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Sección
Doctrina
La adjudicación de la licitación como facultad
esencialmente discrecional de la Administración.
Miguel Ángel Mouriño y Miguel Agustín Lico*
SUMARIO: I. Breve referencia en torno al concepto de acto administrativo de adjudicación. Sus alcances
y efectos. II. Facultades discrecionales y conceptos jurídicos indeterminados. Su relación con la
noción de la adjudicación. III. Valoración sobre los conceptos jurídicos indeterminados. IV. La adjudicación: actividad reglada o discrecional de la Administración. Nuestra opinión. V. Conclusión.
I. Breve referencia en torno al concepto de acto administrativo de
adjudicación. Sus alcances y efectos.
El contrato administrativo, como el contrato de derecho privado, resulta del encuentro de dos consentimientos, de dos manifestaciones de voluntad1, aunque, por supuesto,
moduladas por especiales razones de interés público, las cuales le otorgan al referido
contrato su trasfondo y su naturaleza propia y especial.
Sin embargo, mientras que la manifestación de voluntad del contratante presenta el
mismo carácter de simplicidad que la de los contratos de derecho privado, la manifestación
de voluntad de la Administración se expresa ordinariamente bajo la forma de una operación
compleja, descompuesta en cierto número de fases, más o menos numerosas, entre las
cuales el acto de conclusión propiamente dicho del contrato se encuentra frecuentemente
precedido de medidas previas que condicionan esta conclusión, y de medidas de aprobación
o ratificación posteriores que la complementan y condicionan su entrada en ejecución2.
En este contexto, podemos decir que la decisión de la adjudicación constituye un acto
expedido por la Administración en señal de aceptación de la propuesta formulada por uno
de los proponentes dentro del concurso o licitación, en virtud de ser ella la más favorable
y ajustada a los requisitos previstos en los Pliegos de Condiciones, en los cuales se contiene sustancialmente la oferta para celebrar un determinado contrato3.
Los autores agradecen los aportes y sugerencias desinteresadas brindadas al respecto por el Doctor Raúl
F. Ábalos Gorostiaga.
1
Ver Artículo 1144 del Código Civil, el cual determina: “El consentimiento debe manifestarse por ofertas o
propuestas de una de las partes, y aceptarse por la otra”.
2
Perdomo, Jaime Vidal, “La Adjudicación: Vicios”, en Contratos Públicos, Primer Congreso Internacional de
Derecho Administrativo, Universidad Nacional de Cuyo-Universidad de Mendoza, 1980, p. 424.
3
Perdomo, Jaime Vidal, “La Adjudicación: Vicios”, op. cit., p. 424.
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Esto quiere decir que la adjudicación es el acto por medio del cual la Administración
le atribuye el objeto de la licitación a un oferente cierto y determinado, en la medida que
su oferta se haya ajustado a todos y cada uno de los requisitos emergentes de los Pliegos
de Bases y Condiciones, y resulte la de mayor conveniencia para sus intereses.
En efecto, luego de analizar cada una de las ofertas presentadas, se llegará a determinar aquellos licitantes que han hecho la oferta más conveniente para la Administración.
Al establecer cuál es la oferta más ventajosa, se la declara aceptada, y esa aceptación
implica la adjudicación. Es decir, por medio de la adjudicación se ha elegido de entre los
oferentes aquellos que ofrecen las condiciones más ventajosas para la Administración4.
Todo lo cual puede resumirse diciendo que la adjudicación es el acto administrativo por
medio del cual la Administración determina, declara y acepta la propuesta más ventajosa5.
Por consiguiente, la adjudicación evidencia un doble aspecto, ya que, en primer lugar,
y como consecuencia del estudio detenido y pormenorizado que se ha hecho de cada una
de las ofertas presentadas, se elige a la que reporta el mayor beneficio o ventaja para la
Administración; y, en segundo lugar, pero al mismo tiempo, se la declara aceptada6.
En ese sentido, cabe señalar que mientras que la autoridad competente para efectuar
la adjudicación o para aprobar el contrato no se haya expedido disponiendo esas medidas, la
Administración no se encuentra obligada a contratar con el adjudicatario provisional o
preadjudicatario7, y correlativamente dicho sujeto no puede intimar a la autoridad administrativa para que le otorgue el contrato, pues, como se ha dicho, “en ese estado del
procedimiento, la Administración tiene una especie de derecho de veto respecto a la
celebración del contrato, lo que es consecuencia del carácter discrecional de la actividad
de la Administración en lo atinente a la aprobación de la adjudicación”8.
Sin embargo, una vez emitida la adjudicación, se produce una serie de efectos y
consecuencias de vital importancia para las partes intervinientes en dicho procedimiento
de selección, dentro de las cuales podemos mencionar que: genera un derecho subjetivo
a favor del adjudicatario9, clausura definitivamente el procedimiento de la licitación10,
Diez, Manuel María, Derecho Administrativo, Tomo II, Buenos Aires, Bibliográfica Omeba, 1968, pp. 482/483.
Real, Alberto Ramón, “Licitación Pública – Adjudicación y Contrato – Vicios”, en Contratos Públicos, op. cit., p. 476.
6
Sayagués Laso, Enrique, La Licitación Pública, Montevideo-Buenos Aires, B. de F., 2005, p. 151.
7
Es decir, con el sujeto que se ha hecho acreedor del simple acto de preparación de la voluntad de la Administración llamado “preadjudicación”; por medio del cual la o las Comisiones de Evaluación de Ofertas, luego
de haber estudiado la idoneidad de cada uno de los oferentes, su capacidad moral, técnica, económica y
financiera, y los aspectos esenciales de cada una de las ofertas presentadas, en especial, la calidad, condiciones
y precio de las mismas, ya sea en los procedimientos de un solo sobre o de doble sobre, le hace saber a los
distintos oferentes presentantes y a la misma Administración decisora cuál, de entre todas las ofertas presentadas, es la que cuenta con mayores posibilidades de llegar a la adjudicación, por resultar, a su juicio, la
de mayor conveniencia para los intereses generales de la comunidad.
8
Marienhoff, Miguel S., Tratado de Derecho Administrativo, Tomo III-A, Buenos Aires, Abeledo Perrot, 1994, p. 245.
9
Ya que, en virtud de la adjudicación, la Administración se obliga a celebrar y adelantar el contrato precisamente
con el adjudicatario y no con otra persona; y, correlativamente, el adjudicatario se obliga a celebrar el contrato
de acuerdo con las disposiciones establecidas en los Pliegos de Bases y Condiciones.
10
En tal sentido, se ha dicho: “[…] la adjudicación es un acto administrativo que pone fin al procedimiento
licitatorio precontractual de peculiar importancia, ya que constituye el último de los actos de esa etapa, pero
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libera de cualquier obligación a los licitadores cuyas ofertas hayan sido desestimadas y
les genera el derecho de retirar sus documentos11, significa la entrega de las garantías de
participación a los oferentes rechazados12, como regla y principio general obliga a la
Administración a mantener inalterables las bases licitarias, y el adjudicatario debe sustituir
la garantía de participación por la de cumplimiento del contrato13,14.
No obstante ello, y como ya en cierta manera hemos adelantado15, es importante
recordar que la determinación de la oferta más conveniente y la aceptación de la misma
por parte de la Administración, vale decir, la adjudicación, si bien agotan la elección del
posible mejor contratante, no perfeccionan al contrato, ya que, para que se produzca el
entrecruzamiento o la conjunción de la declaración de voluntad de cada una de las partes
que haga nacer la plenitud de los derechos y obligaciones emergentes del contrato, de
conformidad con lo establecido por nuestro ordenamiento legal, resulta necesario que la
Administración notifique al adjudicatario la decisión de la adjudicación, y que dicha notificación se haya realizado antes de haberse producido el vencimiento del plazo de mantenimiento de su respectiva oferta –para el caso de los contratos de suministros y de
servicios–16, o bien que se realice la notificación de la adjudicación respecto del adjudicatario y que, luego, se suscriba el pertinente contrato o contrata –cuando estemos hablando de un contrato de obra pública17 o de un contrato de concesión de obra pública,
o por lo general de una concesión de servicio público o de una consultoría y asistencia–.
Finalmente, y completando el esquema antes expuesto, resta por destacar que la
decisión de la adjudicación representa un verdadero acto administrativo18, puesto que
contiene una expresión de voluntad concreta dirigida a la producción de un efecto jurídico
administrativo19 y, como tal, deberá reunir todos aquellos requisitos de los cuales depende
la validez de cualquier otro acto administrativo, los que se encuentran consagrados en la
Ley Nacional de Procedimientos Administrativos20, siendo, por otra parte, plenamente
no el primero del contrato. En efecto, el acto de adjudicación no notificado al oferente no perfecciona el contrato;
se requiere realizar, además, la notificación para que él nazca” (Casella, José Víctor – Chojkier, Raquel –
Dubinsky, Alejandro, Régimen de Compras del Estado, Buenos Aires, Depalma, 1985, p. 211).
11
Delgadillo Gutiérrez, Luis Humberto – Espinoza, Manuel Lucero, Compendio de Derecho Administrativo,
México, Porrúa S.A., 1998, p. 336.
12
Ver Artículo 56 del Decreto Nº 436/2000.
13
Ibídem.
14
Romero Pérez, Jorge Enrique, “Aportaciones al estudio de la selección de contratistas en Costa Rica”,
Administración Pública, Nº 71, Instituto de Estudios Políticos, mayo/agosto 1973, p. 532.
15
Ver nota Nº 10.
16
Ver Artículo 84 del Decreto Nº 436/2000.
17
Ver Artículo 21 de la Ley Nº 13.064.
18
A diferencia de la preadjudicación, que, como hemos visto, no es un acto administrativo, sino un simple
acto de preparación de la voluntad de la Administración, un simple consejo sobre la oferta que a priori se estima
como la de mayor conveniencia para la Administración, elaborado y efectuado por la o las Comisiones de
Evaluación de Ofertas.
19
Gallo de Pompone, Celia E., “Recursos Administrativos contra el Acto de Adjudicación. Efectos”, en
Contratos Públicos, op. cit., p. 445.
20
Ver Artículo 7º de la Ley Nº 19.549.
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recurrible por los oferentes no beneficiados con la emisión de la misma, sobre la base de
los diversos recursos a los que expresamente se hace referencia en dicha normativa21,
o por las acciones judiciales expresamente contempladas por el ordenamiento legal para
ello, en la medida que se concreten en debida forma los requisitos legales y procedimentales que condicionan su adecuada procedencia.
II. Facultades discrecionales y conceptos jurídicos indeterminados. Su
relación con la noción de la adjudicación.
Aclarado el extremo precedentemente expuesto, y volviendo al tema central que nos
ocupa, cabe recordar que, toda vez que en la decisión de la adjudicación puede optarse
por varias alternativas, adjudicar a una u otra oferta, o no adjudicar a ninguna de ellas por
resultar las mismas inadmisibles o inconvenientes, la decisión de la adjudicación representa un acto esencialmente discrecional de la Administración22, toda vez que la adjudicación deberá recaer siempre sobre la propuesta más conveniente, y la preferencia por
un módulo de evaluación determinado para alcanzarla constituye una apreciación libre de
la Administración23, a quien de forma principal y exclusiva le incumbe juzgar si la mayor
conveniencia deriva de uno u otro factor para cada caso en particular.
Ver Artículos 73 y siguientes del Decreto Nº 1.759/1972, reglamentario de la Ley Nacional de Procedimientos
Administrativos.
22
Respecto de las facultades regladas y discrecionales, recordemos conjuntamente con Gordillo: “Las facultades de un órgano administrativo están regladas cuando una norma jurídica predetermina en forma concreta
una conducta determinada que el particular debe seguir, o sea, cuando el orden jurídico establece de antemano
qué es específicamente lo que el órgano debe hacer en un caso concreto. Las facultades del órgano serán, en
cambio, discrecionales cuando el orden jurídico le otorgue cierta libertad para elegir entre uno y otro curso
de acción, para hacer una u otra cosa, o hacerla de una u otra manera. Dicho de otro modo, la actividad
administrativa debe ser eficaz en la realización del interés público, pero esa eficacia, o conveniencia u oportunidad es en algunos casos contemplada por el legislador o por los reglamentos, y en otros es dejada a la
apreciación del órgano que dicta el acto; en ello estriba la diferencia de las facultades regladas y discrecionales
de la Administración. En un caso es la ley –en sentido lato: Constitución, ley y reglamento– y en otro es el
órgano actuante, el que aprecia la oportunidad o conveniencia de la medida a tomarse. En el primer caso, la
ley se sustituye al criterio del órgano administrativo, y predetermina ella misma qué es lo conveniente al interés
público; en tales casos el administrador no tiene otro camino que obedecer a la ley y prescindir de su apreciación
personal sobre el mérito del acto. Su conducta, en consecuencia, está predeterminada por una regla de derecho;
no tiene él libertad de elegir entre más de una decisión: su actitud sólo puede ser una, aunque esa una sea en
realidad inconveniente. En este caso, la actividad administrativa está reglada: el orden jurídico dispone que
ante tal o cual situación de hecho él debe tomar tal o cual decisión; el administrador no tiene elección posible:
su conducta le está dictada con antelación por la regla de derecho. En el segundo caso, la ley permite al
administrador que sea él quien aprecie la oportunidad o conveniencia del acto a los intereses públicos; ella
no predetermina cuál es el acto que se dictará ante una situación de hecho. El órgano administrativo tiene
elección, en tal caso, sea de las circunstancias ante la cuales dictará el acto, sea del acto que dictará ante una
circunstancia” –Gordillo, Agustín, Tratado de Derecho Administrativo, Tomo I, Buenos Aires, Fundación de
Derecho Administrativo, 2000, Capítulo X, pp. 14/15–.
23
Grecco, Carlos Manuel, “La doctrina de los conceptos jurídicos indeterminados y la fiscalización judicial
de la actividad administrativa”, en Muñoz, Guillermo Andrés – Grecco, Carlos Manuel, Fragmentos y Testimonios del Derecho Administrativo, Buenos Aires, Ad-Hoc, 1999, p. 730.
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Al respecto, es de destacar que se ha generado un intenso debate doctrinario a fin
de establecer cuál es la naturaleza de la adjudicación, es decir, “de la decisión de la oferta
más conveniente”, ya que mientras que para un grupo de autores la misma representa una
facultad esencialmente discrecional de la Administración24, para otros, en cambio, la misma
trasunta un verdadero concepto jurídico indeterminado25.
De esta manera, para resolver dicho interrogante, primero, debemos aclarar someramente lo que ha de entenderse por “facultad o facultades discrecionales de la Administración” y por “conceptos jurídicos indeterminados”, para que, una vez aclarada esta
circunstancia, podamos extraer las conclusiones pertinentes del caso, que nos permitan
resolver adecuadamente el interrogante originalmente planteado.
En ese sentido, conviene señalar que los actos o facultades discrecionales son aquellas que resultan de atribuciones en cuyo ejercicio su titular es libre de escoger la oportunidad para su expedición, y/o determinar el contenido o sentido de la decisión, y/o valorar
la conveniencia o el mérito para el mismo efecto, así como el destinatario del acto26.
En estos casos, el funcionario tiene libertad para escoger entre diversas opciones que
le ofrece la situación, es decir, respecto de la oportunidad, la conveniencia y el contenido
del acto emitido27; ello, habida cuenta de que la Administración, ante determinadas situaciones, dispone de un cierto margen de elección, el cual le permite, con sus limitaciones,
hacer o no hacer y, para este caso, disponer de varias soluciones, todas ellas iguales para
el mundo del derecho28.
Marienhoff, Miguel S., Tratado de Derecho Administrativo, op. cit., p. 245; Sayagués Laso, Enrique, La
Licitación Pública, op. cit., pp. 154/155 y Tratado de Derecho Administrativo, Tomo I, Montevideo, Clásicos
Jurídicos Uruguayos, Fundación de Cultura Universitaria, 2002, p. 557; Diez, Manuel María, Derecho
Administrativo, op. cit., p. 483; Bercaítz, Miguel A., Teoría General de los Contratos Administrativos, Buenos
Aires, Depalma, 1952, pp. 268/269; Mairal, Héctor A., Licitación Pública, Buenos Aires, Depalma, 1975,
p. 95 y sigs.; Canasi, José, Tratado de Derecho Administrativo, Tomo II, Buenos Aires, Depalma, 1974, p.
512; Escola, Héctor Jorge, Tratado Integral de los Contratos Administrativos, Tomo I, Buenos Aires, Depalma, 1977, p. 353; Comadira, Rodolfo Julio, La Licitación Pública, Buenos Aires, Lexis Nexis, 2006, pp.
179/181; Grecco, Carlos Manuel, “La doctrina de los conceptos jurídicos indeterminados y la fiscalización
judicial de la actividad administrativa”, op. cit., p. 730; Chojkier, Raquel – Dubinski, Alejandro – Casella, José
Víctor, Contrataciones del Estado, Buenos Aires, Depalma, 2000, p. 76; Martínez, Patricia Raquel, “Adjudicación”, en Farrando, Isamel(h) –director–, Contratos Administrativos, Buenos Aires, Lexis Nexis, 2002,
pp. 364/365; Delgadillo Gutiérrez, Luis Humberto – Espinoza, Manuel Lucero, Compendio de Derecho
Administrativo, op. cit., pp. 336/337; etcétera.
25
Barra, Rodolfo Carlos, “El procedimiento de selección del contratista”, en Régimen de la Administración
Pública, Año 6, Nº 67, Ciencias de la Administración, p. 7 y sigs., en especial, p. 23, y Contrato de Obra Pública
– Procedimiento de Selección y Ejecución del Contrato, Tomo II, Buenos Aires, A. de Rodolfo Depalma, 1986,
p. 430 y sigs.; Gambier, Beltrán, “El concepto de ‘oferta más conveniente’ en el procedimiento licitatorio”,
ED, Tomo 1988-D, p. 745 y sigs., en especial, p. 750; Dromi, Roberto, Licitación Pública, Buenos Aires,
Ciencias de la Administración, 1995, p. 428; Cassagne, Juan Carlos, El Contrato Administrativo, Buenos Aires,
Abeledo Perrot, 1999, pp. 57/59; Ortiz, Eduardo, “Régimen Público y Privado de la Oferta”, en Contratos
Públicos, op. cit., p. 394; García de Enterría, Eduardo - Fernández, Tomás Ramón, Curso de Derecho Administrativo, Tomo I, Madrid-Buenos Aires, Thomson-Civitas-LL, 2006, pp. 719/723; etcétera.
26
Berrocal Guerrero, Luis Enrique, Manual del Acto Administrativo, Bogotá, Librería Ediciones del Profesional
Ltda., 2005, p. 103.
27
Berrocal Guerrero, Luis Enrique, Manual del Acto Administrativo, op. cit., p. 103.
28
Parada, Ramón, Derecho Administrativo, Tomo I, Madrid, Marcial Pons, 1999, p. 101.
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En efecto, la discrecionalidad consiste en la facultad que tiene la Administración para
determinar su actuación o abstención y, para el caso en que decida actuar, qué límite le
dará a su actuación y cuál será su contenido. Es la libre apreciación que se le da al órgano
administrativo, con vistas a la oportunidad, la necesidad, la técnica, la equidad o razones
determinadas, que puede apreciar circunstancialmente en cada caso; todo ello, con los
límites consignados y consagrados en la misma ley29,30.
De lo antes indicado, se sigue que, en estos casos, existe una reducción de la densidad
de la regulación previa de programación o vinculación de la actividad administrativa,
determinante de la atribución de la competencia a la Administración. En otras palabras,
“es un proceso previo al acto que luego debe crearse, tratándose de un poder de creación
y juicio de elección”31 .
Por eso, como bien ha dicho Miguel S. Marienhoff, en el ejercicio de la actividad discrecional: “La Administración actúa con mayor libertad: su conducta no está determinada
por normas legales, sino por la finalidad legal a cumplir. Trátase de una predeterminación
‘genérica’ de la conducta administrativa. La Administración no está aquí constreñida por
la norma a adoptar determinada decisión: en presencia de determinados hechos o situaciones, queda facultada para valorarlos o apreciarlos, y resolver luego si, de acuerdo a tales
hechos o situaciones, se cumple o no la ‘finalidad’ perseguida por la norma; en el primer
supuesto hará lugar a lo que se hubiere solicitado, en el segundo caso lo desestimará. Más
que de un juicio de ‘legalidad’, la Administración realiza aquí un juicio de ‘oportunidad’, pues
al respecto la Administración tiene libertad para ‘la selección de criterios y de fórmulas’”32.
Por otro lado, y reforzando lo antes expuesto, se reitera que la libertad que la norma
haya conferido en su mandamiento al administrador, le abre diversas alternativas de conducta33, es decir, lo habilita a elegir entre distintas alternativas indiferentes para el mundo
Acosta Romero, Miguel, Teoría General del Derecho Administrativo, México, Porrúa S.A., 1995, p. 1002.
Por ello, se la ha definido concretamente como “una modalidad de ejercicio que el orden jurídico expresa
o implícitamente confiere a quien desempeña una función administrativa para que, mediante una apreciación
subjetiva del interés público comprometido, complete creativamente el ordenamiento en su concreción práctica, seleccionando una alternativa entre varias igualmente válidas para el derecho” –Sesin, Domingo Juan,
“Discrecionalidad Administrativa y Conceptos Jurídicos Indeterminados”, Colegio de Abogados de la Ciudad
de Buenos Aires, Instituto de Derecho Administrativo “Profesor Bartolomé A. Fiorini”, Facultad de Ciencias
Jurídicas y Sociales, Universidad Nacional de La Plata, Jornadas sobre Derecho Administrativo, Buenos Aires,
Ciencias de la Administración, p. 295–.
31
Mata, Ismael, “Adjudicación y Discrecionalidad”, en Cuestiones de Contratos Administrativos en Homenaje al Dr. Julio Rodolfo Comadira, Jornadas Organizadas por la Universidad Austral, Universidad de Derecho,
Buenos Aires, Ediciones Rap, 2007, p. 610. A lo que dicho autor agrega: “Cuando se habla de actividad reglada
se alude a un mayor grado de sujeción o de determinación de la actividad administrativa, mientras que la
actividad discrecional se conecta con mayor ‘libertad’ o ‘autonomía’ de la Administración. En uno y otro caso
se trata de actividad jurídica, sujeta a los principios de juridicidad y de legalidad” –Mata, Ismael, “Legalidad
y Eficiencia en la Administración Pública”, en Estudios sobre Tribunales de Cuentas y de Control Público,
Rubén C. A. Cardon, p. 337–.
32
Marienhoff, Miguel S., Tratado de Derecho Administrativo, Tomo I, op. cit., pp. 416/417.
33
Bandeira de Mello, Celso Antonio, Curso de Derecho Administrativo, México, Porrúa S.A., 2000, p. 376.
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del derecho, igualmente justas todas ellas, pero siempre enmarcadas en el campo de la legalidad, ya que “la libertad de apreciación no es absoluta, sino que exige un proceso de razonamiento, un proceso intelectivo, y que nunca la discrecionalidad equivale a arbitrariedad”34.
En efecto, como bien se ha dicho, “la ‘libertad’ que la norma haya conferido en su mandamiento al administrador cuando le abre alternativas de conducta –actuar o no actuar, conceder o negar, practicar el acto ‘A’ o el acto ‘B’–, no le es otorgada en su provecho o para
que haga de ella el uso que bien entienda. Tal libertad representa tan sólo el reconocimiento
de que la Administración, que es la que se depara con la variedad uniforme de situaciones de
la vida real, está en una posición mejor para identificar la providencia más adecuada para la
satisfacción de un determinado interés público, en función de la compostura de estas mismas
situaciones. Por eso, la ley, no pudiendo anticipar cuál sería la medida excelente para cada caso,
encarga al administrador, por medio del otorgamiento de la discreción, adoptar el comportamiento ideal: aquel que sea apto en el caso concreto para atender con perfección la finalidad
de la norma. Siendo así, la discrecionalidad existe, por definición, única y simplemente para
proporcionar en cada paso la elección de la medida óptima, es decir, de aquella que realice
superiormente el interés público anhelado por la ley que se aplica. No se trata, por lo tanto, de
una libertad para la Administración de decidir conforme su talante, sino para decidirse de tal
forma que haga posible el alcance perfecto del objetivo normativo. Por lo tanto, para verificar
si el acto administrativo se contuvo dentro del campo en el que realmente había discreción, es
decir, en el interior de la esfera de opciones legítimas, es necesario considerar el caso concreto.
Esta esfera de decisión legítima comprende única y solamente el campo dentro del cual nadie
podrá decir con indisputable objetividad cuál es la medida óptima, puesto que sería defendible
más de una de la misma forma. Fuera de eso no hay discrecionalidad”35.
En cambio, los conceptos jurídicos indeterminados se refieren a una realidad cuyos
límites no aparecen bien precisados en el enunciado de la norma, no obstante lo cual es
claro que intentan delimitar, en un caso concreto, una realidad que no admite más que una
sola solución justa36.
Como puede apreciarse, lo singular de estos conceptos jurídicos indeterminados radica
en que “su calificación en una circunstancia concreta, no puede ser más que una, o se da
o no se da el concepto, la autoridad tiene ante él una sola solución justa posible: la urgencia
existe o no, el precio es justo o no, la conducta es de buena fe o no”37. Por ende, tales
conceptos son “aquellos de definición normativa necesariamente imprecisa, a la que ha
de otorgarse alcance y significación específicos a la vista de unos hechos concretos, de
forma que su empleo excluye la existencia de varias soluciones igualmente legítimas,
imponiendo como correcta una única solución en el caso concreto, resultando, pues, incompatible con la técnica de la discrecionalidad”38.
Parada, Ramón, Derecho Administrativo, op. cit., pp. 101/102.
Bandeira de Mello, Celso Antonio, Curso de Derecho Administrativo, op. cit., pp. 376/377.
36
García de Enterría, Eduardo - Fernández, Tomás Ramón, Curso de Derecho Administrativo, op. cit.,
pp. 465/466.
37
García de Enterría, Eduardo - Fernández, Tomás Ramón, Curso de Derecho Administrativo, op. cit., pp.
465/466. En igual sentido, puede verse Comadira, Rodolfo Julio, “La actividad discrecional de la Administración Pública. Justa medida del control judicial”, ED, Tomo 186, p. 600 y sigs., en especial, p. 606.
38
Parada, Ramón, Derecho Administrativo, op. cit., p. 102.
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En resumen, lo esencial del concepto jurídico indeterminado consiste en el hecho de
que la indeterminación del enunciado no se traduce en una indeterminación de sus aplicaciones, las cuales habilitan, para un caso en particular, pura y exclusivamente una sola
solución justa39, adecuada y conforme a la norma, a diferencia de la discrecionalidad, la
que, como hemos visto, permite, por el contrario, una pluralidad de soluciones justas40.
III. Valoración sobre los conceptos jurídicos indeterminados.
Ahora bien, a nuestro entender, los conceptos jurídicos indeterminados, antes señalados, no reflejan otra cosa más que una actividad esencialmente reglada o vinculada de
la Administración, ya que, en tales supuestos, y como en toda actividad reglada, la Administración aparece “estrictamente vinculada a la norma”, que, al respecto, contiene
reglas que deben ser observadas de manera estricta.
De modo que tales actos, al decir de Marienhoff, “han de emitirse en mérito a normas
que predeterminan y regulan su emisión. Trátase de una predeterminación ‘específica’
de la conducta administrativa. En presencia de tal o cual situación de hecho, la Administración debe tomar tal o cual decisión, no tiene el poder de elegir entre varias posibles
decisiones, su conducta le está señalada de antemano por la regla de derecho”41.
García de Enterría, Eduardo - Fernández, Tomás Ramón, Curso de Derecho Administrativo, op. cit.,
pp. 465/466; Comadira, Rodolfo Julio, “La actividad discrecional de la Administración Pública. Justa medida
del control judicial”, op. cit., p. 607.
40
A mayor abundamiento, se ha dicho: “Por su referencia a la realidad, los conceptos utilizados por las leyes
pueden ser determinados o indeterminados. Los conceptos determinados delimitan el ámbito de realidad al
que se refieren de una manera precisa e inequívoca. Por ejemplo: la mayoría de edad se produce a los dieciocho
años; el plazo para interponer los recursos de reposición o de alzada es de un mes; la jubilación se declarará
al cumplir el funcionario setenta y cinco o setenta años. El número de años o el número de días así precisados,
están perfectamente determinados y la aplicación de tales conceptos en los casos concretos se limita a la pura
constatación, sin que se suscite –una vez precisados por la ley el modo del cómputo y efectuada la prueba
correspondiente– duda alguna en cuanto al ámbito material a que tales conceptos se refieren. Por el contrario,
con la técnica del concepto jurídico indeterminado la ley refiere a una esfera de realidad cuyos límites no
aparecen bien precisados en su enunciado, no obstante lo cual es claro que intenta delimitar un supuesto
concreto. Así, procederá también la jubilación cuando el funcionario padezca de incapacidad permanente para
el ejercicio de sus funciones; buena fe; falta de probidad. La ley no determina con exactitud los límites de esos
conceptos porque se trata de conceptos que no admiten una cuantificación o determinación rigurosas, pero
en todo caso es manifiesto que se está refiriendo a un supuesto de la realidad que, no obstante la indeterminación
del concepto, admite ser precisado en el momento de la aplicación. La ley utiliza conceptos de experiencia
–incapacidad para el ejercicio de sus funciones, premeditación, fuerza irresistible– o de valor –buena fe,
estándar de conducta del buen padre de familia, justo precio–, porque las realidades referidas no admiten otro
tipo de determinación más precisa. Pero al estar refiriéndose a supuestos concretos y no a vaguedades imprecisas o contradictorias, es claro que la aplicación de tales conceptos o la calificación de circunstancias
concretas no admite más que una solución: o se da o no se da el concepto; o hay buena fe o no la hay; o el
precio es justo o no lo es; o se ha faltado a la probidad o no se ha faltado. ‘Tertium non datur’. Esto es lo esencial
del concepto jurídico indeterminado: la indeterminación del enunciado no se traduce en una indeterminación
de las aplicaciones del mismo, las cuales sólo permiten ‘unidad de solución justa’ en cada caso, a la que se llega
mediante una actividad de cognición, objetivable por tanto, y no de volición” –García de Enterría, Eduardo
- Fernández, Tomás Ramón, Curso de Derecho Administrativo, op. cit., p. 465–.
41
Marienhoff, Miguel S., Tratado de Derecho Administrativo, Tomo I, op. cit., p. 415.
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Sin embargo, cuando estamos hablando de estos conceptos jurídicos indeterminados,
la predeterminación de la conducta administrativa respecto de la norma no se da en forma
concreta y definitiva, sino que, para llegar a la decisión que es requerida o buscada por
el ordenamiento legal, la Administración va a tener que realizar un proceso cognoscitivo
o de mera comprobación, relacionando el mandato previsto por la norma con las circunstancias de hecho y de derecho que en cada caso en particular se le presenten, el cual va
a ser de mayor intensidad que el que dimana o le plantea la actividad explícitamente
reglada, en donde dicho proceso de comprobación es mínimo o muy limitado.
En otras palabras, el criterio según el cual el concepto jurídico indeterminado sólo admite
una única solución justa, diferenciándose, así, de las potestades discrecionales, es, en verdad,
a nuestro entender, un marco reglado o, por lo menos, esencialmente reglado. De modo que
estos casos son, en rigor, situaciones directamente regladas, y así debemos interpretarlas42.
En efecto, si lo que tipifica y caracteriza a tales conceptos jurídicos indeterminados es
la existencia de una única solución justa, entonces, no puede decirse que exista un concepto
indeterminado, sino, más bien, una actividad esencialmente reglada de la Administración, la
cual, llevada a su aplicación práctica, admite pura y exclusivamente una única solución justa;
aunque, como se expuso, no prevista en forma expresa por la norma, tal como ocurre en
la actividad neta o propiamente reglada, sino que, para llegar a ella, se va a requerir de la
Administración la realización de un juicio de comprobación que, desde nuestro punto de
vista, no es suficiente como para cambiar la sustancia o naturaleza de la actividad de que
se trate43, el cual, por otra parte, es igualmente necesario ejecutar para llevar adelante la
actividad preponderante o ampliamente reglada de la Administración.
Balbín, Carlos F., Curso de Derecho Administrativo, Tomo I, Buenos Aires, LL, 2008, pp. 512/513.
Ello sobre todo hoy en día, en donde ya nadie duda respecto de la necesidad de que exista un control judicial
amplio de la discrecionalidad, a diferencia de lo que ocurría en los primeros momentos de surgimiento de nuestro
derecho administrativo, y en donde se ha destacado como regla y principio general, en la actualidad: “El control
jurisdiccional de los actos administrativos comprende no solamente aquellos que se hubieren proferido en ejercicio
de facultades regladas de la Administración, sino también los que sean producto del poder discrecional, en cuanto
que éstos puedan resultar violatorios de principios como el de razonabilidad, la motivación seria y veraz, los
fines de interés general o del buen servicio y la buena fe” –Sánchez Torres, Carlos Ariel, Acto Administrativo –
Teoría General, Bogotá-Colombia, Legis, 2004, p. 86–. En tal sentido, compartimos plenamente lo manifestado
por el Doctor de Lázzari en la causa “SHE c/ Municipalidad de Moreno s/ demanda contencioso administrativa”
(B – 57 – 131), sentencia del 23 de febrero de 1999, Referencia: ED, 186-733. Precisamente, y atento a la claridad
y calidad de sus argumentaciones, en esta oportunidad nos permitimos reproducirlas en su integridad: “Adhiero,
de tal modo, a la postura que propugna la amplitud de la revisión judicial de las facultades discrecionales de la
Administración, tal como lo ha resuelto este tribunal por mayoría en la causa B. 51.249 –sentencia del 10-11-1992,
‘Trezza’, en especial, votos de los Doctores Ghione y Negri–. Ello, por cuanto es doctrina unánime que no existen
actos estrictamente reglados o totalmente discrecionales, sino que, en todo caso, tales caracteres pueden informar
preponderantemente un determinado acto administrativo. En ese orden de ideas, se inscribe la moderna corriente
doctrinaria y jurisprudencial que niega diferencias extremas entre ambas actividades, debido a que todo acto
administrativo participa de ambos caracteres –García de Enterría, Eduardo, La lucha contra las inmunidades
del poder, Madrid, Civitas, 1983, p. 25–. En efecto, no es el acto en sí mismo el que puede calificarse de
‘discrecional’ o ‘reglado’, sino la atribución que al efecto se ha ejercido. Como señala Laubadere, ‘se ha tornado
banal repetir, de acuerdo con Hauriour, que no existen actos discrecionales, sino solamente un cierto poder
discrecional de las autoridades administrativas. Esta precisión es una alusión a una categoría de actos hoy
desaparecidos, cuya noción era, en realidad, muy diferente de aquella de poder discrecional. Se llamaban actos
discrecionales –o de pura Administración– a ciertos actos respecto de los cuales ninguna otra crítica de legalidad
parecería concebible y que escapaban, así, por su naturaleza, a todo control’ –Traité elémentaire de droit ad42
43
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Por otra parte, y siempre siguiendo la misma línea de pensamiento, entiendo que no
hay un punto intermedio entre la actividad preponderantemente reglada y la actividad
preponderantemente discrecional, que habilite fehacientemente la creación de una nueva
figura o categoría para el derecho, ubicada pivotando entre lo reglado y lo discrecional44
ministratif, Tomo I, París, 1963, 3ª edición, p. 214–. Por ende, nunca las atribuciones de un órgano administrativo
pueden ser totalmente regladas o absolutamente discrecionales. La actividad de la Administración pública, como
acertadamente lo expresa Fiorini, sea discrecional o reglada, estará ligada radical y fundamentalmente con la norma
legislativa o la ley que ejecuta. No puede existir, agrega, actividad de la Administración, vinculada o discrecional,
sin ley previa que autorice la gestión. La actividad discrecional está tan ligada a la norma, como lo debe estar la
actividad vinculada. En el Estado de Derecho –concluye dicho autor– no se concibe que los órganos realicen
determinada labor sin tener como fundamento una regla autoritativa, sea de carácter administrativo, legislativo
o constitucional. Toda la Administración está vinculada a una norma jurídica –La discrecionalidad en la Administración Pública, Buenos Aires, p. 41 y sigs.–. Es decir, que la tarea discrecional no está desvinculada de la
reglada; sino comprendida, como todo accionar estatal, por la plenitud hermenéutica del orden jurídico; de allí,
y tal como lo ha señalado la Corte Suprema de Justicia de la Nación, la discrecionalidad del obrar de los órganos
administrativos no implica que ellos tengan un ámbito de actuación desvinculado del orden jurídico o que tal
discrecionalidad no resulte fiscalizable –CS, en autos ‘Consejo de Presidencia de la Delegación Bahía Blanca de
la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos s/ acción de amparo’, sentencia del 23-2-1992–. Por ello,
y compartiendo la doctrina elaborada por el Alto Tribunal Federal, juzgo que el órgano jurisdiccional se encuentra
investido de la potestad de revisar los actos disciplinarios emanados de la Administración, abarcando no sólo
el control de su regularidad, sino también el de razonabilidad de las medidas que los funcionarios hayan adoptado
en el ejercicio de sus facultades, pudiendo los jueces anularlas cuando aquellos incurran en arbitrariedad –CS,
13 de mayo de 1986, ‘D’Argenio de Redwka, Inés A. c/ Tribunal de Cuentas de la Nación’, LL, 1986-D-123–.En
ese orden de ideas, la circunstancia de que la Administración obre en ejercicio de facultades discrecionales en
manera alguna puede constituir un justificativo de su conducta arbitraria, puesto que es precisamente la razonabilidad con que se ejercen tales facultades el principio que otorga validez a los actos de los órganos del Estado
y que permite a los jueces, ante planteos concretos de parte interesada, verificar el cumplimiento de dicha exigencia
–CS, 22 de marzo de 1984, ‘Fadlala de Ferreyra, Celia R.’, y Fallos: 298:223–. Ello no significa conculcar el
principio de división de poderes, y menos limitar el accionar de la Administración en el ejercicio de las funciones
que le son propias, por cuanto la postura que propugno reconoce la existencia de un casillero de la actividad
discrecional que quede exenta del control judicial: la oportunidad, mérito o conveniencia, elementos que integran
la competencia jurídica que el legislador ha conferido al administrador, habilitándolo para que pueda realizar
concretamente su función de tal, en orden a satisfacer las necesidades públicas. La diferencia entre ‘discrecionalidad’ y ‘oportunidad, mérito y conveniencia’ obedece a la circunstancia de que mientras el poder discrecional
aparece como un margen de arbitrio del órgano administrativo que se opone al carácter reglado o vinculado de
la respectiva facultad, el juicio de conveniencia o mérito se vincula a la potestad de apreciar libremente o con
sujeción a ciertas pautas del ordenamiento positivo la oportunidad de dictar un acto administrativo por razones
de interés público –Cassagne, Juan Carlos, Derecho Administrativo, Tomo II, p. 105–. En ese orden de ideas
se inscribe la doctrina del Alto Tribunal Nacional, cuando expresa: ‘La potestad del Poder Judicial de revisar los
actos administrativos sólo comprende, como principio, el control de su legitimidad, que no excluye la ponderación
del prudente y razonable ejercicio de las facultades de las que se hallan investidos los funcionarios competentes,
pero no el de la oportunidad, mérito o conveniencia de las medidas por éstos adoptadas’ –CS, 25 de noviembre de
1986, ‘Ferrer, Roberto O. c/ Gobierno Nacional – Ministerio de Defensa’, LL, 1987-A-569, DJ, 987-I-370–. En
suma, participo de la opinión sobre la factibilidad –sin restricciones– del control judicial de las facultades disciplinarias de la Administración pública, no sólo en cuanto a su ‘legalidad’, sino también en lo atinente a su
‘razonabilidad’, aun cuando se trata de potestades discrecionales, sin que ello implique que los jueces tengan
la posibilidad de inspeccionar la ‘oportunidad, mérito o conveniencia’ de dichas facultades, misión que le es ajena”.
44
Como bien dijo Marienhoff: “No existen actos administrativos categórica y absolutamente reglados o categórica
y absolutamente discrecionales. Hay actos donde el carácter ‘reglado’ es el que prevalece, y por eso el acto debe
considerarse ‘vinculado’, aplicándose los principios del acto reglado. A la inversa, existen actos donde prevalece
el carácter ‘discrecional’, debiendo, entonces, considerarse el acto como ‘discrecional’, aplicándose las reglas
propias del mismo” –Marienhoff, Miguel S., Tratado de Derecho Administrativo, op. cit., pp. 425/426–.
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y llamada, en este caso, “conceptos jurídicos indeterminados”, sino que hay diversos matices
que siempre reflejan la preponderancia o predominio, ya sea de la actividad reglada o de
la actividad discrecional, para cada caso en particular45.
En el mismo sentido, parece expedirse el Doctor Domingo J. Sesin, al destacar: “En mi criterio, la aplicación
literal de esa teoría puede ser correcta cuando la realización de ciertos conceptos no admite más que una solución
justa, pero no cuando su concreción presenta varias probables soluciones y es tan razonable una como otra.
La realidad estatal presenta en su devenir situaciones en las cuales resulta difícil admitir la existencia de una
sola solución justa. No es recomendable aceptar que, para completar los conceptos indeterminados, deba
acudirse solamente a la libre elección de la Administración por medio de la discrecionalidad; tampoco, admitir
que únicamente pueden ser integrados por remisión a juicios objetivos que aseguren una solución justa de
validez incuestionable. Lo primero implicaría consagrar una libertad desenfrenada, susceptible de emparentarse con la arbitrariedad. Lo segundo acarrearía la virtual desaparición de la discrecionalidad, cuya supervivencia es imprescindible en los Estados modernos. Los casos límite hacen criticable la construcción dogmática
alemana de los conceptos jurídicos indeterminados y también dificultan la elaboración de fórmulas teóricas
apropiadas para superar la penumbra, ambigüedad y variabilidad de ciertos conceptos ubicados en ámbitos
indeterminados entre la zona de certeza negativa y positiva. Establecer cuál es la oferta más conveniente,
cuando, por ejemplo, existen seis ofertas que técnica y económicamente resultan equivalentes, es tan complicado como su revisión judicial ulterior. Es dable advertir que, para la concepción tradicional de la teoría
analizada, los casos difíciles se superan concediendo a la Administración un cierto margen de apreciación, no
susceptible de revisión jurisdiccional. Las dificultades prácticas que genera la aplicación de reglas complejas
de la experiencia común o técnica, el temor de sustituir un criterio administrativo opinable por una decisión
judicial que trasunte un juicio de valor discutible, son algunos de los supuestos excepcionales que pueden
justificar el margen de confianza a favor de la Administración –concursos, pronósticos, belleza panorámica,
peligrosidad, etcétera–. Empero, la teoría no asemeja esta modalidad restrictiva a la facultad discrecional.
Pretende sólo un reconocimiento explícito de la dificultad de su aplicación en determinados supuestos fácticos
concretos, sin dejar de considerar en teoría que la integración se efectúa por intermedio de un juicio de naturaleza
cognoscitiva. Creo que tanto el margen de apreciación como su aparente justificación no hacen más que
conformar la debilidad de la teoría de los conceptos jurídicos indeterminados. Así como en muchos casos la
aplicación de esta concepción tiene un éxito indudable, en otros supuestos más complejos, también numerosos
en la realidad administrativa, la presencia de una variación subjetiva del órgano competente es ineludible. Esto
último, unido a la posibilidad de elegir entre dos o más alternativas válidas dentro del derecho, confirma la
presencia de una modalidad discrecional en su mínima expresión. Poco importa quién tiene que apreciarla,
sea un técnico, político, profesional o administrativo; implica una valoración subjetiva en el marco de un margen
de libertad. Esto basta para calificarlo de discrecional. Para justificar el rechazo de un momento discrecional
en el margen de apreciación, se sostiene que, al no efectuarse valoraciones de oportunidad, la discrecionalidad
es inexistente. Sin embargo, en mi criterio, lo discrecional no puede limitarse sólo a apreciar la oportunidad;
en otras ocasiones trasunta una ponderación de intereses, una valoración del interés público o un simple acto
volitivo del órgano competente. Siendo su campo de acción mucho más amplio, bien se puede considerar el
contenido del margen de apreciación una particular modalidad discrecional. En consecuencia, sostengo que
los conceptos indeterminados pueden relacionarse con el desarrollo de una actividad vinculada –reglas técnicas
ciertas, estándares objetivos, etcétera–, o bien discrecional, según el caso concreto a resolver. Es decir, que
pueden ser determinables por un proceso intelectivo interpretativo puro o mediante la utilización de una
modalidad discrecional, aunque su incidencia sea minúscula. En definitiva, no coincido con quienes afirman
que lo aludido por el término oferta más conveniente o más ventajosa es un concepto jurídico indeterminado
que sólo admite una solución justa. Lo mismo puede decirse de la urgencia en una contratación” –Sesin,
Domingo J., “La determinación de la oferta más conveniente en los contratos administrativos”, en Cuestiones
de Contratos Administrativos en Homenaje a Julio Rodolfo Comadira, op. cit., pp. 127/128–.
45
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IV. La adjudicación: actividad reglada o discrecional de la Administración.
Nuestra opinión.
De esta manera, aclarado tal extremo, y toda vez que la decisión de la adjudicación
no alberga una única solución justa46, por cuanto en la elaboración de la misma pueden
jugar diversos factores igualmente justos –el precio, el plazo de ejecución o entrega, el
coste de utilización, la calidad, la rentabilidad, el valor técnico, las características estéticas
o funcionales, la posibilidad de repuestos, el mantenimiento, la asistencia técnica, el servicio de posventa, los antecedentes de la empresa, etcétera–, todos los cuales han de ser
merituados, sopesados y valorados discrecionalmente por la Administración, aunque con
pleno apego a la legalidad que la condiciona; considero que la misma refleja o se traduce
en una facultad eminentemente discrecional de la Administración.
Recordemos que, en la discrecionalidad administrativa, predomina la posibilidad de
elección en el comportamiento por parte de la Administración y, en consecuencia, las
facultades de apreciación de la misma devienen discernibles entre una pluralidad de soluciones
justas e igualmente válidas para el derecho. De manera que, cuando la ley aclara que “la
adjudicación deberá recaer sobre la oferta más conveniente”, le otorga a la Administración la facultad para juzgar, en su calidad de gestora del bien común, cuál de todas las
ofertas presentadas resulta la más adecuada, siendo que la preferencia por un módulo
determinado de evaluación, salvo que la ley o los Pliegos dispongan lo contrario, constituye
una apreciación libre de la Administración47.
Comadira, Rodolfo Julio, La Licitación Pública, op. cit., p. 179.
En efecto, como bien se ha dicho: “Los criterios de adjudicación del concurso han de ser, por regla general,
varios, y si excepcionalmente se utiliza un solo criterio, el órgano de contratación habrá de justificar la razón
de su empleo. La cuestión suscitada en el caso que estamos examinando ha de conciliar los principios de
publicidad y transparencia propia de la contratación administrativa con la utilización de un necesario grado
de discrecionalidad, que en sentido técnico-jurídico ostenta el órgano de contratación, pero que no excluye
el necesario control jurisdiccional, pues si bien la Administración tiene la obligación de valorar en su conjunto
todas las características y las condiciones subjetivas y objetivas que concurren en los proyectos presentados
al concurso y decidir eligiendo aquel que en una apreciación global y con apoyo en los correspondientes
informes y dictámenes técnicos resulta el más apropiado para los fines públicos, la función jurisdiccional de
revisión de esa legalidad implica examinar si la decisión adoptada por el órgano administrativo corresponde
con una adecuada y correcta valoración del material fáctico aportado al expediente” –sentencia del 6 de julio
de 2004, Ponente: Juan José González Rivas, Nº de Recurso: 3347/1999, La Ley: 1953/2004, citada en
Enríquez Sancho, Ricardo, La Contratación Administrativa en la Jurisprudencia del Tribunal Supremo,
Madrid, LL, 2007, p. 225–. De forma congruente se ha expedido la Suprema Corte de la Provincia de Buenos
Aires, señalando: “[…] el concepto de oferta más ventajosa se relaciona íntimamente con la actividad discrecional de la Administración” –sentencia del 6 de abril de 1999, “Humbertmann S.R.L. c/ Municipalidad de
Colón s/ demanda contencioso administrativa”, citado en Comadira, Rodolfo Julio, La Licitación Pública, op.
cit., pp. 178/179, nota Nº 306–; y la Sala E de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil, Capital Federal,
–“Centra S.A. c/ Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires s/ ordinario”, sentencia del 8 de junio de 1993–, al
destacar: “La discrecionalidad del ente convocante de una licitación en la valoración de las ofertas es el principio.
Tal discrecionalidad no puede ser absoluta y todo rasgo de arbitrariedad en el criterio de selección no puede
ser permitido, pero también lo es que la oferta más conveniente no necesariamente es la de menor precio, siendo
que, por otra parte, no existe obligación legal de adjudicar la licitación a quien lo ha ofrecido, toda vez que pueden
jugar otros factores que hagan aconsejable adoptar otro criterio. El menor precio es uno de los posibles detalles
de selección, pero de ninguna manera constituye una pauta uniforme y constante para determinar la adjudicación” –SAIJ Sumario Nº C0010582–. Lo mismo cabe decir respecto de la Procuración del Tesoro de la Nación
46
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Sin embargo, lo antes expuesto no significa que la decisión de la Administración en
cuanto a la determinación de la oferta más conveniente se convierta en una facultad
meramente subjetiva, potestativa o arbitraria por parte del organismo o entidad licitante,
ya que la misma ha de ajustarse fiel y estrictamente a las finalidades de interés público
que se trasuntan de la norma atributiva de la facultad discrecional, y al pleno y total control
emergente de los principios generales del derecho, en especial, los de igualdad, buena fe,
proporcionalidad, causalidad y razonabilidad48; lo cual resulta imprescindible para garantizar debidamente los derechos de los particulares oferentes frente a la Administración.
En este contexto, no hay que tenerle miedo al uso de facultades discrecionales por
parte de la Administración, ya que el ejercicio de ellas es siempre eminentemente consustancial a la existencia misma del Estado49. Al respecto, el Maestro Miguel S. Marienhoff
nos advierte: “Como bien se ha dicho, la circunstancia de no haberse ‘reglado’ el ámbito
de la actividad de la Administración, dejando ello a la ‘discrecionalidad’ de ésta, no constituye, ‘entonces, un olvido del legislador, sino una facultad conscientemente creada en
pro y en beneficio de la gestión de los intereses públicos de la Administración’. ‘La discrecionalidad es, entonces, la herramienta jurídica que la ciencia del derecho entrega al
administrador para que la gestión de los intereses sociales se realice respondiendo a las
necesidades de cada momento’”50.
No obstante, lo que siempre debe quedar bien en claro es que, cuando nos estamos
refiriendo a dichas facultades discrecionales, no las estamos conceptualizando como facultades
irracionales o carentes de fundamentación objetiva, sino como total y absolutamente apegadas
al ordenamiento legal51, en especial, a las reglas que emergen de los principios generales
que, en reiteradas oportunidades, ha resaltado: “[…] la apreciación de cuál es la oferta más conveniente
constituye una facultad discrecional de la Administración”, aunque siempre indicando: “[…] los límites de
tal discrecionalidad se hallan en la razonabilidad y motivación del fundamento del juicio emitido” –cfr. Dict.
231-220, 194-91, 264-8 y 239-494, entre otros–.
48
No debe olvidarse que, en el ámbito discrecional, rige el principio de la mensurabilidad de la potestad y que
“la extensión de ésta no puede ser ilimitada ni extensible, sino que, por el contrario, debe ser medible. No caben
potestades discrecionales otorgadas como cheques en blanco a rellenar arbitrariamente por la Administración”
–Villar Palasí, José Luis, Apuntes de Derecho Administrativo, Tomo I, Madrid, 1977, p. 180–.
49
Así, se ha dicho: “La complejidad de la vida moderna torna imposible que el órgano legislativo pueda prever
todas y cada una de las situaciones que debe enfrentar el órgano administrativo, lo cual trae como consecuencia
el conceder al órgano administrativo cierto margen de libertad para llevar a cabo sus funciones, pero así como
se admite la imposibilidad de previsión de cada una de las circunstancias que debe enfrentar el órgano administrativo, y la necesidad de conceder cierto margen de desenvolvimiento del órgano, también debe señalarse el
imperioso requerimiento de que los órganos administrativos ajusten su proceder al fin tenido en mira por la norma.
Asimismo debe admitirse, sin hesitación, la posibilidad de un ulterior control judicial con el objeto de garantizar
los derechos de los ciudadanos” –Javier Indalecio Barraza, “Las facultades discrecionales de los órganos administrativos para imponer sanciones y los límites del control judicial a las referidas potestades. Algunas consideraciones en torno de los conceptos jurídicos indeterminados”, publicado en LL, 1998-D, p. 671–.
50
Marienhoff, Miguel S., Tratado de Derecho Administrativo, Tomo I, op. cit., p. 424.
51
En esa inteligencia, se ha dicho: “En todo caso, la potestad discrecional implica, necesariamente, una
adecuación al principio de legalidad a través de: 1. Ajuste a la ley –no puede contradecir la ley–. 2. Ajuste a
la finalidad de la potestad. 3. Ajuste a los criterios explícitos o implícitos de la ley. 4. Ajuste a los principios
generales. Por ello, es de indicar que esta libertad de apreciación, que se deja a la Administración en la actividad
discrecional, no puede ser confundida con una verdadera actuación arbitraria, ya que vendrá condicionada por
los límites indicados” –Villar Palasí, José Luis, Apuntes de Derecho Administrativo, Tomo I, op. cit., p. 173–.
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del derecho, puesto que, como bien se ha dicho, “la legitimidad de la actuación de una
potestad discrecional no deriva sin más de su naturaleza discrecional, sino de la racionalidad de su contenido en relación con la base de hecho que integra la causa del acto
administrativo y la racionalidad de una buena Administración”52; existiendo, por lo tanto,
una adscripción a una finalidad previamente establecida por el ordenamiento legal y una
sumisión de la voluntad administrativa al objeto previamente trazado en la Constitución
o en la ley, y siendo siempre el deber de cuidar bien un interés ajeno, que, en este caso,
es el interés público; vale decir, “de la colectividad como un todo y no de la entidad gubernamental considerada en sí misma”53.
V. Conclusión.
En resumen, a nuestro entender, lo que representa o conforma una facultad reglada
de la Administración o, si se prefiere, un “concepto jurídico indeterminado”54, es el
hecho de que todas y cada una de las ofertas presentadas se ajusten a los requisitos
emergentes de los Pliegos de Bases y Condiciones, ya que, como bien se ha dicho, “tales
Pliegos constituyen la matriz de la licitación y del contrato: es por ello que no se puede
‘exigir o decidir fuera de los límites del Pliego de Condiciones’”55. Pero, una vez que nos
encontramos ante distintas ofertas que se han ajustado a los requisitos y exigencias previstas en esos Pliegos, la elección de lo que ha de entenderse como oferta más conveniente para la Administración deja de ser una decisión esencialmente reglada, para convertirse
en una decisión preponderantemente discrecional o valorativa, aunque racional y prudencialmente limitada por las razones de interés público que obligaron al organismo o entidad
administrativa a llevar adelante el procedimiento de selección, y por el control negativo
emergente del respeto irrestricto de los principios generales del derecho, en especial, los
de mensurabilidad, razonabilidad, proporcionalidad y buena fe, respecto de los cuales ya
nos hemos referido con anterioridad.
Sentencia del 13 de febrero de 2001, Ponente: Juan José González Rivas, Nº de Recurso: 2612/1995, La
Ley Nº 8.543/2001, citada en Enríquez Sancho, Ricardo, La Contratación Administrativa en la Jurisprudencia
del Tribunal Supremo, op. cit., p. 257.
53
Bandeira de Mello, Celso Antonio, Curso de Derecho Administrativo, op. cit., p. 64.
54
Dejando a salvo la crítica que hemos formulado respecto de los mismos.
55
Bandeira de Mello, Celso Antonio, Curso de Derecho Administrativo, op. cit., p. 512.
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