Los pilares de Dios

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Los pilares de Dios
El poder del Opus, los ‘kikos’ o los Legionarios de Cristo está en el aire. Los influyentes
movimientos apoyados por los dos últimos papas, y sobre los que la Iglesia española ha
cimentado su lado más conservador, se enfrentan a l
Documento con fecha domingo, 17 de febrero de 2013. Publicado el domingo, 17 de febrero de 2013.
Autor: Jesús Rodríguez.Fuente: El País.
La catedral de la Almudena de Madrid es el símbolo del poder de los movimientos neoconservadores en España. La
metáfora de su éxito. El monumento a su soberbia. En este templo de 102 metros de longitud y 73 de altura, todo remite a
las nuevas realidades de la Iglesia. Las monumentales pinturas al fresco de estilo bizantino y calidad discutible que decoran
el ábside y las vidrieras que lo rodean son obra de Kiko Argüello, de 74 años, iniciador del Camino Neocatecumenal
(los kikos), un movimiento conservador en la ideología y magnético en las formas (que remiten a las sectarias comunidades
cristianas de la antigüedad) nacido en las chabolas de la periferia de la capital en 1964 para convertir a los católicos
descarriados. Hoy cuenta en España con más de 300.000 seguidores muy comprometidos y enormemente prolíficos.
Los kikos poseen también en el templo catedralicio una capilla que, prevén, será la última morada de su líder carismático y
apocalíptico.
No son los únicos propietarios de un pedazo de la Almudena. En el extremo opuesto, otra capilla pertenece al Opus Dei, un
movimiento integrado básicamente por laicos de clase acomodada nacido en Madrid en 1928 y que, bajo la premisa de
“santificar el trabajo”, monopolizó durante décadas el poder político y económico en nuestro país. Hoy, sin hacer ruido,
mantiene una confortable presencia en Roma, el Ibex 35 y el Partido Popular. Su capilla está decorada con una escultura de
su fundador, sanJosemaría Escrivá de Balaguer. El santo está como en casa. Esta catedral fue terminada en 1993 gracias
al empeño de un grupo de miembros de su obra (encabezado, como recuerda una placa, por el teniente general Álvaro
Lacalle Leloup) que en los ochenta se conjuró para captar fondos (públicos y privados) y concluir este templo que llevaba 30
años abandonado, plagado de ratas y donde los yonquis se colaban para chutarse.
La consagración de este gélido recinto de escaso valor arquitectónico por parte de Juan Pablo II, en junio de 1993, fue la
mejor prueba de que la restauración del poder político de la Iglesia y su presencia activa en la vida pública volvían a ser un
hecho de la mano de aquel Papa polaco que gobernaría férreamente el orbe católico hasta su muerte, transmitida en directo
en abril de 2005. La Almudena se iba a convertir en el símbolo de esa reconquista iniciada en la Iglesia española frente a un
Gobierno socialista que había aprobado la primera ley de interrupción del embarazo de la historia en 1985. Y lo continuaría
siendo 25 años más tarde, contra otro Ejecutivo del PSOE que iba a ampliar esa legislación y permitir que los
homosexuales se casaran. En torno a la catedral y algunos espacios eclesiásticos colindantes, el Arzobispado, el Palacio
Episcopal, la Nunciatura, el Seminario y la Facultad de Teología de San Dámaso, se fraguó un movimiento involucionista
que pretendía reevangelizar España, repescar a los cristianos durmientes, influir en la elaboración de las leyes, seguir
contando con ventajas fiscales y tener un papel decisivo en la enseñanza concertada. Volver hacia atrás, pero con métodos
nuevos, contando con la energía misionera, propagandística y de movilización de cientos de miles de laicos alistados en los
nuevos movimientos eclesiales. En este territorio florecerían los grupos neocon, a los que la jerarquía eclesiástica,
personificada en el cardenal Antonio María Rouco Varela, asesoraría y concedería atribuciones y prerrogativas siempre en
línea con las directrices de Wojtyla.
Se lo merecían. Eran una fuente inagotable de fondos y vocaciones; dirigían colegios, universidades, fundaciones, clubes
juveniles, ONG y santuarios. Estaban presentes en miles de parroquias. Y recalcaban a diario su fidelidad al obispo
de Roma. “¿Qué obispo se opone a que le llenen los seminarios y las arcas y le pongan miles de personas en la calle para
presionar al Gobierno o recibir al Papa?”, se pregunta un sacerdote. “Al principio, hubo desacuerdos teológicos entre la
jerarquía y algunos movimientos, en especial los kikos, porque el presidente de la Conferencia Episcopal, el obispo Elías
Yanes, no les podía ni ver. Después, cuando Juan Pablo II les apoyó en 1998 y Rouco fue nombrado presidente de la
Conferencia Episcopal, en 1999, ya nadie en la curia se atrevió a mover un dedo contra ellos”.
Entre 1970 y 2000 se enfrentaron en España una Iglesia progresista y otra conservadora. Fue una guerra soterrada. Ganó
la segunda. Ya no hay dos Iglesias. Los progresistas son ancianos; muchos fueron represaliados; algunos se retiraron a
pequeñas parroquias y fundaciones; otros se marcharon a casa. En la actualidad, los católicos más avanzados y
comprometidos, reunidos en comunidades de base, activos en torno a las movilizaciones del 15-M, viven un catolicismo de
puertas adentro, temeroso de la jerarquía. Ya solo hay una Iglesia en España: la ahormada por los neocon. Y por una
generación de obispos educada en torno a esos movimientos.
Una tercera capilla de la Almudena conserva los restos del cardenal Ángel Suquía, que gobernó la archidiócesis de Madrid
con mano de hierro entre 1983 y 1994 y abrió las puertas a esos movimientos, borrando cualquier rastro de progresía
y taranconismo —Vicente Enrique y Tarancón, su predecesor, el cardenal de la Transición, había dirigido Madrid entre 1971
y 1983 ante la animadversión de los ultras— no solo de su territorio, sino de toda la Iglesia española. Madrid es la diócesis
más grande y una de las más influyentes. Cada vaivén de la Iglesia madrileña provoca réplicas en el resto de las diócesis y
enLatinoamérica. Había que atarla corto.
El programa de gobierno de Suquía, autoritario, celoso en el plano doctrinal y obsesionado por las formas, sería seguido al
dictado por Rouco, su delfín y sucesor en Madrid desde 1994; se convertiría en el hombre más poderoso de la historia
contemporánea de la Iglesia española. Tucho Rouco (como se le conoce en familia) es un canonista, un político. En estas
dos décadas nada se ha escapado a sus designios, desde los nombramientos de obispos hasta las manifestaciones
callejeras. Ha cumplido 76 años y se encuentra en tiempo de descuento de su cargo, aunque sigue dando coletazos. El
pontífice que surja del cónclave puede aceptar de forma inmediata su renuncia por edad y enviarle a una cómoda jubilación
o mantenerle el tiempo que considere oportuno en el puesto. Esa decisión y el nombramiento de su sucesor al frente de la
archidiócesis de Madrid serán indicativos del talante del nuevo Papa. No se esperan grandes sorpresas. Un sacerdote
comenta: “No hay nada que se parezca más a un obispo que otro obispo”.
En la puerta del templo catedralicio madrileño, una escultura de Juan Pablo II representa el último homenaje de
los neocon hacia ese Pontífice que durante 27 años se apoyó en ellos y cuyo testigo pasó a su sucesor, Joseph Ratzinger.
Con Benedicto XVI nada sería lo mismo. Era diferente. Un miembro de la curia romana de los jesuitas lo definió así a EL
PAÍS al ser proclamado: “Es un misterio. Fue un teólogo avanzado durante el Concilio y luego tuvo miedo y se convirtió en
el inquisidor de cámara de Juan Pablo II. Es un intelectual. Llora por un ojo mientras te mira con el otro”. Ratzinger es
indefinible. Uno de los hombres más poderosos de Roma cuando era cardenal de la Congregación para la Doctrina de la Fe
que, sin embargo, nunca formó parte de los círculos conspiratorios de la curia ni confraternizó en ese momento con los
nuevos movimientos. Implacable con los teólogos díscolos,Leonardo Boff, Hans Küng o Gustavo Gutiérrez (el cardenal
Ratzinger llegó a ser conocido como el “rottweiler del Papa”), pasará, sin embargo, a la historia, como un abuelito venerable
que supo retirarse a tiempo.
Durante su pontificado, ha dado a los neocon una de cal y otra de arena. Ha contado con sus servicios, pero menos que su
difunto jefe; ha llegado a purgarles, como en el caso de los Legionarios de Cristo; dejarles en la reserva, como al Opus Dei
—a cuyo portavoz de la Santa Sede con Juan Pablo II, el numerario del Opus Joaquín Navarro Valls, sustituyó por un
jesuita, Federico Lombardi—, y poner en duda la ortodoxia de algunas ceremonias del Camino Neocatecumenal. Ha
mostrado en general menos entusiasmo por sus andanzas económicas y manifestaciones públicas que su predecesor.
Durante su papado, ha repescado en la curia vaticana a las órdenes religiosas y ha mostrado predilección por los obispos
alemanes y estadounidenses. Sin embargo, nunca llegó a apartarse de la estela neocon. Aprobó los Estatutos del Camino
Neocatecumenal en 2008; nombró arzobispo de la poderosa diócesis de Milán a Angelo Scola, miembro de Comunión y
Liberación y hoy papable y confió a cuatro laicas consagradas del mismo movimiento su asistencia personal; renunció a
disolver la desprestigiada congregación de los Legionarios de Cristo tras hacerse público el escándalo por pederastia de su
fundador, Marcial Maciel, y al final de su carrera recurrió a dos hombres del Opus Dei, el cardenal español Julián Herranz y
el periodista estadounidense Greg Burke, para descubrir el origen de las filtraciones del Vatileaks y remozar la deteriorada
imagen de la Santa Sede.
Cuando en octubre de 1978 Wojtyla ocupó el trono de Pedro, se encontró las iglesias desiertas y los seminarios en manos
de los progres. La Teología de la Liberación triunfaba en Latinoamérica. Muchos religiosos ponían en duda el magisterio
sobre el celibato y el papel de la mujer en la Iglesia. El hábito y la sotana se habían arrumbado. En la efervescencia
posterior al Concilio Vaticano II, entre 15.000 y 20.000 sacerdotes habían abandonado su ministerio. La Iglesia católica se
tambaleaba. Wojtyla, originario de Polonia, acostumbrado a un catolicismo de resistencia, dio un golpe de timón. Cerró las
ventanas que había abierto Juan XXIII en 1959 y se puso en manos de los neocon. El primer servicio que le prestaron vino
de Marcial Maciel (al que llamaría “apóstol de la juventud”), que le organizó su gran viaje triunfal a México. Era enero de
1979 y había sido elegido Papa dos meses antes. Quería iniciar en Latinoamérica el contraataque. México fue un éxito.
Luego el Opus Dei sería pieza clave en la refriega latinoamericana contra el marxismo, gracias a la labor de control y
propaganda de dos obispos afines a la Obra, los colombianos Darío Castrillón Hoyos y Alfonso López Trujillo, y los buenos
oficios de dos nuncios complacientes con el Opus Dei, Eduardo Martínez Somalo y Angelo Sodano. La Teología de la
Liberación quedó laminada. Wojtyla premiaría al Opus con la concesión de una prelatura personal (una diócesis propia de
carácter mundial) en 1982, la beatificación de Escrivá en 1992 y su canonización en 2002.
El Camino Neocatecumenal se convertiría en otro de los hijos amantísimos de Wojtyla, que concedería a los kikos una
suerte de bula en 1990 donde ordenaba a los obispos del universo católico que respetaran y ayudaran a Argüello y su obra:
“Deseo vivamente que los hermanos en el episcopado valoren y ayuden a esta obra para la nueva evangelización”.
También les autorizaría a que abrieran sus seminarios Redemptoris Mater en todo el mundo. Un sacerdote madrileño
explica: “Para Juan Pablo II, en su estrategia para restaurar el poder de la Iglesia, esos movimientos eran acies
ordinata (ejércitos en orden de batalla). Cada uno tenía su cometido. El Opus ponía sus colegios, universidades y cuadros
bien formados con ramificaciones políticas y económicas; los legionarios, sus obras educativas, ardor ultra, su influencia en
América Latina y su bolsa repleta de dólares; los kikos y los carismáticos, su capacidad para llenar la calle; Comunión y
Liberación, su dominio de la universidad, sus contactos empresariales, su inmersión en el mundo de la cultura y sus
excelentes contactos con la Democracia Cristiana italiana. En mayo de 1998, Juan Pablo II reunió a todos en Roma y les
dio carta de naturaleza como un poder de la Iglesia paralelo al de los obispos. Era su consagración”.
Esa estrategia de depuración de la Iglesia diseñada por Wojtyla a nivel mundial fue teledirigida en España por el nuncio
Mario Tagliaferri, junto a Suquía y Rouco. El plan consistía en la toma del poder en los seminarios, el control de las cátedras
eclesiásticas, el cese de los directores progres de las revistas religiosas, la persecución de los teólogos renovadores, la
purga de los párrocos refractarios y el nombramiento de obispos jóvenes y dóciles. Los sacerdotes volverían a usar
alzacuellos. En el asalto al seminario de Madrid, que dirigía el taranconista Juan de Dios Martín Velasco, tuvo mucho que
ver a mediados de los ochenta el incipiente movimiento de Comunión y Liberación, agrupado en torno al sacerdote y más
tarde primer obispo de la ultraconservadora diócesis de Getafe Francisco Pérez Fernández-Golfín. De ese equipo saldrían
importantes nombres del movimiento, como su actual líder mundial, Julián Carrón, de 62 años; el responsable en España,
Ignacio Carbajosa, o el actual rector de la Universidad de San Dámaso, Javier Prades.
Durante las dos legislaturas en las que gobernó José María Aznar (1996-2004), los movimientos neoconvivieron su edad de
oro, consiguiendo, entre otros hitos, la homologación en 2001 de la Universidad Francisco de Vitoria, propiedad de los
Legionarios de Cristo, como universidad privada, gracias al apoyo de ilustres populares como Ana Botella, Ángel
Acebes, José María Michavila y Gustavo Villapalos.
Todo ese poder acumulado por los movimientos se movilizaría en orden de batalla tras la derrota electoral del Partido
Popular el 14 de marzo de 2004 y la investidura de José Luis Rodríguez Zapatero. Los neocon harían la oposición política
por su cuenta y riesgo. Como relata el exdirector del diario AbcJosé Antonio Zarzalejos en su libro La destitución: “Rouco
tenía claro en marzo de 2004 que Mariano Rajoy era un hombre débil y poco consistente y que, en su responsabilidad de
jerarca del catolicismo, consustancial con España, no le quedaba más remedio que alzarse en valedor de determinadas
esencias cuya defensa encomendó a Jiménez Losantos y a la movilización de los discípulos de Kiko Argüello, que fueron
los que organizaron y engrosaron las manifestaciones en las que el PP fue simple comparsa”. Esa oposición neocon al
PSOE se inició con una manifestación en Madrid en junio de 2005, a favor de la familia cristiana, a la que asistieron 18
obispos; se prolongó en noviembre de ese mismo año con otra manifestación, por la libertad de enseñanza, a la que
asistieron 12 obispos; siguió en julio de 2006 con la visita de Benedicto XVI a Valencia (en cuyos discursos, el nuevo Papa
intentó, al contrario de lo que esperaban los neocon, cerrar heridas con Zapatero) y se extendió en diciembre de 2007 (a
tres meses de las elecciones generales de marzo de 2008) con una misa-concentración en el centro de Madrid (el Día de
las Familias), decidida por Kiko Argüello, que puso contra las cuerdas al propio Rouco, reticente a la celebración por si
los neocon no lograban llenar las calles de la capital, con esta frase: “Don Antonio, yo le pongo 300.000 kikos en Colón”. Lo
hizo. Al acto asistieron 42 obispos, y se repetiría cada año por la tozudez de Argüello; la traca final de la operación de acoso
y derribo contra los socialistas sería la Jornada Mundial de la Juventud, en el mes de agosto de 2011, tres meses antes de
la convocatoria electoral, un evento organizado por dos miembros del Opus: Yago de la Cierva —sobrino de la secretaria de
Rouco— y Javier Cremades. En noviembre de 2011 el PP ganaba por fin las elecciones y los movimientos se replegaban a
sus cuarteles de invierno (en forma de plataformas de Internet), incapaces de aplicar a Rajoy el castigo al que habían
sometido a Zapatero, pero disgustados por algunas decisiones del presidente, como el mantenimiento del matrimonio gay o
la ley de interrupción voluntaria del embarazo, lo que hace prever unas relaciones delicadas en el futuro. Algunos neocon ya
sugieren el posible nacimiento de un partido católico como alternativa al PP.
Tras la inesperada renuncia de Benedicto XVI, nadie entre los neocon es capaz de prever el futuro. Cada movimiento se
enfrenta a sus miserias internas. En la picota, los Legionarios de Cristo, tras lacondena pontificia a su fundador, Marcial
Maciel, la intervención del movimiento y las dudas sobre su viabilidad. Detrás, Comunión y Liberación, salpicada por
asuntos de corrupción política en Italia; tampoco se salva el Camino Neocatecumenal, que tiene abierta la no muy lejana
sucesión de su líder supremo, Kiko Argüello, y permanece bajo la lupa de los gendarmes del Santo Oficio por sus
peculiaridades litúrgicas. El mismo Opus afronta el envejecimiento de sus bases. La sucesión en el trono de Pedro será una
prueba de fuego para todos ellos. Aún no se dan por aludidos.
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