Crímenes y castigos

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Lunes 12 de setiembre de 2016 · Nº 5
DÍNAMO
Ilustración: Ramiro Alonso
Seguridad / Convivencia
Crímenes y castigos
02
LUNES 12·SET·2016
DÍNAMO
Por una política criminal
de izquierda
El debate sobre la seguridad es político
y es ideológico. Es político en un sentido
general, porque tiene que ver con la política criminal del Estado, es decir, uno
de los aspectos de la política (así como
hay una política económica, también
hay una política criminal). Es ideológico
porque la cuestión de la seguridad nos
remite a un sistema de creencias o ideas
acerca de una cuestión determinada.
Desde este ángulo, resulta pertinente
preguntarse si es posible encarar este
debate en el marco de las coordenadas
“izquierda-derecha”. ¿Es posible hablar
de una política criminal de izquierda
y una de derecha? ¿Es útil plantear el
debate en estos términos?
Sabido es que en todas las latitudes
la derecha resiste esa dualidad. En parte
para no cargar con el lastre peyorativo
del término “derecha”, pero también
porque, al disolver la dualidad derecha-izquierda, “todos son parte de lo
mismo”: la política empieza y termina
con la elección del mejor administrador
dentro de una oferta variada de propuestas entre las que solamente habría
matices, pero no sesgos ideológicos. Es
una visión donde no hay confrontación
de ideas, sino una elección entre los
jugadores más hábiles y eficaces para
cumplir con los mismos objetivos. Es
la no-política, o, más bien, la negación
de la política desde la política.
Sin embargo, afortunadamente la
política sigue gozando de buena salud.
Los objetivos de la derecha y la izquierda siguen siendo diferentes, porque
tienen visiones del mundo diferentes.
Norberto Bobbio1 lo ha planteado de
un modo simple: mientras la derecha
busca privilegiar la libertad a toda costa, la izquierda coloca a la igualdad
como valor central. En los extremos se
protege la libertad sin igualdad y del
otro lado, la igualdad es capaz de sacrificar cualquier libertad. En la práctica,
los modelos puros son propios de las
tiranías, mientras que los mixtos son
propios de sociedades democráticas.
Si analizamos los discursos y las
prácticas punitivas bajo esta lupa, observamos que el momento de la igualdad ha sido prácticamente anulado por
la política. Y eso es justamente lo que
no permite visualizar, en la Realpolitik,
diferencias entre las propuestas de seguridad de derecha e izquierda. Es que,
realmente, no las hay. Hoy día, nuestro
espectro político confluye en un mismo discurso y unas mismas soluciones
para la cuestión de la seguridad. Ha habido matices, es cierto, pero el ADN es
el mismo: el incremento del delito se
resuelve con más castigo. El resultado,
cada vez peor: los delitos aumentan y
los presos también. Y peor aún: los presos aumentan a una velocidad cuatro
veces mayor que el número de delitos.
Hoy día tenemos más del cuádruple de
presos que los que teníamos en 1985 al
recuperarse la democracia, pero no hay
cuatro veces más delito. No hay estadística criminal que demuestre que los
delitos se incrementaron por cuatro,
pero los presos sí.
¿A qué se debe esto? Simple: no hay
relación entre delitos y presos. La cantidad de presos es independiente del número de hechos delictivos. Es el Estado el
que decide cuántos presos quiere tener.
Y ese Estado son los políticos y los jueces, en la medida que le corresponde a
cada uno. Hoy el “momento de la política” está decidiendo contar con más de
10.000 presos; está decidiendo más cárcel. Quizá no están dándose cuenta de
que no funciona. Ni va a funcionar. No
van a bajar los delitos porque tengamos
más presos, estén en las condiciones
en que estén. No funcionó en ninguna
parte, no va a funcionar en Uruguay.
Rompe tanto los ojos que resulta difícil entender por qué se sigue aplicando
más de lo mismo si más de lo mismo no
funciona. Prometieron más seguridad
con la ley de seguridad ciudadana en
1995: no funcionó. Prometen lo mismo
con el nuevo paquete de seguridad. No
va a suceder.
¿En qué se diferencia lo que hicieron los gobiernos de izquierda de lo que
haría uno de derecha? Quizá, en el én-
fasis. Es lógico esperar que un gobierno de derecha sea aun más punitivista,
justamente porque solamente tiene en
mente la protección de las libertades
individuales y, en especial, la sagrada
propiedad. Segundo, porque a la derecha no le interesa cómo se distribuye
el castigo, pese a que todos sabemos
que el castigo se distribuye en forma
desigual (y esa desigualdad recae sobre
los sectores más desaventajados). Todos saben de dónde vienen casi todos
los presos. Lo saben y no hacen nada
para cambiarlo. Como si costara poner
a andar la igualdad, como si hubiera
que soportar que la injusticia social del
castigo fuera algo natural, una ley más
del mercado de la seguridad.
No hay duda de que la saturación
policial en determinadas zonas, la vigilancia electrónica de los espacios públicos, la construcción de cárceles y la
compra de armamento y vehículos policiales como nunca antes se había visto (gracias a un incremento exponencial y sostenido de los recursos para el
Ministerio del Interior) son medidas
que uno no podría calificar seriamente
como propias de una política criminal
de izquierda. Por el contrario, ha sido
la derecha norteamericana –mediante
su gurú Rudolph Giuliani desde Nueva
York- la que exportó al mundo ideas
tan ineficaces y equivocadas como las
de saturaciones policiales y vigilancia
electrónica de lo público. Esas propuestas vienen acompañadas de una
serie de medidas punitivas que retrotraen el discurso criminal al viejo peligrosismo de otrora: los incrementos
de pena por reincidencia, la revitalización de la investigación sobre genética
criminal y determinismo biológico remiten a una imagen estereotipada del
DÍNAMO
“hombre delincuente”: un espécimen
abominable, feo y desposeído que es
capaz de atemorizar al barrio y quizás
a poblaciones enteras; un sujeto criminal por naturaleza encarnado simbólicamente en el criminal callejero. Esa
galería de sujetos horrorosos creados
por Lombroso sigue alimentando -en
forma consciente o inconsciente- al
discurso político criminal que se escucha hoy día desde filas oficialistas
y opositoras.
La construcción del discurso de la
seguridad desde y hacia la seguridad es
otra falacia común entre la derecha y la
izquierda. Es una falacia porque la seguridad no es un fin en sí mismo, sino un
valor instrumental al servicio de otros
fines superiores, fundamentalmente, la
vida y la libertad (también la propiedad
individual). Construir el discurso desde
y hacia la seguridad hace que todo se
visualice desde ese valor y no en relación con los fines que busca proteger.
Si bien todo ha sido prácticamente lo mismo, también hay diferencias.
Por un lado, es probable que la derecha
no hubiera puesto el énfasis que puso
la izquierda en mejorar las condiciones carcelarias. Si bien eso se logró
mediante un incremento de plazas
(siempre desaconsejable, pues no hay
relación entre el número de presos y el
incremento de los delitos), lo cierto es
que se trata de una medida de carácter
humanitario que difícilmente la derecha hubiera encarado con seriedad. Sin
embargo, se trata de una medida difícil
de sostener, pues los presos siguen aumentando en mayor medida que el delito y entonces las condiciones vuelven
a empeorar, tal como está sucediendo
hoy en las cárceles.
Dos iniciativas fundamentales
generaron distancia entre izquierda y
derecha. Por un lado, la ley de humanización del sistema carcelario, con
su mecanismo de redención de pena
por trabajo y estudio y la liberación de
aproximadamente 1.000 presos, dividió
las aguas. La derecha anunció el apocalipsis de los delincuentes liberados
asolando las ciudades y casi no registró el cambio sustantivo que implica
-en términos de igualdad- favorecer
oportunidades de participación y reinserción social a los presos, generando
fuentes laborales y un mayor acceso a
la educación.
El segundo quiebre se produjo con
el movimiento “No a la baja”, que logró
encolumnar a la izquierda detrás de
un agrupamiento de organizaciones
sociales que se opusieron, con argumentos firmes y una amplia campaña
mediática, a la rebaja de la edad de
imputabilidad penal.
Como era de esperar, los jóvenes
nos están sacando de la modorra. Hace
pocos días se produjo el Debate Nacional de Seguridad y Convivencia2, una
instancia convocada por jóvenes de izquierda, con el apoyo de organizaciones sociales, instituciones estatales y
agencias de cooperación internacional.
La idea: discutir las políticas de seguridad y generar propuestas. Justamente
lo que se necesita. ■
Diego Camaño Viera
Abogado, profesor adjunto de Derecho
Penal (Facultad de Derecho, Udelar)
1. Bobbio, Norberto: Derecha e izquierda. Razones
y significados de una distinción política. Editorial
Taurus, 1995.
2. El Debate tuvo lugar del 31 de agosto al 2 de
setiembre en la Intendencia de Montevideo y la
carpa en Plaza Cagancha.
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Seguridad, cultura y ciudad
Una estrategia integral de seguridad
y convivencia que tenga vocación
de política pública debe articular un
conjunto de dimensiones que logren
superar una mirada estrictamente policial, coercitiva y punitiva de
la problemática.
El concepto de seguridad es una
referencia permanente en el debate
público desde hace al menos una década, cuando se instaló como la mayor
preocupación de los uruguayos, según
diversos estudios de opinión pública.
En general, su abordaje ha transcurrido
por dos andariveles que constituyen
una visión muy recortada del problema. Por un lado, un enfoque centrado
en las respuestas policiales que debate sobre la misión, el despliegue, la
infraestructura y el perfil profesional.
Por el otro, la agenda de adecuación
normativa que promueve reformas
legales que con insistencia pretenden
aumentar penas.
Un esquema de seguridad y convivencia debe contemplar en forma
combinada una serie de pilares que en
conjunto articulan una política sostenible y democrática. Esos pilares son:
1. Un enfoque conceptual que ubica a
la seguridad como un derecho humano
y supera la lógica de orden público y seguridad interna.
2. Un análisis compartido sobre las amenazas y los escenarios de riesgos de seguridad existentes en la etapa histórica
determinada a nivel nacional y regional.
Esto implica una mirada que conceptualice las diversas formas de violencia
de la sociedad, la inseguridad y la criminalidad como elementos constitutivos.
3. Una estrategia integral de seguridad
de gobierno que tenga como pilar central la cultura ciudadana y la reconfiguración urbana, que garantice planes
específicos y transversales, muy particularmente en el área metropolitana
fragmentada y con niveles de exclusión
persistente éticamente intolerables.
4. Un modelo de gobierno civil de los
organismos de seguridad que distinga
y articule el mando y el comando.
5. Una política de formación, capacitación y especialización técnica de la Policía Nacional basada en los derechos
humanos y el respeto a la ley.
6. Un diseño del despliegue policial
orientado a prevenir el delito, que evite, como orientación estratégica, que
los hechos sucedan. Esto representa
para la Policía una apuesta a la proximidad y a un sistema de patrullaje y
respuesta eficiente.
7. Una política de equipamiento, armamento, infraestructura e incorporación
tecnológica coherente y sustentable de
acuerdo con la misión definida.
8. Un rol, una misión y un alcance precisos de los servicios de inteligencia policial orientados a combatir el crimen y
prefigurar escenarios críticos.
9. Un sistema de mecanismos de evaluación y control permanente para combatir la corrupción policial, que es uno de
los factores determinantes de procesos
consolidados de inseguridad pública.
Un shock de ciudad y políticas urbanas en el área metropolitana
de Montevideo y una apuesta al desarrollo de políticas de cultura
ciudadana son dos factores claves -y aún pendientes- de una
estrategia de seguridad y convivencia.
10. Un conjunto de marcos legales
modernos que garanticen y efectivicen el acceso a la Justicia junto con una
profunda reforma del Poder Judicial,
en su composición, funcionamiento
y alcances.
11. Una estrategia contundente de
desarme civil.
12. Una política y un modelo de gestión
orientado a las víctimas de los delitos,
a las personas privadas de libertad y a
los liberados.
13. Una política estratégica de comunicación pública sobre seguridad y
convivencia.
14. Un presupuesto adecuado y consolidado que asegure la estabilidad de las
acciones que se definan.
Despolicializar la agenda
de seguridad
El esfuerzo por construir una estrategia de seguridad integral debe revertir
dos procesos históricos relevantes: el
desgobierno político sobre los asuntos
de seguridad pública y policiales y el
autogobierno policial de la seguridad
pública y del sistema policial mismo.
Marcelo Sain ha señalado que “el
desgobierno político de la Policía implicó el desentendimiento y la delegación
a las agencias policiales del monopolio
de la administración de la seguridad
pública. Es decir, una esfera institucional controlada y gestionada por la
Policía sobre la base de criterios, orientaciones e instrucciones autónoma y
corporativamente definidas y aplicadas
sin intervención determinante de otras
agencias no policiales. En consecuencia, la dirección, la administración y el
control integral de los asuntos de seguridad pública, así como la organización
y el funcionamiento policial, quedaron en manos de las propias agencias
policiales, generando así lo que se ha
denominado la “policialización de la
seguridad pública”.
Como contrapartida, se señala que
esto trajo aparejada una autonomización política de la Policía, que permitió
que esta definiera sus propias funciones, misiones y fines institucionales,
proporcionara sus propios criterios y
medios para cumplirlos y en ese marco
definiera orientaciones generales de
seguridad. Esta lógica fortaleció a la
institución en su capacidad de proteger sus logros e intereses autodefinidos
y resistir con relativo éxito todo tipo
de iniciativas gubernamentales tendientes a erradicar, cercenar o reducir
dicha autonomía.
Este proceso dual implicó durante
muchas décadas una apropiación del
saber de la seguridad en la Policía. Esa
ajenidad del sistema político se reprodujo en la academia y se multiplicó al
infinito en la izquierda política y social,
que cuando llegó al gobierno en 2005
tenía un solo párrafo destinado a la seguridad en su programa de gobierno.
La esfera de la seguridad ha sido
un secreto bien guardado a toda la
sociedad. Por eso uno de los desafíos
democráticos es fortalecer el gobierno
político de la seguridad e incorporar en
la agenda acciones estratégicas para
construir una comunidad integrada.
La apuesta a la cultura
ciudadana y al shock de ciudad
La cultura ciudadana se define como la
promoción activa del conjunto de actitudes, costumbres, acciones y reglas mínimas compartidas por los individuos
de una comunidad, que permiten la
convivencia y generan sentido de pertenencia. Incluye el respeto al patrimonio
común y el reconocimiento de los derechos ciudadanos y los deberes frente al
Estado y a los demás ciudadanos.
Una acción decidida del Estado que
promueva políticas de cultura ciudadana constituye un potente agente regulador, ya que la inseguridad, la violencia
y el delito no son causadas exclusivamente por motivaciones criminales.
En muchas ocasiones, nuestra cultura
tolera, cultiva y encubre actitudes o
conductas contrarias a la ley o al bien
común, o incluso celebra y promueve las
transgresiones la cultura de la ilegalidad.
Pero la apuesta a la cultura ciudadana debe estar acompañada por un shock
de ciudad e inclusión en el área metropolitana de Montevideo, para retejer la
profunda fractura social y urbana que
aún hoy existe. Esto implica desplegar
un conjunto potente de intervenciones
habitacionales, urbanas y sociales en 40
microcomunidades barriales donde las
desigualdades persistentes se han acumulado y donde hoy viven alrededor de
200.000 personas. Esa es una prioridad
en la agenda de inversión social, y el
gobierno nacional debe cooperar fuertemente con el gobierno de la ciudad.
Hay que cambiar el enfoque y
concebir el territorio como un factor
clave de producción y reproducción de
desigualdad y exclusión, razón por la
cual intervenir en él para transformar
la trama urbana, es decir, el soporte
donde se asientan poblaciones, y revertir la desigualdad persistente es una
tarea sustantiva.
Es ahí donde hay que implementar una estrategia de urbanismo social,
para que la arquitectura y el urbanismo
tradicional sean herramientas para la
inclusión y refuercen estrategias territoriales, estéticas y simbólicas de una
transformación física que confieran a
la ciudad escenarios dignos para vivir.
En suma, un shock de ciudad que logre
retejer la inmensa fractura social que
aún existe, y que en algunos territorios
se profundiza.
Seguramente sería movilizador y
esperanzador un acuerdo político en
esta agenda. Haría creer que los pactos
políticos tienen sentido de construcción de ciudadanía, de libertad y de
más dignidad. ■
Gustavo Leal
Sociólogo
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DÍNAMO
A ella le gusta
“Cada vez que el tipo llega a la casa, se
oyen los golpes a través de las paredes.
La oigo rebotar contra las cosas”, me
cuenta mi compañera. “¡Denuncialo!”,
le digo. “¿Y si se la agarra conmigo o con
mis hijos?”, contesta. Reconozco la onda
expansiva del miedo, la misma que se
extiende en el espacio y en el tiempo
y sostiene a las dictaduras primero y a
la impunidad después. Un poder que
se ejerce contra unos, pero les llega a
todos. Por eso, no me sorprende cuando
oigo a Boaventura de Sousa Santos hablar del fascismo que viven algunas mujeres al volver a sus casas. Pueden ejercer sus derechos civiles, pueden votar,
dice, pero viven bajo el poder patriarcal
en sus hogares. No se pueden comparar
los dramas, pero las cifras también traen
a nuestra mente analogías.
Se cuentan por centenas las muertes en una década. Es un hecho que
las mujeres están subrepresentadas
en la política uruguaya, algo que interpela nuestro sistema democrático.
Pero también la violencia de género
debe interpelarlo.
Pensar la calidad de la democracia
analizando los datos de violencia de género y generaciones es obligatorio para
quienes pensamos que la justicia social
no es sólo una cuestión entre los que
venden su fuerza de trabajo y los que
detentan los medios de producción.
Eliminar las desigualdades no supone
sólo eliminar las económicas, sino también no considerar como subalterna o
de segunda a la mitad femenina de la
población y a todo el que no sea blanco
ni adulto heterosexual.
La democracia no es un estado, es
un proceso. De los actores políticos y sociales depende hacia dónde transitamos.
Fue gracias a las organizaciones feministas que en la última década se cuantificaron los feminicidios y el problema
comenzó a tener dimensión pública.
Hasta entonces, la violencia intrafamiliar estaba naturalizada y el imaginario
colectivo estaba plagado de frases como
“a ella le gusta”, “algo habrá hecho”, “arrimale la ropa al cuerpo que se le terminan
las pavadas”, “que se joda por infeliz”. El
problema, siempre de “otras”, pertenecía
al ámbito de lo privado. Les sucedía a las
infelices, a las ignorantes, a las sumisas y,
por tanto, a las despreciables. Las víctimas quedaban así bajo sospecha, revictimizadas, no generaban solidaridades
ni políticas de gobierno destinadas a
respetar sus derechos humanos.
Fue necesario estudiar los datos
para visualizar que la violencia atravesaba a toda la sociedad y que el lugar
más inseguro para muchas y muchos
era el propio hogar. Sí, muchos, porque
nuestra sociedad no sólo es androcéntrica, sino también adultocéntrica. Sobre
los niños, las niñas y los adultos mayores
suelen también reproducirse prácticas
de violencia doméstica naturalizadas en
nuestra cultura, entre otras cosas porque
suelen ser colectivos sin voz, con nulas o
escasas posibilidades de convertirse en
grupos de poder. Recordemos aquello
de que la letra con sangre entra.
La violencia doméstica tiene características propias, se produce la mayoría
de las veces en el ámbito familiar o en el
marco de una relación de pareja. En la
víctima suele predominar un deseo de
transformar al victimario, no de alejarse,
mediado por sentimientos de vergüenza, culpa, apego o amor, acompañado
por un creciente aislamiento o la destrucción de otros vínculos. Se produce
como resultado de un mandato cultural
que impone la idea de que la mujer es
propiedad del hombre y establece roles
a cumplir, una idea de lo femenino y lo
masculino basada en las inequidades
con fuertes raíces en nuestra cultura.
De esto surge que la obligación de denunciar no debe recaer en la víctima
solamente. Compete al Estado acompañar las luchas de las organizaciones
sociales y reconocer en la violencia doméstica un grave problema de seguridad
ciudadana, garantizar los derechos de
las víctimas y educar a la población en
vínculos no violentos. Ni físicos, ni psicológicos, ni sexuales, ni patrimoniales.
En Uruguay, los esfuerzos realizados para concretar una estrategia
contra la violencia basada en género y
generaciones, unida a la mayor visibilización del problema que han logrado
organizaciones como la Coordinadora
de Feminismos, que al grito de “Ni una
menos” toman las calles a cada nuevo
crimen, han tenido como resultado una
mejor caracterización del problema, el
aumento del número de denuncias, una
mayor formación de funcionarios públi-
cos y privados, una mayor capacidad de
respuesta, una creciente alerta ante casos de violencia y un Plan de Acción del
Gobierno. Sin embargo, estamos lejos
de generar una contracultura capaz de
revertir el número de víctimas.
El informe 2015 del Ministerio del
Interior registra un aumento sostenido
de las denuncias por violencia doméstica. Mientras que en 2005 se registraron 5.612 denuncias, en 2015 se llegó a
31.184. Un promedio de 85 denuncias
por día. Si se suman los asesinatos de
mujeres a las tentativas de homicidio,
resulta que el año pasado cada 11 días
se mató o se intentó matar a una mujer
mediante violencia doméstica. La mitad de los homicidios de mujeres se da
en el ámbito doméstico. Sin morbo, que
35% de las muertes se dieran por golpes
con pies y manos o estrangulación denota la brutalidad de la situación. En
los últimos tres años, según la misma
fuente, suman 61 las mujeres asesinadas por su pareja o ex pareja (22 en 2013,
13 en 2014 y 26 en 2015).
Hay una disputa hacia más o menos
democracia. Coexisten autoritarismos
normativos, sociales y culturales, como
el racismo y el patriarcado. En ese marco,
la eliminación de la violencia doméstica
es ir contra la cultura hegemónica. Tratar de detener un flagelo que promedia
las dos muertes mensuales supone una
agenda común de organizaciones sociales, partidos políticos y el gobierno. ■
Adriana Cabrera Esteve
Infancia y seguridad ciudadana
Probablemente, si cada uno de nosotros debiera hacer explícito en qué
cree que se relacionan la infancia y la
adolescencia con las cuestiones de seguridad ciudadana, la gran mayoría
nos referiríamos a la cuestión de los
adolescentes que infringen la ley penal. Es que los adolescentes que han
infringido la ley se han convertido en
protagonistas de la agenda mediática
y política y son referencia ineludible
para quienes pretenden atender el
reclamo de la opinión pública de más
seguridad y castigo.
Menos de un millar de jóvenes ha
sido objeto y motor de reformas de la
ley y de campañas políticas, han ocupado también muchas letras y miles de
minutos en los principales medios de
comunicación del país. Sin embargo,
y sin pretender quitar trascendencia
a este asunto de muchísima relevancia para evaluar la calidad del sistema
democrático de Uruguay, voy a colocar
algunos argumentos para tratar de ampliar la mirada que los uruguayos tenemos sobre la seguridad y la infancia.
El primero de ellos tiene que ver
con la realidad más cruda de la seguridad ciudadana: la participación de los
niños y los adolescentes en el delito de
homicidio. Si bien muchos uruguayos
creen que la mayoría de los homicidios
son cometidos por adolescentes, los
datos del Ministerio de Interior (MI)
Con el apoyo de:
muestran que en 20141 sólo en 7% de
los homicidios se identificaron autores
menores de edad, y en 2015,2 sólo en
10% del total de homicidios. En 2015,
se identificaron 30 adolescentes autores de homicidio. Del otro lado de la
moneda, los datos del MI sobre infancia y homicidio revelan una realidad
impactante: en 2014, en 18 homicidios
se identificó un autor menor de edad,
y alrededor de 47 niños y adolescentes murieron a causa de este delito. En
2015, 30 adolescentes fueron autores
de homicidio, y 32 niños y adolescentes
murieron por esta razón.
En Uruguay, el delito contra la persona con mayor número de denuncias
es la violencia doméstica. En 2015, las
denuncias por este delito superaron
ampliamente a las de rapiña: 31.192 y
21.126, respectivamente. Según la misma fuente, en 2015 murieron 26 mujeres víctimas de sus parejas o ex parejas,
muchas de ellas probablemente madres.
Los niños y los adolescentes uruguayos están fuertemente expuestos a
la violencia de forma indirecta, pero
también lo están directamente. Según
un estudio realizado por UNICEF y el
Ministerio de Desarrollo Social, 54,6%
de los niños uruguayos de entre dos
y 14 años fue sometido a algún método violento de disciplina en el mes
anterior a la encuesta. Esto incluye la
agresión psicológica y cualquier tipo
de agresión física. 50,1% de los niños
sufrió agresión psicológica y 25,8%,
castigo físico. La encuesta mostró que
sólo 34,4% experimentó exclusivamente disciplina no violenta.3 Los varones
son sometidos a métodos de disciplina violentos en mayor medida que las
niñas. La pauta de un mayor disciplinamiento violento para los niños es
muy evidente en el castigo físico: a los
varones se los castiga prácticamente el
doble que a las mujeres (34,0% frente a
18,3%). Dentro del castigo físico puede
desagregarse el castigo físico severo. En
Uruguay, 2,8% de los niños y los adolescentes recibieron de sus cuidadores un
castigo físico severo en el mes anterior
a la encuesta.
Según muestran los datos, la
aplicación de métodos de disciplina
violenta atraviesa todos los sectores
y trasciende las características socioeconómicas de los hogares. El castigo
físico es recibido por uno de cada tres
niños de 40% de los hogares más pobres y por uno de cada cinco de 60%
de los hogares más ricos.
Además de los 32 niños y adolescentes víctimas de homicidio, según
el informe de gestión del Sistema Integral de Protección a la Infancia y
Adolescencia contra la Violencia4, en
2015 hubo 1.908 niños atendidos por
situaciones de violencia, 400 de ellos
fueron víctimas de abuso sexual.
La exposición repetida a la violencia aumenta la probabilidad de que en
la adultez se perpetúe un modelo de
relación violento. Los niños que crecen con personas adultas autoritarias,
que emplean métodos disciplinarios
violentos de forma regular, tiendan a
mostrar menor autoestima y peores resultados académicos, son más hostiles
y agresivos, menos independientes y
más proclives al abuso de sustancias
peligrosas durante la adolescencia.
Por todas estas razones, la violencia sufrida por los niños y los adolescentes merece tanta atención en la
agenda de seguridad ciudadana como
el tema de los adolescentes que infringen la ley. ■
Lucía Vernazza
Oficial de Protección de UNICEF
1. https://www.minterior.gub.uy/observatorio/
images/stories/2014_completo.pdf
2. https://www.minterior.gub.uy/observatorio/
images/pdf/anual_2015.pdf
3. Ministerio de Desarrollo Social, UNICEF (2015).
“Encuesta de Indicadores Múltiples por Conglomerados 2013”. Resultados principales: https://
mics-surveys-prod.s3.amazonaws.com/MICS4/
Latin%20America%20and%20Caribbean/Uruguay/2012-2013/Key%20findings/Uruguay%20
2012-13%20MICS%20KFR_Spanish.pdf.
4. http://www.inau.gub.uy/index.php/component/k2/item/1944-sipiav
Redactor responsable: Lucas Silva / Edición y coordinación: Marcelo Pereira, Natalia Uval / Diseño y armado: Martín Tarallo /
Ilustraciones: Ramiro Alonso / Corrección: Karina Puga / Textos: Gustavo Leal, Lucía Vernazza, Denisse Legrand, Ana Vigna, Diego
Camaño, Gustavo Robaina, Adriana Cabrera Esteve
DÍNAMO
LUNES 12·SET·2016
05
El sexo débil y la ley del más fuerte
Las desigualdades en términos de
género afectan múltiples aspectos de
nuestras vidas. Mientras algunas de ellas
han sido señaladas con énfasis e insistencia, tanto desde la academia como
desde los movimientos sociales, otras
permanecen aún poco visibilizadas.
Siendo un ámbito ilícito, el mundo del delito escapa al control y la
regulación del Estado. Sin embargo,
sería inadecuado pensar que por ello
es una esfera donde reina la anarquía
o el libre albedrío. Por el contrario,
también allí existen fuertes condicionantes que indican, con mayor o
menor precisión, qué se puede hacer y
qué no, y, en definitiva, cuál es el lugar
para cada quien. Así, al igual que el
mundo del trabajo legal, el mundo del
delito está fuertemente estructurado
por el sistema de género. También en
el ambiente delictivo predominan los
valores patriarcales y las mujeres son
generalmente consideradas débiles,
menos confiables, o directamente
poco idóneas para las iniciativas ilícitas. Excepción de ello son, claro está,
los delitos en los cuales se reafirman
los estereotipos de género o los que
son compatibles con los roles que
tradicionalmente se les ha asignado
a las mujeres en función de su sexo
(básicamente, madres y esposas).
Este panorama desigual trae aparejadas diversas consecuencias. Por un
lado, las mujeres cometen sustantivamente menos delitos que los hombres
(constituyen, por ejemplo, apenas 8%
de la población reclusa), y cuando delinquen, sus niveles de reincidencia son
claramente inferiores a los de su contraparte masculina. Según el Primer Censo
Nacional de Reclusos, mientras más de
tres cuartas partes de las mujeres privadas de libertad eran primarias, más de la
mitad de los hombres eran reincidentes.
Pero, más allá de los niveles diferenciales de delito, la criminalidad femenina se caracteriza por incursionar
en modalidades que las distinguen de
los hombres. Por un lado, los delitos
violentos cometidos por mujeres (si
bien viene aumentando su participación en las infracciones contra la propiedad) se encuentran estrechamente
vinculados a la esfera doméstica y son,
a menudo, respuestas desesperadas a
largos procesos de victimización. Por
otro lado, los delitos no violentos cometidos por mujeres a menudo apelan
a los estereotipos de género (fragilidad,
sensualidad, docilidad), que utilizan
como recursos específicos para moverse dentro de un contexto claramente
desventajoso. Estas modalidades están presentes en los delitos contra la
propiedad cometidos sin el uso de la
violencia, pero también, y sobre todo,
en los ilícitos que las mujeres cometen
en mayor medida: los vinculados al tráfico y la venta de estupefacientes. Así,
la mayor parte de las mujeres recluidas lo está debido a delitos de drogas,
a diferencia de los hombres, que son
encarcelados principalmente por delitos contra la propiedad.
Y es que las actividades de narcomenudeo y microtráfico permiten a
las mujeres continuar desempeñando
tareas domésticas y de cuidados, de
las que son frecuentemente responsables, y generar ingresos extras. Pero
esta incursión en el delito no debe ser
entendida como producto de iniciativas de personas aisladas que actúan
individualmente. Por el contrario, la
participación de las mujeres en el comercio ilegal de estupefacientes forma
parte de una cadena mucho más compleja, donde los puestos ocupados por
ellas son generalmente los de menor
jerarquía y mayor visibilidad.
Así, el accionar delictivo de las
mujeres no responde necesariamente
a ninguna de las dos representaciones
simplificadoras que a menudo aparecen en el debate público. Por un lado,
las provenientes de las visiones más
conservadoras, que describen a la mujer que ha cometido delitos como un ser
masculinizado, que rompe no sólo con
la conformidad con la ley, sino también
con los ideales de feminidad y los deberes propios de su género. Por otro,
las de ciertas versiones del feminismo,
que a menudo la conciben como simple víctima de la opresión patriarcal y
cuyo accionar se entiende como mera
reacción ante esta situación.
No se trata de victimizar a las mujeres que incurren en el delito. Pero sí
resulta necesario comprender que los
condicionantes que limitan sus oportunidades de desarrollo en el mundo
de la legalidad también se reproducen
e intensifican en el ambiente delictivo. Esta constatación cobra especial
relevancia en un contexto como el actual, en el que los pedidos punitivos
tienden a homogeneizar el trato hacia
quienes se han involucrado en ciertos
hechos delictivos, más allá de sus niveles de participación en la actividad.
Y, sobre todo, tienden a olvidar que las
consecuencias negativas del castigo y,
en particular, del encierro, no quedan
acotadas a quienes han infringido la
ley, sino que impactan asimismo en
las personas que dependen de ellas,
básicamente, sus hijos e hijas. ■
Ana Vigna
Socióloga
06
LUNES 12·SET·2016
DÍNAMO
“Se matan entre ellos”
Para Zaffaroni, juez de la Corte Interamericana de
Derechos Humanos, la violencia es funcional a un modelo
de capitalismo financiero que “se come a la política”
Estados debilitados, poder policial, potenciación de contradicciones entre
sectores excluidos que los hace matarse entre ellos. Un “genocidio por goteo” en la región. Y la prohibición de la droga, que “ha causado muchos más
muertos por concentración de plomo que los que hubiese podido causar por
sobredosis”. Sobre algunos de estos temas conversó Dínamo con Eugenio Raúl
Zaffaroni, juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, destacado
penalista y criminólogo argentino.
–¿Existen
–
violencias específicas en
América Latina que distinguen a la
región de otros lugares del mundo?
¿Cuáles son, cómo se caracterizan y
cómo se han abordado a nivel político y teórico?
-Tenemos formas específicas de violencia. En principio, tenemos en América Latina los índices más altos de
homicidios del mundo (los compartimos con cinco países africanos). Nos
salvamos sólo los tres países del extremo sur: Argentina, Uruguay y Chile.
Estos indicadores coinciden con los
más altos índices mundiales de injusta distribución de la riqueza (medida
con los coeficientes de Gini). A nivel
político se producen medidas contradictorias: se libera el poder policial,
con lo cual se corrompen las Policías;
se introducen fuerzas armadas en
esta confusión, con lo cual se termina arruinando y afectando la defensa
nacional; las medidas contradictorias
son impulsadas por los monopolios de
medios de comunicación, que marcan
la agenda de los políticos. En el plano
teórico se observa un proceso de debilitamiento de los Estados, de pérdida
de control territorial y caos, que afecta
la seguridad jurídica y la integridad
física de la población. Coincide con
la política de destrucción de Estados
de otras áreas del planeta.
–Usted
–
ha dicho que existe un “genocidio por goteo” en la región. ¿Quiénes son sus ejecutores y quiénes son
sus víctimas? ¿Qué papel les cabe al
Estado y a las políticas públicas para
combatirlo?
-El genocidio por goteo es producto del subdesarrollo. La violencia
institucional (crímenes de Estado)
existe, pero no es la principal causa de muerte violenta. La forma de
producir muertes violentas es la potenciación de contradicciones entre
los sectores excluidos, para que se
maten entre ellos, de forma que no
puedan dialogar ni coaligarse y, por
ende, les sea imposible coordinar un
papel coherente en el plano político y
social. Victimizados, criminalizados
y policializados pertenecen a los sectores humildes de nuestras sociedades. Pero, además de los muertos por
violencia abierta, tenemos los otros
muertos del subdesarrollo (o colonialismo, si se prefiere): deficientes
campañas sanitarias, selectividad en
la atención de la salud, carencias alimentarias e higiénicas, inseguridad
laboral, inadecuación de los caminos
a los vehículos, etcétera. En la medida
en que el Estado se achica y omite y la
estratificación social se incrementa o
no disminuye, todos estos fenómenos
letales aumentan.
–¿La
–
violencia es funcional a un modelo de capitalismo excluyente?
-Obviamente, esto es funcional a un
modelo de capitalismo financiero que
se come a la política. El debilitamiento de los Estados es lo que buscan:
nuestros recursos naturales y otros
quedan en posición de mayor vulnerabilidad ante Estados destruidos, en
que se puede tratar con bandas, o en
Estados debilitados, que no pueden
oponer condiciones de negociación
favorables a los intereses nacionales.
El caos violento, por otra parte, facilita la exclusión, que no se controla
con violencia estatal directa, sino
mediante las violencias entre los
propios excluidos.
–¿Qué
–
rol han jugado los grandes
medios masivos de comunicación en
la conceptualización de la violencia?
-Los monopolios mediáticos son parte
del capital financiero. Por ende, “normalizan” la violencia en los países
en que esta es alta, con argumentos
que vuelven al racismo del siglo XIX:
“somos violentos porque somos inferiores, incultos, mal educados”, o
cosas parecidas. Somos inferiores a
los pueblos del norte. En los países en
que la violencia no es tan alta, como
en nuestro extremo sur, crean una realidad mucho más violenta televisivamente cuando les conviene (cuando
hay gobiernos populares) y la ocultan
cuando hay gobiernos como el que
actualmente padecemos [se refiere
al gobierno de Mauricio Macri, en
Argentina].
–¿Deberían
–
legalizarse todas las
drogas?
-Es claro que la cocaína es un oro artificial producido por la prohibición,
y la violencia que genera el tráfico es
funcional al caos y al debilitamiento
de los Estados. Cualquier basura que
tenga demanda rígida o creciente, si
se reduce la oferta por vía de la prohibición, inmediatamente produce una
plusvalía del servicio de distribución
ilícita, con lo cual se logra el objetivo
de la alquimia, es decir, se la convierte
en oro. Cuando vemos cómo se distribuye geográficamente la violencia del
tráfico y quién se queda con el máximo de renta, resulta meridianamente
clara la funcionalidad. No se toma en
cuenta para nada la salud; eso es un
pretexto, pero, en la realidad, a nadie
le importa. La prohibición de la droga
ha causado muchos más muertos por
concentración de plomo que los que
hubiese podido causar por sobredosis.
Si alguien lo duda, que les pregunte a
los mexicanos. ■
Natalia Uval
Malas noticias y buena gente
Crónica delincuencial, política, regulaciones y ética periodística:
algunos apuntes desordenados
• Ricardo Patán Ragendorfer es un buen periodista argentino. Si fuera necesario catalogarlo de
alguna manera, se podría decir que es un cronista
del género policial, pero tal vez eso no sea suficiente. “Yo fui atravesando una etapa en la que
me dediqué a pintar retratos de vida de los delincuentes hasta llegar a un trabajo de investigación
profunda, sólo que en vez de botonear delincuentes, botoneamos policías”, le dijo hace unos años a
Enrique Symns, en una entrevista publicada por
la revista Cerdos y Peces, con la que él colaboraba. Ragendorfer prefiere hablar de “periodismo
delincuencial” como una forma de zafar, desde la
propia denominación del género, de la excesiva
dependencia que tiene la denominada “crónica
roja” de los partes policiales. Este periodista argentino -que además trabajó en las redacciones
de El Porteño, Sur, Tiempo Argentino y Página 30publicó en 1997, junto con Carlos Dutil, el libro
La bonaerense, una de las investigaciones más
completas sobre la corrupción de la Policía de la
provincia de Buenos Aires y sus vínculos con el
sistema político, sobre todo durante los períodos
en que fue gobernador Eduardo Duhalde.
Resulta imposible imaginar cómo sería
ese libro si sus autores se hubieran limitado
a trabajar exclusivamente a partir de informes
policiales; Ragendorfer considera que para
abordar periodísticamente fenómenos sociales tan complejos se necesitan contactos con
todos los actores involucrados, y por eso reivindicaba sus fuentes en “el misterioso mundo del
hampa”. La incansable prédica de Ragendorfer
también está presente en otros proyectos periodísticos en los que participó; tal vez los más
recordados sean los programas El otro lado y El
visitante, que se emitieron a principios de los
años 90 en la televisión argentina. En ambos
ciclos -conducidos por el notable entrevistador
Fabián Polesecki, que lamentablemente falleció muy joven, a los 32 años-, se marcaba un
rumbo: al final de cuentas era posible buscarle otra vuelta de tuerca a la llamada “crónica
roja” y narrar buenas historias, sin caer en falsas
moralidades o simplismos sociológicos. La necesidad es antiquísima, tal vez primitiva: para
saber qué nos está pasando colectivamente,
los individuos necesitamos que nos lo cuenten
bien, y las posibilidades son muchas. Otros dos
ejemplos periodísticos y porteños, que vienen al
caso: a comienzos del siglo XX el diario Crítica
publicaba las noticias policiales como versos
DÍNAMO
(“Don Juan Bautista Meneses / a raíz de una discusión
/ recibió un par de reveses / de Don Pérez, Pantaleón. Y
se armó una gresca tal / que un “chafe”, al verles la pinta
/ los llevó a la seccional; / pernoctaron en la 5ta”), y en
1957 -casi una década antes de la aparición de A sangre
fría, de Truman Capote- el periodista Rodolfo Walsh llevaba a su máxima expresión el cruce entre investigación
policial, literatura y política, con la publicación de Operación masacre. El periodismo argentino, o al menos una
parte importante de él, tiene mucho camino recorrido
en estos asuntos, en los que vale la pena profundizar. De
este lado del charco, en mi opinión, la venimos corriendo
demasiado de atrás, en todos los niveles.
Quiero plantear algunas interrogantes, tal vez con
ánimo de encaminar una autocrítica. Minimizar la presencia de las noticias policiales de nuestras agendas informativas ¿sirvió como contrapeso al tono sensacionalista
de los informativos televisivos que tanto nos indigna?
¿No deberíamos construir relatos propios que expliquen
mejor cosas que suceden (sí, suceden)? ¿No estaremos,
medio siglo después, cometiendo un error similar al de
aquellos medios que despreciaban las noticias deportivas, aunque sus periodistas se pasaran todo el lunes
hablando de los partidos?
• Hace pocos días, en el debate sobre seguridad al que
convocaron organizaciones sociales en la Intendencia
de Montevideo, se trataron muchos temas interesantes;
en una de las mesas, por ejemplo, se habló del papel que
juegan los medios de comunicación en la construcción
de la imagen pública de los jóvenes que cometen delitos.
Cuando se discuten estos temas, siempre recuerdo algo
que planteó en 2011, y con mucha claridad, Milton Romani, que por entonces era director de la Junta Nacional de
Drogas: “Los informativos presentan noticias de carácter
violento que no cumplen ninguna función social y que
estimulan la violencia. He visto noticias que prácticamente
son un manual de uso de la pasta base [...]. Esos pibes que
vienen de cuatro generaciones de exclusión tienen otros
códigos. En Cerro Norte, a los gurises que aparecen en la
televisión vinculados a delitos los festejan en el barrio. Es
una estupidez lo que hacen los canales de televisión, lo
único que hacen es promover el delito y que los gurises
salgan a robar como quien anda buscando cámara”.
Tenía razón Romani, es una estupidez, pero no es la
única. “Cuatro encapuchados robaron 200.000 pesos en
un supermercado”, dice el locutor del informativo, mientras se ven las imágenes que registraron las cámaras de
la empresa de seguridad. Es difícil comprender cuál es el
valor informativo de la difusión de esos materiales, que
configuran los hechos delictivos como un espectáculo (y
aun menos comprensible resulta que el Ministerio del
Interior contribuya a esa lógica desde su comunicación
institucional, en espacios como In fraganti).
• A fines de agosto, el periodista George Almendras fue
entrevistado en el programa Suena tremendo, de El Espectador. Los conductores del programa, Diego Zas y
Juanchi Hounie, lo consultaron por una de las coberturas informativas más polémicas de los últimos tiempos.
Hace unos años, la hija de una familia de un barrio pobre
de Montevideo murió por una infección respiratoria;
a partir de un diagnóstico médico y un parte policial
equivocados, varios periodistas, incluyendo a Almendras, responsabilizaron al padre de la bebé de un abuso
sexual que no cometió, y eso le costó, entre otras cosas,
que sus vecinos prendieran fuego su casa. El periodista
se defendió diciendo que, además de los periodistas policiales involucrados, los respectivos mandos gerenciales
de los canales resolvieron dar la noticia y que todo el
procedimiento realizado “estaba dentro de las reglas del
juego”. También esgrimió que los periodistas corren estos
riesgos cuando están “en el campo de batalla” y advirtió
que si esta profesión se manejara exclusivamente por
el “espíritu del autocontrol” no habrían existido casos
como el de Watergate. Más allá de Almendras, cuando
aparecen estas discusiones de inmediato se empieza a
plantear la necesidad de regular ciertas prácticas periodísticas o reformular la letra chica de los códigos de
ética que rigen nuestra actividad. No digo que sea una
mala opción, pero tiendo a pensar estos asuntos de una
manera más llana, en línea con lo que planteaba Ryszard
Kapusinski: “las malas personas no pueden ser buenas
periodistas”. Es exactamente eso: no conocí a Walsh ni a
Polosecki, y nunca hablé con Ragendorfer, pero cuando
miro sus trabajos periodísticos me termino de convencer
de que los hicieron buenos tipos. ■
Lucas Silva
LUNES 12·SET·2016
07
El offside del mundo
“La cárcel es la espera
La espera es lo más parecido a la muerte
La cárcel es lo contrario al juego
La cárcel es el offside del mundo”.
Agustín Lucas
Cuando una persona es privada de
libertad tiene que aprender a estar
presa. Aprender a vivir y sobrevivir en
un contexto regido por la violencia y
el desprecio. Contra natura, acostumbrar el cuerpo al encierro y olvidar la
libertad de pensamiento y movimiento. Y sobrevivir (las chances de morir
aumentan 20% en el momento en que
se cruza la primera reja). Vivir en la
cárcel es ir a contramano del mundo.
Es perder la autonomía de todas las
formas posibles, desde depender de
un otro para las necesidades básicas
-como comer o ir al baño- hasta dejar
de decidir cuándo se prende y se apaga
la luz. Las cárceles alteran la vida y la
toma de decisiones. Ponen en jaque la
sexualidad y su ejercicio, llevan al filo
todo lo que las personas creen ser. Y
las transforman. Las degradan y uniformizan con la violencia como único
mecanismo. Lejos están las cárceles
de pensar en el después. El uso irresponsable de la privación de libertad
es un castigo que recae sobre toda la
sociedad, y empeora su seguridad.
En Uruguay, tres de cada 1.000
uruguayos están privados de libertad.
10.000 personas viven tras las rejas, y la
cifra trepa a 11.000 si consideramos los
adolescentes y los pacientes psiquiátricos encerrados. La situación jurídica de
la población carcelaria es impactante:
65% está recluido sin sentencia. Por
otra parte, los más afectados son los
jóvenes: 70% de las personas privadas
de libertad tienen menos de 30 años.
Políticas que apunten
contra el problema real
La crisis carcelaria está más que diagnosticada. La crisis de seguridad también. Sin embargo, como si estas crisis
no tuvieran una relación directa, “las
soluciones” que surgen desde el sistema político no hacen más que contribuir al problema. La discusión se limita
al aumento de penas, que demuestra
fracasar en todo el mundo. Como si
más tiempo en un entorno criminal
pudiera hacer que las personas abandonaran el delito.
El Poder Judicial es uno de los
grandes responsables. Los jueces
determinan la privación de libertad
aun para quienes cometieron delitos
leves. La discrecionalidad de las políticas que se construyen poco aporta
para enmarcar al Poder Judicial y lograr que “la privación de libertad sea
el último recurso”. Es necesario rever el
Código Penal y adecuarlo a la sociedad
actual, implementar políticas públicas
para reducir la reincidencia y medidas
alternativas a la privación de libertad.
Las 10.000 personas que están encarceladas pueden dividirse en tres
grupos. En un extremo -representando
a 10% de la población-, están quienes
tienen más de diez antecedentes, con
escasas o nulas posibilidades, según la
estadística, de cambiar su trayectoria
delictiva. En el otro -otro 10%-, están
las personas recluidas circunstancialmente o por un error, como puede ser
un accidente de tránsito o una reacción violenta aislada. Se dice que en
estos casos “hay delito, pero no hay
“Promover la educación en la cárcel es difícil
El sistema penitenciario mencionemos está en crisis
El hacinamiento es la gran consecuencia
Y a muchos funcionarios no les importa su cadena.
Cada prisión muestra una clara situación crítica
Es evidente que el preso es peor en condiciones físicas
Esto lo mostraron estudios al respecto
El estrés del personal crece contra los internos.
La sobrepoblación da consecuencias negativas
El odio de los presos se genera por requisa
Vemos el error, falla el sistema de Justicia
Elementos esenciales no buscan perspectiva.
La criminalidad ocupa espacios importantes
La política, comunicación pa’l ignorante
¿Dónde está el humano y dónde está el respeto?
Queremos un cambio o por lo menos conocerlo.
Las cárceles son focos de violencia
Las autoridades compran más tecnología
La educación es paz
Y esa es la ciencia
Así que piensen no tanto en la política
¿Por qué castigar a un culpable y no enseñarle
que la víctima puede ser hasta su propia madre?
Que las herramientas que te brinda este sistema
Sirven para mejorar y no vivir en delincuencia.
Política de materia en atenciones penitenciarias
En América Latina las penas son muy exageradas.
Te procesan por las dudas
¿Tenés antecedentes?
Para adentro, por las dudas; sos un delincuente.
El proceso es lento
Falla el sistema de Justicia
Las filas crecen y la población avanza
La manera preventiva hace que muchas familias
Gocen de la prisión y de toda esta porquería.
Muchos lo cometemos y no queremos más
Muchos se equivocaron y no quieren más.
Algunos lo hacen y quieren seguir en esa
Y en el medio hay inocentes pagando una condena”.
MC Kung Fu
Usina Cultural Matices,
Unidad Nº 6 Punta de Rieles
delincuente”, y esas personas difícilmente vuelvan a cometer delitos. En
el medio está un enorme grupo, que
ronda 80% del total y es el que tiene incidencia real en la seguridad pública.
Estas personas están encerradas por
diversas circunstancias, y aunque la
mayoría de ellas no quiere volver a la
cárcel cuando salga, no sabe si podrá
evitarlo. Para esta población es determinante el camino alternativo, la
rehabilitación. Dotar de herramientas
a estas personas y acompañarlas en
su proceso seguramente las alejará
de las cárceles y mejorará la calidad
de la seguridad pública. Los acuerdos políticos actuales deberían ser
más cuidadosos cuando engloban a
todos los reincidentes como irrecuperables. Resignarse con respecto a
esta enorme porción de la población
carcelaria repercute directamente sobre la seguridad pública.
Nuevas soluciones
para viejos problemas
Hay una ecuación que no está dando. Las altas tasas de reincidencia y
el aumento de los delitos dan cuenta
de que las cárceles no están solucionando el problema de seguridad. Las
condiciones de encierro no aportan
a la promoción de procesos de desis-
timiento -alejamiento del mundo del
delito-, sino que consolidan a las cárceles como escuelas del crimen.
Las cárceles deben parecerse al
afuera para que la vuelta a la vida en
sociedad sea lo menos traumática
posible, tanto para las personas que
pasaron por la privación de libertad
como para la sociedad que las recibe.
Se deben priorizar modelos de convivencia y rutinas diarias que imiten
la vida en sociedad, que fomenten el
estudio, el trabajo y, por sobre todo, la
autonomía de las personas privadas
de libertad. Actualmente, el sistema
uniformiza a todas las personas que
cometen delitos y no genera condiciones para que haya cambios en los
comportamientos que los llevaron al
encierro. Es necesario instalar abordajes diferenciados según el delito,
para que cada persona recomponga
su conducta y pueda volver a vivir en
sociedad sin representar un riesgo.
Sobrevivir en una cárcel no implica solamente disminuir las chances de
morir. Es pensar que existe el después,
una libertad que algún día volverá. Sobrevivir es plantearnos que vivir en
sociedad es jugar en una cancha en la
que todos estamos habilitados. ■
Denisse Legrand
08
LUNES 12·SET·2016
DÍNAMO
Seguridad y drogas, una política ¿de qué Estado?
El 31 de agosto y el 1 y 2 de setiembre
se llevó a cabo el Debate de Seguridad
y Convivencia en Montevideo. Entre
la nutrida agenda de mesas, talleres y
asambleas, dos frases quedaron rondando en mi cabeza. Ambas fueron
dichas en la mesa de drogas y seguridad. La primera fue esbozada por un
investigador de la ONG colombiana
Dejusticia, quien abogaba por que la
política de drogas “dejara de ser hija
de la política de seguridad”. Hacía referencia a la triste historia reciente de
nuestros países latinoamericanos, que
bajo la excusa de la “guerra contra las
drogas” justificaron planes de seguridad nacional cuyo costo humano todavía estamos tratando de establecer. La
segunda fue comentada por integrantes de la mesa y el público al recordar
los orígenes del Ministerio de Salud
Pública (MSP) en su ley orgánica de
1953, que refería al organismo como
“policía de los vicios sociales”. Ello a
cuento de la visión que prima hoy en
el abordaje por parte del MSP de los
temas de drogas y su rol en el proceso
de regulación.
Cuando en 2012 el gobierno de José
Mujica elaboró la “Estrategia por la vida
y la convivencia”, se inició uno de los mayores ensayos de políticas alternativas al
modelo prohibicionista. La regulación
del consumo de cannabis busca debilitar el narcotráfico y reducir la violencia
causada por la vinculación con las redes
clandestinas para acceder a la sustancia.
A dos años y ocho meses de aprobada
la Ley 19.172, se han realizado importantes avances en su concreción. Principalmente, la creación del organismo
responsable de ejecutarla (Instituto de
Regulación y Control del Cannabis) y
la habilitación de las modalidades de
clubes de cannabis y autocultivo materializaron una iniciativa que, a medida
que transcurre su implementación -a
los tiempos de Uruguay-, demuestra la
complejidad que implica, para un país
con escasa masa crítica en el tema, llevarla a cabo. También demuestra la gran
oportunidad que tenemos de mejorar
la salud de las personas al permitirles
acceder a productos de uso médico derivados del cannabis cuando la medicina
tradicional fracasa o es insuficiente. Desarrollar una industria con posibilidades
de exportación que incluya a productores locales en la cadena productiva es un
sueño largamente anhelado.
Ante la inminente implementación -luego de un tiempo más que
considerable- de la distribución en
farmacias para uso recreativo, podemos prestar atención al desarrollo de
esta iniciativa y observar si contribuye
-o no- a mejorar la seguridad, que es
uno de sus cometidos.
Sin embargo, las políticas de seguridad tienen bastante más que ver
con las políticas de drogas que lo que
la regulación del cannabis y su implementación nos puedan decir. El del
cannabis es uno de los mercados de drogas que se regulan, por lo que esperamos generar incentivos suficientes para
eliminarlo del mercado ilegal. De hecho,
podemos advertir que en estos últimos
años muchas personas hemos pasado
del consumo del “prensado paraguayo”
al mercado de flores. Según la encuesta
de hogares sobre drogas, en 2014 47%
de los usuarios había consumido flores
en los últimos 12 meses. Claro, debido
a los retrasos en la implementación en
las farmacias, cambiamos un mercado
clandestino por otro: el llamado “mercado gris”. Ahora sólo esperamos que quienes se encuentran más vulnerables a la
violencia de los mercados ilegales tengan la chance de acceder al cannabis a
igual precio que el prensado paraguayo,
y se generen los incentivos necesarios
para un pasaje “natural” a las farmacias.
Para hacerlo posible, deberíamos tener
farmacias dispuestas, información y la
confianza de los usuarios.
Ahora bien, la política de drogas
es bastante más que la regulación del
cannabis, y la Ley 19.172 parecería inaugurar otro paradigma del Estado en
el abordaje de estos temas. De hecho,
otro de sus objetivos manifiestos es mejorar el acceso a la Justicia, eliminando
las inseguridades y las contradicciones
legales, respetando los derechos humanos de quienes somos usuarios y
la proporcionalidad de las penas para
delitos de drogas. Reducir el costo del
Estado en la “guerra contra las drogas”,
reducir el número de personas encarceladas por cantidades mínimas y atender
a los eslabones más débiles de la cadena
eran algunos de los efectos deseados.
Fortalecer el combate al macrotráfico
fortaleciendo los juzgados de crimen
organizado, tecnificar a la Policía y desarrollar una estrategia de inteligencia
parecían los caminos que se inauguraban en materia de seguridad vinculados
con drogas. El paradigma de reducción
de riesgos y daños tomaba la delantera.
Sin embargo, esto no se corresponde con el estado actual de la discusión
pública sobre el tema, que está a punto
de confirmar vía el Parlamento la inflación punitiva que atraviesa el país y
consolidar una serie de medidas legislativas que vuelven -una vez más, luego
de un siglo de fracasos sistemáticos- a
priorizar la cárcel y las penas como respuesta del sistema político. El combate
al narcotráfico es la excusa -siempre lo
fue - para justificar la medida represiva
como receta para solucionar los problemas de seguridad. ¡Qué pereza!
De 1990 a 2012 los delitos por estupefacientes pasaron de representar
entre 1% y 2% del total de delitos a representar 12%, y de ser el quinto motivo
de procesamiento a ser el segundo, luego de los hurtos. Este aumento también
se puede confirmar con los datos del
Ministerio del Interior. Para 2015, el
aumento es de 3,4% respecto del año
anterior para todos los delitos en Montevideo y Canelones. Si consideramos
sólo los delitos por estupefacientes,
este aumento es de 28,5%. Los temas
de drogas se incrustan en la agenda de
seguridad. Pero la respuesta represiva
posee sesgos que encienden luces de
alarma por sus efectos sobre los eslabones más débiles. La proporción de
mujeres procesadas por delitos de drogas pasó de 7% en la década de los 90 a
25% en 2012. Este crecimiento tuvo dos
picos: uno en 2010, con un aumento de
163% respecto del año anterior, y otro
en 2014, con un aumento de 110% con
respecto a la misma referencia. Las mujeres, como responsables o coautoras
por microtráfico, son el nuevo escudo
humano de un negocio que sigue vigente y en constante cambio adaptativo. Ello, sumado al encarcelamiento de
jóvenes pobres por delitos de drogas,
no evidencia otra cosa que los graves
efectos sociales que tiene esta acción.
¿A quiénes estamos llevando presos como “narcotraficantes”? ¿A quienes han optado por introducirse en
las redes informales del tráfico ilegal
de drogas como estrategia de supervivencia? ¿A quienes tienen consumo
problemático? ¿Es la cárcel la única
respuesta a este problema?
Entender las dinámicas de las redes informales de comercio y de la eco-
nomía moral de
las comunidades
hoy denominadas “puntos calientes”
nos invita a pensar si no son necesarias inversiones en infraestructura, en
desvinculación de las redes más próximas y en relocalización que aborden
la integralidad de la vida de las personas. Considerar víctimas de trata a
las mujeres vinculadas al microtráfico
-propuesta esbozada por Corina Giacomello- es una de las alternativas para
no seguir engrosando los depositarios.
La incongruencia del Estado y sus
elencos profesionales en cuanto a cuál
debe ser el rumbo de la política de drogas jaquea fuertemente a las iniciativas
en desarrollo, como la de regulación
del mercado de cannabis. Tenemos la
posibilidad histórica de dar un salto
cualitativo como sociedad en la resolución de los problemas de seguridad,
salud y derechos humanos. Ensayamos
un experimento que dependerá enteramente de nosotros, pero lo nuevo
requiere cambios, arriesgarse y tomar
decisiones que orienten la implementación de esta alternativa. Que no nos
gane la inercia.
El último libro de Luis Astorga,
autor mexicano que ha historiado la
guerra contra las drogas, se titula ¿Qué
querían que hiciera?, en relación con
la frase de Felipe Calderón al evaluar
su política de seguridad de guerra al
narcotráfico a mano de los militares.
150.000 personas muertas o desaparecidas es el saldo, por ahora, de esa
catástrofe humana. Otras opciones
deben ser posibles. La regulación de
los mercados de drogas se nos impone
como alternativa. ■
Gustavo Robaina
Proderechos
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