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FORMULARIO DE LA DESCRIPCIÓN DE LA TESIS O DEL TRABAJO DE GRADO
TÍTULO COMPLETO DE LA TESIS O TRABAJO DE GRADO: El postconflicto en Colombia:
una realidad mediática.
SUBTÍTULO, SI LO TIENE:
AUTOR O AUTORES
Apellidos Completos
Chethuan Esguerra
DIRECTOR (ES)
Apellidos Completos
Marín Ardila
JURADO (S)
Apellidos Completos
Nombres Completos
Giovanna
Nombres Completos
Luís Fernando
Nombres Completos
García Corredor
Claudia Pilar
Arbelaez Garcés
Óscar Helí
ASESOR (ES) O CODIRECTOR
Apellidos Completos
Nombres Completos
TRABAJO PARA OPTAR AL TÍTULO DE: Comunicadora social y periodista
FACULTAD: Comunicación y lenguaje
PROGRAMA: Carrera X Licenciatura ___ Especialización ____ Maestría ____Doctorado ____
NOMBRE DEL PROGRAMA: Comunicación social y periodismo
CIUDAD: Bogotá
AÑO DE PRESENTACIÓN DEL TRABAJO DE GRADO: 2009
NÚMERO DE PÁGINAS: 65
TIPO DE ILUSTRACIONES:
-
Ilustraciones
Mapas
Retratos
Tablas, gráficos y diagramas
Planos
Láminas
Fotografías
X
MATERIAL ANEXO (Vídeo, audio, multimedia o producción electrónica):
Duración del audiovisual: ___________ minutos.
Número de casetes de vídeo: ______
Formato: VHS ___ Beta Max ___ ¾ ___ Beta Cam
____ Mini DV ____ DV Cam ____ DVC Pro ____ Vídeo 8 ____ Hi 8 ____
Otro. ¿Cuál? _____
Sistema: Americano NTSC ______ Europeo PAL _____ SECAM ______
Número de casetes de audio: ________________
Número de archivos dentro del CD (En caso de incluirse un CD-ROM diferente al trabajo de
grado):
_________________________________________________________________________
PREMIO O DISTINCIÓN (En caso de ser LAUREADAS o tener una mención especial):
______________________________________________________________________________
DESCRIPTORES O PALABRAS CLAVES EN ESPAÑOL E INGLÉS: Son los términos
que definen los temas que identifican el contenido. (En caso de duda para designar estos
descriptores, se recomienda consultar con la Unidad de Procesos Técnicos de la Biblioteca
General en el correo [email protected], donde se les orientará).
ESPAÑOL
INGLÉS
Conflicto armado en Colombia, postconflicto,
Armed conflict in Colombia, post-conflict,
violencia, manipulación mediática, opinión
violence,
pública, periodismo.
mass
media manipulation,
public opinion, journalism.
RESUMEN DEL CONTENIDO EN ESPAÑOL E INGLÉS: (Máximo 250 palabras - 1530
caracteres):
Durante más de cuatro décadas de un conflicto armado interno en Colombia, no se ha logrado un
consenso verdadero sobre lo vivido. Desde distintos sectores se habla de la existencia de un
conflicto mientras que otros lo niegan rotundamente al entender la violencia como un asunto de
criminales y bandidos. Por esta razón es que es problemático afirmar ciertas hipótesis sin tener
en cuenta que la dinámica de la violencia está llena de altibajos y que depende de factores
externos e inconstantes. A partir de esta compleja realidad, es mucho más irresponsable y
paradójico que el gobierno actual de Álvaro Uribe (2002 a la fecha) hable sobre un postconflicto,
teniendo en cuenta que éste consiste tanto de políticas de desarme y reinserción como de
profundas transformaciones estatales que no han ocurrido. Con respecto al papel de los medios
de comunicación, éstos están y han estado al servicio de intereses políticos y económicos que sin
duda demuestran una grave crisis institucional que no respeta el derecho a la libertad de
información ni expresión. El periodismo se ha convertido en una herramienta para que los
grandes poderes lideren sus ideologías a favor de sus intereses y la opinión pública nunca ha
podido conocer la verdad por la constante manipulación de los hechos. Por eso es necesario
lograr un periodismo responsable, preparado para asumir, en un futuro, los retos del postconflicto
como un nuevo relato nacional y un consenso sobre la memoria histórica y la violencia que vivió
y aún vive el país.
During more than four decades of an armed and intern conflict in Colombia, there isn´t a true
consensus about what it had been lived. From different areas has been said that here exists a
conflict, meanwhile others reject this version outright by understanding violence as an issue of
criminals and bandits. For this reason is that it´s difficult to agree some hypothesis without
realizing that the dynamic of violence is full of ups and downs and that it depends of extern and
inconstant factors. From this complicated reality, it´s more irresponsible and paradoxical that the
actual government of Álvaro Uribe (2002 until now) talks about a post-conflict, taking into
account that it consists on disarms and reintegration politics and also in deep state
transformations that hasn´t occurred yet. Regarding to the role of mass media, they are and had
been being to the service of political and economical interests that, without doubt, show a serious
institutional crisis that don´t respect the right of information neither expression. Journalism has
converted in a tool for big powers to lead their ideologies in favor of their interests, and public
opinion has never known the truth because of the constant manipulation of the facts. That´s why
it´s necessary to achieve a responsible journalism, prepared to assume, in the future, the
challenges of post-conflict as a new national account and a consensus about the historical
memory and the violence that lived and even now lives the country.
El postconflicto en Colombia: una realidad mediática
Giovanna Chethuan Esguerra
Trabajo de grado para optar por el título de Comunicadora Social
Campo profesional de Periodismo
Luís Fernando Marín Ardila
Pontificia Universidad Javeriana
Facultad de Comunicación y Lenguaje
Carrera de Comunicación Social
Bogotá
2009
Tabla de Contenido
Introducción……………………………………………………………………………….…1
Capítulo I
Distintos nombres para una misma realidad: Perspectivas del conflicto
en Colombia……………………………………………………………………………….…3
Capítulo II
El postconflicto: cambio y transición……………………………………………………....23
Capítulo III
Realidad histórica del postconflicto en Colombia…………………………..……………...31
Capítulo IV
El periodismo inmerso en el conflicto……………………………………………………....46
Conclusiones……………………………………………………………………….…….....55
Bibliografía…………………………………………………………………………............58
Introducción
Colombia es el único país en Latinoamérica que continúa con un conflicto armado interno
a pesar de tener una de las democracias más antiguas del continente. Su situación a veces
pareciera que no tiende a mejorar, ya que desde hace más de cuatro décadas en los noticieros y
en los diarios se continúan encontrando hechos violentos, muertes, masacres, crímenes,
corrupción, narcotráfico y demás características con las que nos acostumbramos a vivir en este
país. Los diferentes gobernantes que han pretendido acabar con la guerra han fracasado en su
intento ya que no ha habido una política clara de reconciliación y los actores armados tampoco
han puesto de su voluntad para negociar y dejar las armas.
Cada día se cuentan más personas en la pobreza y en situación de desplazamiento; ya se
volvió común ver campesinos pidiendo dinero en los buses de servicio público en las grandes
ciudades, ver a niños, adultos y viejos con mutilaciones por causa de las minas antipersona, ver
soldados y guerrilleros muertos, y jóvenes ni de un bando ni del otro muertos también
disfrazados con un camuflado; ya se volvió costumbre hacer marchas por la liberación de los
secuestrados, por el respeto a las víctimas, por que devuelvan siquiera los cadáveres para darles
santa sepultura; ya no nos impresionamos cuando un guerrillero le corta la mano a otro para
recibir una alta recompensa por parte del gobierno actual, ahora sabemos que quienes cometieron
delitos y decidan `desmovilizarse´ pueden tener más garantías para vivir dignamente que
aquellos que sólo se han dedicado a sembrar papa, arroz o yuca en una humilde vereda.
Vivimos en un constante dilema, no sabemos qué perdonar y qué no, no entendemos por
qué a veces la Fuerza Pública pareciera nuestra enemiga, y al mismo tiempo en el que se ve toda
esta sangre y llanto derramado, escuchamos a nuestro gobernante decir que en Colombia no hay
un conflicto armado y que vivimos en un periodo de postconflicto. También, mientras familias
enteras llegan a la capital en busca de que les cubran sus derechos fundamentales, un ex
consejero de nuestro gobernante se va a Estados Unidos y dice que en nuestro país no hay
desplazamiento forzado sino migrantes.
Y cuando tratamos de recuperar nuestra memoria histórica, nos encontramos con una
guerrilla sin ideales, con unos paramilitares que se tomaron el poder del Estado para atacar a la
población civil, que lograron penetrar los profundos poderes de la Nación y que ahora gozan de
pocos años de cárcel a pesar de todos los delitos que cometieron, de todas las personas que
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botaron a los ríos, que enterraron en fosas comunes, que despedazaron y picaron para no dejar
rastro alguno. Vemos cómo algunos ex combatientes son considerados gestores de paz, la forma
en la que se entiende esta guerra, donde el mensaje que envía nuestro gobierno es que el delito sí
paga, por eso ahora vemos manos cortadas, traiciones y deslealtades, corrupción, escándalos en
las revistas, en fin, un mundo de relatos donde algunos gritan que se acabó la guerra, y otros en
silencio la viven en carne propia.
La intención de abordar desde un sentido amplio e integral lo que el gobierno, los actores
armados, los medios de comunicación, los académicos, la Iglesia y demás protagonistas
interpretan de la guerra es poder comprender cómo la realidad puede ser vista de distintas
formas, siempre con intereses de por medio, intereses que no van por la misma línea del
bienestar general y público. Es necesario poder desarrollar una capacidad reflexiva desde los
medios de comunicación, para no permitir que se siga cayendo en el tratamiento de noticias
militares espectacularizadas, con cierto toque de amarillismo y sensacionalismo. Los medios no
pueden permitir que los sigan usando como cajas de resonancia, como instrumentos para
manipular a la población que sigue siendo víctima de engaños y mentiras.
Cuando es una estrategia del gobierno hacer invisible una realidad, no queda otra opción
que tratar de reconstruir nuestra memoria histórica, no olvidar las profundas desigualdades con
las que ha sobrevivido este país durante décadas y respetar a las víctimas del conflicto, sin
quitarles el derecho a la verdad, a la justicia y a la reparación. Lo que sí es claro es que si el
gobierno sigue avalando la forma en la que ha actuado en materia de desmovilización con los
paramilitares y la guerrilla, el postconflicto puede verse aún más lejano, pues no es clara su
política de guerra y de conceder el estatus de amenaza terrorista a cualquier opositor al mismo
tiempo que se premia irracionalmente a quienes traicionan sus filas.
La salida del conflicto armado interno claramente debe ser por la vía política y social, ya
que la guerra no es sólo de carácter militar. Por eso, es necesario entender cuál papel juegan los
medios en esta guerra, que definitivamente los absorbió y les enseñó a jugar sucio, a engañar y a
censurar la verdad.
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Distintos nombres para una misma realidad: Perspectivas del conflicto en Colombia
Las formas de convivencia en Colombia durante décadas no han podido despojarse de las
garras de la violencia, las cuales han desembocado en profundas crisis, desequilibrios y atentados
contra la población civil; garras que han hecho posible la permanencia de obstáculos para el
desarrollo económico, social y soberano de la nación. Por este motivo, el primer capítulo se
encargará de recapitular brevemente lo que desde las últimas décadas para acá ha venido
sucediendo en cuanto al manejo de la información y de las interpretaciones de sectores de la vida
social y política del país. Este mapa intentará recrear lo realizado hasta ahora y probablemente
pronosticará lo que en un futuro podría vislumbrarse en el camino o consolidación del
postconflicto: una constante complejidad y heterogeneidad como se ha evidenciado hasta ahora.
Como lo afirman Germán Ayala y Guido Hurtado, “Colombia es un país que se debate
entre la legitimidad y la violencia” y que durante años ha permanecido “en un conflicto armado
interno de causas políticas, económicas y sociales” (Ayala y Hurtado, 2007, p. 7, 8). Dicho esto,
el objetivo desde la comunicación social en esta primera parte es realizar un contexto acorde a la
realidad que se ha vivido y que se vive hoy, para poder entender su dimensión y tomar decisiones
congruentes a las dinámicas de la vida nacional.
En la construcción de Estado, democracia y soberanía, la violencia ha jugado un papel
primario y devastador; por eso es importante darle una mirada a lo que desde la academia y
desde la dimensión política, religiosa, económica y mediática se ha entendido y manifestado
como realidad y sus posibles soluciones al conflicto o a la situación de orden público que se vive
en general.
Quizás la postura que ha causado más polémica y ha generado más expectativas en la
población civil es la actual, perteneciente a la vida política y académica. Ésta se ha enfrascado en
la afirmación de que el país se encuentra en una etapa postconflicto, que el conflicto armado dejó
de existir hace mucho tiempo y que la única salida a esta “amenaza terrorista” es la militar. Esta
interpretación de la realidad ha generado revuelo en muchos aspectos probablemente por la
omisión de distintos hechos que se viven a diario, la manipulación de la verdad y el mal proceso
que se ha llevado a cabo para empezar a hablar de paz.
La memoria histórica es primordial para la democracia, para la construcción del concepto
de soberanía y para la posible negociación con los actores armados. Por lo tanto, lograr un
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consenso sobre lo que Colombia ha vivido es un reto que también le incumbe a los medios de
comunicación para alcanzar bases ante la llegada del postconflicto y la transformación de la
violencia. Un consultor de la Embajada de Suecia afirmó en un conversatorio de paz realizado en
2008 lo siguiente: “la paz tiene que tomar en cuenta tanto el volumen total de la violencia en las
etapas del conflicto y del postconflicto, así mismo que su caracterización la cual puede estar
sujeta a interpretaciones divergentes, dependiendo del caso.” (Ljodan, p. 3).
En Colombia ha habido desde hace décadas diferentes interpretaciones del conflicto, cosa
que ha hecho que la opinión pública reaccione de forma distinta y se polarice ante la realidad
nacional. En un estudio realizado por el Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP),
el simple hecho de que exista un endurecimiento de la opinión pública frente a una solución
negociada del conflicto armado, o que haya quienes consideren que los grupos paramilitares
surgieron por una buena causa hace que en la población existan diferentes formas de ver la
violencia y que incluso haya una falta de consenso generalizado (González, Bolívar y Vásquez,
2002).
Esta situación ha ocurrido por mucho tiempo y se ha basado en las distintas
interpretaciones que académicos, estudiosos de la violencia, actores del conflicto y civiles han
dado sobre el conflicto armado en el país. Por lo tanto, serán nombradas las posiciones más
críticas para poder vislumbrar la forma en la cual se divide el pensamiento y la recepción de la
violencia.
Desde la academia e investigadores de la violencia
Como primera medida es necesario nombrar a quienes consideran que sí existe un conflicto
armado y quienes lo niegan o dicen que existió en algún momento pero que, actualmente, ya no
es así. En este caso, el economista Mauricio Rubio es un claro ejemplo de quienes aceptan los
hechos pero tienen un tratamiento individualista al respecto. Rubio (citado en González, Bolívar
y Vásquez, 2002) afirma que la violencia no es tan generalizada como en un momento lo expuso
la Comisión de Estudios sobre la Violencia en la década del 60 y del 70. Para él, la violencia
colombiana no es rutinaria ni hace parte integral de la vida de las comunidades; en sus estudios,
Rubio demuestra la pertinencia del enfoque del individualismo para este tipo de investigaciones
y pone en duda la denominación de actores colectivos a los, según él llama, bandidos sociales.
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Para seguir con esta línea de pensamiento tan cercana y con un uso del lenguaje en común,
es necesario citar al pensador y cabeza del gobierno del actual presidente Álvaro Uribe Vélez.
José Obdulio Gaviria es quien entra en esta categoría no por ser considerado un político más sino
por haber ocupado el cargo de Alto Consejero Presidencial por siete años. Según su pensamiento,
en el país hubo y hay altos índices de criminalidad, muchos secuestros, homicidios y amenazas a
funcionarios públicos (Gaviria, 2005), pero según su análisis, estos actos han ocurrido
principalmente por el descuido del Estado colombiano hacia la función de brindar seguridad
como principal objetivo. Gaviria no niega que en alguna época haya existido un conflicto interno
con la presencia de grupos armados ilegales, pero según él éstos sobrevivían por el contexto
internacional de la lucha contra el comunismo, y desde que ocurrió la caída del Muro de Berlín,
estos grupos quedaron sin piso y sin ideales (Gaviria, 2005).
Ante el destierro del léxico gubernamental de las palabras “conflicto interno” durante el
gobierno de Uribe, José Obdulio explica que la idea del gobierno es “voltear la torta”
predicándole el derrotismo a la guerrilla y a los paramilitares y no ellos predicándole el
derrotismo al Estado (Gaviria, 2005). Es más que todo una estrategia para ganar la guerra, para
salir de esta situación por la vía militar y no por la vía negociada que implica necesariamente
diálogos de paz y encuentros políticos. Para Gaviria definitivamente Colombia ya se encuentra
en el postconflicto y lo que sucede ahora es producto de la delincuencia y el narcotráfico.
En la “Conferencia sobre Colombia” dictada por José Obdulio en julio de 2008 en
Washington fueron expuestos claramente los ideales del gobierno de Uribe, aunque José Obdulio
niegue que la Seguridad Democrática sea un ideal. Él dijo que el conflicto era un tema
prácticamente concluido, y que nunca hubo una guerra civil en el país sino una amenaza
terrorista no enfrentada. De esta forma identificamos la actual tesis de lucha contra el terrorismo,
heredada directamente de los Estados Unidos después de los ataques del 11 de septiembre de
2001.
Para seguir con este mismo pensamiento pero ya no tan sesgado como lo es el de Gaviria y
el de Rubio, es preciso abordar al presidente de la Comisión Nacional de Reparación y
Reconciliación, Eduardo Pizarro Leongómez. Como primera medida, Pizarro se ha dado el lujo
de denominar la violencia en Colombia como “un conflicto armado interno (inmerso en un
potencial conflicto regional complejo), irregular, prolongado, con raíces ideológicas, de baja
intensidad (o en tránsito hacia un conflicto de intensidad media), en el cual las principales
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víctimas son la población civil y cuyo combustible principal son la drogas ilícitas” (Pizarro,
2004, p. 80). Aquí, aunque evidentemente hay una clara diferencia con los dos anteriores
personajes, ya que entre su léxico incluye las palabras conflicto armado, la razón por la cual es
contemporánea con la línea de pensamiento uribista es porque seguidamente en su texto Pizarro
se atreve a decir que “Colombia está entrando en un “punto de inflexión” en el prolongado
conflicto interno que la afecta, punto desde el cual es posible pensar que nos encontramos ad
portas de su superación definitiva” (Pizarro, 2004, p. 83).
Eduardo Pizarro le apuesta al proyecto de política de Seguridad Democrática del periodo
Uribe Vélez. Él dice que “si este proyecto es sostenible a mediano plazo el debilitamiento de los
actores armados no estatales será irreversible y el camino para la solución del conflicto se podrá
alcanzar en un horizonte temporal no muy lejano” (Pizarro, 2004, p. 84).
Este punto medio entre académicos no es muy común, ya que la posición de Pizarro tiende
a parecerse mucho a la uribista, sin desconocer que sus posturas de pensamiento hacen algunos
aportes interesantes en cuestión de historia de la violencia y de los actores en medio de ésta.
Entre quienes piensan que sí existe y ha existido un conflicto interno y que reconocen la
violencia de distintos tipos en el país se encuentra el sociólogo e investigador francés de la
Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, Daniel Pécaut. Desde varias décadas
atrás, él ha enmarcado “el fenómeno de la violencia dentro de un esclarecedor estudio de la
coyuntura política entre los años treinta y cincuenta cuya interpretación se centra en la
disociación entre lo social y lo político” (citado en González, Bolívar y Vásquez, 2003, p. 22).
Pécaut sostiene que la violencia no tiene que ver casi con los abusos de un Estado omnipotente
sino con los espacios vacíos que el Estado deja en la sociedad. A lo largo de su pensamiento, este
autor francés le ha atribuido a la precariedad estatal, la división partidista, los populismos y la
democracia limitada el origen en Colombia del conflicto.
En sintonía con los que defienden esta postura, el abogado y doctor en sociología Germán
Silva García se opone rotundamente a la primera versión del economista Mauricio Rubio,
afirmando que esas categorías usadas para argumentar su posición son inadecuadas y simplistas
–las de la individualidad para abordar la violencia-. Para Silva, la criminalidad no es un proceso
natural sino el resultado de un proceso político de criminalización que depende de un poder
político que en Colombia está ausente (citado en González, Bolívar y Vásquez, 2003).
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Una de las críticas que le hace Silva a Rubio, (citado por González, Bolívar y Vásquez,
2003) es sobre la tesis del economista sobre la importancia del análisis económico para explicar
la violencia. Como contestación a esto, Germán Silva dice que las condiciones socioeconómicas
inciden en la criminalidad pero no de manera determinista ni mecánica, como lo asegura Rubio.
A Rubio también lo han contradicho académicos como Adolfo Atehortúa y María Victoria
Uribe, quienes consideran positiva una interpretación global de la violencia y abogan por
estudios más desagregados de carácter regional, a diferencia de la pertinencia de un enfoque
individualista por la idea de una violencia criminal y no de tipo social o política que señala
Rubio (citado por González, Bolívar y Vásquez, 2003). Otro que le apuesta a este modelo de
pensamiento es el historiador Gonzalo Sánchez, quien tiene una visión del conjunto desde la
nación con la mirada sobre lo regional (citado por González, Bolívar y Vásquez, 2003) y
demuestra el fracaso de las reformas del Frente Nacional en relación con las zonas violentas,
situación que para él dio paso a la violencia.
En los estudios de la violencia reciente es muy importante el aporte de la Comisión de
Estudios sobre la Violencia, mal llamados “Violentólogos”, quienes afirman que debe haber una
diferenciación entre la violencia política, socioeconómica, sociocultural y territorial, estando
todas éstas reforzadas por una cultura de la violencia (citado en González, Bolívar y Vásquez,
2003). La solución para ellos sigue siendo el Estado y le atribuyen a la impunidad la existencia
de las desigualdades sociales y económicas.
Basta mencionar que todos estos autores se han dado a la tarea de ver el tema de la
violencia en Colombia como un asunto complejo, lleno de matices y de particularidades. A esta
posición la contrasta la de la mayor parte de la sociedad colombiana que, como lo afirma
González, tiene una visión “simplista y estereotipada” sobre esta temática.
En el texto de González, Bolívar y Vásquez se demuestra la importancia de relacionar los
hechos de violencia con el profundo problema agrario, y además se hace imprescindible entender
cómo funciona la dinámica de los actores armados a través de sus interacciones con la sociedad y
en sus formas de confrontación mutua.
Otra interpretación válida que enriquece las diferentes posturas es la del poeta y ensayista
William Ospina, a propósito de su texto “¿Dónde está la franja amarilla?” Sin dejar a un lado su
estilo literario, Ospina trata de resolver la incógnita de la inmersión de Colombia en la violencia.
“Yo diría que lo que vivimos es el desencadenamiento de numerosos problemas represados que
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nuestra sociedad nunca afrontó con valentía y con sensatez; y la historia no permite que las
injusticias desaparezcan por el hecho de que no las resolvamos” (Ospina, 2000, p. 5). En todo su
ensayo, Ospina argumenta sus puntos de vista con la historia, y sobre todo con la existencia del
Frente Nacional, diciendo que “como se prohibió toda oposición legal, cosa que sólo puede
ocurrir en las dictaduras más cerriles, surgió y se fortaleció la oposición ilegal, la oposición
armada, que ha crecido hasta ser dueña de la mitad del país” (p. 22).
Y aunque este ensayo no alcanzó a abarcar el periodo Uribe por haber sido escrito antes del
inicio de su mandato, sí esbozó su postura con relación a los tratamientos militares que se les ha
dado al conflicto por parte de los dirigentes; esto dijo Ospina: “a pesar de su bandidaje y de su
falta de comunicación con la sociedad, la guerrilla no es un caso de policía, no es un problema
militar sino un problema político y por ello salta a la vista que cuanto más se la combate y cuanto
más se invierte dinero en recursos militares contra ella, más fuerte se hace” (p. 22).
Otros actores políticos
Así como fue necesario recuperar las distintas miradas académicas que se han dado sobre
la situación de violencia del país, también es importante mirar cómo otros actores políticos
caracterizan la situación colombiana.
Para empezar, los partidos políticos del país han jugado un papel fundamental en las
definiciones y puntos de vista que han tomado frente a la realidad. El Partido Liberal, por
ejemplo, en sus bases ideológicas considera explícitamente que “sí existe en Colombia un
conflicto armado, a pesar de los esfuerzos por reducirlo a un problema únicamente de terrorismo
y narcotráfico” (“Partido Liberal”, 2009), con respecto a la postura adoptada por el gobierno. Y
aunque abogan para que la superación del conflicto sea una salida política, aceptan el ejercicio
legítimo de la fuerza y el fortalecimiento de la seguridad por parte del Estado. Como exigencia
inexcusable, el liberalismo considera erradicar el narcotráfico realmente, ya que en uno de sus
estatutos es reconocido como aquel factor que “exacerba el conflicto y es el combustible de la
guerra” (“Partido Liberal”, 2009).
Temas como el Derecho Internacional Humanitario y los Derechos Humanos son
defendidos y avalados por este grupo político que también exige que sean respetados en su total
cabalidad. En sus lineamientos, los liberales consideran que el enfoque que le ha dado el
gobierno al manejo de la violencia en el país se aleja del respeto al estado de derecho, a la
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verdad, a la justicia y a la reparación, y argumentan su posición al afirmar que esta perspectiva
“consolida el crimen organizado, legaliza a los paramilitares y envía el mensaje que el delito si
paga” (“Partido Liberal”, 2009).
Por otro lado, en el pensamiento de derecha, el Partido Conservador Colombiano asume y
apropia términos como terrorismo, subversión y narcoterrorismo entre su ideología partidista,
dejando clara su afinidad con la estrategia del gobierno de Uribe. Para ellos, en este mandato se
ha recuperado la soberanía y por eso consideran un compromiso prioritario “consolidar la
victoria armada sobre el narcoterrorismo y conquistar la paz” (“Partido Conservador”, 2009). En
las posiciones de partido, los conservadores asocian directamente la violencia en el país con la
actividad subversiva y terrorista, y obviamente no están de acuerdo con dichas prácticas ni con
sus motivaciones.
Sin embargo, en sus estatutos se afirma la necesidad de dialogar con los alzados en armas
para lograr el cese al fuego, y dichas conversaciones y negociaciones deben estar enmarcadas por
una voluntad de paz clara. O sea, aceptan el carácter que se les brinda de terroristas y
subversivos a los grupos armados pero al mismo tiempo defienden los diálogos de paz.
Como último partido político es necesario revisar la posición del Polo Democrático
Alternativo, en la ideología de izquierda. En el ideario de unidad, el Polo es contundente al
afirmar que existe un conflicto armado interno en el país y asegura que su solución no debe ser
militar sino política. Para ellos es fundamental que la violencia y la guerra se conviertan en
diálogos y negociaciones por ambas partes del conflicto para encontrar la paz. El hecho de que
mencionen a ambas partes del conflicto significa que se está aceptando la responsabilidad del
Estado en la situación violenta que se vive a nivel nacional.
El Polo Democrático Alternativo se opone a la guerra y al ejercicio de la violencia como
instrumento de acción política, y afirma lo siguiente con respecto a la guerrilla colombiana:
“reconocemos la naturaleza política de la insurgencia colombiana, pero consideramos que hoy la
vía de la transformación es la lucha de masas democrática y pacífica” (“Polo Democrático”,
2009). Con respecto a la concepción de “lucha antiterrorista”, este partido afirma que se opone a
que los gobiernos, el estadounidense y el colombiano, adopten este discurso con el fin de
perseguir a quienes se oponen a la política imperante. El Derecho Internacional Humanitario y su
respeto son fundamentales para el Polo en la resolución del conflicto colombiano, y finalmente
consideran que “el cese del fuego y de las hostilidades puede ayudar a propiciar condiciones para
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restablecerle credibilidad al diálogo tras las frustraciones del pasado” (“Polo Democrático”,
2009).
Después de tomar los conceptos que manejan los tres partidos políticos más importantes
del país, es importante ver cómo los actores armados interpretan la realidad que vivimos.
Empezando con las FARC-EP, en sus diversos comunicados hablan no sólo de un conflicto
armado, sino que también se refieren a él como un conflicto social, económico y político. Por
esta razón, para las FARC algunas personas que tienen retenidas son prisioneros de guerra en el
conflicto armado y no secuestrados. En uno de sus artículos publicados en la página oficial de
esta guerrilla, dicen lo siguiente: “todo el mundo, menos Uribe y su gente, dice que en Colombia
sí hay un conflicto social y armado; negarlo es como meter la cabeza en la arena deseando una
realidad inexistente” (“FARC-EP, 2009).
En otra oportunidad, las FARC afirmaron que no se podía seguir escondiendo la realidad
por el hecho de que el gobierno no aceptara la existencia del conflicto; “en Colombia hay un
conflicto armado de grandes magnitudes y la solución no es la fuerza, como se está demostrando
en este cuatrienio, sino que tiene que ser producto de una reconciliación entre todos los actores
del conflicto” (“FARC-EP”, 2009).
Reiteradamente esta guerrilla ha exigido al gobierno del presidente Uribe la suspensión de
las órdenes de captura de los integrantes del Estado Mayor Central, la anulación por parte de la
comunidad internacional del calificativo de terroristas y el reconocimiento de la existencia del
conflicto social y armado en el país.
Por su parte, la guerrilla del ELN dice que el conflicto armado interno lleva alrededor de
seis décadas de existencia e insta a buscar la paz por medio de la “justicia social” y de una
“salida política al conflicto” para terminar por fin lo que ellos llaman “el grave conflicto social y
armado que padece Colombia”. Y al igual que muchos actores políticos, el ELN rechaza el
tratamiento que se le ha dado a la violencia por el gobierno de Uribe. “Ratificamos que los
luchadores no somos terroristas, sí lo son el imperialismo y la oligarquía que arrasan los pueblos
y los sumen en la miseria”, dice en uno de sus comunicados de su página oficial (“ELN”, 2009).
La manipulación de las armas lo argumenta el ELN al hacer uso “del derecho legítimo de los
pueblos a la Rebelión y a luchar contra regímenes y gobiernos que imponen condiciones infames
de vida, reprimen al pueblo y restringen la democracia en provecho de una reducida minoría, que
usufructúa el poder” (“ELN”, 2009).
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Al otro extremo de las dos guerrillas más influyentes en el país se encuentran los grupos
paramilitares, anteriormente denominados las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Este
grupo al margen de la ley, aunque ha actuado más como un ejército alterno al Estado que como
un grupo político, ha tenido aspiraciones para hacer parte del Estado y ha logrado penetrar
profundamente a los poderes democráticos. En uno de los tantos libros que se han escrito sobre
esta situación que puso en crisis al país llamado “Las Comadres de la Parapolítica”, del
periodista Juan Carlos Giraldo, uno de los más reconocidos comandantes de los paramilitares y
al mismo tiempo narcotraficante, Salvatore Mancuso, trata de legitimar su lucha con estas
palabras: “nosotros liberamos las regiones de las garras de la guerrilla, el Estado no las
reconquistó, se quedó quieto. Se volvió un Estado cómodo y nosotros tuvimos que seguir
haciendo presencia. Yo era el jefe de ese Estado” (Giraldo, 2008, p. 19, 20). Es evidente que
Mancuso acepta la existencia de un Estado paralelo y alterno al de derecho, al oficial, situación
que refleja categóricamente la existencia de un conflicto armado interno.
Por la profunda penetración que lograron tener los paramilitares en las bases políticas del
país, es necesario hablar del fenómeno de la parapolítica, aquellos miembros del poder ejecutivo
y legislativo que pudieron crear fuertes alianzas para beneficiar a estos grupos al margen de la
ley, a su “proyecto político” y a sus intereses personales. Uno de los momentos más graves en las
investigaciones a la parapolítica fue sin duda el Pacto de Ralito, un documento firmado en 2001
por los altos jefes paramilitares, políticos y algunos civiles en un pequeño corregimiento en el
departamento de Córdoba. El objetivo primordial de este pacto era “refundar la patria”, tarea
considerada irrenunciable por los firmantes. Aunque no es explícito lo que para ellos significa la
violencia en el país, sí es clara la definición de Estado y de sus funciones: “defender la
independencia nacional, mantener la integridad territorial y asegurar la convivencia pacífica y la
vigencia de un orden justo. Construir esta nueva Colombia, en un espacio donde toda persona
tiene derecho a la propiedad y tiene deberes respecto a la comunidad, puesto que sólo ella puede
desarrollar libre y plenamente su personalidad”.
Sin duda el Ejército Nacional cumple un papel fundamental en la estrategia de los
gobiernos para solucionar la situación de violencia que vive el país. Entre los objetivos de esta
organización se encuentra “doblegar la voluntad de lucha de las organizaciones terroristas a
través de su derrota militar, forzando su desmovilización y contribuyendo a la seguridad de la
población y la infraestructura económica” (“Fuerzas Militares”, 2009), lo que indica que para
11
esta estructura la violencia existe por amenazas de terroristas y que la única salida, obviamente,
es la derrota militar. Incluso, en su portal tienen una sección especial para todas las noticias que
tienen que ver con los ataques de las FARC, y ésta se titula “Terrorismo de las FARC”.
Constantemente en sus comunicados tienden a hablar de las FARC usando el calificativo de
narcoterroristas, al igual que el gobierno y el Partido Conservador, y entre sus objetivos se
encuentra el de combatir aquellas “estructuras criminales de las FARC, el ELN y demás bandas
criminales al servicio del narcotráfico” (Fuerzas Militares”, 2009). Desconocen totalmente el
carácter político con el que surgieron las guerrillas y no es explícito el mensaje hacia los grupos
paramilitares.
En una entrevista realizada recientemente al comandante general de las Fuerzas Militares,
Freddy Padilla de León, fue evidente el lenguaje con el que manejan la realidad, militarmente
hablando. Ante la pregunta del periodista sobre el incremento de acciones violentas actualmente
en algunos departamentos por parte de la guerrilla, Padilla respondió lo siguiente:
“En el fin del fin donde nos encontramos optan (la guerrilla) por el terrorismo que no necesita de
mayores recursos y que se manifestará a través de los medios de comunicación. Una acción que
no registran los medios, por terrible que sea, es como si no hubiera existido. El terrorismo necesita
de los medios de comunicación para llegar hasta cada colombiano” (Semana, 2009, 15 a 22 de
junio, p. 26-27).
El fin del fin, así llaman los militares a la situación actual del país con un tono un tanto
optimista y calculador, ignorando factores importantes e influyentes que no se han superado para
empezar a hablar de paz.
Aunque propiamente no se reconoce como actor político, la Iglesia ejerce un poder
trascendental en sus fieles y en la opinión pública en general por considerarse Colombia un país
católico en su gran mayoría. Por esta razón, la institución se ha pronunciado en varias
oportunidades sobre la situación de violencia que vive nuestro país, empezando por aceptar y
manifestarse activamente por el problema agrario que afecta gravemente a la situación de los
colombianos. El sector agrario, para ellos, cuenta con varios problemas como por ejemplo “la
ausencia de una política eficiente de Estado que lleve a superar de raíz la pobreza y marginación
del sector agrario, la presencia permanente y el crecimiento de los mismos grupos armados en el
campo y la presencia perversa del narcotráfico con sus cultivos de uso ilícito y la alteración
permanente de la economía, la política y de la misma cultura campesina” (“Conferencia
Episcopal”, 2009).
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Para mediados del año 2009, la Iglesia se pronunció sobre la situación de violencia del país
con motivo de la visita que le hizo el presidente Uribe al Papa Benedicto XVI. El diario El
Espectador entrevistó al Nuncio Apostólico en Colombia, Aldo Cavalli, quien se mostró
preocupado por la presencia de guerra en varios lugares del país. Ante la pregunta de cómo ve al
país, Cavalli afirmó: “Colombia es compleja. Cuando escucho que son 60 años de violencia por
resolver, hay que decir que no se hará de un día para otro. Tenemos que hacer por lo menos dos
generaciones de paz” (El Espectador, 2009, 10 de mayo). Es claro entonces que para llegar a la
paz, la Iglesia le apuesta a cambios y reformas trascendentales, y no a soluciones asistencialistas
y momentáneas. Cavalli dijo que “a la paz no se llega por arte de magia sino trabajando todos
para vivir de una manera democrática, respetando a los demás” (El Espectador, 2009), y aunque
afirma que la seguridad democrática ha ayudado a que se pueda vivir o viajar sin problemas en
muchas partes, para él es fundamental superar la pobreza. El Nuncio afirmó también que una
salida al conflicto sería “sin pobreza, con justicia y cuando las instituciones logren funcionar en
todo el país sin corrupción” (El Espectador, 2009, 10 de mayo).
Con relación a las últimas declaraciones de las FARC sobre la intención de liberar al cabo
Moncayo se abrió el debate de nuevo sobre si la Iglesia puede participar en la política. Ésta se ha
mostrado neutral y dispuesta a colaborar como mediadora junto con la Cruz Roja, sólo con
intenciones de carácter humanitario.
Volviendo al gobierno actual, es muy importante la visión que mantuvo el ex Comisionado
de Paz Luis Carlos Restrepo sobre el conflicto. En una entrevista concedida para este proyecto,
Restrepo afirmó lo siguiente ante la pregunta de si se puede hablar de postconflicto aún cuando
(el gobierno) niegue el conflicto: “básicamente lo que nosotros hemos negado es la existencia de
un conflicto armado interno en términos políticos, es decir, que exista en Colombia una situación
de guerra civil o que exista en Colombia una división de la sociedad que se expresa a través de
las armas”. Y en la misma respuesta, argumentó lo que pasaría si es aceptada la violencia social o
la responsabilidad del Estado: “si nosotros dijéramos que hay una situación de guerra civil, o de
conflicto armado interno en términos políticos, estaríamos aceptando que hay una justificación
política para la violencia, ya que hay un sector de la población, hay un sector ciudadano, que no
se siente expresado en la democracia y que no tiene otra alternativa que las armas”.
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Por la misma línea, el actual Alto Comisionado para la Paz, Frank Pearl, afirmó en una
entrevista concedida a la Revista Semana que “en la inmensa mayoría del país hay una situación
de postconflicto y por eso hay una estrategia en consolidación en marcha” (Semana, 2009, 4 a 11
de mayo, p. 40-41). Como lo expresó la revista en la introducción a la entrevista, “literalmente
Pearl tiene un pie en el conflicto y otro en el postconflicto”.
Otro sector altamente influyente en la sociedad son los medios de comunicación. Entre los
más importantes y de mayor circulación en el país se encuentra el diario El Tiempo; a
continuación se recopilará lo que este medio afirma en su “deber ser”, es decir, la línea editorial
que ha manifestado abiertamente y que permite conocer su posición en medio de la violencia. Y
aunque la brecha entre esta línea editorial y el tratamiento real que se le da a las noticias de orden
público parece distanciarse a menudo, la posición que han tomado en varias oportunidades es
clara con respecto a los esfuerzos por conocer la verdad y brindar un aporte a la salida del
conflicto armado y a la construcción de paz. El Tiempo varias veces en su editorial se ha
pronunciado al respecto, por ejemplo, en 2004, cuando estaba en auge la desmovilización de
paramilitares, en el editorial se abordó el tema del acto simbólico de Mancuso y sus subalternos
cuando le pidieron perdón al país y dejaron las armas. Aunque aseguran en el editorial que “pedir
perdón o devolver algunos bienes no es suficiente y aún falta definir el delicado balance de
verdad, justicia y reparación que debe acompañar esta negociación” (“El Tiempo”, 2004, 14 de
diciembre), están de acuerdo en que el hecho de que “los protagonistas de esta guerra empiecen a
aceptar que, además de motivos, tienen culpa, es un primer paso indispensable para que esta
sociedad restañe sus heridas y comience a pensar en la reconciliación y el postconflicto” (“El
Tiempo”, 2004, 14 de diciembre).
Es claro, entonces, que el diario El Tiempo le apuesta a una salida negociada del conflicto
para poder empezar a vislumbrar un postconflicto, aunque ha dicho que “la crisis de credibilidad
de la justicia colombiana difícilmente le permitiría asumir por sí sola los desafíos del
postconflicto” (“El Tiempo”, 2002, 3 de enero). Incluso, llegó a afirmar para 2007 que el país se
encontraba en una “nueva fase con claros elementos de postconflicto” (“El Tiempo”, 2007, 6 de
septiembre). En conclusión, el diario quizás más importante de todo el país en los últimos años
acepta y reconoce un conflicto armado interno, y con respecto a la posición uribista de que acá
no existe dicha situación, argumenta que “ha sido una constante de la humanidad el desconocer
la existencia del conflicto público para poder desconceptuar como malhechores a los
14
contradictores” (“El Tiempo”, 2005, 13 de febrero). Sobre el hecho de calificar a los guerrilleros
de terroristas, regla impuesta por Estados Unidos y seguida por Colombia, El Tiempo afirmó:
El calificativo de "terrorista" apareja, en contados casos, la condición de "criminal" y despoja a los
alzados en armas de su potencial condición de ejército regular, lo cual es diferente del status de
beligerancia, como creen algunos. Es apenas la imposibilidad de invocar el Derecho Internacional
Humanitario, celebrar armisticios y, en último término, pactar la paz. Es algo a lo que no se llega con
los "bandidos", los "criminales" o los "terroristas" (“El Tiempo”, 2005, 13 de febrero).
Esta contundente visión de este diario también es visible en El Espectador y la revista
Semana, quienes tienen como preferencia abordar la violencia nombrándola “conflicto armado”
y criticando, mediante sus líderes de opinión, la posición gubernamental de negar dicha realidad.
En cambio, medios como RCN –televisión- han demostrado su simpatía con el gobierno Uribe
en el tratamiento que le dan a la información, la espectacularidad con la cual tratan los ataques de
guerra y el poco análisis que realizan con los hechos, en especial, políticos.
Los entes internacionales como Amnistía Internacional (AI), una organización mundial
defensor de los derechos humanos, criticó fuertemente a finales del año pasado el gobierno de
Uribe en un informe el cual pone en duda su tesis de que Colombia vive pacíficamente y que se
está eliminando la violencia. En un informe citado por la revista Semana, AI señaló que
Colombia sigue siendo un país donde millones de civiles, sobre todo fuera de las grandes
ciudades y en el interior, siguen soportando la peor parte de este conflicto violento y prolongado
y agregó que la impunidad sigue siendo la norma en la mayoría de los casos de abusos a los
derechos humanos. La directora del grupo para las Américas, Renata Rendón, afirmó que
mientras el gobierno colombiano asegure que no existe un conflicto armado y Estados Unidos
apoye este argumento ridículo, es de verdad tremendamente difícil que haya progresos".
Por otro lado, José Miguel Vivanco, director de Human Rights Watch (HRW) para la
región, afirmó en uno de sus comunicados que Colombia sigue presentando la situación
humanitaria más grave en toda América Latina, ya que es el único país en la región sumido en un
conflicto armado interno, con niveles de desplazamiento exorbitantes, con un enorme número de
niños combatientes y con guerrillas que están aumentando su uso de minas antipersona de
manera alarmante.
Con respecto a un documento publicado por la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos (CIDH) de la Organización de Estados Americanos (OEA) en 2006, este organismo
hizo énfasis en la existencia del conflicto armado interno e incluso hizo una caracterización del
15
mismo. En el documento se expresó que “Colombia se ha visto inmersa en una dramática espiral
de violencia que afecta a todos los sectores de la sociedad, socava los cimientos mismos del
Estado, y conmueve a la comunidad internacional por entero. Sin duda se trata de una de las
situaciones de derechos humanos más difíciles y graves en el continente” (“OEA”, 2006).
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Calificativos intencionales
Tras un largo intento de obtener una visión más panorámica de los distintos sectores de la
sociedad, y de cómo entienden la situación que se ha vivido y que se vive actualmente, es
necesario definir y diferenciar los conceptos que manejan en los discursos oficiales, en los
medios de comunicación, y, claro, los protagonistas de la violencia.
Y bueno, además de la definición como tal, que inmediatamente incluye y excluye factores
presentes en la guerra, los propósitos de quienes definen o categorizan una realidad son
primordiales para entender el uso de los conceptos en su contexto y momento. El economista
Santiago Villaveces lo explica:
“En cualquier contexto las definiciones que se articulan a través del lenguaje van cargadas de
consecuencias mucho más amplias que aquellas expuestas en las iteraciones. Cualquier término o
concepto moviliza, implícita o explícitamente, argumentos políticos en medio de los cuales se
entrecruzan una serie de inclusiones y exclusiones, de potencialidades y de obstáculos, que forman en
sí mismos una matriz compleja de articulaciones con las prácticas sociales” (Villaveces, 1998, mayoagosto, p. 90).
A partir de esta cita, quizás sea más posible entender la razón por la cual no existe un
consenso generalizado sobre la situación de violencia en el país, ya que los diferentes círculos
sociales, las comunidades y los poderes tienen intereses variados e incluso encontrados unos a
otros. Incluso, como lo menciona Posada-Carbó (citado en Pizarro, 2002), el momento de
caracterizar cualquier conflicto “tiene de inmediato connotaciones políticas, militares y jurídicas
tanto en el ámbito interno como internacional”.
Por ello, según Eduardo Pizarro Leongómez, “no es igual hablar de guerra civil (es decir,
de dos polos enfrentados con sólido apoyo social), que de una guerra contra-insurgente, en la
cual el enemigo es percibido más como una máquina de guerra con débiles raíces societales”
(Pizarro, 2002, mayo-agosto, p. 164). Y tampoco es lo mismo definir al adversario de un
conflicto como una guerrilla o como un grupo terrorista, ya que la responsabilidad en ese caso
del Estado se vería altamente comprometida; y la toma de decisiones de carácter militar,
cuestionada.
Un autor como Steven David se ha atrevido a definir el conflicto armado, ese que niegan
tanto actualmente en Colombia, como “una confrontación violenta cuyos orígenes echan raíces
esencialmente en factores ligados al sistema internacional, y en la cual la violencia armada
transcurre esencialmente en los límites de un solo Estado” (citado en Pizarro, 2002). Claramente,
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esto es lo que sucede en el país, la existencia de una confrontación armada interna en la cual se
involucran dos o más sectores y que comprende unas profundas raíces ideológicas, problemas
sociales y falencias del Estado.
Colombia ha vivido una guerra considerable durante las últimas décadas y el Estado ha
tenido responsabilidad en gran parte de la existencia de grupos al margen de la ley, de las
desigualdades sociales y de un nulo ataque a la corrupción y a la impunidad. Hoy, después de
casi dos periodos de una política de seguridad democrática instaurada por el presidente Uribe
sería intransigente decir que nada ha cambiado. La violencia en sí se ha transformado por las
dinámicas económicas, por la fuerte presencia militar de Estados Unidos, por las relaciones
fronterizas de la guerrilla de las FARC con Venezuela y Ecuador, por los dramáticos cambios en
las técnicas militares y por una opinión pública que exige el fin de la violencia. Claro, esto a
grandes rasgos, pero en general sí ha habido un cambio en la concepción de la guerra, en la
nueva conformación de bandas criminales al servicio del narcotráfico, y en lo que el gobierno
considera una “amenaza a la democracia”.
Negar ese cambio sería tan severo como apropiarse de un término irresponsablemente con
intereses muy alejados a los de la sociedad civil y víctimas del conflicto, como lo ha hecho el
gobierno actual. En palabras del ex Comisionado de Paz, Luis Carlos Restrepo, en el país ha
ocurrido una transformación de la siguiente manera:
Un antes que era un momento de destrucción donde el Estado no tenía capacidad de responder, y un
después o un ahora donde el Estado tiene capacidad de responder ante la amenaza y además está
atendiendo activamente a las víctimas, está reconstruyendo redes sociales, y está reconstruyendo
municipios; si a lo primero lo llamamos conflicto y a lo segundo lo llamamos postconflicto, si a lo
primero lo llamamos violencia y a lo segundo postviolencia, o si a lo primero lo llamamos
desinstitucionalización y a lo segundo reinstitucionalización ya depende de una elección académica.
El ex Comisionado en la entrevista insistió en el hecho de que caracterizar la violencia es
un asunto meramente académico, pero olvidó que el gobierno de Uribe, en el cual él estuvo casi
los dos periodos presidenciales, se dedicó a categorizar de manera enérgica todas las dinámicas
de la violencia, es decir, a los desplazados como migrantes, al conflicto como postconflicto, a las
guerrillas como grupos terroristas, etcétera. Con respecto al cambio que ha tenido el conflicto en
el país, Luis Carlos Restrepo lo interpreta diciendo que la mutación de la violencia “es una nueva
mutación del narcotráfico que retoma elementos como la alianza del narcotráfico con la guerrilla,
las viejas mafias, la alianza del narcotráfico con el paramilitarismo, y que trata nuevamente de
controlar zonas del país, trata nuevamente de presentar un discurso político porque considera que
19
a través de eso pueden obtener ventajas de una negociación” (Restrepo, 2009, 19 de marzo,
entrevistado por Chethuan).
Es claro que el narcotráfico es un factor importante en el conflicto armado, y que cada vez
más los actores se ligan con esta actividad ilícita para lograr su financiamiento y poder en el
momento de atacar al enemigo, pero éste no debe entenderse como el único motor de la violencia
en Colombia. Afirmar esto sería desconocer las profundas desigualdades sociales que vive el
país, la falta del Estado en cumplir con los derechos fundamentales de sus ciudadanos y la
violencia intrafamiliar y social que se vive a diario, minuto a minuto.
Por tal razón, se puede entender la violencia generalizada que vive y ha vivido Colombia,
según el médico Saúl Franco, como
Un fenómeno con múltiples raíces, con dinámicas diversas, con diferentes detonantes y gran
diversidad de actores, víctimas, escenarios, implicaciones e interrelaciones. Lo que puede ser válido
para la comprensión de una modalidad de violencia en un entorno espacio-temporal puede no serlo en
otro. Los procesos coyunturales son cambiantes e interrelacionados y es muy escasa la certeza al
señalar ciertas condiciones estructurales. (Sánchez y Peñaranda, 2007, p. 406)
Así, la complejidad vuelve a darnos la explicación correcta de lo que vivimos aquí en la
capital, y lo que vive una familia en zonas de alto riesgo, pero lo más importante debe ser la
forma en la cual tomamos y entendemos esa violencia. Algunos actores pretenden identificarla
como algo simple y fácil de resolver, olvidando todos los sectores, dimensiones y niveles a los
que se debe afrontar el país en el momento de atacarla e intentar erradicarla desde sus bases. Ese
es el grave inconveniente, subestimarla y abordarla desde algunos de sus síntomas y no desde los
factores que producen la enfermedad.
Investigación del CINEP
Los investigadores Ingrid J. Bolívar y Fernán E. González, en su libro “Violencia política
en Colombia” afirman que la tesis de Daniel Pécaut sobre la “precariedad del Estado” explica el
marco de la violencia en Colombia. Para este investigador, la violencia se entiende como el
producto de la elección voluntaria de grupos que deciden tomar las armas como la única salida
posible para los problemas de la sociedad (González, 2002).
Otra forma de caracterizar el conflicto es como lo abordó María Teresa Uribe, quien habla
de los “Estados de guerra” como porciones de territorio donde el poder institucional no es
soberano y donde existe una voluntad de no someterse al orden estatal y de resistirse a su
dominio y control. La existencia de estos Estados refleja indiscutiblemente, según la
20
investigadora, la fragilidad de la soberanía estatal, haciendo a su vez una presencia institucional
“virtual” (González, 2002). Basta recordar lo que el ex jefe paramilitar Salvatore Mancuso dijo
cuando los paramilitares tomaron posesión de las tierras que le quitaron a la guerrilla: la
conformación de un Estado de guerra.
La explicación de las organizaciones insurgentes que tienen los investigadores del CINEP
es que éstas tienden a configurar un orden interno, el cual consiste en ofrecer protección, orden y
seguridad a cambio de lealtad institucional y obediencia absoluta de la población. Se entiende
entonces en este análisis que el conflicto colombiano es una guerra contra la población civil, y la
mejor definición que le dan a esta realidad es la siguiente: “el conflicto armado no es exterior a
un Estado ya constituido al que amenaza, sino que de alguna manera participa del proceso de su
construcción e interviene en la negociación permanente de alianzas políticas con formas de
regulación social ya existentes”.
De esta forma, es posible concluir que un conflicto armado interno como el que vive el país
no puede resumirse en un ataque terrorista o en una violencia criminalizada; en palabras del
propio Alfredo Rangel, hoy simpatizante del gobierno Uribe, “los conflictos armados internos
estallan debido a una gran suma de condiciones económicas, políticas, sociales e internacionales
incubadas durante mucho tiempo, que no dan paso a fórmulas económicas y sociales que alivien
las deterioradas condiciones de la población; la represión política y la exclusión de las fuerzas
emergentes también son factores que casi siempre se suman a tal situación” (Rangel, 2001, p.
29).
Las raíces están intactas
Con respecto a la transformación que hemos visto en el país, el conflicto clásico de antes
(un Estado débil, una guerrilla que quiere derrotarlo y unos grupos paramilitares que intentan
suplir su ausencia en algunas zonas) ya no existe en una forma generalizada, sino que han
surgido nuevos conflictos ya que hay múltiples grupos que se oponen al poder estatal tanto a
nivel local como regional. Como lo afirma el representante de la Fundación Konrad Adenaer en
el país, Carsten Wieland, el escenario se ha vuelto más caótico, ya que:
“Siguen existiendo algunos fenómenos que pertenecen a ambos escenarios del conflicto en Colombia
–del conflicto clásico y del conflicto nuevo-. El desplazamiento forzado y la urgencia de una reforma
de tierra y la lucha contra la impunidad amplia en crímenes por una policía y justicia sobrecargada,
pertenecen a los problemas más graves que no han perdido su actualidad con el cambio de la
actualidad del conflicto en Colombia” (Wieland, 2008, p. 6).
21
El conflicto existe en el país, y sus causas objetivas han sobrepasado el tiempo y el
espacio. La violencia se ha visto transformada, pero sus raíces aún no se han atacado
correctamente, por tratar de relegarla a un simple problema militar. Existe una opinión pública
demasiado emotiva, que por la ideología del gobierno, por su forma de atacar a la violencia y por
su baja memoria histórica adopta fácilmente versiones de la realidad que tienen, sin duda alguna,
tinte político y económico.
Después de esbozar todas estas maneras de interpretar la realidad y de entenderla desde
una visión académica, es posible entrar a conocer qué es una etapa de postconflicto, con base en
teóricos y casos en el exterior que ayuden a generar diferencias y semejanzas con el caso
colombiano.
22
El postconflicto: cambio y transición
Después de contextualizada la dinámica de categorización de la violencia desde la década
del 50 en el país, la complejidad, diversidad y polarización son los factores que ligan los
enfoques más radicales. A partir de este punto, con un contexto mucho más completo sobre lo
que ha vivido la opinión pública, la academia, la política y los medios de comunicación es más
responsable abordar el problema del postconflicto desde su planteamiento teórico.
Mencionar el fin de la guerra, la entrada a un momento de postconflicto en el país y la
solución definitiva del conflicto armado –así sea por vía militar- connota muchas características
y realidades que no se sabe si estén presentes en la vida nacional. Algunos sectores suelen
escandalizarse con la palabra postconflicto, mientras que otros –como el gobierno- se la han
apropiado inescrupulosamente como si esa fuera la verdad absoluta de lo que el país vive a diario
en el campo y en las distintas regiones.
Lo complejo de esto es que en el momento de apropiar o rechazar dicho período, se
empiezan a configurar una serie de intereses particulares que juegan a favor de sí mismos,
olvidando las razones principales de querer denominar el estado de violencia que vive el país.
Por lo tanto, se abordará directamente el concepto de postconflicto desde la mirada
académica para luego poder entender mejor la distancia que existe entre esa categorización y la
situación de violencia que se vive en nuestro país. También se relatará brevemente lo que
sucedió en los hoy llamados países postconflicto como Guatemala, El Salvador, Nicaragua,
Sudáfrica e Irlanda del Norte, para entender cómo abordaron los procesos de negociación y en
qué consiste su situación después de la guerra.
Lo importante es tener claro que el término postconflicto, o posguerra, no significa el fin
de la violencia. Como hemos visto, la violencia en el país se ha transformado, por lo tanto la idea
es comprender si dicho cambio es suficiente para abordar el tema o si la brecha que existe entre
lo teórico y lo real sigue siendo amplia y extensa.
Diferentes gobiernos a lo largo de la historia han buscado fórmulas para aclimatar la paz y
para lograr el cese al fuego -soluciones unas veces dialogadas y políticas y otras veces
simplemente militares-. Esta situación ha impedido la conformación de un consenso colectivo
incitando a la polarización y al desconocimiento de una realidad que está latente más que todo en
el campo y en las regiones con poca o nula presencia estatal.
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Ahora nos encontramos en un momento decisivo para la denominación de la realidad
colombiana y para el posible consenso que se pueda formar a partir de su respuesta. El gobierno
de Álvaro Uribe se ha propuesto negar la existencia de todo conflicto, calificar de terroristas a
los grupos armados y hablar de postconflicto y de paz. Esta situación claramente genera ciertas
divisiones entre la sociedad civil, ya que aunque se considera que hablar de postconflicto y crear
agendas para la paz es importante y necesario para un futuro próximo, no se pueden negar los
hechos ni evitar aceptar una violencia que existe y que tiene temas importantes de fondo que
involucran también el accionar del Estado durante la historia.
Sectores académicos interesados en el caso colombiano han dado su opinión frente a la
realidad que el gobierno del presidente Uribe ha pretendido imponer, y entre algunos análisis se
ha afirmado que “es muy poco probable que vayamos a tener una situación donde
inequívocamente se pueda decir que haya terminado el conflicto armado en Colombia y mucho
menos superado los fenómenos de violencia organizada que de una u otra manera tengan relación
con el mismo” (Ljodan, p. 3). Esta apreciación implica reconocer que el conflicto colombiano no
se reduce solamente a unos terroristas o criminales que atentan contra la población, sino que
connota unos problemas de fondo y unas causas objetivas que no se han resuelto en décadas.
Estas causas estructurales del conflicto se pueden traducir en pobreza, exclusión, fragmentación
de la sociedad, tenencia de la tierra, y “cultura ciudadana” entre otros, situación que demuestra
que el conflicto tiene diversas dimensiones. Y si éste lo tiene, por ende el postconflicto también
las tendrá.
Definición de postconflicto
En un estudio realizado por la Universidad de los Andes y la Fundación Ideas para la Paz,
la coordinadora del mismo definió el postconflicto como “aquel período de tiempo que se inicia
con el cese de hostilidades entre las partes previamente enfrentadas” (Rettberg, 2002, p 17). Una
de las causas de que este término sea tan criticado, ambivalente y complejo responde a las dos
miradas desde las cuales se puede entender y asociar con la deseada construcción de paz. La
primera de ellas, como lo explica Angelika Rettberg, es la visión minimalista que pretende
superar secuelas específicas del conflicto como por ejemplo mayor inversión y desarrollo para el
país en materia de infraestructura, reparación de daños en vías, etc. También comprende
24
reconstruir pérdidas, remover minas y reubicar desplazados, todo esto en un periodo a corto
plazo (Rettberg, 2002, p 23).
La otra visión es la maximalista, que intenta parar la guerra y superar las causas
estructurales del conflicto; específicamente tiene como propósito resolver la pobreza y la
inequidad, esta vez en un periodo a largo plazo. Como lo afirma el estudio de la FIP, éste modo
de entender el postconflicto se refiere “a los aspectos de consolidación de las nuevas
instituciones después del cese del conflicto, la reconciliación de la sociedad y el logro de la
estabilidad política para evitar el resurgimiento del conflicto” (Rettberg, 2002, p 23).
A partir de esta clasificación de cómo puede ser entendido el postconflicto, los autores de
la investigación anteriormente mencionada afirman que es necesario entenderlo desde una
posición intermedia, la cual “comparte con la visión maximalista la idea de que es preciso evitar
la recaída al conflicto y sugiere que es preciso abandonar las nociones estrictamente lineales del
conflicto y del post-conflicto” (Rettberg, 2002, p 23). Así, de lo que se trata es de mantener un
mayor equilibrio entre la superación de las consecuencias físicas del conflicto y las reformas
profundas que se le deben dar al mismo.
Para seguir entendiendo el postconflicto, retomo lo trabajado por Germán Ayala y Guido
Hurtado: “el postconflicto se construye, no se alcanza”. Estos investigadores abordan el término
explicando que
“El posconflicto no puede entenderse como un fin último, sino como un proceso en el que hay varias
tareas por hacer, entre ellas, el fortalecimiento –e incluso, la refundación- del Estado y por ese
camino, el logro de una legitimidad amplia y plural que reemplace el imaginario negativo que de éste
tienen amplios sectores de la nación; también, el efectivo abandono de prácticas de para-justicia
enquistadas en el lenguaje de amplios sectores de la sociedad civil y en acciones concretas de grupos
de poder militar, económico, político y social” (Ayala y Hurtado, 2007, p. 37).
La idea entonces es aproximarse a discutir el postconflicto, pero hacerlo “más allá del
silenciamiento de los fusiles o de la desmovilización de los actores levantados en armas” (Ayala
y Hurtado, 2007, p. 5). Para los autores, el postconflicto es “un escenario viable, recomendable y
posible sólo si el Estado, la sociedad civil y los medios de comunicación, como actores básicos,
deciden caminar por el sendero que señala dicho escenario” (Ayala y Hurtado, 2007, p. 5).
El director de área de Construcción de paz y posconflicto de la Fundación Ideas para la Paz
(FIP), Juan Carlos Palou, en una entrevista concedida para este trabajo, afirmó que el
postconflicto es, “en el estricto sentido, cuando una confrontación armada motivada
políticamente cesa, técnicamente es como un momento; luego está el cese al fuego, luego está el
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acuerdo de paz, y luego está el postconflicto, que quiere decir que los actores armados han
depuesto las armas y la hostilidad”. Palou afirma que en Colombia se empezó a entrar en el
postconflicto de una forma “parcial”, en la medida en que la negociación no incluyó a las
guerrillas, y por eso es que en estricto sentido no es posible hablar de postconflicto. Al explicar
lo que ha venido sucediendo, este investigador dice que “como se hizo una negociación de paz
con los paramilitares, se inician una serie de actividades que son propias del postconflicto, léase
programas de desmovilización y reintegración; eso es postconflicto”.
Una mirada al caso Centroamericano
Los países posconflicto en Centroamérica -El Salvador y Guatemala- han tenido procesos
distintos en la conformación de sus sistemas democráticos. La vinculación de este sistema en la
legislación y en las formas de gobernar de estos estados vislumbró lo que el politólogo SchultzeKraft1 denomina como “la aceptación universal de la economía de mercado”. Se empezó a dar en
los años sesenta y setenta una integración regional en Centroamérica a través del mercado común
y, como lo expresa Shultze, “la paz y la estabilidad han venido a depender de la mutua
aceptación del modelo de mercado” (Schltze-Kraft, 2005, p. 7).
Pero no sólo a la izquierda le tocó aceptar ese supuesto económico. La derecha también
tuvo la necesidad de transformar el papel de los ejércitos que sin duda gozaban de un poder y
dominio propios de la sociedad centroamericana. Este fue el atractivo que las fuerzas militares
pusieron sobre la mesa de negociación, a cambio del desarme de los grupos insurgentes. Para
Gonzalo Wielandt2, en Centroamérica los militares de ese entonces “estaban invadidos por una
mentalidad de ejercicio autoritario y de control rígido sobre la sociedad civil, como prerrequisito
para detentar el poder absoluto” (Wielandt, 2005, p. 15).
Shultze afirma que “la democratización en la Centroamérica contemporánea se dio al
tiempo con una tendencia gradual hacia la desmilitarización y la terminación de la guerra contra
el régimen” (Schltze-Kraft, 2005, p. 21). Esas guerras fueron libradas en los países posconflicto,
por ejemplo por el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) en El Salvador, la
1
Director para América Latina y el Caribe del International Crisis Group.
2
Consultor de la Unidad de Derechos Humanos del Subprograma de trabajo sobre desarrollo social, referido a la
contribución de la experiencia regional al trabajo de las Naciones Unidas sobre consolidación de la paz.
26
Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) y la contra o Resistencia Nicaragüense
(RN).
En la década del 80, Shultze relata que “Centroamérica fue un teatro de enfrentamiento no
sólo de las fuerzas sociales en pugna de la región, sino de las grandes potencias” (Schltze-Kraft,
2005, p. 12), ya que fue el último escenario de la guerra fría en América Latina. En uno de sus
textos, el autor hace el ejercicio de la historia comparada logrando así afirmar que “el cuadro
general que surge del examen de la historia política reciente de Centroamérica evidencia el retiro
gradual y el alejamiento de los militares del campo político” (p. 27).
Concretamente en el caso de El Salvador hubo un acompañamiento internacional
importante en el proceso de negociación por medio de Naciones Unidas que, según muchos
analistas, explica el éxito del proceso después de 12 años de conflicto armado. El Acuerdo de
Paz empezó en 1992 y culminó cuatro años después, tiempo en el cual ocurrió una importante
desmilitarización del Estado. Y aunque todos los procesos sufren altibajos y rupturas, el caso
salvadoreño no tuvo mayores contratiempos gracias al cese al fuego y a la profunda reforma
política que sentó las bases del régimen democrático posterior. A pesar de todo esto, en la etapa
postconflicto aún quedan muchas tareas y desafíos pendientes, como realizar una profunda
reforma política en los múltiples partidos, lograr que los principales actores políticos y sociales
alcancen consensos mínimos sobre aspectos importantes para el futuro del país y abordar la
temática económica-social de la población (Azpuru, 2007). Pero quizás el reto fundamental del
proyecto democrático en El Salvador es responder eficazmente ante el aumento de violencia, de
actividad delincuencial y de percepción de inseguridad a través de un mejoramiento de los
operadores del sistema de seguridad y de justicia.
Unos años más tarde de que El Salvador empezara su etapa postconflicto, Guatemala
atravesaba el mismo camino por medio de procesos de paz –negociaciones, firma e
implementación- y la desmilitarización del Estado. Y al igual que ocurrió en el caso salvadoreño,
en Guatemala hubo un retroceso en la seguridad ciudadana con un incremento de la delincuencia.
Aquí también jugó un papel importante la comunidad internacional para firmar los acuerdos de
paz y aunque durante las negociaciones nunca hubo un cese al fuego, la violencia en ese proceso
se disminuyó considerablemente. En 1996 terminó la guerra insurgente y contrainsurgente.
En general, estos importantes procesos empezaron a traer consigo cambios en la sociedad
centroamericana que la hacen partícipe de lo que se llama la violencia posconflicto. Wielandt
27
dice que después de la desmilitarización, “el crimen organizado se alimentó en gran medida de
las consecuencias del conflicto armado, por cuanto los excombatientes retirados del servicio
activo conformaron bandas armadas a las que se identifica como las protagonistas del crimen
armado en toda la región” (Wielandt, 2005, p. 14). Visto desde un punto de vista más reflexivo,
esta violencia trajo consigo “la imposibilidad de canalización y representación de los actores
sociales y políticos, dando pie a la criminalidad, diversamente organizada, dentro de las
condiciones de polarización social” (p. 17).
Las nuevas dinámicas de la violencia definitivamente no representaron el fin del conflicto
social, a pesar de que se haya dado fin al armado. Esta “cultura de la violencia” se empieza a ver
reflejada en lo que persiste actualmente, y es en el “tráfico de drogas, las pandillas juveniles, la
industria de seguridad privada, la desconfianza entre los Estados y la percepción de inseguridad”
(p. 19). Existe una carencia de autoridad estatal que hace que la tradición de armar a la
comunidad para enfrentar su propia inseguridad se convierta en una práctica arraigada. El
ejemplo más claro es la conformación de las pandillas juveniles, conocidas en Centroamérica
como “maras”. Se refleja así “una permisividad hacia las armas y en consecuencia, un
aprendizaje del uso de la violencia como patrón de socialización” (p. 28).
Otra representación de la violencia que ha marcado significantemente a los países
postconflicto es la migración ligada a la criminalidad, como la trata de personas. El narcotráfico
y el tráfico de armas también han influido en que en Centroamérica exista una atmósfera de
inseguridad.
El politólogo Schultze-Kraft hace hincapié en el papel que jugaron y que posiblemente
vuelvan a jugar las fuerzas militares. Dice: “en una región con niveles cada vez más altos de
inseguridad ciudadana, donde se multiplican las pandillas juveniles, el territorio se usa de manera
creciente para el tráfico de drogas, y la miseria se vuelve un detonante, los ojos no dejarán de
volverse hacia el ejército en busca de ley y orden, y desde dentro podrá haber quien quiera
convertirse en redentor populista” (Schltze-Kraft, 2005, p. 11). Esta visión pesimista y un poco
caótica refleja la inestabilidad que se vive a diario en la etapa postconflicto, convirtiendo de
nuevo la acción militar en una solución atractiva ante quienes buscan seguridad.
Con respecto al sistema democrático, existen diferentes visiones tanto positivas como
negativas. Para Gonzalo Wielandt, en Centroamérica existe una democracia insuficiente, ya que
“la participación real de la democracia ya no se dio, y la única forma de su identificación social
28
es la de expresarse a través de la violencia y de la delincuencia” (Wielandt, 2005, p. 51). Por el
contrario, para Schultze-Kraft “los países centroamericanos pudieron dar el valioso ejemplo de
negociar y alcanzar acuerdos de paz, al margen y no pocas veces en contra de la voluntad de las
superpotencias; de abrirse a procesos electorales que han hecho posible el funcionamiento de un
sistema democrático que todavía funciona, pese a todo; y de haber transformado a los ejércitos
desde dentro” (p. 12).
No obstante los procesos de negociación, desarme, desmilitarización y conformación de
una constitución sean avances en el proceso de democratización de las sociedades, la violencia y
la criminalidad aún están presentes en las comunidades excluidas y aisladas de este proceso.
Sudáfrica, reconciliación exitosa
Un elemento fundamental para el éxito en un proceso de conflicto a postconflicto es sin
duda la reconciliación, para empezar a construir una paz duradera y democrática. Como lo afirma
un estudio de la FIP, “el trauma individual y colectivo, legado invisible de una guerra, representa
una de las amenazas más grandes para una eventual etapa de postconflicto, ya que puede socavar
cualquier intento de reconstrucción y recrear los círculos de violencia, vía venganza o
ajusticiamiento por las propias manos” (Vesga, p. 1).
En el caso de Sudáfrica hubo un óptimo avance en las Comisiones de Verdad y
Reconciliación instauradas ya que atendían a los principios de verdad, reconocimiento social de
los hechos, arrepentimiento por los perjuicios causados y perdón. La superación del conflicto,
principalmente racial, ocurrió en 1994 con las primeras elecciones democráticas en donde ganó
el Congreso Nacional Africano (ANC) y se dejó a un lado “el prolongado y violento conflicto
político generado por el sistema de apartheid” (Höglund, 2005, junio, p. 18). Este sistema
emprendió las investigaciones sobre violaciones atroces de derechos humanos entre 1960 y 1993,
duró tres años y los testimonios de las víctimas, junto con las confesiones de miles de criminales
que solicitaron amnistía, “sirvieron para reconstruir la historia de Sudáfrica y abrir un nuevo
capítulo en la vida de ese país” (León, 1999, enero-marzo, p. 70).
Por último, es importante citar la resolución del conflicto en Irlanda del Norte. Las
conversaciones empezaron en 1994 y culminaron cuatro años después con la firma de un acuerdo
comprensivo de paz “que estableció nuevas instituciones políticas para regular las relaciones en
Irlanda del Norte, entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda, y en las islas británicas”
29
(Höglund, 2005, junio, p. 17). Un elemento fundamental para resolver el conflicto fue la
declaración de cese al fuego por parte de los principales grupos paramilitares republicanos y
unionistas, situación que abrió las puertas a las negociaciones y a los acuerdos.
Al referir estos casos de resolución de conflictos –bastante diferentes entre sí- es posible
tener una mirada más amplia de lo que conlleva firmar acuerdos, desarmar a la población,
reintegrar a los victimarios y darles resultados a las víctimas. La violencia es un factor común
que acompaña los procesos de paz y que llega a transformarse en la etapa postconflicto, por lo
tanto es fundamental abarcar como un todo la superación de la guerra, atendiendo tanto a las
víctimas como a los victimarios –que incluso llegan a ser víctimas en su etapa de reintegración- y
replanteando la fuerza institucional, democrática y de participación ciudadana.
Con base en los planteamientos académicos y en las experiencias internacionales relatadas
se han esbozado simultáneamente distintas formas de entender un postconflicto, desde sus
características más superficiales y simples como lo son la inversión en infraestructura, el
desarme, la reinserción de los combatientes y la reparación a las víctimas; y desde sus metas más
profundas y complejas que responden a un término a largo plazo como la restructuración
institucional, el fortalecimiento de la democracia, la satisfacción de los derechos básicos de los
ciudadanos y disminuir las desigualdades sociales y la injusticia. A partir de estas definiciones se
intentará tener claro el concepto como tal del postconflicto y cómo ha funcionado en otros
momentos históricos y geográficos para así poder proseguir con una comparación directa al caso
colombiano, a su realidad y a sus perspectivas.
30
Realidad histórica del postconflicto en Colombia
¿Qué está pasando en Colombia? Este capítulo pretende realizar una aproximación a la
realidad y a los hechos ocurridos en los últimos años, relatando cómo se ha vivido el proceso de
desmovilización y reinserción principalmente de los grupos paramilitares. Narrar principalmente
cuáles han sido los momentos más críticos y definitivos en la administración y posteriormente
darle voz a las acciones que el gobierno de Uribe aplaude y considera dignas de llamarse
postconflicto es fundamental para entender las causas de esta fuerte caracterización. A simple
vista, estamos ante una compleja situación en la cual por un lado se pueden ver características
concretas de lo que sería un camino hacia el postconflicto, y otras en las que es evidente el auge
de un conflicto armado que sigue dejando víctimas e impide el flujo normal de la democracia.
La historia política del país está llena altibajos en la búsqueda de la paz, ya que en
diferentes periodos se ha optado por el camino de las negociaciones y búsqueda de acuerdos, o
por la vía militar y de derrotar al enemigo. En este momento, en el periodo de Álvaro Uribe, se
ha visto un escenario no muy claro ya que se le ha apostado a la lucha militar con el apoyo de
Estados Unidos, pero también se han desarrollado ciertas desmovilizaciones principalmente de
los grupos paramilitares con unas garantías jurídicas que respondería a una faceta de
negociación. El desequilibrio está en que no ha sido clara la posición del gobierno, y su respuesta
militar ante “bandidos” y “terroristas” excluye por completo su intención de mediar y buscar la
paz con los grupos guerrilleros.
La violencia en sí es compleja, y por eso es necesario sumarle la dinámica de la actividad
política, los constantes cambios económicos que dependen a su vez de factores externos, la
difícil situación en cuanto a las relaciones internacionales y el apoyo militar que influyen
directamente en el curso de la violencia y del clima de la opinión pública, y los hechos y noticias
coyunturales que suceden a diario para poder entender el difícil caso colombiano.
La historia de los grupos que hoy principalmente tienen al país polarizado es esencial para
poder entender sus raíces y luego comprender su transformación desde su nacimiento hasta
nuestros días.
Paramilitares y guerrillas
La ideología de las FARC, como se explica en el trabajo del CINEP, es marxista leninista,
con percepciones de exclusión de jóvenes rurales, y con capacidad de inserción en economías
31
basadas en el cultivo de coca y amapola; “es la historia de la capacidad de resistencia de algunos
sectores campesinos” (González, 2002, p. 52). Esta guerrilla apareció en 1966 y tuvo varias
etapas de consolidación y cambio, como el fortalecimiento militar y político, la alianza de
intereses, el auge del narcotráfico y el desarrollo de la guerra insurgente.
En cambio, los grupos paramilitares han sido analizados y estudiados desde diversos
enfoques. El más aceptado y acorde a la realidad responde a una guerra sucia y eficaz con
constantes violaciones de derechos humanos y del Derecho Internacional Humanitario (DIH). En
la historia paramilitar ha habido una clara relación con el Estado, la cual se ha modificado de la
siguiente manera:
a) En 1965 se expidió el decreto 3398 que más tarde se convirtió en la Ley 48 de 1968 en
la cual se aprobó que los militares crearan grupos civiles para trabajar conjuntamente, y de esta
forma empezaron a funcionar los grupos de autodefensas.
b) En el gobierno del presidente Virgilio Barco se anuló el decreto anterior en 1989 para
evitar que esas acciones jurídicas fueran interpretadas como una autorización a la creación de
grupos armados al margen de la ley.
c) En 1994 se realizó el decreto 356 en el cual se legalizaron las Convivir, aceptadas en ese
momento como “servicios especiales de seguridad privada”.
El paramilitarismo, como lo afirma Fernán González, es entonces el resultado de la alianza
de intereses entre élites locales, hacendados y narcotraficantes y algunas instancias del Estado,
como las Fuerzas Militares, que cuenta con un apoyo de las élites locales a prácticas de
eliminación física, desaparición y desplazamiento forzado. Esta situación refleja la imposibilidad
del Estado de imponer a esas élites un marco de conductas democráticas para resolver conflictos
(González, 2002), y así como las FARC pasaron por diferentes etapas, los paramilitares
atravesaron momentos de incursión, consolidación y legitimación, según la reseña histórica del
CINEP.
El factor común entre estos dos grupos ilegales es sin duda el agrario que los confrontó
desde un principio ya que la guerrilla nació en zonas periféricas y se extendió rápidamente y los
paramilitares lo hicieron en zonas integradas a la economía nacional en donde la población se
sentía amenazada por la guerrilla y abandonada por el Estado, razones que le hicieron moverse a
las zonas periféricas.
32
Por otro lado, políticamente estos grupos se diferencian en la medida que los paramilitares
han optado por los partidos tradicionales bipartidistas mientras que la guerrilla se inclina por los
alternativos. Hacia la década del noventa, estos dos grupos armados empezaron a asemejarse en
cuanto a las regiones en las que hacían presencia y su constante uso del terror sobre la población
civil.
Una de las conclusiones que expresa González en su investigación es contundente y vital al
demostrar que existen relaciones tanto económicas como políticas entre el sitio de territorio con
los actores armados y el Estado con su estilo de hacer presencia en las regiones. En consecuencia
es posible entender los problemas que tiene el Estado al relacionarse con los grupos de poder.
Reacciones políticas ante la violencia
En el gobierno de Ernesto Samper se desató una ofensiva contra los paramilitares, ya que
estos fueron llamados “autodefensas ilegales”. Mientras tanto, las FARC daban importantes
golpes a la fuerza pública y utilizaban el secuestro como método de intimidación y obtención de
recursos. En cada acto violento, los paramilitares respondían conjuntamente atacando también a
la población civil. En una ocasión, la guerrilla secuestró a un grupo de extranjeros y como
respuesta a dicho acto, los paramilitares asesinaron al defensor de derechos humanos Eduardo
Umaña.
Más adelante, en el gobierno de Andrés Pastrana se hicieron más evidentes las
interacciones estratégicas violentas en el proceso de paz. Entre las FARC y el gobierno hubo un
acuerdo de despeje de cinco municipios para dar inicio a los diálogos de paz, y también hubo un
acercamiento con la guerrilla del ELN. Como característica principal ocurrió un marginamiento
de los paramilitares de la negociación, gracias a la decisión del gobierno de atacarlos
militarmente y a las condiciones impuestas por las FARC para las negociaciones –entre esas
estaba el canje de prisioneros, la lucha contra los paramilitares y el mantenimiento de la zona de
despeje-.
Y aunque la guerrilla siguió secuestrando extranjeros, abusando de la zona de despeje y
atacando con artefactos como cilindros de gas, el presidente Pastrana siempre demostró su
voluntad política como por ejemplo cuando llamó a calificar servicios a los militares Rito Alejo
del Río y Fernando Millán por tolerancia con los grupos de las autodefensas. Por otro lado, éstos
últimos seguían fortaleciéndose y expandiéndose reclamando reconocimiento político, y
33
“pasaron a ser un proyecto contraguerrillero en lo social, político y militar; querían asumir un
papel importante en el postconflicto como proyecto de reconstrucción nacional” (González,
2002, p. 82).
Empieza entonces un juego de interacciones violento, respondiendo al terror con el terror
por parte de la guerrilla del ELN y de los paramilitares. Aunque hubo momentos de optimismo
entre las FARC y el gobierno, los otros dos grupos violentos intentaban sabotear las
negociaciones, impidiendo su avance y su consolidación. Un hecho importante en toda esta
oleada de violencia fue el secuestro en el año 2000 de siete congresistas por los grupos
paramilitares; en el momento en el que el gobierno intentó mediar por su liberación, las FARC
suspendieron el diálogo. Además, la consolidación del Plan Colombia –que además de combatir
el narcotráfico también atacaba a las guerrillas- hizo que los diálogos entraran en crisis. Un año
más tarde se aclaró que no podía hablarse de paz en medio de la guerra, la opinión pública
pensaba que las FARC no tenían voluntad de paz, y esa guerrilla pensaba lo mismo del gobierno
por el auge del paramilitarismo y el fortalecimiento de las Fuerzas Armadas (González, 2002).
Por esta razón el proceso de negociación fue perdiendo legitimidad y muchas voces empezaron a
clamar por una salida militar del conflicto.
Luchando contra el terrorismo
Después del 11 de septiembre de 2001 la tolerancia hacia los grupos guerrilleros –que
empezaron a considerarse terroristas- disminuyó considerablemente, tanto por Estados Unidos
como por la opinión pública en general. Incluso los países que antes permitían cierta presencia de
la guerrilla por cuestiones de diálogos y negociación empezaron a impedir dicha presencia. Las
Fuerzas Militares fueron fortaleciéndose considerablemente y las FARC iniciaron la
recuperación de terrenos perdidos, como también los del ELN que les había arrebatado a los
paramilitares. Los grupos de Autodefensas crecieron y se consolidaron, lo que perjudicó de
nuevo los diálogos con el ELN.
En este momento la sociedad civil empezó a polarizarse a causa de la inestabilidad social
política. La sociedad colombiana estaba muy lejos de llegar a un consenso sobre la paz, y como
lo indica el análisis político que hace Teófilo Vásquez, la idea de que “la guerra es la
34
continuación de la política” se transformó a que “la política y la paz son la continuación de la
guerra”.
A partir del año 1995, el comportamiento de los grupos paramilitares tuvo un cambio
relevante ya se convirtieron en el principal violador del Derecho Internacional Humanitario. En
el norte del país se llevó a cabo un proceso de hegemonización del proyecto paramilitar, mientras
que en el sur la guerrilla logró insertase con relativo éxito en los frentes de colonización y en las
economías cocaleras y cocaineras.
La primera región analizada en este estudio del CINEP es la del Urabá, territorio en el cual
la guerra que se libra no se desarrolla tanto por medio de acciones directas de enfrentamiento
entre las partes comprometidas sino mediante acciones donde los actores armados han decidido
convertir a la población civil como objetivo militar.
En la otra región analizada, el departamento del Putumayo, los resultados son distintos,
pues según el autor, primero que todo cuenta con una insatisfacción de las necesidades básicas,
una pérdida de legitimidad del Estado, una inequidad social que consta de un déficit de
infraestructura social, de salud y de educación, y una confrontación y disputa territorial de los
actores armados. Por estas razones puede decirse que es una de las regiones colombianas más
afectadas por la violencia y el conflicto armado interno, a raíz del control que ejercen las FARC
en la población, y de las estadísticas y cifras obtenidas del estudio. Para el autor esta guerrilla es
el actor más dinámico de la confrontación armada.
A partir de esta breve exposición sobre la dinámica de los últimos años de los actores
armados y del Estado, es posible entender lo que González afirma en su investigación: “las
causas estructurales del conflicto armado interno colombiano se siguen imponiendo sobre las
coyunturas y las vicisitudes de corto plazo” (González, 2002, p. 94).
Desmovilizaciones colectivas
En el inicio de la campaña presidencial de Álvaro Uribe Vélez el país había integrado el
tema de la seguridad como un problema más de opinión pública que otra cosa, a raíz de la
compleja situación vivida en el gobierno de Andrés Pastrana. Por esto, dicha preocupación
colectiva por la búsqueda de la seguridad fue pieza clave para que Uribe ganara las elecciones,
sobre la base de la seguridad con autoridad y la crítica a la corrupción y a la politiquería. En
35
general los colombianos pedían una búsqueda acelerada por derrotar al “enemigo” después de
haber visto por alrededor de cuatro años una zona de despeje y un intento de diálogo con las
FARC, proceso que terminó considerándose fallido. Uribe llegó a la presidencia con una
estrategia militar bastante desarrollada, y la seguridad democrática claramente iba a favorecer
más los ideales de los grupos paramilitares, ya que con la implantación de esa política
posiblemente se iba a dar un golpe contundente a la guerrilla de las FARC, su enemigo histórico.
Básicamente la política de Seguridad Democrática empezó con un impuesto para financiar
la seguridad, el reclutamiento de los llamados soldados campesinos, las recompensas por
información, la conformación de redes de informantes y el estímulo a la deserción de
combatientes ilegales factores que aún se mantienen.
Entre los años 2003 y 2006 se empezaron a dar las desmovilizaciones que estuvieron
condicionadas por el cese al fuego y el abandono del narcotráfico, condiciones que nunca se
cumplieron a cabalidad por los beneficiados. Pero para el gobierno fue suficiente la disminución
de masacres entre un año y otro, y tomó esa cifra como voluntad política. Al principio el
gobierno estimaba la desmovilización de 15 mil miembros de las autodefensas, pero esta cifra se
duplicó. Entonces lo que empezó a ocurrir fue una serie de inconsistencias en el proceso que
empezó a marcar dudas ante la validez y la legalidad ante la opinión pública. El gobierno había
dicho que los ex combatientes deberían ir a Santa Fe de Ralito, en Córdoba, para evitar que
siguieran delinquiendo después de desarmados y desmovilizados de sus bloques, pero ellos
siguieron cometiendo crímenes de lesa humanidad y sus víctimas, principalmente personas en
situación de desplazamiento, estuvieron abandonadas en el camino hacia la “paz”.
La primera estrategia que tenía el gobierno para devolverles la libertad a los ex
combatientes desmovilizados sería procesándolos por el delito de sedición, acción que despertó
una fuerte conmoción al interior de la sociedad colombiana ya que se les daría un indulto a los
integrantes desarmados de grupos paramilitares, por su supuesta conformación con el fin de
modificar o reemplazar un orden social. Con base en esta información es fácil entender que estos
grupos no surgieron por motivaciones políticas e ideológicas a diferencia de los grupos
guerrilleros, sino que su razón fundamental fue tomarse el poder por medio de las armas para
hacer las veces de un Estado alterno, militarmente hablando. Los grupos paramilitares, además,
surgieron por la complicidad y la cooptación de instituciones estatales, han estado ligados
perpetuamente con el negocio del narcotráfico y han logrado penetrar el Estado ágilmente por
36
medio de la corrupción. A raíz de la iniciativa del gobierno de querer considerarlos delincuentes
políticos, la administración optó por darles a los ex combatientes una garantía de entre cinco y
ocho años de prisión ya que se había dicho que los delitos de lesa humanidad cometidos por
estos grupos no podrían ser excarcelables.
Las desmovilizaciones continuaron, pero a medida que avanzaba el proceso se empezaron
a ver más falencias y estrategias de engaño para obtener beneficios jurídicos. Un ejemplo de ello
fue el bajo número de armas entregadas por los bloques desmovilizados, el mal estado de las
mismas, y la evidencia de que muchos de los desmovilizados en realidad hacían parte de “frentes
de apoyo social” más que de las filas de guerra.
A pesar de las múltiples denuncias de medios de comunicación y de organizaciones de
derechos humanos, las desmovilizaciones a gran escala –bajo las características anteriormente
mencionadas- continuaron dándose en mayor rapidez, hasta que se evidenciaron mayores
problemas por la continua ilegalidad del proceso. Se hizo un segundo Acuerdo de Ralito y a
partir de este momento se evidenció el auge del narcotráfico desde esa sede impuesta por el
gobierno, la constante visita de políticos a los jefes paramilitares y la continuación de acciones
ilegales contra la población civil. Aunque el gobierno tuvo que trasladar dos y tres veces a
algunos jefes paramilitares a cárceles de mayor seguridad, estas acciones nunca dejaron de
existir, y en las versiones libres, momentos en los cuales las víctimas denunciaban asesinatos y
acciones delictivas, los paramilitares amenazaban a quienes los acusaban y evitaron que la
verdad sobre los hechos que cometieron saliera a la luz pública.
Ineficacia judicial
Con la instauración de la Ley de Justicia y Paz era claro que los desmovilizados tendrían
que confesar todos sus crímenes para ser investigados por los entes encargados. Lo difícil en este
caso fue que dada la cantidad de desmovilizados el aparato judicial no respondió eficazmente
con las investigaciones que debieron hacerse, ya que no contaban con los recursos necesarios
para corroborar los crímenes cometidos y hallar nuevas pruebas. Cumplidos los cuatro años de la
existencia de la Ley de Justicia y Paz, la revista Semana hizo un breve recuento de lo que ha sido
este proceso: de los 31.664 paramilitares desmovilizados, se han rendido 1.867 versiones libres.
De éstas, se han enunciado 22.130 homicidios y confesado sólo 6.549; y se han manifestado
1.853 desapariciones forzadas de las cuales sólo se aceptaron 975. En total, han concluido tan
37
solo cinco versiones libres, las cuales han llevado hasta el momento a la condena de un
paramilitar (Semana, 2009, julio 20 a 27, p. 20).
Este desalentador panorama demuestra simplemente que aunque se quiera tener un
equilibrio entre justicia y paz, no es posible obtenerlo por la lentitud de los procesos judiciales,
por la falta de compromiso del gobierno para exigir total transparencia de los grupos
paramilitares y por la poca atención que se les ha dado a las víctimas de estos delincuentes. En
general, la Ley de Justicia y Paz permitió que los ex paramilitares que no confiesen todos sus
delitos mantengan sus beneficios, entre ellos el de ser condenado a una pena alternativa, y
aunque en este contexto de conflicto social y de violencia es claro que es un deber del Estado
hacer concesiones para buscar la paz, éstas deben respetar los derechos de la sociedad y de las
víctimas.
En una oportunidad, el ex Procurador General de la Nación, Edgardo Maya, afirmó que en
relación con el tema de la reparación, la carencia de recursos del Estado “no es causal que
justifique la no reparación integral a las víctimas” (El Tiempo”, 2006, 16 de febrero). Uno de los
puntos más polémicos de esta ley contemplan que un reinsertado ya condenado puede confesar
delitos que “olvidó” mencionar, y no perderá sus garantías. Para el gobierno, esto sólo sucederá
si ese acto de olvido no fuese intencional, pero es claro que esta medida incita más a que quienes
se estén desmovilizando confiesen a medias. En el mismo artículo del periódico El Tiempo se
hizo un listado de los argumentos que tuvieron doce demandas que atacan la Ley de Justicia y
Paz en el año 2006. Aunque nunca fue declarada la ley inconstitucional, esto fue lo que se
reclamó:
a)
La norma consagra un indulto para quienes se acojan a ella.
b) Modifica el trabajo de la Corte Suprema, lo cual solo se puede hacer por normas estatutarias.
c)
Desconoce los derechos de las víctimas al permitir la aplicación de penas alternativas.
d) Desconoce los derechos humanos por cuanto da carácter político a crímenes de lesa humanidad
para conceder una amnistía e indulto enmascarados.
e)
Da un tratamiento igual a delincuentes comunes y políticos.
f) Vulnera el artículo séptimo de la Convención para la Prevención y el Delito de Genocidio, porque sus
autores son considerados sediciosos, se impide su extradición y se vulneran principios
internacionales de derechos humanos.
g) Reforma la sedición porque reconoce como actores de este a los “paras”, algunos de ellos acusados
de delitos comunes. (El Tiempo”, 2006, 16 de febrero)
38
Regreso a la vida civil
Aún si este proceso de desarme y desmovilización no ha sido exitoso en la medida en que
ha habido bastantes obstáculos y engaños por parte de los ex combatientes, ellos han tenido que
pasar por el proceso de la reinserción que en realidad puede hacerlos transitar de victimarios a
víctimas del sistema. Así como judicialmente el país no estaba preparado paro el procedimiento
de investigación y condena en el momento de aplicar la Ley de Justicia y Paz, en el ámbito de la
reintegración a la vida civil tampoco lo estuvo, ya que este sector depende de varios factores
como del apoyo económico, psicosocial y de las garantías brindadas.
La Fundación Ideas para la Paz ha apoyado los procesos de Desarme Desmovilización y
Reintegración que se han venido adelantando desde hace algunos años los cuales, para este
organismo, “resultan definitivos para alcanzar los objetivos de paz del país” (FIP, 2008, agosto,
p. 7). Si este proceso es bien manejado, la FIP dice que podría llevar al país a una “posibilidad
real de asumir el postconflicto como una oportunidad para romper ciclos de violencia”. En este
contexto, la reinserción es una medida inmediata, en cambio la reintegración es a mediano y a
largo plazo, aunque ambas insisten en querer dejar al ex combatiente y a su familia en la vida
civil con su ámbito social y económico estable. Después de un detallado estudio hecho por la FIP
se concluyó que en lo que se ha avanzado en materia de reintegración ha ocurrido una falla en el
desconocimiento y exclusión de las autoridades locales que es sin duda con quienes más se
relaciona la población desmovilizada, y el error principal ha sido la “alta centralización que en
un comienzo caracterizó el manejo de la población” (p. 12). Con respecto a este tema de las
experiencias locales es preciso agregar que estos lugares han sufrido y sufren altos grados de
violencia, conflicto, crimen organizado e inseguridad, por lo tanto el manejo con la población
civil que los recibe no es fácil y se requiere de una mirada más integral que permita consolidar
bases sólidas para la nueva vida de un ex combatiente.
Uno de los temas más difíciles sin duda ha sido el del apoyo empresarial para el
recibimiento de los ex combatientes a la vida laboral. Así como es difícil para la población
recibir a nuevos miembros en su comunidad que vienen de la guerra, para un empresario el
dilema es el mismo, y lo más lógico es que su programa de responsabilidad social se enfoque
más a ayuda de las víctimas del conflicto que de los victimarios. En Colombia no ha habido un
compromiso contundente del sector laboral por esta y quizás muchas razones más que responden
a la falta de infraestructura y recursos, a la poca capacidad laboral por parte de los ex
39
combatientes y al débil manejo psicosocial que se le ha brindado a los desmovilizados en su
camino hacia la reinserción. Lo curioso es que no se puede buscar un exitoso plan de vida social
para aquellos combatientes teniendo una alta población que vive en situación de pobreza
extrema, que no tiene cumplidos sus derechos bajo el Estado colombiano y que no ha realizado
ningún acto delictivo. Aún sin tener un pasado judicial grave, esta población no cuenta con
garantías ni apoyo estatal para cubrir sus derechos fundamentales como la salud, educación,
alimentación, servicios básicos, etc. Se puede considerar entonces dicha situación como una
paradoja que vuelve y saca a la luz las razones de la lucha armada y las causas objetivas de la
guerra.
“Nuevos” grupos violentos tras la desmovilización
En el año 2007 empezaron a verse nuevas dinámicas de violencia en el país,
comportamientos que no hacían parte del accionar guerrillero y oficialmente no eran reconocidas
como paramilitares ya que éstos –se supone- ya habían dejado las armas. Los primeros panfletos
que delataron las nuevas organizaciones firmaban como las Águilas Negras, y la Comisión
Nacional de Reparación explicó su nombre en una entrevista como “una moda delincuencial con
la que se quiere producir más terror presentándose como una estructura criminal que
supuestamente tiene un alcance nacional” (Semana, 18 de agosto de 2007). Las autoridades
empezaron a llamar a estos grupos Bacrim –bandas criminales- y afirman que los integrantes de
estas organizaciones responden a paramilitares que no se acogieron a la desmovilización,
desmovilizados que volvieron a delinquir y personas particulares que ingresaron a la
delincuencia.
Y aunque las autoridades indican también que estas bandas sólo tienen una relación directa
con el narcotráfico, es posible inferir que su forma de lucha o razones de ataque son de la ultra
derecha y pretender recuperar cierto control que tenían los paramilitares en varias zonas del país.
El gobierno en cabeza del presidente Uribe ha ordenado desmantelarlas militarmente ya que esto
pone en tela de juicio el éxito o fracaso a largo plazo de la Seguridad Democrática.
Una de las características únicas del escenario que vive Colombia es que se han dado
desmovilizaciones masivas sin que haya habido un proceso de paz. La guerrilla también ha
tenido desmovilizaciones individuales, pero el tratamiento que se le ha dado, tanto político como
social a este grupo ha sido desigual al que se le dio a los grupos paramilitares. Un claro ejemplo
40
de esta situación ha sido la estrategia del gobierno con los beneficios concedidos a
desmovilizados como alias Karina y alias Isaza -éste último entregó al ex secuestrado Óscar
Tulio Lizcano-. A la primera, el gobierno la nombró gestora de paz, y al segundo lo premió por
su hazaña con mil millones de pesos, y le concedió un viaje a Paris junto a su novia. Estos
desequilibrios en la toma de decisiones del presidente Uribe claramente responden a una táctica
de querer atraer a más guerrilleros que están en la selva, y seguir desestabilizando a la guerrilla y
a su cúpula por medio de desmovilizaciones individuales y deslealtades. Otro ejemplo
fundamental en lo que el gobierno le está apostando para “ganar la guerra” fue el caso del
asesinato a alias Ríos por parte de su jefe de seguridad, quien, para comprobar que lo había
asesinado, le cortó su mano y se la entregó a la justicia. Aunque el gobierno aplaudió lo sucedido
y se comprometió en darle una recompensa por el acto, este hecho fue demasiado deplorable en
cuanto a la solución que se le está dando al conflicto, pues a punta de traiciones, de manos
cortadas y de deserciones la violencia no va a parar, y las situaciones de desigualdad, guerra,
narcotráfico, y resentimientos tampoco.
El investigador Juan Carlos Palou afirmó, con respecto a este hecho, lo siguiente:
Con estos hechos se empieza a desvirtuar y a llevar las cosas a un nivel que en un esquema no se
sostiene, distorsionando una política que bien llevada es razonable. Si un gobierno quiere atraer a los
que están en la guerra, lo puede hacer mostrándoles que abandonarla es un buen negocio, pero todo esto
debe ser razonablemente. Por ejemplo el caso de Isaza tiene un efecto simbólico, pues la guerrilla esté
integrada por algunos sectores que se dejan embelesar como campesinos un poco ignorantes que de
pronto comen cuento, pero los duros qué le van a comer cuento.
La voz del gobierno
El gobierno de Uribe, a punta de cifras, puede argumentar su ofensiva contra las guerrillas,
en cuanto respecta a lo militar, ya que desde su posesión como presidente en 2002 han ocurrido
innumerables ataques hoy llamados “terroristas”. Además de homicidios, bombardeos y
secuestros, la guerrilla de las FARC empezó un plan de repolitización, al amenazar a alcaldes y
gobernadores, sabotear elecciones y referendos y ratificar su intención de no negociar con el
presidente Uribe. Con base en este contexto, el Ejército empezó a darle duros golpes a las FARC
al desmantelar varios de sus frentes en el noroccidente de Cundinamarca y capturando a
funcionarios públicos y políticos en Arauca que tenían vínculos y alianzas con las guerrillas y el
narcotráfico. En contraste, en la zona de la Costa Atlántica no hubo ninguna acción contra
quienes tenían alianzas con los grupos paramilitares.
41
Desde casi el primer año de mandato de Uribe, la política de Seguridad Democrática daba
por un lado resultados satisfactorios como el descenso iniciado en 1991 en la tasa de homicidios,
y la disminución de secuestros y de desplazados con respecto al año anterior a su mandato.
Capturas posteriores como la de alias Simón Trinidad en Ecuador y alias Sonia demostraron los
avances en cuanto a inteligencia militar, y junto a estos hechos se veía también cierta evolución
en las negociaciones con los grupos paramilitares.
Por esta razón, hasta este año el gobierno se ha dado el lujo de reducir los millones de
subsidios que les ha dado a los pobres, los desmovilizados que han dejado las armas –se atreven
a afirmar que el paramilitarismo ya no existe-, y la disminución de homicidios y secuestros. En
palabras del ex Comisionado de Paz Luis Carlos Restrepo:
De manera muy silenciosa hay un proceso de paz pero gota a gota, pues la paz llegó a Colombia por
donde menos se esperaba. Primero, por la desmovilización de los grupos paramilitares y segundo, con
las desmovilizaciones de base de los mandos medios que no creen en una estructura que los mantiene
allá por el terror. Tenemos una institucionalidad democrática fuerte que los atrae.
Aunque las cifras del gobierno han sido cuestionadas varias veces, éste nunca ha cambiado
su forma de ver la situación del país, desde una política militar de dar de baja guerrilleros para
recibir beneficios, de considerar a los desplazados migrantes, de tachar a todo opositor ya sea
político, indígena, o defensor de los derechos humanos como terrorista y de hacer alarde de su
programa Familias en Acción que le da beneficios a miles de familias. También su punto más
fuerte ha sido en el sector económico y su llamada “confianza inversionista” que constituye la
idea de que en el país sí se puede trabajar, que la economía está estable y que la seguridad está
controlada.
Cifras en contravía
En el año 2006 la Organización de Naciones Unidas, en su informe de la Alta Comisionada
para los Derechos Humanos en Colombia, abordó el tema de la desmovilización y su marco
jurídico con respecto a la Ley de Justicia y Paz. En uno de los apartes afirmó que “a pesar de que
(la ley) hace referencia a los derechos a la verdad, a la justicia y a la reparación de las víctimas,
la normativa no logra ser compatible con los principios internacionales” (ONU, 2006, p. 3). Una
crítica que le hace a esta normativa la ONU es precisamente el hecho de no abordar la
responsabilidad del Estado en varios de los crímenes de paramilitares por la acción u omisión de
agentes estatales.
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En definitiva esta Ley de la cual se jacta el gobierno de Uribe carece de estímulos para
confesar y aportar la verdad, y por eso la situación de las víctimas ha sido incierta en todo este
proceso. Como afirmó la ONU en su informe, “sin esclarecerse la verdad no se puede hacer
justicia ni reparar adecuadamente” (ONU, 2006, p. 20).
Entre las víctimas menos atendidas se encuentra sin duda la población desplazada que ha
tenido que recurrir varias veces a tomas de parques, de plazas, y de fachadas de instituciones
para llamar la atención y exigir que sean reparados por los graves delitos que cometieron los
actores armados. Como se ha visto hasta ahora, las medidas que se han tomado han sido de
carácter asistencialista, y el problema de desplazamiento y el migratorio se podrían superar con
la solución del conflicto armado y la construcción de un Estado democrático y social, que no se
limite sólo a proclamar.
Como tareas por hacer es importante también el fortalecimiento institucional que debe
liderarse y el respeto que se le debe dar al derecho a la vida, a la integridad personal, a la libertad
individual y a la seguridad personal, al debido proceso, a la libertad de circulación y de
residencia, a la vida privada y a la inviolabilidad de domicilio, y finalmente a la libertad de
opinión y de expresión.
La política detallada en el anterior apartado sobre las estrategias militares que le han
permitido al presidente Uribe hablar de postconflicto ha dejado un gran dolor en la sociedad
colombiana y en familias que no han cometido ningún delito. Es el caso de los falsos positivos,
como los llama el gobierno, que bien son ejecuciones extrajudiciales, y han sucedido, no como
casos aislados como pretende denominarlos el gobierno en su insistencia por abordar la violencia
y el conflicto como una situación individualizada, por malos manejos entre las técnicas militares,
por un afán por contar muertos y por una desmoralización de las Fuerzas Armadas al no impedir
que los militares ataquen a la sociedad civil.
En materia de la caracterización de la realidad colombiana, hay unas señales concretas
como las anteriormente mencionadas que responden a un escenario de postconflicto, pero visto
desde un contexto en general, no es posible afirmar que ya estemos en la búsqueda de la paz ya
que un actor bastante importante en el conflicto, como lo es la guerrilla de las FARC, no ha
depuesto su lucha ni ha llegado a ningún acuerdo con el gobierno del presidente Uribe.
Además, sigue existiendo una violencia considerable en varias regiones del país y las
víctimas no han podido ser reparadas en el sentido estricto de la palabra. Las desigualdades
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sociales no se han disminuido, el Estado aún es ineficiente frente a la cobertura total del territorio
y los incumplimientos del cese de hostilidades, el reclutamiento de nuevos miembros y la
conformación de nuevos grupos nunca se vieron reparados y puede decirse que quedaron en la
impunidad.
Hoy, ocho años después de una política de seguridad democrática arraigada hasta en los
ideales de Nación de la sociedad colombiana en general, las cifras se están poniendo en contra
del gobierno de Uribe. Por primera vez, como lo relata la revista Semana, “los resultados de la
Fuerza Pública, relacionados oficialmente por el Ministerio de Defensa, son desfavorables para
el gobierno y siembran muchos interrogantes sobre lo que está pasando en el campo de batalla”
(Semana, 2009, julio 27 a agosto 3, p. 36). Y es que las cifras son contundentes para empezar a
ver con ojos más objetivos que esta lucha antiterrorista no es sostenible: el primer semestre del
año pasado los guerrilleros muertos en combate fueron 736, mientras que en este primer semestre
fueron 298, con una disminución del 60%. Todavía más críticas son las cifras de los dados de
baja pertenecientes a grupos criminales: el año pasado el número alcanzó los 375, mientras que
este año llevan 34, agregando que este año ha sido más evidente la existencia de las llamadas
Bacrim y de las nuevas alianzas entre los actores políticos y el narcotráfico. Con estas cifras, el
gobierno argumenta que se ha dejado de hacer el famoso “body counting” que le dio paso al
escándalo de los falsos positivos, y que como ahora el número de guerrilleros está más reducido,
pues por eso se redujo también su número de muertos, pero este argumento aún no es claro dado
que se ha aumentado el número de desplazados, la guerrilla ha aumentado el ataque con minas
antipersona y con artefactos sofisticados, demostrando su alta capacidad de hacer daño y de ser
contestatarios ante la Fuerza Pública.
Otra situación actual que refleja que las medidas asistencialistas tarde o temprano
demuestran que no es la forma de apagar un conflicto es la toma del parque Tercer Milenio en
Bogotá por un numeroso grupo de personas en situación de desplazamiento. La revista Semana
lo llama “Bomba de Tiempo”, y entre las cifras desalentadoras, resalta esta: a Bogotá llegan
diariamente entre 40 y 50 familias de desterrados. Se calcula que en este parque hay alrededor de
dos mil desplazados por la violencia, y el gobierno nacional le ha dado un mal manejo de esta
situación que ya lleva alrededor de cuatro meses al intentar responsabilizar al gobierno local de
la situación. Semana califica dicha respuesta como desarticulada e insuficiente, y menciona que
44
“cada vez es más probable que esta bomba de tiempo social reviente por algún lado o por todos”.
(Semana, 2009, julio 27 a agosto 3, pp. 40-41).
Estas realidades, poco contadas a través de los medios de comunicación, pueden ser la
respuesta a años de guerra y de negación de la violencia, y es probable que sigan reventando, ya
sea por la parte social, de desplazamiento, de surgimiento de nuevos grupos, del auge del
narcotráfico, de mayor sofisticación en la lucha armada y en la desatención a las víctimas. Y si
ya empezaron a salir a la luz pública, es inimaginable las miles de historias no contadas que
deben estar ocurriendo y empeorando gracias a esta guerra declarada, que no refleja ninguna
intención de paz. Un conflicto de más de 40 años no se soluciona de un día para otro, y las
profundas injusticias en la historia colombiana demuestran que lo que se necesita es una política
articulada que no pretenda negar la realidad y que esté dispuesta a asumir los costos de la guerra.
Para este proceso, el papel que juegan los medios de comunicación en el manejo
responsable de la información es fundamental para que la opinión pública empiece a exigir
mayores resultados en ese ámbito y deje de aplaudir medidas asistencialistas y débiles. La
información que se decida contar, no sólo para informar –o desinformar- a la audiencia sino
también para ir narrando la realidad y contribuyendo a la memoria histórica de los colombianos
es vital en este momento en el que la guerra sigue vigente pero en el cual los colombianos piden
a gritos su culminación.
45
El periodismo inmerso en el conflicto
La complejidad es quizá la característica más fuerte que resume el contexto actual, pasado
y seguramente futuro. Tras haber explorado las distintas interpretaciones que se le han dado al
conflicto, la definición académica de lo que es un postconflicto seguido de sus ejemplos en el
exterior, y un análisis de lo que ha sido el gobierno de Álvaro Uribe, es vital abordar el
periodismo y su papel en la sociedad colombiana. Este oficio sin duda hace parte fundamental en
las formas de interacción entre los grandes poderes y la opinión pública, permite que circule
cierto tipo de información y le brinda las herramientas necesarias a los ciudadanos para que
formen imaginarios, hagan parte de la opinión pública y construyan su ideal de país, democracia
y Estado.
El periodismo es el producto de las condiciones culturales, sociales y políticas de un país y
de una época, por lo tanto factores como la corrupción, la manipulación de la verdad, la
polarización, la violencia, los intereses privados y demás condiciones con las que se vive a diario
en nuestro país también se ven reflejadas en el momento de informar a una audiencia. En este
último capítulo se evidenciarán todas las prácticas periodísticas actuales que permiten considerar
este oficio como parte del conflicto y no como un agente que da cuenta de él.
La información, a su vez, ha llegado a convertirse en una mercancía, objeto de
manipulación, de compra y de omisión para servir a los intereses económicos, políticos y no al
interés público, que es su deber ser, su función cívica en la sociedad. En medio de un conflicto
en el cual la fuerza política no lo reconoce como tal, no tiene claro quiénes son sus enemigos y
quiénes son sus amigos, en donde hay una profunda crisis institucional, con un incompleto
dominio territorial y un irrespeto por los derechos humanos, la práctica de un periodista
definitivamente se ve opacada y afectada por el contexto que lo rodea.
El periodismo y los demás actores del conflicto
El poder que tienen los medios de comunicación es innegable, y aunque a través del tiempo
se han venido transformando las teorías de la comunicación en torno a las consecuencias que trae
informar a una audiencia, desde la década del setenta para acá ha venido gestándose un
pensamiento más acorde a los efectos socioculturales y no en aquellos individuales. Según José
Luis Dader, actualmente “tampoco se piensa en reacciones mecanicistas e inmediatas de la
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opinión pública a los estímulos de los medios, sino en modelaciones y transformaciones
complejas y lentas a medio o largo plazo” (Muñoz, 1992, p. 230). Acorde a este pensamiento,
con respecto a los medios masivos de comunicación tradicionales existe una hipótesis llamada la
teoría del espiral del silencio en la cual se afirma que éstos pueden influir directamente en los
receptores, reflejando y transformando la realidad y haciéndole creer al público que la imagen
que difunden es un fiel reflejo de la realidad.
En nuestro contexto nacional, a pesar de la escasez de medios de comunicación y el
monopolio con el que se maneja la información, éstos juegan un papel fundamental en el
ejercicio de la democracia al mantener informados a un gran número de personas a través de la
radio, la prensa y la televisión. Seguido a esto han sido piezas clave en las elecciones
democráticas, en el destape de diferentes escándalos de corrupción y de crisis desatadas por los
profundos problemas históricos e internos que aún nadie quiere resolver. El periodismo
investigativo, a pesar de las profundas limitaciones en cuanto a recursos y apoyo institucional, ha
logrado mantenerse como un ideal en el manejo de la información, así conlleve consecuencias de
riesgo y censura hacia los investigadores.
En cuanto a la violencia que vive el país, es clave considerar que:
“Las confrontaciones armadas no están asociadas únicamente con la movilización de la violencia
organizada y de sus armamentos de destrucción para derrotar o imponer la voluntad al enemigo, sino
con la capacidad de gestionar en la esfera pública marcos de interpretación que buscan el control
hegemónico de las representaciones simbólicas de la sociedad” (Bonilla, 2002, p. 54).
A partir de este argumento es posible entender lo que los actores del conflicto –guerrillas,
paramilitares y Estado- han logrado obtener en el momento de hacer presencia en medios de
comunicación: interpretaciones a favor y en contra. Por ejemplo, en el periodo presidencial de
Uribe ha sido visible la deslegitimación y rechazo total de la opinión pública a la guerrilla de las
FARC, gracias a un duro lenguaje usado desde la cúpula militar y el poder político. Los golpes a
esta guerrilla como las deserciones individuales, el ataque al campamento de Raúl Reyes, la
muerte de alias Tirofijo y de alias Iván Ríos, la Operación Jaque y el desprestigio en general de
la comunidad internacional han aportado a que se desvanezca su proyecto político y se rechace
totalmente su accionar. Mientras tanto, en las negociaciones con los grupos paramilitares y con la
intención del gobierno de darles un indulto generalizado y unas garantías que van más allá de los
derechos de las víctimas, se empezó a forjar un pensamiento más tolerante con respecto a lo que
sucedió en el pasado, con todos los crímenes de lesa humanidad que cometieron y con la poca
47
claridad en su proceso de desmovilización y reinserción. Un ejemplo de ello fueron las marchas
ocurridas el año pasado, una en contra de las FARC y la otra a favor de las víctimas de los
grupos paramilitares. La primera fue la del 4 de febrero, una marcha nunca antes vista en la
historia de las manifestaciones masivas en el país, ya que contó con el apoyo político y
económico; en cambio, la del 6 de marzo del mismo año estuvo amenazada por los poderes del
gobierno, tachada por muchos líderes de opinión y su asistencia fue baja en comparación con la
ocurrida anteriormente. En estos dos momentos los medios fueron partícipes del clamor nacional,
y ayudaron a que se forjaran sentimientos de patriotismo, de sensibilidad nacional y de apoyo a
la lucha contra el terrorismo, convirtiéndose así en una herramienta más de la maquinaria política
y económica y sin jugar un papel objetivo y reflexivo de lo ocurrido en aquel momento.
La información emitida por cualquier canal es recibida entonces por un público que sin
duda ya no es considerado un receptor pasivo de los hechos que se le informan, sino que los
recibe según sus propias necesidades interpretándolos a su modo.
En medio de la guerra, “los periodistas y los medios de comunicación están involucrados
en complejas relaciones de desigualdad, consenso, censura, control, oposición, independencia o
subordinación con otros agentes con capacidad comunicativa –individuos, grupos e
instituciones” (Bonilla, 2002, p. 54) que al mismo tiempo buscan hacerse visibles o invisibles
para controlar, callar y administrar la información. De eso se trata un conflicto, de crear
estrategias integrales que respondan a una gestión político-militar, y así como el periodismo
intenta, entre su deber ser, visibilizar la realidad, los actores tratan a toda costa de ocultarla y
manipularla, dinamizando el acceso a la información y la libertad de expresión.
Conflicto en la vida cotidiana
Así como hoy en día es más fácil acceder a las fuentes, obtener información diversa y
hablar sobre temas más especializados, en los medios existe una forma de escoger la información
y de comunicarle a la audiencia que responde a un interés que va más allá del público y del
general. En las distintas teorías y análisis prácticos del periodismo es claro que los hechos no se
presentan solos a las manos de los periodistas, ni ellos se encargan de escogerlos para publicarlos
o desecharlos. Detrás de algún hecho hay alguien que quiere que se conozca o que se esconda
dicha información, y de ahí viene la razón por la cual un medio comunica o deja de comunicar
algo.
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Por otro lado, el ambiente que rodea a diario al periodista definitivamente lo condiciona de
tal manera que se ve reflejado en su trabajo. Por ejemplo, la constante manera de cautivar y de
llamar la atención de los reporteros por parte de las fuentes con invitaciones, regalos y todo tipo
de atenciones inciden en que la información que se entrega sea mejor recibida a diferencia de que
se comunicara sin ningún tipo de arandelas; la presión por parte de los superiores y de la
dinámica que están tomando los medios de comunicación hace que el periodista se conforme a
veces con el cubrimiento de un hecho a través de una sola fuente –unifuentismo-, o de un nulo
análisis de la información, sirviendo más como herramienta para quien se interesa en dar a
conocer algún hecho que como profesional en el manejo de la información.
De esta forma, factores como el raiting, la espectacularización de los hechos, el
sensacionalismo y el amarillismo son tendencias que limitan la calidad del mensaje que se le
brinda a la audiencia y generan otro tipo de interpretación por parte del público receptor. Fuera
de eso, hoy en día con las nuevas tecnologías es posible que se conozca la información
instantáneamente, siendo más evidente la famosa caja de resonancia por parte de los medios que
por el afán de emitir una noticia y por conseguir la famosa “chiva” olvidan el pensamiento
crítico, analítico y defensor del interés público y no del privado.
Y aunque antes no podían ser tan rápidas las noticias como ahora por la escasa tecnología y
las grandes limitaciones técnicas, hoy este factor es determinante en la velocidad de la
información pero también por el hecho de que siempre hay alguien que está interesado en
divulgarla. Por tal razón, incluso los medios no son conscientes al ciento por ciento del poco
control que tienen sobre sus propias agendas.
El año pasado quizá fue el año de mayor espectacularización y sensacionalismo que se
haya vivido con respecto a la guerra, pues los golpes a las FARC definitivamente por parte de las
Fuerzas Militares, aunque objetivamente sí conducen a una ventaja en el terreno militar, no son
lo suficientemente importantes como para advertir el fin de la guerra y la llegada de la paz.
Mediáticamente, ese fue el clima que se empezó a crear con todos los bombos y platillos con los
que se manejaron los hechos, y el único interesado en que se manipulara de esa forma la
información era el gobierno en la cabeza del presidente Uribe y el Ejército. La muerte de Raúl
Reyes, que comprometió seriamente las relaciones diplomáticas entre Colombia y Ecuador fue
tan impactante que terminó llenando de clamor y positivismo a la opinión pública, favoreciendo
notablemente la imagen de Uribe.
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Por otro lado, los actos de guerra cometidos por los grupos armados ilegales también se
han tratado con un tono escandaloso y controvertido, evitando una reflexión y un rechazo
colectivo racional y sobreponiendo la emotividad los señalamientos pasionales que solo
conducen a una mayor polarización y desequilibrio informativo. Incluso, tanta espectacularidad
conduce, como lo afirma Jorge Bonilla, a la desmemoria y al cinismo.
La brecha entre el deber ser que promueve un medio de comunicación y la realidad en el
tratamiento periodístico es muy grande en la medida en que priman los intereses de los poderes
de la Nación antes que la responsabilidad con la audiencia, con el manejo de la información y
con los valores de la democracia que en teoría van ligados al papel del periodismo en cualquier
sociedad.
Cómo se están entendiendo los hechos
En el país la televisión cuenta con dos grandes canales privados de radio y televisión y un
gran medio impreso que tienen una amplia trayectoria histórica en cuanto al manejo de la
información política, económica y social. En el trabajo realizado por investigadores de la
Universidad Autónoma de Occidente, se expuso brevemente la tendencia hasta la actualidad:
“Un periodismo sujeto al mantenimiento de un determinado gobierno en el poder acostumbró al país a
que la información política publicada estuviera cubierta de un manto ideológico sectario, dogmático y
poco apropiado para la generación de una cultura política sostenida en principios de pluralidad y respeto
por la diferencia y asociada a la generación de una opinión pública nacional capaz de comprender con
amplitud los hechos políticos y las contingencias propias de un orden social en proceso de
consolidación” (Ayala y Hurtado, 2007, p. 44).
Por tal razón, la práctica periodística en el país se ha caracterizado por ocultar
constantemente hechos e información relevante para el interés público nacional, ha concurrido a
la autocensura, se ha dedicado a servirles a los particulares según sus intereses económicos y
políticos y ha reiterado en seguir dándole una mirada sesgada y excluyente a las minorías y a los
problemas de pobreza y marginalidad.
Así como en el conflicto los medios de comunicación han jugado un papel dinámico y
determinante en el manejo de la información, en un posible periodo de postconflicto es definitivo
que ocurra lo mismo, aunque no hay una regla general que afirme cómo va a ser el modelo de
comportamiento mediático.
No hay un rol unificado y homogéneo por parte de los medios en el cubrimiento de las guerras y los
conflictos, ya que éste varía según los contextos políticos del conflicto, los recursos, las capacidades y
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el poder político de los jugadores, el estado de la opinión pública y la habilidad de los periodistas para
acceder y contar los eventos relacionados con la dinámica misma del conflicto (Bonilla, 2002, p. 70).
¿Por qué existe la sensación de que en Colombia estamos pasando a una situación de
postconflicto? En este punto, el tratamiento periodístico es fundamental para entender esta
concepción generalizada en la opinión pública, ya que los medios de comunicación se han
encasillado en informar efusivamente sobre los positivos militares del Ejército mientras que los
ataques por parte de los grupos al margen de la ley ya no hacen parte de las secciones prioritarias
de cada medio, o incluso ni aparecen registradas por considerarse repetitivas o de poco interés
público.
De esta forma es que se está cubriendo la realidad colombiana, yendo acorde al tratamiento
estratégico que le ha dado el gobierno desde un principio e indicando colectivamente un
sentimiento de positivismo y de mejoría con fundamentos bastante efusivos y poco
contextualizados. El postconflicto se visibiliza a punta de efectivos militares, del seguimiento a
la vida cotidiana de ex secuestrados –civiles o miembros de la Fuerza Pública- y de prácticas
asistencialistas a la población desplazada y a las víctimas del conflicto, pero se está dejando a un
lado la consecución de la violencia con el surgimiento de otros grupos armados, la precaria
situación a personas en desplazamiento forzado y extrema pobreza, y la lucha contra la
corrupción y a favor de la estabilidad institucional. Lo que se está haciendo es contribuir a que se
siga pensando el postconflicto como una ilusión mediática, y se está desperdiciando el poder
mediático para generar un análisis, una reflexión y un aporte a la memoria nacional sobre lo que
ha sido el conflicto armado interno durante más de cuatro décadas.
Cubrir el conflicto invisible
Al igual que muchas experiencias internacionales sobre el cubrimiento de la guerra, en
Colombia se ha demostrado que esta práctica está totalmente vigilada por los altos poderes del
gobierno, que quieren evitar a toda costa que se cubra el conflicto y que se muestre esa cara que
difícilmente se puede identificar a través de un noticiero. El caso quizás más evidente fue el del
momento de la liberación de cuatro miembros de la policía y un militar en febrero de este año en
el que estuvo implicado el periodista Holman Morris. En este episodio, Morris tuvo un encuentro
anterior con la guerrilla, y vivió y cubrió los hechos desde ese bando, situación que enojó a Uribe
51
y a sus funcionarios. Lo que sucedió luego es quizás lo que ha sucedido siempre que alguien
desacata una orden gubernamental en Colombia, y por eso Morris fue señalado como
colaborador y portavoz de la guerrilla del las FARC e inmediatamente fue ordenada su
investigación judicial.
Con este caso concreto, es posible vislumbrar lo que el gobierno y los actores armados
desean hacer con el periodismo: manipular, engañar y ocultar. A Morris nunca le permitieron el
ingreso a ese tipo lugar, pero aún así este periodista fue por la simple convicción de estar en el
lugar de los hechos. Aquí el gobierno decide qué se cubre y qué no, y como este caso no estaba
en su plan mediático, claramente su primera reacción fue calumniar al comunicador y
considerarlo sospechoso. Así es el periodismo en el conflicto armado que vive el país, un cerco
informativo como es llamado por la Fundación Ideas para la Paz, una situación premeditada,
planeada estratégicamente para tener un alto impacto en la opinión, siempre jugando a favor del
gobierno que también es un actor político.
Este difícil caso refleja que en situación de guerra, los medios terminan haciendo parte de
ésta, y no cumplen su papel de observadores de la realidad. Los mensajes le llegan a la audiencia
desvirtuados, manipulados y censurados, y puede que por esta dinámica mediática – política es
que muchos consideran que el gobierno de Uribe Vélez trajo la paz al país, eliminó a los
“bandidos” y está cambiando a Colombia. La estrategia funciona por el simple hecho de abordar
esos temas desde una sola fuente –generalmente oficial- , de no hacer un análisis a la
información recibida, de conformarse con cubrir los hechos desde donde las fuentes lo permitan
y no desde donde éstos verdaderamente se producen, consiguiendo así que el periodismo en
Colombia sea una herramienta más de guerra.
Holman Morris fue acusado de intentar manipular las entrevistas a los secuestrados. Lo
cierto fue que ellos estaban siendo manipulados por la guerrilla para responder con base en un
libreto; el periodista dio cuenta de esa situación, por lo tanto no accedió a transmitir los falsos
testimonios. Ese criterio de escoger qué se muestra y qué no es lo que en el periodismo se
debería realizar a diario, pero no según lo que dicten las fuentes sino lo que es y lo que no es
considerado fundamental para el conocimiento público.
En Colombia los hechos de violencia se quieren ocultar a cualquier costo, invisibilizando
así el conflicto armado y convirtiéndolo en un momento de paz y postconflicto. El mismo Luis
Carlos Restrepo se quejó por las acciones mediáticas de la siguiente manera: “Yo nunca he visto
52
por ejemplo que la noticia sea la banca de oportunidades que para mí es la mayor noticia de
todos los días, pero el presidente dice algo de las FARC que en el total de su discurso es menos
del 1% y esa es la noticia, tal vez porque eso registra más ante los medios”. Lo que el
Comisionado quisiera es que los medios aplaudieran –y algunos lo hacen- las acciones del
gobierno de darle beneficios a la gente más necesitada, como si el Estado les estuviera haciendo
un favor. El Estado es responsable por los derechos fundamentales de sus ciudadanos, y que el
gobierno implemente medidas de asistencia alimentaria, de salud o de vivienda no significa que
se deba informar en primera página sobre estos hechos. Lo que sí ocurre es que cuando un grupo
ilegal o el mismo gobierno a través de sus Fuerzas Militares atacan a la población civil, este caso
sí debe ser totalmente denunciado, analizado y confrontado por medio de un tratamiento
periodístico responsable que logra informar a la audiencia de lo sucedido. Pareciera entonces que
las teorías de la comunicación y del periodismo fueran en contravía con lo que para el gobierno
es un tratamiento periodístico ejemplar: “Durante todos los años que yo estuve en mi cargo,
siempre lamentaba cuando las noticias de mi oficina eran noticias de primera página. Yo creo
que si esta democracia fuera más seria, las noticias que tienen que ver con la violencia no serían
las noticias de primera página. Serían noticia al interior de los periódicos equilibradas con las
demás”.
Es impresionante la distorsión que tiene el ex Comisionado sobre el periodismo y su
función social en el país. Para él, en la entrevista concedida para este proyecto, era increíble que
las noticias relacionadas con violencia, con desmovilizaciones, con conflicto y paz estuvieran
siempre primero que otras más importantes. Parece desconocer el principio de que el periodismo
y la democracia van de la mano, y que si hay un hecho que implique un atentado hacia la vida, la
integridad de las personas, la dignidad y libertad, éste es mil veces más importante que otro –y
más si éste otro es propagandístico-.
Repensar el periodismo
Directamente, la opinión pública incide en asuntos tan importantes como las elecciones de
cargos públicos, y por ello es que el papel del periodista es definitivo en el momento de manejar
información. Las actuales prácticas periodísticas no contribuyen en nada para que la información
manejada en el conflicto, y posteriormente en el postconflicto, cumpla una labor veraz,
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constructiva y reveladora. Más bien lo que hacen es alejar más a la ciudadanía de una
información clara, verídica, contundente, de interés general, proporcionada y responsable.
En una de las tareas que el periodismo debe enfocarse es en pensar en un relato nacional.
Recordemos en el primer capítulo que demostró que durante décadas han existido distintas
concepciones de la violencia; ante esta constante en la historia, “se requiere con urgencia una
tarea comprensiva de carácter masivo nacional: los orígenes de las violencias en Colombia, sus
actores, víctimas, las acciones de reparación y los victimarios” (Ayala y Hurtado, 2007, p. 35).
Este relato, si bien sería un paso importantísimo para lograr un consenso de lo que es y ha sido la
situación del conflicto armado en el país, ayudaría muchísimo en cuanto al acto de “repensar a
actores pasivos y activos de las violencias en la necesidad de entregarle al Estado, de una vez por
todas, la legitimidad y la capacidad para garantizar el monopolio en el uso de la fuerza”.
Así como el periodismo se ha visto envuelto en el transcurso del conflicto armado en un
mal manejo mediático, éste debe empezar a dudar y a criticar todo lo que se ha dicho hasta el
momento, con base en las oscuras y profundas prácticas de manipulación por parte de factores
externos al medio. Como a través de estos discursos excluyentes, deslegitimadores de la acción
social, se han venido formando intereses e imaginarios colectivos, es importante que los medios
reorganicen sus prioridades para así poder movilizar una atención respetuosa y un diálogo
horizontal entre los actores tanto económicos y políticos con los sociales.
Por otro lado, las comunidades y los grupos sociales tienen una función fundamental en
este manejo de información y es vigilar, hacerle seguimiento, control y análisis a la información
que los medios de comunicación le transmiten a sus audiencias, para que siempre haya un
diálogo constante en el momento de informar e informarse.
“Conocer las lógicas mediáticas, los intereses y saber descubrir lo no dicho y las
intencionalidadades de lo dicho constituye hoy la mejor herramienta de cualquier ciudadano para
defender, desde su imagen, su honra y su propio proyecto de vida” (Ayala y Hurtado, 2007, p.
48).
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Conclusiones
Los intereses políticos, económicos y mediáticos van de la mano en este país. El
periodismo se ha visto influido en sus prácticas más comunes por estos dos poderes que lo
buscan para llegar de una manera más fuerte a la opinión pública. A partir de lo observado en el
transcurso de la violencia desde la década del 50 para acá, y ante el posible escenario de
postconflicto que se ha venido planteando desde un poco más de un año del gobierno del
presidente Uribe, la práctica periodística siempre ha sido utilizada con intereses de otro tipo.
En la realidad colombiana es perjudicial afirmar que no existe un conflicto armado interno,
y más aún es dañino suponer la existencia de un postconflicto, ya que estas dos medidas
apropiadas por quienes realizan las noticias e interpretan la realidad están basadas en una
premisa política e ideológica. Así como fueron expuestas las distintas formas de interpretar la
violencia, es claro que actualmente se tiende a interpretarla de una forma individualista por el
gobierno de Álvaro Uribe Vélez, por el simple hecho de pensar que todo lo que ocurre son
“casos aislados”, acciones cometidas por “bandidos” y “criminales”, y que el conflicto en
Colombia terminó hace mucho tiempo. Lo que se debería hacer es que desde la academia, la
política y los medios se aborde una mirada mucho más general, teniendo en cuenta las
especificaciones regionales en cada caso, de los actos de violencia que se siguen viviendo.
El conflicto armado ha venido construyendo el Estado que existe actualmente, y por
supuesto ha dejado unos vacíos históricos e institucionales por su alta complejidad y por su
intensa marcha. El proceso de construcción y formación del Estado colombiano se ha marcado
por situaciones de extrema violencia, desigualdades sociales, profundos casos de corrupción, un
pleno auge del narcotráfico, masacres indiscriminadas y desprotección y desatención a las
víctimas. Lo peor del caso es que el gobierno de Uribe pretenda seguir en el camino del
postconflicto sin solucionar por lo menos parcialmente estos problemas que hacen menos viable
una paz duradera. ¿Cómo es posible que el gobierno empiece a hablar de paz sin haber iniciado
ni una sola negociación con las guerrillas?
El tema de caracterizar la realidad colombiana como un postconflicto es tan mediático
como los golpes que se le dan a la guerrilla. Cuando un actor armado del conflicto pretende
informar a través de un medio algún hecho, es claro que el periodista debe saber que eso se llama
propaganda. Por lo tanto es fundamental que se haga una reestructuración en la forma de contar
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noticias, ya que siempre se ha insistido en un amplio manejo de fuentes oficiales, que en muchos
casos termina siendo la voz oficial la que cuenta los hechos y determina qué es noticia y qué no,
desde dónde se abordan los hechos y cómo se interpreta la realidad.
Con respecto a entender la actualidad como postconflicto genera todo tipo de advertencias
sobre quién quiere entenderla así, y esto responde simplemente al ámbito político, aunque cuente
con académicos que ahora se han vuelto simpatizantes del gobierno de Uribe. Querer asegurar
que estamos en épocas de paz, tener miles de soldados cuidando las carreteras para que la gente
se sienta segura y calificar a todo opositor como terrorista y bandido es una clara muestra de que
la violencia está latente y que ante el menos descuido la guerra vuelve a ser pan de cada día. La
impresionante cifra de 3.37 millones de personas en desplazamiento según el Alto Comisionado
de las Naciones Unidas para los Refugiados es un panorama desalentador respecto al manejo de
las víctimas del conflicto, que no han recibido ni respeto, ni verdad, ni justicia, ni reparación. El
auge de las nuevas bandas criminales como las Águilas Negras y Los Rastrojos demuestra que
muchos de los desmovilizados no se han acogido a los programas de reinserción y que vuelven a
ser conquistados por el narcotráfico y el delito, y situaciones de pobreza, de desigualdad, de
desempleo, y de muertes ejecuciones extrajudiciales demuestran que no es propicio ni
responsable hablar de paz en el auge de la guerra.
Los medios en el conflicto han servido para manipular la información, tratar con el sentido
del espectáculo la guerra como en los golpes militares de las Fuerzas Armadas a las FARC –caso
Raúl Reyes, Operación Jaque, muerte de alias Rojas-, y abordar a las víctimas como una realidad
casi invisible –entendiéndolas desde el amarillismo y sensacionalismo respondiendo a la
necesidad del raiting y de la primicia antes que a la verdad, a la pertinencia, al respeto y a la
justicia y denuncia-. Todas estas prácticas deben ser cuestionadas por la audiencia, que merece
un tratamiento periodístico con más respeto, más contexto histórico y mayor delimitación de la
violencia.
Por otro lado, en el caso del manejo político a la realidad colombiana, es claro que sí ha
ocurrido un proceso de desarme y de reinserción, pero éste ha estado marcado constantemente
por la corrupción, por el engaño, por las estrategias mediáticas de querer exagerar y agrandar los
hechos. Desde la llegada de Uribe al poder, el país dejó de ver el conflicto como una situación de
carácter social, económico y político, para pasar a interpretarlo como una amenaza terrorista
contra la democracia.
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La estrategia de Uribe de no darle más cabida a los grupos armados, de desarticularlos
desde sus bases y de quitarle protagonismo ante la opinión pública y el panorama internacional
puede ser una estrategia viable pero no ideal si se quiere empezar a hablar de postconflicto en el
país; este inicio de una nueva etapa debe tener fuertes cimientos en cuento a los diálogos de paz
que sean necesarios, la verdad que merecen saber las víctimas para empezar un proceso de
reconciliación, y las profundas reformas que debe realizar el Estado por la responsabilidad que
ha tenido en la violencia del país, por omisión principalmente.
Entre los profundos cambios en el manejo estatal se encuentra superar las graves denuncias
de corrupción e ilegitimidad que han puesto en entredicho la administración de Uribe, creando
un mejor manejo al sistema agrario y debilitando esa cultura de la violencia que invade a todos
los colombianos. “El postconflicto corre el riesgo de ser real sólo en la pantalla chica. Un
escenario virtual y perverso que aleja al Estado y a la sociedad civil del objetivo mayor: asegurar
una paz duradera, sostenible y legítima” (Ayala y Hurtado, 2007, p. 41).
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