Justicia: la regla de nadie

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ANÁLISIS
Justicia: la regla de nadie
Los trágicos y recientes sucesos de Huelva muestran que las
dificultades para identificar las responsabilidades son la consecuencia
del proceso de patológica burocratización de la administración de la
justicia
JAVIER HERNÁNDEZ GARCÍA 18/04/2008
El ejercicio del poder por los jueces responde a la racional presunción de que
disponen de una especial capacidad para interpretar los valores públicos
contenidos en textos dotados de autoridad y resolver los conflictos que se les
presentan. Pero su legitimidad no solo depende del cómo se les atribuye
competencia para ejercerlo sino, de forma prioritaria, del cómo se ejerce. El
déficit originario, y cuasi irreductible, en cualquier sistema político avanzado, de
legitimación democrática de los jueces traslada el problema de la legitimidad a
la necesidad de que aquéllos cumplan con un riguroso cuadro de condiciones
legitimantes. La demanda social de justicia no se satisface solo porque se
decida sobre el caso sino porque se decida bien, con buenas razones,
explicadas y explicables, y, además, en un tiempo razonable.
Surge una burocracia infradotada, desvinculada de la obtención de fines de
mejora y amorfa
Algunos órganos jurisdiccionales tienen cargas levísimas, otros sufren cargas
irracionales
Dichas condiciones deben garantizar, por un lado, que la firma de un juez al
final de la resolución es la consecuencia de una adecuada reflexión y de su
participación activa en el proceso dialógico que la precede y, por otro, que ha
asumido una responsabilidad individual por la decisión adoptada. Este sentido
de la responsabilidad del juez resulta indispensable como elemento fundacional
del modelo de justicia en toda sociedad democrática pero, además, como factor
decisivo para motivar que los jueces cumplan adecuadamente con las
funciones que la Constitución les encomienda.
Pero sentado lo anterior ¿cómo puede asegurarse que los jueces y juezas que
integran el poder judicial satisfagan el programa de condiciones legitimadoras?
¿Qué debe hacerse para que toda decisión judicial sea el resultado de un
ejercicio de responsabilidad individual que permita, por un lado, la mejora
interna del sistema y, por otro, el control constitucionalmente exigible de las
consecuencias que se derivan de la concreta decisión adoptada?
El intento de respuesta a las anteriores cuestiones nos acerca al marco
burocrático en el que se desenvuelve la función judicial. La creciente demanda
de justicia y la mayor complejidad de los conflictos que llegan a los tribunales
hacen indispensable y, en cierto sentido, deseable una organización de tipo
burocrática. La firma reflexiva del juez reclama, por tanto, la puesta en
funcionamiento de un complejo engranaje administrativo que organice los
procesos decisionales. En lógica consecuencia al aumento de necesidades de
respuesta judicial, la organización burocrática de los cauces que la permiten
debe también ajustarse a elementales condiciones de eficacia.
La burocracia judicial, sin perjuicio de sus especialidades, debe responder a los
tres rasgos propios de toda organización compleja: la presencia de una gran
cantidad de actores, la división de funciones o de responsabilidad entre éstos y
el recurso a la jerarquía como instrumento de control y coordinación de sus
actividades.
¿Responde nuestro modelo burocrático de organización del poder judicial a los
fines a los que debe servir?
¿Resuelve las necesidades crecientes de división del trabajo y de desarrollo
coordinado de los complejos mecanismos funcionales, horizontales y verticales,
en los que se desenvuelve la administración de justicia? ¿Es compatible con
las exigencias del trabajo judicial responsable y eficaz?
Creemos, sinceramente, que no. Y no solo eso. La degradación del sistema
burocrático además de no ofrecer respuestas compatibles con las crecientes
tasas de complejidad de la organización está favoreciendo un inasumible
proceso de burocratización que, en mayor o menor medida, afecta a todos los
que participan en el mismo.
Esta pendiente pronunciada por la que se desliza la administración de justicia
pone en evidencia la progresiva sustitución de la burocracia como sistema de
reglas del modelo weberiano por la burocracia como regla de nadie, en los
descriptivos términos utilizados por Hanna Arendt. Una burocracia amórfica,
infradotada, desvinculada de la obtención de fines de mejora, que emerge
como una estructura que, como precisa Owen Fiss, posibilita, por un lado, el
uso irreflexivo del poder público y, por otro, la desresponsabilización de los que
intervienen en el mismo. La ausencia de mecanismos organizativos que
respondan a estándares racionales de reparto de funciones hace que la
responsabilidad termine siendo compartida por una gran cantidad de personas
y entes inanimados y, a la postre, diluyéndose.
Cabría objetar que, en todo caso, la imposibilidad de individualizar
responsabilidades
por
los
resultados
patológicos
no
desplaza
la
responsabilidad corporativa. Pero siendo cierto lo anterior, el problema subsiste
porque, precisamente, la clave de la bóveda para el adecuado funcionamiento
de un poder como el judicial reside en garantizar las condiciones para que el
sistema funcione desde la asunción motivada y ética de la responsabilidad
individual. Si dichas condiciones no se dan se amenazan los fundamentos
morales del modelo de justicia. Como ha destacado Arendt, la experiencia
social ha demostrado que cuando en una organización de poder público se
difumina la idea de la responsabilidad individual y se sustituye por la
corporativa, aquélla puede embarcarse en cursos de acción poco sujetos a
límites.
Los trágicos sucesos de Huelva creemos que sirven de triste confirmación de lo
hasta ahora dicho. No pretendemos diseccionar el caso, analizando las fuentes
de responsabilidad, sino poner sobre la mesa del debate público que,
precisamente, las dificultades para identificarlas son la consecuencia del
proceso de patológica burocratización que sufre la administración de justicia en
nuestro país.
No podemos negar que los ciudadanos tienen motivos para pensar que la firma
que cierra la resolución que da respuesta a su problema no es producto de la
mejor reflexión y del más adecuado proceso dialógico. Y tienen motivo,
también, para considerar que esa razonable presunción de que los jueces
estamos capacitados para el ejercicio del poder que se nos confía no lo es
tanto. Pero, al tiempo, creemos necesario poner de relieve que las condiciones
para el ejercicio responsable de la función judicial son, en muchos casos,
insuficientes y, en otros, simplemente irracionales.
Las fuerzas políticas fueron conscientes del grave problema organizativo que
acecha a la justicia y pactaron, hace ya más de siete años, la necesaria
reforma de su modelo burocrático, precisando, incluso, los ejes de
racionalizacion en que se basaría. Pero lejos de acometerla, se han limitado a
micromodificaciones que han puesto aún más de relieve la insuficiencia del
modelo actual. Ni una palabra se dedicó a la administración de justicia en las
cuatro horas de debate televisado entre los dos principales candidatos en las
pasadas elecciones.
La oficina judicial sigue siendo un territorio promiscuo. Los que trabajan en ella
no tienen claro a qué criterios o reglas de organización y dirección responde. El
juez es, al tiempo, observador pasivo y director, el secretario judicial puede
coordinar o abstenerse de hacerlo invocando reglas que se ubican en un
mismo texto legal, los trabajadores se ven sometidos a tres tipos de relaciones
funcionales, con reglas de jerarquización diferentes y, en determinados
aspectos, contrapuestas.
Las cargas de trabajo entre órganos jurisdiccionales están descompensadas.
Algunos disfrutan de cargas levísimas. Otros sufren cargas irracionales,
inasumibles. Unos cuentan con medios materiales modernos y abundantes.
Otros carecen de los más elementales, desarrollando, además, la función en
condiciones precarias de seguridad e higiene laboral. La tasa de interinidad
funcionarial en algunos territorios supera la de funcionarios de carrera. La
movilidad, también en determinadas zonas del país, frustra cualquier
planificación de mejora.
Mientras tanto, desde el Gobierno de los jueces algunos siguen empeñados en
lograr su mayor deslegitimación social y constitucional y en generar una
desconfianza generalizada entre sus propios gobernados. La situación es muy
grave. No
puede
seguir
aceptándose
que
la
regla
de
nadie
siga
desmoralizando el sistema de justicia y favoreciendo que sus principales
actores junto a las administraciones y el Parlamento miren a otro lado como si
no fueran responsables del derrumbe.
Javier Hernández García (JD), Roser Bach Fabregó (JD), Jesús Barrientos
Pacho (FV), Carmen Royo Jiménez (FJI), Luis Rodríguez Vega (APM), Juan
Pedro Yllanes Suárez (FV), Sebastián Moralo Gallego (FV), Miguel Ángel
Gimeno Jubero ( JD), María Cristina Ferrando Montalvá (APM), Armando
Barrera Hernández (FJI), magistrados que pertenecen a las cuatro asociaciones
Asociación Profesional de la Magistratura, Jueces para la Democracia, Francisco de
Vitoria, y Foro Judicial Independiente.
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