Sol y salud

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Cuando calienta el sol
Montse Vendrell
Llegado el verano, el aliciente más deseado es el de acudir a la playa,
pero lo que empieza como un gran día puede, sin
embargo, acabar mal si no se tienen en cuenta ciertos aspectos que
atañen a la prudencia y, en muchos casos, al sentido común.
Hay que ir preparados para tomar el sol y para la práctica de
determinados deportes, y estar atentos a agentes externos, como
los erizos de mar o las medusas, que nos pueden amargar el día y
dejarnos secuelas.
Tumbarse al sol en la playa sin protección ni mesura el primer día de
vacaciones puede ser tan insensato como lanzarse a actividades
deportivas para las cuales no nos hemos entrenado durante el resto del
año.
Al comprobar que el día se levanta con un sol radiante, nos preparamos
para acudir a la llamada de la playa y del mar. Rápidamente se
pone en marcha un mecanismo instigado por la ilusión, el nerviosismo de
los niños, la necesidad de refrescarnos, la afición a los deportes
acuáticos o el deseo de lucir o adquirir una piel bronceada. Lo que
empieza como un gran día puede, sin embargo, acabar de muy distinta
manera si no se consideran ciertos aspectos que atañen a la prudencia y
al sentido común.
La sociedad moderna impuso la moda del bronceado y ello nos lleva a
identificar una tez pálida con la falta de salud. Morenos, nos
sentimos mejor. Los efectos beneficiosos del sol son indudables. Los
rayos solares se han utilizado contra el raquitismo (son necesarios
para la síntesis de vitamina D) y en el tratamiento de múltiples
afecciones dermatológicas como la psoriasis y algunas clases de acné, no
en
vano los antiguos griegos ya usaban el término helioterapia para
referirse a la actividad de tomar el sol. Sin embargo, la exposición al
sol
tiene riesgos y cada año se registran multitud de incidentes en las
playas catalanas causados directa o indirectamente por una exposición
indebida al sol: insolaciones, lipotimias, cortes de digestión. Cuando
llegamos a la época estival es preciso tener muy en cuenta que la playa
ofrece diversos riesgos que, por otra parte, se pueden superar a base de
remedios sencillos y todos ellos de sentido común.
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El espectro solar que llega hasta la tierra está formado por radiaciones
electromagnéticas de longitudes de onda de entre 100 y 1.800
nanómetros (nm). La luz visible para el ojo humano se encuentra en las
longitudes de onda comprendidas entre 400 y 800 nm. Por debajo
de los 400 nm se extienden los rayos ultravioleta (UV) y por encima de
los 800 nm, los infrarrojos (IR). La composición de la radiación
solar varía según la latitud, la época del año y las circunstancias
climáticas. En general está compuesta por un 50% de IR; un 40% visible y
un 10% de UV.
Los efectos de la radiación solar son variados y, de entre ellos,
podemos destacar los siguientes :
UVA (UV tipo A) (320−400 nm). Pigmentación directa. Reacciones
cutáneas (fotoalergia, fototoxicidad). Envejecimiento
(formación de radicales libres). Fotocarnicogénesis.
UVB (UV tipo B) (280−320 nm). Antirraquítica (estimula la síntesis
de vitamina D). Pigmentación directa enzimática (síntesis de
melanina). Enrojecimiento de la piel y quemaduras. Inductora de
cáncer epitelial.
UVC (UV tipo C) (100−280 nm). Quemaduras. Filtrada normalmente por
la capa de ozono.
IR (>800 nm). Vasodilatación y sudoración (deshidratación).
Potencia el efecto carcinogénico de los UV.
Los rayos UV (A y B) son los responsables del bronceado, pero también de
las quemaduras por exposición indebida y el engrosamiento
cutáneo (efectos agudos) o del envejecimiento de la piel y la aparición
más numerosa de melanomas (efectos crónicos). Los rayos UVC
producen quemaduras con más facilidad que los anteriores y aunque son
mayoritariamente absorbidos por la capa de ozono, la
disminución del espesor de dicha capa facilita una mayor penetración de
esta radiación, en especial en latitudes próximas a los polos, lo
cual representa un peligro adicional.
El componente UV de la radiación solar induce la síntesis de melanina,
que consigue un oscurecimiento de la piel. A su vez, activa la
proliferación de las células de la capa córnea, que pueden llegar a
triplicarse en 72 horas. Ambos mecanismos actúan a manera de defensa
frente a posteriores exposiciones. La piel tiene una memoria acumulativa
ante el sol: una exposición crónica a las radiaciones solares
conlleva el fotoenvejecimiento de la piel a partir de los 30 años,
especialmente en gente de piel muy blanca. Prueba de ello, lo constituye
el
hecho de que la piel mejor conservada de nuestro cuerpo es la que no
solemos exponer al sol, como la de los glúteos. Se ha establecido
una relación causal entre la aparición de cáncer de piel (del tipo no
melanómico) en adultos y una exposición solar continuada durante toda
la vida y se estima que 2/3 de los melanomas son causados por los rayos
UV. Estudios de expertos americanos cifran en 800.000 el
número de nuevos casos de cáncer de piel (de clase no melanómico)
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durante 1997 en Estados Unidos, y en 40.000 los de melanoma.
Estos datos indican un incremento del 12% respeto a los que se
registraron el año anterior. Una encuesta realizada en distintos centros
sanitarios muestra que a pesar de que un 70% de los entrevistados conoce
los riesgos de exponerse al sol, sólo un 40% usa cremas solares
protectoras.
Los rayos IR son los que dan la sensación de calor, dado que poseen
energía calorífica y una penetración cutánea elevada. Por ello
podemos explicar por qué nos bronceamos en días nublados, cuando la
ausencia de calor (los rayos IR son filtrados por la capa de nubes)
nos permite estar más tiempo expuestos a los rayos UV, que siguen
penetrando en un 90%. La radiación UV nos afecta incluso en muchas
situaciones en que nos creemos protegidos: un 30% de los rayos UV
alcanzan a los que se tumban bajo una sombrilla y un 50% a los que
se sumergen en el agua. Los dermatólogos recomiendan la utilización en
todo momento de cremas con filtros y vitaminas. La temperatura
corporal se mantiene dentro de unos límites muy estrechos, a
consecuencia del equilibrio entre producción y disipación de calor. Esta
capacidad homeotérmica del hombre se logra mediante la producción de
calor resultado de la actividad muscular y las reacciones
metabólicas, así como de la pérdida a través de la radiación, convección
y conducción. Cuando nos exponemos a temperaturas altas o
incrementamos la síntesis de calor por ejercicio, el equilibrio se
restablece gracias a la evaporación por la piel o el sudor. Para
compensar
la pérdida diaria de líquido (orina, vapor de agua por los pulmones,
heces) se calcula que necesitamos 2 litros de agua al día. Un hombre
en reposo empieza a sudar cuando la temperatura exterior llega a
25,5, con una humedad del 60% (o a 30, con una
humedad del 30%). Por cada dos grados que aumenta la temperatura
exterior se pierde un litro de agua adicional, que debe ser
restablecido con líquidos. Estas cifras nos dan idea de la importancia
de beber suficiente agua antes de pasar un día en la playa o practicar
deportes en el calor del verano.
En los días húmedos con ausencia de brisas, la sudoración pierde gran
parte de su eficacia como mecanismo de disipación de calor. El
centro termorregulador del organismo, el hipotálamo, recurre entonces a
otros mecanismos, como la inducción de la vasodilatación
periférica con la redistribución sanguínea desde los tejidos profundos
hacia la superficie donde el calor interno puede ser disipado. El flujo
de la sangre a través de los capilares dérmicos aumenta hasta treinta
veces si es necesisario. Este bombeo sanguíneo representa un
esfuerzo adicional para el corazón, que en ambientes húmedos y calurosos
puede llegar a incrementar su volumen/minuto más del 50% en
relación al valor que ofrece en un local con aire acondicionado, fresco
y seco. Todo este mecanismo termorregulador funciona a la
perfección en un cuerpo sano, que requiere un periodo de aclimatación de
siete días para modificar progresivamente su funcionamiento, y
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se halla alterado en ancianos o personas con cardiopatías, quienes
toleran mal el calor. Existen diversos factores que dificultan una
adecuada termorregulación, como el consumo de fármacos, de dosis
elevadas de alcohol, o la ingestión de comidas copiosas ricas en
grasas, de digestión lenta, que requieren de la presencia de un mayor
flujo de sangre hacia los órganos internos.
A menudo, las temperaturas en la playa sobrepasan con creces los
35&degree;. El dispositivo encargado de mantener nuestra temperatura
corporal puede verse desbordado −por exceso de calor o por
deshidratación− y dar paso al trastorno que se conoce como insolación,
que
puede aparecer incluso cuando no nos da el sol directamente, pero si nos
encontramos en un ambiente muy caluroso, bajo una sombrilla, o
por la práctica de deporte durante las horas más calientes del día.
Órganos sensibles
Nuestro cuerpo experimenta un calentamiento brusco e intenta compensarlo
sirviéndose de diversos recursos: el sudor, la vasodilatación de
la piel o la respiración rápida. Si estas medidas no son suficientes
pueden empezar a verse afectados otros órganos más sensibles al calor,
como el cerebro o el aparato digestivo. Una persona aquejada de
insolación empieza a notar una sensación de cansancio y debilidad,
nerviosismo, inapetencia, y aumento de la sed. Probablemente experimente
vértigos y náuseas; su respiración se vuelva rápida y superficial,
llegando incluso al colapso y a la pérdida de consciencia.
El tratamiento es muy sencillo: llevar al afectado a un lugar fresco y
darle de beber −agua, zumos− para que recupere el equilibrio térmico e
hídrico perdidos. Suelen ser necesarias unas horas para su recuperación.
Para evitar la insolación:
Beberemos mucho líquido, sin alcohol, antes y durante la exposición
al sol, para evitar la deshidratación.
Llevaremos ropa ligera.
Nos bañaremos en agua fresca con frecuencia, mojándose la cabeza.
Alternaremos las exposiciones al sol, con paseos por lugares
frescos.
Evitaremos actividades físicas extenuantes a pleno sol.
Extremaremos las precauciones con personas sensibles (niños,
ancianos, cardiópatas, obesos).
La mayoría de incidentes en las playas es perfectamente evitable. Para
ello, la exposición al sol debe realizarse de una forma progresiva y
según la clase de piel. Una dieta rica en hidratos de carbono, frutas,
zumos y mucha agua es básica para mantener el equilibrio hídrico de
nuestro cuerpo. Conviene despreciar las bebidas alcohólicas o excitantes
como el café, que son diuréticas y colaboran en la pérdida de
agua.
Atención especial a los niños
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Los niños requieren de una atención especial cuando vamos a la playa. La
presencia del mar representa un riesgo evidente y constante,
especialmente para los que todavía no saben nadar. Pero, a su vez, una
exposición excesiva al sol puede originar lesiones, tanto agudas
como crónicas, de considerable importancia. La piel del niño presenta
diversas diferencias con respecto a la del adulto, que lo hacen muy
vulnerable. La parte más superficial de la epidermis, la capa córnea, es
más densa en el adulto rn rl wur forma una barrera casi
impermeable que mantiene la piel hidratada y la protege de agresiones
externas. En el bebé, es casi inexistente, y no se completa hasta los
4 años. Durante este periodo los pequeños son hipersensibles a la
radiación solar y su piel es mucho más irritable que la nuestra.
La producción de melanina, que protege de la radiación solar, en el niño
es inferior a la del adulto. Su síntesis está inducida por la UVB,
responsable de la pigmentación y del bronceado. Con menos melanina, la
dosis anual de rayos UV que recibe un niño es tres veces
superior a la de un adulto: una estancia en la playa que a nosotros nos
parece tolerable, puede constituir un riesgo para un niño. De hecho,
se ha calculado que la exposición solar recibida hasta los 18 años
representa la mitad de la exposición a la que estamos expuestos durante
toda nuestra vida. Asimismo, diversas encuestas epidemiológicas han
revelado una relación causal entre la aparición del melanoma maligno
cutáneo del adulto (cáncer de piel) y las radiaciones solares de la
infancia.
La escasez de sudor en los niños, consecuencia de un sistema sudoral
inmaduro, representa un riesgo adicional, puesto que no pueden
regular su temperatura corporal tan fácilmente como los adultos, y son
mucho más vulnerables a la deshidratación y a la insolación. A los
niños debe aplicárseles un fotoprotector y los menores de 18 meses
deberán permanecer a la sombra, además de cubrirlos con ropa ligera.
Es una buena idea llevar siempre con nosotros una botella de agua y
controlar el tiempo que el niño pasa jugando al sol.
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