Indagar sobre las imágenes en Buenos Aires durante el período del

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Moda, cuerpo y política en la cultura visual durante la época de Rosas 1
Marcelo Marino
Indagar sobre las imágenes en Buenos Aires durante el período del gobierno de
Juan Manuel de Rosas demanda un ejercicio de desmantelamiento de muchas de las
jerarquías entre géneros y categorías artísticas. En general, la historiografía tradicional
que abordó el tema en visiones globales, insistió en designar a las producciones de este
período como pertenecientes a un momento formativo en el desarrollo de las artes en la
región. Esta forma de pensar el problema hizo que muchas imágenes y objetos artísticos
tuviesen un impacto menor en los discursos de la historia del arte nacional o que
quedaran marginados por no alcanzar los estándares de calidad de factura o de
resolución estética. Si se piensa en la revalorización que el arte producido en los
virreinatos y las colonias ha tenido en las historias del arte en Latinoamérica, y también
en la atención que han recibido los procesos artísticos de la segunda mitad del siglo XIX
hasta la época de los primeros centenarios, sigue habiendo un espacio intermedio –el de
la primera mitad del siglo XIX– que aún espera redefiniciones en sus periodizaciones,
en sus métodos y en sus perspectivas de abordaje.
Esta primera mitad del siglo XIX en Buenos Aires –y en Latinoamérica– tiene
sin embargo la particularidad de funcionar como bisagra en un momento de cambio y de
alteración de los órdenes simbólicos relacionados con los usos, la producción, la
apropiación y la difusión de las imágenes. Fue el momento en que a través de procesos
con diferentes ritmos temporales y con diversas intensidades se fueron sustituyendo los
usos y las funciones establecidos para las imágenes en el tiempo de la colonia. Estos
procesos no fueron lineales, y se puede afirmar que luego de la disolución de los
virreinatos y junto con las luchas independentistas del primer cuarto del siglo XIX, los
antiguos sentidos dados a la imagen fueron transformados y desplazados por otros
nuevos.
En este devenir se generaron diversos lugares de resistencia. Los emblemas, las
banderas, los escudos, las monedas, junto con las imágenes de héroes de las
revoluciones y de las independencias, conservaron mecanismos en su creación por los
cuales quedaban investidos de cierta sacralidad y perpetuaban así un tradicional uso de
la imagen que, al mismo tiempo, se veía actualizado por las referencias a la imaginería
1
Este texto se encuentra publicado en Baldasarre, María Isabel y Dolinko Silvia (editoras) Travesías de la
imagen. Historias de las artes visuales en la Argentina. Vol. I. Buenos Aires. CAIA/UNTREF. 2011.
revolucionaria europea y por el tratamiento más moderno de géneros; tal fue el caso del
retrato militar, que desde este momento encarnaba no sólo la necesidad de quedar
inmortalizado como protagonista de los hechos históricos y políticos del momento, sino
que también condesaba los deseos por poseer las efigies de esos héroes representados
que los nuevos consumidores de imágenes manifestaban.2 La magnífica galería de
retratos civiles y militares pintados por José Gil de Castro es sin duda uno de los
mejores ejemplos y modelos de estos usos, funciones y lenguajes artísticos superpuestos
y en transformación.
Por otra parte, géneros como el paisaje, las vistas, las escenas costumbristas y la
pintura de tipos fueron reelaborados durante este período. Se vieron tensionados de tal
forma que en el ámbito específico de la pintura de paisajes en la Argentina surgió una
suerte de imposibilidad de representación del tema de la pampa apoyada en modelos
literarios, donde las evocaciones al tránsito, al tedio de las grandes distancias, al peligro
de los desiertos y de sus habitantes indígenas formaron todo un modelo de dispositivos
y esquemas de representación que continuarían activos durante todo el siglo; incluso,
seguirían siendo cuestionados de alguna forma en las discusiones sobre las búsquedas
de un arte nacional a principios del siglo XX, en el debate de los lenguajes artísticos
modernos de las décadas del veinte y del treinta y en las temáticas gauchistas, criollistas
e indigenistas de la época.3
La idea del campo o del desierto como escenario del drama fue también durante
la primera mitad del siglo XIX un agente renovador no sólo de la plástica –encarnada en
las elaboraciones pictóricas de Mauritz Rugendas–, sino también en los lenguajes
literarios cuyo ejemplo fundacional en la historia de las letras nacionales es el poema La
cautiva, de Esteban Echeverría. El tema del rapto, caro a la pintura occidental europea y
pleno de connotaciones eróticas, encontró su correlato en la figura de la cautiva blanca
2
Para un tratamiento de estos temas en el arte latinoamericano de la primera mitad del siglo XIX, cf.
Natalia Majluf, “Los fabricantes de emblemas. Los símbolos nacionales en la transición republicana.
Perú. 1820-1825”, en Visión y símbolos. Del virreinato criollo a la república peruana, Lima, Banco de
Crédito, 2006, pp. 203-241; José Emilio Burucúa, et al, “Influencia de los tipos iconográficos de la
Revolución Francesa en los países del Plata”, en Imagen y recepción de la Revolución Francesa en la
Argentina. Comité Argentino para el Bicentenario de la Revolución Francesa. Buenos Aires, Grupo
Editor Latinoamericano, l990; Roldán Esteva Grillet, “Iconografía europeo-americana de Bolívar”, en
Mario Sartor (ed.), Nazioni e Identita Plurime. Studi Latinoamericani 02, Udine, Universita degli Studi di
Udine, 2006, pp. 161-188.
3
Los temas de la pintura de Pedro Figari son un buen ejemplo de esta cuestión.
en manos de indios bravos y salvajes.4 Y si el tópico de la exhibición del cuerpo de la
mujer arrebatada violentamente –junto con otro grupo más amplio de tópicos
“orientalistas” –, había reingresado a la pintura académica europea ofreciéndole
variedad y, finalmente, revitalizándola,5 en la pintura local colaboró, entre otras cosas,
en la configuración en clave romántica de las primeras formas de mirar la acción y las
disputas de los habitantes de la pampa.
También este tema ofreció la posibilidad de mostrar en segundo plano un paisaje
esquivo que, sin desarrollarse plenamente, se mostraba diferente en su retórica de las
vistas y de los registros del territorio hechos por los artistas científico-viajeros de fines
del siglo XVIII y principios del XIX. 6 Finalmente, el mismo motivo representó en sus
imágenes el que sería uno de los debates políticos e intelectuales más definitorios en el
acceso a la modernidad y a la formación de la Argentina como Nación durante la
segunda parte del siglo XIX y hasta 1910. Me refiero a la contienda
civilización/barbarie que se hizo carne en el cuerpo deshonrado de las cautivas y que se
alimentó con imágenes y sus textos.7 Es así que un tópico transplantado, de raíces
europeas, fundó una nueva forma de ver nuestra historia e intervino en el armado del
discurso que se superaba y habilitaba el ingreso al progreso. Fue en este contexto, y
poniendo orden a las imágenes de cautivas de la primera mitad del siglo, que en 1892
Ángel DellaValle selló el conflicto de los cuerpos arrebatados con su cuadro La vuelta
del malón. Esta obra tomaba un tema antiguo y le aportaba otro sentido, con una imagen
de factura grandiosa e impactante muy distinta a las cautivas de Rugendas que eran puro
fuego, borroneo y alboroto de cromatismos románticos. Este malón era muestra de un
4
Cf. Laura Malosetti Costa, Rapto de cautivas blancas. Un aspecto erótico de la barbarie en la plástica
rioplatense del siglo XIX. Hipótesis y Discusiones /4, Buenos Aires, Facultad de Fiolosofía y LetrasUBA, 1998.
5
Christine Peltre, L’atelier du voyage. Les peintres en Orient au XIX siècle, Paris, Le Promeneur, 1995.
Scott Allan, “Gérôme ante el tribunal: las primeras reacciones de la crítica”, en Jean-Léon Gérôme [18241904], Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza, 2011, pp. 41-57.
6
El tema de la formación de una iconografía de la pampa en las imágenes y en los textos ha sido tratado
en Laura Malosetti Costa y Marta Penhos, “Imágenes para el desierto argentino. Apuntes para una
iconografía de la pampa”, en Ciudad/Campo en las Artes en Argentina y Latinoamérica, Buenos Aires,
CAIA, 1991. Para las imágenes surgidas en el contexto de las expediciones científicas en territorio
sudamericano, cf. Marta Penhos, Ver, conocer, dominar. Imágenes de Sudamérica a fines del siglo XVIII,
Buenos Aires, Siglo XXI, 2005. Para otros aspectos del orientalismo en la pintura, cf. Roberto Amigo,
“Beduinos en la Pampa. Apuntes sobre la imagen del gaucho y el orientalismo de los pintores franceses”,
en Historia y Sociedad, n° 13, Medellín, Universidad de Colombia, Facultad de Ciencias Humanas y
Económicas, 2007.
7
Laura Malosetti Costa desarrolla con riqueza de fuentes esta idea en su texto “El rapto de la cautiva. Un
tema de encuadre de la plástica rioplatense”, en 2º Jornadas de Teoría e Historia de las Artes, Buenos
Aires, CAIA, 1990, pp. 55-66.
oficio pictórico maduro, al tiempo que simbolizaba la tan discutida civilización y la
limpieza final del obstáculo que había representado el indio en los proyectos políticos. 8
En lo referente a las escenas costumbristas y de tipos humanos, además de la
mirada del “otro” europeo que estuvo en el centro de su configuración durante el siglo
XVIII y que siguió activa durante el siglo XIX, se le puede adicionar una particular
forma de verse a sí mismos que contribuyó ya no solamente a la formación de una
parageografía americana para los ojos extranjeros sino que también condensó en tipos
regionales que acompañaron los procesos de formación de las naciones americanas y
sus necesidades de diferenciación y de demarcación de nuevos espacios políticos, de
nuevos marcos culturales y de nuevos modelos visuales. Es así que los tipos urbanos
limeños retratados por Pancho Fierro, los tipos urbanos porteños de César Bacle o los
tipos bogotanos de Auguste Le Moyne no sólo respondieron en ese momento a la
necesidad de saber “cómo eran” los habitantes de estas nuevas ciudades americanas –y
de ahí el estereotipo– sino que también, y gracias a la circulación de las estampas por el
continente, contribuyeron a identificar el “cómo éramos” y cómo se diferenciaban los
horizontes culturales de cada región.9 La elaboración del tipo de las tapadas limeñas y el
tipo femenino porteño de las mujeres con peinetones de gran tamaño dieron cuenta de
estos fenómenos urbanos distintivos.
A este universo de la cultura visual se le sumaron los primeros daguerrotipos
producidos en nuestro país a partir de la instalación desde 1843 de locales destinados a
su producción.10 Es decir, no sólo los objetos artísticos eran heterogéneos sino que
también los mecanismos de reproducción de la realidad y los procesos de representación
se vieron alterados en este momento por la irrupción del nuevo medio. Y si bien el
desarrollo y la popularización del daguerrotipo y las otras formas de fotografía se
consumaron luego de la caída de Rosas en 1852, es importante tener en cuenta que
desde ese momento la fotografía no sólo afectó a los mecanismos de producción de la
imagen sino que también modificó y estimuló el acceso a ella.
8
Cf. Laura Malosetti Costa, Los primeros modernos. Arte y sociedad en Buenos Aires a fines del siglo
XIX., Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2001.
9
Natalia Majluf, “Pattern-Book of Nations: Images of Types and Costumes in Asia and Latin America,
ca. 1800 –1860”, en Reproducing Nations: Types and Costumes in Asia and Latin America ca. 18001860, New York, Americas Society, 2006; Alejo González Garaño, Trages y Costumbres de la Provincia
de Buenos Aires. Prólogo a la edición facsimilar del álbum de 36 litografías de César Bacle, Buenos
Aires, Viau, 1947. Donación Carlos Botero Nora Restrepo. Auguste Le Moyne en Colombia 1828-1841,
cat., Bogotá, Museo Nacional de Colombia, 2004.
10
Miguel Ángel Cuarterolo, “Las primeras fotografías del país”, en Los años del daguerrotipo. Primeras
fotografías argentinas. 1843-1870, Buenos Aires, Fundación Antorchas, 1995, pp. 15-19.
El profundo cambio en la sociabilidad porteña iniciado hacia 1800,11 e
intensificado luego de la Revolución de 1810, tuvo su impacto en las costumbres y
lógicamente también en los usos y funciones de las imágenes. La línea que dividía los
ámbitos privados de los públicos se hizo cada vez más permeable y el ingreso de la
política en la cotidianeidad encontró su máxima expresión durante los años del gobierno
de Juan Manuel de Rosas en Buenos Aires (1829-1852), especialmente en su segundo
período de gobierno. Y si bien el uso político de la imagen no era algo nuevo, sí se trató
de ordenar la cultura visual de tal forma que respondiera a las necesidades de
propaganda del régimen. La invasión del contenido político sobre todo el universo
visual de la época hace reflexionar sobre la operatividad de las visiones de la historia
del arte para armar un discurso que incluya a un material tan heterogéneo de formatos,
técnicas, géneros, calidades, usos e intenciones. La idea de los estudios culturales y
junto a éstos, la de cultura visual, serían las apropiadas para abordar el estudio de las
producciones estéticas del período.12 Estos objetos van desde los géneros, categorías y
materialidades más tradicionales del arte hasta las más diversas e inusuales. Es así que
pinturas, acuarelas, dibujos y grabados convivieron con daguerrotipos, mobiliario,
vajilla, objetos decorativos, vestimenta y accesorios de moda, textiles, decoraciones
efímeras, uniformes militares, impresos de lo más variados y un sinnúmero de
materiales que reproducían los colores, las efigies y los lemas del gobierno rosista.
Precisamente los lemas –escritos y gritados–, la poesía popular, los cantares, es decir,
las letras y las voces recuperadas, también fueron soportes que dialogaron intensamente
con las imágenes y que alimentaron su fabricación al tiempo que se nutrieron de ellas.13
La intromisión de la política en la vida privada es una cuestión de privilegio para
estudiar las imágenes de esta época. La historia del rosismo se ha ocupado
oportunamente de analizar las imbricaciones entre poder político, espacios públicos y
ámbitos privados, y ha demostrado la progresiva politización de las zonas de
11
Cf. Jorge Myers, “Una revolución en las costumbres: las nuevas formas de sociabilidad de la elite
porteña, 1800-1860”, en Historia de la vida privada en Argentina. Tomo I. País antiguo. De la colonia a
1870, Buenos Aires, Taurus, 1999, pp. 111-145.
12
Elaine Baldwin et al, Introducing Cultural Studies, Hertfordshire, Prentice Hall Europe, 1999. Nicholas
Mirzoeff, “What is Visual Culture?”, en Mirzoeff (ed.), The Visual Culture Reader, London-New York,
1998, pp. 3-13.
13
Cristina Iglesia (ed.), Letras y divisas. Ensayos sobre literatura y rusismo, Buenos Aires, Santiago
Arcos, 2004 [1ª ed., Eudeba, 1998); Olga Fernández Latour de Botas, Cantares históricos argentinos,
Buenos Aires, Del Sol, 2004; Félix Weinberg (sel.), La época de Rosas. Antología, Buenos Aires, CEAL,
1967; Lelia Area, Una biblioteca para leer la Nación. Lecturas de la figura de Juan Manuel de Rosas,
Rosario, Beatriz Viterbo, 2006.
intimidad.14 Para la historia del arte y de las imágenes, este tema ha sido resuelto
muchas veces por la identificación de la iconografía rosista ya sistematizada pero aún
no revisada y cuestionada en aspectos más sutiles. Es por ello que muchos de los
estudios referidos al período se presentaron como un catálogo de los temas del rosismo
pero no se preguntaron sobre el funcionamiento de esas imágenes en el contexto de las
políticas y de las sociabilidades de donde provenían.15
Para tratar de explorar de qué forma las imágenes y los objetos revelan esta
inserción del rosismo en las costumbres y las sociabilidades privadas, resulta interesante
hacer un análisis de algunas obras que animan a poner la atención en los complejos
procesos de construcción de la apariencia. Con esto me refiero a ciertas imágenes –
algunas esenciales y sumamente visitadas en el arte del período y otras menos
transitadas– que muestran el vínculo existente entre la moda y el control sobre el cuerpo
y la apariencia impuesto por el régimen de gobierno.
Como ya señalé antes, la parafernalia rosista se desplegó en una gran cantidad de
objetos, muchos de ellos relacionados con el vestir y con la construcción de la
apariencia. Guantes, peinetones y peinetas, fondos de galeras, pañuelos, cintas, moños,
fueron el soporte del discurso político, así como las poses, los gestos y las
sociabilidades que los completaban.16 El cuerpo vestido como integrante de la cultura
visual de una época ofrece una información riquísima para la lectura de sus imágenes y
para la definición de los espacios de circulación de las mismas. Si a esto se le suman los
mecanismos de control, vigilancia y sanción impuestos explícita e implícitamente por el
gobierno a través de leyes, ordenanzas y –más importante aún– a través de la mirada del
“otro”, la indumentaria y sus lenguajes y prácticas ayudan a revelar esos espacios donde
la membrana de lo privado se hacía permeable y permitía que ingresara la política.
14
Estos aspectos han sido abordados en un corpus muy amplio de textos y artículos. Señalo sólo los que
revisten interés para el análisis que aquí se expone: Ricardo Salvatore, “Expresiones federales”. Formas
políticas del federalismo rosista”, en Noemí Goldman y Ricardo Salvatore (comps.), Caudillismos
rioplatenses. Nuevas miradas a un viejo problema, Buenos Aires, Eudeba, 2005, pp. 189-222. Pilar
González Bernaldo de Quirós, Civilidad y política en los orígenes de la Nación Argentina. Las
sociabilidades en Buenos Aires, 1829-1862 Buenos Aires, FCE, 2007. [1ª ed. 1999]; Marcela Ternavasio,
Historia de la Argentina. 1806-1852, Buenos Aires, Siglo XXI, 2009; Gabriel Di Meglio,¡Viva el bajo
pueblo! La plebe urbana de Buenos Aires y la política entre la Revolución de Mayo y el rusismo, Buenos
Aires, Prometeo, 2006.
15
La sistematización del corpus de imágenes rosistas hecha por Juan E. Pradère continua siendo una
referencia básica y fundamental para los motivos rosistas a pesar de contener muchos errores en la
identificación de las obras y de su desactualización en los textos. Juan A Pradère, Juan Manuel de Rosas.
Su iconografía, Buenos Aires, Oriente, 1970.
16
Marcelo Marino, “Impresos para el cuerpo. El discurso visual del Rosismo y sus inscripciones en la
construcción de la apariencia”, en Marcela Gené y Laura Malosetti Costa (comps.), Atrapados por la
imagen. Arte y política en la cultura impresa argentina, Edhasa, Buenos Aires, en prensa.
Las prácticas y los usos de estos objetos de moda y de las prendas de indumentaria
resumidas en ademanes del cuerpo –como dar la mano y exhibir la efigie de Rosas,
sacarse la galera y mostrar el retrato del Restaurador en el fondo, comer con vajilla
rosista, arreglar un bouquet de flores en un jarrón con el doble retrato de Encarnación y
Juan Manuel, adornar y señalar el cuerpo con cintas rojo punzó y sus correspondientes
lemas de “Federación o Muerte” o “Mueran los salvajes unitarios”– fueron las
actividades cotidianas en las que intervenía con fuerza la imagen federal y activaba
diferentes poderes en aquellos que las portaban y las creaban, y también en los demás
que observaban. Servían para dar la información correcta con respecto a la situación
individual y colectiva con respecto al régimen. Se estaba de un bando o del otro. No
sólo había que ser federal sino también parecer.
Boudoir federal. La intromisión del rosismo en la intimidad del vestir
La fuerza de la “representación” –en el sentido enunciado por Louis Marin–17
encontró su dinámica en imágenes y en objetos que, simultáneamente, eran lo que eran
al tiempo que también eran “el rosismo”. El cuerpo civil a través del dispositivo de la
apariencia se convertía así en el cuerpo rosista. Boudoir federal, atribuido al pintor
Cayetano Descalzi, pone en evidencia un aspecto de la intromisión del rosismo en las
prácticas privadas del vestir femenino. La obra, de difícil rastreo actualmente, aparece
reproducida y descripta en la Monumenta Iconographica de Bonifacio del Carril.18 En el
texto que la acompaña se advierte sobre la presencia de dos firmas, una G. B. y otra C.
B. La primera correspondería al nombre de “Gaetano Descalzi” en tanto que no
identifica la segunda. En este texto se consigna a la obra como una acuarela pero en la
misma Monumenta Iconographica, cuando se expone una breve biografía del pintor, se
vuelve a nombrar al cuadro diciendo esta vez que se trata de un óleo. En esta misma
fuente se ofrece la datación aproximada de 1845. Si bien no se nombra el paradero de la
obra, ésta formó parte de la colección de Domingo Eduardo Minetti y así figura en un
catálogo de 1958, pero la reproducción que aparece en este catálogo es levemente
17
Louis Marin, Des pouvoirs de l’image, Paris, Seuil, 1993; De la répresentation, Paris, Gallimard-Le
Seuil, 1994.
18
Bonifacio Del Carril, Monumenta Iconographica. Paisajes, ciudades, usos y costumbres de la
Argentina. 1536-1860, Buenos Aires, Emecé, 1964.
distinta a la reproducida por Del Carril.19 Me referiré aquí a la versión de la Monumenta
ya que es la única imagen de esta pintura reproducida en colores: luego de la venta de la
colección Minetti, se desconoce el poseedor del cuadro y no hay reproducciones
actualizadas. Como quiera que sea, el problema de las dos copias y del paradero actual
de la obra no afecta al sistema de relaciones que ésta exhibe.20
19
Pintura Argentina. Colección Domingo Eduardo Minetti, Buenos Aires, Bonino, 1956. La imagen
reproducida en este catálogo se diferencia en el giro de la cabeza de la mujer reflejada, que en lugar de
mirar al espectador como la que aparece en la Monumenta Iconographica, tiene una posición más lógica
en relación con su ubicación frente al espejo. La disposición y la cantidad de elementos sobre el tocador
también difiere. La guitarra en la pared no aparece en este caso; finalmente, se consigna a la obra con el
nombre Dama en el tocador, óleo, y se dan las medidas 0,23 x 0,31.
20
La versión de la colección Minetti estuvo en manos de su dueño con seguridad hasta 1964, pues figura
reproducida como suya con el nombre de Dama porteña ante el espejo en el catálogo Pintura argentina
de ayer y de hoy. Colecciones Domingo E. Minetti, Gonzalo S. Martínez Carbonel, Eduardo Oliveira
Cesar. Coordinador General: Jorge Beltrán, Museo Provincial Emilio Caraffa, Córdoba, Adhesión
Universidad de Córdoba, 1964. Mi agradecimiento a Talía Bermejo por este dato.
Fig 1. Cayetano Descalzi. Boudoir Federal. c. 1845. (paradero desconocido)
La mujer frente al tocador ha sido un tema muy transitado en la historia del arte
por su posibilidad de mostrar el cuerpo femenino durante la práctica íntima del aseo, del
arreglo personal y del vestir. Y si el desnudo es una forma de retórica visual que incluye
al cuerpo a medio vestir, se podría afirmar que esta imagen transita por esta categoría o
por un estadio intermedio. Si percibimos a la indumentaria como una extensión del
cuerpo, esta extensión del cuerpo también puede ser entendida como algo aparte del
cuerpo que puede ser removido. Ese espacio, definido por Linda Nochlin como un
“escandaloso estadio intermedio”, es el que dota a la imagen de la intensidad erótica del
desnudo representada por la negociación entre vestido y desvestido.21
A la vez, de acuerdo a la indumentaria de la época, la mujer en la imagen de
Descalzi aparece exhibiendo las prendas de ropa interior que van por debajo del vestido.
De hecho, sobre la silla a un costado, se encuentran las faldas superiores de su traje y el
cuerpo o corsage del vestido que tiene una forma muy similar al corsé interior a medio
ajustar que la dama lleva sobre la camisa. Por una elocuente abertura que quizás es la
marca más evidente del medio vestir de la protagonista, debajo de la falda intermedia
color castaño se pueden ver las enaguas inferiores. La retórica de estas prendas es dual
y, por ello, intensa, ya que una persona en ropa interior siempre está medio desnuda o a
medio vestir, y parte de la fascinación que ejercen los cuadros de toilettes tiene que ver
con esto.22
El diálogo entre este cuerpo a medio vestir y las ropas a un costado también
aporta su potencia a la imagen. Ubicadas en un mismo plano, las partes del vestido
sobre la silla componen una “naturaleza muerta textil” en donde el corsé externo del
vestido, dispuesto con desorden, guarda la memoria del cuerpo que abrazó y que
volverá a abrazar. Este ordenamiento del traje impone al espectador la percepción de la
temporalidad del acto de vestirse. Las ropas interiores pronto serán ajustadas y puestas
en su lugar. Luego serán cubiertas por las demás partes del vestido. Y de esta forma
asistimos a una práctica que se renueva diariamente.23
Mientras tanto, todo este proceso es observado desde la pared por Juan Manuel
de Rosas. La presencia de la mirada masculina define la lectura en clave erótica de esta
imagen.24 El ingrediente extra en Boudoir federal es que Rosas no sólo asiste a la
21
Citado en Marcia Pointon, Naked Authority: The Body in Western Painting, 1830-1908, Cambridge,
Cambridge University Press, 1990, p. 120.
22
Cf. Valerie Steele, The Corset. A Cultural History, New Haven & London, Yale University Press,
2007, pp. 113-141.
23
Hollis Clayson advierte sobre el sentido de estas acumulaciones de vestimenta femenina y su relación
con los cuerpos desnudos o a medio vestir en la pintura francesa del último cuarto del siglo XIX. La
autora sugiere que en muchas de estas imágenes se trata de una referencia al momento postcoital. Valerie
Steele, en su libro The corsé, retoma la idea planteada por Clayson y trabaja sobre el ejemplo del cuadro
Rolla de 1878 de Henri Gervex, pintura que fue retirada del Salón de ese año, no por la representación del
cuerpo desnudo de la prostituta Marion durmiendo, sino por la acumulación de su ropa mezclada con la
de su amante Rolla. La disposición de las prendas (las de él sobre las de ella) indica que cuando Marion
se había desnudado, Rolla aún estaba vestido. Esto fue criticado por los censores del Salón y la obra fue
excluida. Gervex recordaba que Degas le había sugerido pintar las ropas de tal forma que se entendiera
que la mujer no era una modelo y que se trataba de una prostituta. Hollis Clayson, Painted Love:
Prostitution in French Art of the Impressionist Era, New Haven and London, Yale University Press,
1991; Steele, op. cit., pp. 121-123.
24
El arte occidental europeo abunda en ejemplos; baste citar la Susana y los viejos de 1560-1565 de
Tintoretto en el Kunsthistorisches de Viena, o la Nana de 1877 de Manet en el Kunsthalle de Hamburgo.
escena como voyeur de un acto privado sino que también está presenciando y
supervisando la construcción del cuerpo federal. La imagen que lo representa en la
pared es la designada como la más importante entre toda la iconografía del Restaurador.
Se trata de la litografía Rosas el Grande, cuyo modelo provenía de un cuadro al óleo del
mismo Descalzi y cuya reproducción en la casa Julien de París había sido supervisada
por el mismo autor. Esta litografía fue comercializada a partir de 1842 en Buenos Aires
y su inclusión en Boudoir federal sirve como muestra de los usos de la misma y de la
presencia de la mirada vigilante de Rosas en el ámbito privado. A diferencia de la
iconografía clásica en donde los hombres siempre aparecen mirando directamente a la
mujer, haciéndola objeto de su deseo y poseyéndola con la mirada, Rosas mira al
espectador. Manifiesta su presencia y su poder tanto dentro del cuadro como fuera de él.
La mirada de la mujer reflejada en el espejo también interpela a quienes miran la escena
desde fuera. Despreocupada, arregla su cabello con cierta indolencia. La imagen y sus
actores transmiten la seguridad de que ese cuerpo femenino será federal y que
finalmente responderá a los deseos de Rosas. La clave de esto es el pañuelo al cuello; el
símbolo más elocuente de federalismo en todo el traje de la mujer es este accesorio de
color rojo punzó que ya está en su colocación final antes incluso de que el cuerpo esté
vestido. Este elemento altera la temporalidad y la sucesión lógica de las prendas y crea
esa fisura que permite la penetración del discurso político. Ya este cuerpo está marcado
por el código rosista y puede permitirse salir al exterior.
Es así que a la iconografía clásica de la toilette se le roba la potencia del
erotismo y mediante un desplazamiento de sentido se la pone al servicio del uso político
de la imagen. Aunque en Boudoir federal no existe una dinámica explícita de lo sexual,
no se puede eludir en esta imagen el motivo del voyeur protagonizado por Rosas. Por
otra parte, la secuencia modificada de las prendas de vestir constituye, para una posible
interpretación de la obra, el lugar de una experiencia aparentemente secundaria pero
esencial al fin, puesto que desde el momento en que ese detalle es tomado en
consideración aparecen nuevos problemas en la imagen.25
En ambos casos, el sentido del desnudo queda claramente definido por la mirada de los hombres. Sigo
aquí la ya clásica tesis de John Berger sobre la formación de la categoría de desnudo en el arte. Berger,
Ways of seeing, London, Penguin, 1972.
25
Para un desarrollo de la metodología de interpretación de una imagen por la referencia a sus detalles,
cf. Daniel Arasse, Le détail. Pour une histoire rapprochée de la peinture, Paris, Flammarion, 1996.
También, como dice Georges Didi-Huberman: “El detalles es una parte de lo visible que se escondía y
que, una vez descubierto, se exhibe discretamente y se deja definitivamente identificar (en lo ideal): de
esta manera, el detalle es entendido como la clave de lo visible.” Didi-Huberman, Ante la imagen.
Pregunta formulada a los fines de una historia del arte, Murcia, Cendeac, 2010, pp. 338-339.
La obra de Descalzi también provoca la revisión de la categoría del desnudo en
la historia del arte local. Es decir, si la definición de esta categoría se basa en una
particular dinámica de la mirada masculina que en el acto de mirar posee el cuerpo
observado,26 Boudoir federal pone en funcionamiento estos mecanismos. De esta forma,
el tema del desnudo –al que se superponía la retórica rosista que la hacía operativa para
el régimen y aceptable para los ojos de los espectadores escasamente entrenados en la
visión de cuerpos sin ropas– ya estaba presente en esta escena de género. Esta
ampliación de la categoría hacia la inclusión de estos modelos en donde se mezclan
sentidos de la propaganda y del discurso político contemporáneo caracterizaría un gesto
mucho más denso en el análisis de la creación y de la recepción de la imagen.27
Entender al tema del desnudo atravesado por estas coordenadas de lo político dinamiza
la categoría y permite la inclusión de cuadros como Boudoir federal en un grupo al que
también pertenecerían –con otras connotaciones políticas– las representaciones de los
cuerpos semidesnudos de las cautivas.
No es caprichoso anclar el análisis de una imagen en un detalle de la moda pues
justamente los accesorios de indumentaria jugaron un rol esencial en la repetición de las
imágenes de Rosas logrando así multiplicar la presencia de la doctrina política inscripta
en el cuerpo. El Museo Histórico Nacional conserva un pañuelo de seda blanca
litografiado en negro y rojo punzó con el rostro del Restaurador entre nubes, coronado
por dos victorias aladas mientras una tercera hace sonar una trompa. En los cuatro
ángulos una inscripción dispuesta en espiral celebra la figura de Rosas. 28 Los guantes de
cabritilla también con el rostro de Rosas litografiado y los abanicos con su efigie
constituían otros de los espacios explícitos de inscripción del mensaje político a través
de la efigie del Restaurador. A estos accesorios hay que sumarles, entre otros, una
cantidad de cintas y divisas punzó, moños, joyas, pequeños bolsos, abanicos y pantallas.
Pero esta profusión de accesorios también tuvo su desarrollo y si bien durante el
segundo gobierno de Rosas la presencia de su imagen se atomizó en todos estos
diferentes elementos relacionados con el vestir, en la primera parte de su mandato, un
accesorio condensó las posibilidades que un objeto de moda podía asumir para encarnar
26
Berger, John. op. cit.
Román Gubern llama especialmente la atención sobre las escenas de género o costumbristas, como el
baño, la toilette o el despertar, como las más utilizadas para la legitimación de los discursos políticos,
notablemente los fascistas. Gubern analiza el rol central del desnudo en el arte nazi y su capacidad para
instalar, con la potencia del erotismo, la exaltación de la superioridad racial aria tanto como la fertilidad
femenina, y de esta manera “convertir el cuerpo en un mensaje eugenésico, garantía de una maternidad
sana”. Román Gubern, Patologías de la imagen, Barcelona, Anagrama, 2004, pp. 271-282.
28
Museo Histórico Nacional, Catálogo MHN nº 2526.
27
el discurso político. Se trataba del peinetón con la efigie de Rosas y el lema de
“Federación o Muerte”.29
Los peinetones y el acceso de las mujeres al espacio público. El Matadero, un
castigo salvaje por culpa de la apariencia
Entre 1830 y 1837, el uso de un tipo especial de peinetón distinguió la moda de
las porteñas. Hacia el comienzo de esta década comenzaron a aparecer con asiduidad en
la prensa los avisos comerciales que ofrecían peinetones de diversas formas, lisos y
calados. También empezaron a instalarse peineros que aprovecharon la moda y
orientaron el trabajo de sus talleres al abastecimiento de la cada vez más fuerte demanda
de este accesorio de moda. Los peinetones no llevaban firma ni ninguna forma de
identificación por lo que resulta muy compleja la asignación de los ejemplares
conservados a algún taller o a la mano de algún peinero en particular. El más reconocido
de todos fue Mateo Masculino que se había instalado en Buenos Aires en 1823. Durante
los años señalados se desarrolló un importante sistema de producción, consumo y
circulación de modelos. También se activaron las importaciones de carey. Este material
generalmente llegaba al puerto en trozos o en planchas ya fundidas y se comercializaba
al peso. En los talleres, estas planchas eran cortadas, fusionadas al calor, caladas,
cinceladas y pulidas. En ocasiones también eran estampadas e incrustadas30. De esta
forma se obtenían las peinetas y peinetones que poco a poco se convirtieron en furor y
comenzaron a crecer de tamaño.
La historiografía del peinetón relaciona a este fenómeno con la figura del fabricante
Mateo Masculino quien aparentemente era el que realizaba los trabajos de decoración
más finos y elegantes31. Las fuentes escritas lo señalaban también como el primer
responsable de la activación del gusto por accesorios cada vez más grandes y de la
moda que se desencadenó en consecuencia. Así, periódicos como La Gaceta Mercantil
29
Un desarrollo amplio de este tema puede encontrarse en Marcelo Marino, “Fragatas de alto bordo. Los
peinetones de Bacle por las calles de Buenos Aires”, en Marcela Gené y Laura Malosetti Costa (comps.),
Impresiones porteñas. Imagen y palabra en la historia cultural de Buenos Aires, Buenos Aires, Edhasa,
2009, pp. 21-46.
30
LÓPEZ, Claudia y Horacio Botalla. “El peinetón en Buenos Aires, 1823-1837” en: Boletín del Instituto
Histórico de la Ciudad de Buenos Aires. N° 8. Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, Buenos
Aires, 1983. p. 9-47.
31
GONZÁLEZ GARAÑO, Alejo, “Una típica moda porteña: Los peinetones creados por Manuel
Masculino”, La Prensa, Buenos Aires, 01/01/1936, 2ª sección, p. 2-3.
lo criticaban como árbitro de esta moda y llamaban la atención sobre los modelos
sucesivamente más extravagantes que el artesano ofrecía desde su taller. También las
piezas de Masculino regulaban los precios de un accesorio que cada vez más, se fue
convirtiendo en un objeto de lujo desmedido.
Y como todo elemento de indumentaria que funda una moda en el vestir, el
peinetón no sólo tuvo una presencia destacada en los discursos escritos relacionados con
la apariencia, sino que también encontró un importante espacio de representación en las
imágenes. Es el caso del grupo de ilustraciones conformado por las dos series que el
grabador César Hipólito Bacle dedicó a los peinetones en su álbum de estampas
denominado Trages y Costumbres de la ciudad de Buenos Ayres. Estas estampas dan
cuenta y definen algunos de los aspectos del espacio de ideas en torno de la moda en
donde llegaron a circular y su capacidad para encarnar algunas de las tensiones políticas
y de las formas de sociabilidad que se fueron gestando en la primera mitad del siglo
XIX; asimismo, estas litografías provocaron discusiones relativas a la moralidad, el
gusto y los usos del espacio público. Por su tipo de circulación y por el registro en que
abordaron el tema también estuvieron en el principio de un humor gráfico que no sólo
tomaba como objeto a hombres y sucesos de la política del momento sino que también
comenzaba a apropiarse de los detalles pintorescos y particulares de un episodio de la
vida cotidiana en las calles de Buenos Aires.
A partir del siglo XIX, la moda, como fenómeno masivo, intentó alcanzar grupos
más vastos y pasó a estar determinada cada vez más por los gustos y las posibilidades
adquisitivas de los individuos.32 Como todo objeto a la moda que se torna extravagante,
los peinetones sufrieron desde la adhesión ferviente al total rechazo. De la misma
manera que pasaba con otros excesos de la moda europea,33 fueron ensalzados,
criticados, caricaturizados y medidos con la vara del buen gusto y de la moralidad. Y,
por si fuera poco, el peinetón, en su visibilidad y presencia física y simbólica, se
convirtió durante el tiempo de su reinado en un elemento que contuvo varias de las
tensiones de un cuerpo que pasaba del ámbito privado al público.
32
Frédéric Monneyron, La mode et ses enjeux, París. Klincksieck, 2005.
Sobre ilustraciones de moda, cf. Cally Blackman, 100 años de ilustración de moda, Barcelona, Blume,
2007; Annemarie Kleinert, Le Journal des Dames et des Modes ou la conquête de l’Europe féminine
(1797-1839), Stuttgart, Thorbecke, 2001; “Les débuts de Gavarni, peintre des mœurs et des modes
parisiennes”, en Gazette des Beaux-Arts, París, noviembre de 1999.
33
La visibilidad pública que otorgaba el uso del peinetón a las damas no sólo
estaba relacionada con el espectáculo cotidiano de su circulación en las calles con
semejante tocado. También incluía toda una serie de representaciones en la prensa y la
literatura popular. Los diarios de la época reproducían cartas, artículos y sátiras en verso
que condenaban los usos y sobre todo la ocupación del espacio público que había
ganado el peinetón y por extensión las mujeres que lo llevaban.34
Como ya comenté, en el espacio de las representaciones visuales dedicadas a
este accesorio de indumentaria fue fundamental la serie de litografías producida por
Bacle para su colección de estampas Trages y Costumbres de la Ciudad de Buenos
Ayres. El cuadernillo 5° titulado Extravagancias de 1834 quizás haya sido el de mayor
divulgación dentro de la serie completa.35 En las seis imágenes, Bacle abordó en modo
caricaturesco las dificultades del uso de los peinetones en el ámbito público.
Para 1834, año de publicación de la serie completa de Trages y Costumbres, los
peinetones ya habían alcanzado su tamaño máximo y las técnicas para el trabajo del
carey ya se habían desarrollado lo suficiente como para permitir cualquier tipo de
fantasía ornamental en su confección (diseños vegetales, escenas patrióticas, efigies,
animales, frases).36 Este es el momento del uso del objeto que Bacle retrató en sus
imágenes.
34
Las relaciones entre literatura y moda durante este período han sido tratadas en profundidad en Regina
Root, Tailoring the Nation: The Narrative of Patriotic Dress in Nineteenth-Century Argentina, Berkeley,
University of California, 1998; “Fashioning Independence: Gender, Dress and Social Space in
Postcolonial Argentina”, en Latin American Fashion Reader, London, Berg, 2005, pp. 31-43; Susan
Hallstead, Fashion Nation: The Politics of Dress and Gender in 19th Century Argentine Journalism
(1829-1880), Tesis doctoral, University of Pittsburg, 2005, mimeo.
35
Rodolfo Trostiné, Bacle, Buenos Aires, Asociación Libreros Anticuarios de la Argentina, 1953, p. 87.
36
Cf. Marcelo Marino, “Peinetón de carey con la efigie de Juan Manuel de Rosas/Peinetón de carey”, en
Museo Nacional de Bellas Artes. Colección, Buenos Aires, MNBA, 2010, pp. 269-270.
Fig. 2 César Bacle. Extravagancias de 1834. Peinetones en casa. 1834. Litografía
coloreada. 28 x 33,5 cm Museo de Arte Hispanoamericano “Isaac Fernández blanco”.
Buenos Aires.
Este grupo de imágenes, que describía las particularidades de las modas en uso
en Buenos Aires estaba en perfecta sintonía con los álbumes de tipos, vestimentas y
costumbres producidos en otras partes de América desde el siglo XVIII y notablemente
numerosos en la primera mitad del siglo XIX.37 En este discurso visual más amplio, este
cuadernillo de damas ataviadas con extravagantes peinetones estaría dando cuenta del
dato pintoresco, extraño y particularmente característico del vestir de las porteñas.
No es casual que las primeras caricaturas de costumbres que aparecieron en el
Río de la Plata hayan estado referidas a la moda y sus fenómenos. La caricatura de
moda tenía una larga tradición en los discursos visuales elegidos para hacer referencia a
las luchas de clases, a las disputas entre antiguos y modernos y a los conflictos sexuales
y de género. Estas ilustraciones locales dialogaban entonces con un lenguaje visual que
ya había sido explorado en abundancia sobre todo en Europa desde el siglo XVIII. La
37
Majluf, op. cit.
caricatura de moda fue una de las modalidades de las ilustraciones de tipos y
costumbres, y hasta la primera mitad del siglo XIX circuló en forma de estampa, tal
como lo hizo esta serie de Bacle. Desde sus comienzos, los recursos visuales de la
caricatura de moda apuntaron a la exageración y la deformación de las prendas de
vestir, prendas que a su vez transformaban al cuerpo, a sus siluetas y a sus
proporciones.38
La búsqueda desenfrenada de lo novedoso en materia de indumentaria y la
obsesión que ello causaba también fueron tematizados en ilustraciones satíricas y
cómicas. Bacle debía conocer estos procedimientos y los aplicó en la serie de las
Extravagancias de 1834. Estas imágenes lograron permanecer en un compromiso entre
la burla y la exaltación del peinetón como elemento de moda y el recurso de la
caricatura y los medios de circulación de las estampas hicieron que los excesos
mostrados por Bacle se instalaran en el fragor de las discusiones sociales del momento.
Las estampas mostraban de qué manera el peinetón era una molestia, un obstáculo sobre
todo para el público masculino, al tiempo que registraban uno de los temas importantes
de la época: el avance de la mujer en el espacio público y especialmente en los debates
políticos. De esta forma, más que un accesorio de la vestimenta femenina, los
peinetones, al convertirse en soportes de lemas políticos, fueron objetos portadores de
distintos significados y valores simbólicos, encarnaron las tensiones del período rosista
y se plantaron sobre las cabezas de las mujeres otorgándoles visibilidad y un lugar en el
espacio público que luego iría perdiendo durante la segunda mitad del siglo. Otro de los
índices de la importancia que tuvo este accesorio en la vida urbana del período se
manifestó en las disposiciones policiales que establecían la prioridad de paso en las
veredas para las damas que llevaban peinetón. El espacio físico tenía sin dudas su
equivalente en el espacio simbólico de la lucha de géneros a través del dispositivo del
peinetón. Las escenas de peinetones mostradas en la serie satírica de Bacle no contienen
referencias explícitas al rosismo pues no se ven cintas punzó en los personajes ni
tampoco se observan los calados con la efigie de Rosas o con los lemas federales en los
peinetones. Pero lo que sí acontece con ellas es que, al mostrar los conflictos del cuerpo
de las mujeres en el espacio público a través de un accesorio de su indumentaria,
estaban reponiendo la incidencia y la imbricación de la moda y sus elementos en la
cultura visual del momento.
38
Ginette Katz-Roy, “La caricature anglaise et les caprices de la mode”, en Recherches Contemporaines,
nº spéciale, “Image Satirique”, 1988, pp. 207-216.
Otro aspecto que introduce un matiz importante en cuanto a los discursos del
cuerpo, fue el correlato que hubo entre el uso del peinetón y la prostitución. Esta
relación fue utilizada por el discurso rosista para asignar este accesorio a la mujer
unitaria que entregaba su cuerpo, descuidaba a su familia y mancillaba a su marido en
pos de la consecución del preciado objeto. Este sentido se hizo presente con fuerza en la
poesía popular de circulación en hojas sueltas. A pesar de la adjudicación del peinetón
que estos textos burlescos y con alto grado de agresión hacían a las mujeres unitarias,
éste se convirtió en un accesorio tan utilizado por las mujeres de uno como de otro
bando.
Fig. 3. Autor sin identificar. Peinetón de carey con la efigie de Juan Manuel de Rosas.
1832-1837. Detalle de la silueta de Rosas en la parte central. Colección Guerrico.
Museo Nacional de Bellas Artes. Buenos Aires.
De esta forma, pasó con el peinetón algo muy frecuente en relación con la
construcción de la apariencia durante el rosismo. La existencia de un código
vestimentario significaba la adhesión, la incorporación y el respeto al mismo por parte
de los fieles a la causa y al discurso del régimen, pero por otra parte también habilitaba
a los impostores a adoptarlo y refugiarse en él. Las disposiciones que obligaban al uso
de la cinta punzó desde 1832 junto con los cambios y la intensificación del uso de los
lemas denigratorios que contenían, el deber de llevar la efigie o los símbolos del
Restaurador por lo menos en alguna forma, ya fuera el chaleco federal o una litografía
en el fondo de la galera con su retrato, no fueron, hacia el final del régimen, la garantía
absoluta de pertenencia al bando punzó. La obsesión y la paranoia por descubrir al
mentiroso unitario bajo las insignias federales fue una de las tareas a las que se dieron
no sólo los agentes de control oficial (funcionarios, policía) sino, y sobre todo, los
civiles entre sí.
Un ejemplo del reconocimiento por la apariencia y la posterior violenta
disciplina del cuerpo políticamente incorrecto es la imagen literaria del atroz tormento
que sufre el protagonista unitario de El Matadero.39 El destino de la víctima estaba
sellado desde el momento en que sus carniceros percibieron la barba en forma de “U” a
la distancia. De ahí en más, la humillación va en aumento asentándose y haciendo
énfasis en el problema del aspecto. Primero se ordena “tusarlo a la federala”, luego se lo
indaga sobre la ausencia de la divisa punzó y en seguida sobre la falta del luto por la
muerte de Encarnación Ezcura, mujer de Rosas y “heroína” de la causa. El aumento de
la tensión sobreviene cuando Matasiete ordena que desnuden al joven unitario. De ahí
en más el desenlace de la historia se dará por la destrucción de la apariencia de unitario:
“Primero degollarme que desnudarme, infame canalla”, será la frase que repita dos
veces mientras sus verdugos lo atan. La muerte sobreviene súbitamente cuando le sacan
la ropa:
Inmediatamente quedó atado en cruz y empezaron la obra de desnudarlo.
Entonces un torrente de sangre brotó borbolloneando de la boca y las narices del
joven, y extendiéndose empezó a caer a chorros por entrambos lados de la mesa.
Los sayones quedaron inmóviles y los espectadores estupefactos.40
El punto culminante del tormento y el acto que finaliza la desgracia está
explicitado entonces en esta operación de disolución y de despojamiento del código
vestimentario que fundamenta al cuerpo político.
Pintura y daguerrotipo. Las imágenes de Manuelita Rosas
39
La primera edición de El Matadero de Esteban Echeverría apareció en 1871 en la Revista del Río de la
Plata y estuvo a cargo de Juan María Gutiérrez. La obra debió haber sido escrita entre 1838 y 1840, luego
de la muerte de Encarnación Ezcurra.
40
Esteban Echeverría, La cautiva. El Matadero, Buenos Aires, Kapelusz, 1965. [1ª ed. 1871], p. 94.
Esta misma obsesión con la indumentaria y sus significados estuvo en la base del
gran cuadro que acompañó la caída del régimen y cerró un período de la cultura visual
que luego de 1852 iba a modificarse sustancialmente. Me refiero al retrato de Manuelita
Rosas pintado por Prilidiano Pueyrredón en 1851.41 El cuadro en cuestión es una de las
cimas del retrato oficial del período, una muestra de destreza pictórica por un lado y,
por otro, un excelente ejemplo de representación de un discurso rosista que, ya
desgastado, apelaba a imágenes cada vez más pautadas para renovar la comunión con el
régimen. Es interesante referenciar esta gran imagen programática con otra de Manuela
Rosas que, al punto que pone de relieve las características de la primera, también instala
el tema de los mecanismos de la representación en dos soportes diferentes.42
Las instancias que motivaron la ejecución de la obra de Prilidiano Pueyrredón ya
han sido suficientemente relatadas en diferentes textos, y me interesa volver a ellas sólo
para destacar el rasgo inédito de la atención a los detalles del control de la apariencia de
Manuelita en la pauta del programa pictórico.43 La crisis política de los últimos meses
de la era rosista, intensificada aún más luego del Pronunciamiento contra Rosas de
mayo de 1851, sin dudas marcó las discusiones que entabló la comisión destinada a
reglamentar la imagen de la hija del Restaurador. El cuadro debía ser entendido como la
imagen más plena y pura del rosismo encarnado en el cuerpo de la virtuosa y compasiva
Manuela. Su retrato en el borde de la disolución del sistema político sostenido por su
padre tiene sentido si se considera que Manuelita era la figura que gozaba de la
devoción casi piadosa de los federales al tiempo que se ganaba la simpatía y el afecto
compasivo de muchos unitarios.44 Todos los detalles en la imagen refieren al código del
régimen, desde el lógico esquema cromático con eje en el rojo punzó, intensificado por
el contraste con el verde complementario del fondo, hasta la alusión literal al apellido
del Jefe Supremo y de su hija en las rosas del florero. El vestido gana la composición al
punto que por momentos se escapa la imagen de la retratada detrás del terciopelo y los
41
El cuadro, inicialmente en la colección del Museo Histórico Nacional, forma parte de la colección del
Museo Nacional de Bellas Artes desde 1933, año en que fue cedido en custodia a esta última institución.
Desde ese momento, el Museo Histórico posee una copia de la tela hecha por el pintor Rafael del Villar.
“Una réplica de Manuelita Rosas, el famoso cuadro de Prilidiano Pueyrredón”, en La Razón, 23 de junio
de 1933.
42
Para un desarrollo más extenso, cf. Marcelo Marino, “Manuela Rosas, su apariencia entre un
daguerrotipo y una pintura”, en Imágenes Perdidas. Censura, olvido, descuido, Buenos Aires, CAIA, pp.
461-471.
43
Por nombrar sólo una de las descripciones de las instancias de ejecución del cuadro, cf. Adolfo Luis
Ribera, El retrato en Buenos Aires 1850-1870, Buenos Aires, UBA, 1982, pp. 332-338.
44
Roberto Amigo, “Prilidiano Pueyrredón. Retrato de Manuelita Rosas”, en Museo Nacional de Bellas
Artes. Colección, Buenos Aires, MNBA, 2010, pp. 379. El autor alude al carácter conciliador de la figura
de Manuelita en un momento de intensa tensión política.
encajes. La ropa es la fortaleza y el resguardo que impide el acceso al cuerpo de
Manuelita presente en la piel que exhiben los largos brazos y los hombros redondeados.
El traje sirve también como uno de los lugares del cuadro en donde Pueyrredón puede
mostrar su destreza técnica y de resolución al imitar la textura del terciopelo y al
matizar la intensidad del rojo con las dos hileras de encajes superpuestos en la falda;
este detalle que, por un lado, alivia el cromatismo, también funciona como muestra de
actualidad, puesto que este tipo de vestidos eran la moda contemporánea en Europa.
Fig. 4. Prilidiano Pueyrredón. Retrato de Manuelita Rosas. 1851. óleo sobre tela. 199 x
166 cm. Museo Nacional de Bellas Artes. Buenos Aires.
Esto hace pensar en la vestimenta como ese espacio que –a pesar del cierre a la
penetración de las ideas del exterior que en ciertos aspectos planteó el rusismo, y frente
a la idea de “retraso” con respecto a Europa siempre adjudicada al período y a sus
políticas–, permitía el acceso irrefrenable a un registro de la modernidad.45
El daguerrotipo de Manuelita46 tomado en algún momento de entre 1844 y 1846,
propone otro tipo de lectura de su imagen, diametralmente opuesta a la del cuadro.
Paradójicamente, si en la obra de Pueyrredón la imagen de la hija de Rosas tendía a
invisibilizarse detrás de todos los signos rosistas, en el pequeño daguerrotipo de autor
anónimo también se hace irreconocible en relación con el retrato pintado, al punto que
bien se podría afirmar que se trata de dos personas distintas. El cuerpo en pose de tres
cuartos penetra el espacio y define el volumen de esta mujer de 27 o 28 años. No hay
detalles de la habitación donde se encuentra. Sólo un plano oscuro para el fondo. La luz
se concentra en la parte central de la imagen y señala los hombros, el pecho y sobre
todo, el brillo de la tela de su traje y la textura del drapeado del corsé. No hay
evocaciones de la estética rosista y tampoco aparecen indicios de que esta mujer fuera la
hija de la principal figura política de la época.
45
Cf. Marcelo Marino, “Manuela Rosas. Su apariencia entre un daguerrotipo y una pintura”, op. cit., pp.
466-467.
46
El daguerrotipo se conserva en la colección del Museo Histórico Nacional. De formato ovalado, sus
medidas son 4,2 x 3,2 cm. No hay identificación del autor de la imagen.
Fig. 5 Autor sin identificar. Manuelita Rosas. 1844-1846. Daguerrotipo. 4,2 x 3,2 cm.
Museo Histórico Nacional. Buenos Aires.
Esta economía de la representación se corresponde con uno de los usos
principales del daguerrotipo: se trataba de imágenes íntimas, para ser contempladas por
unos pocos.47 En apariencia, nada lo distingue de los demás daguerrotipos que
empezaban a proliferar con la rápida difusión del descubrimiento técnico. Pero en un
relato histórico de las imágenes es mucho más que eso: se trata de uno de los primeros
retratos femeninos realizado en nuestro país.48 Manuela Rosas está en los comienzos de
una larga lista de personajes que adhieren, con su permanencia frente a la cámara, al
cambio revolucionario que la fotografía iba a imponer en las formas de representar la
47
Su pequeño tamaño y su presentación contribuyen con este carácter íntimo del objeto. “Los
daguerrotipos se entregaban en estuches o enmarcados, pero también se los encuentra en relicarios,
medallones, anillos, pulseras y relojes. Hasta mediados de la década de los cincuenta, se usaron los
mismos estuches que para las pinturas en miniatura, unas pequeñas cajas de madera forradas
exteriormente en tafilete e interiormente con seda o terciopelo”. Cuarterolo, op. cit., p. 16. El autor
también comenta el paso de los pintores miniaturistas, que históricamente poseían la exclusividad en la
realización de imágenes de uso privado, a la ejecución de daguerrotipos. Fueron éstos los primeros
afectados por la fidelidad de la imagen fotográfica. Sobre este tema, cf. Aaron Scharf, Arte y fotografía,
Madrid, Alianza, 1994, p. 45.
48
Ricardo Kirschbaum (ed.), La fotografía en la Historia Argentina, Tomo I, Buenos Aires, Agea, 2005,
p. 21.
realidad. El daguerrotipo de Manuelita fue tomado cuatro o cinco años después de las
primeras demostraciones públicas del invento en Sudamérica49 y quizás uno o dos años
después de su llegada efectiva a Buenos Aires.50 En este momento del desarrollo técnico
del invento, con el acortamiento de los tiempos de exposición, la actividad de los
daguerrotipistas ya no estaba orientada solamente a la captación de vistas y de edificios.
Desde 1842 aproximadamente, el retrato era uno de los motivos privilegiados y
continuaría creciendo en popularidad en tanto el negocio florecía por todo el mundo.51
Pero aunque se tratara de un negocio promisorio, por esos tiempos, el daguerrotipo en
nuestro país aún tenía un alto costo, lo que redundó en una selecta expansión del
procedimiento.52 Sin embargo, aquellos que podían pagarlo se veían beneficiados con la
inmediatez del hecho fotográfico que permitía obviar las horas de pose en el estudio del
pintor y el valor indiscutible de fidelidad en la reproducción.53
La captación de la imagen de Manuela se ubicó en esta coyuntura de la historia
del daguerrotipo en Buenos Aires, y es propio comprender a esta imagen como un firme
y temprano testimonio de una nueva sensibilidad para ver y representar la realidad en el
Río de la Plata. Manuela Rosas se sometió a esta nueva sensibilidad y permitió que se
creara una representación de ella que activó sus poderes en el ámbito de lo privado. Es
probablemente éste, uno de los principales debates que entabla esta imagen con la
posterior pintura de Prilidiano Pueyrredón. La retórica del daguerrotipo distinta de la del
cuadro. La ineficacia de esta representación en el ámbito público hizo que hasta se lo
desconociera como retrato, a tal punto que se negó su existencia en las discusiones
previas a la creación de la pintura. ¿Los responsables de estas discusiones, no conocían
la existencia del daguerrotipo? Lo supieran o no, los poderes de esta imagen nunca iban
a ser los adecuados para construir el complejo de representaciones que debía evocar la
49
Al respecto, cf. el relato de Sara Facio y Alicia D’Amico, “La fotografía 1840-1930”, en Historia
General del Arte en la Argentina, Tomo IV, Buenos Aires, Academia Nacional de Bellas Artes, 1988, pp.
15-18. Véase también Juan Gómez, La fotografía en la Argentina. Su historia y evolución en el siglo XIX
1840-1899, Buenos Aires, Abadía Editora, 1986.
50
Cf. Cuarterolo, op. cit., p. 18.
51
Cf. Scharf, op.cit., p. 44.
52
Cf. Cuarterolo, op. cit., p. 17. El autor acerca una interesante relación sobre el precio de los
daguerrotipos y un salario corriente en la época: “En 1848 había en Buenos Aires diez daguerrrotipistas,
todos extranjeros itinerantes, que cobraban entre cien y doscientos pesos por un retrato: entonces, un
dependiente de tienda ganaba veinte pesos mensuales.”
53
Los tópicos correspondientes a las relaciones entre pintura y fotografía son tratados in extenso en Aaron
Scharf. En el segundo capítulo, en el que analiza la problemática del retrato fotográfico, consigna una de
las prácticas cada vez más usuales y más cruciales en el oficio del pintor: la utilización de daguerrotipos y
fotografías para reducir la cantidad de sesiones de poses. Op. cit., pp. 50-51.
pintura. En este sentido, Manuela en el daguerrotipo nunca iba a poder ser Manuelita. El
cuerpo real de Manuela no era el cuerpo político de Manuelita Rosas.
Estas dimensiones de la representación de la figura de Manuelita Rosas
descansaban en un complejo dispositivo de poses y elementos compositivos. En el
daguerrotipo y en la pintura, la indumentaria fue uno de ellos, y constituyó un sitio
clave para la comprensión de los espacios de acción de la imagen. Además de colocar a
estas representaciones en los discursos vinculados al ingreso a la modernidad, cumplió
el rol fundamental de revelar los aspectos públicos o privados del uso de las mismas.
Por otra parte, las diferencias de materialidad, tamaño y medios de producción de la
imagen impactaron en el género del retrato pues, desde la entrada en escena de la
fotografía, la apropiación, la circulación y la proximidad afectiva con este tipo de
imágenes se vieron afectadas. Y si bien en una primera etapa los daguerrotipos le
robaron la retórica expresiva a las miniaturas, rápidamente, con los avances de la
técnica fotográfica, se despegaron de ellas y construyeron su propio lenguaje visual.
Articular el análisis de las dos imágenes de Manuelita Rosas es plantear el problema de
su verdadera imagen en el momento preciso de la aparición de un medio que hará una
bandera de sus posibilidades de veracidad con respecto a la reproducción de la realidad.
Pero lo cierto es que las dos efigies de Manuela, lejos de contraponerse, establecen
dinámicas mucho más complejas pues ambas actúan en espacios muy distantes, y si
bien se dijo que la separación entre los ámbitos público y privado era muy lábil en aquel
momento, hubo dispositivos visuales que sin embargo los mantenían, cuando no
separados, por lo menos diferenciados.
Finalmente, lo que se da en llamar la cultura visual del rosismo requiere de una
constante referencia de los objetos entre sí, independientemente de los medios de su
producción y de los géneros y categorías a los que remiten, pues éstos se ven alterados,
modificados y ampliados en su sentido en un momento de profundo cambio del uso y de
las funciones de la imagen.
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