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¿Control parlamentario del Gobierno en «funciones»?
Ante la dificultad de lograr el consenso político para investir de la confianza a un candidato a la Presidencia del
Gobierno, se ha originado en España una situación novedosa, en la que se revela un Gobierno cesado pero «en
funciones», que rechaza el control político al que pretende someterle el Congreso, con base a la inexistencia de dicha
relación de confianza. En dicha coyuntura, se forja necesario realizar un análisis jurídico sobre las facultades que la
Constitución Española (en adelante, C.E.) y demás normativa vigente ofrecen para la resistencia al control o para su
exigencia. La cuestión se torna aún más grave si se atiende a la previsible prolongación de esta situación de pendencia,
con la posible celebración de nuevas elecciones el próximo mes de junio y otros intentos de investidura, lo que nos
situaría ante un Gobierno en funciones durante prácticamente un año.
Es sabido que la C.E. dispone que la forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria (art. 1.3
C.E.), lo que, en circunstancias normales, indiscutiblemente comporta que el Gobierno deba responder solidariamente
en su gestión política ante el Congreso (art. 108 C.E.) y que las Cámaras puedan recabar la información que precisen
sobre su actuación (arts. 109 y 110 C.E.), así como utilizar los diversos medios de control de los que dispone
(fundamentalmente, comparecencias, interpelaciones y preguntas, arts. 110 y 111 C.E.). De forma general, la función
de control parlamentario sobre el Gobierno se afirma en el artículo 66.2 C.E. –sin que se excepcione al que está en
funciones–, configurándola como elemento intrínseco a las democracias parlamentarias.
No obstante, la problemática estriba en las propias peculiaridades del Gobierno «en funciones» que actualmente
rige. De un lado, la comentada carencia de confianza por la actual Cámara legislativa y, de otro, la limitación de su
actuación al despacho ordinario de los asuntos públicos –impidiéndole adoptar otras medidas, salvo en casos de
urgencia o por razones de interés general (art. 21.3 Ley 50/1997 del Gobierno, en adelante LG)–, hacen cuestionar la
existencia o, en su caso, el alcance de dicho control sobre su acción. Sin embargo, esta restricción en las capacidades
del Gobierno en funciones –y de su Presidente– (art. 21.4 LG) y la ausencia de legitimación democrática para ejercer
plenamente las atribuciones gubernamentales, no significa que no deba atender a la continuidad del funcionamiento
del aparato estatal. Es en este cometido en el que debemos situar el contexto constitucional antes señalado y dilucidar
el acertado encaje del control parlamentario exigido en lo que pudiera ser considerado como gestión ordinaria, o asunto
urgente o de interés general (art. 20.3 LG). Las dudas, necesariamente, aparecen en la imprecisión de las expresiones
resaltadas. A tal efecto, se constata que el legislador ordinario ha sido taxativo al establecer lo que un Gobierno en
funciones no puede acometer pero, por contra, ha utilizado cláusulas indeterminadas cuando dispone para lo que está
habilitado, bajo el mínimo general de que su actuación no implique el establecimiento de nuevas orientaciones políticas
(TS). En este sentido, considero que precisamente la existencia de estos conceptos jurídicos indeterminados refuerza
aún más la necesidad del control parlamentario.
Así, se entiende que sobre las acciones gubernamentales que excedan de sus limitadas funciones debe existir un
control, aunque en dicho supuesto sería de naturaleza jurisdiccional. En igual sentido, debe admitirse la posibilidad del
ejercicio de control mediante demandas de información o peticiones de comparecencia, pues, en estos supuestos, es
irrelevante que el Gobierno esté «en funciones» y que no tenga la confianza de la Cámara. A tal efecto, la LG no
distingue entre un Gobierno en funciones del que no lo está al señalar que «todos los actos y omisiones del Gobierno
están sometidos al control político de las Cortes Generales» (art. 26.2), al igual como la Constitución tampoco
diferencia situaciones cuando asevera en su art. 66.2 la mencionada función de control parlamentario. Por tanto, si el
Gobierno, aun sin normalidad en sus atribuciones, sigue gobernando, la única variación será la de deber ceñir el control
parlamentario a esa concreta capacidad política de la que goza. Lo contrario sería otorgarle un poder absoluto
durante un tiempo impreciso, lo que se opone en esencia al marco constitucional y legal anteriormente referido.
Cosa distinta sería el caso de ciertos instrumentos de control –como las interpelaciones que puedan dar lugar a
mociones o las proposiciones no de ley–, mediante los que las Cámaras decretan directrices que vinculan al Gobierno
a tomar medidas o fijar posiciones concretas. En el supuesto de permitirse estas prescripciones –ejercicio, propiamente,
de la acción de impulso político–, se correría el riesgo de transformar el actual modelo parlamentario en otro de corte
asambleario, contraviniéndose la posición constitucional de ambos poderes. Del mismo modo, tampoco sería admisible
un control parlamentario mediante los mecanismos constitucionalmente previstos para la exigencia de
responsabilidad política del Gobierno (moción de censura y cuestión de confianza) ya que, en efecto, el Ejecutivo en
funciones no tiene una relación de confianza con la actual Cámara, habida cuenta que su elección no deriva de la actual
conformación de las Cortes Generales. De igual forma, la interinidad propia del Gobierno en funciones y la
imposibilidad práctica de investir un nuevo Ejecutivo supone, por definición, que el actual Gobierno –su Presidente– no
pueda ser objeto de moción de censura, ni presentar una cuestión de confianza, disolver las Cortes Generales o tener
iniciativas legislativas, al no resultar jurídicamente posible una ausencia efectiva de Poder Ejecutivo aún en funciones.
En todo caso, resulta comprensible la aversión que el Gobierno en funciones mantiene frente a las solicitudes de
comparecencia ante las Cortes, viéndolas como instrumento de desgaste y campaña ante unas hipotéticas elecciones.
Sin embargo, no por ello puede esgrimirse como motivo para eludir el debido control parlamentario. Es por ello que, la
negativa –formulada oficialmente en el informe presentado por los servicios jurídicos de la Secretaría de Estado de
Relaciones con las Cortes–, ha supuesto la aprobación por el Congreso del planteamiento de un «conflicto de
atribuciones» ante el Tribunal Constitucional (art. 73 LOTC), fundamentado en el obstáculo gubernamental de
ejercer la potestad de control parlamentario. El que su fallo pueda producirse una vez se haya nombrado un nuevo
Gobierno no es excusa para establecer su doctrina de cara a posteriores circunstancias similares.
Mercedes Salido.
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