Título: Emigración calificada en Venezuela ¿Fuga económica, tensión demográfica o ruptura social? Autores: Ana Julia Allen González: Doctoranda del Centro de desarrollo y Planificación regional (CEDEPLAR) adscrito a la Universidad Federal de Minas Gerais. Socióloga (UCV) y Maestra en Población y Desarrollo (FLACSO-México). Correo electrónico: [email protected]. Dimitri Fazito: Profesor adjunto del Departamento de Demografía del Centro de Desarrollo y Planificación Regional (CEDEPLAR) de la Universidad Federal de Minas Gerais (UFMG). Correo electrónico: [email protected]. Palabras claves: Migración internacional, migración calificada, economía rentista, selectividad, tensión demográfica, ruptura social, Venezuela. Emigración calificada en Venezuela ¿Fuga económica, tensión demográfica o ruptura social? El 01 de octubre de 2004, la BBC Mundo titula “Venezolanos, balseros del aire”; juego de palabras que aunque alude al éxodo cubano hacia Estados Unidos, preludia una diferencia fundamental: los venezolanos no navegan, ellos suben a un avión. El reportaje sostiene que la emigración de venezolanos ha estado aumentado en la última década y que se trata principalmente de jóvenes profesionales “conscientes de que con sus capacidades pueden plantearse proyectos ambiciosos en el exterior” (Chirinos, 2004, p. 1). Sondeos de opinión también son noticia. Datánalisis, una empresa de investigación de mercado, revela que la intención de irse del país aumentó de 26% en 1998 a 34% en 2004 (Chirinos, 2004) y aunque para ese último año tan solo 10% de los encuestados declaró tener un familiar o amigo que había emigrado del país, diez años más tarde, en 2014, esa cifra se había elevado a 25% (León, 2014). Estadísticas formales confirman esta tendencia. Datos de stock de Naciones Unidas (ONU) muestran que en trece años la emigración de venezolanos prácticamente se duplicó pasando de 323.386 nacidos en Venezuela enumerados en otro país en 2000 a 630.730 estimados para 2013 (United Nations, 2013). Por su parte, proyecciones del Sistema Económico Latinoamericano y del Caribe (SELA) para el año 2008, realizadas a partir de los datos de Docquier, Lowell y Marfourk (2009), revelan que Venezuela es el cuarto país de América Latina y el Caribe con mayor proporción de inmigrantes en países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) por encima de 25 años con un alto nivel educativo, es decir, con título o diploma universitario. Del total de venezolanos residentes de algún país de la OCDE casi un 60% cumple con estas características (SELA, 2009). Pero, ¿qué puede explicar esta tendencia?, ¿existe alguna teoría que pueda explicarlo? El campo teórico de la migración es vasto. La complejidad del fenómeno ha originado diferentes marcos interpretativos que aunque intentan intuir el origen de los desplazamientos, resultan insuficientes para explicar el origen de la emigración calificada en Venezuela. Para entender este fenómeno es imprescindible reflexionar sobre la evolución de las estructuras sociales y su interacción con situaciones contextuales. Este artículo, entiende la migración como un fenómeno amplio, heterogéneo y multifactorial, y propone explicarlo a partir de las condiciones que han podido originarlo. El objetivo es identificar procesos económicos, políticos y sociales y analizar cómo éstos pudieron conjugarse para estimular el flujo de emigrantes calificados desde Venezuela. Obviamente, resulta imposible describir todos los factores que inciden sobre los procesos de movilidad territorial. Sin embargo, los nuevos escenarios de globalización exigen entender más el universo de relaciones, que los fenómenos en sí mismos. El reduccionismo entonces, se presenta aquí, como una limitación y una posibilidad; la limitación de dejar de lado algunos elementos constitutivos del proceso migratorio, pero la posibilidad de pensar la migración calificada desde una perspectiva más integral que centre su atención en la evolución e interacción de las estructuras sociales, los mecanismos demográficos de presión social y las estrategias de respuesta poblacional. La sinergia entre los cambios poblacionales y las estructuras socioeconómicas Problemas de absorción de mano de obra (Piñango, 1988), carencia de estructuras científicas y tecnológicas (Garbi, 1988), frustración de jóvenes profesionales (De la Vega, 2005), crisis económica, política, violencia social y personal (Freitez, 2011; Mateo & Ledezma, 2006; Rodríguez & Ibarra Lampe, 2011) han sido los principales argumentos para explicar la emigración calificada en Venezuela. Razones que –aunque válidas– no alcanzan a elucidar el fenómeno en términos de sus orígenes, de su funcionamiento. La migración no puede ser analizada de manera transversal, se trata de un producto socio-histórico que va evolucionando y modificándose junto con el cuerpo social. Por esto muchas de sus interpretaciones suelen responder a condiciones socioeconómicas del momento. Dentro de la teoría sociológica, se argumenta que la acción individual no puede ser desvinculada de los contextos de donde ella emerge: son precisamente las estructuras sociales las que generan las condiciones necesarias para la reproducción de la acción (Ortiz, 1999) y la historia –como proceso– la que garantiza su naturalización (Bourdieu, 2000). Entendiendo la emigración como un tipo de acción, que puede ser institucionalizada y naturalizada, surge la pregunta: ¿cómo se constituyó un contexto favorable para su reproducción? En el caso de Venezuela, factores estructurales y coyunturales han creado las circunstancias necesarias para estimular y potenciar las corrientes migratorias de venezolanos para el exterior. Entre los elementos estructurales, creemos que estos tres son fundamentales: (1) la transición demográfica, (2) el capitalismo rentista y (3) la crisis institucional. Si consideramos que dentro del universo social nada sucede de manera aislada, podemos sostener que la sinergia entre estos tres elementos ha generado un circuito de circunstancias favorables para la migración que, en términos teóricos, podríamos considerar como: factores de expulsión. Transición demográfica, educación y formación de la clase media Políticas de expansión del sistema educativo, instituidas por los gobiernos nacionales a partir de los años '60, coincidieron con un acelerado incremento de la población. El sector industrial –en pleno crecimiento– demandaba mano de obra, pero Venezuela no mostraba las mejores condiciones demográficas para atender tales demandas. La alta fecundidad de los últimos años había generado un rejuvenecimiento de la estructura etaria de la población y para 1960, 45,9% de los venezolanos eran menores de 15 años (INE, 1960). La población de 15 años y más, por su parte, presentaba bajos niveles de escolaridad: 41,1% no tenía escolaridad alguna, 50,2% apenas había cursado algún nivel de primaria, y solo 8,7% contaba con estudios secundarios o terciarios (Barro & Wha Lee, 2013). Ante este escenario, el Estado desplegó un vigoroso aparato educativo nacional, público y gratuito, con énfasis en los niveles de primaria y secundaria. Esta dinámica supuso, para el sector urbanizado, una rápida incorporación al empleo industrial, forjando las bases para la consolidación de segmentos medios sin una clara tradición cultural (Bronfenmajer & Casanova, 1982). El aparato educativo se convertía así, en un centro de poder y distinción social. En los años ’70, una nueva ampliación del sistema productivo originó otra ola de demanda de recursos humanos. Pero, a diferencia de la década anterior, la evolución tecnológica exigía mayores niveles de especialización. El gobierno se vio nuevamente impelido a impulsar el aparato educativo, ahora con énfasis en el nivel superior, la investigación y la innovación. La masificación de la educación universitaria favoreció a los sectores medios, especialmente a los beneficiarios de la primera expansión. A principio de los ’80, la crisis derivada de la caída de los precios del petróleo y el aumento de la deuda externa, obligó al gobierno a asumir políticas de austeridad del gasto público, entre ellas: replanificar los gastos destinados a la educación. La mayor demanda de personal docente generada por el incremento de la matrícula a nivel básico obligó a recortes en las actividades de investigación y desarrollo científico. El menor financiamiento estatal derivó en una depreciación del sistema educativo público nacional básico. El empobrecimiento de la calidad educativa en las instituciones públicas, junto con las debilidades que presentaba el mercado laboral para absorber a los nuevos profesionales, produjeron una desvalorización de la educación entre los sectores más empobrecidos. La menor inversión en la educación superior junto con el aumento de la demanda educativa, también significó un recrudecimiento de los mecanismos de selección e ingreso a las universidades. Procesos selectivos suspensos sobre la base del conocimiento se convirtieron en modernos mecanismo de creación y reproducción de la desigualdad. En 20 años (1981-2001) la matrícula de educación superior se incrementó tan solo 22,1%, y en 2001, 23 de cada 100 venezolanos entre 17 y 25 años ingresaron a la Universidad. Los sectores medios se valieron de la transmisión intergeneracional del capital cultural y de la expansión de la educación privada, para garantizar su ingreso a la formación superior y así proteger las ventajas sociales acumuladas. Por lo tanto, la alta selectividad de la educación universitaria aumentó las distancias con respecto al poder cultural de las clases, haciendo de la educación una característica de distinción de la clase media venezolana (Bronfenmajer & Casanova, 1982). El nuevo milenio arranca en medio de una situación demográfica diferente. Por efectos de la inercia demográfica, el 62% de la población se encuentra en edad de trabajar (15-64), mientras que el peso relativo de los grupos dependientes (jóvenes y ancianos) disminuye. Igualmente, como resultado de todo este proceso expansivo del sistema educativo, la población nacional exhibe mayores niveles de escolaridad. Para el año 2000, 47,6% de los venezolanos mayores de 15 años cuenta con primaria completa, 27,9% con secundaria y 12,1% con formación superior (Barro & Wha Lee, 2013). Es decir, en los últimos años Venezuela ha estado experimentado su período de bono demográfico. Sin embargo, la mayor oferta de mano de obra y el incremento del capital humano, solo son benéficos en la medida en que éstos pueden ser aprovechados. Una economía que invierte y ocupa su capital humano impulsa la productividad y garantiza un crecimiento sostenido. Sin embargo, tales circunstancias demográficas dentro de un contexto productivo deficiente pueden minimizar las oportunidades individuales y representar una pérdida de status social para los individuos, especialmente para aquellas personas que han encontrado en el ascenso educativo un mecanismo de distinción y ascenso social. Esta discordancia entre expectativa y realidad puede generar situaciones de tensión social y presión poblacional, que estimulan la fuga o migración como mecanismo de compensación ¿Estaba Venezuela económicamente bien preparada para asumir el cambio demográfico? El círculo vicioso de una economía rentista Fue en 1977 cuando la variación internacional de los precios del petróleo puso en evidencia la volatilidad de la economía nacional. La consolidación de un modelo de acumulación sustentado sobre los recursos extraordinarios derivados de la renta petrolera y no sobre el esfuerzo productivo nacional, degeneró en una economía poco diversificada y altamente dependiente (Gutiérrez, 2014). A pesar de la política sustitutiva, Venezuela no consiguió superar su modelo de capitalismo rentista y la crisis tocó la puerta. La política derrochadora del gobierno de Carlos Andrés Pérez había originado un aumento desmedido de la deuda externa que junto con la alta presión inflacionaria, la menor inversión privada y el bajo crecimiento económico provocaron una fuerte fuga de capital. La respuesta política ante la fuga fue la implementación de un control de divisas y, posteriormente, de un control de precios que contrarrestara los efectos de la devaluación sobre los costes de bienes y servicios. Los controles, empleados como medidas sustitutas de políticas macroeconómicas, degeneraron en mayor inflación, escasez de bienes y alimentos y en una desarticulación general del aparato productivo. Periódicas devaluaciones intentaron corregir el déficit fiscal y detener la fuga de capital, pero lo que terminaron fue impulsando los mecanismos ilegítimos para acceder a los dólares controlados por el Estado. Así, fueron consolidándose mercados cambiarios paralelos, que además de aumentar la corrupción administrativa, degradaron los principios morales y éticos de la sociedad en general (Beroes, 1990). El déficit fiscal del país se vio acentuado por el peso de la deuda externa que, al depreciar los activos de las reservas internacionales, generó problemas de liquidez. En este contexto de vulnerabilidad, el Estado se vio obligado a renegociar la deuda. Las presiones ejercidas por la banca internacional agilizaron la implementación de políticas económicas neoliberales de ajuste estructural. Ocho años después, Hugo Chávez Frías recibía un país fuertemente descapitalizado. La progresiva disminución de la inversión pública y privada, el menor peso de las industrias nacionales, y los procesos de privatización impulsados por la apertura comercial, habían facilitado las transferencias de propiedades nacionales a manos extranjeras. La participación de la industria en el PIB-nacional era cada vez más reducida y los precios del petróleo no salían del letargo. En este contexto, la propuesta económica del nuevo gobierno fue: (a) recuperar los indicadores macroeconómicos, (b) mantener al Estado como ente regulador de la economía, y (c) frenar los procesos de privatización. Para ello proponía: la apertura hacia la iniciativa privada, la diversificación de las ramas de producción agrícola e industrial y el desarrollo de una economía social. La ejecución de esta propuesta económica se vio obstaculizada por las contradicciones políticas. En medio de un auge de los precios del crudo en 2001, los sectores de oposición articularon alianzas con representantes del sector empresarial y trabajadores de la industria petrolera. La polarización generó situaciones de desestabilización política y económica que desencadenaron un golpe de Estado en 2002 y un paro cívico-petrolero a finales de 2002 e inicios de 2003. El gobierno consiguió derrotar el paro, pero la situación de inestabilidad política aumentó los indicadores de riesgo país impulsando otra nueva ola de fuga de capitales. El círculo vicioso de controles de cambio, precios, devaluaciones, inflación, escasez y crisis comenzaba, de esta manera, a reeditarse. Crisis institucional, violencia e inseguridad El buen funcionamiento de una sociedad requiere fuertes vínculos de cohesión social. Émile Durkheim (1987) concibe la sociedad como un conjunto de individuos que se conectan a partir de relaciones solidarias. En las sociedades industrializadas, donde la división del trabajo está fuertemente arraigada, estos lazos se articulan a partir de lo que Durkheim denominó solidaridad orgánica: que es el tipo de solidaridad construida por consenso. Personas disímiles, con la libertad de actuar, pensar y sentir de acuerdo a sus preferencias, interactúan y se vinculan a su sociedad a partir del trabajo cooperativo que realizan para ella. Dicha relación recíproca (individuo-sociedad) supone un tipo de moralidad intrínseca que se traduce como conciencia colectiva, y que es la encargada de definir los cánones de conducta y comportamiento. Estos mecanismos de regulación, reproducidos generacionalmente, articulan intereses colectivos e individuales, generando una mayor confianza en las instituciones, las leyes, los funcionarios y el Estado. Por lo tanto, en cuanto mayor es la conciencia colectiva, más coacción puede ejercer la sociedad sobre el individuo, aumentando los niveles de solidaridad y cohesión social. Pero, si la estructura de solidaridad se quiebra, “la cohesión se deshace y surge una disfunción entre sus distintos órganos” (Rosenfield, 1976, p. 311), generando situaciones de anomía, egoísmo, fragmentación y malestar social. A finales de la década de los’80 ese quiebre social se produjo en Venezuela. La crisis había excedido los límites de la frontera económica debilitando el consenso social instaurado por el Estado democrático desde la caída de la dictadura militar en 1958. En este contexto, el presidente Carlos Andrés Pérez (1989-1993) anunció el paquete de medidas pactadas con el FMI para acceder a un crédito de 4,5 mil millones de dólares, y así “corregir de manera profunda y prolongada los errores y omisiones que habían causado desequilibrios en el desarrollo del país” (King, 2013). El paquete de medidas fue rechazado. El 27 de febrero de 1989, once días después del anuncio, estalló una revuelta que dejó en evidencia las fisuras del cuerpo social. El motín – conocido como el Caracazo– se inició con una protesta por el aumento especulativo del pasaje interurbano que se propagó espontáneamente hasta convertirse en una ola de violencia y saqueos en la ciudad capital. El número de personas en las calles desbordó el control policial. Para restablecer el orden, el gobierno debió recurrir a la militarización de las ciudades principales, un toque de queda y la suspensión de las garantías constitucionales. Con cientos de heridos, muertos y numerosas pérdidas materiales se puso fin al conflicto. Tres años más tarde, en 1992 surgió una nueva reacción que puso en peligro el orden político. Dos intentos de golpe de estado en menos de un año dejaban en evidencia el descontento generalizado del pueblo venezolano. Para el sociólogo venezolano Roberto Briceño León (2012), estos eventos representan los tres puntos de quiebre del pacto social y el origen de una crisis institucional con fuertes repercusiones sobre los niveles de inseguridad y las tasas de homicidios en Venezuela. Teorías sociológicas sostienen que la violencia y el crimen no son causados únicamente por la pobreza; dinámicas estructurales y culturales en un contexto de fragmentación social también pueden incidir en el incremento de conductas anómicas dentro del espacio social. Uno de los exponentes de esta teoría, el sociólogo norteamericano Robert Merton, entiende el conflicto social, como producto de las discrepancias entre las metas culturalmente definidas y los medios institucionales disponibles para alcanzarlas. Messner & Rosenfeld (1997), por su parte, lo entienden como una consecuencia de los arreglos de mercado. Para estos dos teóricos, las fuerzas sociales y económicas actúan de manera opuesta generando una relación de equilibrio dentro del cuerpo social, que se ve quebrantada cuando alguno de los dos sectores es sobrestimado. Es decir, cuando las demandas económicas reciben mayor atención que las no económicas se produce un desbalance institucional, que debilita los controles normativos de la sociedad. En tal ambiente anómico, los actores se muestran más preocupados por la eficiencia y los resultados que por la legitimidad de los medios para alcanzarlos (Messner & Rosenfeld, 1997). En el caso venezolano, la estructura solidaria de los individuos, representada por el respeto a los valores morales y la normatividad, sufrió un shock en 1989. El Caracazo significó una ruptura con el orden social que degradó los marcos simbólicos de respeto hacia al otro y el principio de la propiedad privada. Por su parte, los golpes de Estado quebrantaron el pacto democrático, justificando el uso de la violencia como medio para acceder a fines políticos (Briceño León, 2012). A pesar de la reacción social, las medidas económicas se mantuvieron latentes, generando un contexto de fuerte desigualdad social y pobreza estructural. De esta manera, la balanza institucional del poder, inclinada hacia el sector económico, proveyó un suelo fértil para el crecimiento de presiones culturales anómicas (Messner & Rosenfeld, 1997), que luego se vería intensificado con el cambio ideológico del Estado. Un indicador del incremento de prácticas anómicas y del uso de la violencia asociada al crimen son las tasas de homicidios. En Venezuela esta tasa pasó de 13 asesinatos por cada cien mil habitantes en 1990 a 19 por 100 mil en 1998. Después de 2000 este indicador siguió su tendencia ascendente hasta alcanzar valores que, de acuerdo con cifras no oficiales suministradas por el Observatorio Venezolano de Violencia (2015), pudieron estar en torno a los 90 fallecidos por cada 100 mil habitantes en 2015. Igualmente, la inseguridad se ha convertido en un problema de salud pública. Acciones de delincuencia común, bandas delictivas, robos, distorsión y secuestros han pasado a ser prácticas frecuentes en las principales ciudades del país. La crisis institucional ha debilitado la estructura jurídica avivando la impunidad, mientras que la ineficacia del Estado para responder al problema de la violencia ha agudizado la incredulidad en los cuerpos policiales y el Poder Judicial. Esta pérdida de confianza en el cuerpo social ha generado cambios en la conducta individual; temores, desconfianza excesiva, zozobra, ansiedad y paranoia alteran el ritmo de la vida cotidiana, convirtiendo la inseguridad en una de las principales justificaciones del acto migratorio. Discusión: La migración como respuesta y su legitimación La dinámica económica y su interacción con las estructuras sociales y políticas engendraron escenarios de conflicto con fuertes implicaciones sobre la organización social. La crisis económica de 1983 demostró las fisuras del capitalismo rentista: una economía dependiente de la renta petrolera fluctúa a la par de los ciclos y las variaciones del mercado petrolero. La caída de los precios del petróleo durante la década de los ‘80 obligó a los gobiernos de turno a asumir políticas de control de cambio, control de precios y austeridad en el gasto público que se tradujeron en un deterioro sostenido de las condiciones de vida de la población. Problemas de inflación, desabastecimiento de productos básicos, debilitamiento de los mercados laborales, decadencia de la industria, desempleo, subempleo y pobreza en general, pasaron a formar parte de la cotidianidad nacional. En este contexto de crisis, se producen desplazamientos de venezolanos hacia el exterior. Datos de stock de Banco Mundial muestran que entre 1980 y 1990 el número de residentes venezolanos en el exterior aumentó en un 27% (Özden, Parsons, Schiff, & Walmsley, 2011). Las primeras investigaciones sugieren que se trata de un tipo de movilidad calificada (Garbi, 1988; Piñango, 1988; Malavé, 1991). En 2003, un nuevo auge en los precios del petróleo dinamizó la economía nacional. El estado de recesión derivado del paro petrolero fue superado gracias a esta coyuntura internacional. Entre 2003 y 2008 la economía creció a tasas elevadas; el Producto Interno Bruto (PIB) aumentó en un 87,3% (Weisbrot & Sandoval, 2007). La mayor disponibilidad de recursos le permitió al gobierno financiar un conjunto de programas sociales dirigidos a alcanzar, de forma masiva y acelerada, la inclusión social en áreas prioritarias como salud, vivienda, educación, trabajo y alimentación. Sin embargo, este período de bonanza no se tradujo en un aumento significativo de la inversión privada. Las políticas de control estatal de la economía asumidas para frenar la fuga de capitales, cerraron los espacios para la inversión y restringieron las importaciones y exportaciones, profundizando los procesos de desindustrialización. Al igual que en la década de los ‘80, los controles de cambio y precios generaron mayores tasas de inflación, escasez y desabastecimiento. Durante este nuevo ciclo de auge y decadencia de la economía nacional se percibe un aumento más intenso de la emigración en Venezuela. Los datos muestran que entre 2000 y 2010 el número de venezolanos en el exterior creció en un 45% (United Nations, 2013). La pregunta que surge, entonces, es ¿por qué ante escenarios económicos similares, la migración no se presentó con la misma intensidad? ¿Qué pudo haber generado tal diferencia? Aunque el ciclo económico dio un giro de 360 grados, la sociedad venezolana no se mantuvo estática. Transformaciones demográficas, políticas y sociales modificaron el sistema social y las condiciones de su funcionamiento. En principio, la población cambió. La transición demográfica produjo importantes variaciones en la composición etaria de la población, con implicaciones sobre la estructura económica. La alta proporción de nacimientos en un contexto de baja mortalidad, y la posterior caída de la fecundidad produjeron un acelerado proceso de envejecimiento poblacional que se tradujo en un incremento de la Población Económicamente Activa (PEA). Entre 1981 y 2001 la población en edad de trabajar (15-64) aumentó en un 55%, pasando de 8.207.696 individuos a 18.250.657. Por su parte, la PEA creció de 5.444.331 personas a 13.162.633 durante el mismo período. Por lo tanto, la propia estructura poblacional generó demandas sectoriales que presionaron sobre el sistema productivo; ¿estaba Venezuela en condiciones de responder a tales demandas poblacionales? Un aumento en la PEA exige la expansión del mercado de trabajo. De acuerdo con el pensamiento keynesiano, la inversión es la clave del empleo. Como gran parte de la fuerza laboral se ocupa en el sector industrial y en el área de servicios, el establecimiento de nuevas industrias promueve la creación de puestos de trabajo. Las personas –teniendo dinero– aumentan su capacidad de consumo y demandan mayor cantidad de bienes durables y servicios, estimulando la producción. Igualmente, el aumento de la productividad y la plena utilización de los recursos estimulan la innovación y el desarrollo de nuevas tecnologías, incrementando la demanda de trabajo calificado. En el caso de Venezuela, desde finales de los años ’80, la economía registra una acentuada pérdida de la participación del sector industrial dentro del Producto Interno Bruto. La consolidación de un tipo de industrialización de carácter importador, subordinado a los mercados internacionales, degeneró en un sector industrial débil y desarticulado incapaz de atender las demandas del mercado con producción doméstica (Contreras & Santeliz, 2013). La política de ajuste estructural asumida a inicios de los '90 limitó el consumo interno, y la liberación de los mercados elevó la competencia extranjera, provocando la desaparición y reorientación de muchas empresas. La decadencia de la industria suscitó el desplazamiento del empleo hacia el sector terciario de la economía, específicamente ocupaciones poco productivas y no tan demandantes de capital humano especializado. La situación se profundizó durante el gobierno de Hugo Chávez; entre 1998 y 2005 el sector industrial disminuyó en un 26%. Esto significa que, como bien apunta Zuñiga (2010, p. 360): “el país cuenta con una mano de obra abundante, pero con una estructura económica que tiende a generar puestos de trabajo en los sectores menos productivos de la economía.” En tal contexto, las condiciones para la migración laboral están dadas. Aunque las estadísticas venezolanas indican una progresiva disminución de la tasa de desempleo, la distribución poco eficiente del recurso humano dentro del sector productivo nacional, especialmente en áreas de mayor especialización, junto con la inestabilidad de los salarios en un escenario de alta inflación, pueden estar estimulando –de acuerdo con la teoría neoclásica– la decisión migratoria. Sin embargo, como bien expresa Abdelmalek Sayad (2010), la migración como fenómeno poblacional solo es posible después de una ruptura con las bases del orden social, es decir, después de un proceso de disyunción de los lazos que engranan el tejido social. Tal proceso de ruptura se inició en Venezuela durante la década de los '80 y explotó en 1989 con el Caracazo. Este estallido, más que un levantamiento popular, reveló el debilitamiento de los vínculos sociales nacionales. Los gobiernos de turno degradaron el carácter benefactor del Estado, y en medio de la crisis, priorizaron al sector económico desvirtuando el consenso político-social existente. En tal situación, la esfera de conciencia colectiva se contrajo y la masa social reaccionó de manera descontrolada, quebrantando reglas morales y jurídicas. La ineficacia del sistema institucional para atender las demandas de los venezolanos acentuó el proceso de desarticulación gradual del cuerpo social. Para recuperar la cohesión, nuevos arreglos institucionales debían ser establecidos. En ese contexto, Hugo Chávez con su propuesta de reforma constitucional asumió las riendas del país. Sin embargo, su postura ideológica revolucionaria limitó los espacios de diálogo con los diferentes actores del sistema social y el nuevo proyecto de país fue instaurado sin consensos. La disconformidad le abrió paso a la polarización, y ésta creó las condiciones para una guerra simbólica, política y económica por la imposición de una visión legítima de la realidad nacional y el control de la renta. En ese estado de confrontación los nuevos arreglos normativos no pudieron ser legitimados. El constante choque entre viejas y nuevas estructuras de percepción social, terminó provocando un fuerte vacío institucional, que aceleró el proceso de fragmentación social: la ruptura había sido institucionalizada. La teoría social explica que cuando los órganos solidarios no consiguen conectarse entre sí de manera eficiente y prolongada surge un estado de anomía (Durkheim, 1987). La ausencia de normas o el vacío institucional deriva en situaciones de confusión y desintegración social. La pérdida de confianza en el cuerpo social y el aparato institucional, genera una fuerte sensación de inseguridad. El individuo al percibir que la sociedad ha dejado de brindarle todo lo que necesita para su estabilidad personal, deshace el vínculo cooperativo que había establecido con ella y quiebra el estado de dependencia. Este potencial aumento de autonomía puede desembocar en múltiples prácticas individualistas. Actores cada vez menos preocupados por la legitimidad de los medios, pueden caer en prácticas delictivas que, a su vez, aceleran los procesos de descomposición y desafiliación social. Quizás por esto no sea casualidad que paralelo al aumento de las tasas de homicidios se observe un mayor volumen de emigrantes venezolanos en el exterior, ambos con un mismo punto de inflexión: el año 2000. La migración, entonces, pudo haberse convertido en una alternativa individual para contrarrestar las deficiencias de los mercados laborales en Venezuela y las limitaciones salariales, pero esta solo pasó a ser una estrategia socialmente compartida luego de avanzado el proceso de ruptura con los vínculos garantes de la cohesión social. Desde entonces, el venezolano ha estado haciendo consciente su disponibilidad para migrar, en palabras de Abdelamek Sayad (2010, p. 408) se ha transformado “en emigrado potencial a la espera de realizarse como inmigrante efectivo”. Este proceso de disociación consciente del cuerpo social implica la creación de una serie de mecanismos de legitimación de la ausencia. El distanciamiento debe ser explicado y justificado: “la inmigración no puede concebirse, no puede realizarse ni perpetuarse más que a condición de que descanse en toda una serie de ilusiones colectivamente mantenidas, compartidas por todas las partes concernidas” (Sayad, 2010, p. 409). Así, la búsqueda de un mejor futuro, de mejor calidad de vida para los hijos, y de mayores oportunidades para la autorrealización; la falta de democracia, la seguridad personal pasaron a constituir los motivos, las excusas, los pretextos; en fin, el conjunto de ilusiones socialmente construidas para justificar ese proceso de desafiliación, que en términos comunitarios, no deja de percibirse como una amenaza para el grupo. Y son, precisamente, esas justificaciones, las que impulsan y a su vez permiten la reproducción de los movimientos. A diferencia de otros tipos de movilidad internacional, la emigración venezolana no parece ser una práctica de las clases bajas, sino de las clases medias. ¿Puede esto ser posible? ¿Por qué la clase media? La formación de la clase media en Venezuela, estuvo intrínsecamente ligada a la política de expansión del sistema educativo. La educación superior se convirtió en instrumento de movilidad vertical, que nutrió a los estratos medios después de la aparición del petróleo. Entre 1974 y 1999 la matrícula en educación superior aumentó 70,6%, y luego de las políticas de creación y fortalecimiento de la educación superior, asumidas durante el gobierno de Chávez, el número de inscritos creció 294%. Una mayor proporción de personas en edades productivas y con más altos niveles de escolaridad representa un cambio significativo en el perfil educativo de la PEA (Franco, Hopenhayn, & León, 2011). Sin embargo, cuando ese aumento en la cantidad y la calidad del capital humano no se produce dentro de una estructura económica eficiente, tres situaciones individuales pueden surgir: (1) disociación entre el nivel educativo alcanzado y el lugar que se ocupa dentro de una organización laboral, (2) disociación entre la profesión estudiada y el tipo de ocupación que se realiza, (3) búsqueda de oportunidades en otros países. Decidir entre aceptar una situación de disociación o aventurarse hacia una salida migratoria, implica la consideración de múltiples factores individuales y contextuales, entre ellos, la posibilidad que cada persona tenga para satisfacer las necesidades inherentes a la clase social a la cual pertenece, o a la cual desea pertenecer. De acuerdo con Bourdieu (1989), los agentes dentro de una sociedad se distribuyen de acuerdo al volumen y la composición del capital económico, cultural y simbólico acumulado que poseen. Las clases, entonces, agrupan aquellos sujetos con condicionamientos similares, que ocupan posiciones similares dentro del espacio social, y que al estar dotados de disposiciones similares desarrollan prácticas similares. Dichas afinidades solo tienen sentido dentro de un espacio social erigido sobre las bases de la diferencia. La necesidad de distinguirse crea marcos singulares de preferencias de acuerdo al colectivo social al cual se pertenece. En una sociedad de consumo, tal distinción pasa a ser definida por el contenido simbólico de las necesidades sociales que pueden ser satisfechas. Es decir, la acción de consumir bienes y servicios específicos refuerza las marcas de identidad que configuran el status social de los individuos (Franco, Hopenhayn, & León, 2011). Esto implica que, aun cuando la inserción profesional es un aspecto fundamental de la relación sujeto-sociedad, es la capacidad de consumo lo que le permite al individuo acceder a circuitos de privilegio, reconocimiento y distinción social. En Venezuela la crisis ha estado restringido, progresivamente, las modalidades de consumo. A pesar de las medidas económicas asumidas por los gobiernos de turno, la inflación ha mantenido su tendencia creciente, generando incertidumbre sobre los precios y coartando las decisiones sobre compra, ahorro e inversión. El dilema de la inflación es que, además de elevar los precios de bienes y servicios, presiona sobre las tasas de interés, limitando los préstamos para gastos e inversión. La restricción en los créditos afecta, a su vez, los hábitos de consumo de los ciudadanos, a quienes se les hace más difícil adquirir viviendas, vehículos, artículos electrodomésticos, u otros bienes de distinción a plazos. Limitado el consumo, la clase media, que dentro del campo social busca diferenciarse de los sectores populares y aproximarse al estilo de vida de los sectores dominantes, se ve expuesta a la homogeneización. La situación comenzó a agudizarse después de la crisis política de 2003 y el viraje ideológico hacia la consolidación del Estado Socialista. El Gobierno aumentó la presencia estatal dentro la gestión económica, y retomó la política de controles de cambio y precios, con resultados estériles sobre las tasas de inflación. El alza de los precios, en un escenario económicamente controlado, generó nuevos episodios de escasez y desabastecimiento. La política de controles también se convirtió en una estrategia de movilidad, en la medida en que la posibilidad de tener acceso a dólares de valor preferencial, reducía notablemente el costo de los movimientos. Sin embargo, el uso de los dólares preferenciales requería una inversión inicial relativamente sustancial, que solo la clase media podía costear. Cuando los dólares comenzaron a hacerse más restrictivos para actividades de turismo, los dólares preferenciales modalidad “estudiante” tomaron mayor importancia, y los cursos de idiomas y postgrado se convirtieron en una estrategia de salida viable para profesionales venezolanos, que encontraron en la Comisión de Administración de Divisas (CADIVI) la posibilidad real de alcanzar las metas sociales previamente construidas, pero fuera de las fronteras nacionales. En resumen, la crisis económica del país afectó la capacidad de consumo de la clase media, y por ende, las marcas de identidad que pueden reforzar su posición dentro del espacio social. Sin embargo, los agentes siempre se las ingenian para redefinir los bienes de consumo y crear nuevos objetos simbólicos de diferenciación. En este contexto: ¿pudo la emigración llegar a convertirse en ese nuevo objeto simbólico de distinción social de la clase media venezolana? REFERENCIAS Barro, Robert y Jong Wha Leen (2013) “A New Data Set of Educational Attainment”. Journal of Development Economics, 104, 184-198. Beroes, Agustín (1990) RECADI la gran estafa: un reportaje que descubre la corrupción desatada por el régimen de cambio diferencial. Caracas: Planeta. Bourdieu, Pierre (1989) “El espacio social y la génesis de las clases”. Estudios sobre las Culturas Contemporáneas, III (7), 27-55. Bourdieu, Pierre (2000) Cosas Dichas. Barcelona: Gedisa. 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