Luna Nueva San Miguel Regla

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Luna Nueva
San Miguel Regla
Me escabullía de mis padres como todos los días, no era tarea fácil, mi padre, hombre religioso,
devoto de Nuestra Señora de Regla, poseía un corazón bondadoso, era admirado por sus actos
de beneficencia. Pese a esto, con sus hijas era un padre celoso y estricto, ningún caballero
merecía su confianza para permitir cortejo alguno hacia nosotras.
Cada tarde, después de cumplir mis tareas y con el pretexto del cansancio, me dirigía a
mis habitaciones, aunque en realidad me las ingeniaba para salir al bosque a cabalgar. La
simpleza de hacerlo a escondidas me provocaba una excitada sensación de libertad, sorteaba
los ojos vigilantes; huía por escalinatas con altos muros de piedra, cobijados de copiosas
enredaderas; mis únicos cómplices eran las sombras flotantes de los largos pasillos que
conectaban a los inmensos patios de sauces y laureles.
No sé si mi madre, María Antonia de Trebuesto y Dávalos, había descubierto mis
escapadas, en ocasiones, solía observarme en silencio por largo tiempo, sin decir una sola
palabra, su mirada sólo escudriñaba curiosa mis días, mis risas y mis palabras. Nunca recibí
reprimenda alguna, al contario, era yo quien siempre la agobiaba con preguntas que ella apenas
se animaba a contestar.
 ¿Qué me mira tanto madre?
 Me recuerdas a mi abuela.
 ¿Era bonita?
 Muy bonita.
Sus cortas respuestas iban siempre acompañadas de miradas nostálgicas y al hablarme
se acercaba y peinaba mi cabello, mientras relataba, en voz bajita, historias de su familia más
antigua, sus costumbres y creencias, después me daba un beso en la frente y se retiraba. La
última platica que recuerdo, debí haberla tomado como un presagio:
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 Cuenta mi abuela, que a su madre también le gustaba el aíre fresco y perderse en la
montaña…pero un día no regresó más. Desde entonces, en cada luna nueva, se
escucha su canto a lo lejos para arrullar a todos los niños de su descendencia.
 ¿Es verdad eso madre? Interrogué incrédula.
 Cada familia tiene sus propios guardianes, ancestros que cuidan de sus seres queridos,
almas que resguardan los caminos, los lugares, los tiempos…
 ¡Cuando yo muera quiero ser uno de ellos! La interrumpí emocionada.
Mi madre dio un brinco, se santiguó y salió rezando de la habitación advirtiendo:
 Perdóname Virgen Santa… ¡Antonia! No vuelvas a decir nunca eso.
En una ocasión que andaba con mi caballo Azogue, las nubes comenzaron a
ennegrecerse, debía volver a la hacienda para la merienda o mi padre se daría cuenta de mi
ausencia. Los truenos amenazantes de una tormenta espantaron al potro y desbocado salimos
del camino, pon fortuna me encontré con un grupo de trabajadores que regresaba de la faena.
¡Eran mineros y reconocí a uno!
 Señorita Antonia, ¿qué hace tan lejos de la hacienda? ¡y con este tiempo!
 Me perdí, atiné a responder.
 No se preocupe que ahorita, mi hijo Gabriel, la regresa al camino.
El joven Gabriel escondió su rostro moreno con el sombrero de paja, pero su disgusto
fue visible; las primeras gotas se anunciaron mojando su camisa de manta. Sacó una manga de
su mochila para protegerme de la lluvia y fue cuando le vi a los ojos esquivos color miel; de
camino a casa todo fue silencio y, antes de poderle agradecer, Gabriel giró sobre el camino y
espoleo a su alazán para alejarse.
Afortunadamente tuve tiempo de entrar a la casa y cambiarme de vestido, estuve a
punto de desmayarme por la inquietud de ser descubierta, pero esa noche aún no era el
momento. Pese a mi buena suerte, una rara ansiedad me mantuvo despierta toda la noche
¿Quién era ese minero tan arrogante?
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Desde ese día comencé a merodear las minas, los patios de laborío y las bocaminas,
fingía andar paseando sin sentido, pero mi corazón palpitaba esperanzado un encuentro con
Gabriel. Una mañana corrí con suerte, lo vi saliendo de la jornada, lo reconocí de inmediato,
me acerqué a él quien sorprendido se quedó parado al ver que me le acercaba, le ofrecí agua:
 Es de piña, atiné a decir nerviosa. En agradecimiento por lo del otro día.
Pensé que la rechazaría, pero aliviada escuché su voz firme, me agradeció y bebió
sediento. A partir de ahí nos volvimos inseparables, buscábamos los túneles solitarios de las
minas o la espesura de la neblina para que nos cobijara en el bosque, nos encontrábamos de
noche, no había frío ni temporal que nos lo impidiera; salí de la casa a puntillas muchos días y
muchos meses, nuestro amor no era inocente quimera sino una necesidad desesperada de estar
juntos, fue cada vez más absurdo para nosotros guardar las apariencias, por más que lo
evitáramos ¿quién puede ocultar los abrazos, los besos que se dan con la mirada?
Una noche de luna nueva, alguien avisó a mi padre de nuestro romance, nunca supe
quién ni cómo fue informado. Cuando la obscuridad era más profunda y nuestros cuerpos y
alma una sola, la luz de un quinqué nos sorprendió en una de las galerías de la mina. El
Honorable Conde de Regla me miró destellando iracundo repudio, desenfundó la espada en
dirección a Gabriel y gritó con todo su odio:
 ¡Deshonra!
Me interpuse entre los dos, la angustia que invadía mi corazón fue más fuerte que el
dolor que provocó en mí el acero oxidado que se clavaba en mi vientre, me desvanecí en
brazos de Gabriel y mi padre enfurecido le ordenaba al capataz, quien ya entraba en el recinto,
matar a mi amado. Él no hizo ningún movimiento en defensa suya, sólo se aferró a mi cuerpo
tembloroso y tibio. Yo con mi suspiro débil, le pedí perdón a mi padre, no por el deshonor a
su apellido, sino por haberlo vuelto un asesino.
Desperté entumecida y envuelta en la neblina cotidiana del anochecer, poco a poco
reconocí el lugar ¡la mina de plata! Busqué a Gabriel desesperada, la obscuridad me confundía,
a tientas me dirigí hacia la entrada y la encontré tapiada, apenas un agujero que dejaba colar un
extraño resplandor, un hilo caliente recorrió entre mis piernas, baje la mirada y observé
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horrorizada mi vientre, de él goteaba sangre en abundancia, recordé lo que había sucedido la
noche anterior, un remolino de pena y dolor ardió en mi pecho, golpee la puerta encadenada y
comencé a dar alaridos de furia y desconsuelo.
 ¡Conde!, ¡Conde de Regla! Aquí estará tu hija maldecida, cada noche, de todas la
noches de luna nueva, escucharás mi llanto, mis plegarias y mi condena.
“Manuscrito ensangrentado y resguardado en el archivo de minas de San Miguel Regla, Municipio de Huasca,
Hidalgo. Perteneciente a la Condesa de Miravalle, encontrado en las pertenencias familiares de su casa, ubicada
en Isabel La Católica 30, Col. Centro, México, D.F.”
Zitlala, 2015
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