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Axiología y iusnaturalismo
JOSÉ CORTS GRAU
Universidad de Valencia
La doctrina de los valores, aunque de raigambre clásica, se nos
ofrece estrechamente ligada al método fenomenológico, a su rigor
analítico y a su ímpetu intuitivo. Por su parte, el Existencialismo,
con su preocupación medular por el hombre, ha tenido que habérselas con la Axiología. A través de un pensamiento fragmentario, no
siempre bien avenido con la Ontología, cabe señalar esquemáticamente
estos puntos:
Hay un mundo, el de las verdades, cuya consistencia no depende
sólo de nosotros. La verdad requiere un entendimiento, pero esas verdades "están ahí", aunque las ignoremos; prontas, eso sí, a nutrir
nuestro espíritu.
Hay u n mundo también, el de los valores, basados en calidades
objetivas, pero captables según la estimativa del sujeto: ni mera reproducción ni construcción arbitraria. Responden a un orden tan
objetivo como el de los principios lógicos, como el de los números;
pero implican reacciones personalísimas.
Al calificar a un hombre, un acto, de justo o injusto, no procedemos por inducción; no convertimos, por decantación, en concepto,
los datos empíricos. Calificamos con plena certidumbre de que la
Justicia, como la Prudencia, como la Belleza, tienen un ser y una
razón de ser más allá de aquel hombre y de sus actos, más allá de
nuestro juicio, y de la conducta y juicio de los demás. Sabemos que,
aun desapareciendo los hombres y los actos calificados de tal, esos
valores mantendrían su vigencia, inconfundible con el anhelo vago,
con la vaga nostalgia, con la idea fuerza, o con cualesquiera otros
resortes pragmáticos. Análogamente a como la mantendrían el princi1281
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pió de contradicción o la verdad de que dos y dos son cuatro, aunque
todos nos olvidáramos o nos obstináramos en negarlos.
Nuestra estimativa se halla vinculada a nuestro conocimiento.
Pero en la captación de los valores interviene toda nuestra personalidad, juega un papel muy importante el sentimiento, y a menudo quien
decide es el "corazón", el "corazón" en su hondo sentido agustiniano,
presto al gaudium de veritate. Se nos exige no sólo entender, sino
comprender, tomar partido, actuar, entregarnos.
En muchos trances, al captar un valor, cabría decir más propiamente que hemos sido captados, arrebatados por él. Aunque la
libertad subsista, nos conmueve y compromete. Y entonces nos movemos con cierto sobrecogimiento: estamos en el secreto de realidades
y posibilidades que cualquier defección puede malograr.
Podemos incluso cerrarnos a esa vocación axiológica. Pero tal
cerrazón es absolutamente incomparable con la ceguera o la insensibilidad.
De ahí la responsabilidad imponente del hombre. Llamado a realizar los valores dentro de su mundo, de él depende, no la vigencia
radical, pero sí la suerte de esos valores en la Historia, y, por tanto,
la Historia misma.
La excelencia de la persona humana se calibra por los valores
que realiza, y por su modo de realizarlos, dentro de límites ineludibles. Por heroico que sea un acto, siempre cabrá un grado mayor de
heroísmo; por santo que sea un hombre, no agotará las perspectivas
de la santidad; por bella que sea una criatura o una obra de arte,
siempre deja una brecha abierta al afán y al desencanto. Actuamos
entre el infinito y la nada: ni nuestra perfección llegará a ser absoluta, ni nuestro envilecimiento descenderá hasta esa sima abisal que
supondría el aniquilamiento.
¿Cabe dejar esta proyección al infinito en una intuición emocional? ¿Nos quedamos en un esplritualismo transido de resonancias
misteriosas, pero vaciado sistemáticamente de auténtica espiritualidad? ¿Volvemos a la noción de conciencia como desdoblamiento
artificioso del yo, o como participación de un "espíritu objetivo",
que ni es objetivo ni es espíritu? ¿Seguimos ciñéndonos como un
dogal la nota de temporalidad, cuando el tiempo sólo es comprensible suh specie aeternitatis?
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No. Se impone una dialéctica realista que concierte, que abra los
ojos para ver cómo están concertados el "aquende" y el "allende".
Sin confusiones entre fin y acabamiento: Finem ergo boni dicimus,
non quo consumatur, ut non sit, sed quo perfícitur ut plenum sit.
Sin disecar tampoco las cuestiones como capítulos de libro. Porque,
en fin de cuentas, no estamos montando o desmontando una teoría,
sino un destino.
n
La consistencia y transcendencia ultrahumana de los valores obliga a pensar en un Ente perfectísimo, que los contiene como atributos
en toda su plenitud. No se trata de imaginar un punto, ápice nuclear
de los valores, ni un Bien total, al estilo platónico y neoplatónico,
sino de reconocer al Dios vivo, principio y fin de todo ser y de todo
bien y de todo valor, en quien se dan como realidad plena los ideales
que nosotros mediocremente vamos captando y realizando. Bien entendido que su bondad o su justicia son incomparablemente más que el
grado supremo de la nuestra. Bien entendido asimismo que, según
puntualizan nuestros clásicos, aun dando que todos los valores se
aunaran y subsistieran en sí, no serían Dios.
Estimo que no hay que retroceder cuando Dios aparece, como
si la apelación a la Divinidad fuera una trampa en el juego de la
razón humana. No es que nos hurtemos al razonamiento, recurriendo
a Dios: es que Dios se impone en el razonamiento, de suerte que eludirlo, antes que blasfemia, sería retroceso irracional. Ni es la Teodicea
un apéndice que pueda extirparse impunemente, o una compresa con
que taponar ciertos desgarramientos interiores por donde al hombre
se le escapa el alma: es la natural proyección filosófica hacia una
entidad sobrenatural que, no por ser sobrenatural, deja de ser reaHsima.
Si en el "saco de podredumbre" que, en expresión de Luis Vives,
es el hombre, caben afanes infinitos —y renuncias ascéticas—, ¿será
por estricta virtud humana, o por toque divino? Sin duda la clave
estriba en la parte superior del hombre; pero ¿hay modo decoroso
de explicar su vuelo sin el soplo del Génesis? La comunicabilidad
entre el hombre y ese trasmundo de valores que le exceden responde
a la comunicabilidad entre la criatura predilecta y el Creador. La
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desproporción entre esos horizontes infinitos y la mediocridad de
nuestros pasos responde a la desproporción entre el Creador y la
criatura, sólo mitigable por la gracia. La obligatoriedad con que
ciertos valores se nos imponen radica en el poder ordenador de Dios.
El desasosiego cuando fallamos tiene respecto de esos valores tina
dimensión sobrehumana que se llama remordimiento: no es el simple
dolor del fracaso, o "el pensar de no ser lo que yo hubiera sido"; es un
"me pesa. Señor". Y por eso tratamos de justificarnos y de enmendarnos: ante uno mismo apenas tiene sentido la justificación ni la
enmienda; antes bien, como advirtieron los estoicos, denotarían debilidad de carácter.
Ni acabaremos nunca de ponderar filosóficamente cómo, aun
reconociendo su miseria, el mandato evangélico de perfección a lo
divino no le extraña demasiado al hombre. Nos sentimos vivir bajo
ese mandato, vinculado a nuestra misma sed de felicidad. Y en torno
a este eje polarízanse nuestra satisfacción cuando alcanzamos un
bien, nuestra decepción y nuestro hastío cuando comprobamos la
inanidad de los bienes ficticios o efímeros, o los comparamos con
otros más excelsos, nuestra desazón cuando cometemos actos indignos, infrahumanos, es decir, infracciones.
He ahí la doctrina de los valores renovando las nociones clásicas
de la dignidad humana, insertándose en la doctrina de los bienes,
concertada con la de los fines, y traspasando ontológicamente el bien.
Por insignificante que aparezca, todo hombre puede dar con su camino de perfección. Los valores decisivos para ello, los religiosos y
los éticos, le son siempre asequibles: en el último instante de su vida
puede uno justificarse e incluso santificarse. Este camino no consiste
en dispararse a lo irreal, ni en forzar la naturaleza, sino en sacarle
el filo y el son a este metal de nuestra vida, que da de sí mucho más
de lo que alcanza una mirada superficial o pesimista. Basta pensar
en la noción del mal, mordedura o gangrena en el bien, para comprender con San Agustín que el mal implica siempre un bien mayor,
que in quantum sumus, honi sumus, que lo que en nosotros hay de
vil se sostiene merced a lo que subsiste de valioso.
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III
Cuando la Axiología llega aquí, estamos ya ante el Derecho Na
tural, y el mundo del "deber ser" puede anclar en el mundo del "ser"
El hombre no es fin de sí mismo ni ha decidido sus propios fines,
Para ello necesitaría sacudir previamente su radical insuficiencia
su condición de criatura. Pero tiene asignados ciertos fines, que res
ponden a una razón de bien. Cuando un ser realiza sus fines, va
logrando su propio bien. La jerarquía de los bienes encaja en la jerar
quía de los fines y señala la de los valores. De ahí que el quebranta'
miento de los de un orden superior traiga un general quebrantamiento,
Perder la conciencia o desviarnos de nuestros fines es desorientamos
o malograr nuestro bien. Los trances de desconcierto más graves son
un perder de vista los fines, un no saber lo que se quiere, un flotar
tedioso a merced de la causación reducida a casualidad, desconectada
de la finalidad.
¿Qué se resuelve con decir que nuestra conciencia nos impone
una participación activa e incesante en ese eterno drama que tiene
por teatro la Historia y por tema el contraste entre el bien y el mal,
entre lo justo y lo injusto? El lusnaturalismo, desde San Agustín
hasta nuestros teólogos juristas, ha superado con su nervio axiológico
y ontológico cualesquiera interpretaciones maniqueas.
Nuestra sumisión a la Ley eterna es participación, un coadyuvar
al orden. Cuando nos sometemos a ella, no la creamos; cuando la
eludimos, no la anulamos ni debilitamos. Podemos hurtarnos a una
norma, pero no al orden normativo universal; podemos realizar actos
contradictorios, pero sin pretender que lleven al mismo fin: semejante
contradicción implicaría la desorientación absoluta de nuestra racionalidad y, por tanto, de nuestra libertad, y el desplome del Universo.
Pero sí que depende de nosotros el que esa Ley se cumpla, que la
justicia temporal refleje y realice en lo posible la Justicia divina.
Derechos y deberes vincúlanse a la jerarquía de los valores humanos. Todo cuanto va contra el verdadero bien del hombre va contra
la Ley natural. La culpa, antes que un desacato a la voluntad divina,
es un atentado a la naturaleza humana, de suerte que cabe afirmar
rigurosamente con Santo Tomás: Non enim Deus a nohis offenditur,
nisi ex eo quod contra nostrum bonum agimos. Por esto nuestro
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Vázquez de Menchaca, frente a quienes alegaban como título de
expansión en América ciertos pecados de los indios, observa oportunamente : "Por lo común, todo pecado es contra natura, y por ese camino nunca faltaría un pretexto para declarar la guerra a los infieles
y aun a los cristianos"*.
Cortando las mil cuestiones que aquí surgen, pensemos, finalmente,
que, jimto al problema de la vigencia, está el de la eficacia. Sin una
fundamentación ontológica y teológica de los valores, nuestra justicia
se nos desvirtúa, y no cabe pedirle más prestigio del que va quedándole al hombre, una vez dejado de la mano de Dios. En éste, como
en tantos puntos, sigue vigente también nuestra gloriosa Ley de Partidas : El facedor de las leyes deve amar a Dios e tenerle ante sus ojos
quando las ficiere, perqué sean derechas e complidas.
1 La observación es ya antigna. Omne vitinm, eo ipso quod vitium est, contra natura
est. (S. AGUSTÍN, De libero arbitrio, III, 13). Id quod est contra ordinem rationis, proprie
est contra naturam hominis, in quantum est homo... (SANTO TOMÁS, Summa Theologica,
1»2, q. 71, a. 2).
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