Cynthia Rimsky Ramal Santiago: Fondo de Cultura Económica, 2011.

Anuncio
$ÈUFESBEF"SUFT/¡
t*44/
ª'BDVMUBEEF"SUFTt1POUJmDJB6OJWFSTJEBE$BUØMJDBEF$IJMF
Cynthia Rimsky
Ramal
4BOUJBHP'POEPEF$VMUVSB&DPOØNJDB
Por Alida Mayne-Nicholls
Pontificia Universidad Católica de Chile
[email protected]
Hace algunos años acompañé a una prima de mi padre a conocer la casa en
que había nacido en la oficina salitrera de Humberstone. No fue sencillo, pero
logramos encontrar la casa, después de vagar y recorrer la oficina. Recuerdo
bien una de las sensaciones que me dejó caminar por el lugar y detenerme en
los pasillos vacíos, estar en el teatro sin espectadores y observar la piscina sin
nadadores. Era una sensación de estar en pausa, de estar en un lugar suspendido, en el que alguna vez había habido movimiento, pero en el que ahora sólo
podíamos ingresar en tensión, porque nuestras presencias no eran capaces de
devolverle la vida que había tenido.
En la lectura de Ramal, me encontré con una tensión semejante, que tiene
que ver con no ser capaces de quebrar una situación de ausencia, con ser extraños
en un lugar, lo que se aprecia en las distintas líneas narrativas que identifico en
el libro. En la primera, el texto nos presenta el viaje del personaje protagónico
por las estaciones y pueblos que une el tramo ferroviario conocido como Ramal
Talca-Constitución. Al protagonista lo conoceremos como “el hombre que viene
de afuera”, un sujeto que visita la zona para idear un plan sobre cómo salvar el
ramal, lo que se traduce en cómo lograr que vayan turistas a la zona, en vez de
114
Cátedra de Artes N°9 (2011):113-117
cómo mejorar las condiciones de vida de aquellos que decidieron permanecer
en vez de emigrar a la ciudad. Una segunda línea la presenta la historia del hijo
del protagonista, un niño de doce años que vive en Talca con su madre. Esta
historia se irá introduciendo con sutileza entre los párrafos dedicados al viaje
del padre. Al comienzo del texto apenas tendremos una pequeña pista de que
es la historia del hijo la que cobrará importancia hacia el final: “Si no existiera
el dictamen del tribunal de Familia que lo obliga a dejar la casa de su madre,
con la que vive en Talca, para visitarlo a él dos veces al mes, durante tres días
en la casa de Maruri, su hijo se hubiese mantenido alejado de la estación de
trenes y de lo que allí ocurrió” (18). Estas palabras se perderán al ser seguidas
por una exhaustiva descripción del ramal. La tercera línea la constituye el relato
fotográfico. Cynthia Rimsky incorpora imágenes tomadas en su mayoría por
ella misma durante el viaje que realizó por el ramal y que se convirtió en parte
del material para trabajar en la obra que ahora reseño. Estas imágenes no son
meros acompañamientos, sino que sirven para explicitar la tensión que agobia
durante la lectura del libro y que me recuerda aquella visita a Humberstone: la
de no lograr estar en plenitud en un lugar que parece vacío.
Las imágenes de Rimsky son fotografías en blanco y negro que aparecen en
distintos formatos: a veces ocupan la mitad de una página, otras son a página
completa, y muy pocas de ellas cubren dos páginas completas. Pienso, entonces,
en W. Georg Sebald. Sobre la inclusión de imágenes que realiza el autor alemán,
Lise Patt escribe: “These images then interact with and reverberate in the small
black-and-white photos interspersed in his writings” (14). Efectivamente, la
presencia de las imágenes en Ramal, hace que la narración se expanda, que se
complemente: nos permite ver la tensión y no solo sentirla.
La tensión queda de manifiesto de distintas maneras. Una de ellas es la forma
en que se nombra al protagonista, puesto que se lo designa por su calidad de
afuerino. El que viene de afuera se alojará en las casas de los habitantes de los
pueblos, irá a sus fiestas del vino, les hará preguntas, pero nunca será capaz de
superar la distancia que existe entre él y la gente del ramal, como si estuviera
siempre mirando a través de un filtro (o a través de la cámara fotográfica). Podremos apreciar esa barrera al poner atención al relato en imágenes, puesto que
nos encontramos con un nutrido grupo de fotografías tomadas desde el mismo
buscarril, pero que ponen su acento no en el paisaje de afuera, sino en la ventana
o puerta que se interpone. La foto elegida para ilustrar la portada del libro ya
indica esta constante: podemos ver claramente el marco de la ventana arriba y
debajo de la imagen, y el vidrio rayado. Tras eso, se vislumbran algunas casas y
árboles. Cuando la mirada no se encuentre mediada se tratará de una mirada
intrusa, que aprovecha los intersticios para espiar lo que hay del otro lado, así
su experiencia será siempre la del afuerino, y también la del voyeur: “En lo que
tarda en llegar [la dueña de casa a la puerta], el que viene de afuera aprovecha
de mirar hacia el interior: los muebles corresponden a una vivienda particular,
la del jefe de estación, su esposa y su hija” (31).
Reseñas
La distancia que el protagonista mantiene con respecto a los lugareños y las
localidades plantea otra tensión en el texto, al quedar expuesto en una narración
de carácter intimista, que trata de ir introduciéndose en el pasado del personaje
para poder entender su presente. Así sabremos que los continuos viajes que
realiza por el ramal representan también un regreso familiar, puesto que su
abuelo –el primer Bórquez– fue uno de los que abandonó la zona para emigrar
a Santiago. Aunque sus antecedentes están en Colín, él no se reconoce parte del
lugar; de hecho, se manifiesta como un ser que no posee un territorio ni menos
un hogar, y que solo logra ver el mundo, sea este la zona del ramal o la relación
con su hijo, estableciendo una distancia que no es posible quebrar. Veamos otro
pasaje: “El asiento de la estación de Maquehua, donde los lugareños esperan el
tren, está ocupado por un hombre y un niño. El último tren acaba de partir y
no pasará otro hasta mañana. Si no le avergonzara interrumpirlos, se acercaría
a tomarles una foto. Al dejarlo atrás, alcanza a escuchar que el hombre consuela
al niño: ‘Para la próxima vez, seguro que nos retratan’” (56).
Bajo el párrafo anterior, y ocupando la mitad de la página, aparece la fotografía de una estación mirada desde lejos; la estación está vacía.
A lo largo del libro veremos muchas imágenes de lugares vacíos: caminos de
tierra sin gente, estaciones abandonadas, asientos desocupados. Si bien en algunas
fotografías aparecen personas, nunca encontramos un retrato, sino que la gente
está siempre fuera del centro de interés de la foto, de espaldas, desapareciendo por
el costado. Las imágenes hacen patente aquello que se palpa en la palabra escrita.
Pienso, por ejemplo, en el protagonista, esta suerte de fantasma que se pasea por
el ramal sin intervenir, sin querer ser visto y cómo esto se refleja en la secuencia
que forman dos imágenes del libro. Estas remiten a la casa de Maruri en Santiago,
el hogar del abuelo, consulta de dentista del padre, y adonde él va a parar luego
de la separación de su mujer. Cuando regresa a la casa de Maruri después de una
estadía en el extranjero, se encuentra con que todo seguía ahí, tal como lo había
dejado: “Abrió las puertas que daban a la galería: allí estaba el guindo, el cerezo, la
cama deshecha, el libro sobre el velador, las sandalias que usaba para andar en la
casa, el plástico que nunca quitó por completo del cordón del televisor, el sartén
sobre el hornillo. Las cosas le recordaron que el ausente era él” (125). En la página
opuesta se ve la foto de un gran espejo cubierto por una sábana. Ha estado así
desde la muerte del padre. Cinco páginas más adelante la imagen muestra el mismo
espejo, pero se encuentra destapado y la sábana abajo. Sin embargo, el reflejo del
que viene de afuera –quien ha quitado la sábana– no aparece, solo se ve reflejado
un sillón de madera de dos cuerpos, por supuesto está vacío.
La tensión es entre estar presente y estar ausente al mismo tiempo. Esta
idea la encontraremos explicitada desde el comienzo del libro: “Aunque le pesa
haberlo preocupado, siente alivio de no haber errado cuando, al reconocer a la
ausencia que creyó haber dejado con llave en la casa de Maruri, apuró el paso”
(21). Siguiendo esa línea, en el capítulo “Sexta vuelta”, leemos: “No ha llegado
[el dueño de la pensión] cuando recibe el llamado urgente de su ex esposa y la
116
Cátedra de Artes N°9 (2011):113-117
ausencia que lo viene siguiendo desde Maruri, se desliza en el cuarto junto con
él” (133). Este penúltimo capítulo presenta el quiebre en la narración. El relato
sin sorpresas y que daba cuenta de eventos cotidianos y sin mayor relevancia
en las visitas del personaje principal al ramal, da paso a una narración en que se
presume una tragedia: el hijo no ha regresado a su casa en Talca y la madre no
sabe qué ha pasado con él. Como lectores nosotros lo sabemos, porque en este
capítulo el narrador deja de seguir en forma exclusiva los pasos del afuerino y
nos muestra también las acciones del hijo, o bien podríamos considerarlas inacciones, por cuanto el hijo pareciera dejarse llevar por un mandato familiar, por la
herencia del apellido Bórquez, sin oponer resistencia; esta herencia es regresar
a Colín, desde donde el abuelo partió. El que viene de afuera ha evitado esa
estación, apenas la ha visto al pasar desde adentro del buscarril. Como lectores
compartimos ese “conocimiento al pasar”; así en la página 29 una fotografía
de un paisaje tomado desde el tren nos remite al siguiente texto: “Colín. El
tren sigue de largo. Un árbol más alto que los otros”. Luego en “Sexta vuelta”
encontraremos las siguientes líneas: “En vez de eso, baja en la estación de la
que huyó su abuelo. Las ocasiones que pasó por aquí en tren, advirtió que la
fachada necesitaba una reforma. En Colín comprueba que sólo permanece en
pie la fachada” (134). Abajo, la fotografía muestra la fachada en cuestión, con el
nombre del pueblo en letras mayúsculas de gran tamaño. Podría pensarse que
es simplemente ilustrativa, sin embargo, la imagen cuestiona el texto escrito, ya
que no muestra que la fachada es todo lo que existe, sino que da la impresión
de un lugar todavía en pie.
En las páginas siguientes las fotografías nos harán vagar por Colín, puesto
que los puntos focales son los caminos de tierra, las vías del tren, siempre en
perspectiva, invitándonos a seguir, a seguir leyendo, y también a dejarnos llevar
por la herencia Bórquez, porque avanzamos en una soledad absoluta, las imágenes
nos muestran que nadie está ahí. Estas fotografías, y también las palabras, nos
dirigirán constantemente a la idea de vagar. El hijo las tiene presente y eso trae
el recuerdo de una conversación antigua sobre vagos entre él y su padre: “El hijo
no conoce vagos como Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Los únicos vagos que
conoce son los delincuentes que aparecen en la televisión” (141). En esas pequeñas líneas constatamos lo que ya adivinábamos, que padre e hijo se encuentran
también en tensión, a pesar de sus parecidos –el físico y el de carácter–, viven
en mundos que no pueden encontrarse. A partir de esa idea se irá avanzando al
quiebre con la partida definitiva del hijo. Entonces la narración a través de las
palabras quedará muda, no es posible escribir sobre la pérdida ni sobre la ausencia.
La única manera de dar cuenta de la ausencia, y de cómo esta terminó por atrapar
al que viene de afuera, es prescindiendo de las palabras. En las páginas del libro
el espacio que teóricamente deberían haber ocupado las palabras está vacío y
lo que tenemos son las imágenes, secuencias de un viaje tomadas desde el tren,
y en que el afuera no tiene mayor importancia. De hecho, entre la velocidad y
el precario estado de los vidrios, apenas se distingue lo exterior. En cambio los
Reseñas
117
marcos de las ventanas son gruesos, el énfasis está ahí. Al desaparecer las letras
desaparece también la tensión, puesto que la ausencia es asumida y abrazada.
Como decía hacia el comienzo, la presencia de las imágenes nos permite ver
esta historia de ausencia, de no lograr estar en el lugar que corresponde. Vuelvo
a recordar la visita a Humberstone y la impresión que siempre me ha dejado
el ir a esas oficinas salitreras ahora abandonadas, de que ellas mismas se han
convertido en la perpetuación de una idea de ausencia que no es posible revertir.
Es decir, si no es posible llenar el espacio ausente, este primará.
Referencias
Patt, Lise (Ed.). Searching for Sebald: photography after W. G. Sebald. Los Angeles:
ICI Press, 2007. Medio impreso.
Rimsky, Cynthia. Ramal. Santiago: Fondo de Cultura Económica, 2011. Medio
Impreso.
Descargar