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u Argentina
PERONISMO E IZQUIERDA (PARTE 3),
Y EL PROBLEMA DEL INSTITUCIONALISMO VACIO
SEBASTIAN ETCHEMENDY
En
este artículo voy a defender tres puntos principales: 1) El fracaso de la Alianza en el período 1999-2001 demostró que
resulta imposible construir una alternativa progresista en la Argentina
que no incluya segmentos significativos de militancia y grupos políticos asociados a la tradición peronista; 2) a partir de 2003 se consolidó
una salida progresiva a la crisis, liderada por un gobierno de origen peronista, y ese gobierno, con sus contradicciones a cuestas, ocupa hoy el
espacio más viable de la izquierda democrática en la Argentina; y 3) ciertas vertientes del mundo intelectual y de las ciencias sociales aplicadas
en la Argentina leen la realidad política desde lo que voy a llamar “institucionalismo vacío”, esto es una mirada de la política desprovista de la
ubicación de actores e intereses. El institucionalismo vacío como moda
intelectual tiene orígenes claros (y, en parte, justificados) en el clima
de ideas de la transición a la democracia en los 80, y en ciertas corrientes en boga en el mundo académico desde los 90.
El derrumbe de un mito: el polo antiperonista-progresista
La idea de que el peronismo era intrínsecamente contrario a una política de izquierda consecuente y que, en definitiva, desvió a la clase obrera
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de su “curso natural” es tan vieja como el origen del movimiento mismo.
Como sabemos, la oposición que despertó el partido fundado por Juan
Perón fue clasista y conservadora, por una parte, pero también provino
de porciones amplias del socialismo, comunismo y vertientes del radicalismo que no denunciaban las nuevas políticas de inclusión social sino,
más bien, su uso demagógico, el control obrero desde arriba, la falta
de transformaciones genuinamente radicales y las prácticas autoritarias en general. En resumen, de los dos grandes bandos en que se dividió la política Argentina desde 1945, el polo antiperonista siempre tuvo
un importante segmento de izquierda (esto es, culturalmente laicista y
económicamente intervencionista) en diferentes vertientes más o menos
moderadas. El antiperonismo de izquierda siguió vivo aun en los 70,
cuando buena parte de la militancia juvenil e intelectual se acercó al
peronismo. Ese antiperonismo de izquierda denunció, otra vez, ya sea
sus prácticas autoritarias (incluidas las de la nueva izquierda peronista)
y/o el carácter esencialmente conservador y pro-capitalista de su líder.
Podría decirse que el retorno del peronismo al poder con el menemismo confirmó, una vez más, los peores temores de los militantes progresistas del polo no peronista. La facilidad con que Menem fagocitó a
muchos de los otrora brillantes jóvenes de la renovación peronista, convertidos en gerentes de los negocios del neoliberalismo y, mas aún, el
entusiasmo con que fue apoyado por parte de la vieja cúpula montonera, sumado naturalmente al rumbo de sus políticas, parecía cristalizar aquello que el progresismo antiperonista siempre intuyó: el peronismo es esencialmente un partido de derecha (esto es, guardián de los
intereses de la clase dominante y culturalmente regresivo). Evidentemente, era una lectura simplista que soslayaba las particularidades de
esa versión del populismo neoliberal, pero la formación de la Alianza
fue de algún modo tributaria de esa constatación general que emparentaba peronismo y derecha: los sectores del peronismo progresista que se
acercaron al radicalismo renegaron incluso de su propio origen peronista, relegaron toda forma de articulación con sectores populares territoriales o sindicales afines o con origen en esa tradición, y enfatizaron
consignas mas propias del polo no peronista como la transparencia institucional y la lucha contra la corrupción.
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El fin de esta historia lo conocemos todos. El “polo progresista” no
peronista encarnado en la Alianza fue rápidamente colonizado por la
derecha, no sólo, vale recordarlo, en el manejo de las variables económicas fundamentales (donde existían severas restricciones de política
cambiaria y fiscal heredadas) sino con políticas claramente regresivas o, directamente, la ausencia de políticas- en las áreas laboral, de salud,
relaciones con la iglesia, de defensa y derechos humanos, con funcionarios como Giavarini, De Santibáñez, Lombardo, López Murphy, Bullrich, etc. en puestos clave. La articulación de un bloque que intentara
una salida no regresiva de la crisis (y de la convertibilidad) nunca se dio
bajo la Alianza. Se dirá que ello era virtualmente imposible dadas las restricciones económicas y las debilidades políticas, pero el punto es que esa
opción estuvo fuera de la agenda aun bastante antes del colapso de 2001.
Una lectura del fracaso de la Alianza, un colapso que tiene que ser
visto como fin de época, a partir del tendal de muertos y heridos que dejaron los días más duros de la crisis, debe, por lo tanto, llevar a cuestionar
de manera muy simple dos mitos inherentes a la izquierda democrática
que orbitara históricamente en el eje no peronista. El primero es que
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el origen de los comportamientos anómicos en la Argentina democrática proviene casi exclusivamente de la usina peronista y grupos afines.
Hay efectivamente coroneles del conurbano, corrupción, clientelismo
y patotas sindicales que poblaron y pueblan el submundo peronista.
Pero frecuentemente se olvida, por citar ejemplos variopintos, que también hay compra de leyes bajo la Alianza, un Presidente autista que, despreciando la lógica institucional, se rodeó del grupo Sushi y de un banquero, y dirigentes empresarios que apoyaron explícitamente en el 2003
a un candidato corrupto y enemigo de las instituciones como Carlos
Menem. Existen patotas sindicales tanto como empresarios que compran periodistas o hacen lobby por fuera de las instituciones. La anomia institucional argentina es sistémica y no sólo de origen peronista.
El institucionalismo vacío como moda intelectual tiene
orígenes claros en la transición a la democracia en los 80,
y en ciertas corrientes del mundo académico de los 90.
El segundo postulado que debe ser derribado, y que subyace al mundo
de centroizquierda de origen no peronista, es que la política progresista
no necesita de articulación popular más allá de la simple “ciudadanía”,
individuos concientes que emiten su voto racional y que, a lo sumo, adhieren a algún partido. Como es obvio, la política es también movilización
y lucha simbólica, particularmente en esta parte del mundo. Y si lo que
está en el horizonte es una transformación inclusiva, esa movilización se
tiene que dar preferentemente en los sectores populares, territoriales o sindicales, amén de otras asociaciones. Organizaciones que, con sus métodos (huelgas, marchas etc.), tengan posibilidades de incidir en el sistema
de relaciones de fuerza. Estas articulaciones, huelga decirlo, son importantes para avanzar transformaciones inclusivas pero también para sostener gobiernos progresistas en épocas de crisis, cuando hay poco para distribuir o cuando hay que hacer cambios importantes (por ejemplo, pensando en el 2001, una devaluación que cambie los precios relativos).
En resumen, el colapso epocal de la Alianza debe llevar a cuestionar,
de una vez por todas, dos dogmas inherentes a cierto progresismo democrático de origen no peronista: el peronismo como fuente exclusiva de
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la anomia institucional y un recelo de cuño anticorporativista de la organización popular, y en consecuencia, a repensar (una vez más) la relación entre peronismo e izquierda.
Kirchner y el Espacio de la Izquierda Democrática
El gobierno de Kirchner consolidó una salida progresiva de la crisis de
2001, cuyos cimientos, justo es reconocerlo, fueron construidos en el
gobierno de Eduardo Duhalde en coalición con la UCR. Naturalmente,
la “salida progresiva” no implica que no haya capitalistas que ganen
dinero. Evidentemente, los grupos exportadores de commodities
industriales, especialmente aquellos poco endeudados en dólares que
pagan menos retenciones, emergieron entre los grandes ganadores de la
crisis. Me refiero más bien a que, como advierte Gramsci puede ocurrir
en toda crisis orgánica, las posibilidades de articulación de un amplio
bloque social de derecha eran mas que ciertas a partir de 2001/2 -el primer lugar de Menem y la buena elección de Ricardo López Murphy en
las elecciones de 2003 son sólo una muestra-. El alejamiento de la opción
dolarizadora que quita definitivamente la autonomía monetaria y cambiaria, el rechazo a las demandas de máxima de los bancos en la crisis,
la tolerancia y la ausencia de represión directa frente a la protesta
social (especialmente, después de la matanza del Puente Pueyrredón),
el potenciamiento de sectores productivos industriales a partir de la
modificación de los precios relativos del 2001 fueron todos cambios que
evitaron una factible salida por derecha de la crisis orgánica. En otras
palabras, esos cambios provocaron el repliegue de la coalición entre el
sector financiero-privatizadas-think tanks ortodoxos y la derecha política, en sus dos versiones, la populista encabezada por Carlos Menem y
la más presentable e institucional, liderada por Ricardo López Murphy.
Esa consolidación lleva al gobierno de Kirchner a ocupar hoy el espacio más viable de la izquierda democrática en la Argentina, aun en medio
de sus contradicciones. Por política de izquierda democrática entiendo
un Estado que intente regular el mercado y el poder económico, que sea
culturalmente progresista, que respete las reglas de la democracia política y sea socialmente inclusivo -lo que, en definitiva, excluye las expresiones provenientes de la izquierda dogmática de célula. Un análisis empíumbrales n° 1.
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rico, pues, política pública por política, brinda elementos para poner al
gobierno de Kirchner en ese lugar. En el plano económico, se puede señalar un modelo que tiende a favorecer a sectores productivos industriales
y agrarios, una tributación más progresiva merced a las retenciones,
una posición de dignidad sin precedentes desde los 80 en la renegociación de la deuda y frente a los organismos internacionales, los límites a
las privatizadas en sus reclamos de compensaciones por la devaluación
y las tarifas, y un enfoque heterodoxo de control de la inflación. En el
plano laboral, la promoción estatal de la negociación colectiva salarial y
de condiciones de trabajo es una novedad respecto de los 90. Los acto-
res sociales discuten cara a cara, construyendo modelos de intermediación de intereses más cercanos a las economías coordinadas de Europa
continental que a los modelos anglosajones de capitalismo liberal y
desregulado, lo que se suma a la intervención del gobierno para subir el
salario mínimo y los básicos de convenio. En Salud, probablemente el
gobierno ha desarrollado la política más progresista en la era democrática a partir de la gestión de Ginés Gonzáles: el plan de medicamentos
genéricos, los planes de salud reproductiva y el de atamiento de trompas
y el control del tabaquismo son ejemplos. En el plano jurídico-cultural,
el cambio de la Corte Suprema, la revalorización de la cuestión de los
derechos humanos y el apoyo a la persecución de los crímenes de la
dictadura, sumados al rechazo desde el discurso presidencial a la cultura de la mano dura (siempre tentadora para muchos políticos) y
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hasta el poner por primera vez el aborto en debate desde el Estado, son
todos gestos innegables. Finalmente, en el ámbito internacional la oposición al ALCA, la cuidada relación con el Brasil de Lula y el fortalecimiento del eje regional tienen un incuestionable contenido progresista.
Naturalmente, en todos los planos mencionados se pueden hacer
críticas. El inevitable costo del modelo exportador y de sustitución de
importaciones vigente son salarios bajos en dólares. Las retenciones son
un impuesto progresivo pero difícil de sostener en épocas de menor
abundancia. La negociación colectiva potencia a actores que a lo
sumo representan a la mitad de sus trabajadores, y la protagonizan sus
organizaciones menos democráticas. La revalorización de los derechos
humanos ocasionalmente se dio en forma sectaria, negando por ejemplo el Juicio a las Juntas.
El “polo progresista” no peronista encarnado en la
Alianza fue rápidamente colonizado por la derecha.
Sin embargo, los anteriores avances forman parte, es cierto, de un
progresismo posible en el marco del capitalismo regional, pero de ningún modo son puramente testimoniales: se puso límites a factores de
poder como los organismos financieros internacionales, los empresarios
rurales y de servicios, la Iglesia, las Fuerzas Armadas, los laboratorios y
las tabacaleras, entre otros. Se dirá que estas políticas fueron posibles
gracias a factores fuera del control del gobierno, como la caída de la convertibilidad, buenas condiciones económicas internacionales o la
debilidad contemporánea de las Fuerzas Armadas. Cualesquiera sean
sus motivos últimos, lo concreto es que es difícil negar que las políticas recién mencionadas se inscriben en el imaginario del centroizquierda
o izquierda democrática local.
El déficit más comentado del gobierno, de todos modos, se localiza en el plano institucional. Como se sabe, todo lo anterior convive
con una coalición de la que forman parte gobernadores que buscan la
reelección indefinida, intendentes duhaldistas, sindicalistas empresarios y prácticas que se juzgan poco reñidas con la democracia liberal,
tema al me voy a referir ahora.
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Lecturas del kirchnerismo desde el mundo intelectual. El problema
del institucionalismo vacío y la política sin actores
Buena parte del mundo intelectual y de las ciencias sociales en la Argentina emergió de la transición democrática con un discurso que revalidaba el rol de la democracia política y las institucionales liberales de control de poder. Esta revalorización tenía un origen claro en el desprecio
por parte de esos sectores de izquierda a las instituciones de la democracia política en el pasado, concebidas como meros reflejos superestructurales de una sociedad desigual y burguesa. Como sabemos, la historia mostró efectivamente que la diferencia esencial entre las instituciones legales de la “democracia burguesa” y su ausencia son los cadáveres
flotando en el Río de la Plata y los campos de concentración y tortura.
Partiendo en los 80 de la revalorización de las instituciones se corre el riesgo de aceptar el discurso del institucionalismo neoliberal para el que la política es simplemente un ordenamiento eficiente de incentivos y reglas
y no lucha constante de grupos y clases por el poder.
Además de esta evolución, que marcó a buena parte de la izquierda
intelectual en la Argentina y Latinoamérica, todo estudiante de economía,
ciencia política y sociología en la última década y media fue testigo del
retorno a las instituciones como objeto de análisis. Desde razones de orden
práctico que hacían necesario estudiar las nuevas instituciones democráticas emergentes, hasta otras de índole mas teórica y metodológica como
las crisis de los paradigmas marxista y estructural funcionalista -menos útiles para el análisis institucional- llevaron a que las ciencias sociales se
abocaran a estudiar desde el Congreso, los partidos y el Poder Judicial hasta
el rol de los contratos en el crecimiento económico. El neoliberalismo
comulgó bien con aspectos del neo-institucionalismo reinante en el mundo
intelectual, especialmente en su versión mas micro y racionalista, en su
énfasis en las “reglas claras” y la “seguridad jurídica”, en la importancia del
cumplimiento de los contratos y la “transparencia institucional”; en síntesis, en una visión managerial de la política donde lo que importa es
que las instituciones establezcan los incentivos adecuados para establecer
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condiciones de suma positiva en las que “ganan” todos los actores.
Muchas lecturas del kirchnerismo se hacen desde lo que llamo un
institucionalismo vacío, que no es ajeno a las visiones más deformadas de
la evolución descripta. Quiero dejar bien en claro que creo que toda
democracia necesita un piso indispensable de liberalismo político. El
problema es cuando importan dogmas liberales como “el rol del Congreso”, “la libertad de prensa”, la “transparencia institucional” sin analizar en cada caso concreto cuáles son los intereses en juego y hasta
qué punto se violan límites institucionales legítimos. Muchos vamos a
estar de acuerdo en que enviar un grupo de choque piquetero a un acto
de López Murphy es una actitud fascista, pero ¿es la pelea de Kirchner
con el diario La Nación un problema de “libertad de prensa”? ¿No es
acaso ese diario, expresión concreta de intereses clericales y de grandes
empresarios rurales? ¿Por qué un gobernante no puede enfrentarlo si
expresa intereses retrógrados? El escaso rol del Congreso, ¿no obedece
sencillamente a que hay un partido que tiene mayoría legislativa como
pasa en muchas democracias del mundo? La reforma del Consejo de
la Magistratura puede ser negativa en cuanto a que quita poder a las
minorías partidarias pero, ¿por qué es negativo contestar la influencia
de corporaciones generalmente conservadoras como el Colegio de Abogados o el mismo poder corporativo de los jueces? ¿Kirchner ataca a los
partidos o algunos de los partidos simplemente dejaron de representar
intereses sociales en su propia evolución? En síntesis, partiendo en los
80 de la (necesaria) revalorización de las instituciones se corre el riesgo
implícito de aceptar el discurso del institucionalismo neoliberal para
el que la política es simplemente un ordenamiento eficiente de incentivos y reglas y no lucha constante de grupos y clases por el poder.
Mi posición, entonces, no es que las instituciones políticas y de control no importan, sino que no podemos analizarlas despojadas de los
intereses económicos y sociales en juego, y que hay que hacerlo desde
visiones no dogmáticas, reconociendo que ocasionalmente puede haber
tensiones entre esas prácticas institucionales y políticas de transformación inclusivas, que como sabemos no son más que la expresión de una
tensión mayor, aquella que existirá siempre entre el liberalismo político
y la democracia como canal de inclusión de mayorías. Así, el institucioumbrales n° 1.
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nalismo vacío afecta hoy a la práctica de las ciencias sociales aplicadas
y empíricas, que dejan el análisis sistemático de la compleja relación entre
instituciones e intereses (donde las primeras no fungen siempre como
expresiones de los segundos) a la izquierda más dogmática o al post
estructuralismo (que éstos, por otra parte, difícilmente van a realizar).
En resumen, este institucionalismo vacío, desprovisto del correspondiente análisis de la ubicación e intereses de los actores, tiñe lecturas políticas contemporáneas que se hacen con anteojeras intelectuales de los 80.
Frente a su negación en los 70, la generación intelectual que nos precedió
propuso la revalorización de las instituciones de la democracia política. Se
trata entonces de no caer en la radicalización opuesta, donde las instituciones son reglas y dogmas que nunca tienen intereses detrás. La práctica institucional y el interés de los actores conviven en tensión permanente y una política de izquierda democrática debe hacerse cargo de esa tensión caso por
caso, sin santificar a priori ninguna de los dos partes de la ecuación.
Izquierda y peronismo, ¿parte 3?
Se podría decir que, después de la Tendencia en los 70 y la Renovación en
los 80, Kirchner protagoniza el tercer gran intento de acercamiento de una
parte significativa del peronismo al mundo de la izquierda en un sentido
amplio. Como sabemos, las dos primeras experiencias, más allá de la buena
voluntad de muchos de sus protagonistas, terminaron en rotundos fracasos. La primera, en manos del sectarismo militarista y el terror de Estado, la
segunda, recostada en las confortables (y lucrativas) tiendas del menemismo.
La tercera versión puede fracasar tanto como las otras. Quizás hay, de todos
modos, algunas diferencias. El intento parece hacerse ahora desde la cúpula
misma del poder peronista (lo que sucedió sólo efímeramente en los 80), que
goza de amplia legitimidad social fuera del peronismo. Se hace también, en
medio de una crisis total del sistema de partidos después del 2001, donde los
viejos troncos de posguerra, el radicalismo y el PJ, son cada vez más cáscaras vacías que pierden representatividad social día a día. La conformación de
un gran partido progresista que entierre para siempre el sistema de partidos
argentino de posguerra e integre vertientes populares del peronismo en un
marco democrático, con otros componentes provenientes del mundo de la
izquierda democrática, es un objetivo difícil pero que vale la pena pensar.
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