por las cuales los
docentes consideraban irrelevante el tipo
de conocimiento histórico-educativo que se
les suministraba a lo largo de su formación
inicial. En sendos artículos publicados en la
revista canaria Témpora, Pereyra (1981,
1981a) acometió una afilada disección sociogenética de esta materia para poner de
relieve cómo las raíces de dichas debilidades estaban, sobre todo, en la concepción
obsoleta de la Historia de la Educación
(HE) que se impartía aquí en España, y en
otros muchos países, tanto desde el punto
de vista epistemológico como metodológico. Apoyándose en un detenido estudio de
la tradición disciplinar decimonónica europea, y en otra concepción de la función social del conocimiento, MAP defiende una
HE entendida como ciencia social atenta a
la explicación de procesos. Estos grandes
planteamientos, si bien aplicados a la enseñanza de la historia, fueron explicitados
también en el prólogo al libro La Historia en
el aula, alumbrado en 1982 con motivo de la
organización de los primeros encuentros en
Canarias de docentes de esa asignatura por
parte del ICE de su universidad. Como ya
pusimos de relieve en Luis (2000), MAP
compiló en este volumen una selección de
interesantísimos trabajos de índole didáctica, epistemológica y sociológica, con la expresa intención de abogar por una educación histórica “que nos haga sentir que el
conocimiento y la reconstrucción del pasado son un medio de desarrollo y de cambio
personal y social” (Pereyra, 1982: 29).
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
Cualquier lector perspicaz advertiría en
tales textos cierta solución de continuidad
en los argumentos y en las fuentes de referencia. No sorprende que alguna de ellas,
como la propuesta realizada por Dwayne
Huebner en 1976 ante la American Educational Research, rechazando las alternativas
meramente técnicas o administrativas al estado moribundo del currículum, fuera incluida más tarde en la valiosa antología comentada que editaron Gimeno y Pérez Gómez
en 1983 bajo el título La enseñanza: su teoría
y su práctica. Lo llamativo es que ambos
editores eludieran citar a MAP, a pesar de
que el segundo fuese colega suyo en La Laguna y estuviese presumiblemente al tanto
de sus colaboraciones en Témpora.
No obstante estas omisiones, el posterior nombramiento de Pereyra como Asesor del Ministerio de Educación y Ciencia,
con categoría de director del Programa de
Innovación Educativa dentro de la Subdirección General de Formación y Perfeccionamiento del Profesorado, al cual nos referiremos más adelante, atrajo sobre él la
atención de algunos organizadores de
eventos en los que se abordaba el tema de
la innovación educativa; asunto que, de un
modo u otro, estaba conectado con su preocupación por la sociogénesis de los sistemas educativos modernos.
Uno de estos estupendos ejemplos en
los años de aquella animada movida fue la
I Semana do magisterio lucense, celebrada en
Lugo en el mes de septiembre de 1985 con
el apoyo de la correspondiente Consejería
gallega1. Dentro de un apretado programa,
1
y de modo coherente, a MAP se le encomendó la ponencia inaugural sobre las
asunciones sociopolíticas, gnoseológicas y
didácticas de los diferentes modelos de innovación educativa. Pereyra (1986) aceptó
el encargo y esbozó un discurso muy bien
fundamentado, articulando en cinco grandes líneas el debate generado en torno a la
innovación y exponiendo sistemáticamente
parte de las ideas que había estado rumiando en Columbia y que, como enseguida veremos, trataba de aplicar en la creación de
los Centro de Profesores. En sus párrafos se
subrayaba la trascendencia de las aportaciones de Carr y Kemmis, Elliott, Landshere, Schön y, entre otros historiadores de la
educación, Lawrence A. Cremin, del que
menciona su clásica obra de 1961 –The
Transformation of the School. Progressivism in
American Education 1876-1957– traducida al
castellano en Buenos Aires en 1970. Por
ello, según nos indicaba Francisco Rodríguez Lestegás, un colega gallego a quien
pedimos refrescase viejos recuerdos, el impacto de la charla fue muy intenso “ante un
auditorio que escuchaba por primera vez
semejantes propuestas”. Pese al escaso reconocimiento público, es de justicia recordar aquí que MAP fue uno de los primeros
difusores cualitativos del nuevo pensamiento didáctico que estaba llegando a España hace ya un cuarto de siglo. Por lo demás, y al hilo de las conexiones habidas entre la renovación educativa europea y norteamericana, nuestro autor publicó muy
pronto en España atinadas panorámicas sobre los vínculos discernibles entre algunas
Año y medio antes, en el mes de marzo de 1984, se celebraron en la Escuela de Magisterio leridana las
Sisenes Jornades d’Història de l’Educació als Països Catalans. El coloquio se estructuró en torno a dos ejes,
uno de los cuales fue la metodología de la HE. A propuesta de Pere Solá, colega a quien agradecemos el
par de líneas enviadas que hemos usado en la redacción de esta nota, se invitó a MAP para que presentase lo más significativo de las investigaciones histórico-educativas europeas y norteamericanas que se
estaban realizando por aquel entonces. Gracias a estos primeros contactos se establecieron relaciones
con investigadores como Pierre Caspard, Brian Simon, Giovanni Genovesi, Czeslav Majorek, etc. En las
siguientes Jornadas de la Societat d’Història de l’Educació celebradas en Perpiñá (1985), Mahón (1986), etc.
se siguieron esquemas similares al ya citado y los numerosos asistentes a estos encuentros pudieron darse cuenta con claridad de la relevancia que iban adquiriendo las ideas anglosajonas, difundidas aquí
–primero– por MAP así como –más tarde– por otros estudiosos españoles que empezaron a asistir regularmente a los coloquios de la International Standing Conference for the History of Education. Los interesados genéricamente por este asunto pueden consultar un trabajo de Viñao (2001-2002), un inquieto catedrático murciano que escuchó por primera vez a MAP en las jornadas catalanas de 1984.
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P E N S A N D O S O B R E ...
La obra de Miguel A. Pereyra
de las ideas defendidas por la ILE y el principio de actividad en John Dewey (Pereyra,
1979), sobre el origen de las colonias escolares (Pereyra, 1982a), y hasta una loa de la
educación medioambiental usando como
organizador curricular un entorno entendido a partir de las viejas orientaciones paidocéntricas (Sánchez-Pereyra, 1978).
Más o menos cuando el PSOE llega al
poder en 1982, Ángel I. Pérez Gómez sacó
una cátedra en la Universidad de La Laguna. Este destacado especialista conocía a la
persona –Pilar Pérez Más– que había sido
nombrada Subdirectora General de Perfeccionamiento del Profesorado. Buscando
equipo, ella deseaba contar con el actual catedrático malagueño para acometer diversas reformas desde su departamento. Pérez
Gómez rechazó la oferta, pero le puso en
contacto con MAP, interesado en el asunto.
Por esta vía, y siendo todavía director del
ICE canario, nuestro autor llegó al Ministerio de Educación con el difuso objetivo de
crear una red de formación permanente, y
armado con sus lecturas sobre los Teachers’
Centres (TC) británicos.
La puesta en cuestión de los modelos
curriculares tecnicistas propició otras miradas sobre la difusión de innovaciones similares a las que se estaban alentando. Miradas según las cuales sería menester desarrollar una nueva política de formación
permanente del profesorado. En un temprano artículo, Pereyra (1984) –buen conocedor de la situación inglesa y, por ello,
consciente del viaje de vuelta que se estaba
efectuando en el ámbito educativo a resultas de la profunda reestructuración iniciada por los sucesivos gobiernos conservadores tras el triunfo electoral de 1979 (véase
Romero-Luis, 2006)– expuso los peligros de
una adopción mimética de aquel modelo
en España, siquiera porque, al revés que en
Inglaterra, estas instituciones, creadas mediante un Real Decreto de mediados de noviembre de 1984, aparecían aquí en un momento de recesión económica. Y, justamente porque la mejora de la formación del
profesorado no era la panacea a la hora de
resolver los gravísimos problemas estructurales del sistema educativo español,
MAP apostó cautamente por los CEP como
instituciones que, mediante actividades diversas y conexiones con la administración
local, podían hacer de puente y evitar la sima existente entre las propuestas de la administración central y las demandas
planteadas por el profesorado tanto individual como colectivamente.
El proceso de gestación de los CEP fue
complicado, sobre todo porque la administración socialista no disponía realmente de
un proyecto definido, por mucho que el
ministro Maravall estuviese al tanto de la
experiencia británica. En aras de ganar
tiempo para perfilar esta reforma y acopiar
elementos de juicio, la Subdirección de Pilar Pérez Más convocó, a instancias de
MAP, varios Simposios Internacionales al
objeto de movilizar a los líderes del movimiento de renovación pedagógica. Tras el I
Simposio, celebrado en febrero de 1984, el
ministro ordenó a su Asesor José Gimeno
que diese formato político a un memorando sobre los centros de profesores, elaborado por MAP, y a un documento anterior
surgido de una Comisión que, con un propósito semejante, había creado Maravall siguiendo las indicaciones de Juan Delval. El
trámite, sin embargo, sería tortuoso, entre
otras causas porque los distintos sectores
del Ministerio de Educación distaban de
compartir similares puntos de vista. Parece
incluso que las Direcciones Generales de
Enseñanza Primaria y Secundaria no exhibieron un gran entusiasmo por los CEP, pese a apoyarlos en tanto que iniciativa avalada por la Federación de Trabajadores de la
Enseñanza de UGT. Paradójicamente, la
oposición interna de la Secretaría de Estado
de Universidades y de los propios Técnicos
de la Administración Central a una profunda reestructuración de la formación inicial
del profesorado, al calor de la Ley de Reforma Universitaria, allanó el camino por
efecto compensador, y la medida puso salir
adelante.
En cualquier caso, las fricciones y los
cambios en diferentes escalones del Ministerio provocaron un cierto cansancio en algunos de nuestros protagonistas. El azar
quiso que la Universidad Complutense sacara por aquellas fechas una plaza de Profesor Titular en el Área de Teoría e Historia
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
de la Educación. Y MAP, que deseaba quedarse en Madrid y no volver a Canarias, la
firmó. Finalmente sería propuesto para la
provisión de la misma en un concurso accidentado, tras ganar un recurso que obligó a
la Presidenta, Isabel Gutiérrez Zuloaga, a
reiniciar las pruebas. Con el nuevo destino
en el bolsillo, y molesto por las múltiples
interferencias en su trabajo como Asesor en
el Ministerio, MAP decidió volver al mundo universitario en 1986, impartiendo dos
asignaturas: Historia de la Educación en
España y, con menor intensidad, Educación
Comparada. Pero, y ello es muy importante, lo hizo “pluriempleándose”, pues unos
meses antes de dejar la Subdirección había
aceptado una oferta de Julio Carabaña para
ejercer de Secretario de la Revista de Educación (RE). La propuesta del sociólogo llegaba en un momento en el que MAP tenía
más clara la estrategia a seguir: dejar de lado tareas que conllevasen protagonismo inmediato y, reorientando a fondo la publicación citada, afanarse en la consecución de
otro tipo de influencia a largo plazo
La Revista de Educación y la
difusión de innovaciones: la teoría
social y el análisis socio-histórico
como herramientas para el estudio
de los sistemas educativos
Hemos apuntado hace un par de líneas
lo acontecido en una oposición presidida
por una influyente catedrática, cuyas ideas
2
sobre la “Historia de la Educación” y la
“Historia de la Pedagogía” pueden consultarse en las correspondientes voces incluidas en el primer tomo del Diccionario sobre
Ciencias de la Educación que Santillana publicó en 1983. Y de modo indirecto, puesto que
ella fue la directora técnica del equipo de
redacción de la versión española, en la bibliografía hispana añadida a la germana en
la entrada “Historia de la pedagogía”, contenida en el segundo volumen del Diccionario de Ciencias de la Educación editado por
Rioduero, también en 1983, a partir del original alemán (Wörterbuch der Paedagogik)
de 1977.
Pues bien, tres años después de la aparición de estos dos diccionarios y con J. Carabaña como Director del Consejo de Redacción –el Secretario General de Educación era J. Arango–, apareció el número
279 de la RE en el que ya se nota la labor
hecha por MAP: tanto en lo que se refiere a
la modificación de su estructura interna
–estudios; investigaciones y experiencias;
informes y documentos; bibliografía– como a los enfoques y a la línea temática difundidos.
Lamentablemente, no podemos detallar
la enorme riqueza de los trabajos escritos
por los colaboradores –algunos de altísima
talla intelectual y prestigio internacional–
en los 21 números ordinarios (del 279 al
299) publicados entre 1986 y 1992, así como
en tres extraordinarios aparecidos en 1987,
1988 y 19892. No obstante, un simple vistazo a los temas escogidos pone de relieve
que muchos de ellos eran ya (fuera de Es-
Los temas de los números publicados durante la época en la que MAP ocupó la Secretaría de la RE fueron los siguientes: Desarrollo del niño en la escuela primaria (279, 1986); Teoría crítica y educación (280, 1986);
Historia de la infancia y de la juventud (281, 1986); Teoría del currículo (282, 1987); Crisis económica. Crisis
educativa (283, 1987); Teoría de la formación del profesorado (284, 1987); Investigación sobre integración educativa (Extraordinario, 1987); Profesionalidad y profesionalización de la enseñanza (285, 1988); Innovación educativa (286, 1988); La reforma de las enseñanzas medias. Evaluación externa (287, 1988); La Educación en la Ilustración Española (Extraordinario, 1988); Alfabetización (288, 1988); La enseñanza comprensiva y sus reformas
(289, 1989); Mujer y educación (290, 1989); Los usos de la comparación en CCSS y en Educación (Extraordinario, 1989); Formación general, conocimiento escolar y reforma educativa, I (291, 1990); Formación general, conocimiento escolar y reforma educativa, II (293, 1990); Educación, formación y empleo en el umbral de los noventa
(293, 1990); Los adultos y la educación (294, 1991); Historia del currículum, I (295, 1991); Historia del currículum, II (296, 1991); Razón práctica y educación (297, 1992); Tiempo y espacio (298, 1992); Descentralización y
evaluación de los sistemas educativos (299, 1992).
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P E N S A N D O S O B R E ...
La obra de Miguel A. Pereyra
paña) potentes líneas de trabajo desarrolladas por especialistas de distintas áreas de
conocimiento. Como es sabido, al menos
algunas han sido reivindicadas años más
tarde por el gremio de historiadores de la
educación españoles como campos o subcampos específicos de su nueva disciplina
sin que, extrañamente en algún caso como
el de Tiana (2005) –Director del Consejo de
Redacción de la RE a partir del número
290 (1989) y, por tanto, superior jerárquico
de MAP–, se haya reconocido públicamente la extraordinaria labor realizada por Miguel A. Pereyra en la difusión de novedosos enfoques y marcos conceptuales. Enfoques y marcos conceptuales casi desconocidos aquí en España hace veinte años, y
no demasiado transitados todavía hoy. Enfoques y marcos conceptuales que explicaban de otra manera la sociogénesis de los
sistemas educativos modernos, utilizando
para ello la mejor teoría social disponible
en ámbitos lingüísticos tan importantes como el inglés o el germano, a los que, debido entre otras cosas a la peculiar configuración del gremio de pedagogos españoles,
no se les prestaba apenas atención en
nuestro país.
Ocho de los veinticuatro números citados cuentan con una breve introducción de
MAP. Su mera lectura es suficiente para
vislumbrar la actualidad de aquellas ideas.
Sirva, pues, este sucinto repaso como botón
de muestra. Así, el número 280 acusó recibo del debate sobre la recepción de la Teoría Crítica en la pedagogía germana. De él
se sirvió MAP para poner de relieve la necesidad de renovar y enriquecer la fundamentación de los análisis en la enseñanza
y, como consecuencia de ello, captar las
verdaderas implicaciones de una racionalidad instrumental que, de modo implícito
muchas veces, orienta la práctica cotidiana
del docente. Las sugeridoras ideas de Klafki, Rothe, Palop, McClintock y otras firmas
se vieron enriquecidas con la traducción de
la última charla radiofónica de T. W. Adorno, poco antes de morir en 1969.
3
En el número siguiente, y conectado en
cierto modo con el tema del número 279
que coordinó Juan Delval, MAP resaltó el
impacto del pionero trabajo de Philippe
Ariès –muy reconocido académicamente al
final de su vida, aunque fuera suspendido
dos veces en su examen de agrégation para
ser catedrático de Liceo– sobre la historia
de la infancia. Pese a ser traducida al inglés
a inicios de los años sesenta –al castellano
no se vertería hasta 1987–, la obra no fue
reseñada por las grandes revistas históricas
y pedagógicas, aunque ciertamente aportara, no obstante sus sesgos, una perspectiva
reseñable para el estudio de la familia y la
escuela como instituciones socializadoras.
Junto a un artículo del propio Ariès, se incluyeron igualmente otras colaboraciones
de Varela, Finkelstein, Steedman, Ulivieri,
etc.
Hace escasas líneas, y utilizando este
caso para ejemplificar una tendencia general, lamentábamos la desmemoria de Tiana
(2005) en su reciente revisión bibliográfica.
A cualquier lector informado le costará entender que el apartado sexto de su capítulo, centrado en la historia del currículo como subcampo de la historia de la cultura escolar, deje de lado el conjunto de contribuciones (Forquin, Cherryholmes, Popkewitz, etc) sobre teoría curricular aparecidas
en el número 282 de la RE3. Es verdad que
por aquí y allá, y al hilo del IX Coloquio de
la Sociedad Española de Historia de la
Educación celebrado en Granada en 1996,
se cita a B. M. Franklin –omitiéndose que,
varios años antes y gracias nuevamente a
los buenos oficios de MAP, impartió un
par de charlas en Madrid, al parecer ante
escasa audiencia–, a A. Chervel o a I. F.
Goodson. Pero no lo es menos que Tiana
no se refiere, en cuanto tales, a los dos números monográficos (el 295 y el 296) que la
RE dedicó a la historia del currículum. Ni
tampoco a su responsable, a pesar de prologar el primero de ellos. En efecto, en ese
prefacio MAP llamaba la atención sobre la
revitalización de este campo emergente,
Estas ideas han sido usadas igualmente por especialistas en Didáctica que tampoco acostumbran a ser
muy proclives al mestizaje en sus fuentes de inspiración.
- 93 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
conectándola con los debates historiográficos habidos en diferentes países (Estados
Unidos, Reino Unido, Francia, Alemania,
etc.) desde los años sesenta, y con las aportaciones de otras disciplinas preocupadas
por explicar los orígenes de la escolarización y el devenir de los sistemas educativos modernos. Según su criterio, esta historia del currículum no debería reducirse a
la mera historia de las materias escolares,
toda vez que “es una concreción de la historia social de la educación, siempre entendida como una disciplina histórica que se
nutre de los hallazgos y resultados de la
teoría social. Es, en fin, una historia que engrandece, desmitificando, la historia más
general de la escolarización, de sus configuraciones, de sus prácticas, de sus instrumentos…, desde la escuela de nuestros primeros años hasta la universidad” (cursivas
nuestras). La nómina de los autores escogidos –Goodson, Franklin, Chervel, Englund, Tenorth, Hamilton, Swaan, Hopmann, Benavot, Silver, Schriewer, etc.– todavía impresiona.
Como era de esperar, en esa selección
de temas no faltó el de la formación del
profesorado. El número 287 sirvió de cauce
a una aproximación fuertemente conceptual a esta cuestión, cuyo hilo conductor
fueron las críticas a modelos tecnicistas de
innovación educativa que, al entenderla jerárquicamente, asignaban al docente el papel de un mero usuario o consumidor en el
aula de materiales producidos por los expertos. Algunos de los artículos recogidos
aquí, firmados por Giroux, Morgenstern,
Sarup, Terhart, Pérez Gómez o Gimeno
fueron debatidos en un Simposio organizado por la Subdirección General de Perfeccionamiento del Profesorado y celebrado
en Madrid en el mes de febrero de 1984. En
la escueta introducción, MAP adelantaba
además que el tema de este número enlazaría con el contenido de otros posteriores: el
285, sobre Profesionalidad y profesionalización
de la enseñanza, con trabajos de Ozga y
Lawn, Tenorth, Popkewitz, etc., y el 286 sobre Innovación educativa.
El afán por entender la sociogénesis de
nuestro sistema educativo desde estos nuevos enfoques, amén del recordatorio a Car-
los III en el bicentenario de su fallecimiento, está en los orígenes de un número extraordinario (1988) sobre La educación en la
Ilustración española, en el que se analizaron
comparativamente experiencias educativas
de las Ilustraciones europeas que más influyeron en la nuestra. Se trataba de ofertar al
lector revisiones historiográficas sobre distintas dimensiones del hecho educativo en
esta época. En esa tarea se enfrascaron especialistas de la talla de Ruiz Berrio, Varela,
Viñao, Álvarez-Uría o Escolano, entre
otros.
Junto a su labor en la RE, MAP siguió
investigando y publicando trabajos de interés. Preocupado en un sentido amplio
por los orígenes intelectuales y sociales
del sistema educativo español, así como
por el desarrollo de la profesionalización
de los docentes de enseñanza primaria,
Pereyra (1988) proyectó su nueva mirada
historiográfica a los “maestros antiguos”.
En particular, indagó lo acontecido desde
mediados del siglo XVII, y especialmente
desde la aprobación en 1780 de los Estatutos del Colegio Académico del noble arte de
primeras letras. En ese momento surgieron
unas instituciones que, a través de las academias o ejercicios celebrados los jueves por
la tarde, ofrecieron a la sociedad y a las
autoridades un modelo de –diríamos ahora– formación en la acción, en la cual participaban conjuntamente enseñantes veteranos y noveles. A pesar de que con ella se
buscaba aplicar en la escuela el principio
de la división del trabajo utilizado ya en la
industria y que estaba “produciendo maravillas” (López y Candeal, 1884: 438), la
pedagogía racional de los maestros antiguos,
en la que se combinaba de modo armónico
la reflexión y la experiencia, fue criticada
por las élites rectoras. La administración
educativa prefirió decantarse por el modelo de formación inicial de las Escuelas
Normales, cuya oferta de conocimiento
desproblematizaba la enseñanza y perseguía la adquisición, por parte de sus
alumnos, de habilidades o competencias referidas a un método de enseñanza cuya
eficacia empezaba a fundamentarse en los
principios de una incipiente ciencia educativa moderna. Aspectos aquí señalados
- 94 -
P E N S A N D O S O B R E ...
La obra de Miguel A. Pereyra
fueron abordados en Pereyra (1992a,
1992b, 1992c, 1992d), dentro de una preocupación más amplia por la organización
de la jornada escolar, debidamente enmarcada en el complejo fluir de la sociedad.
Recurriendo al comentario cualitativo de
la situación europea, hace hincapié en la
incongruencia de ciertas reivindicaciones
de actores sociales españoles progresistas,
que pedían la implantación de la jornada
continuada sin haber reparado seriamente
en cómo podría afectar tal medida a los
sectores más desfavorecidos de una población que, como la que asistía a la escuela pública española, no disponía de una
oferta de actividades extraescolares, a diferencia de lo que ocurría en otros lugares
de Europa.
Dando un salto hacia el presente, pero
sin perder de vista lo que acabamos de exponer, ni tampoco la polémica reconceptualizadora norteamericana surgida en torno al
currículum a comienzos de la década de
1970, un prólogo a la edición española de
un relevante libro de T. Popkewitz –Paradigma e ideología …– sirvió a Pereyra (1988a)
para resaltar la importancia de analizar críticamente las instituciones sociales con otro
utillaje heurístico. Destacando, en particular, el imprescindible aliento de la teoría
social, y también la historia del currículum,
un ámbito de investigación “apenas o nada
conocido entre nosotros” (Pereyra, 1988a:
21), y en el que estaba trabajando con intensidad por aquel entonces I. F. Goodson.
Lógicamente, tal reconversión cognitiva
exigía un entendimiento ampliado de la profesionalidad docente que, como apuntó Pereyra (1988b: 17) siguiendo el rastro de S.
Morgenstern, no supusiese la desaparición
de un saber global y común sobre política
educativa y social. Ideas similares reaparecen en Pereyra (1989: 32), un estudio que
revelaba con gran claridad los impactos en
el sistema educativo de las políticas conservadoras británica y norteamericana desde
finales de los años setenta: mercantilización, pruebas estandarizadas y, entre otras
cosas, una descualificadora formación basada en competencias, concebidas cual
“traducciones analógicas de la gestión empresarial al trabajo de los profesores y al
mundo de la enseñanza en general”.
Hemos insistido ya reiteradas veces en
la gran labor difusora realizada por MAP
en muy distintos campos. Parte de esa labor la hizo mediante la organización de seminarios similares al celebrado en Madrid
del 7 al 10 de febrero de 1989 sobre Los usos
de la comparación en ciencias sociales, un tema
de singular interés para MAP. Las contribuciones incluidas en el número extraordinario que la RE dedicó a este asunto en el
año 1989 debían ayudar al establecimiento
de un marco comprensivo para la comparación en ciencias sociales, desde una perspectiva decididamente interdisciplinar. Justamente por ello, se preocupó como organizador de traer ponentes –Fritz Ringer, Jürgen Schriewer, Thomas Popkewitz o Philip
Altbach, entre otras reputadas plumas–
que ejemplificasen su utilización en textos
sociológicos, históricos y educativos, a sabiendas de que “el empleo de estas etiquetas se hace cada vez más irrelevante en el
contexto de la teoría social” (Pereyra,
1989a: 21).
Esta idea básica la desarrolló Pereyra
(1989b) en su aportación específica, apuntando ya de modo indirecto la ubicación
de su proyecto sobre los orígenes de la
educación comparada como disciplina en
la intersección de tres planos: el epistemológico, el sociológico y el histórico. La necesidad analítica de esta conjunción interdisciplinar era para él algo evidente, defendiendo de manera explícita que “la
educación debe integrarse plenamente en
la teoría social y no, al contrario, segregarse alegando razones peregrinas e interesadas”. Al saberse aquí en España muy poco
de ello, Pereyra (1990: XVI) presentó Nuevos enfoques en educación comparada, un libro compilado por P. G. Altbach y G. P.
Nelly cuya particularidad descansaba en
dos aspectos: su articulación en torno a temas fundamentales y, puesto que una de
las preocupaciones básicas era la explicación de los sistemas educativos de masas,
la necesidad de elaborar discursos comparativos “sin desvincularnos de lo que se
piensa, elabora y hace en otros campos de
las ciencias sociales”. Algo que, paradigmáticamente, pusieron de relieve las con-
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
tribuciones de M. W. Apple y J. Boli-O. Ramírez y J. W. Meyer, entre otras.
Mientras ese libro veía la luz, MAP consiguió una Beca del Amo que le permitió
pasar el verano de 1990 en la Universidad
de Stanford, precisamente con el último autor enumerado, John Meyer, y su grupo. De
esta suerte entró tempranamente en contacto con el programa de investigación de
aquel insigne sociólogo, cuyo protagonismo científico se ha ido acrecentando con los
años. Poco después, en diciembre de 1991,
John Meyer era invitado a un seminario en
Madrid que organizó MAP con el apoyo
del CIDE y la Comisión Hispano-Norteamericana. El evento trascendió a la prensa.
A pesar de que su nombre no se mencione,
la sombra de MAP se adivina bajo la interesante arquitectura interna de la entrevista
que Jaume Carbonell hizo a este catedrático
californiano en El País Educación del 7 de
enero de 1992. En ella, Meyer señalaba el
escaso realismo con el que se planteaban
los cambios desde el mundo de la política,
razón por la cual se manifestaba muy escéptico respecto a los resultados de unas reformas educativas que, al ser sobre todo
procesos retóricos y “sueños organizados
en un mundo de sueños, … nunca pueden
materializarse en el mundo de la práctica”.
Una línea argumentativa similar puede
verse, al hilo de la polémica en torno a la
funcionalidad de ciertos indicadores educativos para medir el alcance de las reformas,
en las respuestas de Pereyra (1997) a un
cuestionario que fue enviado a cinco expertos, entre los que se encontraba J. L. García
Garrido.
Vuelta a la labor gestora, lento
avance de líneas investigadoras ya
esbozadas y continuidad de una
importante labor editorial con
escaso eco en España hasta el
momento
Tras la consecución en 1992 de una cátedra de Teoría e Historia de la Educación
que, con el perfil de Educación Comparada,
había sacado a concurso la Universidad de
Granada, el peso de tareas administrativas
de una u otra naturaleza volvió a tener
gran relevancia en el historial de MAP: primero, entre 1992 y 1995, como Director del
Departamento de Pedagogía en su nueva
Universidad. Más adelante, desde la primavera de 2001, ocupando el mismo puesto en
el Consorcio Universitario Fernando de los
Ríos para la Enseñanza Abierta y a Distancia de Andalucía, una empresa pública de
la Junta de Andalucía para el desarrollo y
la implementación de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (Pereyra, 2001, 2001a). Las frustraciones que le
ha reportado este reencuentro con la política educativa activa no le han impedido
crear la colección Aulae, cobijo hasta el momento de varios volúmenes sobre innovaciones en el campo de los multialfabetismos
y el e-learning.
En el ínterin, durante el curso 19971998, estuvo en comisión de servicios en la
Universidad Humboldt de Berlín, como catedrático invitado por el Ministerio alemán
de Educación y Ciencia y el Deutscher Akademischer Austauschdienst, para desarrollar
tareas docentes e investigadoras. El curso
1999-2000 hizo lo propio en las universidades norteamericanas de Wisconsin-Madison y de Indiana, donde ocupó una Cátedra Tinker y una Senior Fulbright Professorship, respectivamente.
Asomando entre las obligaciones gestoras, la producción escrita de MAP ha recobrado poco a poco impulso. En 1993 firmó
uno de los capítulos del Manual de Educación Comparada compilado por Schriewer y
Pedró, volcando en sus páginas una parte
del Proyecto de Investigación –“La Pedagogía como disciplina académica en Europa
occidental. Investigaciones históricas y sociológicas comparadas sobre la institucionalización y la praxis del conocimiento pedagógico en Alemania, Francia y España”–
que tuvo que presentar en las oposiciones.
Ahí ofrece una sugeridora y documentada
sociogénesis de esta disciplina académica
en un marco argumentativo dentro del
cual, “más que reconstruir el desarrollo de
la ciencia «lógicamente», se persigue, en
definitiva explicar históricamente tal desarrollo, lo cual implica utilizar categorías de
- 96 -
P E N S A N D O S O B R E ...
La obra de Miguel A. Pereyra
análisis, alguna clase de teorización que
guía la investigación histórica” (Pereyra,
1993: 271-272). Con la mirada puesta en el
caso español, este ambicioso programa de
investigación lo ha esbozado Pereyra (2003)
al presentar un libro en el que se recogía la
tesis de Soledad Moreno.
En Popkewitz-Pereyra-Franklin (2001)
puede comprobarse el interés de MAP por
diseccionar contextualmente la escolarización como una práctica de gobierno y un
efecto del poder, que se inscribe por capilaridad en las formas de pensar, sentir, ver y
actuar. La densa síntesis presentada en el
primer capítulo del libro que acabamos de
citar se fue construyendo lentamente gracias a lo aprendido en anteriores trabajos
de investigación. En unos casos, como en
Pereyra (1992e) y Popkewitz-Pereyra
(1994), se usaron ejemplos de ocho países
para poner de relieve la naturaleza de las
regulaciones globales que conforman la estructura de los sistemas educativos y los
modelos de formación del profesorado. En
otros (véase un resumen en Pereyra-González-Torres, 2005) se rentabilizó la participación en un proyecto comparado de investigación socioeconómica financiado por
la Unión Europea 4 para estudiar, entre
1999 y 2000, cuestiones relevantes de la gobernación de los sistemas educativos frente
a la exclusión social y el paro juvenil. Conectado indirectamente con esta línea hay
que señalar antiguos (Pereyra, 1994b) y recientes (Pereyra-Luzón, 2005) trabajos sobre el papel desempeñado por el sistema
educativo en la construcción de una conciencia europea.
Después de 1992, MAP tampoco dejó
de lado viejos temas. Por un lado, la preo-
4
cupación por la jornada escolar y los tiempos escolares, si bien ahora y cada vez con
mayor intensidad, señalando la necesidad
de analizar sus impactos en el marco más
amplio de las transformaciones globales y
concediendo más atención a la importante
función compensadora de cuidado que
presta la institución escolar; además, y en
un país con escasos recursos como el nuestro, Pereyra (1994, 1994a, 2002a, 2005) indicó que la implantación de la jornada
continua no paliaría los problemas de la
escuela tradicional al no ponerse en cuestión sus clásicas funciones educativas y
sociales. Por el otro, con esa sugeridora
mirada historiográfica a los maestros antiguos, analizó más detalladamente en Pereyra (1994c, 1994d, 1994e) los procesos
configuradores de los cuerpos de enseñantes dentro de los sistemas nacionales de
educación de masas.
La necesidad de difundir en castellano
obras básicas en las que se vinculaba a las
ciencias de la educación con la teoría social
era algo ya sentido por MAP desde hace
más de dos décadas. Justamente por ello,
siendo Secretario de la RE pidió permiso a
Ediciones Pomares para reproducir uno de
los capítulos dedicados al currículum escolar de A cargo del Estado, un libro de Abram
de Swaan que Pomares iba a traducir y
editar. A partir de este primer contacto se
establece una estrecha colaboración y se
crea la colección “Educación y conocimiento”, bajo la inspiración y dirección de
MAP. El primer título, Modelos de poder y
regulación social en Pedagogía, salió al mercado en diciembre de 1994. Desde entonces, el trabajo conjunto se ha mantenido y
la colección se compone de más de treinta
Nos referimos al proyecto Educational Governance and Social Inclusion and Exclusion of Youth (EGSIE), liderado por el Prof. Sverker Lindblat (de la Universidad de Upsala, Suecia) y el propio MAP. Financiado
con casi un millón de euros con cargo al IV plan marco de la Dirección General XII (Educación, Ciencia
y Desarrollo) de la UE, incorporó a investigadores de Suecia, Finlandia, Islandia, Reino Unido, Alemania, Portugal y España, además de Australia.
- 97 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
volúmenes5. En septiembre de 2003 se inició una nueva colección: “Políticas y reformas educativas”, en la que hasta ahora se
han publicado dos títulos, a cargo del Grupo de Investigación HUM 308, de la Junta
de Andalucía, coordinado por MAP.
En enero de 1998, después de un año de
arduas negociaciones con la editorial Taylor & Francis, se inicia la publicación de la
5
6
Revista de Estudios del Currículum (REC), en
la que, bajo un tema monográfico, se traducen y editan los mejores artículos publicados en el Journal of Curriculum Studies (JCS),
a los que se añaden uno o dos artículos sobre el mismo tema de autores hispanoamericanos. La REC estuvo codirigida por Ian
Westbury (el director del JCS) y por MAP6.
Echando un simple vistazo al contenido de
Relación de obras publicadas en la colección “Educación y conocimiento” (autor, año de aparición en
castellano y título): POPKEWITZ, T. S. (comp.), 1994, Modelos de poder y regulación social en Pedagogía. Crítica comparada de las reformas contemporáneas de la formación del profesorado. RINGER, F. K., 1995, El ocaso
de los mandarines alemanes. Catedráticos, profesores y la comunidad académica alemana, 1890-1933. GOODSON, I. F., 1995, Historia del currículum. La construcción social de las disciplinas escolares. ROTHBLATT, S.;
WITTROCK, B., 1996, La universidad europea y americana desde 1800. Las tres transformaciones de la Universidad moderna. FRANKLIN, B. M. (comp.), 1996, Interpretación de la discapacidad. Ensayos sobre teoría e historia de la educación especial. PEREYRA, M. A. (comp.), 1996, Globalización y descentralización de los sistemas
educativos. Fundamentos para un nuevo programa de la educación comparada. JOHNSEN, E. B., 1996, Libros de
texto en el calidoscopio. Estudio crítico de la literatura y la investigación sobre los textos escolares. GIBBONS, M.
et al., 1997, La nueva producción del conocimiento: la dinámica de la ciencia y de la investigación en la sociedad
contemporánea. CUESTA, R., 1997, Sociogénesis de una disciplina escolar: la Historia. HUNTER, I., 1998, Repensar la escuela. Subjetividad, burocracia y crítica. BESALÚ, X.; CAMPANI, G.; PLAUDÀRIAS, J. M., 1998,
La educación intercultural en Europa. Un enfoque curricular. BENNER, D., 1998, La Pedagogía como ciencia.
Teoría reflexiva de la acción y reforma de la praxis. POPKEWITZ, T. S., 1998, La conquista del alma infantil. Política de escolarización y construcción del nuevo docente. CHERRYHOLMES, C. H., 1999, Poder y crítica. Investigaciones postestructurales en educación. CALERO, J.; BONAL, X., 1999, Política educativa y gasto público en
educación. Aspectos teóricos y una aplicación al caso español. BOYD, C., 2000, Historia Patria. Política, historia e
identidad nacional en España: 1875-1975. POPKEWITZ, T. S.; BRENNAN, M. (comps.), 2000, El desafío de
Foucault. Discurso, conocimiento y poder en la educación. WHITTY, G., 2000, Teoría social y política educativa.
Ensayos de sociología y política de la educación. GREEN, A.; LENEY, T.; WOLF, A., 2001, Convergencias y divergencias en los sistemas europeos de educación y formación profesional. SCHRIEWER, J. (Comp.), 2002, Formación del discurso en la educación comparada. GEE, J. P., HULL, G. y LANKSHEAR, C. 2002, El nuevo orden laboral. Lo que se oculta tras el lenguaje del capitalismo. WESTBURY, I., 2002, ¿Hacia dónde va el currículum? La contribución de la teoría deliberadora. BARNETT, R., 2002, Claves para entender la universidad. En
una era de supercomplejidad. POPKEWITZ, T. S.; FRANKLIN, B. M.; PEREYRA, M. A. (comps), 2003, Historia cultural y educación. Ensayos críticos sobre conocimiento y escolarización. INAYATULLAH, S. y GIDLEY, J., 2003, La universidad en transformación. Perspectivas globales sobre los futuros de la universidad. FREITAG, M., 2004, El naufragio de la universidad y otros ensayos de epistemología política. PUELLES, M. de:,
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MEYER, J. W.; RAMÍREZ, F. O., SCHOFER, E. 2006 La ciencia en la política mundial moderna. Institucionalización y globalización. MICHEL B., 2006, Formación, distancias y tecnologías. PINAR, W. F. 2006, ¿Qué es la
teoría del currículum?.
En la colección “Políticas y reformas educativas” han aparecido hasta el momento dos títulos: FERNÁNDEZ, Mª, 2003, Igualdad de oportunidades educativas. La experiencia socialdemócrata española y francesa.
MONTES, S., 2003, La Escuela Moderna. Revista pedagógica hispano-americana (1891-1934). La construcción
del conocimiento pedagógico en España.
La relación de temas monográficos publicados por la REC es la siguiente: Teoría del currículum (vol. 1, nº
1, 1998); Política educativa y reforma del currículum (vol. 1, nº 2, 1998); Repensar la escolarización (vol. 1, nº 3,
1998); Didáctica de las matemáticas (vol. 1, nº 4, 1998); Historia del currículum (vol. 2, nº 1, 1999); Didáctica de
la ciencia (vol. 2, nº 2, 1999); Educación cívica (vol. 3, nº 1, 2000).
- 98 -
P E N S A N D O S O B R E ...
La obra de Miguel A. Pereyra
la presentación de Pereyra (1998: 9) incluida en el primer número de esta relevante
publicación se constatan las continuidades
con la labor modernizadora de MAP como
Secretario de la RE. En esta nueva etapa, la
REC se ofrecía como herramienta para la
construcción de puentes de diálogo crítico
entre dos mundos académicos escasamente
interconectados: el hispano y el anglosajón.
Justamente por ello, era del todo necesaria
la fijación de un campo o ámbito pedagógico
en torno al cual fluyera la comunicación.
No casualmente, MAP nos cuenta en la página citada su rápida decantación por el currículum “como aspecto de la Pedagogía
donde más fructífera puede ser la interculturalidad, donde más podíamos aprender
unos de otros… y también donde más problemas se plantean, al hallarse el currículum… bajo influencias de movimientos intelectuales, culturales, sociales y políticos”.
Tal y como indicaba MAP al final de esta presentación, la producción de un “genuino conocimiento pedagógico, crítico, relevante y aplicado a los temas y a los problemas que se producen en nuestros sistemas de escolarización” exigía la creación
de instrumentos que favoreciesen el diálogo crítico entre las orillas de diferentes
océanos. Es decir, de una flota pedagógica
cuyos dos buques insignias –estas dos últimas colecciones– se habían botado respectivamente en 1994 y 1998. Lamentablemente,
debido a la falta de suscriptores que habrían sido necesarios para la viabilidad
económica del proyecto, el último de los
barcos –la REC– dejó de publicarse en marzo de 2000, es decir, se hundió tras una corta travesía; y, al menos hasta el momento,
los esfuerzos por reflotarlo en forma de
Anuario no han dado resultados. A la vista
de la escasa recepción de la teoría social en
el discurso educativo español, del otro buque –las dos colecciones ya citadas– podríamos decir que navega a la deriva, azotado por peligrosos vientos y mareas en el
mar de la apatía hacia cualquier clase de
conocimiento que no pueda acotarse dentro del perímetro gremial.
Las razones que podrían explicar semejante situación son muy complejas. Inicialmente uno tiende a pensar en el carácter
del armador, es decir, de MAP. Pero, dejando de lado algunas peculiaridades, lo cierto
es que este argumento pierde peso cuando
se comprueba su presencia en el Consejo
de Redacción de revistas tan prestigiosas
como el JCS o la London Review of Education.
Además, la sociabilidad y el buen hacer
profesional de MAP se evidencian al comprobar su pertenencia a la famosa American
Educational Research Association (AERA), a
cuyos congresos suele asistir casi todos los
años, y, asimismo, a la Comparative Education Society in Europe, de la que fue Secretario en el período 1993-2004 y de la que es
Vicepresidente en la actualidad.
¿Cómo entender, entonces, el escaso
eco institucional de las aportaciones hechas por un autor cuyos trabajos, según
nos indicaba un acreditado especialista español refiriéndose a los dos publicados en
Témpora hace ya un cuarto de siglo, han sido manejados “por más de un colega, pero
no por muchos ni bastantes”? Tal apreciación parece atinada: siendo bien cierto que
el artículo de Pereyra (1981a) es la primera
cita que aparece en la introducción al segundo volumen de la Historia de la educación dirigida por Agustín Escolano, y publicada por Anaya en al año 1985, no lo es
menos que la filosofía general de esta obra
está muy alejada de los planteamientos expuestos por MAP en aquella revista. En
nuestra opinión, y por usar un término
kuhniano, quizá la causa más importante
de su escaso impacto en la comunidad española de los historiadores de la educación
sea la inconmensurabilidad entre dos discursos paradigmáticos: uno, el hispano, en el
que pesaba fuertemente un enfoque historicista-esencialista aderezado con fuertes
dosis de empirismo positivista; y otro, el
importado por MAP de Columbia, que remarcaba el carácter social del conocimiento y reclamaba la necesidad de aproximarse sociogenéticamente al estudio de los sistemas educativos y a la historia de las disciplinas científicas. Tal vez este fuese uno
de los motivos por los que MAP abandonó
en junio de 2000 la Sociedad Española de
Historia de la Educación (SEDHE), una organización a la que estuvo afiliado desde
el 28 de enero de 1989.
- 99 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
Finalmente, y puesto que además de razón la ciencia es también institución, la marginalidad académica de MAP podría explicarse por su identidad profesional más bien
difusa o pluridisciplinar, en el contexto de
unos gremios mucho más preocupados por
el blindaje de campos/objetos de estudio y
por el establecimiento de fronteras –hasta
tal punto que trabajos como el comentado
de A. Tiana parecen estar escritos por caballeros o escuderos exclusivamente preocupados por defender el honor de su dama o disciplina– que por mestizarse con el mejor conocimiento científico disponible, venga de
donde venga, en aras de una aproximación
analíticamente más rica a los acuciantes
problemas socio-escolares de nuestra época.
Los firmantes de este artículo, pasajeros
del cayuco fedicariano en el cual emprendimos hace tiempo el viaje hacia Ítaca7, creemos mucho más estimulante arribar en bahías nunca vistas y visitar ciudades de Egipto
para aprender de sus sabios que volver insistentemente sobre viejos asuntos, territorializando un saber que, como bien ha escrito MAP asimilando una rica tradición de
pensamiento científico-social de la que somos herederos, sólo puede enriquecernos
vitalmente si lo entendemos a modo de un
lento flujo que nos empape a lo largo de los
años.
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7
Las imágenes de este párrafo evocan un bello poema escrito por el griego Konstantino Kavafis en 1911. En
esos versos, la mítica isla de Ítaca se convierte en una expresiva metáfora del conocimiento y de la vida.
- 100 -
P E N S A N D O S O B R E ...
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- 103 -
La experiencia del viaje. Una conversación
con Miguel A. Pereyra
Jesús Romero Morante
Alberto Luis Gómez
Asklepios-Fedicaria
“Desde que accedí a la Universidad, mi
idea –acaso inducida asimismo por mi condición de canario– era la del viaje”. Este comentario introspectivo de Miguel A. Pereyra
surgió en medio de la conversación mantenida con él. Aparentemente trivial, se nos
antoja sin embargo muy ilustrativo, tanto
de las circunstancias que rodearon a esta
entrevista como de una faceta fundamental
del entrevistado. Instalado el trajín en su vida académica, no fue fácil encontrar un momento para llevarla a cabo, a pesar de su
amable disposición. Por fortuna, pudimos
aprovechar dos fugaces estancias suyas en
Santander: una, en agosto de 2005, con motivo de su intervención en un seminario de
la Universidad Internacional Menéndez Pelayo; y otra, en febrero de 2006, a resultas
de su participación en una actividad formativa organizada por el Departamento de
Educación de la Universidad de Cantabria
y, permítasenos subrayar el simbolismo, el
Centro de Profesores de la capital cántabra.
Más allá de tales peripecias, la idea del viaje
posee otras resonancias significativas, literales y metafóricas, muy oportunas en este
caso. Ciertamente, el desplazamiento a
otras latitudes ha dejado hace tiempo de ser
un acontecimiento extraordinario o minoritario. El movimiento se ha pegado a la existencia, y esa sensación es si cabe mayor por
el hecho de que hoy tendemos a ir deprisa a
todas partes. Como es notorio, en semejante
trasiego juegan un papel esencial los modernos medios de transporte. Gracias a
ellos nos hemos ahorrado muchas fatigas
del trayecto. Pero, según la aguda observación de Rüdiger Safranski, su concurso y
nuestras prisas han tornado el recorrido entre la salida y la arribada en una especie de
túnel por el que se sale tal como se ha entra-
do. De esta manera se estaría perdiendo el
valor del viaje como una experiencia mediante la cual el viajero llegaba transformado. Y quien llega siendo el mismo propende a mirar con idénticas lentes lo que se
cruza ante sus ojos, doquiera que tal cosa
ocurra. Pues bien, no es ningún atrevimiento aseverar que Miguel A. Pereyra sí ha sido viajero en aquel sentido plástico.
Pregunta: En 1978 conseguiste, a través de
un concurso oposición, una plaza en la Universidad de La Laguna como Profesor Adjunto de
Introducción a las Ciencias de la Educación.
¿Cómo es que, apenas un año más tarde, decides
irte a Estados Unidos?
Respuesta: Cuando saco la adjuntía era
el único numerario en la sección recién creada de Ciencias de la Educación. Por tal
motivo, y a pesar de ser muy joven (27
años, camino de 28), me encomendaron toda una serie de tareas burocráticas para
gestionar la nueva licenciatura de Pedagogía. Sin embargo, cuando a finales del 78 se
incorporó el primer agregado numerario y
luego catedrático, Miguel Fernández Pérez,
le dieron a él todo el poder, alegando mi juventud y menor rango. Sentí aquello de
que nadie es profeta en su tierra. Seguramente eso influyó, aunque si fui a Estados
Unidos fue sobre todo por una historia de
amor. A mi entonces novia le habían concedido una beca en aquel país, y para no perderla solicité también una beca postdoctoral del Ministerio, que me dieron justo a
tiempo.
P.: ¿Y así acabaste aterrizando, en enero de
1979, en la Universidad neoyorquina de Columbia?
R.: Exacto. Fui a Nueva York porque
quería estudiar Educación Comparada, y
en Columbia se había creado precisamente
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
este campo. Creo recordar que el primer
curso con estas enseñanzas lo impartieron
en 1898. Allí estaba el famoso George Bereday, que fue profesor mío. Durante los casi
dos años que estuve de becario, y en visitas
inmediatamente posteriores, hice dos maestrías, a caballo entre el Teachers College y el
excelente departamento de Historia de esa
Universidad. En la primera (un Master of
Arts), la concentración principal de créditos
recayó en Educación Comparada, y la complementaria en Historia. En la segunda (un
Master of Philosophy) el peso relativo fue el
inverso. Y he de decir que ahí empieza mi
cambio, un cambio total, porque se me abre
un mundo intelectual muy diferente al que
conocía. Baste señalaros que el primer libro
que leí en profundidad fue El ocaso de los
mandarines alemanes, de Fritz K. Ringer; y el
segundo Peasants into Frenchmen, de Eugen
Weber. Este último había tenido una repercusión académica enorme, al mostrar cómo
Francia se había servido del sistema educativo para minar las diferencias regionales y
crear la nación moderna, esa comunidad
imaginada que es Francia como Estado. Para mí fue un impacto tremendo. Recuerdo
que lo leí en un seminario –el de Edward
Malefakis– del que guardo muy gratos recuerdos. Ese seminario fue todo un reto,
porque tenía una densidad tremenda y contaba con unos alumnos brillantísimos. Me
llenaba de ansiedad el intentar estar a la altura y trabajar cada semana un libro sobre
un país distinto… Pero esa ansiedad me
motivaba un montón. Y, desde luego, mi
manera de ver las cosas sufrió un auténtico
vuelco.
P.: Ahora, desde la distancia y hablando en
términos de influencias teóricas, ¿cómo valorarías la impronta que te dejó aquella estancia?
R.: En primer lugar, Estados Unidos me
sirvió para ubicarme mejor como historiador y replantear mi pensamiento. Columbia me dio acceso a un tipo de historia no
academicista y me permitió ver los resultados del revisionismo norteamericano, de la
historia social…, así como el germen del
cual nacería el giro cultural en el que todavía estamos. De este modo entré en contacto con la sociología histórica y con una historiografía que dialogaba con la teoría so-
cial. Por supuesto, yo estudié también Educación Comparada en el Teachers College,
pero la figura de Bereday, que atraía a una
riada de alumnos extranjeros, era patética,
y las orientaciones con las cuales me encontré no terminaban de satisfacerme. En particular, deseché ese discurso narrativo dedicado a divulgar, cual popurrí, las reformas escolares foráneas, muchas veces de
manera superficial y un tanto frívola, puesto que las reformas son vehículos muy contradictorios. La sociología histórica, por
ejemplo, ofrece mucho más margen que esa
educación comparada estándar. Fue la influencia mencionada antes la que ha sido
crucial en mi trayectoria. Desde entonces
me dedico más a una interlocución con la
teoría social y, de hecho, me considero una
persona que trabaja en teoría social. En este
terreno las bibliotecas del campus eran una
auténtica mina. Podía sacar a mi habitación
de la residencia todos los libros que quisiera. Así que me traje un cargamento inmenso de fotocopias, incluyendo algunos de los
textos que más adelante se publicarían en
la Revista de Educación.
P.: Hablemos de tu actuación como Secretario de la Revista de Educación (RE) entre 1986
y 1992. Algunas de las ideas que portas a tu regreso a España tendrán su peculiar proyección
durante tu paso por la Subdirección General de
Perfeccionamiento del Profesorado. Sobre ello te
preguntaremos más adelante. Pero tras dejar tu
cargo de asesor en el MEC, parece que la citada
publicación te brinda la posibilidad de seguir intentando ejercer una influencia, si bien indirecta, por la vía de introducir y difundir en nuestro país algunos de los enfoques analíticos, temáticas y autores que más descollaban en el panorama de la investigación educativa internacional, con vistas –suponemos– a animar y enriquecer el debate interno.
R.: Francamente, ese periodo fue el más
productivo de mi vinculación con el Ministerio de Educación, porque en realidad hice
algo que yo creo que tuvo una difusión notoria, no sólo en España sino también en
Latinoamérica. Es decir, yo valoro muchísimo mi implicación en la política educativa
y en la política de formación permanente
del profesorado a través de los Centros de
Profesores. Pero la labor en la RE, aunque
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La obra de Miguel A. Pereyra
callada y a veces ingrata, tenía un sentido
claro para mí que yo pude notar desde el
principio. En primer lugar, por el modo en
que se gestó el asunto. Cuando Julio Carabaña me ofreció llevar la RE como Secretario, él estaba ya en una etapa terminal en el
Ministerio. Pero antes de irse definió muy
bien cuál sería mi función, procurando en
todo momento que tuviese libertad suficiente para hacer un proyecto intelectual
sin riesgo grave de ser cortocircuitado. Esto
fue muy importante, pues a algunas de las
personas que estaban en el CIDE (Centro
de Investigación y Documentación Educativa del MEC, al cual estaba orgánicamente
adscrita la RE) no les agradaba demasiado
que yo tuviese ese protagonismo. Así, gracias a las garantías legadas por Julio Carabaña, me dejaron el espacio imprescindible
para acometer un proyecto editorial que,
además, acabó dando lustre al Ministerio:
ellos advertían su cierto éxito, la relevancia
de aquellos monográficos que introducían
un pensamiento anglonorteamericano,
francés, alemán, etc., ofreciendo una visión
de cuáles eran los epicentros del debate en
aquellos años, de cómo se iban renovando
los discursos en el campo de las ciencias de
la educación… Dentro de este marco, yo
tuve que ir conquistando poco a poco un
terreno para que las traducciones fueran
profesionales y adecuadamente remuneradas, para crear, en fin, una revista seria y
de impacto. No fue, ni mucho menos, algo
que se logró de la noche a la mañana.
P.: Cuando concibes este proyecto editorial,
¿echas mano de las maletas que te acompañaron
desde Columbia, de las lecturas y los contactos
de tu estancia estadounidense?
R.: Sí, exactamente. Aprovecho todo ese
bagaje que he traído de Estados Unidos y
que continúo actualizando. Daos cuenta
que yo sigo estando en el Ministerio a través de la biblioteca, a la que incluso ayudé
a renovar mediante la suscripción a nuevas
revistas. Además, me llevaba muy bien con
las personas que en ese momento la coordinaban. Pues bien, la biblioteca del Ministerio es buenísima, una de las mejores de Europa en educación, sin lugar a dudas. Así
que empleo esos recursos para mantenerme al día. Por otra parte, mis contactos me
fueron también muy útiles: si algún colega
me pasaba algún paper interesante, o si veía
algún trabajo destacado en las reuniones
de la AERA (American Educational Research
Association), les sugería de inmediato su
publicación en la RE. Fue el caso, por ejemplo, del informe que en su momento redactó Lundgren para el Consejo de Europa sobre el profesorado y el profesionalismo. Él
lo presentó en un seminario al que yo asistí
en Estados Unidos. Le dije que me gustaría
publicarlo en español, y respondió afirmativamente. Después yo conseguía los permisos, a menudo incluso sin pagar apenas
derechos, porque me ponía directamente
en contacto con los autores y ellos se encargaban de conseguir lo que en inglés llaman
waiver, esto es, una suerte de exoneración
gracias a la cual las editoriales no cargaban
tales derechos al Ministerio, en consideración al coste que suponía sobre todo la traducción.
Esta labor fue muy satisfactoria para
mí, pero hacia el final se me hizo cansada.
Era la etapa de las reformas de la LOGSE y
después la de Pertierra, con una actividad
inicial muy fuerte. Y yo era una especie de
zombi en aquella casa: entraba, salía… pero
no me sentía partícipe de aquella política.
En realidad, alguien tan poderoso en el Ministerio como el señor Marchesi me lo hizo
ver de forma muy clara. Por entonces se organizaron varios simposios internacionales, a los que se podía asistir si figurabas en
una lista de invitados. En uno de esos simposios, que alcanzó notoriedad y salió en la
prensa, fui incluido en dicha lista por Ángel Rivière, a la sazón director del CIDE.
Pero en el último momento Marchesi borró
mi nombre, pese a ser yo quien llevaba la
RE. Recuerdo que Rivière, muy educadamente, me llamó a mi casa y me dijo aquello de “donde manda patrón, no manda
marinero”.
P.: Si analizamos los temas monográficos de
la RE durante tu etapa, resulta obvio que contribuiste a difundir corrientes y líneas de investigación que eran absolutamente novedosas en
este país. Verbigracia, la historia socio-cultural
del currículum, los análisis sociogenéticos de la
infancia, otras perspectivas de la profesionalidad docente, de la innovación educativa o de las
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reformas escolares. ¿Seguías alguna estrategia a
la hora de seleccionar el objeto de estas monografías?
R.: En términos generales, la estrategia
temática que yo seguía estaba relacionada
con la agenda de la investigación internacional. Me refiero a las líneas, consolidadas
o emergentes, que yo veía a través de mi
formación y asistencia a congresos o de mis
vinculaciones. Apenas he asistido a simposios y jornadas aquí en España, pero he sido un asiduo, por ejemplo, de los encuentros de la AERA, un supermercado intelectual tremendo que me ha ayudado a conocer el estado de la cuestión. Valga como botón de muestra un monográfico que para
mí tuvo mucho interés: pude apreciar que
la cuestión de los tiempos y los espacios escolares era relevante y programé un número sobre este particular. En cualquier caso,
yo procuraba no ser dirigista, ni monopolizar los temas. El Consejo Editorial se reunía
de vez en cuando y daba sus orientaciones
después de cierto debate.
P.: A nuestro juicio, varios de esos monográficos supusieron una avanzadilla y un estímulo intelectual muy notables. Sin embargo, según parece, no acabaron de tener la repercusión
que sin duda merecían en el mundo académico
educativo español. Piensa, sin ir más lejos, en
los dos números dedicados a la historia del currículum: el tema sigue siendo minoritario entre
los historiadores de la educación; de hecho, los
mejores trabajos en España se han elaborado
fuera de ese gremio. O en el consagrado a la
construcción social de la infancia y el alumnado. El año pasado, la Sociedad Española de Historia de la Educación (SEDHE) abordó tal tópico en su encuentro bianual. Pero el contenido de
una porción nada desdeñable de comunicaciones
ni siquiera se acercaba al tipo de enfoques discutido en ese número de la RE, publicado ¡en
1986!
R.: Sí, yo creo que eso está relacionado,
en los casos concretos que mencionáis, con
la configuración disciplinar de la Historia
de la Educación en España, y con el peso
del pasado en su dinámica institucional.
Supongo que, por otro lado, este tipo de
discurso es difícil de asimilar, puesto que
desborda el ámbito estrictamente historiográfico y se sumerge dentro de la teoría so-
cial. Es decir, hay que leer teoría social y
hay que tratar de quebrar ciertos modos heredados de historiar, muy apegados a unas
prácticas que no se han discutido ni cuestionado. Os puedo decir que, en Estados
Unidos, la historia del currículum tampoco
es una parcela muy transitada por los historiadores de la educación; no tiene un peso
fuerte ni es muy valorada dentro del mundo académico. Se buscan más otras líneas
de investigación que puedan dar mayor
prestigio. Para mí fue muy revelador constatarlo, porque claro, yo vine de Estados
Unidos bajo el impacto del debate revisionista. Y a lo que condujo, en cierta medida,
aquel debate fue a la exigencia de una historia educativa más relevante para la escuela y el profesorado. En ese contexto se dio
énfasis, precisamente, a la historia del currículum. De ahí que yo considerase muy
importante desarrollar esa temática, por supuesto dentro de una historia de la escolarización (ya conocéis las discusiones, de índole más bien nominalista, sobre si la historia del currículum tiene entidad por sí misma o no). De todas formas, en ese monográfico doble también planteé otro tema no
relacionado con el currículo escolar sino
con la historia del conocimiento académico,
algo sobre lo cual vengo reflexionando y
sobre lo que prepararé una publicación
dentro de poco. Y lo introduje como posible
línea de renovación en el campo de la historiografía educativa hispana, teniendo en
cuenta que en España esta disciplina tiene
más presencia que en otros países.
P.: Una cosa al hilo de esto, Miguel. Gracias
a ti vino un par de veces a España un destacado
historiador norteamericano del currículum,
Barry Franklin. Tenemos entendido que no se le
prestó demasiada atención…
R.: Conocí a Barry en casa de Tom Popkewitz en 1988. A Madrid vino en 1991.
Alejandro Tiana dirigía el CIDE y apoyó su
participación en una actividad conjunta con
la SEDHE. A la que, en efecto, asistieron
muy pocas personas. Pese a todo, Franklin
dio una charla francamente buena. Después
volvió en 1996 a Granada, con ocasión de
las jornadas que la SEDHE dedicó a la historia del currículum. Yo propuse que, si había que invitar a alguien de ese campo, me-
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La obra de Miguel A. Pereyra
jor invitar a uno de sus creadores. Y, como
los de Granada éramos los organizadores
del encuentro y los encargados de buscar
la financiación, se aceptó. También propuse a mis colegas tomar nota de una costumbre arraigada en otras sociedades científicas, y hacer una conferencia inaugural que
llevase por nombre el de alguno de nuestros próceres, a saber, Manuel Bartolomé
Cossío. La junta directiva de entonces admitió la sugerencia, y la intervención de Franklin fue presentada –bueno, en realidad la
presenté yo, aunque no era quien debía hacerlo– como “Conferencia Manuel Bartolomé Cossío”. Esa fue la primera, y también la
última. Curiosamente, el texto de la misma
se publicaría más tarde en una de las revistas más reconocidas de este ámbito, History
of Education, y en una nota a pie de la primera página se menciona el origen del artículo
como conferencia M. B. Cossío.
P.: Cuando te preguntábamos por el eco de
la RE, decías algo muy importante, que en absoluto es imputable únicamente a los historiadores de la educación, sino extensivo a los distintos gremios que pueblan el universo educativo.
Nos referimos a la, en general, débil cimentación en la teoría social. Es más, a veces asoma
cierto complejo de inferioridad por tener que
“tomarla en préstamo de otros”. Tu conversación me ha llevado, por asociación, a recordar
que Giddens siempre ha preferido ubicarse dentro de los confines de la «teoría social» y no de
la «teoría sociológica». Básicamente porque esta
última denota unos límites más estrechos, incapaces de sustentar un sentido pleno por sí mismos, y porque la primera no es el coto reservado
de ninguna comunidad académica específica, sino el tronco compartido que todas habrían de
abonar. Sin embargo, tienta afirmar que, en España, la aportación de las ciencias de la educación a ese substrato común es muy limitada.
¿Crees que todo ello ayuda a explicar la suerte
de tales enfoques?
R.: Claro, seguramente por ello se ven
como discursos foráneos. En parte, creo
que adolecemos de un pecado original. No
es que las “modas” se dejen de lado. Los
textos se decoran con nuevas etiquetas y se
actualizan formalmente con flamantes citas
tomadas de aquí y de allá. Pero la discusión epistemológica de fondo, a la vista de
todo el debate postempirista de la ciencia
durante las últimas cuatro o cinco décadas,
en realidad apenas se ha cultivado. Y en
ausencia de ese debate conservan su fuerza
los guardianes de las fronteras disciplinares, muy atentos a expresar reticencias sobre la base, por ejemplo, de que cierta historia del currículum no es historia sino sociología, etc. Pero como bien dices, teoría
social no es teoría sociológica, sino un espacio de conversación entre las disciplinas.
P.: ¿Cuáles de los temas o enfoques que contribuiste a difundir a través de la RE crees que
han tenido mayor acogida efectiva en nuestro
país?
R.: Yo ahora mismo soy bastante escéptico en lo concerniente a la difusión de
ideas en España. Hay cantidad de traducciones, se han hecho muchísimas, pero parece que todo ese caudal de ideas no se digiere. Su impacto es muy relativo porque
no se reelaboran, ni se discuten… No tenemos esa cultura de los seminarios y del debate intenso. En mi mente estaba la tradición de la “Edad de Plata” de la cultura española, y en particular la Revista de Pedagogía de Luzuriaga, que también sirvió de
cauce a un abundante pensamiento foráneo. En el caso de la RE, sospecho que, en
términos generales, lo que ha calado no ha
sido mucho. Algunos monográficos, como
el del profesionalismo o el de tiempos y espacios escolares, creo que tuvieron su impacto. Al igual que los más apegados a la
agenda política reformista del momento.
Sin embargo, otros encontraron poca audiencia. Por ejemplo, el ya mencionado de
la historia del currículum entre los historiadores de la educación. De hecho, si no me
equivoco, en los proyectos para los nuevos
títulos de magisterio, el currículum no aparece especificado como tal en los descriptores más relacionados con la historia de la
escuela.
P.: Pese a ese escepticismo, cabría interpretar la colección “Conocimiento y Educación”
que diriges desde 1994 en la editorial Pomares
como un intento de dar continuidad al proyecto
iniciado en la Revista de Educación, ¿no?
R.: Sí, en efecto, así fue concebida. Es
más, antes de salir de la RE y de entrar en
contacto con Manuel Pomares puse en
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marcha otra colección en la editorial Mondadori, que se abortó a causa de un cambio
en la dirección. Sólo llegaron a publicarse
los libros Paradigma e ideología en la investigación educativa de Thomas S. Popkewitz
(en 1988), y Nuevos enfoques en educación
comparada, compilado por Philip G. Altbach
y Gail P. Nelly (en 1990).
P.: ¿Fue gracias a esa traducción como conociste a Popkewitz?
R.: No, ya lo conocía. Concretamente, lo
primero que leí de Tom fue un artículo publicado en la revista Journal of Education de
la Universidad de Boston, anterior a la edición original de ese libro, que es de 1984.
Localicé ese artículo en Columbia, le eché
un vistazo, me pareció enjundioso y lo metí
dentro de mi carpeta de fotocopias. Mi impresión de que Popkewitz era una persona
interesante se acrecentó aún más tras la publicación de su libro The Myth of the Educational Reform en 1982, que leí cuando estuve
en el Ministerio de Educación (y que sigo
queriendo ver traducido al español). Total
que, en el año 1985, lo invité a un simposio
organizado en la Universidad de Salamanca con el apoyo de la Subdirección de Formación del Profesorado. Desde entonces
mantengo una excelente relación académica y de amistad con él. Por daros sólo un
dato más reciente, fue Tom quien propuso
presentar mi candidatura a una Cátedra
Tinker en la Universidad de WinconsinMadison. Me la dieron y allá me marché.
Estuve con él, en el prestigioso Department
of Curriculum & Instruction de dicha universidad, entre septiembre de 1999 y enero del
2000. Para mí fue un revulsivo intelectual
muy fuerte, porque fue una etapa de muchas lecturas, de participar en los seminarios que todas las semanas dirigía Tom, así
como en sus clases… Impartí también una
conferencia para todo el ámbito de estudios
latinoamericanos… Os confieso que antes
de viajar tuve serias dudas: quería llevarme
a la familia y el período de cuatro meses se
me antojaba muy corto. Pero es curioso como ocurren las cosas en la vida. Otro colega
me propone presentarme a una Senior Fulbright Scholarship para investigar y enseñar
en la Universidad de Indiana. Como también me la concedieron, pude estar el curso
1999-2000 completo en Estados Unidos. Por
cierto, voy a Estados Unidos con un permiso sin sueldo de la Universidad de Granada, que tampoco me pagó nada cuando estuve en la Universidad Humboldt de Berlín, en calidad de catedrático invitado, durante el curso 1997-1998. Es decir, a mí no
se me aplica el artículo 72 de la ley de funcionarios que lleva aparejado el cobro del
sueldo base y otras cuantías. El rector que
había en mi Universidad no fue demasiado
amigable conmigo. En esas dos estancias
viví con lo que me pagaron los alemanes y
los norteamericanos.
P.: Volvamos a la colección “Conocimiento
y Educación” de Pomares. ¿Cómo te embarcaste
en esta empresa?
R.: Quiero contestar esto porque es muy
interesante, y quiero hacer honor a la historia. Mi relación con Pomares viene de la Revista de Educación. Preparando el monográfico sobre historia del currículum, descubro
el libro A cargo del Estado, escrito por
Abram de Swaan, el famoso sociólogo discípulo de Norbert Elias. Me gustó mucho
cómo trataba en uno de los capítulos el currículum escolar elemental, cual código nacional de comunicación, y, al saber que los
derechos de la obra para versiones en español acababan de ser vendidos, decidí ponerme en contacto con la editorial Pomares
a fin de negociar los derechos de ese capítulo en particular. Así empezó todo. En
aquellas fechas, mi ciclo en la RE se estaba
agotando y Pomares me sugiere colaborar
con su editorial. Entonces, en 1992, saco la
cátedra en Granada y planteo dejar la RE.
Alejandro Tiana, que estaba al frente del
CIDE, y por lo tanto de la RE, me ofrece la
posibilidad de seguir en la revista desde
Granada. Pero desestimé la oferta diciéndole que consideraba cerrada esa etapa para
mí. Yo ya tenía en mente un proyecto para
dar continuidad a esa labor. Y le encuentro
acomodo en Pomares. No me parecía lógico
mantener dos frentes. Puesto que pretendía
comenzar un nuevo proyecto, lo normal era
dejar el anterior y ceder el paso a otras personas.
P.: La voluntad de prolongar en Pomares el
proyecto alentado a través de la RE se vislumbra en uno de los catálogos de presentación de la
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La obra de Miguel A. Pereyra
colección. Allí se anunciaba como un espacio
para introducir el debate internacional de vanguardia en temas relacionados con la historia y
la comparación educativas, las políticas y reformas escolares, la formación del profesorado, la
evaluación de las actuaciones públicas aplicadas
en el este ámbito, etc. Y lo cierto es que a su través has dado cauce a nuevas miradas sociogenéticas y culturales, al pensamiento post-estructural…
R.: También he tratado de abrir una reflexión sobre la universidad. Como sabéis,
hay varios volúmenes dedicados a la universidad, a las comunidades académicas y
científicas, y a la elaboración del conocimiento. Por ejemplo, La nueva producción del
conocimiento: la dinámica de la ciencia y la investigación en las sociedades contemporáneas,
escrito por Michael Gibbons y otros más,
que metí en la colección en 1997. Este libro
está teniendo en los últimos años un impacto tremendo en la investigación, y en
España ha pasado desapercibido. Afortunadamente, Pomares lo ha podido vender
en Latinoamérica, donde sí ha encontrado
eco. Cuando leí el original en 1995 me pareció muy interesante, en especial la distinción entre dos “modos de producción” del
saber, el tradicional Modo 1, centrado en el
trabajo disciplinario de acuerdo con la
agenda marcada por las instituciones académicas, y el Modo 2, volcado en un trabajo transdisciplinario definido en función
del contexto de aplicación. Hoy en día lo
miro con unos ojos más críticos, pero refleja
en parte lo que yo quiero hacer con la colección. Es decir, producir un tipo de texto
para que la gente lo lea y lo trabaje sin prisas, porque no son escritos de lectura rápida, sino que exigen una digestión lenta. Independientemente de que no todos se hayan vendido bien, eso está claro, y de que
esté más satisfecho de unos títulos que de
otros, en términos generales estoy contento
con los libros incluidos en esta colección.
Al igual que lo estoy de la gran amistad
que he labrado con Manolo Pomares, con
quien suelo mantener conversaciones intelectuales enormemente gratificantes.
P.: Desde la atalaya privilegiada que te da
tu trayectoria académica y tu condición de cualificado difusor de la discusión teórica interna-
cional, ¿cómo valoras el impacto del giro cultural y lingüístico, en general, y del abigarrado
pensamiento «post» en particular, en la manera
de contemplar la educación?
R.: Para mí, esta inflexión en la construcción de los textos sobre educación –me
refiero al giro lingüístico y al actual giro
cultural– representa un tipo de reflexión
tremendamente sugeridora que me provee
de imaginación intelectual, por decirlo de
alguna manera. Pero quiero dejar sentado
algo, en lo cual se refleja la influencia ejercida por Tom Popkewitz en mí: yo no sigo
a pie juntillas estas corrientes, sino que las
aprovecho selectiva y críticamente. Teniendo en cuenta mis circunstancias personales
y mi contexto institucional, las características del marco donde he de volcar lo que
produzca o tratar de ejercer influencia, yo
no puedo considerarme, por ejemplo, foucaultiano. Yo no me identifico como foucaultiano. Ahora bien, estimo que Foucault
aporta un conjunto de ideas potentísimas
para interpretar, valga el caso, lo que Tom
ha caracterizado con tanta agudeza como
“los registros de esta sociedad contemporánea”; o el asunto de la administración de
los sujetos, de cómo puede funcionar a distancia el poder, de los mecanismos y formas de control colectivo generados por las
sociedades complejas postradicionales, etc.
Esto supone ampliar la agenda de investigación, abriéndola a temas que son francamente imaginativos, y que pueden rendir
frutos si se trabajan con rigor y no de forma
frívola. Pienso que ese giro lingüístico y
cultural, sin apegarnos a estas modas postmodernas y del pensamiento light, proporcionan herramientas para el diálogo interdisciplinar. En realidad, postdisciplinar,
puesto que no se trata de pasar simplemente revista a lo que se hace en sociología, antropología, etc., sino de buscar nuevas hibridaciones, como ha hecho una parte de
los estudios culturales o de la teoría feminista, no toda ella pero sí un sector importante. Yo, desde luego, leo lo que me interesa para ir acopiando elementos de juicio
y formar mi propio pensamiento.
P.: Nos parece muy acertada esa idea de un
diálogo fluido y no reverencial. Pues, a nuestro
entender, conviene sopesar en qué medida estas
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perspectivas han significado un acicate para repensar algunos dilemas fundamentales, pero
también en qué medida han recreado, bajo otra
fachada, viejos dualismos simplificadores.
R.: Exactamente. Eso es lo que debe debatirse.
P.: Por ejemplo, Terry Eagleton, uno de los
representantes más destacados de los estudios
culturales, comentaba que algunas de las derivaciones de esos giros lingüístico y cultural han
provocado una relegación de la política en la mirada que se lanza sobre la realidad. A esa postergación ni siquiera serían ajenos, por más que
parezca paradójico, algunos de los trabajos que
se dicen deudores del énfasis nietzcheano/foucaultiano sobre el «poder». Me refiero a esas miradas que tienden a cosificar la naturaleza culturalmente construida de las instituciones y
prácticas sociales (verbigracia, la escuela y el
currículum), o que las reducen prácticamente a
un drama entre modos y comunidades de discurso, incurriendo en ambos casos en una suerte de lectura autorreferencial o autoindicativa.
R.: Sí, en efecto. Yo no estoy en esa línea
de quedarme en que la realidad es el texto.
Todo ese tipo de argumentación me deja en
un vacío. Lo que trato, y por eso Tom Popkewitz ha sido tan interesante para mí, es
superar el tradicional discurso de la teoría
crítica, que me marcó bastante (no olvidéis
que uno de los primeros monográficos que
preparo en la Revista de Educación fue el de
la teoría crítica), y llegar a otro tipo de perspectiva crítica que no se agote en el propio
análisis de los discursos, sino que tenga
una impronta más política.
P.: Comparto tu apreciación acerca del indudable valor heurístico que atesoran algunos
de los postulados de Foucault. Ahora bien, para
recuperar esa impronta que tú reclamas sería
necesario revisar de raíz el modo en que este
pensador francés desarrolla el tema del “descentramiento del sujeto”. Pues a mi juicio mantiene la confusión entre la historia sin un sujeto
trascendental y la historia sin sujeto, y mientras
sostener lo primero está más que justificado, lo
segundo es harto discutible. Los “cuerpos dóciles” de Foucault no son propiamente “agentes”.
Tal vez una manera de evitar ese dudoso sesgo
sea, precisamente, buscar una confluencia entre
el análisis cultural e institucional y el análisis
político, ¿no?
R.: Yo creo que sí. En primer lugar, porque esa es una dimensión muy importante.
Y, en segundo lugar, porque se reduciría el
riesgo de congelar una realidad que es fluida, conflictiva, un campo de fuerzas con
agentes y grupos sociales que ponen en
marcha estrategias para conseguir sus intereses.
P.: Por descontado, es imprescindible desvelar el carácter cultural e históricamente construido de las instituciones y prácticas sociales,
amén de los “regímenes de verdad” en que se
sustentan y expresan, a fin de desnaturalizar la
realidad y lo que acostumbra a darse por sentado. Dentro de ese empeño, va de suyo, cabe concentrar la atención en algún factor o dimensión
particular. El problema surge cuando ese legítimo nivel de análisis empírico se transforma en
presuposición ontológica ubicua. Consideremos
algún otro ejemplo: ¿no crees que el uso, ahora
tan habitual, de la metáfora lingüística para dar
cuenta de la dinámica social adolece de limitaciones? No me refiero al análisis del lenguaje,
que es algo fundamental en tanto que instrumento por excelencia de la organización significativa de la vida humana, sino a la consideración de todas las realidades sociales y culturales
como “textos”, diríase que autoengendrados y
autosuficientes. A mí me parece que por esta vía
se puede atribuir un exceso de poder a los patrones discursivos y, en consecuencia, caer en una
explicación idealista de las fracturas sociales y
escolares, así como en esa ilusión escolástica –cito a Bourdieu– según la cual el cambio en el orden de las palabras traería aparejado un cambio
en el orden de las cosas. Lo cual es mucho suponer…
R.: Sí, estoy contigo. Y, en cierta manera,
habría que remitirse al tipo de filosofía y
sociología del conocimiento que ese tipo de
orientación está propugnando. Algunas de
las vanguardias “post”, pese a imaginarse a
sí mismas abanderando una nueva etapa en
la historia del pensamiento, podrían interpretarse como versiones remozadas de las
viejas filosofías idealistas. Yo estoy más en
comunión con una filosofía/sociología del
conocimiento acorde con un “realismo crítico”. Creo que esa idea de que la realidad
no existe, sólo existe el lenguaje, en sentido
estricto es empobrecedora. Y si hablamos
del contexto en el que yo me encuentro,
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La obra de Miguel A. Pereyra
que es el contexto español, no lo veo. Es decir, esos discursos se producen en un medio académico como el norteamericano que
tiene una trayectoria determinada. Por
ejemplo, el peso que ha tenido y tiene el
profesorado en la reforma de la enseñanza
superior estadounidense se caracteriza por
ser muy menguado. En el caso español, la
figura del intelectual o del profesor universitario es todavía distinta. Yo soy deudor
de esta tradición. En cambio, es propio que
en aquel medio intelectual se dé este tipo
de lenguaje o este tipo de discurso con todas sus florituras, a veces muy elocuentes
pero que nos desligan de la realidad. En
ese sentido, me oriento más por una sociología del conocimiento y una filosofía de la
ciencia más próximas al realismo crítico.
P.:¿Y no te parece un tanto paradójico que,
en unos momentos de reestructuración social e
institucional que afecta de manera tan grande a
la escuela y al currículum, en unos momentos
en que se está redefiniendo la profesionalidad
docente, prolifere la vuelta a la narrativa personal y a enfoques que hacen abstracción de la dinámica política?
R.: Sí, bueno. Es una de las formas de
control más evidentes que se están produciendo. El actual énfasis en las competencias tampoco es ajeno a esta tendencia. Una
tendencia tras la cual subyace una cuestión
de poder y control, en este caso un control
a distancia, sobre la base de poner la carga
en el individuo, la importancia de prepararse, de vincularse, de participar en un
trabajo vivo, como es el trabajo de esta época post-industrial avanzada. El discurso se
satura de la dimensión individual y eso
puede ser hasta peligroso, porque evita
analizar contextos macro, como son los
contextos institucionales. Y si esas estructuras no se cambian a mejor, difícilmente sobrevendrá una mejora real. El discurso
puede tener un cierto atractivo, pero es un
discurso en esencia opaco.
P.: Como es obvio, los debates entre estructuralismo y enfoques culturales, entre feminismos de distinto signo o los planteados por las
diversas corrientes «post» han llegado asimismo
al plural seno de la teoría crítica. En un libro
colectivo que no se ha traducido al castellano
(Critical Theories in Education, Nueva York:
Routledge, 1999) tu amigo Thomas S. Popkewitz contraponía, a modo de indicador de tales
debates, los estilos de razonamiento «dialéctico»
y «agonístico». ¿Qué tienen que aprender uno
de otro? Y más en general, ¿cuáles son los retos
de la(s) teoría(s) crítica(s) hoy?
R.: Os referís a un libro realmente interesante, que contiene algunos capítulos
muy sugestivos, incluido uno excelente de
Tom, y que trata de presentar en el mundo
académico norteamericano toda una suerte
de reflexiones extranjeras allí, europeas o
no, que revitalizan la tradición de la teoría
crítica en educación, llevando el paradigma
de la Escuela de Frankfurt a una conversación contemporánea con la teoría social que
producen los enfoques postestructuralistas,
foucaultianos o no, feministas, provenientes de los estudios culturales como los
postcolonialistas, en suma postdisciplinarios. Siento no haber podido encontrar la
vía de que aparezca traducido al español
porque, en efecto, creo que Tom es ahí muy
explícito sobre lo que él concibe como pensamiento postmoderno, que no tiene que
ver con visiones “light” o con ese idealismo
de cierta “crítica comprometida”. El tradicional discurso modernista de Frankfurt
sobre el conflicto, las contradicciones y el
compromiso de lucha contra la sociedad
capitalista es realmente renovado en un
sentido en el que las orientaciones idealistas y más o menos totalizadoras de corte
hegeliano aterrizan en, digamos, las realidades cotidianas más contingentes, más
bien referidas a las razones locales que producen y estructuran las prácticas sociales y
las racionalidades que nos gobiernan. Un
estilo agonista es un estilo esencialmente
transformador, preocupado por el cambio
social, pero no la expresión de toda una retórica más o menos normativa que se agota
en una pura crítica comprometida que no
termina de analizar realmente los temas y
los registros del conocimiento y el poder,
por emplear los conceptos de Tom, en los
sitios, los lugares y los entramados sociales
en los que se producen. Tom está preocupado aquí no simplemente por ser “dialéctico”, por decir la “verdad”, sino por escrutar tanto las reglas sobre las cuales la “verdad” se basa –en superar la dicotomía en-
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tre lo que discursivamente se dice y lo que
realmente se hace– como las contradictorias
condiciones y coyunturas históricas en las
que agnósticamente esa verdad se expresa.
De ahí la importancia de introducir en el
campo de la educación esa rica conversación con la plural y dinámica teoría social
contemporánea, que supera el tradicional
legado de la teoría crítica de la Escuela de
Frankfurt. Por desgracia, el libro no ha tenido mucha fortuna ni popularidad.
P.: En cualquier caso, un reto siempre vigente para una teoría crítica es el de facilitar ese
tipo de distanciamiento que torna lo familiar en
extraño y lo natural en arbitrario. A este respecto, William Reid, en un artículo recogido en la
Revista del Estudios del Currículum –otra notable iniciativa tuya que infelizmente pasó a mejor vida–, mencionaba el valor de la disección
histórica y de los estudios comparativos para
propiciar esa “desnaturalización” de la realidad.
En la medida en que compartes, con Fedicaria,
el interés por la aproximación sociogenética y
estás adscrito al área de “Educación Comparada”, nos gustaría que proyectases ambos focos
sobre dos asuntos que nos preocupan: el currículum y la formación del profesorado. Vayamos
con el primero. ¿Cómo retratarías la situación
actual de los estudios del currículum?
R.: Bien, podría decirse que los estudios
del currículum han pasado por una etapa
crítica. Tras el fulgor de los años protagonizados por la nueva sociología del conocimiento escolar y del crecimiento posterior,
se sumergieron en una fase un tanto anodina. Ahora, en cambio, percibo, si no un renacimiento, sí al menos una mayor vitalidad. Es el caso de la revista Journal of Curriculum Studies, que mantiene encendido ese
debate: algunos de sus números contienen
trabajos francamente sugerentes. No es que
vea enfoques muy novedosos, puesto que
se sigue la tendencia de todos estos últimos
años, pero me atrevería a afirmar que se ha
incrementado el nivel de teorización. Es decir, se hace teoría sin miedo, a partir de un
diálogo con las distintas disciplinas sociales, con la teoría social. Como podréis apreciar, hay motivos recurrentes en nuestra
conversación. En suma, veo que el campo
de los estudios del currículum está cobrando nuevamente vigor. Esperemos que eso
actúe de revulsivo porque, sin lugar a dudas, lo que prima en estos tiempos es el
pragmatismo y el empuje de la cultura performativa. Eso es una realidad. Basta simplemente con acudir a las reuniones anuales de la AERA para comprobar que los estudios del currículum son minoritarios. Lo
que más abunda es sobre todo lo relacionado, entre otras vetas, con el desarrollo profesional a través de múltiples reprocesamientos de la tradición behaviorista y positivista, con nuevos aditamentos vinculados
a la introducción de las TICs. Por eso mismo, la impronta de los estudios del currículum es relevante.
P.: También conocemos tu relación con John
W. Meyer, que participará, por cierto, en el
XXII Congreso de la “Comparative Education
Society in Europe” que organizaréis en julio de
2006 en Granada. Este profesor de Stanford puso en marcha, en los años 80, un interesante
proyecto colectivo de investigación macro-procesual desde los campos de la sociología histórica y la educación comparada, cuyo principal
acento ha sido el despliegue a escala planetaria
de los modernos sistemas educativos de masas y
sus correspondientes currícula. Aunque su
equipo ha aplaudido el indudable avance que ha
supuesto el desarrollo de la historia socio-cultural del currículum, también le ha reprobado un
cierto particularismo analítico por su circunscripción “nacional” poco atenta a los procesos
de homogeneización mundial. Esta es una crítica que nos parece pertinente, aunque también es
cierto que la expansión transfronteriza de una
retórica compartida no conlleva necesariamente
los mismos desenvolvimientos reales, como demuestran, sin ir más lejos, muchos ejemplos en
España. ¿Cómo pueden alimentarse mutuamente ambas perspectivas? Y más en concreto, ¿cómo puede ayudarnos esa conjunción de miradas
a comprender mejor las políticas curriculares
que han dominado a nivel global durante las dos
últimas décadas?
R.: John Meyer es una figura entrañable,
el arquetipo del hombre renacentista, leído,
muy culto, con una gran sensibilidad. Yo lo
conocí a través de Tom Popkewitz en el año
90, y estuve ese verano en Stanford con él,
con su equipo y con uno de sus grandes colaboradores y amigos, Francisco (o Chiqui)
Ramírez. Sinceramente, para mí también ha
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La obra de Miguel A. Pereyra
sido muy importante conocer este programa de investigación que, a lo largo de los
años, ha adquirido cada vez mayor protagonismo. Hasta el punto que hoy tiene un
prestigio muy evidente. Sin ir más lejos, los
alemanes lo han descubierto recientemente,
las publicaciones que se producen en este
mismo momento en Alemania sobre el enfoque de John Meyer son cada vez más numerosas. En España se está introduciendo,
por ejemplo, en la sociología de las organizaciones. Por resumirlo en pocas palabras,
diría que es un programa de investigación
muy saludable. En primer lugar, no hay
que homologarlo, como hacen de forma
frívola y superficial algunos colegas sin conocerlo, con el sistema mundial de Wallerstein. No tiene demasiado que ver con eso.
Es un programa realmente constructivista.
No en vano John Meyer acusa recibo de
obras tan emblemáticas como La construcción social de la realidad de Berger y Luckmann, que ha sido fundamental en sus esquemas. Es más, en los últimos tiempos está concediendo una creciente atención a las
cuestiones relacionadas con la gubernamentalidad, bajo las cuales asoma, por supuesto, la sombra de Foucault. Por otra
parte, resultan tremendamente reveladores
sus análisis de las lógicas productoras de
homologías o isomorfismos culturales, ya
sea tomando el caso de las instituciones
educativas (de sus currícula o de ciertas
prácticas escolares), u otros casos como el
movimiento de los derechos humanos, la
mujer, la conciencia medioambiental, etc.
Porque este programa de investigación incluye ámbitos de estudio numerosos, entre
ellos el sistema de la ciencia. De hecho, por
estas fechas estará saliendo de las imprentas de Pomares un libro de este equipo titulado La ciencia en la política mundial moderna.
Institucionalización y globalización. Ahí examinan la expansión e influencia del discurso y la organización científica en todo el
mundo durante el siglo XX, resaltando su
papel simbólico y aun religioso, pues, según su argumentación, el triunfo de la autoridad científica no se debería tanto a su
utilidad instrumental para las comunidades o las élites rectoras cuanto a la institucionalización de su centralidad cultural en
la moderna sociedad globalizada. Al hilo
de lo cual muestran cómo esa racionalidad
moderna tiene una serie de parámetros que
se repiten por mimetismo, indagando los
procesos de su construcción social. Cuando
alguien observa superficialmente este pro-
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grama de investigación puede sacar una
impresión contradictoria, al toparse con
tantas tablas estadísticas repletas de datos
empíricos. Por supuesto, se ubica en una
tradición determinada dentro de la investigación norteamericana. Pero a medida que
se va leyendo, se aprecia un afán por teorizar las pautas de estandarización planetaria
aprovechando diversas herramientas conceptuales, incluidas algunas foucaultianas.
En este sentido, y respondiendo a vuestra
pregunta, pienso que esa combinación de
perspectivas no desnaturalizaría el análisis,
todo lo contrario. Pensemos en la reforma
educativa emprendida por el franquismo
en los años 70. Si la situamos dentro de la
lógica contemplada por este programa de
investigación, se comprende mucho mejor.
En general, esa búsqueda de tendencias e
isomorfismos culturales a través de cosas
concretas es muy saludable. Por poner un
ejemplo, y remitiendo de nuevo al libro de
la ciencia –que es el último que he leído y
que tiene capítulos fascinantes–, ayuda a
vislumbrar, con una sólida apoyatura empírica, la enorme capacidad de mitificación
que tiene toda esta retórica sobre la sociedad del conocimiento.
P.: Desde luego, en este mundo (asimétricamente) interconectado, los enfoques analíticos
apegados a un ámbito territorial difícilmente
pueden explicar por sí mismos unas realidades
que acusan cada vez más el impacto de dinámicas y circunstancias transterritoriales. Considerando esa interacción entre lo local y lo global,
¿cómo valoras las políticas curriculares de las
dos últimas décadas, hasta la actualidad?
R.: Lo que tenemos es una presencia cada vez mayor de los organismos internacionales, en especial de la OCDE, que modula todas las políticas económicas con una
proyección muy fuerte en lo educativo. Y
en el caso de España, como parte de la
Unión Europea, eso se ve clarísimamente:
si miramos todo el bagaje que transporta la
LOE, la nueva ley, se apreciará enseguida
que está en la línea de las políticas que siguen las tendencias en boga marcadas por
la OCDE. Ya sabéis que la UE tiene un maridaje teórico e ideológico con la OCDE.
Las políticas curriculares de los últimos
años tratan de ofrecer, a veces de manera
seguidista, un tipo de reforma curricular
que oriente la producción de ese conocimiento útil, de ese tipo de escuela productiva, etc. Aunque pienso que los cambios
que se han producido sólo se han hecho
evidentes, en cierta manera, a través de
una “política espectáculo”, como ocurre
con las evaluaciones PISA. Lo más interesante y lo más novedoso es ver cómo el debate de toda la política curricular va, poco
a poco y de forma muy sistemática, conduciendo a una reconversión de los contenidos escolares hacia unos saberes útiles,
performativos, encaminados a la formación
de un tipo de trabajador productivo, vivo,
activo, integrado en esta sociedad compleja, postindustrial, en este “capitalismo cognitivo” actual.
P.: Pero aquí hay una aparente paradoja. A
la par que se aboga por una formación en competencias clave, no sólo en sentido laboral sino
también personal y cívico, al tiempo que se habla de los saberes esenciales que tendría que proporcionar una escuela inclusiva a todos y todas,
muchas veces se está santificando una noción
muy conservadora del conocimiento.
R.: Exactamente, sí. Por eso pienso que,
por un lado –y ahí está el papel de la retórica PISA, bueno, de la retórica y de la práctica, porque no es sólo retórica– hay una llamada de atención que es pertinente: el conocimiento escolar debería tener una vertiente práctica y acercarse más a lo real.
Quiero decir, por ejemplo, que en la educación obligatoria de la futura ciudadanía activa de las sociedades complejas modernas
no son de recibo, francamente, unas matemáticas dirigidas a preparar pequeños matemáticos teóricos. En este sentido, creo que
el PISA, con el refinamiento de su diseño,
de sus cuestionarios y de sus análisis, está
aportando cosas novedosas. Ahora, el problema es que no se discute ese conocimiento base más allá de la apuesta genérica por
la utilidad y el contacto con la realidad. A
veces parecemos huérfanos de teorías curriculares, cuando tanto y tan bueno se ha
pensado al respecto en las últimas décadas.
No circulan en nuestros centros de formación del profesorado, ni toma cuerpo un
debate que es necesario vincularlo nuevamente a los contenidos.
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La obra de Miguel A. Pereyra
P.: Tal como se plantean sus términos,
nuestra sensación es que ese debate incluso se
ha empobrecido. Hoy, cualquier espectador ajeno podría llevarse la impresión de que no hay
más contendientes que el viejo humanismo academicista y ese “frente performativo”. Luego se
están silenciando voces. La idea de la utilidad
del conocimiento en la esfera cívica se ha esgrimido desde posiciones muy distintas y a menudo antagónicas. Olvidar esto significa ocultar
toda una tradición crítica preocupada por vincular el currículum, no simplemente a la noción
de una “educación para la democracia”, sino a
los esfuerzos más globales por “democratizar la
democracia”. También significa hacer abstracción de la batalla ideológica y de las medidas políticas que, a nivel internacional y a lo largo de
las dos últimas décadas, han relegado su visión
de la cultura pública socialmente relevante, no
obstante sus sólidos avales teóricos y prácticos.
Valga el ejemplo de Estados Unidos. Desde los
años 80 se va imponiendo el discurso de las
competencias transversales que contribuyan a
formar personas polivalentes y multifuncionales. Pero cuando en 1994, bajo la presidencia de
Clinton, se aprueba la ley federal «The Goals
2000» implantando unos estándares nacionales,
la enumeración de “saberes esenciales” contemplada en su texto se ajusta a las clásicas categorías disciplinares de siempre. Así, no se hace
ninguna mención a los “estudios sociales”,
mientras se alude en su lugar a la “historia”, la
“geografía” y la “educación cívica”.
R.: Sí, hay un pragmatismo ramplón en
el diseño programático de esas reformas.
Como ocurre a menudo en la política educativa, se incurre en una verdadera ahistoricidad. Da la impresión de que aquí no ha
pasado nada. Se actúa como si no hubiese
ocurrido el debate académico que encendió
la nueva sociología del conocimiento escolar, ni el debate subsiguiente de los 80 y 90.
Este peligro es más acusado en un país como el nuestro, en el cual, pese a la notoria
difusión de obras foráneas, no sé muy bien
qué poso queda. No es de extrañar que muchos se apunten a los viajes de vuelta sin
haber ido previamente a ningún sitio.
P.: Tu apreciación es muy atinada. Cuando
tanto se habla de una escuela inclusiva, parece
olvidarse lo que ya demostró la nueva sociología
del currículum desde inicios de los 70. A saber,
que los procesos de exclusión no tienen que ver
sólo con las características de quienes abandonan tempranamente los estudios, o con el eventual hecho de que no se les enseñe bien unos
“conocimientos básicos” al parecer obvios, sino
también con los rasgos de la formación que no
consiguen superar. Pues las definiciones de lo
“valioso” implícitas en los criterios de selección, organización y evaluación de los contenidos educativos llevan aparejada una idea del
éxito y del fracaso escolar que puede estar alimentando las dinámicas segregativas. Y este aspecto crucial se está pasando por alto.
R: Sí, es el reino de la simplicidad. Que
esto suceda también en un medio, como es
el universitario, que en teoría debe producir ese conocimiento complejo, rico y orientador de las prácticas sociales, resulta tremendamente revelador. El corolario es que
tampoco discutimos aquello que las políticas curriculares no discuten porque lo dan
por sentado.
P.: ¿A qué achacas tú que la educación comparada (una buena educación comparada, se entiende) tenga tan poca presencia en el debate
público sobre la escuela y el currículum, a pesar
de su potencial para enriquecer la mirada?
R.: En realidad, la educación comparada es una disciplina que, pese a contar con
más de un siglo de historia, no tiene un desarrollo muy fuerte. Pero lo que sí tiene
fuerza en el discurso público es “lo extranjero” como argumento. ¡Tal vez por nuestra
condición de animales imitativos, según
conceptuaba Aristóteles a los seres humanos! En cualquier caso, ese recurso a lo extranjero como argumento surge siempre de
un tipo de reflexión que se mueve en estas
coordenadas: los franceses, los alemanes,
los japoneses o los norteamericanos hacen
esto o lo de más allá. La educación comparada es una disciplina que en esencia tiene
un proyecto investigador muy ambicioso,
porque para analizar comparativamente
realidades culturales tan complejas como
son los sistemas educativos se necesita una
formación intelectual muy completa. A la
postre, se ha movido entre grandes declaraciones programáticas, conducentes a lo
que Juergen Schriewer llama la “reflexión
reformista”. Lo que tenemos es que el clásico scholar de la educación comparada, mu-
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chas veces se ha limitado a decir lo que establece o ha pretendido tal reforma de tal
país, sin entrar verdaderamente en un análisis comparativo. De este modo se cae en
ese uso, muy común, de lo extranjero como
argumento para legitimar o deslegitimar
ciertas políticas y prácticas. Fijaos bien en
lo que se ha producido estos últimos años
en torno a la crítica de la escuela comprehensiva. La crítica a la escuela comprehensiva surgida en el medio académico español es, en gran parte, un ataque furibundo
contra lo que se considera un pésimo invento, al hilo del cual se van citando los casos de Alemania, Gran Bretaña… Pero esas
referencias no sólo aparecen descontextualizadas, sino también carentes de rigor analítico. Porque, claro, para hacer un análisis
de este género primero tienes que profundizar en esa realidad. De ahí que el proyecto intelectual de un comparativista sea tremendamente complejo y duro de llevar a
cabo. En ese sentido, es una disciplina débil. Por otro lado, la presencia de lo internacional se está haciendo ahora más evidente
en todas las disciplinas, de tal manera que
ésta ya no puede justificarse únicamente en
esos términos.
P.: Lo que señalas me ha recordado algo. Yo
estaba en Inglaterra cuando la Real Academia
de la Historia hizo público, en el año 2000, el
sonado “Informe sobre los textos y cursos de
historia en los centros de enseñanza media”. En
él se mencionaba el ejemplo del National Curriculum inglés para intentar demostrar que en los
países avanzados de nuestro entorno la historia
había recobrado presencia como asignatura individual. Por descontado, ninguna alusión a las
luchas políticas e ideológicas responsables de su
promulgación en 1988, ni al significado subyacente de ese “back to basics”. Pero la cosa tenía
su gracia porque, unos pocos meses antes, el gobierno laborista había aprobado una segunda revisión del currículum nacional, según la cual la
asignatura de historia dejaba de ser obligatoria
en el ciclo 14 a 16 años. Sería otro ejemplo de
ese uso espurio de las comparaciones que mencionabas. ¿Tú crees que algo de esto ocurre con
algunas de las lecturas que se hacen de los informes PISA de la OCDE?
R.: Sí, en efecto. Primero, pienso que en
nuestras Facultades de Educación se ha leí-
do poco del PISA. Es verdad que algunos
informes, en especial los últimos, están ya
traducidos al español y se leen. Pero acerca
de su lógica, acerca de lo que está detrás del
PISA, de eso hay poco debate. Uno de los
planes que tengo en mente es publicar, en
la colección Educación y Conocimiento, un
texto que recoja el debate alemán sobre el
PISA, muy interesante. Porque claro, el debate del PISA supone presentar la crisis de
un sistema y un proyecto educativos que
pueden estar unidos de forma emblemática
a un concepto excelso del individuo. Espero
que el propósito cuaje y sirva para disponer
de visiones del PISA más teóricas y plurales, pues este proyecto es contradictorio.
P.: Admitamos que el PISA no se puede valorar a partir de lecturas aisladas y parciales.
No obstante, ¿tienen un sesgo estos informes?
¿Cuál es?
R.: Bueno, desde el punto de vista metodológico ha habido todo un debate sobre la
inadecuación de las muestras, que poco a
poco se ha intentado corregir, así como sobre la interpretación de los resultados estadísticos. A nivel de concepto, el problema
es que hacen una abstracción de lo que se
supone que es una persona formada, legitimando como saberes escolares centrales la
clásica tríada de ciencias, matemáticas y
lectoescritura. No sé si sabéis que en un inicio se planeó un PISA para medir también
aprendizajes transversales, pero al final se
desestimó. Eso se me antoja un sesgo grave,
porque cabría admitir una prueba que, al final de la escolaridad obligatoria, evaluase
la formación de las personas en diversas dimensiones. Entre ellas, una muy interesante para el “capitalismo cognitivo” actual,
que es toda la dimensión estética y artística.
P.: O sea, que el PISA se soporta sobre un
concepto de cultura, inteligencia y currículum
tradicional.
R.: Tradicional, exactamente. No proporciona una imagen rica de lo que es una
persona formada, sino una traslación de
sus rendimientos productivos. Este es un
sesgo substancial, porque de seguir así lo
que vamos a ver es que esa cultura performativa se va a ir endureciendo más, adquiriendo mayor protagonismo. Porque el éxito del PISA es una realidad. El PISA ha ve-
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La obra de Miguel A. Pereyra
nido para quedarse, no es una moda. Lo
importante para mí es que se corrija esa
concepción tradicional del saber y se discuta abierta y públicamente qué se entiende
por persona educada. Hay que despegarse
de los modelos decimonónicos ya periclitados e incluir entre los aprendizajes otras dimensiones no reducibles a las matemáticas
o la ciencia.
P.: Tampoco deberíamos soslayar que estos
informes se están utilizando con un afán clasificatorio. En este sentido, y teniendo en cuenta
sus ecos mediáticos, ¿qué impacto puede tener en
países, como el nuestro, con un peso tan grande
de la enseñanza privada, concertada o no?
R.: Este es otro problema. Ciertamente
da pie a pensamientos muy dicotómicos,
susceptibles de alimentar verdaderos procesos de segregación, explícitos o implícitos.
Ahora nos encontramos con que las Comunidades Autónomas quieren tener sus propias muestras, por motivos de prestigio político. La muestra del PISA español va a ser
muy completa porque cada Comunidad va
a pagar lo que sea a fin de conseguir una
imagen estadísticamente significativa del
rendimiento académico de sus escolares. Y
como esta evaluación internacional se realiza periódicamente, alternando los conocimientos objeto de medición, vamos a tener
una sucesión constante de informes. De este
modo se obtendrá una radiografía del rendimiento de las escuelas de cada pueblo,
ciudad, área… Al estilo de lo que ya es corriente en algunos países, como Estados
Unidos. Lo que ocurre en Estados Unidos
es que la fisonomía del poder escolar es
muy distinta al nuestro. Allí los distritos escolares en cada ciudad o territorio tienen
mucho poder para decidir si cambian las
pruebas, si las pasan o no. En nuestro contexto, esto es difícilmente imaginable. En
suma, sí, uno de los grandes sesgos es esta
razón clasificatoria galopante.
P.: Sobre este mismo trasfondo que estamos
comentando, relacionado con los procesos de reestructuración socio-institucional habidos en
las últimas décadas, el grupo de investigación
“Políticas y reformas educativas contemporáneas” que creaste en Granada en 1993 ha prestado
también atención a las reformas en la formación
del profesorado. ¿Hacia donde creéis que se está
orientando la formación del profesorado? ¿Cómo se está redefiniendo la profesionalidad docente, precisamente en ese contexto de cambios
en los sistemas escolares, de redefinición del currículum, del creciente papel normativo de las
evaluaciones internacionales, etc.?
R.: Dicho de una manera muy global,
esta lógica propende más hacia políticas de
medidas de rendimientos. El énfasis en las
“competencias profesionales” pueden dar
lugar a un renacimiento de todo el movimiento de la competence-based teacher education, de los años 60 y principios de los 70,
remozado con un discurso más o menos
novedoso, de resonancias postfordistas. Pero en su núcleo se sigue situando el rendimiento de los profesores. No olvidemos,
por ejemplo, que uno de los objetivos que
pretende conseguir el PISA es incluir también dentro de la medida variables relativas al profesorado.
P.: Bajo la égida de esa sensibilidad postfordista que mencionas, no puede negarse que algunas propuestas de “competencias” definen
ciertas dimensiones de la docencia de una manera flexible y creativa… pero sobre un campo
profesional que se estrecha. Me refiero a las dinámicas institucionales emergentes de las que
hemos hablado, pero también a los intentos de
delimitar canónicamente las “bases del conocimiento profesional”, de acuerdo con una lógica
que busca volver al sujeto más útil para el funcionamiento de una organización escolar y para
la transmisión de un currículum que, sin embargo, se naturalizan y se apartan de la discusión. ¿No tienes esa impresión?
R.: Sí, en efecto, yo creo que es muy atinado lo que estás diciendo. Una razón más
para lamentar la pobreza de nuestro debate. No estamos huérfanos de lecturas, tenemos mayor acceso que nunca a las publicaciones, pero vamos quedando atrapados en
esa cultura performativa y clasificatoria, en
lugar de atrevernos a discutir y proyectar
una enseñanza distinta. Hay ya suficiente
sabiduría y reflexión acumuladas para alimentar la voluntad de generar otra realidad en nuestros centros escolares, distinta
de la burocratizada y estancada en la que
estamos; de promover un tipo de trabajo y
unos programas realmente flexibles. Se nos
pide flexibilidad, pues vamos a buscarla,
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poniéndonos de acuerdo acerca de cómo
trabajar de forma colaborativa con el alumnado y cómo llevar a cabo ese aprendizaje
social a través de experiencias de conocimiento que puedan plantearse en clase.
P.: A pesar de que el sonsonete legitimador
apunte en otra dirección, dada la tradición existente en este país, lo cautivo que está el currículum escolar de las respectivas disciplinas académicas universitarias, o el propio desprestigio de
las Facultades de Educación, mucho nos tememos que, al tiempo de elaborarse los nuevos planes de estudio en los Grados de Maestro y en el
Postgrado para secundaria, se haga una lectura
muy reductora y disciplinar de esas competencias. Con el agravante, como agudamente afirmabas en una conferencia, de que al estudiante
que no las adquiera se le va a calificar de “incompetente”. Considerando estas circunstancias, la debilidad del debate hispano, y las tendencias internacionales que están incidiendo en
una redefinición de la profesionalidad docente,
¿qué tipo de enfoque, en la formación del profesorado, crees que va a acabar sancionando, expresa o tácitamente, la creación del Espacio Europeo de Educación Superior?
R.: Pues es posible que esos temores
que expresáis queden muy apuntalados
por el Espacio Europeo de Educación Superior. La educación es una dimensión estratégica para la Unión Europea. De ahí la
importancia tan grande que concede, no
sólo a la enseñanza universitaria, sino a toda la educación. Por ejemplo, el Europass
ya trata de sancionar un tipo de formación
profesional o vocacional. Y esta lógica lo
va a inundar todo, sobremanera en áreas
clave para los sistemas productivos de las
naciones que integran la UE. Yo pienso
que, en efecto, puede imponerse este tipo
de cultura performativa de medir resultados, outputs, y tener que rendir cuentas por
ellos.
P.: Esas medidas y esa rendición de cuentas
vendrán asociadas a mecanismos de competencia entre universidades…
R.: Y entre escuelas, países, recursos…
Yo pienso que hemos de revisar lo que significa el concepto tradicional de accountability en el mundo anglosajón. Lo que no se
puede es tacharlo apriorísticamente de dañino, malo o perverso. El peligro radica en
que las Facultades de Educación, pese a ser
numerosas –no en vano somos uno de los
países académicamente más pedagogizados de la UE–, no tienen un protagonismo
real a nivel intelectual. Así será muy difícil
que surja una alternativa capaz de decir:
muy bien, estamos dispuestos a que ustedes nos midan, pero dentro de otra lógica.
Porque tampoco se puede idealizar la situación actual. Lo que tenemos, como bien
apuntáis en Fedicaria, no es una educación
en contacto con los problemas sociales. Tenemos una educación academicista fijada
en las tradicionales disciplinas. Eso está superado y hay que cambiarlo en aras de una
educación más viva, más real, más relevante. Aunque, por supuesto, esa necesidad
poco tiene que ver con preparar enseñantes
mediante una serie de jergas opacas. Porque en realidad, el gran problema del debate de las competencias es que termina siendo muy opaco. Ahí tenemos como prueba
demostrativa la experiencia francesa. En el
país vecino llevan 10 o 15 años de práctica
política con el tema de las competencias, y
al final han acabado por definir como tales
una serie de comportamientos terminales.
P.: En un sentido más abarcador, tampoco
estamos aprovechando la excepcional coyuntura
abierta por la gestación del Espacio Europeo de
Educación Superior para generar una amplia y
genuina discusión acerca del tipo de universidad que queremos.
R.: Cierto. Y es una gran ausencia, considerando el evidente éxito del discurso sobre el Espacio Europeo de Educación Superior. El proyecto ya se ha vendido: todo el
mundo habla de él, da la impresión de que
tiene una enorme capacidad de movilización, que es intrínsecamente positivo… Pero no se ha debatido. Esta omisión es, si cabe, más grave en España por el hecho de
que el tipo de universidad demandado por
ese espacio europeo no es la nuestra. Aquí
se ha sustanciado todo en el crédito europeo, en cómo se mide eso, cómo se va a
gestionar, etc. Pero el cambio pendiente es
de filosofía, puesto que la nuestra está paradigmáticamente unida a las áreas de conocimiento, y ese tipo de universidad no es
la encorsetada entre tales paredes, sino la
del diálogo entre y a través de las discipli-
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P E N S A N D O S O B R E ...
La obra de Miguel A. Pereyra
nas, la de proyectos en equipo, la volcada
en problemas de la vida, pero encarándolos
de una manera no aisladamente corporativista. Y sobre esto se ha pasado de puntillas, o ni siquiera se ha pasado. Es decir, tal
como vamos, el cambio en la enseñanza
universitaria parece reducirse a una metodología diferente, a los nuevos créditos cuyas horas se computan de distinta manera,
y cosas de este tenor. No veo que se esté
por la labor de controvertir esas cuestiones
de fondo, ni tampoco otras más instrumentales pero igualmente cruciales, como la
función de las bibliotecas, la transformación de las tutorías, etc.
P.: ¿Cuáles deberían ser entonces, según tu
opinión, las prioridades que habría de marcarse
la universidad española y europea?
La prioridad fundamental, en definitiva, es la enseñanza. Es menester un cambio
drástico en el modelo de enseñanza, en el
modelo de tutoría, en la elaboración de los
programas, a fin de habilitar escenarios de
aprendizaje en los que juegue un papel
axial el debate. Yo puedo utilizar mi propia
experiencia como argumento en favor de
esa idea. Mi período más formativo fue el
que tuve en Estados Unidos: allí pude
apreciar lo que significa estar en una clase
con quince personas, discutiendo alguna
problemática en torno a una mesa, en cuyo
centro se colocaba un par de diccionarios,
cuestionando conceptos y puntos de vista,
intercambiando argumentos… Esto lo practicamos aquí muy de cuando en cuando en
algún curso de doctorado, o en casos más
bien excepcionales. Las típicas clases presenciales deberían combinarse con seminarios de debate, con grupos en los que se
discuta lo que escriben los propios alumnos, con espacios y tiempos para crear –y
no simplemente reproducir– textos, alejándonos de este molde tan burocratizado que
padecemos. Creo que, al menos en parte, el
signo de los tiempos nos es favorable,
puesto que el número de alumnos en la
universidad española se va a ir reduciendo
en los próximos años. Por consiguiente,
hay una situación coyuntural que puede
propiciar esa metamorfosis. Pero no me parece que el profesorado se sienta muy preparado para dar un paso adelante, en aras
de reestructurar los patrones heredados.
Cuando al final, el cambio cualitativo es un
cambio en la interacción profesor-alumno,
en la producción interactiva de conocimiento a través de las discusiones y los seminarios que, en esencia, fue lo que descubrieron los norteamericanos cuando acudieron a las universidades alemanas en el
último tercio del siglo XIX.
P.: Es necesario asimismo otro conocimiento, mucho más relevante, y un trato muy distinto con el mismo, al objeto de quebrar esa noción tan interiorizada de que el saber es una
“cosa” ya hecha y elaborada de antemano, que
alguien entrega y otros recogen…
R.: Sí, sí, claro.
P.: Retomemos el tema de la formación del
profesorado. Para repensarla estratégicamente
no basta con analizar lo que se atisba en el horizonte, sino también la situación en que nos encontramos. Puesto que tú tuviste un protagonismo destacado en la configuración de la red de
formación permanente a través de los Centros
de Profesores en los años 80, vamos a pedirte
que nos hagas un balance de esa apuesta. No
obstante, antes nos gustaría que nos contases
cómo se “coció” todo aquello y cómo entraste tú
en tal “cocina”.
R.: En cierto modo, entré en el Ministerio de Educación gracias a la relación con
Ángel Pérez Gómez, a quien conocía desde
las oposiciones a varias plazas de Profesor
Adjunto que se celebraron en Madrid en
1977. Poco después del triunfo electoral del
PSOE en 1982, Ángel Pérez Gómez pudo
sacar su cátedra en la Universidad de La
Laguna. Yo le eché una mano en un asunto
relacionado con la designación de la terna
para el nombramiento del presidente del
tribunal, que había de ser propuesta por el
Rectorado de La Laguna. Señalo esto porque tuvo un significado importante. Ángel
conocía a Pilar Pérez Más, la persona que
había sido nombrada Subdirectora de Perfeccionamiento del Profesorado. Pues bien,
Pilar le propuso ir con ella a la Subdirección para tratar de articular una alternativa. Por razones que no vienen al caso, Ángel no aceptó el ofrecimiento. Cuando me
comentó cuál iba a ser su respuesta, yo le
dije que a mí sí me interesaba. De esta forma, en una reunión de directores de ICE
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
que tuvo lugar en Málaga, Ángel me presentó a Pilar, le señaló mi disposición y ella
se mostró conforme. Así llego al Ministerio,
donde se me nombra director del Programa
de Innovación Educativa, dentro de la citada Subdirección. Pilar Pérez Más me puso
al frente de un equipo que había formado
ella, pues en ese momento yo no elegí a nadie, y que estaba integrado sólo por mujeres. Mi tarea era armar todo con estas compañeras de Primaria y, sobre todo, de Secundaria.
P.: ¿Tu encargo expreso era organizar la red
de formación permanente del profesorado?
R.: El encargo, difuso, era pergeñar un
proyecto. Conviene aclarar esto. La idea de
unos “centros de profesores” está ya en un
documento emanado de una comisión que
constituye Maravall, con la gestión de Juan
Delval, su asesor principal en temas pedagógicos. Yo tuve acceso a ese documento
bastante más tarde, a través de Pilar. Es decir, los Centros de Profesores (CEP) que
contribuí a instituir sólo se asemejaban en
el nombre a los mencionados en aquel papel. El modelo que yo tenía en mente al incorporarme al Ministerio, y que utilicé como referencia, es el de los Teachers’ Centres
británicos. Cuando dirigía el ICE de la Universidad de La Laguna había leído una
evaluación de su funcionamiento: a saber,
la que dirigieron Dick Weindling y otros
bajo el título Teachers’ centres: a focus for inservice education?, una de las últimas investigaciones patrocinadas por el emblemático
Schools Council antes de que lo desmantelara el gobierno Thatcher. El día de mi incorporación a la Subdirección aparecí con este
libro bajo el brazo, pues semejante iniciativa me parecía una de las más exportables
de Gran Bretaña. También existían Teachers’
Centres en Estados Unidos, Australia e incluso Israel, pero el modelo era distinto. En
el caso inglés estaban orientados hacia el
desarrollo curricular, apreciándose entre
otras huellas la filosofía de Stenhouse. Al
margen, yo me había traído de Columbia
textos de Ernest House y otros que ponían
de relieve la fatuidad de las innovaciones
educativas ahormadas según un esquema
tecnológico, y que brindaban otras aproximaciones a la innovación de naturaleza
más política y cultural. Con estas lecturas,
se me antojaba viable esa idea de los CEP.
Porque cuando yo aterrizo en la Subdirección me encuentro con un equipo que no
disponía realmente de un proyecto definido. Una de las cosas que se dice es que el
PSOE llegó al Ministerio con un proyecto.
Eso no es verdad. No lo tenía. Hubo que
crearlo sobre la marcha.
P.: ¿Cómo se sucedieron, entonces, los capítulos de esta historia?
R.: Como no había proyecto definido,
empiezo tomando contacto con el equipo,
organizo unos seminarios internos, todas
las semanas nos reuníamos para discutir temas e ir haciendo una auto-formación. En
ese empeño conté con la valiosa colaboración de Sara Morgenstern de Finkel, una
profesora de Sociología en la UNED que
había conocido en La Laguna. También inicio conversaciones con Pilar Pérez Más a
fin de apuntarle el interés que podían tener
unos “centros de profesores”, y es en ese
momento cuando me pasa el documento de
la comisión a la que he aludido antes, y de
la que ella había sido miembro. No obstante, recuerdo con toda nitidez que un día
una compañera del equipo, la asesora de
Matemáticas Carmen da Veiga, me espetó:
Miguel, no sé si te darás cuenta, pero estamos en una situación crítica y el cargo de
Pilar pende de un hilo que amenaza cortarse si no presenta una propuesta concreta. Y
aunque yo le decía que no se podía construir un edificio de la noche a la mañana,
me urgió a elaborar algo. El susto fue tal
que me quedé toda esa noche en la Subdirección –no sería la única– y redacté un memorando completo, estableciendo un plan
de actuación a un año vista. Para conferirle
un contenido visible a ese trayecto, me fabriqué la idea de celebrar diez Simposios
Internacionales al objeto también de movilizar a todos los líderes del movimiento de
renovación pedagógica en los distintos ámbitos curriculares…
P.: Allí intervinimos las personas que estábamos en el círculo de Horacio Capel.
R.: Exacto. Eso fue una estrategia política para ganar tiempo, acogida con agrado
por Pilar. Mientras, teníamos un año para ir
preparando la gestión de los CEP, que era
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La obra de Miguel A. Pereyra
el modelo fijado como horizonte en el memorando. Aunque primero hubo que mandar ese escrito al Gabinete de Maravall. El
director del Gabinete se lo pasó a José Gimeno Sacristán, asesor ejecutivo del Ministro en temas relacionados con la formación
del profesorado, para que lo formulara en
términos políticos. Por cierto, al ser tan difícil encontrar casa en Madrid, Gimeno se
había venido a vivir conmigo al piso que
me dejó un canario. Convivimos un año en
ese alojamiento al que Pepe, muy agudo,
bautizó como el Purgatorio. Bueno, a lo que
íbamos: Gimeno reformateó el documento
con sus aportaciones y Maravall pudo
anunciar el plan al clausurar el I Simposio,
en febrero de 1984, durante el cual te conocí a ti, Alberto. Aunque la cosa no fue, ni
muchísimo menos, tan sencilla. Estos congresos, a los que acudieron grupos innovadores y gente muy relevante del extranjero,
generaron un dinamismo muy fuerte. Lo
cual, paradójicamente, no gustó a los poderosos asesores que tenía Felipe González en
La Moncloa. Nunca he sido capaz de explicármelo, pero les pareció fatal. Lo innegable es que el Gabinete de La Moncloa –que,
dicho sea de paso, tuvo que ver en la caída
de Maravall– nos puso en el ojo del huracán. Yo también fui cuestionado porque me
identificaban con Gimeno, con quien, en
efecto, había mucha comunión de ideas. De
hecho, a Pilar le pidieron más de una vez
mi cabeza.
Tened en cuenta, además, que el Ministerio estaba dividido –por expresarlo de
forma descriptiva– en tres sectores. En primer lugar, el universitario, cuyo engranaje
reposaba no tanto en el Director General,
Lamo de Espinosa, que no era del partido,
sino en Rubalcaba. Era un mundo aparte en
el que hay que mirar para entender por qué
en España no se emprendió una reforma de
la formación inicial del profesorado y, también, por qué acabaron cuajando los CEP.
Este asunto es clave en la historia educativa
de este país. En segundo lugar, el grupo de
los Técnicos de la Administración Central,
o TAC, con Torreblanca a la cabeza. Y en
tercer lugar, el grupo de la UGT. El Secretario General del sindicato, Nicolás Redondo,
le pasó directamente a Maravall los nom-
bres de la Directora General de Enseñanza
Primaria, el Director General de Enseñanzas Medias y la Subdirectora General de
Perfeccionamiento del Profesorado, Pilar
Pérez Más. Pues bien, incluso en el sector
de la enseñanza no universitaria, el proyecto de los CEP no despertó un genuino entusiasmo dentro de las Direcciones Generales
de Enseñanza Primaria y Secundaria. Pero
como era un proyecto apoyado por el sindicato y, sobre todo, por Encarna Asensio
–secretaria general de FETE-UGT, una persona muy competente aunque luego discutida–, la cosa sale adelante. Y sale adelante,
asimismo, como reacción compensatoria
por el fracasado intento de reestructurar la
formación inicial del profesorado.
P.: Explícanos eso.
R.: Como sabéis, la primera ley orgánica
fuerte que hace el PSOE es la LRU (Ley de
Reforma Universitaria, aprobada en agosto
de 1983). Pero esta reforma no contempló
la formación inicial del profesorado, a pesar de que Gimeno había redactado un proyecto muy interesante. No me refiero a las
más tardías recomendaciones del famoso
“Grupo XV” comisionado por el Consejo
de Universidades, sino a un documento anterior, de circulación interna. Gimeno lo cotejó conmigo y a mí me pareció ciertamente
rupturista: proponía una reducción de Escuelas de Magisterio –había probado que
eran demasiadas– y su transformación en
una institución nueva volcada hacia la lógica del mundo de la enseñanza, sin un sometimiento a las áreas de conocimiento. Gimeno defendía que la reforma de la universidad debía conllevar una profunda modificación de la formación inicial. Lamentablemente, al grupo de la calle Serrano, esto
es, a las personas de la Secretaría de Estado
de Universidades, esto les traía sin cuidado. No quiero ser más prosaico, pero ni conocían ni les interesaba el mundo de la
educación o el de las escuelas e institutos,
carente de cualquier prestigio o relevancia
para ellos. Aunque no fue esa la única causa. En una de las escasísimas reuniones en
la cumbre que hizo Maravall con todo su
equipo (con los Directores Generales, etc.),
Gimeno fue llamado a exponer su propuesta. Esa reunión fue en Segovia; me acuerdo
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
porque yo lo llevé. Pues bien, Torreblanca y
el grupo de los TAC también se opusieron
con energía, y la idea fue derrotada.
P.: ¿A raíz de ello cobró mayor importancia
la reforma de la formación permanente del profesorado?
R.: Claro, y ahí entraron en juego los
CEP. Es decir, al desestimarse el cambio en
la formación inicial, sí estuvieron dispuestos a emprender medidas más rupturistas
en la formación permanente. Sinceramente,
uno de los pocos proyectos rupturistas de
esa etapa del PSOE fueron los CEP. Por supuesto, si yo tuviera que replantearme su
creación, no repetiría ciertas cosas que se
produjeron. Por ejemplo, marcaría distancias con la dinámica de crear CEP en todos
lados, o con la premisa de convertirlos en el
único modelo. Para nosotros, la percepción
en aquel entonces era que no se podía contar con las universidades. Yo conocía la realidad de los ICE, pero hay que admitir que
no todos los ICE en España funcionaban
igual. De hecho, mi idea –apoyada por Pilar
Pérez Más, una mujer valiosa cuya carrera
política se vió quebrada– era crear pocos
centros para ir acomodando esta nueva institución, y experimentar en torno a ella. Pero los derroteros fueron por otro sitio. A
veces he dicho de forma coloquial que los
CEP comenzaron a morir el mismo día que
se publicó en el BOE el Real Decreto que les
confería certificado de nacimiento. Nosotros, que esperábamos dificultades de implantación, nos encontramos con visitas de
Alcaldes de todo el territorio MEC que venían a ofrecer su local con las correspondientes actas.
El caso es que en el I Simposio –celebrado en febrero de 1984 ante más de 250 personas de toda España, con una nómina de
ponentes que incluía a destacados especialistas internacionales como Apple, Giroux,
de Peretti, etc.– Maravall anunció en su discurso de clausura la creación de los CEP,
mientras que yo me encargué de la defensa
del modelo, recibiendo todas las tortas. Tuve un enfrentamiento muy fuerte con
Agustín Ubieto, director del ICE de Zaragoza. Una de las cosas que más molestó fue
que yo afirmara que los ICE habían sido
muy caros, pero pude sostenerlo porque
contaba con una precisa información contable de caja, y no sólo de las cifras divulgadas por los cauces habituales. Aprovechando la ocasión, Pilar me presentó a Maravall.
Al tiempo de agradecerle su apoyo a los
CEP le señalé que era una pena que no se
acometiese en paralelo una reforma de la
formación inicial. Él se excusó indicando
que la LRU ya estaba aprobada y que, por
tanto, no podía hacer nada.
Justamente tras este Simposio, el Ministro ordenó la redacción del Real Decreto.
Yo escribo el primer borrador, y Gimeno
–con quien seguía compartiendo piso– se
encargó del preámbulo, al que dedicó unos
cuatro folios. Mandamos el documento al
Gabinete de Maravall, y estuvo corriendo
de acá para allá: al final, si mal no recuerdo,
se elaboraron hasta once versiones del Real
Decreto. Los TAC insistían en recortar el
texto original, y en particular el buen preámbulo discursivo que, después de varias
podas, redujeron a un único folio. Lo más
grave es que los sucesivos borradores fueron trastocando la entidad democrática de
los CEP, hasta volverlos muy burocráticos.
A la postre, y esto conviene manifestarlo
con rotundidad, si no llega a ser por Maravall, el proyecto no sigue adelante. En una
reunión de su ministerio se plantó y dijo
que con tales modificaciones él no firmaba
el decreto. Dada su actitud, nos devolvieron el borrador para su reescritura. Volvimos al espíritu del original, recogido en la
eficaz redacción que hicieron dos compañeras, Concepción Gugel y Rosa Galofre. El
resultado fue el Real Decreto 2112/1984, de
14 de noviembre (BOE, 24.11.1984).
Recuerdo con agrado la presentación
que el Ministro hizo del decreto ante la
prensa. En concreto, el modo en que, a iniciativa propia, le dijo a una periodista que
esos Centros no se autogestionarían directamente por sí mismos. Que eran Centros
de la Administración, en los que el profesorado tenía que participar pero en los que la
Administración estaba presente. Mi interpretación es que Maravall había vivido en
Inglaterra y había sido doctorando de un
reputado sociólogo (A. H. Halsey) que trabajó como asesor principal del laborismo
en temas educativos. Y aunque no puedo
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P E N S A N D O S O B R E ...
La obra de Miguel A. Pereyra
aseverar que conociera los Teachers’ Centres,
sí estaba al tanto de la realidad británica y
de los planteamientos que los habían inspirado. De ahí su apoyo a los CEP y a este
Real Decreto, a pesar de que en el mismo
no se apuntaba ningún modelo medianamente nítido. Es más, yo intenté introducir
la idea, avant la lettre, de distrito escolar,
pero eso también se perdió por el camino.
Con la puesta en marcha de los CEP se
amplió el equipo. Pero al ser una persona
criticada en otras Direcciones Generales, yo
sólo pude decidir el nombre de algunos de
los nuevos. Junto a ellos entró gente impuesta con unos planteamientos acerca de
la Reforma que me descolocaban. Y como
por aquellas fechas gané en unas oposiciones, después de un recurso, una plaza de
Titular de Universidad en la Complutense
de Madrid, en el área de Teoría e Historia
de la Educación, sopeso seriamente dejar la
Subdirección, volver a las aulas y aceptar la
oferta que me hizo Julio Carabaña de encargarme de la Revista de Educación. No
obstante, no tomé definitivamente esa decisión hasta salir de una reunión con dos asesores del Secretario General de Educación
del Ministerio, Joaquín Arango. El tema
fundamental de la misma fue la celebración
de las elecciones en los CEP. Ellos querían
hacer unas elecciones multitudinarias. Yo
me opuse, entre otros motivos porque todavía no se habían celebrado las elecciones
sindicales. Les dije que eso era tremendamente peligroso, y que lo más sensato era
plantear unas elecciones indirectas, de tal
manera que cada centro nombrara un representante para el CEP y, luego, esos representantes eligiesen al Director. Se negaron arguyendo que eso no era democracia,
y que había que aceptar sus riesgos. Total,
que yo salgo de esa reunión en la calle Alcalá con la determinación de marcharme de
la Subdirección, viendo que eso iba a ser
un desastre. Y, en efecto, así lo fue: se “perdieron” –valga la terminología política–
CEP de vanguardia. Según me informaron,
algunos colegios privados concertados fueron a votar incluso en autobuses. La dolorosa paradoja fue que, de cara a los mandos superiores, los culpables de que aquel
“invento” de los CEP se convirtiese en una
caja de resonancia, no a favor, sino en contra de la reforma socialista, resultaron ser
Pilar Pérez Más y quien le daba las ideas,
Miguel Pereyra. Cuando aquel desastre se
produjo porque el Secretario General Arango y sus asesores no tenían una idea clara
de cómo funcionaban el sistema educativo
y las escuelas. En esas circunstancias, me
voy en julio de 1986.
P. Ahora, desde la distancia, ¿cuál es tu balance de los CEP? ¿Qué se hizo bien? ¿En qué
se falló? ¿Qué factores impidieron una verdadera y productiva coordinación entre las políticas
de reforma escolar y curricular, la formación
inicial del profesorado y su formación permanente?
R.: Pienso que los CEP fueron un experimento truncado. Antes os decía que comenzaron a morir el mismo día de publicación del Real Decreto. ¿Por qué? Porque
nosotros no creamos algo similar al Schools
Council inglés. Después Marchesi creó un
Centro de Desarrollo Curricular, pero con
un sesgo excesivamente administrativo, un
alcance limitado y con equipos muy afectos
a su línea de pensamiento. Nuestra aspiración era incitar una dinámica que proporcionara ideas, que “modelizara” la ebullición del momento, sin pretender avanzar
mucho, esto es, sin fundar un montón de
CEP. Nunca imaginé que se pudieran extender tanto. Por decirlo coloquialmente,
cada día se presentaban dos Alcaldes con
un acta, ofertando locales, algunos maravillosos. En cuanto a la falta de coordinación
entre la formación inicial y la permanente,
en verdad fue y es un problema grave. No
sé si sabéis que yo formé parte del “Grupo
XV” comisionado por el Consejo de Universidades para la elaboración de los planes de estudio LRU. Pero sólo asistí a una
sesión. Dimití porque a mí me había propuesto la Dirección General de Enseñanzas
Medias de José Segovia y yo ya no pertenecía a la casa. Además, tampoco tenía el
apoyo del presidente de esa comisión, José
Gimeno, a quien agradó mi dimisión. Bien,
lo que ocurrió allí estuvo relacionado con
las luchas de poder dentro de un Gabinete
que ya estaba dominado por Marchesi y su
equipo. El éxito de Marchesi, frente al romanticismo de la primera etapa Maravall,
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
estribó en que fue capaz de darle a la Reforma un lenguaje (el de César Coll). Las reformas, que son grandes criaturas discursivas, si no tienen lenguaje no son tales reformas. Y la primera etapa no lo tuvo. Los
CEP ya estaban en marcha, y tampoco obstaculizaban los planes de Marchesi. De hecho, podían convertirse en cajas de resonancia de su esquema reformista. Por contra, el problema de la formación inicial se
infravaloró. En él tenía que entrar Universidades, pero esa Secretaría de Estado ni lo
asumía ni lo consideraba relevante. Seguramente esto tiene sus raíces en la escasa trascendencia de la escolarización en la construcción del Estado moderno en España, a
diferencia de lo acontecido en Francia, por
ejemplo. Y el Grupo XV fracasa porque
tampoco es una prioridad dentro del equipo del todopoderoso Marchesi. En suma, y
por desgracia, no se arbitró una fluida comunicación entre los CEP y la Universidad.
Ese es uno de los defectos. En la etapa en la
que yo estuve pudo haberse actuado más
en ese sentido, pero no teníamos acceso a la
Universidad, porque había que diferenciar,
puesto que no todas las universidades eran
iguales.
P.: Teniendo en cuenta la situación heredada y los desafíos que tenemos por delante, ¿qué
ejes estratégicos debería sopesar necesariamente
una formación del profesorado comprometida
con una escuela en verdad pública, democrática
e inclusiva?
R.: Para que la escuela se acerque a lo
que me preguntáis, tiene que ser más rigurosa justamente en lo que enseña. Debería
hacer una selección de contenidos a través
de cuerpos no puramente disciplinares,
más integrados y vinculados a los problemas reales de la vida actual. Precisamente
por ello, yo creo que es muy importante
una renovación de los conocimientos que
se reciben en la formación del profesorado.
Se trata de superar un tipo de educación
pseudocrítica y pseudorreflexiva, es decir,
un tipo de educación que se agota en la retórica del compromiso docente o en una
pura retórica nominalista, obsesionada con
establecer distinciones entre lo que es y no
es educación, lo que son y no son valores,
etc. En su lugar, habría que desarrollar, por
un lado, un tipo de enseñanzas que permita examinar en profundidad el medio donde se ejercerá esta profesión; esto es, un
análisis institucional de la compleja dinámica de los sistemas educativos… Por eso
hablo de una renovación de los contenidos,
que dé entrada a campos disciplinares hasta ahora ausentes por motivos corporativistas, o que conceda mayor peso en la formación del profesorado a la mirada sociológica. No me refiero a atribuirle no sé
cuántos créditos a la asignatura “Sociología de la Educación”, sino a la necesidad
de integrar en mayor medida la reflexión
sociológica en el discurso. Y no sólo para
analizar las relaciones escuela-sociedad y
la naturaleza de esta institución en sentido
general. La sociología del conocimiento es
asimismo un requisito básico para que los
docentes cobren conciencia de la peculiar
textura que tiene el conocimiento escolar.
Porque, por ejemplo, dado el escaso prestigio académico que tenemos los adscritos a
las Facultades de Educación, a menudo no
podemos contrarrestar la presunta lógica
científica que legitima a los matemáticos,
físicos, historiadores… cuando hablan del
currículum escolar. Al igual que los maestros, deberíamos poder argumentar sobre
las características idiosincrásicas de los saberes destinados a los alumnos. Por supuesto, estos saberes tienen que ser rigurosos, pero no puede soslayarse que se producen en un proceso de interacción en el
aula, de…
P.: ¿De recontextualización dentro de una
institución específica de socialización?
R.: Exactamente. Y si de verdad se quiere formar un alumno reflexivo, crítico,
creativo, imaginativo, etc., no basta con
lanzarle un catálogo de contenidos estructurados de acuerdo con las quiméricas
esencias de una lógica disciplinar. Los docentes están huérfanos de este género de
argumentación capaz de contraponerse a la
visión común de las cosas en los ámbitos
no educativos. Por otro lado, además de en
los contenidos, hay que introducir cambios
en las estrategias y en la organización de
las materias. Estoy a la espera de ver en
qué quedan las declaraciones favorables a
la modularidad en las nuevas titulaciones,
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P E N S A N D O S O B R E ...
La obra de Miguel A. Pereyra
según las cuales una serie de materias no
estarían asociadas a una única área de conocimiento. Si se clavasen cuñas en los intereses corporativistas sería muy positivo,
porque el corporativismo es el gran cáncer
de la universidad española. Por lo demás,
es fundamental una enseñanza más cercana a la práctica. Ya sabéis que existe toda
una literatura en torno a la importancia de
la práctica y de los mentores en la formación de los novicios. Es crucial que con las
nuevas titulaciones el prácticum se planifique de manera racional y sistemática, evitando que sea más de lo mismo: un estudiante que va a una escuela o instituto y se
limita a observar unas cosas e impartir varias clases durante un período de tiempo
desconectado del resto de su formación.
Hay que seleccionar con cuidado a los tutores, y la Administración tiene que ser
consciente de que no todos los docentes
sirven para eso. Si se concibe bien, es una
oportunidad muy provechosa. En cualquier caso, la relación entre los centros y
las facultades no debería limitarse al prácticum, sino articularse en un permanente camino de ida y vuelta que, por ejemplo, permita a los maestros vincularse académicamente a las facultades a través de talleres,
seminarios específicos, etc., de tal suerte
que sea posible cultivar un entendimiento
rico de la profesionalidad.
P.: Nos encantaría prolongar indefinidamente esta jugosa conversación, pero hemos de
ir cerrando. Pensando, precisamente, en el cultivo de esa profesionalidad más rica, ¿qué valoración haces del papel jugado por colectivos, como Fedicaria, en los que coinciden personas de
distintos niveles educativos?
R.: A veces he pensado si hay en el panorama internacional algún tipo de movimiento similar, porque los grupos que forman Fedicaria tienen una impronta muy
particular, y para mí francamente elogiable:
por expresarlo en términos coloquiales, son
grupos muy intelectualizados. No son simplemente –dicho esto sin ninguna connotación peyorativa–grupos de renovación pedagógica, sino grupos donde el liderazgo se
ejerce a través de la producción de unos
textos que tienen una gran altura intelectual. Según me habéis confirmado vosotros,
la gente que trabajáis en la universidad sois
minoría. Esto es tremendamente innovador.
Porque cuando coges un texto de alguien
unido a Fedicaria se ve una argumentación
compleja, densa, bien fundamentada.
P.: Sin embargo, ese aspecto intelectualizado que tú ves positivo no tiene muy buena imagen entre muchos docentes.
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
R.: Algunos dirán que no le ven utilidad práctica. Pero el problema, yo creo, radica en que ese tipo de reflexión intelectual
crea una diferencia. Y en este país rápidamente te lo echan en cara. Crear diferencias en centros de enseñanza con unas rutinas tan afianzadas levanta polémicas.
Tampoco hay que olvidar la limitada capacidad de crítica que tiene nuestra cultura.
Es decir, ejercer la crítica en España nunca
se ha visto con buenos ojos. Y, claro, vosotros sois también grupos críticos. No os
ajustáis meramente a la imagen del colega
estudioso que se dedica, después de sus
clases, a leer y a producir documentos didácticos, sino que os dedicáis a la crítica de
la cultural y eso, en definitiva, genera suspicacias.
Con esto terminamos, Miguel. Muchas gracias por todo.
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III
RESEÑAS
Y CR ÍTICAS DE LIBROS
• A. GUARRO PALLÁS: Si la reforma de la formación del profesorado no se
hace en la dirección correcta, no será por falta de conocimiento
• J. MARTÍNEZ BONAFÉ: La pedagogía de las competencias, ¿una nueva
obsesión eficientista?
• J.M. E SCUDERO M UÑOZ : La enseñanza de la historia, ¿un exponente de
la crisis del modelo escolar y docente que tenemos?
• J. G URPEGUI V IDAL : Una mitología de la modernidad
• D. S EIZ R ODRIGO : Educar, liberar, convertir y redimir
• A. R AM Í REZ M ART Í NEZ : Por el entorno social de la clase de matemáticas
• R. C UESTA F ERN Á NDEZ : Paradojas de la escuela en la era del
capitalismo. Carta a mis queridos críticos
Si la reforma de la formación del
profesorado no se hace en la dirección
correcta, no será por falta de conocimiento
Amador Guarro Pallás
Universidad de La Laguna
ESCUDERO, J. M. y LUIS, A. (eds.) (2006).
La formación del profesorado y la mejora de la
educación. Políticas y prácticas. Barcelona: Octaedro, 340 pp.
El texto surge como consecuencia de un
Seminario denominado La formación del profesorado y la mejora de la educación para todos,
políticas y prácticas, que se desarrolló en la
UIMP en el mes de agosto de 2005.
Comienza el libro con dos Prólogos, uno
de los compiladores y otro de la Consejería
de Educación del Gobierno de Cantabria, y
con un capítulo de José Manuel Escudero
Muñoz, denominado La formación del profesorado y la garantía del derecho a una buena
educación para todos, (pp. 17-47) que estableció el marco del Seminario y ahora el del libro, que se estructura en dos partes: Reformas y políticas de la formación del profesorado; y, La construcción de la profesionalidad docente.
En ese primer capítulo se presenta una
excelente propuesta de cómo entender la
profesión docente, es decir, ¿qué tipo de
profesorado se necesita para garantizar a
todos una buena educación?, en palabras
del autor, o lo que es lo mismo, qué profesorado se corresponde con una concepción
democrática y justa de la escuela, entendiendo que esa escuela democrática es la
que corresponde con una sociedad democrática y la que mejor puede hacer frente a
los retos educativos que plantea la actual
sociedad de la información, del mercado,
de las tecnologías de la información, de la
multiculturalidad, etc. En mi opinión, y ante la hegemonía que está alcanzando la tecnología (y las concepciones que subyacen)
de utilización de las competencias para
describir el currículo para la formación tanto del alumnado como del profesorado, me
parece muy clarificadora, al tiempo que alternativa que puede dar otro sentido a esas
competencias, la propuesta del autor a la
hora de concebir ese profesor del que hablamos. Así se proponen cinco éticas para
describir y comprender una profesión al
servicio de una educación de calidad para
todos: una ética de la justicia, una ética de
la crítica, una ética profesional, una ética
del cuidado personal y una ética comunitaria democrática.
A continuación el autor propone algunas líneas de actuación para «hacer posible
ese tipo de profesor» y una breve reflexión
acerca de los niveles y actores que, además
del profesorado, también deben intervenir
para hacer posible esa educación de calidad y para todos.
Reformas y políticas de la
formación del profesorado
La primera parte del libro trata de ofrecer una visión crítica de la formación inicial
del profesorado tanto en el contexto del Espacio Europeo de Educación Superior, como en nuestro país, así como una reflexión
sobre la formación permanente, referida estrictamente al ámbito español.
El segundo capítulo, Problemas estructurales de la formación del profesorado en Alemania (Ewald Terhart, pp. 51-77), es un interesante trabajo en el que se plantea una
cuestión trascendental para el futuro del
EEES: ¿es posible, desde la gran diversidad actual, construir una imagen unitaria
europea de la profesión docente y de la
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
formación del profesorado, independientemente de los diferentes marcos de condiciones estatales y administrativas? Para
avanzar en ese debate, el autor propone
ocho elementos que podrían enmarcar la
discusión sobre el tema. En mi opinión esta propuesta es muy pertinente no sólo por
su valor intrínseco (si es que realmente estamos interesados en una verdadera construcción europea en general, en un espacio
europeo de educación y en un espacio europeo de educación superior), sino también porque nos puede hacer reflexionar
con rigurosidad y con proyección de futuro acerca de las concepciones actuales de
la formación inicial del profesorado, que
por lo expuesto en este capítulo, y por lo
que conocemos la respecto, están demasiado pendientes, o son excesivamente dependientes, de las estructuras de los sistemas educativos de cada país. Quizás deberíamos cambiar el planteamiento del problema y evolucionar desde el actual, ¿qué
tipo de maestro o profesor necesitamos para la actual forma de concebir el sistema
educativo?, por el de ¿qué tipo de profesor
y de formación del profesorado se necesita
para afrontar los procesos de enseñanza y
de aprendizaje con calidad e independientemente de la forma que adopte el sistema
educativo en cada momento histórico? Por
ese camino no sólo sería mucho más fácil
la convergencia europea en el ámbito educativo, y especialmente en la formación del
profesorado, también creo que nos permitiría fijar nuestra atención en lo esencial de
la profesión docente y no en los elementos
espurios que introducen la Reformas. A
continuación, el autor pasa a describir la
formación del profesorado en Alemania en
torno a tres grandes apartados: la estructura de los estudios; su configuración interna; los problemas estructurales que, a su
juicio, plantea esa estructura y configuración; y, concluye, presentando las propuestas actuales de Reforma de dichos estudios que se están llevando a cabo en diferentes estados. El capítulo finaliza enlazando el análisis de la formación del profesorado en Alemania con la cuestión inicial,
¿europeización de la formación del profesorado?, y ofrece algunas líneas de refle-
xión al respecto que, tarde o temprano, habrá que abordar si se quiere avanzar por
ese camino.
El tercer capítulo, Reestructuración de los
sistemas educativos y cambios en la formación
inicial del profesorado. Algunas reflexiones a
partir del caso inglés (Jesús Romero Morante
y Alberto Luís Gómez, pp. 79-118), es muy
ambicioso, interesante y arriesgado, porque pretende “ofrecer una lectura contextual de las reformas que parecen imponerse actualmente en el campo de la formación inicial del profesorado”, si bien los
autores, quizás reconsiderando su ambición inicial o simplemente por acotarla
mejor, reformulan más precisamente ese
primer objetivo y nos proponen, que no es
poco, “proporcionar algunos elementos de
juicio, siquiera indirectos, que ayuden a situar en perspectiva la orientación que se
proyecta instilar en las nuevas titulaciones
de maestro, al amparo de su adecuación el
Espacio Europeo de Educación Superior
(EEES), y, de esta suerte, a someter dicha
orientación a revisión crítica”. Si bien desde esta nueva propuesta se pueda admitir
que el intento es razonablemente ambicioso (por otra parte, lo mínimo que se debe
exigir a este tipo de reflexiones), quizás, en
mi opinión, sigue siendo demasiado arriesgado porque asume que el caso inglés es
paradigmático de lo que está ocurriendo
en Europa tanto social como educativamente hablando. Asumir que el gran país
menos europeísta de Europa es el paradigma de lo que ocurre y va a ocurrir en Europa creo que es muy arriesgado. En mi opinión es muy difícil proponer a algún gran
país europeo como paradigma de lo que
puede ocurrir en toda Europa, pero el caso
inglés es, tal vez, el más difícil de todos
porque la historia, al menos la educativa,
nos demuestra que siempre ha ido por “libre” en casi todo, si bien tiene su zona de
influencia, especialmente entre los países
nórdicos (que tampoco son el mejor ejemplo de europeísmo) y Holanda, e incluso
reconociendo que algunas de sus propuestas educativas hayan tenido un cierto eco
en otros países, incluido el nuestro a propósito de la LOGSE. Pero su especial situación geopolítica en Europa (uno nunca no
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RESEÑAS
sabe muy bien si realmente forman parte
de la UE o son una quinta columna de los
EEUU en Europa), su forma tan descentralizada de concebir el sistema educativo, y,
en consecuencia, su peculiar organización
escolar, la ausencia histórica de un currículo común, etc., hacen que este caso sea
poco paradigmático para el resto de Europa. La pretensión de identificar el modo
de aplicar, y sus consecuencias, las políticas neoliberales y neoconservadoras en el
caso inglés con lo que puede ocurrir en
cualquier país europeo cuando se aplican
esas políticas, me parece excesivo. Todo
ello no impide reconocer que, el trabajo realizado al respecto, tanto al sintetizar Las
reformas educativas en Inglaterra: de Thatcher
a Blair, como la descripción y el análisis de
Las políticas de formación inicial del profesorado en Inglaterra durante las décadas de 1980 y
1990, sea de una gran rigurosidad y de un
gran interés para conocer y comprender el
problema de la formación del profesorado.
Los propios autores, en un alarde de humildad que les honra, reconocen al final
que el caso inglés debe considerarse tal
vez como “un buen aviso para navegantes”, porque ni siquiera la concomitancia
en la utilización de las ya famosas competencias en los diseño de los futuros planes
de estudios son una prueba definitiva de
que nos están modelizando. Sobre todo
porque, como reconocen de nuevo los autores, esta “coincidencia lingüística no es
ningún indicio concluyente” dado el origen y la finalidad de esta tecnología (la
comprensión de cualquier currículo para
hacerlo comparable), y, especialmente, por
la influencia que suelen tener esas tecnologías sobre la práctica (y ahí tenemos el caso de las también famosas capacidades en
los diseños curriculares de la LOGSE). A
no ser, que al final se conviertan en el elemento central de la evaluación del alumnado, lo que no creo probable y ni siquiera
posible dada la cultura académica que reina en nuestras universidades. En resumen,
un capítulo muy interesante para analizar
lo que puede dar de sí el proceso de convergencia europea, concebido y desarrollado con mucho rigor y con una potencial
capacidad de crítica encomiable.
El cuarto capítulo, La formación inicial del
profesorado y el desarrollo de las instituciones
de formación (Antonio Bolívar, pp. 119-150),
arranca con una afirmación que pone el dedo en una de las llagas de este ámbito: hay
un exceso de discursos y una falta alarmante de prácticas, aunque, pienso yo, quizás
hubiera que decir, falta de tiempo y de condiciones para llevar a la práctica esos discursos, observar lo que dan de sí y valorarlos adecuadamente. Pero la necesidad que
tienen los políticos de impulsar continuas
reformas, exige difusión constante de nuevos discursos, pues la retórica es uno de los
componentes esenciales de esas reformas
(y, en demasiadas ocasiones el único). Este
capítulo pone de manifiesto lo que acabo
de afirmar con el rigor y la sencillez que caracterizan a su autor, quien lo divide en
tres partes.
En la primera se analiza el pasado, el
presente y el futuro de la Formación inicial
del profesorado tanto de educación infantil y
primaria como de secundaria. En ese análisis
se pone especial énfasis en la Formación
del Profesorado de Secundaria por su
abandono histórico en nuestro país, y se
realiza una consideración crítica desde el
proceso de convergencia europea. En la segunda, se analizan críticamente las Instituciones de Formación del Profesorado con la intención de averiguar por qué no cumplen
más adecuadamente con su cometido. Como consecuencia de ello, se asume el bajo
estatus con que cuentan en la comunidad
universitaria; se asume también su incapacidad para mejorar, por lo que se realizan
propuestas para su desarrollo; y, por último, se identifican las principales dificultades para llevar a cabo dichas propuestas.
En tercer lugar, y a modo de conclusión, se
realiza un balance entre el presente y el futuro deseable y posible.
Este capítulo ofrece algunas claves fundamentales para afrontar la elaboración de
los nuevos planes de estudio relacionados
con la formación inicial del profesorado, así
como para mejorar nuestras instituciones,
si queremos superar el descrédito con el
que se nos contempla desde diferentes ámbitos. En relación con la formación del Profesorado de Secundaria, me llama especial-
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mente la atención la posible contradicción
que puede suponer afirmar por un lado, la
necesidad de contar con una formación específica para la configuración identitaria
del profesorado de esa etapa; y, por otro, se
dice que la primera identidad profesional
se configura en la propia carrera, por tanto,
la formación pedagógica debe de formar
parte, de modo integrado, del plan de estudios (de la carrera elegida: matemáticas, física, geografía, etc.), lo que evita posteriores “choques” o recomposiciones de dicha
identidad profesional. En mi opinión, y para salvar esa contradicción, lo que procedería es ampliar la primera idea, es decir, que
el profesorado de secundaria no se conciba
como una recomposición o reconstrucción
posterior, de otro profesional, sino que desde el principio, como ocurre con el profesorado de Educación Infantil y Primaria, se
forme en una institución y en una titulación
que, desde el comienzo hasta el final, dejan
clara cuál es la profesión para la que se está
formando el alumno. Es decir, reclamar un
Grado de Profesor de Educación Secundaria que se adscribiría a las instituciones que
se dedican a la formación inicial del profesorado. Pero hacer esta afirmación con la
boca grande, y demandar que se lleve a cabo, nos exige a las instituciones de formación inicial un compromiso claro y decidido con la mejora de la formación que estamos ofreciendo. Como dice Fullam, y recoge el autor, “las facultades de educación no deberían defender cosas para los profesores o las
escuelas que no sean capaces de poner en práctica ellas mismas (…) Puede parecer evidente
que las Facultades de Educación deberían
destacar por la docencia ejemplar de su
personal. Las facultades de educación tienen profesores excelentes (y malos), pero
me atrevería a decir que casi ninguna tiene
mecanismos institucionales para trabajar en
la mejora de sus métodos docentes” (2002:
131).
En el quinto capítulo, Las instituciones
de la formación permanente, los formadores y
las políticas de formación en el Estado de las
Autonomías (Lourdes Montero, pp. 151190), se da un salto necesario desde la formación inicial a la formación permanente,
si bien los capítulos anteriores no eran to-
talmente ajenos a ella. El capítulo comienza con una inteligente Introducción en la
que se reflexiona acerca del significado de
la formación del profesorado, del viaje interesado del optimismo al pesimismo formativo, de su instrumentalización por parte de las políticas y los políticos reformistas, de su parcelación en inicial y permanente cuando debería concebirse como un
único continuo, para acabar planteándose
qué ha pasado en nuestro país con la descentralización de la formación permanente,
porque en la actualidad no disponemos de
una perspectiva global que nos ofrezca una
idea válida de lo que se está haciendo en
torno a la formación permanente en el conjunto del Estado. A continuación se dedica
un apartado a la Profesión docente y a la formación inicial y se hace un llamamiento
Contra el olvido, en relación con ambas
cuestiones, y en un sentido similar al que
ya hemos apuntado al comentar otros capítulos: por un lado, reivindicar que la profesión docente tiene una identidad mucho
más clara, e históricamente consolidada, de
lo que nos hacen creer quienes con cada reforma la cuestionan; y, por otro, y consecuentemente, la necesidad de “reivindicar
que la formación del profesorado –y más
en particular la formación continua– deje
de ligarse interesadamente a las reformas
educativas y lo haga cada vez más a la creación de una cultura de la formación por el
propio profesorado”. Por último, un tercer
apartado dedicado a La formación permanente del profesorado en ejercicio que, desde
mi punto de vista (y en concordancia con
el título del capítulo), es la aportación más
interesante de este capítulo porque ofrece
una visión muy clara, aunque breve, de esta importante cuestión. La primera constatación, ampliamente refrendada, es que en
los últimos treinta años la formación permanente ha experimentado grandes cambios (ya se verá si han supuesto mejoras),
en contraste con la formación inicial. Si
bien se reconoce que el profesorado has sido más un objeto que un sujeto, así como
que la confianza ciega en el slogan “a más
formación mejor profesorado” no es cierto,
si se desconsidera el tipo y el modo en que
se lleva a cabo esa formación y otras di-
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RESEÑAS
mensiones sociales, organizativas, culturales, etc. El apartado se estructura, a su vez,
en torno a tres temas o cuestiones de fondo: los planes, las instituciones y los agentes de formación. En relación con los planes
de formación, se reconoce que se ha avanzado mucho en la dimensión planificadora
de la formación, lo cual es positivo, pero
también es cierto que esa tarea en muchas
ocasiones tiene sobre todo una función burocrática y que se echa de menos un análisis sistemático y crítico de esa práctica y
política planificadora. Las instituciones dedicadas a la formación permanente han
proliferado y diversificado al mismo ritmo
que las CCAA iban recibiendo competencias e iban siendo gobernadas por administraciones de distinto signo político. En
principio, su creación puede considerarse
como un avance en el desarrollo de la formación permanente del profesorado (entre
otras cosas han conseguido un sistema
unitario de formación en el que participa
todo el profesorado, independientemente
de la etapa en la que trabaje), pero aún
quedan muchas incógnitas por responder
en cuanto a su influencia en la mejora de la
calidad de la enseñanza. Por último, se
analiza la figura de los agentes, Formadores
y asesores, encargados de desarrollar la formación permanente en esas instituciones y
en los marcos establecidos por aquéllos
planes. De nuevo se reconoce que esta figura ha sido muy importante en el impulso que ha recibido la formación permanente en los últimos años, pero, al tiempo, se
constatan algunas realidades y se destacan
algunas deficiencias. La principal realidad
es que cada CCAA, igual que ha establecido sus propias instituciones, ha concebido
un tipo de agente específico (proceso de
selección, formación inicial, funciones, autonomía, etc.). La principal deficiencia radica en la escasa, cuando no nula, formación inicial que reciben estos agentes, la
ambigüedad de su rol (tanto en relación
con el profesorado como con la administración). En los tres casos, se requiere una
investigación más rigurosa para conocer y
comprenderlos mejor y saber cuál ha sido
su verdadera contribución a la mejora de
la formación del profesorado.
La construcción de la
profesionalidad docente
Esta segunda parte es más difícil de
configurar, dado que los diferentes textos
quizás no se ajusten tan bien como los de la
primera a la pretensión de los compiladores. Así, nos vamos a encontrar capítulos
muy pertinentes y otros no tanto.
En el capítulo sexto, La formación permanente del profesorado y el desarrollo de una “pequeña pedagogía crítica”. Notas autobiográficas
de una vida profesional en la frontera (José
María Rozada Martínez, pp. 193-225), el autor en un verdadero alarde de capacidad
narrativa relaciona tres cuestiones complejas con una gran maestría: la formación
permanente del profesorado, su autobiografía (relato de vida) y una idea muy interesante “la pequeña pedagogía” desde el
punto de vista de la relación entre la teoría
y la práctica, que sigue siendo el tendón de
Aquiles, al tiempo que la solución, a una
adecuada formación del profesorado, tanto
inicial como permanente. El autor estructura el capítulo en cinco momentos de su vida profesional: su paso por la escuela como
maestro; sus estudios en la universidad –la
universidad como alumno; la docencia en
la escuela y en la universidad; sus vivencias y reflexiones en torno a las reformas
educativas; y, la construcción de su pequeña pedagogía crítica, y la postcrítica.
Me resulta complicado “recensionar”
este capítulo porque leer el relato de la vida
de una persona hace que constantemente
establezca relaciones con la mía propia, y,
en ese sentido, siento más que pienso lo
que leo, y ello dificulta mi reflexión. Pero
además, siento que no deseo reflexionar sobre lo que he leído, sino conseguir interiorizarlo mejor. No obstante, y por no defraudar a quienes me pidieron que realizara esta tarea, resaltaré dos ideas que me han parecido especialmente fructíferas de cara a
repensar la formación del profesorado.
Una, se refiere al espacio intermedio entre
la universidad (teoría) y la escuela, en sentido amplio (la práctica), con el correspondiente reconocimiento institucional, como
idóneo (aunque no exclusivo) para desarrollar la formación inicial y permanente del
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C O N -C I E N C I A S O C I A L
profesorado. Idea que me recuerda mucho
la que propusiera A. Bolívar en su capítulo
como estrategia o modo de facilitar el desarrollo de las Facultad es de Educación: las
Escuelas de Desarrollo Profesional. La otra,
es la de “pequeña pedagogía”, mejor crítica, pero en cualquier caso pedagogía, pues
puede ser una idea interesante para dar
sentido a ese espacio intermedio. Es decir,
la finalidad, lo que se pretendería que cada
profesor y cada alumno construyeran en
ese espacio intermedio, sería su propia “pequeña pedagogía”. Creo que vale la pena
profundizar en esta sugerencia.
El capítulo séptimo, La profesión docente
en la globalización y la sociedad del conocimiento (Francisco Imbernón, pp. 227-239), el autor plantea la necesidad de deconstruir la
profesión docente para hacer frente al cambio permanente en que se ha instalado la
sociedad actual y a los nuevos retos (nuevo
alumnado, nuevo contexto, nuevos profesionales que educan, etc.) educativos que
ello produce. Ni la configuración de la profesión, ni la formación que recibe el profesorado, ni las instituciones educativas actuales son capaces de aprontar esos retos.
Es necesario, por tanto, repensarlas y, mediante un proceso de deconstrucción volverlas a reconstruir, pero desde unos principios bien diferentes y más acordes con la
sociedad del conocimiento.
El capítulo octavo, La autonomía docente:
implicaciones para la formación del profesorado
(José Contreras Domingo, pp. 241-264), nos
ofrece una muy sugerente reflexión sobre la
naturaleza de lo educativo y, en consecuencia, sobre la formación del profesorado. Comienza el autor quejándose de la maleabilidad del concepto de “autonomía” y nos previene de sus usos perversos y efectos colaterales. Sin embargo, uno ya no se sorprende
de casi nada en este campo de estudio, pues
qué diría el autor del uso que le dan los burócratas del EEES a la idea de que lo importante es el aprendizaje y no la enseñanza, en
las nuevas propuestas metodológicas. En mi
opinión, este es una capítulo que merece leerse, pero ya adelanto que me siento más a
gusto con el modo en que JM Rozada analiza el problema que como lo hace el autor,
pues creo que ambos hablan prácticamente
de lo mismo, aunque con diferentes lenguajes y, quizás, acentos. La diferenciación entre
la primera y la segunda políticas me parece
muy sugerente, pero, al menos tal y como
aquí se utiliza, un tanto peligrosa, o mejor
dicho, necesita de muchas más aclaraciones
y matices sobre las relaciones entre ambas.
Por ejemplo. Una primera objeción es que
no creo que “las políticas segundas” se puedan reducir a la mera normatividad, la burocracia, etc. Es cierto que la incluyen, pero
también implican el sentido y el deseo de la
equidad y de la justicia de los sistemas sociales y educativos. Otra objeción es que no
creo que se pueda ni deba enfrentar una a la
otra. Como dice Paulo Coelho en su libro
Brida, la tradición de la Luna y la tradición
del Sol son complementarias, no opuestas.
La cuestión es para qué, como y cuando utilizarlas. En fin, creo que, en cualquier caso,
el capítulo es muy sugerente y lleno de invitaciones a una reflexión procedente sobre lo
que hacemos cuando enseñamos, cuando
formamos futuros profesores y profesoras.
El capítulo noveno, Formación del profesorado y realidades educativas: una perspectiva
centrada en los problemas prácticos profesionales
(Francisco F. García Pérez (pp. 265-305), se
sitúa en las antípodas del capítulo anterior y
devuelve al lector a una realidad más cotidiana, sin que ello signifique valoración alguna. Comienza el capítulo con una pregunta muy sugerente, de hecho es la pregunta
que yo me he estado haciendo mientras leía
el libro: ¿depende la mejora de la educación
de la formación del profesorado? Más aún,
¿ser un “buen profesor o profesora” depende, realmente, de la formación recibida? Pero la intención del autor no era responder a
esas cuestiones (resuelve el problema diciendo que sí, que ambas cosas tienen influencia,
aunque también depende de otros factores),
sino dejar claro que no es ingenuo y que lo
que viene a continuación sólo es una parte
de un todo muy complejo. Lo que viene a
continuación es la presentación del conocido
Proyecto IRES (Investigación y Renovación
Escolar), quizás uno de los proyectos más
interesantes y con más solera de los que se
han formulado hasta ahora en relación con
la formación del profesorado. Dado que el
proyecto es de sobra conocido, no voy si-
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RESEÑAS
quiera a intentar hacer aquí una síntesis, que
siempre sería incompleta y no describiría
adecuadamente el proyecto.
El décimo, y último, capítulo, El practicum y la formación del profesorado: balance y
propuesta para las nuevas titulaciones (Miguel
A. Zabalza, pp. 307-330), es un nuevo salto,
en este caso a la reflexión acerca de uno de
los elementos formativos de primer orden
en la formación inicial de los maestros y
maestras: el prácticum. El autor comienza
reconociendo que el cambio que se avecina
en la universidad hubiera sobrevenido de
cualquier forma, porque es una institución
que necesita cambiar, pero la convergencia
europea puede ser un buen acicate para
acelerar ese cambio. Si bien reconoce que,
“No es fácil cambiar la universidad. Menos
aún si se trata de cambios que tiene que ver
con la calidad de la enseñanza. (…) No será
fácil, por tanto, que la energía destinada al
cambio supere la tendencia a la inercia y la
homeostasis. Pero merecería la pena” Yo
comparto esa opinión, y añadiría, que la dificultad del cambio no sólo es consustancial
a la institución universitaria, sino que las
políticas que se están concibiendo y desarrollando a tal efecto son especialmente desacertadas, lo que va a suponer una dificultad añadida, en lugar de la ayuda que todos esperábamos (aunque la cosa depende
mucho de cada universidad y de cada
CCAA). Tras una breve síntesis de lo que
significa el EEES, el autor fija su atención
en el prácticum desde una doble perspectiva: una, más estructural, es decir, desde la
consideración del prácticum en los diferentes programas de formación del profesorado, lo que permite identificar distintas concepciones al respecto; y, otra, más dinámica
quizás, desde las condiciones básicas para
la puesta en práctica del prácticum. En mi
opinión, y como decía el autor al principio
del capítulo, es una reflexión muy interesante de cara a la elaboración de los nuevos
títulos de grado de maestro que tendrán
que afrontar las universidades en breve.
En definitiva, este es un buen libro que
quienes están interesados en la formación
del profesorado deberían leer porque ofrece
reflexiones muy pertinentes en general y
también en relación con el momento especí-
fico de cambios, tanto en el sistema universitario como no universitario, que estamos
viviendo. Pero como todo no van a ser alabanzas, quiero plantear dos cuestiones que,
desde mi punto de vista pueden considerarse como deficiencias. La primera, y menos
relevante, tiene que ver con la “desigualdad” (si se puede llamar así) de los capítulos. Soy consciente de que este libro es el resultado de un Seminario y, por tanto, no fue
concebido como tal desde el principio. Y ello
implica que, aunque haya un hilo conductor, cada autor haya dispuesto de su espacio
como mejor le ha parecido. Y eso se nota.
La segunda, y más importante, es que el
libro no aborda, siquiera en un capítulo, la
respuesta a dos cuestiones cruciales en un
texto titulado La mejora de la educación y la
formación del profesorado: ¿depende la mejora de la educación de la formación del profesorado? Y, ¿ser un “buen profesor o profesora” depende, realmente, de la formación recibida? Digo esto, porque desde hace casi treinta años estamos oyendo este eslogan y hemos dedicado muy poco tiempo
a identificar y valorar adecuadamente las
relaciones entre mejora de la educación y
formación del profesorado. De hecho, por
no haber insistido en esta cuestión, ya se
están empezando a oír voces administrativas de distinto signo político que critican
burdamente el binomio (claro que no por lo
que nos ocupa, sino por cuestiones meramente económicas o de control político).
Como muy bien dicen Darling-Hammond
y Bransford (2005: 4-5), y recoge Antonio
Bolívar en este mismo libro: “si los profesores han de ser efectivos, deberían trabajar
en contextos en los que puedan usar lo que
conocen. Sin embargo, en una mayoría de
las escuelas estas condiciones no están presentes (…) Por eso, sería naive sugerir que
basta tener profesores bien formados para
que puedan, por sí mismos, de modo dramático, cambiar los niveles de resultados
en educación. Habrá que atender las dos
caras de la reforma: mejores profesores y
mejor sistema. Las escuelas deberían contar
con las condiciones para que puedan tener
lugar poderosos procesos de enseñanza y
aprendizaje, y los profesores deberían estar
preparados para ser parte de este proceso”.
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La pedagogía de las competencias,
¿una nueva obsesión eficientista?
Jaume Martínez Bonafé
Universitat de València
NAVÍO GÁMEZ, A. (2005). Las competencias
profesionales del formador. Una visión desde la
formación continua. Barcelona: OctaedroEUB, 265 pp.
Para un lector interesado en la formación permanente del profesorado y sensible
al actual debate político y profesional sobre
la reforma universitaria de los títulos de
formación inicial, la propuesta que sugiere
el título del libro de Navío invita a su lectura y estudio: “Las competencias profesionales del formador. Una visión desde la formación continua”. Más allá de la portada,
la experiencia lectora aporta las luces y las
sombras que pasamos a comentar.
Un completo manual para
enfrentarse a la polisemia
En efecto, con un cuidado escalonamiento el libro nos va mostrando a lo largo
de sus cinco capítulos el exhaustivo recorrido por las diferentes conceptualizaciones
de las competencias profesionales, desde
un ámbito más general, pasando por el
contexto de la formación profesional, para
acabar en una propuesta sobre el perfil
competencial en la formación de formadores. Y en ese camino por la búsqueda, organización y clasificación temática de un concepto extremadamente polisémico, el texto
es útil por cuanto nos acerca con lenguaje
claro y profusión de cuadros y figuras a la
comprensión de ese mapa conceptual y sus
aplicaciones en la Formación Profesional.
El primer capítulo muestra una caracterización general de las competencias profesionales, aproximándonos a los diferentes
estudios y modelos explicativos, forzando
finalmente un modelo de síntesis. Según es-
te intento de descripción conceptual y definición, la competencia o competencias profesionales son un conjunto de elementos combinados
(conocimientos, habilidades, actitudes, etc.) que
se integran atendiendo a una serie de atributos
personales (capacidades, motivos, rasgos de la
personalidad, aptitudes, etc.), tomando como referencia las experiencias profesionales y personales y que se manifiestan mediante determinados
comportamientos o conductas en el contexto de
trabajo (pág. 75) Este conjunto de elementos
muestra un núcleo que integra capacidades
–cognitivas, conativas y afectivas–, las cuales permitirán al sujeto adquirir conocimientos, procedimientos, actitudes y valores. Pero se
requiere de un contexto experiencial para su
activación y su desarrollo, y un marco de intereses y necesidades de las personas que
serán competentes. En los siguientes capítulos 2 y 3 se centran en la formación continua, su sentido y delimitación conceptual,
así como en la figura profesional del formador y en las propuestas de formación docente y su concreción en la formación de
formadores. Los siguientes capítulos son
claves; en el capítulo IV se formula y responde con mucha precisión a la pregunta
¿qué competencias profesionales para el formador que interviene en el contexto de la
formación continua?, y finalmente en el capítulo V, como conclusión abierta, se presenta una propuesta de estructura modular
y crediticia, contenidos y organización de la
formación del formador. Cierra el libro un
completo y actualizado listado bibliográfico.
Las significativas ausencias
Las casi 300 páginas del libro muestran
un desarrollo lineal sin ninguna pretensión
problematizadora del tema. Ésta es, en mi
- 138 -
RESEÑAS
particular lectura, una de las ausencias remarcables. El dominio discursivo del llamado modelo de competencias no está ausente
de problematizaciones y críticas. Unas vinculadas a su origen en el campo empresarial. Otras relacionadas con la evolución de
los paradigmas tecnocráticos en el diseño
de la formación. Algunas, todavía, enmarcadas en la implementación en educación
de dispositivos discursivos del neoliberalismo. Incluso, las que se relacionan con las
pretensiones estandarizadoras y burocratizantes de los llamados Programas Europeos. En cualquier caso, hubiera sido deseable
una discusión crítica con estas posturas por
parte de quien va a defender con múltiples
aportaciones ese modelo de competencias.
Es este tipo de diálogo crítico el que aporta
en el campo académico e intelectual la fuerza y el valor de la reflexión.
La otra ausencia, característica de muchos manuales, tiene que ver con el campo
de la experimentación y la investigación. El
problema no es tanto mostrar los diferentes
modelos de formación basados en el diseño
por competencias, –al fin y al cabo, esto es
lo que se viene haciendo desde siempre
dando saltos de unos a otros paradigmas–
sino mostrar en el propio desarrollo empírico la coherente relación entre la teoría y la
práctica. Para decirlo con el ejemplo de otra
experiencia muy similar del inicio de los
años 80 –la llamada pedagogía por objetivos– la profusión de manuales sobre cómo
debía planificar el profesor se daba de bruces con los intentos prácticos de los propios
profesores. Aspecto éste nunca contemplado por la hegemonía discursiva del modelo
de objetivos, obviamente.
¿Realmente es éste el problema de la
formación?
En otro texto anterior he tratado de argumentar con más desarrollo algunas de
las cuestiones críticas con el discurso de las
competencias, que ahora trataré de sinteti-
1
zar1. La cuestión central que someto a reflexión, motivado ahora por el libro que comento, es si realmente el problema de la
formación del profesor depende de aportaciones que inician el proceso de planificación de esa formación, con una obsesiva
clarificación previa de las competencias
profesionales que se pretenden conseguir
para el futuro docente. Creo, además, que
la pretensión de re-hegemonizar ese tipo de
modelos, reforzados indirectamente por las
consecuencias de reestructuración académica que se iniciarán a partir del tratado de
Maastricht en los primeros años 90, muestran la incapacidad para escapar de un modelo de racionalidad científica para la pedagogía que tiene mucho que ver con la metodología positivista y la ideología del eficientismo social. Una vez más nos ocupamos de los problemas de la formación con
debates aparentemente técnicos que enmascaran, precisamente, la histórica necesidad
de preguntarnos por el sentido político, social y cultural de esa formación. Y de preguntarnos, igualmente, por las traducciones estratégicas para la enseñanza de ese
amplio debate.
Aunque hay un estándar bastante homogéneo en las categorizaciones del conocimiento profesional de los docentes, también es cierto que a lo largo de la historia
del pensamiento pedagógico y las políticas
de la formación de profesores –y desde luego, en el debate contemporáneo– podemos
encontrar matices y diferencias importantes
en la interpretación de cada categoría. Las
racionalidades, los paradigmas, los universos cognitivos que acompañan cada formulación pueden ser distintos y en muchas
ocasiones contradictorios.
¿Qué se pretende, entonces, con los periódicos y puntuales debates relacionados
con las permanencias y los cambios en la
formación de profesores? En nuestro caso,
es cierto que estamos ahora inmersos en las
sucesivas fases para la reforma de los títulos universitarios, provocado por la creación en la fecha tope del 2010 de un Espacio
MARTÍNEZ BONAFE, J. (2004). La Formación del Profesorado y el discurso de las competencias. Revista
Interuniversitaria de Formación del Profesorado, vol. 18, nº 3, pp. 127-145.
- 139 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
Europeo de Educación Superior; y ese proceso nos está demandando posiciones concretas en relación con los perfiles profesionales de los futuros docentes en todos los
niveles del sistema y en todos los ámbitos
de la formación. Pero más allá de las influencias, premisas o inspiraciones “europeas” –en el ámbito universitario las pautas
marcadas por el Proyecto Tuning son paradigmáticas– las diferentes reformas y los
debates que las acompañan pueden ser una
oportunidad para profundizar hacia las
cuestiones de raíz, o por el contrario, quedarnos en la superficie más formal y administrativista de la formación de los futuros
profesionales. Es decir, más de lo mismo.
¿De qué hablamos cuando
hablamos de la formación de
profesores?
Si la discusión y las decisiones relacionadas con la formulación de los perfiles
profesionales han tenido poca incidencia
real sobre las prácticas de formación, y si
además tales formulaciones en sus diferentes formatos de presentación –estándares,
competencias, niveles, etc.– se ven sometidos a interpretaciones dispares, la cuestión
del debate sobre la profesionalización docente probablemente deba ser planteada en
otros términos. Desde mi punto de vista lo
que hay detrás y en el fondo del debate sobre la formación del profesorado es una
teoría del sujeto y una teoría del conocimiento,
y una teoría de la relación entre ambos. Pero esto es también decir una teoría del poder,
pues cómo se gobierna el razonamiento sobre esa relación entre sujeto y conocimiento
tiene mucho que ver con el campo de las
relaciones sociales. Y entiendo que todo
ello nos remite necesariamente a una pregunta y una respuesta ética. Si esto es así en
cualquier caso, tiene particular relevancia
cuando de lo que tratamos es del diseño e
intervención sobre la subjetividad al amparo de un campo institucional, en el contexto
de la reforma de disciplinas y prácticas académicas tradicionales.
Nos enfrentamos a la capacitación y la
habilitación de futuros docentes con dema-
siados supuestos implícitos. Que esa intervención social e institucional sobre la subjetividad para la obtención de un saber profesional implique eticidad no es un argumento explícito en los debates sobre la formación. Las preguntas ¿qué es un maestro?
¿qué es formador? y ¿qué maestro o qué
formador se desean? no suelen implicar en
las respuestas a una teoría del sujeto y de la
sujeción. Pero entonces lo que encontramos
–al menos, lo que yo he encontrado en mi
propia experiencia institucional– es un supuesto de homogeneidad y un deseo de
productividad y uniformidad absolutamente alejado de la compleja realidad de
cada día. El divorcio entre teoría y práctica
está servido.
Mi propuesta como comentarista ahora
de la obra de Navío Gámez es situarnos en
un marco analítico que escape de una racionalidad instrumental que en su deseo de
eficacia nos aleja precisamente de las comprensiones más útiles para una buena discusión sobre la formación. Y es en este
marco donde el discurso de las competencias cobra otro sentido.
Los efectos del discurso de las
competencias
Con la categoría de discurso pretendo
mostrar esa relación entre los modos de hablar y las prácticas institucionales con objeto que podamos aproximarnos en los siguientes planos de complejidad: a) es un
proceso de mutua constitución. Empezamos hablando de una manera para acabar
modificando nuestras prácticas pero también en el proceso de modificar nuestras
prácticas acabamos hablando de otra manera. b) es un proceso por el que el sujeto
cobra una identidad social determinada.
Nuestro modo de entendernos como profesores, atribuirnos significados e identidades, está relacionado con el discurso socialmente construido sobre el docente. c) es
una práctica social que pone en relación la
construcción de significados con las estructuras y relaciones de poder; y d) lo que me
parece más relevante, en el análisis del discurso el foco de atención no se pone en el
- 140 -
RESEÑAS
significado preciso de las palabras –en el
caso que nos ocupa, el considerable esfuerzo de Navío Gámez por el significado de
“competencias profesionales”–, sino la disposición estratégica del lenguaje en un
campo institucional para reforzar o articular determinados dispositivos de poder y
control. De qué se habla y de qué se deja de
hablar, quién habla, desde dónde, en qué
marco de relaciones históricamente mediadas, son preguntas metódicas en la analítica discursiva.
Mi pretensión, entonces, no es discutir
la aproximación académica en el libro de
Navío al modelo de formación basado en
competencias. La cuestión sobre la que pretendo advertir es sobre su papel como dispositivo discursivo reforzando unas prácticas y debilitando otras. El problema aquí
es advertir sobre el efecto de verdad y el
efecto de poder del discurso de las competencias en la formación universitaria y profesional del profesorado.
En primer lugar, el discurso actúa en
unas coordenadas espacio-temporales y
por tanto requiere para su análisis una mirada desde la historicidad. El proceso de
convergencia europea para las universidades y otras instituciones de formación, se
desarrolla paralelo o inmerso en un proceso creciente de hegemonización del discurso neoconservador sobre la adaptabilidad
de las instituciones educativas a las variaciones, los intereses, y los requerimientos
del mercado. Los valores y principios tradiciones de estas instituciones, y especialmente de las universitarias, van siendo
progresivamente modificados por una nueva narrativa mucho más cercana a los intereses económicos privados.
En segundo lugar, si miramos este campo de discursividad desde la estrategia
analítica del discurso, lo que encontramos
es un intento de dominio de un campo,
buscando un centro o polo de referencia
que evite el flujo discursivo de las diferencias, –fijación última de significado: la definición de un marco de saberes y habilidades para la capacitación profesional–. En
este sentido el lenguaje se convierte en un
instrumento de poder simbólico y acción
política –tal como esto fue trabajado por
Bourdieu– puesto que tras la apariencia de
la neutralidad institucional y el debate técnico sobre cuestiones puntuales de la reforma de la formación profesional y el abandono de las grandes narraciones, se instala
una nueva lógica esencialista: el saber deberá tener una vinculación directa con el
trabajo y el consumo, dos esenciales características de un modelo económico neoliberal con pretensiones colonizadoras hacia el
conjunto de la vida social.
Me detendré de un modo más específico, en tercer lugar, en el uso estratégico de las
competencias tal como esto ha sido analizado en el trabajo de Christian Laval (2004).
Sustituir la palabra “conocimiento” por la
de “competencia” no carece de importancia, nos dice este autor; porque no se trata
de ponernos de acuerdo sobre la descripción de los saberes que consideramos necesarios para la práctica educativa. Paulo
Freire (2003), en Pedagogía de la autonomía
nos hizo esa propuesta, y más recientemente Philipe Perrenoud (2004) nos propuso
Diez nuevas competencias para enseñar, por
no hacer referencia al informe Delors en la
Unesco, entre otros muchos documentos y
trabajos que tratan de las competencias que
deberían dirigir las formaciones inicial y
continua del profesorado. Este no es el problema. Su carácter estratégico viene de su
empleo para referir a una nueva forma de
gestión del conocimiento y de los “recursos
humanos” que pretende la sutura con una
ruptura histórica en la formación universitaria: la separación entre los abstracto y lo
concreto, entre lo práctico y lo teórico.
La pretensión estratégica al formular el
programa de formación en términos de una
pedagogía de las competencias se fundamenta en un tejido discursivo que se va tejiendo con los siguientes mimbres. Por un
lado, el temor del Estado a perder el control
legitimador de la cualificación profesional,
en un proceso creciente de desregulación
asociado a las demandas de eficacia y flexibilidad en la cualificación de la fuerza de
trabajo en una “sociedad de la información”
que impugna la tarea tradicional de las instituciones educativas en la formación política, social, profesional y cultural del ciudadano. Por otro lado, porque en ese nuevo
- 141 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
mapa de relaciones laborales entre contratista y empleado se pretende la mayor precisión en el contenido de lo que se compra y
lo que se vende en el mercado de trabajo, y
la definición de competencias (su “stock”
en la cualificación de la fuerza de trabajo)
regula con facilidad su valor de cambio. Por
otra parte, también, porque en un proceso
creciente de transnacionalización de los
mercados de trabajo, con la noción de competencia se pretende escapar de veredictos
localistas en la evaluación legitimadora de
las cualificaciones profesionales. Y finalmente, porque instalados en la lógica creciente de la individualización, el propio sujeto trata de proyectarse a si mismo en el
proceso particular de cualificarse profesionalmente. No será ya tanto una cualificación reconocida en un marco colectivo,
cuanto la capitalización que de sí mismo ha
sido capaz de realizar cada individuo en el
proceso de consumo acrítico de las competencias de formación. El estudiante o sujeto
en formación devine empresario/gestor de
sus propios recursos humanos. Como señala Laval: “Definida como una característica
individual, la categoría de competencia participa de la estrategia de individualización
perseguida por las nuevas políticas de gestión de los “recursos humanos” (pág. 97).
En definitiva, la cuestión que me preocupa con la lectura del libro de Antonio
Navío Gámez no es tanto el texto en sí mismo, a cuyo autor reconozco un apasionado
esfuerzo por vincular su experiencia profesional en la formación de formadores al
dispositivo conceptual de las competencias
profesionales, sino el uso estratégico de ese
discurso en la larga batalla entre las pedagogías simplificadoras disfrazadas de eficaces y las pedagogías que intentan profundizar en las consecuencias éticas y sociales
que existen en las formas de relacionar al
sujeto con el conocimiento.
REFERENCIAS
FREIRE, P. (2003). Pedagogía de la autonomía. Barcelona: Siglo XXI.
LAVAL, C. (2004). La escuela no es una empresa. El
ataque neoliberal a la enseñanza pública. Barcelona: Paidos.
MARTÍNEZ BONAFÉ, J. (2004). La Formación
del Profesorado y el discurso de las competencias. Revista Interuniversitaria de Formación
del Profesorado, vol. 18, nº 3, pp. 127-145.
PERRENOUD, P. (2004). Diez nuevas competencias para enseñar. Barcelona: Graó.
- 142 -
La enseñanza de la historia, ¿un exponente
de la crisis del modelo escolar y docente
que tenemos?
Juan M. Escudero Muñoz
Universidad de Murcia
MERCHÁN, F. J. (2005). Enseñanza, examen
y control. Profesores y alumnos en la clase
de Historia. Barcelona: Octaedro, colección
“Educación, Historia y Crítica”, 230 pp.
Este libro de F. Javier Merchán es una
reelaboración de la Tesis Doctoral del autor
(Merchán, 2001), presentada unos años antes. Tiene, pues, la madurez intelectual, la
solera, si se prefiere, que requieren los buenos trabajos de esa naturaleza que necesitan algún tiempo de reposo, depurar de
aditamentos formales que no vienen al caso
y una selección ponderada de los hallazgos
más relevantes, su interpretación y escritura para el gran público.
El texto está organizado en cinco capítulos, además de un prólogo que pone en
antecedentes de lo que será cumplidamente desarrollado a lo largo de más de doscientas páginas, así como un buen epílogo
con los presupuestos, análisis y conclusiones más notables. En esencia, versa sobre
la enseñanza de la Historia, concretamente
en la ESO, aunque también ofrece miradas
sobre otros muchos aspectos y dinámicas
escolares, sociales y políticas. Entiende,
como procede, que, para hablar y tratar de
comprender el ámbito específico del aula,
es imprescindible convocar diversas claves sociopolíticas y culturales, no tan sólo
psicológicas, didácticas u organizativas.
Su discurso sobre la enseñanza de la historia hace intervenir ese tipo de claves en su
hilo argumental que, en momentos pertinentes, se apoya en ciertos datos empíricos obtenidos de una muestra de profesores que cumplimentaron un cuestionario,
así como, por lo que puede deducirse, la
realización de entrevistas con estudiantes
y otras informaciones procedentes de
alumnos del CAP en prácticas. No hubiera
estado de más ofrecer algunos detalles relativos a la muestra y los instrumentos con
los que se recabó la información (estructura y organización de los cuestionarios y
las entrevistas, fechas de aplicación, etc.).
En todo caso, esas omisiones no van en
menoscabo ni de la organización del libro
ni, desde luego, de las perspectivas teóricas, análisis, argumentos y valoraciones
de diversa naturaleza que logran ofrecernos reflexiones y valoraciones relevantes
sobre la escuela y la enseñanza en estos
tiempos.
El primero y el segundo de los capítulos
se refieren a los protagonistas de la enseñanza, profesores y alumnos, el tercero trata de las clases de historia por dentro (contenidos, actividades, relaciones....), mientras que el cuarto y quinto abordan respectivamente el papel central del examen y el
control, tanto en la transmisión de contenidos como en el establecimiento conflictivo
y no siempre exitoso de unas mínimas condiciones de gobernabilidad del aula, la enseñanza y el aprendizaje.
El texto se centra propiamente en la enseñanza de la historia, en el trabajo de aula, aunque lo hace cruzando referentes y
relaciones mucho más amplias. Se habla
de los contenidos que debieran enseñarse
en consonancia con las altas finalidades
formativas atribuidas retóricamente a la
historia, pero, sobre todo, de cómo y por
qué la orientación epistemológica que subyace a lo que de hecho se enseña, se valora
y se exige (a través del examen y el conoci-
- 143 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
miento examinatorio) supone una enorme
fractura entre las intenciones, discursos y
deseos de los docentes, de una parte, y la
realidad cotidiana de los acontecimientos
y significados que ocurren en la mayoría
de las clases, de otra, en cuya configuración asumen un papel importante y activo
los estudiantes. La documentación, análisis y comprensión de esa fractura discurre,
de uno u otro modo, a través de todos los
capítulos. Al mismo tiempo, van apareciendo diferentes valoraciones de la incapacidad de las reformas para alterar la
inercia y la continuidad de la gramática escolar, fuertemente articulada sobre el código disciplinar y la construcción de una
identidad docente que tiene más ingredientes de Historia que de docencia y que,
por añadidura, lleva a que los profesores
se sientan extraños en la arquitectura escolar, organizativa, dentro de la que ha de
desempeñar su trabajo, “les viene impuesta y no pueden modificar”. Los pilares sobre los que se asienta la profesión docente
socializada corporativa y disciplinarmente,
así como las condiciones organizativas de
la enseñanza, llegan a representar un caldo
de cultivo en el que lo más habitual es que
la continuidad y las inercias de la tradición
prevalezcan sobre el cambio y la innovación. A resultas, la escuela y la enseñanza
representan y ejercen como mecanismos
poderosos de reproducción social y de clase, muy lejos, por lo tanto, de los mejores
sueños del proyecto ilustrado con el que
nació hace algunos siglos ya. Por ello, a
modo de resumen, en el epílogo Merchán
declara que lo que ha terminado ofreciendo con su aportación es una mirada crítica,
“poco complaciente con los discursos hegemónicos acerca de las bondades y posibilidades del modo de escolarización que
conocemos” (pág. 221).
Y es que, en realidad, a pesar de que el
texto que comentamos versa específicamente sobre la enseñanza de la historia en la
educación secundaria, el autor introduce
bastante bien referentes sociales, políticos y
culturales para hablar del aula, obviando
acertadamente su restricción a claves sólo
individuales, didácticas, psicológicas o escolares. El libro apela a registros teóricos
que fácilmente se pueden apreciar tanto en
el discurso que va elaborando, como también en una serie de autores y fuentes de
referencia (Berstein, Goodson, Foucault,
Cuesta, Citron, Viñao, Tyack y Cuban, son
los más citados).
A nadie que esté interesado y preocupado por el estado de nuestra educación, este
libro le dejará indiferente. Y eso, tanto en el
caso de que básicamente se compartan los
datos aducidos o se echen en falta algunos
que se han pasado por alto; en el supuesto
de que se esté de acuerdo del todo o sólo
en parte con los marcos de comprensión
dispuestos y aplicados, o se valoren de uno
u otro modo las conclusiones más importantes y sus implicaciones en relación con
el “sentido de posibilidad” del que, como
recuerda el autor, hablara, entre otros muchos, Giroux. El trabajo de Merchán, en línea con otros muchos analistas, nominalmente críticos o sencillamente conscientes
del pasado y el presente de la escuela, ofrece evidencias y argumentos para colocar
bajo sospecha que la “educación sea un
bien en sí misma, así como que la historia
de la escuela haya de verse forzosamente
como una historia de progreso continuado”
(pág. 223). Sus conquistas formalmente democráticas, en efecto, no han beneficiado a
todos sus destinatarios por igual universalizando efectiva y equitativamente el bien
esencial de la educación y, a la vista de fenómenos escolares y sociales corrientes, no
parece que esté bien colocada en ese horizonte.
Por el rigor y el abanico de asuntos que
despliega, el libro es susceptible de diferentes lecturas, comentarios y valoraciones. Voy a destacar tres aspectos. En primer lugar, el relato bien escrito y, desde
luego sin ningún género de complacencia,
con las clases de historia por dentro y su
difícil gobierno a pesar del resorte evaluador y selectivo del examen en manos de los
profesores. En un segundo destacaré algunos rasgos del retrato que hace del profesorado y, para terminar, realizaré algún comentario a propósito del marco de valoración e interpretación que el autor propone
de los acontecimientos que ha descrito y
analizado.
- 144 -
RESEÑAS
La supervivencia precaria de
profesores y alumnos en las clases
de historia
El contenido del libro es una buena contribución a mostrar diversos por qués y cómos de ese tono de escepticismo antes
mencionado respecto al modelo de escolarización vigente, su contextura, contenidos,
protagonistas, relaciones y dinámicas, así
como los resultados y contribuciones personales y sociales de la educación, mucho
más prosaicos en la realidad que en los deseos e intenciones.
A lo largo de las páginas del libro circula una crítica certera de muchos de los factores micro y macro que no hacen, precisamente, de la escuela y la educación, en el
caso particular de la enseñanza de la Historia, un escenario de encuentros sociales y
personales donde se trabajan contenidos
culturales (históricos) bien justificados y relevantes, reflexivamente elaborados, significativos y significados por los estudiantes.
Encuentros pedagógicos donde, como sería
deseable, los estudiantes lleguen a desarrollar una valoración positiva del conocimiento y una implicación efectiva en el logro de los aprendizajes relevantes que sobre el mismo podrían construir. Las clases
de historia, tal como se describe en el texto,
distan de ser un espacio propicio para la
transmisión de los conocimientos. Los profesores se mueven entre la contradicción
representada por la lógica disciplinar que
rige los contenidos que seleccionan y organizan y la difícil conexión con la cultura y
el mundo de los estudiantes. Entre éstos,
aquellos que pertenecen a las clases sociales medias-bajas, con menor capital cultural, menos capacidades para el estudio y
menos disposición a invertir esfuerzos
mentales en ello, siguen siendo los peor
parados, al tiempo que los más desenganchados, resistentes y propensos a generar
conflictos de relación, indisciplina. Básicamente, los contenidos que prevalecen en
las clases de historia son fragmentarios, repetitivos, repletos de datos y personajes,
causas y consecuencias de acontecimientos.
Prevalece una historia narrativa, no expli-
cativa. Así, en lugar de activar procesos de
reflexión, comprensión y explicación, ofrece y pide de los estudiantes devolución memorística de los temas explicados (no siempre comprendidos), de contenidos todavía
a veces dictados, leídos y quizás subrayados a partir de los libros de texto al uso. El
modelo más usual de clases parece consistir en una metodología basada en la explicación del profesorado, a veces completada
con “aditamentos ortopédicos” (ejercicios,
actividades, temas de actualidad, etc.) y
una bajada de los “niveles de exigencia”,
según los niveles educativos y la procedencia social y familias de los estudiantes. A
los que llegan al aula con más capital cultural, se les dará y exigirá más conocimientos; a los que llegan con menos, se les ofrecerá menos de la tarta y, por si fuera poco,
la parte ofrecida estará a años luz de sus
capacidades e intereses de digerirla. ¡Qué
lejanía de los ideales emancipatorios de la
educación y la escuela!. En estos momentos
hay motivos para reconsiderar el concepto
de clase, tal como se utiliza en el texto, pero, en el fondo, las apreciaciones de Merchán sobre el perenne cruce de lo escolar y
las culturas de la vida, los contextos mediáticos, sociales y familiares de los estudiantes, sigue siendo un motivo de preocupación. Es cierto que el tipo de escuela que tenemos y el tipo de enseñanza y aprendizaje
que propicia permiten sostener que, a fin
de cuentas, el éxito o el fracaso en los estudios depende todavía más de factores e influencia que se hallan fuera de las aulas,
sobre todo en el nivel cultural de las familias, sus capacidades y dedicación a rellenar tantos vacíos y lejanías que la enseñanza (en concreto de la Historia) les deja a sus
hijos e hijas. ¡Qué tramo tan exiguo del camino hemos logrado hacer!
Al tema del examen, la calificación y las
notas se le dedica, junto con la cuestión de
las relaciones en las aulas y el difícil gobierno de las mismas, dos buenos capítulos. Me
parece singularmente bien tratado el triángulo formado por enseñanza, examen y
control. La genealogía selectiva y clasificadora de los exámenes y su poderosa influencia todavía para determinar qué es lo
que se enseña, las características del “cono-
- 145 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
cimiento examinatorio” que se valora y legitima (un concepto especialmente rico) y el
papel de los alumnos, están bien desarrolladas. Aunque, es cierto, la imagen resultante
no podría ser más desalentadora: todo ello
propicia una relación mercantil con el saber
(“no me preocupa aprender, sino aprobar”,
dice la cita textual de un alumno), el cultivo
de una motivación extrínseca que, de ese
modo, mina los puentes necesarios que habrían de conectar los contenidos de la enseñanza con el desarrollo de capacidades y el
espíritu crítico de los estudiantes.
Son precisas las consideraciones sobre
el examen y el poder del profesor. También, al mismo tiempo, los efectos relativos
con que, de hecho, lo llegan a ejercer: a fin
de cuentas, sólo es más eficaz con aquellos
estudiantes que están más interesados y
motivados, mejor dispuestos, los que cuentan con un sistema de valoración de la enseñanza (lo que de nuevo remite a su capital cultural) que les permite atribuir valor a
las notas. La relación mercantil que los docentes proponen a los estudiantes, a algunos de ellos, sencillamente, les da igual participar o no. La respuesta escolar es su tipificación, clasificación, selección.
A un escenario como el descrito, configurado por los contenidos que se proponen, las actividades que se realizan y la naturaleza y funciones de los exámenes, no
podría serle ajeno el conflicto, las relaciones
de contestación y resistencia abierta e intensa o sutil y soterrada, con los distintos
grados y manifestaciones de la indisciplina.
En el último capítulo se plantea en términos equilibrados el fenómeno. Se descarta
con fundamento cualquier planteamiento
que signifique una concepción patógena y
personal de los cacareados problemas de
indisciplina. Coincido con el autor en menospreciar, por simplificadoras, algunas de
las “fórmulas o productos” tan recientemente divulgados para “tratarlo” como algo aislado y efímero, cuando en realidad es
algo construido dentro y fuera de la escuela
y la enseñanza. Aunque en el texto se sostiene que, a fin de cuentas, son el orden escolar y las prácticas pedagógicas los mecanismos productores del gobierno o desgobierno del aula, del orden o desorden esco-
lar, se me ocurre que podría haberse dado
un paso más, por ejemplo, abriendo la posibilidad al hecho de que una revisión a fondo del orden institucional, del currículo y
la enseñanza, de los valores que lo constituye y los contenidos, relaciones y formas en
que se manifiesta, también pudieran tener
no sólo la función de prevenir, sino un conjunto de reglas elementales para el gobierno de las relaciones pedagógicas. Y no sólo
para crear condiciones necesarias a la transmisión del saber, sino también para aprender valores y normas de la vida en democracia que han de aprenderse viviéndolos
en las escuelas.
¿Cómo queda retratado el
profesorado de historia?
El capítulo dedicado a los estudiantes
merece ser leído con atención, siendo muy
acertada, a mi entender, la línea discursiva
que teje en defensa de que la condición de
estudiantes no agota las múltiples identidades personales, culturales y sociales que
portan con ellos a las relaciones pedagógicas. Voy a detenerme, más bien, en el retrato del profesor que aparece en el primer capítulo.
Hay datos de sumo interés, desde su
media de edad que ronda los cuarenta y
siete años –hubiera sido deseable conocer la
muestra con la que se ha trabajado– hasta
la eclosión del número de los profesores de
Historia que pasó de 442 en 1960 a 9.000 en
1992 en todo el Estado, así como otros de
corte más cualitativo, como es la referencia
a su titulación en las postrimerías del franquismo, una época en la que “hacer historia” equivalía, casi por principio, a adscribirse a una progresía intelectual crítica y luchadora por la restauración democrática.
Son sugerentes, al respecto, por ejemplo,
los párrafos dedicados a mostrar cómo y
por qué una cosa puede ser la adscripción
ideológica de los docentes y otra, muchas
veces diferente, su conversión coherente en
concepciones y prácticas acerca de la enseñanza y la formación de los estudiantes. El
profesorado estudiado se muestra presto a
sostener principios excelsos sobre el papel
- 146 -
RESEÑAS
de la historia en la formación humanística,
cívica y crítica de los estudiantes. Pero, en
realidad, habitan sólo en el razonamiento
discursivo que adorna al código disciplinar” (p. 4), al que se aferran como una
fuente de seguridad y desde el que proyectan criterios estrictos de continuidad, desde
la antigüedad hasta nuestros días, a la hora
de determinar la secuencia y organización
de los contenidos. Antes que docentes, escribe Merchán, los profesores que enseñan
la materia se sienten historiadores. Ni
cuentan con una preparación pedagógica
específica para ejercer como docentes, ni,
en realidad, la consideran necesaria. Muchos entienden que el desempeño de su
quehacer se va conformando en la práctica,
a través de conversaciones informales con
los colegas, recurriendo a su propia experiencia como alumnos. Se trataría, en palabras del autor, de una profesionalidad basada en la imitación, la tradición, el corporativismo, y no tanto en la reflexión y la
crítica. En contraste con lo que sería una
concepción idealizada, pero también progresista, de la enseñanza como una actividad comprometida con las clases populares, uno de los criterios que utilizan muchos docentes para progresar en sus traslados de centros a centros, es la búsqueda de
una población estudiantil mejor pertrechada de disposiciones y capacidades para el
estudio, lo que les lleva a perseguir aquellos centros en los que haya una mayor
concentración de alumnos pertenecientes a
clases medias y altas. Con los de clases medias bajas, habrá de trabajar, entonces, los
novatos, los interinos, los que no pueden
elegir.
Otros trazos adicionales completan el
retrato: rehenes del pasado, de rutinas ancestrales, discursos, enunciados y modos de
socialización corporativos (disciplinares).
Por si eso fuera poco para fragilizar su condición de docentes, se ven obligados a desempeñar su trabajo bajo los requerimientos de una “arquitectura organizativa” que
“ni han elegido ni pueden modificar” (p.
14). En concreto, el modelo organizativo de
escuela, la masificación de alumnos y la
obligatoriedad de la enseñanza en la etapa
que se estudia, ESO, son elementos claves
del escenario en el que está llamado a desenvolver un actor que, a poco que pise el
aula, se dará cuenta de que sus mejores deseos de transmitir los contenidos tienen que
hacerle un hueco al gobierno de sus relaciones con los estudiantes, más alejados que
antaño del culto y la cultura escolar. El hecho de que “la función docente no consista
en transmitir el conocimiento, sino también
en gobernar la vida en el aula” (p. 43), con
la implicación de que no sólo haya que saber los contenidos, sino también “gestionar” situaciones, es algo que, por lo dicho,
desequilibra fuertemente la identidad docente de estos profesores. El cobijo que buscan bajo el paraguas disciplinar no logra
proveerles de seguridades que muchos de
los estudiantes no están prestos a reconocerles. A la hora de buscar explicaciones de
los problemas que encuentra, tal como se
ilustra en la página 40 del texto, el profesorado recurre a un esquema de explicación
digno de atención: para el 86% y el 55% de
los encuestados, la fuente de los problemas
reside respectivamente en los estudiantes y
la política educativa. Sólo el 17% las atribuye a deficiencias de los propios profesores.
Cruzado el dato con la clase social de pertenencia de los alumnos, el primer índice se
eleva hasta el 90% y el segundo hasta el
56% en el caso de alumnos de clase mediabaja, siendo menor con los de clase media
alta (78% y 52%). Un patrón de explicación
no desconocido, una muestra más de la tendencia a echar balones fuera.
En resumidas cuentas, la visión nada
complaciente con la escuela y la enseñanza
que el libro nos propone va acompañada,
por los rasgos que se acaban de subrayar,
de otra que, si cabe todavía, es suficiente
para ensombrecer el panorama.
Una valoración de conjunto
El trabajo de Merchán era y es plenamente necesario, oportuno y pertinente. En
este país hablamos demasiado de la realidad de las aulas sin conocer debidamente
cómo están por dentro, cómo las piensan y
viven sus protagonistas. Por lo tanto, una
excelente contribución. Dicho eso, aprecio
- 147 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
algunos temas de polémica que sólo puedo
limitarme a enunciar por encima. Se refieren al marco de interpretación y valoración
dispuesto y aplicado. Si no he entendido
mal, las condiciones organizativas de la escolarización masiva, obligatoria y además
tecnocrática, la arquitectura de la organización escolar que conforma la enseñanza, las
funciones reproductoras y selectivas delegadas sobre la escuela capitalista y la socialización corporativista y disciplinar del
profesorado serían las causas de tanta crisis
y malestar, amén de la compleja trama de
factores socializadores que están tejiendo
hoy la identidad de nuestros niños y jóvenes, que no son sólo estudiantes. Un marco
tal es del todo necesario, pero dudo de que
sea suficiente. A estas alturas tenemos conocimientos para entender que la enseñanza y la escuela que tenemos no sólo depende de tramas estructurales que la determinan, sino también de cómo los docentes (no
sólo como individuos, sino como miembros
de una organización que comparten con
otros colegas) y los propios centros reproducen, resisten o reconstruyen las realidades sociales con las que se encuentran, y no
sólo padecen. No creo que sea buena la
idea de acentuar que el carácter “impuesto”
(masivo, no obligatorio) de la escolarización sea la causa de nuestros pesares sociales y educativos. Además de otras cosas, los
centros son hechos, mantenidos y construidos por quienes los habitan. No es preciso
definirlos como algo que los docentes no
pueden modificar. Para dar cumplida cuenta de la enseñanza, además de los elementos contemplados, hay que tomar en consideración qué y cómo se acomete la planificación de la enseñanza, la de cada profesor,
la de los departamentos y la de los centros.
Aquí las acciones u omisiones pueden ayudarnos a comprender mejor muchas de las
cosas que ocurren, que lamentamos y debemos criticar. Aunque el autor muestra sobradamente que su concepción de la enseñanza no consiste en la transmisión de co-
nocimientos, es preciso abrirse a visiones
mucho más poliédricas. Una formación inicial bien diferente de la que tenemos (en
realidad todavía ausente y en serio), así como una formación a lo largo de la carrera
docente con otros criterios, contenidos y
metodologías distintas a las corrientes, habría de tener mucho que ver en la compensación de rutinas, inercias, corporativismos
y falsas seguridades docentes y organizativas. Se habla mucho de un modelo de escuela tecnocrática y de masas. Según mi parecer (y de acuerdo con los datos y análisis
del libro), la organización escolar que tenemos, las políticas sociales y administrativas
que la conforman y regulan, el profesorado
que pensamos, preparamos y seleccionamos, todo en su conjunto está más regido
por una lógica rancia y burocrática, artesanal y corporativista que, a pesar de que
suene bien tan contundente a la hora de
aducir explicaciones, por una racionalidad
instrumental y tecnocrática cuya existencia,
si es que estuviera en algún lugar, sería de
las grandes y vacías retóricas. Lo que tenemos por delante no es sólo el problema de
la masificación de la enseñanza, sino el de
la democratización de la educación; no sólo el de docentes desestabilizados en sus
identidades heredadas, sino el de repensar
a fondo quiénes han de ser y cómo han de
ser creados; no el de centros que constriñen
libertades funcionariales, sino el de centros
como instituciones que deben garantizar a
toda la ciudadanía el bien común de la educación.
REFERENCIA
MERCHÁN, F. J (2001). La producción del conocimiento escolar en la clase de Historia. Profesores, alumnos y prácticas pedagógicas en
la educación secundaria. Tesis Doctoral dirigida por F. F. García Pérez. Sevilla: Facultad
de Ciencias de la Educación, Universidad de
Sevilla.
- 148 -
Una mitología de la modernidad*
Javier Gurpegui Vidal
Fedicaria-Aragón
BENJAMIN, W. (2005). Libro de los Pasajes.
Tres Cantos: Akal, 1.102 pp.
La recepción editorial de Walter Benjamin en el entorno hispano ha sido cuanto
menos azarosa. Hay que retrotraerse a finales de los sesenta para la edición de las primeras traducciones al castellano, en la Argentina y Venezuela, y a comienzos de los
setenta para las realizadas por Jesús Aguirre para Taurus. Desde entonces, nos fueron llegando aleatoriamente distintas recopilaciones, mientras que en el entorno germánico, sus obras completas se comienzan
a publicar en 1972, a cargo, entre otros, de
Rolf Tiedemann, editor también de Theodor W. Adorno, y responsable del libro que
aquí reseñamos. Cuando Editorial Abada
anunciaba la edición castellana de las obras
–cuyo primer volumen se ha hecho realidad en el momento de escribir estas líneas–,
en el 2005 Akal publica –con un precio, por
cierto, prohibitivo– el legendario proyecto
o trabajo sobre los Pasajes de París. En el
último tiempo, Benjamin ha llegado a ser
un pensador de referencia para las ciencias
sociales, tan prestigioso que es infrecuente
que se le critique, aun cuando a veces se
confiese no comprenderlo muy bien. El Libro de los Pasajes es su producción más mítica, cuya forma inconclusa se pierde en la
niebla del paso clandestino desde Francia a
Port Bou, con aquel maletín del que el autor
afirmó: “[e]s más importante que yo” (p.
971). Ahora bien: ¿cuál es la importancia de
una obra enigmática e inacabada sobre esas
*
peculiares galerías comerciales que fueron
los pasajes parisinos? ¿Qué trascendencia
puede tener para la ciencia social estas arquitecturas, que ya fueron motivo de recreación literaria para autores como Aragon,
Céline, Balzac, Baudelaire, Hugo, Soupault,
Breton, Zola o Nerval?
Tradicionalmente se han establecido
tres etapas en la trayectoria intelectual de
Benjamin (Buck-Morss, 1995: 21-22): una
primera de carácter teológico, en los momentos de mayor acercamiento a Gershom
Scholem, que llegaría hasta 1924; otra marxista, coincidiendo con su relación con Bertolt Brecht, y finalmente un intento de síntesis superadora, cuando se aproxima a
Adorno y al Instituto de Investigaciones Sociales. En este contexto, el trabajo de los Pasajes se va a constituir en el eje vertebrador,
una auténtica “cantera de ideas” del Benjamin adulto. Ya desde 1923, momento de
sus traducciones de Baudelaire, asistimos
al surgimiento de una constelación de preocupaciones que con el tiempo cristalizará
en el proyecto. Sus primeros escritos sobre
la ciudad entendida como exponente de la
modernidad surgen a partir de su estancia
en Nápoles (1924) o Moscú (1927). Pero sobre todo, serán dos libros gestados a partir
de 1923 los que aporten los fundamentos
más sólidos. Calle de dirección única (1928)
es el primer intento de vertebrar un pensamiento a través de imágenes urbanas; El
origen del drama barroco alemán (1928), por
su parte, sitúa en primer plano un concepto
fundamental, la alegoría –ese tropo literario
Para no complicar inútilmente la exposición, he simplificado las convenciones bibliográficas y artísticas.
Nombro los títulos de los libros, artículos y demás materiales de Benjamin con letra cursiva. Por su parte, los títulos de películas y obras literarias se citan sólo en castellano, con la fecha de su edición, o de
elaboración si son inéditos. Cuando cito algún pasaje de los Apuntes y materiales no señalo la página, sino
la referencia establecida por Benjamin.
- 149 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
que para significar necesita un desarrollo
en el tiempo–, al tiempo que rastrea sobre
una vieja producción cultural de segunda
fila, el Trauerspiel, equivalente al auto sacramental español, para establecer una reflexión político-estética de rabiosa actualidad.
Es decir, hace con el siglo XVII justo lo que
el Libro de los pasajes con el XIX (N 1 a, 1).
Precisamente será en el periodo 192729, cuando Benjamin imagine un trabajo de
unas cincuenta páginas, Pasajes de París. Un
cuento de hadas dialéctico, tiempo del que sólo nos restan dos breves textos completos
que quedaron inéditos –Pasajes, escrito en
colaboración con Franz Hessel (pp. 863-64)
y El anillo de Saturno, o sobre la construcción
del hierro (pp. 877-79)–, así como dos series
de notas fragmentarias, la conocida como
Pasajes de París I (pp. 825-60) y la menos
dispersa y más desarrollada Pasajes de París
II (pp. 865-79). Hasta el momento en que el
proyecto vuelve a ser abordado en 1934 se
suceden distintos trabajos que, sin vincularse a él explícitamente, no dejan de contribuir a su universo temático y a su peculiar metodología. Son obras de crítica de la
cultura como Surrealismo (1929), Karl Kraus
(1931), Breve historia de la fotografía (1931) o
Infancia en Berlín en 1900 (1932), recreación
de la “otra” ciudad en la vida de Benjamin.
En 1934 se elabora París, capital del siglo
XIX (1935) (pp. 37-49), primer resumen coherente de un work in progress, dirigido al
Instituto de Investigaciones Sociales, en el que
se produce un giro marxista. Se desecha el
subtítulo Un cuento de hadas dialéctico, por
“impermisiblemente poético” (BuckMorss, 1995: 67), y se instaura en un lugar
central el concepto de fetichismo de la
mercancía.
También en 1934 se inicia la redacción
de los Konvoluts, fragmentos que ocupan el
grueso de la edición de Tiedemann y que
en la española aparecen bajo el título de
Apuntes y materiales (pp. 65-822), organizados alrededor de 36 conceptos clave, donde
se entremezclan objetos –“Espejos”, “El
muñeco, el autómata”–, fenómenos sociales
e históricos –“Moda”, “Movimiento social”,
“La Comuna”–, nombres propios de persona o de lugar –el más extenso, “Baudelaire”, “Fourier”, “Marx”, “El Sena”– y tipos
sociales –“El flaneur”, “Prostitución, juego”–. Dentro de cada uno se intercalan los
textos del propio Benjamin con los de otros
autores, incluyendo los discursos menos
prestigiosos, como los anuncios de las prostitutas –“ÁNGELA en el 1er piso a la derecha” (A 3, 3)–. Si esta etapa intermedia
coincide en fechas con La obra de arte en su
época de reproductibilidad técnica (1936), a
partir de 1937 el trabajo se hace más intenso. Escribe para el Instituto El París del Segundo Imperio en Baudelaire (1938), obra rechazada a cambio de Sobre algunos motivos
en Baudelaire (1939), que sí que fue aceptada
–sabido es que los miembros del Instituto
habrían de ejercer una sombra ambigua sobre Benjamin, a mitad de camino entre editores, mecenas, compañeros de debate y
amigos–, y redacta tal como las conocemos
ahora las Tesis sobre Filosofía de la Historia
(1940). Paralelamente, el proyecto continúa
con una segunda versión, en francés, de París, capital del siglo XIX (1939) (pp. 50-63) y
hasta casi el final, los Konvoluts.
Los Apuntes y materiales constituyen el
grueso del material encomendado en 1940 a
Paul Missac y George Bataille y remitido
siete años más tarde a Adorno en su exilio
estadounidense. Junto a las Primeras anotaciones y Proyectos iniciales proporcionadas
por Dora Benjamin, hermana del escritor,
Gretel Adorno estructura el primer texto legible sobre el que se arranca el trabajo textual que culminará la edición de Tiedemann. Respecto a la famosa cartera que el
autor llevara consigo a su llegada a Port
Bou, la crítica (pp. 982-83) ha calibrado que
posiblemente se tratase de una nueva redacción de las Tesis sobre Filosofía de la Historia. Así como la edición original en alemán
(1982) mantiene sin traducir los párrafos de
otras lenguas, en la de Akal se han traducido la totalidad de los textos. El espíritu híbrido y polifónico se ha mantenido asignando una tipografía diferente a cada una
de los idiomas: alemán, francés, inglés y español (este último utilizado en el relato de
la peripecia del escritor en Port Bou). A diferencia de las ediciones francesa (1989) e
inglesa (1999), no se omiten aproximadamente un centenar de páginas de la edición
alemana, procedentes de la copiosa corres-
- 150 -
RESEÑAS
pondencia sobre el proyecto, la bibliografía
consultada por Benjamin y algunas de las
nutridas anotaciones de Tiedemann sobre
los manuscritos originales –algunos de estos materiales, por cierto, difíciles de incorporar para el lector lego–. El título elegido
en castellano, Libro de los pasajes, pierde la
connotación de provisionalidad que mantienen vocablos como “proyecto” o “trabajo”. Como se puede deducir de la historia
externa de la obra, nos encontramos ante
un texto claramente fragmentario, al que
hay que añadir la reticencia de Benjamin a
expresarse en forma de sistema, así como
su voluntad de hacer del fragmento y la
imagen el eje de su lógica expositiva, tendencias más exacerbadas en esta obra en
concreto. Ahora bien ¿cuáles son las claves
para afrontar estas mil cien páginas de heterogénea prosa? Laura Chiesa (2000) ha establecido tres ejes, literario, filosófico y político, que nos servirán de aquí en adelante.
Gustave Flaubert tenía previsto que
Bouvard y Pecuchet (1881), su sátira inacabada sobre la sabiduría y los sabios, estuviera
compuesta por una parte narrativa, la que
propiamente nos ha llegado como novela,
que sirviera de prólogo a una extensa recopilación de pasajes leídos por los dos protagonistas, en general pertenecientes a la cultura y al pensamiento francés (Llovet,
2005). Algo parecido al Diccionario de lugares comunes (1911), del mismo autor, pero a
lo grande. No deja de ser interesante que el
trasfondo de este proyecto abortado sea, al
igual que en el trabajo de los Pasajes, la
Francia del Segundo Imperio. Sin embargo,
las raíces literarias de Benjamin se encuentran en la amplísima bibliografía sobre ciudades, que arranca del siglo XIX, con el
protagonismo inevitable de Poe y Baudelaire, y que en el XX se impregna del vanguardismo, que trae consigo la técnica del
collage. Así, el primer tercio de siglo asiste a
la filmación de Berlín: sinfonía de una gran
ciudad (1927) o El hombre de la cámara (1929),
y a la publicación de Berlin Alexanderplatz
(1929), Manhattan Transfer (1925) e incluso
al colectivo Un día en la vida española (1935),
coordinado por Ramón J. Sender, todas
ellas plasmaciones en las que el tráfago urbano y el protagonismo colectivo dinami-
tan los cánones de la narración clásica, en
beneficio de un caleidoscopio de imágenes.
Pero la fuente más cercana a Benjamin probablemente sean dos libros en concreto: Paseos por Berlín (1929), escrito por su amigo
Franz Hessel, y El campesino de París (1926),
del surrealista Louis Aragon.
El libro de Aragon contiene precisamente un capítulo dedicado al Pasaje de la
Ópera (1979: 15-113), y una introducción
que lleva el muy benjaminiano título de
“Una mitología moderna”, donde se dice
que cuando el Segundo Imperio, con su
“instinto americano” pretende recortar a
cordel el plano de París, amenazando la
existencia de los pasajes, éstos “se han convertido en los santuarios de un culto de lo
efímero, se han convertido en el paisaje
fantasmal de los placeres y las profesiones
malditas, incomprensibles ayer y que el
mañana no conocerá jamás” (Ibid.: 19). En
el momento en que las cosas pierden su utilidad práctica, dejan a su vez de simbolizar, para representarse a sí mismas. Se convierten en “dioses de la calle”, componentes de un “pensamiento figurativo” del que
desconfían los enfermos de lógica, ya que
la imagen es en realidad la única escalera
secreta que nos lleva a la noción abstracta.
Estos planteamientos encuentran resonancia en Benjamin, para quien el objeto pasado de moda queda “liberado de todas sus
funciones originales, para entrar en la más
íntima relación pensable con sus semejantes” (H 1 a, 2). Por ello son recurrentes las
figuras del paseante ocioso (pp. 421-57), el
coleccionista (pp. 221-29) o el trapero (J 68,
4) –típico también de Baudelaire–, especialistas como el Surrealismo en sacar las cosas de su contexto histórico, para hacerlas
hablar de otra manera. Por ello no es de extrañar que el material que servirá de base
para la reflexión constituya la cultura basura
del Segundo Imperio, lo popular y lo trasnochado, que lo eterno sea “más bien un
volante en un vestido que una idea” (B 3,
7), y que, ante la desconfianza de Adorno
(p. 886), las intenciones de Benjamin para
al menos parte de la obra fueran dejar hablar a los fragmentos por sí mismos a través del montaje: “No tengo nada que decir.
Sólo que mostrar” (N 1 a, 7).
- 151 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
Con frecuencia lo literario visto desde la
Filosofía, se contempla como “solamente literario”, asimilándolo a un adorno o decoración, a un juego de lenguaje formalista y
difuso. Por ello no conviene identificar Benjamin con Aragon. Mientras que éste recorre el proceso en una sola dirección, la que
va desde el utilitarismo de lo práctico hasta
sugerencia de lo estético, abandonando la
modernidad en su estado de mito (Chiesa,
2000), Benjamin tensiona también en sentido contrario, sin llegar a identificarse con
aquella vanguardia –en este caso, el Surrealismo– que tan insuficiente resultó como
praxis política (Buck-Morss, 1995: 251. Aragon y su ortodoxia se instalan en una ensoñación sobre el mundo fecunda en significados. Benjamin hace suyas las intenciones
de Marx, justamente contrarias, de “despertar al mundo… del sueño sobre sí mismo”
(p. 459). El libro de los Pasajes aspira a ser
comprendido como literatura en los términos en los que Benjamin entiende la crítica
literaria en su trabajo Las afinidades electivas
de Goethe (1925), no como el mero comentario de los contenidos objetivos de la obra,
sino en el desarrollo de su contenido de verdad, que emerge con el paso del tiempo,
cuando las intenciones explícitas de las
obras quedan en un segundo plano. ¿Cómo
se plasma esta dialéctica en esta obra?
Los pasajes parisinos, fruto de las alternantes maniobras especulativas de la aristocracia y la burguesía, paulatinamente edificados desde finales del XVIII, fueron incorporando las principales innovaciones
técnicas, relativas a la construcción con hierro (pp. 173-89) y cristal, el uso sistemático
de espejos (pp. 551-56) y la experimentación con iluminación de gas (pp. 577-85),
poco frecuente hasta entonces en espacios
públicos. Los pasajes albergaron los primeros retretes públicos y los dioramas, panoramas (pp. 541-49) y demás espectáculos de
atracción visual. Configuraron, en resumidas cuentas, el imaginario utópico de sus
contemporáneos hasta el punto que Fourier (pp. 633-61) ideó los falansterios como
una ciudad-pasaje, entreverada de calles-galería (Moncan, 2003: 76-78). En palabras de
Michelet, “[c]ada época sueña la siguiente”
(citado en p. 173), de manera que la utopía
se tiende a proyectar sobre la visión del futuro, sobre todo cuando reposa sobre el
concepto de Progreso. El montaje que Benjamin realiza con estos componentes guarda rasgos del distanciamiento brechtiano, en
el que cada elemento emocional y de fascinación estética se contamina de una toma
de conciencia de las relaciones de poder y
producción que lo hicieron posible. Así, las
imágenes con las que operamos y, valga la
expresión, “pensamos”, no surgen relucientes en todo su esplendor, sino que vienen a
ser formaciones en las que cristaliza lo social o, dicho de otra forma, “dialéctica en
reposo” (N 2 a, 3). Una radicalización de este enfoque la encontramos en el complejo y
resbaladizo concepto de imagen dialéctica,
rechazado por Brecht y definido Benjamin
como una constelación “entre las cosas alienadas y la significación exhaustiva, detenidas en el momento de la indiferencia de
muerte y significación” (N 5, 2).
A medida que avanzaba la segunda mitad del XIX, la planificación controlada de
los espacios se plasmó de manera especialmente transparente en las ciudades. El barón Haussmann (pp. 147-72), funcionario
de Napoleón III, dejó anticuados todos
aquellos sueños de utopía ciudadana, gracias a una política urbanística que priorizó
el monumentalismo y el control de las masas; de esta forma, la moda oficiaba a semejanza de la muerte (B 1, 4), desvelando el
rostro cadavérico que ocultaba la engañosa
fascinación inicial. Pero el paso del tiempo
sobre el mundo de los pasajes no deriva en
una sentimentalidad nostálgica de aquellos
esplendores, sino que es confrontado con la
crítica marxista (pp. 663-81) y un cuestionamiento de las concepciones totalizadoras
del tiempo histórico, según el cual “[l]a superación del concepto de ‘progreso’ y del
concepto de ‘periodo de decadencia’ son
sólo dos caras de la misma cosa” (N 2, 5).
Como formularía más claramente en sus tesis sobre filosofía de la historia, la única
forma de afrontar el empuje del progreso
que nos arrastra a un optimismo oficial, es
sacar de contexto los acontecimientos, considerarlos una mónada intransferible, de
existencia única. Cada acontecimiento, autor, obra literaria o texto es único no por-
- 152 -
RESEÑAS
que sea depositario de una esencia, sino
porque se compone un único cruce de fuerzas y tensiones (Chiesa, 2000). Por ello,
comprender las producciones culturales
implica extraerlas del flujo de la historia,
que es lo que enmascara las marcas de su
proceso de producción, y situarlas bajo una
mirada que trascienda los enfoques totalitarios, opuestos pero complementarios, que
mantienen que cada vez todo va mejor o
peor.
Hace ya rato que nos hemos adentrado
en la tercera esfera de significación, la política. Para Benjamin “[n]o se trata de exponer la génesis económica de la cultura, sino
la expresión de la economía en su cultura”
(N 1 a, 6). ¿Qué aporta la categoría de expresión, frente a otras más frecuentes como
superestructura? Por un lado, se relativiza la
determinación entre causa y efecto, y por
otro se otorga un valor sustantivo a las producciones culturales del capitalismo. Un
interrogante fundamental fue: “¿de qué
modo es posible unir una mayor captación
plástica con la realización del método marxista?” (N 2, 6), objetivo del cual deberían
aprender nuestros enfoques críticos, muchas veces empeñados en acabar con la era
de la explotación a través del mero desvelamiento racional de los mecanismos de
poder, como si la teoría precediera a la
existencia. Benjamin no aspira a consolidar
un lenguaje crítico basado exclusivamente
en conceptos abstractos, sino que apuesta
por un discurso heterogéneo en el que tienen un especial protagonismo los recursos
del pensamiento figurativo, del pensamiento a través de imágenes. En ese contexto, la
historia de los pasajes parisinos se convierte en alegoría de toda la cultura del capitalismo.
Según Susan Buck-Morss (1993), una de
sus más finas y coherentes exegetas, para
Benjamin las formas de producción del capitalismo sustituyen la memoria por la respuesta condicionada, el aprendizaje por la
pericia, la habilidad por la repetición. El
trabajo alienado se encuentra “aislado de la
experiencia”, pues obliga a entumecer los
sentidos y matar la memoria. La explotación se convierte así en una categoría cognitiva, no sólo económica. En el otro extremo
de la vida social encontraremos que las distintas formas de espectáculo visual y sensorial originan una fantasmagoría de carácter
compensatorio, que anestesia los sentidos
saturándolos. En este contexto, la cultura y
la crítica de la cultura –dos cosas que para
Benjamin deben ir unidas–, deben restaurar
la capacidad para percibir, encauzando su
potencial de rebeldía frente a la domesticación cultural. ¿Hasta qué punto nuestro autor consiguió esta difícil tensión entre razonamiento y estética, crítica y mimesis y, en
última instancia, cultura y acción revolucionaria? Sus planteamientos no sólo dejan
honda huella en pensadores de referencia,
sino que resultan imprescindibles para
abordar ámbitos disciplinares enteros, como el mundo de la imagen o los estudios
de la comunicación. Corren incluso el peligro de convertirse en una elegante y nostálgica estética, la del perdedor incomprendido al que todos reivindican mecánicamente. El Libro de los Pasajes es el testimonio de
un lúcido fracaso, el esbozo de una propuesta que nadie, sino su autor, puede terminar de perfilar.
REFERENCIAS
ARAGON, L. (1979). El campesino de París. Barcelona: Bruguera.
BUCK-MORSS, S. (1993). Estética y anestésica.
Una revisión del ensayo de Walter Benjamin
sobre la obra de arte, La balsa de la medusa, nº
25, pp. 55-98.
BUCK-MORSS, S. (1995). Dialéctica de la mirada.
Walter Benjamin y el proyecto de los Pasajes,
Madrid: Visor.
CHIESA, L. (2000). Fields of knowability through
the Arcades, Tympanum, nº 4, www.usc.
edu/dept/complit/tympanum/4/chiesa.
html.
LLOVET, Jordi (2005). Las huellas de la historia,
Babelia, 5 de Febrero de 2005.
De MONCAN, Patrice (2003). Les pasajes couverts
de Paris. París: Mécène.
- 153 -
Educar, liberar, convertir y redimir
David Seiz Rodrigo
Fedicaria-Salamanca
CUEVAS NOA, F.J. (2003). Anarquismo y
educación: la propuesta sociopolítica de la pedagogía libertaria. Madrid: Fundación de Estudios Libertarios Anselmo Lorenzo-Fundación Buenaespina, 171 pp.
Para muestra un botón
Afirmaba Carlos Lerena que la historia
de la educación contemporánea no es una
historia de héroes y de bribones sino la de
una locomotora que marcha por una vía de
dos carriles, el de la represión y el de la liberación1. A las pretensiones liberatorias
de las doctrinas pedagógicas asociadas al
movimiento anarquista, es decir al segundo
de estos rieles, está dedicada esta reseña.
El autor, Francisco José Cuevas Noa,
pertenece al Colectivo Buenaespina, que tal
y como se describe en su página Web2 está
constituido por animadores, psicólogos y
pedagogos dedicados a realizar y promover actividades formativas de carácter transformador.”
El libro reseñado es una breve síntesis
de lo que desde postulados anarquistas se
ha hecho a lo largo de la Historia en el
campo de la educación, una mirada al pasado que pretende revindicar la posibilidad
de sostener un modelo educativo basado
en la libertad y el apoyo mutuo, entronizados por los anarquistas como principales
fundamentos de su doctrina, y cuyos plan-
1
2
3
4
5
6
7
teamientos y propuestas están descritos en
el segundo de los bloques que componen el
libro.
En cuanto al primer bloque, dedicado a
la presentación del ideario anarquista,
otros títulos recientes ofrecen una visión
más profunda del complejo universo ideológico del anarquismo. Destaca por su brevedad el libro de Norman Baillargeon, El
orden sin el poder3 o la también reciente publicación de Félix García Moriyón, Senderos
de Libertad4.
La obra reseñada nos permite repasar,
aunque sea brevemente, el alcance y las limitaciones de algunas de las “liberaciones
educativas” que desde el siglo XIX se han
ensayado. Una liberación pedagógica que,
como sabemos, forma parte del germen
mismo de la institución escolar5.
La pedagogía libertaria en el libro
El anarquismo es una ideología múltiple, Cuevas Noa habla de paradigma, nosotros preferimos la definición de García
Moriyón6 que recoge la diversidad del pensamiento libertario bajo el término de “aire
de familia”. El pensamiento pedagógico del
anarquismo es reflejo de las distintas corrientes y familias del anarquismo y así se
hace evidente en la obra reseñada7.
LERENA ALESÓN, C. (1983). Reprimir y liberar: Crítica sociológica de la educación y de la cultura contemporáneas. Madrid: Akal, 15.
Ver http://www.colectivobuenaespina.com/index.html (Consultado 22-7-06).
BAILLARGEON, N. (2003). El orden sin el poder. Hondarribia: Argitaletxe Hiru.
GARCÍA MORIYÓN, F. (2001). Senderos de Libertad. Madrid: CGT.
Ver CUESTA FERNÁNDEZ, R. (2005). Felices y Escolarizados. Barcelona: Octaedro, especialmente el primer capítulo “La conquista de la felicidad: bosquejo histórico de la escolarización obligatoria”.
GARCÍA MORIYÓN, F. Senderos de libertad op. cit., 17.
Una buena recopilación de textos educativos libertarios la encontramos en GARCÍA MORIYÓN, F.
(1986). Escritos anarquistas sobre educación: Bakunin, Kropotkin, Mella, Robin, Faure y Pelloutier. Madrid: Zero.
- 154 -
RESEÑAS
El autor, no obstante recoge unos principios comunes a todas las propuestas libertarias. El primero es el del antiautoritarismo, planteamiento de raigambre roussoniana común a la Escuela Nueva, aunque el
autor considere que es en las escuelas anarquistas donde encuentra su expresión más
acabada.
En segundo lugar la llamada educación
integral, modelo que planteaba la idéntica
consideración del trabajo intelectual y el
manual. Trataban los anarquistas de evitar
que la división de trabajos en la escuela
contribuyera a la división posterior de la
sociedad.
Y por último el principio de la autogestión según el cual la organización de la educación compete a los individuos implicados
en ella, profesores y alumnos, que deben
compartir responsabilidad en la gestión de
la escuela.
Divide el autor las ideas pedagógicas
anarquistas en dos grandes grupos, el de
las teorías no directivas y el de las de carácter sociopolítico. Para las teorías no directivas, el individuo, bueno por naturaleza,
apartado de las influencias represoras de la
sociedad y apoyado en un educador cuya
máxima preocupación sería la de hurtar al
alumno de perniciosas influencias dogmáticas, lograría educarse en libertad.
Entre las ideas no directivas que el autor destaca está la teoría individualista de
Max Stirner, para quien la escuela es un lugar de aprendizaje de la sumisión, que prepara al alumno para la iglesia, el estado o el
partido. La consideración de la escuela como un mecanismo de reproducción social
de la obediencia lleva a Stirner a oponerse,
consecuentemente, a la misma idea de educación.
Otro gran teórico de las teorías no directivas es Ricardo Mella, adalid del neutralismo pedagógico, para quien la escuela
no puede ser ni republicana, ni masónica,
ni socialista, ni religiosa, ni, por supuesto,
anarquista. Mella propugnaba una enseñanza que atendiera sólo a las verdades indiscutibles probadas por la ciencia, que
abriese la escuela a las diferentes opciones
políticas y sociales; que en lugar de hablar
de libertad, de solidaridad o de igualdad,
fuera un espacio donde se ejercieran estos
principios.
León Tolstoi es para Cuevas Noa el último de los representantes de esta corriente
pedagógica. Tolstoi parte de la inspiración
naturalista de Rousseau, con quien comparte su alergia civilizatoria, que le lleva a
encarecer las virtudes “naturales”. Confiaba
Tolstoi en la espontaneidad como factor
educativo esencial que extraería de la mente del alumno, la ley universal del amor y
el pacifismo.
Para las teorías anarquistas de carácter
sociopolítico la libertad es una conquista, lo
que aparta a estos pensadores del fundamento principal de las ideas pedagógicas
no directivas. La educación no puede ser
neutral pues el educador y la escuela deben
tomar partido por un determinado modelo
social y humano o perpetuar con su actividad el modelo social imperante. Estos anarquistas harán de la escuela una herramienta para la transmisión de La Idea y la consecución de una sociedad libertaria.
Bakunin desarrolló su pensamiento pedagógico sobre la base de que la libertad no
era una facultad innata al hombre. La conquista de la libertad precisaba una educación que permitiera a los alumnos desarrollar esa libertad en un proceso de progresivo abandono de la autoridad externa.
Ferrer Guardia, otro teórico de lo que
Cuevas Noa llama teorías de carácter sociopolítico, consideraba la educación como un
problema eminentemente político, sometido a los intereses del estado y el clero, lo
que llevaba en su opinión a convertir la enseñanza de las capas populares en una cualificación de la mano de obra que el sistema
económico reclamaba. La manipulación de
las mentes infantiles por parte de estados e
iglesias podía evitarse siguiendo lo que el
llamaba una enseñanza científica y racional. Para ello Ferrer hacía de la escuela un
escaparate donde el niño podía conocer el
origen de las desigualdades económicas, la
falsedad de las religiones o los errores del
patriotismo, el militarismo o la autoridad.
La Escuela Moderna de Ferrer está dentro
de los parámetros teóricos del paidocentrismo de la Escuela Nueva, sin embargo
las contradicciones entre el ideario escola-
- 155 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
novista y el propósito ideológico de la escuela ha sido una de las más constantes críticas que se han hecho al proyecto de Ferrer. Para Cuevas Noa la contradicción no
existe y es fruto del contexto histórico. Sin
embargo, debemos anotar la oposición que
anarquistas como Ricardo Mella, presentaron a las tesis de la Escuela Moderna8 ya en
su época.
El otro bloque de teorías de raigambre
sociopolítica es el que el autor recoge en un
apartado dedicado a la “Teoría de la Desescolarización”. El autor al que dedica más espacio es Ivan Illich que consideraba que la
escuela está sostenida sobre una falaz necesidad que oculta la construcción de lazos
de dependencia, de custodia y de control
que son la justificación última de su existencia. La escuela se torna entonces en el
único lugar donde se pueden aprender cosas importantes, lo que acaba convirtiendo
la educación en un producto de consumo
cuyo resultado palpable es la obtención de
una serie de diplomas y títulos que certifican los aprendizajes consumidos. Illich
propone, para evitar los males descritos,
sustituir la educación formal por la capacidad autodidáctica de los alumnos. Paul
Goodman, otro de los teóricos de la desescolarización, propone conservar la escuela
para algunas edades y circunstancias, pues
considera necesaria la comunidad educativa como vivencia, su postura es por ello la
de sugerir una escolarización alternativa,
en la que se implique toda la sociedad.
Tras la breve relación de las principales
teorías pedagógicas del anarquismo Cuevas Noa presenta nómina larga de propuestas prácticas que comienza con las Bolsas de Trabajo de Fernand Pelloutier en la
Francia de comienzos del siglo XX. Especialmente importante para la historia del
anarquismo pedagógico fue la experiencia
del profesor francés Paul Robín (18371912), amigo de Bakunin e integrante de la
Internacional. La dirección del orfanato de
8
Cempuis que ejerció entre 1880 y 1894, le
permitió llevar a cabo un proyecto organizado según los principios anarquistas que
fue apoyado por libertarios de todo el
mundo. Su método, que hoy llamaríamos
enseñanza por descubrimiento y que Robín
denominaba método científico o experimental
consistía en estimular las capacidades lógicas, el pensamiento crítico, la sensibilidad
estética y la creatividad.
Las experiencias de Tolstoi en la Escuela
Yasnaia Polaina y la de Ferrer Guardia en
su Escuela Moderna, son tratadas también
por Cuevas Noa en este apartado, dedicando una especial atención al proyecto de Ferrer y atendiendo a la plasmación práctica
del ideario anteriormente presentado.
Otra experiencia que merece la atención
del autor es la de las escuelas de Hamburgo, conocidas también como del maestrocompañero, que se desarrollaron en Alemania entre 1918 y 1936. Inspiradas en las
ideas de la Escuela Nueva, las comunidades escolares fundadas, llevaron a cabo una
experiencia de educación antiautoritaria de
cuestionable resultado. El principal teórico
del movimiento fue Wilheim Pulsen, que
precisó sus principios en la obra La victoria
sobre la Escuela. Las comunidades escolares
de Hamburgo intentaron hacer realidad el
principio pedagógico de “partir del niño”, lo
que llevó a la abolición de todos los aspectos organizativos que eran importantes en
la escuela tradicional: el programa, el horario fijo, la parcelación del conocimiento en
temas o el reparto de alumnos por clases.
El profesor, lo que dio nombre al movimiento, dejaba de ser una autoridad académica para convertirse en un camarada o
compañero del alumno. La metodología de
enseñanza-aprendizaje estaba fundamentada en las inquietudes de los niños, que decidían libremente lo que querían aprender.
Pasa el autor a destacar a continuación
las experiencias educativas que los anarquistas llevaron a cabo en los sindicatos y
MELLA, R. (1979). Cuestiones de enseñanza libertaria. Madrid: Zero, 39. “No nos entusiasma una criatura de
doce o trece años que se pone a perorar sobre materias sociales y afirma muy seria la no necesidad del dinero o cosa
análoga. Nos sabe eso a recitado de catecismo, a lección metida en el cerebro a fuerza de sugestiones. Otro profesor
y otro planteamiento del problema y la criatura afirmará muy seria todo lo contrario”.
- 156 -
RESEÑAS
los ateneos libertarios9. Sin embargo sería
la “Revolución española” el 19 de julio de
1936, la que permitiría llevar las propuestas
pedagógicas libertarias más lejos, merced a
la posibilidad que se les ofreció a los anarquistas de ocuparse de las tareas de organización de la educación desde instituciones
oficiales. El 27 de julio de 1936 se creó el
Consejo de la Escuela Nueva Unificada
(CENU) que reestructuraría la escuela en la
Cataluña revolucionaria. El CENU basó su
propuesta en “los principios racionalistas del
trabajo y de la fraternidad humana”, integrando en su organización la red de escuelas
vinculadas a sindicatos y ateneos ácratas
anteriores a la guerra. En la presentación
que Cuevas Noa nos hace de la experiencia
del CENU, recoge como principios inspiradores el laicismo, la coeducación, la enseñanza en catalán, la formación artística, la
aplicación de los métodos de Freinet, Montessori y Danton, además de consignar la
preferencia que el CENU mostró por las
ideas neutralistas de Mella frente al modelo
militante de Ferrer.
La siguiente experiencia a la que Cuevas Noa se refiere es la de la Escuela de
Summerhill, que aun se mantiene abierta
dirigida por la hija de quien fuera su fundador, Alexander Sulivan Neill. La idea de
Neill sobre la escuela estaba fundada sobre
la consideración de que el respeto absoluto
por la libertad del alumnado es el principal
instrumento para alcanzar la “felicidad”.
Los alumnos de Summerhill viven en régimen de internado optando por las lecciones y actividades que desean. En el proyecto de Neill resulta esencial el factor emocional, no tanto el trabajo escolar o el saber.
En correspondencia con este espíritu libre
predicado, no existen ni castigos ni exámenes y las decisiones sobre el funcionamiento de la escuela se toman en una asamblea
semanal en la que participan en plano de
9
10
11
igualdad maestros y alumnos. Al contrario que otras experiencias pedagógicas alternativas, Neill no se propone reformar la
sociedad sino “hacer felices a unos pocos niños”10.
Desde una perspectiva puramente
anarquista se puso en marcha en 1972 la
Guardería antiautoritaria de Padua Comuna Uno. Allí un grupo de estudiantes
de Psicología de ideas libertarias intentaron levantar una guardería autogestionada. La Comuna Uno asumió un compromiso de “vanguardia cultural” a través de
la pedagogía, que servía para cuestionar el
sistema a través del modelo de educación
que proponían. La idea de comuna, chocaba con la idea de delegación de los padres
en los maestros, planteamiento con el que
se proponen romper, relacionando el trabajo de la guardería con la estructura familiar. El fomento de la capacidad de descubrimiento, la enseñanza artística, el teatro, la música, los disfraces y el juego, formaban parte esencial del modelo de la Comuna.
También desde la militancia se fundó
en 1978 la Escuela Paideia de Mérida,
abierta por un colectivo de profesores
agrupados bajo idéntico nombre. En el
grupo destaca la figura de Josefa Martín
Luengo11, que ejerce aun de coordinadora
pedagógica. La Escuela Paideia pretende
combatir el principio de autoridad en el
alumnado, algo que en opinión de sus promotores está profundamente arraigado en
la sociedad. Para ello propone aunar la libertad individual con el compromiso colectivo en un proceso de conquista gradual
de la libertad que mantiene, según sus integrantes, un método de intervención no
directiva. El trabajo colectivo tiene un papel fundamental en el modelo educativo,
cada alumno se compromete con la comunidad a un determinado trabajo y respon-
Ver TIANA FERRER, A. (1987). Educación libertaria y revolución social. España 1936-1939. Madrid: UNED;
Maestros, misioneros y militantes. La educación de la clase obrera madrileña, 1898-1917. Madrid: MEC.
NEILL, A. S. (1990). Summerhill. Un punto de vista radical sobre la educación de los niños. 26ª ed. Madrid:
FCE.
Para conocer los principales aspectos del proyecto ver MARTÍN LUENGO, J. (1993). La escuela de la anarquía. Móstoles: Nossa y Jara editores S.L.
- 157 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
de del mismo ante la asamblea general del
centro. Los contenidos se trabajan por medio de cuadernos-fichas y, por supuesto, ni
hay exámenes ni se dan notas. La asamblea
es el corazón de la escuela, en ella se deciden los asuntos que afectan a la Escuela y
es el lugar donde se resuelven los conflictos. Cuevas Noa recoge la evolución del
proyecto desde una posición afín al neutralismo pedagógico hacia un modelo inspirado en Ferrer, proclive a la ideologización de la escuela. En palabras de la propia
Josefa Martín Luengo, recogidas por Cuevas Noa “Debemos cambiar las mentes y para
ello debemos manipularlas en contra de su manipulación, es decir, no podemos dejar hacer,
(…) debemos establecer otras formas de pensar,
vivir y actuar frente a las suyas porque solamente así tendremos una oportunidad para poder un día alcanzar la anarquía”12. Esta línea
ideológica motivó la ruptura del colectivo
a mediados de los 90 por considerar que el
proyecto adquiría de esta manera una
orientación autoritaria.
Finalmente analiza Cuevas Noa el fenómeno de la Objeción Escolar, protagonizado por un movimiento de padres que toman la responsabilidad de la total educación de sus hijos. La objeción escolar tiene
su origen en las ideas del pedagogo John
Holt, quien en su obra “El fracaso de la Escuela” impulsó el movimiento Growing
Without School en los EEUU. Holt, profesor desengañado, hacía una crítica radical a
la escuela a la que reconocía fundamentalmente la función de control y vigilancia de
la adolescencia, sobre unas dimensiones
exageradas de la institución y una rigidez
burocrática que tiene su base en la idea de
que la educación depende de una autoridad y una disciplina basadas en el temor y
la fuerza. Destacaba Holt que la escuela
mataba la curiosidad del alumno y que los
sistemas coercitivos favorecen la infantilización del niño, por encima de su maduración. No se plantea, como pueda parecer,
un rechazo a la educación, sino a la escuela
como único medio para llevarlo a cabo.
12
Liberar y adoctrinar
Hasta el final, el libro de Cuevas Noa es
fundamentalmente descriptivo, las conclusiones sirven al autor para postular su propia propuesta. En primer lugar la defensa
de una idea de la educación “transformadora”, pues la educación tiene para el autor
una eminente naturaleza política y por tanto debe servir para formar en el compromiso social y político. A continuación el autor
plantea, lo que a mi juicio es la gran contradicción de las pedagogías liberadoras, la
asunción de una ideología como fundamento de un modelo educativo que se presenta a sí mismo como emancipador y nos
arroja en brazos de otra Utopía. La idea de
salvarnos de la carne, el demonio, el mundo, la sociedad de clases o la manipulación, a través de otra suerte de manipulación no la he llegado a comprender; todavía. Autores como Silvio Gallo y Josefa
Martín Luengo, consideran que si no se
plantea en la escuela esa rebeldía contra el
modelo social se deja el campo en manos
de los poderes sociales y económicos. Entiendo yo que la mayor rebeldía y la que se
repite con particular insistencia a lo largo
de la historia es la de Edipo, que precisa
matar al padre para librarse de su sombra
o la que conduce al discípulo a acabar con
su maestro, sea este luterano, católico, socialista o libertario. Coincidimos con Cuevas Noa en la crítica a todos los sistemas
que procuran la delegación de las decisiones, la construcción de minorías técnicas
que resuelven nuestra suerte amparadas en
la excelencia de su conocimiento, de toda
excusa que impida la construcción de un
profundo sentido crítico. Sin embargo
plantear la crítica sólo como denuncia de
una situación de poder para elevar a continuación una verdad única, aunque esta sea
la Arcadia feliz de la autogestión, me produce una honda preocupación. La crítica
no puede ser una forma de sustituir el
“neoliberalismo imperante” por una salvación socialista, libertaria o religiosa.
MARTÍN LUENGO, J.; op.cit., 78.
- 158 -
RESEÑAS
La crítica, como la solidaridad o la libertad se aprenden en su ejercicio, por ello el
tono ferreriano del discurso liberador del
autor me parece contradictorio y considero
como Mella que las pedagogías militantes
participan del adoctrinamiento tan lúcidamente descrito por Lerena en su definición
de la educación. Mella consideraba que
“Por buenos que nos reconozcamos, por mucho
que estimemos nuestra propia bondad y nuestra
propia justicia, no tenemos ni peor ni mejor derecho que los de la acera de enfrente para hacer
los jóvenes a nuestra imagen y semejanza”13
13
14
El discurso liberador-educativo tiene
una contradicción de fondo, si concluimos
que la educación es fundamentalmente
adoctrinamiento y reproducción de un modelo, sea este el que se quiera, dejemos de
una vez por todas, de pretender que los
profesores liberamos y abandonemos esa
idea de educación salvífica de tan antigua
tradición. Después de la lectura del libro de
Cuevas Noa nos seguimos haciendo la pregunta que hiciera Lerena de qué encubre
esa contradicción de términos que se llama
“educación libertaria”14
MELLA, R. (1979). Cuestiones de Enseñanza Libertaria. Madrid: Zero, 25.
LERENA, C.; op.cit., 360: “Ferrer y las ínfulas escolares libertarias”.
- 159 -
Por el entorno social de la clase
de matemáticas
Ángel Ramírez Martínez
IES Sierra de Guara. Huesca
MORENO VERDEJO, A.J. (2004). Ideología y
matemáticas. El proceso de infusión ideológica.
Barcelona: Octaedro, 173 pp.
Cuando lo estaba leyendo, comenté el
título con una persona cuya ideología me
ofrece garantías. Tenía curiosidad por ver
su reacción y, en efecto, no me defraudó.
Brevemente, es cierto, quedó esbozado en
su cara un rictus de sorpresa. Luego,
acostumbrada a sospechar –ya digo que
me ofrece garantías– entramos a comentarlo sin mayor problema. Recuerdo aquí
su efímero gesto porque me parece muy
significativo. Las matemáticas siguen conservando un halo de platonismo, de algo
alejado de las cosas de este mundo y, por
tanto, incontaminadas. Pero la vida es como es, e incluso una actividad que muchos de sus profesionales entienden como
elitista y pura se ve afectada por ella. La
ideología ronda las aulas con independencia de la materia sobre la que se esté
trabajando; todo esto ya lo saben en Fedicaria, así que no seguiré más por este camino.
I
Más interesante será aclarar qué ideología y cómo se transmite. Antes de empezar
la lectura anoté algunas ideas de partida.
Hay carga ideológica en:
– La misma existencia de la institución
educativa.
– El diseño del edificio en que se desarrolla la actividad.
– La organización interna con que se
regula: organización de los espacios físicos, reglamentos de régimen interno,
tiempos escolares, pautas académicas,
procedimientos de evaluación, metodologías didácticas, etc.
– El hecho mismo de la evaluación.
– Por supuesto, en los currículos y, en
particular, en el de matemáticas.
– Y vuelta a empezar: en la propia existencia de la asignatura llamada matemáticas –sí, no tiene por qué existir como tal
asignatura independiente–, en su planificación académica, etc., etc.
– En la propia estructura conceptual y
en la inevitable carga filosófica del pensamiento matemático por el hecho de ser
pensamiento matemático.
– En la metodología con la que se trabaja en el aula.
– En las actitudes personales del profesor o profesora de matemáticas y en su
concepción de lo que son las matemáticas,
en general y de lo que deben ser en el nivel
educativo en el que trabaja.
Y, además, el entorno social dispone de
un modelo de lo que debe ser un proceso de
enseñanza-aprendizaje en general, y de matemáticas en particular, que se cuela en el
Centro a través de su relación con las familias y porque alumnos y alumnas, como las
matemáticas, no son seres platónicos sino
que entran en clase con sus circunstancias.
Por supuesto que el libro de A. J. Moreno
se ocupa de todo esto pero previamente define qué entiende por “ideología”. Aunque la
idea de la lista anterior estuvo en mi mente
desde que acepté redactar esta reseña, no la
he concretado hasta ahora, de manera que,
influido por la lectura, he añadido algún
punto más y, sobre todo, he intentado no
usar tan alegremente esa palabra. Para mí, la
frase “las clases de matemáticas son transmisoras de ideología” era una afirmación con
una carga negativa, siempre presente en mi
archivo la advertencia de Lakatos (1978):
- 160 -
RESEÑAS
“Aún no se ha constatado suficientemente que la educación matemática y científica actual es un semillero de
autoritarismo, siendo el peor enemigo del pensamiento crítico e independiente.”
Y, también, aunque parece quedar lejos
de la escuela y de los IES, la perversa –aunque obligada en nuestra estructura social–
connivencia entre Ciencia y Poder.
No son estos los caminos por los que se
decide Moreno aunque no los excluye. Los
deja integrados en un marco más amplio.
Su objetivo es más “científico”, más aséptico. Las dos definiciones de ideología que toma como referentes son de carácter técnico,
útiles sociológicos. Así, por ejemplo:
“La ideología es un constructo dinámico relacionado
con los modos en que los significados se producen, transmiten e incorporan en formas de conocimiento, prácticas
sociales y experiencias culturales. En este sentido, ideología es un conjunto de doctrinas tanto como un medio a
través del cual profesores y educadores dan un sentido a
sus propias experiencias y a las del mundo en que ellos
mismos se encuentran.”1
Elige después el modelo –la infusión
ideológica– mediante el cual va a explicar
cómo la sociedad carga ideológicamente el
currículum, las matemáticas, y la escuela:
“La infusión ideológica por medio de la educación
matemática la definimos como un proceso que basándose
en un marco conceptual cuyos valores y presupuestos ideológicos son desconocidos o desarrollados de manera poco
crítica, tiene como objetivo comprometer al individuo en la
interpretación de las experiencias individuales y las situaciones sociales dentro de esos presupuestos ideológicos.”
Y despliega a continuación ese modelo
atendiendo a los distintos caminos que
pueden seguir los flujos sociales ideológicos hacia la escuela: influencia política, aspectos socioculturales, tecnología y acción
del profesorado.
II
Diseminadas en esa construcción teórica
a la que contribuyen a dar cuerpo, encuentro múltiples observaciones de interés que,
1
sin embargo, son obviadas por gran parte
del profesorado; en algunos casos consciente y en otros inconscientemente. No me resisto a una pequeña selección relativa a las
relaciones entre escuela y sociedad:
- “La educación matemática es un proceso situado histórica y espacialmente”. La infusión ideológica
que se realiza a través de ella “no sólo tiene que ver
con ideas culturales sobre lo que las matemáticas son
sino también con la transmisión de valores que son
funcionales al mantenimiento del orden social y político dentro del cual vivimos.”
[Hay muchas cosas de la sociedad en
que vivo que no me gustan. Me pregunto si
es conveniente que prepare a los alumnos y
alumnas para mantenerlas. Aunque, desde
luego, si intento hacer algo en dirección
contraria, necesito también las matemáticas. Creo que hay que decir esto. Observo
que muchas veces el funcionalismo se acepta acríticamente como justificante de la
asignatura de matemáticas.]
– La escuela se presenta a sí misma como realidad objetiva. Por encima y más allá
de los individuos. Tipifica a los actores que
intervienen en ella según normas que no
están escritas. Pero las diferencias individuales “generan currículos ocultos distintos
cuyo contenido en valores difiere del currículum
institucionalizado.”
– Las conductas de cada actor se ven
afectadas por las expectativas de quienes se
relacionan con él, de manera que cada cual
llega a ser en alguna medida lo que los
otros consideran que debe ser. La educación es, por tanto, “un planteamiento moral”.
– “Las relaciones interpersonales que encontramos en la escuela son a escala reducida las
que aparecen en la sociedad”. Alumnos y
alumnas “aprenden en la escuela la esencia del
comportamiento social que les corresponderá
cuando sean adultos”.
[Me viene a la memoria aquel mediador
gitano increpando a un chico de su etnia
que se había escapado de clase con esta frase clarividente: “¿Dónde te crees que te van a
enseñar a soportar la fábrica más que en el Instituto?”. Tenía bien claro el sustrato ideológico en la escuela.]
Giroux, H. A. (1997). Citado por A. J. Moreno.
- 161 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
– El currículum está en el centro de las
luchas cuando hay reestructuraciones del
sistema educativo. Los diferentes grupos
sociales expresan su verdad a través del currículum.
– “El Estado trata de que la escuela aparezca como neutral y aislada de procesos políticos”.
Esta neutralidad evita “la transmisión de uno
de los valores educativos más interesantes: el
sentido crítico”.
El segundo tema clave de reflexión, sobre el que el profesorado de la asignatura
mantiene habitualmente tópicos ideológicos de los que no es consciente, hace referencia a la naturaleza del pensamiento matemático y a la interpretación filosófica –y
por tanto ideológica– de ese pensamiento.
Me interesa especialmente, pero ante las limitaciones de espacio a que debo someterme, lo pasaré por alto. En el momento actual creo más importante reflexionar sobre
las consecuencias en las clases de matemáticas de la infusión ideológica de origen social, y a eso me dedicaré en los siguientes
apartados. Me limitaré a resaltar –por la vigencia de este tópico y sus desastrosas consecuencias didácticas– la referencia crítica
de A. J. Moreno al carácter supuestamente
universal de las matemáticas.
III
En el prólogo, Paola Valero se manifiesta convencida de que “estudios de este tipo,
donde se define la educación matemática en términos más amplios que la clásica tríada didáctica Profesor-Estudiante-Matemáticas, son fundamentales para el avance de la disciplina investigativa llamada didáctica de la matemáticas”. Me temo que mi referencia a Lakatos
en esta reseña me habrá hecho sospechoso
de estar inmerso en esa tríada y, en efecto,
así es. Lo estoy por imposición del trabajo
diario y lo he estado por influencia de la
metodología de la Resolución de Problemas (RP). El atractivo de las propias matemáticas y una adecuada gestión de procesos de investigación sobre ellas, convenien-
temente adaptados a la edad de los estudiantes, parecían ser bagaje suficiente para
resolver los problemas didácticos que fueran surgiendo en el aula. Si, a pesar de todo, hubiera conflicto, se entendía que el recurso a la libertad serviría para resolverlo:
si la implicación personal en el trabajo es
razonable, cada cual llega hasta donde puede. Después de muchos años con resultados satisfactorios –en mi opinión, claro–
hace unos días me atreví a escribir en un
artículo que, en este momento, y por lo que
atañe a la generalidad del alumnado, “ya
no es posible”2.
¿Qué ha cambiado? Como método de
análisis del funcionamiento interno de las
matemáticas y de los procesos de enseñanza-aprendizaje –es decir, interno a la tríada
que cita Paola Valero– sigo siendo partidario de la RP; sigo pensando que ese es el
contexto en el que debe desarrollarse la enseñanza de las matemáticas. Pero, ciertamente, la RP tenía una componente platónica y son justamente los cambios sociales
los que han incidido en su parálisis como
dinamizador didáctico. El libro de Moreno
me permite expresar con comodidad algunas intuiciones. Juegan en contra:
– La cultura del centro escolar sobre lo
que son (deben ser) las matemáticas y el papel del profesor de matemáticas. La pelea
contra años de costumbres sólidamente
asentadas en la comunidad escolar es agotadora. Es además una cultura compartida
por el Centro, las familias, alumnos y alumnas y ¡¡profesores particulares!! que tienen
su quehacer adaptado a esas costumbres.
– La tensión nunca resuelta entre democracia y selección. La LOGSE aceptó en lo
fundamental las ideas de la RP pero no resolvió el conflicto que ello creaba con una
Universidad anquilosada.
Y, además, la presión ideológica del entorno social motivada por cuestiones sociológicas externas que Moreno reconoce pero
que no entra a detallar en su estudio. Me
refiero a:
– El aumento de la competitividad social. Como consecuencia de ello, las clases
2 Referencia al hermoso libro del Grupo Cero (1983).
- 162 -
RESEÑAS
medias tienen miedo, y gritan aquello de
“vivan las cadenas”. Las cadenas, en este
caso, las resumo irónicamente en la “regla
de Ruffini”, el libro de texto y la rigidez
obligatoria de los temarios.
– Tienen miedo no sólo padres y madres sino también hijos e hijas. Sin duda
hay que salirse de la tríada de marras para
entender cómo un grupo de alumnas de 3º
ESO puede pedir que se les explique la
ecuación de 2º grado porque si no “terminarán viviendo debajo de un puente”.
– Hay que salirse también de esa tríada
para entender cómo el libro de texto ha podido imponerse como recurso único en muchas aulas: presiones de las editoriales y
políticas populistas3 de gratuidad.
Y todavía quedan los cambios que en
quince años ha asumido la sociedad como
lógicos en el papel que deben jugar los adolescentes, considerados hoy, con convencimiento o como una imposición, como consumidores antes que personas. Este cambio
ha tenido una incidencia fundamental en
las tareas didácticas que se desarrollan en
las aulas. Lo podemos enmarcar dentro de
la ideología que alumnos y alumnas aportan al proceso educativo.
En relación con todo lo anterior se pueden explicar quizás algunos cambios que se
están produciendo entre los profesores de
matemáticas. Cada vez gana más adeptos
la tendencia a buscar y educar matemáticamente mentes brillantes frente a la opción
de democratizar la enseñanza de la materia. Sin duda es urgente volver a pensarlo
todo desde parámetros democráticos y sin
olvidar el marco de la RP –así entiendo las
referencias didácticas que Moreno hace en
su libro– pero el mantenimiento de estas
dos coordenadas –democracia y RP– sólo
será posible con un nuevo pacto social sobre la enseñanza de las matemáticas y el
papel que debe jugar el profesor o profesora. La influencia del Informe Pisa parece
orientar la reforma del currículum que promueve el Gobierno. Está por ver si esta vez
será consciente de que no basta con intro-
3
ducir buenas ideas en el currículum, que
tiene que concretar el pacto. Está por ver
también si esa orientación será democrática
o aceptará la ideología competitiva dominante en el cuerpo social.
IV
Así pues, la tríada no basta para analizar y orientar lo que ocurre o debe ocurrir
en las aulas. Sabía esto por convencimiento
ideológico, pero no había tenido hasta ahora necesidad metodológica de buscar fuera
de ella. Pues bien: a pesar de este reconocimiento tengo dudas, no sobre la necesidad
del tipo de trabajos como el desarrollado
por Moreno –una definición y planificación
del marco teórico– sino de su perentoria
utilidad para la didáctica de las matemáticas, actividad (no disciplina) que sólo entiendo, incluso en su faceta investigadora,
como ligada a la práctica.
Casi al comienzo de la exposición de su
modelo, advierte con acierto A. J. Moreno
que el sistema educativo “utiliza una serie
de mecanismos de control que constriñen el
funcionamiento de los individuos que se incorporan a él, haciéndolo más predecible y menos
incierto”. Estas pautas “no siempre se encuentran escritas”. Como consecuencia, “el actor
–profesor/a o alumno/a– percibe el mundo
representado por la escuela como objetivamente
real” y, por tanto, “resulta más difícil cambiarlo”.
Me pregunto si no ocurre algo parecido
con los estudios excesivamente descontextualizados: que ayuden a validar lo real como necesario. Ciertamente, los procesos de
infusión ideológica son inevitables, en cualquier época y sociedad y, por tanto, mi enfoque negativo inicial sobre la incidencia
ideológica en el aula era ingenuo: una posible alternativa supone una infusión ideológica de otro tipo. Pero el modelo expuesto
por A.J. Moreno es tan general que la realidad, y su necesaria crítica, se me acaban
perdiendo.
Digo “populistas” porque es obvio que la democracia en este tema pasa por la gratuidad solamente por
debajo de un cierto nivel económico.
- 163 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
Salvo cuestiones muy específicas, parece un modelo válido para otras asignaturas
e incluso para una diversidad amplia de
países. Además, llevado sin duda por su
afán de rigor científico, advierte Moreno en
ocasiones que no quiere ir más allá de
aportar claves “para una posición
equidistante”. Es esta equidistancia la que
puede poner el estudio al servicio de lo realmente existente. Entre la obra de tendencia panfletaria y la de actitud cientifista4
debe haber puntos intermedios de mutua
fertilización. Si no se da una dialéctica entre planteamiento general y concreciones
particulares que permita un análisis crítico
contextualizado, la realidad estudiada –en
este caso la realidad existente de la escuela
de cada día– queda convertida en algo inevitable. Que las revistas profesionales, por
ejemplo, “delimitan las fronteras de la profesión y del conocimiento que le es propio, delineando los temas importantes de los que no lo son,
lo que es una concepción adecuada o inadecuada
de la práctica, cuál es el vocabulario pertinente,
etc.”5 es algo obvio ya se trate de la revista
de un colegio profesional franquista, de la
revista SUMA6 o la de la Unión de Escritores soviéticos. Más útil es saber qué deriva
han llevado las revistas de profesores de
matemáticas desde su aparición allá por el
final de los 80 hasta hoy, como testimonio
de los intentos de renovación del sistema
educativo en general y de la asignatura de
matemáticas en particular y, en concreto,
qué nos dice su lectura sobre la situación
actual. Es decir: ¿cuál es en este momento
la contribución de las revistas españolas de
profesores de matemáticas en el proceso de
infusión ideológica y, por tanto, en el mantenimiento de un determinado tipo de clase
de matemáticas y del sistema educativo en
general?
Sin duda la concreción sería el siguiente
paso en el trabajo y seguramente mi prevención en este punto es, por tanto, exage-
4
5
6
7
rada. En cualquier caso, el enfoque científico, puesto que supone la convivencia pacífica con la realidad, la objetiva y la hace necesaria. Y es que el análisis de la ideología
que se infunde al sistema educativo para
que a su vez la infunda en la sociedad en
un proceso de realimentación continua, tiene que tener en cuenta aportaciones de lo
que he llamado “enfoque panfletario”. No
por radical deja de ser cierto este título: “El
enigma de la docilidad. Sobre la implicación de
la Escuela en el exterminio global de la disensión y de la diferencia”7. No puedo opinar sobre el libro porque aún no lo he leído, pero
lo supongo más conjetural y sin afanes
científicos. Ocurre que ese título plantea la
que me parece que es una de las cuestiones
básicas de infusión ideológica sociedad? escuela en este momento. El camino actual no
lleva hacia “individuos con pensamiento libre
y creativo” como desea Moreno, y hay que
preguntarse qué responsabilidad tienen las
clases de matemáticas realmente existentes
en todo esto.
Derrotada por mil motivos –pocas personas y colectivos se interesaron en lo contrario– la propuesta metodológica de la
LOGSE, en el erial posterior sólo sobreviven las peores tradiciones didácticas de
nuestra asignatura, convertida en muchas
aulas en un vulgar catecismo. Hay aportaciones tecnológicas y no tecnológicas disponibles, pero si no cerramos los ojos a lo
que ocurre reconoceremos que, por lo general, no se utilizan. No tiene sentido, por
ejemplo, hablar de las consecuencias del
uso de la calculadora en las aulas porque
sencillamente no se usa. La prohíben desde
luego en Primaria, en muchas clases de Secundaria e incluso en aulas y pruebas universitarias. Y cuando se utiliza, es como
mero instrumento de cálculo, obviando los
beneficios didácticos que puede ofrecer. El
calculote, mientras tanto, sigue siendo, por
lo general, el único tema de trabajo.
Pretendo utilizar las dos palabras “panfletaria” y “cientifista” en esta frase sin la carga negativa habitual, como forma de referirme a dos actitudes previas.
Blanco (1997). Citado por A. J. Moreno.
Editada por la Federación Española de Sociedades de Profesores de Matemáticas.
García Olivo, P. (2005).
- 164 -
RESEÑAS
Me pierdo aquí en la maraña de conexiones y pido ayuda a los especialistas:
¿Acaso esta infusión de ideología conservadora a través de la metodología didáctica
no es contraria a la necesidad de contar en
el futuro con ciudadanos y ciudadanas
adaptados a una sociedad en permanente
cambio y basada, según pregona de sí misma, en la innovación permanente? ¿Es esta
innovación mera propaganda (ideológica),
un engaño? Si no es así, ¿por qué se consienten las actuales clases de matemáticas?
¿En qué benefician a un ideario políticamente conservador (recordemos los últimos cambios en el currículum de Esperanza Aguirre)? ¿Cómo puede el profesorado
de matemáticas, y de ciencias en general,
estar convencido de que la enseñanza de
las ciencias –la actual enseñanza de las
ciencias– ayuda a pensar? Etc., etc. Preguntas todas ellas, me parece, relativas a los
procesos de infusión ideológica y que deberían ser analizadas a la luz del modelo teórico que A. J. Moreno nos propone.
Quiero decir con todo esto que, efectivamente, mi uso inconsciente de expresiones
como “carga ideológica” debe ser matizado
en aras de un enfoque más amplio que permita la consideración de procesos sociológicos cuyo análisis es necesario y útil. Pero
también entiendo que es necesaria la sospecha (ideológica) como una herramienta metodológica más.
V
Evaluaciones (¿?) de fin de curso. Como
tutor de un grupo de 1º ESO propongo a la
Junta de Evaluación la conveniencia de valorar cada caso desde un punto de vista
global para decidir, más allá de la suma inconexa de calificaciones, si es o no conveniente que algunos alumnos y alumnas repitan o no repitan curso. No comparto la
carga ideológica que inyectó –no sé si aquí
procede la palabra “infusión”– la LOCE al
imponer la repetición de curso en estos niveles en función del número de suspensos.
8
Profesores y profesoras sufrimos como estudiantes la infusión ideológica correspondiente y, al comenzar nuestra labor profesional, otra más derivada del “conocimiento
informal” (no consciente) sobre la profesión
que nos inculcaron los colegas con su
ejemplo pero, a pesar de ser consciente de
ello, no entiendo que se valore a los alumnos con el único argumento de “es que tiene un 4’2”.
Comprendo, en palabras de A. J. Moreno, que “el currículum fragmentado en asignaturas asegura la estabilidad y esconde las luchas
de poder que subyacen en la creación del currículum. Estabilidad, porque los conflictos ocurren en una gama de asignaturas y cualquier
oposición se neutraliza dentro de la asignatura
presentándose como un problema técnico. Además, al limitar los conflictos a la asignatura se
ocultan las relaciones de poder”. Moreno se refiere a las luchas de poder sociales, pero
podemos cambiar “luchas de poder que subyacen en el currículum” por otra más particular, “luchas de poder que subyacen en los procesos de evaluación”. No en vano, una de las
inyecciones ideológicas del PP en el currículum fue este retroceso didáctico en las
decisiones relativas a la promoción del
alumnado, aprovechando el malestar generado por una situación mal gestionada por
el gobierno anterior.
En la misma línea de infusión ideológica, la obligación de calificar con números
en la ESO, en lugar del anterior código (I,
Sf, B, N, Sb), consigue que “el actor –profesor/a o alumno/a– perciba el informe evaluador como objetivamente real” y que, por tanto,
“resulta más difícil criticarlo”8. Situación análoga a la del economista que justifica sus
decisiones políticas en datos estadísticos
“objetivos” sobre los que no se puede discutir. La vida real –es ella la que existe y
no los números– queda así ocultada y es
más fácil actuar contra ella.
Comprendo todo esto; comprendo también que la infusión ideológica es un proceso “cuyos valores y presupuestos ideológicos
son desconocidos o desarrollados de manera poco crítica”. Pero no entiendo, aunque tam-
Parafraseo la cita de Moreno que he utilizado al final del párrafo segundo del apartado IV.
- 165 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
bién lo comprendo racionalmente 9 , que
profesores y profesoras acepten tan dócilmente estar al servicio del Poder y asuman
tranquilamente tantas cortapisas a su creatividad. Limitan con ello no sólo el desarrollo personal de sus alumnos y alumnas sino
también el suyo propio.
cisión los programas, las asignaturas, las técnicas didácticas. Se equivocan al formular la pregunta, no deberían preocuparse por cómo debe
enseñarse en la escuela, sino por cómo debe ser
uno para poder enseñar.”10
Ciertamente el arte puede y debe ser estudiado desde la sociología.
VI
Iba a escribir que la enseñanza es un arte, no una ciencia (sé que hay conexiones y
creatividad en la ciencia y en el arte, pero
empleo ahora las dos palabras con su carga
habitual de estereotipos); pero estamos cayendo tan bajo que lo cambiaré por: la enseñanza no es una actividad burocrática, es
un arte.
Me gustan mucho estas palabras de Lorenzo Milani, el fundador de la escuela de
Barbiana:
“A veces los amigos me preguntan cómo me
las arreglo para trabajar en la escuela y para tenerla llena. Insisten en que les indique con pre-
9
10
REFERENCIAS
BLANCO, N. (1997). El sentido del conocimiento escolar. En VV.AA.: Volver a pensar la educación, Vol. I. Madrid: Morata, pp. 188-202.
GARCÍA OLIVO, P. (2005). El enigma de la docilidad. Sobre la implicación de la Escuela en el exterminio global de la disensión y de la diferencia.
Barcelona: Virus editorial.
GIROUX, H. A. (1997). Los profesores como intelectuales. Barcelona: Paidós.
GRUPO CERO (1983). Es posible. Valencia: ICE
de la Universidad de Valencia.
LAKATOS, I. (1978). Pruebas y refutaciones. Madrid: Alianza Universidad.
LODI, M. (1970). El país errado. Barcelona: Laia.
La psicología colectiva, sin embargo, no aparece como factor a tener en cuenta en el libro de A. J. Moreno. Puedo entender que queda englobada dentro de la componente ideológica del profesorado.
Citado en Mario Lodi (1970)
- 166 -
Paradojas de la escuela en la era del
capitalismo. Carta a mis queridos críticos
Raimundo Cuesta Fernández
(Fedicaria-Salamanca)
Los que evitan las paradojas evitan también el pensamiento; al menos el pensamiento complejo
(Jesús Ibáñez, El papel del sujeto en la teoría).
Todas las cosas que duran largo tiempo se embeben
precisamente de razón hasta el punto que no se hace creíble que hayan tenido su origen en la sinrazón
(Nietzsche, Aurora).
Para ir entrando en materia
La paradoja, la aporía, como instrumento metodológico constituye, hoy más que
nunca, una manifestación del pensamiento
de estirpe crítica. De ese estilo de mirar el
mundo que una y otra vez, incansablemente, se interroga problemáticamente sobre
esas cosas que, como la escuela, embebidas
de razón, de las razones que le presta la doxa dominante, ocultan las vergüenzas de su
sinrazón originaria (de las espurias razones
que estuvieron en sus comienzos) y de su
sinrazón actual (de las grandilocuentes razones que hoy envuelven su existencia real). Es también la distancia, una suerte de
artificio premeditado de desapego afectivo
y óptico, el procedimiento más pertinente
que deseo emplear para situarme y afrontar en las líneas que siguen los comentarios
públicos que ha motivado hasta el momento mi libro Felices y escolarizados (Octaedro,
2005). A todo ello se añadirá el inevitable
afán de agrupación clasificatoria de mis
queridos críticos, con arreglo a una taxonomía que explora de dónde vienen las voces
y hasta dónde llegan los ecos. Ello me permitirá concluir por qué todavía hoy es conveniente, como traté de proponer en mi li-
1
bro, una crítica histórica de la escolarización en la era del capitalismo1.
Así pues, procederé a hacer un uso
combinado de la paradoja, la distancia y la
taxonomía como herramientas de una crítica de la crítica. Aunque, a poco que se medite, pensar el pensamiento de los demás
sobre uno mismo viene a ser un difícil ejercicio de autoexploración sobre mi condición de sujeto-objeto de un espacio textual
de entrecruzamiento de discursos. También lo es de ocasión para ampliar y matizar (lo que haré con la brevedad que exige
la ocasión) los propios argumentos. Ciertamente, no es poco el peligro de que las tramas discursivas de más de una docena de
recensiones (véanse referencias al final) se
confabulen y multipliquen en esta reseña
de reseñas en una laberíntica batahola de
argumentos a favor y en contra de mis tesis
al punto de que confundan al lector o lectora, totalmente inocentes de toda culpa por
no haber leído cada una de ellas. De ahí
que me vea obligado a obrar como una especie de metarreseñista capaz de ir a la sustancia y evitar el detalle, de tal suerte que
opte por organizar, seleccionar y acudir a
los argumentos más susceptibles de animar
el debate sobre el significado de la escuela
y su historia.
Como quiera que ninguno de los reseñistas puso en duda la aportación empírica
de mi libro o descubrió errores históricos
de bulto que necesitaran corrección o aclaración (e incluso algunos, lo más generosos, alabaron el esfuerzo documental realizado), estamos en condiciones óptimas para desdeñar los detalles y ceñirnos al trazo
Que tuve ocasión de explicar en un largo artículo titulado La escuela y el huracán del progreso.¿Por qué
todavía hoy es necesaria una crítica histórica de la escolarización de masas? In-daga. Revista Internacional
de Ciencias Sociales, 4 (2006), 53-94.
- 167 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
grueso de las críticas que versaron principalmente sobre los fundamentos de la interpretación de los hechos, sobre las teorías
subyacentes y, en fin, sobre las ideologías
en nombre desde las que se formulan las
principales objeciones.
Taxonomía de las críticas: desde
dentro y desde fuera
Me he permitido, más allá de la psicología de cada comentarista, efectuar una sencilla clasificación que atiende a la lógica desde donde se pronuncian los juicios y opiniones sobre mi obra. A tal fin establezco la polaridad “desde dentro” y “desde fuera”.
Hubo también alguien (Cascante, 2006)
que pretendió situarse “desde el más allá”,
o sea, desde la azotea de un pensamiento
postcrítico para el que todo lo dicho era cosa como ya sabida y de poco fuste para gente informada. Como sea que no merece la
pena gastar el tiempo con el “más allá”, regresaremos a las preocupaciones terrenas.
Vayamos, pues, a los que hablaron desde dentro. Por tales entendemos las voces
que se proyectan desde una similar atalaya
crítica, es decir, que pudiendo ser discrepantes en este o aquel aspecto, coinciden
con las tesis centrales de la obra, como consecuencia obvia de poseer una armadura
teórica similar. Ello era esperable entre los
fedicarianos, al menos entre aquellos que
no se acogieron al comentario del silencio.
En efecto, desde muy adentro, casi en condición de coautor, está la breve reseñaanuncio de Julio Mateos (2006), que podría
haber sido suscrita por cualquiera de los
miembros del Proyecto Nebraska. Por su
parte, Javier Gurpegui (2006) y David Seiz
(2006) realizaron, con dosis de distanciamiento superior, un meritorio trabajo de resumen y difusión del contenido, no exento
en ambos casos de sugerentes matizaciones, algunas de ellas dirigidas a las primeras objeciones críticas que aparecieron antes de escribir sus respectivas aportaciones.
Gurpegui, por ejemplo, supo explicar perfectamente, frente a la obsesión antifoucaultiana de algunos de mis críticos, cómo
entiendo las fuentes teóricas que manejo y
qué tipo de eclecticismo teórico practico, si
bien objeta, como otros lectores también hicieron, la existencia de un “cierto desajuste
entre razón utópica y razones prácticas”,
entre la carga de la crítica y la afirmación y
despliegue de una explicación más amplia
y dinámica de las fuerzas de resistencia,
hoy y ayer, a la escuela capitalista. Por su
lado, Seiz insistió en la necesidad de aclarar
las nociones de capitalismo y Estado, y su
relación con la escuela, viendo en el nuevo
Leviatán de la modernidad y en los mensajes de salvación el verdadero motor de la
escolarización. Y supo ver el lado incómodo de un pensamiento intempestivo, parafraseando el apotegma de Pessoa, que tanto
nos gusta: “pensar es incómodo como caminar bajo la lluvia”. Es en efecto, para seguir en Pessoa, un libro del desasosiego.
Dentro del mismo panorama, aunque
sin relación directa con Fedicaria, se cuentan las reseñas de Manuel Ferraz y el artículo de Jaume Martínez Bonafé. En una línea muy elogiosa y encomiástica, destacando los méritos que el libro ofrece al campo
de historiadores de la educación, se encuentra el amplio, reflexivo y documentado
comentario de Ferraz (2006), que llama la
atención por la mucha complicidad con las
tesis del libro y, por ello mismo, la gran distancia que exhibe respecto al pensamiento
dominante en su gremio profesional. Por su
lado, Martínez Bonafé (2006) escribió un artículo por encargo en el que representa el
papel de “a favor” dentro del monográfico
de la revista Cuadernos de Pedagogía
(VV.AA., 2006), que lleva por título Sentido
y función de la escolaridad. Debate a propósito
del libro Felices y escolarizados de Raimundo
Cuesta, obrando así de paladín defensor
frente a dos aportaciones claramente “en
contra” de Viñao (2006) y Puelles (2006). Su
artículo, no obstante, más que una defensa
del contenido del libro (que, de manera
oblicua, también lo es) es la ocasión para
una argumentación complementaria, que se
inscribe en parecidas familias críticas, en
esa vieja familia que no deja de pensar la
crítica social como una crítica del capitalismo, de ese sistema que para muchos pensadores de la sociedad ha caído en desuso o
se ha travestido en OVNI .
- 168 -
RESEÑAS
En un espacio que yo calificaría fronterizo entre dentro y fuera se encuentra un
trabajo inédito que se manejó y debatió en
el seminario de Fedicaria-Salamanca, a cargo de Antonio Molpeceres (2005), matemático adscrito al tal seminario, que a menudo
ha mostrado su acerada, y pese a ello muy
amistosa, crítica de las tesis salidas del entorno fedicariano-nebraskiano. El susodicho realiza una original lectura bourdieana
de Felices y escolarizados, a la que aplica sistemáticamente el esquema interpretativo
de la “violencia simbólica” para acabar
concluyendo que acepta “el certero y demoledor” socioanálisis de la escuela en la
era de capitalista, que admite lo que en el
libro se dice (en suma, que el decurso histórico de la escolarización significa, en cierto
modo, parafraseando a La Rochefoucauld,
el triunfo de la hipocresía sobre la virtud),
pero no comparte los silencios, o sea, lo que
no de dice y debería ser dicho. Se enfatiza
en demasía, según él, en el éxito del artefacto escolar y se ignora, por el contrario,
su potencial de descubrimiento de los mecanismos de dominación: “la crítica a la escuela como taller de generación de violencia simbólica, contra el mito de la escuela
como necesariamente liberadora, surte
efectos emancipadores siempre que no se
oculte que ella misma es también un óptimo medio para desvelarla y generar o reforzar los universales”. Esta especie de reivindicación de la escuela como espacio de
confrontación con la razones de la dominación (con la violencia simbólica) se acompaña de una inteligente y provechosa observación, sobre la que volveré más adelante, acerca de la proclividad de mi pensamiento hacia la concepción de la sociedad
como superposición o combinación de estructuras frente a las más sutil y dinámica
2
representación del espacio social como
campos, como campos de fuerzas.
Los que hablan desde “fuera” se inscriben, salvo una excepción marxista gramsciana (Martín, 2005) en el paradigma que
yo definiría como liberalsocialista, por más
que tal nombre no suela ser de su agrado.
El trabajo de Salustiano Martín reenvía mi
obra a la literatura encargada de desviar y
desmovilizar al proletariado de su tarea
histórica, o sea, de la síntesis final. Agradeciendo el tiempo ocupado por mi colega y
sintiendo haber despertado su santa indignación, nada o poco tengo que polemizar
con quien ve en Foucault y sus secuaces a
enemigos irreductibles de la clase trabajadora. En efecto, Foucault está muy presente
en mi obra (en mi caja de herramientas caben también, entre otros, Marx y Gramsci),
y precisamente esa impregnación foucaultiana es motivo de común y singular desagrado por parte de marxistas o exmarxistas, herederos, para entendernos, unos de
la tercera y otros de segunda internacional,
obsesionados ambos por no caer en el vacío, en la orfandad trasvalorativa que, siguiendo las huellas de los maestros de la
sospecha, a menudo ocasiona la genealogía, esa especie de crítica histórica de la razón desde la razón.
En efecto, Viñao (2005 y 2006), Valls
(2006), Souto (2005)2 y Puelles (2006), a los
que inscribo en el paradigma liberalsocialista (o socialdemócrata, si es más de su
gusto), también participan, tácitamente o
expresamente, de una notable fobia antifoucaultiana (y más aún antinieztscheana).
Por su parte, Fernando Álvarez-Uría
(2006), muy sobresaliente introductor de la
obra del pensador francés en España y pionero con Julia Varela, desde la colección
Genealogía del poder, se suma al conglomera-
La amplia e interesante reseña de X. M. Souto no ha sido objeto de publicación, pero sí de intercambio
epistolar entre nosotros. En ese cruce de argumentos se aprecia la vieja enemistad de cierta tradición
marxista con la obra de Nietzsche y Foucault. Y también una lectura muy peculiar, como lejana y dulcificada de C. Lerena, cuyo libro Reprimir y liberar se interpreta (también curiosamente lo hizo así A. Viñao) como una real disyuntiva entre dos posibilidades, siendo más cierto que los dos términos no son
disyuntivos o alternativos; son, según Lerena, uno y el mismo. En su momento contesté a Souto que
nuestra discrepancia reside en el grado e intensidad con el que debe hacerse la impugnación del actual
sistema escolar. Y eso a su vez nos lleva a las fuentes de nuestro pensamiento.
- 169 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
do liberal-demócrata-progresista mediante
un viraje discursivo poco o nada coherente
con sus iniciales trabajos sobre la arqueología de la escuela y la sociología de la desviación, giro muy apreciable que se ha difundido en importantes tribunas mediáticas3. En todos estos casos, no obstante, la
crítica se hace desde la solvencia profesional que ha caracterizado su trayectoria intelectual y el cortés respeto, propio del más
acrisolado habitus académico, por el trabajo
ajeno. En todos ellos se reclama el valor positivo de la escolarización y el derecho social que hoy supone, como una conquista,
como un progreso y como un instrumento
de mejora y promoción social. Todos coinciden en denunciar el peligro de que una
obra como la mía sirva para fortalecer el
pensamiento desescolarizador y desregulador de las opciones neoliberales. Y es así
como nadie percibe que la razón tiene razones que el corazón no comprende, y que el
trabajo intelectual y la crítica de la cultura
establecida no pueden ser encorsetados en
el corto radio político regido por la bipolaridad alternante (neoliberal/socialdemócrata) de la actual democracia de mercado.
Yo dejo la defensa de los servicios del Estado de bienestar y de la escuela pública de
hoy para mi práctica diaria y para el ejercicio de los derechos ciudadanos constitucionalmente reconocidos en la esfera pública
de esta democracia, pero sin que ello suponga, al mismo tiempo, ceder lo más mínimo en la explanación de las contradicciones del capitalismo en todas sus dimensiones. Porque, como escribió Rafael Huertas,
un cualificado asistente a la presentación
de mi libro en el Círculo de Bellas Artes de
Madrid, “una cosa es defender la política
social, oponerse a las privatizaciones y
otras estrategias neoliberales, y otra muy
distinta es defender el concepto y significado de Estado de bienestar”. Pues, eso.
3
Un libro como el mío que narra la historia de “la larga noche de la escuela capitalista” (Álvarez-Uría, 2006), no pretende enmendar ni una coma de las declaraciones
constitucionales que establecen el derecho
social a la educación (no pretende ni quitar
la escuela ni la medicina universal y gratuita, ni, por supuesto, las pensiones y
otros mecanismos del Estado social capitalista), no busca arrebatar, como supone el
profesor Puelles (2006), toda esperanza a
las clases subalternas lanzándolas al infierno de Dante, ni tampoco persigue dividir
el frente político de los que luchamos contra el desmantelamiento del Estado de
bienestar. Y entonces, ¿qué se busca? Algo
tan sencillo como combatir los prejuicios e
ilusiones que hemos venido compartiendo
lo que genéricamente llamamos izquierda.
La audiencia de mi libro está ahí; de momento, que yo sepa, mi obra no ha causado
ninguna respuesta en el universo intelectual de derechas, porque allí nadie puede
sentirse interpelado; en todo caso, sí negado por el uso que hago de las cortantes
aristas teóricas de pensadores que se sitúan en otra galaxia discursiva. Éste, amigos míos, es un libro dirigido a mí y a vosotros mismos (permítaseme esta licencia
literaria nietzscheana).
Entre los impugnadores desde el exterior sólo uno de ellos es un “afuera”, en
cierto modo (sólo en cierto modo), inesperado. Me refiero a Fernando Álvarez-Uría,
cualificado introductor del pensamiento
foucaultiano en España. ¿Cómo es posible
que con una biografía intelectual de raíz genealógica se llegue a las mismas conclusiones (parafraseándole: amigo, Raimundo,
por favor, que te pasas de crítico y nos dejas sin aliento) que otros colegas que abominan del pensador francés? Probablemente porque existe, ciertamente, la posibilidad
de una interpretación autodeterminista del
Véase su defensa encendida de las virtudes del Estado de bienestar, por ejemplo, en Londres: otros tiempos difíciles. El País, 27-07-2005. Y en su debate con Ignacio Sotelo (Una nueva política social. El País, 3006-2004), en su artículo ¿Irremediablemente instalados en el capitalismo? El País, 21-07-2004. Todos ellos
memorables piezas periodísticas, donde brilla esta suerte de repliegue socialdemócrata, que ya se puede
apreciar en el libro de él mismo y Julia Varela, titulado Sociología, capitalismo y democracia. Morata, Madrid, 2004, que reseñó, con firme pulso crítico, Paz Gimeno en el número 9 (2005) de Con-Ciencia Social.
- 170 -
RESEÑAS
sujeto en la última producción foucaultiana, que lleva Álvarez-Uría a extremar las
potencialidades de libre decisión del sujeto
frente a las formas de dominación de nuestro tipo actual de sociedad.
La escuela como artefacto y los
modos de educación como
instrumental heurístico
Entre los críticos desde fuera, y en los
aledaños del progresismo, se me permitirá
destacar la soberbia reseña de Antonio Viñao (2005), publicada en esta revista y que
me va a servir de hilo conductor de mis comentarios a partir de aquí. No tanto elogio
me merece otra recensión suya algo posterior en Cuadernos de Pedagogía (2006), que
estimo más prisionera de una audiencia
profesoral encantada de oírse a sí misma a
través de los argumentos de otro que regala sus oídos con lisonjeras melodías acerca
del derecho a la escolarización. La contraposición o disyuntiva que allí se maneja entre “engaño” o “derecho social” se me antoja de una pobre y escasa entidad. La escuela es un bien y un mal al mismo tiempo.¿Imagina alguien que yo, o cualquier bípedo pensante, renuncie al derecho a la
atención sanitaria, que deje de reclamar mi
derecho a la medicina gratuita, que suspenda una operación de próstata, en razón de
considerar la política sanitaria y la tecnología médica como instrumentos de dominación social? No es esto o aquello. Es esto
(“engaño”) y aquello (“derecho social”) al
mismo tiempo. Y ahí, claro, si yo exagero
(que lo hago premeditadamente) cuando
enfatizo en “esto”, mi amigo hace lo propio
cuando pone el acento en “aquello”.
De ahí que el equilibrio que Viñao predica, exhibe y busca en la primera reseña
sea difícil encontrarlo en la segunda. Pero
vayamos a la que más interesa. En la primera de ellas resume con maestría y encomiable sistemática lo que considera flancos
débiles de mi trabajo, a saber: la concepción de la escuela como “artefacto”, “maquinaria” o similares imágenes plásticas; la
hipótesis de periodización de la historia de
la escuela que se sugiere a partir del uso
del concepto “modos de educación”; y finalmente, la función que se atribuye al Estado. Pues bien, reutilizaré esa triple impugnación para mi comentario de los comentarios.
Es cierto que cualquier imagen del funcionamiento social comporta riesgos de reduccionismo. Los primeros ingenios escolarizadores universales, al estilo de Comenius, nacieron en plena revolución científica, en el ambiente que acompaña a la era
de la física newtoniana, en el momento del
nuevo Estado absoluto del Barroco (amigo,
como es sabido, más de lo conveniente de
la jardinería palaciega y de la social), en
medio del auge de filosofía mecanicista que
asimila el mundo a un gigantesco reloj, en
los comienzos de lo que conduciría a las sociedades disciplinarias, que M. Foucault
identificó con pluma maestra en Vigilar y
castigar. No me aparto de pensar que esos
moldes mecanicistas han pasado a la tradición estructuralista de la teoría social y perviven a pesar de que el contexto de la ciencia postnewtoniana y postmecanicista exija
unas imágenes más dinámicas, menos deterministas y mucho más complejas del
funcionamiento social. Pero también tengo
para mí que esa tradición incorpora la noción de sistema y totalidad social como elementos insustituibles del análisis de cualquier institución. Y no sólo por eso debe reclamarse el uso de “artefacto”; también ha
de recordarse aquí que su empleo connota
el carácter histórico de cualquier institución social en tanto en cuanto arte factus es
siempre obra humana y, como tal, resulta
algo no natural, contingente. Otra cosa es
que, en mi análisis macroscópico de difícil
matización en un ensayo como el mío, queden adecuadamente señaladas las relaciones entre génesis y funcionamiento de estructuras, y entre ambos y la acción de los
agentes sociales. Estoy dispuesto a admitir
la existencia de una pecaminosa inclinación
de mi obra hacia un cierto intencionalismo
que escora la mirada hacia una de las caras
de la escuela. Al mismo tiempo no puedo
dejar de percibir en la mayoría de mis mejores críticos, y de ello no se salva tampoco
Viñao, una opuesta tendencia a dejarse se-
- 171 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
ducir por la cara opuesta. Como muestra
ilustrativa valga el ejemplo, por otro lado
digno de gran estima, de la última de sus
excelentes síntesis interpretativas de la historia de la escuela en España, que lleva el
significativo título de Escuela para todos.
Educación y modernidad en la España del siglo
XX (Madrid: Pons, 2004).
En todo caso, la noción de “escuela-artefacto” tiene un poder plástico insustituible
en Comenius (el inventor de education for
all) y creo que también en el análisis sociohistórico de la institución. Siempre claro
está que ese artefacto no se convierta en
una horrible máquina dentro de la que los
sujetos intencionadamente se engañan unos
a otros, según un plan conspirativo concebido por un torvo manipulador de marionetas. Siempre y cuando no confundamos
la coerción estructural sobre el individuo
como una férrea e implacable ley como era,
salvando las distancia de lo social a lo teológico, la de la predestinación calvinista.
Concedo que, como varios de mis amigos
críticos han hecho notar y yo reconozco
más arriba, es posible realizar una lectura
artefacticista (valga el palabrejo) de mi trabajo, especialmente en algunas de sus partes (las que más pueden deber a Vigilar y
castigar). Niego, en cambio, que yo sugiera
o diga que las estructuras escolares actúan
con premeditación, alevosía e intención
programada de personas o clases sociales.
Los artefactos sociales son siempre resultado de las prácticas infraconscientes (del habitus) y no de ningún perverso enredo previamente planificado por persona o clase
alguna. Son, en cambio, construcciones en
continua reconstrucción y transformación,
sin diseño previo hacia un fin inevitable.
Claro que admito, como sugería mi amigo
A. Molpeceres, que podría haberme beneficiado con el uso del concepto de “campo”.
En efecto, el campo educativo podría recoger mejor, más dialécticamente y menos
mecánicamente, el haz de fuerzas y sujetos
4
que hacen sus apuestas prácticas dentro del
espacio social a lo largo de la escuela en la
era del capitalismo.
En cuanto a la periodización basada en
modos de educación, los reparos de Viñao
no son tanto la defensa de los criterios que
emplea él mismo y el gremio de historiadores de la educación (en ello concuerda con
mi crítica), como una discrepancia con la alternativa que propongo. Ciertos cualificados historiadores, como Viñao, pero también los muchos mediocres que en el mundo han sido, tienden a huir como de la peste de todo ensayo de sistematización, que
suele tildarse apriorístico. El historiador
historicista es un datómano incorregible,
adicto al resplandor de la irrelevancia empirista. No obstante, algunos saben (y Antonio mejor que nadie) el interés que tiene
aplicar conceptos heurísticos como los de F.
Ringer o D. K. Müller4 a la hora de explicar
el devenir de los sistemas educativos. El rechazo de la incorporación del concepto de
modos de educación pienso que, entre otras
razones, tiene que ver con el tufillo marxistoide y economicista que expele, como parece sugerir el profesor Puelles (2006).
No es aquí tiempo ni ocasión para explicar el concepto y sus posibilidades heurísticas, pero sí para reafirmar su carácter en
absoluto dependiente de un paradigma determinista en lo económico. Esa construcción mental es deudora de fuentes intelectuales que no van en una misma dirección,
tales como Marx, Weber, Foucault y Bourdieu. En los modos de educación se recogen tres dimensiones productoras al mismo
tiempo de la totalidad de la vida social (las
económicas, las políticas y las simbólicas).
Que se pretenda relacionar la evolución del
capitalismo con la de la escuela en ningún
caso nos remite a la vetusta problemática
marxista de las relaciones entre infraestructura y superestructura, por más que, a pesar de la rebelde negación de los historiadores de la pedagogía, existan relaciones
Me refiero a los trabajos de estos interesantes historiadores de la educación, una muestra de los cuales
puede consultarse en Müller, D. K.; Ringer, F., y Simon, B. (comps.) (1992). El desarrollo del sistema educativo moderno. Cambio estructural y reproducción social 1870-1920. Madrid: Ministerio de Trabajo y Seguridad Social.
- 172 -
RESEÑAS
inocultables entre, por ejemplo, la evolución de las prácticas pedagógicas (disciplinarias, correctivas y psicológicas) con el decurso de los modelos de organización del
trabajo (artesanal, fabril, fordista, postfordista). Pero, para seguir con el ejemplo, el
itinerario que va desde las prácticas pedagógicas basadas en la organización del espacio, el tiempo y el orden de la clase (enseñar a muchos rápidamente), propias del
modo de educación tradicional-elitista, a
las maneras de hacer de las pedagogías psicológicas de nuestro tiempo moldeadoras
del sujeto flexible constructivista, tiene que
ver no sólo con el desarrollo del sistema
económico capitalista, sino con otros dos
vectores que rigen los modos de educación,
a saber, las formas de dominación cada vez
más racionales y tecnocráticas que velan la
coacción de los dominantes con dosis superiores de violencia simbólica, y las modalidades de producción y circulación del capital cultural. Por lo tanto, de economicismo
nada de nada. La escuela, como subsistema
social, produce y es producto a su vez de
un triple haz de relaciones de poder: económicas, políticas y culturales.
Sospecha el profesor Viñao que el concepto modo de educación pudiera avenirse
mal con las exigencias empíricas de toda investigación y devenir, en consecuencia, en
abstracta armadura todoloexplica. Pero
aquí debe recordarse que tal instrumental
heurístico nació de una tesis doctoral sobre
la historia de una disciplina escolar presentada en 1997, tras diez años de indagación
empírica cuya acumulación documental sólo parcialmente figura en dos de los libros a
los que dio lugar5. La criatura conceptual
vio la luz, pues, en plena faena investigadora y no fue un feliz mecano inventado en
5
6
una noche de insomnio. Actualmente, además, su verificación empírica, constituye un
aspecto muy importante de las indagaciones en curso dentro del Proyecto Nebraska,
que, a buen seguro, dibujarán un trazo más
fino, documentado y matizado de la dinámica del cambio y la continuidad, fin último de cualquier ensayo de periodización.
Acierta Viñao, con razón que no le falta,
que la captación de esa dinámica de lo que
permanece y lo que cambia es la razón de
ser de la periodización. Sostiene, en cambio, que el aparato metodológico que se
emplea en mi trabajo se decanta en exceso
por la percepción de las continuidades, y,
por ello, no comprende suficientemente
bien las discontinuidades, ni las rupturas
en la historia de la educación. Según su criterio, el ejemplo más visible es el trato que
dispenso al franquismo, que, en su opinión,
generó más rupturas de las que yo estoy
dispuesto a aceptar. Veremos lo que dicen
las dos tesis doctorales que se integran en
el Proyecto Nebraska y que tocan muy directamente este punto. Desde luego, la pérdida de la memoria de la renovación pedagógica que invoca Viñao es cierta, pero tal
hecho se inscribe en la órbita de la depuración ideológica (que sólo algún franquista
niega) y no en la esfera de los cambios profundos de la cultura escolar (la organización del tiempo, del espacio, los cuerpos
profesionales, de los formatos curriculares,
etc.). Lo mismo ocurre cuando, con frecuencia se apela a la tradición renovadora
y reformista de la II República, como esperanza de un cambio profundo que se frustró. Siguiendo a María del Mar del Pozo6,
sugiere que en ese tiempo hubo por primera vez un encuentro de las tres culturas
(política educativa, discurso de los pedago-
Sociogénesis de una disciplina escolar: la historia. Barcelona: Pomares, 1997; y Clío en las aulas. La enseñanza
de la historia en España entre reformas, ilusiones y rutinas. Madrid: Akal, 1998, son dos libros que se alimentan de mi tesis de doctorado El código disciplinar de la historia. Tradiciones, dicursos y prácticas sociales de la
educación histórica en España (siglos XVIII-XX). Salamanca: Facultad de Educación, Universidad de Salamanca, 1997.
Cuya interesantísima labor de indagación empírica queda un tanto oscurecida por una nube de hagiografía idealista. O sea, dotación empírica valiosísima más ganga de pastoral pedagogista. Véase Pozo
Andrés, Mª del Mar (2005). La renovación pedagógica en España (1900-1931): Etapas, características y
movimientos. V Encuentro de Historia de la Educación, Coimbra/Castelo Branco: Alma Azul, 115-159.
- 173 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
gos y acción de los maestros) hasta entonces separadas. La exhibición de ideas pedagógicas, de leyes educativas y vidas ejemplares de maestros y otros agentes de la vida escolar se presenta como muestra, ribeteada de rasgos hagiográficos acríticos (por
cierto, muy bien recibidos entre los actuales
docentes izquierdistas), que deberían ser
atemperados con la idea de que se está representando el espectáculo del éxito por vía
del fracaso. Esto es, la vida personal y profesional de los innovadores republicanos se
presenta ahora como un éxito que no pudo
ser por el franquismo. Asistimos así a la feliz desventura de quienes no pudieron demostrar que tenían razón. Ocurre ahora
que, pasados más de treinta años de la
muerte de Franco, los actuales herederos
del ethos republicano y pedagogista, y después de una y otra reforma educativa,
cuando ya la memoria de los viejos y dorados tiempos se ha recobrado, nada parece
indicar que las fórmulas magistrales y los
sueños de la razón escolar hayan conducido a una escuela como la soñada. Los viejos
y nuevos alquimistas siguen tropezando,
una y otra vez, en su desesperada búsqueda de la piedra filosofal que transforme
mágicamente el plomo de la escuela de
ayer y hoy en oro escolar de mañana.
En estos treinta últimos años, reforma
educativa tras reforma, fracaso tras fracaso,
siempre existen motivos para echar la culpa
a la falta de recursos, a la molicie del profesorado, o a la llegada de la derecha al Gobierno, etc. Me encuentro entre los que
creen que no es lo mismo que gobierne el
PSOE o el PP, pero también reputo muy incompleto el análisis de la educación y de
las reformas educativas que toma como
7
molde explicativo la alternancia socialdemocracia/neoliberalismo, porque no se alcanza a ver la continuidad estructural, además del cambio, que ha supuesto en la España del tradofranquismo, de la transición
y de la actual democracia, del modo de
educación tecnocrático de masas. Este tipo
de lentes teóricas, como son los modos de
educación, creo yo, enriquecerían los trabajos, por otra parte muy meritorios, de Rozada (2002) y Viñao (2004)7 sobre historia de
las reformas educativas.
En todo caso, sostengo que aún siendo
ciertas, parcial o totalmente las aseveraciones críticas respecto al sistema de periodización que propongo, corresponde a historiadores como Viñao poner en concertación
el molde de periodización que utilizan con
los planteamientos historiográficos que defienden. Eso intentamos hacer nosotros en
el Proyecto Nebraska. En fin, el profesor
Viñao queda invitado públicamente a aceptar una sugerencia que ya le hice en privado, a salir de la horma historicista y escribir
(él puede hacerlo como nadie) una renovada historia de la educación en España. Ahí
queda el desafío intelectual.
A vueltas con Leviatán
En cuanto a su tercera objeción, la función del Estado y su relación con la escuela,
uniré el comentario de sus juicios a los expresados por el profesor Puelles (2006), cuyas semejanzas resultan evidentes. Ello no
sin antes agradecer también a este último el
tono ponderado, reflexivo y respetuoso de
su aportación, propio de quien sabe, al leer
la obra ajena, enriquecer la propia.
Me refiero a José Mª Rozada (2002). Las reformas y lo que está pasando (De cómo en la educación la democracia encontró su pareja: el mercado). Con-Ciencia Social, 6, 15-57; y Antonio Viñao (2004). Educación para todos. Educación y modernidad en la España del siglo XX. Madrid: Pons. Ambos, pese constituir lectura imprescindible, se dejan encerrar dentro de una perspectiva bipartidista de las políticas educativas.
La controversia sobre si el giro neoliberal estaba o no ya en las políticas primeras del PSOE de los años
ochenta, se torna estéril si no se encajan todas las leyes educativas habidas desde 1970 hasta hoy en un
marco de requerimientos que supera las alternativas de los dos partidos turnantes. No basta con afirmar
que no hay escuela comprensiva que valga sin una política social avanzada. Es preciso, pese a defender
esas políticas, criticar la idea ilusoria de una escuela integrada, su imposibilidad dentro de una estructura clasista como la actual.
- 174 -
RESEÑAS
Ambos catedráticos de historia de la
educación, de Murcia y la UNED respectivamente, uno más culturalista y otro más
politicista, coinciden en señalar que en mi
obra los factores políticos quedan desvalorizados bajo el omnipotente molde de los
modos de educación. No podía esperarse
cosa distinta de Puelles, que ha sido el máximo exponente y creador del canon estatista de la historia de la educación española, muy ceñido a los procesos legislativos
emanados de la autoridad pública, cuya
razón manifiesta y oculta consiste en la demostración de un éxito: la conquista del
derecho social a la educación, o lo que es
lo mismo, la educación como derecho social. De ahí que el dardo de su crítica
apunte hacia mi supuesta simplificación
del fenómeno estatal, que, según él, quedaría rebajado en mi obra a la mera condición de epifenómeno o subproducto del
desarrollo capitalista, reduccionismo economicista que negaría el carácter histórico
del Estado como resultado dinámico de luchas sociales y políticas. Sin embargo,
comparto plenamente estos argumentos y
no me doy por responsable de haberlos ignorado. Acepto no sólo la complejidad del
Estado actual, sino también la naturaleza
dinámica y polimorfa de las relaciones de
poder en las que la forma estatal de ayer y
hoy se hace realidad. Para mí el espacio social es el escenario de las relaciones de poder en tres planos (económico, político y
simbólico) que actúan, se comunican e implican entre sí.
Es más creo adivinar en mi trabajo una
perspectiva no evolucionista ni esencialista
del Estado, más certera y dinámica de lo
que sugiere el profesor Puelles. Ahora bien,
de ninguna manera comparto el mito estatista de la historiografía liberal que ambos
historiadores, Viñao y Puelles, el segundo
más que el primero, admiten implícita o explícitamente. La raíz vital y argumentativa
del mito historiográfico liberal reside en la
idea de que la entidad “Estado” constituye
una instancia racional y arbitral frente a la
8
sociedad civil, que se realiza en la historia
universal (como recordara Hegel) como
una marcha triunfal e irreversible de modernización de las sociedades hacia el progreso. El paradigma estatista liberal es la
otra cara de la idea de progreso. Ambas se
alimentan mutuamente.
Por mi parte, creo haber dado cuenta
cómo el proceso de escolarización universal discurre en paralelo al de la fabricación
del Estado moderno y cómo ello supone
una creciente sujeción del individuo (un individuo que ahora se crea como objeto y
sujeto político) a un orden abstracto y una
progresiva intervención del poder político
en las diversas facetas de la vida social. En
el marco de esa tendencia general hacia la
centralización y absorción de funciones
comparece la escuela como una manifestación, entre otras, de la sucesiva expropiación de funciones a la familia, a la Iglesia, a
las comunidades, etc. Ocurre, sin embargo,
que el liberalismo político y los doctrinarios del absolutismo tipo Hobbes, en feliz
concertación de contrarios, ayudan a crear
el mitologema de un Estado absoluto omnipotente en el Antiguo Régimen. La magnífica obra de António M. Hespanha (As vésperas do Leviatán. Instituções e poder político
(Portugal, s. XVII)8, cuya primera edición
data de 1986, refuta la creación ex post facto
de la narrativa legendaria sobre la naturaleza del poder absolutista moderno (demostrando su debilidad) y pone en evidencia la falacia que encierra el concebir el
constitucionalismo de prosapia liberal y
democrática como una interrupción en el
imparable proceso de acumulación y concentración de poderes en manos del Estado
nacional. Frente a ello, es demostrable, como Foucault ha insistido hasta la saciedad,
que el poder invasivo del Estado en la era
del capitalismo (él, amigo Viñao, casi no
utiliza esta expresión; la utilizo yo) no ha
dejado de crecer desde el origen de las sociedades disciplinarias, que el Estado liberal no intervencionista es una composición
ideológica autocomplaciente, tras el que se
Hay versión española en Taurus, 1989. Agradezco que David Seiz me invitara a conocer las similitudes
entre el historiador portugués y la obra de Foucault.
- 175 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
oculta que “las disciplinas reales y corporales han constituido el subsuelo de las libertades formales y jurídicas” (Foucault, 1984,
225). El fantasma jurídico-político de la libertad moderna cabalga hoy sobre los
hombros de un Leviatán a menudo más
persuasivo y risueño, incluso a veces invisible y monitorizado, pero no menos eficaz
en el control de la vida cotidiana de los
cuerpos y las almas de sus ciudadanos (recuerde el lector el conjunto de telecontroles
y demás normas patrióticas segregadas por
las cruzadas antiterroristas de Bush o
Blair). La experiencia totalitaria del siglo
XX no autoriza a hacer demasiadas bromas
acerca del Gran Hermano, porque no son
una pandilla de indocumentados los que
creen que en la cima de la democracia de
9
nuestros días, como ocurrió no hace tanto
con el fascismo, se aloja, en fase de larva,
un Estado delincuente que convierte la excepción en la norma, que se rige por la razón omnipotente del Estado de excepción9.
No se equivocan demasiado quienes atisban nuestro tiempo como el de la transición
del Estado social al Estado penal, o aquellos otros que ven en el campo de concentración una metáfora del Estado moderno:
de Auschwitz a Guantámano pasando por
el Gulag. Claro que esta visión de las cosas
poco o nada tiene que ver con las ideas de
la ciudadanía social que emplea Puelles o
las virtudes providenciales de la propiedad
social esgrimidas por Álvarez-Uría que sirven para proferir ditirambos al Estado de
bienestar.
Siguiendo las huellas de W. Benjamín y M. Foucault, Giorgio Agamben (2003) ha teorizado acerca del
Estado de excepción y de cómo el paradigma del campo de concentración se convierte en símbolo del
Estado actual. Véase su Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre-Textos. Por su parte,
Enzo Traverso (2000) ha estudiado con gran acierto la genealogía del discurso intelectual crítico contra
la deriva autoritaria del Estado del siglo XX en La historia desgarrada. Ensayo sobre Auschwitz y los intelectuales. Barcelona: Herder. La tarea crítica para que, siguiendo la invitación adorniana, Auschwitz no se
repita, en España posee algunos ilustres representantes; uno de ellos es el proyecto encabezado por Reyes Mate bajo el título La Filosofía después del Holocausto; véase por ejemplo R. Mate (2003). Memoria de
Auschwitz. Actualidad moral y política. Madrid: Trotta. Resulta sintomático que en tales proyectos esté
muy presente la sombra benéfica de W. Benjamín, un “anunciador del fuego” que no deber ser olvidado en los tiempos que corren. R. Mate (2006) precisamente acaba de dar a la luz una reactualización de
la filosofía de la historia benjaminiana: Medianoche de la historia. Comentarios a las tesis de Walter Benjamin
«Sobre el concepto de Historia». Madrid: Trotta. En notoria sintonía con esta crítica radical del actual Leviatán puede uno asomarse con mucho provecho a las publicaciones nacidas del programa Utopias del
control y control de las utopías, que desarrollan en concierto el Observatorio del Sistema Penal y los Derechos Humanos de la Universidad de Barcelona y la editorial Anthropos. Entre otros, Iñaki Rivera Beiras (coord.) (2004 y 2005). Mitologías y discursos sobre el castigo. Historia del presente y posibles escenarios.
Barcelona: Anthropos; y Política criminal y sistema penal. Viejas y nuevas racionalidades punitivas. Barcelona: Anthropos. La excelente descripción del Estado penal que dibujan estos dos últimos libros causan
espanto y ponen de relieve que las utopías del control perfecto son algo más que literatura de anticipación. Ahí se ve la sintonía entre crisis fiscal del Estado de bienestar y el endurecimiento del pensamiento penal y las políticas penitenciarias y de control. En EE.UU. uno de cada diez hombre negros, comprendidas entre 18 y 34 años, está actualmente en prisión (1/125 es la ratio normal en el conjunto) y
uno de cada tres está bajo la supervisión de la justicia criminal o detenido en algún momento del año
(Rivera Beiras, 2004: 57-58). EE.UU. anticipa el futuro penal de Europa y la espectacular expansión de
la industria de la seguridad, cuyas empresas cotizan en bolsa con gran éxito y exponen periódicamente
en ferias especializadas una gama increíble de artilugios para reducir, normalizar, controlar, etc. , a los
“grupos de riesgo”. Alguien podría empezar a pensar en la dudosa compatibilidad de la democracia
con esta industria carcelaria, que se va pareciendo cada vez más al gulag y al campo como paradigmas
de la exclusión, como tecnologías defensivas de una gestión punitiva de la pobreza, de una no declarada guerra contra los pobres.
En fin, cada uno es hijo de sus lecturas, que ya implican preferencias ideológicas; desde luego estas referencias y consejos bibliográficos poco o nada tienen que ver con las apelaciones del profesor Puelles a
autores como A. Hirschaman o T. H. Marshall.
- 176 -
RESEÑAS
Precisamente la obra de Focucault nos
permite, en efecto, abandonar el modelo de
la soberanía y la concepción voluntarista
de la política: la política como la lucha de
voluntades individuales por derechos que
finalmente se consiguen. Amplía y sitúa en
otra lógica las relaciones de poder y rompe
también con una comprensión cosificada
del Estado, que había gozado de gran predicamento también en el marxismo clásico.
En efecto, frente al Estado como ente neutro al servicio del bien público de los liberales, surge, como réplica de otro y lo mismo, la concepción del Estado como consejo
de Administración de los intereses de la
clase burguesa. Pero en ambos casos el Estado es imaginado como lugar o cosa que
se conquista (los liberales para establecer el
bien nacional común; los marxista para imponer la dictadura democrática de la clase
obrera). Esta visión limitada y politicista
de poder resulta hoy manifiestamente superable. Ya dentro de la tradición marxista
los conceptos de hegemonía en Gramsci o
el de aparatos ideológicos de Estado en
Althusser empezaron a facilitar miradas
más complejas sobre el poder político y sus
relaciones con las otras instancia del sistema social. El propio Foucault, en su última
etapa, hace más refinado y dinámico su
análisis con la incorporación de las ideas
de “poder pastoral”, “biopolítica” y “gubernamentalidad”.
La imagen del Estado como cosa y lugar que ocupar se ha correspondido históricamente durante toda la modernidad con
la de la escuela como espacio vacío y plano
dispuesto a ser llenado de significados ideológicos. Ahí se han dado cita, con resultados muchas veces contradictorios, todo tipo de ingenierías sociales more pedagógico. Ahora bien, no es cosa fácil superar la
concepción estatista y voluntarista del poder, porque, entre otras razones, una representación más polimorfa y polinuclear
implica consecuencias de gran calado. Entre otras, que las relaciones de poder empapan todas las relaciones sociales (incluidas las pedagógicas) y se inscriben en las
prácticas por las que nos convertimos en
sujetos de los distintos lugares institucionales (entre ellos la escuela) donde nos ha-
cemos. De modo que la centralidad del Estado y las formas de pugna parlamentaria
conforme a modelo bipartidario al uso
pierden intensidad frente a la lucha contra
las tecnologías de dirección y modelado de
las conciencias en los diversos escenarios
institucionales de nuestra práctica. Ahí
ocupa lugar preferente la acción de plataformas de colectivos antihegemónicos, como Fedicaria, dentro de las políticas de la
cultura en las que algunos inscribimos la
didáctica crítica. Ahí cobra sentido la derivación no estatista de plataformas de intelectuales específicos, capaces de denunciar
la dominación y las razones de los dominadores desde los espacios concretos donde se produce. Entre un coyunturalismo
político de carácter táctico y una estrategia
de lucha cultural de más largo plazo e intención más profunda, creo que ha de moverse la intervención social, siempre y
también aquí, pensando alto y actuando
bajo, sin la hipotecas bipartidarias al uso.
Eso no creo que sea, como sugiere Puelles,
menospreciar y dividir el terreno de lo político; es situarse en otro lugar que nos permita organizar el pesimismo sin renunciar
intelectualmente a nada en aras al pragmatismo dictado por las coyunturas políticas
de la actual democracia.
Y, naturalmente, pensar alto y actuar
bajo conviene como procedimiento también a la hora de mirar al Estado de
bienestar. Para Puelles, Viñao y el resto
de los “afueras” (incluido F. ÁlvarezUría), ese Estado, del que la escuela de
masas constituye parte indisoluble, es la
encarnación de un ideal democrático, al
que mi desmitificadora historia de su génesis habría perdido el respeto. Si hubiera
espacio nos podríamos preguntar por qué
Churchill en la guerra y las posguerra dio
un sí a ese tipo de Estado y, en cambio,
Thatcher, su correligionaria cuarenta años
después, se dedicará a socavarlo (que no
hacerlo desaparecer). Y esas variaciones se
explican justamente porque, como decíamos antes, el Estado es siempre el resultado dinámico e histórico de las luchas sociales y políticas. Es, por tanto, el Estado
de bienestar y sus modalidades (que son
varias y la española existe, vaya que sí,
- 177 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
amigo Viñao)10 una relación no estática de
pactos de clase, de esa especie de democracia corporatista que entrañan las versiones
más avanzadas de bienestar, dentro de
momentos de evolución del capitalismo y
las políticas realizadas desde el Estado. En
el momento actual, tras la crisis fiscal de
sus fundamentos, enunciada por James
O´Connor ya en 1973, la regresión neoliberal no ha de confundirnos. No se trata de
que nos dé igual (que no nos da) el neoliberalismo que las políticas de protección
social; se trata de que para hacer uso del
pensamiento complejo (ya se sabe: “los
que evitan las paradojas, evitan también el
pensamiento; al menos el pensamiento
complejo”), no olvidemos que las políticas
de bienestar significan también, además de
un efectivo bien-estar para los que se benefician de ellas, mecanismos defensivos de
seguridad del orden social, instrumentos
de garantía de reproducción de la tasa de
ganancia y fórmulas cada vez más refinadas de control y sometimiento biopolítico
de las poblaciones. Una década transcurrió
entre la denuncia de la crisis fiscal del Estado de bienestar y la obra de Claus Offe11
en la que se ponían en evidencia las contradicciones y los límites del Estado de
bienestar. Ignorar hoy el carácter contradictorio y bifronte de tal Estado no se puede justificar desde el pensamiento de tradición crítica. El Estado de bienestar actual-
10
11
mente existente se integra en un nuevo
modelo de Estado que he dado en llamar
evanescente, propio de las sociedades de
control. Ocurre como si el Estado, después
de un larguísimo proceso de absorción y
centralización de funciones, se escondiera,
se difuminara e hiciera como que si devolviera funciones a la sociedad civil a través
de mecanismo e instituciones (públicas o
privadas) de cuidado médico, educativo,
penal, psicológico, social, o sea, de atención individual total.
Estas nuevas figuras del Estado comparecen al mismo tiempo que las relaciones de poder simbólico dentro de una
nueva sociedad educadora y terapéutica,
y de poder económico, dentro de un nuevo tipo de capitalismo, giran en una nueva dirección, que, dado su estado embrionario, sólo podemos captar como esbozo y
tendencia.
Capitalismo total
Precisamente una de las críticas más reiteradas a mi trabajo ha estribado en la gran
importancia que atribuyo al capitalismo,
como demiurgo oculto que lo explica todo,
frente a la escasa explicitación de lo que ha
de entenderse por este término. Pues bien,
esto merece, por lo menos, una breve respuesta final.
Me sorprende que Antonio Viñao confunda Estado de bienestar con uno de sus modelos el llamado socialdemócrata y de ahí deduzca que en España no hay tal. Sea cual fuere, ni siquiera Viçenc Navarro
(véanse sus libros: Bienestar insuficiente, democracia incompleta. Barcelona: Anagrama, 2003, y El subdesarrollo social de España. Causas y consecuencias. Barcelona: Anagrama, 2006), principal admirador y defensor a ultranza de la socialdemocracia pura llega a sostener que en España no exista tal Estado, aunque sí
demuestra su carácter incompleto y su retroceso tras las políticas neoliberales del oráculo de Delfos (el
inefable ministro Solbes) en los últimos gobiernos de Felipe González y la llegada al poder del PP.
Su libro contradicciones en el Estado del bienestar. Madrid: Alianza, 1990, publicado originariamente en inglés en 1984 contiene muchos de los ingredientes críticos que permiten pensar sus límites. Por su parte,
el trabajo de Donald Saason (2001). Cien años de socialismo. Barcelona: Edhasa refresca la memoria sobre
la historia de la construcción del Welfare State; también aporta información relevante el libro de Norman
Birnbaum (2003). Después del progreso. Reformismo social estadounidense y socialismo europeo en el siglo XX.
Barcelona: Tusquets, además de las muchas entradas bibliográficas citadas en mi libro. Cabe mencionar,
para el caso español, el último libro de Viçenc Navarro (2006), ya citado en nota anterior, que, incombustible, recrea una y otra vez sus argumentos sobre las carencias del modelo español de bienestar. Incluso allí nos amplía sus ya conocidas tesis y además nos informa de su papel, también insuficiente, como orientador del programa político con el que llegó al poder el PSOE en 2004.
- 178 -
RESEÑAS
En primer lugar, en un ensayo de carácter general no se debería esperar una elaboración teórica original sobre este asunto.
Por inferencia lógica y lectura sintomática
de mi libro, se podría colegir que por capitalismo, en sus primeras etapas, entiendo
lo que Marx dejara dicho en El Capital. Tomando como base la tradición teórica marxista, el capitalismo es un modo de producción que se caracteriza por una sistemática
explotación del trabajo y la progresiva generalización de la forma mercancía. No es
para mí la totalidad social expresiva, pero
sí es una parte de lo social sin la que nada
cobra sentido. De modo que mi insistencia
en el capitalismo (quizás excesiva) pueda
además entenderse como una réplica homeopática al frecuente olvido de esa realidad en los estudios sociales, como si se temiera el recusatorio apelativo de “marxista
ortodoxo”.
Ciertamente, la historia y periodización
del capitalismo no es tarea fácil. Por mi
parte, he intentado establecer relaciones
entre modos de educación y las distintas
fases y modelos del capitalismo: el industrial tradicional-fabril, el gran capitalismo
financiero y de Estado, y el capitalismo
postindustrial, de consumo y de ficción de
nuestro tiempo. Admito que la actual faz y
caracterización del capitalismo no es nada
fácil. Por mi parte, pienso que tras la crisis
de acumulación de los años setenta, el subsiguiente retroceso y desmantelamiento
parcial del Estado de bienestar en los
ochenta, la acumulación tecnológica de los
noventa, especialmente en su aspecto informacional, y la escalada de internacionalización del capital, hemos llegado a una suerte
de lo que llamo totalcapitalismo.
Constituye el momento de máxima generalización histórica, a nivel mundial, de
la forma mercancía, la etapa más alta de
mercantilización de todas las dimensiones
12
de la vida social y de la esfera individual,
de la vida pública y privada, al punto que
los valores del capitalismo (la incesante rotación de valores de cambio) se incorpora
al repertorio infraconsciente de normas
que mueve la acción de los sujetos. Entonces el yo llega a expresarse como un instante del proceso general de circulación de
mercancías. De modo que el totalcapitalismo, en concierto con el conjunto de instituciones de lo que llamo Estado evanescente,
significa una progresiva invasión de la lógica del modo de producción y del mercado en otras esferas, tradicionalmente privadas. Así el capitalismo de nuestro tiempo (capitalismo posterciario, informacional, de ficción y del espectáculo, etc.) se
hace total cuando se extiende por todo el
tejido social como modo de producción,
como modo de pensamiento universal y
como representación simbólica del conjunto de la sociedad.
Todo ello tiene que ver con la forja de
una nueva subjetividad, a la que colabora.
La escuela de muros traslúcidos de nuestro
tiempo. Conceptos asociados, ya comunes
a la teoría social, como “sociedad del riesgo”, “corrosión del carácter”12, sujeto constructivista, coronan triunfalmente el advenimiento del reino de la mercancía sostenido en la levedad y el vértigo permanente,
tal como se anunciara en el Manifiesto Comunista: “Todo lo que se creía permanente
y perenne se esfuma, lo santo es profanado,
y, al fin, uno se ve constreñido por la fuerza de las cosas a contemplar con mirada
fría su vida y relaciones con los demás”.
Espero y deseo que esta reseña de las reseñas a mi libro (que agradezco muy sinceramente), esta suerte de contraataque frente a
amigos críticos, jamás tornen las cañas en
lanzas. A mí al menos me ha ayudado a no
contemplar con mirada fría mi propia vida
y mis relaciones con los demás.
Apreturas de espacio me impiden dar razonada cuenta de los teóricos sociales, que como U. Beck, Z.
Bauman, R. Sennett, K. Offe, G, Debord, G. Deleuze y otros que están detrás de lo que aquí sólo sugiero.
- 179 -
C O N -C I E N C I A S O C I A L
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Reseña del libro Felices y escolarizados. Crítica de
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En varias sesiones del Seminario Fedicaria de Salamanca hicieron notables aportaciones críticas por escrito Araceli Broncano, David Seiz, y Antonio Molpeceres, y el resto de sus miembros de palabra. También Guillermo Castán y Agustín García Laso terciaron en la cuestión. Por otro lado, quedan pendientes
de salir las siguientes recensiones: M. A. Pereyra, en Revista de Educación; José María Hernández Díaz, en
Historia de la Educación; Clementina García Crespo, en Revista de Educación Comparada.
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