Emigración calificada en Venezuela ¿Fuga económica, tensión

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Título:
Emigración calificada en Venezuela ¿Fuga económica, tensión demográfica o ruptura social?
Autores:
Ana Julia Allen González: Doctoranda del Centro de desarrollo y Planificación regional
(CEDEPLAR) adscrito a la Universidad Federal de Minas Gerais. Socióloga (UCV) y
Maestra en Población y Desarrollo (FLACSO-México). Correo electrónico:
[email protected].
Dimitri Fazito: Profesor adjunto del Departamento de Demografía del Centro de Desarrollo y
Planificación Regional (CEDEPLAR) de la Universidad Federal de Minas Gerais (UFMG).
Correo electrónico: [email protected].
Palabras claves:
Migración internacional, migración calificada, economía rentista, selectividad, tensión
demográfica, ruptura social, Venezuela.
Emigración calificada en Venezuela ¿Fuga económica, tensión demográfica o ruptura
social?
El 01 de octubre de 2004, la BBC Mundo titula “Venezolanos, balseros del aire”; juego
de palabras que aunque alude al éxodo cubano hacia Estados Unidos, preludia una diferencia
fundamental: los venezolanos no navegan, ellos suben a un avión. El reportaje sostiene que la
emigración de venezolanos ha estado aumentado en la última década y que se trata
principalmente de jóvenes profesionales “conscientes de que con sus capacidades pueden
plantearse proyectos ambiciosos en el exterior” (Chirinos, 2004, p. 1). Sondeos de opinión
también son noticia. Datánalisis, una empresa de investigación de mercado, revela que la
intención de irse del país aumentó de 26% en 1998 a 34% en 2004 (Chirinos, 2004) y aunque
para ese último año tan solo 10% de los encuestados declaró tener un familiar o amigo que había
emigrado del país, diez años más tarde, en 2014, esa cifra se había elevado a 25% (León, 2014).
Estadísticas formales confirman esta tendencia. Datos de stock de Naciones Unidas
(ONU) muestran que en trece años la emigración de venezolanos prácticamente se duplicó
pasando de 323.386 nacidos en Venezuela enumerados en otro país en 2000 a 630.730 estimados
para 2013 (United Nations, 2013). Por su parte, proyecciones del Sistema Económico
Latinoamericano y del Caribe (SELA) para el año 2008, realizadas a partir de los datos de
Docquier, Lowell y Marfourk (2009), revelan que Venezuela es el cuarto país de América Latina
y el Caribe con mayor proporción de inmigrantes en países miembros de la Organización para la
Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) por encima de 25 años con un alto nivel
educativo, es decir, con título o diploma universitario. Del total de venezolanos residentes de
algún país de la OCDE casi un 60% cumple con estas características (SELA, 2009).
Pero, ¿qué puede explicar esta tendencia?, ¿existe alguna teoría que pueda explicarlo? El
campo teórico de la migración es vasto. La complejidad del fenómeno ha originado diferentes
marcos interpretativos que aunque intentan intuir el origen de los desplazamientos, resultan
insuficientes para explicar el origen de la emigración calificada en Venezuela. Para entender este
fenómeno es imprescindible reflexionar sobre la evolución de las estructuras sociales y su
interacción con situaciones contextuales.
Este artículo, entiende la migración como un fenómeno amplio, heterogéneo y
multifactorial, y propone explicarlo a partir de las condiciones que han podido originarlo. El
objetivo es identificar procesos económicos, políticos y sociales y analizar cómo éstos pudieron
conjugarse para estimular el flujo de emigrantes calificados desde Venezuela.
Obviamente, resulta imposible describir todos los factores que inciden sobre los procesos
de movilidad territorial. Sin embargo, los nuevos escenarios de globalización exigen entender
más el universo de relaciones, que los fenómenos en sí mismos. El reduccionismo entonces, se
presenta aquí, como una limitación y una posibilidad; la limitación de dejar de lado algunos
elementos constitutivos del proceso migratorio, pero la posibilidad de pensar la migración
calificada desde una perspectiva más integral que centre su atención en la evolución e interacción
de las estructuras sociales, los mecanismos demográficos de presión social y las estrategias de
respuesta poblacional.
La sinergia entre los cambios poblacionales y las estructuras socioeconómicas
Problemas de absorción de mano de obra (Piñango, 1988), carencia de estructuras
científicas y tecnológicas (Garbi, 1988), frustración de jóvenes profesionales (De la Vega, 2005),
crisis económica, política, violencia social y personal (Freitez, 2011; Mateo & Ledezma, 2006;
Rodríguez & Ibarra Lampe, 2011) han sido los principales argumentos para explicar la
emigración calificada en Venezuela. Razones que –aunque válidas– no alcanzan a elucidar el
fenómeno en términos de sus orígenes, de su funcionamiento. La migración no puede ser
analizada de manera transversal, se trata de un producto socio-histórico que va evolucionando y
modificándose junto con el cuerpo social. Por esto muchas de sus interpretaciones suelen
responder a condiciones socioeconómicas del momento.
Dentro de la teoría sociológica, se argumenta que la acción individual no puede ser
desvinculada de los contextos de donde ella emerge: son precisamente las estructuras sociales las
que generan las condiciones necesarias para la reproducción de la acción (Ortiz, 1999) y la
historia –como proceso– la que garantiza su naturalización (Bourdieu, 2000). Entendiendo la
emigración como un tipo de acción, que puede ser institucionalizada y naturalizada, surge la
pregunta: ¿cómo se constituyó un contexto favorable para su reproducción?
En el caso de Venezuela, factores estructurales y coyunturales han creado las
circunstancias necesarias para estimular y potenciar las corrientes migratorias de venezolanos
para el exterior. Entre los elementos estructurales, creemos que estos tres son fundamentales: (1)
la transición demográfica, (2) el capitalismo rentista y (3) la crisis institucional. Si consideramos
que dentro del universo social nada sucede de manera aislada, podemos sostener que la sinergia
entre estos tres elementos ha generado un circuito de circunstancias favorables para la migración
que, en términos teóricos, podríamos considerar como: factores de expulsión.
Transición demográfica, educación y formación de la clase media
Políticas de expansión del sistema educativo, instituidas por los gobiernos nacionales a
partir de los años '60, coincidieron con un acelerado incremento de la población. El sector
industrial –en pleno crecimiento– demandaba mano de obra, pero Venezuela no mostraba las
mejores condiciones demográficas para atender tales demandas. La alta fecundidad de los
últimos años había generado un rejuvenecimiento de la estructura etaria de la población y para
1960, 45,9% de los venezolanos eran menores de 15 años (INE, 1960). La población de 15 años
y más, por su parte, presentaba bajos niveles de escolaridad: 41,1% no tenía escolaridad alguna,
50,2% apenas había cursado algún nivel de primaria, y solo 8,7% contaba con estudios
secundarios o terciarios (Barro & Wha Lee, 2013). Ante este escenario, el Estado desplegó un
vigoroso aparato educativo nacional, público y gratuito, con énfasis en los niveles de primaria y
secundaria. Esta dinámica supuso, para el sector urbanizado, una rápida incorporación al empleo
industrial, forjando las bases para la consolidación de segmentos medios sin una clara tradición
cultural (Bronfenmajer & Casanova, 1982). El aparato educativo se convertía así, en un centro
de poder y distinción social.
En los años ’70, una nueva ampliación del sistema productivo originó otra ola de
demanda de recursos humanos. Pero, a diferencia de la década anterior, la evolución tecnológica
exigía mayores niveles de especialización. El gobierno se vio nuevamente impelido a impulsar el
aparato educativo, ahora con énfasis en el nivel superior, la investigación y la innovación. La
masificación de la educación universitaria favoreció a los sectores medios, especialmente a los
beneficiarios de la primera expansión.
A principio de los ’80, la crisis derivada de la caída de los precios del petróleo y el
aumento de la deuda externa, obligó al gobierno a asumir políticas de austeridad del gasto
público, entre ellas: replanificar los gastos destinados a la educación. La mayor demanda de
personal docente generada por el incremento de la matrícula a nivel básico obligó a recortes en
las actividades de investigación y desarrollo científico. El menor financiamiento estatal derivó en
una depreciación del sistema educativo público nacional básico. El empobrecimiento de la
calidad educativa en las instituciones públicas, junto con las debilidades que presentaba el
mercado laboral para absorber a los nuevos profesionales, produjeron una desvalorización de la
educación entre los sectores más empobrecidos.
La menor inversión en la educación superior junto con el aumento de la demanda
educativa, también significó un recrudecimiento de los mecanismos de selección e ingreso a las
universidades. Procesos selectivos suspensos sobre la base del conocimiento se convirtieron en
modernos mecanismo de creación y reproducción de la desigualdad. En 20 años (1981-2001) la
matrícula de educación superior se incrementó tan solo 22,1%, y en 2001, 23 de cada 100
venezolanos entre 17 y 25 años ingresaron a la Universidad. Los sectores medios se valieron de
la transmisión intergeneracional del capital cultural y de la expansión de la educación privada,
para garantizar su ingreso a la formación superior y así proteger las ventajas sociales
acumuladas. Por lo tanto, la alta selectividad de la educación universitaria aumentó las distancias
con respecto al poder cultural de las clases, haciendo de la educación una característica de
distinción de la clase media venezolana (Bronfenmajer & Casanova, 1982).
El nuevo milenio arranca en medio de una situación demográfica diferente. Por efectos de
la inercia demográfica, el 62% de la población se encuentra en edad de trabajar (15-64), mientras
que el peso relativo de los grupos dependientes (jóvenes y ancianos) disminuye. Igualmente,
como resultado de todo este proceso expansivo del sistema educativo, la población nacional
exhibe mayores niveles de escolaridad. Para el año 2000, 47,6% de los venezolanos mayores de
15 años cuenta con primaria completa, 27,9% con secundaria y 12,1% con formación superior
(Barro & Wha Lee, 2013). Es decir, en los últimos años Venezuela ha estado experimentado su
período de bono demográfico.
Sin embargo, la mayor oferta de mano de obra y el incremento del capital humano, solo
son benéficos en la medida en que éstos pueden ser aprovechados. Una economía que invierte y
ocupa su capital humano impulsa la productividad y garantiza un crecimiento sostenido. Sin
embargo, tales circunstancias demográficas dentro de un contexto productivo deficiente pueden
minimizar las oportunidades individuales y representar una pérdida de status social para los
individuos, especialmente para aquellas personas que han encontrado en el ascenso educativo un
mecanismo de distinción y ascenso social. Esta discordancia entre expectativa y realidad puede
generar situaciones de tensión social y presión poblacional, que estimulan la fuga o migración
como mecanismo de compensación ¿Estaba Venezuela económicamente bien preparada para
asumir el cambio demográfico?
El círculo vicioso de una economía rentista
Fue en 1977 cuando la variación internacional de los precios del petróleo puso en
evidencia la volatilidad de la economía nacional. La consolidación de un modelo de acumulación
sustentado sobre los recursos extraordinarios derivados de la renta petrolera y no sobre el
esfuerzo productivo nacional, degeneró en una economía poco diversificada y altamente
dependiente (Gutiérrez, 2014). A pesar de la política sustitutiva, Venezuela no consiguió superar
su modelo de capitalismo rentista y la crisis tocó la puerta. La política derrochadora del gobierno
de Carlos Andrés Pérez había originado un aumento desmedido de la deuda externa que junto
con la alta presión inflacionaria, la menor inversión privada y el bajo crecimiento económico
provocaron una fuerte fuga de capital.
La respuesta política ante la fuga fue la implementación de un control de divisas y,
posteriormente, de un control de precios que contrarrestara los efectos de la devaluación sobre
los costes de bienes y servicios. Los controles, empleados como medidas sustitutas de políticas
macroeconómicas, degeneraron en mayor inflación, escasez de bienes y alimentos y en una
desarticulación general del aparato productivo. Periódicas devaluaciones intentaron corregir el
déficit fiscal y detener la fuga de capital, pero lo que terminaron fue impulsando los mecanismos
ilegítimos para acceder a los dólares controlados por el Estado. Así, fueron consolidándose
mercados cambiarios paralelos, que además de aumentar la corrupción administrativa,
degradaron los principios morales y éticos de la sociedad en general (Beroes, 1990).
El déficit fiscal del país se vio acentuado por el peso de la deuda externa que, al depreciar
los activos de las reservas internacionales, generó problemas de liquidez. En este contexto de
vulnerabilidad, el Estado se vio obligado a renegociar la deuda. Las presiones ejercidas por la
banca internacional agilizaron la implementación de políticas económicas neoliberales de ajuste
estructural.
Ocho años después, Hugo Chávez Frías recibía un país fuertemente descapitalizado. La
progresiva disminución de la inversión pública y privada, el menor peso de las industrias
nacionales, y los procesos de privatización impulsados por la apertura comercial, habían
facilitado las transferencias de propiedades nacionales a manos extranjeras. La participación de
la industria en el PIB-nacional era cada vez más reducida y los precios del petróleo no salían del
letargo. En este contexto, la propuesta económica del nuevo gobierno fue: (a) recuperar los
indicadores macroeconómicos, (b) mantener al Estado como ente regulador de la economía, y (c)
frenar los procesos de privatización. Para ello proponía: la apertura hacia la iniciativa privada, la
diversificación de las ramas de producción agrícola e industrial y el desarrollo de una economía
social.
La ejecución de esta propuesta económica se vio obstaculizada por las contradicciones
políticas. En medio de un auge de los precios del crudo en 2001, los sectores de oposición
articularon alianzas con representantes del sector empresarial y trabajadores de la industria
petrolera. La polarización generó situaciones de desestabilización política y económica que
desencadenaron un golpe de Estado en 2002 y un paro cívico-petrolero a finales de 2002 e
inicios de 2003. El gobierno consiguió derrotar el paro, pero la situación de inestabilidad política
aumentó los indicadores de riesgo país impulsando otra nueva ola de fuga de capitales. El círculo
vicioso de controles de cambio, precios, devaluaciones, inflación, escasez y crisis comenzaba, de
esta manera, a reeditarse.
Crisis institucional, violencia e inseguridad
El buen funcionamiento de una sociedad requiere fuertes vínculos de cohesión social.
Émile Durkheim (1987) concibe la sociedad como un conjunto de individuos que se conectan a
partir de relaciones solidarias. En las sociedades industrializadas, donde la división del trabajo
está fuertemente arraigada, estos lazos se articulan a partir de lo que Durkheim denominó
solidaridad orgánica: que es el tipo de solidaridad construida por consenso. Personas disímiles,
con la libertad de actuar, pensar y sentir de acuerdo a sus preferencias, interactúan y se vinculan
a su sociedad a partir del trabajo cooperativo que realizan para ella. Dicha relación recíproca
(individuo-sociedad) supone un tipo de moralidad intrínseca que se traduce como conciencia
colectiva, y que es la encargada de definir los cánones de conducta y comportamiento. Estos
mecanismos de regulación, reproducidos generacionalmente, articulan intereses colectivos e
individuales, generando una mayor confianza en las instituciones, las leyes, los funcionarios y el
Estado. Por lo tanto, en cuanto mayor es la conciencia colectiva, más coacción puede ejercer la
sociedad sobre el individuo, aumentando los niveles de solidaridad y cohesión social. Pero, si la
estructura de solidaridad se quiebra, “la cohesión se deshace y surge una disfunción entre sus
distintos órganos” (Rosenfield, 1976, p. 311), generando situaciones de anomía, egoísmo,
fragmentación y malestar social.
A finales de la década de los’80 ese quiebre social se produjo en Venezuela. La crisis
había excedido los límites de la frontera económica debilitando el consenso social instaurado por
el Estado democrático desde la caída de la dictadura militar en 1958. En este contexto, el
presidente Carlos Andrés Pérez (1989-1993) anunció el paquete de medidas pactadas con el FMI
para acceder a un crédito de 4,5 mil millones de dólares, y así “corregir de manera profunda y
prolongada los errores y omisiones que habían causado desequilibrios en el desarrollo del país”
(King, 2013).
El paquete de medidas fue rechazado. El 27 de febrero de 1989, once días después del
anuncio, estalló una revuelta que dejó en evidencia las fisuras del cuerpo social. El motín –
conocido como el Caracazo– se inició con una protesta por el aumento especulativo del pasaje
interurbano que se propagó espontáneamente hasta convertirse en una ola de violencia y saqueos
en la ciudad capital. El número de personas en las calles desbordó el control policial. Para
restablecer el orden, el gobierno debió recurrir a la militarización de las ciudades principales, un
toque de queda y la suspensión de las garantías constitucionales. Con cientos de heridos, muertos
y numerosas pérdidas materiales se puso fin al conflicto. Tres años más tarde, en 1992 surgió una
nueva reacción que puso en peligro el orden político. Dos intentos de golpe de estado en menos
de un año dejaban en evidencia el descontento generalizado del pueblo venezolano.
Para el sociólogo venezolano Roberto Briceño León (2012), estos eventos representan los
tres puntos de quiebre del pacto social y el origen de una crisis institucional con fuertes
repercusiones sobre los niveles de inseguridad y las tasas de homicidios en Venezuela. Teorías
sociológicas sostienen que la violencia y el crimen no son causados únicamente por la pobreza;
dinámicas estructurales y culturales en un contexto de fragmentación social también pueden
incidir en el incremento de conductas anómicas dentro del espacio social. Uno de los exponentes
de esta teoría, el sociólogo norteamericano Robert Merton, entiende el conflicto social, como
producto de las discrepancias entre las metas culturalmente definidas y los medios institucionales
disponibles para alcanzarlas. Messner & Rosenfeld (1997), por su parte, lo entienden como una
consecuencia de los arreglos de mercado. Para estos dos teóricos, las fuerzas sociales y
económicas actúan de manera opuesta generando una relación de equilibrio dentro del cuerpo
social, que se ve quebrantada cuando alguno de los dos sectores es sobrestimado. Es decir,
cuando las demandas económicas reciben mayor atención que las no económicas se produce un
desbalance institucional, que debilita los controles normativos de la sociedad. En tal ambiente
anómico, los actores se muestran más preocupados por la eficiencia y los resultados que por la
legitimidad de los medios para alcanzarlos (Messner & Rosenfeld, 1997).
En el caso venezolano, la estructura solidaria de los individuos, representada por el
respeto a los valores morales y la normatividad, sufrió un shock en 1989. El Caracazo significó
una ruptura con el orden social que degradó los marcos simbólicos de respeto hacia al otro y el
principio de la propiedad privada. Por su parte, los golpes de Estado quebrantaron el pacto
democrático, justificando el uso de la violencia como medio para acceder a fines políticos
(Briceño León, 2012). A pesar de la reacción social, las medidas económicas se mantuvieron
latentes, generando un contexto de fuerte desigualdad social y pobreza estructural. De esta
manera, la balanza institucional del poder, inclinada hacia el sector económico, proveyó un suelo
fértil para el crecimiento de presiones culturales anómicas (Messner & Rosenfeld, 1997), que
luego se vería intensificado con el cambio ideológico del Estado.
Un indicador del incremento de prácticas anómicas y del uso de la violencia asociada al
crimen son las tasas de homicidios. En Venezuela esta tasa pasó de 13 asesinatos por cada cien
mil habitantes en 1990 a 19 por 100 mil en 1998. Después de 2000 este indicador siguió su
tendencia ascendente hasta alcanzar valores que, de acuerdo con cifras no oficiales suministradas
por el Observatorio Venezolano de Violencia (2015), pudieron estar en torno a los 90 fallecidos
por cada 100 mil habitantes en 2015. Igualmente, la inseguridad se ha convertido en un problema
de salud pública. Acciones de delincuencia común, bandas delictivas, robos, distorsión y
secuestros han pasado a ser prácticas frecuentes en las principales ciudades del país. La crisis
institucional ha debilitado la estructura jurídica avivando la impunidad, mientras que la
ineficacia del Estado para responder al problema de la violencia ha agudizado la incredulidad en
los cuerpos policiales y el Poder Judicial. Esta pérdida de confianza en el cuerpo social ha
generado cambios en la conducta individual; temores, desconfianza excesiva, zozobra, ansiedad
y paranoia alteran el ritmo de la vida cotidiana, convirtiendo la inseguridad en una de las
principales justificaciones del acto migratorio.
Discusión: La migración como respuesta y su legitimación
La dinámica económica y su interacción con las estructuras sociales y políticas
engendraron escenarios de conflicto con fuertes implicaciones sobre la organización social. La
crisis económica de 1983 demostró las fisuras del capitalismo rentista: una economía
dependiente de la renta petrolera fluctúa a la par de los ciclos y las variaciones del mercado
petrolero. La caída de los precios del petróleo durante la década de los ‘80 obligó a los gobiernos
de turno a asumir políticas de control de cambio, control de precios y austeridad en el gasto
público que se tradujeron en un deterioro sostenido de las condiciones de vida de la población.
Problemas de inflación, desabastecimiento de productos básicos, debilitamiento de los mercados
laborales, decadencia de la industria, desempleo, subempleo y pobreza en general, pasaron a
formar parte de la cotidianidad nacional. En este contexto de crisis, se producen desplazamientos
de venezolanos hacia el exterior. Datos de stock de Banco Mundial muestran que entre 1980 y
1990 el número de residentes venezolanos en el exterior aumentó en un 27% (Özden, Parsons,
Schiff, & Walmsley, 2011). Las primeras investigaciones sugieren que se trata de un tipo de
movilidad calificada (Garbi, 1988; Piñango, 1988; Malavé, 1991).
En 2003, un nuevo auge en los precios del petróleo dinamizó la economía nacional. El
estado de recesión derivado del paro petrolero fue superado gracias a esta coyuntura
internacional. Entre 2003 y 2008 la economía creció a tasas elevadas; el Producto Interno Bruto
(PIB) aumentó en un 87,3% (Weisbrot & Sandoval, 2007). La mayor disponibilidad de recursos
le permitió al gobierno financiar un conjunto de programas sociales dirigidos a alcanzar, de
forma masiva y acelerada, la inclusión social en áreas prioritarias como salud, vivienda,
educación, trabajo y alimentación. Sin embargo, este período de bonanza no se tradujo en un
aumento significativo de la inversión privada. Las políticas de control estatal de la economía
asumidas para frenar la fuga de capitales, cerraron los espacios para la inversión y restringieron
las importaciones y exportaciones, profundizando los procesos de desindustrialización. Al igual
que en la década de los ‘80, los controles de cambio y precios generaron mayores tasas de
inflación, escasez y desabastecimiento. Durante este nuevo ciclo de auge y decadencia de la
economía nacional se percibe un aumento más intenso de la emigración en Venezuela. Los datos
muestran que entre 2000 y 2010 el número de venezolanos en el exterior creció en un 45%
(United Nations, 2013). La pregunta que surge, entonces, es ¿por qué ante escenarios
económicos similares, la migración no se presentó con la misma intensidad? ¿Qué pudo haber
generado tal diferencia?
Aunque el ciclo económico dio un giro de 360 grados, la sociedad venezolana no se
mantuvo estática. Transformaciones demográficas, políticas y sociales modificaron el sistema
social y las condiciones de su funcionamiento. En principio, la población cambió. La transición
demográfica produjo importantes variaciones en la composición etaria de la población, con
implicaciones sobre la estructura económica. La alta proporción de nacimientos en un contexto
de baja mortalidad, y la posterior caída de la fecundidad produjeron un acelerado proceso de
envejecimiento poblacional que se tradujo en un incremento de la Población Económicamente
Activa (PEA). Entre 1981 y 2001 la población en edad de trabajar (15-64) aumentó en un 55%,
pasando de 8.207.696 individuos a 18.250.657. Por su parte, la PEA creció de 5.444.331
personas a 13.162.633 durante el mismo período. Por lo tanto, la propia estructura poblacional
generó demandas sectoriales que presionaron sobre el sistema productivo; ¿estaba Venezuela en
condiciones de responder a tales demandas poblacionales?
Un aumento en la PEA exige la expansión del mercado de trabajo. De acuerdo con el
pensamiento keynesiano, la inversión es la clave del empleo. Como gran parte de la fuerza
laboral se ocupa en el sector industrial y en el área de servicios, el establecimiento de nuevas
industrias promueve la creación de puestos de trabajo. Las personas –teniendo dinero– aumentan
su capacidad de consumo y demandan mayor cantidad de bienes durables y servicios,
estimulando la producción. Igualmente, el aumento de la productividad y la plena utilización de
los recursos estimulan la innovación y el desarrollo de nuevas tecnologías, incrementando la
demanda de trabajo calificado.
En el caso de Venezuela, desde finales de los años ’80, la economía registra una
acentuada pérdida de la participación del sector industrial dentro del Producto Interno Bruto. La
consolidación de un tipo de industrialización de carácter importador, subordinado a los mercados
internacionales, degeneró en un sector industrial débil y desarticulado incapaz de atender las
demandas del mercado con producción doméstica (Contreras & Santeliz, 2013). La política de
ajuste estructural asumida a inicios de los '90 limitó el consumo interno, y la liberación de los
mercados elevó la competencia extranjera, provocando la desaparición y reorientación de
muchas empresas. La decadencia de la industria suscitó el desplazamiento del empleo hacia el
sector terciario de la economía, específicamente ocupaciones poco productivas y no tan
demandantes de capital humano especializado. La situación se profundizó durante el gobierno de
Hugo Chávez; entre 1998 y 2005 el sector industrial disminuyó en un 26%. Esto significa que,
como bien apunta Zuñiga (2010, p. 360): “el país cuenta con una mano de obra abundante, pero
con una estructura económica que tiende a generar puestos de trabajo en los sectores menos
productivos de la economía.”
En tal contexto, las condiciones para la migración laboral están dadas. Aunque las
estadísticas venezolanas indican una progresiva disminución de la tasa de desempleo, la
distribución poco eficiente del recurso humano dentro del sector productivo nacional,
especialmente en áreas de mayor especialización, junto con la inestabilidad de los salarios en un
escenario de alta inflación, pueden estar estimulando –de acuerdo con la teoría neoclásica– la
decisión migratoria. Sin embargo, como bien expresa Abdelmalek Sayad (2010), la migración
como fenómeno poblacional solo es posible después de una ruptura con las bases del orden
social, es decir, después de un proceso de disyunción de los lazos que engranan el tejido social.
Tal proceso de ruptura se inició en Venezuela durante la década de los '80 y explotó en 1989 con
el Caracazo. Este estallido, más que un levantamiento popular, reveló el debilitamiento de los
vínculos sociales nacionales. Los gobiernos de turno degradaron el carácter benefactor del
Estado, y en medio de la crisis, priorizaron al sector económico desvirtuando el consenso
político-social existente. En tal situación, la esfera de conciencia colectiva se contrajo y la masa
social reaccionó de manera descontrolada, quebrantando reglas morales y jurídicas.
La ineficacia del sistema institucional para atender las demandas de los venezolanos
acentuó el proceso de desarticulación gradual del cuerpo social. Para recuperar la cohesión,
nuevos arreglos institucionales debían ser establecidos. En ese contexto, Hugo Chávez con su
propuesta de reforma constitucional asumió las riendas del país. Sin embargo, su postura
ideológica revolucionaria limitó los espacios de diálogo con los diferentes actores del sistema
social y el nuevo proyecto de país fue instaurado sin consensos. La disconformidad le abrió paso
a la polarización, y ésta creó las condiciones para una guerra simbólica, política y económica por
la imposición de una visión legítima de la realidad nacional y el control de la renta. En ese estado
de confrontación los nuevos arreglos normativos no pudieron ser legitimados. El constante
choque entre viejas y nuevas estructuras de percepción social, terminó provocando un fuerte
vacío institucional, que aceleró el proceso de fragmentación social: la ruptura había sido
institucionalizada.
La teoría social explica que cuando los órganos solidarios no consiguen conectarse entre
sí de manera eficiente y prolongada surge un estado de anomía (Durkheim, 1987). La ausencia
de normas o el vacío institucional deriva en situaciones de confusión y desintegración social. La
pérdida de confianza en el cuerpo social y el aparato institucional, genera una fuerte sensación de
inseguridad. El individuo al percibir que la sociedad ha dejado de brindarle todo lo que necesita
para su estabilidad personal, deshace el vínculo cooperativo que había establecido con ella y
quiebra el estado de dependencia. Este potencial aumento de autonomía puede desembocar en
múltiples prácticas individualistas. Actores cada vez menos preocupados por la legitimidad de
los medios, pueden caer en prácticas delictivas que, a su vez, aceleran los procesos de
descomposición y desafiliación social. Quizás por esto no sea casualidad que paralelo al aumento
de las tasas de homicidios se observe un mayor volumen de emigrantes venezolanos en el
exterior, ambos con un mismo punto de inflexión: el año 2000.
La migración, entonces, pudo haberse convertido en una alternativa individual para
contrarrestar las deficiencias de los mercados laborales en Venezuela y las limitaciones
salariales, pero esta solo pasó a ser una estrategia socialmente compartida luego de avanzado el
proceso de ruptura con los vínculos garantes de la cohesión social. Desde entonces, el
venezolano ha estado haciendo consciente su disponibilidad para migrar, en palabras de
Abdelamek Sayad (2010, p. 408) se ha transformado “en emigrado potencial a la espera de
realizarse como inmigrante efectivo”. Este proceso de disociación consciente del cuerpo social
implica la creación de una serie de mecanismos de legitimación de la ausencia. El
distanciamiento debe ser explicado y justificado: “la inmigración no puede concebirse, no puede
realizarse ni perpetuarse más que a condición de que descanse en toda una serie de ilusiones
colectivamente mantenidas, compartidas por todas las partes concernidas” (Sayad, 2010, p. 409).
Así, la búsqueda de un mejor futuro, de mejor calidad de vida para los hijos, y de mayores
oportunidades para la autorrealización; la falta de democracia, la seguridad personal pasaron a
constituir los motivos, las excusas, los pretextos; en fin, el conjunto de ilusiones socialmente
construidas para justificar ese proceso de desafiliación, que en términos comunitarios, no deja de
percibirse como una amenaza para el grupo. Y son, precisamente, esas justificaciones, las que
impulsan y a su vez permiten la reproducción de los movimientos.
A diferencia de otros tipos de movilidad internacional, la emigración venezolana no
parece ser una práctica de las clases bajas, sino de las clases medias. ¿Puede esto ser posible?
¿Por qué la clase media? La formación de la clase media en Venezuela, estuvo intrínsecamente
ligada a la política de expansión del sistema educativo. La educación superior se convirtió en
instrumento de movilidad vertical, que nutrió a los estratos medios después de la aparición del
petróleo. Entre 1974 y 1999 la matrícula en educación superior aumentó 70,6%, y luego de las
políticas de creación y fortalecimiento de la educación superior, asumidas durante el gobierno de
Chávez, el número de inscritos creció 294%.
Una mayor proporción de personas en edades productivas y con más altos niveles de
escolaridad representa un cambio significativo en el perfil educativo de la PEA (Franco,
Hopenhayn, & León, 2011). Sin embargo, cuando ese aumento en la cantidad y la calidad del
capital humano no se produce dentro de una estructura económica eficiente, tres situaciones
individuales pueden surgir: (1) disociación entre el nivel educativo alcanzado y el lugar que se
ocupa dentro de una organización laboral, (2) disociación entre la profesión estudiada y el tipo de
ocupación que se realiza, (3) búsqueda de oportunidades en otros países. Decidir entre aceptar
una situación de disociación o aventurarse hacia una salida migratoria, implica la consideración
de múltiples factores individuales y contextuales, entre ellos, la posibilidad que cada persona
tenga para satisfacer las necesidades inherentes a la clase social a la cual pertenece, o a la cual
desea pertenecer.
De acuerdo con Bourdieu (1989), los agentes dentro de una sociedad se distribuyen de
acuerdo al volumen y la composición del capital económico, cultural y simbólico acumulado que
poseen. Las clases, entonces, agrupan aquellos sujetos con condicionamientos similares, que
ocupan posiciones similares dentro del espacio social, y que al estar dotados de disposiciones
similares desarrollan prácticas similares. Dichas afinidades solo tienen sentido dentro de un
espacio social erigido sobre las bases de la diferencia. La necesidad de distinguirse crea marcos
singulares de preferencias de acuerdo al colectivo social al cual se pertenece. En una sociedad de
consumo, tal distinción pasa a ser definida por el contenido simbólico de las necesidades sociales
que pueden ser satisfechas. Es decir, la acción de consumir bienes y servicios específicos
refuerza las marcas de identidad que configuran el status social de los individuos (Franco,
Hopenhayn, & León, 2011). Esto implica que, aun cuando la inserción profesional es un aspecto
fundamental de la relación sujeto-sociedad, es la capacidad de consumo lo que le permite al
individuo acceder a circuitos de privilegio, reconocimiento y distinción social.
En Venezuela la crisis ha estado restringido, progresivamente, las modalidades de
consumo. A pesar de las medidas económicas asumidas por los gobiernos de turno, la inflación
ha mantenido su tendencia creciente, generando incertidumbre sobre los precios y coartando las
decisiones sobre compra, ahorro e inversión. El dilema de la inflación es que, además de elevar
los precios de bienes y servicios, presiona sobre las tasas de interés, limitando los préstamos para
gastos e inversión. La restricción en los créditos afecta, a su vez, los hábitos de consumo de los
ciudadanos, a quienes se les hace más difícil adquirir viviendas, vehículos, artículos
electrodomésticos, u otros bienes de distinción a plazos. Limitado el consumo, la clase media,
que dentro del campo social busca diferenciarse de los sectores populares y aproximarse al estilo
de vida de los sectores dominantes, se ve expuesta a la homogeneización.
La situación comenzó a agudizarse después de la crisis política de 2003 y el viraje
ideológico hacia la consolidación del Estado Socialista. El Gobierno aumentó la presencia estatal
dentro la gestión económica, y retomó la política de controles de cambio y precios, con
resultados estériles sobre las tasas de inflación. El alza de los precios, en un escenario
económicamente controlado, generó nuevos episodios de escasez y desabastecimiento.
La política de controles también se convirtió en una estrategia de movilidad, en la medida
en que la posibilidad de tener acceso a dólares de valor preferencial, reducía notablemente el
costo de los movimientos. Sin embargo, el uso de los dólares preferenciales requería una
inversión inicial relativamente sustancial, que solo la clase media podía costear. Cuando los
dólares comenzaron a hacerse más restrictivos para actividades de turismo, los dólares
preferenciales modalidad “estudiante” tomaron mayor importancia, y los cursos de idiomas y
postgrado se convirtieron en una estrategia de salida viable para profesionales venezolanos, que
encontraron en la Comisión de Administración de Divisas (CADIVI) la posibilidad real de
alcanzar las metas sociales previamente construidas, pero fuera de las fronteras nacionales.
En resumen, la crisis económica del país afectó la capacidad de consumo de la clase
media, y por ende, las marcas de identidad que pueden reforzar su posición dentro del espacio
social. Sin embargo, los agentes siempre se las ingenian para redefinir los bienes de consumo y
crear nuevos objetos simbólicos de diferenciación. En este contexto: ¿pudo la emigración llegar
a convertirse en ese nuevo objeto simbólico de distinción social de la clase media venezolana?
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