MODULO I

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LECTURA 1
MODULO I
PRINCIPIOS DEL SISTEMA ACUSATORIO
MODULO I
1. Modelo político criminal actual.
La política criminal está experimentando cambios sustanciales. Por
momentos, se hace difícil intuir razonablemente cuál va a ser el alcance y
destino último de tales transformaciones. Por ello, seguramente ahora,
más que nunca, se hace necesario, junto a la adopción de una perspectiva
realista sobre los problemas que la conciernen, buscar un anclaje
profundo en la idea de persona, su dignidad y los derechos que le son
propios —y que integran un sistema objetivo de valores—.
1.1 Modelo Garantista.
A lo largo del pasado siglo, se vino a desquebrajar el modelo
denominado «garantista», o también conocido como derecho penal
mínimo. Sus postulados consistían en los siguientes puntos:
 Atribución de una eficacia limitada a los genuinos
instrumentos de intervención, la norma y sanción penales.
Éstos sólo desarrollarían efectos sociales perceptibles en la
medida en que se encuadraran en un contexto más amplio, el
del control social en general. Sólo en tanto y en cuanto el
subsistema de control penal coincidiera en sus objetivos con
los pretendidos por el resto de los subsistemas de control
social –familia, escuela, vinculaciones comunitarias, medio
laboral, relaciones sociales, opinión pública– y en la medida en
que interaccionara recíprocamente con ellos, habría garantías
de que la intervención penal pudiera condicionar los
comportamientos sociales. De ahí que se desconsiderara su
posible uso como ariete promotor de transformaciones en los
valores sociales vigentes.
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 Deliberada reducción de su ámbito de actuación a la tutela de
los presupuestos más esenciales para la convivencia. En esa
actitud ha jugado usualmente un papel importante la
constatación de la naturaleza especialmente aflictiva de las
sanciones que le son propias, que estima superior a la de
cualquier otro medio de intervención social, lo que justificaría
un empleo muy comedido de ellas.
 Profunda desconfianza hacia un equilibrado ejercicio del poder
sancionatorio por parte de los poderes públicos. El derecho
penal de este modelo se sigue declarando orgullosamente
heredero del liberalismo político, y, en consecuencia, estima
una de sus principales tareas la de defender al ciudadano,
delincuente o no, de los posibles abusos y arbitrariedad del
Estado punitivo. De ahí que coloque la protección del
delincuente, o del ciudadano potencial o presuntamente
delincuente, en el mismo plano que la tutela de esos
presupuestos esenciales para la convivencia acabados de
aludir. Ello explicará las estrictas exigencias a satisfacer por los
poderes públicos al establecer los comportamientos delictivos
y las penas para ellos previstas, a la hora de verificar la
concurrencia de unos y la procedencia de las otras en el caso
concreto, y en el momento de la ejecución de las sanciones.
 Existencia de límites trascendentes en el empleo de sanciones
penales. Así, los efectos socio personales pretendidos con la
conminación, imposición y ejecución de las penas, por muy
necesarios que parezcan, en ninguna circunstancia deben
superar ciertos confines. Otro de los confines a no superar es el
de la proporcionalidad, en virtud del cual la pena debe
ajustarse en su gravedad a la del comportamiento delictivo al
que se conecta, debiendo mantener u n a correspondencia
sustancial con él. Finalmente, la pena debe fomentar o, al
menos, no cerrar el paso a la reintegración en la sociedad del
delincuente, idea ésta que se configura como u n derecho de
todo ciudadano y se nutre tanto de una visión incluyente del
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orden social como del reconocimiento de la cuota de
responsabilidad de la sociedad en la aparición del
comportamiento delictivo.
No obstante de los postulados liberales que se presentan en este
modelo, hoy día ya no da las claves para poder interpretar los recientes
cambios político-criminales.
1.2
Modelo penal de la seguridad ciudadana.
1.2.1. Modelo resocializador.
El nuevo modelo que se está asentando inició su devenir en algunos
sistemas jurídicos antes que en otros, y en eso tiene mucho que ver el
modelo penal de intervención. En los años sesenta y setenta del siglo XX
ciertos ordenamientos jurídicos tomaron una decidida orientación a favor
de lo que se llamó «el modelo resocializador». Este modelo se implantó
contundentemente en ciertos países anglosajones, de modo especial
Estados Unidos y Gran Bretaña. Su impulso lo recibía de la «ideología del
tratamiento», la cual consideraba que la legitimación del derecho penal
nacía de su capacidad para resocializar al delincuente, y que todo el
instrumental penal debía reconducirse a esa finalidad.
Esta ideología tenía una larga tradición, desde los correccionalistas
españoles o positivistas italianos de la segunda mitad del XIX, pasando
por las llamadas «escuelas intermedias» italiana y alemana de los años
veinte y treinta y las teorías de la defensa social que florecieron en Italia y
Francia en los años cuarenta y cincuenta. Lo realmente novedoso fue que
el conjunto de países acabados de citar pretendieron, durante más de dos
décadas, configurar su modelo de intervención penal de acuerdo con esa
idea de la resocialización del delincuente. Ello implicaba una serie de
decisiones significativas, como la búsqueda de la reintegración en la
sociedad del delincuente, objetivo al que han de acomodarse todos los
demás. Eso conlleva que los otros efectos socio personales pretendidos
tradicionalmente por la pena, quedaran en un segundo plano o sufrieran
un descrédito sin paliativos. De igual manera quedaban oscurecidos
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ciertos efectos dirigidos de modo directo a prevenir que el delincuente en
concreto volviera a delinquir, como es el caso de la intimidación a su
comportamiento futuro que éste recibe mediante la imposición de la pena,
o su inocuización para causar daños a la sociedad mientras dure su
estancia en prisión.
La obtención de ese objetivo resocializador exigía arrumbar ciertas
cautelas propias del derecho penal clásico. Así, se difuminan las
referencias al hecho concreto realizado a la hora de determinar la
responsabilidad del delincuente, prestando especial atención a sus
condicionamientos personales y sociales en el momento de delinquir. Se
promueven las penas indeterminadas, cuya duración y contenido quedan
directamente condicionados por la evolución registrada en el proceso de
reintegración en la sociedad del delincuente.
La pena de prisión es objeto de una valoración ambivalente. Se
considera que proporciona un marco espacial y regimental que facilita las
aproximaciones reeducadoras a los delincuentes, de ahí que se fomente un
uso de ella desprovisto, en la medida de lo posible, de los componentes
aflictivos y con características diversas según las necesidades de
tratamiento a que deba atender.
El abordaje de la delincuencia se consolida como una tarea de
expertos. Sin duda, compete a los profesionales de la policía y de la
jurisdicción, pero sobremanera a un conjunto de profesionales de las
ciencias del comportamiento que, a la búsqueda de las vías más eficaces
para obtener la reintegración social del delincuente, aportan masivamente
sus conocimientos en el momento de la determinación de la pena y,
singularmente, durante su ejecución. Los políticos se inmiscuyen poco en
lo que consideran una labor técnica, y la ciudadanía en general no muestra
demasiado interés, salvo sucesos ocasionales, en lo que se hace con los
delincuentes.
Este modelo resocializador sufrió un generalizado y rápido colapso
desde mediados de los años setenta en los países que más se habían
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involucrado en él. Una breve exposición de las razones que llevaron a tal
desmoronamiento se puede resumir en:
Cunde el desánimo entre buena parte de sus defensores respecto de
la eficacia de las técnicas de tratamiento. Se extiende la idea de que se ha
estructurado todo un sistema que, en último término, ofrece escasos
frutos.
Se asienta la impresión de que el énfasis en la resocialización del
delincuente constituía, objetivamente, una cortina de humo que velaba las
responsabilidades de la sociedad en su conjunto, de los sectores sociales
más favorecidos de ella, y de los propios órganos de control en el
surgimiento de la delincuencia o, incluso, en la definición de lo que podía
considerarse como tal. Los movimientos propios de la criminología crítica
juegan un importante papel al respecto, desde fuera y desde dentro del
modelo resocializador.
Se reavivan los argumentos propios del modelo garantista que
cuestionan la legitimidad de llevar a cabo injerencias tan intensas sobre
los derechos y la personalidad del individuo delincuente. Se reclama, por
un lado, el restablecimiento de las garantías individuales vinculadas a que
la responsabilidad derive exclusivamente del hecho concreto realizado, a
penas de duración determinada y a la reducción del arbitrio judicial y
penitenciario.
Se cuestionan, por otro lado, las pretensiones resocializadoras en la
medida en que, con frecuencia, no se limitan a asegurar el futuro
acatamiento externo de la norma por parte del delincuente, sino que
aspiran a modificar profundamente la personalidad de éste.
Otros efectos sociopersonales de la pena, como la intimidación al
conjunto de la sociedad, o la intimidación o inocuización del delincuente,
recuperan su prestigio. La eficacia de lo primero exige catálogos de penas
que guarden proporción con la gravedad de la conducta realizada, al
margen de las características del delincuente. El desarrollo de lo segundo
supone olvidar la exigencia de proporcionalidad cuando estemos ante
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delincuentes reincidentes, cuya confrontación exige largas condenas de
prisión en buena medida ajenas a la evolución del interno.
Un autor británico, Garland, ha puesto de manifiesto que todas esas
modificaciones en los modelos de intervención penal, se limitan a reflejar
un cambio más profundo de las creencias y formas de vida de la sociedad
moderna, el cual estaría transformando la política criminal.
Propuestas del Derecho penal de la seguridad ciudadana.
Tolerancia cero (las ventanas rotas).
En los últimos tiempos, los métodos disuasorios y las políticas de
tolerancia cero han suscitado el apoyo tanto de los políticos como de
algunos sectores de la sociedad, métodos que en gran medida no abordan
las causas subyacentes de la delincuencia, sino más bien protegen y
defienden ciertos elementos de la sociedad.
Desde hace más de diez años, hemos escuchado en algún discurso
político o en los medios de comunicación sobre la famosa teoría de
«tolerancia cero», «modelo Nueva York» o «modelo Giulliani». Esta
teoría de la «tolerancia cero», nace de diversa teoría de control social
denominada teoría de las ventanas rotas, esta teoría surge en 1982 en la
Monthy Review, creada por Kelling y Wilson, se centra en explicar la
relación que existe entre la aparición de desordenes y el surgimiento de la
autentica delincuencia. Si se permite en un barrio una sola ventana rota
siga sin arreglarse, se está lanzando un mensaje a los posibles infractores,
que dice que ni la policía ni los residentes de la zona se preocupan por
mantener la comunidad en buenas condiciones. Con el tiempo, a la
ventana rota se le unirán otros signos de desorden: pintadas, basura,
vandalismo y vehículos abandonados. La zona, barrio o colonia comenzará
a sufrir un proceso de deterioro gradual en el que los residentes
«respetables» intentarán irse y serán sustituidos por recién llegados
«desviados», como los traficantes de droga, los indigentes y personas en
libertad condicionada, entre otros.
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La teoría de las ventanas rotas ha sido la base de las denominadas
políticas de tolerancia cero, un enfoque que recalca la idea de que la clave
para reducir el número de delitos graves es un proceso continuo de
mantenimiento del orden. Las políticas de tolerancia cero se centran en
pequeños delitos y formas de conducta perturbadora como el vandalismo,
holgazanear en la calle, pedir dinero a la gente, estar borracho en lugares
públicos, por solo citar algunos de ellos. Se cree que las ofensivas de la
policía contra las desviaciones menores tienen efectos positivos como
puede ser que produce la reducción de formas de delincuencia más graves.
Las políticas de tolerancia cero se han introducido en muchas grandes
ciudades estadounidenses, después de su aparente éxito en Nueva York. El
departamento de policía de esta ciudad, a partir de una agresiva campaña
orientada a recuperar el orden en el metro, aplicó después el mismo
enfoque de tolerancia cero a las calles, imponiendo más restricciones a
mendigos, indigentes, vendedores callejeros y propietarios de librerías y
clubes que ofrecieran productos de índole sexual. No sólo disminuyeron
de forma espectacular los índices de criminalidad más habituales (los
atracos con intimidación y los robos), sino que la tasa de homicidios
también registró su nivel más bajo en casi un siglo.
Sin embargo, uno de los fallos importantes de esta teoría de las
«ventanas rotas» es que deja que la policía identifique, del modo que
quiera, los «desórdenes sociales». A falta de una definición sistemática de
lo que constituye desorden, la policía tiene autorización para considerar
que casi cualquier cosa es un síntoma de éste y que cualquiera es una
amenaza. De hecho, junto a la reducción de los índices de delincuencia
durante toda la década en Nueva York, se produjo un incremento del
número de quejas referentes a los malos tratos policiales y al acoso por
parte de estas fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado.
Ley «a la tercera va la vencida»
La ley denominada a la tercera va la vencida nace en el Estado de
California EE.UU., esta ley fue propuesta por un fotógrafo padre de una
víctima de asesinato, y miembro de un grupo de víctimas. Esta ley groso
modo establece que tras la comisión de un tercer delito cualquiera, una
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persona ha de ser obligatoriamente condenada a una pena efectiva de 25
años a reclusión perpetua, sin posible libertad provisional antes de
cumplir el 80% de los 25 años; además, ya la comisión de un segundo
delito cualquiera conlleva a la duplicación de la pena para él prevista; no
siendo preciso que los delitos hayan sido violentos aunque si graves. Dicha
iniciativa encontró el apoyo además de los grupos de víctimas, de dos
grupos de presión, uno corporativo, la asociación de funcionarios de
prisiones, y otro ligado a potenciales víctimas, la asociación nacional del
rifle. La iniciativa estuvo fuera de la agenda política hasta que ocurrió el
asesinato de una niña de 12 años, tras ser raptada y violada, asunto que
tuvo gran repercusión en los medios de comunicación durante su
desaparición, atención social que se vio potenciada porque no hubo
negligencia por parte de nadie y afectar una familia típica de clase media,
lo que facilitó la identificación de los mas media y ser el autor del delito un
reincidente de delitos violentos en libertad condicional bajo prueba. Se
avecinaba la elección del gobernador (que se iba a reelegir),
comprometiéndose éste a aprobar la citada ley y así lo hizo la asamblea
legislativa en marzo de 1994. Esta ley no fue objeto de análisis de expertos
de ninguna significación, ni por profesionales de la justicia penal, ni por
burócratas ministeriales o partidistas, ni siquiera por las fuerzas
parlamentarias.
1.3
De la sociedad del riesgo al modelo de seguridad
ciudadana.
Insinuaciones de lo que podía suceder ya se habían podido apreciar en
plena discusión sobre las demandas de la sociedad del riesgo. Así, no
faltaron autores que incluyeran o advirtieran de la inclusión, entre los
ámbitos sometidos a debate, de algunos que poco tenían que ver con
riesgos tecnológicos, como es el caso de la violencia doméstica, el acoso
sexual y los delitos contra la libertad sexual en general, y la delincuencia
patrimonial convencional, o de otros sectores delincuenciales ya
tradicionales para los que las facilidades organizativas que les
suministraba la sociedad tecnológica no era, desde luego, el aspecto más
relevante, como son los casos del narcotráfico o el terrorismo. Más
ilustrativas aún resultaban ciertas afirmaciones que pretendían cobijar
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bajo el concepto de moda al "riesgo" que creaban con su misma existencia
los "otros", las personas excluidas del modelo de bienestar, como
desempleados, inmigrantes; que reconocían que el debate sobre la
criminalidad de los poderosos no podía ocultar que la intervención penal
sigue y, presumiblemente, seguirá centrada en los marginados, quienes
corren el serio peligro de ser, finalmente, los destinatarios de las
propugnadas mayores facilidades de persecución de delitos; o que
comenzaban a percibir que la sociedad, los medios y las instituciones se
estaban orientando cada vez más, quizás de un modo pasajero, hacia el
incremento de las sanciones y el rigor en su ejecución.
Poco a poco comienzan a menudear afirmaciones doctrinales en las
que se reconoce que se está produciendo un cambio de modelo de
intervención penal, si bien todavía los autores no se acaban de despegar
del discurso precedente o, cuando lo hacen, sólo formulan líneas muy
generales de esos nuevos desarrollos.
Sin embargo, hemos llegado ya a una situación de cristalización de
un nuevo modelo penal, que ha servido para la consolidación de una serie
de transformaciones decisivas del análisis político criminal, de las que
paso a exponer las más significativas.
Las vías de acceso del discurso de la seguridad ciudadana al discurso
de la sociedad del riesgo están constituidas, en su mayor parte, por una
serie de equiparaciones conceptuales que, basándose en la equivocidad de
ciertos términos, tratan como realidades idénticas unas que presentan
caracteres muy distintos e, incluso, contrapuestos. En resumidas cuentas,
sed a lugar a que el discurso de ley y orden parasite conceptos elaborados
en otro contexto.
Así, se afirma que la criminalidad de los socialmente excluidos
constituye la dimensión no tecnológica de la sociedad del nesgo, de forma
que, por ejemplo, la anticipación de la tutela penal se justifica tanto por la
necesidad de reaccionar con estructuras de peligro a las nuevas formas de
criminalidad, como por la urgencia de actuar contra la desintegración
social y la delincuencia callejera que originan los marginados sociales. En
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esa misma línea, no hay obstáculo en interpretar la concentración de
esfuerzos en la persecución de la criminalidad de los inmigrantes como un
exponente más de la expansión penal que exige la nueva sociedad del
riesgo. Asimismo, se establece una ecuación de igualdad entre el
sentimiento de inseguridad ante los nuevos riesgos masivos que
desencadena el progreso tecnológico, y el sentimiento de inseguridad
callejera ligado al miedo a sufrir un delito en el desempeño de las
actividades cotidianas. El auge de los mecanismos de inocuización
selectiva, directamente encaminados a sacar de la vida social y recluir por
largos periodos de tiempo a los delincuentes habituales de la criminalidad
clásica, es considerado igualmente como una eficiente variante más de la
gestión administrativa de riesgos, inevitable en la complejas sociedades
actuales dada su alta sensibilidad al riesgo, y que se sirve de técnicas
probabilísticas similares a las de los seguros, en este caso para concentrar
la persecución penal sobre ciertos tipos de delincuentes.
De forma semejante, el protagonismo adquirido por los intereses y
demandas de las víctimas en el diseño de la reciente política criminal
intervencionista, se presenta como una reacción emancipadora de las
clases sociales más desfavorecidas frente a la criminalidad de los
poderosos, sujetos que se encontrarían detrás del conjunto de
comportamientos que trata de atajar la actual política criminal expansiva.
Una interpretación semejante se hace del papel impulsor de la
criminalización que desempeñan muy diferentes movimientos sociales,
todos ellos afanados en incidir sobre esa rampante criminalidad de los
poderosos. También habría que ver en clave de protección de las clases
económicamente débiles de la sociedad la conversión de la izquierda al
credo de la seguridad ciudadana, conversión que estaría inspirada en una
mejor protección de los sectores sociales desfavorecidos a costa de incidir
primordialmente sobre la delincuencia de los socialmente privilegiados.
Finalmente, las decisiones internacionales y comunitarias dirigidas a
combatir la criminalidad se insertarían en el marco de la delincuencia de
la globalización y, por consiguiente, de nuevo de la criminalidad de los
poderosos.
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Interpretaciones como las que se acaban de recoger, inspiradas, sin
duda, en el loable deseo de dar la mayor coherencia posible al análisis de
los aconteceres sociales que están detrás de las últimas decisiones
politicocriminales, pecan de un voluntarismo que conduce a tratar dos
fenómenos reales, que se mueven en buena parte en direcciones opuestas,
como si respondieran a las mismas causas y a las mismas exigencias
ideológicas.
Lo malo del asunto es que ese afán por la coherencia termina dando
al modelo penal de la seguridad ciudadana una cobertura fáctica que no se
merece, por no corresponder con la realidad.
Equiparar los riesgos derivados del uso de las nuevas tecnologías con
aquellos asentados en la vida cotidiana como consecuencia de la creciente
presencia de bolsas de desempleo y marginación social, supone aludir a
dos fuentes de riesgo radicalmente distintas en su origen, agentes sociales
que las activan, naturaleza objetiva y subjetiva de los comportamientos, y
consecuencias nocivas producidas. Su vinculación, más allá de que pueden
ambas dar lugar a conductas delictivas, se sustenta únicamente en la
amplitud semántica del término riesgo, pero no parece estar en
condiciones de rendir frutos analíticos.
Los peligros que conlleva esa disposición a trasladar conceptos de un
contexto a otro explica, igualmente, la ausencia de deslinde suficiente
entre lo que es una criminalidad organizada llevada a cabo por bandas
profesionalizadas de extranjeros, y la criminalidad de inmigrantes
derivada de su inestabilidad social y económica. Tampoco parece algo
analíticamente fructífero identificar la inquietud que se suscita en el
ciudadano sobre las reales capacidades de las instancias sociales para
controlar una serie de actividades, en principio, beneficiosas, pero que
pueden desencadenar graves y generalizados riesgos, con la percepción
atemorizada de que se han incrementado significativamente las
posibilidades de ser directo destinatario de una conducta delictiva durante
el desempeño de sus actividades habituales. Ni parece razonable
encuadrar el poderoso movimiento hacia la potenciación de los fines
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inocuizadores de la pena, en detrimento de los resocializadores, dentro de
puras consideraciones eficientistas de espectro más amplio.
Como tendremos ocasión de ver más adelante, el auge de la
inocuización tiene un trasfondo ideológico que deja en un segundo plano
las reflexiones sobre coste y beneficio a la hora de abordar ciertos riesgos,
a diferencia de lo que podría decirse de ciertos desarrollos del derecho
penal del riesgo. Las pretensiones de interpretar el conjunto de la nueva
política criminal expansiva como una corriente emancipadora, que
aspiraría a controlar de una vez por todas la criminalidad de los
poderosos, son especialmente desafortunadas. Sin perjuicio de reconocer
que la modernización del derecho penal tiene un marcado componente de
esa naturaleza, el cual se ha de mantener, lo que está sucediendo con el
incremento actual de la intervención penal tiene, en la gran mayoría de las
ocasiones, poco que ver con eso: lo que la población demanda son
actuaciones enérgicas contra la delincuencia clásica, la que nace en los
aledaños de la desocialización y la marginación, sectores sociales respecto
de los que, además, se ha producido un notable desapego y desinterés por
parte de las clases sociales medias mayoritarias; las exigencias de
actuación sobre la delincuencia de los poderosos, sin desaparecer, ocupan
un lugar secundario y, desde luego, entre esas clases medias no se percibe
una pérdida del encanto que le producen los sectores sociales privilegiados
y sus pautas de comportamiento. En esas circunstancias, las
identificaciones sociales de las mayorías ciudadanas con las víctimas de la
delincuencia no parecen conducir a una reacción frente a los poderosos y
su criminalidad.
En cuanto a los movimientos sociales que impulsarían estas nuevas
políticas expansivas, no todos persiguen lo mismo y resulta imprescindible
diferenciar entre aquellos que se afanan realmente por promover
actuaciones frente a las modernas formas de criminalidad –asociaciones
ecologistas, de consumidores– y aquellas que luchan meramente por el
mantenimiento de la ley y una buena parte de los acuerdos internacionales
y decisiones comunitarias penales; sin desconocer la importante presencia
de regulaciones afectantes a comportamientos delictivos "modernos", no
pueden pasarse por alto los numerosos instrumentos legales, quizás los de
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mayor trascendencia práctica, que se refieren a aspectos de la delincuencia
clásica y de aquella en que la tecnología tiene un papel secundario, desde
los tráficos ilícitos a la delincuencia sexual, pasando por el terrorismo o la
violencia doméstica; por lo demás, algún documento europeo reciente
apunta hacia una intensificación de las actuaciones comunitarias sobre la
que denomina "delincuencia común", frente al énfasis precedente en la
delincuencia organizada el orden –asociaciones vecinales, de
comerciantes–.
Que la actual política criminal de la izquierda europea vaya
encaminada a menoscabar la criminalidad de los poderosos, es un aserto
de difícil justificación; como ha señalado algún autor, más bien nos
encontramos ante la generalización de un desarme ideológico en su
discurso politicocriminal, que se deja guiar por demandas coyunturales
mediáticas
y
populistas,
demandas
que
no
suelen
fijar
predominantemente su atención en la criminalidad derivada de los nuevos
riesgos. Por último, convendría no engañarnos respecto de los objetivos de
una buena parte de los acuerdos internacionales y decisiones comunitarias
penales; sin desconocer la importante presencia de regulaciones
afectantes a comportamientos delictivos "modernos", no pueden pasarse
por alto los numerosos instrumentos legales, quizás los de mayor
trascendencia práctica, que se refieren a aspectos de la delincuencia
clásica y de aquella en que la tecnología tiene un papel secundario, desde
los tráficos ilícitos a la delincuencia sexual, pasando por el terrorismo o la
violencia doméstica; por lo demás, algún documento europeo reciente
apunta hacia una intensificación de las actuaciones comunitarias sobre la
que denomina "delincuencia común", frente al énfasis precedente en la
delincuencia organizada
1.4 Expansión Del Derecho penal
Los modelos jurídicos, instaurados en la mayoría de los países, en
los últimos años han establecido legislaciones que en gran medida han
desquebrajado los principios postulados a finales del siglo XVIII y
principios del siglo XIX, es decir los principios de una política jurídica de
la Ilustración. La creación de nuevos intereses (sociales), la introducción
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de nuevos delitos, el endurecimiento de los ya existentes, así como la
flexibilización de las normas procesales, han relativizado el ámbito de la
política criminal y los principios garantistas tanto del Derecho penal,
como del propio proceso. Este nuevo panorama no nace ex inhilo, sino que
tiene su fundamentación en diversos orígenes, mismos que, Silva Sánchez
a denominado «causas de expansión del Derecho penal». Hoy día, es
materia común encontrar en los ámbitos legislativos cierta fascinación por
el Derecho penal, ello se puede constatar en las reformas a los Códigos
penales, en las que existe una tendencia preponderante en la introducción
de nuevos tipos penales o en la agravación de los ya existentes, lo que
obliga en gran medida ha reinterpretar las garantías clásicas tanto del
Derecho penal sustantivo como del propio proceso penal. Esto es en lo que
la sociología criminal en palabras de Young, define como canibalismo y
bulimia, pues en nuestros sistemas legales, las sociedades absorben a los
individuos que son peligrosos como los únicos medios a neutralizar,
asimismo nos enfrentamos ante una sociedad de la antropemia, en la que
se expulsa a ciertos individuos peligrosos del cuerpo social y los
mantienen en temporal o permanente aislamiento, hoy el discurso político
criminal se centra en el binomio social inclusión / exclusión.
No obstante lo anterior, resulta innegable que esta expansión y
atrofia del Derecho penal nace como respuesta para tratar de reducir la
criminalidad actual, pues estas formas de delinquir han tomado
dimensiones insospechadas desde hace algún tiempo, de tal manera que
se han venido enraizando en la sociedad. Ello bien, por el
aprovechamiento de nuevas tecnologías y la complejidad de las nuevas
relaciones sociales, lo que en gran medida conlleva a una drástica
modificación de las condiciones de vida para miles de personas, así como
el trastorno de las instituciones. Que la sociedad solicite de manera
contundente la injerencia de los poderes públicos con el fin de garantizar
la seguridad pública, no resulta sorprendente, pues en gran medida es
obligación del Estado garantizar esta seguridad, no obstante, lo que si
llama la atención son los medios que utiliza el Estado para satisfacer estas
demandas, pues el legislador amplía en manera excesiva el marco de la
legislación penal, así como el incremento abusivo de la gravedad de las
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penas tradicionales, por lo que ha añadido una amplia intervención
policial tanto dentro como fuera del proceso penal.
No falta razón a las manifestaciones en el sentido de que la
expansión jurídico-penal es una especie de perversidad del legislador, en
la que se busca una aparente solución sencilla a los problemas de la
sociedad, lo que conduce en gran medida a la creación de una legislación
simbólica (que se caracteriza principalmente en que más que dar una
solución directa al problema, se concretiza a la producción en la sociedad
de una impresión tranquilizadora de un legislador decidido y atento). Sin
embargo el riesgo que corre la producción de las normas penales
realizadas bajo ese contexto, es el de la ineficacia; puesto que si la comunicación penal- carece de operatividad frente al delito, solo tendrá
justificación en la pura apariencia de efectividad y su supuesta protección.
Lo anterior resulta de plena actualidad en la legislación penal, ya que
cubre en gran medida sus objetivos simbólicos. Esto se da, mientras que
los medios fácticos son regularmente insuficientes o inexistentes, a la vez
que se crean y refuercen representaciones ideológicas en un ámbito más
extenso que el exigido para la función instrumental.
Como he mencionado con antelación, estas causas de expansión del
Derecho penal, vienen dadas por diferentes factores, sin embargo esta
fascinación social por el Derecho penal, se muestra por algunos medios de
control como instrumento de protección. No obstante considero que, el
problema es más complejo que el simple aumento de la delincuencia. A
continuación, tratare en base a la teoría de Silva Sánchez señalar grosso
modo, cuáles son algunas de estas causas y su repercusión en el ámbito
procesal; cabe aclarar que dichas causas no son las únicas o que a estas no
se puedan configurar o añadir diversas a las aquí mencionadas, pues ello
depende obviamente en la sociedad en concreto en el que se puedan
desarrollar, es decir no nos enfrentamos ante compartimentos estanco.
Los nuevos intereses
Generalmente se le ha atribuido al Derecho penal la función de
protección de bienes jurídicos, ello nos lleva a la reflexión de que en parte
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exista una ampliación a la protección de bienes ex novo, esto tiene su
razón de ser, en las nuevas realidades sociales que antes no existían, sirva
de ejemplo, la regulación del tipo penal de alteración del genotipo, la
regulación del comercio electrónico, etc., asimismo, debemos de tener en
cuenta al deterioro de los bienes tradicionalmente abundantes y que en
nuestro días comienzan a escasear, se les atribuye un valor que con
antelación no se les confería, por ejemplo la regulación de los delitos
medioambientales.
Bajo tal perspectiva, podemos decir que la regulación de estos
nuevos intereses corresponde a una expansión razonable del Derecho
penal, es decir corresponde en gran medida a la adecuación de la ley a las
nuevas exigencias sociales que surgen con motivo del desarrollo industrial
que vive una sociedad determinada, pues con la aparición de nuevas
tecnologías surgen riesgos que antes resultaban inimaginables.
Aparición de nuevos riesgos
La compleja vida social es razón de un aumento cuantitativo de
acoplamiento de individuos, ello supone que las relaciones sociales se
tornan más complejas y la extensión de estas hace que sea la propia
sociedad quien cree instituciones que la defiendan de los nuevos peligros,
en palabras de Silva Sánchez «. . .nuestra sociedad puede definirse todavía
mejor como la sociedad de la «inseguridad sentida» (o como la sociedad
del miedo) ».
En esta segunda revolución industrial en la que nos encontramos
inmersos, se caracteriza por relaciones económicas y sociales altamente
cambiantes. El amplio desarrollo industrial en el que nos movemos tiene
consecuencias más o menos directas en el incremento del bienestar
individual. A pesar de las mejoras sustanciales de esta sociedad, nacen
junto a ella consecuencias (negativas) de diverso cariz. Las nuevas
amenazas a que está expuesta nacen de decisiones que otros adoptan en el
uso de avances técnicos, de los que se desprenden riesgos directos para los
ciudadanos, ya sea como consumidores, usuarios, beneficiarios de
prestaciones públicas, etc., que derivan de las aplicaciones técnicas de los
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desarrollos en la industria, la biología, la genética, la energía nuclear, la
informática, las comunicaciones, etc.
Lo que genera en gran medida la creación de tipos penales que
traten de regular las consecuencias jurídico-penales que se desprenden
precisamente de la regulación de estos nuevos tipos delictivos. Así el
legislador resulta obligado a la protección a través de la norma penal de
conductas que lesionan o cuando menos ponen en peligro bienes que la
propia sociedad considera imprescindibles para su subsistencia y por
tanto deben ser regulados, si bien como un principio de confirmación de la
vigencia de la norma; no solamente por ello, sino además por la protección
de entidades reales de naturaleza material. Sin embargo debemos
entender a estas últimas en sentido lato, pues si por ejemplo las
instituciones, el sistema económico, son realidades sociales indispensables
para el desarrollo, pues una lesión a tales instituciones perjudica de forma
duradera la capacidad de prestación de la sociedad y la vida de sus
ciudadanos.
Institucionalización del miedo
El miedo ejerce sobre los individuos una importante función
psicológica, ya que éste se institucionaliza y se convierte por tanto en un
fenómeno masivo. El miedo asume un rol determinante tanto en la vida
social, verbigratia las enfermedades (solo basta recordar los episodios no
tan pasados de la Gripe A1HN1), la delincuencia, la vida política, etc. El
miedo se institucionaliza de tal forma que empuja a la intolerancia, a las
nuevas formas de expansión irracional del Derecho penal, para este nuevo
malestar social, no existen al menos de manera institucional soluciones
para poder erradicarlo. El riesgo y la inseguridad son características
endémicas de una sociedad enferma de valores, en palabras de Silva
Sánchez, cuántas veces hemos escuchado del ciudadano de a pie las
siguientes expresiones: «nos están matando, pero no acabamos de saber a
ciencia cierta ni quién ni cómo ni a qué ritmo. Este temor, se trasmite de
igual manera a las instituciones del Estado. La presencia y manipulación
de los riesgos han sustituido a la función de segregación de los valores, y
tal componente ha ganado terreno a la dirección política de los Estados, en
17
consecuencia el gobierno busca prima facie la estabilización de la
sociedad, pero ello tiene la desventaja de caer en una involución de una
cultura que cambia pero no deviene.
En términos generales la inseguridad social termina por destruir la
creatividad de la política y la certeza del Derecho, por lo cual ha este
último lo hacemos elástico, en nombre de la lucha en la cual el legislador
descuida los fundamentos de un Estado social y democrático.
Sensación social de inseguridad
Resulta frecuente escuchar o ver a diario en los medios de
comunicación, noticias que en gran medida nos dejan perplejos, no hay
día en que nos despertemos y escuchemos las atrocidades que genera la
delincuencia en todos sus niveles, desde un simple robo, hasta las
calamidades más atroces, ello incide obviamente en que ver el telediario
por la mañana, ya nos crea una sensación inconsciente de inseguridad, con
lo anteriormente dicho no pretendo minimizar los problemas que la
delincuencia genera o que ésta no exista, sino simplemente hacer ver la
influencia que ejercen determinados medios de control social sobre el
tema de la seguridad ciudadana. Cabe mencionar en este rubro que según
el Instituto para la Seguridad y la Democracia AC (Insyde) en México, por
cada secuestro se cometen 6 homicidios dolosos, 11 violaciones, 48 fraudes
y 750 robos; sin embargo, el tratamiento mediático en torno al secuestro
se realiza desde una perspectiva alarmista.
Los medios de comunicación por un lado, desde la posición
privilegiada a la que conduce la sociedad de la información, transmiten
una imagen parcial, esto da lugar en gran medida a percepciones inexactas
y por otro lado a una sensación de impotencia, la repetición de los
telediarios sobre un mismo acontecimiento y la propia actitud de
dramatización y morbo con la que se presentan algunas noticias actúa de
modo multiplicador de los ilícitos y catástrofes, generando con ello una
sensación de inseguridad subjetiva que no corresponde con el nivel de
riesgo objetivo. En este sentido no podemos quitar la razón a Garapon,
cuando afirma que: «los medios, que son el instrumento de la indignación
18
y de la cólera públicas, pueden acelerar la invasión de la democracia por la
emoción, propagar una sensación de miedo y de victimización e introducir
de nuevo en el corazón del individualismo moderno el mecanismo del
chivo expiatorio que se creía reservado para tiempos revueltos»
Las soluciones que se adoptan para desterrar el miedo o la
inseguridad colectiva, no se constriñen al Derecho de policía que es en
gran medida su lugar natural, sino más bien tiene su repercusión en el
Derecho penal, bajo este análisis se puede claramente vislumbrar que
frente a movimientos sociales clásicos de restricción del Derecho penal,
emergen demandas de una ampliación de la protección penal que ponga
fin, al menos nominalmente, a la angustia derivada de la inseguridad. Sin
embargo el riesgo que nace al establecerse demandas de este cariz, es que
se trastoca o pasa de largo en el respeto de los derechos fundamentales, ya
que estos en muchas de las ocasiones resultan incompatibles para los fines
propuestos, pues resultan demasiado rígidos, por lo que se abona su
flexibilización.
El resurgimiento de las víctimas
En la actualidad, existe un resurgimiento de la víctima en la mayoría
de las legislaciones se abona esta nueva tendencia. Si bien es cierto este
fenómeno surge en el ámbito victimológico, va a presentar consecuencias
directas en el Derecho penal, pues en gran medida se tiende a perder de
vista la función que tiene éste (de defensa de los ciudadanos) y se radica
en una masificación de la intervención coactiva del Estado.
La identificación social con la víctima trae consigo el cambio de
paradigma que juega la función de la pena en el ámbito social, pues desde
este ámbito la pena sirve como un mecanismo de ayuda a la superación del
trauma generado por el delito, puesto que la sociedad no ha sido capaz de
evitarle a la víctima el trauma a que conduce el delito, al menos tiene como
mínimo una deuda frente a la propia víctima, que se satisface con el
castigo del autor. En este sentido, el cumplimiento de esta deuda social
sólo se resarce a través de la pena de prisión y la de multa. La pena en esta
perspectiva significa mucho para la víctima, no tanto porque satisface
19
necesidades de venganza, ya que en muchos de los casos no lo hace. Sino
más bien porque la pena manifiesta la solidaridad del grupo social con la
víctima. La pena deja fuera al autor y, con ello, reintegra a la víctima.
El descrédito de otras instancias de protección
En la sociedad actual, se han roto los criterios tradicionales de
evaluación de lo bueno y lo malo, no funcionan instancias autónomas de
moralización, de creación de una ética social que redunde en la protección
de los bienes jurídicos. Por lo que al convertirse una conducta no contraria
a Derecho como socialmente inmoral, tiende a adoptar el propio
desarrollo de la delincuencia. Cuando una sociedad pierde sus puntos de
referencia, cuando los valores compartidos –y sobre todo una definición
elemental del bien y el mal– se desvanecen, son reemplazados por el
Código penal. Si se habla con los magistrados, ellos dirán que se les está
pidiendo una tarea imposible: no sólo aplicar el derecho, que es su
función, sino también producir valores, para lo que no se sienten
cualificados. Corresponde a la sociedad trazar la frontera entre el bien y el
mal, entre lo que está permitido y lo que no lo está. En una palabra, le
corresponde plantear la cuestión de lo prohibido, a lo que ha renunciado
desde hace mucho tiempo la propia sociedad.
En general el resultado del descredito de otras instancias de
protección (como por ejemplo la administrativa o el Derecho civil), resulta
desalentador, pues la visión del Derecho penal se establece como único
instrumento eficaz de pedagogía político-social, como mecanismo de
socialización y de civilización, encierra en gran medida una expansión ad
absurdum de la otrora ultima ratio. Pero sobre todo porque, además, tal
expansión es inútil en buena medida, porque somete al Derecho penal a
cargas que éste no puede soportar. El Derecho penal no constituye per se
el mecanismo adecuado para una gestión razonable de las patologías
sociales, sino antes bien es un instrumento más por no decir final en la
solución de conflictos.
Gestores atípicos de la moral
20
Los gestores atípicos de la moral son aquéllos grupos generalmente
organizados (como las asociaciones de víctimas, ecologistas, feministas,
consumidores, Ong’s, etc.), que protestan de manera generalizada y
constante contra la vulneración de Derechos fundamentales. Estos grupos
son más que determinantes tanto en la adopción como en el contenido de
decisiones legislativas penales que atiendan de manera puntual a sus
problemas, justificándolo por el bien de la sociedad. Bajo esta perspectiva
se adopta de manera generalizada una franca expansión irracional del
Derecho penal, en aras de la creación de protección de sus respectivos
intereses. Esta dinámica de populismo punitivo, gana cada día terreno
entre los legisladores, que en gran medida otorgan un trato de privilegio o
dan prioridad a ciertos proyectos de ley. Podemos afirmar que en la
actualidad estos gestores atípicos de la moral presentan una franca
fascinación por el Derecho penal.
Esta coyuntura es aprovechada por ciertos sectores políticos
(generalmente de izquierda) para el uso irresponsable de satisfacción de
demandas punitivas de la sociedad, pues con ello en gran medida
aseguran buena parte de los votos para las siguientes elecciones. Cabe
aclarar que en la diversa conformación de los partidos políticos se
caracterizaban por ideologías irreconciliables una de tantas era que
mientras los partidos denominados como de «derecha» asumía ex ante la
tesis de incremento de la seguridad a través de una mayor pena privativa
de libertad, los grupos políticos de «izquierda» defendían aparentemente
la postura contraria, situación que en la actualidad ha cambiado, pues hoy
en día tanto los partidos de izquierda como de derecha llegan al mismo
consenso, es decir más Derecho penal.
2. Funciones del proceso penal.
De los lineamientos del proceso penal en un estado de derecho.
Los problemas del proceso penal no residen meramente en lo
conceptual sino en lo político. En última instancia, esto también es
correcto. Del mismo modo, no es posible esperar que tanto con el "proceso
penal" como con el "estado de derecho" todos vinculen al mismo tiempo
21
los mismos contenidos. De allí que sean necesarias algunas aclaraciones y
precisiones.
Para el concepto de proceso penal, como aquí será utilizado, es importante
mencionar dos particularidades, Por un lado se trata del carácter
específico del proceso penal en conjunción con las formas de
procedimiento jurídicamente ordenadas, y por el otro, de la diferenciación
entre procedimiento penal y derecho procesal penal.
a) Características del proceso penal
Resulta sencilla una caracterización del proceso penal en sentido de
una teoría general del derecho, que destaca esta forma de procedimiento
de las demás formas de procedimiento ordenado que conoce un
ordenamiento jurídico. Según la tradición y la diferenciación del sistema
de justicia existen distintos tipos de procedimiento según las diferentes
materias
judiciables:
los
tribunales
civiles,
administrativos,
constitucionales, etc. Dentro del marco planteado por estas distinciones
pueden asentarse entonces las aclaraciones comparativas en favor o en
contra de las diferencias de los distintos tipos de procedimiento.
No menos evidente resulta una caracterización que no se refiere a la
diferenciación de tipos de procedimiento, sino a la diferenciación entre
derecho formal y material. Sobre esta base se ha creado el hábito de decir
que la tarea del procedimiento penal consistiría en la realización del
derecho penal material.
Esto es tan cierto como trivial, una determinación de corto alcance. Es
correcto porque sin la existencia real del procedimiento el derecho penal
material en todo caso podría realizarse en forma natural y jurídicamente
no ordenada (si es que en ese caso todavía seguiría siendo "derecho" penal
material). También es correcto que el derecho penal vive de las
determinaciones de relevancia del derecho penal material, y que, por lo
tanto, el concepto de sospecha de una "acción punible" (un concepto
conductor del derecho procesal penal), viene tan dado previamente por el
derecho penal material como la guía que se debe buscar y encontrar
efectivamente en el procedimiento penal. En esa medida, procedimiento
penal y derecho penal material se encuentran estrechamente relacionados.
22
Esta caracterización es igualmente trivial y superficial; no recoge que
el procedimiento penal dispone de instrumentos de coacción y de
intervención que en otros procedimientos jurídicamente ordenados
resultan inauditos. El procedimiento penal –justamente porque debe
señalar la imposición de la protección de los bienes jurídicos en ámbitos
centrales de la convivencia humana- está provisto de los medios más
intensos con los cuales debe contar el ciudadano. Esto no rige recién en el
procedimiento principal o en el procedimiento de ejecución, sino ya en el
procedimiento instructorio, con sus medios de coacción tales como la
prisión preventiva, la intervención telefónica, allanamiento, secuestro, o
ahora también, la instrucción secreta.
Visto de este modo, tanto de manera jurídica, política y científica,
tiene sentido caracterizar al procedimiento penal no sólo como la
realización del derecho penal material, sino también como derecho
constitucional aplicado o como indicador de la respectiva cultura jurídica
o política. En el derecho procesal penal y su realización práctica se
encuentran los signos que califican la calidad de la relación de un Estado
con sus ciudadanos con particular precisión y colorido. Éste es el motivo
por el cual justamente el procedimiento penal y el derecho procesal penal
constituyen un objeto irrenunciable para una conferencia como esta.
b) Procedimiento penal y derecho procesal penal
La experiencia de la significación jurídico-política e interna del
procedimiento penal, se determina menos por su constitución jurídica que
por su realización efectiva. De lo que se trata no es del ideal de las normas
procesales, sino de la realidad de la injerencia en la esfera de libertad del
ciudadano. Los problemas para el estado de derecho que plantea el
procedimiento penal residen generalmente no en la ex lata sino en la
forma y el modo en que el estado se maneja efectivamente frente al
ciudadano sospechado de un hecho punible.
Detrás de los programas formales, al igual que detrás de las
concretizaciones mediante la jurisprudencia y la teoría del derecho
procesal penal se encuentran los así llamados programas informales, que
no se expresan por escrito, no están formulados, ni tampoco pueden ser
transmitidos como materia de la enseñanza, pero que determinan
23
igualmente la realidad del procedimiento en forma intensa y rica en
consecuencias. Quien actúa profesionalmente en materia jurídica se
maneja dentro de estos programas informales, y las contravenciones
contra las reglas informales acarrean sanciones tras de sí. A estos
programas pertenecen, por ejemplo:
- los alcances normativos para el manejo con testigos, peritos e imputados;
- las particularidades de la profesionalidad y capacidad de conflicto de los
defensores penales;
- conformación de las vías de comunicación de los intervinientes en el
proceso entre sí, especialmente entre los jueces profesionales y los jueces
legos, o también entre los no intervinientes (Poder Ejecutivo, partidos
políticos, medios de comunicación) ;
- matices para el manejo de la opinión pública, especialmente con la
prensa, tanto de los tribunales como de las fiscalías y los defensores
penales;
-particularidades que influyen sobre el "clima" del procedimiento penal.
Los programas informales son diversos, ricos en consecuencias y
complejos de analizar. Juegan un papel decisivo para la significación
política y social del derecho penal formal. Por ello se los debe tener en
cuenta en la medida de las posibilidades.
Conformidad al estado de derecho
Los conceptos "estado de derecho y "conformidad al estado de
derecho" se han convertido en conceptos claves en las discusiones y
reflexiones jurídico políticas del último tiempo. Con razón. Pues la
conformidad al estado de derecho decide –tanto en la teoría como en la
práctica– su deseabilidad política y social.
El concepto de estado de derecho –naturalmente mucho más que el
del procedimiento penal- es vago, móvil y controvertido. En el contexto
del procedimiento penal y de la discusión que aquí se introduce, el
concepto de "estado de derecho" resulta problemático y significativo desde
la perspectiva de dos contraposiciones: frente a la noción de estado social
y frente a las exigencias que se formulan a un Estado eficiente.
24
a) Estado de derecho y estado social
Ya no se debería seguir discutiendo que, junto a la conformidad al
estado de derecho, hoy también constituye una característica de un Estado
civilizado la conformidad al estado social. La idea de que una participación
efectiva de ciudadano en el Estado no surge de la naturaleza, sino que, por
su parte, puede tener por presupuesto la ayuda estatal, es hoy accesible a
todos, también en el procedimiento penal la conformidad al estado social
puede ser entendida como complemento de la conformidad al estado de
derecho.
Tal es el caso, ante todo, cuando la realización de los derechos del
procedimiento solamente pueden ser posibles con ayuda del
favorecimiento estatal; la conformidad al estado social, empero, también
puede ser reclamada para las múltiples posibilidades en el procedimiento
penal de reducir las cargas para el afectado o para hacerlas más tolerables.
Las siguientes previsiones, que el derecho procesal conoce en parte,
y que en parte debería conocer, pueden ser caracterizadas como
previsiones en interés del estado social:
-la existencia de una defensa pagada por el Estado para todos los
imputados para quienes las garantías de su defensa esté fuera de su
alcance;
- intérprete a costa del Estado, también para conversaciones con el
defensor, para los imputados de lengua extranjera;
- consejo y cuidado de testigos en relación con el procedimiento principal;
-ayudas especiales para imputados y testigos menores por parte de las
autoridades de menores y de la justicia penal;
- medidas especiales para protección de aquellas víctimas que deban
esperar perjuicios particulares como consecuencia del procedimiento
penal (especialmente el procedimiento principal).
En estos ejemplos se ve que las características fundamentadas en el estado
social del procedimiento penal moderno no deben perjudicar su
conformidad al estado de derecho, más bien pueden ser complementadas
en la medida en que mejoran los presupuestos para una realización
efectiva de los derechos procesales, o en su caso, los crean.
25
Naturalmente, los ejemplos en nada modifican el hecho de que, en el
procedimiento penal, de conformidad al estado de derecho y conformidad
al estado social, tradicionalmente y con razón, deban ser entendidas en
contraposición entre sí. Este principio se alimenta del carácter
contrapuesto de ambos objetivos, según lo cual, el estado de derecho es la
defensa frente a los perjuicios estatales no justificados, el aseguramiento
del status negativo del ciudadano, mientras que el estado social debe
garantizar los presupuestos de una participación activa en el Estado.
Dentro de esta contraposición no puede existir ninguna duda de que
el procedimiento penal tiene que ver más bien con las funciones propias
del estado de derecho del Estado moderno; en el procedimiento penal,
más que en ningún otro, el afectado se ve sometido en contra de su
voluntad a la coacción estatal, y más que en ningún otro, de lo que se trata
es de proveerlo de suficientes derechos de defensa.
En los ejemplos se puede ver que una concepción del procedimiento
penal fundamentada en el estado social puede entrar en conflicto con sus
obligaciones propias del estado de derecho. Esto siempre se puede esperar
cuando los antagonismos que caracterizan al derecho penal se nivelan
demasiado pronto o con demasiada amplitud y se atascan. Justamente la
teoría procesal del nacionalsocialismo puede constituir un ejemplo de
advertencia, dado que sugería una armonía de intereses de todos los
intervinientes en el procedimiento penal, y de esta forma, a los
intervinientes más débiles, o sea, a los imputados, se les recortaban las
más rudimentarias posibilidades de influencia. Aun cuando en el
procedimiento penal todos "tiran de la misma cuerda", tiran, sin embargo,
en direcciones opuestas. Así, cuando se trata, por ejemplo, de los
"intereses del imputado", se debe escuchar con especial atención. Sus
"intereses bien entendidos" no resultan, en la duda, sus intereses reales.
Quien quiere proteger los intereses "bien entendidos" del imputado en el
procedimiento penal protege más bien su propia idea de los intereses
ajenos, y no tanto estos intereses ajenos mismos.
26
También para este grupo de problemas de la contraposición de las
características de conformidad al estado de derecho y al estado social del
procedimiento penal se pueden encontrar, naturalmente, muchos
ejemplos, tales como:
- la idea de que se puede, mediante un "procedimiento de mesa redonda",
armonizar, o en su caso, mejorar en forma real la posición del imputado
(en realidad, en todo caso, se reduce su atención);
- las múltiples formas mediante las cuales justamente los defensores
profesionales definen por si mismos los intereses de sus mandantes;
- la idea de que el defensor penal tiene (en su calidad de "órgano de la
administración de justicia" y como interviniente profesional en el
procedimiento penal) el deber de hallar la verdad conjuntamente con los
demás intervinientes en el proceso en un esfuerzo común (en lugar de ello,
tiene que defender a su mandante, lo cual no siempre corre en la misma
dirección);
- la coordinación de un defensor de oficio por el Estado contra la voluntad
y la capacidad del imputado de defenderse por si mismo.
Una comprensión irreflexiva del estado social puede, como se ve,
desdibujar las seguridades propias del estado de derecho en el
procedimiento penal o subordinarlas. En el procedimiento penal, en caso
de controversia, tiene prioridad la conformidad al estado de derecho. En
este tipo de procedimiento de lo que se trata es no de la elaboración de un
consenso, sino de la elaboración reglamentada del disenso. (Y por ello, no
en último término, es importante que todo imputado sea defendido
profesionalmente).
b) Estado de derecho y estado eficiente
En los últimos años se ha introducido en las legislaciones la
vinculación conceptual entre "estado de derecho" y "eficiencia" o
"defensa". Frente a las grandes amenazas de nuestra sociedad y de nuestro
Estado, tales como el terrorismo, las drogas, la contaminación ambiental o
la criminalidad económica se argumenta incansablemente con la idea de
un "estado de derecho fuerte" que eliminará estos problemas (ello, en todo
caso, con todos los medios a su disposición). Reiteradamente la
27
jurisprudencia, ideada por el Tribunal Constitucional Federal, introduce la
capacidad funcional de la administración de justicia penal, haciendo
referencia a que se encuentra amenazada, para evitar derechos procesales
que perturban y para mejorar la energía y economía del proceso penal.
El problema de este desarrollo no reside en que un estado de
derecho deba ser eficiente (esto resulta obvio), sino más bien en que la
contraposición entre conformidad al estado de derecho y energía (dicho
tradicionalmente, entre formalidad de la justicia y eficiencia) se oculta en
beneficio de la idea de un derecho penal eficiente.
Así como la justicia se encuentra respecto de la seguridad jurídica en
una contraposición de principio, lo mismo ocurre con la formalidad de la
justicia y la eficiencia del derecho penal y del procedimiento penal. Un
instrumental enérgico es una típica amenaza de los derechos del imputado
en el proceso penal. Si se reúnen en una sola idea la conformidad al estado
de derecho y la energía, entonces se vota en favor de la eficiencia (quizá
sin percibirlo). El estado de derecho vive de la contraposición entre
formalidad de la justicia y eficiencia, y la conformidad al estado de
derecho debe controlar y frenar al Estado fuerte, idealmente, debe poder
quebrarlo en caso de conflicto.
Con esta distinción entre conformidad al estado de derecho y
eficiencia, no se ha creado ningún sistema de reglas a partir del cual se
pueda deducir more geométrico la opción respectiva. Sin embargo, se ha
redescubierto un instrumental con cuya ayuda se puede reconocer hacia
dónde se dirige la política jurídica cuando se reforma el derecho procesal
penal, sea mediante la legislación, sea mediante la jurisprudencia.
Así, por ejemplo, puede ser absolutamente correcto que una lucha
contra el crimen organizado en el ámbito del tráfico de drogas requiera la
introducción de instructores ocultos (los así llamados agentes enlace).
Pero esta discusión no debería ser conducida como exigencia de un
derecho penal conforme al estado de derecho, sino como exigencia de un
derecho penal eficiente y suficientemente provisto desde el punto de vista
criminalístico, en contradicción con los principios que nos han sido
28
transmitidos desde un derecho penal conforme al estado de derecho. Así,
puede ser necesario prolongar la prisión preventiva más allá de los plazos
previstos por el legislador; pero se debería tomar conciencia de que esta
prolongación amenaza los derechos procesales del imputado, y que
aunque, por ejemplo, una duración máxima absoluta de la prisión
preventiva sea menos eficiente, posiblemente esté más próxima a los
principios del estado de derecho del proceso penal.
Finalmente, en la contraposición entre eficiencia y conformidad al
estado de derecho del derecho penal se debería dejar también abierta la
cuestión de qué es lo que debería razonablemente entenderse por
eficiencia. La comprensión que se tiene es más bien de corto alcance y de
carácter criminalístico: esclarecimiento y condena de hechos punibles.
Una comprensión más exigente de la eficiencia, que incluya al afectado
por el derecho penal y se pregunte qué efectos tienen determinadas
medidas penales sobre la conciencia de la población, en muchos casos
podría llegar a la conclusión de que solamente el derecho penal conforme
con el estado de derecho y el derecho procesal resultan eficientes a largo
plazo: minimizan las consecuencias negativas y fomentan las buenas
consecuencias.
Caracterización de un procedimiento penal conforme al estado
de derecho.
Teoría y practica
Entre los principios fundamentales de un procedimiento penal
propio de un estado de derecho cuya fundamentación teórica hoy se
encuentra fuera de duda, pero cuya realización práctica no siempre es
completa y que siempre queda como tarea, se encuentran, por ejemplo, los
siguientes:
- el mandato de celeridad cuya contra cara la constituyen los
procedimientos penales, e incluso prisiones preventivas, que se prolongan
durante años;
- el derecho del imputado a la defensa profesional, cuya contra cara la
constituye la diferencia no equiparable por el derecho procesal entre una
29
defensa de oficio pagada en forma regular por el Estado y una defensa
altamente motivada pagada en forma extraordinaria por el imputado rico;
- la presunción de inocencia, cuya contra cara la constituyen los informes
de la prensa prematuros y provocados por las autoridades instructorias
acerca de la sospecha contra una determinada persona en el
procedimiento instructorio, que es percibido por la opinión pública como
una precondena, y que no pueden ser retrotraídos con la información
posterior acerca de la absolución;
- el procedimiento acusatorio, cuya contra cara es la intromisión de los
tribunales competentes en el procedimiento intermedio, la admisión de la
acusación para el procedimiento principal;
- la publicidad del procedimiento principal, cuya contra cara la
constituyen las numerosas excepciones en beneficio de la víctima, de los
demás intervinientes el procedimiento o las necesidades estatales;
- el derecho a recurrir una decisión perjudicial, cuya contra cara es, por
ejemplo, la eliminación de la instancia recursiva justamente en la
criminalidad mediana o grave.
Todos éstos son solamente ejemplos. La diferencia específica entre la
teoría y la práctica que se puede ver a partir de ellos caracteriza todos los
principios básicos del proceso penal. También desde este punto de vista es
importante para la consideración jurídico-política del proceso penal no
solamente la teoría, sino también la incorporación de la realidad en el
análisis.
Concepto de verdad procesal.
El objetivo de averiguar la verdad acerca del hecho imputado es uno
de los principios básicos de todo derecho procesal penal en un estado de
derecho. En cualquier caso, una condena debe poder referirse a una base
fáctica indubitable. Así como la justicia constituye el ethos de la aplicación
de las normas, la verdad constituye el ethos del esclarecimiento de los
hechos.
Con la obligación de buscar la verdad, el derecho procesal se remite
a los fundamentos de la teoría del conocimiento y del derecho
30
constitucional. El concepto de verdad procesal, es decir, la pregunta acerca
de qué debe entenderse por "verdad" en el sentido de un procedimiento
penal conforme al estado de derecho, va más allá de las relaciones
dogmático procesales.
En la literatura procesal era determinado en forma a la vez rigurosa
e ingenua: verdad era aquello que efectivamente había sucedido, y la
actividad probatoria del proceso penal debía dirigirse hacia el
esclarecimiento de ese suceso. (Similar en rigor e ingenuidad es también la
determinación comparable de los objetivos del derecho penal material y de
la política criminal: luchar contra el delito o, inclusive, eliminarlo, en lugar
de elaborarlo o de convivir con él en la forma adecuada).
Desde el punto de vista de la teoría del conocimiento, este concepto
de verdad presupone que es posible un conocimiento reflejo de la realidad:
adaequatio reí et intellectus. Por tres razones esto no es posible, y ello
debe tener consecuencias para el derecho procesal penal, tanto en la teoría
como en la práctica.
a) Teoría del conocimiento
No existe ningún objeto que, en todo caso, no esté constituido por el
conocimiento subjetivo. Los objetos del conocimiento están a nuestra
disposición sólo dentro del conocer, y sólo se puede juzgar la fidelidad de
su reflejo por medio del conocimiento dentro de los procesos
cognoscitivos. El hecho de que el concepto de una cosa coincida con esa
cosa no es resultado de un procedimiento abstracto mensurable, sino un
proceso en el cual sujeto y objeto se encuentran implicados
recíprocamente.
Ya es resultado de nuestra experiencia diaria que hombres con una
diferente historia vital, diferente profesión y diferentes intereses perciben
las cosas de manera diferente, consideran correctas e incorrectas
cualidades y características diferentes, las integran en estructuras
diferentes.
31
No es posible esperar –tampoco en el proceso penal– encontrar la
"verdad" acerca de sucesos y desarrollos. El conocimiento de la verdad es
relativo al sujeto cognoscente, a las particulares circunstancias del proceso
cognoscitivo y a las cuestiones específicas que se dirigen a la "realidad".
No es necesario decir que estas particularidades, en cuanto a que la
percepción de la "realidad" es altamente selectiva, se hallan especialmente
marcadas en el proceso penal.
b) Derecho constitucional
Si se mira el concepto de verdad del proceso penal bajo el punto de
vista del derecho constitucional, se advierte que los límites en la búsqueda
de la verdad material no son de lamentar, sino que se les debe dar la
bienvenida. La búsqueda de la verdad en el proceso penal no reside
solamente en el interés público, sino que constituye al mismo tiempo una
amenaza para todos los intervinientes en el procedimiento, no solamente
para el imputado. Un procedimiento penal propio de un estado de derecho
conoce, por lo tanto, limitaciones a la averiguación de la verdad, que
generalmente son de importancia decisiva: el derecho del imputado de no
estar obligado a declarar; el derecho del testigo a no autoincriminarse; el
derecho a no testificar por razones de parentesco, proximidad social o
secreto profesional. Estas prohibiciones a la búsqueda de la verdad en el
proceso penal van en contra del interés de conocimiento en una forma
típicamente intensa, pues se refieren a las fuentes de conocimiento que en
general resultan más ricas. El hecho de que justamente las personas a
quienes el imputado posiblemente haya informado de modo confidencial
también respecto del hecho tengan derecho a negarse a testificar requiere
ser explicado.
Esto es posible explicarlo bajo el punto de vista del derecho
constitucional. Tales derechos a negarse a declarar existen en interés de
las profesiones o de las personas protegidas. Son derechos de defensa
diferente a los intereses de la investigación en el procedimiento penal,
visto de este modo, la búsqueda de la verdad puede ser considerada una
empresa complicada que puede estar en contraposición con los derechos a
la libertad. Un procedimiento penal adecuado a un estado de derecho debe
32
lograr una relación bien equilibrada entre el interés en la verdad, por un
lado, y la dignidad de los afectados, por el otro; la búsqueda de la verdad
no puede ser realizada a cualquier precio.
c) Derecho procesal penal
La búsqueda de la verdad en el procedimiento penal es, por lo tanto,
relativa a las vías legítimas a través de las cuales se puede lograr. Tiene
sentido, por eso, hablar no de verdad "objetiva" sino de verdad "forense" u
obtenida de acuerdo con las "formalidades judiciales". Todos los
intervinientes deben advertir que una condena no puede estar legitimada
con "la verdad”, sino que más bien con total fundamento se encuentran en
juego procesos de selección.
También aquí se ve, no solamente bajo el aspecto de la
interpretación de la ley, la actividad creadora desarrollada por los jueces
penales. Esto aumenta sus tareas de legitimación. De todo ello resulta,
entonces, que desde el punto de vista de la dogmática del derecho procesal
penal, la convicción del juez –y no un arsenal de elementos probatorios
objetivos–, debe constituir el fundamento racional de una condena penal.
Así como no se puede contar con la interpretación del derecho more
geométrico, tampoco la averiguación de la verdad puede serlo. De lo que
se sigue que el deber del tribunal de buscar la verdad no puede ser
entendido como la investigación de la verdad "objetiva", sí no solamente
como el deber de apoyar una condena sobre aquello que indubitablemente
puede darse por comprobado. De ello resulta entonces, al mismo tiempo,
una fundamentación más profunda, y sobre todo, un reformamiento, el
principio in dubio pro reo.
3. Validez de principios indisponibles
En el derecho y la práctica del procedimiento penal ha entrado en el
primer plano en el último tiempo un principio metodológico que puede ser
denominado dogmática de la ponderación. Así, los tribunales –con amplio
acuerdo de la doctrina– consideran, en principio, inconstitucional la
valoración de las notas intimas del imputado. y consideran incompatible
33
con el estado de derecho circuido las autoridades instructorias colocan
una persona de confianza de Ia policía en la celda para sondear al
imputado; pero en caso de que se trate de criminalidad grave se está
dispuesto a pasarlo por alto: en casos de contravenciones graves al
derecho o sospechas serias contra una persona puede ser admisible
también una injerencia en la dignidad de la persona o en su derecho a la
libertad.
El principio metodológico subyacente, es decir, la ponderación entre
distintos intereses, su intensidad y peso, es un antiguo y buen principio de
la jurisprudencia: solamente el interés de mayor valor debe imponerse en
el caso de conflicto. Este principio también tiene cabida en un derecho
moderno, porque aporta a la flexibilización de la decisión jurídica; el
método de la ponderación puede ser introducido con una gran proximidad
al caso, en el caso particular concreto, como principio de la valoración de
intereses. El derecho de carteles o de subvenciones puede ser un ejemplo.
El proceso penal, por el contrario, me parece un ámbito jurídico y un
tipo de procedimiento en el cual el método de la ponderación no resulta
para nada adecuado, y que/incluso, con el tiempo, puede tener efectos
devastadores. Las formalidades del procedimiento penal no son meras
formalidades, en su núcleo son formas protectoras en interés de la
totalidad de los intervinientes en el proceso y, ante todo, del imputado. Si
se autoriza en el caso concreto a dejar de lado estas formalidades, de este
modo, se tornan dispositivos todos los pilares del derecho procesal penal.
Quien, por ejemplo, autoriza la tortura en un caso de toma de
rehenes, en el cual el rehén inocente puede ser rescatado mediante la
obtención coactiva del lugar en que se halla por parte de un coautor
detenido, ha abandonado la prohibición de la tortura.
Quien –también solamente en casos de criminalidad muy grave–,
libera de persecución y punición a los testigos principales, abandona el
principio de igualdad y de culpabilidad. Similar es lo que ocurre con la
libertad de comunicación entre defensor e imputado, o con la protección
de la esfera de intimidad o la dignidad de la persona. Todos estos
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principios se encuentran entonces a disposición de quien tiene que
emprender una ponderación en el caso concreto.
De acuerdo con esto, el procedimiento penal y su concepción jurídica
no deberían ser vistos solamente como un medio para el esclarecimiento y
persecución de los hechos punibles, sino también como un signo de la
respectiva cultura jurídica. Su ethos y su legitimación surgen a partir de
una superioridad moral frente al control social en principio no vinculante.
Esta superioridad moral se apoya en la cuestión de cuáles son los límites y
principios del derecho procesal penal que se pretende hacer valer incluso
en horas de necesidad por sí mismos. En mi opinión, solamente un
proceso penal de principios firmes puede mantener la confianza y el
respeto de la población.
4. La división de poderes en el proceso penal
Un proceso penal tiene, como todo ejercicio del poder estatal,
mecanismos que pueden frenar o bloquear el ejercicio del poder en el caso
concreto. Uno de los medios para alcanzar este objetivo es el reparto del
ejercicio del poder en diferentes funciones y titulares de las funciones, con
lo que se puede contar con el control y limitación. Por este motivo existen
múltiples mecanismos de división del poder en el proceso penal. Extraigo
tres constelaciones que en este momento me parecen las más
significativas.
a) Procedimiento acusatorio
La superación del procedimiento inquisitivo en el actual proceso
penal constituye una piedra angular en el desarrollo hacia el estado de
derecho. El juez inquisidor reunía en sus manos prácticamente todas las
funciones del estado penante y se encontraba ampliamente a cubierto de
controles y correcciones.
El principio acusatorio, por el contrario, prohíbe a aquel que debe
juzgar una causa el atraerla para sí, y a aquel que la trae a decisión, el
decidirla. La separación entre tribunales y fiscalías, la atribución de
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diferentes funciones, el equilibrio práctico en el proceso de las diferentes
competencias y derechos de intervención concretan un momento
importante de la división de poderes en el proceso penal. Una armonía de
los poderes resulta amenazadora para aquel que se encuentra sometido a
ellos; a partir de su contraposición puede desarrollar posibilidades para su
defensa, corrección y control.
b) Independencia de la administración de justicia
La independencia del juez constituye –justamente en el proceso
penal– un pilar de la organización judicial en un estado de derecho. Sin la
concreción de este principio, la justicia no merece su nombre, es un
instrumento estatal, entre otros, si falta en la organización del Estado la
función central de un control efectivo del poder del Estado. La
independencia judicial no presenta problemas en los principios, sino en la
práctica. No hay demasiados que la discutan en lo fundamental, pero sí
algunos para quienes va demasiado lejos. Con el reconocimiento del
principio de la independencia judicial no es mucho lo que se ha ganado; se
debe controlar que este principio pueda realizarse en la práctica cotidiana.
Esto significa, concretamente, que la independencia judicial no
solamente se muestra en la relación del juez con las partes procesales o
respecto de las autoridades judiciales; se muestra también –y sobre todo
actualmente– en la relación del juez con el Poder Ejecutivo, los partidos
políticos y los medios de comunicación. Se muestra, por tanto, en ámbitos
que difícilmente puedan ser regulados formalmente. No es la situación
legal la que decide acerca de la independencia real del juez, sino, por
ejemplo, la seguridad de la posición en que se encuentra. Para su
independencia es importante la cuestión de si se puede ejercer sobre el
presión hacia un "comportamiento adecuado", rico en consecuencias, o si
es independiente o no de la "política" en sentido amplio. Esto significa, a
largo plazo, que para la independencia del juez y de la administración de
justicia resulta de importancia decisiva que los jueces puedan constituir
una autoconciencia que contenga las ventajas y los caracteres específicos
de esa profesión y los distinga de las demás funciones del poder estatal.
Esta autoconciencia depende, por ejemplo, de la calidad de la formación y
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de la profesionalidad de los formados, de su situación social, de su pago,
de las dificultades notorias para su traslado y su separación del servicio.
La independencia del juez, es otro ejemplo adecuado para el
reconocimiento de que en el juzgamiento de la conformidad al estado de
derecho del proceso penal se trata menos de la situación legal que de las
circunstancias fácticas.
c) Derechos de participación efectivos del imputado
También acerca del imputado, su posición y sus derechos, un
derecho penal puede organizar la división de los poderes en el proceso
penal. Cuanto más efectivamente participe el imputado en el desarrollo y
la finalización del procedimiento, tanto más se podrá contar con un
control del poder estatal en el procedimiento penal. Entre los derechos de
participación de los afectados se menciona tradicionalmente, ante todo, su
posibilidad de recurrir las decisiones que lo perjudiquen. Vinculado con la
prohibición de una peor posición, esto constituye, de hecho, una
posibilidad importante de intervenir en el procedimiento penal y, sobre
todo, en sus resultados.
Sin embargo, cuando menos tienen la misma importancia los
derechos de intervención con cuyo ejercicio el imputado puede influir no
sólo en la aplicación de la ley y en el resultado del procedimiento, sino ya
en la construcción de la situación de hecho y el desarrollo del
procedimiento. Para el imputado es al menos de la misma importancia,
qué hechos pueden valer como probados como la correcta comprensión de
una noma legal.
El imputado debe tener ya durante el procedimiento instructorio un
derecho de solicitud de prueba asegurado, que deben existir fundamentos
claros para denegar las solicitudes de prueba que puedan ser controlados
en forma precisa en caso de que el juez del hecho se haya negado a una
solicitud con razón o sin ella. No sólo los recursos limitan y controlan el
poder de decisión judicial, sino ya la temprana intervención en la
configuración de la situación de hecho.
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Posibilidades de un procedimiento penal conforme al estado de
derecho.
Como puede verse en general, no es tanto la existencia de las normas
la que decide acerca de la cuestión de si una sociedad puede o no organizar
su procedimiento penal conforme al estado de derecho, sino más bien la
práctica social y estatal. Conocemos Estados cuyo derecho procesal penal
en los textos es intachable, pero cuyos procedimientos penales constituyen
una amenaza para los derechos humanos. Y en Estados tales como Gran
Bretaña o Suiza es posible estudiar la otra cara de la moneda: una práctica
conforme al estado de derecho sobre una base legal hasta el momento
delgada y con lagunas.
En la práctica a largo plazo se decide acerca de la conformidad al
estado de derecho del procedimiento penal en tres campos: en la
formación de los juristas, en los medios y en la actitud de la población
respecto de la administración de justicia.
En la formación de los juristas se decide en gran parte cómo será la
práctica jurídica de un Estado. Las leyes pueden marcar solamente los
límites y determinar el marco exterior: el manejo de los profesionales con
la ley determina la decisión efectiva de la situación jurídica y la existencia
real de derechos. La profesionalidad de los juristas, que se transmite sobre
todo mediante la formación, decide en buena parte acerca de la
independencia real de la administración de justicia frente a la intervención
social y estatal. La sensibilidad de los juristas frente a las personas
afectadas, frente a la política y frente a los mecanismos sociales puede ser
fomentada o bloqueada durante la formación. Absolutamente decisivo
para las oportunidades reales de un procedimiento penal conforme al
estado de derecho es una cantidad suficiente de defensores penales
preparados y conscientes, que permanentemente controlen –no solamente
en interés de sus mandantes– el respeto de las reglas que aseguran la
libertad.
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En lo que se refiere a los medios en su relación con la administración
de justicia, hoy se sabe, como resultado de numerosas investigaciones, que
son todo menos un informador fiel de la justicia frente a la opinión pública
interesada. No informan ni acerca de lo que ocurre realmente en la justicia
ni acerca de la forma en que esto sucede, sino que informan según sus
propias reglas de relevancia, en lo cual se orientan según las expectativas
esperadas de los destinatarios. El resultado es un cuadro totalmente
distorsionado de la justicia en la información de los medios, donde el
derecho penal y los delitos de sangre captan un gran espacio.
Con el tiempo, una justicia penal conforme al estado de derecho
puede convivir bien con una información de este tipo. Es función y
derecho de los medios configurar y seleccionar según sus propias reglas.
No son un órgano de la administración de justicia. Resultan, sin embargo,
de enorme importancia. Y para ello, no existe en una sociedad libre
ningún sustituto posible para la permanente vigilancia y control social
acerca de aquello que hace la justicia. Una administración de justicia penal
no es pensable, con el tiempo, sin una prensa libre e interesada en esa
administración de justicia penal.
Una prensa libre e interesada en la administración de justicia penal
es también la más importante vía de comunicación entre la justicia penal y
la población. Sobre todo, es mediante los medios que hoy la gente sabe lo
que sabe acerca de la justicia penal. La imagen de la administración de
justicia en la cabeza de la gente es, en mi opinión, el factor más importante
para el surgimiento y la supervivencia de un procedimiento penal
conforme al estado de derecho. Para esta imagen resulta decisiva una
forma doble de confianza: la confianza de la gente en la independencia y
respetabilidad de la justicia penal y de los hombres que se desempeñan en
ella, así como también la confianza del ciudadano en la capacidad que le es
propia, de tener la oportunidad, en caso de conflicto, de una intervención
de la justicia penal que produzca consecuencias, y de estar en posición de
un control real de la justicia penal. Esta imagen es difícil de lograr y fácil
de perder si llega a configurarse, ya que depende de muchos factores, no
todos los cuales se encuentran en relación con la justicia penal.
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También en ello es posible ver que la configuración de un
procedimiento penal conforme al estado de derecho no es solamente una
cuestión de la justicia, ni tampoco del Estado, sino que es, esencialmente,
una cuestión de la sociedad.
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