Capítulo III - El poder

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CAPITULO III
EL_PODER
COMO SE INSTITUYO EL PODER
En el capítulo anterior, dedicado a la Moral, ha quedado explicado que cuando los miembros del
grupo primitivo se hicieron conscientes de la necesidad de incrementar sus actividades productivas más
allá de lo que espontáneamente era apetecible para los individuos del grupo, y éstas fueron asumidas,
tuvieron que aceptar también la creación de un poder más o menos personalizado capaz de obligar
coactivamente a los individuos más remisos. Pero con ello se generó también una dialéctica grupoindividuo que hubo que resolver y mantener necesariamente en favor del grupo. Mientras éste fue
pequeño y por ello predominaron los lazos familiares, las razones en favor del grupo resultaron tan
asumibles para cada individuo que poca coacción debió ser necesaria. Esa época se corresponde con la
fase moral de inspiración femenina a la cual me he referido al explicar la formación de la moral. Pero
cuando el grupo creció como consecuencia (y al mismo tiempo causa) de la intensificación progresiva
del trabajo, los lazos intragrupales dejaron de ser tan efectivos, por lo que se produjo contradicción entre
las necesidades del grupo y la disponibilidad de los individuos. Entonces apareció la necesidad de que
uno o varios se hicieran depositarios de la representación de los intereses comunes. A esos individuos se
les otorgó, o se tomaron ellos, el manejo de una fuerza coactiva para poder obligar, y a cambio de ese
especial servicio al grupo, se les otorgó, o se tomaron ellos, el privilegio de librarse del trabajo fatigoso o
directamente productivo.
Conviene hacer aquí algunas consideraciones sobre las cualidades del poder por las cuales es
atractivo para quienes lo detentan y sobre los cambios que tienen lugar en la mente de los hombres que
lo ejercen o lo sufren. No hay duda de que, tanto las ventajas materiales que el ejercicio del poder suele
proporcionar, como la oportunidad de conseguir muchos bienes con poco o ningún esfuerzo en
sociedades donde los bienes se consiguen con trabajo y fatiga es ya bastante aliciente para buscar el
poder. Por eso, antes de la era del trabajo, ese aliciente no podía dar origen a un deseo de poder, como se
demuestra en las sociedades primitivas actuales. Pero no es posible negar que existen otros motivos que
hacen apetecible el poder. Tan convencido estaba de ello Aristóteles, que considera "necesario imponer
ciertos gastos a las magistraturas eminentes para que el pueblo se consuele de no poder pretenderlas; y
perdonarán a los que ejercen tan altas magistraturas porque los que tienen el privilegio de la autoridad
tienen que pagar por ella" (Aristóteles, 2, VII, IV, 5). Tampoco Weber pensaba que los beneficios
económicos que puede proporcionar el poder fueran el único aliciente que mueve a quienes desean
conseguirlo: "El poder condicionado económicamente no se identifica con el poder en general. Más bien
ocurre lo contrario: el origen del poder económico puede ser la consecuencia de un poder ya existente
por otros motivos" (Weber, 1, p. 682-83). ¿Cuáles son esos motivos? Quizá el más importante de todos
es el estímulo y la emoción agradable que produce el utilizar y manejar mucha fuerza con poco esfuerzo,
porque el hombre tiende a considerar como una parte de sí mismo la mucha fuerza que está manejando,
no la poca que emplea en el manejo. Yo creo que esta satisfacción de 'mandar' le viene al hombre como
una extensión de la que experimenta al manejar útiles materiales desde hace millones de años. Hoy, un
arma de fuego o un potente automóvil producen quizá la misma emoción que el uso de una estaca o una
palanca en el hombre primitivo.
Pero el paso psicológico necesario para llegar a gozar manejando personas en lugar de medios
materiales, de sentirse potente manejando voluntades en lugar de herramientas inertes, por ser reciente de
sólo unos miles de años y no estar todavía asumido en la psicología genéticamente adquirida, necesita
una visión transformada de los súbditos o subordinados por parte del que manda para poder mirarlos
como personas-cosas. Igual que no hubiera sido posible la esclavitud sin el extrañamiento previo que
permitía mirar a los esclavos como semianimales, como los veía Aristóteles, tampoco sería posible
ejercer el poder sin un distanciamiento entre el que manda y los que obedecen. Ese distanciamiento se
consigue mediante el posicionamiento del que manda en la categoría genérica de 'superior' y el
rebajamiento del que obedece en la de 'inferior'. Ya expuse al analizar las virtudes hasta qué extremos
puede llegar esta operación. Hay que romper artificialmente lo más posible la semejanza entre el que
manda y el que obedece, porque la semejanza convierte automáticamente al subordinado en igual, lo que
imposibilita el mando. La relación de subordinación exige una distorsión psicológica por ambas partes,
la del que manda y la del que obedece, la cual se alimenta de la tensión que impregna toda sociedad
montada sobre el trabajo. La relación de subordinación no puede ser jamás espontánea, aunque en los
casos en que está muy asumida pueda parecerlo. Todo subordinado alberga el deseo más o menos
consciente de sacudir la obediencia. Y el que manda se debate interiormente entre la emoción de
'manejar' fuerzas -la llamada 'erótica del poder'- y la necesidad que tiene, para poder hacerlo, de ejercer
violencia sobre sus semejantes, que es siempre desagradable si no se ha caído en la perversión sádica.
Hay quienes siendo lo bastante sensibles o inhábiles para ejercer esa violencia no valen para mandar;
pero incluso los especializados en hacerlo han tenido que mutilar su sensibilidad y sacrificar su
autenticidad para conseguirlo. Y a pesar de eso, el que manda necesita pruebas constantes de
acatamiento, no tanto para tranquilizarse en relación con posibles insubordinaciones o deslealtades
latentes como para disminuir la violencia sobre sí mismo que supone la función de mandar. El general
que ordena una operación en la que pierde una parte de los hombres que manda no sería capaz de hacerlo
si su mentalidad no hubiera sido deformada lo bastante como para considerar a los soldados como su
herramienta bélica y no como sus semejantes, y si los soldados no hubieran sido entrenados previamente
de manera que parezca que consideran el obedecer hasta la muerte y el morir en la batalla como un gran
honor.
Volviendo al proceso por el cual se instituyó el poder mediante la constitución de un aparato de
coacción, es claro que ese aparato no podía consistir más que en un equipo de hombres disciplinados, es
decir, dispuestos a obedecer y a convertirse en instrumentos del o de los representantes, ahora ya jefes,
del grupo. ¿A cambio de qué pueden unos hombres, hasta entonces libres, aceptar tener por oficio hacer
violencia a sus semejantes cuando lo disponga otro y a convertirse en instrumento de la voluntad de ese
otro? Evidentemente a cambio de ser retirados también del trabajo fatigoso, lo que supone para ellos una
vida mejor. Pero con ello se produjo el cambio cualitativo de que el grupo primitivo, que era unión
natural compatible con la actividad espontánea de sus componentes, se convertía en sociedad
estructurada para la producción sobre una base de coacción y violencia.
Una vez que el poder ha logrado su autonomía, tiende a crecer indefinidamente. Montesquieu,
que estudió a fondo las entrañas psicológicas y las circunstancias que rodean al poder, concluyó que "es
una experiencia eterna que todo hombre que tiene poder siente la inclinación de abusar de él, yendo hasta
donde encuentra límites". Como el poder se nutre de la explotación, ésta tiende también a maximizarse
bajo su férula y control, tanto en intensidad como en extensión del territorio en que ha de ejercerse. La
estructura misma del poder se adapta a esta finalidad principal.
Se institucionaliza a sí mismo de la manera más idónea para conseguirlo. Al mismo tiempo,
institucionaliza también a toda la sociedad, de la cual se distancia doblemente para poder borrar
diferencias entre los territorios del grupo original en el que surgió y los nuevamente dominados. Weber
lo ve asi: "Se origina un aparato coactivo que puede tener múltiples exigencias de obediencia. Estas
exigencias se dirigen tanto contra los habitantes de tierras conquistadas como contra los moradores del
propio territorio del que proceden los guerreros unidos en alianza" (Weber, 1, p. 665). También
procurará que la necesaria sumisión de la sociedad resulte lo más económica posible. Para lograrlo,
además de proteger las ideologías que resulten más idóneas para asegurar la sumisión, se adaptará a las
condiciones sociales requeridas por la aplicación de nuevas tecnologías productivas. Asociará al poder,
si es necesario, a otros poderes subordinados o emergentes cuando no pueda o no vea conveniente
destruirlos. Compartirá la explotación o el producto de la misma hasta donde sea preciso para conseguir
el equilibrio más estable posible que sea compatible con la mayor eficacia. Como persistirá siempre una
dialéctica latente entre el par sociedad-poder, el arte del poder consistirá, en buena parte, en un constante
tanteo de tira y afloja para mantener la dominación con el mínimo coste.
De la permanente dialéctica entre el poder que domina y la resistencia de la base dominada, esta
última resulta penetrada hasta los últimos resquicios de sus estructuras, pensamientos, sentimientos, y
costumbres por la tensión resultante de la violencia ejercida permanentemente por el poder. El
descubrimiento de las huellas de esta violencia en los entresijos de toda la sociedad ha ofrecido material
para el análisis de una microfísica del poder hecho por el pensador Michel Foucault. Cuando la tensión
que supone la violencia de la dominación llega a ser completamente interiorizada por los sometidos, en
parte como ideología y en parte como temor al poderoso, hay aparente tranquilidad; tan pronto se
debilita uno u otro de esos resortes, surgen las diversas modalidades de subversión.
De cualquier modo, como el poder es necesario en las sociedades montadas sobre el trabajo,
cualquiera que sea su forma, no es sólo la fuerza del aparato militar o policial controlado por quienes
detentan el poder lo que asegura su persistencia, sino que tiene aun más efectividad en este sentido la
evidencia consciente o inconscientemente asimilada por todo el grupo de esa necesidad del poder y de la
violencia para mantener el nivel de trabajo necesario y para reprimir la predación entre los individuos del
grupo. Sin el poder represor, cada individuo vería la predación como una alternativa preferible al trabajo
fatigoso. De ningún modo hubiera sido posible mantener las estructuras de dominación y explotación si
solamente hubieran estado soportadas por los intereses del grupo privilegiado. Antes al contrario, incluso
la población desfavorecida parece vivir más tranquila contemplando la solidez del poder y viéndola
confirmada de tiempo en tiempo por megalómanas ostentaciones y despilfarros. Por eso los gobernantes
han podido siempre permitirse, aun en situaciones de penuria, usar a toda la sociedad como instrumento
para la realización de descomunales construcciones para satisfacer antojos personales de quienes
detentan el poder. También en las sociedades modernas, con ciudadanos muy cultos, sigue siendo muy
difícil evitar ese modo de usar el poder y de emplear el dinero público.
LAS FORMAS DEL PODER
Desde el comienzo de la historia escrita, lo que se llama propiamente la historia, hay datos ciertos
sobre poderes concretos que se desarrollaron y luego se debilitaron y disolvieron. Hay también
descripciones de lo que se llama formas de gobierno de las sociedades humanas, explicándonos sus
ventajas e inconvenientes. Voy a tomar como paradigma la que se debió a Aristóteles. Según este
filósofo las formas típicas son tres, según el número de personas que participan del poder: Monarquia:
El gobierno de una sola persona.
Aristocracia: Gobierno de los mejores en virtud y méritos.
Democracia o República: Gobierno de todos los ciudadanos.
Aristóteles distingue buenos y malos gobiernos en cada una de las fórmulas: "Los gobiernos
viciados son: la tiranía en la realeza, la oligarquía en la aristocracia, y la demagogia en la República. La
tiranía es una monarquía sin otro objeto que el interés del monarca; la oligarquía no tiende más que al
interés de los ricos; la demagogia se ocupa únicamente del interés de los pobres (Aristóteles, 2, III, V, 4).
En este último caso el peligro es "que no dejará la mayoría de pobres de apropiarse por confiscaciones
injustas de los bienes de los ricos" (VII, I, 12).
En los tiempos modernos, Motesquieu da más importancia a la separación entre los poderes que
se distribuyen las magistraturas. Considera como fundamentales el legislativo, el ejecutivo y el judicial.
Es el modelo adoptado y establecido en los estados modernos. En cuanto a las formas de gobierno,
Montesquieu difiere poco de Aristóteles; divide los regímenes en despotismos o tiranías, aristocracias y
democracias, y se declara partidario de la aristocracia, que considera realizada en la monarquía
constitucional que entonces tenía Inglaterra. Una democracia puede ser tiránica cuando atropella los
intereses de grupos minoritarios. Lo que distingue a la tiranía es que se funda en el temor, mientras que
la monarquía se funda en el honor y la república en la virtud. Tal es el pensamiento de Montesquieu en
cuanto a formas de gobierno.
Para Weber, lo más determinante es la forma de dominación de la sociedad. Ve tres formas
básicas; 1) Dominación legal o funcionarial y burocrática, propia de los sistemas modernos. 2)
Dominación tradicional fundada en la santidad de normas tradicionales, que corresponde a las
monarquias feudales, patriarcales y patrimoniales. 3) Dominación carismática, que surge por la
ascensión al poder de caudillos, profetas, guerreros o demagogos.
Finalmente mencionaré a Raymon Aron, que tomando un material más al día, distingue los
regímenes, no por el número de personas que detentan el poder, sino por el número de partidos políticos
que funcionan en la sociedad. Distingue ante todo los sistemas totalitarios, de partido único, de los
sistemas pluripartidistas, que son los propiamente democráticos.
Resumiendo, para Aristóteles lo importante es el número de personas que detentan el poder; para
Montesquieu, el número de poderes, y para Aron, el numero de partidos.
¿Porqué tanta variedad? Si entre esas formas de gobierno hay unas mejores que otras, ¿porqué no
han aprendido los hombres de una vez a determinar la mejor de ellas y adoptarla definitivamente? En
nuestros propios tiempos modernos vemos cómo se suceden las monarquías y las repúblicas, las
dictaduras y las democracias, periodos de libertad política y otros sin ella. Parece extraño que hombres
de la talla de los que acabo de mencionar estuvieran tan convencidos de que había un régimen que era el
mejor y que sólo había que descubrirlo, reconocerlo y adoptarlo. La verdad es que a lo largo de la
historia, los regímenes han cambiado constantemente oscilando entre los extremos del despotismo y la
democracia. Ninguna sociedad se instala nunca de modo definitivo en uno de ellos, cosa que no parece
corresponderse con la supuesta racionalidad del hombre. Lo que ocurre es que el problema no está
planteado en sus verdaderos términos. La cuestión me parece a mí que hay que enfocarla preguntando
cuál es la causa profunda que hace caer en el despotismo y que éste sea más o menos aceptado, y que
otras veces se evolucione hacia la democracia. Voy a intentar dar respuesta a esta cuestión.
Hay que empezar por dejar sentado que los gobiernos, como instrumentos del poder que son,
tienen todos en común la función principal de hacer posible que en el seno de la sociedad actúen las
fuerzas coactivas que tienden al aumento de la producción hasta el máximo posible mediante más trabajo
penoso. Como ese objetivo se consigue a costa de distorsionar la naturaleza del hombre alejándolo más y
más de lo que sería su actividad y conducta espontánea y sacrificando las condiciones imprescindibles
para una existencia pacificada y feliz, el hombre así distorsionado es infeliz y se hace fuente de
inestabilidad y discordia, por lo que la paz interior y exterior de la sociedad está siempre amenazada.
Conseguir el mayor grado de estabilidad de la sociedad al mínimo coste se convierte en el arte principal
del poder y de sus órganos de gobierno. Esto fue así en los tiempos del Neolítico, ha sido también así a
lo largo de la historia y sigue siéndolo igualmente en las democracias industriales modernas.
El despotismo es la forma de gobierno resultante de los conflictos generados por la necesidad de
reintensificar la violencia para incrementar la tensión que obliga al sector de la población que tiene a su
cargo la producción, haciéndole trabajar más o consumir menos. Periodos en los cuales se hace necesario
obligar a los trabajadores a restringir unas condiciones de vida que se han convertido en inviables por
incompatibles con el nivel de explotación que parece posible. Dicho objetivo se logra, unas veces,
haciendo que los trabajadores trabajen más, y otras, haciendo que consuman menos, o bien, como en
nuestro tiempo, tratando de que no trabajen menos o no consuman más. Incluso cuando la tiranía resulta
de luchas entre facciones o personas que se disputan el poder, en el fondo se trata de reducirle a una
parte de la sociedad el consumo que disfrutaba por haber alcanzado la intensificación del trabajo
productivo el límite máximo posible en las condiciones dadas.
La democracia, en cambio, es la forma natural a que tiende todo régimen tan pronto cesan o se
debilitan los obstáculos que impiden ir hacia ella. Como se inspira en principios de igualdad, supone una
vuelta, por parcial que sea, al sistema fraternal antiguo -siempre añorado- como sistema ideal que apunta
hacia la igualdad, la fraternidad y la espontaneidad. La sociedad gravita, pues, por ley natural hacia la
democracia; por eso las tiranías se suavizan siempre con el tiempo. Pero también la democracia, al ser
una forma más de sociedad montada sobre el trabajo, tiene que estructurarse de modo que sea compatible
con el mantenimiento de la tensión productiva Por eso, la democracia ha sido disfrutada la mayoría de
las veces solamente por la parte de la población que poseía propiedades; otras, cuando es democracia
para todos, se sostiene sobre interiorizaciones muy arraigadas, elaboradas por la violencia física o
ideológica ejercida durante largos periodos en tiempos anteriores; y otras, cuando esas interiorizaciones
faltan o se debilitan, la democracia sobrevive mediante continuas concesiones sociales, hechas posibles
por los adelantos tecnológicos. Cuando fallan o se hacen insuficientes estas condiciones, cada una en su
caso, las democracias vuelven a caer inevitablemente y con increible facilidad en nuevas formas de
tiranía. La democracia es, pues, una especie de tobogán que tiende hacia el estado de espontaneidad
originaria. Cuando ha bajado demasiado, una reacción violenta la remonta nuevamente y de modo
sangriento hacia un estado anterior de dominación más dura.
Creo que basta con lo dicho para mostrar que lo de las formas de gobierno es un equilibrio que
nunca se puede consolidar. Siempre ha habido partidarios de una u otra forma de gobierno, dependiendo
de la posición que se tenga en la sociedad y de las ideologías interiorizadas. Por eso, ninguna estructura
de poder puede ser definitiva, ya que tanto la ideología asumida como la coacción sufrida implican un
alejamiento del hombre de lo que sería su vida en la espontaneidad. El poder tiene que apoyar y proteger
todas las instituciones y factores necesarios para mantener al hombre utilizable para el trabajo penoso y
para que acepte soportar el peso de la dominación. Pero la distorsión que esto conlleva genera como
reacción en la sociedad una fuerza contraria de naturaleza elástica que tiende permanentemente a volver
las cosas a su estado original. Por eso, como he dicho, los gobiernos más duros y despóticos se ablandan
con el tiempo. La libertad, como una modalidad de la espontaneidad, ha sido siempre una irrenunciable
aspiración que una y otra vez se la hace avanzar y luego vuelve a retroceder cuando el poder reacciona
de nuevo si se han sobrepasado los límites que exigen las necesidades de la producción y la explotación.
Desde otro punto de vista, dado que la imposición del poder y la violencia sobre los semejantes implica
también violencia interna para quien la ejerce, el tiempo juega siempre en favor de formas de gobiernos
más tolerantes y democráticos. Por eso, como explicaré en su momento, los avances tecnológicos no sólo
redundan en incremento de la productividad sino también en el de niveles de tolerancia y de
espontaneidad que postulan el sistema democrático.
¿DONDE RESIDE EL PODER?
Nunca un poder central, por grande que sea, llega a ser absoluto; siempre quedan espacios a los
cuales no puede llegar ninguna forma de control. El poder absoluto ni ha existido nunca ni puede existir.
Por grande que sea, nunca puede desconocer que tiene que contar con resistencias más o menos
manifiestas, pero siempre existentes. Aparte del poder central hay siempre un poder difuso en toda la
sociedad, a veces compitiendo con el poder central y otras actuando bajo apariencias de lealtad. La
hipocresía que suele acompañar a las muestras de sumisión es quizá la forma más sutil de negar el
carácter absoluto del poder. En toda sociedad montada sobre el trabajo, hay siempre inestabilidad y
resistencia latente o potencial que obliga a diversas combinaciones para lograr el necesario nivel de
pacificación. Esto tiene lugar, sobre todo, una vez que el poder se hace garante de la explotación interna
y administrador de los productos de la predación interna o externa, porque surgen desacuerdos sobre las
formas de distribuir las cargas y de usufructuar los bienes producidos. Entonces se forman subgrupos de
interés que a veces se enfrentan con el poder central y terminan destruyéndolo o fragmentándolo. Pero
eso raramente llega a ocurrir, porque el poder central opta por la solución de reconocer y respetar esos
subgrupos de intereses convirtiéndolos en aliados; una especie de pacto o compromiso entre los
subgrupos: "nosotros, el poder central, respetamos vuestros intereses hasta cierto límite si vosotros
respetáis la supremacía de los nuestros hasta cierto otro limite". Así, pues, cuando se producen
diferencias que dan lugar a cierto grado de enfrentamiento, generalmente se llega a un compromiso y una
delimitación de poderes y de intereses. Esa situación evoluciona normalmente reforzando más el poder
central común, mientras respeta los intereses de los subgrupos si redundan en mayor estabilidad del
conjunto, siendo a su vez respetado por los subgrupos como garantía de sus intereses particulares.
El poder central, antes y después de consolidarse en estado, tiende a crecer y a hacerse
infinitamente más fuerte que los poderes de los subgrupos de cuya aceptación surgió, hasta llegar al
límite posible, que no es otro que el de ser detentado por un solo individuo con poder ilimitado, es decir,
llegar a la monarquía absoluta. Pero, aún en estos casos, como los beneficios de la explotación son
también usufructuados por individuos que forman círculos de poder asociados al núcleo central, se llega
a un tipo de sociedad que, permaneciendo en apariencia una e indivisa, está al mismo tiempo fraccionada
y sufriendo una permanente y sorda dialéctica interna.
Cuando de la propiedad comunal, natural en la gens consanguínea, se pasó a la propiedad privada
de la tierra, una vez que la explotación se hizo posible, el poder se basó en la cantidad de tierra poseída,
pero para consolidar este estado de cosas, surgió el poder centralizado, que es el estado, como una
necesidad estructural de la sociedad así montada. Como el trabajo exhaustivo que requiere la explotación
crea inestabilidad, necesita el aglutinante de un poder central que llega a tomar identidad y consistencia
propia, de modo que puede tomarse y dejarse, adquirirse o conquistarse, ganarse o perderse, incluso
venderse o traspasarse. Por eso se hizo posible, como demuestra la historia, que el poder se haya tomado
y usufructuado por quien haya sido capaz de conquistarlo; por aquella persona que por sus cualidades
consiga adhesiones suficientes como para vencer o intimidar a quienes se le opongan y desalojar a
quienes lo detenten.
La relativa vulnerabilidad del poder central hace que en torno a él se desarrollen dos series de
movimientos: unos exteriores, que tienden a su conquista, y otros internos que procuran su defensa.
LA DEFENSA DEL PODER.
He dicho que el poder lo ejercen quienes son capaces de alcanzarlo y conservarlo. Por ser esto así,
la mayor obsesión de quienes lo detentan es la de cómo evitar que se lo arrebaten. Así como la propiedad
privada de recursos productivos puede disfrutarse con relativa tranquilidad en una sociedad en la que
existe un poder central mínimamente estable, en cambio el poder central está siempre expuesto a ser
arrebatado por fuerzas que surgen en el seno de la sociedad o procedentes del exterior relacionadas
directa o indirectamente con la permanente y sorda dialéctica que genera la tensión necesaria para el
trabajo productivo y el ejercicio de la explotación.
Voy a referirme aquí a aquellos casos en que la defensa del poder tiene que hacer frente a un
auténtico asalto; cuando se trata de desplazar mediante la fuerza al grupo que lo usufructúa. Dejo de
momento a un lado lo que en sociedades estables se puede llamar turno de gobernantes, es decir la
substitución pacífica de unas personas por otras, designadas o elegidas, que han sabido ganarse la
confianza para administrar en calidad de altos funcionarios los intereses comunes del grupo, o como
mandatarios de quienes detentan el auténtico poder de la sociedad. Pongo como ejemplo a los cónsules
romanos, que ejercían el poder por delegación de la clase patricia, o a los gobiernos de las democracias
actuales, con o sin rey, que ejercen la función de administrar conforme a un equilibrio de intereses de las
distintas clases sociales. Pongo el ejemplo de EEUU donde el predominio de los grupos económicos está
tan consolidado, que las elecciones para elegir presidente tienen a veces poco más valor que el que
tendría echar una moneda al aire.
Para reducir al mínimo los riesgos de un posible asalto, el poder tiene dos vías que utilizará tanto
como le sea posible: la primera es la acumulación de recursos suficientes para mantener cuerpos
armados, y alternativamente, en los países desarrollados, aliviar mediante subvenciones las situaciones
más proclives a generar subversión, como forma más eficaz de lograr estabilidad y reducir la necesidad
del empleo de la fuerza. La segunda vía es la de legitimar ideológicamente a los detentadores del Poder,
o sea, conseguir que la ideología asuma en forma de coacción moral la mayor parte posible de la
coacción total necesaria para el mantenimiento de la estabilidad social. Si fuera posible llegar a definir
unidades de medida adecuadas, podría formularse la ecuación de que, dado un determinado nivel
tecnológico, la suma total de coacción absorbida por una sociedad para que sea capaz de lograr un
determinado volumen de producción es función de dicho volumen e igual a la coacción moral ejercida
por el sistema ideológico mas la coacción física ejercida por el poder, de tal modo que un debilitamiento
del sistema ideológico tiene que ser substituido por mayor coacción directa por parte de los cuerpos
represivos.
Por la primera vía, o sea, la exacción de recursos, el poder incrementará su posesión directa de
territorios o bien impondrá tributos hasta donde sea posible, con la sola limitación de que la exacción no
llegue al extremo de provocar rebeliones o ahogar la producción. Este límite estará determinado por
diversas circunstancias, variables para cada sociedad. Voy a mencionar algunas:
A). La productividad que haga posible una mayor explotación sin poner en peligro la
supervivencia de los explotados, o su nivel de vida habitual cuando se trata de zonas más desarrolladas.
A su vez, la productividad depende de la fertilidad del país, del nivel técnico y de los hábitos de
laboriosidad que haya llegado a adquirir la población, o le puedan ser impuestos por cualquier
procedimiento.
B). El nivel de integración de la sociedad, o sea el grado de aceptación o resignación a que haya
llegado la población, bien sea por hábitos adquiridos, bien por una ideología adecuada, o bien por la
actuación de órganos represivos eficaces.
En cuanto a la segunda vía, la legitimación ideológica del poder vigente, se empieza por legitimar
a la persona o personas que lo detentan. La historia nos muestra dos maneras principales:
1) Las monarquías, por una mitología o ideología que implica la exaltación de la persona que
detenta el poder hasta llegar a divinizarla, lo que se consigue divinizando el origen del poder y las
personas que de él descienden. Aún está reciente el ejemplo de la renuncia del emperador del Japón a su
origen divino después de la derrota en la Segunda Guerra Mundial. Además, como la monarquía tiene
que ser hereditaria en este tipo de legitimación, queda reforzada por la antigüedad de la dinastía. La
historia demuestra que este tipo de legitimidad puede sobrevivir a las más profundas convulsiones
sociales porque las posibles nuevas fuerzas subversivas tratarán también de buscar legitimidad a la
sombra de la dinastía. Incluso en caso de usurpaciones descaradas, el aspirante al poder trató en muchas
ocasiones de presentarse como miembro y derechohabiente de la dinastía cuando ésta resulta derrocada.
La exaltación de la persona que detenta el poder fue lo normal en la Antigüedad. Y en tiempos
más recientes, la fórmula de "rey por la gracia de Dios", más atenuada, pero también más aceptable, ha
desempeñado la misma función.
2) La segunda forma de legitimación del poder es la que podríamos llamar racional o
democrática, que teóricamente nace por un imaginario pacto social, bien sea entre los individuos de una
parte privilegiada de la sociedad, como en la República Romana, o de toda ella, como supuestamente
ocurre ahora en los países desarrollados modernos. Una forma intermedia se da cuando el monarca tiene
limitadas sus facultades para recaudar impuestos por imposición de las clases privilegiadas o cuando
éstas monopolizan las exacciones en sus propios territorios. Fué el caso de la Carta Magna que la
nobleza inglesa impuso al rey Juan sin Tierra en el siglo XIII y que fue en parte causa, o al menos
pretexto, para desencadenar la Revolución Inglesa del siglo XVII.
Después de la exaltación de la persona o personas que detentan el poder, la máxima eficacia en la
defensa del mismo, la más permanente, es la impregnación de la sociedad por una ideología adecuada,
para lograr al mismo tiempo legitimación del poder y sumisión sin reservas por parte de los súbditos.
Como ya se verá, la ideología parte de una concepción del mundo y de la vida que implica la necesidad
de una perfecta aceptación de determinadas condiciones de vida por duras que sean. La historia nos
ofrece múltiples ejemplos de masas humanas viviendo bajo sistemas de dominación en condiciones de
estricta supervivencia y aún de paulatina extinción, pero perfectamente resignadas. El factor ideológico
vigente mueve o aquieta a los grupos humanos más eficazmente que la mejora de sus condiciones
materiales. Las tensiones latentes que tal situación produce resultan anestesiadas por la ideología o
escapan en forma de sublimaciones. Se me antoja pensar que las torres de los templos son como
pararrayos al revés, o sea que tienen la función de drenar tensión social de los poblados y ciudades hacia
las nubes o el cielo ideológicamente concebidos. Aún en los sistemas modernos de producción, juega la
ideología un papel primordial. Sin la dominación ideológica al lado de la política, sería difícil ejercer tan
permanentemente la que requiere el trabajo productivo. Los desquiciamientos que produce necesitan la
compensación ideológica. Esta absorbe la tensión que penetra todo el tejido social y psicológico lo
mismo que un gas a presión penetra todos los espacios y poros del medio, por escondidos que queden.
En los países desarrollados se han hecho innecesarias y resultan ineficaces las viejas ideologías
que predicaban ascetismo, abnegación y sumisión. La ideología se presenta ahora como racionalidad y
necesidad, y se difunde desde el poder político o fáctico mediante los medios de masas, cuya eficacia
como formadores de conciencia se maneja también con criterios racionales. Por ello resulta de primera
necesidad para los órganos del poder o para las clases que poseen el poder "de facto" tener en sus manos
el control de estos medios como forma la más segura de defender su permanencia en el mismo.
LA OCUPACION DEL PODER
A pesar de tantas precauciones como tomaron siempre los detentadores del poder, las luchas por
conquistarlo, muchas veces triunfantes, han sido muy frecuentes a lo largo de la historia. Las fuerzas
desarrolladas en la sociedad que han aspirado a ocupar el poder o han facilitado que lo tomen otros, han
sólido presentarse bajo una de estas tres formas:
1.- En las monarquías hereditarias, a la muerte del titular, varios aspirantes se han considerado
con derecho a sucederle. La lucha entre ellos ha sido apoyada por intereses de grupos sociales
previamente opuestos y rivales que aprovechan la circunstancia para dirimir violentamente sus
diferencias asociándolas a uno u otro de los aspirantes.
2.- El equilibrio entre los intereses de los distintos grupos sociales se rompe por la aparición de
nuevos factores, generalmente de tipo económico, hasta el extremo de hacer difícil el funcionamiento del
grupo como unidad. Desde el momento en que el poder ha sido instituido para salvaguardar los intereses
de los grupos dominantes, si por la evolución socioeconómica aparecen y se desarrollan nuevos
subgrupos con nuevos intereses, éstos tratan en principio de obtener del poder el reconocimiento y la
protección de sus intereses nuevos. Entonces los viejos grupos privilegiados se opondrán hasta dar lugar
a una lucha que a veces se lleva por delante también a la dinastía.
3.- La superespecialización en el sistema y aparato de dominación puede hacerlo capaz de agotar
la sociedad hasta hacerla incapaz de sostener el aparato mismo que la domina, por lo que se convierte en
presa fácil para fuerzas externas.
Voy a recordar algunos ejemplos históricos.
1.- El tránsito en la antigua Grecia de la organización en gens y tribus a la de demos, o sea, de la
organización social por consanguinidad a la estatal, supone un cambio de poder que limitó el que la
organización por gens garantizaba a los eupátridas, o sea, a los grandes poseedores de tierras. El cambio
tuvo lugar cuando la moneda empezó a circular y la población aumentó; los que ya no cabían en las gens
se hicieron artesanos o se echaron a la mar para comerciar y fundar colonias. Esto dio lugar a la
aparición de una nueva clase adinerada, pero desgajada de las gens. Por otra parte, el comercio aportó
trigo y aceite baratos, lo que arruinó a los pequeños campesinos. Las revueltas duraron un siglo y su
resultado fue acabar con la organización gentilicia e instituir la organización en demos o territorios
gobernados ya por el estado, que a su vez quedó controlado por los más ricos sin distinción de origen.
2.- El segundo ejemplo es el paso del Antiguo Régimen al gobierno de la burguesía por la
Revolución Francesa. Se parece al anterior en que una nueva clase rica y sin derechos, como era la
burguesía surgida de la manufactura y el comercio, desbancó violentamente a una dinastía tan vieja
como la de los Capetos, porque fue el único modo de acabar con el predominio político de la aristocracia
o viejo señorío feudal cuyo poder se apoyaba en rentas agrícolas sin obligación de pagar impuestos. El
resultado fue que la antigua nobleza compartió el poder con la burguesía o nueva clase rica.
3.- El tercer ejemplo, es el de la caída del Imperio Romano, como resultado de dos factores: la
presión demográfica entre los pueblos germánicos y, como factor decisivo, la debilidad del Imperio
Romano, que esos pueblos percibían claramente. Es interesante señalar lo de la debilidad del Imperio
como consecuencia de una explotación excesiva que dio lugar a la despoblación de algunos territorios y
la total penuria de otros. Se llegó a esta situación gracias al perfeccionamiento del sistema de
dominación romana que hizo imposible cualquier veleidad de subversión y, por lo mismo, hizo posible
cualquier nivel de explotación. El resultado fue la destrucción del Imperio por sí mismo, por lo que
resultó fácil presa para los germanos, los llamados bárbaros del Norte.
Quienes se deciden a provocar o dirigir una rebelión contra el poder constituido se limitan a
movilizar una fuerza potencial de rebeldía, latente siempre en toda sociedad, aunque sólo una evolución
favorable de las circunstancias convierte lo potencial en actual. Ese fondo de rebeldía es vivido como un
inconformismo permanente por un sector amplio de la población, porque la tensión necesaria para
mantener la sociedad en funcionamiento no puede por menos de generar desazón en el interior de las
conciencias, la cual nunca queda totalmente neutralizada por la ideología o la racionalidad. A nivel
consciente, todo el mundo reconoce que el trabajo es una obligación ineludible, pero al mismo tiempo se
experimenta un fondo de desdicha que se aspira a aliviar. El anhelo que despiertan en las gentes los
diversos remedios que se conciben, es lo que aprovechan los aspirantes al poder. Todos esos remedios
tienen el denominador común de buscar -bajo la forma de una mayor justicia- una mayor fraternidad, que
se percibe como más igualdad y solidaridad entre los miembros de la sociedad. Aristóteles percibió ya
claramente en su tiempo cuál era el verdadero germen de toda fuerza subversiva. "Los que aspiran a la
igualdad -dice- se agitan si, a pesar de la igualdad de derechos, se creen inferiores en algún concepto a
cierta clase privilegiada; y los partidarios de la desigualdad y el privilegio turban la paz si suponen que
no tienen en el poder más parte que los otros" (Aristóteles 2, VIII, II, 1).
Naturalmente, aunque los aspirantes al poder logren hacerse con él, e incluso aunque deseen
cumplir las aspiraciones de las gentes que utilizaron para conseguirlo, sólo podrán hacerlo muy
parcialmente o nada en absoluto, porque les será imposible anular las condiciones de violencia básica
que permite el funcionamiento de las sociedades montadas sobre el trabajo. No es que los aspirantes al
poder constituyan una élite aparte que utiliza ladinamente a la plebe para sus propios fines y olvidarse
luego de ella, como creía Pareto cuando decía que "la élite logrará sus propios fines tanto más
eficazmente cuanto más ignorantes permanezcan las masas que ésta domina" (Pareto, p. 213). Ocurre
más bien que el nuevo poder descubre pronto que su función inaplazable y primordial es asegurar el
mantenimiento de la paz social necesaria para asegurar el funcionamiento de la sociedad. Donde los
representantes de ideas socialistas han tomado el poder absoluto por las armas, no han podido prescindir
de la violencia interna para hacer funcionar, y no muy bien, la nueva sociedad. Y allí donde han llegado
al poder por medios pacíficos, apenas han tocado la estructura anterior, ni han hecho mucho más en
cuanto a igualdad social que lo que el sistema productivo hubiera dado por sí mismo cediendo a las
presiones sociales no ideologizadas.
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