Paralipomenos 3

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Alfonso Pérez de Laborda
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FLJ
Todavía no me toca comenzar la tercera serie de estos
paralipómenos, pero no puedo menos de ensayarme de nuevo en ellos,
pues hoy es el día de san Bernardo, y hace demasiado poco que estuve
seis semanas completas con sus hijos en N. D. de Scourmont.
Aunque no era esa mi intención, se me van los pensamientos detrás
de mi visita a la Abadía de Fontenay. En mi viaje de regreso, atravesando
la dulce y suave Francia —pronuncia la palabra suave despacio, marcando
todas las inflexiones de sus vocales y consonantes, deshaciendo la unión
entre la u y la a, de esta manera imaginarás lo que veo en ese paisaje que
me aprisiona en su afectuosa gentileza, que se hace conmigo cuando voy
por carreteras quinarias, interminables en su delicia majestuosa—, hasta
meterme luego por los montes de l’Ardèche y recoger el río Tarn desde su
nacimiento hasta Millau, de este a oeste, en donde contemplé con éxtasis
el nuevo viaducto sobre el río, admirándolo en puro arrobo por encima
de la ciudad y en embeleso luego al sobrepasarla —algún día deberé
hablar de este puente, pues, junto a la Terminal 4 del Aeropuerto de
Barajas, es de las construcciones más hermosas de los últimos años, al
menos que yo haya visto—, visité esa vieja Abadía que el P. Charles
Dumont, junto con muchos otros, tiene como representante del más
depurado ‘arte cisterciense’. Encantado, por supuesto, pero también en
algo decepcionado. Me tenía que haber gustado más. Bernardo arrancó de
sus monasterios todo ornamento. La piedra queda ahí en su nuda
desnudez, adusta, pero, sin embargo, complicada —falta la asombrosa
simplicidad que tomará en El Escorial—, en espeluzno rebuscado. Bien
está. Pero, quizá, lo hizo en polémica con otros. Por eso. Y se nota. Lo que,
por contraposición, no está, ha sido arrancado: quedan sus huellas, sus
heridas, sus desgarros, sus muñones. Sus nadas.
Mas no querría, ni podría, hablar mal de Bernardo. Quien vaya a sus
“Sermones sobre el Cantar de los Cantares”, se convertirá en otra persona.
Comprenderá qué significa la encarnación. Nacerá él también a una
filosofía de la carne, quizá para siempre. Pues bien, entre los muchos
libros y anotaciones que me traje de la Abadía, me encontré un papelín
del que me había olvidado. En él estaba escrito cómo hacen los potajes de
verduras: nunca olvidar el apio ni los puerros ni el perejil, con una cuarta
parte de patata y, más o menos, un octavo de cebolla, y las sobras de los
días anteriores, a más de añadir todas las verduras que venga en gana.
Pues bien, allí mismo tenía una pequeña anotación de una conversación
con el P. Charles. Encuentra que en el Sermón 20 párrafo 6 de ese
comentario (Obras Completas, vol. V, BAC, Madrid, 1987, p. 284), el abad
cisterciense Bernardo responde a la urgente pregunta que a todos planteó
el abad benedictino san Anselmo: Cur Deus homo?, ¿por qué Dios se hizo
hombre?
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El amor del corazón es en cierto sentido carnal, pues se siente
afectado por la carne de Cristo y lo que nos transmitió a través de su
carne. Así, el corazón se conmueve al punto por todo lo que se refiere al
Cristo carnal. Nada escucha con tanto gusto, nada lee con mayor afán,
nada recuerda con tal frecuencia, nada medita con mayor dulzura.
Siempre que ora tiene ante sí la imagen del Hombre-Dios que nace y
crece, predica y muere, resucita y asciende. Todo ello impulsa
necesariamente su espíritu al amor, ahuyenta otros hechizos, serena sus
deseos. Así Bernardo. Además, nuestro deseo se acrecienta de modo
infinito por el amor que ahí se nos ofrece.
20 de agosto de 2007 / lunes 17.9.07
FLK
Nada de ensayamientos. Adelante con los faroles. Una vez
comenzado, ya todo sigue sin parar. Como cuando el cuarteto de cuerda
está en posición y los músicos se miran unos a otros: Adelante. Después,
todo es un discurrir conjuntado, cada uno por lo suyo, en armonía
prodigiosa; sin posibilidad de parar. Rueda múltiple que se echa por la
ladera, monte abajo, a calzón quitado. Todo viene dado desde ese
comienzo. No en la melodía, que ocurrirá desarrollándose a su pura
conveniencia, sino en la necesidad creativa de echarse al monte en
libertad necesitante; de tener la necesidad impelente de no parar, de
seguir adelante día tras día.
Un amigo, cuando terminó la segunda serie, me escribió que su
hermano mayor tenía mono de paralipómenos. Ahora, está casi con
sarpullido porque la nueva temporada no empieza hasta mediados de
septiembre, me dice. No le conozco. Hemos de ver cómo la tercera serie le
produce un efecto de pomada balsámica.
Vale, pues echados ladera abajo ya no hay remedio.
Lo primero ha de ser una noticia que para mí ha sido muy triste. El
pasado miércoles me anunciaba Jean-Pierre Delville que Vincent Baguette
había muerto, y que a las 10 de esta mañana de sábado era su funeral.
Cinco años menor que yo, nos conocimos al empezar juntos la licencia en
teología en Lovaina. Él acababa entonces de ordenarse sacerdote; de Lieja.
Montañero. Llegaba con sus compañeros de marcha al refugio, en los
Alpes. Se sentó, mirándoles con esa sonrisa suya que todos conocíamos
tan bien. Y, sin decir una palabra, cayó sobre el flanco, muerto. Hacía 25
años que era capellán en los campamento de un colegio. Ahora, párroco
de una de las grandes Parroquias de Lieja, la Basílica de Saint-Martin, y
decano de la ciudad, como llaman a los arciprestes.
No me ha sido posible ir a su funeral. Por una tontería. Paso un día
malo. Ayer, viendo si podría ir, también.
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Fue el primero y, en la lejanía que con el tiempo se iba
estableciendo, el mejor de mis amigos belgas; el más cercano, aunque lo
viera poco. Listo y trabajador. Excelente compañero de estudios. Me
ayudó a poner en buen francés la defensa de mi tesis en teología; por
poco quedo deslomado para siempre, mientras que al cabo de las horas él
seguía pimpante como una rosa.
Conocía muy bien su sonrisa. Tan amigable. Tan cercana. Tan
tierna. Tan del Señor.
De aquellos años de estudiante fue, sin duda ninguna, mi mejor
amigo belga; quizá el único. Asistió el 25 de septiembre de 1977, en la
capilla del Seminario de Ávila, a mi ordenación sacerdotal. No había más
de aquellas lejanas tierras.
Cuando he vuelto de profesor, desgraciadamente, le he visto poco.
Fui a Visé, en donde estuvo de párroco. Al Seminario de Lieja, en donde
era profesor. Poco, pero todo estaba ya dentro. Nuestra amistad era
demasiado fuerte para que el tiempo buscara siquiera enmohecerla.
En nuestros años de estudiante todos los días ofrecía café en su
habitación a los amigos que quisieran ir. Yo era de los fieles. Cuando salía
a coger agua para la cafetera, al volver a su propia habitación, antes de
abrir, llamaba suavemente a la puerta, como pidiendo permiso y
ofreciendo respeto. Me enseñó mucho de música. Sobre todo, a saber de
Nikolaus Harnoncourt y su Concentus Musicus Wien.
Con él conocí mejor a la Iglesia. Siempre me sostuvo, y fue para mí
una luz acercante al Señor y que, finalmente, me hizo comprender, el
primero, que ser sacerdote era cosa bien hermosa. La más hermosa.
La noticia de su muerte es chocante, pero no mala, pues el Señor le
habrá acogido en su seno de misericordia.
Al empezar este paralipómeno no supe prever que, evidentemente,
escribiría sobre Vincent.
7 de septiembre de 2007 / martes 18.9.07
FLL
Este también tiene que ir de amistad.
El pasado domingo día 2 de septiembre comí con José Luis Corral y
su mujer, Paula. Celebrábamos que nos conocimos ese día hace cincuenta
años. Comenzábamos a estudiar ingeniero industrial en la Academia
Necoechea de la Gran Vía bilbaína. Como entonces se cambiaba a un viejo
plan nuevo, en octubre principiaron las clases en la Escuela. Ese curso
terminamos los exámenes el día anterior a San Ignacio.
Es cosa hermosa conocerse hace cincuenta años. Hay un sentimiento
de comunidad participativa que sólo una tan antigua amistad puede
conceder. La amistad tiene algo definitivo: se da plenamente entre iguales.
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Aristóteles tiene algunas de las páginas más hermosas sobre ella en su
Ética a Nicómaco.
Quisiera proponer algunos de los temas que me rondan por la
cabeza y que, seguramente, serán parte de esta tercera serie de
Paralipómenos. En los tres años que me quedan de clase voy a hacer
hincapié de manera muy especial en la filosofía de la naturaleza. El
objetivo va a ser claro: ver de qué manera sea cierto eso de que la
naturaleza y la materia, el mundo material, es el primer regalo que Dios
creador nos hace. No sólo formamos parte de ella, como es cosa bien
obvia, sino que, además, es un maravilloso presente que se nos hace.
Luego, hay varias cosas que aquí y allá me han planteado y me dan
vueltas en la cabeza con necesidad de rumie. Hace ya unos meses, desde
Bilbao, me pidieron que escribiera unas páginas sobre la vida fuera de la
tierra. No es cosa de mi interés y no fui capaz entonces de escribir nada;
pero ahora sí me he de justificar paralipoménicamente por qué mi falta
de interés ante una cuestión semejante. Florence Hosteau, no la vieja
amiga Florence Otten, sino la que fue estudiante mía en un curso titulado
‘Deseo’, tema en el que quedó enredada, que llevó a su tesis doctoral y en
el que todavía trabaja en Lovaina, me pide opinión sobre lo que postula
en su pensamiento: todo es interpretación y, por eso, no hay distinción
entre ciencias (duras) y ciencias humanas, no hay una jerarquía de
racionalidades, ¿con qué derecho la habría?, por lo que se plantea, y me
plantea, cuáles son los criterios de un acto hermenéutico “verdadero”,
como ella le llama. Ah, y entonces incurre en despropósito filosófico al
preguntarse si ese criterio será la falsación, o cosa así.
Ambas son preguntas que esperan contestación; lo malo es que me
ocurre una cosa curiosa cuando me hacen preguntas, pues el demandador
las propone cuando le parece bien, pero el respondedor responde cuando
le salen respuestas. Suelo decir que lo mío, de manera muy desgraciada y
bien inconveniente, es un depósito que sólo tiene salida por arriba. El que
las cosas me sean así me hace demasiadas veces quedar mal con quieres
me espetan una pregunta y esperan que la conteste a bote pronto. Ay, un
filósofo de atardeceres, por pequeño que sea, jamás actúa de tal guisa.
Primero, como los bueyes, rumia paralipoménicamente.
Tema que ha de venir es el de la interpretación, o, si quieres, de la
hermenéutica; planteado, seguramente, de manera distinta a la de
Hosteau. Mas ha de aparecer el de la verdad, sin el que aquella es mensaje
de puros relativismos y de pensar que el hombre / la mujer, con lo
distinta que es esa diferencia, es la medida de todas las cosas. Aristóteles
se asomará también por estos discursos paralipoménicos. En fin, no sé,
temas que me veo incapaz de saber si son similares a los de la primera
serie y a los de la segunda.
8 de septiembre de 2007 / miércoles 19.8.07
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GCC
Si llega a publicarse la segunda serie de los Paralipómenos, se verá
que no lleva prólogo. Debo explicar aquí el por qué de esa celosa manía.
Primero, pues es pura y simple continuación de la primera serie; se nota
hasta en la numeración seguida de los cronicones. Además, como lo digo
tantas veces, porque expresan un pensamiento en red. Una red que, bien
mirada, es doble. Red en cada una de las series, que tienen sus
particularidades, su momento, su encuadre en lo que es cada intervalo de
una vida, la mía y la nuestra. Basta dar un vistazo un poco detenido a los
índices de la primera y de la segunda serie de paralipómenos para ver
cómo es así. Cada uno tiene sus subrayados; son miradas a distintas
situaciones, producto de preocupaciones nuevas, no siempre idénticas. Y,
sin embargo, creo ver en la conjunción que forman las dos series que se
da lo buscado en ellos: un pensamiento en red que no sólo reclama
racionalidad en las respuestas y en las maneras, sino que es una
racionalidad en coherencia. De otro modo, ¿cómo podrían decirse
expresión del pensamiento de un filósofo, por pequeño que sea? Una red
de coherencia que sale en busca de la verdad, no puede ni quiere
quedarse en una simple opinión sobre las cosas de la vida, la mía, aunque
lo sea, claro es, sino que procura ser un enfrentamiento racional a ella. Si
algún día diera por haber más series de paralipómenos seguro que se
vería esa doble conjunción de redes y coherencias: la de cada una de las
series, con sus particularidades propias, pues hijas de su momento, de su
año, respuestas y reacciones a él, y la del conjunto entero de las series.
Que las cosas paralipoménicas sean así es el reto al escribirlos y,
supongo, al leerlos. No se buscan pequeñas respuestas a este y al otro
problema, sino que se solicita la conjunción del todo. No en una
sistematicidad filosófica que se enfrenta de una vez con él, sino en el ir
haciéndose de un pensamiento abarcativo que, a la vez, se sigue buscando
y que, encontrándose, aunque sea todavía parcialmente, se enfrenta con
tantas y tantas cosas que constituyen una vida, la mía y la vuestra. No es
labor de sistematicidad, pero sí su fruto. Por eso hablo siempre de
coherencia y de red de coherencia. La diana de todo este proceso es
simple: buscar la verdad. Y, en ella, encontrar la felicidad. La felicidad de
una vida beata, como aseveraban los antiguos.
Lo que voy diciendo crea un problema en el lector paralipoménico:
eso son tus rumies y tus coherencias, tu red, pero ¿me obligarás a que sea
también la mía? Tú vas por tus problemas, pero yo tengo los míos y tú no
me respondes a ellos. A veces coincidimos en una parte, pequeña, del
camino, pero mis intereses y preocupaciones, mis rumies son distintos. Mi
interés paralipoménico sólo coincide en alguna cosa con el tuyo, me dices.
Es verdad. A ello debo responder con dos líneas de discusión entre tú y
yo. Puedes aprender aquí, leyéndolos, a llevar contigo y por ti tu propio
caminar paralipoménico. Practicar cómo y de qué manera tus propios
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rumies deben ser también racionales y en red de coherencia, no meros
espurrimientos desvaídos y sin capacidad alguna de comprensión
conjuntiva. Eso en cuanto a las formas expresivas de un pensamiento, el
tuyo. Pero es que, además, tomando mi propia lectura paralipoménica, es
probable que encuentres respuesta a algunos de tus mismos intereses y
conjunciones rumbosas, sin que te quedes ahí, pues puedes encontrar
aperturas que para ti eran insospechadas antes. Creatividad.
9 de septiembre de 2007 / jueves 20.9.07
GCD
Me traje muchas cosas de Chimay. Entre otras una campana. Cosa
esencial. Y el nombre de alguien que conocía de siempre, pero que nunca
antes había leído: Pierre Grelot. Aunque yo mismo me quedo pasmado.
Cuando tengo un libro nuevo, lo primero que hago es precipitarme a abrir
sus páginas con mi navajita, caso de que no vengan cortados los cantos.
Pues bien, tengo medio apropiado su Sentido cristiano del Antiguo
Testamento desde el invierno de 1968. El libro tenía todavía la mitad
segunda de sus páginas sin abrir. Quizá seguían así por respeto a esa
apropiación-regalo. He terminado de separar sus páginas sólo estos días.
Será uno de los muy pocos libros que tenga sin abrir. ¿Respeto? Sobre
todo, profunda desgana de Grelot. Me he interesado en muchos
comentarios y teologías bíblicas. Pero ha debido ser Maurice Gilbert
quien, en nuestras conversaciones trapenses, cuando le preguntaba sobre
cuestiones de exégesis, de la relación del Antiguo con el Nuevo
Testamento, me dijera: Bueno, y el mejor de todos, claro está, Grelot. Se
me había olvidado, pero hace años que Olegario González de Cardedal me
lo había anunciado ya.
Me he hecho con muchos de sus libros. Casi infinitos. Es apabullante
lo que ha escrito y el inaudito interés que tiene todo lo suyo. Está en la
frontera del AT y del NT, de la teología dogmática y de la bíblica, de los
Targums y de Qumram, de lo antiguo y de lo nuevo, en la catequesis y en
la exégesis. En todo a la vez, y por todas partes como maestro increíble.
Profundamente enraizado en la Iglesia, desde su estar hincado en Cristo.
Personaje sorprendente que está cumpliendo noventa años y que desde
hace más de cuarenta tiene diabetes aguda que le lleva a sufrir comas, me
dijo Gilbert, incluso varias veces por semana. Sabe tanto y está tan
extremadamente centrado en lo suyo que necesita sólo su máquina de
escribir.
Acabo de terminar su majestuoso Combates por la Biblia en la
Iglesia, que publicó hace catorce años. Es apasionante. A través de sus
estudios y tomas de postura nos retrata la exégesis bíblica en Francia y en
la Iglesia en los últimos cincuenta años. Asombroso. No es posible pensar
que haya abarcado tanto, todo, que haya tenido palabras de extrema
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racionalidad creyente en tantos campos, con una visión tan clara de
dónde están los puntos clave de su trabajo y de aquello que vive. Y, sin
embargo, es así.
Quizá eso es lo que hasta ahora había hecho que no me interesara:
no saber clasificarlo. Ay, yo tan contrario a las clasificaciones y que
pienso casi no haber comenzado todavía siquiera a pensar cuando
clasificamos algún problema o algún autor. Nadie me empujó a él con
todo su ímpetu y yo no supe ver su capital importancia. ¡Precisamente en
lo que a mí me interesa más cuando me acerco a la Biblia y leo páginas
sobre ella! Me llama la atención y me avergüenza esa ceguera que he
tenido, porque saber que existía, lo sabía de sobras, y libros suyos en mis
manos en la librería, que luego he dejado allá en la mesa o el anaquel, sin
comprarlos, muchos. ¡Demasiados para no sospechar que algo grave me
ha acontecido en mi aproximación a la Biblia! Precisamente, repito,
cuando Pierre Grelot está exactamente en el centro mismo de lo que son
mis propios intereses: él representaba aquello que yo busco. Pero no fui
capaz de reconocerlo. Nadie me lo enseñó. Ni siquiera supe terminar de
abrir uno de sus primeros libros, y de los más importantes. Tendré que
recuperar el tiempo perdido tan atontolinadamente.
La hermenéutica es cosa paralipoménica.
11 de septiembre de 2007 / viernes 21.9.07
GCE
Me traje también de Chimay el conocimiento de un libro que luego
he comprado: El salterio de David, traducido y comentado por Jean-Luc
Vesco, publicado en 2006 por Cerf en su colección Lectio divina. Vesco es
dominico, ha sido director de la prestigiosísima Escuela bíblica y
arqueológica francesa de Jerusalén, la que fundara ha hecho cien años el
P. Lagrange. Pues bien, nos larga un increíble libro de 1419 páginas en
dos tomos.
Los salmos me interesan de modo particular. Es natural. Eran la
oración personal de Jesús. Es la oración personal y comunitaria de la
Iglesia; también de la Sinagoga y de sus hombres y mujeres. Tiziano
Lorenzin, autor paralipoménico, escribió el suyo el año 2000 en la
colección de comentarios bíblicos, I libri biblici, que publica Paoline.
Ambos se refieren a un libro: el de los salmos. No comentarios a 150
poemas individuales y por suelto. El de Vesco es más amplio, de mayor
fuerza. Fruto de un conocimiento sin límites, de una sensibilidad orante
muy aguda, que sabe muy bien lo que los salmos son y lo que suponen
para nosotros, pero que no olvida algo decisivo: se trata de un libro que
no proviene del judaísmo actual ni tampoco del cristianismo. De primeras,
no responde a nuestra sensibilidad, y, sin embargo, es nuestro gran libro
de oración. Nos sentimos confrontados con él y arrastrados por él. Sus
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palabras son nuestras palabras. Sus súplicas son nuestras súplicas. Sus
alabanzas son nuestras alabanzas. Somos configurados por él.
Adrian Schenker, dominico también, profesor en la Friburgo suiza,
tiene un breve prólogo al gran mamotreto de Vesco. En él dice algo bien
interesante: el mejor comentario de las Sagradas Escrituras en general, y
del libro de los salmos en particular, es la explicación oral, pues sólo el
diálogo directo permite las preguntas y respuestas perfectamente
adaptadas a las personas que en ello están. Es verdad que también lo
consiente la lectura detallada y amorosa de un libro en diálogo
ininterrumpido. Vesco me va a ayudar a leer mejor los salmos, a
degustarlos más, a dejarme troquelar por ellos. Por frases sueltas, por
salmos sueltos, pero, sobre todo, por el libro entero.
Cosa harto curiosa, tanto Grelot como Vesco hacen una lectura
canónica, pero no necesitan referirse a la modernidad de Brevard S.
Childs, que acaba de morir, quien puso en circulación académica por los
ochenta la gracia de la lectura canónica, perforando una brecha decisiva
en el mismo método utilizado para leer la Biblia y comprenderla. Lo he
dicho ya paralipoménicamente. Una manera de leer los textos del AT o del
NT en la que se desmenuza, mejor, se desguazan frases, palabras y tildes,
emparentándolo con grupos y comunidades desperdigadas, siendo cosa
interesante, ciertamente, no lo es todo. Lo verdaderamente interesante es
una lectura del todo, guiada por el todo y comprendida desde el todo.
Grelot lo hace desde siempre; también Vesco en este fantástico libro. No
necesitan recurrir a la moda, pues acontece algo curioso por demás: esa es
lectura tradicional, de siempre. Lo hemos de ir viendo en esta nueva serie
de Paralipómenos. Lo cual tiene interés para la lectura de la Biblia, claro
es, pero, atención, que lo tiene igualmente en la lectura de Aristóteles,
véase si no el majestuoso libro sobre su metafísica de Teresa Oñate.
Incluso, a poco que reflexionemos, lo tiene cuando contemplamos el arte
o vemos una película. Fíjate que digo cuando vemos el arte, no sólo
cuando hablamos de él.
Prefiero mil veces las maneras de Vesco que las de quienes en cada
línea hacen tres hipótesis insostenidas en el delgado aire para adecuar su
lectura a tesis que parecen preconcebidas, en grandioso castillo de naipes.
12 de septiembre de 2007 / lunes 24.9.07
GCF
Vesco en su enorme comentario, aún conociendo al dedillo otras
maneras y todas las líneas de comprensión del orden de los salmos y de
su división en partes, opta por seguir el mismo en el que se presentan en
el texto masotérico, TM suelen decir, esto es, en el texto hebreo tal como
lo hemos recibido, buscando hacer una lectura canónica. Comentará el
salterio como libro. Pues es de esta manera como, finalmente, ha llegado
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hasta nosotros. Sólo una lectura global, nos dice, permite re-anudar los
hilos que unen entre ellos a los diferentes salmos y extraer de la mejor
manera la teología de sus relaciones mutuas y su sentido último. Es la
forma canónica final del texto, el libro mismo del salterio, lo que, en un
momento dado, ha sido aceptado por la comunidad como lo que hace
autoridad para expresar la entereza de su fe y dirigir su vida.
Insistiremos, continúa, en esa forma final. Así tenemos un comienzo
decisivo de comprensión de los salmos: ¿no es el más antiguo comentario
sobre el sentido de los salmos, precisamente, la manera en que los
dispusieron en el salterio?
Un libro, ya es forma nuestra, cosa paralipoménica, tiene una
primera página y una última página. La primera tiene todavía todo por
delante, falta todo por decir; es el inicio de un muy largo caminar;
entonces, aún todo es posible desde ella. La primera página es un
comienzo de temporalidad. La última, en cambio, no. Se escribe cuando ya
se ha hecho el camino entero; cuando ya nada queda por decir. Ella es la
que recoge el fruto entero del libro, de sus recovecos, de sus meandros, de
sus posibilidades que se van haciendo realidad hoja a hoja. La primera y
la última página no se pueden intercambiar, o si se prefiere, cabe hacerlo,
pero entonces el sentido entero del libro toma otros derroteros, tiene
otras significaciones. Un libro es un discurrir en la temporalidad desde un
acá hasta un más-allá. La última página es un punto de convergencia de
toda la labor del libro. Todas sus líneas, finalmente, se aúnan en él.
Un amigo, cuando estábamos en Lovaina de estudiantes, tenía
trabajada su tesis doctoral de manera insistente y llena de inteligencia.
Cientos de enormes páginas escritas con letra pequeña por las dos caras.
Pero, se preguntaba una y otra vez: se pueden ordenar así y así y así; esta
como hoja primera o esta o esta. Fue el cuento de nunca acabar. Luego
vinieron las apreturas de la vida y no terminó su tesis. Era sobre Karl
Barth. Los puntos, las comas, los detalles, las líneas y problemas
desmenuzados, las frases, las palabras, las tildes, todo ello emparentado
con todo tipo de problemáticas teológicas, sociales y políticas estaban allí,
las discusiones pormenorizadas y las tomas de postura de Barth en sus
escritos y de mi amigo en sus propias hojas estaban allí a la mano de
quien quería ordenar todo ese fajón de papeles así o así o así. Pero nunca
se llegó a nada. Nunca se hizo libro. Nunca se organizó un pensamiento
sobre el autor estudiado. Aquello, finalmente, eran briznas sin sentido, sin
orden, sin concierto, sin interés. Puros papelones que en nada servían a
nadie como no fuera para hacer con los cientos de hojas escritas con
pequeña letra aviones de papel.
Creo que con el ejemplo del mi amigo queda claro lo que significa
una lectura canónica, la que él no pudo terminar; pero que esta sólo se
puede lograr cuando el autor se ha dado la enorme tarascada de tener
todos los infinitos puntos de detalle en sus hojas rellenas con su letra
diminuta.
11 de septiembre de 2007 / martes 25.9.07
10
GCG
Súplica y alabanza son las líneas de fuerzas más importantes del
conjunto de los salmos. No pueden disociarse. El grito arrastrado por la
súplica supone siempre una comunión que liga al suplicante con Dios, al
que interroga. El suplicante solicita la manifestación de un amor que ya
antes se le había manifestado. El grito es la confesión de la espera en un
Dios directamente interpelado. Dios debe actuar ahora como ya lo hizo
anteriormente. La alabanza, que el grito viene a interrumpir por un
momento, está al comienzo, y también está al final de la oración. Sirve de
argumento para obtener lo que se pide. El ‘ya’ advenido provoca un punto
de apoyo para el porvenir. La súplica sale transformada de la prueba
superada. El grito, que aparece como una interrupción momentánea de la
alabanza, abre a esta, de hecho, un camino que le permite descubrir otras
trazas de Dios, desconocidas hasta entonces. La prueba superada renueva
la alabanza. La noche, de la que ha surgido la súplica, se ha convertido en
luz; la comunión del salmista con Dios ha sobrevivido a todo lo que le
amenazaba con la ruina. Hasta en el ‘ahora’ que vive la súplica, incierto y
doloroso, el ‘siempre’ de la alabanza, seguro y sereno, ha podido
mantenerse. La adversidad, que ha venido a contrariar por un instante el
desarrollo normal y perpetuo de la alabanza, ha permitido anudar el hilo
que la actualidad parecía haber roto. La alabanza ha pasado por un
tiempo de silencio y de vacío que no ha hecho sino verificarla y
confirmarla. Incluso la noche ha sabido convertirse en día. El día y la
noche se transmiten mutuamente la llama nunca apagada de una
alabanza ininterrumpida.
La oración ha conseguido abrir la súplica ensanchándola en
alabanza divina. Las perspectivas individuales que dominan la primera
mitad del salterio se alargan a dimensiones más comunitarias en la
segunda; la alabanza incluye siempre un oyente a quien se dirige una
invitación.
Así entiende Vesco el arco entero del libro de los salmos. Muestra
una dirección de plenitud, de encuentro con nuevas trazas de Dios, con la
luz en completud de alabanza.
Simplemente un orden distinto de los salmos haría que ese arco
direccional del libro fuera otro, muy distinto. Menos interesante,
seguramente.
Pero hay más, el añadido prefacial por el último editor del salterio
de los salmos 1 y 2 propone una lectura sapiencial del libro entero. Sobre
todo cuando tôrâh (Sal 1,2) no se entiende como ‘ley’, la Ley del Señor,
sino como la ‘enseñanza’ del Señor; así debe hacerse viendo el conjunto
del libro. La influencia de los medios sapienciales en la redacción última
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del salterio no puede ponerse en duda, aunque su historia sea compleja.
La sabiduría de Israel ha encontrado en el salterio su expresión lírica.
El soberano bien que Dios acuerda a los justos no son riquezas,
poderes, sino él mismo. Estar junto a Dios, incluso en la desgracia,
deviene así la suprema recompensa. El amor divino se ofrece sin cesar al
hombre. Si este reconoce sus pecados, ese amor se hace gracia, puesto que
Dios es perdón. La espiritualidad de la tôrâh como enseñanza divina que
guía al hombre en la vida estructura el salterio en su conjunto, haciéndolo
uno. Celebra el reencuentro entre el corazón humano y la palabra de
Dios.
¿Te das cuenta, pues, de la belleza increíble, del interés supino del
libro de Vesco?
Aquí lo tienes como pequeña muestra. Una manera de abordar los
salmos, entendiéndolos como lo que son y como lo que hemos recibido,
tal es la lectura canónica, nos abre a una comprensión teológica
supremamente interesante.
Con Aristóteles acontece lo mismo.
11 de septiembre de 2007 / miércoles 26.9.07
GCH
Termino un grueso libro de Juan Manuel de Prada. Hacía muchos
años que no leía algo tan hermoso, tan bien escrito, que me captara de la
manera con la que novela El séptimo velo me persuade, insinúa todos mis
sentidos. De él sale una mano que se hace conmigo. Para siempre.
Apenas si sabía que Prada era un columnista de periódico. De vez en
cuando Esteban Peña me envía por internet cosas de él. Son hermosas,
incisivas; merecen la pena. Pero no lo sabía novelista de estos tintes.
Remonto lejos, pero que muy lejos, para encontrar una obra literaria que
me haya gustado tanto. No es perfecta, en absoluto. ¿Es perfecto El
Quijote? Su prosa es en extremo agarrativa, me llena de su viscosidad y se
forja conmigo. No puedo decir que sea literatura de sentimientos, por
muy bien que yo entienda esta palabra, y sabes, ya mi amigo
paralipoménico, lo que significa de bueno para nosotros. Tan lejos como
estamos de Valle Inclán, incluso, supongo que sólo en parte, de Quevedo,
con su genial castellano que en definitiva se nos va en iridiscentes y
luminarias pompas de jabón. No, de eso nada. Los personajes de Prada
están difusos, no son magistrales construcciones. No importa, qué más nos
da ante la perfección de la prosa que los engancha y me seduce. El
conjunto de las situaciones de la novela es también difusa, nada lineal, en
corte inminente; incluso pasamos sin previo aviso del relato-en-yo al
relato-en-él, como si el autor, mucho más que antes y que nadie, fuera
dominador de cielos y tierras. Qué más nos da ante la viscosidad perfecta
de su prosa que nos trae y nos lleva por nuestras propias imaginaciones,
12
por nuestros mismos sentimientos, se hace con nosotros y nos adentra en
espacios y en temporalidades que son las nuestras, aunque ni de lejos
seamos héroes inconocidos ante nosotros mismos del ejército de las
sombras de la resistencia francesa, en su pegajosidad asombrada y
aberrante.
«Ante el recuerdo mucho más viscoso». Aquello con lo que nos
recoge, seguramente para siempre, es su prosa. No porque sea bonita,
¿qué nos ofrecería esa bonitez insulsa?, sino porque quedo prendida de
ella, inmerso en su unto genial que me atrapa en cada línea, en cada
palabra. La congruencia no está en la historia que nos cuenta, sino en el
desgarramiento rompedor de ella. Vamos y venimos en un tiempo
descoyuntado, pero que es una temporalidad carnal, rectilínea, la que hay
entre el escritor y su lector. Entre lector y escritor. Porque, tras hacerse él
conmigo, me hago con él. En ayuntamiento carnal de palabras que cobran
sentido pleno, precisamente, en su asombroso pringue. El horror de matar
al soldado alemán, y que muere por no haber querido matarnos él a
nosotros: vemos la foto de su familia, su mujer, sus dos hijas. Tremenda
sensación de injusticia. La muerte asesinada del padre de Olga, no un
error resistente, sino una venganza sibilina del otro.
Nada hay que contar, pues al hacerlo contaría mi vida.
El juego corrupto entre el relato-en-yo y el relato-en-él que en la
primera ruptura casi estuvo a punto de cortarme del libro para siempre,
al final es parte de mí mismo, de esa temporalidad que es tiempo roto,
mejor, no-tiempo.
Las primeras 45 páginas son tan buenas que nos era imposible
seguir con ellas. No lo hubiéramos resistido. ¿La mejor novela escrita en
castellano desde que tengo estas entendederas? Luego, sin embargo,
aunque tardando, todo se recompone en inteligencia plenificada y, con las
menciones sacramentales de Dios, completiva. ¿«Ahora ya sabía que ni un
Dios infinitamente misericordioso podría perdonar…»?
Ni sé lo que digo.
12 de septiembre de 2007 / jueves 27.9.07
GCI
Desde agosto he visto muchos deuvedés. Tanto me ha insistido Suso
Ares con parsimoniosa tranquilidad que yo me lo pierdo, el no ver las
películas de Woody Allen, que me he puesto a ellas en su orden
cronológico. Bueno, de las que tengo, pues impelido por un hervor de
mala conciencia, compré varias, aquellas, creí, en las que no intervenía de
actor. Ay, pobre de mí, incluso La púrpura del El Cairo de la que Teresa
Pellicer, conocedora de mis gustos, decía: esa sí, se me cae de las manos
para siempre. Con todo el perdón de mis amigos: no me interesa nada,
¡exceptuando una!, me aburren hasta el derrengo las pequeñeces de esos
13
aprendices y aprendizas de sensibles —¿sensibles, dices?— espíritus
neoyorquinos en busca de la deseada genialidad entre los suyos y sus
inmisericordes ombliguillos. Me da lacha el pequeño yo que ellos
arrastran como el ornitorrinco. Me basta con el mío. Sólo me encandiló la
madre de las pedorrinas, de Interiores, creo, que allá donde va pone sus
colores en los vestidos, en los objetos del mobiliario y en las paredes, en
la humildad horrísona de sus sentimientos, que se adentra en el Océano
para morir su desapegado y fracasado hastío.
Hago una salvedad: Sombra y niebla. El teatro de Bertold Brecht y su
música de Kurt Weill. Fritz Lang en su M, el vampiro de Dusseldorf y el
circo de Federico Fellini. La voz suasoria del pequeñín Woody Allen, que
una y otra vez se insinúa en un conventículo de racionalidad anegada en
las obscuridades de la noche, parodia casi de las noches blancas en sus
grisáceos claroscuros. Esta sí, esta es una gran película. Quizá porque su
autor ha sabido volcarse en otros lugares a aquellos que parecen los suyos
naturales. Ha sabido dejarse llevar por todo lo que ha visto y ha sentido
cuando veía. Y con tanta zaborra como ha hecho, ha aprendido el oficio
de lo grande.
Proclamo mi gusto por Michael Haneke. La pianista es una inmensa
película. Ahora vi Funny games y Código secreto. Me cautivo
especialmente la primera. Su conjunto, pero sobre todo una escena, una
larga y terrorífica escena en su sencilla desnudez apacible. Parece que en
la literatura árabe una sola frase genial hace que su autor sea recordado
para siempre entre los más grandes, aunque el resto no llegue a su
alcance, incluso aunque sea inaguantable. No es el caso de Haneke.
La cámara casi fija. De noche. Dos ventanas simétricas. Un tresillo y
dos sofás, en impecable conjuntamiento. Los dos chavales asesinos,
siempre tan apacibles, siempre tan lógicos y cariñosos, lejanos
compañeros del grupo de la Naranja mecánica del barroco Kubrick, no
están en escena. A la derecha, tumbado en el suelo, el cadáver del niño, al
que han descerrajado un tiro de escopeta, pero sin quererlo, no hubiese
sido necesario, les dicen a los padres, os habéis portado mal, no sabéis
jugar. En el tresillo, enfrentado a nosotros, el padre, con la rodilla rota
por un golpe de palo de golf: ¿por qué te has comportado así, comprende
que la culpa es sólo tuya?, en el sofá de la derecha la madre, tapada su
boca con cinta adhesiva, sus manos a la espaldad atadas por sus muñecas,
las espinillas recogidas. Se levanta, a saltos inmisericordes pasa hacia la
cocina, a la izquierda. Comprendemos al verla la obscura profundidad de
la degradación a que están siendo sometidos. La cámara gira ligeramente
para seguir sus pequeños saltitos de pingüino a lo que la han reducido.
Quedamos sofocados por la limpidez objetiva de esa violencia
inmisericorde.
Dos jovencillos de buena familia en el aburrido hastío de su vivir.
12 de septiembre de 2007 / viernes 28.9.07
14
GCJ
En espera de comenzar las clases, lo que acontecerá cuando leas
esto, en ese mismo momento soñaba cosas imposibles. Chifladuras
insensatas que sólo pueden pensarse en el estado de sopor en el cual las
figuras se alargan alcanzando momentos grotescos.
¿Y si aconteciera con Aristóteles como con todo lo demás, es decir,
que cuando uno hace un grueso libro, y no un cajón de sastre en el que
las cosas caen aquí o allá al buen albur del azar de alguna mano
inentendida, los pensamientos fueran llevados hacia un clímax en el cual
todo terminara por sostenerse o, si se prefiere, al cual todo señala y
prefigura, mejor, desde el que todo, finalmente, tuviera su verdadero
sostén, siendo ese momento álgido final aquel en el que Dios es llamado
«pensamiento de pensamiento», acto puro, por tanto, que nada tiene de
potencialidad alguna?, ¿valdría que dejáramos esto en nada interesante de
verdad afirmando, simplemente, que no puede verterse hacia nosotros
porque en él no cabe la pasión, por tanto, tampoco la compasión, pues
ello denotaría que algo faltaría en él y tal cosa no puede darse?
¿Y si aconteciera que ese Dios aristotélico, finalmente, estirara de
nosotros suscitándonos afectos irresistibles que nos llevan hacia él en el
pensamiento y en la acción?, ¿valdría que dijéramos, simplemente, que
eso que se da en nosotros, en él no puede acontecer? ¿Podría tratarse,
entonces, de un mero dios-seco que provoca en nosotros, es verdad,
afectos infinitos que nos dirigen a él, para él no ser sino un témpano de
hielo que ni sabe de nosotros ni podríamos importarle un comino? Que
raro, ¿no?
¿Y si aconteciera con Aristóteles como con todos los demás, es decir,
lo leo y provoca en mí, siguiéndole a él, inspirado por él, pensamientos
que vienen dados en su estela, los cuales, aunque dijéramos en una
lectura literal que en él no se dan, sin embargo, la creatividad
empujatoria de sus maneras profundas de pensar es tal que suscita en mí
cumplimientos de novedad creativa, no para decir que esto y esto y esto,
pensado por mí mismo, son palabras de Aristóteles, palabras literales
suyas, lo que no es, pero sí que esto y esto y esto lo comprendo dentro de
algo que es la misma horma de su pensamiento, está en la estela, repito,
de una creatividad filosófica iniciada por él?
Quien escribió el salmo 2 no hablaba de Jesús, es verdad, pero ¿no
iniciaba una estela de esperanza en quien habría de venir como
cumplimiento en sí de lo que el salmo suscribía? Compréndase que me
ocurre a mí como a todos: leyendo distintas cosas a la vez, tengo varias
líneas de pensamiento a un tiempo, y estas se interfieren las unas en las
otras; de unas salen tentáculos analógicos hacia otras. Si alguien dijere
que el salmo 2 en su literalidad exacta, la que tenía en el momento en que
fue escrito, cuando sus palabras respondían a los pensamientos y
esperanzas de su autor, hablaba de un Jesús-Mesías que nacería siglos
15
después, se confunde. Es evidente. Pero si alguien dice que la
comprensión que tenemos de este, y la que él tenía de sí mismo,
seguramente, venía dada en la huella del salmo 2, pero no, en absoluto,
en la estela de la bellísima Antígona de Sófocles, sólo dice algo que no sólo
es plausible, sino verdadero.
Claro, podrás espetarme: planteas una cosa interesante, pero en tu
sueño deformante todo lo trafulcas poniendo en comparanza materiales
que nada tienen que ver unos con otros, pensamiento puro y duro con
cuestiones fofas y complotantes referidas a extrañas interpretaciones que
todo lo arrebujan en viscoso mejunje.
¿Estás seguro?
13 de septiembre de 2007 / lunes 1.10.07
GCK
Siguiendo con lo de ayer, despertado del sueño que se había
apoderado de mí, no voy a manifestar, ni mucho menos, que haya
paralelismo radical en lo que decía del salmo 2 y de la metafísica de
Aristóteles; sería una bobada simplona. Pero ¿tendremos que cerrarnos a
la mera literalidad del pensamiento de Aristóteles entendido —cosa, para
colmo, en extremo difícil de conseguir— a su propia manera y en su
mismo momento, y no a nuestra manera y en nuestra propia
temporalidad, sin aceptar que en su mismo texto se dan ínsitas ocasiones
de increíble creatividad filosófica, de enorme fecundidad de pensamiento,
de la misma manera que lo decimos del salmo 2 referido a su
comprensión desde Jesús-Mesías?
Esa comprensión novedosa del salmo 2 nos viene dada en la estela
de una tradición que para comprender lo suyo leyó e interpretó desde él,
desde su lectura; vislumbrando lo que son los nuevos tiempos de
creatividad por medio de quienes lo han leído una y otra vez, y lo siguen
leyendo una y otra vez. ¿Sería una locura afirmar esto mismo de una
lectura de Aristóteles?
En fin, basta ya de pitorreos soñatorios y seamos serios. Volvamos a
Pierre Grelot.
Pero no, qué va, todavía nos quedan decisivas cosas en el coleto.
Fijaos que en nuestra comprensión, sea del salmo 2, sea de
Aristóteles, estamos inmersos en una tradición. No hacemos, sería una
mera sandez, como la que años ha cometió afamado teólogo cuando
escribió un grueso libro sobre la Iglesia del que me queda un regusto soez:
debemos saltar por encima de tirios y troyanos que han llevado las cosas
a malabarismos irrecuperables, para nosotros, ¡por fin!, inventar una
lectura real y verdadera de los orígenes. Como cuando jugábamos al
burro poniéndonos en fila y todo consistía en saltar sobre la espalda de
todos los de delante de nosotros, para al final, claro, ponernos también
16
nosotros como burro para que todos saltasen por encima nuestro. Eso es
un juego de niños.
¿No debe entenderse esta manera de interpretar a través de la
categoría paralipoménica que nosotros empleamos, la de carne
enmemoriada? Somos lo que somos en esa tradición, en esa línea de
universo que es la nuestra, porque nos ha dado la carne actual, la única
nuestra de verdad, y lo ha hecho porque nosotros hacemos memoria de
aquellos textos que se han convertido así en carne de nuestra carne. No
es, pues, una lectura aséptica, la única buena, considerando a todas las
demás carne de burro que nos impide ver. Si, para colmo, la llamamos
científica, entonces el plastón cae encima de nosotros y nos anega de
tontería. Es un juego de ida desde nuestro presente carnal que ha sido
configurado por la memoria de lo que nos constituyó como carne de
pensamiento, hasta aquello que ahora lo leemos enmemoriado, pero que
todavía está ahí con sus propias letras; no, simplemente, con nuestro
recuerdo de ellas en la actualidad de nuestro pensamiento. Con sus
propias letras, digo, porque todavía tiene la fuerza de conmover nuestro
pensamiento. Así, podemos ver cómo ello está en las bases mismas de
nuestra carne actual de pensamiento; pero también, por ejemplo, nos
damos cuenta de lo que de aquellos textos podía dar otras
configuraciones, incluso lo vemos en la tradición viva del pensamiento
que generó. Al volver la mirada atrás y leer esos textos fundacionales,
vemos las líneas de pensamiento que de ellos salían, incluso, seguramente,
sin que sus autores pudieran ser conscientes de las posibilidades reales de
novedad que traían en su propia asunción de creatividad, y nos han
configurado. Pero también vemos las otras posibilidades que no se
hicieron carne para nosotros.
14 de septiembre de 2007 / martes 2.10.07
GCL
Volvamos a Pierre Grelot, decía.
Hay algo obvio, pero en lo que nunca había caído en cuenta, sobre
todo porque se habla continuamente de las tres religiones del libro:
judaísmo, cristianismo e islamismo. No es exacto hablar así. La revelación
de Dios para nosotros no es un libro caído del cielo, como es el caso del
Corán, incluso con su propia lengua que en nada ni por nada puede
cambiarse ni traducirse. La materialidad y el sonido exacto de las palabras
mismas es la revelación de Dios a su profeta Mahoma; cualquier
traducción es traición, no cabría que nosotros, por ser de otra cultura a la
árabe del siglo VII, tradujéramos el libro y lo adaptáramos a nuestra
propia lengua y lo leyéramos interpretándolo para nuevos usos y
costumbres, los nuestros; un continuo rumie del que nace una entera
tradición. No caben, pues, relecturas del Corán; lo que cuenta es el acto de
17
su letra pura y nuda revelada al Profeta. Por otro lado, la revelación
tampoco se nos brinda, como alguno predicaba en los pasados años,
mediante el sesgo de arquetipos simbólicos comunes al inconsciente de
todos. La revelación de Dios se nos ofrece en una experiencia, una
experiencia histórica significativa que culmina en la persona de Jesús y
que viene acompañada por palabras proféticas. Diré, pues, que para
nosotros la revelación no es un libro, sino la persona de Jesús.
Ahora bien, cuando los historiadores manejan sus fuentes y evocan
el pasado, como sabemos paralipoménicamente muy bien, se encuentran
siempre ante hechos interpretados. Interpretados por los testigos directos,
por los textos que les sirven de materiales y, finalmente, por cada
historiador que se esfuerza en comprenderlos. Ya veis, teníamos a Grelot
convertido al paralipomenismo, ¡y nosotros sin saberlo! Como él dice, hay
siempre un hiato entre la historia exacta y la historia verdadera. La
verdad evangélica, dice, no es una acumulación de detalles exactos
relativos a Jesús. La debemos encontrar en la confesión de fe cuya
urdimbre ofrecen entre todos los textos evangélicos; en conjunción
coherente, me atrevo a añadir. ¿Que hay límites y aproximaciones en los
detalles narrativos?, sin duda, mas a partir de ahí la presentación de Jesús
propone una comprensión auténtica. No se trata en exégesis de mostrar
primero que los textos son históricos en el sentido que lo entendía el
antiguo positivismo para, luego, construirse una cristología. Debe
comprenderse que el Evangelio, presente en la totalidad del NT, en
coherencia con la totalidad de la Biblia, es ante todo un testimonio de fe.
Es seguro que todos los testimonios se nos han dado en forma literaria
según las modalidades culturales de su tiempo, por lo que lo que
podíamos llamar con Grelot el coeficiente de exactitud varía de unos casos
a otros, pero todos ellos han sido leídos a la luz de la resurrección: «en el
Evangelio, es Cristo glorioso quien continúa dando a los suyos su mensaje
global». Es esencial entender así las cosas de la exégesis.
¿Os habéis fijado la de veces que aparece cómo las cosas se nos dan
en coherencia, aprovechándose, pues, de una palabra crudamente
paralipoménica? Ha faltado sólo una pizca para utilizar también la
palabra red; pero quien lea a Grelot se dará cuenta de la importancia que
para él tiene la coherencia en red.
La noción de Evangelio comporta, añade Grelot, tres dimensiones: la
realidad histórica de la vida de Jesús; el conocimiento de lo que Cristo
resucitado dice y hace actualmente en su Iglesia; y la referencia al
cumplimiento de las Escrituras que se ha producido en él y actualmente
sigue en su Iglesia. No es posible hacer reducción de ninguna de ellas sin
graves daños.
16 de septiembre de 2007 / miércoles 3.10.07
GDC
18
Punto decisivo es el de las resonancias clave que aportó el paso del
hebreo al griego, hasta el punto de que, como sabemos bien, el AT
utilizado desde el NT es casi siempre la traducción griega llamada de los
LXX, que era la empleada en todas las sinagogas de la diáspora helenística,
en las que ya se hablaba y se pensaba en griego, hasta el punto de que
podemos decir que el griego es también el vehículo normal de la
revelación. Si queréis, mejor, de la Revelación. Creo que, por fin, se está
haciendo una traducción al castellano de esa Biblia griega, lo que estará
inmejorablemente bien para que veamos de cerca cómo y de qué manera
esto es verdad. «En consecuencia, dice nuestro hombre, cuando la
predicación evangélica fue transferida del arameo primitivo —la lengua
corriente que hablaba Jesús, el hebreo era ya sólo lengua litúrgica y el
griego la de la cultura— a esta lengua, portadora de una semántica nueva,
los mismos valores del Evangelio fueron inculturados en este medio
helenístico». Para traducir fielmente el Evangelio a todas las lenguas hay
que tener en cuenta ese substrato semítico que viene del judaísmo por
intermedio de la versión griega de la Biblia. No tiene verdad alguna
canonizar al hebreo como lengua sagrada, en opinión de Grelot, eso sería
introducir en la Iglesia una concepción coránica de la revelación.
Entiende nuestro amigo que deben tenerse en cuenta varios puntos
esenciales. El anuncio del Evangelio, primero oral y luego puesto por
escrito, reposa enteramente sobre el testimonio de los discípulos y de los
apóstoles que habían vivido con Jesús y anunciado tras su resurrección:
«eso que Jesús ha hecho y enseñado» (Hch 1,1). Las comunidades de
Iglesia no eran grupos informes sin organización interna en las que
cualquiera podía inventar a voluntad lo que fuera con respecto a Jesús,
atribuyéndole palabras imaginarias; esas Iglesias locales están articuladas
sobre el ministerio de los apóstoles. Cada ministro de ellas tenía, en
primer lugar, la responsabilidad de conservar el ‘depósito’ confiado a los
apóstoles (cf. 1Tim 6,20). Esto no significa que esa transmisión fuera una
repetición mecánica, sino que se iba dando del testimonio una
comprensión nueva, siempre en fidelidad viva a ese ‘depósito’ recibido, y
una explicación de más en más profundizada a medida que se planteaban
problemas «que obligaban a reflexionar sobre él con una plena docilidad
al Espíritu Santo», de quien provenía el progreso de la revelación
aportado por el Evangelio —es obvio que quienes no creen en esta acción
del Espíritu, faltos de fe, no verán este punto cuarto—, y sólo de él. La
exégesis racionalista y liberal que ha dominado buena parte del siglo XX,
aunque haya ido decayendo de más en más con su paso, sólo ha visto en
ella una evolución natural de las ideas y de los sentimientos religiosos,
«perdiendo de vista, de esa manera, el carácter esencial de la fe cristiana»,
la cual comporta una exigencia de conocimiento histórico que implica una
interpretación profundizada de lo que Jesús hizo y enseñó. Este conjunto
enhebrado de consideraciones asegura la verdad del testimonio
evangélico y su justa comprensión, llevado a ‘consumación’ por su pasión
19
y resurrección. De esta manera tan articulada, que sobrepasa la
experiencia humana de la historia terrestre, la verdad viene asegurada
por el testimonio de quienes, en el origen, estuvieron en relación viva con
Jesús.
Vistas las cosas así, como hace Pierre Grelot, la ‘letra’ ha ido
permitiendo la germinación de sentidos sucesivos «en una fe que se
vinculaba a la totalidad del designio de Dios». Desde él, el sentido se va
desarrollando en la dirección de su consumación final.
¡Todo un programa paralipoménico!
16 de septiembre de 2007 / jueves 4.10.09
GDD
Richard Dawkins no es un pelandusco, sino afamado catedrático en
Oxford, autor de varios libros de la relación ciencia-filosofía; los más
vendidos desde aquél cambiador de paradigma, El azar y la necesidad de
Jacques Monod. Dawkins no era sino un difundidor conspicuo e
inteligente de sus propias ideas grapadas en su conocimiento de las
ciencias biológicas. El libro que le abrió las puertas y las casas editoriales
para traducirle siempre fue El gen egoísta. Eran los tiempos del enorme
revuelo con la sociobiología de Wilson. Es cosa clara: todo lo compartimos
con los animales, y no somos sino un animal más; nada tenemos de
específico que no lo comuniquemos con ellos. No hay hiato ni imposibleposibilidad. Lo entiendes, pues, lo más alejado de paralipomenear que
quepa en una mente capta.
Dawkins ha publicado en 2006 un nuevo libro, como vas a ver, malo
como los boniatos podridos, pero, no importa, al punto Espasa-Calpe, del
grupo Prisa, lo tradujo con pastas duras y mucha prosopopeya para
venderlo, claro es, como rosquillas en los grandes almacenes: es su más
diáfana ideología. El espejismo de Dios se llama. ¡Se trata de la nueva
palabra de dios —lo pondré con minúscula, aunque, supongo, el autor no
se sentiría demasiado ofendido con las mayúsculas—, esta sí que infalible!
Lo compré. Tonto que soy. Le eché varias ojeadas. Siniestras. Hace
falta estar creído de sí mismo para decir tamaña bazofia con tan buena
conciencia; ser un filósofo de los que nada saben y no dicen sino
calzoncillonadas obvias en su platitud más inepta. Un señor así no
aprobaría ni el examen de primer curso de filosofía en el bachillerato,
bueno, como ahora haya venido en llamarse. Sólo sabemos de él que no
sabe nada y, lo peor de todo, que no se le ha pasado por la cholla lo único
cierto: que le falta cabeza para pensar en cuanto se adentra por campos
de pensamiento. Pero, debo confesarlo, se me cayó de las manos
enseguida; que digo, en cuanto pasé un miserable rato con él. Lectura
inane. Sin interés. Algún amigo, no recuerdo quién, pues se lo agradecería
en público por privarme de un golpe continuado de mal genio, me
20
proporcionó fotocopia de una recensión larga, dos columnas del ABC
Cultural del 24 de febrero de 2007, firmada por Álvaro Delgado Gal. Lo
pone a escurrir. Nos dice, además, él que está bien enterado de estas
cosas, que lo han dejado tibio en recensiones importantes en el mundo
anglosajón, el del autor. Incluso, nos asegura Delgado, rojos de toda la
vida o filósofos ateos de siempre. Además, se despacha con razón de
algunos, entre los que menciona —¡ya era hora que esto se hiciera entre
nuestros inflados papanatas!— a Bertrand Russell, «magnífico cuando
habla de lógica, pero asombrosamente superficial en sus incursiones en
ética y política»; no digamos, añado yo, si de religión se tratare. Los
viejecitos llenos de perplejidades se acordarán de él. Pues bien, Dawkins
es peor todavía. Delgado nos recuerda cosa que ya sabíamos: «la
experiencia nos lo demuestra, que los sabios, extraídos de su hábitat,
pueden ser más bobos que los cabezas rapadas del graderío sur del
Bernabéu».
Qué más da lo que diga sobre el libro que deja goteando sus malas
artes. Porque me parece asombroso que el mismo Álvaro Delgado Gal,
director de una publicación mensual de campanillas que se vende en los
kioscos, Revista de libros de la Fundación Caja Madrid, publica en este
septiembre una recensión de Julio Aramberri: lo de Dawkins es necedad,
sí, pero, finalmente, tiene razón toda su ideología. Ah, y esta manda.
Leedlo para desasnaros. Ver y quedar en los puros pasmos.
16 de septiembre de 2007 / viernes 5.10.07
GDE
Buscando en internet a Pierre Grelot, vi que en una de las buenas
librerías madrileñas de viejo tenían dos cosas suyas. Y allí que me fui a
comprarlo. El dueño, al ver lo que le pedía, me hizo un comentario
sabroso. Hoy en este tipo de librerías se vuelve a buscar con fuerza
sorprendente, me decía, libros religiosos y de teología. Curioso. Que así
sea depende del buen albur y voluntad de tipos como yo, quienes con sus
dineros buscan los libros que les interesan. Nuestras compras en las
librerías de lance no dependen de las “fuerzas vivas” que se manifiestan
en los periódicos del régimen con sus suplementos, con sus radios y con
sus televisiones —¿cómo pueden ser soportados?—, que, como sabes bien,
van, todavía, por otros derroteros asaz contrarios a los que me decía el
buen librero de ocasión. ¡Quién representa el porvenir adviniente! Te dejo
con tu respuesta. La mía, me la sé. Un régimen es cosa pasajera, por larga
que llegue a ser. De eso entendemos mucho.
Casi por casualidad sorprendía la conversación entre dos sacerdotes
jóvenes amigos, muy ligados con la enseñanza. La verdad es que me he
olvidado de los motivos concretos de su inquietud. Intenté decirles que no
tuvieran tanta preocupación, que dedicaran todas sus energías, ¡cantidad!,
21
a ese ejercicio tan eclesial de vivir de boca en oído. Les dije algo que creo
no me entendieron; tampoco merecía la pena irse a largas explicaciones.
Puede tardar, y de eso sabemos nosotros, a más de tener ejemplos
terribles como los de los antiguos países comunistas, pero un régimen
dura poco y deja poco tras de sí. Quizá caos y pobreza. Este no será
nuestro caso, al menos por ahora, pues nos hemos convertido en el país
del rico epulón. En nuestros pagos, en los países europeos que nos
circundan, los regímenes persisten corto. Incluso en el nuestro, ya
estamos viendo cambios sorprendentes de quienes nos detentan el poder
que les hemos concedido. Aunque tiene algunos visos de ellos, no es un
régimen ideológico; quizá, más bien, se aprovecha de la ideología para
convertirse en régimen, es decir, fijaos qué poco, para ganar las próximas
elecciones. Como por ello les sea necesario ponerse a romper un piñón
con la Iglesia, por ejemplo, no tengáis duda ninguna, lo harán. Lo iremos
viendo con nuestra mirada paralipoménica.
Dios, Jesús, Iglesia. En ese orden. Muchos vuelven a interesarse por
Dios. Hay una vuelta larga a él, aunque sea a través de diosecillos y
politeísmos varios, probablemente de duración exigua. Con un gradiente
hacia el dios que les vaya conviniendo. Tengan cuidado, sin embargo, los
que se acercan a él: uno empieza y no sabe a dónde va a llegar, quizá a la
presencia del Dios vivo. Muchos se interesan de nuevo en Jesús. Pero,
claro, con tal de que me dejen hacer el Cristo que me plazca. Optan por el
Jesús de sus conveniencias, torcido hacia sus intereses. Quienes tomen
estos derroteros tengan cuidado ante la presencia del Jesús viviente. Ah,
pero eso no, a la Iglesia no, no sigue siendo sino un grupón de élites
mentecatas y aprovechadas. Bueno, depende, una iglesia de nuestros
sentimientos, que de ellos dependa y a ellos se adecue, logra mejor
nombre e interés. ¿Una Iglesia como la existente? Ciertamente no. Les
parecería una vergüenza. Su vuelta a Jesús y a Dios no es carnal, sólo algo
profundamente ideológico y descarnado todavía, no sea que toque en el
meollo y mejunje mismo de mi vida. Vuelta a Dios y a Jesucristo, sí, pero
que no se interfieran en mi vida, eso es cosa mía y muy mía. Nada de la
Iglesia, pues.
6 de octubre de 2007 / lunes 8.10.07
GDF
Vivo en una biblioteca, pues mi casa se parece más a habitáculo de
libros que a mansión civilizada; apenas si caben más. Añado el despacho.
Por eso, lo de los libros y cómo guardarlos me interesa sobremanera.
Hubiera debido ser bibliotecario y corredor de papeles viejos.
Los viernes, con exquisita puntualidad, Pedro Domínguez,
compañero de la Parroquia, me guarda desde hace años El Cultural. Es
verdad paralipoménica que sólo compro un periódico, el viernes, por el
22
suplemento de libros. El 20 de septiembre pasado Pablo Jauralde, el gran
biógrafo de Quevedo, escribía un largo artículo que me ha dejado viendo
chiribitas. No es novedad lo que dice, pero visto todo arrejuntado y
expuesto con tanta fuerza, le hace a uno que los ojos se le vuelvan para
atrás.
Profiere acusaciones concretas. Libros y manuscritos que él ha
consultado en bibliotecas españolas y que ahora se pueden leer en
bibliotecas extranjeras. El epistolario inédito de Quevedo, por ejemplo,
publicado en Londres hace dos años, o el memorial autógrafo implorando
al rey su libertad, que él mismo vio en el archivo del Ministerio de
Asuntos Exteriores, ahora «en su lugar había una hoja en blanco
notificando su desaparición», y añade, «algún día se subastará ese
memorial, como se subastó el testamento». Aparecerá en la Brancroft
Library de la Universidad de California, Berkeley, en la Hispanic Society of
America o similares, como ha acontecido otras veces. Desidia
insoportable. Falta intrépida de bibliotecarios y archiveros. Desde hace
diez años legión de guardias jurados que vigilan en bibliotecas y archivos
como en las estaciones del metro; pero, evidentemente, son «personas que
no tienen la obligación de distinguir entre una estampita de la Virgen y
un dibujo de Leonardo de Vinci». La Biblioteca Nacional de Madrid con
25.000 manuscritos, tiene 12.000 de ellos inventariados, pero no
catalogados. Unos y otros se ponen a disposición de quien los quiere
pedir, pues, claro, se dice, la cultura es para todos, y corrieron la voz y los
hechos de que la Biblioteca Nacional, y todas las grandes bibliotecas
españolas, están a la mano de quien quiere meterla y entresacar lo que le
convenga.
Cuenta qué acontece en otras bibliotecas importantes del mundo, en
donde se leen reproducciones no originales de los manuscritos y libros
importantes, todos doblados con los medios con los que hoy contamos.
Nos dice que en alguna francesa ha llegado a leer libros del siglo XIX, una
vez que te dan el rigurosísimo carnet de lector, mientras la bibliotecaria le
pasaba las hojas. La parrafada siguiente no puedo por más de copiarla
entera. «Aquí no. Aquí puede entrar cualquiera, pedir la primera edición
del Quijote, protestar si no se la llevan, dejarla abandonada en un
pupitre, sonarse los mocos encima de ella, escribir en un papelito que
apoya sobre su portada, abrir sus páginas hasta desvencijar la
encuadernación y luego firmar un manifiesto contra las trabas que se
encuentra para leer y el elitismo cultural de los fascistas».
Que las bibliotecas funcionen bien y tengan medios suficientes es,
simplemente, cuestión de cultura, que parecemos no tener y, por eso, no
la incluyen nuestros políticos, importa poco de qué nación o comunidad
autónoma se trate. Pero es una labor que no aparece al brillo de las luces.
No me quejo que hayan surgido por doquier auditorios de música y
orquestas. Y museos llenos de turistas que corretean por las salas a paso
de carga japonés. Pero eso es dinero contante y sonante. Turismo cultural.
Para eso sí hay dinero nacional, nacionalista, autonómico y municipal.
23
Mola mucho, pues es fácil de ver y de presumir. Chollo y negocio; incluso,
quizá, negociete. ¿Bibliotecas y archivos? Son nuestro cuarto oscuro.
6 de octubre de 2007 / martes 9.10.07
GDG
A mediados de septiembre, en la semana XXIV, tanto la oración
colecta, la del principio, como la de después de la comunión, hablaban del
sentimiento. Y lo hacían de una manera muy paralipoménica, por lo que
nosotros ya sabemos.
Mucha gente, quizá de manera especial personas mayores, dicen de
su vida de relación con Dios: es que no siento nada. No es fácil hacer
comprender a los que así declaran que nuestra relación con el Señor no es
cuestión del sentir. Todos sabéis, por el contrario, lo poco adictos que
somos a esos que exponen cómo todo en la religión cristiana es cuestión
del sentimiento de la primera comunidad, y de todas las que le siguieron,
cuando afirman que la resurrección de Jesús se dio (sólo) en el
sentimiento vivísimo de sus discípulos y de sus continuos seguidores. No
estamos en absoluto de acuerdo con esto; es una manera aparentemente
amable de quitar toda realidad a Jesús y a Dios, que ya no serían sino
cuestión de nuestros sentimientos.
La viejecita que te dice: es que no siento nada, se queda muy triste
pues querría sentir, pero no se le da el sentimiento, y piensa que tal cosa
es muy grave, que al no sentir, no cree. Muchos santos, nos hablan de sus
terribles sequedades. Ahí está san Juan de la Cruz. El anonadamiento.
Cosa de cortar el hipo.
Nuestro seguimiento de Jesús no es cuestión de pura
sentimentalidad.
Las oraciones a las que acabo de referirme dicen así: «Oh Dios,
creador y dueño de todas las cosas, míranos, y para que sintamos el efecto
de tu amor, concédenos servirte de todo corazón», y la segunda: «La
acción de este sacramento, Señor, penetre en nuestro cuerpo y en nuestro
espíritu, para que sea su fuerza, no nuestro sentimiento, quien mueva
nuestra vida».
Ni más ni menos. Podemos sentir el efecto de su amor cuando nos
haya concedido, según su medida y según sus propios tiempos, servirle de
todo corazón. Y, en el fondo, este es nuestro sentimiento. No es el
sentimiento el que nos lleva y empuja-hacia, sino que es el vivir ya en su
servicio lo que nos puede dar, si Dios quiere, el sentimiento. Pero nunca
será un sentimiento de mera sentimentalidad, sino una realidad de
servicio, que sólo la obtenemos por gracia.
La segunda de las oraciones todavía es más explícita. La acción de su
sacramento es la que penetra en nosotros, fijaos que dice en nuestro
cuerpo y en nuestro espíritu, de manera que sea su fuerza la que mueva
24
nuestra vida. Y dice más, al negar que lo sea a través de nuestro
sentimiento. Lo importante, por tanto, no es nuestro sentimiento, sino su
acción.
¿Quiere decir todo esto que no importa el sentimiento? Claro que sí
importa. Seguimos al Señor con todo nuestro sentimiento, con todo lo que
somos. Pero la cuestión está en que, después, no es el sentir de nuestro
sentimiento la prueba del nueve que asegura nuestro ser y que
caminamos por su camino. Esa realidad y esa seguridad nos la da su
propia acción en nosotros. Todo es cuestión de gracia.
Te estarás preguntando, ¿no te contradices?, pues sueles hablar de
razón húmeda y tienes por costumbre tirar con bala a los estiajes de la
razón pura, razón logicista, a los secarrales de una razón vaciada, la
dominante en los ámbitos epulonarios que nos quieren mandar. Estos
ricos epulones buscan quitarnos la razón, para que usemos sólo la suya,
tan falsificadora; y en sus horrorosos medios no quieren más que
hablarnos de sentimentalidades rancias, tan vomitivas. ¡Tira la razón y
revuélcate refocilado en la sensiblería rosácea!
Aquí hay mucho tomate.
6 de octubre de 2007 / miércoles 10.10.07
GDH
«Una reivindicación del arte entendido como religión del
sentimiento».
No son palabras mías, pero ahí me tenéis. Defiendo una filosofía
realista, ¿qué otra cosa podría ser una filosofía de la carne? Intento
construir una razón que sea capaz de hablarnos no sólo del mundo y de
nosotros mismos en lo que somos, no en vaporosas, y demasiadas veces
violentas y contrarias a la libertad, ideologías que nos convierten en las
virtualidades que interesan a los poderes, sino también, y, quizá sobre
todo, de la realidad. El realismo de la razón. Sin embargo, cuando en una
película, por ejemplo, me dicen que se basa en hechos reales, siento que
me quieren engañar. El arte es un hecho real, pero no refleja como un
espejo hechos reales. Expresa la imaginación artística de los sentimientos
del artista. Si no hubiera sentimientos, no habría arte, porque no se
expresaría la belleza. Ni la belleza del mundo ni nuestra belleza ni la
belleza de la realidad. El arte no es realista, o si se quiere, es
esencialmente realista, es decir, constructor de realidad, porque el
escritor con sus palabras me cuenta lo suyo, cómo ve él el mundo. Con sus
palabras quiere abrirme una puerta a esa realidad que es la suya, que él
con su imaginación se construye en el papel para regalármela. Engrandece
así mi realidad, porque la realidad con él se amplía. Y la ampliación se da
en el terreno de aquello que más la engrandece, porque meollo mismo de
la realidad: la belleza.
25
El escritor puede hablarme de lechugas y de campesinos que siegan
con sus hoces, pero yo me encuentro en mi butaca no con lechugas, hoces
y sudores, sino con palabras. Y son las palabras que el escritor me ha
regalado las que recrean en mí las lechuga, las hoces, los sudores, las
injusticias, los amores, los odios; un mundo nuevo, distinto, otorgado. Un
don.
Por eso es maravilloso reivindicar esa religión. Es la religión de la
belleza. La realidad que se nos hace don. Creatividad del escritor y de su
lector que nos abre a la fuerza de ser de la realidad. Pero, es obvio, una
realidad crecida, novedosa. Una realidad del sentimiento.
Sentimiento que no es sentimentalidad rosácea. Que es razón, uso
de la razón. De la mía, de la nuestra. No de la razón pura de la ideología.
Por eso, mediante el sentimiento que nos anega, que nos llena, que se
hace por dentro con nosotros, crea en nosotros un ser-más, quizá hasta
un ser-mejor. La belleza se nos hace ser. Aumenta nuestro ser. Nos hace
libres, más libres; acrecienta creativamente nuestro esencial ser libres.
Esta sí, entendiéndolo como se debe, una religión del sentimiento.
La cadena de palabras del escritor se hace conmigo de modo tal que,
apoderándose de mí por el sentimiento, haciéndolo crecer dentro de mí,
haciéndome más con él, consigue de mí que sea otro, más, mejor, más
bello.
Esta religión del sentimiento que es el arte se hace ella misma
realidad. Por eso no cabe que se diga una falsedad palmaria: esta novela
narra hechos reales. Narra realidades, sí, porque somos realidades y la
realidad crece con y en nosotros.
¿Es un arte el cristianismo? No. Es la apertura a lo más real de la
realidad. Por eso no cabe que la resurrección de Jesús sea una religión de
mi o nuestro sentimiento; construcción del sentimiento, como una novela.
Hay una diferencia esencial. Deberemos volver sobre ella para que todo se
aclare.
Las palabras con las que comenzaba este paralipómeno son de Juan
Manuel de Prada en los agradecimientos y advertencias con que abre su
novela, de 1997, La tempestad.
7 de octubre de 2007 / jueves 11.10.07
GDI
Me han pasado dos cosas grandes. La primera, hace unos días:
celebrábamos en el Colegio de los jesuitas de Indauchu, en Bilbao, el
cincuentenario de nuestra salida. Misa en la vieja capilla —lo viejo es
nuestra memoria—, presidida por la Virgen de Begoña, un acto de
recuerdo y comida en la majestuosa Sociedad Bilbaína, repartidos en
mesas redondas. Una verdadera delicia. Pedimos por los que ya han
muerto, una treintena de un conjunto total de unos cien, los que
26
estuvimos siempre y los que pasaron más o menos tiempo con nosotros.
Una sorpresa grande y maravillosa verse veinticinco —a muchos no les
había vuelto a ver desde entonces— o cincuenta años después. Tan
cambiados. Tan iguales. Llama la atención lo poco que se cambia con el
tiempo. Alfonso Ornilla, viejísimo amigo, a quien tenía a mi izquierda, con
todo su pelo majestuosamente blanco. Un gran traumatólogo, jubiloso de
la jubilación. José Mari Gondra Romero, de derecho mercantil en la
Complutense, con el que desde entonces nunca había hablado, fuera de
algunas palabras en otros encuentros. Su hermano Javier amigo de
entonces de mi hermano Javier. Ambos en trío fantástico con Javier
Gorostiaga, luego jesuita con una vida llena en América Central, que
murió hace poco. En fin, se van reencontrando hilos de conexión, de
recuerdo. Porque, esta es la prueba, somos carne enmemoriada. Nos
llevamos dentro unos a otros, somos los mismos que fuimos, aunque tan
diferentes. Hasta en la voz. Se establece, en las enormes diferencias, una
conexión afectiva que nos llena por dentro, pues de muy dentro viene.
Los hay, muy pocos, que fueron fundadores de Batasuna o que siguen en
ella. Los hay del PNV. Pero, quizá, la mayoría, como buenos bilbáinos, son
muy especiales. ¿Os acordáis del alcalde de Bilbao, Azcuna? Es de su
partido, pero, sobre todo, es de sí y de la mayoría. Fijaos qué sorpresa,
uno de estos peneuvistas, no de figurón, sí de mesas de consejo y control,
tan importantes, de una manera colateral me sopló: ¿Quién te dice que no
se puede ser del PNV y español a la vez?
Concelebramos cuatro. Uno de nuestros viejos maestrillos, Martínez
de Lejarza, quien a sus 81 años parece más joven que algunos de nosotros,
José María Gondra Rezola, profesor en la Facultad de Psicología de San
Sebastián, y Xavier Zabalo, los tres jesuitas. Este último, compañero desde
los ocho años, cuando se hizo jesuita fue para ir directamente al Congo y
hacerse congoleño. Ha estado allá hasta hace poco más de un año,
jubilado de sus 25 años, o más, de gran párroco en Kisangani. En Bilbao
sigue trabajando con africanos. Futbolista y músico, ha sido él quien ha
compuesto la mayor parte de las canciones de iglesia del Congo, tanto en
suahili como en lingala, esas que, cuando asistimos a una liturgia en una
comunidad de congoleños —en Lovaina se reunían—, nos hacemos aguas
de lo hermoso y tradicional que son sus maneras y sus cantos.
Hablamos, cómo no, de la situación de los jesuitas, de la enorme
necesidad de elegir un nuevo General y de la importancia extrema que
ello tiene para la Orden. Yo añado: y para la Iglesia entera. La situación
por la que atraviesan es extrema. Se está rompiendo la vertebración
unitaria, desgajándose en provincialatos que más bien son reinos de
taifas. Necesitan un líder arrejuntador y que recentre con esperanza en el
espíritu jesuítico.
Terminado el día, fui con Antón Uriarte Goiricelaya a saludar a su
madre. 97 años. Se acordó de mí con nombre y apellido, cuando a su
nuera, que terminaba de darle de cenar, le suele decir: Y tú, ¿quién eres?
Me emocionó.
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9 de octubre de 2007 / viernes 12.10.07
GDJ
Parece, pues, que caigo en contradicción. Por un lado, cuando hablo
de la razón, no quiero olvidar los sentimientos como parte esencial del
complejo mejunje de lo que somos. Paralipoménicamente hemos hecho
una defensa profunda y pertinaz de quien hacía con nosotros una
reivindicación del arte entendido como religión del sentimiento. He
dudado cuando he puesto la palabra esencial, pues ¿qué pasa con los que,
siendo como nosotros, han caído en un alzheimer profundo? No podemos
olvidar esta insidiosa interrogación; tendremos que volver alguna vez
sobre ella. Por otro lado, hablaba de mucha gente, sobre todo personas
mayores, quienes dicen de su vida de relación con Dios: es que no siento
nada. Intentaré ver cómo se conjuga esa aporía, sólo aparente
contradicción.
Cuando nos acercamos a Dios lo hacemos con todo lo que somos,
claro es. Por tanto, también con nuestra razón conjugada con nuestros
sentimientos. Somos carne. Ninguna otra cosa. Una sola pieza en la que
distinguimos varios aspectos, pues tenemos una enorme capacidad de
análisis imaginativo. Somos capaces de ver el mundo, a nosotros mismos y
a la realizad con extremo cuidado, separando lo que nos parecen hilos
con los que se tronza lo que somos en pura unidad. No somos seres
simples, mucho menos simplones, sino que tenemos una profunda
inteligencia de razón. Discurseamos sobre nosotros mismos. Creemos
observar, como digo, varios hilos que en su tronzamiento componen lo
que somos. Utilizar la metáfora de los hilos puede tener una dificultad:
que alguien imagine nuestro ser como un conjunto deshilachado de cosas
distintas que dan una unidad de simple pacotilla. No, de eso nada. Somos
seres profundamente unitarios, aunque es verdad que en el ensartamiento
pueden disyuntarse aspectos, hilos, de modo que caigamos en la
enfermedad, en la esquizofrenia y en el alzheimer. Parte esencial de ese
entretejimiento unitario son los sentimientos, que caminan, mejor, que
deben caminar, junto a la razón, a la imaginación y al deseo. No van por
suelto. Por eso, deshacer lo que es esencialmente uno y descalabrar con
cuidado de cirujano uno de los que he llamado hilos, sean los
sentimientos, sea la imaginación, nos lleva a decir que somos lo que no
somos, cosa bien aprovechada por quienes tienen poder, pues así ellos
nos dicen lo que quieren que seamos.
Pues bien, cuando nos acercamos a Dios las cosas nos son muy
distintas a lo que acontece cuando miramos hacia el mundo o hacia
nosotros mismos con mirada naturalizadora. Podemos tener la esperanza,
seguramente demasiado imaginativa y vana, de llegar a descubrir por
entero lo que es el mundo y lo que somos nosotros mismos. Tal es la
28
mirada del cientificismo triunfante, por el momento, entre nosotros, ¿para
siempre? Pero cuando miramos a Dios, esa pretensión no cabe. Si cupiera,
no habríamos alcanzado sino diosecillos o idolines. Mal que bien,
podemos asir con nuestra mirada al mundo y lo que somos; pero nunca
podremos asir a Dios, ni siquiera con nuestra mirada.
Por eso, el lugar de los sentimientos en una visión y en otra es
distinto en toda su profundidad. En el primer caso, en el trenzamiento
unitario de lo que somos, nuestros sentimientos forman parte decisiva de
nuestra mirada. Mas cuando nos referimos a Dios, aunque ellos, por
supuesto, sigan estando donde estaban, sin embargo, no son ellos, ni nada
de lo que somos en nuestro ser unitario, lo que se superpone a Dios, lo
que le agarra y lo hace nuestro. Ahí, pues, ni nuestros sentimientos ni
nada de lo que somos en nuestra mirada abarca a Dios y lo hace nuestro;
aunque sólo sea en esa misma contemplación. La mirada hacia Dios sólo
puede ser una gracia.
11 de octubre de 2007 / lunes 15.10.07
GDK
Sigo dando vueltas a lo del sentimiento; todavía no me he expresado
de manera clara.
Luca Ronconi dirige comedias de Carlo Goldoni, del que se celebra
el 300 aniversario del nacimiento. Giorgio Strehler, fundador del Piccolo
Teatro de Milán, también montaba sus obras. Pero, dice Ronconi en El
Cultural del pasado 11 de octubre, sus grandes espectáculos goldonianos
se centraban en piezas de un realismo social declarado y muy explícito.
No le gustaba, en cambio, lo que fuera juego de sentimientos. Para
Ronconi las cosas son distintas. Quisiera decirme de qué manera para mí
también, por más que, como sabes bien paralipoménicamente, lo mío no
sea el teatro.
Hace años leí, quizá ya lo he dicho, a Esquilo y Sófocles, completo y
de un tirón, luego, con Eurípides, la cosa fue más moderada; algunas de
sus obras me gustaron extremadamente, el conjunto, menos. La verdad
sea dicha, también se daba que los dos primeros estaban traducidos
magistralmente por José Alsina y por Manuel Fernández-Galiano. De los
dos primeros me sobrecogió la grandeza luminosa de sus sentimientos
que llevaban la obra literaria al esplendor mismo de la belleza. Eurípides,
menos. Se interesaba mucho más en reflejar los contextos sociales: sus
piezas eran de un realismo social más declarado y explícito. Bueno, al
menos así lo interpretan quienes hacen estudios académicos de los tres. El
preferido parece ser el tercero, pues, leyéndolo, se conocen mucho mejor
las relaciones sociales de la sociedad griega. No dudo que eso sea
interesante por demás, pero no es lo que a mí me atañe primariamente
29
como lector, lector de hoy. No para ganarme las habichuelas con esa
lectura, sino acrecentándome con ellas en lo que soy.
Entiendo que con Eurípides soy injusto, y tendré que volver a él. De
la misma manera que he de volver a John Cage, del que en tres deuvedés
se ha publicado baratísima toda su obra para piano preparado. Creo que
alguna vez he sido también injusto con él, quizá en un momento de
nerviosismo. Pero sí es verdad que la búsqueda de nuevos ruidos no es lo
que mejor me llena adentrándose en el centro mismo de lo que soy. Mas
comprendo que es interesante, y mucho, el buscar nuevas líneas de
sonoridad. Por la radio de música clásica —la única que ahora oigo de vez
en cuando, ¡me he liberado, espero que para siempre, de los puros ruidos
insalubres de tertulias y otras mandangas!— escuchaba una serie de
piezas musicales en las que se introducían murmullos, por ejemplo, los
rumores de la ciudad, de Nueva York, decían. Bien está. Para oírlos basta
con pisar el suelo de la acera. De idéntica manera, para escuchar los del
campo, basta salir de la casa rural. Sin embargo, aprecio mucho los cantos
de los pájaros de Olivier Messiaen, convertidos por él en música
maravillosa.
No es fácil tomar partido en estas cosas. Hay que hacerlo si es que
queremos tener clara lo que es nuestra expresión. Entiendo que hay
modas, maneras de ver el mundo, cambiantes por su misma idiosincrasia.
Como las modas de esas pasarelas por las que corretean seres etéreos y
asustantes: si algún día te encuentras por el pasillo de casa a alguien que
anda así te da un soponcio, al menos a mí.
Parece que se enfrenta el arte como religión del sentimiento con el
arte como experimentación de novedades y como manera de mostrar lo
que somos en la sociedad que nos cobija. Lo bueno del caso es que no
percibo contradicción alguna en esos tres aspectos. Si queréis, lo
importante es ver dónde está el punto clave, cuál de los tres es el más
decisivo.
13 de octubre de 2007 / lunes 16.10.07
GDL
Hablaba de hilos con los que se trenza esa unidad de lo que somos.
Luego decía cómo se da entre ellos un trenzamiento de hilos diversos que
se entretejen formando una red. Mas también hablaba de la posibilidad
de que puedan disyuntarse, rompiendo su ensartamiento mutuo para
formar algo así como un conjunto deshilachado que puede deshacer lo
que es esencialmente uno. Me refería igualmente a una razón conjugada
con los sentimientos, además de con el deseo y la imaginación. En fin,
unidad y multiplicidad, ambas de la mano.
Para entender este embrollo, vamos a la definición clásica según la
cual somos cuerpo y alma. La dificultad está, precisamente en la y. Si
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decimos que somos cuerpo, sin más, simplemente, es mentira. Si decimos
que sólo somos alma, es obvio que no es verdad. Si hubiera que hacer una
elección entre ambas casi nos quedaríamos en que somos cuerpo, con tal
que al punto se añada cuerpo de hombre /cuerpo de mujer, en íntima y
compleja unidad-dual. ¿Es sólo cuestión de gradación, de establecer una
buena y sensata composición de entrambos? No. Somos una unidad. El
cientificismo naturalizante en el que estamos inmersos, y que nos señala
como certísimo quien nos domina, mejor, el poder mediático y sutilmente
persuasor de quien quiere dominarnos, consiguiéndolo casi, afirma que
sólo somos cuerpo evolucionado, y que eso que podemos llamar alma no
es sino su punta última; pero, en definitiva, materia como todo lo demás,
pues no hay otra cosa que materia en complejificación. El platonismo,
dominante durante tanto tiempo, nos ha dicho, y nosotros casi le hemos
creído, que el cuerpo es algo miserable destinado a la corrupción; lo
importante en nosotros es el alma, partícula divina, que aspira a liberarse
cuanto antes de las bajas materialidades del cuerpo.
¿Quién tiene razón? Ninguno de los dos, pues ambos deshacen esa
unidad maravillosa que somos, deshilachándonos en dos no hilos sino
verdaderos cuerdajos con los que quieren tronzar lo que somos. Siendo
esencialmente unitarios, somos entretejimiento de múltiples facetas, de
manera que el tejido global es lo que nos constituye en lo que de verdad
somos.
En un análisis filosófico de lo que somos, podemos descubrir dos
perspectivas primeras, ninguna de las cuales alcanzamos a negar. Dos
principios muy diversos que se entreveran en esto que somos. Uno que
nos liga con los animales nuestros hermanos y con las cosas mundanales,
también nuestras hermanas. Pero, cuando miramos con cuidado, hay algo
que nos hace muy diferentes de animales y cosas, pues en nosotros hay
un principio de pensamiento, de razón, de intuición, de experiencia
enmemoriada que no parece fácil, ni mucho menos, reducir a mera
corporalidad, o si se quiere que hace de nosotros una corporeidad
singular irreductible a animal o a cosa, lo que llamo cuerpo de hombre en
su identidad-dual. Negar esto segundo en su enorme repercusión tan
compleja es no dar ni de lejos con eso que somos nosotros. Desfigurarnos
y negar que somos lo que, mirando con cuidado exquisito, para quien
sepa mirar, aparece claro como el día. Hay algo en nosotros que nos hace
oír con placer a Hindemith tocado por Glenn Gould, acompañado de una
trompa; que llevó al primero a escribir esa música y al segundo le hizo
interpretarla. Olvidarnos de esa sutileza maravillosa y sorprendente que
ha sido y sigue siendo hablar de Dios. Puede que no lo haya; pero que
nosotros nos lo hayamos inventado es algo esencialmente espiritual. Ni las
galaxias ni los hipopótamos ni el entero conjunto del mundo es capaz de
ese invento tan sobrecogedor. Hay en nosotros algo, pues, que supera con
creces la punta misma de nuestro ser mero cuerpo.
14 de octubre de 2007 / miércoles 17.10.07
31
GEC
Si miramos a la religión, podremos entender la manera tan distinta
en que, en ella, se nos dan los sentimientos. Porque hablábamos del arte
como la religión del sentimiento. Cuando uno contempla desde dentro la
liturgia de los monjes trapenses, en Chimay, por ejemplo, queda
encandilado por la manera tan suave y sugestiva con que van corriendo
las cosas del oficio divino, sin alharacas, sin momentos para el
explanamiento de la subjetividad; eso, si se da, cuando se da, es en los
momentos de oración personal, fuera de la oración comunitaria, fuera de
los momentos comunes. Por supuesto que vestidos, iglesia, altar,
imágenes, sólo la cruz y la Virgen María, melodías, himnos, incluso
salmos, todo lo que hace el conjunto de la oración es una invención de los
hombres y mujeres que, desde hace tantos siglos, han ido creando la
liturgia; en nuestro caso la liturgia cristiana. Ahí, es claro, hay una
llamada sutil al sentimiento. Es una construcción global del sentimiento.
También esta, como el arte, porque arte, es una religión del sentimiento.
Nada en ella, de primeras, hay que no sea construcción nuestra y de los
que antes de nosotros han sido como nosotros. La liturgia, así
considerada, es lo que suelo llamar una corporalidad, construcción del
cuerpo de hombre que se ha ido alargando en un tiempo que es pura
temporalidad, pues se trata de nuestro tiempo, tan específico, tan
particular, tan almal, tan distinto del que maquinan los relojes. Todo está
hecho para que nuestra emoción, sobrecogida, se adentre en sus
sentimientos de cercanía a los misterios que allá, ante nuestros ojos, se
realizan.
Todavía recuerdo con emoción la primera vez que participé en una
liturgia monástica; era en el Monasterio de Valvanera, vestidito de
soldado en aquellos momentos, con 19 años. También recuerdo con
emoción la primera Noche de Pascua que celebré con los monjes en el
Monasterio de El Paular, aquí en la misma provincia de Madrid, poco
después. Me atrajeron para siempre. Sigo estando inmerso en la liturgia
trapense de Chimay, unos años después, ya estudiante en Lovaina. Todo
ello construido y vivido desde la emoción del sentimiento. Si vale decirlo
así, construido por el sentimiento y para el sentimiento. No en la
sentimentalidad rosácea o cosa parecida, es obvio, la que nos destila e
inhala quien, para colmo desde el cientificismo, quiere insuflarnos para
hacerse con nosotros; hubiera sido la muerte de cualquier adentramiento
en aquello que contemplaba. Desde él era desde donde, sobrecogido, me
adentraba en la contemplación de los misterios.
Mas, lo habrás advertido, acabo de hablar de la contemplación de
los misterios. Porque en la religión, al menos en la que entonces me
adentraba —aunque quizá tenía razón Karl Barth al decir que el
cristianismo no es una religión, alguna vez, quizá, volveremos sobre ello,
32
pues es cosa singularmente importante—, porque en ese acercamiento,
tan de nuestros y de mis sentimientos, sin embargo, se me introducía en
un ámbito que ya no era nuestro, no era mío, sino que nos venía dado.
Allá asistía a un espectáculo del que yo no era ni el autor ni el intérprete,
ni siquiera el actor. Espectáculo llama el evangelio de Lucas a lo que se
ofrecía en la colina del Gólgota. Porque en la liturgia se nos brinda el
espectáculo de nuestra salvación. Es algo que se nos manifiesta por el
mismo Dios. ¡Qué otra cosa podría decir! Ya no son mis sentimientos los
que me hacen adentrarme en ese ámbito, sino mi silencio. Silencio orante,
silencio receptor. El sentimiento se ha hecho silencio contemplativo.
Antes, la iniciativa era nuestra, era mía, en definitiva. Ahora, del mismo a
quien llamamos el Señor.
14 de octubre de 2007 / jueves 18.10.07
GED
Uno de los rumies más notables qua arrastro por mi vida es el de
qué es ser profesor y cómo cumplir la tarea. Llevo treinta y muchos años
con ese dar vueltas. Por suerte, me queda poco. Lo primero es esto. Nunca
he tenido que circunscribirme a exponer un manual. Nadie me ha
obligado a ello. O si ha querido hacerlo, no se ha atrevido a soplarme una
sola palabra sobre el asunto. Yo mismo me he sentido impulsado a ser
profesor de otras maneras. ¿Mejores? No lo sé. Esta ha sido una duda
permanente en mi carrera académica. La terminaré sin haber llegado a
tener claro si ha sido cosa buena o mala.
He buscado que los alumnos leyeran, pensaran, escribieran,
hablaran, tuvieran pensamientos propios, siempre en busca de la verdad.
Entiendo que eso que propongo es asunto de toda una vida. En mi propia
experiencia, a quienes estoy agradecido ha sido a profesores que nos han
abierto puertas y perspectivas. Que nos han hecho pensar cómo ahí
teníamos la configuración de un mundo lleno de interés. A quienes
suscitaban en nosotros nuestra creatividad.
Con el tiempo, punto decisivo ha sido el escribir. Los pensamientos
sólo cuando, en dura competición consigo mismo, se expresan en forma
de discurso, mejor escrito que hablado, aunque hay gentes ágrafas
dotadas con un genio particular para el habla, son de verdad
pensamientos. Por eso, le tengo una admiración especial a Descartes,
quien afilando cuidadosamente el lapicero y ante una hoja en inmaculado
blanco se ponía al duro y pertinaz oficio de escribir. Cuando alguien te
empuja a la escritura, te está enseñando lo más vital. No esto o aquello lo
que te enseña, aunque cabe que también, sino el hecho majestuoso de
ponerte a pensar y a expresar lo que es tu itinerario de búsqueda de la
verdad. Y fíjate bien, es decisivo que no haya dicho de tu verdad. La
enseñanza, cuando la hay, es ponerte ante tu búsqueda de la verdad.
33
A veces he encontrado y encuentro alumnos a quienes le
castañetean los dientes de rabia ante mis maneras. Si son cosas de
malentendimientos personales, que, es obvio, hasta ahí llegan a veces,
entonces la cosa no tiene importancia. Distinto es si el alumno está
recomido por dentro porque cree que las cosas son de otra manera o que
la enseñanza debiera ser propuesta siguiendo otros procedimientos.
Valga. Lo que me parece decisivo en estos casos es si el profesor ayuda a
que el alumno se despierte, aunque sea cuajado de rabias infinitas ante
quien está junto a él y sus maneras, y ese despertar concita su propia
creatividad. Si es así, siempre en busca de la verdad, claro, habrá que
decir que la labor de ese profesor ha sido enseñar a su alumno lo más
precioso que él mismo tiene. Su expresión de creatividad.
La claridad de las ideas, luego, es cosa del alumno, qué digo, parte
de una lucha que le durará la vida entera. Ningún profesor podrá
dárselas.
Entiendo que a veces el enfado, me viene a la cabeza alguna
experiencia propia, está en que el profesor no nos da nada. Y, para colmo,
puede que luego exija en el examen que le contemos sus nadas. Eso es
brutal.
Si el enfado es suscitador de creatividad. Bendito sea. Sirve muy
bien para avanzar. Si es enfado por las insuficiencias o por parecer que
las cosas no están claras. La claridad de las ideas es trabajo final, y largo,
del alumno. Ningún profesor puede dárselas, si no quiere cerrar las
fuentes de la creatividad de su alumno. A lo más, le puede ofrecer algunos
farfulles, algunos procedimientos, algunas perspectivas.
13 de octubre de 2007 / viernes 19.10.07
GEE
Tenemos que ir a la pregunta que nos hizo ya hace muchos días
Florence Hosteau.
Ha llegado a la conclusión de que no hay otro remedio sino el de
afirmar que todo es interpretación; por tanto, no hay jerarquía ninguna
entre las ciencias que llaman duras y las ciencias humanas. Pues, nos
pregunta, ¿cómo y desde dónde podría haberla? Sin embargo, no queda
tranquila habiendo llegado a este pensamiento; por eso me pedía si yo
fuera capaz de decirle algo sobre los criterios de un acto hermenéutico
verdadero, como ella lo llama.
Hubo un momento cuando todos se dedicaron a pensar lo que
llamaban la metodología de la ciencia. Entonces, todos creían muy
seriamente que el método científico, posibilidad única de conocer con
verdad, era el de las ciencias como la física y las que la miraban de reojo
para hacer como ella. Tales, las que llegaban al mismo nivel metodológico
de la física, eran las ciencias llamadas duras. La otras, ciencias blandas, las
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ciencias humanas, para existir tenían que encontrar una metodología que
pudiera ponerse en parangón de certeza y seguridad con el hacer de la
física. Mejor, tenían que convertir la única metodología científica en la
suya propia. Llegar a hacer en su ámbito lo que la física había logrado ya
en el siglo XVII. Y ahí se pusieron todos los científicos blandos y todos los
metodólogos de las ciencias a adaptar procedimientos y metodologías de
su blando hacer de manera que pasaran el examen. La filosofía, tan
española, del cierre categorial, procede de ese impulso. El método
científico es único, pero hay que lograr aplicarlo con perfección segura en
los distintos ámbitos del conocimiento, de manera que así se abran al
conocimiento nuevos continentes científicos.
Desde hace tiempo se pensaba que la ciencia, la de verdad, procedía
por una acumulación de experiencias, de manera que de ellas, por
inducción, se pudiera inferir luego la ley que las regía. Esa inferencia era,
pues, una inferencia probabilitaria y estadística. Dos son los cuidados.
Que las experiencias fueran hechas con suma pulcritud, de manera que en
ellas no se introdujeran parámetros subjetivos disturbiadores. Estudiar
muy cuidadosamente el cómo de esas inferencias. Establecidos así los
procedimientos de la elaboración de las leyes científicas, sólo quedaba
hacer previsiones y, luego, ver si se verificaban. Nótese que las
previsiones se han de dar en lo desconocido, porque perteneciendo aún al
futuro. Pero si se conoce con suficiente exactitud el funcionamiento legal
de aquello que toca a esa previsión, esta ha de ser acertante. Tal era el
criterio de la verificación. Era él quien nos indicaba si la construcción
científica iba por buen camino, es decir, por el camino de la realidad y de
la verdad.
Cierto que luego hubo mucho cuidado en hacer ver que los
experimentos debían ser intersubjetivos. No vale con que cualquiera diga
haber hecho un experimento, sino que este debe estar tan perfectamente
diseñado y controlado que cualquiera pueda repetirlo, obteniendo, claro,
los mismos resultados. A esto se añadió luego algo que parecía obvio, los
razonamientos con los que se hacía el proceso entero eran eso,
razonamientos, es decir, lenguaje, y por ello debían estar perfectamente
estructurados mediante las reglas de la lógica.
Haciendo así, las cosas estaban claras: se construía ciencia,
conocimiento de la propia realidad, por más que, todavía, conocimiento
parcial. La prueba del nueve de todo el proceso estaba, pues, en el criterio
de verificación. Este era quien demarcaba los métodos llamados
científicos en dos. Por un lado, la ciencia. Por otro, la no-ciencia. El
conocimiento de la realidad contra el mero hablar sin fundamento. La
ciencia de verdad contra la falsa ciencia, la metafísica.
15 de octubre de 2007 / lunes 22.10.07
GEF
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Fue terrible. Se tardó mucho en obtener consenso en eso que
parecía reflejar la esencia misma de la ciencia. ¿Que algún ámbito de
ciencias humanas, ciencias todavía blandas, no alcanzaba esos objetivos?
No importa, se trabajaba duro para llegar a ellos y hacer así de la
psicología, de la historia, de la pedagogía, e incluso de la propia filosofía,
ciencias. ¿Cuántas facultades se llaman de Ciencias Psicológicas, de
Ciencias Históricas o de Ciencias Pedagógicas? No se engañe nadie, y si no,
vaya a ver cuándo se añadió el maravilloso calificativo que las hacía
aparecer en el mismo reino de las ciencias fuertes. Entre nosotros, mala
suerte, fue en la década de los setenta del pasado siglo. Llamo la atención
de algo curioso por demás, que se engloba en el mismo
malentendimiento. El Instituto de Filosofía de Lovaina, viejo y famoso por
mil cosas, se rebautizó en esa misma época como pomposa Facultad de
Ciencias Filosóficas. Todo un programa. Toda una memez.
Primero vino el viejo Karl Popper. Aquello, desde su más tierna
infancia lo supo, como él mismo nos indica, no iba. De joven estudiante
de filosofía en Viena, se interesó sobremanera en la teoría de la
relatividad. Le pareció algo decisivo lo que hizo Einstein. Enunció una
previsión: una cierta estrella de la que sabemos en un determinado
momento que no la podríamos observar, tapada por el sol, sin embargo, la
veremos, porque sus rayos de luz se van a curvar por efecto de la
atracción de la masa solar, debido a la teoría-no-experimental que había
anunciado. Procesión de físicos y astrónomos hasta las antípodas: la
previsión de Einstein se cumplía. Esto confortó a la teoría de la relatividad
diseñada en los puros pensamientos del gran físico. Popper entendió que
el criterio, según lo que acababa de ver, no era el de la verificación, sino
el de la falsación. Se pueden enunciar teorías por procedimientos mil,
unos puramente metafísicos, como tantas veces ha acontecido en la
historia, otros ayudándonos de experiencias, como fuere, la cuestión es
que esas teorías tienen que ser sometidas a experimentos que pueden
falsarlas, y entonces no queda otro remedio que decir que la nueva teoría
recién enunciada es falsa. Habrá que buscar otras. Desde finales de los
cincuenta del pasado siglo este criterio popperiano se fue haciendo
camino, erosionando de manera insidiosa el criterio de verificación.
Además, lo que era exigido, encontró otras maneras de aplicar y emplear
la probabilidad y la estadística.
Que las cosas fueran así hacía que dos laboriosas ciencias del
momento no fueran para Popper sino puro bla-blá. El marxismo: hacía
predicciones a priori —la revolución proletaria se ha de dar en los
grandes países industriales, como Inglaterra o Alemania—, pero cuando se
falsaban —la revolución proletaria se produjo en el país menos industrial
de toda Europa, Rusia—, se inventan posteriores teorías explicativas ad
hoc —la del eslabón más débil de la cadena capitalista— que mantuvieran
en vida artificiosa todo el edificio de la ciencia marxista. El psicoanálisis:
Popper era colaborador de Alfred Adler, uno de los primeros freudianos,
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en su hospital psiquiátrico del cinturón rojo de Viena. Corriendo por un
pasillo se le acerca una madre con su niña. Por favor, quiere mirar a mi
niña. Casi sin pararse, la observa menos que un instante. Tiene tal cosa;
haga esto. El jovenzuelo pregunta al viejo maestro: ¿cómo lo ha sabido? He
visto antes mil casos parecidos. ¿Y todos los ha estudiado con el mismo
detenimiento? En este segundo caso, la crítica a la falsa experiencia es
feroz. Las cosas de la ciencia deben ser de otra manera; estas son vulgares
pseudociencias.
Todo, pues, apareció claro. Por un momento.
15 de octubre de 2007 / martes 23.10.07
GEG
Mas vino la zorra y se comió a todas las gallinas del corral. Primero,
las verificacionistas. Después, y finalmente de una manera más definitiva,
las falsacionistas. Este fue Thomas S. Kuhn y, luego, una inmensa pléyade
de filósofos que siguieron los caminos que él había iniciado. Lo decisivo
en la ciencia es el paradigma en el que se construyen las teorías científicas
aceptadas en el grupo dominante de los científicos. Hay épocas de
violenta revolución científica en la que los viejos paradigmas caen y son
recusados por la comunidad, quien acepta los nuevos como evidencias,
iniciándose un período de ciencia normal, suscrita pacíficamente por toda
la comunidad. La ciencia no es realista. Nada hay en ella que no sea la
asunción de las teorías por una tradición, la dominante en un momento,
la que pasa a los manuales y se estudia en ellos por todo el mundo. Si
sales de ese paradigma común, nadie te hará caso. Pero en un de pronto
revolucionario parece que alguien pone en entredicho el paradigma;
automáticamente se hace viejo y nace la novedad de un nuevo paradigma
que muy pronto es aceptado por todos. Ya no hay, por tanto, relación con
la verdad. Nos adentramos en la época del relativismo.
Comenzó en la década de los sesenta del pasado siglo, pero se hizo
con toda el proscenio a finales de los ochenta y durante los noventa. Una
crítica feroz a la metodología de la ciencia tal como entonces se estaba
dando; lo decisivo era la hiriente sociología de la ciencia. Justo en el
momento en que con su principio de objetividad de Jacques Monod,
enunciado en su decisivo libro El azar y la necesidad: por supuesto que la
legalidad científica es un enunciado de nuestra boca y con nuestras
palabras, con nuestras frases y nuestro lenguaje, pero, para que se
convierta en discurso científico, tiene que cortarse de nosotros para
realizarse en un discurso objetivo. Y ahí que todos se dieron a comprar las
tijeras de capador para castrarse a sí mismos con valentía desordenada y
arrojo inextinguible; sin saber que el principio que nunca deja de regir la
ciencia no es ese, sino el principio antrópico, como sabemos
paralipoménicamente.
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La ciencia, nos lo muestra palpablemente toda su historia, no ha
tenido un único método. Por eso algunos, al punto, vociferaron con Paul
Feyerabend el grito de guerra: ¡contra el método! La labor de demolición
de verificacionistas y falsacionistas fue llevada a cabo con alegría. En el
fondo, se dijo enseguida, no hay ciencia como conocimiento objetivo, sino
relaciones de poder. Poder de los mandarines. Poder del dinero. Poder
demasiadas veces de inconfesables intereses. Poder, sobre todo, de los
paradigmas.
Consecuencia: ¡todo es relativo!
El empuje de esta manera de ver fue increíble: arrasó por completo
con los criterios de verificación y de falsación.
Con el paso del tiempo de verdad me pregunto si el más sensato y
digno de tener en cuenta no fue el mismo Thomas S. Kuhn, quien, en la
continuación de su pensamiento, apenas nada tenía que ver con esos
epígonos que se llevaron el gato al agua. Pero, prosigamos.
¿Consecuencias? Además del relativismo que se extendió como
mancha de sutil aceite por el mundo entero, nació la manera de ver las
cosas de la ciencia como un asunto de interpretación, al ser puro trabajo
nuestro, de las comunidades científicas del paradigma, que serán barridas
en la próxima revolución científica, mas sin relación alguna con la verdad;
por tanto, nada tiene que ver con el trabajo de quien busca la verdad.
¿Qué es la verdad?
De ahí la afirmación: en ciencia, igual en física que en pedagogía,
todo es interpretación.
15 de octubre de 2007 / miércoles 24.10.07
GEH
Parecería que la influencia de Monod no podría ser compatible con
las secuelas de los modos de ver de Kuhn, pero no fue así. Se dio entre
ambas maneras de ver una alianza férrea, que todavía marca de lejos
nuestra época. Por el lado de Monod, con el principio de objetividad,
quedó que eso del conocimiento, no otro en verdad que el conocimiento
científico, es cosa exclusivamente de objetividades. Sólo dejaba otra
opción: negar el carácter de ciencia a todo aquello que estuviera
construido y arropado por ese principio. Mas rechazar el carácter de
ciencia significaría quitarle todo viso de conocimiento verdadero. En esa
única opción que dejaba, cabrían las monsergas, pero nada de
conocimiento verdadero de la realidad. Monod fue el punto culminante
de una manera positivista de ver las cosas del conocimiento y de la
ciencia. Con la enorme influencia mundial que tuvo desde comienzos de
los setenta, quedó taponada cualquier otra manera de concebirlos: o la
radicalidad del objetivismo o las pamplinas. Desde entonces parecieron
evidentes las maneras positivistas, mejor, neopositivistas, pues se llama
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positivismo a lo que sobreabundó a finales del XIX; esta era una manera
más refinada y convincente de ver el conocimiento como conocimiento
científico. Una manera que no dejaba opción científica a nada más. El
conocimiento sólo podía ser conocimiento científico, y este se definía de
la manera neopositivista que veía su culminación en el principio de
objetividad.
Por tanto, cuando en la estela de seguidores de Kuhn se vio la
endeblez de esa postura neopositivista, cuando quedó probado que en la
historia de la ciencia nunca nada se había dejado llevar por esos
derroteros que decían tan probados, que en su verdadero discurrir las
cosas en nada habían sido como decían los detentores del poder del
conocimiento, quienes pasaban por los grandes sabedores de lo que era el
conocimiento científico y eran celebrados por ello con grandes agasajos,
entonces cayó todo el andamiaje de cómo se consideraba la ligazón del
conocimiento con el conocimiento científico y de este con la propia
verdad de nuestro acceso a la realidad. La consecuencia era obvia: todas
esas reconstrucciones tan complejas son rematadamente falsas, por tanto,
no hay reglas ni metodología ni mandangas del estilo, nada en eso del
conocimiento es fijo, cada cual tiene acceso a la realidad como le parece.
Todo vale, luchemos contra el método, cada uno es la medida de sus
acciones y de su verdad, pues todo es relativo al grupo que considera las
cosas o que detenta el poder.
Eran tiempos, además, en que comenzaban a resquebrajarse las
grandes ideologías del poder político, tan eficaces, de modo que ya no
aglutinaban certezas y seguridades. Los muros cayeron después, debieron
esperar hasta 1989, pero los diques ideológicos y de conocimiento se
desbarataron desde veinte años antes. En España, por ejemplo, desde
finales de los sesenta se daba algo así como el marxopopperianismo.
Bueno, de la misma manera que en política se daba el huguismo del
pretendiente al trono, el marxocarlismo. Comienzo de desintegraciones
precipitadas.
Los infinitos seguidores de Kuhn, porque con él se dio la prueba de
que en filosofía de la ciencia —¡no sé si en ciencia, creo que no!— se
producían revoluciones que en muy poco tiempo cambiaban por
completo el paradigma y llevaban a la consolidación de las nuevas
maneras rientemente iconoclastas. Si siempre se puede decir que el
hombre es la medida de todas las cosas —las cosas del conocimiento, digo
yo—, en esta época ese adagio se había dogmatizado de manera que cada
quien decía lo que le placía.
Cada pequeño yo era regla y medida.
El poder estaba fascinado y refocilado por estos nuevos caminos.
16 de octubre de 2007 / jueves 25.10.07
GEI
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Volvamos a los salmos, siempre de la mano de Vesco y de su lectura
canónica. En los viejos manuscritos de la Biblia este libro aparece de
diversas maneras. En algunos de hacia el año 1000, es situado tras el libro
de las Crónicas —cuyo nombre da origen a nuestros Paralipómenos—,
invitando así al lector a leer el salterio en el cuadro de la liturgia del
Templo de Jerusalén, que entonces, tras la vuelta del destierro en
Babilonia, era restaurado. En alguna lista del canon hebreo, viene tras Job,
con lo que se inscribe en la continuidad de sus sufrimientos,
progresivamente transformados en la alegría de la alabanza. Los más
antiguos manuscritos de la LXX lo ponen a la cabeza de los libros
sapienciales. El salterio se convierte así en el primero de ellos. Se puede
suponer que esta lectura sapiencial del salterio es la querida por su
último editor. La alabanza se convierte en sabiduría para meditar.
Los salmos 1 y 2, estrechamente articulados entre sí, sirven de
introducción a todo el salterio, presentando, precisamente, esa lectura
sapiencial. Por dos veces se habla de la ley (tôrâh) del Señor, salmo 1,2,
pero no debe dársele el sentido estricto de ley, sino que, nos dice Vesco,
debe ser traducido por enseñanza, en el sentido de directiva o de
instrucción, la expresión de la alianza de Dios con su pueblo, un don de
Dios, fundamento de la oración. «Dichoso el hombre»: así comienza, lo
suyo es una bienaventuranza. Esa dicha, nos hace ver el salmista, es
mucho más que la prosperidad material. El soberano bien que Dios
acuerda a sus bienaventurados no es otro que él mismo. Estar junto a Dios
es, incluso en la desgracia, la recompensa suprema. No cabe duda, en
opinión de Vesco, que la sabiduría de Israel ha encontrado en el salterio
su expresión lírica. La espiritualidad de la tôrâh como enseñanza divina
que guía al hombre en la vida estructura el salterio en su conjunto,
haciendo de él un todo. El salterio celebra el encuentro del corazón
humano y la palabra de Dios.
En el salmo 1 dos vías se abren al hombre, una lleva a la dicha, a la
bienaventuranza; la otra no. La meditación de la enseñanza divina da un
sentido a la existencia humana y le asegura el éxito. Tal es, según Vesco, el
mensaje fundamental del salterio. La oposición entre justo e impío
continuará a lo largo y ancho del salterio. En un mundo cortado en dos, la
enseñanza divina ofrece el camino de la felicidad. En el corazón de la
súplica, conduce hacia la alabanza. Quien la desea encuentra en toda
circunstancia su dicha. Llegará un día, el del Juicio, en el que los justos se
levantarán. Pero ese día no ha advenido todavía.
De igual manera que la tôrâh aporta al justo la felicidad, un
precepto divino asegura de la victoria final al ungido de Yahvé. Esta es la
enseñanza del salmo 2. El 1 disponía su eje en el juicio de Israel; el 2, en
cambio, en el juicio de las naciones, que evocan el juicio final, el juicio
escatológico que leemos en Mal 3,19: «Está para llegar el día, abrasador
como un horno…» —en la LXX y en la Biblia cristiana esa es la última
página del AT— y en los salmos del reino. Pero, atención, ni el salmo 1 ni
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el salmo 2 son una condena. Se presentan como una advertencia de Dios a
su pueblo y a las naciones para que vivan y puedan llegar a alcanzar un
día la felicidad prometida cuyo camino se traza en el resto del salterio.
Leer con Vesco merece la pena.
15 de octubre de 2007 / viernes 26.10.07
GEJ
A todo el proceso de decrepitud anterior se le dio nombre de
hermenéutica.
Pues en el mientras tanto habían ido surgiendo consideraciones
sobre la interpretación y, por tanto, sobre el canon; labor bien
paralipoménica.
Para adentrarnos en estos caminos novedosos debemos dejar de
lado el principio de objetividad monodiano y enunciar el principio
antrópico, el cual no dice sino una obviedad: es el cuerpo de hombre, en
su identidad-dual de cuerpo de hombre y cuerpo de mujer, quien
construye el conocimiento como una de sus corporalidades, y lo hace
desde su razón, la cual no es una razón pura, lo sabemos bien, sino una
acción racional de la razón práctica. Por eso la hermenéutica es cosa de
hombres y de mujeres, como también lo es el canon.
Pensaban que lo decisivo era el conocimiento, y este siempre
conocimiento científico, de ahí la ciencia, pero esto no es así de ninguna
de las maneras. Nuestra acción es multiforme. Una de las más
importantes, sin duda, es la acción de la razón. La ejercemos desde que
somos cuerpo de hombre, hasta el punto de que ella es lugar de arranque
de nuestro mismo ser. Es labor que modera nuestros deseos, sin
reprimirlos, más bien al contrario, haciéndolos posibles gracias a esa otra
facultad majestuosa que tenemos también: la imaginación. La labor de la
razón es una mezcla compleja y unitaria de intuición. Las cosas y las
soluciones de nuestras preguntas y problemas, se nos suelen plantear a
veces en un de pronto, como si viéramos a la luz lo que antes estaba
escondido, y, sobre todo, de sopesamiento razonable, de medición
imaginativa, de cuidado en el no olvidar nada de lo que tiene que ver con
lo que pensamos en esa acción. Siempre un trabajo de coherencia en red.
Puede parecer en algunos momentos labor analítica, construcción de una
cadena que va desde un punto de salida al de llegada, colocando más y
más eslabones razonables que nos llevan en línea derecha. Pero si
miramos el conjunto del proceso incluso esa analítica se distribuye en red.
Así construimos algunas de nuestra mejores corporalidades, entre
ellas la ciencia. No la única, por supuesto; ni siquiera, seguramente, la
más importante en lo que ha sido el discurrir de nuestras vidas. Me
parece obvio que las acciones que buscaban obtener comida suficiente
para la comunidad han sido más importantes. Pero la cuestión es que
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hemos ido inventando un procedimiento de acción que ha llegado a tener
una importancia muy singular: la ciencia. Corporalidad nuestra, nadie
piense que se hace, sino que la hacemos. Esto es obvio. Las leyes
científicas, por ejemplo, no las encontramos prendidas de los árboles
como maduro fruto, sino que las construimos en nuestra extremada
búsqueda de respuesta a las complejas preguntas que nos planteamos. Ya
veremos en su momento el significado de que la construimos nosotros. La
ciencia, como ninguna de nuestras acciones racionales, se nos da como
mero fruto de objetividades, sea en una visión verificacionista en la que
descubrimos, parcialmente todavía —decisiva importancia de esta
palabra—, las esencias mismas de lo que es, o del principio de objetividad;
construcción nuestra que, separada con violencia castradora de nosotros
mismo para hacerse razón pura, toma vuelos de un se de objetividades.
La ciencia, pues, es construcción nuestra. Si se quiere la más excelsa.
Aunque no debiéramos exagerar, el hecho entero de la cultura,
construcción nuestra igualmente, ¿qué sería si no?, nos lo demuestra. La
música. La poesía. La arquitectura. El cine. La literatura. La técnica. La
redacción de constituciones. El derecho. En una palabra, nuestra increíble
creatividad. Solución falsa y tonta sería poner Ciencia ante esas palabras y
quedarnos tan oronditos.
16 de octubre de 2007 / lunes 29.10.07
GEK
Felipe Hernández vino a casa para traerme pruebas del Beati mites,
que, tras múltiples retrasos, aparecerá en enero. Es mi ‘editor’ en
Ediciones Encuentro. Además de amigo de muchos años. Con lo reticente
que soy a salir por las tardes, buscaba arrancarme de casa para ir a la
presentación de un libro. Por nada del mundo quería ir yo. ¡Qué libro!,
además. No supe negarme al paseo de una hora y al acto, cuyo ponente
principal era Juan Manuel de Prada. Y allá que nos fuimos Bravo Murillo
abajo.
Hablando de sexo con Cristina. Esta es Cristina López Schlichting,
directora de un programa de tarde. Os aseguro que pocas cosas me
podían atraer menos. Pero, en fin, allá estuve, por pura amistad y por mis
muchos pecados.
Resulta ser un programa de radio en la COPE, por la tarde, los
jueves, cuya existencia desconocía por completo, en el que colaboran tres
médicas sexólogas: Nieves González Rico, Ana Mercedes Rodríguez y
Teresa Suárez. Son ellas tres las que responden a las preguntas que la
gente les hace por teléfono. La trascripción de voz a palabra la ha hecho
Carmen Cardoso.
Asombroso.
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Hace mucho que no me interesaba tanto un acto al que asistía. De
joven me he aburrido a muerte en conferencias y actos similares. Ahora,
ya de viejo, lo paso moderadamente bien, incluso muy bien: escucho con
atención suprema. A veces sigo durmiéndome con exquisito cuidado. Esta
vez me interesó tanto que no podía estar en la silla; bonitas pero
incómodas en grado sumo, hechas, seguramente, para que sus sentantes
escapen enseguida. Me removía sin parar por la incomodidad del
adminículo posatorio y por la impresión que causaba en mí lo que oía.
Ya sabéis los usuarios paralipomeniles: cuerpo de hombre, en su
identidad-dual de cuerpo de hombre y cuerpo de mujer, es decir,
persona. Así defino lo que somos en la filosofía de la carne que aventuro.
Uno y múltiple. Uno y dos. Tanto lo que dijo Prada como las tres
preguntas que hizo a las tres médicas y sus respuestas, fueron para
quedarse con la boca abierta de interés y de asombro por lo que decían
sus labios y sus maneras.
Un feminismo desbarrido que nos dice: sólo somos uno. Por cierto,
Doris Lessing, flamante nueva premio Nobel, ella, feminista clásica a la
altura de Simone de Beauvoir, en la pequeña entrevista que le hicieron
cuando llegaba a su casa cargada con los paquetes de la compra, dijo que,
tras haber hecho una revolución, muchas mujeres se han extraviado, no
habían comprendido nada en serio, por dogmatismo, por ausencia de
análisis histórico, por haber renunciado a pensar, por una falta dramática
de humor. Palabras iluminadoras.
Victoria total del feminismo marxistizante. La lucha de clases
desapareció del contexto explicativo de las ciencias sociales —en Rusia
hoy es delito utilizar ese concepto—, ahora es la esencia misma del
feminismo integrista, es decir, el que se ha hecho con todo el campo de la
cultura y, poco a poco, con la legalidad vigente, convirtiéndose en la
ideología de género que domina.
Ahora somos uno. En casa hay dos mamás: aunque se digan papá y
mamá. Ya no hay diferencias sexuales. No las puede haber por ley. Incluso
mañana mismo puedes ir a la oficina del registro civil y convertirte
legalmente en mujer, si eras hombre, o en hombre, si eras mujer. Fácil. No
hay diferencia y no puede haberla; ni siquiera puede hablarse de ella.
Hasta el mamoncete o la mamonceta más pequeñín lo ve, pero lo que sabe
no es la verdadera realidad, porque sólo hay una realidad verdadera: sólo
somos uno. ¿Identidad-dual?, ¡faltaría más!
Menudo tema tenemos entre manos.
19 de octubre de2007 / martes 30.10.07
GEL
La filosofía me interesa sobremanera. Cuando en ella queremos
determinar qué somos, me he encontrado con algo terrible: no es nada
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fácil decirlo. Sobre todo, hay un problema que me parece de importancia
rotunda. Llegamos a poder determinar lo que somos como especie; de una
manera general. Podemos conocer bien los cómos y qués de la especie.
Pero mi problema filosófico ha sido la imposibilidad de quedarnos en ese
plano tan general. ¿No podremos llegar hasta nuestro ser individual, a
nuestra personalidad almal? Si no llegamos hasta esa profundidad, que es
donde se nos da eso que realmente somos, nos quedamos en vagas y
vanas generalidades sobre nosotros mismos. Antiguamente lo decían:
somos animales racionales. Bien, sea. Pero ¿y qué? Entiendo que esto me
dice muchas cosas de nosotros, pero ¿alcanza a adentrarse en el meollo
mismo de lo que somos, pues somos seres esencialmente personales?
Pues bien, ahora, con esta mal llamada filosofía del género, en la
que comenzamos a bucear, encuentro algo pavoroso. Se nos desiste de la
identidad-dual. Ya no hay diferencia entre cuerpo de hombre y cuerpo de
mujer, como no sea una diferencia de poder. Se equiparan los sexos, pero
esto se hace en una igualdad de pura imputación legal. Aún en el caso de
que las diferencias sexuales sean evidentes, lo que parece obvio, se nos
hace a todos iguales. Ninguno tenemos ya derecho a la diferencia, sobre
todo, quizá los de sexo masculino. No importaría, por grave que fuera, si
eso se tratara sólo de una revancha, lo que llevaría a luchas intestinas,
pero sería un asunto pasajero. No, lo que se hace es borrar las diferencias
como inexistentes. No sólo con inexistencia legal, sino con inexistencia
real en todos aquellos ámbitos en los que esas diferencias se hacen
patentes. Pero, claro, pretendida inexistencia real, pues las diferencias no
desaparecen por el mero hecho de negarlas en una imputación societaria
legal. Al hacer que las cosas sean así, lo que acontece es que la igualación
rebaja al cuerpo de hombre y al cuerpo de mujer a convertirse en algo
moldeable, pues se trata sólo de una diferenciación meramente social, y
por ello transitoria, dependiendo de lo que la misma sociedad decida.
Las consecuencias son importantes. No hay matrimonio entre
hombre y mujer, puesto que toda unión es matrimonial. Ha perdido legal
y socialmente lo que de complejo ayuntamiento carnal en una vida entre
un hombre y una mujer tiene. La carnalidad se reduce a simple
complacencia sexual, mejor, genital, mientras dure y merezca la pena
para la pareja que fuere. La sexualidad ha perdido su género y su
carnalidad. No cabe un ayuntamiento carnal que dure tanto como se
necesita para establecer en unión los infinitos meandros de todo lo que
somos, para explorarlo en unión y hacerlos crecer en plenitud. Unión que
puede querer ser definitiva, precisamente para llenar la plenitud de lo
infinito que somos. No es ayuntamiento carnal de personas. Ya no puede
serlo, ya no se quiere que sea. Porque eso ya no tiene existencia. Se ha
decretado su inexistencia.
El cuerpo de hombre y el cuerpo de mujer se han convertido en un
mero rol social. Ya no hay diferencias. Hay trabajadores. Se nos ha
unificado por el trabajo. Se ha hecho de nosotros meros proletarios. Como
nunca se logró en el siglo XIX en los momentos más tremendos de la
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revolución industrial. El trabajo proletario se ha convertido en el centro
de todo lo que somos. Ya no es la carnalidad, sino la abstracción de ser un
puesto de trabajo. Uno igual a otro. Sin diferencia de sexos. Y allá donde
las haya, deben ser rebajadas.
19 de octubre de 2007 / miércoles 31.10.07
GFC
Se nos ha convertido en seres de mera abstracción. No en esclavos o
siervos, sino en abstractos. Abstractos que, oh curiosidad tremenda, son
esencialmente mano de obra de calidad. La jugada es hermosa, pues
nunca hubo tan buenos trabajadores. El género es neutro, no pienses que
masculino, lo que aconteces es que en la lengua castellana los neutros se
designan con o. ¿Reproducción? Poca y calculada según las posibilidades
del puesto de trabajo, de la contingencia de pagar la hipoteca de la casa.
Toda una estructura social se construye sobre el género. Todo nos empuja
a ser peones de un puesto de trabajo enterizo. No me atrevo a decir que
esos movimientos sociales hayan sido provocados por la estructuración
social de nuestras sociedades desarrolladas de más en más en la
globalización; pero, en todo caso, no cabe duda que sí han sido muy bien
aprovechados. El problema son los hijos. Comienza a no haberlos. No
importa demasiado. Ya lo dijo nuestro alcalde: los hijos nos los
proporcionan los inmigrantes, quienes todavía no han sido incluidos en
las partes altas del trabajo social. Ellos pueden arrastrar a la vez las
labores socialmente bajas, traer hijos a nuestra sociedad y ayudar
suculentamente a que se nos paguen recias pensiones.
Una filosofía del género como en la que vivimos ahora encapsulados
tiene que ver con todo esto que digo. No son fenómenos disociados, sino
íntimamente entrelazados.
En tiempos, en España, o como haya que llamarla a partir de ahora,
se dio un paso de gigante para la industrialización, que los países ricos de
nuestro entorno habían logrado en el correr del siglo XIX, cuando,
después de la guerra civil, se sacó el flujo de dinero necesario para la
industrialización del país a través de cobrar recio el terreno —cuyo precio
es casi cero— de las viviendas de todos los españoles. Lo estatal define los
terrenos en que se puede construir, pocos, muy pocos, de manera que
deban hacerse construcciones en altura en las cuales el solar —de valor
casi cero si los terrenos permitidos para construir son los existentes de
verdad, piénsese, por ejemplo, los infinitos páramos que rodean Madrid—
representa la mitad del valor de la casa.
Eso se sigue haciendo entre nosotros. Ya sabemos con qué
consecuencias terribles de corrupción a través de cambios de calificación
de parcelas y cosas similares.
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Pues bien, ahora la filosofía del género está consiguiendo un
segundo salto de la capitalización del país. Inmenso esfuerzo de
trabajadores cualificados como nunca en nuestra historia, que deben
comprar esas casas, y que con dinero contante y sonante hacen que el
flujo financiero del gasto privado sea inmenso y el del gasto público, a
través de los impuestos, tenga unas cotas que hace poco ni podíamos
soñar. Esto conlleva una sequedad del engendramiento. No hay tiempo ni
situación que permitan la existencia de parejas matrimoniales con hijos.
La tasa de nacimientos es de las más bajas del mundo.
¿Por qué digo que la filosofía del género? Porque esta es la ideología
que hace posible y bueno lo que muestro ante vosotros. Ha sido
absolutamente necesario antes convencernos a todos de que todos somos
iguales, para que ocupemos el puesto de proletarios que se nos ha
preparado, o que, visto como van las cosas, enseguida se ha configurado
para nosotros. Pero, claro, era muy necesario que creyéramos que las
cosas debían ser así; para ello se ha introducido en el meollo mismo de lo
que somos la ideología de lo que no somos. Fuera las diferencias.
Introyectaremos la igualación de género. Para colmo, habrá que luchar a
muerte con todos aquellos grupos sociales que pongan en peligro esta
ideología gananciadora.
19 de octubre de 2007 / jueves 1.11.07
GFD
Aprovecharé que esto lo leerás en un puente, para vivir ya desde
ahora aquel gozo que disfrutas. Por ello, me dedicaré hoy a nadear.
Hace tiempo que no hablo de películas. No las veo. No sé en qué
gasto mi tiempo, pero ni siquiera me dedico a ver deuvedés. Apenas si a
leer algunas novelas de Agatha Christie, que desde los quince años no
había vuelto a tocar. Bueno, en la comparanza, George Simenon es tan
grande, que la deja en medio de un nublado seco. ¿Y qué hago? No lo sé.
Paralipomenear me lleva un tiempo loco. No sólo escribirlos, sino
pensarlos, decidir cuál va a ser el siguiente, por dónde me voy a echar.
Llego al final del día y, demasiadas veces, nada. Tendría que seguir con el
Dios de Aristóteles, pero estoy empantanado, precisamente ahora cuando
sé los vericuetos por los que continuaré tras las muchas páginas que ya he
escrito. Pero no tengo tiempo. Mejor, no consigo tener tiempo largo por
delante. Cuando las cosas están muy encarriladas se pueden aprovechar
ratos sueltos aquí y allá, pero cuando están todavía en campo abierto, se
necesita tiempo abierto. Y no lo consigo, no me hago con él.
Neil Jordan es un sorprendente cineasta. No tanto por su película de
vampiros o la que dedicó a Michael Collins, el primer jefe militar del IRA,
sino por dos portentos: El fin del romance, sobre la novela El revés de la
trama de Graham Greene, y Juego de lágrimas. De la primera, todavía
46
bailan dentro de mí los colores y, finalmente, el afecto por los personajes,
por su ser, por su vida, por su muerte. De la segunda, que había visto en
su momento —es de 1992, mas me había olvidado todo de ella,
recordando sólo el impacto profundo que me había causado cuando las
cosas se hacen lo que son—, las voces, los gestos, los sentimientos de las
personas, lo complejo de los propios sentimientos. Terminé siendo como
el protagonista, siempre en tono menor, enredado como pistolero asesino
del movimiento terrorista irlandés, turbado luego con la novia del
soldado británico negro al que debió matar, pero no lo hizo, aunque sí
murió. ¿La ama, no la ama? ¿Le ama, no le ama?, ¿puede dejarse amar?, ¿le
amará alguna vez, protegido por esa fidelidad inquebrantable? Asombroso
pasar del la al le. Turbiedad de los sentimientos. Pero ¿pueden ser estos
otra cosa que amor? Ya, pero ¿qué es amor?, ¿cómo amar? ¿Eso es amor?
Turbiedad de la muerte. Turbiedad de la vida.
Varios de mis amigos me insisten que sí, que esta vez sí: Isabel
Croixet. Por eso compré en los kioscos dos entregas de cine español. Una,
acompañada por un espurrimiento inconfesable. Otra, por Frágil, de
Juanmari Bajo Ulloa, del que apenas si me sonaba el nombre. Me dio por
verla. Poco antes había admirado una americana: L.I.E., de Michael Cuesta,
un hispano que hasta ahora sólo había rodado anuncios. Las dos, en su
conjunto, me cautivaron por demás. De la primera, la protagonista es una
chica, apenas si una niña. Un cuento de hadas sobre el amor y la fidelidad
al primer amado y, por lo profundo, a la vida sencilla de la que salió. La
segunda tiene por protagonista a un chaval de 15 años cuya madre ha
muerto poco antes en un accidente en la autopista. Vive con su padre,
quien irá a la cárcel. Casa enorme. Quedará sólo. Realista. Dura. Extrema.
Y, sin embargo, el chavalín vive amparado por el manto de su madre
muerta, que le protege, le cuida, le conduce por medio de los peligros
horrorosos entre los que vive. Una preciosa metáfora.
20 de octubre de 2007 / viernes 2.11.07
GFE
Volvamos a los sentimientos.
René Girard es sociólogo-filósofo-humanista conocido desde que en
1972 publicó La violencia y lo sagrado. Aunque desde que llegara a
Estados Unidos con su título aún caliente profesor en las mejores
universidades, siempre escribió en francés y publicó sus libros en Francia,
numerosos y de influencia agrandada. Ahora, traducido al inglés, tiene
también gran proyección en su patria de trabajo. El 15 de diciembre de
2005 fue recibido en la Academia francesa. Ocupaba el sillón del
dominico Ambroise-Marie Carré, uno de los dos únicos miembros del
clero regular en toda la historia de la Academia: en el siglo XIX lo fue
Lacordaire. Por ello, según antigua costumbre, su discurso fue un elogio
47
de su predecesor. Muestra una enorme simpatía hacia él. Girard ha sido
siempre un cristiano ferviente y militante en un medio opaco a su
catolicismo.
Un drama espiritual acompañó toda la vida de Carré, conocido a
través de muy escasas confidencias y del que nunca hizo un relato
completo. Tiene un recuerdo que le «acompaña como una presencia a la
vez dulce y exaltante. Me acompañará hasta el último momento. Basta
para reanimarlo una mirada a la ventana de la casa en la que, en Neuilly,
habitaba mi familia. ¿Qué edad tenía? Catorce años, me parece. Una tarde,
en la pequeña pieza que me servía de habitación, sentí con una fuerza
increíble, que no dejaba lugar a ninguna duda, que era amado de Dios y
que la vida, (…) allá ante mí, era un don maravilloso. Sofocado de
felicidad, caí de rodillas». Cincuenta años después no puede evocarlo sin
despertar en él la emoción original, nos dice Girard. Carré lo llama lo
contrario de un recuerdo, «un comienzo absoluto, o lo que se le acerca lo
más posible: he ahí cómo se caracteriza para mí, a más de cincuenta años
de distancia, el único acontecimiento que ha puesto evidencia en mi fe; el
acontecimiento que me aportó también una alegría que ninguna otra ha
podido sobrepasar». Nunca perdió de vista esa experiencia. La tiene por
responsable de todo lo que de bonito le aconteció en su juventud. Nos
dice haber evocado con frecuencia «el instante milagroso en el que una
vida toma conciencia de la realidad de Dios y de su ligazón con él».
Para Girard es claro, se trata de una experiencia mística. Carácter
pasivo, involuntario, sin advertencia previa. Alegría. Impresión de
eternidad. Intuición de una presencia divina.
¿Disfrutó durante toda su vida el P. Carré de la fe luminosa que todo
el mundo le atribuía? Al contrario, desde entonces las consolaciones
místicas le faltaron. Muchas veces se queja del silencio de Dios y de la
desesperanza resultante, en una crisis intensa y durable. Con el paso de
los años esperaba nuevas experiencias místicas, pero no vinieron. Neuilly
significa para él «la única cosa que ha puesto evidencia en mi fe». Lo vivió
como fracaso personal. Como carencia del mismo Dios. Sequedad
espiritual agravada con el tiempo. «Mi fe aparece tan segura, tan
contagiosa», que no podía hablar. Toda reflexión filosófica o incluso
teológica en él está subordinada al deseo de contacto con Dios. Deseo
largamente insatisfecho, que a veces se transforma en una especie de
rebelión.
Cometida la imprudencia de confiar su secreto, jóvenes
sesentaiocheros, feroces conformistas en el fondo, tuvieron por
escandaloso a este anciano enganchado a un rancio sueño de santidad:
era un viejo pasado de moda.
La cima de su vida religiosa estaba en un lejano pasado. Finalmente,
la memoria de una gracia pasada puede ser una gracia nueva. En su
ancianidad «el Señor me ha colmado de gracias». La época más feliz de su
vida, junto a su infancia.
20 de octubre de 2007 / lunes 5.11.07
48
GFF
Hace días escribí que me habían pasado dos cosas grandes. Una, la
celebración del cincuentenario de la salida del Colegio de Indauchu. De la
otra, nada dije. Era Aristóteles.
Me acerqué en serio a la filosofía por Leibniz, lo que me dejó un
regusto antiespinosista, al menos de la manera normal de entender a
Spinoza. Los presocráticos me encandilaron. Si no todo, al menos mucho
está en ellos. El placer estético y filosófico de leer a Platón es superior a
cualquier otra cosa. Todo en él es pura genialidad. Me fue muy bueno leer
a Plotino. Durante años quedé marcado para siempre con la lectura de
Descartes. Es mi tipo. Apologeta la vida entera. Que viene de lo suyo,
siendo un outsider. Muy marcado por la física y las matemáticas, en las
que era maestro, sobre todo en la segunda. Curiosamente, quedé contento
por demás con una lectura de Adam Smith. Aunque, por supuesto,
durante años y años lo mío había sido lo moderno, sobre todo, los que
tenían que ver con la filosofía de la ciencia. Hasta que abrí mis propias
entendederas. Pero en quien me he quedado, y no veo que tenga fácil
salida, es en Aristóteles. Nada tiene de buen escritor a la manera
resplandeciente de Platón, su maestro asombroso, pero sabe pensar como
ningún otro de los que he citado. Quizá habrá que poner junto a él a
Leibniz.
¿Qué le encuentro? La preocupación por las explicaciones últimas. El
tratamiento del movimiento, de la diversidad, del espacio y del tiempo
son cosas que le llenan a uno de asombro. Pero, sobre todo, su filosofía
del ser. Entiendo que es una manera reducida de hablar de Aristóteles,
pues la ética es parte esencial de lo suyo. Mas, por favor, deja tiempo al
tiempo, ya llegaremos. Lo repito, sobre todo su filosofía del ser.
¿Dónde está el punto clave de mis disquisiciones sobre él? En si es
capaz de llegar hasta lo que somos en nuestra individualidad almal. Si se
quedara, simplemente, en la formalidad de lo que somos como especie,
entonces, en contra de las primeras emociones, debería afirmar con
rotundidad que su filosofía no me interesa, pues no llega, ahí, en la
consideración de lo que somos, a ver lo que somos de verdad. Y si no llega
a ello, guay de su dios, ya no será más que un dios con una gran
minúscula, por más que sea Motor Inmóvil, qué me importa, y de su
entendimiento de la realidad, pues esta no será tal, una vez más, sólo una
mera ideología que no quiero compartir. Incluso, si fuere así, ¿qué me va a
decir de la misma ética?
No podría interesarme porque habría marrado en decirse y decirnos
qué es la propia realidad. No, simplemente, que se hubiera confundido en
un punto de la filosofía, por más que importante, sino que su filosofía
sería hecha en un desde donde que ni viene ni va en busca real de la
49
verdad, pues desentendido de la realidad misma. Nótese que aquí empleo
la palabra realidad en el sentido que suelo darle desde hace algún tiempo,
cuando hablo de mundo, cuerpo de hombre y realidad. No digo, pues, que
su visión del mundo no sea acertante, sino que por no atinar en lo que
toca a nosotros, nada con bien dice de esa gigantesca corporalidad que
construimos, la realidad, mas de tal manera se da el proceso de
construcción nuestra que, precisamente en la filosofía del ser,
descubrimos cómo en verdad la realidad nos es dada. Los portillos para
verlo son la belleza y nuestro ser en plenitud, que nos vienen dados por el
ser en completud.
20 de octubre de 2007 / martes 6.11.07
GFG
En la respuesta que voy perfilando a Florence Hosteau lo que parece
decisivo es nuestra asombrosa creatividad. Es ella la que nos lleva por
medio de la acción racional de la razón práctica a encontrar respuestas a
nuestras preguntas. Y la creatividad no tiene, esencialmente, nada de una
metodología. Hay, sí, preguntas más ceñidas, las cuales nos piden,
lográndolo a veces, respuestas concretas y, aparentemente, muy seguras.
Al decir preguntas más ceñidas no quiero significar que sean fáciles ni
que sean de poca monta. No lo es, por ejemplo, el mapa entero del adn
humano. Pero esta pregunta, es obvio, no encierra también cómo se
desarrollan las galaxias ni la calidad o peligro de las patatas transgénicas.
Hay, pues, preguntas y preguntas. Por ello, deberemos andar con sumo
cuidado en la distinción de la calidad de las preguntas y su ámbito de
pertinencia. Sería impertinente, hablando de aquel mapa, preguntar en
dónde se refleja la moralidad. Sin embargo, nada de tonto tiene que nos
preguntemos por la moralidad de nuestras acciones, sin que ello, prima
facie, tenga que ver con el mapa de nuestro adn. Es verdad que, luego, es
decir, ya, podamos encontrar relación de algunos genes con la
esquizofrenia, por ejemplo.
Las ciencias lo que hacen es deslindar los ámbitos en los que es
razonable hacer una serie de preguntas a las que buscamos respuesta,
mientras que ahí otra serie de preguntas las consideraremos sin interés,
por su impertinencia. Buscaremos la existencia y comportamiento de los
agujeros negros; no nos preguntaremos por sus cualidades morales
negativas cuando aspiran en su interior a una estrella. Lo que en un
ámbito es pregunta pertinente, en otro es impertinente. Aunque, lo
sabemos muy bien, esa conjunción de preguntas y respuestas no es una
red fijada de antemano, sino muy moviente. Pero todo ello es fruto de
nuestra racionalidad, de la acción racional de la razón práctica. No de
ideologías, sino de razonabilidades. No de soluciones predeterminadas,
eso son las ideologías, sino de una cuidadosa búsqueda de la verdad de lo
50
que sea el mundo, de lo que seamos nosotros y de lo que sea la realidad.
Pero ya sólo mencionar esos tres ámbitos de investigación en los que nos
hacemos preguntas, logra que debamos ser cuidadosos con las cadenas de
preguntas y la obtención razonable de las respuestas, cuando se
encuentren. Todo ello, pues, es asunto de racionalidad, del juego de
nuestra razón, de nuestros emperramientos racionales.
Decía que la creatividad no tiene esencialmente nada de una
metodología. Mucho más de un arte, que en algunos casos puede llevar a
una técnica, a una manera repetitiva del hacer. Pero la creatividad es
posibilidad de novedad continua. Novedad en el imaginar, en el hacer, en
el contrastar, en el sopesar. Hay un tipo especializado de creatividad que
en los últimos siglos, y debido a muy diversas razones que se han
coaligado para hacerla viable, ha alcanzado enorme predicamento entre
nosotros y que ha llegado a estar en los entresijos mismos de esa
corporalidad absolutamente asombrosa que es nuestra cultura. Esta es la
ciencia. Como tipo de actividad es una, ciertamente. Pero como maneras
de producirla no es una. Aunque, es verdad, tiene aspectos que son
comunes.
En todos los ámbitos en los que ejercemos esa actividad que
llamamos científica, lo hacemos con un uso puntiagudo de la razón en su
red de preguntas y respuestas. Pero nos ceñimos a patrones previos de los
que nos impedimos salir al ejercerla. Entre estas están la base de
experiencialidad en la que se construye y la búsqueda de
comportamientos comunes que consideramos como reglas, es decir, leyes
de su funcionamiento. Esta es la legalidad científica.
21 de octubre de 2007 / miércoles 7.11.07
GFH
La base de experimentalidad es un deseo general. En la ciencia no
queremos que sea la imaginación la que prime. En el arte, sí. La
utilizamos, claro, como lo hacemos al redactar una constitución, pues
necesitamos ver todos los vericuetos y consecuencias del texto que vamos
pergeñando. Pero en la actividad ciencia todo quiere centrarse en la
experiencialidad. Esto no significa, claro es, que en ciencia todo sea
experiencia. No es verdad. Einstein nada tenía de experimentador y ha
estado entre los más grandes físicos del siglo XX. Sin embargo, sus ideas
procedían del ámbito experimental y a él se dirigían. Si había
imaginación, que la había, y de qué calidad, era una imaginación anclada
en la experiencialidad y dirigida a fenómenos concretos, que él quería
delimitar muy bien: la luz, con su velocidad limitada y constante, se
introduce en la medida misma del tiempo. ¿Cómo es posible?, ¿qué
acontece cuando es así?, ¿cuáles son sus consecuencias?
51
Cuando uno escribe una novela también se da el uso de la
imaginación. También se escribe —y se lee— en un campo de
experiencialidad, pues en ella se expresa tanto la experiencia del escritor
como la del lector. Pero ese campo es el de nuestras propias experiencias,
lo que los acontecimientos tocan a nuestros sentimientos. En la
experiencialidad científica, en cambio, buscamos la experiencia que
tenemos de los acontecimientos mismos, no su expresión en nosotros,
sino, por así decir, su expresión en las cosas mismas. Cortamos nuestros
sentimientos del flujo del ocurrir que buscamos conocer y nuestra mirada
se dirige sólo a las cosas mundanales. En un caso sería la experiencialidad
de nuestros sentimientos. En el otro, nuestra experiencialidad de las
cosas. Mas, tanto en un caso como en el otro, esa experiencialidad es cosa
nuestra, no de la materia que transformamos en arte o de las cosas
mundanales mismas. En un caso es referida a nosotros mismos. En el otro,
en cambio, nuestra referencia busca sólo las cosas mismas.
En esa experiencialidad a la que aludo se da siempre un fenómeno
decisivo. El de la triangulación topográfica. De experiencias conocidas
buscamos procedimientos que nos lleven a experiencias por hacer. Esto se
da en el arte. La música de piano preparado de John Cage responde a esto
que digo. Busca, y consigue, ampliar nuestra experiencia de la sonoridad
del piano; en general, de la música misma. Algo parejo se da en ciencia.
Pero aquí el trasplante de lo que hacemos a las cosa mismas es decisivo.
No queremos sólo la manifestación de novedades sonoras, sino la
aparición de nuevas posibilidades de legalidad en el comportamiento de
las cosas en las que experimentamos. El fenómeno que llamo de la
triangulación de la experiencialidad es esencial en la ciencia. Es él quien
nos lleva a nuevos conocimientos. Obtenidas nuevas respuestas, estamos
en trance de hacernos nuevas preguntas que esperan, a su vez, respuesta.
El arte necesita de nuestra experiencia en cuanto que ella es la base
misma en la que su fuerza imaginativa se construye, experiencia de vida,
pero también necesita de la experiencia en el sentido de hacer mano, de
hacerse con el trabajo, la inspiración y las cualidades de principio sin las
que no hay artista —y tampoco hay veedor, no podemos olvidarlo—;
igualmente la ciencia, pero el tipo de experiencia se refiere más a las cosas
mismas. Necesitamos conocerlas, estar en su ámbito. Necesitamos ceñir
nuestra razonabilidad a ellas.
La cualidad de una tan precisa, puntiaguda, definida y particular
triangulación experiencial es la que nos pone las bases de la ciencia. Pero,
no lo olvidamos, pues entonces nada sabemos, ella misma se da en todas
nuestras actividades de la razón imaginativa.
20 de octubre de 2007 / jueves 8.11.07
GFI
52
Cuando miramos el cielo por la noche en un lugar sin
contaminación lumínica, todo, mejor, casi todo, está quieto. Sólo la Luna,
los planetas, cometas y estrellas fugaces se mueven. La esfera de las
estrellas fijas tiene un movimiento en conjunto, girando una vuelta por
día en torno a un eje que pasa por la Estrella Polar y por la Cruz del Sur.
Todo lo demás es fruto de nuestro mirar a través de instrumentos y
teorías. Con el mirar de los instrumentos ópticos podríamos alcanzar a ver
cómo algunas estrellas lejanísimas parecen bailar una con la otra en torno
a un centro común, o a una que parece bailar ella sola en torno a un
centro puramente geométrico. No es verdad que, así, veamos todas las
estrellas y galaxias en gigantescos movimientos. Si los hubiera, no los
vemos. Sólo hay constancia histórica de fenómenos curiosísimos como lo
que vieron en China por el año mil: en la noche se dio un fogonazo
inmenso que iluminó todo por un tiempo como si fuera el Sol.
Estamos tan acostumbrados a que nos hablen de astronomía y de
cosmología que no somos conscientes de este fenómeno de la quietud
aparente de las estrellas del cielo en su gran inmensidad. Valdría con
encontrar una explicación al movimiento de la esfera de las estrellas fijas.
Así lo hizo, por ejemplo, el aristotelismo. Y con enorme éxito práctico.
Aunque para ello tuviera que construirse una física y una astronomía ad
hoc.
Nosotros introdujimos la inercia y la gravitación universal, luego la
velocidad de la luz como elemento intrínseco del tiempo. Bien está que
hiciéramos así. Razones había para ello. Razones teóricas, de coherencia
con el conjunto, de apertura de explicaciones mejores. Y muy bien está.
Nos preguntamos por qué la noche es obscura, cuando está iluminada por
millones de soles, y según las leyes con las que expresamos los
acontecimientos luminosos, no debería ser así. Sólo había una explicación
razonable: las estrellas se alejan de nosotros, todas y cada una, a gran
velocidad. El efecto doppler, que habíamos descubierto para el sonido,
explicaría que aunque esa luminosidad nocturna exista, sin embargo, nos
da menor intensidad de brillo de lo que acontecería si todos los cielos
estuvieran quietos.
Entonces, conjuntando en coherencia de red nuestros conocimientos
en esa experiencialidad a la que me he referido, podemos decir que lo que
vemos como quieto está en intensísimo movimiento. El corrimiento al rojo
de la luz de las galaxias nos lo corrobora. Aunque no lo veamos —nuestra
escala es de horas o días, mientras que la de las galaxias es de millones de
años luz—, todos esos amasijos de estrellas están en movimiento voraz.
Incluso, ahora lo sabemos, podemos hablar de una gran explosión inicial.
No tenemos constancia de ella, nadie estaba allá para filmarla, pero
aventurando y redondeando luego esa hipótesis, las cosas de la
astronomía van encontrando su lugar de razonabilidad.
Las cosas de la cosmología, las cosas de la ciencia, funcionan así. No
de otra manera. Por eso cuando, por ejemplo, se nos muestran amasijos
maravillosos de estrellas y de galaxias, incluso se hace que se muevan
53
ante nuestra vista mediante su modelización con potentísimos
ordenadores, nuestra imaginación se exalta viendo todos esos
movimientos maravillosos. Pero en la realidad sólo vemos esos
movimientos por intermedio de nuestras teorías, en conexión con
nuestros instrumentos; sin ellas, somos ciegos.
Cosa nuestra y bien nuestra. Fruto de nuestra razonabilidad
imaginativa; de nuestros emperramientos racionales, cosa bien razonable
y que no podemos abandonar así como así ante el primero que nos diga
una calzonzillada, pues sería una dejación de nuestra red de coherencias
razonables.
Lo esencial, ya se ve, pues, es el principio antrópico.
21 de octubre de 2007 / viernes 9.11.07
GFJ
Una alumna, María Goizueta, me pregunta en torno al sobrenatural.
Sin mayores precisiones. Ahí queda eso. Alguna vez antes he hecho
brevemente mención a ello. Pongámonos manos a la obra.
Comenzaré por lo del natural. Debemos hacerlo por el uso tan
repetido y epulón que de él se perpetra. Es uno de los conceptos claves de
la modernidad progre. Se rechazaba, con razón, una ley natural antigua
que, decían, deslindaba con excelsa claridad lo natural de lo contranatura
en todos los campos del comportamiento humano. Curioso, ahora se ha
vuelto a lo natural. No me refiero al cuidado de la naturaleza y los
alimentos naturales. La naturaleza, mejor, la Naturaleza, es lo más
conocido y el principio de todo lo que somos y, por supuesto, a ella, sólo a
ella, se refiere todo lo que sabemos. Si fuera necesario, de ella se hará
Dios, siguiendo la expresión espinosista de Deus sive Natura; como
traducen sus epígonos materialistas de ayer y de hoy, que son legión:
“Dios, es decir, la Naturaleza”. La Naturaleza es Dios. No habría Dios si
este no fuera la Naturaleza. Y ya está. No hay que dar mayores vueltas a
una cosa tan cierta y natural.
En tiempos, los que hablaban de la naturaleza en el sentido al que
me refiero decían: todo es materia. Eran maravillosos materialistas. Había
que reducirlo todo a pura materia. Consiguiéndolo, si llegaba el caso, se
habrían resuelto todos los problemas. No se dieron cuenta de algo curioso
por demás. Con la pura materia hacemos obras de arte. Incluso en la
materia, pura materia de la pura naturaleza, reparamos en obras de arte,
y así las llamamos. Entiendo que esto sería materia, sólo materia, pero ahí
se nos ha abierto un portillo a la consideración de la belleza, la cual nos
hace veedores de lo bello. Por él se nos podrían venir el alma y Dios.
Hoy todo es más sutil. No se hacen como antes afirmaciones
generales. Con seráfica humildad se nos dice: todo es naturalizable, es
decir, todo es estudiable hasta lo más profundo y será estudiado algún día
54
por la ciencia. La ciencia tal como en cada momento se entienda, sin ideas
demasiado preconcebidas; visto el pasado no podemos predecir cómo será
el futuro de la ciencia. Luego, ahora sí, podemos decir con certeza las
últimas líneas del segundo párrafo, pues no cabe portillo alguno: sería
igualmente naturalizable.
Si lo natural es de esta manera, lo sobrenatural, simplemente, no es.
A lo máximo sería eso que, de vez en cuando, tomándose de la mano en
corro de las patatas, hacen algunos en sus sacristías, cantando cansinos
aleluyas. Lo cual, es obvio, también podrá ser naturalizado. Ni siquiera
hace falta decir aquello tan fuerte de que somos materialistas.
Lo curioso de quienes defienden y con sus poderes mediatizan esta
postura —el rico epulón y sus hijos, nosotros y entre nosotros, de cuya
mesa caen las migajas que ni siquiera queremos dar a Lázaro—, es que en
sus medios, pienso en una de las nuevas cadenas de televisión, si zapateas
por entre ella verás con inaudita frecuencia espantosas series que tienen
una particularidad: en todas aparecen sobrenaturalidades. Misteriosas
luces fluorescentes; gentes que vienen de un no sé dónde o van hacia
algún recóndito lugarejo. En fin, seguramente habrá especialistas mejores
que yo en estos bodrios. Bazofia de sobrenaturalidades que se parece
como una gota de agua a otra gota de agua —en el sistema newtoniano, no
en el leibniciano, claro— a las melindrosidades rosáceas y almibaradas de
aquellos pringosos sentimientos que esos mismos medios, o sus hermanos
clonados, nos transmiten para que bajemos la cerviz.
¿Lo haremos? ¡Guárdenos nuestra ardiente libertad!
22 de octubre de 2007 / lunes 12.11.07
GFK
Lo sobrenatural nada tiene que ver con las sobrenaturalidades
buscadas con excelsa abundancia para nosotros por quienes se interesan
tanto por nuestra cerviz. Veis que nos jugamos la libertad en estas
cuestiones. Ni más ni menos. Naturalizándonos, negándonos el
sobrenatural y anegándonos de sobrenaturalidades están a punto de
vencer en la batalla de la libertad. Ante esto, me parece, sólo cabe una
solución: ser montarazmente libre. Pase lo que pase. Aunque nos
juguemos nuestra rosácea vida y nuestro almibarado futuro. Aunque nos
convirtamos en pordioseros de la sociedad y, sobre todo, de sus
poderosos. Depende de nosotros… y de la ayuda de lo sobrenatural.
Utilizo esta palabra porque venía ínsita en la escueta pregunta. Es obvio.
Hubo, en el origen de esa oleada de las sobrenaturalidades, que
después tomó sus derroteros hasta llegar derechamente a lo del
naturalizable, un importante movimiento de teólogos católicos de finales
del siglo XVI y comienzos del XVII. Creyeron poder decir que había dos
ámbitos, el de lo natural, con sus vericuetos y finalidades propias, que era
55
el de la ciudad secular y el tratamiento de las cosas mundanales, y el de lo
sobrenatural, que estaba por encima de él, también con sus caminos y sus
finalidades propias, que eran las de la salvación de nuestras almas y lo
que tenía que ver con el mundo de arriba, es decir, de Dios. Pudo valer en
aquél momento, pues mantuvo una cierta sobrenaturalidad en una
sociedad que se estaba naturalizando a las carreras. Pero tenía una
dificultad suprema: era muy fácil olvidarse de ese mundo sobrenatural
por encima del mundo natural, muy interesante, sí, pero que finalmente
parecía nada aportar de fuste a lo que vivimos aquí en nuestro mundo.
Todavía aquél mundo de las alturas sobrenaturales era amplio y hermoso,
pero podía con facilidad quedar reducido poco a poco a las angostas
sacristías en las que pequeños corrillos cantaban de la mano sus mustios
aleluyas. Y así fue. Pasó una tarde y pasó una mañana. Estamos en nuestro
mundo con sus poderes fácticos de lo naturalizable.
Por cierto, lo digo de pasada, Descartes no estaba en esos infelices
contubernios sobrenaturalizadores.
Si hay sobrenatural debe estar ínsito, inmerso, abrochado, trabado,
amarrado, prendido en lo natural. Y si no, es que no lo hay.
No me gusta la palabra sobrenatural, pero, en fin, estamos obligados
a utilizarla pues respondemos a una pregunta sobre él. Serían las cosas de
Dios en contubernio —perdonad que utilice aquí una palabra tan bonita y
tan clara— con nuestra propia carne. No puedo decir en componenda con
nuestras cosas, pues entonces hubiera aceptado ya de raíz una separación
entre ambos ámbitos. Y esta separación de ámbitos no podemos estar
dispuestos a utilizarla. ¿Será, por tanto, el momento para decir que hay
una mineralogía religiosa o cristiana? No, claro. Este verano me
plantearon esto mismo con respecto a la filosofía: ¿hay una filosofía
católica? La respuesta debe ser claramente no. Pero, sin embargo,
podemos establecer límites, mugas, fronteras, de manera que
traspasándolas —no digo transgrediéndolas, pues eso es una clara
incitación a pasar por encima de ellas—, perdemos fuerza de
razonabilidad. Ah, esto sí. Esto ya es otro cantar. No es que haya
sobrenaturalidades y naturalidades, y la primera influya en la segunda,
sino que adentrándonos en nuestra acción racional, descubrimos
posibilidades de mejor razonabilidad en coherencia de red. Porque, esto
es importante por demás, nuestra acción no es puntiaguda, bueno, sí
puede serlo y a veces es muy bueno que lo sea, pero nunca olvidando el
todo de lo que hacemos, la construcción en red de nuestra coherencia. Si
es de este modo, sí que se da el contubernio a que me refería.
23 octubre de 2007 / martes 13.11.07
GFL
56
Voy a decirlo de una manera muy basta, y por tanto inexacta: si hay
sobrenatural, se nos da en lo natural. Lo sobrenatural no son los estados
místicos, que nos harían, dicen, salir de nosotros mismos para
encontrarnos sumergidos en esa situación de lo sobrenatural. Los
neurocientíficos ya están estudiando cómo es este fenómeno y en qué
partes del cerebro se da, para poder naturalizarlo; si lo logran, estupendo.
Cuánto ha sido el sumo cuidado que pone siempre la Iglesia en aceptar
como verdaderos los arrebatos místicos y cuestiones de ese estilo; incluso
es de notar su extremada reticencia, de primeras, para no confundir las
sobrenaturalidades con cosas que vienen de Dios.
Es claro que lo sobrenatural —lo venimos llamando así por razón de
la pregunta—, si es que lo es de verdad y no cae en las vanas
sobrenaturalidades moñosas y sin interés, tiene que ver con Dios. Iba a
poner con el ámbito de Dios, pero puede inducir a falsedad suprema al
hacer pensar que sólo ello tiene relación con él, y no es verdad. Todo lo
creado es ámbito de Dios. ¿Cabe lo sobrenatural en lo natural? ¿Caben los
milagros?
Habría que hacer varios distingos. Por un lado está esa gran
corporalidad, construcción nuestra, sin duda ninguna, mas no sólo mera
construcción nuestra, paralipoménicamente lo hemos de ver. Tenemos
toda una tradición filosófica y teológica esencial: podemos conocer de
Dios algo muy importante para nosotros, como nos dice el capítulo
primero de la carta a los Romanos de san Pablo (“pues lo que de Dios se
puede conocer, está en ellos manifiesto. Porque lo invisible de Dios, desde
la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras:
su poder eterno y su divinidad”, Rm, 1,19-29), pero la cosa venía ya de
antes, al menos desde el libro de la Sabiduría (Sb 13,1-9 y Si 17,8): toda
una tradición con decisivas derivaciones hasta nosotros, excepto en los
protestantes, que en general niegan tal línea de pensamiento filosófico y
teológico. A estas afirmaciones de neta racionalidad se le pega como
añadido decisivo la cuestión de nuestro obrar; del obrar bien según
nuestra conciencia. Por otro lado está la cuestión de la encarnación, tan
central y en el meollo mismo de lo que somos; lo que nos pone ante
nuestro ser en plenitud, como sabemos por la filosofía de la carne.
Tampoco podremos olvidar la necesidad imperiosa que parecemos poseer
de hacernos ídolos de cualquier barro o de cualquier madera que
encontremos a la mano. Por fin, deberemos llegar a la vez a esa
consideración tan importante, decisiva, de que el mundo es creación, lo
que nos pone frente a un Creador que, a su vez, debe ser Providente para
que todo lo creado, en su individualidad y en su todo coherente y en red,
subsista en su ser. Muchas cosas, pues, vienen apegadas a estos distingos,
todas ellas importantes —a más de las que me deje en el tintero de mis
dedos tecleantes— para responder a las preguntas que nos hacíamos al
final del párrafo anterior.
Si de ninguna manera cabe lo sobrenatural en lo natural y tenemos
que hacer de él un enorme globo que nos sobrevuela, como un inmenso
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Zeppelín, el cual dispone de algunas toberas flotantes, como los aviones
nodriza, que llegan hasta nosotros, tienen toda la razón quienes en
nuestra historia terminarán diciendo que no hay ese inmenso cachivache
aéreo. Bastaría, como ha acontecido, con que en ese modelo antiguamente
reinante se cortaran las amarras con el mundo flotante, para que
desapareciera de nuestra vista y de nuestro vida, dándonos cuenta, así, de
que no pasa nada. Luego no hay sobrenatural.
24 de octubre / miércoles 14.11.07
GGC
En mis maneras propias de ver no me suele gustar hablar de
sobrenatural. Por una razón sencilla: se nos da en lo natural, sin que, por
supuesto, se vacíe en él. Se nos da ahí porque este contiene el hiato, el
exceso, la imposible-posibilidad, sin los que no seríamos lo que somos ni
tampoco el mundo, y nada digamos de la realidad. Todo ello está transido
de Dios, no fuera más que porque el mundo es creación y tanto las cosas
mundanales como nosotros mismos, cuerpo de hombre —con la retahíla,
tan esencial que viene después—, somos sus criaturas; otro tanto
acontecería con la realidad en lo que tiene que ver con la corporalidad
que nosotros construimos. Pero hay más. Mucho más.
Miradas las cosas desde una filosofía de la carne —entiendo que
haya gente a la que no le interese llegar hasta estos vericuetos complejos,
pero ese no es el problema; sí, en cambio, que se pueda enunciar
razonablemente su falsedad—, en lo que toca a nosotros nos encontramos
en esos esenciales mirar más allá que son constitutivos de lo que somos,
pues retroductivamente estiran de nosotros para que seamos como ese
más-allá nos indica. Todo este camino tan complejo, lo sabemos, nos
señala un punto W en el que el ser en completud nos dona nuestro ser en
plenitud. Si las cosas —dichas ahora tan en brevedad escueta, extrañantes
si quien lee estas líneas no está, como nosotros los paralipoménicos, en los
secretos de la filosofía de la carne— son así, es claro que, por decirlo de
una manera sencilla y ajustada, la finalidad última y conformadora de lo
que somos se nos ofrece en ese punto W. Pero hay más, pues en esa
filosofía hemos descubierto la calidad de ofrecimiento de belleza que
tiene la materia en su propio ser, tan alejada del mero materialismo, que
nos apunta a un constitutivo propio de lo que somos, pues somos seres
materiales, posibilitante de eso que somos, por tanto, coadyuvante en
nuestras posibilidades retroductivas que nos conducen hacia el punto W.
Hasta el caso de que sin ella, la humilde materia, no podríamos ser lo que
somos; sin ella no habría cuerpo, no sería carne. Con razón habrá que
tomar muy en consideración lo de que la creación puramente material es
el primer regalo que el Creador nos hace. Sin el hiato y el exceso, la
materia, si se la convierte en mera materia, no lleva sino al puro
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materialismo. Ahora bien, esto sólo puede darse cuando a la materia se le
ha arrancado su preciosa e indispensable relación con la belleza, que hace
poco nos dejó atravesando el portillo.
Ay, por Dios, comencé estos Paralipómenos con el insensato juicio
de hacer cosas sencillas y comprensibles. Como un reto a mí mismo de
que eso era posible; de que me era posible también a mí, por pequeño
filósofo que sea. Mas, vistas las tiradas como la del párrafo anterior, me
quedo en las puras perplejidades. Sin embargo, no te asustes, la
perplejidad no estaría en la misma filosofía de la carne, sino en la pobre
manera que tengo de exponerla. ¡Si fuera capaz de más! Al comienzo
pensé que sí. Incluso parecía una expresión sencilla. Azorinesca. Pero,
acercándonos a vislumbrar el doblamiento de la cifra de los quinientos,
he recaído en el hablar de madera, es decir, en hablares incomprensibles,
quizá, de aquello nada fácil de comprender: guiños, hipidos, visajes y
farfulles varios que, seguramente, dejan tanto al lector como a la lectora
de estas páginas, total es su acuerdo, en la perplejidad más
resplandeciente.
Mas sea lo que fuere, tal es mi respuesta a la cuestión del
sobrenatural.
24 de octubre de 2007 / jueves 15.11.07
GGD
Cuando leas estos papeles, si Dios lo sigue queriendo, estaré en
México D.F. Me han invitado. La analogía: unidad y diversidad de lo real.
Jornadas filosóficas de dos días. Mira qué cosas. La primera vez, casi, que
se me invita a un encuentro fuera de mi propia Facultad. Lo organiza el
Instituto Superior de Estudios Eclesiásticos de la Arquidiócesis. Me quedan
así unos maravillosos días desparalipomenizados en los que podré
dedicarme a seguir aristotelizando, pues llevo entre manos, bueno,
llevamos varios entre manos, un libro sobre el Dios de Aristóteles. Si
acertamos, será una preciosidad. Se trata de que cada uno de nosotros se
acerque a ese problema y dé la respuesta que sus propios juicios
filosóficos le traigan a su mollera y escritura. Apasionante. Pero, claro,
hay que sacar tiempo por delante para finalizar un trabajo ya mediado;
me temo que casi todos lo llevamos a medias, atrasándonos más de lo que,
en el principio del proyecto, nos permitimos. Qué le vamos a hacer, lo
llevaremos con paciencia extrema. Felices los momentos del verano en los
que el tiempo era largo y suavemente meandroso. Pero, no acabo de
entender por qué, ahora en cambio hay que sacárselo de la propia
faltriquera. Veremos.
En el mientras tanto, un Instituto de Filosofía que no conocía me
invita a ir a México. Se han dado cuenta ellos también de que el problema
de la analogía es uno de los más importantes de la filosofía de hoy. Y
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tienen toda la razón. Tuve la suerte de ser el editor de un libro sobre ella
que apareció el pasado año. No sé cómo se enterarían de su existencia, tan
pequeña. Me vieron como su editor y tuvieron la osadía de invitarme. No
sé si acertaron con la persona. No importa. Bien está. Allá que me iré con
mis gargosos farfulles. Veré esa ciudad apasionante. Me fastidia infinito el
viaje en avión. No quepo. Felices tiempos en que lo hacían reposadamente
en sus barcos.
El hueco que me queda quiero aprovecharlo para volver a la música.
Por cuatro perras se puede comprar la obra completa para piano
preparado de John Cage: tres cedes de Brilliant por los que no llegas a
pagar diez euros. Ya veis que siempre ando a vueltas con Cage y lo que él
representa para mí. Epustuflante. Él sigue, mejor, siguió impertérrito sus
maneras. Encuentra enorme cantidad de sonoridades esquinadas para el
piano y para la música. De enorme belleza. Austera. Novedosa. No parece,
de primeras, una llamada al sentimiento. Todo lo contrario. Y, sin
embargo, termina haciéndose con nosotros. Puede costar; pero nos toma
por dentro. Una mano huesuda sale de esa música y se adentra en
nuestras propias interioridades para que seamos más. Difícil de entrar,
pues nueva —bueno, en realidad lo fue, ya no tanto—; pero llega. Hay que
habituarse a ella. Aceptarla. Percibirla cuidadosamente. Pero ¿no
acontecía lo mismo con los cuartetos de Béla Bartók cuando en mi extrema
juventud los escuchaba dándome a ellos, hasta el punto de que me
hicieron lo que soy? Creo que mis reticencias expresadas sobre Cage son
más bien intelectuales. Quizá una cosa tonta: enfados de nerviosidad
quizá ideológica incluso. No cuestión de sentimientos. Aunque estos
tienen que aprenderse. Hacerlos hábito.
Si oímos la música de piano de Olivier Messiaen sobre los cantos de
los pájaros, no escuchamos nuevos trinos de nuevos pájaros, sino que
ellos inspiraron en el músico unos sonidos maravillosos en su sencillez
llena de un ritmo trepidante y complejísimo, que el pianista interpreta
para que nosotros los oigamos cuajados en nuestro propio ser, ser más. Es
la cadena de la belleza que nos hace ser seres divinos.
25 de octubre de 2007 / viernes 16.11.07
GGE
Estoy derrengado. Casi las siete de la tarde; quién sabe en qué
madrugada española. Aquí me ando, participando en unas Jornadas de
Filosofía sobre la analogía, organizadas por el ISEE (Instituto Superior de
Estudios Eclesiásticos de la Arquidiócesis de Ciudad de México), residente,
como yo estos días, en el Seminario Conciliar de Tlalpan, barrio de la
ciudad en donde se ubica.
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La primera impresión de esta ciudad es asombrosa: miras a un lado
y te encuentras con una riada sobrecogedora de autos. Miras en sentido
contrario y se da la misma inundación de carros. Miras por la derecha,
allá que continúa el anegamiento de coches. Miras por la izquierda, y se te
da el mismo espectáculo, con idéntica carrada. Como lento movimiento
meandroso de un fluir continuo, insaciables, inconmensurable e
inabarcable, sin fin, sin misericordia, sin perdón. Cuando te sobrepones al
pavor que este espectáculo te ofrece y te encharca, comienzas a
vislumbrar un paisaje urbano que no termina nunca. Casi como si fuera
una maldición. Es aquí donde se va a dar pronto el gran atasco: la
detenida envoltura de carrocerías que lo tapan todo quedará sujeta al
pavimento para siempre, sin remedio, y sacando del proceloso mar de
hierro a las personas que subsistieron clavadas en él como náufragos en
sus últimos estertores, se asfaltará de nuevo el horizonte para recomenzar
otra vez con nuevos coches, autos y carros.
El Seminario Mayor es un edificio largo, ancho, asentado sobre dos
patios principales con galerías de arcadas extendidas, renacentistas, de
dos o tres pisos, según la ordenada belleza del conjunto. Llama la
atención que sea una finca comenzada a construir en los años cuarenta
del pasado siglo y terminada, según me han dicho, en 1964. Casi cien
seminaristas, lo que no es en absoluto suficiente para una ciudad tan
desaforada como esta, la más extensa y, seguramente, la más poblada del
mundo, con unas complejidades acongojantes. Me gustan las personas, los
seminaristas y los formadores con su rector. Estos últimos, nuevos de este
año. Muy jóvenes. Con formación espectacular bastantes de ellos;
profesores en el Instituto. Tres años de filosofía —son estos los que
organizan las Jornadas— y cuatro de teología —plantean las suyas en el
segundo semestre—. Asisten, además de los seminaristas, los de otros
seminarios adyacentes, uno específico para seminaristas disponibles a irse
con los hispanos de Estados Unidos y otros de religiosos, también de
nuevos movimientos.
Esta mañana fueron tres conferencias, cada una con su jugoso
diálogo. Preciosas. Una mañana de asombroso interés. Dos jóvenes, uno
del Seminario de Hermosillo, al norte del país, Mauricio Urrea, y otro de
este Seminario, José Alberto Hernández, el coordinador del área de
teología. El intermedio ha sido Mauricio Beuchot, filósofo dominico
reconocido hace años, de la monstruosa UNAM, que deja más que corta a
la Complutense de Madrid. Por cierto que en su Biblioteca, encima de los
carteles del ascensor, uno anuncia que ellos tienen publicadas en
artilugios de internet 45.000 tesis doctorales, cuando la UCM, dicen, sólo
tiene 7.000; como en la ciudad, en ella todo es descomunal.
Parece mentira cómo puede ser de interesante que tres hombritos
hablen de la analogía. No sólo nuestro pensamiento pende de su palabra,
tal es la magnitud de lo que apuntan en sus discursos, sino que nos
jugamos con ellos lo que sea nuestro conocimiento en sí, lo que digamos
del mundo y lo que construyamos como realidad.
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Ahora, por la tarde, ha habido tres talleres en los que se dividió la
muchachada; algunos buenísimos. Me ha tocado. Casi dos horas sin
receso. Interesantísimo. Por eso me encuentro, tras leve descanso en mi
luenga habitación cardenalicia, tan derrengado.
Ciudad de México, 13 de noviembre de 2007 / lunes 19.11.07
GGF
Una manera de adentrarse en lo de la analogía es deslindar el
ámbito de lo ‘posible’ de lo que tiene que ver con la ‘imposibleposibilidad’. Lo posible se da en nuestro pensamiento. Es él quien cogita
sobre el conjunto de los posibles; aquello que se deriva de lo que
avanzamos como lo que existe, o al menos, puede existir, deduciéndolo de
otros pensamientos anteriores que nos señalan la posibilidad de eso que
decidimos como con un haber de posibilidades. Todo se juega en nuestro
pensamiento y en las reglas de su funcionamiento, las cuales también son
pensamiento nuestro. Cuando estos pensamientos quieren ser muy
técnicos y precisos emplearemos en su comienzo mismo una cabecera de
axiomas super-asegurados, puesta por la inteligencia de nuestro propio
pensar, y de ahí deduciremos nuevos y nuevos pensamientos. Nos las
ingeniaremos para que nos sirvan en nuestro hablar sobre el mundo; pero
las proposiciones, palabras y frases con las que decimos al mundo no se
salen de lo predefinido en lo que consideramos la justeza de nuestros
primeros pensamientos. En este juego nada se sale de los posibles, siendo
ellos una determinación clara de la conjunción ordenada y lógica de
nuestro propio pensar. Podríamos decir así que ser es pensar y que pensar
es ser. Todo se juega en el pensar pensamientos y estos nunca pueden
salirse de nuestros pensamientos posibles Será lo complicado que se
quiera, pero todo pensamiento de hoy o de mañana debe ser posible; por
tanto, debe ser pensamiento sobre un posible. El regidor del cuento no
puede ser otro que el propio pensar pensamientos. Y los pensamientos
sólo lo serán cuando los hayamos construido según un método apropiado
y sean pensamientos posibles dentro del sistema cerrado de nuestros
pensamientos.
Digo cerrado porque no cabe en él ningún no-posible. Así pues, el
pensamiento domina lo que hay. El pensamiento dominará al ser. Este
sistema del pensar pensamientos, con una serie de apoyaturas —entre las
cuales está la experiencialidad, la triangulación sobre ella y, seguramente,
el método, sobre esto tenemos ya conocimientos paralipoménicos—, se
asegura el dominio sobre lo que puede haber, sobre lo que puede ser; lo
que ello sea debe estar regido por nuestro propio pensar pensamientos
posibles.
Tal es el pensar unívoco. Uno de sus variantes más de hoy y con
mayor fuerza persuasiva es una cierta manera de entender el juego de la
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ciencia. Nada puede ser no-posible. Dicho de otra manera que ya
conocemos también aquí, nada hay o puede haber que no pueda ser
naturalizable, aunque fuere en el futuro. Todo es naturalizable, porque
todo ha de ser posible. Ha de estar ya de antemano en el reino de los
posibles. De los posibles, es decir, en el reino de nuestro pensar
pensamientos. No puede haber excepciones. Ni siquiera lo sería el
pensamiento sobre Dios, caso de que pudiéramos afirmar que haya Dios. Y
alguno podría llegar a mostrar, incluso demostrar, si llega el caso, que
haya Dios, dada la enorme complicación posible de esto de pensar
pensamientos posibles. Nadie crea que en los posibles todo es sencillo y
lineal. Tal es lo que suelo llamar la teoría de la ‘carcasa’.
Creo que aquí deberemos andarnos con cuidado si alguien nos dice
que Dios puede tener pensamiento sobre infinitos posibles. Puede. No
importa demasiado. La cuestión está en que nosotros nunca los podremos
tener presentes, ni en su plena actualidad ni siquiera como posibilidad
potencial. Esto hace que no podamos en ningún caso comparar los
nuestros con los que ese Dios tendría. Hacerlo sería tramposo. Nuestro
acceso al mundo de los posibles nada tiene que ver con el que sería el de
Dios.
Ciudad de México, 13 de noviembre de 2007 / martes 20.11.07
GGG
Sólo ha quedado esbozado lo del posible —tendremos que volver
paralipoménicamente sobre ello—, cuando ya vamos al otro horizonte del
que nosotros somos el centro, el horizonte de la ‘imposible-posibilidad’.
Allá todo se quedaba en el pensamiento. Ahora no. Hay pensamiento,
claro, sólo faltaría, pero la mirada del pensar no es tanto sobre sus
mismos pensares, sino sobre lo que es el mundo y, más aún, sobre qué sea
la realidad. Lo que en nuestro pensar parece pura imposibilidad, una y
otra vez vemos que no es así; aquello tomado por imposible, se hace puro
mundo y pura realidad. Allá había sólo una creatividad del pensamiento.
Cosa muy buena. Ahora, sin haber perdido ni un ápice de esa creatividad
de
pensamiento,
antes
al
contrario,
aumentándola
inconmensurablemente, nos encontramos con la creatividad del mundo y,
sobre todo, siendo increíbles constructores de realidades creativas que
aumentan más y más, profundizadoras incluso de nuestro propio pensar
más y más, las cuales, finalmente, nos aparecen como conjuntadas con lo
que nos es absoluta novedad: la realidad. Hubiéramos podido creer que
éramos nosotros los constructores de realidades, a cuya conjunción
llamaríamos, es obvio, realidad, pero así en ningún momento hubiéramos
salido de los meros ‘posibles’. Ahora las cosas son bien distintas. Nuestro
pensar no sale, por así decir, a crear sus mundos posibles —sin olvidar ese
proceso imaginativo, ¿por qué lo haríamos?, nos puede ser, si sabemos
63
hacernos con él, extremadamente enriquecedor cuando no dejamos que
nuestro mero pensar se engañe y termine mirándose sólo a sí mismo, a su
propio ombligo—, sino que descubrimos la profundidad creativa de la
propia realidad y encontramos su fundamento. Pues, mirando las cosas
del pensar y del ser de esta manera, en una óptica de la creación,
descubrimos no sólo el más-allá que estira de nosotros, como tenemos ya
adquirido en estos paralipómenos, sino que el mismo mundo es
esencialmente creativo. Me explico. Con ese esfuerzo fenomenal que es la
ciencia, encontramos y le imputamos leyes que nos sirven para conocerlo
e incluso para dominarlo; hasta podernos creer que somos los reyes del
mundo. Y, al menos en un respecto, lo es: ningún otro ser mundanal,
fuera de nosotros, tiene la capacidad de conocerlo y, en cuanto que lo
vamos conociendo, de dominarlo.
La creatividad es, pues, la que nos ofrece la imposible-posibilidad.
Cuando nuestra imaginación se desborda, haciéndonos volar. Cuando
nuestro esfuerzo de conocimiento —siempre en el ámbito de la
experiencialidad con su triangulación topográfica—, nos ofrece leyes del
comportamiento de las cosas del mundo; incluso leyes tan generales como
la teoría de la relatividad, la mecánica cuántica y la teoría de la evolución.
Todo ello es creación nuestra; no frutos de un mero “se” de
impersonalidades que nos vendría dado por el castrante principio de
objetividad. La creatividad de nuestro pensar sobre el mundo, capaz de la
imputación de leyes y comportamientos. La creatividad del propio
mundo, con grados de libertad insospechados. La creatividad de nuestros
propios y esenciales grados de libertad desconocidos de las cosas
mundanales, nuestras hermanas, de los animales, nuestros hermanos
queridos, lo que nos hace ser, incluso para nosotros mismos, imprevisibles
por entero. No porque sea capaz de lo peor, sino, precisamente, porque
somos capaces de lo mejor. Creatividad que nos hace seres de
amorosidad. Creatividad de la construcción de nuestras corporalidades
que se expande en conjunción de realidades. Creatividad que nos hace,
pues, animal de realidades. Sobre todo, llegados hasta aquí, la creatividad
de la realidad que nos acoge y sostiene. La creatividad del ser en
completud —el creador del mundo— que nos dona nuestro ser en
plenitud.
De nuevo, enunciados que, claro, necesitan explicaciones más
largas.
Ciudad de México, 14 de noviembre de 2007 / miércoles 21.11.07
GGH
Vuelvo a los ‘posibles’. No ha quedado claro todavía; sobre todo los
párrafos en que menciono a Dios. Una cosa importante es que en el
ámbito del pensamiento cabe que se llegue a hablar de Dios, incluso del
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alma. Así está aconteciendo, por ejemplo, en las neurociencias. La
cuestión decisiva hoy, me parece, es la pretensión de ese hablar que
quiere captar el acercamiento a Dios y al alma: habrá de ser siempre sólo
un hablar naturalizable, es decir, regido por la ciencia de hoy y, en su día,
por la de mañana. Ya se está dando esta naturalización: reducir todo
hablar que merece la pena de verdad al hablar de la ciencia, el único
hablar seguro y que nos responde a las preguntas que nos planteamos
sobre Dios y sobre el alma. Nótese bien lo siguiente, si se tratara de una
manera nueva de agrandar nuestros conocimientos con ayuda de las
nuevas ciencias, entonces perfecto, no habría problema alguno. Si la
naturalización del hablar sobre Dios y de los fenómenos cerebrales que
ello pueda conllevar busca saber más, conocernos mejor, conocer de
manera más adecuada aquello de lo que hablamos y lo que ocurre en
nuestras configuraciones cerebrales, perfecto. Son muchas las cosas que
podremos aprender. Donde sí comenzará a haber problema, y de mucha
enjundia, será cuando se produzca una ideologización para reducirlo todo
al ámbito de los posibles, es decir, cuando se decida que todo habrá de
ser deducido de proposiciones preestablecidas, las que nos imponga una
cierta metodología de la ciencia. La cuestión comienza, por tanto, cuando
decimos que nada de ello será real si no se atiene al discurso en que la
ciencia lo estudia y que sólo tendrá valor de realidad aquello que esta
ciencia vaya logrando entender.
Comprender así las cosas, diciendo “todo es naturalizable”, es la
manera en que hoy se dice la univocidad. Todo lo que hay debe ser
posible, es decir, debe salir de ese discurso con determinaciones previas
muy estrictas. Discurso novedoso, claro, pues hoy conocemos más y mejor
que ayer, pero nunca saliéndose de los estrictos límites de la
naturalización científica. Mejor todavía, para ser verdadero lo que sea el
alma y Dios, por continuar con nuestro ejemplo, deberá encuadrarse
dentro de la naturalización cientificista, quien pone los límites en que
cualquier discurso sobre ellos ha de darse; todo lo que se ofrezca fuera de
esa naturalización no será sino mera palabrería. Importa poco que se me
diga: mañana el discurso de la ciencia se va a sutilizar y estilizar de modo
que quepan en él más circunvoluciones sea sobre Dios sea sobre el alma.
Pero deberán continuar cabiendo en él, por muy evolucionado que se dé.
Así, ya lo vemos, iremos adentrándonos más y más en las profundidades
de la carcasa. Mas lo decisivo de la naturalización es que nunca podremos
salirnos de ella.
No vale ya con decir “somos materialistas”, con lo que se esfuma el
problema, pues, yendo a nuestro ejemplo, no hay ni Dios ni alma, sino
que, entendiendo que hay esos problemas, además, considerándolos en
extremo interesantes, sólo nos podremos encarar con ellos a través de la
ciencia —la de hoy y la de mañana—, para conseguir naturalizar las
respuestas a nuestras preguntas. Pero sin que quepan respuestas —y, si se
me apremia, ni preguntas— que se salgan de los procedimientos
establecidos por la naturalización.
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Insisto en que no deben ser rechazados en ningún caso los esfuerzos
de las neurociencias por conocer más y mejor lo que atañe a Dios y al
alma. El problema surge cuando eso deriva en lo que ando llamando la
reducción al ámbito de los posibles.
Ciudad de México, 15 de noviembre de 2007 / jueves 22.11.07
GGI
El Seminario Conciliar gusta del cuidado, la elegancia, la calma, la
adoración respetuosa y humilde. Los seminaristas y formadores en todas
las ocasiones grandes llevan sotana, aquellos con fajín azul. Pregunté si
era novedad: nunca han dejo de llevarla en su ya larga historia. Celebran
con esmero en la capilla —tan fría—, que se convierte en el centro de sus
vidas.
El viernes, cuando llegué tras un extenuante viaje y mil colas de
lento andar, justo aparecía Emilio Hernández, seminarista de tercero de
teología, retenido por la riada de autos que lo atrapó. En el primero de los
atosigues cocherosos, llegamos, por fin, a casa. El sábado, Emilio, junto
con su padre Alejandro, jubilado hace una semana —¡se le notaba la
alegría!—, enmarcados siempre en la carrería, me llevaron amablemente a
ver paisajes. Por Insurgentes, siempre por Insurgentes, vía que recorre
toda la ciudad de sur, lo nuestro, a norte, nos dirigimos hacia Cuernavaca.
Día resplandeciente; pero se veía muy poco el perfil de sierras y volcanes
que nos dejan en un inmenso hoyo. Alto de las Tres Marías. Espléndida
visión de la bajada hacia Cuernavaca. Sin llegar a ella, entramos en
Tepoztlan. Desayunamos opíparamente. Siempre tortillas con mil cosas
diferentes. Si te descuidas, picantes a morir. Volvimos a la anegación
autera. Visitamos el inmenso, increíble, fantástico campus de la UNAM, su
Biblioteca, los grandes espacios verdes. Luego vimos Coyoacan. Encontré
un libro de Aguilar, Novela colonial mexicana, 500 pesos. No me atreví a
pedirles el dinero mexicano. Harto de pena, allá quedó. Regresamos,
siempre rodeados del anegamiento. Descansé.
El domingo se celebraba en el Seminario la Fiesta de los
Bienhechores. Reunión campera en el patio del claustro grande. Luego,
Mario Alberto García Reyes —a quien tuve la suerte de conocer en el curso
sobre la gracia de El Escorial— y Javier Padilla, estudiantes de tercero y
primero de teología, me llevaron a Guadalupe. Taxi hasta Universidad y
luego una larguísima sesión de un rápido metro con ruedas de goma.
Llegamos a la Basílica de Guadalupe hacia las seis. Está allá en el extremo
norte de la ciudad. Emocionante. Pulular de gentes conmovidas. Una
sorpresa. Rebosante. Alegría. Mucha gente humilde. Los grupos aztecas
bailando sus tradiciones justo a la puerta. Reivindicativo.
El lunes por la mañana fui a tres clases. Filosofía de la ciencia:
Salvador González Morales me hizo hablar. Ética: Amedeo Orlandini —
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organizador de las Jornadas, quien me invitó—, me hizo hablar. Historia
de la Iglesia de México: escuché embelesado a Martha Eugenia García
Ugalde. Por la tarde, de tres y media a ocho y media, el director del ISEE,
Federico Altbach —doctorado alemán en Tubinga, teología urbana— me
paseó —larguísima ida y vuelta, acompañados de la carrada eterna—; la
Plaza del Zócalo, la Catedral y el viejo y bello México. Charlamos muy
bien; hasta hartarnos.
Martes y miércoles por la mañana intenso trabajo. Ya lo anuncié:
interesantísimo. Si uno tiene capacidad de escuchar, cosa complicada y
que no siempre se consigue, ¡depende de tantos factores!, es una
genialidad. Por la tarde, andando muy largo y dos estaciones en metro,
Mario y Javier me llevaron a ver la Librería Gandhi y, pared con pared, la
del Fondo de Cultura Económica. Grandes. Una enorme decepción. En
filosofía, casi sólo libros españoles.
El jueves, de nuevo clase de Filosofía de la Ciencia con Salvador, y
luego conferencia en la Universidad Pontificia. A un paso. Larga
conversación filosófica con Mario. Por la tarde preciosa fiesta, la Fiesta de
la Vocación. Un video emocionante, cantos, testimonios. Cené en casa de
Amedeo. Hoy, viernes, iré a varias clases. Me despediré y volaré a Madrid.
Con pena.
Ciudad de México: ‘monstruópolis fascinante’.
Ciudad de México, 16 de noviembre de 2007 / viernes 23.11.07
GGJ
Tenemos que volver a la mención de Dios que hice hablando de los
posibles. Porque alguien podría decirnos que Dios puede tener
pensamientos sobre infinitos posibles, de donde deduciría que los
nuestros no están encerrados en una carcasa; que se salen de ella no sólo
por abajo sino por todos sus costados. Vamos a ver que no sería de este
modo. En el fondo, incluso si así fuera lo de Dios, mas no encuentro
razones serias para que lo sea, vamos a verlo, no importaría. La cuestión
candente para nosotros está en que nosotros nunca los podríamos tener,
como decía, ni en su plena actualidad de una infinitud real de infinitos
posibles ni siquiera como una infinitud potencial de infinitos
pensamientos posibles. Esto haría que en ningún caso pudiéramos
comparar nuestros posibles con los que llamamos infinitos posibles en el
pensamiento de Dios. Hacer esa comparación sería tramposa de toda
necesidad; nuestro acceso al mundo de los posibles nada tiene que ver
con el que imaginamos sería el de Dios.
Entiendo como un juego tonto por parte de Dios la necesidad que
tuviera de haberse todos los desarrollos de todos los pensamientos hasta
la absoluta infinitud; el juego de ver, como si dijéramos, hasta dónde llega
con sus propios pensamientos. Otra cosa es que nosotros demos a lo que
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hay la categoría de posible, es decir, supongamos siempre lo que hay
como fruto de una racionalidad que nosotros, con el juego racional,
podemos buscar. No creo que actuemos de otra manera, por ejemplo,
cuando, mediante la ciencia, buscamos conocer mejor las cosas
mundanales. En esa búsqueda es esencial la razonabilidad. Hablábamos de
experiencialidad; ahora, además, podemos hablar de razonabilidad.
Nunca podremos buscar el conocimiento de las cosas mundanales con la
no-razonabilidad; por más que algunas veces lo que descubrimos sea
mediante una ocasión meramente azarosa, cuyo resultado, en todo caso,
se integrará en la razonabilidad general que le sirve de contexto. De otra
manera no lo aceptaríamos como resultado plausible.
Hablar de los posibles será, por tanto, un ampliar a Dios mismo esa
necesidad que hemos implantado nosotros en las cosas mundanales y sus
mismas leyes de ser deducibles de aquello que hemos considerado como
cabecera del pensamiento unívoco. Nada de lo que es puede ser o haber
sido un no-posible. Ni siquiera en las cogitaciones de Dios. Entiendo que
en él se da en grado extremo la razonabilidad, por eso no sería
interesante ampliar lo que ahora todavía no nos parece posible, mediante
el paso por una racionalidad a nuestra medida que imputaríamos a Dios,
a algo que por necesidad ha de serlo tras esa ampliación a mayores y
mejores posibles, en un juego que se daría hasta el infinito. Por eso
diríamos ya desde ahora: no podrán darse más que posibles.
Dicen muchos ser leibnicianos al pensar así, pero olvidan que
Leibniz juega en dos frentes, el de Dios en su pensamiento de
razonabilidad que le lleva siempre a la creación del mejor de los mundos
posibles, siendo este el único que hay, el nuestro, en el que se da, por
supuesto, el ansia de razonabilidad; pero esta es una idea-límite, si
utilizamos una expresión no suya que vendrá al acervo del pensamiento
mucho después. Mirando al Dios creador del mejor de los mundos
posibles, y este es el que contiene toda la expresión de su razonabilidad —
lo que tiene enormes consecuencias—, la búsqueda racional de responder
a las preguntas que nos planteamos es el mejor método, el único que
tenemos para obtener respuestas adecuadas sobre lo que es el mundo,
nosotros mismos y la realidad. Por eso, apoyar en Dios los posibles
univocistas es un mal jugar.
20 de noviembre de 2007 / lunes 26.11.07
GGK
¿Serían distintas las cosas de la univocidad del pensamiento de los
posibles si habláramos desde el Deus sive Natura que termina poniendo
en el centro de generación dinámica a la pura Naturaleza? Ahora, Deus es
ya Natura. El pensamiento de los posibles no sería otra cosa que la pura
complejidad de lo que hay, pues ¿cómo podría darse un desapego entre el
68
pensamiento y lo que hay? ¿Dónde encontraríamos al pensar un grado de
libertad —nosotros, que somos Natura— con respecto a lo que, por
haberlo, se puede convertir en nuestro pensamiento sobre él? Si fuera así,
lo que hay quedaría convertido en el conjunto entero de los posibles. En
definitiva, jamás en lo que hay se podría dar nada no-posible. Es verdad
que en la generación dinámica de la Naturaleza no siempre se habrá de
dar a la vez todo lo que es posible; se ofrece una historia dinámica de los
posibles. Unos posibles convertidos en lo que hay, en un cierto momento,
dan origen a otros posibles a los que todavía no les había tocado su
momento; no porque fueran no-posibles, sino porque todavía no era
llegada su hora, y cuando las condiciones de posibilidad se vieron
cumplidas, se dieron unos hay que, ahora sí, serán posibles.
Se ve, pues, que se diga como se quiera, lo único que se pone como
prohibición absoluta es una creatividad que conduzca a que llegue jamás
a haber lo imposible. Sin embargo, tal es la verdadera creatividad, la
creación de novedad absoluta, de hacerlo real, darle valor de eso que hay,
que va a haber. Nunca puede quedar reducida a manipular un reino de
los posibles en el que estos se dan, simplemente, cuando les llega su
momento en el desarrollo de todo lo que hay y va a haber.
Cuando hemos quitado el Deus y nos hemos quedado con la sola
Natura, se introduce un empobrecimiento, pues ahora la ligazón entre los
posibles de lo que hay y va a haber vienen encerrados de manera absoluta
y perentoria en ella. Ni siquiera se puede dar el juego asombroso de que
en Dios exista el pensamiento de todos los posibles, en número infinito,
que luego por su voluntad mandadora o juguetona hará reales sólo unos
cuantos de entre ellos. Cuando el origen y maestra de todo es Naturaleza,
a la cual pertenecemos con ligazón férrea, irrompible, con juegos que sólo
son de libertades promovidas por leyes físicas o reductibles a ellas, los
posibles que “piensa” esa Naturaleza sólo pueden tener realidad de
existencia. Si no en este mundo, quizá en cualquier otro de los mundos
posibles. Pues debería darse un conjunto innúmero de mundos posibles
de modo que todas las posibilidades tuvieran su existencia real, cada una
de ellas en el mundo que le correspondiera, pues no todas las
posibilidades serían compatibles con todos los mundos posibles; sólo lo
serían en el suyo. Nos veríamos abocados a defender, pues, la teoría de los
infinitos mundos posibles con existencia real, tal como algunos físicos han
defendido para hacer de la mecánica cuántica una ley determinista.
Así, nos habríamos cargado para siempre —¡qué horror!— la
creatividad de la belleza. Ya no podríamos ser creativos para, con la pura
materia del barro y de los pigmentos, pintar un cuadro que se hace con
nosotros, los veedores, y nos lleva hacia un más-allá que estira de
nosotros y, retroductivamente, nos trajina hacia él con estiramientos de
amor. Pero, además, nos cargamos para siempre la propia creatividad del
mundo y sus cosas mundanales, las cuales se nos muestran hijas de una
creatividad que va más allá de cualquier nuestro pensamiento que las
quiera circunscribir.
69
20 de noviembre de 2007 / martes 27.11.07
GGL
He procurado poner en claro de qué manera los posibles, como a
ellos me he referido, tienen que ver con una postura univocista. Veremos
ahora de qué manera hablar de la imposible-posibilidad es tomar partido
por la analogía.
Una filosofía de la carne no se queda sólo en el puro pensar del
pensamiento, sino que toca mundo, toca cuerpo de hombre/cuerpo de
mujer, toca realidad. Y construye pensamiento desde ese tocar. Antes,
quizá, se daba predominio al sólo ver; la visión intelectual, no una visión
unitiva de amorosidad, era lo que parecía primar. Nada tiene que ver con
la visión de Dios, por supuesto: es visión del pensar sobre el pensamiento.
Ahora, en cambio, se pone el énfasis en el tocar, con un tocamiento que
busca, claro es, la visión de amorosidad.
El punto clave de este ámbito de la imposible-posibilidad es doble:
la creatividad y la libertad. Esta última no es sino una manera precisa y
límite de aquella en lo que atañe, de manera muy especial, a nuestra
carne. Hasta ahora hemos considerado sobre todo la creatividad. Por un
rato, seguiremos con ella. El mundo es creativo. El cuerpo de hombre es
creativo. La realidad es creativa. Creativa significa que nosotros, con
nuestro pensamiento, en ningún momento la podemos agotar diciendo: la
comprendimos por completo, la explicamos por entero. Siempre
descubrimos en el mundo, en nuestro cuerpo y, sobre todo, en la realidad,
una inmensa capacidad de nuevos grados de libertad que se nos habían
escapado anteriormente de todas nuestras consideraciones. Hemos
querido acercarnos a ellos con actitudes de predeterminación, puesto que
creímos descubrir leyes y principios que nos han valido para conocerlos y
hacer predicciones acertantes. Digo de predeterminación al menos en el
sentido de con lo conocido sobre ellos en un cierto momento poder
predecir en nuestro pensar comportamientos futuros. Esto nos ha sido
interesante y sumamente válido, por supuesto. Ha fracasado, en cambio,
cuando, ideologizando, les hemos ordenado que no se salgan para nada
de nuestras predeterminaciones. Mundo, cuerpo de hombre y, sobre todo,
realidad han ejercido su imperio de libertad. Son libres con respecto a los
dictados de nuestro pensar. Dejemos de lado si también lo son respecto a
los dictados de Dios, es decir, si él tiene poder y conocimiento sobre ellos,
porque se nos escapan por entero, no somos vicedioses; en
consideraciones del estilo a lo más que podemos llegar es a la
razonabilidad de lo que hay, lo que nos pone en camino de nuestra propia
razonabilidad como única trocha para explicar y comprender.
Nuestra posición es, por tanto, ambigua. Conocemos, explicamos,
comprendemos, pero sólo en parte. Cada vez más, sin duda, pero siempre
70
sólo en parte. No dominamos y vaciamos de comprensión. Siempre se nos
abren caminos irrenunciables de sorpresa y novedad. Tocamos, sí, pero
no poseemos. El tocamiento nos enseña a pensar. Pero nuestro
pensamiento no domina lo apenas si atingido en el tocamiento,
convirtiéndolo en mero posible. La creatividad de lo que hay, en los
ámbitos de la tríada, nos desborda. Nos hace pensar. Nos ayuda a conocer
más y mejor. Pero no nos hace creadores de lo que hay. Ni siquiera en el
reino del puro pensamiento.
Avanzamos en nuestro pensar por tocamientos analógicos. De aquí
aprendemos para allá. ¿Cómo podríamos avanzar si no aplicáramos el
principio de Arlequín: sólo podré acercarme hacia allá si en algo lo
supongo como lo de acá? Sólo puedo ponerme en un más allá si exploro
desde el acá en el que, provisionalmente, me encuentro. Sólo quien es
figura en un paisaje puede verlo y ampliarlo a horizonte. Sólo desde el
centro se va hacia la periferia que nos circunvala.
21 de noviembre de 2007 / miércoles 28.11.07
GHC
Ha muerto la hermana Benilde. Nadie me lo dijo hasta que ya era
demasiado tarde para asistir a su entierro en uno de los pueblos de la
Sierra de Madrid. Noventa y dos o noventa y tres años. Llevaba varios
jubilada, no muchos, viviendo en una casa de su Congregación, en el lugar
en donde se ha apagado. Una estampa alada, sonriente, humilde y, sin
embargo, con fuerza de presencia. Durante muchos, muchísimos años,
más de cuarenta, la portera de la casa de su Congregación en los aledaños
de la Ciudad Universitaria madrileña. Siempre allá. Cercana a la puerta.
Tocabas el timbre y tenías la absoluta certeza de que muy poco después
sería ella la que te abriría la puerta con esa sonrisa tan acogedora, tan
amable, tan oportuna, tan discreta. Entrabas en su casa como en la tuya.
Siempre. Gracias a ella, a su sonrisa, a su leve voz empastada y cariñosa.
Con una inmensa alegría de verte. Daban ganas de apretar el timbre para
verle a ella. Era una presencia discreta del mismo Cristo.
Durante un año entero viví en su casa —bueno, correteé entre
Madrid, Salamanca y mi tierra, pues llegó entonces el último momento de
mi padre—, la casa en la que ella, como nuevo Hermano Gárate, servía a
quienes se le acercaban. Tenía la sencilla gentileza de ponerme el
desayuno, el almuerzo, si es que comía allá, la cena. De hacerme la
habitación que habían dejado a mi disposición para ese ministerio en la
diócesis de Madrid. Siempre cuidadosa. Se movía sin ruido, era pequeñita
y delgada, leonesa, jamás levantaba la voz. Una voz que tenía suave y
acariciadora. Pero no para sorprender o vigilar, acciones que ella
desconocía por entero, sino para acompañar, para sonreír, para acoger,
para vivir la cercanía de la amistad. En aquellos tiempos no había móviles,
71
mi teléfono en la acción intensa que ese año llevé en Madrid era el suyo.
Muchas veces, es evidente, yo no estaba en su casa, que ella hacía que
fuera mía, y me recogía los recados. Solía decirme con extremada
puntualidad: esta llamada era importante, tendrás que responder, aunque
sea tan tarde, aquella, en cambio, bah, no me pareció seria y que
mereciera la pena. Nunca se confundió. Tenía un olfato humilde y certero
que no se engañaba nunca. Era asombrosa la capacidad de verdad que
ella tenía cuando respondía al teléfono y recogía el recado con parco
cuidado.
Al final, bueno, durante las décadas que estuvo allá de portera, era
ella el corazón de la casa. Curioso. Un corazón tan poco importante, tan
pequeña, pero con una capacidad tan inmensa de cordialidad y de
acogimiento. De un cariño humilde —hay que repetir una y otra vez esta
palabra para hablar de Benilde—, pero sobrecogedor. Sobrecogedor por el
amor que ponía en todos sus gestos, en el acto de abrir la puerta y de
acompañarte a ella cuando te ibas. Ella, una constante presencia que
hacía patente la Presencia del Señor. Con una enorme discreción, en las
horas en que ella sabía que no tendría mucha afanosidad en la portería,
estaba en la capilla vecina; pero siempre atenta a los ruidos, a los pasos, a
las llamadas. Nunca se hacía esperar, ni siquiera por esta, que era la razón
de su vida. Sorprendía cómo, en esos casos, saliendo del lugar de sus
delicias, sin embargo, te hacía ver que tú, quien te acercabas a ella, quien
la necesitabas para algún humilde y minúsculo menester, eras todavía
más importante. Ella veía en nosotros, los que la necesitábamos como
amiga, la Presencia del Señor.
Santas mujeres. Descanse en paz la dulce, la humilde, la cariñosa
Benilde.
23 de noviembre de 2007 / jueves 29.11.07
GHD
Entre los frutos que me traje de Chimay está el haber comprado uno
de los libros de Maurice Gilbert, Ha hablado por los profetas. Temas y
figuras bíblicas, publicado hace diez años por las ediciones Lessius de
Bruselas, la de los jesuitas belgas francófonos que distribuyen los
dominicos franceses de las parisinas ediciones du Cerf. Lo que él tiene de
pacífico, de serio, de cuidadoso, de interesante en una manera tan poco
rebuscada, lo tiene su libro, que estoy leyendo. Con él se entiende mejor
su comentario sobre Pierre Grelot.
De 1971 a 1978, fue profesor en la Facultad de teología de Lovaina,
empezando cuando estábamos todavía en Leuven, la vieja Lovaina. El
primer jesuita en serlo. Aunque ya en 1975 fue llamado en carta-sorpresa
por su General Arrupe para ir al Instituto Bíblico Pontificio de Roma, del
que luego fue rector, y más tarde ser llamado nueve años más al
72
rectorado de las Facultades universitarias de Namur, tan prestigiosas,
también de los jesuitas. Comenzó a dar clases en Lovaina justo cuando yo
estrenaba el segundo año de licencia en teología dogmática. Un joven
sacerdote de Madrid dirigió el seminario en mi primer año de doctorado:
«En este contexto se inscribe la feliz idea de Ángel Enciso de unir —¿para
mí?— la ciencia con la teología, de la mano de Leibniz. Estábamos en el
seminario del profesor Gesché, en el primer semestre del curso 19721973. Vincent Baguette era uno de los asistentes al seminario, siempre
agudo, sugerente y delicioso. Pero recuerdo, sobre todo, el
apasionamiento con el que tomé la defensa de Leibniz, mientras otro
ingeniero, polaco esta vez, ardía a favor de Newton: Boleslaw Mikolajczak.
Nuestras discusiones tenían resonancias dieciochescas». El primer año
suyo tomé el curso de NT de Albert Descamps. Camille Focant, por fin, me
había convencido con toda razón de su enorme interés. Por eso, entonces,
Gilbert y yo nos rozamos, pero no tuvimos contacto. Bueno, sí, fui
enseguida fan de su libro La crítica de los dioses en el libro de la
Sabiduría, que publicó en el Instituto Bíblico en 1973, tan sugestivo para
el conocer filosófico de Dios, uno de mis más grandes intereses ya
entonces. Ay, horror, lo busco y no lo encuentro. ¿Anegado por los demás,
tantos, o, todavía peor, prestado alguna vez? Creo comenzar a percibir
lejanos ecos de la risa del tomatario.
En sus propias palabras. La exégesis no es en su raíz una ciencia
puramente profana o secular: es parte integrante de la teología y el
exegeta que la practica es y debe ser teólogo del mismo modo que el
dogmático o el moralista. Puesto que, si se puede decir así, el objeto de
sus investigaciones, la Palabra de Dios, es eminentemente teológica e
incluso teologal. Que haya vericuetos y enormes complicaciones en el
estudio de la Biblia, todos lo sabemos. Mas lo decisivo no es algún
supuesto Ur-text primerizo que tire por tierra todo lo posterior que se
encuentra en el texto recibido. Lo que retendrá nuestra atención es el
texto bíblico final que ha llegado a nosotros, puesto que este es el texto
que guarda la Iglesia. Haciendo de otra manera, escribe, nos opondríamos
al Canon de la Escritura tal como la Iglesia lo entiende. Añade también
que, al buscar entender el objeto único que es la Escritura, el exegeta se
pone también él a la escucha del Espíritu que primero procuró su
escritura. Puesto que el objeto es único, se puede decir que toda la
búsqueda científica y crítica de lo que el hagiógrafo ha querido escribir es
ya, para el exegeta, ponerse, como el autor sagrado, bajo la acción del
Espíritu.
Toda una manera.
24 de noviembre de 2007 / viernes 30.11.07
GHE
73
Conocemos, explicamos, comprendemos. Cada vez más, sin duda,
pero siempre sólo en parte. Nuestro pensar atinge mundo, cuerpo de
hombre y realidad, pero no posee el árbol de su conocimiento. Cuando, a
veces ha ocurrido y ocurre, creemos haber conocido todo de un cierto
ámbito, de pronto se nos abren abismos infinitos de mayor complejidad.
No veo razones para pensar que va a ser así hasta un cierto momento y
desde entonces todo vendrá a ser diferente. ¿Por qué habría de suceder de
tal modo? No digamos si pensáramos que tal cosa ha acontecido antes,
pero a nosotros ya no nos pasará lo mismo. Vana ilusión de personas
todavía en la mamonería. Y lo es porque nuestra atingencia es siempre un
puro llegar apenas a tocar. Suficiente, es verdad, para conocer mucho del
mundo y dominarlo en una serie de puntos muy salientes. Pasa lo mismo
con nuestro cuerpo de hombre. La medicina muestra las dos cosas a la
vez: lo que sabemos y nuestros abismales desconocimientos. En cuanto a
lo que atañe a la realidad, basta con recordar la diferencia tan asombrosa
que hay en la mirada a la obra de arte, la de quien conoce todas sus
meras externalidades y la que se introduce en las puras internalidades y,
tras decir: ¡me gusta!, se deja arrastrar hacia un más-allá de belleza. Aquí
sólo apunto cosas que paralipoménicamente ya sabemos.
El univocista vive de sus ilusiones ideológicas, que enmascara como
puros pensamientos creadores de todo ser. Pero cuando se empeña en su
ideología ya no toca ser. El analógico sí toca ser. Ser mundanal. Ser carnal.
Ser de realidades. El primero cree que ese ente que él define es el
fundamento último de todo ser, de todo lo que hay; mejor aún, lo estamos
viendo, de todo lo posible. El segundo, en cambio, atinge en el ser en
completud el fundamento de todo ser; él, que es acción de ser, acto de
ser, da el ser del mundo, de nuestra carne y de la realidad misma. Nos
dona, así, nuestro ser en plenitud. El primero impone mundo, cuerpo de
hombre y realidad con su propio pensamiento. Deja al mundo sin sus
propios grados de libertad, obligándole a ser como a nuestro pensar le va
interesando. Deja a nuestra carne maltrecha, pues la reduce a cuerpo de
fisicoquímica y cuerpo de animal; nos confunde con nuestras hermanas
las cosas mundanales y nuestros hermanos los animales, ellas y ellos, sin
embargo, mutilados también en su corazón más íntimo. Deja a la realidad
maltrecha, pues le extirpa el punto último y central de la belleza. Ya no
estaremos circunvalados por la belleza. La materia sólo será ya mera
materia. La creación ya no podrá ser jamás el primer regalo que el
Creador nos hace. Habremos extirpado la metáfora —no la del poetastro:
tus ojos son como membrillos —, el hombre ya no podrá ser metáfora de
Dios. A lo máximo, dios será metáfora de un hombre al que, arrancándole
su carne se le ha reducido a cuerpo, cuerpo mineral, cuerpo animal en su
mera estimulidad.
El univocismo es una ideología reductora de lo que somos; de todo
lo que es. Reducirnos a lo seco, lo logificable, lo naturalizable, es estirar
de nosotros hacia abajo, hacia lo que se nos da en el origen; sin sorpresas
que aturullen a nuestros pensamientos tan claros. Es deseo de vaciarnos
74
en nuestro saber. Es visión dominadora. La analogicidad, por el contrario,
es vivir circunvalados por la libertad y la creatividad. Circunvalados por
la belleza. Es atingencia de tocamiento en busca de la plena visión. Pero
esta sólo el ser en completud se la puede dar.
24 de noviembre de 2007 / lunes 3.12.07
GHF
Lo posible se da en el pensamiento; se trata de pensamientos
posibles en nuestro sistema entero del pensar. El ser sigue al pensar; el
pensar predetermina al ser. Por eso, indican posibilidades de aquello que
en la naturaleza es o va a ser. Por eso, de necesidad absoluta, todo es
naturalizable. Pero, siendo de tal modo, no hay creatividad del mundo en
cuanto tal. Todo él es previsible por el pensar, diremos, con fórmula
clásica, que en última instancia. Lo demás no es más que mundo,
finalmente, naturaleza. Puede haber retrasos, desconciertos, una difícil
historia de descubrimientos; pero no puede haber sorpresas, una vez que
pensamos las cosas en su total profundidad. No puede haber creación de
novedad. El mundo no puede ser creativo más allá de lo que termine
dominando nuestro pensar. Quizá porque la creación no es sino la
creatividad de la Naturaleza. Y nada se puede escapar a lo que sea
pensarla. Nada puede escaparse al pensamiento que ella genera dentro de
sí misma.
Hablar del ser análogo es pinchar ese globo. Es dejar las puertas
abiertas a lo que en nuestro conocimiento del mundo, del cuerpo de
hombre y de la realidad, no naturalizables, viene dado por el exceso. En
esta tríada todo es puro exceso. Un exceso, además, que va de menor a
mayor. Este ámbito de pensamiento tiene en cuenta el exceso, vive de él y
con él. No rechaza ningún modo de pensar, pero tampoco se restringe a
uno sólo. Está abierto a la creatividad del exceso. Hablamos del mundo,
pero este es más. Hablamos de nosotros mismos, pero somos más.
Construimos realidades, pero estas encuentran su conjunción creativa en
una realidad que es más, excesivamente más. Nuestro pensar no seca y
domina ninguno de los tres elementos de la tríada, de menos a más,
repito. Nuestra razón, si se quiere nuestro entendimiento, es húmedo,
tiene huellas y señales de humedades que lubrifican todo lo que es,
provocando su enorme creatividad. Su constante ir hacia más, su no
quedarse jamás en lo menos, en el mirar, simplemente, hacia atrás,
pensando que esa mirada será dominadora. No lo ha de ser, pues todo nos
hacer mirar hacia ese adelante en el que la creatividad de los elementos
de la tríada, de menos a más, se convierte en atingencia de tocamiento.
Tocamiento de ser. De ser más.
Hablar del ser análogo nos pone delante del enorme chorro de la
libertad. Nos hace palpar los grados de libertad de los elementos de la
75
tríada, siempre de menos a más. Pues todo lo que vamos diciendo de la
apertura a la creatividad tiene que repetirse, en el modo suyo, sobre la
libertad. El ámbito de los posibles, es decir, el de la univocidad del ente,
corrompe la libertad, la entierra. No la considera. Incluso, mucho más,
quiere domeñarla, que doble la cerviz, pues hablar de grados de libertad,
en una palabra, hablar de libertad, rompe en su misma raíz la
razonabilidad de cualquier búsqueda de la reducción. No, por supuesto,
cuando la utilizamos sabiendo perfectamente lo que hacemos y cuáles son
sus límites —toda reducción de la química a fisicoquímica supone un
avance, es claro—, pero sí cuando, con ella, buscamos la ideología de la
naturalización y de lo naturalizable.
El ámbito de la analogía, por el contrario, nos hace ver la estructura
en la que pasamos de las corporalidades como construcción de realidades
a la realidad que se nos ofrece y se nos dona. Es entonces cuando el
pensamiento se nos abre. Ahí, el conocimiento, que ordena dando su
quicio más profundo a la tríada deseo, imaginación y razón, se nos ofrece
desde una realidad donada.
25 de noviembre de 2007 / martes 4.12.07
GHG
En la Fiesta de la Vocación que celebraron en el Seminario Conciliar
de Ciudad de México, en donde viví una semana, ya lo sabes, pidieron a
varios sacerdotes amigos que hicieran delante de los seminaristas un
pequeño testimonio sobre su vocación. Como pasaba por allá, me tocó ser
el primero. Lo hice no sé si con tanto gusto como emoción. No vienen a
cuento los detalles personales que entonces mostré ante todos. Sí puede
ser interesante, en cambio, referirme a lo que dije al final de mi pequeña
intervención. Me encontré afirmando que soy un mal cristiano —pura
evidencia—, un pecador —esto, por la gracia inmensa de Dios— y, sin
embargo, un buen sacerdote. ¿Bueno porque soy “bueno”? No, claro que
no, Dios me libre de ser tan necio de poner las cosas del sacerdocio y de
esa vida con el Señor en el recinto de la moralina. Bueno, por tener la
inmensa suerte de decir con mis propios labios, con mis propias manos,
con mi propia voz, con mis propios gestos: esto es mi cuerpo, esta es mi
sangre, y, también, yo te absuelvo. Por eso, sólo por eso se me ha hecho
por parte del Señor el inmenso don de ser sacerdote, es decir, de ser un
buen sacerdote. Me ha puesto, ha puesto mi cuerpo, mi voz, mis gestos,
mis palabras en un lugar que es lugar de Dios. ¿Qué otra cosa puedo hacer
que, maravillado, darle gracias?
Estas afirmaciones concuerdan plenamente con la manera en que
entendíamos las cosas de la comprensión de la Biblia de la mano de
Maurice
Gilbert,
y
como
antes
lo
habíamos
realizado
paralipoménicamente también con Pierre Grelot. No es una manera
76
univocista y buscadora de la naturalización. Es manera analógica. No
reductora, que busca reencontrar todo comprimiéndolo a la tierra misma.
Por el contrario, es una manera que mira lo de acá desde allá, viviendo
aquél más-allá en el acá de la vida cotidiana. Una manera que posee una
mirada transfigurada, no por la luz que de uno mismo sale, es obvio, ¿qué
luz habría de ser?, sino por lo que toca, palpa y comienza apenas a
vislumbrar de aquello que, adviniente ya, toma posesión de uno mismo.
Luz que aparece tantas veces en la mirada de las figuras de El Greco. Luz
que nos trajina por dentro, que se encarna en nuestra carne, ahora ya
carne resplandeciente, para que vivamos en el puro exceso de lo que —
donación— somos. Que se nos da sacramentalmente desde aquél allá
cuando el tocamiento se convierte en visión; visión plena y definitiva.
En el sacerdote se da esta realidad. En todo cristiano, por supuesto.
Pero en él se da esa voz encarnativa que, sacramentalmente, se hace voz
de quien es el punto de más-allá que se nos ofrece. Los gestos del
cristiano, simples y de todos los días, se hacen gestos de amor; amor,
cariño y misericordia de Dios que se nos donan por Cristo, con Cristo y en
Cristo. En el sacerdote hay algo más, distinto, nuevo. Sacramentalmente se
hace cuerpo de Cristo, voz de Cristo, manos de Cristo, vida de Cristo. Y
porque es así, cabe el sacramento. Hay sacramento en la vida del mundo.
Se hacen así realidad aquellas palabras de Jesús en la Cena: Haced esto en
memoria mía.
Alguno puede exclamar: ¡cómo no, cuando tú lo dices!, pero, bueno,
son cosas tuyas. Me gustan porque vienen de ti. Mas, claro, ya sabes, son
tus propias imaginaciones y las de los tuyos, que desvarían fuera de las
cosas reales. Sólo se me ocurre responder una cosa: quizá, pero ¡qué
hermosura! Tanto, que merece la pena dedicar la vida a ello.
26 de noviembre de 2007 / miércoles 5.12.07
GHH
Tengo una preocupación en la cabeza, si no la digo reviento: la de
nuestros obispos. Pero habrá que dejar que se rumie y aclare.
En el mientras tanto, no consigo despejar mi mesa. Gracias a que
ahora todo es el ordenador en el que se escribe y la butaca en la que se
lee. Todo lo demás de entre lo circunvalante, puede irse llenando de
papeles y libros que cualquier día implosionarán, dejándome para
siempre en el interior de algún agujero negro. Pues resulta que, no sé
cómo, en los últimos días me han llenado de libros. Los que he comprado,
no muchos, y los que me han llegado, bastantes. Siempre me ha dado en
mirar con inaudita envidia a esos que dicen: recibo tantos libros que
apenas si compro alguno. Hasta el presente no ha sido mi plan. Pero,
cosas de la vida, por una vez y sin que sirva de precedente, ahora me han
llegado varios que están apilados encima de mí, sin saber bien qué hacer
77
con ellos, es decir, sin saber dónde y cómo ponerlos, pues ya no caben
unos al lado de otros en sus estanterías y de más en más se me ponen
unos encima de los otros, en lo que comienza a ser rebullicio infernal.
Resulta que Ediciones Encuentro me envía varios de los que han
publicado últimamente. Además, como en una aparición, me llegaron
también a la Facultad dos libros de alguien a quien conocí —no mucho,
pero apreciándole en cantidad— tiempo ha: Mariano Artigas, desde hace
tantos años profesor en cosas similares a las mías en la Facultad de
Filosofía de la Universidad de Navarra. Aparecen editados ahora, cuando
él ha muerto hace unos meses, quizá un año, porque el tiempo se escapa
siempre entre los dedos y por nuestras palabras. Una mano misteriosa y
amable me los ha hecho llegar. Gracias.
Uno de ellos, Ciencia y religión. Conceptos fundamentales.
Cuatrocientas y pico páginas. Como un resumen de todo lo que pensó y
escribió en su vida. Y pensó y escribió mucho. El libro se construye sobre
conceptos y situaciones: alma, cientificismo, creacionismo, Dios,
evolucionismo y fe cristiana, Galileo y la Iglesia, naturalismo, verdad.
Hasta veintiséis voces. Al final, veinte páginas de índice temático. Una
breve introducción suya en donde nos cuenta varios datos de su vida
investigadora, tan interesante, tan llena de constancia. El otro es un librín,
Origen del hombre. Ciencia, Filosofía y Religión, escrito con Daniel
Turbón. Sencillo. Territorio pringoso, resbaladizo y controvertido. No
partidario de un cierto neodarwinismo materializante y negador por
todos los medios —unos razonables, otros simples amasijos de pura
ideología— de cualquier designio inteligente. En discusión inteligente con
él. En la breve bibliografía, Natalia López Moratalla, La dinámica de la
evolución humana. Más con menos; libro interesante como pocos, a la
última, con citas de este mismo año; a leer por quienes se preocupan de
verdad en la evolución y quieren hacer disquisiciones filosóficas en torno
a ella, lo demás puede llegar a ser hablar por hablar en emperramientos
irracionales. Su autora me lo regaló este verano cuando desde mi Navarra
media me acerqué a Pamplona para verla y charlar con ella, siempre tan
ajustada, tan interesante.
Entre las últimas cosas en las que trabajó Mariano Artigas hay tres
libros epustuflantes que, publicados en editoriales americanas top, llaman
poderosamente la atención: Galileo en Roma y Galileo Observed, en
comandita con William R. Shea, uno de los grandes estudiosos galileanos.
El primero se publicó a la vez en castellano. El tercero, Negotiating
Darwin, sobre la recepción del darwinismo por las autoridades vaticanas,
junto a Thomas F. Glick —en esto, otro de los grandes— y Rafael Martínez.
29 noviembre de 2007 / jueves 6.12.07
GHI
78
Entre los otros libros que me llegaron en pura gratuidad —¿dónde
los meteré si ese recibir gratis comienza a ensancharse hasta eso que
algunos dicen?, aunque no creo— hay uno del que debe hablarse. José
Manuel Martínez Bande es conocido, muy poco, claro, porque en este país
—o países, no sé— de incultura —de profusas y variadas inculturas— los
que dicen saber suelen saber bien poco, todo hay que decirlo, era un
coronel del ejército que dedicó su actividad entera en el Archivo Histórico
Militar y en cuantos archivos pudo llevarse a la boca. Fruto de su ingente
trabajo fueron 18 monografías sobre las distintas batallas y aspectos
militares de la guerra civil española, tan incivil; a más de otros libros.
Pocos han conocido tan de cerca y con tanto esmero lo acontecido
entonces, sus entresijos y desarrollos. Antes de morir, en 2001, dejó
preparado un manuscrito que sólo ahora, cuando tantas zaborras se han
publicado sobre esos años, se pone a la luz del mercado: Los años críticos.
República, conspiración, revolución y alzamiento. Escrito con la
simplicidad de quien, por saberlo todo hasta sus últimos entresijos, por
tener un juicio maduro y rumiante, nos expone aquellos años
adentrándonos en causas, desarrollos y maneras de aquellos salvajes
tiempos que vivimos, mejor, que vieron nuestros padres y abuelos.
Prólogo de Pío Moa; lo dice en la portada. Creo que es un error haberlo
puesto. Quizá ayude a venderlo entre los moístas. Bien está, Moa debe ser
leído con atención; quien dice otra cosa es pertinaz en su ideología
partidista, echando a las fieras su obra desde otra ideología, también
partidista. Martínez Bande en su sensata búsqueda de la objetividad
histórica —pronto deberemos paralipomenear sobre esta expresión, tan
rara en mis papeles—, no es un ideólogo, sino un expositor sabio y tenaz,
cuidadoso y ordenado, que conoce aquel momento como seguramente
casi nadie más. Quien quiera leer por primera vez en serio sobre los
tiempos de la Segunda República, su nacimiento y su muerte, vaya, por
favor, a este libro magnífico y sencillo.
La misma editorial me ha enviado también los dos tomos de un libro
grueso, 667 páginas en total, del cardenal inglés John Henry Newman:
Sermones parroquiales (Parochial and Plain Sermons). No hubiera bastado
con el título en castellano, pues el nombre con el que se conocen añade
esa curiosa palabra: plain. Si nunca has leído a Newman, te aconsejo
vivísimamente que dejes todo lo que tienes entre manos y te pongas al
punto a leer su Apología pro vita sua y los sermones que ven ahora la luz
castellana. Menos los dos primeros, que tuvieron lugar en la Parroquia de
San Clemente, a las afueras de la ciudad, fueron pronunciados en Santa
María, parroquia universitaria a la vez que de la ciudad de Oxford, donde
había sido nombrado párroco en 1828, cuando todavía estaba en la Iglesia
anglicana. La apología, cuando ya había ingresado en la Iglesia católica. Su
camino hasta la fe católica es una aventura que merece la pena leer con
atención. Tanta como mereció la pena leer el camino hacia la Iglesia
católica desde posturas sectarias de otro grande de la historia, Agustín de
Hipona. Ahora a Newman lo rodeamos de rosas sin espinas, pero su vida,
79
incluso después de entrar en la Iglesia católica, fue una lucha y el vivir en
el puro desaire, hasta que un papa listo, León XIII, le creó cardenal, para
pasmo de tantos urbi et orbi, cuando al pobrecito sacerdote oratoriano,
viejo ya como el pan, ni los suyos ni las autoridades de la Iglesia católica
inglesa apreciaban demasiado: les parecía poco seguro, con una
inseguridad peligrosa. Vivió aún otros diez años. Su obra es ingente. No
tanto por libros, cartas abiertas y panfletos que publicó, no pocos, cuanto
por la pasmosa correspondencia mantenida con las más diversas gentes.
Treinta y tantos enormes volúmenes.
27 de noviembre de 2007 / viernes 7.12.07
GHJ
He hablado de exceso, de chorro de libertad; por tanto, de la
imposible-posibilidad. No podemos limitarnos a los posibles, pues
nuestras realidades los exceden por entero. La realidad del mismo mundo,
primero, que se nos va en sus extremos grados de libertad más allá de
todo lo que quiere circunscribirla, si es que quiere hacerlo no en un
poquitín, sino por entero. La realidad de nuestro cuerpo de
hombre/cuerpo de mujer, en una sola palabra, de nuestra carne, que, por
más que sólo fuera en una pizca, excede el cuerpo mineral y el cuerpo
animal. Pero una pizca que hace de nosotros lo que somos; que hace
posible lo que diríamos imposible. Que da al ser de lo que cada uno de
nosotros somos una complejidad similar a la del entero universo.
Creadores de corporalidades que desafían toda clasificación reductora.
Pues hasta nuestras propias corporalidades, que nosotros construimos con
nuestras manos, modelando la materia, adquieren capacidades
insospechadas por sus creadores. Ellas se nos constituyen en acciones de
belleza. Portillos por los que nosotros accedemos a la belleza; que abren
espacios en nuestra vida para que nuestras líneas de universo converjan
en un punto de más-allá por demás sobresaliente, pues punto que estira
de nosotros para irnos constituyendo en lo que, porque hemos de ser, ya
desde ahora vamos siendo. Todo esto que aventuro tiene que ver con la
analogía de un ser que se nos dice de muchas maneras, todas ellas
descubridoras de ámbitos creativos nuevos, diferentes, más empeñados,
más cercanos a la belleza. Una belleza que, estando en definitiva siempre
más-allá, estira de nosotros en nuestro acá que se convierte ya en un allá
de promesas y de esperanza.
Sólo en el ámbito de la analogía del ser se nos ofrece esa sorpresa
decisiva: la de ver cómo incluso nuestras corporalidades, las que nosotros
construimos para ofrecernos un conjunto de realidades, pues somos
animal de realidades, nos señala una realidad, realidad de belleza, que se
nos ofrece y se nos dona. Una realidad a la que convergen esas líneas de
universo que marcan nuestra acción de futuro hacia ese punto de más-
80
allá, punto W lo suelo llamar, que estira de nosotros, haciendo que
nuestras realidades se empasten y se acompasen a una realidad, realidad
de belleza, que en su estirar dándonos un ir siendo que aspira con firme
esperanza a nuestro ser en plenitud. En ese punto W, en definitiva,
resplandece quien es acto de ser, el ser en completud.
Es entonces cuando el pensamiento se nos abre. Ahí, como decía, el
conocimiento, la razón que ordena dando su huella más profunda a la
tríada deseo, imaginación y razón, se nos ofrece desde una realidad
donada. Este pensamiento, esta razón, es el logos, claro.
De otra manera el pensamiento se cierra sobre sí, en la carcasa, y
todo ser queda reducido por nuestro pensar a ente unívoco, reducible,
naturalizable. Se acabó, pues, la creatividad. No una creatividad ordenada
y teledirigida; pero sí la creatividad que se desborda en la creación de
belleza partiendo de la humilde materia. Y, más aún, la creatividad que es
el regalo que el Creador del mundo nos ofrece. El mundo es así don y
regalo, nuestro primer regalo. Está ahí en lo que él es, no en aquello a lo
que nosotros nos empeñamos en reducirlo. Materia, humilde materia, y,
sin embargo, explosión de creatividad que nos muestra su belleza. Una
belleza puesta ahí, si vale decir así, para nosotros, para que nosotros
también aprendamos a construir nuestras corporalidades mirando a la
belleza. A ir haciendo que nuestro ser en plenitud alcance en el
resplandor de la esperanza la fuerza entera de la belleza.
4 de diciembre de 2007 / lunes 10.12.07
GHK
Roberto Aretxaga, filósofo de la Universidad de Deusto, me
planteaba la cuestión de la vida extraterrestre en otros mundos. Hasta hoy
no había encontrado su lugar. La consideración de los abismos que
separan lo posible de la imposible-posibilidad me servirá para responder.
Prueba del nueve y ejemplo para ver el interés de pensamientos
aparentemente muy alejados de esta cuestión. Si el pensar busca la
coherencia, claro es.
Deben deslindarse cuestiones. Vida fuera de nuestra Tierra.
Inteligencia en alguno de los infinitos mundos posibles.
Visto el contexto de los planetas y estrellas que nos circundan, la
primera cuestión es la de considerar si las condiciones que se han dado en
nuestra Tierra, provocando el surgimiento de la vida en él, se procuran en
otros planetas. No pueden ser estrellas calientes, pues en ellas la vida no
alcanzaría a surgir por la temperatura demasiado elevada de la que
disfrutan; toda vida se volatilizaría. Deben ser planetas similares al
nuestro. Con suficientemente cercanía a su sol para que la temperatura
sea semejante. De otro modo se impediría la vida; al menos una vida
superior. No tan lejanos como para que el agua sea puro hielo, lo que
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disuadiría una vida superior. La banda en la que la vida puede nacer es,
pues, muy precisa.
Hacia la mitad del pasado siglo, con Haldane y Oparin, parecía
evidente que la vida había nacido en nuestra Tierra en lo profundo de los
océanos, en un medio intensamente reductor, y con una atmósfera muy
oxigenada. El proceso habría sido de una moleculización cada vez más
compleja, que poco a poco, siguiendo un proceso evolutivo, habría dado
origen a nuestra vida terrestre. Si fuera así, en todas aquellas “otras
Tierras” en las que se den circunstancias similares a las nuestras, podría
haber nacido la vida; mejor, se pensaba, de seguro que habrá nacido vida
como la nuestra. El proceso habría sido el mismo que aquí. Si las leyes de
complejificación evolutiva son las mismas acá que allá, en la Tierra y en
esas otras Tierras habrá nacido vida por igual. No hay sino ponerse a
auscultar las voces que nos vienen de ellas mediante sofisticados aparatos
electrónicos de escucha —como se ha hecho con abundancia increíble de
medios—, buscando ruidos celestiales en los que podamos descubrir
regularidades que nos indiquen la existencia de un lenguaje adviniente de
otros seres vivos como nosotros, en grado evolutivo parejo. Proceso de
descubrimiento de otros continentes y traducción de signos que indican
otras expresiones escritas que utilizan símbolos y gramáticas distintas a
las nuestras, pero conmensurables con ellas y, por tanto, traducibles.
Hasta el presente, que yo sepa, no se han oído todavía esas voces
celestiales. ¿Mañana? Quizá, pero eso lo hemos de ver mañana.
El razonamiento anterior, nótese bien, es límpido: va de un origen,
apoyándose en unas leyes —ambos supuestos conocidos con toda su
objetividad—, a lo que por posible se ha de hacer real. Se mira hacia atrás,
encontrándose un origen conformador, un experimento a gran escala que
en lugar de en el laboratorio se ha dado en la misma Tierra, de donde,
siguiendo leyes perfectamente determinadas, obtenemos resultados. Es un
proceso de clara cientificidad: cuantas veces repitamos el experimento, si
se hace conforme a las reglas establecidas, el resultado se ha de dar por
igual. Luego ha de haber vida en otras Tierras. No se puede poner en
duda que así sea.
Mas ¿es un razonamiento basado en un emperramiento racional?
Creo que no. Es un típico razonamiento que procede en el ámbito del ente
unívoco.
Vamos a ver algunos elementos de crítica a esta manera que me
parece poco racional de ver las cosas.
2 de diciembre de 2007 / martes 11.12.07
GHL
No creo razonable pensar que este gran experimento que se dio en
el laboratorio Tierra, cuantas veces la Naturaleza lo repita, en condiciones
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iniciales similares, dará idénticos resultados. Las cosas de la evolución son
más complicadas y, según dicen los grandes defensores del
neodarwinismo, como sabemos, no creo factible que haya una acción de
finalidad tal que en condiciones de similitud se han de obtener resultados
idénticos. La complejidad de desenlaces es tan grande que en ese proceso
se da una multitud cuasi infinita de especies. Esto me lleva a pensar que,
incluso en condiciones iniciales similares entre las otras Tierras y la
nuestra, los resultados hubieran podido ser por demás distintos, y acertar
con ese estrecho límite que lleva —en la vieja hipótesis— a nuestra vida es
mera casualidad. Lo cual sólo podría haberse hecho realidad en una
infinitud de mundos posibles.
Lo curioso es que, por la segunda mitad del siglo XX, Juan Oró y
otros científicos elaboraron una muy distinta hipótesis del nacimiento de
la vida en nuestra Tierra. Moléculas decisivas para la existencia de la vida
se habrían conformado en lejanísimas galaxias, y la casual confluencia en
nuestra Tierra de elementos que llegaron desperdigados hasta ella
viajando en meteoritos dio ocasión para que, conjuntándose en nuestra
Tierra, hicieran aparecer los elementos necesarios y suficientes para que
acá se diera el surgimiento de la vida. Esta teoría es la que ha sido
aceptada en los últimos decenios. Que se haya repetido en otras Tierras
esa enorme casualidad que se dio en la nuestra es ínfimamente
improbable. Puede, quizá mejor, seguramente se darán aquí y allá
elementos primitivos de vida, esquejes de vida; pero nada más.
En esta hipótesis, de nuevo, habrá que decir que sólo cuando ese
proceso de curiosa meteorización se repita un número infinito de veces en
un número infinito de mundos posibles, entonces, y sólo entonces, cabe la
posibilidad de que la vida haya surgido en otros lugares del cosmos.
Porque la probabilidad cero sólo puede dar ocasión a algo similar a lo
acontecido con la vida en la Tierra cuando se da un número infinito de
repeticiones, esto es, en la actualidad de una infinitud de mundos
posibles. La condición de posibilidad, en esta hipótesis como en la
anterior, pasa por la existencia actual de un infinito potencial, creados ad
hoc por nuestro pensamiento, siempre tan ansioso y sugestivo, para
resolver el problema.
Parece ser que, últimamente, la ciencia progresa una barbaridad,
una bestialidad, como decía don Hilarión: algunos científicos vuelven a
mirar con ganas la hipótesis de Haldane y Oparin. La verdad es que esta
era mucho más fácil de congeniar con una mirada materialista al mundo
que es el nuestro. Para el razonamiento que aquí intento pergeñar
importa poco que sea más plausible una hipótesis o la otra.
Como he esbozado brevemente, por tanto, hay respuesta a esa
pregunta siempre que nos adentremos en el ámbito del pensar en el reino
del ente unívoco.
Porque cualquiera de las dos respuestas a la pregunta, además de
ser un ámbito bien interesante de búsqueda de lo real, de lo acontecido,
de lo que las cosas son, se han contextualizado filosóficamente por
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algunos de manera que caben a la perfección en lo que he llamado el
reino del ente unívoco. Mirar a los orígenes. Orígenes siempre idénticos.
Aplicar leyes. Leyes siempre idénticas. Obtener resultados de esos
experimentos en que hemos convertido lo que sabemos en el acá para
aplicarlos, tal cual, a lo que acontece allá. Hacerlo con actitud férrea que
lleve las cosas direccionalmente desde unas mismas condiciones iniciales
y mediante unas parejas leyes a idénticos resultados: luego hay vida en
otros mundos.
2 de diciembre de 2007 / miércoles 12.12.07
GIC
Algo hemos visto sobre la vida fuera de nuestra Tierra. Vayamos
ahora a la inteligencia en alguno de los infinitos mundos posibles, pues
podría tratarse, quizá, no de una vida inteligente, por tanto de una
inteligencia encarnada, sino de una inteligencia desvinculada por entero
de la carnalidad. En una filosofía del cuerpo como la acá defendida no
tendría sentido alguno hablar de ella, pues para nosotros, la inteligencia
está ligada siempre a esa particular evolución de la vida que lleva a la
complejidad de un cerebro como el nuestro. Si se tratara de una
inteligencia carnal, hemos visto ya el esbozo de una respuesta a la
pregunta que nos traemos entre manos. Tendría que ser una inteligencia
de la Naturaleza misma. Pero no acabo de entender de qué manera esa
inteligencia se podría dar en el puro desvinculamiento de la carne. No
puede haber inteligencia mundanal que no sea vinculada a ella. En la
realidad mundanal, donde no hay carne faltan las mismas condiciones de
posibilidad de la inteligencia; de todo pensamiento; de toda comprensión
y explicación. Podría darse que se tratara de una inteligencia como la de
Dios. Pero entonces es claro que el Deus sive Natura no podría traducirse
por “Dios, es decir, la Naturaleza”, pues en la naturaleza —hay que
ponerla ahora en minúsculas, para referirnos a esta naturaleza que es la
nuestra, la de las cosas mundanales— no hay inteligencia fuera de la
carnal. ¿Cabría hablar de inteligencias angélicas? Puede, pero en todo caso
no se trataría tampoco de inteligencias en el mundo, de inteligencias
carnales, pues esos ángeles en nada compartirían con nosotros la
materialidad.
Es seguro que no podrá darse una inteligencia de este tipo excepto
si en algún remoto o cercano lugar del entero universo apareciera una
inteligencia que nada tuviera que ver con la experiencialidad cerebral.
Mas no podrá darse inteligencia de esa clase si allá no hubiera aparecido
en comandita con ella una carnalidad, tratándose, por tanto, de una
inteligencia carnal, encarnada. La inteligencia mundanal está ligada
inextricablemente a la materia. No puede ser de otro modo. Y lo que doy
por seguro es que, excepto en las películas de sobrenaturalidades, no hay
84
en el entero mundo una inteligencia descorporizada. De la misma manera
que acá no podemos construir ordenadores inteligentes —sí, por ejemplo,
más rápidos que nosotros en su funcionamiento calculatorio, etc.—,
tampoco allá la Naturaleza puede construirse a manera de ordenadores
suyos propios, también ellos ordenadores descarnalizados.
No viendo nada fácil que haya carnalidad fuera de esta nuestra
Tierra, parece del todo seguro que no hay vida inteligente fuera de ella.
Sólo podrían pensarse como reales cuestiones así, me parece, si nos
adentramos, como ya hemos visto, en ese ámbito de una direccionalidad
sin finalidad que arranca de unos orígenes que actúan de aquellas
capitula axiomáticas que, en el progreso de nuestro pensamiento, van
derivando proposiciones de respuesta, incluso recurriendo para ello a una
actualidad infinita real del infinito potencial. En una palabra, sólo cabe
una respuesta que es, me parece, puro emperramiento irracional que cae
por entero en el ámbito de lo que he llamado el ente unívoco.
Entiendo que desde que hablo de la vida extraterrestre en otros
mundos, mis pensamientos se convierten en un puro esbozo, marcando
líneas del pensar más que respuestas elaboradas. Es obvio. Pero valgan
como anuncio de posibles desenvolvimientos posteriores de un
pensamiento.
Queda por ver solamente, y también en un puro esbozo, la
respuesta que cabría dar a ese problema planteado desde el ámbito de la
analogía del ser, al que lo hemos visto en íntimo entremezclamiento con
una filosofía de la carne que platica con toda su fuerza de la imposibleposibilidad.
2 de diciembre de 2007 / jueves 13.12.07
GID
Hablar de infinitos mundos posibles es una trampa saducea. No los
podemos conocer todos. Tan lejanos que la información no ha tenido
tiempo de llegarnos todavía. Podríamos decir lo que se nos antojara de
ellos. Siempre que cumplieran nuestras propias reglas de racionalidad.
Pero entonces se ve claro: lo que ellos sean, su realidad, depende
inexorablemente de nuestro pensar. Sin sorpresas. Faltaría más.
Podríamos poner en ellos lo que, dentro de nuestras propias reglas,
suficientemente elásticas, como lo son, nos diera la gana. Sería como un
juego de niños en la plaza de su pueblo. Miran cuidadosamente desde la
alta torre de su iglesia y se dicen: ya he visto el entero mundo. Niños,
para colmo, un poco locuelos y atontolinados, pues no se dan cuenta de
que quedan encerrados, y enterrados, en el reino del ente unívoco. Que
rompen con la inmensa creatividad de nuestro mundo, de nosotros
mismos y de la realidad, para quedar enjaulados en un pensar canijo y
reductor. Para colmo, muy adecuado a los hilos de quienes quieren
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poseernos, y tan fácilmente lo consiguen cuando jugamos a esos juegos
reductores.
Desde el ámbito de la analogía del ser la respuesta vendrá dada por
aquella canción de la película de Hitchcock: lo que sea, será. No
intentaremos poseer el mundo, poseerlo con nuestro pensamiento, sino
estar abiertos a lo que él sea, lo que seamos nosotros mismos y lo que sea
la realidad. En toda su grandeza. Grandeza inconmensurable de
creatividad. Asombrosa conjunción de grados de libertad. Apenas si
nosotros podemos seguir algunas de sus líneas de desenvolvimiento con
nuestra acción racional. Acción racional, por supuesto, no de una razón
secante, logificadora, razón pura, razón de puras purezas, razón
inexistente, razón de ideologías, sino con la nuestra, razón húmeda, razón
sopesante, razón de emperramientos racionales. Una acción racional
abierta a toda novedad creativa. Quicio de una tríada —deseo,
imaginación, razón— con marcada direccionalidad que nos hace caminar
por esas líneas de universo convergentes que nos señalan lo que llamaba
el punto W. Punto de belleza. Punto de transparencias transfiguradas.
Lo que nos parecía imposible, lo que no entraba en nuestras
cuentas, aparece como realidad. ¿Quién podría haber adivinado el
nacimiento de nuestra inteligencia, siempre inteligencia carnal, claro es,
observando los primeros estadios del árbol de la evolución? En todo caso,
‘ese’ que podría haberlo adivinado somos nosotros mismos bien anclados
en nuestro hoy. Nadie, ningún ser mundanal, hubiera podido verlo en
aquellos tiempos. Sólo desde el ahora nos cabe el pensar adivinante. Lo
que rige nuestro pensar, por tanto, no es un principio de objetividad que
nos desvincularía de nosotros mismos para ponernos en algo así como el
punto de vista de Dios, como si fuéramos vicedioses —¿os acordáis cómo
en aquél libro sobre la historia del tiempo, del que se vendieron
carretadas de ejemplares en todas las lenguas del mundo, el científicoescritor daba la mano a Dios para irle enseñando cómo era su creación?:
el vicediós sabía más sobre la creación que el Creador—, sino el principio
antrópico. El conocimiento nunca es el conocimiento de un ‘se’; siempre el
de un sujeto.
Terminaré con estos temas —¿puede un filósofo dar por terminado
un tema?—, considerando que avanzamos mediante emperramientos
racionales. No pensamos cualquier cosa; nuestra acción racional sopesa
los asuntos con cuidado sumo. Pero tampoco nos emperramos
irracionalmente en que lo pensado ya es pensamiento para siempre.
Avanzamos por caminos meandrosos y extremadamente complejos,
siempre en busca de la verdad. No nos quedaremos, por eso, en ese
pensamiento tan fácil: bueno, eso es lo que yo pienso, tú piensa lo que
quieras. De nuevo, pensar así es reducirse al ente unívoco.
Hay que pensar realidad.
5 de diciembre de 2007 / viernes 14.12.07
86
GIE
Karlheinz Stockhausen ha muerto. Tenía 79 años. He oído cosas
suyas y sé de él desde que comencé a gustar la música. Él y Pierre Boulez,
su amigo de siempre. De este todavía tengo varios discos de su no muy
amplia producción: su legendario Martillo sin dueño. Sí de Cage —con el
que ando enrabiado y a vueltas desde hace años—, de Ligeti, de Berio, de
otros muchos; no digamos de los minimalistas, que me atrajeron desde el
primer momento. De Stockhausen, nada. Creo que ha sido una injusticia
por mi parte. Quisiera explicarme por qué fue así.
En música hay dos cosas que llevo mal: los ruidos electrónicos, a
través de banda magnética; el convertirla en sonidos de ambiente.
Entiéndeme. No es que esté en contra de que se haga música con ello.
¿Qué vendría a hacer un pensamiento así por mi parte? Sencillamente, ella
sola, no me provoca. No corteja mi sentimiento. Y el arte es una ‘religión
del sentimiento’.
Boulez con ocasión de su desaparición ha declarado a Le Monde que
quedará como uno de los grandes creadores del siglo XX. No lo pongo en
duda. Su influencia en la música moderna ha sido determinante; quizá
sobre todo, en toda esa banda ancha que no se vende en los anaqueles de
la música clásica. Piénsese en la música electrónica. Tanto él
personalmente con su música como a través del Estudio de la Radio de
Colonia, por el que todo el mundo de la música ha pasado; su actividad en
Darmstadt. Pocos hacedores de sonidos habrán tenido su influencia.
Estudió con el suizo Frank Martin y con el francés Olivier Messiaen —
recuérdese su maravillosa sinfonía Turangelalia—; su música nacía en el
centro mismo de la modernidad con la que comenzaba la segunda mitad
del siglo XX.
Boulez, comprometido desde siempre en la difusión de su obra,
sigue diciendo que era un descubridor, pero que igualmente sabía escribir
música. Tres años más joven que él, admiraba en el músico desaparecido
a un hombre, nos dice, a la vez muy utópico y muy pragmático, es decir,
añade, capaz de dar realidad a los proyectos más audaces.
En la palabra descubridor es donde está el misterio de mi
acercamiento a Stockhausen. Entiendo, lo he dicho varias veces, que
descubrir nuevas líneas de sonoridades y de maneras de hacer música, me
parece cosa por demás importante. En aquellos años lovanienses,
recuerdo todavía con extremado placer, en la Parroquia universitaria
francófona, preparada para la ocasión musical, un solo de contrabajo de
Luciano Berio, creo que tocado por él mismo, en el que el intérprete
aparecía en taparrabos y manejando su instrumento en puro baile
contorsionado, sin jamás desprenderse de él y de sus sonidos, aunque
tirados por los suelos y sosteniéndolo con los pies. Espectáculo divino.
Recuerdo todavía con sobresalto la música de aquella obra teatral de Bob
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Wilson, La mirada del sordo, que se produjo en el Espacio Cardin de los
Campos Elíseos parisinos. Música descubridora de nuevos horizontes.
Pero siempre horizontes de sentimiento. No de sentimentalidad
rosácea, claro. Pero sí de sentimiento. No me vale con que, simplemente,
alguien abra nuevas puertas. Aunque entiendo que el músico hace muy
bien en seguir su vocación, sus maneras, sus utopías, sus servicios. Y
Stockhausen lo ha hecho, sin duda, a maravilla. Él y Boulez, sobre todo él,
ha abierto mil espacios nuevos para la música. Debemos estarle
agradecidos por ello.
Para hacerme con su herencia, necesito que ella pase por mi
sentimiento. Porque a mí, escuchador de sus ruidos, lo que me provoca es
que lleguen a mis profundidades, a las profundidades de mi corazón para
hacerme otro.
Ay, ahora, muerto ya, es cuando deberé escucharle.
10 de diciembre de 2007 / lunes 17.12.07
GIF
¿O era Luigi Nono en un solo de saxo grave? La memoria no es
recuerdo notarial. Y fue toda una sesión de música. Y hace tantos años.
Todo se me trifulca.
Lo importante, el arte como religión del sentimiento. Como
producción no de la pura razón de racionalidad buscadora de novedades
logificadas, sino como manera de entrada en nuestra misma cordialidad
para hacerse con nosotros y, de esa manera, conseguir que seamos otros;
que seamos más. Apertura, mediante su creatividad al hogar de mi propia
creatividad, que se ve conquistada, enardecida y aumentada en grado
infinito. Sonidos artefactos, corporalidades, como les llamo —no meros
sonidos naturales—, que de misteriosa manera, entrando por la
sensibilidad de mi oído —sensibilidad que puede enseñarse, aprenderse y
ampliarse, no lo olvidemos—, se apoderan de mí, buscando hacerme otro.
Un otro que nace en el mismo fondo de lo que soy, mejor, de lo que voy
siendo, y parte desde ahí en busca de mi ser en plenitud.
Es verdad que, arreglando el piano, o produciendo sonoridades con
elementos electroacústicos, conseguimos ser más, pues capaces de
producir, de interpretar y de escuchar nuevos sonidos. El mundo de los
posibles se nos acrecienta. Partiendo, es claro, de lo imposible, de la
imposible-posibilidad; es esencial darse cuenta de ello. Y esto, en sí
mismo, es cosa buena. Verdad es que conseguir posibilidades musicales
que antes no existían es por demás maravilloso. Ars Nova y Guillaume de
Machaut lo hicieron en su día. Siglos de textura musical penden de ellos.
Quizá Stockhausen tenga algo del estilo; abridor de músicas para los siglos
futuros. Sin duda que es así. Lo vemos ya. Pero, con todo y con eso, no es
suficiente para mí. Quiero que se me haga gemido, como Machaut, porque
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me ha hecho cosa suya. Escuchador alelante de sus sonidos, de su música.
De unos sonidos que, esos sí, son música celestial. Que me haga llorar
porque no se han quedado en mi razón, en las meras orejas de mi razón,
sino que me han penetrado por los oídos fascinados hasta mi propio
corazón, hasta esa racionalidad tan ligada al deseo y a la imaginación.
Aunque, si de imaginación hablamos, Stockhausen ocupa uno de los
primeros puestos.
Vivo, pues, en el filo de una navaja: rechazar con mi razón
funcionadora aquello a lo que acuso de provenir de la sola razón
buscadora.
Quisiera hablar, si soy capaz de ello, de cómo es mi acercamiento a
la música, que entiendo como otro; corporalidad adviniente a mí. La dejo
estar junto a mí, que me entre dentro, que se haga conmigo, que me
aprisione en su misma belleza. No me entra por la cabeza, sino por la
escucha, y hasta el hondón de mí mismo. Busco que me haga sentir. Que
me ilusione en lo que es. Que me descubra todo eso que todavía no soy y,
con ella, voy a comenzar a ser. Que llene por entero mi cordialidad, mi
corazón. Que no se me pegue a la mera oreja, sino que por el palpar
sonoro llegue a mis más profundas profundidades y se aposente allá, en
lo más escondido de mí mismo, para hacerse conmigo y hacerme más.
Aposentándome en el ámbito embriagador de la belleza. Para que, desde
ahora, ese sea mi más pura realidad. Para que toda mi carne sea
transfigurada por ella. Que la oiga como instrumento vibrante, porque
ella ha conseguido de mí hacerme aparejo de sus sonidos; que quede
embrujado por ella. De modo que ya no pueda ser yo mismo el que fui,
sino el que soy, el que voy siendo hacia esa plenitud que siento se me da
más-allá.
10 de diciembre de 2007 / martes 18.12.07
GIG
Al no tener clase esta mañana, corrí despendolado y entre alaridos
sofocados a hacerme con cuatro discos de Stockhausen. He tenido que
esperar a su muerte para comprarlos. Sólo tenía suya una pequeña cosa
de piano. Lo he oído mucho, cuando escuchaba más la radio. Desde hace
muchos años en aquella reunión o festival, ¿no era en Darmstadt? Se
habló mucho de él, creo recordar que en aquella revista que se llamaba
Ínsula. Parecía que todos los músicos jóvenes iban en peregrinación para
verle, y se escuchó mucho la música compuesta por él. Nunca me
enganchó. Quizá porque se hablaba de ella como algo intelectualizado.
Porque, seguramente, se referían a él de manera muy técnica, y siempre
me han repelido quienes hablan del arte desde sus meras tecnicidades,
reduciéndolo a ellas. Lo entiendo, quien se dedica a la música
profesionalmente tiene una vida entera de aprendizajes de nunca acabar.
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Algo me ocurría, porque sí me enganchó sobremanera la generación
anterior, la de Arnold Schönberg y sus amigos Alban Berg y Anton
Webern. Me han fascinado. De manera muy especial, sus óperas. Pero esto
ya no me aconteció con Stockhausen. ¿Era más difícil? No, ahora,
escuchando Gruppen, pieza para tres orquestas escrita en 1955-1957, y
Punkte, de 1994, me encandilan, aunque tan tarde. Rebuscando en mi
interior, me encuentro con que, en aquellos tiempos, sólo hablaban de su
taller de música electrónica. Y ahí encontraba algo que no se hacía
conmigo. Que en nada me interesaba, pues me parecía una música
meramente descubridora. Y a mí lo que me fascina de la música es su
apertura a la belleza; cuando se arrejunta con ella. Lo que tiene de arte.
Eran tiempos, evidentemente, en que estaba bajo el benéfico
ascendiente de los amarillos Cahiers du Cinéma. Entiendo que me
influyera en la escucha de Stockhausen, sobre todo si de él se hablaba en
sus intelectualidades descubridoras, mientras que yo estaba arrecogido en
la visión religiosa —el arte como religión del sentimiento— y metafísica —
el pensar como búsqueda de la verdad, utilizando todo lo que somos, y
somos mucho, dirigida por la razón sopesante—. Ahí cabían muy bien,
por ejemplo, el Moisés y Arón, la Lulú y el Wozzeck, pero no tenían lugar
los sonidos electroacústicos porque sí, sin razón, como elemento de pura
modernidad, que hace que se les caigan las babas a los flamantes, y
menos aún los meros ruidos de la calle, los que oigo en cuanto salgo de
casa y echo a andar por Santa Engracia. Siempre me pareció que la
religión y la metafísica en la que se produce el arte era cosa más
interesante, más profunda, que allegaba más a lo que soy y a lo que
quiero llegar a ser, ser en plenitud.
Ya veis, puras disculpitas. Me pasó con Stockhausen lo que, unos
pocos años después me acontecería con Woody Allen. Rechazo total.
Duradero. De Allen, sin embargo, algo he cambiado pues ya he dicho que
Match Point es una película excelente, Sombra y niebla, una verdadera
genialidad. Ay, tendré que volver sobre mis pasos y recoger a Allen en lo
interno de esa mi tan amada religión. No, no y no. Stockhausen, puede
que sí —escucho ahora Kontakte, de 1959-1960, con material electrónico,
interesante, pero menos—, si deslío de él las calzoncilladas que me dan
grima. Pero ese buen Woody, no, no y no.
En el mientras tanto he comido con un delicioso puré de verduras a
lo belga, y me da que pensar algo curioso: probablemente soy un viejo
lleno de manías que no sabe expresar cómo y por qué le complace un
autor musical fuera de la pura invocación gritadora del ¡me gusta!
10 de diciembre de 2007 / miércoles 19.12.07
GIH
90
Un amigo que se pulsa los senos escribiéndome en mitad de sus
rudos trabajos me señala lo que sigue: «Los begardos que dicen que ellos
no son republicanos pero, ello no obstante, critican desaforadamente al
rey real, al que hoy por hoy tenemos; los que llaman rojos de mierda a los
políticos de la izquierda que nos gobiernan y pusilánimes de bajo perfil a
los candidatos de la derecha, son fascistas, sean lo que sean, parezcan lo
que parezcan o digan lo que digan y redigan. Periodistas fascistas, si
pendolistas fueren; historiadores fascistas, si por la historia pugnan. El
Estado, el periodismo y la historia son ellos. Sólo ellos están limpios de
ganga, todo lo demás es basura. Los que teniendo en sus manos
refrenarlos, no lo hacen, no defienden la libertad, sino el libertinaje. Sean
estos últimos agamenones o sus porqueros son también fascistas, puesto
que ellos y nadie más son la libertad. Son también ellos terroristas a su
manera: del verbo y de la idea por ahora, el día de mañana Dios dirá…
Poscritum: Ahora resulta que la culpa de que el PP perdiera las elecciones
del 11-M-2004 no fue la goma2Eco como se nos ha repetido
nauseabundamente, sino el bajo perfil de su candidato, que fue a dichas
elecciones con ellas ya perdidas o casi, ¡antes de la deflagración! Chasco
tan nugatorio no me he llevado jamás».
Juan Manuel de Prada, por lo que me envían, tienen también
palabras durísimas. No las copio pues son publicadas y muy públicas. Las
de mi amigo, tan sintomáticas del momento, son cavilosas consideraciones
llenas de zozobra de quien sólo se tiene a sí mismo, a su familia, a su
trabajo y a algunos amigos como yo. Por eso le doy aquí la palabra. Tengo
una ventaja sobre él, lo he confesado paralelipoménicamente, sólo
escucho música clásica. Este pasado verano tuve que comprarme una
nueva radio portátil. Le he dado sólo dos posiciones: apagado y encendido
en Radio Clásica. Acabo de oír, creo que por primera vez en mi vida, el
Helikopter-Quartett de Stockhausen, el cuarto disco que de él compré,
tocado, a más de los ruidos del rotor del helicóptero, por el maravilloso
Cuarteto Arditi, y me ha llegado a los entresijos del alma. De una belleza,
por fin, sobrecogedora. Bendito quien lo compuso y quien lo interpretó.
Lleguen esas bendiciones a quienes lo oímos.
Entiendo el nerviosismo sobrecargado de quien me escribe así.
Discrepo en una cosa: no es necesario llamar fascista a nadie. Pero sí
repito lo que ya dije el pasado año: el problema de los responsables es el
futuro. Un futuro que ya está a nuestras puertas y que no puede esperar
más. La Iglesia no puede hablar por esas bocas. La Iglesia no habla por
esas bocas. Si la Iglesia hablara por ellas, me temo que ya no sería la
Iglesia de Jesucristo. A lo más alguna iglesia cismática. Por favor, pido a
aquellos que tienen la responsabilidad: que la Iglesia hable por su boca.
Que nadie pueda confundir una boca con otra.
Estamos viviendo unos años en terrible revuelta. Son excepcionales.
Ya está la campana de su agonía sonando. Mírese lo que el partido en el
poder constantemente nos muestra. Se quiere convertir en un partido casi
de centro derecha. Pero no, han hecho mal, muy mal en estos cuatro años.
91
Nos han llevado al puro soliviante. Nos han enredado en mil problemas
que no lo eran o no era necesario que lo fueran. Nos han echado al fétido
charco. Dan ganas de pensar que nos han partido por la mitad.
Mas creo percibir cada día mayores voces que dicen: Basta ya.
Escuchémoslas.
10 de diciembre de 2007 / jueves 20.12.07
GII
He leído y volveré a leer con cuidado la alocución del Presidente de
la Conferencia episcopal española, Ricardo Blázquez, en la apertura de su
sesión plenaria. Inteligente y comedido, como siempre, y le conozco muy
bien hace más de treinta años, ambos diocesanos de Ávila hasta que la
vida nos explotó en las manos y nos lanzó a cada uno por diferentes
vericuetos en la labor eclesial. Me ha encantado la mesura de sus palabras
sobre los mártires y sobre la memoria de la cruentísima guerra civil. No
he entendido, sin embargo, la larga mención a Tarancón. Cierto que, dice,
celebramos su centenario. Pero, así como lo de los mártires nos habla en
un hoy sofocado y resplandeciente, a la vez, no entiendo a qué viene a
cuento esa larga remembranza. Sólo ocuparía un lugar similar si es que,
hoy, en el momento apretado en el que vivimos, estuviéramos en
situaciones similares de transición, digámoslo así, a aquellas en las que
colaboró, realizó y, sobre todo, representó. Si fuera así, en su alocución, la
larga mención de los mártires nos indicaría cómo debemos vivir nosotros
hoy nuestra fe y cómo entender que su beatificación no va contra nadie,
sino que es ejemplar para nosotros. Que con ellos compartimos una
misma fe; que en su límpida aceptación de la muerte por su testimonio de
Jesús encontramos dimensión maravillosa para cómo debemos nosotros
vivir ese ejemplo. En la plena interiorización. Jamás contra nadie. Dejando
la vida si alguna vez se nos quitara la firmeza humilde de nuestra fe en él.
Sabiendo que cuando haya que pedir perdón, lo haremos con toda
simplicidad. Pero un pedir perdón por no haber sido seguidores de Jesús;
porque, alejándonos de él, no hemos buscado la paz y la justicia. Dicho
según mis maneras, comparto todo lo que dice nuestro Presidente Ricardo
Blázquez. Y esto lo comparto por entero.
Entiendo que es de gente noble y elegante dar gracias. Eso siempre.
Pero mencionar al cardenal Tarancón ahora de esa manera, ¿significa que
debemos hoy hacer en nuestro momento social y político como él hizo en
aquél momento social y político de la transición a la democracia? Mas
¿son comparables los momentos? Se salía de un régimen y se buscaban
bases democráticas para nuestra sociedad. No era fácil. Tarancón, y todo
lo que él entonces representó en la Iglesia, lo hizo bien. Pero hubo un
antes y un después. Hablar desvinculándolo de ese antes y de ese después
me parece demasiado simple; poco histórico. Hacer un daguerrotipo de
92
aquellos tiempos, ¿en qué nos sirve para nosotros? ¿No es dar a nuestro
hoy una importancia ‘de transicionabilidad’ que, creo, no la tiene? ¿No es
ponerse bajo una sombra, bajo un ejemplo, algo así como tomar una
actitud? No lo entiendo.
¿Quizá
sea
una
mención
sutil de
aquello
a
lo
que
paralipoménicamente me referí ayer? Una llamada a la unión y al
consenso entre nosotros, convergencia intraeclesial, contando con
nuestros medios, al hecho de saber qué decir en una situación convulsa
como la que vivimos desde hace cuatro años, aunque quizá menos
convulsa de lo que los nerviosillos quieren hacernos padecer, y, en todo
caso, una convulsión ahora ya terminante. Lo que necesitamos, creo, es
unidad, que haya entre nosotros fuerzas centrípetas, unitivas, y no
fuerzas centrífugas, disgregadoras, que nos alejan de posiciones eclesiales
centradas en quien es su centro, desde el que extendemos toda la fuerza
de ese horizonte que, en él, el mismo Jesús, el Cristo, nos circunvala.
Los obispos tienen que darnos ejemplo de esa fuerza centrípeta que
nos centra y circunvala. No pueden disgregarse ni callarse. Tienen que
hablar palabras comunes de consuelo y de paz.
10 de diciembre de 2007 / viernes 21.12.07
GIJ
Cuando leas esto, tú estarás inmerso en las vacaciones navideñas,
pero yo lo escribo —el día de san Juan de la Cruz— todavía con la cierta
esperanza de que ya llegan pronto. Aunque, cada vez más, la Navidad
tiene un sarpullido que se le está convirtiendo en terrible cáncer, el cual
poco a poco la va devorando si no estamos con extrema atención para
evitarlo: todo está hecho por nuestros medios y tercios del rico epulón
para que aflojemos las cuerdas de la faltriquera y, entre hipidos de
sentimentalidad rosácea, gastemos buena cuenta de nuestros hermosos
doblones de oro. Que charcuteros y comerciantes jueguen a ese juego,
bueno, les va en ello la cuarta parte de sus ventas anuales. Pero ¿nosotros,
nosotros los cristianos? Si nos dejamos llevar por él estamos certificando
nuestra propia muerte.
Pues bien, todavía me dan vueltas por ahí algunos pensamientos
que se me introdujeron la última semana del pasado año litúrgico, con las
lecturas de ‘filosofía de la historia’ del profeta Daniel que hicimos en
aquella semana y con una palabras de san Pablo leída el día de san
Andrés, que nos rebotó por entonces: “y el mensaje consiste en hablar de
Cristo” (Rm 10,17). Quisiera reflexionar sobre esta coincidencia.
Una filosofía de la historia consistiría en un enorme y certero
designio de cómo y por dónde va la historia, la historia de los pueblos y
naciones, de los imperios caídos, emergentes, mandantes y decadentes, de
manera que podamos interpretarla y vayamos adivinando los camino
93
advinientes de reinos y países. Una historia, claro, que, aunque existan en
ella dimes y diretes, es dadivosa, es decir, va avanzando —en última
instancia, como gustan decir — en una línea de progreso ininterrumpido.
Las filosofías de la historia ilustradas, y más aún marxistas, se ceban en
ese axioma de una objetividad progresista. Incluso aunque nosotros no
quisiéramos colaborar en ese progreso inexorable. Si no lo aceptáramos
nos veríamos barridos por la propia historia. Todos comprendemos que
esto son paparruchadas de gentes que sólo tienen un pensamiento: en la
evolución de la vida y en la historia todo está inexorablemente
predeterminado. Son gentes que se han comido nuestra paralipoménica
creatividad, lo cual les ha provocado terrible indigestión.
Algún marxocristiano opinará lo mismo; no creo que debamos
pararnos ni un instante en ello. Otra cosa es que lo hagamos en teólogos
de valía como Wolfhart Pannenberg, sin duda uno de los grandes teólogos
vivos, sobre quienes, cada uno por su cuenta, hicieron sus tesis doctorales
en teología el Presidente y el Secretario de la Conferencia episcopal
española. Pues bien, el regusto que me queda de viejas lecturas de
Pannenberg es que Dios realiza que la historia se haga, dejadme que lo
diga de modo tan inconveniente, historia sagrada, de modo que haya un
progreso en la convergencia de nuestra historia hacia ese reinado de Dios
que ya llega. Debo confesar que encuentro en esta manera de entender las
cosas de la historia algo de la inexorabilidad con regusto predeterminista
que no me gusta, como si Dios nos llevara-hacia aunque no nos demos
cuenta, incluso aunque no lo queramos. Si llega a sus manos este
paralipómeno, seguro que tanto Ricardo como Juan Antonio
amigablemente me reñirán un poquillo diciéndome que me excedo en un
juicio tan sumario. Y seguro que es verdad. En todo caso, hay aquí una
preocupación honda que me queda sin resolver.
Por otro lado está la afirmación paulina. Para nosotros todo consiste
en hablar de Cristo. Esa es nuestra filosofía de la historia. Ese es nuestro
encargo y ese es nuestro adentrarnos en todo ese bebedizo que ponemos
bajo la advocación de historia y de su filosofía.
14 de diciembre de 2007 / miércoles 26.12.07
GIK
“Y el mensaje consiste en hablar de Cristo”. Aquí aparece, creo, una
manera distinta de ver la cuestión de la historia y su filosofía.
Un viejo amigo está haciendo un trabajo fascinante sobre Unamuno.
Conforme lo escribe me va pasando sus papeles. Es una tesis doctoral;
prefiero todavía no proclamar su nombre. Todo llegará. Además de
descubrirme, una vez más, unamuniano hasta los tuétanos, como ya sabía,
nos da elementos de reflexión sobre nuestro problema.
94
Esta misma mañana le escribía-e a mi amigo. Hace años pensé,
seguramente con razón, que casi todo lo que hasta el momento había
producido provenía en lo profundo de mis lecturas continuas de Ortega y
Gasset. Ahora me doy cuenta, decía a mi amigo en plena exaltación tras
leer sus últimas 35 páginas, que casi todo lo que quiera decir desde el
presente en el que me encuentro, mirando ya los felices días de la
jubilación académica, provendrá de Unamuno, pues entonces me dedicaré
a pensar yo mismo lo que él escribió con esa constancia y fuerza
dispersiva tan maravillosa que es la suya. En lo siguiente, me inspiraré en
uno de sus párrafos, hacederos todavía, en espera de que no se considere
como plagio lo que hago.
¿Progreso indefinido de la historia? Bueno, a los que están
afirmativamente en la interrogación, les hubiera gustado que escribiera
Historia, pero nunca me han gustado las historias. Para Unamuno, en
cambio, la historia, como obra humana que es, siempre está terminada. El
ideal está realizado en cada instante, lo mismo que la eternidad se cierra
en todo momento. Estad atentos. Siempre me ha gustado decir en esos
tiempos de espera en Adviento que lo definitivo es lo que se nos da en el
ahora en el que vivimos; que todo el futuro se nos ofrece en este ahora.
Mirad, pues, si a esto le añadimos lo que paralipoménicamente llamo el
juego de las carnes que se nos pergeña en la segunda de las tríadas, la de
carne enmemoriada, memoria que se nos hace carne de ahora, nunca
recuerdo de mero pasado, la carne maranatizada, nunca carne de simple
futuro circunvalante, con lo importante que esto es, sino que
retroductivamente se nos hace carne de ahora, la única que se nos da
como realidad —cosa curiosa el tiempo nuestro que se nos convierte en
temporalidad, nada que ver con el inventado por los relojeros suizos para
hacerse con nosotros—, lugar donde nos surge imparable la carne
hablante. Ahí, en ese juego carnal, se ofrece la historia. Hay punto W,
claro, pero es vértice de nuestras convergencias, las que se dan en nuestro
puro ahora de temporalidad. Lo circunvalante se ‘cierra’, por utilizar
maneras unamunianas, en nuestra propia carne. No una carne que
explosiona fuera de nosotros mismos hacia algún futuro por llegar, es
decir, fuera de ella misma, sino una carne que obtiene en ella misma su
ser en plenitud.
La nuestra, pues, carne hablante que habla de Cristo. Eso somos
nosotros y esa es nuestra historia, mejor, nuestra contribución a la
historia; a la historia que compartimos con los demás. Contribución
esencial, sin duda ninguna. Pues contribución en la que lo circunvalante
se hace centralidad de palabra. Palabra siempre creativa. Palabra, carne
hablante, creadora de nuevas maneras de ser. De serlo en lo personal,
pero, sobre todo, de serlo en lo societario, en nuestras relaciones con los
demás. Constructores de vida propia. Pero, todavía más, constructores de
sociedad, de vida social, de corporalidades nuevas en las que el mensaje
de Cristo se hace con nosotros realidad de encarnamiento.
95
Creación por nuestra parte de nuevas corporalidades impregnadas
de esta carnalidad crística, que se expanden como mancha de aceite.
14 de diciembre de 2007 / jueves 27.12.07
GIL
Prosigo robándole amabilidad a mi amigo. Para Unamuno el fin
moral no se encuentra al término de la acción. Está en su propio interior.
Es el mismo obrar de la acción. No es algo distinto y separado de los
medios con los que se produce, sino la manera de adaptarlos,
precisamente, a ese fin. No se da más allá de la acción, fuera de ella, por
tanto. De ser así, se daría fuera de nuestra vida, como algo ulterior a ella.
Al estar el fin en el interior de la acción, proseguimos unamunianamente
de mano de mi amigo, estamos dando fin a la vida en cada momento, en
cada ahora. En ese momento, en este ahora, se cumple la historia. De este
modo, el fin no está en un allá lejano, final, separado, pues, de la historia,
sino que está en su interior. Y aquí da Unamuno, siempre según mi amigo,
un ejemplo analógico lleno de sentido. De la misma manera que en cada
partícula de la hostia consagrada está Cristo entero, el fin de la historia
está en cada momento de nuestra temporalidad, el que vivimos en
nuestro ahora; cada uno de los cuales, por tanto, linda con el final. La
entraña de la historia de este modo no es que vayamos hacia ningún fin
que en ella se dé, sino que el fin viene a nosotros no desde un fuera de la
historia, desde un fuera de la temporalidad, desde un fuera de nuestra
carne, sino desde su entraña misma.
Paralipoménicamente solemos hablar de un más-allá, es verdad,
pero no es algo que se nos da en la mera exterioridad de nosotros mismos.
Por eso siempre he mostrado mi desacuerdo con el hecho de que el punto
W teilhardiano sea algo interior al mundo. Siempre he dicho que, por el
contrario, se nos ofrece en la realidad. Las líneas de universo de nuestra
vida, y por ello de nuestras acciones todas, convergen hacia él, pero lo
hacen siempre como cosa mía. Nunca es un punto de llegada en el mundo
ni un punto de abstracción, ni siquiera un punto en el que se me da algo
así como una Presencia, la de algún Otro, o cosa del estilo, por más que
sea presencia de lo Divino. Es un punto de encarnación. Algo, pues,
esencialmente mío, nuestro. En él se nos da nuestra carne maranatizada;
siempre en ese complejo juego de las carnes que se produce en la segunda
tríada. Punto de atracción carnal para mi propia carne, pues,
retroductivamente, mi propia carne se me da ya en él. Mi propia carne, es
decir, evidentemente, nuestra propia carne. No es un punto de llegada
exterior a mí, a nosotros, como si fuera la diana a la que apunta la flecha,
algo esencialmente distinto de ella, pero que, marcando una dirección,
señala una llegada, una finalidad; finalidad extrínseca a mí, por más que
vaya hacia ella, atraído por ella. En la que es nuestra filosofía de la carne,
96
ese punto es cosa mía, cosa nuestra. Por más que sea algo que se me da,
que se nos da. Y se nos da en su mima encarnación.
El punto W es, así, punto de encarnación que se nos da como lo más
certero de lo que somos nosotros mismos, mejor, como punto de
verdadera encarnación que estirando de nosotros nos ofrece la plenitud
de nuestra carnalidad, pues nos dona nuestro ser en plenitud. Por esto
que vengo diciendo, me parece, Unamuno tiene razón plena en lo que
dice. El fin moral no es un añadido a la acción de lo que soy, sino el
amejoramiento que conduce al ser en plenitud.
14 de diciembre de 2007 / viernes 28.12.07
GJC
Regresemos con los salmos tal como nos los enseña Jean-Luc Vesco.
Siempre junto a él, incluso a veces siguiendo sus mismas palabras, aunque
no lo señale en engorrosas notas. En cuanto pueda, me aprovecharé
también del maravilloso pequeño libro Salmos y cánticos, con nuestra
traducción litúrgica y atinadísimos pequeños comentarios y oraciones de
Luis Alonso Schökel.
Tras el 1 y el 2, salmos introductorios, comienzo el salterio.
Encuentra nuestro amigo, no el único ni el primero que lo hace, claro es,
que los salmos reales son la osatura del salterio. Su distribución parece
corresponderse con un principio deliberado de organización del conjunto
de los cinco libros que lo componen. El salmo 2 ha introducido el
conjunto con la promesa davídica que se lee en 2S 7,14, proclamando a la
vez la soberanía universal del Señor Dios y la seguridad que, en virtud de
esa promesa, dio a quien ha ungido.
A partir de ahora, en contra de lo que hice en las primeras series de
los Paralipómenos, seguiré la numeración de los salmos según la Biblia
hebrea, que de una manera un tantico compleja a veces añade un número
al de los LXX y la Vulgata, que es la que recoge la Iglesia en su liturgia.
Los salmos 18 y 20-21, que encuadran el 19, elogio de la ley,
celebran la realeza davídica. El primero de ellos hace un retrato real que
corresponde por completo al ideal trazado por el Deuteronomio (17, 1920): el rey, fiel a la ley, prolongará los días de su reinado en sus hijos; él
ha sido puesto como cabeza de las naciones, el ungido al que el Señor
concede su gracia es el mesías, el rey ideal que se espera por venir. Los
otros dos quizá hayan sido tomados del mismo ritual real. ¿No se lo había
prometido a su consagrado en el salmo 2? Por eso, el salmo 20 pide a Dios
que responda al rey en el día de su desgracia, que dé la victoria a su
ungido. En el 21 vemos cómo la petición ha sido escuchada, utilizando
expresiones que recuerdan el oráculo de Natán (2S 7,29). En el salmo 28,
8-9, recordamos que el Señor es un refugio de salvación para su mesías y
que salva a su pueblo. El salmo 41 cierra el primer libro del salterio.
97
Evoca lo esencial de lo que se pide al ejercicio real de la justicia: cuidar al
pobre y al desvalido. Por eso, David, bajo la protección del Señor, está
seguro ante sus enemigos, quien le conserva la salud y le mantiene
siempre en su presencia.
En el centro del conjunto que forman los tres primeros libros, del 2
al 89, está el salmo 45, el cual aporta la respuesta del Señor a la elegía
nacional que es el salmo 44: mi rey y mi Dios eres tú, le dice en un tiempo
de derrotas y desgracias nacionales que han llegado sin que ni él ni el
pueblo elegido le hubieran olvidado, y eso, le recuerda, cuando el Señor
le bendice eternamente, Pero no, el trono subsistirá —tu trono, ¡oh Dios!,
permanece para siempre—, los hijos del rey ocuparán el lugar de sus
padres y serán príncipes de toda la tierra. Tanto el Tárgum como la
interpretación cristiana (Hb 1,8-9) han visto en este rey al mesías por
venir.
Al finalizar el libro segundo el salmo 72 traza el retrato ideal del
futuro rey, su hijo, que asegura a su pueblo la prosperidad, tomando el
‘para siempre’ del oráculo de Natán de los salmos 2 y 41. Más allá de ese
hijo se perfila la figura del mesías, llamado a un dominio universal.
15 de diciembre de 2007 / miércoles 2.1.08
GJD
El salmo 84 suplica a Dios que mire el rostro de su mesías, que se
confunde con el de Israel. El salmo 89 cierra et tercer libro del salterio.
Constata el fracaso de la institución monárquica con el exilio a Babilonia y
la toma de Jerusalén. Efecto de que el Señor se encolerizara con su ungido
y lo desechara; sin embargo, le recuerda al Señor las promesas, promesas
divinas, efectuadas a David en otros tiempos, cuya realización viene
desmentida por el hundimiento del reino. El oráculo de Natán es
reinterpretado (89,4-5,27,36-38, 50). La alianza que Dios estableció con
David se extiende a sus descendientes (89,5,29-30,37). Si estos abandonan
la ley, Dios les castigará, pero no les retirará su amor (89,31-36). La
posteridad de David subsistirá como la luna y el sol (89,37-38). ¿Dónde
está tu misericordia que por tu fidelidad juraste a David? (89,50). ¿Ya no
contará el oráculo de Natán? El salmo 90 vuelve a gritar su indignación y
a replantearse la permanencia del amor divino, cuando desde lo más
antiguo, en el pasado más remoto, se pudo ver ya la fidelidad del Señor.
Los salmos del reino, 93-100, celebran la realeza divina que vencerá allí
donde los descendientes de David han fracasado. ¿No ha probado Dios su
amor desde la misma creación? (102,26; 104).
El salmo 101, davídico, esboza un retrato sapiencial del príncipe
virtuoso, nuevo rey davídico, que avanzará por el camino de los perfectos.
El salmo 105 evoca la alianza divina con los patriarcas, a los que
denomina ungidos y profetas, y en los que ve una figura anunciadora ya
98
de los sacerdotes y levitas de tras el exilio. Afirma así la protección divina
que debería recaer también sobre los responsables del Israel postexílico,
garantes de la única alianza, la alianza de Dios con su pueblo. Cerrando el
libro cuarto, el salmo 106 recuerda la historia de Israel desde la salida de
Egipto hasta el tiempo de los Jueces. Historia en la que Dios nunca cesó de
manifestar su amor a su pueblo, siendo un pueblo rebelde.
El salmo 110 cierra un pequeño grupo de salmos davídicos (salmos
108-110). Celebra la realeza universal y el sacerdocio perpetuo del mesías
por venir, asociado al reino del Señor, rey guerrero del que anuncia la
victoria en términos que recuerdan al salmo 2. Compromiso divino para
siempre que evoca de nuevo la promesa de Natán, pero lo que ha sido
prometido al rey es ahora el sacerdocio según el orden de Melquisedec.
Esta figura que en el AT sólo aparece aquí (110,4) y en Gé 14, retuvo
también la atención de la comunidad de Qumram. Ocupa un lugar de
singular relieve, nos dice Vesco, en la tradición judía. El día de la cólera
divina y el juicio de las naciones (110,5-6) dan a este salmo perspectivas
escatológicas.
El salmo 132, insertado en la colección de los cantos de subida al
Templo, retoma el oráculo de Natán, pero lo hace en una frase
condicional: si tus hijos guardan mi alianza y los mandatos que les
enseño, también tus hijos, por siempre, se sentarán sobre tu trono. La
dinastía davídica ha desaparecido, la condición divina no ha sido
cumplida, la alianza no ha sido guardada, sin embargo, Dios promete
hacer germinar el vigor de David y preparar la lámpara de su mesías
(132,17). Reconoce que la alianza estaba condicionada por la obediencia
de la ley (132,11-12). El salmo 144 anuncia la victoria final y la salvación.
La oración de David se prolonga en la de su pueblo. El salmo 149 retoma
la esperanza mesiánica del salmo 2.
15 de diciembre de 2007 / jueves 3.1.08
GJE
Todavía vamos a ver cómo, de una manera sutil, leyendo el salterio
como libro, desde su comienzo prologal de los salmos 1 y 2, encontramos
al ungido del Señor como personaje esencial de la colección de los 150
salmos. Sabemos que los tres últimos invitan a una alabanza universal, lo
cual permite suponer que la victoria divina será un día reconocida por
todo lo que respira y que se edificará un mundo que no sea más que
alabanza. Toda vida llegará a alcanzar su fin: dar gloria a Dios creador del
universo y dueño de la historia. Al dichoso con el que se abría el salterio
corresponde el aleluya con el que se cierra. De los 150 salmos, concluye
Vesco, no brota, finalmente, sino un único canto de esperanza. El mal será
vencido.
99
Hemos visto, así pues, el papel central que ocupa el rey David en el
salterio. A lo largo y ancho del salterio se ve su actitud como ejemplar:
Israel es invitado a adoptar esa misma actitud,
Mas todavía hay un lugar al que debemos asomarnos, lo que pocas
veces se hace. Me refiero a los títulos que bastantes de ellos llevan, pero
que sólo podemos leer en las biblias, pues normalmente se suprimen por
no considerarlos importantes. Se toman por meras cuestiones musicales y
de canto. Pero, leyendo esos titulillos, David aparece de continuo como el
servidor que ha sido librado por Dios de todos sus enemigos y, bajo este
aspecto, ha venido a ser ejemplar para nosotros. Son más abundantes en
la traducción griega de los LXX.
El título del salmo 51, por ejemplo, que menciona el pecado de
David con Betsabé y la visita del profeta Natán, nos hace ver cómo el rey
se convierte en tipo de quienes Dios ha librado a sus enemigos. Poniendo
los salmos bajo un tal patronazgo, el Israel postexílico, rodeado de
paganos y de enemigos potenciales, pide a Dios ser librado como lo fue en
su tiempo David. Ese título nos hace ver que el suplicante, incluso siendo
pecador, podía ser socorrido por Dios si, como el mismo David, se
arrepiente y hace penitencia.
Esos títulos, nos asegura Vesco, testimonian de una exégesis de los
salmos ya existente en el mismo AT. Por eso debemos fijarnos con cuidado
en ellos. Y esa exégesis que los títulos presuponen, prosigue nuestro
maestro en salmos, es ante todo espiritual. Todo lector de los salmos
rehace una experiencia que ha sido ya antes la de David. Nos invitan a
revivir esas experiencias en el mismo espíritu en que él las vivió. Quien
hace de los salmos su oración es invitado a vivir, por su parte, idéntica
situación con los mismos sentimientos. Este proceso de davidización
progresiva del salterio, continúa Vesco, se encuentra también en los
manuscritos de Qumran.
El salterio bosqueja así un retrato de David que hace de él un
maestro espiritual. A pesar de todas las desgracias que se abaten sobre
Israel, la potencia salvadora de Dios no desaparece. La libranza de la que
ha sido objeto, permanece ejemplar. Todos podemos recorre el mismo
itinerario espiritual que ha sido el suyo. Quien ha conocido la
humillación, recobra el éxito y la liberación de sus enemigos. El yo real es
tipo de la comunidad. La oración de David se hace la oración de todo el
pueblo.
Bien está. De la mano de Jean-Luc Vesco descubrimos una manera
espectacular y bellísima de adentrarnos en la exégesis de textos. Esta vez,
para nuestra enseñanza, en la exégesis y comprensión del libro de los
salmos. Lo hemos hecho, esto ha sido esencial, considerándolos no en su
individualidad, sino en su decisiva coherencia global en red.
15 de diciembre de 2007 / viernes 4.1.08
100
GJF
Esto es lo malo de un filósofo, dice aquí una cosa y enseguida
alguien, quizá él mismo, le hace notar cómo parece ir a contradecirse con
otras afirmaciones suyas. Y un filósofo, por pequeño que sea, ni entrará
en contradicción ni dejará de dar mil explicaciones convincentes para
evitar toda aporía. Tal nos pasa con la historia. Por apañarme con
Unamuno parecería haber negado la historia, mas cuando, por ejemplo,
hablo en torno a Aristóteles y aprovecho de ese hablar para mis propios
pensamientos, combato un tiempo cíclico que impediría la realidad de
toda historia. Mas, adentrado el filósofo en ese interés por mostrar la
inexistencia de incoherencias, también es verdad, abre creativas líneas de
pensamiento y explora nuevas regiones de la realidad.
Pero no me encuentro en disposición de meterme ahora en esos
difíciles vericuetos del pensar. La razón es clara, mientras tú, cuando leas
este paralipómeno, descansarás de los Reyes Magos con un día añadido de
vacación, ahíto o ahíta de fiesta, según, yo aún estoy a una semana de la
Navidad con los dedos sobre el teclado y la certeza de que no me saldría
nada en esas cogitaciones que, tonto de mí, me planteo.
En el mientrastanto voy leyendo un libro de aquella benemérita
colección de Aguilar encuadernada en piel marrón, a dos columnas. Es el
segundo volumen —no me he podido hacer todavía con el primero— de
La novela de la Revolución Mexicana. Doce novelas, ninguna larga, de
siete novelistas, totalmente desconocidos para mí. Estoy leyendo la cuarta,
Tierra, la segunda de las tres de Gregorio López y Fuentes publicadas en
este libro. Antes leí las dos de José Rubén Romero. Todas menos tres, un
poco posteriores, son de los años 30. Esto significa que es una mirada a la
revolución cuando ya está bien instalada en el poder priista. En el
segundo de los autores que cito, se nota. Llevo 274 páginas de las más de
1.100 del conjunto. Tras mi viaje por México, bueno, por la
‘monstruópolis fascinante’, tan corto, tan delicioso, me he quedado con
mono de sus paisajes, de su historia, de sus gentes. Leo estas novelas con
enorme gusto. No son geniales, mas leerlas me está alegrando el ojillo. Se
hacen conmigo, aunque, en el segundo de los novelistas, como
corresponde a quien es del régimen y escribe en esos años casi de guerra
cristera, los opulentos lo son de verdad y el cura siempre es su amigote.
Bueno, aquí, eso siempre es episódico, tributo al régimen. Mas hay otras
curiosidades y delicias. Las trochas, los valles angostos, las tortillas, los
caballos, las columnas que se mueven, la pequeña gente que se quiere con
humildad. Tengo la suerte de poder hacer una lectura que no sea
ideológica, y me pueden apasionar las películas de Eisenstein, no
precisamente fustigador del régimen leninista-estaliniano, aunque uno
deba atarse al palo mesana al atravesar el estrecho entre Scila y Caribdis,
ya lo he dicho alguna vez.
101
Ayer por la tarde, tras mucho dar vueltas, vi Las puertas de la
noche, de Marcel Carné, de 1946. El pasado año no pude pasar de su
mitad. Soy, lo he dicho mil veces, de los que se han hecho al mundo con
los primeros cien números amarillos de aquella revista de cine. No somos
carnesianos ni nos gusta el guionista Jacques Prevert. Y, sin embargo,
embebiéndome en el húmedo París nocturno de un blanco-negro
reluciente, con unos personajes en historias asombradas, dominados por
un Yves Montand jovencísimo, de una fragilidad poética excepcional, con
las escenas finales subyugadoras en las calles de ese barrio ancho y pobre
junto a los muelles, al oeste de París, se hizo conmigo.
17 de diciembre de 2007 / lunes 7.1.08
GJG
Realismo mágico. Suelen emplear esa expresión. En las escuetas
notas sobre Marcel Carné que ponía la película de ayer, la empleaba para
referirse a él y al guionista de muchas películas, Jacques Prevert, y de los
otros continuadores, decía, de Jean Vigo, el inventor del cine francés,
muerto muy joven; demasiado joven.
Esa misma expresión la emplean también para toda aquella
literatura que se escribía en castellano al otro lado del Océano en el
último tercio del siglo pasado, comenzando, quizá, por Gabriel García
Márquez.
Las novelitas sobre la revolución mejicana —me empeño en ponerlo
así, no sea que alguien, insensato o insensata, según, siga leyendo
meksicana—, sigo con ellas, son humildemente realistas. Cuentan las cosas
y los paisajes y las personas tal como están en sus vidas y horizontes,
como son, como les parecen, sin ningún elemento recóndito. Ni siquiera
hay complicaciones en las maneras de contar lo que relatan, sea porque el
tiempo es temporalidad quebrada, como en Juan Manuel de Prada en
aquella su maravillosa última novela, El séptimo velo, sea porque son
como el “Nouveau Roman”, pelmazas hasta hartar al lector amante de la
literatura y no de la progresidad. La celosía se llamaba una de las
primeras, si no recuerdo mal; de Alain Robbe-Grillet. Todo en aquellas es
simple como el agua deslizándose por el rumoroso reguero.
En Las puertas de la noche las cosas no son así. Enorme simplicidad.
En los planos de la estación elevada del metro con la que se comienza y se
termina. En las personas que nos van apareciendo. Reciben su unidad
como afines con la casa a la que todos se refieren. De día, las calles son de
un color gris normal para una vida uniforme de afanadas gentes
corrientes. Todavía no ha llegado el fin de la guerra. Corre justo el
invierno tras la liberación de París, con sus héroes y vendidos al
expulsado conquistador. Por la noche, en cambio, colores de una fuerza
de negro-blanco en violentos contrastes. Las calles, entonces, tienen otra
102
enigmática fuerza. Nos ponen ante las películas negras de los años
cuarenta; presuponen
el tercer hombre. La
historia
es de
entremezclamiento de los personajes. No importa demasiado qué les
acontece. Un pordiosero, pero alto y elegante en su dignidad, va viendo la
interioridad de personas y situaciones y es capaz de decir el futuro de
cada uno, su muerte. El loco. El ángel portador del destino. Nadie le toma
en serio. ¿Quién lo haría con el que te predice los males que han de
acontecerte? Pasa y apenas si es visto por los otros. Lo más que logra es
molestarles con sus impertinentes adivinanzas extemporáneas. Muere la
amada por los disparos del marido celoso, ella que es, además, hija y
hermana de los otros, entremezclada en las historias de los demás, sin
saberlo, sin quererlo. Muere en las manos de su marido conducido el
coche por el amante en los paseos y charlas de una noche. Cómo te
llamas, son sus últimas palabras que el marido transmite al conductoramante. Nunca nada me ha salido bien, nos confiesa, amigo que ha venido
a anunciar la muerte de su amigo a la esposa, pero quien resulta estar
muy vivo, aunque saliera malparado de su denuncia de resistente a los
alemanes por quien es hermano e hijo de un padre que siguió haciendo
con todos el mismo negocio.
Un discurrir de vidas humildes, sofocadas, llenas de cariños.
Intensos colores en blanco y negro, con la voz del destino al que nadie
cree, al que nadie toma en serio. Mas lo suyo se cumple inexorablemente.
Magníficos actores. Increíble colocación de cosas y voces.
Todo en una noche.
18 de diciembre de 2007 / martes 8.1.08
GJH
Realismo mágico. Por fin, me he comprado el álbum de 10 cedés de
Evgeny Mravinsky, durante cincuenta años director de la Filarmónica de
Leningrado. Los estoy oyendo. Nunca he sido fan suyo. ¿Por qué? Mis
manías —como tú dices, pues las tuyas son para ti acendradas
costumbres— se me han hecho acendradas costumbres —las cuales tú,
bien te das cuenta, sabes mis puras manías— y me han podido
seguramente. Su manera de interpretar a una orquesta que le obedecía
con comedimiento espartano, incluidos todos los días que quisiera
necesitar para los ensayos, es de un realismo prominente. Seco. Sin
concesión alguna al sentimiento, al menos a la sentimentalidad. ¿Qué
pasa, pues, con la música como suprema arte de la emoción?
Es verdad que esa sequedad austera puede electrizarte y arrastrarte
allá a donde no querías ir; a donde ni siquiera sospechabas que podrías ir.
Terreno, quizá, de las puras objetividades de los sonidos que compuso el
autor que interpreta. Sin añadidos. Casi sin corazón. Música que podría
llegar a quedar cerrada allá donde ni importa ni molesta. ¿Puede ahí
103
saltar la emoción cordial o se trata sólo de una emoción intelectual? ¿La
creatividad musical es enardecida por las maneras mravinskianas hasta
introducirnos en aquella religión exultada y exaltante que acrecienta lo
que somos en ese centro mismo de lo nuestro que se abre a toda la
circunvalación del horizonte de ese más-allá que, atrayéndonos, estira de
nosotros y nos hace ser en plenitud o, por el contrario, nos rebaja a
escuchar las bellezas de la objetividad racional de una música que se
haría finalmente puro ruido armonioso? Si fuera de tal modo, la música
habría dejado de ser peligrosa en cuanto que removedora de nuestras más
hondas internalidades.
Veo que alguien me dice con enfado: vaya, ya te has dejado devastar
por tus meras ideologías pamplinosas, tan tuyas, tan sin sentido ni
racionalidad. Puede.
Los ruidos musicales están puestos en su lugar exacto, en
conjunción exacta con los otros sonidos, en exacta metricidad. Pura
estrictez. Sin emoción. O de un sentimiento que surge de la rigurosa
precisión, pero que, así, no lo es pues falta el desmadre, la admiración
desaforada, la orgía de creatividad en que, a los ojos de quien la escucha,
se convierte ese conjunto inasible, trascendente. Mas, si en la
interpretación se cierra el chorro de nuestra propia creatividad de
oyentes so capa de tupir el grifo a los sentimientos, que se dicen
sentimentales, ¿no se nos ha cercenado de aquello a lo que tenemos todo
el derecho, a aquello que el compositor nos quiso regalar y que nosotros
fuimos a buscar en él, aunque, bien es verdad, sin saber siquiera que
habría algo por encontrar? La creatividad que se nos ofrece es una
estupefacción. No estábamos en ello, ni siquiera lo soñábamos. Parecía
imposible en nuestro horizonte de inmediatas posibilidades que son las
que se nos conceden a la mano. Y, sin embargo, con su ayuda, por su
medio, explotó nuestra propia creatividad y comenzamos a ser en
plenitud.
¿Desbarro al decir todo esto de la música interpretada por
Mravinsky? Ciertamente no en los dos discos en los que nos ofrece música
de Tchaikovsky, incluida la 5ª Sinfonía. Ah, sin embargo, bellísima,
electrizante a veces, 5ª Sinfonía de Shostacovich. Sonora, clara y poco
emocionante Música para cuerda percusión y celesta de Bartók —la amo
profundamente: nací a ella con veinte años en la interpretación de Eduard
van Beinum—. Parecería que Stravinsky pierde su tan sugestivo interés.
Vulgar Prokofiev. Difícil Bruckner —9ª Sinfonía—, capaz de resultar una
insufrible pelmada. ¿Es así? ¡No! Ya no sé lo que digo. ¿Baladí Beethoven?
¡Nefasto!
¿Realismo mágico? Ya no lo sé.
27 de diciembre de 2007 / miércoles 9.1.08
GJI
104
Una vez más nos encontramos en el corazón de lo que sea el arte y
de su relación con la verdad. Porque, sí es cierto, dejando de lado lo que
sea sólo privanza con el dinero y el negocio, lo cual tampoco puede
despreciarse y dejarlo abandonado así como así en la consideración del
arte, hay aspectos decisivos en él y en sus maneras de evolucionar que
tienen que ver con envolturas que no llegan a tocar lo hondo de nuestro
corazón. No cabe duda, en él hay momentos de ruptura, de revolución.
Rupturas y revoluciones que pasan, de las que se vuelve atrás, pero un
atrás que ya únicamente está delante. Pues la carne enmemoriada del
propio arte, de esa corporalidad pródiga en nuestras carnalidades, juega
con la carne maranatizada de los buscares de más allás, para convertirse
en carne hablante, es decir, en puro arte. No se puede hacer una disección
en él para decidir quedarnos con lo que ya no sería otra cosa que mera
sentimentalidad. El arte es carne, preñado del juego de sus carnes, o no
es.
Mas la cuestión se plantea cuando, dentro de ese conjunto complejo,
queremos mirar la obra de arte, aquella que nos golpea y se hace con
nosotros, con nuestro corazón. Porque los géneros y especies de lo
artístico y de los artistas y marchantes no nos mueven en esa admiración
que busca acercarnos a la verdad misma de lo que somos, mejor, de lo
que queremos ser y vamos a ser. Tampoco el estudio de pigmentos y
planos, de las urdimbres y el recontar los relatos. Conocer todo eso, lo
que saben a la perfección críticos y estudiosos, pedagogos, sociólogos e
historiadores que, si se dejan llevar de los mercadeos, lo que parecería ser
lo suyo, cierran los ojos a cualquier creatividad, los que chupan la tinta
cuando se acercan a un texto, es bien interesante. Abre las fauces del
conocimiento y de la apreciación. Pero ¿todo se queda ahí?
Entiendo que en un momento sea esencial la aparición de posiciones
rompedoras, maestros en ruidos que abran nuevas posibilidades, que se
aprovechen del humus de lo deleznable. Cervantes lo hizo con su Quijote,
quien salió a conquistar mundo y corazones germinando en la basura de
desaforados infolios mil. El Preludio a la siesta de un fauno de Debussy, La
consagración de la primavera de Igor Stravinsky o el Pierrot lunaire de
Schönberg tan rompedores, supusieron una renovación asombrosa de la
música; inauguraron caminos revolucionarios. ¿No acontece lo mismo
ahora con la música minimalista o con Ligeti o, quizá, con Stockhausen o,
hablando de intérpretes, con Nikolaus Harnoncourt y Gustav Leonhardt
en la música barroca? Todo fue diferente tras ellos. No lo olvidemos. No lo
olvidamos.
Mas el problema subsiste entero. ¿Qué hace al arte? ¿Cómo consigue
la música hacerse con nosotros los veedores penetrando al hondón de
nuestro corazón, hasta la asombrosa profundidad de nuestros
sentimientos? Nótese que, planteadas estas preguntas esenciales, no
queremos referirnos a lo que la música tenga que ver con el
conocimiento, sino lo que ella tiene que ver con la expresión de lo que
105
hemos sido, de lo que somos y de lo que vamos a ser. Pues la música es
siempre ‘música celestial’; el arte es siempre divino. Nos saca de un
nuestro estar aquí, enfeudados en lo que tenemos a la mano, porque pura
construcción nuestra que exploramos con nuestro conocimiento, para en
una sorpresa indescriptible abrirnos a la creatividad entera de la
imposible-posibilidad. El arte, entendido así, ¿cómo de otro modo?, es
negación del, ahora ya, mero mundo de los posibles del ente unívoco.
Encarnación en las corporalidades del ser analógico.
19 de diciembre de 2007 / jueves 10.1.08
GJJ
Ya no sé si sé algo, anunciaba. Las cosas van quedando dentro y se
hacen palabra. Opiniones acendradas que se van convirtiendo en
emperramientos. Lo que uno dice siempre, cada vez que viene a cuento o
a descuento. Pero ¿corresponden a la verdadera realidad cuando uno
actualiza en su rumiar, en su escuchar, en su sentir, aquello sobre lo que
habló, pues se le convirtieron en palabras? ¿No nace de aquí,
precisamente, la ideología? Las palabras opinantes del ahora se han
convertido en repetir aquello que, al parecer, en un momento fue el
sentimiento ante una música o una manera de interpretarla. Y la opinión
se larga con la autoridad de lo que fue, pero ahora resulta no ser o poder
ser de otra manera, pues las cosas de la música y las del sentimiento —el
arte, religión del sentimiento—tienen muchos perfiles y meandros. La
creatividad personal se ha acrecentado y puede acontecer que aquello no
correspondido entonces, ahora, sin embargo, encuentre caminos y líneas
de entendimiento, de aceptación. Lo entonces no visto ni oído ni
percibido, en el jugar de las carnes que se da en el ahora, el único tiempo
existente —otra cosa es la temporalidad, el tiempo de nuestra carne y de
nuestras más íntimas corporalidades, como es la de la música, del arte—,
se ve, se oye y se percibe.
¿Qué ha ocurrido? En primer lugar debemos preguntarnos por lo
que puede ocurrir. Y puede ocurrir que el saber de entonces se arrastre
como pura excrecencia apelotonada de una carne enquistada y podrida a
la que referirnos con lo que aseguramos para amansar nuestra conciencia
es saber-de-ciencia y no pura opinión de un momento, empujado por
tantas cosas y por tantas influencias que, siendo aquellas, se han
convertido en predeterminantes para nosotros en nuestro ahora. De modo
que repetimos como nuestro y para siempre lo que no es sino el reflejo de
una carne enfermada de puro haberse quedado allá en el mero recuerdo.
Siendo las cosas así, nos quedamos como petrificados en aquellas
opiniones a las que les damos ya sabor de ciencia adquirida para siempre.
Ya no deberemos enfrentarnos más con esta música o esta interpretación,
por ejemplo, sino que sabremos antes de escucharla lo que debemos
106
recordar y repetiremos como carne habladora propia. Ya veis, puro
emperramiento irracional.
Así, un proceso de sentimiento, de irse haciendo nuestro hondón de
cordialidad a la realidad de lo que sentimos y de lo que decimos, siempre
en ese tenaz juego de las carnes que nos hacen carne hablante, se
convierte en mero plagio de aquello que, estando en la primera
configuración de lo que supimos con lo que decidimos ser saber-consaber-de-ciencia, se nos convierte en pura excentricidad ideológica. Ya no
más de creatividad, pues todo se nos ha dicho para siempre. Aquello,
mediante la ideología, predetermina nuestras opiniones, nuestro
sentimientos y nuestras palabras del ahora. Por eso, viviendo siempre en
el ahora, nos encontramos en un recinto cerrado por la predeterminación
ideológica que nos arrastra hacia aquello que decimos haber sido,
configurador de lo que somos y seremos para siempre.
Cuando uno va ascendiendo en la escala de la experiencia termina
por ver cada vez más a quienes reaccionan a todo lo que se nos da en
nuestro ahora con palabras fijadas de antemano, teniendo para siempre
respuestas hechas y forradas de plomo. Se muestra una incapacidad cada
vez más radical para ver las cosas, las músicas y sus intérpretes, por
ejemplo, en su corporalidad real de su verdadera realidad. Todo parece
estar ya prefigurado. No hay capacidad de enfrentamiento novedoso con
el ahora, pues el ahora ya es cosa de aquél ayer decisivo y final.
20 de diciembre de 2007 / viernes 11.1.08
GJK
He leído un largo escrito, y luego he tenido una amplia conversación
con su autor, una persona de más de ochenta años, cómodamente
jubilado, excelente profesional en lo suyo, de aquellos que han sabido
utilizar muy bien su cabeza, porque la tienen y porque el trabajo se lo
exigía.
Habla de muchas cosas. Es muy bonito ver esos hablares de quien lo
hace subido ya en lo más alto de una larga e inteligente experiencia. Hubo
un punto, sin embargo, de grave desacuerdo. Cuando lo leí y, después,
cuando hablamos; aunque él decía que le había malinterpretado. Quizá.
Eso de la exégesis, como sabemos paralipoménicamente, es cosa harto
difícil.
Ante la cantidad de religiones que verifican estar en la verdad, y
guerrean cruelmente entre ellas, nos encontramos en un real callejón sin
salida. Él, mi amigo, es cabal cristiano. Sin dudar un minuto. Cree posible
encontrar un ámbito de acuerdo ante verdades reconocidas por todas las
religiones: no hagas a otro lo que no quieras que él te haga, por ejemplo.
Esas son verdades puestas en nosotros por el mismo Dios, quien nos ha
dado además un fuerte sentido común. Pues bien, la cuestión estaría en
107
encontrar aquellas verdades que pueden ser admitidas por todos, y que
de hecho todos compartimos, mientras olvidamos las cuestiones que sean
más particulares y polémicas, en las cuales no habría acuerdo, y sobre
aquellas construir algo así como una “religión civil” que nos una y nos
haga vernos unos a otros con buen talante, en vez de ese desamor que tan
frecuentemente se da entre las diversas religiones. Por supuesto, ahí, en
ese ámbito consensual, estaría el amor, que es Amor de Dios.
Intenté hacerle ver —¡no sé si con éxito!— que había ahí una
dificultad grave para los que somos cristianos: abandonaríamos esa
percepción tan clara y real que tenemos de que es en Jesucristo en quien
se nos hace visible el Dios invisible; que es en él, con él y por él en donde
se nos revela y hace realidad nuestra salvación. Esto, para nosotros, debe
ser irrenunciable si es que no queremos, precisamente, abandonar el
hecho mismo de la encarnación del Hijo de Dios que, luego, por nuestros
pecados, morirá en la cruz y a quien el Padre Dios lo resucitará,
enviándonos el Espíritu Santo y constituyendo la Iglesia. Nuestra carne no
podría jamás ser divinizada, pues Dios nunca se habría encarnado.
Abandonaríamos, pues, al Dios Trinitario.
Él, es verdad, añadía más cosas a su postura ecuménica. La
ejemplaridad del sufrimiento de Jesús en Getsemaní, donde
comprendemos la profundidad, ocasión y lugar que en nuestra vida
ocupa el sufrimiento, la corrección a los hijos por parte de sus padres,
etc., que no son males, sino maneras preciosas ofrecidas por Dios para
conducirnos por sus caminos de comprensión y de acción.
Intenté también hacerle comprender que su religión parecía basarse
sólo en la razonabilidad, que el llamaba sentido común, la acción de actos
de bien, tal como encontramos en nuestra común religión civil, y en esa
ejemplaridad a la que me acabo de referir.
Creí entender que en mi amigo se daba un peligrosísimo
deslizamiento de algo bueno, como lo que se nos ofrece en la Constitución
americana con respecto al papel de la religión en la sociedad civil y del
absoluto respeto a ella por parte de todos y de todo, en un plano de total
igualdad respetuosa con todos, o lo que se nos ofrece en el Decreto de
Libertad Religiosa del Concilio Vaticano II —recordad que hay un libro
precioso de Gerardo del Pozo sobre él—, al hecho mismo de la “religión
civil”. Aquello absolutamente aceptable. Esto totalmente rechazable.
24 de diciembre de 2007 / lunes 14.1.08
GJL
La
especial
algunas
escribir,
página sobre Mravinsky casi me ha desangrado. De manera muy
los dos últimos punto y aparte, tan cortos, en donde califico
de sus interpretaciones. De los textos que más me ha costado
que más me han removido por dentro y que me han dejado más
108
insatisfecho, mejor, menos seguro de lo que digo, con una inseguridad
tambaleante. Quise dedicar muchos ratos de las vacaciones de Navidad a
Aristóteles, y no llevo sino un continuo meditar sobre esos calificativos.
¿Por qué? Por una razón sencilla: sobre ellos descansa la teoría de la
ideología que sostenía. Pero si ellos, que querían ser la prueba de mi
teoría, me han sido tan costosos de escribir, si he cambiado tantas veces
poniéndolos y borrándolos, escuchando una y otra vez algunas de las
interpretaciones mravinskianas, ¿qué digo cuando acuso a alguien de
dedicarse a la ideología? ¿No seré yo mismo el ideólogo? ¿No seré yo
mismo quien cuando escucha una interpretación musical —no digamos si
se tratara de una música— le aplica los juicios raciocinantes que me
retornan de los viejos tiempos, como si las cosas me vinieran ya dadas por
el mi origen de manera predeterminada, como si fuera un papagayo que,
en cuanto oye los primeros compases de la interpretación, rebusca en sus
viejos ficheros, allí donde las cosas se le dan claras, y le aplica los
calificativos correspondientes?
Mas, entonces, de ser así, se habría roto lo más esencial de nuestra
manera paralipoménica de acercarse al arte y de dejarse arrastrar por la
belleza. Habría como un filtro que nada tiene que ver con ellos, filtro
ideológico, burocrático, para reanudar con viejos temas; un filtro del “se”,
el cual nos dice de manera segura y aseguradora cómo sentir, cuáles
tienen que ser los sentimientos que renazcan en nosotros cuando nos
ponemos a la escucha. No puede haber sorpresas, sino seguridades,
certezas allanadas. Acuerdos de lo que soy con lo que fui. De lo que siento
con lo que sentí. Pero, si esto es así, ¿no ocurrirá, precisamente, que en
aquellos viejos tiempos a los que nos retrasamos, ya esos sentimientos
fueron los que se introyectaron en mí, no a través del sentimiento, claro
es, sino de las ideas, de la seca razón, de la entonces ya pura ideología del
“se”?
Si fuera así, lo decisivo en lo que soy y de lo que siento estaría no en
este ahora en el que se me ofrece en pura creatividad de carne hablante,
habladora de sentimientos producidos en mí ahora, es esencial que sean
ahora, sino en un origen en el que se me dio para siempre toda
posibilidad de comprensión y de escucha. Ya no sería libre en mi
creatividad, sino que quedaría reducido a un puro poste repetidor de
señales que me vienen de aquél “se” al que fui enseñado, mejor,
adiestrado. Mi decir de ahora, pues, no sería otra cosa que un repetir
palabros en los que fui endurecido de antiguo. Alguien, por eso el
continuo “se”, introdujo en mi ser aquello a lo que debo reaccionar de
idéntica manera cada vez que se me presente lo que tengo escrito en la
burocrática ficha en donde constan, desde entonces, mis sentimientos de
ahora. Pero, siendo esto así, no hay sentimientos ahora, sino mera
repetición ideológica. El arte no será religión de sentimientos, sino juicio
repetitorio de lo que debo decir en cada momento, en un decir
manoseante de lo consabido. Porque el sentimiento no sería el horno
109
mismo de mi creatividad en el ahora en el que vivo, y sólo vivo en el
ahora, sino mera repetición de lo que “se” me mandó.
¿Quién me lo mandó?
27 de diciembre de 2007 / martes 15.1.08
GKC
He visto estos últimos días varios deuvedés, dos de ellos
maravillosos. Uno, antiguo, de los años cuarenta. Otro, nuevo, de los años
dos mil. El primero, de aquellas geniales películas del cine negro en su
década prodigiosa. Todo se va centrando en los colores de lo que se nos
muestra. Colores blancos y negros en violento contraste. No porque los
blancos sean los buenos y los negros los malos, ¿por qué habría de ser de
esta manera rezumante de racismo?, sino por la fotografía, por los actores,
por los encuadres, por el punto de vista en que se nos coloca para
contarnos el relato; porque el mundo, la vida es así. Escenas
deslumbrantes cuando, perseguidos, claro, entran en una fábrica en la
obscuridad abandonada de la noche. Pero el malo, que nunca conoció el
cariño en su existencia malograda, cuando lo conoce —¿es amor?, con
cariño ya es suficiente, aunque fuera el primer paso para el amor—, es
capaz de colaborar, aunque le cueste la muerte, en la derrota de los
epulones que venden el gas mostaza a los japoneses; estamos todavía en
tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Una joya lindísima.
El segundo, el último producto de un cineasta que terminó siendo
asombroso por sus maneras increíbles de su hacer cine. Más de treinta
personajes que, en 1932, pululan por los dos niveles de una vieja mansión
epulona. Los de arriba, los señores, incluso con sus colores más dorados, y
los de abajo, la legión de sirvientes, con sus tonos más velados, bellos,
pero sin fulgor. Casi en el último tercio muere apuñalado con cuchillo de
plata el señor opulento al que todos deben, todos buscan y todos odian;
mas el puñal se clava en un cadáver envenenado. Como si quisiera
inspirarse en algún argumento de Agatha Christie. Qué maestría en el ir
viendo, en el acompañarnos con la cámara en mil movimientos para ir
descubriendo personas en sus relaciones quebradas, en sus idas y venidas,
entradas y salidas, conversaciones entrelazadas; personas odiosas,
buscadoras de la cercanía del poderoso del que dependen o en sus vidas o
en sus dineros o en sus intereses. Casi todo en interiores magníficos del
deslumbrante caserón. Mil personajes que se reúnen para una cacería de
faisanes y sus mil criados y criadas. Todo ello en mezclamiento ardoroso.
Parece mentira cómo en el ir pasando junto a ellos de mano del genial
director de la película, los conocemos, tomamos partido. Nos enseña una
manera de vivir. Decadente. Moribunda. Pero en la que todos los enredos
de nuestra propia vida se expresan. Está tan bien hecha que, aunque
jamás antes la había visto, puedo decir sin ambages que es una de las más
110
hermosas películas que haya visto en mi larga vida cinematográfica. Su
director es un maestro. Todo parecería llevarme a que no me interesara
demasiado, o la considerara una hermosa película menor. Pero la
perfección del hacer es tan sublime, tan asombroso, me arrastra de una
manera tan decisiva, que se hace conmigo por completo y para siempre.
Me refiero a El cuervo, This gun for Hire en su título inglés, una
novela de Graham Greene —se nota en el sintomático personaje que es el
jovencísimo Alan Ladd—, de Frank Tuttle, de 1942, acompañado de la
inmensa pléyade de maravillosos técnicos por esos años: fotografía,
música, ambientación artística, montaje. Tuttle tuvo luego problemas con
el macarthismo y desapareció. Y la abracadabrante Gosford Park, de
Robert Altman, de 2003. De él sólo había visto antes El juego de
Hollywood, de 1992, y Vidas cruzadas, de 1993, todavía películas de
quien, ya al final de su vida, está aprendiendo para hacer una obra
maestra.
28 de diciembre de 2007 / miércoles 16.1.08
GKD
Haré paralipómeno de algo extrañante: Gosford Park, que no tendría
por qué haberme gustado en exceso, me capta hasta el puro deslumbre, y,
en cambio, La habitación del hijo, película de 2001 dirigida e interpretada
por Nanni Moretti, palma de Oro en Cannes, me ha dejado medio vacío,
cuando todo hubiera podido llevar a pensar que esta sí, que esta me
parecería el culmen de lo que me gusta, mejor, de lo que debería
gustarme.
Pues no, ya veis. Para mi confusión y explicamiento, quisiera
intentar declararme, aunque sé muy bien que a penas si lo conseguiré. La
plasta sangrante que acostumbran ser todos los extras —hay una
excepción: Claude Chabrol, fue cocinero antes que fraile, crítico de cine
sorprendente allá en los amarillos Cahiers du Cinéma—, no digamos si es
un segundo deuvedé completo, suele servir para anestesiar al veedor y
llevarle a todo ese ámbito que sólo tiene que ver con el cotorreo y la
aplicación de sabias ciencias a mis ojos para que termine por no ver; peor
aún, para que crea que ver es no ser veedor, sino recolector de tonterías
historicistas, de diversos cientificismos sobre la obra de arte; para
chafarme y que no sea veedor de ella. Pues bien, en la de Nanni Moretti
también hay extras. En un momento, se explica diciéndonos que desde
hace bastantes años quería ser psicoanalista en una de sus películas. Ese
es el corazón originario de la habitación vacía. Luego, siendo en la
película médico analista de los de la tumbadera, se va inventando una
familia modélica y una curiosa caterva de analizados muy locuelos, en
donde él es rey. ¿Qué pasaría si en ese antro profesional de buena paz,
irrumpiera la muerte súbita del hijo en el mar? Veámoslo. Analicémonos y
111
veremos de hacer discurrir la acción por los vericuetos que nos han de
parecer. Cuidado, no que nos han de aparecer, sino que nosotros, es decir,
Moretti y sus guionistas, haremos aparecer por arte de birlibirloque.
Entonces hemos de ver cómo la familia, asolada por fuerzas centrífugas
ante la muerte del hijo y hermano, diferente el padre, diferente la madre,
diferente la chica, va tomando las de villadiego, los enfermos también, y
la relación de su analista con ellos, por su no aceptación del hecho, se
hace imposible. Momento decisivo en esa familia cuando —nos dice
Moretti, esto es muy importante: nos lo tiene que decir en sus extras
extemporáneos a la misma película— los amigos del hijo y su hermana
organizan una misa funeral. Y nos lo tiene que decir en sus explicaciones
extras, porque ninguna expresión aparece antes en su relato. No tendría
que haber sido el quicio mismo de su película, pero en las explicaciones
de Moretti sí lo es. En ella, el cura dice las cosas que le interesan a los
guionistas, claro, esto es esencial, así después el psicoanalista-padre,
durante el desayuno, puede decir lo que nos tiene escondido en su
corazón: una violenta laicidad a la italiana, en la que explota su ira ante
las explicaciones parranderas de la brutalidad solitaria de la muerte. Los
extras —¿también la película que el veedor ha visto?— nos dan cuantas
explicaciones se quieran dar. Paparruchadas finales en las que aparece la
“novia”, que nunca lo fue, del hijo muerto, en su viaje de corremundos
autoestoperos con su amiguito de ahora.
Pero ya la gente ha pasado por el aro de la ideología, la suya,
racionalista hasta el desborde. Terrible confusión, en la que, es obvio, la
muerte del hijo es no más que un añadido a la situación del psicoanalista,
para ver, ideológicamente, qué acontecerá.
Ay, que yo quería hablar bien de Altman.
28 de diciembre de 2007 / jueves 17.1.08
GKE
Y hablaré de él. Me refiero a Robert Altman. Peliculero extra de mil
filmaciones, incluida la televisión, lo que da mucho oficio en la
construcción entrecortada del relato, y los movimientos del punto de vista
en que este se hace. Moretti parecería contarnos cosas de mucha
trascendencia. Altman, no. Sin embargo, quien nos llega a lo profundo de
nuestro interés y al hondón de nosotros mismos es este, no aquel. No nos
quiere rociar con una ideología, la suya, por bonita que sea, construyendo
toda su maquinaria para hacer que ella se transmita a quien vea su
película, sino que nos hace verdaderos veedores. Veedores de la belleza,
del movimiento de las personas y de las cosas, de sus relaciones,
negruzcas y traicioneras, sobre todo en los de arriba, o inocentes y
sensuales, sobre todo en los de abajo, pues gente con menos conchas, con
112
menguados intereses, más pie a tierra, pero capaces también de lo peor,
de lo más artero, del crimen.
Moretti busca hacernos de los suyos. Altman quiere que
contemplemos la enorme belleza de un mundo que contiene también
tanta insolidaridad y mezquinos intereses. Un mundo terminante;
nosotros le vemos dar sus últimas bocanadas. Mundo finiquitado el de
arriba; de la misma, también el de abajo. Una parábola de lo que nosotros
los veedores somos y vemos en nuestro propio mundo. Quiere mostrarnos
cómo la belleza, belleza del hacer, belleza del contar, belleza de los
colores y de las interpretaciones, belleza del rolls-royce negro y amarillo,
ya viejo para entonces, belleza de la insistente lluvia que cala hasta los
huesos a los de abajo, belleza insolente de la mansión con sus inmensos
pasillos iluminados con diferente luz si son los de arriba o los de abajo
aunque todavía más arriba de los de arriba están los cuartos de la
servidumbre, de la complicación de escaleras, en donde nosotros vemos
entrar y salir a las personas que viven en el relato, nos transforma en
veedores. Y, cosa curiosa, nunca son muñecos con los que se quiera
mostrar ideas y condenas de mundos sumergidos para siempre en el
polvo de la historia, sino nosotros mismos enlodados en las necesidades
egoístas de nuestra vida, una vida en la que, sin embargo, florece el amor,
la entrega, la bondad. Demasiado poco, es verdad, pero ahí está. Como en
la vida misma.
Belleza de las cosas. Altman no es un ideólogo. No va a rellenar de
aspectos carnudos sus ideas. Es un católico de raíz, es decir, alguien que,
como Hitchcock, pasa a través de la belleza de las cosas y de los colores,
de los relatos en los que vemos vivir y sufrir a nuestros personajes, como
nosotros mismos. Pero, sobre todo, pasa a través de la encarnación de la
belleza, pues esta nunca es explicativa, sino expresiva.
En fin, ya ves, me explico como un libro abierto.
Antes de terminar, y de que se me siga olvidando, es digno de
hacerse notar la extremada mala calidad que nos inunda ahora en los
deuvedés. Se aprovechan de películas que nunca habían aparecido antes y
con las que estas casas filibusteras están llenando los grandes almacenes.
New Columbia Classics, por ejemplo, tiene la gentileza de ponernos los
subtítulos sólo en portugués. Otros nos regalan con ocho o diez subtítulos
en serbocroata, etc., pero no en castellano. Más nefasto todavía,
Sogemedia, no da subtítulos, pero sí una irrisoria calidad de sus copias,
sus colores parduzcos parecen espurridos con la caca de algún
mamoncete hórrido en su descomposición; por ejemplo, El proceso de
Billy Mitchel, de Preminger. Hasta las carátulas son fotocopias fementidas.
Ver para creer. ¡Y cobran los precios más altos del mercado!
28 de diciembre de 2007 / viernes 18.1.08
GKF
113
Hoy y Ayer es la revista de los antiguos alumnos del Colegio de los
Jesuitas de Nª Sª de Begoña de Indauchu, en Bilbao. La recibo y leo con
gusto. Estuve nueve años yendo a pie enjuto mañana y tarde desde mi
casa, incluidos los sábados, cuando salíamos una hora antes de lo
acostumbrado. Sólo los jueves por la tarde y el domingo teníamos
vacación, aunque de niños al principio de la tarde teníamos cine en el
colegio, al que íbamos corriendo para ponernos en primera fila y ver las
películas de los buenos contra los malos que nos hacían gritar de modo
alegre y salvaje. Como parece que debería corresponder a una revista que
tenga que ver con los jesuitas, de resonancias más bien progres en
artículos aquí y allá. Mejor, en donde es obvia la progresía en la que uno
se mueve, en la que nos movemos todos, en la que nos deberemos mover
todos los antiguos alumnos de los jesuitas. El número del otoño del año
terminante —escribo esta página todavía al finalizar el año— está
dedicada al bilbaíno P. Pedro Arrupe, antiguo General de los Jesuitas. Lo
pone muy bien, cosa que entiendo y comparto. Quienes tuvieron trato
personal con él le quisieron a rabiar. Lo entiendo y comparto, repito.
Pero, sin embargo, en varios de sus artículos hay tics progres que me
llaman la atención. Veámoslos y, luego, intentaremos considerar por qué
se dan esos que llamo tics.
Hay un artículo de Iñaki Azkuna, alcalde de Bilbao, de donde copio
esta frase: «Seguro que hay santos con menos méritos que Arrupe, o dicho
de otro modo, ¿todavía persistirá el miedo en la Curia?, ¿el miedo al
cambio, a la novedad, a la transformación del mundo en uno más justo, es
decir, a lo que persiguió Arrupe?». Estoy convencido de que piensa como
cosa propia estas palabras —¿quién no?—, mas os recuerdo lo obvio, no
sea que, leyéndolas, se os espurree el pensamiento: Azkuna es alcalde del
PNV y, sobre todo, alcalde del régimen, es decir, del Régimen que
gobierna con democrática mano férrea desde hace treinta años en esa mi
tierra, mejor, una de mis tierras más queridas.
Pedro Miguel Lamet, biógrafo jesuita del P. Arrupe tiene un largo y
laudatorio artículo. ¿Alguien mejor para escribirlo? Emocionante en varios
momentos. «Desde entonces —su experiencia de la bomba atómica sobre
Hiroshima, donde se encontraba, el 6 de agosto de 1945—, Arrrupe iba a
permanecer joven y libre, además de profético en el sentido bíblico del
término». Esta es la luz que va a iluminar todo lo que venga en la vida de
Arrupe y todo lo que de ella diga Lamet. Pronto sabemos lo obvio, al ser
elegido General «ya había dado la vuelta al mundo y había vivido una
continua experiencia internacional, pero bien diversa de la de Karol
Wojtyla». Habla, con razón, de la onda explosiva que significó Arrupe, la
cual «se extiende a todo el mundo, respondiendo a los desafíos de los
años sesenta y a la era postconciliar». Así lo caracteriza Lamet: «era un
líder indiscutible del postconcilio, seguido y admirado por el ala
renovadora, entonces mayoritaria, de la Iglesia». Empiezan serios
problemas con la Santa Sede. Ya Pablo VI comenzó «a asustarse en su
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última etapa de las consecuencias ambiguas creadas por la revolución
espiritual que había provocado el Concilio Vaticano II en la Iglesia». Juan
Pablo I tenía preparado «un discurso muy severo a los miembros de la
orden ignaciana», pero murió demasiado pronto. Doy por conocidas las
borrascosas relaciones con Juan Pablo II; quizá, sobre todo, con quienes le
rodeaban, especialmente cuando quedó apartado durante años por una
trombosis.
29 de diciembre de 2007 / lunes 21.1.08
GKG
Sigo con el Arrupe de Lamet. Es posible que no sólo las relaciones
fueran difíciles, sino que hasta la simpatía de Juan Pablo II por el enfermo
fuera como se desprende de algunas anécdotas. «Es claro que el Papa
venido del Este no podía comprender el diálogo con el marxismo o el
apoyo de Arrupe a los movimientos relacionados con la teología de la
liberación, además de la nueva inmersión secular de los jesuitas en
puestos de frontera». Sobre esto volveremos.
Es verdad que más tarde el papa le fue a visitar tres veces a su lecho
de enfermo: «las fotos muestran un Arrupe dulce y obsequioso frente a la
mirada correcta pero distante del Papa». Habla de una foto anterior que
dio la vuelta al mundo que «reflejaba sin lugar a dudas una mirada
severísima de Wojtyla al general de los jesuitas». Puede, pero los
hacederos de la revista han tenido la osadía de poner al comienzo del
artículo una foto que pone la carne de gallina: un emocionadísimo
enfermo terminal de pie, que es besado tiernísimamente por el papa. Mala
suerte para nosotros los lectores, que deberemos creer los decires, por
encima de nuestros propios ojos. Pero, es verdad, el papa dio un golpe de
mano, como le llama Lamet, no conforme a las Constituciones de la
Compañía. Las cosas se arreglaron luego con la elección, en vida todavía
de Arrupe, del general que ahora lo va a dejar, Kolvenbach.
Prosigue Lamet. «Es cierto que los religiosos sufrieron también el
embate del descenso de vocaciones. Sólo los jesuitas perdieron más de
diez mil miembros. Pero, como Arrupe decía, la crisis había que inscribirla
en un cambio global, una transformación del mundo y una caída de los
viejos valores que debía encontrar nuevos cauces en el shock que vivió el
mundo en los años sesenta». Los religiosos, continúa, «gozan a veces de
gran libertad para la denuncia profética e incluso para la crítica interna
de la Iglesia. Ajenos en su mayoría a la ambición de cargos o “hacer
carrera” en la institución, preocuparon al Papa en su nueva línea de
comunión unificadora de la Iglesia. En casi todos los movimientos de
liberación y deseo de purificación de la institución eran religiosos muchos
de sus líderes». Más aún, «las medidas del cardenal Ratzinger se dirigen
115
en buena parte hacia teólogos, periodistas, profesores y formadoras
religiosos».
Luego, Lamet sigue hablando bien de Arrupe. Y hace bien con ello.
Pero ¿no hay en lo que os acabo de señalar una tendencia irrisoria a
hacer ver que hay unos buenos y unos malos? Los buenos, Arrupe,
arropado por los mejores de entre los religiosos, por los teólogos de toda
liberación, por los santos y seguidores del Jesús bueno y pobre, mientras
están los malos, rodeando como falange prieta a Juan Pablo II —y por la
cita, supongo que seguirá la cosa idéntica con Benedicto XVI—, sus
burócratas Curialistas y condenadores de toda creatividad espiritual y de
un seguimiento de Jesús que luche por los pobres. Eso se daba en aquellas
películas de los domingos a las cuatro de la tarde, pero no en la realidad
que tú y yo, empedernidos paralipomeneros, conocemos bien. Creo que
en nada son así las cosas. Debe ser maravillosa esa tendencia a creerse y
hacer que nos creamos que ellos y nosotros estamos entre los buenos, con
nuestros níveos vestiditos y nuestros blancos caballos, chupando cámara
que nos ve obsequiosamente desde abajo, para realzar nuestra figura,
mientras los otros, los malos, van de negro y en caballo como luzbel,
aplastados contra los viles interese del suelo por la toma desde arriba.
Bien, quizá sea verdad. Mas, quizá no.
29 de diciembre de 2007 / martes 22.1.08
GKH
En la misma revista hay otras páginas de Jon Sobrino, desde hace
tantos años en Centroamérica, en El Salvador, uno o dos años mayor que
yo en el Colegio de Indauchu. Ofrece un hermoso recuerdo del P. Arrupe,
de sus desacuerdos iniciales, graves, y de sus acuerdos finales. «En
Nicaragua, en medio de inmensos problemas eclesiales, defendió “el
apoyo crítico” de los jesuitas al sandinismo», y poco después, «pienso que
para él ver surgir una Compañía un poco más parecida a Jesús de Nazaret
y con numerosos mártires por la justifica, fue una causa de alegría». Me
voy a fijar en estas palabras.
Pero antes, quisiera hablar de un recuerdo que siempre me ha sido
muy vivo. Ignacio Ellacuría era rector de la UCA, universidad
centroamericana de los jesuitas. Recordad que un día fuerzas
paramilitares asesinaron a siete personas en esa universidad. El primero
de ellos, el propio Ellacuría. Pues bien, muy pocos días antes estuvo en
Salamanca, en la Universidad Pontificia, participando en una reunión de
rectores de universidades católicas. Mi rector me dio el encargo que
estuviera todo el tiempo con el de la UCA, en previsión de que hubiera
alguna dificultad o aburrimiento. Junto con María Teresa Aubach, unos
años antes, le habíamos invitado a conferencias multitudinarias en
nuestra universidad; lo conocía de eso no más. En esta última ocasión
116
estuve varias horas con él. Hablamos mucho y con enorme simpatía.
Insistió, sobre todo, en la terrible situación en la que se encontraba.
Partiendo de una posición favorable a las revoluciones sandinistas y
centroamericanas, que había apoyado con toda la mucha influencia que
tenía, por lo que se había conseguido la enemiga feroz de los
contrarrevolucionarios, llevaba un tiempo de máximo desaliento, pues,
habiendo comprendido que debía predicar a diestro y siniestro la paz
entre los contendientes tan radicalmente enfrentados, que con la
violencia sólo se generaba mayor violencia y menor posibilidad de salir de
ella, con el sufrimiento terrible del menudo pueblo, había comenzado a
hacerlo con todo su vigor. Así, decía, estaba consiguiendo que sus
anteriores amigos se le hubieran convertido en acérrimos contradictorios,
por lo que, terminaba, estoy convencido de que tanto los anteriores
enemigos como los nuevos enemigos quieren acabar con mi vida.
Cualquiera de ellos, insistía. No pueden soportar mis posturas de paz y los
esfuerzos por predicarla y conseguirla. Pocos días después nos enteramos
de la terrible matanza.
El día que pasamos juntos, sólo comenzar nuestras conversaciones,
faltaría más, le recordé cuando dio sus sonadas conferencias sobre Zubiri
en la Universidad Pontificia de Salamanca. También le recordé la postura
que una tarde, con el aula magna llena hasta la bandera, presentó de
manera tajante su postura diciéndonos, a pregunta mía, que el futuro
eclesial y político pasaba por lo que entonces estaba aconteciendo en
Centroamérica, en su teología de la liberación y en la colaboración con las
fuerzas revolucionarias marxistas, no en lo que por entonces comenzaba a
ocurrir en Polonia con su sindicato revoltoso. Esto le parecía cosa sin
importancia ninguna y, peor aún, lo veía como posturas procedentes de
fuerzas retrógradas y marginales, sin importancia histórica alguna de
futuro. Se puso más bien triste: entonces pensaba así, reconocía
endolorido, pero me equivocaba de medio a medio; las calificaciones
hubieran tenido que ser exactamente las contrarias a las defendidas
aquella tarde.
No quiero insistir más, sólo hacer ver que una actitud de rotundo
encuadre ideológico también aquí es peligrosa en extremo; peor aún,
nefasta. Nos hace ver que debemos decir ahora lo que entonces “se” dijo,
en postura de predeterminación. Paralipoménicamente lo sabemos bien.
No me fijaré en aquellas palabras citadas arriba. Me da lacha,
demasiada pena. Otro día, quizá.
29 de diciembre de 2007 / miércoles 23.1.08
GKI
Fidel Castro acaba de hacer unas declaraciones curiosas tras
cuarenta y ocho años en el absoluto poder de Cuba. Se ha dado cuenta de
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que no debe aferrarse al cargo, pero nos confiesa, según nos dicen, que se
prendió al poder por exceso de juventud y escasez de conciencia. Parece
haber dicho más aún, que no debe obstruir el paso a personas más
jóvenes; lo que él puede aportar es experiencia, cuyo modesto valor viene
de una época excepcional. No sé si serán verdaderas, pero en todo caso
han sido bien encontradas, como dicen los franceses. Curioso, ¿no?,
parecerían provenir de los labios del mismísimo Francisco Franco. Pero,
claro, lo que en este debe ser deleznable por consentimiento de ahora —
¿entonces también?—, a tantos y tantos de los nuestros, de los progres de
abolengo, de los cercanos a poderes reales, contantes y sonantes, incluso
gubernamentales, música celestial tocada desde casi siempre, vistos los
años y diversas circunstancias que ya han pasado, en aquél parece
debiera ser comprendida y aceptada con grandes consideraciones, pues
Castro es un tipo bien —los malos, los verdaderamente malos son los
otros, bien sabes quién— en el fondo.
Puro horror.
Hace unas semanas aconteció en el periódico que nos manda, El
País, algo inusitado. Parece ser que los dos tercios del conjunto de los
periodistas que lo constituyen se sublevó en una carta al director contra
un editorial del 10 de octubre pasado del mismo periódico sobre el Ché
Guevara, que titulaba “Caudillo Guevara”. Se metía con eso de que la
disposición a entregar la vida por las ideas aparezca al romanticismo
europeo digno de admiración y de elogio, cuando no es sino un «siniestro
prejuicio». Nótese que esto se dice a propósito del Ché, pero caben en
idéntica afirmación muchos más y con mayor veracidad aún, tú lo sabes.
Rechaza, sigue el editorial, que la violencia sea fecunda. En realidad, esa
disposición «esconde un propósito tenebroso: la disposición a
arrebatársela a quien no la comparta». Hago notar de nuevo algo
importante: una vez que se diga raciocineramente, por ejemplo, que las
religiones son ideas pervertidas, se abren en extremo las cuerda del saco.
El Ché perteneció «a esa siniestra saga», continuada desde nacionalistas a
yihadistas, «que pretenden disimular la condición del asesino bajo la del
mártir». Por más que diera su vida por ellas, prosigue, sus ideas procedían
de un enorme sistema totalitario que no ha dejado sino «un reguero de
fracaso y de muerte». Nos basta con esto.
Pues bien, me entero de que una enorme proporción de miembros
de la redacción del periódico ha considerado injusto e inadecuando el
editorial. Para ese grupo de más de dos centenares de periodistas, la
figura del Ché les parece compleja y con luces y sombras, lo que, en su
opinión, hace que no merezca calificarle de mártir asesino. Los firmantes,
según parece, se dolían de que el editorial no abordaba la figura completa
del personaje y de que lo tratara como si no hubiera una escala de grises.
Me encanta eso de la escala de grises, como en las películas negras
de los cuarenta. Lo hemos visto con amplitud en días pasados.
Dos cuestiones se me presentan dignas de mucha consideración, que
me dan tremendo repelús. La primera: la doctrina del editorial podían y
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debían haberla enunciado hace bastantes décadas, y, creo, no lo hicieron.
La segunda la tengo casi aún por cosa peor: piensen los firmantes si sus
firmaciones no pudieran venir como anillo al dedo para alguna
reconsideración del papel de Franco en nuestra historia durante tantos
decenios. Quizá con una diferencia, este dejó la economía, por ejemplo,
muy bien encarrilada. Los otros, no.
29 de diciembre de 2007 / jueves 24.1.08
GKJ
Me encontré con Óscar García Muñoz por la calle. Antiguo alumno
de la Facultad con el que sostuve una buena y discreta amistad. Mientras
él iba a no sé qué burocracias por si pudiera completar sus horas de clase
en lo oficial, insuficientes para un sueldo conveniente, con algo en la
privada, yo venía a casa desde la Parroquia, tras hacer unas compras. No
es fácil encontrarse en Madrid fuera de los ámbitos comunes. Charlamos.
Me comentó que lee estos Paralipómenos. ¡Bendito sea! Al menos ya tengo
a otro que lo haga. Me dijo también lo que yo sabía: los dedicados a todo
ese mondrongo de los posibles y de la vida fuera de la tierra eran duros
de pelar. Sólo los ha leído por encima, me aclaró. Lo comprendo y es
verdad, no eran cosa fácil de echarse a los ojos.
Esto, y para pasar el tiempo, me hace volver a mi idea de origen que
no sé si ha quedado herrumbrada en demasía. No en lo de escribir en red,
lo cual es cada vez más obvio: lo que se dice sobre cine o sobre música,
por ejemplo, luego se entremezcla en unidad de pensamiento, ¡espero!,
con lo que viene de unos comentarios enjundiosos a la revista de los
antiguos alumnos de mi Colegio de Indauchu. El filósofo, por pequeño que
sea, piensa siempre en red. Incluso Descartes, cuando nos hacía creer que
deberíamos pensar en cadena analítica. Vamos a por los quinientos y esto
se hace pura evidencia.
Lo que nada claro queda en su cumplimiento es lo de la sencillez de
las frases cortas y todas aquellas paparruchadas imprudentes que
aventuré. Para colmo, Ángel Olías me insiste en que cuando me meto en
frases meandrosas, llenas de recovecos, no suelo terminarlas. Hubiera
querido ser Azorín y me encuentro embarcado, mal, en las maravillosas
larguras de las parrafadas proustianas o en alguno de los libros de Camilo
José Cela donde el conjunto entero es una frase única. Cuando uno tiene
desde siempre puesto en el candelero al Unamuno escribiente, no sólo
pensante, así de pronto, hacerse azorinesco es cosa dura por demás.
Ya casi he desistido de este segundo cumplimiento, aunque haga
esfuerzos tan grandes como vacuos para lograrlo. Sólo me queda un
consuelo: cuando escribo cosas fuera de estos paralipómenos —bueno, no
de todos—, las frases y los pensamientos se arremolinan en puras
119
dificultosas incomprensiones. Seguramente es el sino del filósofo, por
pequeño que sea.
Pero, en fin, van haciéndose mogollón de páginas paralipomeneras
en los que el filósofo, por pequeño que sea, va enfrentándose en el
discurrir de cada día con las cosas que pasan y que le pasan, a él y
aquellos con los que vive y convive. De esta manera se va abriendo un
panorama de lo que un pensamiento ayuda a componerse un lugar en el
que estar y, por tanto, un lugar desde el que ser. Además, esto me parece
esencial, habla por un yo que es mucho más que el correspondiente a su
mera historia, fácilmente convertible en historieta, esas que hacen
exclamar: vale ya, no me recuentes tu vida. Porque el yo de un pensador,
por pequeño que sea, sin dejar de ser nunca el que es, la carne hablante
que, en la propia conjunción de sus carnes, lo constituye en su ser, sin
embargo, se eleva en la comprensión de los que son como él. Más aún,
emerge en la inteligencia de la sociedad en la que vive y en la historia que
va siendo la suya. Por eso, un filósofo, por pequeño que sea, tiene palabra
para todo, porque lo suyo, en definitiva, es hablar del todo.
30 de diciembre de 2007 / viernes 25.1.08
GKK
Tengo que volver al tajo. Circulaba por ahí feliz sin paralipomenear,
pues el último lo escribí el pasado 30 de diciembre, ya tan viejo, y estaba
dedicado con nerviosa tranquilidad a aristotelizar, incluso me parecía
estar comenzando a ver un cierto resplandor indicativo de una
contingencia real para poder principiar con pensamientos de que en poco
tiempo puedo soñar en venir a terminar mi trabajo sobre Aristóteles, y,
plás, lo dejo en el susto del mañana: nada tengo para cuando Ángel Luis
venga a colocar las cosas en su sitio, y me lo reclame perentoriamente.
Una costumbre hecha hábito de casi quinientos, se convirtió en radical
manía. Pero, en fin, lo bueno es que en el largo mientrastanto de casi un
mes me hice un hueco para llevar adelante las páginas sobre el Dios del
filósofo, no sea que fuera politeísta.
Las casualidades de la vida, sin tener idea de ello, hicieron coincidir
mis páginas de la pasada semana, comentario a la revistilla de los
antiguos alumnos de mi colegio, con la elección del nuevo General de la
Compañía de Jesús: Adolfo Nicolás. Me ha caído de sorpresa, como a
todos. Siempre dije que esa elección me parecía muy importante para los
jesuitas y para la Iglesia entera. No tengo idea de lo que ella ha
significado. Rebusco por internet y nada encuentro con fundamento.
Pasando por los kioscos esta mañana al ir a la Parroquia he visto las
portadas de los periódicos. En La Razón había una gran foto del nuevo
General con el Papa. La supongo tomada cuando, creo que ayer sábado,
los miembros de la Congregación General fueron a visitarle. Vuelvo a
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rebuscar por internet y nada encuentro ni de esa foto ni de la portada del
periódico que han visto mis propios ojos esta misma mañana.
Es ocasión, me parece, de continuar algunos de los hilos que
resultaron sueltos hace un mes, es decir, en lo que tú leíste la pasada
semana. Pero antes de comenzar con ello, sí quiero hacerte compartir
alguna sonrisa malévola. Qué habilidad tienen medios de comunicación y
televisiones en aprovechar cualquier ocasión para echar leña vitriólica en
sus visiones tan aseguradas y llenarnos de zaborras ojos y mientes.
Enseguida, acompañados de varios pleclaros jesuitas —yo he visto a dos—,
alguno de ellos precisamente nos dio voz la semana pasada, nos hacen ver
que esa elección es un maravilloso acto jesuítico de libertad progresista y
de esquinamiento, aún mayor, parecen insinuar, con el Papa, es decir, con
cualquier papa. Una cara triunfal nos hace ver la libertad en la que
estamos, la que se espera de nosotros en los medios que nos dan voz.
Bueno, entiéndeme, me refiero a ellos, no a mí, claro.
Nada sé ni tengo información cercana ni lejana de la cuestión, pero
estoy seguro que aunque el elegido sea quien nos han querido contar esos
medios, esas televisiones y algún preclaro jesuita, aficionado desde
siempre a esos medios, si es listo, cosa que le presupongo, habrá cuidado
muy mucho de mostrar tan temprano esas delicadas patitas antisistema
eclesial, y curial, por supuesto, que tan temprano le quieren poner. En
todo caso, la jugada es inteligente: apresúrate a dar esa interpretación
favorable a tu ideología, esté cercana la realidad a lo que tú inoculas o no,
esto nada importa; quedará rondando por ahí ese runrún de que las cosas
son y han de ser como tú y los tuyos decís. Luego, si viniera Paco con la
rebaja, tienes mucho tiempo ganado y siempre entre los de tus medios
quedará la primera impresión que destilaste, respondiendo a lo que tú
eres y a tus intereses. Ya veis, siempre jugada maestra.
27 de enero de 2008 / lunes 28.1.08
GKL
De aquel corto viaje a Ciudad de México —horror de los horrores y
todo horror, tantos y tantas se empeñan en decir méksico: patanes y
patanas, incultos e incultas, ¿dónde tienen las orejas?— me traje muchos
cariños y algunos recuerdos. Llevo el volumen segundo de Las novelas de
la revolución mexicana de Aguilar llegando a la página mil. Me compré el
volumen primero, el cual me costó un pesado saco de doblones, y ahí me
espera. Tengo, de antes, la Historia de México de José Vasconcelos. Me
había hecho hace cinco años con los tres volúmenes de La cristiada, del
francés Jean Meyer, joven que fue por allá de recién graduado para
estudiar la terrible guerra cristera, y tras escribir esos tres volúmenes, se
quedó para siempre en aquella tierra, convirtiéndose en un gran
historiador, mundialmente reconocido.
121
Pues bien, cuando fui a la clase de eclesiología de Federico Altbach
en la Universidad Católica, a unos pasos del Seminario Conciliar que me
acogía, mi intención era la de estar de escuchante, pero Federico encontró
la ocasión para hacerme hablar; la clase duraba dos horas, y allá me atuve
a lo que me mandó. Pasé de escuchante a provocante. Tenían puestos en
la pizarra un par de libros, algunos de cuyos capítulos iban a leer o ya
habían leído. Platicamos entre todos. Uno de ellos, el primero, si no
recuerdo mal, tenía por autor a Jon Sobrino y por título Resurrección de
la verdadera Iglesia. Los pobres, lugar teológico de la eclesiología,
publicado en Sal Terrae en 1984. No lo conocía, ni siquiera de título. No
digamos ya de contenido. Creo que sólo he leído unas páginas de Sobrino,
aquellas de la revistilla de los Antiguos alumnos a la que me referí
paralipomeneramente. Hace unos meses ha habido un gran follón con él,
pues la Congregación de la Doctrina de la fe le ha apercibido, mencionado
o encausado, no sé muy bien, y él ha respondido, al menos, con una carta
a su General Kolvenbach. Si pones su nombre en Google, te encontrarás
con una torrentera de información sobre el caso.
En el contexto de nuestra conversación en la clase de Federico, hice
en aquella ocasión, y quiero volver a ello, unos comentarios que tenían
que ver con el título del libro apuntado en la pizarra. Entiendo mi
insensatez por referirme de modo único a un título y no al contenido del
libro. Simplemente quiero decir ahora lo que dije entonces. Hablar hoy de
resurrección de la verdadera Iglesia significa en román paladino algo
terrible: que la Iglesia estaba muerta y nosotros, los que enarbolamos ese
eslogan, vamos a resucitarla. Ni siquiera Lutero fue tan radical en su lucha
brutal con la Iglesia católica de su tiempo, a la que nunca le quitó el
calificativo de Iglesia, lugar de los sacramentos y de la carnalidad. La que
estaba muerta, porque falsa, espúrea, traidora, hasta que llegamos
nosotros, por tanto, era la Iglesia de Cristo, el lugar de los sacramentos y
de la encarnación, donde se manifiesta la carnalidad del mismo Dios. No
Iglesia muerta, sino Iglesia falsa, falsificada, falsificadora. Decir esto me
parece no tanto una osadía, lo cual ni me preocupa ni me importa, a veces
el reino de los cielos es de los mansos y de los osados, sino un juicio
mortal sobre la Iglesia de Jesucristo. Un juicio castrador. Un juicio que
asesina. Uno y los suyos se ponen por encima de la Iglesia que se sostiene
desde hace tantos siglos en el Espíritu del Señor, y decide que,
rehaciéndola, vamos nosotros ahora a resucitarla. Ni Dios ni Salomón: yo
y los míos somos los resucitadores de la Iglesia.
27 de enero de 2008 / martes 29.1.08
GLC
Voy retrasado en estos Paralipómenos, como sabes. Suelo poner la
excusa de que soy como el búho de Minerva, el tótem del filósofo, pues
122
sale a cantar sus coplas al atardecer, cuando los demás se van al
reparador sueño, quizá para no escucharle.
Creía haber abierto un pequeño hueco para mis viejos amores
aristotélicos y a trancas y barrancas en ellos me encontraba aprovechando
tiempos cortos, lo que es cosa mala para un pensamiento tan contumaz
como el suyo, cuando entro en <jesuitas.org> y me encuentro en una
pequeña reseña sobre la Audiencia privada con el Para, del nuevo General
de la Compañía de Jesús, que viene acompañada de una foto. Así pues, no
una audiencia a todos los miembros de la Congregación General, sino sólo
al nuevo General. Tiene fecha del 28, es decir de hoy mismo, cuando
escribo estas líneas, la mañana de la fiesta de Santo Tomás de Aquino. La
copio tal cual:
«A tan sólo siete días de ser nombrado Superior General de los
Jesuitas, el Padre Adolfo Nicolás ha terminado una intensa semana en una
audiencia privada con su Santidad el Papa Benedicto XVI. Una vez en el
despacho papal, tras las fotos iniciales, ambos disfrutaron de una
amigable conversación. El santo Padre ha recibido con agrado la noticia
de la formación de un comité para estudiar la carta que su Santidad envió
a Peter-Hans Kolvenbach, el anterior Superior General. La conversación se
centró principalmente en el Japón, donde el Padre Nicolás ha trabajado
por más de 30 años. El Santo Padre animó al General de los Jesuitas a
continuar sus esfuerzos en el diálogo con la cultura, la evangelización y la
formación de los jóvenes de la Compañía. Esta ha sido una buena ocasión
para que el nuevo General reafirme ante el Papa su personal disposición
así como la estima de toda la Compañía de Jesús.
«Al final del encuentro, el Padre Nicolás ha explicado a Benedicto
XVI la tradición en la que el recién elegido General ha de renovar sus
votos delante del Papa. En su primer encuentro el Padre Kolvenbach lo
hizo por escrito, así que el nuevo Superior General de la Compañía le
entregó sus votos en un sobre. El Papa abrió inmediatamente el sobre,
leyó el contenido, y dijo al Padre Nicolás: “Esta es una muy buena
tradición.”».
Recuerdo una singularidad de los jesuitas. Como los demás
religiosos y religiosas de la Iglesia católica, hacen sus tres votos: pobreza,
castidad y obediencia. Pero ellos han querido desde su misma fundación
por san Ignacio de Loyola, añadir un cuarto voto, que sólo ellos emiten:
un voto de obediencia al papa. Cuando nacieron, el grupillo fundador,
dirigido por Ignacio, y en el que estaban Francisco Javier, Cornelio Fabro
y los otros amigos, fueron andando a Roma en peregrinación desde París,
de donde procedían —todos se habían encontrado como estudiantes en la
imponente Universidad de París— pasando por el Santuario mariano de
Loreto, para ponerse literalmente a los pies del papa y ofrecerse a su
libérrima disposición, lo que quisieron especificar con ese cuarto voto. La
nota, al hablar de la tradición de renovar sus votos, sin decirlo, deja claro
para todos el contenido de este acto, que siempre han cumplido los
123
nuevos Generales con su renovación, y que pronuncia todo jesuita que
alcanza la plenitud de su pertenencia a la Orden.
Escribo esto el día de santo Tomás; no sé cuando lo leerás tú.
Ninguna discrepancia aparece entre los entrevistados. ¿Lo ocultaron con
caras bonitas, cuando en la reunión se mirarían con gestos hoscos y
sacarían los cuchillos de sus refajos, como a la prisez le gustaría
interpretar? Todavía no se nota.
28 de enero de 2007 / miércoles 30.1.08
GLD
Cuando iba con cara de fiesta a la Facultad para celebrar santo
Tomás, de pronto he notado que me llegaba un mensaje. Mi primo
Fernando me hablaba de la carta abierta de Norberto Alcocer, jesuita,
profesor de Comunicación en la Universidad Comillas, a Adolfo Nicolás en
la tercera de ABC del pasado sábado 26. Me decía que se ha quedado de
piedra al leerla. La he buscado en internet. Aquí la tengo.
Me encanta. Me siento confortado por ella. Me deja tranquilo
leyéndola. Contento. Profundamente esperanzado. Recordad la de veces
que he dicho lo importante que era para la Iglesia esta elección, no sólo
para la Compañía de Jesús.
La carta abierta dice algo interesante, mejor, dos cosas que me
conciernen particularmente. Insiste en la libertad y nos cuenta que
Nicolás, entre dos períodos de autoridad, pues es un hombre
esencialmente de gobierno, estuvo unos años en una parroquia marginal
del Japón en donde había filipinos, que allá conoció de cerca la pobreza y
que los pobres cambiaron muchas de sus mejores internalidades.
Hace veintitantos años, en un momento duro de mi existencia,
escribí una carta para un llamémosle comité eclesiástico. En ella les
revelaba una fórmula que entonces me salió del alma y hoy repito sacada
del alma: soy montarazmente libre. Ojala Adolfo Nicolás lo sea también.
La libertad no es desobediencia ni repulsa ni descalabro ni desacato ni
hacer lo que me dé la gana en cada momento ni soberbia, zafia o de las
otras, todas iguales, ni desapego egoísta. No está reñida con el
compromiso ni con la obediencia ni con la humildad ni con la
continuidad ni con la mansedumbre ni con el dar la vida por los otros ni
con el compañerismo ni con la ternura ni con el amor. La libertad es la
fuente misma de nuestro ser. Cuando María recibió el anuncio
conturbador del Ángel, tardo unos momentos en dar su sí. He aquí la
esclava del Señor. Pero María fue libre, esencialmente libre, maestra de
libertad. Decían los santos Padres que cielos y tierra, santos y profetas,
incluso la Trinidad Santísima, estaban pendientes de los labios de María,
hasta que pronunció el sí a Dios. Su vida entonces cambió, y también la
nuestra.
124
Lo más hermoso que se me puede decir del nuevo General de los
jesuitas es que es libre. Si queréis, montarazmente libre, eso es una
manera de serlo en la profundidad del hondón de su sí mismo. Libre ante
el papa. Libre ante los suyos. Libre ante el Señor. Libre con el papa. Libre
con los suyos. Libre con el Señor. Libre ante los poderes. Libre con los
pobres. Libre ante la cultura suya, la nuestra, y libre con las culturas
orientales. Libre en el diálogo. Libre en la misericordia. Libre en la
mansedumbre. Libre en sus ternuras. Libre en sus amores. Libre con los
pecadores. Libre ante los grandes y con los pequeños. Con libertad de
Dios. Entregado y ofrecido al Señor con toda la fuerza de su carne.
Entregado y ofrecido a sus hermanos jesuitas con la inmensa dinamicidad
de su carne. Entregado y ofrecido a la Iglesia con la potencia de su
libertad. Entregado y ofrecido con el Señor para la salvación del mundo.
Y porque se es libre, esencialmente libre, montarazmente libre, uno
es hombre de Iglesia. No sé bien si eclesiástico, pero sí hombre de Iglesia
que pone toda la confianza de su vida y de su libertad en el Señor; que, en
su caso, no le asusta el gobierno, por complejo que aparezca, porque es
libre con libertad concedida al Señor y recibida de él.
En cuanto las cosas son así, estoy feliz.
28 de enero de 2008 / jueves 31.1.08
GLE
Ah, pero yo sigo con lo mío. Una gigantesca manifestación, por
ejemplo, tiene infinitas posibilidades, retos y significaciones, pero lo
decisivo suele ser el cartel que la convoca y que la preside. Vuelvo al
eslogan, pues eso quiere ser el título del libro al que me referí hace unos
días: Resurrección de la verdadera Iglesia. Los pobres, lugar teológico de
la eclesiología.
Ese eslogan supone una malla de comprensión que tiene
directamente que ver con lo que desde la perspectiva de la filosofía
marxista se llamó la lucha de clases. En series anteriores a estos
paralipómenos lo hemos sabido bien. Hay una clase emergente, la de los
trabajadores, dirigida por quien es la vanguardia del proletariado, el
partido revolucionario, que va en el sentido del progreso de la historia, en
lucha permanente con la clase de los burgueses y capitalistas que
detentan el poder político y económico, quienes van en el sentido de un
despiadado regreso de la historia, clase que tiene su sino perfectamente
establecido, la desaparición en los basureros de la historia. Hay, pues, una
lucha sin cuartel entre ambas clases. Difícil, cruenta, sin descanso, llena
de explotación y de violencia con los más pobres, llevada a cabo por los
más ricos y potentes, así como por sus aliados y vendidos a sus beneficios.
Lucha a muerte, de la que los pobres saldrán inexorablemente ganadores.
125
Pues bien, el eslogan al que me refiero se inscribe en este contexto.
La lucha de clases se da también en la Iglesia. Hasta ahora dominada por
los poderosos, aliada infernal con burgueses y capitalistas. Por eso su
Iglesia estaba muerta y era una iglesia falsaria. Ahora se nos pone por
delante, si seguimos el análisis científico del marxismo, la ocasión de
resucitar a quien estaba bien muerta y hacer surgir la verdadera Iglesia, la
Iglesia de los pobres, la Iglesia del progreso de la historia, la Iglesia que no
acata ni acepta a quienes se han hecho con el poder en ese amasijo
eclesiástico muerto. Es verdad que en los últimos años parece que se ha
dulcificado la manera de decir esto a lo que se refiere el eslogan, mas no
creo que en lo profundo y fundamental se quiera decir otra cosa de lo que
aquí reseño.
Tres ejemplos sangrantes de las consecuencias tan importantes de
esta manera, dicen que científica, de ver las cosas de la Iglesia.
Giulio Girardi, en una reunión en Ginebra, preparatoria de los
cristianos para el socialismo, cuando le cuento que he empezado en
Lovaina una tesis en teología sobre las inmensas discusiones de Leibniz y
Newton, me mira con desprecio infinito y me espeta: Bah, ahora ya sólo
cabe hacer en teología tesis doctorales sobre el marxismo. Un poco
comenzados los setenta.
Ignacio Ellacuría en aquél juicio a comienzos de los ochenta en el
que desprecia lo que comienza a ocurrir en la Europa del Este y nos
espeta también que el futuro de la Iglesia y de la historia pasa por
revoluciones como la sandinista. Ya sabemos el cambio que tuvo luego en
su vida y en su muerte, sacrificado por la paz y la verdadera Iglesia.
Jon Sobrino nos escribe, en 2007, sobre el P. Arrupe, con el que él y
sus amigos, dice, tuvieron al comienzo enormes discrepancias, pero con
quien se fueron entendiendo cada vez mejor: «En Nicaragua, en medio de
inmensos problemas eclesiales, defendió el “apoyo crítico” de los jesuitas
al sandinismo». Este era también fruto de una filosofía y sociología
“científicas”, el marxismo.
Me parece que los tres, sin que por ello deba o debamos condenar a
las personas, son enormes errores de apreciación filosófica, sociológica e
histórica.
30 de enero de 2008 / viernes 1.2.08
GLF
A mis años me meto en política y hago campaña. Al menos, me temo
que de eso me van a acusar, si alguno de los que pueda lanzarme ese
improperio tiene la gentileza de leerme y, sobre todo, de haberme leído
en los casi quinientos paralipómenos que llevo escritos. Pues podría
decirme, quizá, que me adentro ahora en política por esta o la otra línea
126
de una torrentera tan enorme como la que llevo. Eso sería una burda
tomadura de pelo. Veamos qué pasa.
El gallinero está alborotado. Hablan los obispos y se lanzan contra
ellos verdaderas rociadas de perdigón grueso. Estos ojitos míos hace dos
días han oído al comienzo del telediario de las nueve en la Cuatro que va
a haber elecciones en la cúpula de los obispos, y han visto calificar a los
que dicen los dos candidatos, Rouco y Blázquez, de esta manera: derechaderecha-derecha-derecha, repitiendo la palabra cuatro veces, al primero,
y derecha-derecha-derecha, sólo tres, al segundo. Ahí, pues, hay mucho
mejunje. Luego, claro, siempre salen los eclesiásticos de la amigada que
ponen a parir a los obispos, aunque desde perpetuamente nos dicen que
algunos no son así, ¿cuáles?, es un secreto.
Mucho tomate también en eso de la asignatura nueva, educación
para la ciudadanía, tan similar en varios aspectos a aquello que sufrimos
con tanta chirigota cuando teníamos la edad de los de ahora y que se
llamaba entonces Formación del espíritu nacional. Aquí, ciertamente, la
oficialidad gubernamental ha metido un apoteósico gol a la Iglesia; ellos
dirán, claro es, a la iglesia de los obispos derecha-derecha-derecha-ymedio. Ponerse enfrente de la gubernabilidad que nos manda, elegida
democráticamente, bien es verdad, pero que no por eso deja de tener
ansias de mandar rompedoramente mientras pueda, siempre que pueda, y
quiere hacerlo hasta entonces de manera que no haya vuelta atrás.
Una tercera cuestión, ligada a las anteriores, es la cuña, creo que
terrible, introducida entre los obispos, y en general las iglesias diocesanas
con sus curas parroquiales, así como los movimientos eclesiales de los
últimos años, tan importantes hoy en nuestra Iglesia en España, y los
religiosos y religiosas, bueno, una parte de ellos, quizá la que tiene
tomados sus órganos de poder. No miran nada bien en general a los
obispos, y estos no miran nada bien a esos religiosos y religiosas que les
miran mal. En esta división se mezclan dos cuestiones. Entre ellos, hace
tantos años, aquella corriente de la teología de la liberación fue más
pertinaz y ocupativa de espacios ideológicos plenos. Para colmo, quizá
más cabe los y las de esa corriente ideológica, se dan no pocos que
parecen haberse estancado entre quienes somos todavía sesentaiocheros,
pues lo podemos por la edad. Por otro lado, los colegios católicos están en
sus manos en una mayoría aplastante, hasta ahora. Pusieron enorme
empeño, dedicaron un esfuerzo de trabajo asombroso, sin sueldos, y, en
medio de tanta penuria, ganaron mucho dinero. Hoy, la parte rica de la
Iglesia en España, me parece observar, son ellos. Lo que tienen es
productor de buenos duros. Lo que poseen los otros son muchas goteras
en inmensos tejados y obras que penden de la caridad pública. Cuidado,
esto no significa que acuse a nadie, ni religiosos ni religiosas, de ser
peseteros y ricos. No, eso no. Me consta de tantos que viven en absoluta
pobreza en la dedicación a su labor. Ahora bien, tienen también toda una
parafernalia económica de colegios que es susceptible de mucho poder, y
en este caso en el que estamos, de enorme sensibilidad, pues la
127
gubernalidad puede influir mucho, muchísimo, para que funcionen como
debieran o se queden con el espinazo partido.
2 de febrero de 2008 / lunes 4.2.08
GLG
¿Para qué poner una nueva signatura obligatoria educación para la
ciudadanía? ¿Existe en los países de nuestro entorno cosa así? Creo que
no. Se puede entender que sea una clase sobre los contenidos y métodos
de la Constitución española vigente, entre los que está la libertad de
enseñanza y el que sean los padres los que cuiden y velen por los
contenidos de la educación que quieran dar a sus hijos. Pero ¿es eso esta
educación para la ciudadanía? Me temo que no. Es verdad que no he
seguido el debate de la implantación obligatoria de esa asignatura y sus
contenidos curriculares, sino bastante por encima; pero creo que no es
así. No se defienden los valores generales de nuestra Constitución,
compartidos por todos, entre los cuales está la libertad del disenso y la
esencial libertad de los propios pensamientos políticos, éticos y religiosos,
sino que se deja la exacta posibilidad de que se aleccione a todos los
estudiantes españoles de que una serie de leyes y opiniones que apoyan
esas leyes y las subtienden —es verdad que todas ellas leyes aprobadas
por mayorías parlamentarias, a veces bastante ajustadas— no sólo son
legalmente aceptadas en nuestro régimen, sino que son éticamente las
más ajustadas a los tiempos de progreso en los que vivimos y que no
pueden ser rechazadas, no sólo porque sería ir contra la legalidad vigente,
sino porque se iría contra el sentido ético y moral de la democracia y de
la voluntad progresista mayoritaria del pueblo.
Voy a citar uno de esos problemas. El matrimonio. Nada de esto que
viene ahora se dice en la Constitución, sino en la legalidad vigente. El
matrimonio es el acuerdo de vida entre dos personas, el conyugue uno y
el conyugue dos. Hasta hoy ha sido entre un hombre y una mujer. Ahora,
ya no. Los tiempos han cambiado tanto que no sólo pueden darse otros
estilos de matrimonio diferentes al clásico, sino que estos nuevos estilos
están en consonancia con la bondad de nuestros tiempos progresivos y
tienen la bendición legal y, nótese bien, ética y moral de la nación entera.
Quien defienda otras opciones, deberá ser considerado en el mismo
momento como un retrógrado encallecido, pertinaz, que está en el borde
mismo de lo inaceptable por los organismos oficiales del mismo Estado,
pues no respetuoso con los pensamientos y derechos de los demás y de las
leyes que a sí misma se ha dado democráticamente la mayoría. Quienes no
están de acuerdo van a ser considerados sin piedad personas intolerantes.
La cuestión de hecho me importa poco. En muchos países de
nuestros entornos, por ahora —¿por ahora sólo?—, se han arreglado las
cosas sin tener que disolver el matrimonio en lo que hasta el presente ha
128
sido. Aquí no, se ha creído deber cortar las cosas desde la raíz misma. El
matrimonio ahora ya será una pura formalidad sin consecuencias fuera
de lo legal. Dirán, con razón, que antes era igual: muchas veces,
demasiadas, el matrimonio era arrastrado por el fango, pues una mera
formalidad sin ninguna profundidad. Pero, insisto, esto era una cuestión
de hecho. Ahora ya es una cuestión de derecho, de moral y de ética. Los
hijos no son fruto del matrimonio o de sus faltas e incumplimientos.
Ahora ya, los hijos son fruto de actos que nada tienen que ver con el
matrimonio. En ellos, puede llegar a ser una verdadera casualidad. Esto es
importante para las adopciones, para la manera en que los hijos van a
quedar resguardados tras las rupturas matrimoniales. Y para mil cosas
más.
Los paralipomeneros vimos anteriormente la importancia que en
estos pensamientos, ¿mayoritarios?, tiene la ideología de género.
2 de febrero de 2008 / martes 5.2.08
GLH
Veremos que dejan rendijillas abiertas; entonces descubriremos la
finalidad de que se haga así. ¿Por qué la gubernabilidad se ha empeñado
en poner esa asignatura de educación para la ciudadanía? Vamos a verlo,
primero, de manera positiva. Hay que enseñar a los muchachitos y
muchachitas por dónde van los nuevos aires de la legalidad, de la moral y
de la ética, que en nuestro país, como tantas otras cosas, ha cambiado
extremamente en los últimos años. No podemos vivir con esquemas y
viejos pensamientos que ya en nada se adecuan a las nuevas realidades.
Estos contextos son de progreso en la sociedad y en sus maneras de vida,
que ya poco o nada tienen que ver con los de hace poco. Que la cosa sea
así en cuanto a la economía del país, es obvio. Pues bien, lo mismo debe
hacerse en el campo de la moral y de la ética, una vez que la vetusta
legalidad se ha acomodado, dicen, a las necesidades morales y éticas de
nuestra progresista y permisiva sociedad. Mas todavía falta mucho para
que lo que ya está en la legalidad sea aceptado de manera natural en la
conciencia moral y ética de los ciudadanos y ciudadanas. Esto es lo que
esa asignatura busca. Que las nuevas generaciones del país adecuen sus
conciencias en formación y sus maneras de vida a la moral del
comportamiento progresivo que una sociedad como la nuestra se debe a
sí misma; que sea afectada y adelante por el camino de progreso que es el
nuestro y que, por tanto, se establezcan los comportamientos y usos
adecuados a lo que vivimos legalmente, esto es lo que llamo moral; y,
además, que las maneras de pensar de los que constituimos el país, la
filosofía que subtiende nuestra sociedad, la filosofía que la conforma, esto
es lo que llamo ética, se corresponda y avance por el camino de progreso
que debe ser el nuestro y que ya la legalidad vigente nos muestra.
129
Dicen que las leyes suelen venir después. Aquí parecería que las
leyes se han adelantado. Debido a una serie de casualidades,
políticamente muy rocambolescas, se hicieron leyes que correspondían a
la perfección, como en ningún otro lugar de nuestra Europa, con la
progresiva ideología de género. Pero esas leyes, aprobadas por las
cámaras, elegidas democráticamente, eso debemos añadirlo siempre, no es
tan claro que fueran seguidas de manera suficientemente masiva por la
moral de los comportamientos y por la ética de las justificaciones
ideológicas. Por eso, alguien tuvo la inmensa idea de la asignatura de la
que tratamos. Con ella se llenaría el hueco decisivo, el que haría pasar de
la legalidad a la moralidad y a la eticidad.
Había una segunda razón, negativa. Hasta ahora, aún está de una
manera muy anclada en nuestra gente la moral y la eticidad antiguas, que
aceptaba muy a regañadientes la nueva legalidad o la discutía de plano;
pero la batalla legal estaba ganada. Es claro para todos que sólo hay una
fuerza suficiente entre nosotros para hacer frente a esta nueva manera de
obrar de la moral y de la ética: la Iglesia católica. Sólo ella, entre nosotros,
tiene usos, costumbres, razones y gentes. Ganada la batalla legal contra
esas maneras antiguas, defendidas por la Iglesia, todavía quedaba ganar la
batalla de los comportamientos morales masificados y de las
justificaciones éticas que venían de siempre, por eso subconscientes por
entero. Fue una idea brillante la nueva asignatura, pues aquella vieja
asignatura de ética que substituía, para quienes la quisieran elegir, a la
religión, ni era de extensión generalizada para todos ni tenía cuajo
suficiente.
Por eso, una asignatura obligatoria para todos.
2 de febrero de 2008 / miércoles 6.2.08
GLI
Una asignatura de nuevo cuño significa una torrentera de
profesores nuevos; no podemos olvidarlo; inmediatamente tienes ahí
tantísima gente afecta. No es como antes con la asignatura de ética, a
donde se iba por rechazo y a la que nadie le había dado un contenido más
o menos elegante. Ahora sí. Tienes un plantel obligatorio de personas
nuevas y agradecidas. Libros nuevos, y las editoriales de libros de texto
muy, pero que muy agradecidas. No se olvide que algunas de estas
editoriales, las más importantes, están ligadas al grupo ideológicamente
dirigente desde hace tantos años en nuestro país y a algunas de las
congregaciones religiosas que más colegios tienen. Esto es decisivo. Bueno,
dentro de unos esquemas amplios, caben muchas maneras de hacer esos
libros. Se permitirá que haya unos, seguramente para los institutos
estatales en sus varias estatalidades, pues eso, como sabes, es complicado
por demás, en los que puedes dejarte llevar despreocupadamente
130
progresista de la ideología de género y, si llega el caso, de algunos
vericuetillos nacionalistas. Y, aquí hay punto de listura magnífica y
magnánima de nuestra gubernabilidad, los colegios católicos, en cuanto
quieran, y dentro de los esquemas de contenidos de la asignatura, podrán
hacer sus textos adecuándolos a los idearios que se han dado como
fundamento de su actividad.
Prosigamos. He leído hace unos pocos días por ahí —internet es
genial para esa información que llamo de por ahí, tan grande y detallada
como quieras, tan dependiente de tus propias entendederas como te dé la
gana, sin necesidad de ir a la radio, la televisión y el periódico de la
cadena que ahorma tus pensamientos, en los que, como decía un amigo
refiriéndose a unos conocidos suyos: esos no leen el periódico, se lo
estudian, aquí deberemos decir no el periódico, sino su periódico único—
que varios colegios, incluso cadenas o cadenillas de colegios han dejado
de participar en la FERE, la federación de los religiosos de la enseñanza,
existente hace muchos años y muy mayoritaria, si no me confundo, en ese
medio. El punto clave está en la asignatura de educación para la
ciudadanía. Me permito felicitar a la gubernabilidad por el éxito que para
ella supone esto. ¿O no?
Los obispos desde el comienzo vieron los inminentes peligros a los
que llevaba el planteo de esta asignatura. Reaccionaron con fuerza.
Parecían representar a la Iglesia católica. La gubernabilidad, tan lista en el
regate corto —¡y ya veremos luego en qué queda todo!—, mediante
promesa de mejorar el abrirse de piernas faltriqueriles, es decir,
moviendo un buen refajo de euros de colores anormales, apartaron de esa
lucha a la FERE, si no me confundo, pues las cosas de los colegios
concertados están de tal manera que en una parte importante dependen
de la buena voluntad de la gubernabilidad. Si te comportas bien, haré
efectiva esta y esta y esta aparentemente pequeña línea de tus
presupuestos, pero sin la que todo puede irse al traste, pues, en definitiva,
faltaría dinero para sostener el colegio. Tal ha sido la política de la
gubernabilidad desde los años de la transición, de manera especial, todo
hay que decirlo, en los finales de aquel primer gobierno que cada vez, en
sus gubernabilidades, contemplaba la realidad socialista emergente, y en
los gobiernos socialistas, los cuales, todo hay que decirlo, sienten esta
pléyade de colegios como una espina terrible clavada en sus corvas más
íntimas, pues son las que ponen la educación en manos de hombres y
mujeres de Iglesia.
Veis cómo esta asignatura ha sido un elemento decisivo en la sorda
lucha. Os dejamos modelar vuestros textos, pero transigid y, en esto, no
sigáis las posturas intransigentes de vuestros obispos.
3 de febrero de 2008 / jueves 7.2.08
GLJ
131
Veis, entonces, que el mocordo es grande; como los que bajaban por
la ría de Bilbao.
La editorial SM, quizá la más importante de las editoriales de libros
de texto, encargó a José Antonio Marina que fuera él quien hiciera el
manual sobre la nueva asignatura, que ellos iban a editar y distribuir.
Marina ha sido uno de los defensores más ardientes de esta asignatura
ignota. Lo hace de manera moderada e inteligente, supongo. Pero lo hace.
Lo hacen de manera moderada e inteligente, supongo. Pero lo hacen. Me
refiero a la editorial de los Hermanos Marianistas, dueños de SM. Ante
una situación de hecho que se considera irreversible, quizá lo hayan
tomado como medida de prudencia.
No sé sus contenidos, pero sí me pregunto el para qué de un manual
así en una asignatura así. Si no son rompedores en nada con lo que la
gubernabilidad consideraba el statu quo anterior, ¿para qué hacerlo? Si
son rompedores, parecen admitir que la posición de los obispos españoles
ha sido precipitada e injusta. ¿Es esto verdad?
En todo caso, ¿no se trata siempre de producir las explicaciones
morales y éticas que se van a enseñar a los muchachos y muchachas de
secundaria, o como quiera que se llame, que se corresponden con la
legalidad ya vigente? Y producirlas, además, no sólo como asignatura que
se enseña en sus colegios, sino como manual que tiene su aprobación
explícita. Si es así, se da por supuesto que las condenas episcopales de las
últimas leyes aprobadas, como por ejemplo la del matrimonio, han sido
precipitadas, pues cabe una explicación razonable de ese nuevo statu quo
moral y ético, sin que vaya contra lo que esos religiosos y religiosas
católicos sostienen con la vocación de sus propias vidas. No entiendo
bien. En todo caso, me parece que la cuña a la que me he referido es
profunda.
Se dirá algo sorprendente. La legalidad vigente sería la fuente en la
que la moral y la ética cristianas tendrían que mirarse. Sobre ella tendrían
que producirse. La fuente de nuestro comportamiento moral y del
pensamiento ético, no en pequeñeces, sino en cosas de la más pura
esencialidad cristiana y católica, como es el matrimonio, por ejemplo, que
la Iglesia vive en la profundidad de sí misma y que enseña a los suyos y a
todos los que quieran escucharla, no sería más el Evangelio, por decirlo de
una manera comprensible, pero todavía muy corta, sino la opinión
vigente en la sociedad de un momento, o, quizá, de siempre en el futuro,
expresada en las leyes que esta sociedad ha querido democráticamente
darse a sí misma.
Se podrá decir que la Iglesia siempre ha ido con retraso en toda
novedad y que pronto se dará cuenta de ello, como antes ha acontecido
tantas veces. ¿Puede ser así? Nótese que estamos ante un punto crucial:
¿en qué fuentes bebe la Iglesia?
Se podrá decir que en un momento de apuro como este, hay que
transigir en los mínimos e intentar torcer las cosas hacia posiciones más
132
aceptables para nosotros, Sobre todo viendo el reto de todo lo que nos
traemos entre manos. ¿Pueden ponerse en peligro los colegios católicos
por una cuestión como esta? ¿No fueron los obispos demasiado lejos y
deberemos volver todos a posiciones más aperturistas y dialógicas? ¿No
debemos dialogar con el mundo, como siempre ha hecho la Iglesia,
aprendiendo tanto de este modo?
Objetar esa nueva asignatura, dice, al parecer, el director de uno de
esos grandes y buenos colegios, ¿no es desconfiar de los centros católicos
que la admiten, los cuales consideran sus manuales —y sus profesores—
suficientemente filtrados de aquellos contenidos más doctrinarios?
3 de febrero de 2008 / viernes 8.2.08
GLK
Parece que José Blanco, el primero dentro de los socialistas, y
también el Presidente del gobierno, han dicho algo curioso, que nada será
igual en el trato a la jerarquía de la Iglesia tras las elecciones próximas; se
han referido a la autofinanciación; también, en general, a los acuerdos
Iglesia-Estado, vigentes desde el comienzo de la democracia.
Debo confesar que, una vez más, nunca acierto con eso de los
pronósticos políticos, pues, paralipomenizando anteriormente, había
previsto que los socialistas se acercarían al centro y a la Iglesia. Por ahora
parece que no es así; ni mucho menos. Mientras tanto, ¿qué ha
acontecido? Dos hechos. Lo que ellos llaman la manifestación del 30 de
diciembre en la Plaza de Colón de Madrid, acto celebrativo en torno a la
familia, y la nota de la Conferencia Episcopal sobre las próximas
elecciones. No se me ocurre ninguna otra cosa que haya podido llevar a
un cambio tan drástico. Ambos acontecimientos la gubernabilidad los ha
entendido como profundamente hostiles hacia ella, y esto ni creen poder
perdonárselo a la Iglesia ni se lo quieren condonar. Como estamos viendo.
Sobre todo a la nota de los obispos, que les ha debido parecer la gota que
colma el vaso. Curioso proceder.
Vamos a la última nota de los obispos. Voy a referirme al diálogo
con los terroristas. Indicaré algunos puntos clave. ¿Hablar? Sí, claro, con
todos; mientras quieran y sea posible hacerlo. En el diálogo antecedente,
gobernando, precisamente, los populares, todos dicen que ha habido en
alguna ocasión un obispo. ¿Qué se buscaba en ese diálogo? La respuesta a
esta pregunta: ¿abandonáis la violencia?, ¿cómo se puede organizar ese
abandono? Pero no pasó nunca a ser un diálogo político, es decir, un
diálogo en el que se manifiesta: si me das esto, yo te concedo esto otro; si
me concedes lo que pido, y llevo décadas pidiendo, te acepto el cese de la
violencia. ¿Qué es lo que los obispos han dicho a lo largo de todos estos
años y han repetido ahora? El primer diálogo, sí. El segundo, de ninguna
de las maneras. Si la gubernabilidad se ha puesto tan desatada sólo puede
133
ser por una razón: porque el diálogo que ellos entablaron, y que es hasta
probable que siga sin cortarse del todo, como, por ejemplo, por más que
juraran y perjuraran tras el atentado de la T 4, insultando de malas
maneras a todos los que decían que ese diálogo escondido continuaba,
para reconocer ahora que es verdad que se siguió dando, se está
ofreciendo todavía y tienen la intención segura de seguir ofreciéndolo.
Porque ellos siguen dispuestos a terminar el problema del terrorismo de
ETA mediante un diálogo político, es decir, un diálogo de concesiones en
los poquísimos puntos que desde siempre la organización terrorista ha
puesto como enunciados capitales de su acción. De otra manera, es claro,
estarían felices porque los obispos confirmarían lo que ellos dicen y
hacen.
Creo que las cosas son bien claras. Ahí se ha echado mucha niebla y
cantidad de olorosos excrementos al asunto para que nadie se entere de lo
que se discute y de dónde está el punto que enfurece hasta el paroxismo
—lo estamos viendo, incluso si sólo zapateamos por los telediarios— a los
socialistas y su gubernabilidad. Ya había pasado en otras ocasiones, y eso
cuando los obispos entonces y ahora defienden idénticas posturas. Se
presenta a los obispos como malvados entorpedecedores de cualquier
proceso de paz. Se les presenta como si no quisieran que el proceso
terrorista desapareciera. Se los pone como vendidos a los populares,
quienes, dicen, están felices desde siempre con el terrorismo, pues les da
mucha ganancia política.
4 de febrero de 2008 / lunes 11.2.08
GLL
En la base está la prudencia. Hay una serie de partidos que ofrecen
sus programas y, también, la idea que el votante se hace de cómo luego
los van a cumplir. Por otro lado, las propias opiniones del votante,
reflexivo y con ideas claras respecto a qué hacer con su acto. Es obvio que
acordará con una serie de puntos de modo pleno o menos pleno y con
otros estará en desacuerdo o con radical desacuerdo. Seguro que no se da
un acuerdo completo, excepto si el votante bota con la voz de su amo, es
decir, su voto no es producto de un acto reflexivo. El voto es producto de
un acto prudencial. Creo que esta es una de las bases, tan tradicional, de
la nota de los obispos sobre las próximas elecciones generales.
Comienzan poniéndose en línea con lo que en ocasiones anteriores
han afirmado ya. Respetando a quienes ven las cosas de otra manera, a su
vez piden libertad y respeto para proponer libremente su propia manera
de ver. Que las cosas sean como piden, es obvio, no es ofensa para nadie
ni pone en peligro la libertad de los demás. Los católicos pueden apoyar y
militar en partidos diferentes, también es obvio, pero no todos los
programas son igualmente compatibles con la fe y las exigencias de la
134
vida cristiana. Deben ser valoradas las ofertas políticas, apostillan,
teniendo en cuenta el aprecio que cada partido, cada programa y cada
dirigente otorga a la dimensión moral de la vida. La aconfesionalidad o
laicidad del Estado no significa, continúan, que haya exención de
obligaciones morales objetivas; tampoco que los gobernantes se atengan a
los criterios de la moral católica, pero sí al denominador común de la
moral fundada en la recta razón y en la experiencia histórica de cada
pueblo —nota esta bien interesante—. Citándose a sí mismos y al Papa,
recuerdan que debe afrontarse el peligro de opciones políticas y
legislativas que contradicen valores fundamentales y principios
antropológicos y éticos arraigados en la naturaleza del ser humano:
defensa de la vida, promoción de la familia fundada en el matrimonio. No
es justo, continúan, construir artificialmente una sociedad sin referencias
religiosas. En este sentido parece que apuntan, señalan con precisión, las
dificultades crecientes para la asignatura libre de religión católica en la
escuela, así como la nueva asignatura educación para la ciudadanía que
lesiona el derecho de los padres y de la escuela en colaboración con ellos
a formar a sus hijos de acuerdo con sus convicciones religiosas y morales.
Piden que se promueva un gran pacto de estado sobre la base de la
libertad de enseñanza y la educación de calidad para todos. Califican al
terrorismo como una práctica intrínsecamente perversa, del todo
incompatible con una visión moral de la vida justa y razonable. Una
sociedad que quiere ser libre y justa no puede reconocer explícita ni
implícitamente a una organización terrorista como representante político
de ningún sector de la población, ni puede tenerla como interlocutor
político. Reconocen la legitimidad de las posiciones nacionalistas que no
recurren a la violencia; hay que evitar los riesgos de la manipulación de la
verdad histórica y de la opinión pública. Enumeran, finalmente, una serie
de puntos que la sociedad española debe tener muy en cuenta, y que son
nuestros problemas diarios, desde la inmigración hasta la violencia
doméstica.
Este párrafo, que sintetiza sin engorrosas comillas, aunque con citas
literales, la nota de los obispos, es lo que ha causado tantísimo revuelo.
Todo voto es legítimo. Pero no todo voto acoge por igual las
internalidades y externalidades del votante católico. Una vez enumerados
los problemas que nos escuecen, queda la prudencia del votar.
5 de febrero / martes 12.2.08
HCC
Los domingos suelo ir a la Parroquia dándome un paseo. Algunas
veces bajo por Santa Engracia, tuerzo en Iglesia hasta Quevedo y de ahí
me llego al Cristo de la Victoria. Pues bien, con frecuencia me cruzo con
un hombre de mediana edad que sube por Santa Engracia, llevando su
135
motito por el manillar. Es un afilador con su vehiculito sencillamente
preparado para su oficio. No dice nada ni hace chiflar su pífano.
Simplemente, empuja su pequeña moto con toda parsimonia y modestia.
No sé de dónde viene ni a dónde va. No acabo de comprender cómo
cumple su oficio. Quizá más allá, a lo mejor al llegar a la Glorieta de
Cuatro Caminos, se para y chifla su pifanillo para que alguien acuda a su
pequeño menester.
Me llega al alma su modestia y humildad. No entiendo cómo puede
ganarse la vida con eso. Siempre va despacio, arrastrando su motocita por
el manillar, sin mirar a nadie, cuidadoso en su marcha por la acera.
Contemplando con sus ojos profundos un destino de humildad y
pequeñez. Quisiera un día pararle y que me contara de su vida y de su
trabajo. Pero ¿cómo lo podría hacer si no llevo ningún cuchillo para que
me lo afile?
No es curiosidad lo que me lleva a él. Tengo la suerte de no ser
curioso. Es un tierno cariño lo que me hace mirarle con humildad y
compasión. Su humildad espolea la mía. De una manera remota, preparo
con él mi sermón. Porque él pronuncia para mí palabras de humildad
profunda, que me llegan al hondón de mí mismo. Cuando lo veo llegar
hacia mí, mientras yo me allego a él, simplemente para cruzarnos en toda
la discreción, me surge una profunda mirada de ternura hacia él y hacia
los que son como él. Los que de una manera tan simple, sencilla y
humilde hacen su pequeño trabajo. Para ganarse la vida. Para contribuir
al esplendor de belleza del universo. Para ganarse el cielo. Porque estoy
seguro que la mirada del Señor es de ternura infinita hacia él y hacia los
que en completo silencio, casi ante el enorme vacío del silencio, son como
él. Pero un silencio de expectativa. Un silencio de ternura. Un silencio de
gloria.
Qué de hombres y mujeres son así. Ante sí mismos, en la completa
afonía de su humilde trabajo, para ganarse malamente su pan, producen
su chica responsabilidad con todo el amor del acabado y del bien hacer.
Lo mejor que saben. Lo mejor que pueden. Con todo el cuidado de quien
con parsimonia ejerce su pequeña profesión. Con la ternura de tocar las
cosas, de revolverlas, de hacerles que echen chispas, para mejorarlas. Son
maravillosos productores de pequeñísimas bellezas que nos ponen delante
con su trabajito acicalado y bien hecho en su pasmosa sencillez, pero con
la sencillez de la profesión aprendida, degustada. Quizá heredada.
El hombrito que las mañanas de los domingos sube arrastrando con
un poco de cansancio su motito, al que veo venir y me cruzo sin proferir
palabra, es ejemplo para mí. Hacer humildemente su trabajo con pasión
contenida, con ternura infinita, tocando las cosas con los dedos, mirando
si el filo está completado por su quehacer.
Me dan ganas de bajarme un día el cuchillo grande para que me lo
afile y me lo deje perfecto de nuevo. Pero ¿qué hago todo el día después
con un gran cuchillo en el bolsillo? Si alguna vez lo hiciera, sepan cuantos
que no es para herir a nadie, sino por amor al hombrito de mediana edad
136
que me cruzo con frecuencia en la calle de Santa Engracia, cuando yo bajo
y él sube.
4 de febrero de 2008 / miércoles 13.2.08
HCD
Un casi chaval jovenzuelo, emocionado porque le habían puesto una
medalla grande por un su trabajo, espero y deseo y cuyo me congratulo
para el porvenir de todos, en el puro aplauso delirante de sus compañeros
y compañeras al grito unánime de viva, viva, vivamos en nuestro regio
palacete, metiditos en su covachuela, apenas sin espacio, con el regocijo
delirante de las ideologías y de los ideologíos concentrados en tan poco
caber, calientes todos, echados palante, hacia el brillante porvenir del
futuro adviniente ya, como nuevo y profundo donquijote, gritó en
grandes alaridos: que viva la santiña de Covadonga, palabras bramantes
que provocaron, evidentemente, el delirio desposeído de tan parvas
masas abracadabradas. Uy, uy, uy, qué digo. Perdón. Perdón. Perdón, que
me confundo de contexto y de empeño. Será el deslomamiento aristotélico
con el que he terminado, tras luenguísimas páginas, por ahora, claro, pero
que me ha dejado locura como profundo legado filosófico. Perdonadme
quienes leéis estos paralipómenos tan apretujados, por favor, se me fue la
especie. Lo que, en buscamiento afelizado de su ínsula tan particular,
sanchopancescamente berreó nuestro cacareante jovenzuelo casi chaval
fue una justipreciable petición, con c y e bien pequeñas, faltaría más,
pidiendo disolver esa cosa llamada conferencia episcopal.
Espero que sea ya y que siga siendo un gran actor. Lo necesitamos.
Pero yendo a la cosa. Llama la atención en qué esencias se
divirtieron aquella radiante noche. No me extraña. Cuando uno ve la
pertinaz perdigonada gruesa al trasero de los obispos es perfectamente
pudiente que alguien, en un momento de gran alborozo, se dejara llevar
por esos luengos caminos. Sea porque fue una explosión del momento, sea
porque lo llevaba pensado para el caso de que le pusieran la medalla. No
importa. Porque en maneras paralipomeneras quiero fijar la atención
sobre la pertinacia de la violentísima descalificación de los obispos a que
se ha echado la gubernabilidad. Con habilidad grande, hay que reconocer
a los socialistas que en esto son verdaderos genios de la presentación,
bueno de eso que debía llamar marketing, quienes aparecen como burros
voladores, peores que los más extremistas talibanes, algo de eso oí en mis
zapateos particulares ayer noche al pausado canciller de nuestro
Gobierno, son ellos, los obispos los que han levantado la voz a aullidos,
mientras que la gubernabilidad nos hace ver a todos que no, que las cosas
no son así, que no es necesario que los obispos se lancen al monte de tal
manera que ni siquiera los suyos les van a seguir por esos derroteros tan
extremistas. Por eso, con tonos moderados y acompasados a la sonrisa,
137
nos hacen ver que hay posturas más tolerantes, más progresistas, más de
acuerdo con lo que pensamos la mayor parte de quienes habitamos
pacíficamente este complejo país. Con sonrisas amables nos enseñan en
todos los medios que sería bueno para los obispos descender de esos
cerros y sierras abruptados en los que han querido subirse. Los buenos,
pues,
los
sencillos,
los
bienaventurados,
los
humildes,
los
condescendientes con la burrez de los otros, los alertas siempre para
perdonar, pero también en disposición de dejar las cosas claras de una
vez por todas a esos señores extremosos, son ellos. Los obispos y las pocas
personas que les tomen crédito se salen de toda madre. Bueno, además, ya
se sabe, esta desmesura insoportable e imperdonable de los obispos será
aprovechada por los retorcedores e intolerantes, como los mismos
obispos, del partido contrario.
Me hago cruces con la habilidad de la gubernabilidad para
aparecer siempre como buenos, serenos, españoles cabales, convirtiendo a
los obispos en sanguinarios buscadores del rebullo y de la violencia, que,
obviamente, los españoles sencillos rechazamos hasta con asco.
4 de febrero de 2008 / jueves 14.2.08
HCE
Estar incubando un catarro fuerte de garganta, o tener esa
impresión, es cosa mala, como sabéis. ¿Podré cumplir los compromisos
que tenía, precisamente, para los próximos días, cuando en general no
suelo tener ninguna incumbencia fuera de las cosas normales de la vida y
actividad diaria?, ¿les dejaré con dos palmos de narices? Iremos viendo.
Pero, una por una, no tengo gana de preparar el segundo de ellos; se
trataba de hablar sobre la encíclica Spes salvi, del papa Benedicto XVI.
Por eso, hoy, me dedicaré al puro vagueo sin ton ni son. Pasados los
quinientos paralipómenos, se dice pronto ese número, pero piensa, si tú
estás entre los lectores adictos, en el trabajo inmenso que te ha llevado
leerlos, por lo que podrás imaginar bien lo que me cuesta a mí escribirlos,
hay algo que me llama poderosamente la atención: desde el punto de vista
de las reacciones que a mí me hayan llegado, es el puro desierto. Hasta el
Sahara, en comparación, es un puro vergel. Fuera de algunos amigos y
allegados cercanos a alguno de ellos, creo no exagerar si digo que sólo me
consta una reacción, un correo-e, que recibí antesdeayer. El resto es opaco
silencio. No sé si espeso o transparente, pero sólo silencio. En él, es
curioso dónde encontrar fuerzas para continuar. ¿Se puede cada día,
mejor, cinco días a la semana, tirar al mar una botella con su mensaje?,
¿no es, en realidad, como tirarlo a la papelera? Y, sin embargo, aquí me
tenéis, como un jabatillo inconsciente.
Escribir estas cosas, es la pura evidencia, no se hace para el agua del
mar que rodea la botella o para el recipiente que hace de papelera, sino
138
para que alguien lo lea. Se escribe para alguien. Aunque sea un alguien al
que no conoces. Bueno, en algún momento, escribiendo, puedes percibir
un rostro u otro de aquellos que conoces o presientes. Pero, de verdad,
escribes para alguien, sin duda, al que no conoces, al que no puedes
poner rostro. Y, sin embargo, todo este esfuerzo de reflexión y de palabras
va dirigido a esa persona, a esas personas. Personas por completo
desconocidas. A las que, quizá, nunca llegaré a ver, y ni siquiera a saber
de su existencia. Pero, sí, para ellas escribo. Quiero tener la suerte
aventurada de escribir para ellos, es decir, para ti, quien quiera que seas.
Porque toda escritura, todavía más, posiblemente, estos
paralipómenos, es dialogal. Diálogo conmigo mismos. Pero, sobre todo,
diálogo contigo, desconocido lector. Perfilo tu voz. Tu sonrisa. A veces tu
furibundez. Otras, tu contento. Pero escribo para ti. Dialogo contigo.
Quiero discutir las cosas contigo, mostrarte una manera de pensar —ya
sabes que siempre en la coherencia de red—, compartirla contigo. Busco
que los dos nos enriquezcamos en este nuestro ser paralipoménico.
Pero, compréndeme, escribir así, a ciegas, es duro, aunque lleno de
fe y de esperanza.
A veces se me vienen pensamientos rugosos. Que son verdad por
entero. Vivimos en un país, o conjunto extraño de países, no lo sé bien, en
el que nadie lee. Un país profundamente inculto, visionado por una
cultura de la tertulia repelente y del aquí hay tomate, del comentario
insoportable del que todo lo dice sin saber apenas nunca de apenas nada.
En el que parece que nadie escucha de verdad a nadie. Irracionalidad. En
donde nos hemos dividido en corros de las patatas —políticos, religiosos,
teológicos, filosóficos, corros, evidentemente, del no-pensar—, de manera
que la única obligación de cada elemento es desconocer en toda su
profundidad al otro y mirarle con mal de ojo.
Pero, créeme, alégrate, ni tu ni yo nos dejamos permear por esos
patateros.
5 de febrero de 2008 / viernes 15.2.08
HCF
Hablé de la prudencialidad del voto, pero me olvidé de añadir otra
cuestión importante: el voto, cuando a uno le parece bien hacerlo así,
siempre puede darse siguiendo lo que entienda como el mal menor, claro
es. Pero no voy a hablar de esto sino de un artículo de Josep Ramoneda,
licenciado en filosofía, profesor de ella algún tiempo en la universidad, y
periodista, el utilizado como ideólogo por los medios afines al prisismo, y
que apareció el último día de enero en el periódico de su incumbencia, El
País: “La nueva alianza entre la derecha y el altar”. Creo que puede tener,
al menos para nosotros los paralipomeneros, que intentamos ver las cosas
con el búho de los atardeceres, un interés mayor que ir siguiendo
139
descalificaciones, malas caras, presagios e insultos, que a veces, todo hay
que decirlo, dan tanta risa y que, me parece, nunca deberían ser
respondidos por los hombres y mujeres de Iglesia. Deposiciones mil,
producto, quizá, del enorme susto que parecen sostener con tan mala
digestión. Veamos.
Ramoneda es hombre listo, y se había enterado de varios discursos
sobre cuestiones religiosas que ha pronunciado el presidente Sarkozy
cuando fue a tomar posesión del título de canónigo de San Juan de Letrán
que corresponde a todos los Presidentes franceses. Fue el 20 de diciembre
pasado. «Un hombre que cree es un hombre que espera. Y es del interés
de la República que muchos de sus hombres y de sus mujeres esperen».
Nuestro filósofo lo entiende como una afirmación de «que la religión se
justifica por su utilidad, por su habilidad para preparar a los ciudadanos
para asumir resignadamente los avatares y las pruebas a que les somete
un mundo paradójico». Es una idea de esperanza menguada y ratonera,
tanto que ni siquiera un Presidente de la República francesa puede tener.
¿Queréis compararla con la que el papa Benedicto XVI nos dio el 30 de
noviembre en su carta Spes salvi? Ramoneda no parece tener una idea de
la esperanza a la altura de esa encíclica. Seguramente Sarkozy estaba al
corriente de ella. Tuvo tres semanas por delante. Ramoneda, seguramente
no. Tuvo ocho semanas por detrás. Me parece bien que cada quien tenga
las ideas que le parezcan o que pueda o que dé de sí, pero, por favor, no
achaque a los creyentes una esperanza tan cejijunta y culicorta. Creo que
damos de sí algo más. Tenemos la cabeza bien puesta, aunque es posible
que nuestras ideas sean equivocadas, e incluso, quién sabe, peligrosas.
Sarkozy, que, es obvio para quien haya leído la encíclica, conocía
bien su detalle, piensa que una moral laica corre el riesgo de agotarse
cuando no va junto a una esperanza que colme la aspiración al infinito.
Eso para nuestro filósofo es ya un ataque a la cultura laica. Parece que la
laicidad que él preconiza nada tendrá que ver con nada que nos haga
mirar más lejos, más allá. Que para él y los suyos no hay ningún lugar de
esperanza, quizá porque no tienen ningún lugar de amor, porque su ser
puede que no sea de amorosidad, sino de meras sequedades. Porque, se
diría, nos proponen un ser sin utopía. Ya sé que atacan con saña la
palabra utopía, recuérdese el editorial sobre el Ché del periódico que él
inspira con su acendrada filosofía, pero si no hablamos de ella ni de ideal
ni de deseo ni de imaginación ni de razón sopesadora, ¿quiénes somos?,
¿merecerá la pena que seamos?, ¿no quedaremos reducidos a meros seres
hociqueantes?, ¿no nos habrán amputado la alegría de ser? ¿Recordáis La
Quimera, maravillosa novela de inmensa ternura y esperanza endolorida
de Emilia Pardo Bazán?
13 de febrero de 2008 / lunes 18.2.08
HCG
140
Proseguimos con nuestro Ramoneda, quien ve lo dicho hasta ahora
por Sarkozy como un ataque a la cultura laica. Nos escribe que su
Presidente remató el ataque con estas palabras: «En la transmisión de los
valores y en el aprendizaje de la diferencia entre el bien y el mal, el
maestro no podrá reemplazar nunca al cura o al pastor, aun siendo
importante que se les acerque, porque siempre le faltará la radicalidad
del sacrificio de su vida y el carisma de un compromiso conducido por la
esperanza». Poneos en la hipótesis de que este nuestro filósofo tuviera
algo que ver con el editorial sobre el Ché, si no como escribiente, al menos
sí como inspirante. Es un zurriagazo en mitad de su cara. Dice como algo
positivo eso que ellos habían condenado como algo tan negativo que
podía ser considerado la madre de todas las guerras espeluncadas y
atrabiliarias. Esas palabras del discurso de Sarkozy, piensa Ramoneda,
tiran por tierra la laicidad francesa, tal como viene desde las leyes de
comienzo del siglo XX, las cuales ponen en el centro la laicidad
republicana. Algún día encontraré en el marasmo de mis papeles el
preámbulo de la ley francesa que prohibía el uso de velos y signos
religiosos en la escuela; comprenderéis, vosotros que sois como yo
personas paralipomeneras, hasta qué punto esa centralidad es para ellos
esencial en su supuesta francesidad republicana. La verdad es que en el
centenario de esas leyes laicas de 1905, ha habido un Francia un debate
riguroso, incluso desabrido a veces, sobre qué significan hoy y si son, para
siempre, la única alternativa que se les presenta a los franceses. Muy poco
después de esa lectura brutalmente desmitologizadora. —¡esta sí!—, en el
centenario de la Revolución francesa, celebrada en 1989, que tuvo lugar
entre historiadores, sociólogos, pensadores y politicólogos; otra discusión
llena de chisporroteos, en donde se lograron horizontes nuevos de
comprensión, a la vez que, con algunos, desacuerdos para siempre. Larga
y compleja pelotera de la que Francia salió percibiéndose a sí misma de
otra manera. Primero vieron con ojos muy distintos la sacrosanta
revolución; después miraron con ojos disconformes la laicidad militante
de la República francesa, condenadores de esa militancia que nada tiene
que ver con la racionalidad sopesadora, prudencial y consensuada de la
vida de una gran nación. Apropiación por una ideología laicista, de la que
apenas si queda sólo la carcasa oficialista, que en algunos aspectos
importantes convertía a Francia en algo parecido al priismo mexicano.
Pero no entraremos ahora en esta discusión.
Ramoneda piensa en su escrito que Sarkozy «disparaba
directamente contra la institución esencial de la laicidad republicana: la
escuela». Apoyándose en palabras de Régis Debray —tipo curioso e
interesante—, se trata de una injuria, escribe, que si hubiera habido
realmente una izquierda en Francia debió sacar un millón de franceses a
la calle. Pero ya se sabe por dónde anda la izquierda francesa:
descoyuntada, sin norte ni centro ni horizonte, sin saber quiénes son y
qué defienden. En España, al menos, tanto en el gobierno de la nación
141
como en variadas autonomías, tienen poder tangible y contable; y eso es
mucho: disfrute, seguridad y doblones. En Francia han pasado años de
una sequía desbordante. No parece haber por el momento eso que
siempre se ha llamado con gran pomposidad: la izquierda. Pero Sarkozy
no terminó ahí sus ataques, pues en Riad, «ante el Consejo Consultivo de
Arabia Saudí, volvía a reiterar su apuesta por la restauración religiosa. He
aquí un viejo programa retomado como novedad por las derechas
europeas: el gobierno gobernando a su aire y las iglesias calmando las
ansias de esperanza de los ciudadanos».
13 de febrero de 2008 / martes 19.2.08
HCH
¿Se pueden colmar las ansias de esperanza de los ciudadanos
franceses con la laicidad de una firme legalidad republicana? Fijaos:
ciudadanos. Ya no somos personas. Somos sujetos de la legalidad
republicana. Lo que nos configura no es nuestro ser personal de
amorosidad y las relaciones comunitarias que desde él construimos, sino
que somos fieles, exactos y conspicuos comensales de la legalidad. Es en
esa legalidad en donde encontraremos el alma misma de lo que somos.
Una legalidad republicana —de la — que es la fuente de la moralidad y
de la eticidad. Del comportamiento individual y comunitario. De nuestro
pensamiento. Todo ello debe ser medido por el rasero de esa legalidad
republicana que, para serlo, deberá constituirse en laicista y con una
escuela que se refiera a ella por entero, por completo y por estricta
obligación de la sociedad y de sus individuos. Vemos, pues, cómo esa
legalidad republicana es algo que, en referencia a unas épocas
maravillosas que se corresponden, en el caso francés, al momento álgido
de 1789 y, sobre todo, al de 1905, nos viene a ser de obligado
cumplimiento para todos y para siempre. No es, como en el caso de la
Constitución americana, por ejemplo, fruto de un consenso asumido, pues
adelantado de lo que la nación ha sido y sigue siendo, un pacto fundador
de libertades de personas y de grupos de personas, quicial hasta el punto
de que si desaparece ese consenso, desaparecerá inexorablemente la
nación —sabéis que estuvo a punto de ocurrir tal cosa, lo que se solventó
con una cruenta guerra civil—, sino una toma de poder ideológica en un
momento confuso, me refiero a la segunda fecha, que es la esencial en
este debate, de manera que el Estado se hace laicista, asumiendo, sobre
todo a través de la invocación de la legalidad republicana —lo que se
refleja de manera central en la escuela, cuidado, una escuela
extraordinaria la que entonces surgió en Francia— y de la laicidad. La
educación se hizo entonces piedra angular de todo un sistema. Y, repito,
fue excelente la labor que se hizo. Pero las cosas en Francia cambiaron
muy notablemente a lo largo de los decenios. Surgieron instituciones
142
educativas distintas, estatales y privadas. Colegios y universidades
privadas, que contaron de más en más con apoyo público. Por otro lado,
la institución universitaria entró en Francia en una crisis espeluznante, en
la que hoy está.
¿Legalidad republicana laica? ¿Invocaremos aquel su entonces? Ni
siquiera se da en Francia, como no sea un llamamientos de rancios
ideólogos cargados de polvo y vejestoriedad, en los que sólo los
repetidores de las anticuadas palabras y eslóganes dicen creer todavía.
Cuando han mostrado que ya no funciona en su país fundador, ¿las
tomaremos entre nosotros?
Mas prosigamos con Ramoneda.
Como no podía ser menos, creo que interpreta asaz
engañifladamente el discurso de Ratisbona pronunciado por el Papa en la
universidad el 13 de septiembre de 2006: «Ratzinger convocaba a las
religiones del libro —también al Islam— a ocupar el vacío dejado por las
ideologías modernas en la escena pública, a aprovechar estos tiempos de
incertidumbre y de cambio, para volver al protagonismo político». Lo
hacía, sigue diciéndonos, poniendo como ejemplo a seguir el de la Iglesia
católica que había sido capaz de aunar fe y razón. «La señal fue
interpretada como una orden por la jerarquía eclesiástica de algunos
países, la española, por ejemplo, que se vio legitimada en la cruzada
callejera que había emprendido contra el Gobierno, en colaboración con
el Partido Popular». Ya veis la poca inteligencia paralipoménica de nuestro
autor, el filósofo. No parece que, como el búho, haya levantado su
pensamiento a los atardeceres.
15 de febrero de 2008 / miércoles 20.2.08
HCI
Curiosa presentación de nuestro Josep Ramoneda: uno dice lo que
quiere de lo que le da la gana, sin coherencia ni dignidad filosófica
ninguna, y es igual, no parece tener consecuencias. Nada importa lo que
pienses y digas, si estoy contra ti, te lanzaré la pedrada en el ojo, con gran
contentamiento de los seguidores que, tras el guijarrazo, quieren sangre;
la sangre ideológicamente blanda del otro. Sigamos con su texto
programático.
Le entra a Ramoneda como un susto insidioso: ¿habrá que hablar de
un retorno a la religión en nuestras sociedades epulonarias? Dando por
supuesto que lo hay, se pregunta si sólo es un fenómeno pasajero.
Encontró la solución de su susto acongojante: «Probablemente, estamos
ante uno de los epifenómenos del proceso de globalización». Y se nos va
por la tangente con ella, «la competencia en el mercado de las almas se ha
hecho extremadamente dura». ¿No en el mercado de su ideología? ¡Vaya!
De eso no sopla ni un balbuceo. Para la Iglesia católica las cosas se van
143
dando mal, véanse las sectas, cada vez con más recursos, nos dice,
cuajado de razón, y la «capacidad expansiva y por diferentes familias del
Islam, que ha vuelto a las tierras de las que fue expulsado». ¿A qué se
referirá con estas sibilinas palabras? Insidioso misterio. ¿Jugamos a las
adivinanzas? ¿Sabe, acaso, que la expansión del cristianismo en el África
subsahariana está siendo muy notable? No creo. Habla de iglesias fastfood, del oriente, de la literatura de la autoayuda y del «alpiste
emocional» —¡precioso!—; todo ello ofrecido «a una ciudadanía en
pérdida de referencias»; añádase el mercado que «se ha hecho muy
competitivo y hay que defender la parroquia sin demasiados
miramientos». Debilitación de las ideologías clásicas; triunfo del poder
económico «como fuente de normatividad social y referencia de
comportamiento» —¿se habrá convertido en paralipomenero también
él?—; todo ello «es un cultivo muy abonado para que la religiosidad
vuelva a asomar la cabeza en sociedades que parecían destinadas a la
laicidad para siempre». ¡Pobres! Proferían que el progreso progresaba
hacia la segura eternidad. ¿Acaso no es así? Luego, añade una crítica
sentida a aquello de la alianza de civilizaciones; la conversión de la lucha
antiterrorista en conflicto de civilizaciones ha dado, supongo que con
enorme descontentamiento para Ramoneda y sus gentes, nuevo espacio a
las religiones; espacio que ya era de la laicidad. ¡Y todo ello cuando,
siguiendo al francés —siempre un francés—, Marcel Gauchet, la
comprensión temporal de nosotros mismos estaba sustraída ya a la
inmemorial estructuración religiosa del tiempo! Pero un francesito tan
ejemplar, uno más de los tan ejemplares, no puede equivocarse.
Continuemos con Ramoneda. In illo tempore, Franco «había
confiado a los obispos la tarea de adoctrinamiento ciudadano». En los
setenta España salió «de un régimen que tenía en el nacional-catolicismo
su principal fuerza ideológica». En la transición, «la Iglesia sufriría la
penalización por esa alianza con el régimen franquista. Y ya no se
recuperaría». Tres líneas y una condena feroz y que nada tiene que ver
con la realidad. Puro rebufe de esa ideología que hoy se mira la ropa con
gran susto. Ideología que elaboró sus excrecencias para que la historia
haya sido como conviene a sus ensueños. Después, ley del divorcio,
matrimonio homosexual, la asignatura famosa. «Pero han conservado los
dineros». Sociedad «plenamente secularizada», sí; pero «el Estado,
oficialmente aconfesional, sigue protegiendo a la Iglesia católica, incapaz
de financiarse por sí misma, tratándola con privilegios económicos y
legales. España no ha alcanzado todavía la fase del Estado laico».
Lloremos, hermanos muy amados, porque «el ataque al laicismo por parte
de la alianza entre la derecha y la Iglesia ha llegado antes de que el Estado
laico exista».
15 de febrero / jueves 21.2.08
144
HCJ
Comenzamos a terminar con Ramoneda. «¿Qué es un país laico? Un
Estado en que las iglesias no puedan determinar la acción del poder
político, pero en las que el poder político no pueda intervenir sobre las
iglesias, salvo en el caso en que éstas desafíen a la ley con el delito. Y, por
supuesto, nunca en cuestiones de teología y principios doctrinales».
Sorprende el paso tan fácil de país a Estado. ¿Será que ello indica por
dónde van sus verdaderas mientes? Me temo lo peor. ¿Significa tal cosa
que las iglesias deberán callar sus bocas a cal y canto?, ¿serán las únicas
que no podrán decir lo que les venga en gana?, y si contravienen la
legalidad vigente, sus portavoces y responsables, es decir, los obispos de
la Iglesia católica, pues es ahí donde está todo el morbo, tanto del ataque
como de la defensa, sean llevados ante los tribunales. Nótese que no es
así, sobre todo para nuestros obispos —¡a quien importa aquí y ahora las
demás generalizaciones!—, por todos los medios se quiere una cosa: por
Dios, que se callen de una vez, no salgan a la calle ni hagan notas ni
tengan celebraciones públicas que la gubernabilidad y sus mesnadas
consideran politiquería echada en brazos del partido de la oposición. Pues
ya es mala suerte, me temo que piensan dichas gentes, teníamos a los de
ese partido rodeados por las estacas talanteadas de soledad, cuando
habíamos conseguido que todos —bueno, todos, menos algunos, sólo el
40% del actual Parlamento—, y ahora vienen estos obispillos y nos
desmontan la barraca. Y viene Urkullu, jefe del PNV, a Madrid diciendo lo
que todos sabemos: ha habido diálogo político con ETA. Y vienen las
próximas elecciones y pueden cambiar no pocas cosas en el panorama
político del país, incluso en el partido, y los partidos, de la actual
gubernabilidad. El progreso de la progresía resulta pender de muy frágiles
sombrajos.
En el mientrastanto, el presidente Sarkozy sigue infatigable con sus
decires sobre la religión. Ahora —miércoles 13 de febrero— dirigiéndose a
los judíos franceses.
Terminaremos con Gamoneda. Tiene ideas curiosas de puro
impertinentes. 1) Las «religiones son inefables», al situarse fuera de toda
posibilidad de crítica. ¿Pues que hace él y tantos de las huestes de la
gubernabilidad?, ¿y todos esos políticos grandes y politicastros enanillos
que parecen berrendos contra las rojeces de nuestros obispos? 2) «Las
religiones pretenden tener la exclusiva de la verdad e imponérsela a todos
los hombres». ¡Qué curiosas entendederas! Bueno, o las suyas o las mías.
3) “¿Qué puedo hacer para que otros se salven y para que surja también
para ellos la estrella de la esperanza?”, es una pregunta de imperio que el
Papa Ratzinger hace en la encíclica Spe Salvi, enseña Josep Gamoneda —
por tanto, había tenido tiempo de mal leer la carta, para desasnarse—.
Tres características que «las hacen incompatibles con las bases del sistema
democrático». Anda y chúpate esa. «Las religiones entienden que la
145
legitimidad del poder emana de Dios y no de los hombres», ha escrito
poco antes. Copio el abigarrado final, donde todo se mixtura sin mucha
inteligencia: «Por eso deben mantenerse al margen de las decisiones
políticas. La coartada religiosa no es argumento para saltarse las leyes
democráticas. Y, sin embargo, el Estado democrático tiene la libertad de
expresión y de creencia como principio fundamental. Por eso, no debe
intervenir sobre las ideas religiosas. Esta clara división de papeles es la
que quiere confundir en Europa una nueva santa alianza de la derecha y
el altar».
Lo vociferaban en tiempos, ¿os acordáis?, a la cárcel con los obispos
o incluso mirando a la pared si no se comportan.
15 de febrero de 2008 / viernes 22.2.08
HCK
El pasado 12 de febrero en la Facultad de Teología San Dámaso
hubo unas conferencias reunidas bajo el hermoso título de ‘La belleza y
Dios’. Pablo Cárceles, infinitamente preocupado por las cosas del arte,
alumno mío por dos años, me preguntaba. Esto le respondí.
Estaría de acuerdo con Víctor Tirado, uno de los ponentes, filósofo,
cuando dice que la belleza es subjetiva; pero comprendiéndolo en mis
maneras. La belleza es siempre percibida por un alguien. Sabes mis
manías, le escribía a Pablo, yo no hablaría de sujeto, o hablaría bien poco
de él. Cuestión esencial de la belleza es ser percibida. Decir que es
subjetiva y que no hay belleza objetiva es meterse en líos monumentales
sobre sujeto-objeto que, en mi opinión, nada significan. No hay obra de
arte sin veedor. Por supuesto que tampoco la hay sin artista, y, si llega el
caso, como en la música, sin intérprete. Sin veedor que contempla la obra
de arte no hay belleza, pues la belleza es el acto de creatividad del artista
que la creatividad del veedor recrea.
Recordarás, quizá, le escribía a Pablo, que pidiendo la palabra el
primero, dije algo inarticulado, que nadie pareció entender ni recoger. Si
me tocara platicar sobre la belleza hablaría de creatividad. La belleza se
genera en el acto de la creatividad. Y la creatividad es doble —o triple, si
necesitamos a un intérprete—, la del artista y la del veedor. No es que
comenzara disertando de creatividad, sino que me encontraría con la
belleza hablando de la creatividad. Donde no hay creatividad, acción de
creatividad, no hay belleza. Por eso, la repetición, la copia, no es fuente
de belleza, o, si lo fuera, lo sería como duplicado que expresa o adelanta
un recuerdo. Sólo se da la belleza en la creatividad; porque únicamente se
da en la obra de arte. Fíjate, pues, que ahora me convierto en un
materialista osado. La obra de arte es obra material; modelación del barro
de la materia. Primero por el artista, y luego, también, esto es esencial
para comprender la belleza, en el veedor. La obra de arte es cosa bien
146
material. Y porque cosa bien material, se adentra en mí y provoca mi
propia creatividad, tan distinta de la del artista, pero tan real.
Hablándome de las esculturas clásica que trajo Velázquez para el
Alcázar, me dice Pablo algo muy hermoso: mi experiencia estética
desborda inmediatamente lo humano para llevarme a lo divino; y añade
que esas esculturas griega parecen belleza encarnada. Lo primero habla
de la fuerza inmensa de la creatividad, la cual, al pasar del artista, a
través de la obra material, claro, al veedor, genera en él una fuerza
incontenible de creatividad, hasta el punto que sólo se le ocurre hablar de
algo divino. Hay, pues, una tríada: artista, materia, veedor; si acaso
también intérprete. Ahí, en el juego de esta nueva tríada se da ese
inmenso chorro de creatividad que fascina en la creación de belleza. No
hay belleza sin artista que modela la materia en su obra y que recibo
generando en mí el grito de admiración, por el poder que ella suscita en
mí: grito racional, grito afectuoso, grito de deseo inacabable, grito de
extensión infinita de la imaginación. Así pues, me parece, la belleza no se
da en el pequeño y estéril juego de lo objetivo y lo subjetivo, sujetoobjeto, sino en ese ámbito de la creatividad, tan compleja, tan abrasadora.
Por eso, tan divina.
¿Y hay algún artista tan creativo, tan productor de obras de arte
como el Creador del mundo y de la carne?
A lo escrito para Pablo sólo añado que también la materia es
creativa.
17 de febrero de 2008 / lunes 25.2.08
HCL
Mario ALBERTO García Reyes ya ha salido en estos Paralipómenos.
Con él y con Javier Padilla me di por las calles de la ciudad de México, y
sus trompicantes aceras, aquel largo paseo en que hicimos trece tercios, a
tenor de lo que cada vez nos faltaba por llegar hasta la boca del metro
que nos llevó a las librerías, siempre como un tercio, decían a una sola
voz, pero cantinela repetida al menos trece veces. Me traje de él dos
trabajos largos sobre Mircea Eliade. Por la interposición del viejo
Aristóteles, no los he leído hasta ahora. Qué vergüenza mayúscula. Le he
escrito estos días con mis reacciones al contenido de sus papeles. Quisiera
tomar ahora como borrador las dos cartas en las que me refería a la
cuestión, para presentar lo que en ellas decía, clarificándome y dejando
mis críticas más claras.
Comienzo en esas cartas a Mario con una referencia a unas páginas
que nada tienen de paralipoménicas —son anteriores—, en donde
criticaba la manera en que los fenomenólogos de la religión, bueno, al
menos algunos de entre ellos, pasan de un estudio cuidadoso de las
externalidades que se dan en los místicos, en los hombres y mujeres
147
religiosos, en las que, por encima de las diferencias tan esenciales que
hay, pues cada uno cree en su Dios, quizá en sus dioses, o en el
vaciamiento en la Nada, mas con una actitud mística, religiosa, incluso de
agnósticos o ateos que, sin embargo, reproducen las mismas
externalidades en fenómenos místicos propios. El fenomenólogo de la
religión, y de la mística, cree percibir que en todos ellos se da una
presencia cuyas características, por encima de los desacuerdos entre sus
dioses o no-dioses, son idénticas entre todos ellos. De ahí, el
fenomenólogo de la religión, o de la mística, cree percibir una Presencia
que es la que, precisamente, se hace actualidad para todos, provocando
esa presencia igual en todos. Por eso creen que la fuente de todo el
fenómeno religioso o místico es único, esa Presencia, que unos llaman
Dios, otros sus dioses o la Nada o, incluso, la negación misma de Dios. Lo
definitivamente importante, por tanto, sería esa Presencia, que en sus
inmensas diferencias, sin embargo, se hace presente por igual a todos; la
cual, luego, ha sido percibida de maneras tan diversificadas, dando lugar
a teologías encontradas, incluso fieramente enemigas.
Mi crítica a esta postura es ese paso por demás indebido de las
meras externalidades a algo que es, ahora ya, la más profunda de las
internalidades: la Presencia. Quiso ser un observador imparcial, haciendo
abstracción de cualquier particularidad, y por eso pudo ponerse por
encima del bien y del mal de todas las religiones y las místicas, buscando
aquello que, dentro de las diferencias tan acusadas, era común a todos y
creyó percibirlo en que todos tienen esa certeza de una presencia. Pero
una cosa es tener la evidencia de que en todos se da la certeza de una
presencia, y otra pasar de ahí a la pura Presencia en sí misma. Dicho paso
me parece por completo indebido. Porque, así, esa Presencia da nombre
verdadero a eso que algunos llamamos Dios, incluso, si queréis, Dios
Nuestro Padre. Estos calificativos serían nuestros, los que provienen de
nuestra tradición, a la cual, vistas las cosas de cerca, podremos dar, quizá,
un sobresaliente; pero no son más que una de las manifestaciones en
mera parcialidad de la pura Presencia.
Esta parrafada no se la encasqueté a Mario, simplemente le citaba
las páginas en donde podía leerlas. Ahora, como lector de Paralipómenos,
podrá leerla junto a vosotros, estimados lectores y lectoras de estas
cavilaciones inacabables.
17 de febrero de 2008 / martes 26.2.08
HDC
Conozco desde hace años esa corriente a la que me refería. Tanto
porque leí bastantes cosas de Mircea Eliade y de algunos otros
fenomenólogos de la religión, cuanto porque durante años fui amigo
cercano de Carlos Castro Cubells, quien escribió sobre estas cuestiones en
148
Ediciones Cristiandad, 1964, un grueso y estupendo libro, señero en
español: El sentido religioso de la liturgia, cuyo primer tercio trataba de la
religión en general, y el segundo y el tercero, sobre la religión cristiana y
sobre el culto cristiano, estaba por completo impregnado de una manera
de ver las cosas desde la fenomenología de la religión. Por la amistad,
evidentemente, fueron mucho más importantes para mí las innumerables
horas de plática con él que sus páginas escritas. En él, en nosotros, las
cosas iban por sus propios derroteros. Aunque, en él, siempre marcado
por las maneras de la fenomenología de la religión. Fue Carlos Castro
quien me hizo leer a Rudolf Otto, a G. van der Leeuw, que tenía de antes,
y a Mircea Eliade.
Hay una manera de ver, seguramente la de Eliade, caracterizada
muy bien por ti, le escribía a Mario, que no puedo compartir. Sobre todo,
cuando se entremezcla en los arquetipos junguianos. Tampoco acepto de
ninguna manera la kantinización de la religión, en donde esta se
deseclesiastiza, como dice Kant, para hacerse sólo racional; aceptada con
la condición de que se dé sólo en los límites de la mera razón, es decir, en
los límites de lo que él considera la razón práctica —tan distinta, creo, de
lo que yo mismo llamo razón práctica—.
Esa religión en ningún caso puede ser la religión cristiana, al menos
en la comprensión y en la manera que nosotros tenemos de concebirla,
expresarla y vivirla. Los arquetipos que echó al mundo Jung ponen las
cosas en un principio primordial y común. No son discernimientos
puramente clasificatorios para entendernos a nosotros mismos, sino reales
existencias comunes en las que nosotros nos encontramos echados al
comenzar a existir. Los arquetipos se nos dan en nuestro mero
nacimiento; existimos en ellos. Son comunes a todos nosotros, pero no
como puede ser común a todos nosotros que, excepto si somos monstruos,
tengamos todos nariz o reflexionemos según una cierta lógica común, lo
que nos vendría, evidentemente, de esa llamémosle naturaleza común en
la que somos cuerpo de hombre/cuerpo de mujer. Los arquetipos son
maneras de ser que configuran lo que somos y nos, si vale decirlo así,
predeterminan en aquellos tiempos iniciales en los que fuimos
engendrados. Los arquetipos serían las semillas mismas de nuestro
engendramiento ontológico. Nuestro propio ser vendría dado desde ellos
y por ellos. Nada tiene de extraño, pues, que luego, en el devenir de
nuestra vida individual, tantas cosas nos sean comunes, pues tenemos el
mismo engendramiento de nuestro propio ser en el mismo ámbito
profundo, de psicología profunda, en el que se nos da lo que somos. La
cuestión decisiva, por tanto, está en descubrir esos arquetipos que nos
engendran y nos circundan. Y ese ámbito profundo común a todos es
esencialmente sacral, así pues, religioso.
Kant pensaba que toda una panoplia de nuestra razón, su uso puro,
estaba regida por la ciencia de Newton y los suyos: palabra dada de una
vez por todas. No hay metafísica. La religión no puede estar ahí. Sería su
muerte. Sería la muerte de Dios. Mas queda toda una rinconera: la del uso
149
práctico de la razón. Ahí es donde se nos da la religión. No en una razón
eclesiástica, que también lleva a la muerte de Dios. La religión se da sólo
dentro de los límites de la mera razón; de su razón práctica, claro.
18 de febrero de 2008 / miércoles 27.2.08
HDD
Decía que esa religión en ningún caso, me parece, puede ser la
religión cristiana. Al menos, así lo veo y creo poder defenderlo con
razones. Si fuera de tal modo, tendría razón Karl Barth cuando dice que el
cristianismo no es una religión. En mis años mozos, lo he dicho, aunque
no en los Paralipómenos, fui barthiano. En aquellos momentos, digamos
que en los años sesentaiocheros, serlo fue para mí una tabla de salvación.
El ser cristiano era un chaparrón que te llegaba de pronto, no sabiendo
muy bien cómo ni de dónde, y te empapaba de Dios hasta los tuétanos;
dándosete en Jesucristo. En momentos de crítica tan feroz, cuando uno
tras otro todos los amigos iban dejando de ser creyentes a marchas
forzadas y todos los frentes caían, el que las cosas fueran así, me fueran
así, era una ocasión cierta de poder seguir todavía siendo cristiano. Como
algo que caía sobre mí por pura gracia, podía sostenerme por encima de
todos los empellones y de todos los ejemplos. En esos momentos,
estudiante ya de teología en Lovaina, la Abadía Trapense de N.D. de
Scourmont, es decir, Chimay, era un lugar desde donde todo se veía de
modo distinto, poniéndome en contacto con las propias fuentes de mi
cristianismo, que tanto tenían que ver con la oración comunitaria;
personas como Vincent Baguette, que los paralipomeneros ya conocemos,
muy desgraciadamente muerto hace unos meses, y la presencia activa de
Adolphe Gesché, en clase, primero, y en el pensamiento de más de en
más, fueron para mí, junto con la existencia litúrgica de la Parroquia
universitaria, aunque esta de manera por completo privada, el ámbito en
donde podía vivir plenamente mi cristianismo, que de esta manera tuvo
cada vez menos necesidad de ser barthiano. El cristianismo ni era un
chaparrón ni era un grito —lo decía por entonces José María González
Ruiz, haciéndomelo comprender en su justa racionalidad, por lo que
siempre le he de estar agradecido—; no había que abandonar la razón, la
de siempre, la única que tenemos, la mía, la tuya, para ser cristiano. No
porque, a la manera de John Toland, el contemporáneo de Leibniz y
Newton, en el cristianismo no haya misterios, porque todos los misterios,
que los hay, como él pensaba, son comprensibles por nuestra razón, sino
porque nuestra razón, la única que hay, la única que tenemos, es logos. Y
el verbo, la palabra se hizo carne. Por eso, le escribía a Mario, luego, poco
a poco, fui viendo las cosas de otra manera, conforme ‘mi filosofía’ —veo
que al leer esto José Antonio Méndez se revuelve en la silla, pero ¿qué
otra manera cabe de decirlo?— iba deviniendo una filosofía de la carne.
150
Sí entiendo interesante, volviendo a los fenomenólogos de la
religión, el ver la sacralidad de montañas, de piedras, de personas, incluso
de pan y de vino, como pone Mario en una de sus notas. Lo de sagradoprofano sin duda que puede ser un grill de lectura de las cosas que tocan
a la religión. Creo que el grueso libro de Carlos Castro, y otros de sus
trabajos, muestra a la perfección el uso tan interesante que un teólogo
católico puede hacer de toda esa inmensa sabiduría que echaron al
mundo los fenomenólogos y los historiadores de la religión. No es esto de
lo que me quejo. La cuestión está en que no creo que lo de Jesucristo,
todo lo de él, pueda verse exhaustivamente desde ahí, naturalizándolo —
nótese el paralelismo que pongo con la naturalización por la razón
científica— a esa manera de ver y de ser. Iluminar textos y situaciones, sí;
pero en ningún caso vaciar ahí todo su contenido.
18 de febrero de 2008 / jueves 28.2.08
HDE
Vaciarse ahí todo su contenido, decía, de ninguna manera. Lo
sobrepasa por entero. Hacerlo así, como parecen indicar, quitaría toda su
fuerza única al Jesús encarnado, carnal, en quien se nos hace visible el
Dios invisible —¿qué tiene que ver él con una Presencia?—, que, además,
es Padre de Jesús, el Hijo, su Hijo, y que, con su vida, con su muerte y con
su resurrección, nos hace a nosotros hijos de quien, ya desde ahora, es
Padre Nuestro.
Respecto a Mircea Eliade, le escribía a Mario que tengo varias
desavenencias importantes. El in illo tempore. El centro. El ámbito en el
que parece darse todo lo suyo. Vamos a verlo con algún detenimiento,
mayor que el de la carta a Mario, pues él, por su trabajo estupendo, está
muy en el ajo, y nosotros no.
Es verdad que, por mis recuerdos, Eliade habla, sobre todo, de
religiones primitivas. Cada vez, pues, que miramos a las religiones
primitivas, sin darnos siquiera cuenta, vienen a nosotros las inmensas
páginas suyas. En las de Mario se siguen viendo las cosas así. Pero me
digo que nada de todo eso —excepto si se toma al modo de Carlos
Castro— se refiere al cristianismo; seguramente tampoco a las religiones
monoteístas actualmente existentes. La impresión que saco de lo que nos
dice Mircea Eliade es que, finalmente, en nada se refiere al hombre
cristiano existente, al menos al que existe ahora; en definitiva, le decía a
Mario, a ti y a mí.
Nos arrebulla a un tiempo primordial e inexistente, un in illo
tempore que nada tiene que ver con lo que nosotros somos, con lo que es
nuestro tiempo, ni el tiempo físico ni el tiempo almal. Un tiempo
primordial en el que todos estaríamos inmersos en nuestro propio ser.
Que se refiere a arquetipos, los cuales, diríamos, al menos yo lo digo, nada
151
tiene que ver con nosotros. Tiempo que él se inventa como ideal-tipo, una
construcción puramente intelectual que recoja los datos que hemos ido
viendo acá y allá en una manera de modelo de las religiones, basado
siempre en las religiones primitivas que él conoce tan maravillosamente
bien, y que luego substituye a nuestra realidad religiosa; la tuya y la mía,
la que nosotros vivimos en nuestra carne. Pero, al menos yo, no me dejo
coger en esas substituciones que buscan quitarme mi ser de carne, para
ofrecerme un ser de supuestas maneras arquetípicas que me enraízan con
la visión —visión filosófica, cuidado— que él se ha ido construyendo de
esa manera ideal, eliminando mi propio ser y dándome otro en el que
para nada me reconozco, insisto, si va más allá de lo que me enseñó
Carlos Castro. Por ejemplo, una cosa es ver el papel que las montañas
ocupan en las religiones primitivas, y otra muy distinta leer la
Transfiguración de Jesús en el monte Tabor de una manera reductora,
que la retrotraiga a la aparición de lo numinoso en un espacio sacral que
nos saca de nuestra profanidad. Entiendo que esta manera de ver
discutida por mí puede hacernos entender lo que aconteció en el Monte
de una manera más rica; puede hacernos contemplar los detalles del
relato en una perspectiva en la que crece la profundidad de nuestra
comprensión. Esto, seguro. Pero de ahí a no ver sino una de las
manifestaciones de la Presencia que se nos hace presencia en la altura de
la montaña, en donde aparecen las fuerzas más arcanas y primitivas de lo
sacral, como en toda manifestación religiosa que se da en el Monte, ahora
ya siempre Monte sacro, lugar de la manifestación de la Presencia, hay
que trotear demasiado
18 de febrero de 2008 / viernes 29.2.08
HDF
Seguiremos con Mario, aunque quizá no ocupando por entero la
semana, porque no sea necesario o para no espantar definitivamente al
personal. Una visión como la de ese in illo tempore nos está quitando el
tiempo.
Nuestro tiempo no es cíclico. Que lo fuera el de los antiguos griegos,
vale. Que lo haya sido también el de Aristóteles, es cosa sabida; pero
nosotros somos otros, distintos a él. Tampoco vivimos en aquel tiempo
cíclico de las divinidades griegas y de las religiones primitivas.
Nuestro tiempo no es cíclico. Sí complejo en extremo —entretenerse
en ver cómo se dice hoy qué es el tiempo es cosa de lo más chusca,
exaltante y difícil—; pero nada se le pega de un eterno retorno. La
cosmología nos lo ha hecho saber de una vez por todas. Nada tiene que
ver con un devenir que cristalizaría en un tiempo ancestral, primigenio,
fundador; por ello, sacral. Tiempo arquetípico, unitario, estático, del que
todo alejamiento es culpable, mera pérdida, pura profanidad; por tanto,
152
profanación. Ese tiempo no tiene otra existencia que en nuestras
elucubraciones; mejor, en las de Mircea Eliade.
Es verdad que, ahora, casi estos mismos días, en discusiones
maravillosas ha ganado de modo concluyente —¿de manera definitiva?,
¿hay algo terminante en lo que dice el pensamiento científico?, ¿es este un
pensamiento para siempre?— la Teoría de la relatividad, la cual se
empeña en decir que en realidad no hay tiempo. Quizá sí átomos de
tiempo; pero no tiempo en el sentido almal, es decir, un tiempo que
viniendo del pasado, como una flecha, mira al futuro. Su mundo, regido
por leyes deterministas que se apoyan en cambiantes condiciones iniciales
—bueno, aquí entraríamos en un mundo entero de complejidades en las
que deberíamos quedarnos embotellados durante un tiempo que nos
dejaría sobrecogidos de puro largo—, como el de toda la física clásica, se
recorre por igual hacia el pasado como hacia el futuro. Pero estas extrañas
cavilaciones, creo, tienen poco que ver con lo que aquí nos traemos entre
manos.
Aunque sea decirlo demasiado rápido, el tiempo eliadiano tiene que
ver con el tiempo almal y no con el tiempo físico, si utilizar esa
diferenciación es válido. En todo caso, la haremos, pues, si no, lo mejor
sería callarse para no salir dando alocados alaridos.
Por eso, me parece que cuando Mircea Eliade nos transporta a algo
así como un in illo tempore, nos lleva a un tiempo mítico, el tiempo de la
religión, dice, que, además, es nuestro tiempo de verdad. Aceptar esto es
demasiado rudo para nosotros, seres de carne paralipoménica. Perdería
nuestra cabeza todo viso de racionalidad. Sería echarnos a un océano de
irracionalidades que nos subyugarán y harán de nosotros lo que les
plazca.
En todo caso, esto nada tiene que ver, me parece, con nuestro
cristianismo ni con él tiempo lineal que él genera. Pues el concepto de
creación que nace religiosamente en los medios del Antiguo Testamento, y
filosóficamente ya en pleno ámbito cristiano, nada tiene que ver con ese
tiempo mirceano. Entiendo que es una exageración decir que el mundo
como creación nace en el judeocristianismo, pero en la fuerza dinámica
que en él se da hay un radical cambio de paradigma —como nos hemos
acostumbrado a decir desde Thomas S. Kuhn— filosófico y científico. Si lo
olvidamos o lo postergamos no entenderemos ni el cristianismo ni el
pensamiento en el que desde hace siglos nos hemos embarcado,
seguramente de modo definitivo.
Quedarnos con Eliade nos saca de nuestros cabales, de nuestra
realidad, de nuestro Jesucristo, de nuestra Iglesia, de nuestro Dios, y nos
adentra en una religión inventada, en un tiempo inventado, con
resultados de necesidad.
19 de febrero de 2008 / lunes 3.3.08
153
HDG
De ahí lo de Karl Barth: si esta es la religión, el cristianismo,
ciertamente, no es una religión. Si lo que dice Mircea Eliade —hablo más
bien de mis recuerdos y de lo que tan bien escribe Mario sobre él en sus
papeles— es verdadero, nuestro cristianismo no lo es, nos hemos pasado
con él, lo hemos malentendido por entero. Uno de los puntos de
desentendimiento está en que, como hemos visto, hay una radical
diferencia en la interpretación del tiempo. Nosotros no vivimos en ese
tiempo sacral y primigenio, el cual ni estira de nosotros ni nada tiene que
ver con nosotros, si es que dicho in illo tempore existiera. Esto me parece
esencial en nuestras divergencias, y las otras dos, en realidad, están
trenzadas estrechamente con esta primera.
Mas nuestros desacuerdos continúan. En segundo lugar, tenemos la
cuestión del centro. Eliade pone la centralidad de todo lo que dice —y lo
dice porque, para él, las cosas de lo sagrado-profano son así— en ese
tiempo mítico en torno a lo que todo gira. Digo gira, cuando en realidad
para él se da en definitiva un cósmico estarse quieto; una quietud
puramente sacral en la que cualquier salida de ella es adentrarse en los
procelosos ámbitos de lo profano, los cuales deberemos abandonar al
punto para volver atrás, hacia el espacio de lo sacral. Pero así, creo,
rompe toda dinamicidad creativa, haciéndola imposible por entero. Y
romper la creatividad dinámica es destruir desde su misma raíz lo que es
el mundo, lo que es el cuerpo de hombre/cuerpo de mujer y lo que es la
realidad. Parece ser la exacta contrapartida de una filosofía de la carne.
De idéntica manera, rompe, por consecuencia, toda dinamicidad de
la persona de Jesús, de su relación con el Padre Dios, de la Iglesia que él
fundara. Sacándonos de nuestro propio centro, nos pone a nosotros
mirando a la pared, mejor, mirando hacia ese centro de espesa quietud en
donde nos disolvemos, en donde perdemos toda creatividad. En donde la
creación dinámica, la del mundo mismo, la nuestra, la del arte, se mocha
en un silencio de inactividad, de pérdida de sí, encerrándonos en las más
puras estaticidades de la más horrorosa quietud; quietud de nuestra
muerte, en donde se disuelve no sólo nuestra persona, sino hasta nuestra
propia individualidad.
En una filosofía de la carne, ese centro, el punto en el que, en
definitiva, se nos da la centralidad de lo que somos, se nos ofrece nuestro
ser en plenitud, es el punto W, que tantas veces nos ha aparecido en estos
paralipómenos como fruto de nuestra acción racional, de nuestros
emperramientos racionales. El centro mirceano, su centralidad, estira de
nosotros hacia abajo, hacia el pasado mitológico, hacia la mera quietud,
hacia la disolución de lo que somos en una obscura sacralidad de la que
vengo del no ser yo para volver definitivamente a no ser yo. Es un centro,
me temo, que nos atrae para echarnos en el abismo de la nada. En ningún
caso generador de mi propia creatividad. Ni creatividad de seguimiento ni
154
creatividad de un ir-hacia que está más-allá. Es un centro que atrae para
echarnos en el abismo de la nada. Un centro que debemos evitar como la
tentación misma de la Nada; en nuestro caso, de la voluntaria disolución
en ella. En la filosofía de la carne, lo acabo de señalar, más que centro es
punto W, punto de atracción desde ese más-allá definitivo, que estira de
nosotros, generando que seamos seres creativos y no reduciéndonos a la
fuerza a ese punto de giro del cosmos entero que nos atrae
inexorablemente hacia su puro nadear.
20 de febrero de 2008 / martes 4.3.08
HDH
La tercera de las desavenencias graves con Mircea Eliade se refiere
al ámbito en el que parece darse todo lo suyo.
Pues se diría un ámbito en el que no cabe la ciencia ni la técnica ni
el pensamiento actual ni la sociedad en la que vivimos; un ámbito en el
que sólo se mira hacia atrás, a ese mitológico in illo tempore en el que nos
sacralizamos por entero, bajo la condición de que ahuyentemos todo lo
profano, de que saliendo de él nos perdamos en lo sacral, ante esa
Presencia, supongo. Un ámbito en el que nada de lo que hemos construido
como corporalidades tiene su cabida. Ni nuestra visión del mundo, lo que
sobre él decimos, por ejemplo, a través de esa majestuosa construcción de
nuestra razón que es la ciencia, siempre tan vaporosa, siempre tan
cambiante, siempre cosa tan interesante para saber, al menos algo,
bastante, sobre quiénes somos y dónde nos encontramos. Ni esa otra
asombrosa construcción sobre la que basamentamos nuestra sociedad: la
elaboración y desarrollo de una constitución. Ni siquiera la visión que de
nosotros mismos tenemos ocupa plaza en ese ámbito eliadiano. Todo esto
lo deberemos abandonar en una ascesis castrante. Curioso que, a
nosotros, paralipomeneros, se nos esté ahora pidiendo, por quien
parecería el exacto contrapunto de lo que representa Jacques Monod y su
principio de objetividad, la misma acción contra nosotros mismos: la
castración voluntaria. Un ámbito el suyo al que nos quiere llevar y en el
que se nos va a cercenar toda creatividad, para echarnos en manos de la
cansina repetición de lo de siempre en su quietud malsana.
El ámbito en el que se hace todo esto y al que se nos pide que nos
retrotraigamos es un espacio de pura mitologicidad, que nada tiene que
ver con el nuestro, como no se nos quiera decir que todo lo nuestro, lo
visible, lo carnal, depende de unas arquetípicas invisibilidades que se nos
escapan a la razón, creando así ese espacio al que llaman sacral, que en
absoluto tiene nada de nuestra carnalidad. No es nuestro espacio. Ese
ámbito, mira bien lo que te digo, Mario, le escribía en mi carta, debe ser
rechazado con toda la fuerza, pues es como el papel pegajoso que atrae a
las moscas y en él se quedan para siempre, absorbidas por él, incapaces,
155
en su agonía, de deshacerse de él. Entiendo que las mías son palabras bien
duras, pero es que, me parece, nos jugamos, entre otras cosas, y así de
primeras, la racionalidad. Pues lo primero que se nos pide para entrar en
ese ámbito de la sacralizad eliadiana es que renunciemos al uso de la
razón. Cuidado, quizá eso no sea exacto, que utilicemos todo el inmenso
poder de nuestra razón, de su capacidad de análisis y de elaboración de
teorías coherentes, para confinarnos en un uso irracional de ella, pues se
nos pide que, luego, personalmente, renunciemos a ella al dejar el ámbito
de la profanidad para entrar en el bueno, en el verdadero, en el que es el
nuestro de verdad y para siempre, el del abandono en la nada que se nos
pide —peor, que nos pedimos a nosotros mismos— para fijarnos por
siempre en el ámbito de lo sacral. Quizá, si las cosas son así como digo, en
el ámbito de una Presencia que, por renuncia voluntaria de nuestra razón,
nos pide la pura irracionalidad.
En fin, Mario, terminaba, ya ves por dónde van mis pensamientos
sobre puntos esenciales del pensamiento de Mircea Eliade. Lo que te decía
sobre el paso de la presencia a la Presencia, tiene que ver, me parece, con
lo que ahora escribo.
20 de febrero de 2008 / miércoles 5.3.08
HDI
Madera, más madera, gritaban los hermanos Marx, arramblando con
todo lo quemable para arrojarlo en las calderas de la máquina infernal,
mientras el tren corría desbocado hacia el Oeste, impelido por alguna
pasmosa necesidad. Pues bien, eso necesito: madera más madera. Hay que
llenar con empeño estas calderas paralipoménicas. No por el hecho de
que se cuajen cada día de letras y palabras, sino porque en ellas nos
jugamos la vida de lo que hemos sido, somos y aspiramos a ser.
Cuando leas estos paralipómenos la fiesta habrá pasado; pero
cuando los escribo, no. Ser profesor tiene alguna ventaja. De vez en
cuando te topas de bruces, incluso a veces formando parte de sus
tribunales, con trabajos de licenciatura o de doctorado que excitan tu
propia pasión de pensamiento. Esto acontece ahora con el de Raúl Orozco,
quien ha trabajado, bien, muy bien, sobre el doble proceso de génesis y
desarrollo de la modernidad, siguiendo el pensamiento de un filósofo
italiano, casi desconocido hasta ahora, excepto por un puñado de
jabatillos —como ocurre con alguna frecuencia, pero las cosas pueden
cambiar muy notablemente—, muerto hace pocos años: Augusto Del Noce
(1910-1989). Este buen hombre, piamontés del grupo de los de Turín,
tuvo la osadía de ser cristiano y mantenerse siempre así. Pero no le bastó
con ello, sino que hizo una crítica en extremo interesante de las posturas
de sus compañeros y amigos, el núcleo duro del marxismo italiano de la
anteguerra y de la posguerra, quienes, comos sabéis, se hicieron con todo
156
el proscenio de la cultura italiana, lo cual, además, vino a darse a la vez
en toda nuestra Europa, la nuestra, la epulonaria.
Del Noce entiende por filosofía moderna, estas son sus propias
palabras, aquella que no se presenta como una simple actualización de
una virtualidad del pensamiento antiguo o de la unidad medieval entre el
pensamiento antiguo y el cristiano, sino que rompe por completo con lo
griego y con lo medieval, considerándolos como períodos concluidos.
Bien, vale, pero ya ahí, además de las cosas tan interesantes que vamos a
sacar, hay por mi parte un desacuerdo profundo que espero no olvidarme
exponer. Esa modernidad entiende el rechazo de lo griego y de lo
medieval de manera fuerte: refutación dogmática de la posibilidad de lo
trascendente y sobrenatural en la historia del hombre. El intento de
compaginación medieval de lo griego y lo cristiano habría generado el
mito de lo trascendente y sobrenatural como realidad posible en el
mundo. La expulsión de lo medieval se habría dado de dos maneras, por
la filosofía hegeliana que transformó el cristianismo en mera filosofía,
convirtiendo la fe cristiana en lo divino inmanente a través de una
purificación de la idea de Dios; y, en segundo lugar, por el paso de Hegel
a Marx y Nietzsche quienes substituyen ese divino inmanente por el
ateísmo. Hasta aquí Del Noce, tal como nos lo presenta Raúl Orozco.
Mas, antes de continuar, diré algo muy importante. No es de
necesidad entender a Hegel de dicha manera, la de los que llamaron
izquierda hegeliana. Tuve la suerte de conocer de cerca a Albert Chapelle,
mi profesor durante dos años en Eegenhoven-Leuven, jesuita belga que
inició en nuestra modernidad una comprensión radicalmente distinta de
Hegel, mucho más cercana al cristianismo, y que enseña aspectos suyos
que han desdeñado otras maneras filosóficas de ver, haciendo daño a la
comprensión que nos hacemos del propio cristianismo. Emilio Brito, mi
compañero de estudios, profesor en Lovaina, jesuita cubano con toda su
vida en Bélgica, ha desplegado en francés una inmensa labor sobre el
idealismo alemán: debe ser escuchada si no queremos caer para siempre
en gravísimas trampas saduceas.
23 de febrero de 2008 / jueves 6.3.08
HDJ
El Del Noce que nos presenta Raúl Orozco, y que en ningún
momento dudo sea el real, hay algo con lo que no me compadezco. Habla
de racionalismo y lo rechaza por completo, lo hemos de ver, pero me
pregunto si lo que él de verdad rechaza es el racionalismo ilustrado, el
cual, es verdad, ha mostrado su profundo fracaso.
El racionalismo, prosigue nuestro autor, se presenta como la única
interpretación válida y definitiva del mundo. Todas las anteriores eran
erróneas por no haber tenido a la razón —a la diosa Razón, mejor— como
157
único principio de juicio. Adoptando este racionalismo —ilustrado—, la
filosofía de la modernidad pretendía mostrar que el hombre no necesita
de un conocimiento sobrenatural, y a la vez, contra todo escepticismo, era
capaz por sí sola de llegar al descubrimiento de la verdad. ¿Por qué la
ruptura con el pasado? Porque la modernidad, son palabras de Del Noce,
nace cuando se ha adquirido la conciencia de que la razón tiene una
estructura propia no plegable al servicio de una forma de saber que no
tenga origen en ella misma, haciéndose así, madurada ya de su infancia
anterior, en instancia suprema que todo lo mide; de la que ni siquiera
físicamente se puede volver atrás. Me pregunto si en estas palabras,
supongo que sabiéndolo, no hay claras resonancias de Auguste Comte.
Emancipación de la razón, una vez declarada su autonomía absoluta. Se
convierte así la razón en criterio de juicio universal y su método, por
tanto, es la crítica universal. Todo ello nos pone ante la imposibilidad,
incluso física, de volver al pasado —sería un volver a la infancia— como
fuente de conocimiento de la verdad. La nueva tarea del hombre en la
modernidad será, así pues, una pura dimensión de inmanencia; un ideal a
realizar en términos de inherencia al mundo.
Según Del Noce, siempre en la presentación de Orozco, el
racionalismo se ha apropiado del sentido del tiempo que el cristianismo
simbolizaba con la flecha ascendente, enfrentada al eterno retorno.
Ahora, la realización definitiva del hombre adulto se dará en esa apertura
al futuro, la única posibilidad de novedad cualitativa y en donde
encontrará su plena realización. El hombre, así, hombre ya adulto, será
creado desde la nada; no tendrá pre-historia. Será el nuevo ciudadano de
la nueva ciudad de los hombres. Los antiguos mitos griegos y cristianaos,
dice Del Noce, han venido a ser substituidos por el mito —mito
esencialmente comtiano, añado— del hombre adulto; pasando de una
soteriología —ámbito donde se da la salvación—, que va más allá de la
historia: el-hombre-hecho-dios, a una soteriología inmanente: el-Dioshecho-Hombre.
Se añadía más, prosigue Del Noce. Para estos nuevos filósofos de la
modernidad, el descubrimiento del hombre estaba estrechamente ligada
al hallazgo de la naturaleza que, desde los siglos XVI y XVII, se estaba
llevando a cabo en la nueva ciencia natural. En ella, que substituía a la
metafísica clásica, no era cuestión de contemplar al mundo como camino
hacia Dios, sino que esta nueva ciencia se convertía en el instrumento de
transformación y de humanización del mundo.
El comienzo está en una interpretación sesgada y reduccionista de
Descartes hecha por la historiografía moderno-progresista, intentando
expulsar lo sobrenatural y negar a Dios. Interpretación que tiene poco que
ver con el Descartes de Malebranche, Pascal y Rosm
ini; y con la de los
estudiosos de Descartes hoy. Así, se comienza un proceso de
secularización cuya consumación es el ateísmo postulatorio que
caracteriza a la sociedad epulona, para llegar a un hombre condenado a
sacrificarlo todo a su yo, mero satisfizador de sus deseos o pasiones,
158
creyendo así ser feliz. Este ateísmo no es el destino de Occidente, dice Del
Noce, sino su problema.
23 de febrero de 2008 / viernes 7.3.08
HDK
Me fui retrasando y, al seguir escribiendo en torno al Augusto Del
Noce visto por Raúl Orozco, lo hago tras su defensa hablada. Para llegar el
autor italiano a sus posturas, tan interesantes, debe hacer una lectura
cuidadosa de Descartes, quien en la historiografía filosófica habría sido
tomado como rehén, espetándole una interpretación reduccionista con la
que no podría estar de acuerdo, y que le hace padre de ese racionalismo
progresista de la modernidad que el filósofo francés combatió con todas
sus fuerzas. En esto, repito, Del Noce coincide con todos los cartesianos
serios de hoy; pero, no te olvides, el mundo siempre está lleno de
pseudocartesistas y otras luces de mera pacotilla, de los que nada saben y
no saben que no saben. La idea corriente, sea de los racioprogresistas del
pasado siglo XX o de los enemigos de toda modernidad, junto al lejano
Ockham para estos segundos, denigra a Descartes como el padre de la
modernidad racionalista reductora de todo a pura cientificidad,
conjuntándolo, además, con el castrante principio de objetividad: una
razón analítica que a todo llega y todo lo descubre, si hoy todavía no, sí
mañana, con tal de cumplir la regla de ser racionalidad científica. Esta
manera de ver olvida casi todo lo de Descartes, lo que pensó y escribió, lo
que buscaba y encontró. Sólo dos detalles, pues es en otras cosas donde
vamos a pararnos. Tuvo la certeza y el gusto de proponer una filosofía
base perfecta, pensaba, para hacer ver la verdad del catolicismo —nótese
que no digo, sin más, del cristianismo, y en absoluto digo del
protestantismo—, basada en la voluntad infinita que nos hace seres de
libertad. Luchando con la creciente increencia de los que entonces se
llamaban libertinos, hizo que durante los más de tres siglos que han
trascurrido desde entonces, en filosofía se siguiera hablando de Dios. Lo
bonito de Descartes es que leyéndole a él podemos imaginar una manera,
la nuestra, no la suya, es obvio, de luchar y vencer a los libertinos de hoy,
acaparadores —¿para siempre?— del proscenio del pensamiento difundido
como el único verdadero hoy. Pero vamos a las cosas en las que nos
pararemos.
Los que somos sesentaiocheros y lo vivimos con fuerza, con frenesí,
fuimos observadores y protagonistas de algo que todavía pesa sobre la
cultura de hoy, y de qué manera. Se procedía de unos años en los que el
elemento de pensamiento que caló en los países sobre todo de nuestra
Europa epulona —entonces empezaban a serlo, incluida nuestra España,
un poco más retrasada—, pero no únicamente, mediterránea y católica,
fue la lectura polvorosa del teilhardismo, pues entonces era ya una
159
lectura marcadamente rompedora y progresista. No insistiré en esta
prehistoria del sesentaiochismo. Otra corriente se estaba haciendo con
quienes querían pensar en la acción: el marxismo. Es sintomático leer la
biografía de Louis Althusser —escrita en 1992 por Yann Moulier Boutang,
de la que apareció sólo la primera parte, hasta 1956—, uno de los
maestros más decisivos del pensamiento marxista de esos años. ¿Por qué?
Creo entrever dos razones. Los comunistas salieron de la Segunda Guerra
Mundial como generación intachable de héroes de la resistencia a los
alemanes; las cosas eran bastante menos claras, pero fueron maestros de
la propaganda. Se mostraron como los justos y puros. Guías de la clase
obrera, oprimida y pobre. Contaban con el apoyo ideológico,
propagandístico y de acción de la Europa dominada por la URSS. Se dio en
1956 la sublevación húngara y en el mismo 1967 la de Checoslovaquia, es
verdad, pero fueron antisoviéticas, no anticomunistas. Alejó de los
partidos comunistas; pero, a la vez, puso delante un marxismo puro y
pujante.
6 de marzo de 2008 / lunes 10.3.08
HDL
Había dos caminos para recibir el marxismo. Uno de ellos era el que
procedía de la línea althusseriana, no la única, pero sí de las más potentes
filosóficamente hablando. Los filósofos jóvenes se sintieron arrastrados
por esta línea teórica, que llevaba a un uso espectacular del pensamiento.
Siendo althuseriano, se adentraba uno en el amplio terreno de la filosofía,
haciéndolo, además, dentro de un pensamiento atractivo, potente, que
nada tenía que ver —pues todo se sabía y se discutía— con aquellas
plúmbeas historias de la filosofía que nos endilgaba por cuatro perras la
Editorial Progreso de Moscú, que de sus numerosos volúmenes, el
primero, finito, dejaba a las puertas de Marx, y los tres o cuatro restantes,
infinitos, engloriaban el pensamiento marxista, sobre todo ruso. Esta
filosofía de manual esperpéntico, es la pura evidencia, a nadie atraía si no
era ya un perdido de la causa. La althuseriana sutileza, refrescante y
alentadora, atraía. Y de qué manera. Uno, leyéndole a él y a otros como él,
se adentraba en la filosofía; pensamiento marxista puro y límpido,
resplandeciente de fuerza. Filosofía que arrastraba hacia la acción. Digo
hacia la acción y no a la acción, porque en los participantes de esta pura
línea filosófica siempre quedó un hacia que muchas veces, muchísimas, no
terminó de verdad en acción política. Sí consiguió algo decisivo: se trataba
de un pensamiento materialista rotundo. Aunque fuera, quizá, un
materialismo sobre todo spinozista. Deus sive Natura, cuya traducción
beligerante era obvia: Dios, es decir, la Naturaleza. Ahí estaba el ateísmo
militante. Aunque este marxismo no acabara llevándote a la acción
política, te dejaba en la clara afirmación de que no hay Dios y que la
160
religión es el opio del pueblo, clásica expresión marxista del XIX.
Materialismo filosófico teórico, pues, que rechazaba de manera rotunda a
Dios; no digamos a la Iglesia, especialmente la católica. Quedaba en el
horizonte del pensamiento algo que resultó decisivo por demás: la
Naturaleza. Luego, la manera de conocerla sería su estudio mediante la
ciencia; ciencia materialista, claro. De ahí, cosa bien curiosa, se abrían las
puertas a la aceptación, mediante esa Naturaleza, pura materia regida por
leyes materiales, a toda la corriente neoempirista, vendida al cientificismo
materialista más craso. Monod fue decisivo ahí.
Pero acontecía algo más. Muchos de los que se encontraban con esta
filosofía marxista eran cristianos, mejor, católicos. Muy distinta era la
manera de ver de Alasdair MacIntyre, entonces protestante escocés, luego
ateo y, finalmente, converso católico, y uno de los filósofos más
influyentes desde comienzos de los noventa. Véase su libro de 1953
Marxismo y cristianismo, editado con interesantísimos nuevos prólogos de
1968 y de 1995. Entre nosotros nada hubo de esa línea de comprensión.
Sí, sobre todo, la de Louis Althusser. No era fácil aceptar un marxismo tan
militante y rotundo en su materialismo negador de Dios. Empezó entonces
una maniobra inteligente. Me atrevo a afirmar que insuflada por los
partidos comunistas italiano —que había tenido a Gramsci y entonces
estaba comandado por el gran Luigi Berlinguer— y español, este en la
clandestinidad más clamorosa. Lo comprendieron bien. No era fácil a los
cristianos, mejor, a los católicos, procedentes de movimientos juveniles y
obreros muy activos, repletos de la mejor gente, abandonar de un
plumazo su fe en Dios y su pertenencia, aunque a veces compleja, a la
Iglesia. Hicieron para ellos una disyunción dicotómica, clásica en los
manuales de marxismo, entre materialismo dialéctico y materialismo
histórico. Lo que nunca había sido disyuntado, simplemente eran dos
aspectos de una teoría particularmente unitaria, ahora se presentaba
como una posibilidad intrigante y decisiva. Se podía aceptar el segundo
como pauta de pensamiento y acción, sin el primero.
6 de marzo de 2008 / martes 11.3.08
HEC
Presentándose las cosas así, hubo un grandioso corrimiento de
católicos hacia el marxismo, jóvenes, entonces, y obreros, sobre todo. La
distinción disyuntadora les había abierto las puertas, pudiéndose
adentrar en una acción política de amplia base marxista, no con
pertenencia a partidos comunistas —al menos al español, quizá el italiano
fue más dúctil y atractivo, en ningún caso al francés, encerrados en sus
irracionales emperramientos prosoviéticos a ultranza —, sino en diversas
corrientes muy izquierdistas que, luego, en España, derivaron hacia el
partido socialista —de una manera muy especial en Cataluña—. Pero aquí
161
nos atrae la cuestión de los pensares, aunque no sea lícito separarlos de
las acciones.
Los que quedaron en el althuserianismo teórico, pues lo suyo eran
los meros pensamientos y no la acción política, derivaron hacia posturas
filosóficas de más en más spinozistas —entendidas como la bendición
única y exclusiva de la sola Naturaleza, de la que todo dimana—, cayendo
de hoz y coz en posturas materialistas a ultranza. Pero eso, ya lo dije,
llevó al acercamiento a una comprensión rabiosamente materialista de los
neoempirismos, sobre todo anglófonos, es decir, americanos, que les
alejaba de las divagaciones hegelianas, para encerrarles en lo que,
finalmente,
devino
lo
que
paralipoménicamente
llamamos
la
naturalización: todo será explicado por la sola ciencia, si todavía no la de
hoy, seguro que la de mañana.
Pero ahora me interesa más seguir la pista de quienes aceptaron
como maneras de su marxismo el materialismo histórico, sin necesidad de
arrastrar consigo el materialismo dialéctico. Una cosa era la mira
científica a la sociedad y a su historia que se daba en la primera y otra la
‘religión’ de quienes teóricamente seguían anclados en el materialismo
dialéctico, la pura filosofía marxista. Se podían aunar fuerzas por abajo, es
decir, por la acción que se basamentaba en esa actitud científica de
acercamiento a la realidad y a la acción que sobre ella queríamos ejercer.
La ciencia no era tanto la de las “ciencias duras” —que atraían a los que se
habían quedado en las puras teorías de la filosofía marxista— sino la de
las “ciencias blandas”, convirtiéndose toda su nueva manera de ver en un
sociologismo estricto, considerado científico —pura ciencia, claro—, que
se había convertido en ciencia, por fin, cuando se había hecho uno con el
materialismo histórico: el estudio de los modos de producción de las
sociedades y las armas para lograr influir en la historia consiguiendo una
sociedad sin clases. Pues ahí estaba el quid, si mirábamos a nuestra
sociedad: la separación en clases y la apropiación de los modos de
producción por una de ellas —riqueza, gestión, aprovechamiento para sí,
fuerzas coercitivas del estado, cultura, sistema de educación, religión—,
que despojaba a las amplias masas, arrojándolas a la pobreza y a la
dependencia por quienes las explotaban. La fuerza de la historia, por ello,
estaba en la lucha de clases. Esta era el centro mismo de toda acción
política que se adentraba en los múltiples campos en donde esa lucha a
muerte se hacía esencial. Había que liberar las enormes fuerzas populares
para dejar que corrieran con absoluta libertad a lo que era su destino en
la sociedad y en su dirección. Porque el camino de la historia era
inexorable, aún si estuviéramos en contra de él; no importaba, la historia
ganaría su progreso. Progreso resueltamente determinista. Era decisivo,
por último, la acción unitaria del partido que representaba a las masas
explotadas: el partido comunista, aunque, ya lo sabéis, aquí había toda
una panoplia casi infinita de partidos. Por un tiempo, hasta que llegaron
las reales cuestiones de participación en el poder, los católicos abundaron
en partidos y sectas rabiosamente izquierdistas.
162
7 de marzo de 2008 / miércoles 12.3.08
HED
Esa disyunción entre materialismo histórico y dialéctico, para
quienes se habían introducido de verdad en el pensamiento marxista, no
era factible; peor, era un fallo teórico inaceptable. Se trataba sólo de una
táctica en la guerra que los marxistas de los partidos comunistas
occidentales llevaban contra los partidos y las sociedades burguesas,
como les llamaban. En tal imposibilidad, derivando de ella, se dieron una
enorme cantidad de graves problemas. Recuerdo cómo lo hablábamos, y
con qué pasión de verdad lo hacíamos, José Antonio Osaba y yo en su
casa del 6 de la rue Saint Severin, en la que tantas veces recalé en mis
viajes lovanienses, o, simplemente, yendo a París.
Esa disyunción era falsa de toda imposibilidad en el marxismo,
haciendo un corte artificial en su férrea e inseparable unidad, pues el
materialismo histórico no es otra cosa que el destilado político para la
acción social de los presupuestos filosóficos globales que lo crean. Y en
ellos el pensamiento sobre Dios es parte no sólo integrante, sino esencial.
Como un todo, el marxismo sólo puede ser ateo, precisamente porque es
en ese concepto de Dios donde se da el punto clave del malentendimiento
sobre la comprensión de la realidad y de la subsiguiente acción social y
política. Por eso, la disyunción en esos dos materialismos, haciendo de
ellos algo separable, nos parecía una peligrosa argucia para lograr el
apoyo subsiguiente de militantes católicos con los que era necesario
contar para la revolución. Sólo podía ser engañoso para los marxistas que
moraban en el materialismo dialéctico, pues les cortaba de su acción, y
para los que lo comenzaban a hacer en el materialismo histórico, pues les
hacía morar en un juego profundamente esquizofrénico que no podía sino
tener mal final. Por un lado iría su acción, que no destilaba de ningún
pensamiento filosófico, sino que se escudaba en un mero comportamiento
“científico” —y por tanto, neutro en cuanto a sus pensares—, y por otro
lado estos, que no desembocaban en ninguna acción. Para unos y otros,
era, pues, la separación total entre teoría y praxis, entre metafísica y ética.
Los primeros se quedaron sin las fuentes activas de su pensamiento, lo
que sólo les podía llevar a todo tipo de mezclamientos revisionistas; tras
tanta lucha, sólo buscarían la participación en algún poder tangible. Los
segundos, dado que toda práctica procede de un pensamiento, toda ética
está en estrecha confluencia con una metafísica, comenzaron a
comprender que todos sus pensamientos religiosos y sobre Dios no eran
otra cosa que una superestructura en la que ellos habían sido
enganchados, precisamente, para impedirles la acción política de lucha
eficaz y seria por los marginados de la tierra. Toda esa superestructura,
pues, quedó sin base ninguna, como un mero engorro que, era obvio,
163
procedía sólo de esa superestructura cultural y religiosa en la que la clase
burguesa les había enlodado para, precisamente, impedirles la
participación en la actividad política que estaban descubriendo. Una
actividad, la única posible y real, en apoyo de las clases pobres y
marginadas, tanto en nuestros países que se iban haciendo epulones,
como en las violentas guerras entonces todavía sólo coloniales, en las que
el imperialismo mundial —sobre todo americano— lograba la
dependencia de todos y el dominio en su propio provecho sobre los
bienes de todos los pueblos del “Tercer Mundo”. Mirando las cosas así,
aparecía claro que, entonces, sólo la URSS y China plantaban cara a ese
imperialismo. Cuba, en nuestro contexto, aparecía como el timbre de
alarma que señalaba por dónde debían ir nuestros pensares y nuestras
acciones.
Daos cuenta la vorágine en la que el sesentaiocherismo cayó, quizá
para siempre. Hasta que muera de muerte natural.
7 de marzo de 2008 / jueves 13.3.08
HEE
La aceptación del materialismo histórico se convirtió para tantos
grupos cristianos nuestros en un callejón sin salida; con una salida que
lograba el abandono puro y simple del cristianismo, por haber quedado
vaciado en aquella acción política, basada en un estudio “científico” de la
sociedad y de la actuación política para lograr la sociedad sin clases. Ese
abandono fue masivo. Aquí interviene la importancia que, entre gentes
más o menos tocados por el movimiento dialéctico de pensamiento y de
acción que he intentado describir en puro escorzo, tuvo el nacimiento y la
aceptación de la teología de la liberación.
Esta, echada al mundo por el libro de Gustavo Gutiérrez en 1971,
asumía la disyunción en el marxismo y sólo aceptaba el materialismo
histórico, en el cual estaba encontrando el “método científico” de análisis
de la sociedad y de su actuación en ella; aceptaba, pues, una ciencia. Es
verdad que muy pronto surgieron otros nombres importantes. Entre
otros, Hugo Asmann, que acaba de morir. El contexto latinoamericano era
muy diferente al de nuestros países occidentales. En estos se dieron dos
cosas: una actuación política intensa —cosa que entre nosotros no
apareció, como no fuera en minúsculos grupúsculos que eran mero juego
sectario, llevando, mucho después, a la pertenencia de algunos de entre
ellos en el partido comunista y en el socialista, con un neto corrimiento
hacia este cuando tocó poder— y unas comunidades cristianas vigorosas.
Por eso, entre ellos, en ningún caso se podía dar el abandono puro y
simple de Dios y de la Iglesia. Tras un enorme trabajo de animación y de
ayuntamiento de personas y de corrientes dispersas en la enorme
geografía del continente y de las situaciones tan diversas, cuya labor se
164
debió primero y en gran medida al jesuita chileno Gonzalo Arroyo —y
cuyas actas se publicaron por el Instituto Fe y Secularidad en 1973: Fe
cristiana y cambio social en América Latina—, se celebró en julio de 1972
la reunión fundadora de El Escorial. Tomé parte en ella, escogiendo el
grupo de reflexión de Asmann, quien acababa de publicar en Uruguay, en
1972, su Opresión – Liberación, Desafío a los cristianos. Era claro que un
marxista, si quería ser eficaz en Latinoamérica, en ningún caso podría
cortarse de Dios y de la Iglesia, como habían hecho sus partidos
comunistas clásicos. Sería cercenarse de la realidad palpitante,
condenándose al más absoluto fracaso. Esto fue muy importante. Aunque
todo hubiera llevado a ese doble abandono, como ocurrió entre nosotros,
no podía darse entre ellos, pues se perdería, precisamente, la eficacia
política. Por eso, allá, los caminos fueron otros.
En nuestro países, que se estaban convirtiendo a marchas forzadas
en epulonarios, la aceptación por los cristianos del materialismo histórico
nos dejó inmersos en un craso sociologismo ideológico, el cual pudo
aceptar tan fácilmente el relativismo llegado, por entonces también, de
manos de los filósofos de las ciencias tocados por Thomas S. Kuhn. Puso
las bases para que se aceptara la naturalización por la ciencia del mundo
y de todo lo que en él se ofrezca. Hizo obvia la inexistencia de Dios, quien
se convirtió, además, en el enemigo personal que sojuzgaba nuestra
libertad y la de nuestra sociedad. Dejó claro que la Iglesia católica era la
superestructura cultural que todavía tenía captadas las mentes y los
comportamientos de las masas, por lo que la lucha contra ella, con la
intención de arrebatarle ese poder cultural y educativo, se hizo acuciante.
Ya me perdonaréis, leyendo a Augusto Del Noce, en su presentación
por Raúl Orozco, mis pensamientos, en contra de lo esperado, se han ido
por su propios cerros. Veremos si algún día puedo cerrar lo comenzado a
pensar con ellos.
7 de marzo de 2008 / viernes 14.3.08
HEF
Asun Hinojosa, paralipomenera fiel, antigua alumna, amiga, me
señala algo que había olvidado en aquella mi brevísima intervención tras
la conferencia sobre la belleza de Víctor Tirado. Aunque era cosa obvia
por demás. Añadí en lo hablado, pero no en lo escrito, me hace notar, que
la creatividad es un don de Dios. Entiende que esto es importante para la
dicotomía subjetivo-objetivo, ¿se podría decir, quizás, me escribe, que si
se percibe es subjetiva y, si no, se puede quedar en belleza objetiva?, pues
aunque a uno no le diga nada, lo creado por el artista está ahí, para él es
una obra, una creatividad suya, aunque, termina, puede darse que en este
caso haya creatividad, pero no belleza. Vamos a ello.
165
Porque la creatividad es un don de Dios, la obra de su creatividad es
creadora de belleza, la belleza del mundo, de la materia, de la realidad.
Mas, si es verdad que la belleza debe tener su veedor de la obra de arte
que ha sido creada por el artista, para que, en esa confrontación
deslumbradora, surja la belleza en acción, y no meramente en pura
virtualidad, en mera invitación en el vacío como un ignoto brindis al sol,
la belleza de la creatividad de Dios, del Dios creador del mundo, del
cuerpo de hombre y de la realidad, debe tener su veedor. Y sólo nosotros,
carne, carne veedora de belleza, podemos serlo. De esta manera, somos
parte esencial de la creatividad de belleza de Dios, en cuanto que somos
uno de sus estadios, el más perfecto, seguramente, y, además, el que es
capaz de sentirla de, como cosa suya, hacerla resplandecer. Los leones no
contemplan la belleza del mundo. Nosotros, sí. No contemplan la belleza
de su acción. Nosotros, sí. No crean belleza ninguna para sí, en su
autorreflexión contempladora y en su capacidad sorprendente de acción.
Nosotros, sí. No contemplan y promueven las realidades que crean con su
acción. Nosotros, sí.
Decir que la belleza de la creación es cosa bien objetiva, sería poco,
incluso, llegando hasta el final, sería una falsedad meramente ideológica,
pues esa obra de belleza necesita del veedor. Necesita su inmenso refocile
cuando la contempla, cuando corretea por entre ella en esa vida de
plenitud libertaria y creadora de libertad. Cosas tan raras no le acontece
al león ni a la galaxia ni a la ley de gravitación universal. Para que ello
acontezca, para que haya veedor, sin el que, en definitiva, no hay obra de
belleza plena, ni siquiera la obra de la creación, se necesita de nuestro ser
autorreflexivo, contemplador y accionario. La obra de la creación, por
tanto, ha sido creada para que nosotros la compartamos, la admiremos y
seamos co-creadores. La obra de la creación se hace belleza cuando el
veedor, nosotros, se convierte en co-creador. También nosotros tenemos
esa inmensa capacidad de creatividad de lo bello. Una capacidad
consciente. No somos, como tampoco lo es el creador, ningún creador,
máquinas productoras de obras objetivas de belleza. Sin nuestro ser
veedor, lo que es tan puramente esencial en nuestro mismo ser, no hay
belleza, pues no hay creatividad capaz de ver y crear obras de belleza. Así
acontece que nuestro ser en plenitud tiene tanto que ver con nuestro ser
veedores y creadores de obras de arte.
Además, en ese emparejamiento entre creador y concreador es
donde se da el punto maravilloso de sutura en donde las obras que
hacemos, nuestras corporalidades, creación de realidades asombrosas, se
aúnan, de modo que esas realidades, nuestro constructo, se conjugan ya
en la realidad que tiene al mismo Dios creador como fundamento.
Pasamos así de las realidades a la realidad.
1 de marzo de 2008 / lunes 17.3.08
166
HEG
Hay algo que me preocupa de manera especial y que creo toca el
centro mismo de la evangelización. Una posible diferencia entre
“nosotros” y “ellos” en el modo de ver cómo se es cristiano. Veré si soy
capaz de explicarme.
Alguien viene a un sacerdote amigo, por ejemplo, para un bautizo o
para un matrimonio. Resulta que la Iglesia pone unas reglas para los
sacramentos. Le parece que el bautismo o el matrimonio se han de
formalizar de un cierto modo; en el caso del bautismo, no puede
realizarse en una capillita perdida en un lugar de la preferencia de los
padres del bautizando, que, además, tiene la ventaja de estar cerca del
lugar a donde después se va a ir para una deliciosa comida familiar y con
algunos amigos cercanos. Hay una estupefacción asombrada cuando se les
dice que allá no puede ser, pues deben cumplirse unas reglas parroquiales
y, si así le parece a las costumbres ordenadas de la diócesis o de la
parroquia, incluso deben ser un día fijo y en grupo; todo ello, aunque
tengan un cura amigo disponible, porque sea, por ejemplo, pariente
cercano. Les transmites esa ordenación y se quedan entre patidifusos y
roñosos. Aceptan, porque no les queda más remedio; pero siempre queda
la impresión de que han sido vencidos por reglas no puestas por ellos, no
aceptadas por ellos y que ven con muy malos ojos. Si es el caso de un
matrimonio con problemas, de los que hay a miles, la estupefacción se
hace aún mayor por parte de los que se casan y, no digamos, por la de sus
amigos, cuando, el oficiante en la ceremonia dice con toda la nitidez del
cariño que el matrimonio católico conlleva no sólo unas ceremonias
hermosas, sino unos compromisos muy claros por parte de los
contrayentes. Puede uno no casarse por la Iglesia, pero cuando opta
hacerlo, no es por un simple ornato hermoso y tradicional, sino por un
compromiso de acción personal y familiar.
Esas ‘reglas’, pues lo toman como meras reglas de un juridicismo
que revienta a quienes se acercan al sacramento, las sienten como una
pura imposición. Entienden todo ello como mera morralla del
acompañamiento de la ceremonia que los curas implantamos y ellos
deben acatar sólo por una razón, porque de otro modo pueden tener
problemas o incluso quedarse sin la ceremonia.
Queda todavía una cosa por afirmar. No me estoy refiriendo a
gentes que se acercan por el boato o la costumbre, sino de católicos
razonables que viven su fe de una manera digna y consciente. Sin
embargo, esas reglas y esa maneras les parecen sin sentido, algo de quien
tiene la sartén por el mango y, por eso, sólo por eso, tienes que aceptar.
Sospechan, o al menos les queda rondando como un vago runrún de
recelo, una imposición no razonable, como de alguien que ha tomado un
poder indebido en los asuntos privados de los creyentes. Me refiero, pues,
a gentes muy razonables y que viven de manera muy razonable su
167
catolicismo; no a gentes que llegan a los curas y a la iglesia por la mera
casualidad de una tradición de la que todavía no se han alejado del todo.
Decía al principio, se hace así una cesura asombrosa entre
“nosotros” y “ellos”, la cual crece, ofreciéndose como fruto maduro en un
instante, en cuanto se hacen conscientes —por eso, cuanto más razonables
y valiosos en sus trabajos, más fácil es que caigan en cuenta de lo que
señalo—; el repelús es total, hasta el punto, quizá, de que asistentes y
amigos pueden decirse: hemos aprendido la lección. Nosotros no
pasaremos por esas horcas caudinas.
4 de marzo de 2008 / martes 18.3.08
HEH
¿Qué ha acontecido en la evangelización para que suceda esto que
digo?, ¿cómo hemos evangelizado?, ¿cómo ha evangelizado la Iglesia entre
nosotros?
Fijaos, para colmo, cuanto más razonables sean las personas que se
acercan a esos sacramentos, es posible que se dé mayor problema, como
he indicado. Lo aceptan, sin embargo, quienes se acercan a los
sacramentos desde la absoluta lejanía e ignorancia, como admiten entrar
por la puerta que se les señala y no por la ventana; las cosas les están
marcadas y siguen las flechas de una manera natural. Los otros, quizá no.
Se creen con más posibilidades y derechos; sienten que se les conculcan o,
al menos, se les suponen de una manera que no necesariamente es la
suya, y se preguntan: ¿por qué?, ¿por emperramientos irracionales de los
curas y de su administración, que ahora son de esta manera cuando han
sido y podrían ser de otra, más en consonancia con sus propios pensares
razonables?, ¿porque ellos mandan y no nos cabe a nosotros otro remedio
que acatar lo que ellos nos dicen? Es una losa impositiva lo que cae sobre
ellos y ante la que nada tienen que hacer: silencio y a aguantar: el que
venga detrás, que se lo piense muy bien antes de arrear callando.
Me temo que esas personas, cristianos razonables, piensan que el
cristianismo es un comportamiento, una manera digna y razonable de
comportarse. Es muy posible que en ellos haya cristalizado un
enseñamiento de moralina. No digo que en ellos se dé esta, sino que,
educados en una evangelización de moralina, si es que se puede decir
tamaña bestialidad al juntar dos palabras que se repelen hasta el
desencajamiento mutuo, ha quedado en ellos el poso del comportamiento.
Hay que comportarse de una manera y cumplir con razonabilidad exacta
ese comportamiento. De esta manera se es cristiano. Salirse de ese
comportamiento, por supuesto, es comenzar a dejar de ser cristiano, lo
que de ninguna manera quieren, claro es.
Es posible que, por nuestra parte, es decir, por parte de los
sacerdotes y administraciones parroquiales, haya un desaforado deseo de
168
mandar. Pero el problema crucial no está ahí. Hace años, mi hermano José
Mari y Christine, mi cuñada, se empeñaron en que fuera yo, párroco
entonces en un pueblecillo de Salamanca llamado Morille, quien bautizara
a su niña recién nacida. Al día siguiente, costándoles mucho, se iban a
vivir para siempre a Múnich. Su párroco, al que trataban mucho, les
indicó que los bautizos se hacían en comandita los cuartos sábados de
mes, creo. Lo suyo sería fuera de toda norma parroquial. Dada la
circunstancia y la insistencia amigable de los padres, lo aceptó como
hecho consumado. Cuando llegué, minutos antes del bautizo, al entrar en
la sacristía, en su Parroquia de Lejona, me echó un chorreo profundo:
porque vosotros, los curas-profesores hacéis lo que queréis, saltándoos
todas las normas pastorales, etc. Me revolví apenado: soy párroco como
tú, he hecho a uña de mi dyane 6 los más de cuatrocientos kilómetros de
ida y justo al terminar la ceremonia haré los de vuelta para llegar a mi
parroquia a tiempo; tampoco estoy de acuerdo, pero me ha pasado como
a ti: dadas las circunstancias no he podido negarme. Tras la tirantez
brutal del comienzo, en un instante nos comprendimos y nos hicimos
amigos. Después pasó a la Parroquia de Las Mercedes, siguiendo la
amistad, hasta que fue trasladado a la Parroquia-Basílica de Durango, muy
a trasmano para mí. Ahora, me dicen que está enfermo. Cuento esta
anécdota para que se vea cómo, aquí, también son importantes las
maneras prudenciales de actuación pastoral. Nunca: ordeno y mando.
Siempre: acciones evangelizadoras.
9 de marzo de 3008 / miércoles 19.3.08
HEI
¿Un comportamiento razonable o un encuentro de amor y de
misericordia con Dios, a través de, por y en Jesús? Ahí está la cuestión.
Una aproximación mediante los evangelios que hemos leído los domingos
durante esta Cuaresma nos lo va a hacer patente.
Camino de Jerusalén —y sabemos, como sabía Jesús, qué significaba
llegar a la ciudad santa por última vez —, tomando a Pedro, a Santiago y a
Juan, para que ellos nos cuenten lo que ven, sube a la montaña alta (Mt
17,1-9). Se transfigura ante ellos, por tanto, también ante nosotros, y su
rostro resplandece como el sol, y sus vestidos se vuelven blancos como la
luz. Qué bien se está aquí, decimos con los tres apóstoles, haremos tres
tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Viviremos en la
lectura rumiante del Antiguo Testamento, en donde se nos habla de ti,
Señor. Ahí volvemos a escuchar la voz desde la nube que nos indica que él
es el Hijo amado, el predilecto. ¿Qué mejor podríamos hacer que
escucharle? Sin embargo, en este encuentro de visión luminosa no
termina todo: nos muestra el esplendor de su gloria para testimoniar, de
169
acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la
resurrección.
«¡Cuánto tiempo sentado junto al pozo / me pedías de beber y no te
daba ⁄ porque no sabía amar, ⁄ y no te amaba! » (Horacio Bojorge, en
Magnificat). Somos buscadores de aguas que brotan de manantiales que
no cesan. Como la cierva, bebemos corrientes de agua (Sal 42). No aguas
estancadas, putrefactas; esas no las catamos. Tal es nuestra ansia. ¿Dónde
encontrar ese agua? Tenemos sed de Dios, del Dios vivo, pero ¿dónde
encontrarnos con él? El largo episodio de la samaritana (Ju 4,5-42) es de
un resplandor singular. Jesús se acerca a nosotros y nos ofrece de esa
agua. El que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua
que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta
hasta la vida eterna. Mas, para ello, debo reconocer ante él quién soy. Ya
no me puedo engañar; ya no me engaño. Mi vida toma otra coloración
junto a él. Pero qué sorpresa: el surtidor con su agua está dentro de
nosotros, dentro de mí. Porque, comenta el bellísimo prefacio, es Jesús
quien nos pide agua a nosotros, pero al hacerlo ya ha infundido en
nosotros la gracia de la fe; y si quiere estar sediento de nuestra fe, de la
tuya y de la mía, es para encender en nosotros, en ti y en mí, el fuego del
amor divino. Ahora ya sabemos que él, el Jesús que nos encuentra y hace
surgir dentro de nosotros un surtidor de agua viva, es quien esperábamos,
el Salvador del mundo.
«Oye, Pastor, que por amores mueres, no te espante el rigor de mis
pecados, pues tan amigo de rendidos eres», nos embelesa Lope de Vega en
su soneto. Pues siendo él mi pastor, nada me falta, en verdes praderas me
hace recostar, me conduce a fuentes tranquilas y repara mis fuerzas (Sal
23). El episodio del ciego de nacimiento (Ju 9,1-41), largo, bellísimo, hace
que Jesús nos mire y que nuestra mirada, cuando, ungiendo nuestros ojos
con barro del suelo hecho con su saliva —siempre la materialidad de los
sacramentos—, recobramos la vista, mire su mirada de manera que ahora
ya miramos con su mirada. Hombre que, a quienes peregrinamos en
tinieblas, nos da el esplendor de la fe, y a los nacidos esclavos, por el
bautismo, nos transforma en hijos adoptivos de Dios.
7 de marzo de 2008 / jueves 20.3.08
HEJ
¿De dónde viene la misericordia, la redención copiosa, pregunta el
salmo? Y responde una única respuesta: del Señor. Por eso, gritamos desde
lo hondo para que escuche nuestra voz, estén sus oídos atentos a la voz
de mi súplica, porque de él procede el perdón, sólo de él. Por eso, mi alma
espera al Señor, espera su palabra; siempre palabra de perdón y de
misericordia. Por eso, mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la
aurora. Porque de él viene la misericordia, la redención copiosa (Sal 130).
170
Nosotros los cristianos en maravillosa y salvadora ambigüedad sin jamás
dejar de llamar Señor a Dios, Dios Nuestro Padre, también llamamos Señor
a nuestro Jesús. Un largo episodio leemos en el último domingo de
cuaresma, el de la resurrección de Lázaro (Ju 11,1-45). Llama
poderosamente la atención la amistad tan fuerte que trasluce el episodio
de Betania, la aldea de Marta y María, aquél lugar en donde María, por un
derroche de generosa amistad amorosa, ungió al Señor con perfume y le
enjugó los pies con su cabellera; el enfermo era su hermano Lázaro. Señor,
tu amigo está enfermo. Jesús ve en ello ocasión para que resplandezca la
gloria de Dios; para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella. Porque,
insiste el evangelio, Jesús amaba a Marta, a su hermana, a Lázaro.
Sus discípulos le previenen del peligro de ir otra vez a Judea, en
donde le han querido apedrear poco antes. Lázaro, nuestro amigo, está
dormido; voy a despertarlo. ¿Dormido? No, Lázaro ha muerto, añade
Jesús, pero para que nosotros creamos. Subamos a morir con él, se
adelanta a nosotros Felipe, el Mellizo. Al enterarse que llega, Marta sale a
su encuentro. María queda en casa. ¿Resucitará?, sí, dice Marta, en el
último día. No: Yo soy la resurrección y la vida. Creyendo en él,
resucitaremos, continúa Jesús, y si estamos vivos y creemos en él, no
moriremos para siempre. María, corriendo a él, le increpa: Señor, si
hubieras estado aquí. Jesús viéndola llorar, y a los judíos con ella, sollozó
y muy conmovido preguntó dónde lo tenían enterrado. No termina ahí la
cosa, pues entonces Jesús se echó a llorar. ¡Cómo le quería! Jesús llega al
sepulcro sollozando de nuevo. ¡Ya huele mal! ¿No te he dicho que si crees
verás la gloria de Dios? Levantando los ojos a lo alto, dio gracias a su
Padre por haberle escuchado; sabe que le escucha siempre. Lázaro, sal
fuera. Y salió.
El prefacio, tantas veces de una concisa precisión encantadora, pues
expone en poquísimas palabras el quicio de lo que se juega en el relato,
dice, siempre dirigiéndose a Dios, cómo Jesús, siendo hombre mortal
como nosotros, lloró a su amigo Lázaro. Y Dios y Señor de la vida, como le
llama al mismo Jesús, lo levantó del sepulcro, de manera que hoy
extiende su compasión a todos los hombres y por medio de los
sacramentos los restaura a una vida nueva.
Es emocionante ver la insistencia en la amistad y el amor. Hasta casi
dejarnos confusos. Nada hay de un trato burocrático, administrativo o
angelista, sino humano, demasiado humano. La resurrección de Lázaro,
quien, evidentemente, años después murió, es el sacramental que nos
indica la realidad venidera de nuestra propia resurrección. Vemos con la
mirada misma de Jesús, bebemos de su agua en el surtidor que sale de
nosotros mismos, se nos muestran las arras de nuestra resurrección.
Camino sacramental. Mirada de ojos removidos a la luz por el barro hecho
con saliva. Agua del bautismo y del Espíritu que surge en nosotros.
Amistad amorosa y tierna.
La evangelización camina por ahí, no por comportamientos
razonables.
171
7 de marzo de 2008 / viernes 21.3.08
HEK
Hace unas semanas hubo en la Facultad de Teología San Dámaso
una Jornada de estudio: Palabra de Dios e Iglesia. Una conferencia de
campanillas por la mañana y, por la tarde, una larga mesa redonda con
otros tres componentes. Dos biblistas, del Antiguo y del Nuevo
Testamento, un patrólogo y un eclesiólogo. Ya os he dicho a los
paralipomeneros que a la vejez viruelas, tras años mil en que me he
aburrido a muerte en las conferencias, ahora, con frecuencia, lo paso muy
bien. Esta vez fue el caso. La más entera de las parladas fue la primera, la
de la mañana. Tuvo todo el tiempo para él sólo. La palabra de Dios en el
pueblo de Israel, tal era su título. Su proferente, Ignacio Carbajosa,
biblista de los que a mí me gustan, pues además de saber técnicas como
por un tubo, entiende, y de qué manera, de teologías. La verdad es que
siento preferencias por él. Es una vergüenza confesarlo, pero así es.
Siempre que le he escuchado, me ha placido sobremanera. El texto de su
conferencia me lo ha dado ahora, completamente terminado. Lo único es
que la palabra verificación, que pronunció, si no recuerdo mal, referido al
décimo apartado, no está en el texto escrito. Es una palabra que a mí, ya
lo sabéis, me desata el preguntar nervioso.
Este texto es, en esbozo, una teología bíblica, además de la obra de
una vida. Podrá completar y maniobrar aquí y allá, pero nos pone delante
todo lo que él quiere trabajar, y cómo piensa hacerlo, para ofrecer, quizá
al final de su vida, o casi, esa teología bíblica que nos anunció.
He hablado del décimo apartado. Sí, son diez. Comienza con el
deseo de una palabra revelada, que él singulariza en la epopeya de
Gilgamesh y en el Fedón de Platón. Ahí ve expresada la natural dimensión
religiosa de todo hombre. La palabra de Dios entra en la historia con
Abraham, origen de Israel, que se sitúa, pues, en un acontecimiento
enmarcado en la historia, no en mitos teogónicos. Se trata de una palabra
que funda relación, en forma de promesa y de tarea. Palabras y hechos
intrínsecamente unidos, pues la palabra de Dios tiene la potencia de
convertirse en hechos. En muchos momentos parece que se va a revelar
como infecunda y, como tal, mentirosa, pero resulta siempre palabra que
es acción y crea historia; ante la nueva dificultad hay un nuevo
cumplimiento. La palabra de Dios se hace palabra humana: la profecía.
Con Moisés, el primer profeta, se comunica a los hombres la revelación
del nombre divino y la institución de la profecía. El diálogo que se entabla
entre la misteriosa voz y Moisés ocupa un lugar central en la historia de
Israel. Dios no sólo revela su voluntad, sino también parte de su
identidad. Desde entonces, los profetas son la voz contemporánea de Dios
para con su pueblo. Por la palabra de Dios, ella misma, fueron hechos los
172
cielos y la tierra: la creación. Luego, la palabra de Dios se hace Ley.
Conciencia de una pertenencia exclusiva a Yahvé. Más tarde, la palabra de
Dios se hace Escritura. La Ley se hace libro; la palabra profética se pone
por escrito. En octavo lugar la palabra de Dios se hace oración: los salmos.
Más tarde, la palabra de Dios se hace sabiduría. Israel, como los demás,
escruta significados, conoce los secretos de la naturaleza, pero no lo hace
al margen de la revelación recibida. Por fin, la palabra de Dios se hace
carne.
Ya veis, todo un mundo radiante que, flecha de la temporalidad, se
extiende ante nosotros y en nosotros, creándonos y configurándonos.
24 de febrero de 2008 / lunes 24.3.08
HEL
Eugenio Romero Pose fue un tipo bien, mejor, extremadamente bien.
Ya ha salido en estos Paralipómenos —el 341—, en la ocasión tremenda de
su muerte. Contaba entre muchas risas la respuesta salida del alma
cuando el nuncio le notificó su nombramiento como obispo auxiliar de
Madrid. Fue un violento suspiro: ¡Ay, mis padres! Pero, qué, le respondió
el nuncio, ¿los tiene enfermos? No, no, no, me estoy refiriendo a los Santos
Padres, a cuyo estudio dedico mi vida. No sé cómo se las ingenió, pero
siguió en su trabajo. Acostándose casi al amanecer, mientras se levantaba
al alba. Cuando podía, seguía con sus adorados Padres.
Le conocí primero de oídas, cuando el P. Ildefonso M. Gómez, monje
de El Paular, prior del Monasterio muchos años, me hablaba por lo
menudo de su reconstrucción del pensamiento de Ticonio, de quien no
queda ni una sola letra [del tan influyente comentario al Apocalipsis];
todo él se encuentra aquí y allá, disperso en citas dentro de la obra de
Agustín y de otros Padres. Un día se enteró el P. Ildefonso que un
jovenzuelo investigador gallego, sacerdote, Eugenio, estaba en esa misma
labor, mucho más adelantado. Así era. Personalmente le conocí cuando un
grupo de salmantinos, saliendo del Seminario, al tomar por la rúa de San
Francisco, se encontró con él que bajaba junto a varios amigos
compostelanos. Habíamos ido para la ordenación del obispo auxiliar,
quien luego le tomó en idéntico oficio.
Poco antes de morir, en el 2006, publicó un libro de escritos
reunidos y remodelados sobre el Camino de Santiago, Raíces cristianas de
Europa. Luego, la Facultad de Teología San Dámaso, de la que era viceGran Canciller, publicó el 2007 un libro, póstumo, en el que recogía sus
estudios sobre Dios, Anotaciones sobre Dios uno y único, Dios Padre, Hijo
y Espíritu Santo.
Ahora, la misma Facultad ha publicado dos gruesos mamotretos de
mil páginas cada uno que recogen sus pesquisas sobre los Padres —
Estudios sobre el Donatismo, Ticonio y Beato de Liébana y La siembra de
173
los Padres—, al cuidado de su amigo y adepto continuador, Juan José
Ayán, profesor de patrología en la Facultad.
Trabajo sorprendente cuando se ven sus resultados. Cuidadoso
hasta lo mínimo. Amoroso hasta la ternura. En contra de lo que suelen ser
estos libros, inmundos refajos que ni se pueden leer ni tienen atractivo
alguno, estos dos volúmenes de los Scripta colecta I y II de Eugenio atraen
por su resplandeciente belleza. Belleza del diseño global. Belleza de la
letra. Belleza de la disposición de la página. Belleza del color y textura del
papel. Lo que les hace tan atractivos que uno ve con buenos ojos a sus
queridos Padres.
Hay que agradecer la labor de Juan José Ayán, quien se ha
despiojado con tanto cariño para que el resultado esté a la altura en que
él lo ha puesto, no desmerecedora del texto mismo de Eugenio. Y no
siempre ha sido fácil. Ni mucho menos. La labor del editor ha sido
ímproba. Quien conociera las maneras del autor y los lugares en donde
habían aparecido antes toda esa riada de páginas, lo sabe bien. Hasta uno
de los artículos resultó tener, por confusión de la imprenta, las notas de
otro que nada tenía que ver con él. Trabajo minucioso, pero, una vez que
nosotros vemos sus resultados, nos parece un agua, es decir, un texto,
manadero de una clara fuente. Sin Juan José Ayán, esa clara limpidez no
hubiera sido posible.
Mas también debemos agradecer a las Publicaciones de la Facultad,
quien ha dispuesto estos dos libros de una tal belleza. Es obvio, van a ser
modelo de toda la labor editorial que venga a partir de ahora.
29 de febrero de 2008 / martes 25.3.08
HFC
Me preocupa saber por qué una película o un libro, una obra de
arte, me gusta. No por entender de la mera subjetividad de ese
gustamiento, cosa evidente cuando hablamos de la belleza como
paralipomeneros. ¿Qué empuja mi acto de concreatividad de manera que
encuentre la exclamación: me gusta, se hace conmigo, me sobresatura en
lo que voy siendo, me conduce hacia lo que voy a ser en plenitud,
arrastrándome en voluntad de serlo, acto creativo decisivo que, mucho
más allá, creo, de la tan corta dicotomía subjetividad-objetividad, me
planta en el terreno de la belleza, me aboca a ella, me deja transido de
ella?
Estoy ahora descubriendo el cine chino con la ayuda de José Ramón
Rubio Moldenhauer, alumno de primero de Teología —¡a los que ya no
doy clases, sino ‘conferencias’ de vez en cuando!—, y comienzo a ver algo
nuevo. También digo: me horripilan, por ejemplo, esas interminables
batallas con largas luchas en las que los espaderos saltan del suelo a los
tejados. Mientras iban cuajando estos pensamientos, me he encontrado
174
por primera vez con la película de Roberto Rossellini Viva Italia, sobre la
vida guerrera de Giuseppe Garibaldi, conquistando para Italia y para su
rey Vittorio Emanuel el reino de Nápoles, es decir, Sicilia y toda la parte
sur de la bota italiana. Este cineasta está entre mis más queridos favoritos.
Su cine es sencillo, profundo, afectuoso, sabio, hecho con una pobreza de
medios que asombra y enaltece. Aquí hay batallas. Amplias. Como
panorámicas de cuadros del siglo XVII. Se entiende de dónde sacó las
suyas Stanley Kubrick en su epustuflante Barry Lindon. Hay un realismo
de base. Aunque sea realismo mágico o mistérico o místico o luciferino, no
importa; tampoco nunca, claro, realismo estaliniano. Juega, cómo no, con
mi imaginación. De adulto, claro, no alguna que me retrotraiga hacia un
origen mítico, como si se tratara de un ámbito sacral mirceano;
imaginación que me aplasta hacia aquello que nunca fui y no seré, que me
arranca el ser de lo que voy siendo, para dejarme inerte ante el
pensamiento y la acción de los mandarines de ahora, los que de verdad
me mandan, pues rompe toda posibilidad de creatividad crítica. La
belleza, al menos para mí, no crece en la horripilancia, rebajadora de mi
propio ser.
He visto El camino a casa de Zhang Yimou. Me cautivó. El
blancoynegro tan grisáceo que enmarca la historia en una tierra pobre,
arrasada por el frío, la pequeñez y la inmensa pasión de ternura. Por el
hijo sabemos la historia de amor de la pequeña campesina, su madre,
cuando llegó, primero sólo por un mes —se adivina la revolución
cultural—, el joven maestro, su padre, que ahora acaba de morir. La figura
menuda de la jovencísima madre, con ojos asombrosamente negros,
verdaderos actores de todo lo que vemos. Su ansiedad por salir al
encuentro del maestro. Bellísimas colinas del pueblín, en su extremo
colorido; de belleza deslumbrada. El maestro es llamado a la ciudad.
Invierno rudo. Blancura de nieve que cubre mal el mismo paisaje. Nieve
blanca, sí, pero rala y como sucia. Niebla y ventisca. La enamorada
cubierta pobremente. Sólo sus ojos tristes, ansiosos de la espera: me dijo
que vendría. Espera de esperanza. Por fin, como prometido, llega, y se
queda. Ahora, muerto en el hospital de la ciudad, la madre quiere que
traigan al marido en andas, como siempre se ha hecho. Lo consigue.
Blancoynegrogris, de nuevo. Gris helado, desapacible, ventoso. Pocos al
comienzo. El traslado así cuesta mucho. Se van acercando antiguos
alumnos; cuarenta años de maestro. Nadie quiere cobrar. En el
desabrimiento de la grisura, más y más antiguos alumnos. Lloré, como
ellos.
13 de marzo de 2008 / miércoles 26.3.08
HFD
175
Aharon Appelfeld. Hasta hace unos momentos no sabía quién era.
Ahora sí. Y de qué manera. En la primera página del suplemento de libros
de Le Monde dedicado ayer mismo a Israel leo unas frase suyas —israelita,
escritor en hebreo—, que se adentran hasta lo profundo de mi ser: «Lo
confieso: la escritura no me empuja a escribir sobre mi cotidiano, mis
lazos sociales o políticos. Salgo en busca de una música que me conducirá
hacia las visiones de mi infancia que me purifican y me permiten tomar
conciencia de los demás en mi vida. La música es mi guía. Precede a la
‘idea’ o al ‘tema’. Sin música no hay impulsión. La música no es una
invención del momento, surge de las visiones que me fueron desveladas
en mi infancia».
No acabo de comprender la impresión estupefacta en que me deja la
lectura de esta frase: Appelfeld habla igualmente por mí. Esta frase surge,
al leerla, de mí mismo. Y ni soy novelista de origen rumano ni mis escritos
refieren a las canciones de Victoria, doméstica rutena, cristiana y que le
llevó a la iglesia, ni de su abuelo, judío, único creyente de entre los suyos,
sin que lo pudiera parecer, quien le llevó a la sinagoga en donde escuchó
oraciones murmuradas. La manera de ser y de estar de su abuelo, cómo
tocaba los libros y los dejaba, le hacía vivir rodeado de los misterios de
una vida secreta. Visiones inmóviles de los paisajes de la vuelta a casa.
«Me parecía entonces que la lectura era un diálogo secreto con Dios». Los
cantos de Victoria y las melodías del abuelo vivieron en él separadas.
«Sólo la escritura, años después, los reunió, fundidos, a través de los
viajes efectuados hacia mí mismo».
¿Cómo pueden alborotarme tanto estas palabras? Perturbarme no
porque me saquen hacia fuera, sino porque van cayendo aprisa en el
centro mismo de lo que soy. Como persona y, también, como escritor;
aunque filósofo, no novelista.
Escribiendo, salgo en busca de una música que me conducirá allá en
donde se me ha de dar mi ser en plenitud. Camino musical. Sendas
perdidas transidas de belleza. Belleza de los caminos con sus paisajes.
Belleza de la memoria de quienes, como yo, son carne, o lo han sido, pues
ya murieron, mas dejaron en mí el murmullo de una plegaria susurrante.
La alegría de unos cantos de oración. De tantas personas, ellas también
carne enmemoriada, como yo, cuya vida era un diálogo secreto con las
palabras de Dios. Música la mía menos de Brahms o Fauré, larga y
ensimismada en su longitud plagada de una belleza serena que se va
apagando en la lejanía, más de Bartók, de Poulenc o Messiaen, picuda,
desconcertada, mejor, desconcertante, de belleza áspera y ligera,
entrecortada, con fraseo corto a la vez que complejo, en donde todo
parece darse en cada momento en fogonazos ardientes, y no en frases
duraderas en un tiempo que se apaga. Música la mía también de
Bruckner, en la que se nos regala un todo donde no valen unas frases acá
o allá, sino que conforma una vida entera. Un diálogo secreto con las
palabras de Dios.
176
Corro a ver qué hay de Appelfeld. Encuentro cuatro novelas:
Katerina, Badenheim 1939, Historia de una vida y Vía férrea. ¿Me
arrastrarán como esas frases que me han puesto ante la imperiosa
necesidad de encontrarme con esa música, la de mis letras, de mis
palabras, de mis frases? Música tan distinta de las novelas de la
revolución mejicana. En esta me encuentro como en Fauré. Recibo. Me
gusta. Mucho. Pero mi música verdadera es otra.
¿Cuál es la música de un filósofo?
15 de marzo de 2008 / jueves 27.3.08
HFE
Sigo, como siempre, dando vueltas rumiáticas a la belleza. Nunca
demasiado lejos del cine. Hace años mil que no voy a las películas porque
planteen problemas serios y filosóficos. ¿Alguna vez lo hice? Claro que no.
Nunca, gracias a Dios. Siempre me han provocado terrible horripilancia
películas como las de Stanley Kramer. Películas de tesis; mera basura
ideológica blandengue. Siempre me he sentido arrastrado por la acción de
la belleza, desde aquellas películas del oeste o de aventuras que veíamos
en el colegio los jueves por la tarde y luego en el cine Actualidades o en el
Filarmónica. El arrebato, eso es lo que ellas me enseñaron. Arrebato de la
lectura, cuando, creo que el H. Azcue, nos leía en clase la caverna de los
suspiros, con los lejanos gemidos y lamentos que de ella procedían.
Arrebato de los espacios de enorme cabalgadura, polvorosos y llenos de
intensa emoción liberadora. Arrebato de los obscuros pasillos y de las
puertas en las que aparecía la figura rebozada en su capa, ocultando la
cara con el brazo, con mano de alacrán, mientras una voz tenebrosa decía:
el Saitán está aquí. Luego, mucho después, vino el arrebato de Orson
Welles y de Elia Kazan. Más tarde el grandioso arrebato de los Cahiers du
Cinéma. ¿Cómo, pues, podría ir por la vida viendo el cine, la literatura o el
arte en general con ojos de bestia buscadora de tesis y de problemas
filosóficos? Por favor, debemos decir a los artistas: suscitad en nosotros
ese arrebato artístico que estire de nosotros con su acción para,
concreadores con vosotros, dejarnos arrebatados en el ámbito de la
belleza.
En todo caso, y esto para mí es decisivo, nunca voy a las películas
porque plantean problemas, sino porque suscitan en mí la concreatividad
que me arrebata en la belleza. Rara vez una obra de arte me suscita un
“problema” filosófico. Puede que luego me encuentre con él, pero ha
debido conquistarme haciéndose conmigo antes, mucho antes, para que
me interese ese captamiento filosófico. Recuerdo con horror las películas
de tesis, construidas en torno a un problema axiomático. Nunca me han
interesado esas tesis perentorias. El cine es arte y el arte tiene que ver con
la belleza. Luego, ahí está todo, porque todo está en lo que somos.
177
Dejadme que lo diga de una vez, en nuestra visión hasta la filosofía se
mueve en el ámbito de la belleza. Nunca en el desarrollo de tesis. Eso es
mera ideología, nunca filosofía.
Permitidme que, por lo que pudiera venir, y dejándome llevar de
nuevo por el puro arrebato, introduzca en este debate tan importante una
nueva línea de pensamiento plagada de aventuras.
¿El hombre culmen de toda la creación? Sí y no. No en cuanto que
sea el mejor ‘superviviente’ de todos los seres del universo. Dicen que
cuando ya no haya hombres sobre la tierra, sí habrá ratas e insectos, y
mientras haya tiempo habrá galaxias en los cielos. Desde ese punto de
vista, estos animales y esas cosas mundanales son más perfectos que
nosotros. Pero hay un punto de vista mucho más interesante, que no es el
de la mera supervivencia, sino el de la posibilidad de comprensión del
mundo y de acción sobre él. Ahí está el principio antrópico. Más aún, está
lo tan decisivo de la captación y construcción de la belleza. El ser los
testigos de la belleza en el mundo y en las cosas mundanales. El ser
constructores de realidad. Ya veis, todo un mundo paralipoménico. El
arrebato tiene que ver con nuestro lugar de existencia en el mundo; con
lo que somos en el hondón más profundo de nuestros fundamentos
mismos.
16 de marzo de 2008 / viernes 28.1.08
HFF
Desde aquella lectura de la curación del ciego de nacimiento (Ju
9,1-41) me revolotea por dentro un comentario de David Amado en esas
dos páginas introductorias a domingos y fiestas, tan fascinantes, en ese
asombroso misalito mensual, Magnificat. Cuando Jesús le da la vista, la
primera mirada del ciego se encuentra con la mirada de Jesús, de manera
que su mirada mira ya siempre con esa mirada que Jesús le ha regalado.
Maravilloso. Mirar con una mirada que es la mirada de Jesús, la suya, que
él nos regala. «Cuando nos encontramos con ella, se hace la luz y nuestra
vida, toda ella, se transforma».
El Domingo de Ramos, un momento de la Pasión según san Mateo
me puso en el punto preciso. El beso de Judas, la bronquedad de Pedro
para librarle, mas nada de violencias, pues “entonces no se cumpliría la
Escritura, que dice que esto tenía que pasar” (Mt 26,54; con mayor
explicitud a los discípulos de Emaús, Lu 24,26-27), el arresto entre
espadas y palos: “Todo esto ocurrió para que se cumplan las Escrituras de
los profetas” (26,56; cita Habacuc 1,13). Una vez más vemos el Nuevo
Testamento, y las Escrituras todas, como un inmenso e inefable tapiz en
donde las citas y referencias se cruzan y entrecruzan constituyendo un
trufamiento que se despliega en conjunto colosal, el cual siempre vierte
sus aguas hacia Jesús. Sin esta manera de leer, nada se entiende. Todo lo
178
nuevo refiere a aquello antiguo que ya entonces anunciaba lo presente,
hasta utilizando sus mismas palabras. Todo ahora es cumplimiento de
aquello que ya entonces lo anunciaba. En ese momento, dice el Evangelio,
todos los discípulos le abandonaron y huyeron. Herirás al pastor y se
dispersarán las ovejas, lo anunciaba Zacarías (13,7) en una de las últimas
páginas del Antiguo Testamento; así en los LXX y en la Vulgata, no en la
Biblia hebraica, quien da preferencia a que la Escritura no quede
entreabierta por esos profetas.
Juan, en ese evangelio esplendoroso que tan bien nos sirve para
contemplar las más íntimas profundidades de Jesús, tras narrar la
crucifixión, el reparto de los vestidos —no se desgarra la túnica inconsútil,
sino que echa a suertes, “para que se cumpliera la Escritura”, el Salmo
22,19 lo anunciaba ya—, y la escena primorosa de Jesús y su madre, junto
al discípulo a quien amaba, añade: “Y desde aquella hora el discípulo la
acogió en su casa. Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba
cumplido, para que se cumpliera la Escritura dijo: Tengo sed”. Luego,
tomado el vinagre: “Todo está cumplido. E inclinando la cabeza, entregó
el espíritu” (Ju 19,27-28.30).
La hora. “Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había
llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los
suyos, los amó hasta el extremo” (Ju 13,1). Una es la hora que él domina,
sabiendo con nitidez lo que significa. Jesús no es ningún iluso. La hora del
sufrimiento indebido y de la muerte injusta. Su madre, en la boda de
Caná, aunque “todavía no ha llegado mi hora” (Ju 2,4), le incita a la
conversión de agua en vino: “Haced lo que él os diga”. Al presente sí ha
llegado: “Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido
glorificado en él” (Ju 13,31). Un ahora de noche sombría, cuando Judas
había tomado el bocado que le diera Jesús y cuando tras la Cena se
retiran a orar. Comienza la Pasión. Otra es la hora en que el discípulo
amado recibe a María: esta es la hora de la Iglesia.
«Al fin viene la hora, que espera el universo», canta un himno.
21 de marzo de 2008 / lunes 31.3.08
HFG
Son muchas, pero que muchas, las veces que Jesús nos habla en los
Evangelios del cumplimiento de las Escrituras, hasta ese momento álgido y
final: “Todo está cumplido” (Ju 19,30). Si cortáramos en dos el libro que
llamamos la Biblia y menospreciáramos la primera de sus partes, el
Antiguo Testamento, si es que no lo tirábamos a las letrinas, acontecería
algo que nos deja estupefactos: no entenderíamos nada del Jesús del
Nuevo Testamento, pues, desvinculándonos de ese Jesús que se nos ha
transmitido por la primera Iglesia, tendríamos la procacidad de
inventarnos uno a nuestra mera guisa, a nuestra imagen y semejanza; un
179
invento meramente ideológico y con consecuencias graves por demás.
Muchas sectaciones y herejías de la Iglesia han querido hacerlo en la
historia. El resultado no podía ser otro que la separación de la Iglesia,
pues esta siempre ha dicho: el que inventáis no es nuestro Jesús, no es el
Jesús que se nos ofrece en ese conjunto de escritos que aceptamos como
canónicos, es decir, como aquellos en los que se nos transmite la Palabra
verdadera. El gnosticismo, con su Dios bueno y su Dios malo, con sus
cosmologías etéreas, con sus jerarquías carnales y angélicas, sale de ese
tajaronazo. Pero, no nos engañemos, también sale de ese corte un punto
esencial de la doctrina de los nazis: para que venza la cristología aria hay
que exterminar a los judíos, primero, y después, en cuanto ganemos la
guerra, a las Iglesias que se niegan a hacer ese corte, la católica de una
manera muy especial.
Cuando era estudiante —ya sabéis que los estudiantes vamos
siempre con retraso— la exégesis bíblica se liaba mostrándonos un Jesús
al que parecía habérsele apagado su judeidad. Todavía una amiga de mi
edad me cuenta cómo, de niños, cuando su hermano se enteró de que
Jesús era judío, lloró amargamente. No voy a decir que los exégetas
también en aquellos tiempos lloraran por idéntico motivo, pero sí contaré
una anécdota. Salí de Lovaina infiltrado —yo, que era teólogo dogmático—
por la idea de que, por ejemplo, el evangelio de Juan estaba imbuido de
gnosticismo hasta en los rabos de la a. Todo él se leía desde esa óptica.
Mazdeos, maniqueos, religiones mistéricas, etéreas jerarquías carnales y
angélicas aparecían como el basamento de todo ese evangelio. Cogí el tren
y aparecí por Salamanca. Pues bien, me enteré de algo novedoso en
extremo: en sus reuniones veraniegas de Oxford, los graves estudiosos,
hartos de tanta divagación, decidieron que gnósticos —de verdad y por
definición— serían los textos religiosos antiguos en los que se pudiera
probar influencia joánica, y que hubieran volado fuera de la Iglesia con
sus propias alas de sectación. Desde entonces es cada vez más claro: todo
el NT está trufado de citas, de anuncios y de cumplimientos del AT. Jesús,
mal que le pudiera pesar al hermanillo de mi amiga, era judío y nunca
quiso ser otra cosa y la Iglesia primitiva nunca quiso hacer de él otra cosa
que el Mesías del pueblo elegido.
¿Recordáis aquel esbozo de teología bíblica de Ignacio Carbajosa
sobre la que paralipomenizamos hace unos días? Pues bien, en el décimo
apartado, cuando la palabra de Dios se hace carne, encontramos el
cumplimiento de los nueve apartados anteriores. Desde el deseo primitivo
de una palabra revelada, a cuando esa palabra, con Abrahán, entra en la
historia, y luego esa palabra, desde Moisés, en la profecía, se hace palabra
humana. Palabra por la que se crearon los cielos y la tierra. Palabra que se
hizo Ley, mejor, enseñanza del Señor. Sabiduría que escruta significados y
conoce secretos de la naturaleza, pero nunca al margen de esa Palabra.
22 de marzo de 2008 / martes 1.4.08
180
HFH
¡Oh insensatos!, no entendisteis que así era como todo estaba
cumplido, reprocha Jesús resucitado a sus discípulos de Emaús. “Como el
Padre me envió, también yo os envío a vosotros” (Ju 20,22). Y ha sido
enviado con un alimento para hacer saber que no sólo de pan vive el
hombre, sino de todo lo que sale de la boca del Señor (no te confundas,
esto cita Dt 8,3), pero no el maná, alimento perecedero. No así el suyo,
nos dice, “mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y
llevar a cabo su obra” (Ju 4,34), pues “he bajado del cielo no para hacer
mi voluntad, sino la del que me ha enviado” (Ju 6,38).
Palabras duras las de Jesús: “Vosotros investigáis las Escrituras, ya
que creéis tener en ellas vida eterna, ellas son las que dan testimonio de
mí, y vosotros no queréis venir a mí para tener vida eterna. La gloria no la
recibo de los hombres” (Ju 5,38-40). Testimonio, cumplimiento, alimento,
gloria se entrecruzan. Preciosas y precisas las palabras de Melitón de
Sartes que se leían en el oficio de lecturas del Jueves Santo: «Él es quien
sufría tantas penalidades en la persona de muchos otros: él es quien fue
muerto en la persona de Abel y atado en la persona de Isaac, él anduvo
peregrino en la persona de Jacob y fue vendido en la persona de José, él
fue expósito en la persona de Moisés, degollado en el cordero pascual,
perseguido en la persona de David y vilipendiado en la persona de los
profetas». La misma osadía que tuvo Jesús cuando —mirando al futuro de
misericordia y vida eterna prometido, un futuro que ha de pasar por su
hora, cuando va a ser encarcelado, escarnecido y crucificado, pero hora
de triunfo, pues el Señor Dios, su Padre, a él, que era el Hijo, lo suscitará
resucitándole y elevándole a los cielos, hasta sentarle a la derecha de su
gloria— nos decía en el evangelio de Mateo (25,31-41) que ese vaso de
agua que dábamos, o no, a nuestro prójimo, a él se lo dábamos, o no.
Melitón, y la Iglesia con él desde siempre —¿habrá que recordar esa
lectura del oficio del Sábado Santo, De una antigua Homilía sobre el santo
y grandioso Sábado, de una belleza tan resplandeciente que le deja a uno
boquiabierto, en donde encontramos la conversación asombrosa de Jesús
con Adán en el reino de los muertos a donde el Resucitado baja, llevando
en sus manos el arma victoriosa de la cruz, como primer acto de su acción
redentora: como tantas veces nos lo hacía notar Vicente Martín Pindado,
amigo bueno, en su aturulle es Adán quien, dirigiéndose a todos exclama:
Mi Señor esté con todos vosotros, a lo que Cristo responde a Adán: Y con
tu espíritu, y tomándolo de la mano le dice unas largas palabras
emocionadas y emocionantes?— tiene la osadía de mirar también hacia
atrás, en la historia del pueblo elegido, y ver que en Abel, en Isaac a
punto de ser degollado en sacrificio por su padre Abrahán en el monte
Moira, en Jacob, en José, en Moisés, en David, en los profetas veíamos
figuras que anunciaban al propio Jesús, y cuyo cumplimiento pleno se
ofrece en él. Paralelismo entre ese futuro de misericordia adviniente, que
181
pende de nuestro vaso de agua, y ese pasado que ahora comprendemos y
en su cumplimiento vemos su valor de anuncio, de verdad redentora.
Esta es la hora. La hora de Jesús. La hora de su Iglesia. La hora del
sufrimiento. La hora de la pasión. La hora de la muerte. La hora de la
resurrección.
22 de marzo de 2008 / miércoles 2.4.08
HFI
“Ahora es glorificado el Hijo del hombre y Dios es glorificado en él”
(Ju 13,31). ¿Cuándo? Justo en el momento en que todos ven cómo Judas
sale del recinto donde se celebraba la última cena. La glorificación, pues,
se vincula a su partida. Una partida que para los judíos significaba
separación definitiva: “Adonde yo voy, vosotros no podéis ir” (Ju 8,21).
¿Cómo, acaso es que se quiere suicidar? La cuestión está en que ellos,
quienes entienden así las cosas de Jesús, son de abajo, mientras “yo soy
de arriba”; son de este mundo, mientras “yo no soy de este mundo”. ¿Cuál
es el punto esencial de discordia? En que “no creéis que yo soy” (Ju 8,24).
Una partida que para sus discípulos, sin embargo, es momentánea, porque
entiende de amor: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le
amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Ju 13, 23). A la idea
de separación, por tanto, se vincula la idea de amor. “Os doy un
mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os
he amado, así os améis también los unos a los otros” (Ju 13,34; cf.
15,12.17). ¿Qué morada? “Y la Palabra se hizo carne y puso su morada
entre nosotros” (Ju 1,14). ¿Y por qué es nuevo ese mandamiento cuando
ya en el Pentateuco se dice: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo, el
Señor” (Lv 19,18)? ¿No basta con él, cuando ya otros evangelios citan el
Levítico al hablar de los mandamientos que se resumen en dos (Mt 19,19;
cf. 22,39)? ¿No sabemos ya quién es el prójimo, como nos lo enseña de
manera tan tierna la parábola del buen samaritano (Lc 10,36)? Como
siempre en Jesús, la iniciativa es nuestra: ¿quién es su prójimo?, pues haz
como él. ¿Los demás no te condenan?, tampoco yo, anda vete y no peques
más (Ju 8,11). El amar no es una ley, sino un acto que sale en completa
libertad de las entrañas mismas de nuestro corazón. Pero ¿cómo será esto
posible?
En el momento en que es glorificado vemos cómo súplica; terrible
tensión por la congoja de la cruz; sufrimiento y gloria van de la mano:
“Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te
glorifique a ti” (Ju 17,1). Lo muestra muy bien el evangelio de Juan, la
glorificación se da en la cruz. Su crucificado es el de esas figuras en que
Jesús en la cruz está ya en la majestuosidad de su gloria, y no, como en
otras representaciones, en el sudor de goterones de sangre, como tantas
veces lo mostraban en el siglo XVI. ¿Será que el evangelio de Juan obvia el
182
sufrimiento y la muerte en cruz? No, quien era Palabra hecha carne, en la
pasión sólo podía sufrir, por más que, como dirá tan majestuosamente la
carta a los Hebreos, sufriendo, aprendió a obedecer.
No, dice Jesús, él ha glorificado al Padre en la tierra en todos sus
acciones y palabras, que llegan hasta el sufrimiento y la muerte, puesto
que ha llevado a cabo todo lo que su Padre le encomendó realizar.
“Ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, en la gloria que tenía a tu lado
antes que el mundo fuese” (Ju 17.4). Estamos dentro de la estela de esas
palabras fundantes y fundamentales de Ju 1,14 que he citado arriba. Es
ahora cuando él quiere que sea nuestra hora, la hora de la Iglesia: “Padre,
los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo,
para que contemplen tu gloria” (Ju 17,24). Así, también nosotros somos
glorificados.
22 de marzo de 2008 / jueves 3.4.08
HFJ
“Todo está cumplido”, preludio de la muerte. Era el día de la
Preparación de la Pascua, señala Juan. Para hacer que murieran “y no
quedasen los cuerpos en la cruz el sábado” (Ju 19,31; un colgado es una
maldición de Dios, Dt 21,23), rogaron a Pilato que les quebrasen las
piernas. Quebraron las de uno y otro, pero al llegar a Jesús, viéndole ya
muerto, un soldado “le atravesó el costado con una lanza y al instante
salió sangre y agua. El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido, y
él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis. Y todo esto
sucedió para que se cumpliera la Escritura” (19,34-36).
El agua, añorada por los hebreos, logrando el profeta en su visión
magnífica que mane en el Templo, hasta la sobranza infinita (Ez, 47).
“Aquel día manarán de Jerusalén aguas vivas (…) y la familia del país que
no suba a Jerusalén a postrarse ante el Rey Yahvé Sebaot no recibirá lluvia
en sus tierras” (Zac 14,8.17; cf. Ex 17,6; Is 12,3). Cumplimiento fuerte que
se ofrece ahora en quien en el evangelio de Juan de manera continua dice
de sí mismo: “Yo soy”, expresión con la que se designa a Dios desvelando
su nombre a Moisés en la visión del Sinaí; ningún judío la utilizaba, era el
nombre de Dios, a él sólo reservado. “Cuando les dijo: Yo soy,
retrocedieron y cayeron en tierra” (Ju 18,7; a Jesús le condenarán por
blasfemia, Ju 10,30ss; cf. Lu 22,70-71). Agua de la que beber: “Si alguno
tiene sed, que venga a mí y beberá el que cree en mí, como dice la
Escritura: De su seno correrán ríos de vida eterna” (Ju 7,37-38; cita Is
44,3-4).
En la hora del cumplimiento nos encontramos con la hora de la
Iglesia. ¿Por qué el evangelio de Juan no relata la última cena? La da por
hecho y de todos conocida. Él la substituye por dos metáforas profundas
de lo que significa: el lavatorio de los pies y el discurso del “Yo soy el pan
183
de vida” (Ju 6,48), “el pan vivo bajado del cielo” (6,51), “si no coméis la
carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en
vosotros” (6,53), “porque mi carne es verdadera comida y mi sangre
verdadera bebida, el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en
mí y yo en él” (6,56). Alimento y bebida que hacen posible lo imposible:
permanecer en su amor.
En esta hora nos encontramos con el cuerpo, la sangre y el agua. El
cuerpo, muerto por nosotros. La sangre y el agua que sale del costado
abierto. En los otros evangelios hemos visto a Jesús clamar con fuerte voz:
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mt 27,46; Mc 15,34),
palabras con las que inicia el Salmo 22, de terrible desesperanza, pero que
culmina cantando la esperanza de la cercanía y de la liberación: angustia
terrible de la cruz. Lucas la expresa con el grito del Salmo 31, seguro,
también, de la libranza. Cuerpo, sangre y agua transidos de la carne de
Dios. Carne eucarística. Carne bautismal. Alimento y clamor en el
abandono, que nunca deja de confiar. Gestos, siempre, que tienen que ver
con lo material, con el tocar, con el esperar, con la carne, con la sangre.
Con el amar.
Como podamos, aunque sólo sea con la actitud de aquella viejecita,
siempre ante el sagrario, según cuenta François Mauriac: yo sé que él está
ahí y él sabe que yo estoy aquí. Mirada de Jesús. Nosotros somos ahora los
testigos de lo que vemos, y también decimos verdad.
22 de marzo de 2008 / viernes 4.4.08
HFK
Hace pocos días anunciaba lo delicioso que podía ser leer y
participar en un tribunal de tesina. Ese gozo se ha vuelto a producir.
Sobre Newman. Ángel Gómez Negrete defendía su estudio; hecho con
cuidado y precisión. Javier Prades le había ayudado y, sobre todo en
diálogo con el censor, dijo maravillas sobre las grandezas y también
escaseces de su admirado cardenal. Flaquezas por el lado de la teoría del
ser, de la metafísica. Flaquezas de alguien que, luchando a brazo partido
con el empirismo de sus británicos, nunca dejó de vivir tocado por
quienes le circundaban en su isla y en su tiempo. En ocasión muy notable
ya lo dijo Astérix: Ils sont fous les anglais. Ahora bien, Dios mío, ¡qué
censor! Nunca había visto a nadie preparar tan concienzudamente su
parlamento, tan atinado, tan bello, tan lleno de interrogantes, construido
sobre los mismos textos de Newman. Manuel Aroztegui fue quien nos
deleitó con su censura y quien nos dejó lleno de incógnitas: los que le
plantea un autor que conoce desde muy atrás y que ama con alocada
pasión; pero sin que ello signifique que se venda a él. Lastima, una vez
más, que estos actos de defensa de tesinas y tesis doctorales, la
culminación de la vida universitaria, apenas si despierten algún eco.
184
Claro, se entiende entre nosotros, incluso en lugares privados como el
nuestro, en donde podríamos hacer lo que nos placiera, nos vemos
impelidos sin remedio por el conjunto desordenado de la vida
universitaria española que nos anega y se hace de modo impepinable con
nosotros, en fin, ya lo sabéis, logrando que la primacía sea la mera
papelidad.
Gómez Negrete, nos lo dijo en la defensa, se sintió atraído por la
manera newmaniana de ver el acto de fe como asentimiento
incondicionado fruto de una convergencia de probabilidades, pues
aunque una sola no tenga fuerza, todas juntas adquieren consistencia
suficiente para la certeza moral necesaria para ese acto. Se sintió
fascinado, nos decía, por cómo, sin dejar de utilizar la razón y el modo
propio en que esta se desenvuelve, establece Newman una manera de
razonar auténticamente humana, pero independiente del raciocinio
científico o lógico. Ahí estaba el meollo de la cuestión: a demasiados
parecía entonces que sólo cabía la ciencia, que sólo daría crédito la razón
científico-lógica, la cual se movería en el ámbito de lo empírico,
elevándose de ahí a racionalidad de evidencias. Mientras que Newman nos
muestra con fuerza insuperable que hay todo un ámbito, el del acto de fe,
sin el que ni siquiera aquella su racionalidad científica, podría darse, pues
el modo básico de actuar de la razón se fundamenta en la confianza en el
número de probabilidades de que algo sea verdadero o falso. Dicho sea al
pasar, por si sirve y sin meternos en las dificultades prolijas a que ello nos
conduciría: ¿no es bayesiano su concepto de probabilidad?
Newman abrió un mundo de nuevas posibilidades para el acto de fe
y para el uso de la razón como razón práctica, las cuales tendrían
enfrente una razón pura basamentada en evidencias empíricas. Genial.
Mas desde entonces ha llovido largo. Hoy la cuestión está en ver con
la filosofía de la ciencia que no ha habido nunca, sobre todo en la ciencia
históricamente existente —otra cosa son las puras ideologías de la
cientificidad, tan rotundas como falsas—, una “razón (meramente) pura”,
que sería la racionalidad científica, rendida a las evidencias empíricas.
Damos un paso más para desmontar aquello tan discutido por Newman:
toda racionalidad, incluida la científica, es fruto de una acción racional de
la razón práctica y de sus esforzados emperramientos racionales. No hay
otra.
21 de marzo de 2008 / lunes 7.4.08
HFL
Tres puntos de la historia han sido centro de interés para los de mi
generación. La revolución francesa, la revolución rusa y la guerra civil
española; en las primeras con lo que ocurrió después, en la última con
todo su contexto anterior y posterior. Luego hemos podido leer con
185
interés supremo a Adam Smith y a Tocqueville, por ejemplo, pero me
estoy refiriendo a momentos de la historia, no a teóricos del
funcionamiento de la sociedad. En esos lapsos centrales buscábamos la
comprensión de nuestro ser. Nuestro posicionamiento en lo que en ellos
aconteció nos situaba en el lugar en el que estábamos y queríamos estar
en nuestra propia comprensión de la historia. Nótese bien que hablo en
pasado. No fue fácil introducirse en el conocimiento de esos tres centros.
Las lecturas sobre ellos eran lábiles y cambiantes. Con frecuencia había
una armadura única que hacía unitaria la comprensión de los tres hechos
históricos. Y esa armadura era teórica. Creíamos poder encontrar una
estructura explicativa. Siempre el marxismo. Aunque hubiera, que los
había, muy distintas clases de marxismo; de interpretaciones que se
reclamaban del marxismo. La más curiosa —para mi suerte, nunca la
mía— era la interpretación “científica”. Hace unos días lo veíamos.
Precisamente este calificativo que decía lograr una interpretación
verdadera puesto que científica, derivaba de la visión leninista del
marxismo, la que tenía que ver con el “socialismo científico”.
He indicado ya que ese calificativo, mucho antes de leer a Popper,
era lo que a unos cuantos nos parecía indecoroso, falso, falseador de la
historia y corruptor de las posturas que pudiéramos tomar sobre esos tres
momentos. Aquí y allá aflora todo el tiempo en estos paralipómenos.
¿Cómo entender, pues, esos tres intervalos históricos?, ¿de qué
modo encontrar relaciones entre unos y otros? De manera más general,
¿cómo entender la historia?, ¿cuáles son los fundamentos en los que se
basa todo nuestro trabajo histórico?
Una cosa aparece clara: no hay determinismo histórico, que es,
precisamente, lo que pone las bases de una “interpretación científica” de
la historia, una vez que conocemos las leyes deterministas que la rigen.
Cuando esto acontece, cuando se evaporan esas ideologías tan seguras de
sí como inmoladoras de la misma historia y de las personas que la
hicieron y que la hacen, ¿qué queda?, ¿cómo seguir haciendo historia? ¿En
qué se funda la historia cuando quiere ser algo más de eso que nunca fue,
es decir, una recopilación notarial de datos y hechos?
Una cosa queda clara, no hay punto W de la historia que nos venga
dado por el determinismo de las mismas leyes que la rigen. Aunque lo
quisiera decir Pannenberg. Si hay punto W, como los paralipomeneros
decimos, es una corporalidad nuestra, la convergencia de las líneas de
universo de lo que somos que apuntan a ese engarce de composibilidad
de realidades, punto que en el paso plenitud-completud se hace realidad.
Este prólogo viene a que estoy leyendo a la vez dos libros
apasionantes, Rusia y sus imperios (1897-2005), de Jean Meyer, y La fe
que vino de Rusia. La revolución bolchevique y los españoles (19171931), de Juan Avilés Farré. El primero, de un francés-mexicano, aquél
que escribió tres gruesos volúmenes sobre la cristiada; del segundo diré
que está editado por la UNED, es decir, vive casi de incógnito. El primero
apasiona. Os mostraré el interés del segundo: la lectura que en España
186
ocurrió de esa revolución, cómo nos enteramos de ella, periódicos,
revistas, libros, viajes a congresos que se vertieron en libros muy leídos,
acogimiento por los partidos políticos españoles. La comprensión entre
nosotros de todo el fenómeno revolucionario y sus mil facetas y cambios;
su influencia. Asombroso.
24 de marzo de 2008 / martes 8.4.08
HGC
José Antonio Méndez es viejo amigo, de segunda generación, pues
sólo nos conocemos y apreciamos hace treinta años. Entre las muchas
cosas que me cuenta tras las sucesivas lecturas de estas páginas, asiduo,
pero, es obvio, no paralipomenero, me señalaba algo interesante por
demás en torno a aquellas parrafadas sobre la asignatura de la educación
para la ciudadanía. Me decía que amigo íntimo enviaba a su hija de
dieciséis años a un instituto, en donde se daba la felicidad, para ella y
para su padre, seguro que también para su madre, de encontrar una
panoplia muy amplia de opiniones entre los profesores, desde el/la, no lo
sé, desmadrado/a en puros desafueros, hasta la deliciosa viejecita
conservadora, pero con enorme gancho entre sus alumnos/as; le parecía
que esto era cosa importante, así la hija conocía las distintas posibilidades
de acción vital y elegiría mejor, y que su deber de padre estaba en hacerle
ver esas posibilidades de elección para su propia vida. Yo le contaba que
amigo íntimo prefería enviar a su hija de dieciséis años a un colegio en el
que se le enseñaba lo que él creía conveniente para su educación, y que
luego ella tomaría el camino por el que optara; pero que no querían faltar
ni él ni ella, la madre, en lo que creían deber sagrado con respecto a su
hija; sobre todo en un contexto social en el que todo tiende a presentarles
como lo aceptable, lo único, aquella línea vital que los padres no
comparten, por eso, decían, no pueden renunciar a dar a su hija la
educación que consideran un enorme bien para ella.
Pues bien, en el libro de Juan Avilés encontramos una frase en la
que se expone con perfección la línea del íntimo amigo. Fernando de los
Ríos, profesor universitario, miembro importante del PSOE, fue
comisionado, junto a Daniel Anguiano, secretario del partido, para asistir
en Moscú a la reunión de la III Internacional. Era el año 1920, en verano.
Seguiría siendo importante en tiempos de la República. Al volver de Rusia
escribió un libro sobre lo que había visto y sus pensamientos sobre ello.
«Observó Ríos elementos positivos en la obra educativa y cultural del
régimen, pero tampoco en este terreno podía coincidir plenamente con
los bolcheviques, porque consideraba un abuso de poder toda acción
pedagógica orientada a transmitir unos contenidos encerrados en una
unidad dogmática, como ocurría en todas las escuelas confesionales,
fueran católicas o protestantes, republicanas o comunistas». Fino
187
observador quien años después influyera tanto en la orientación que la
República española tomará. Interesante en tantas cosas de la cultura, sin
duda ninguna, pero pasmosamente sectaria en puntos esenciales de la
convivialidad social. Puede sorprender que, finalmente, fuera él tan
sectario cuando le tocó obrar con poder político gubernamental. Digo
sectario en el sentido de que tenía ideas muy claras —también las suyas
pura ideología—, muy cercanas al “socialismo científico”, si no el suyo
personal, sí el de sus compañeros de partido y de acción política, que
llevó a la práctica, mejor, que hizo todo lo posible por imponer fuera de
cualquier diálogo. Era claro: él tenía la razón.
En lo que llevo escrito vemos que hay mucho mejunje mollar.
Tendremos que fijarnos con cuidado. Más aún, de lo que saquemos de
aquí nos valdrá, espero, para irnos a la consideración de un proyecto muy
amplio e importante, seguramente de mucho más calado que la famosa
asignatura, en la que, lo hemos de ver con atención, se nos plantea por
nuestra gubernabilidad educativa una «acción pedagógica orientada a
transmitir unos contenidos encerrados en unidad dogmática». Como sea
así, no podremos sino elevar nuestra voz con fuerza.
25 de marzo de 2008 / miércoles 9.4.08
HGD
Antes de proseguir, quiero poner aquí un comentario del mismo
José Antonio Méndez a mis parlotadas con Ramoneda, mejor, contra él.
Me decía José Antonio lo que ya sé, que para discurrir de lo que allí
hablábamos hay interlocutores mucho más interesantes que Ramoneda.
Me citaba, por ejemplo, Entre naturalismo y secularización, de Jürgen
Habermas, en Paidós, y la discusión, Dialéctica de la secularización, entre
este y el entonces cardenal Ratzinger, publicada por Encuentro. Me hacía
notar, además, que el presidente Sarkozy sacaba su agua de este pozo.
Escogí a Romoneda porque un filósofo es alguien con el que uno puede
dialogar, incluso a brazo partido; tal el caso de Habermas y de tantos
otros. La lectura y discusión con filósofos es parte de la vida misma, de la
búsqueda de la verdad. Pero quien representa una ideología, ¡ah!, eso es
otro cantar. Una ideología siempre quiere sujetar. Y cuando llega a
conquistar siempre es peligrosa en extremo, además de hacer todo lo
posible para buscar el dominio para siempre. Las suyas son cuestiones,
pues, que tienen que ver con el poder y no con la verdad. Pero vamos a lo
nuestro.
La cuestión está en quién tiene la iniciativa, pues la primera
postura, si son los padres quienes la toman, me parece estupendo, y la
segunda, si son los padres quienes la toman, me parece igual de bien. Pero
son ellos, los padres, los que tienen la libertad de esa elección. En ningún
caso puede ser algo impuesto por nadie que no sean ellos mismos.
188
Entiendo que pueden darse situaciones de pobreza en los que el hecho de
que exista una escuela ya es algo grande: recordad aquella escuelita
maravillosa que tenía el honroso nombre de El Carajo, perdida allá donde
Cristo dio las tres voces en el territorio de Vichada, al sur del río Meta y al
oeste del Orinoco, en Colombia, de la que hablamos con lágrimas de
emoción en los ojos. Esa escuelita era respetuosa hasta la admiración con
los pocas docenas de alumnos que acogía. Nada imponía, sino que abría
las puertas a la libertad, porque la educación abre sus puertas. Aunque,
siempre se puede decir con mucha tontuna que extender la cultura es una
manera de dominar.
Algunos piensan que sólo debería haber escuelas públicas, entre
nosotros, escuelas estatales; además, escuelas en las que se fomente la
pluralidad. ¿Por qué? ¿Quién dice que las escuelas deben ser estatales, es
decir, fruto de una red promovida y dominada por la gubernamentalidad,
en la que un Ministerio de Educación no sólo prevé y ayuda, sino que es
dueño y señor de lo que allá acontece, de cómo funciona, de cuáles son
sus bases y cuáles deben ser sus enseñanzas? Todo ello, para colmo, a
golpe de burocracia, de dominio de la papelidad. Recuerdo que, desde
hace muchos decenios, en Suecia, ese ministerio consta de unos pocos
efectivos cuyo papel es controlar y hacer que la red de educación
funcione bien y de acuerdo con las leyes; pero en ningún caso meten
mano en la harina, como hacen entre nosotros. ¿Quién puede decidir que
no haya o que tenga distintas maneras de funcionamiento la enseñanza de
iniciativa pública y la de iniciativa privada, siempre con un gradiente que
incite a profesores y alumnos a que vayan a la educación pública, por
pagar más con menos trabajo a los profesores y por tener una mayor
gratuidad para los alumnos? Pero, ¡ay!, aquí, entre nosotros, manda el que
manda, y el que manda, manda mucho. Manda la gubernabilidad, quien
demasiadas veces sigue sus propios intereses de dominio ideológico más
que el bien y el mejor funcionamiento de la educación.
26 de marzo de 2008 / jueves 10.4.08
HGE
Fernando de los Ríos, en los lejanos años veinte del pasado siglo,
hablaba de su rechazo de toda acción pedagógica orientada a transmitir
unos contenidos encerrados en una unidad dogmática. Tres son las
palabras punzantes de ese eslogan. La primera, la que habla de
encerramiento. La segunda es la que dice unidad. La tercera, la que
califica a la unidad de dogmática. La contrapartida parecería ser la
libertad. Ese eslogan nosotros, cómo no, lo aceptamos. Estamos por entero
de acuerdo con él. Lo que ya parece preocupante es lo que rechaza con su
uso. Por eso, quisiera mostrar que no necesariamente una educación
189
confesional cae bajo los terrores del eslogan y que, por el contrario, no
poca educación estatal cae sobre él a manos llenas.
El tener una idea de quiénes somos, de qué querríamos en la vida,
de qué es el mundo y cuáles son las realidades que construimos, así como,
esto es esencial, el paso posible y real de las realidades a la realidad, y
querer adecuar la educación a esta manera de ver, no veo que sea
encerrarse, como no fuera que, desde ahí, se niegue toda apertura a los
demás y, con ello, se les niegue a los demás su derecho a la discrepancia y
a buscarse otra educación sostenida en otros principios, siempre que
todos aceptemos la búsqueda de la verdad, de lo que somos nosotros
mismos, de lo que es el mundo y de los fundamentos de la realidad.
Poniendo un ejemplo singular, no veo ninguna razón para impedir a los
Amis de Pensilvania que eduquen a sus hijos en las escuelas y con las
maneras que crean las convenientes para guardar la tradición y la
realidad de lo que son. Hay un límite, pero este lo es para todos: la
legalidad, la Constitución, las reglas de juego que la sociedad se ha dado
en libertad y para fomentarla. Supongamos que se trata de una parcela de
nuestra sociedad que defienda la ablación del clítoris y el sojuzgamiento
de la mujer o la poligamia. No lo podremos y no lo querremos aceptar y
no lo aceptaremos. Buscar la enseñanza en las escuelas y universidades de
la geología y de la cosmología siguiendo literalmente las primeras páginas
de la Biblia —que, todos lo sabemos, se entienden absolutamente al
margen de sus palabras y de su sentido, es decir, que en nada es una
interpretación canónica—, haciendo filfa de todo lo que es la ciencia de la
geología y de la cosmología en el contexto enterizo de la ciencia global, no
lo podremos y no lo querremos aceptar y no lo aceptaremos. Pero la
educación según principios de libertad que responden a una tradición de
pensamiento y de vida que a lo mejor no es la nuestra, eso sí. Hay límites,
lo he dicho, pero esto sí. Encontramos, pues, todo un camino común a
recorrer, con tal de que ninguno —ninguno, como la palabra lo indica,
significa que tampoco la gubernabilidad mandante en los ministerios—
quiera cerrar nuestra libertad. Y porque queremos para nosotros la
libertad, libertad religiosa, defenderemos con empecinamiento la libertad
para todos, aunque piensen distinto que nosotros.
Mas tampoco dejaremos que nadie nos diga que lo nuestro, sólo lo
nuestro, es una educación encerrada en una unidad dogmática. Pueden
pensarlo de nosotros, quizá también nosotros lo podríamos pensar de
ellos, pero ahí no está la cuestión, sino en la libertad. Tener lo que
llamaban una cosmovisión no es estar encerrado, si esta es tolerante
también con la libertad de los demás. Y en el terreno de la educación,
libertad significa libertad de elección. Libertad de que nadie quiera
imponerme una ideología: la suya.
26 de marzo de 2008 / viernes 11.4.08
190
HGF
Mehdi, uno de mis grandes amigos belgas, me envía la homilía del
día de Pascua del cardenal Danneels, arzobispo de Malinas-Bruselas, del
que sabe soy un gran fan, y también algún recorte de periódico en el que
se habla del revuelo a que ha dado lugar. Hoy, para verlo, dejaremos lo
que traíamos entre manos.
Daneels habla y predica genialmente bien. Breve, sencillo, con
sabiduría y ternura, como el agua cristalina. Recuerda que esta fiesta
celebraba la llegada de la primavera. Los judíos la hicieron fiesta del paso
del Mar Rojo y del cordero pascual. Nosotros, ya que Jesús murió el día de
la Pascua judía, conmemoramos la muerte y resurrección del Señor. Se
está dando entre nosotros una vuelta atrás; de nuevo celebramos, como
también en Navidad, sólo la llegada de la primavera y del solsticio de
invierno. Esto es un quebranto grande para nosotros. Perdemos su
sentido, quedándonos meramente con los huevos de pascua y el árbol.
Luego viene un pensamiento, hermoso y límpido, sobre el
sufrimiento y la muerte. En Jesús encontramos el sentido de ambos. Pero
de más en más estamos queriendo hacer que desaparezcan de entre
nosotros; que pasen sin notarse, sin dejar huella en nosotros. Estamos
haciendo de la resurrección de Jesús, dijo, un mero símbolo, una
metáfora, una palabra que simplemente sintetiza todas nuestras pequeñas
resurrecciones. Mas esa no es de verdad la resurrección cristiana. Para
experimentarlo no es en absoluto necesaria la fe. De este modo la
resurrección se va convirtiendo en un simple hecho psicológico. Nuestra
fe deviene, así, un mito.
Nuestra sociedad, continuó, no sabe qué hacer con el sufrimiento y
la muerte. Deben suprimirse los que llama tabús, se dice, pero ha sido
creado uno nuevo. No pueden tener sentido alguno y todo sufrimiento es
cosa absurda. Por eso no hay lugar para la muerte ni para el sufrimiento
en nuestra cultura. En Jesús, prosigue, sí lo hay. Jesús vive su sufrimiento
y su muerte de otra manera. Con su muerte vuelve a dar gustosamente al
Padre de la vida lo que de su mano había recibido la noche de Navidad. Y
su sufrimiento ha salvado el mundo. ¿Por qué, se pregunta, no podemos
en su seguimiento vivir nuestra muerte como una restitución agradecida a
nuestro Creador por lo que nos ha dado gratuitamente cuando venimos al
mundo?, ¿y por qué el inevitable sufrimiento que nos llega en su
seguimiento no podría, por amor, hacerse aprovechable para toda la
humanidad? No es quitando la vida, termina Daneels, como se aporta una
respuesta al problema del sufrimiento y de la muerte; simplemente se
evita la cuestión. Evitar la dificultad no constituye un acto heroico. Esto,
dice, no debe alimentar las primeras páginas de los periódicos. La nobleza
humana, y con más razón el heroísmo, concluye Daneels, ha de buscarse
en otra parte: en las numerosas personas que médica y humanamente
acompañan a su prójimo sufriente hasta el fin de su vida, y en los que,
191
llegado el día, dan su vida con agradecimiento a su Creador, que saben
padre misericordioso.
Revuelo grande. Por la cosa en sí, y por la eutanasia hace unas
semanas de Hugo Klaus, el mejor novelista belga, flamenco. Pensaron que
todo se refería a él. Los medios generalistas, ha terciado el portavoz de
Daneels en la polémica, consagran más atención a la eutanasia que a los
procedimientos paliativos, y con esto sólo se da cuenta de la mitad de la
realidad. El sufrimiento debe ser combatido por todos los medios, claro
es, lo cual no impide que la gente, de una manera sensata, esté en estado
de dar a ese sufrimiento un lugar en sus vidas.
27 de marzo de 2008 / lunes 14.4.08
HGG
Vivo en cierta perplejidad. Un amigo al que aprecio y con el que
hace más de veinte años tuve durante todo un curso una extremada
familiaridad, pues llevábamos juntos un trabajo excitante y que nos
apremió todo lo que teníamos, me ha enviado para que lea con atención
unas paginas del Boletín Oficial del Estado, el real decreto 1467/2007,
publicado en el número 266, martes 6 de noviembre de 2007, pp.
45381ss. Nunca pensé que cuando comienza mi atardecer me pusiera a
leer papelorios de la burocracia. Pero, en fin, así lo hago. La perplejidad
está en que no acabo de ver en la pura letra por qué me lo envió. Estoy
dejando que las cosas se me revuelvan por la cabeza, porque cabe que el
problema esté en la música, es decir, en el contexto, los presupuesto y
finalidades de esas palabras, aparentemente anodinas y razonables. Pero
entonces la cosa se nos pone más complicada.
Me lo enseñó el comisario Maigret cuando nos decía: algunos
hechos, algunas palabras, algunas frases, pero quiero descubrir la-verdadde-lo-que-en-realidad-ha-acontecido, por eso me pregunto: Mais autour?,
¿qué hay alrededor? Sólo cuando se hace uno con cuidado esta pregunta,
«hechos, palabras y frases tendrán, desde ahora, un marco de relevancia
en el que adquieren su sentido, su obviedad profunda, su religamento
interno, constitutivo de realidad». Así, el ¿y alrededor? «adquiere espesor
de paisaje y de carnalidad». Esto es lo que me ronda por la cabeza para
encontrar el sentido profundo de esas páginas de un boletín que nunca
jamás pensé leer.
Mientras las cosas van despacio por su caminos en busca de lo
circunvalante de esas palabras, si lo hay, me he precipitado a leer un libro
de un autor que, aunque tengo cosas suyas, nunca he practicado. Porque
debo reconocer algo verdaderamente vergonzoso: no lo leí, como tampoco
a su amigo Tolkien. Bueno, el anillo de este lo comencé en una edición
espléndida, un único volumen de mil páginas, pero se me fue haciendo
irresistible. Todos me decían: no importa, sigue y verás cómo a partir de
192
la página 100 te sentirás tomado en tus mismas entrañas por la fuerza de
su relato. No fue así y, poco después, lo abandoné. Hasta hoy en que he
leído con gozo inefable la autobiografía de C. S. Lewis, Cautivado por la
Alegría, libro publicado en castellano por vez primera en 1989, pero que
no ha llegado a mis manos sino ahora en su tercera edición.
Dios mío qué belleza de libro. Qué simpatía. Qué carcajadas. Hacía
mucho que no me reía tanto leyendo unas páginas. Irresistible. Por
ejemplo, cuando nos describe con largura la relación con su padre viudo
de los dos hijos, niños y luego jóvenes. Se me mueven los dedos fuera de
sus órbitas por las puras risas. Jamás despreciativo, sino de una ternura
infinita. Qué descripción de los paisajes. Sólo un inglés, menudo dislate,
un británico, pues nació en Belfast, es capaz de esas tonalidades, del
cromatismo de la construcción de sus decires. Lo manifestaba el otro día
hablando de Newman, pero lo repetiré de nuevo con agradecimiento: Ils
sont fous les anglais! Páginas filosóficas geniales. Qué profundidad
buscando encontrarse en su camino, primero hacia el ateísmo y luego
hacia la Alegría, en la que halló a Dios, haciéndose cristiano. Finalmente,
miembro del Magdalen College de Oxford. Un teorema filosófico,
aceptable cerebralmente, se puso en pie y se convirtió en una presencia
viva. Compelle intrare, obligadles a entrar, palabras que, dice, llenan la
profundidad de la misericordia divina. Se encontró con que el Absoluto,
la Alegría, era una Persona. Conversión al teísmo, nos dice. Largo camino
después. «Aún no sabía nada de la Encarnación».
29 de marzo de 2008 / martes 15.4.08
HGH
Dejaré reposar lo que inicié ayer, mas sin olvidarlo, claro, para irme
a una genial conversación escrita que mantengo con un joven amigo al
que apenas si le conozco como no sea por carta-e. No diré quién es mi
amigo, al menos por ahora, y me limitaré aquí a poner mis respuestas a lo
que él me escribe, sin las cartas-e tan hermosas que él me remite. Haré
algunas correcciones menores para adaptar el texto a este nuevo contexto.
La más importante de ellas será la de dividir lo escrito en mis hasta el
presente tres largas cartas para que quepan en las 620 palabras que
constituyen día a día la escrituras de estos paralipómenos.
Comienza diciéndome que debemos ser consecuentes con lo que se
piensa. No cabe duda, pero, le digo, depende de qué entiendas por eso del
pensar. Habría una manera de entenderlo con la que no podría estar de
acuerdo. Cada mañana me levanto, pienso lo que me venga en gana en ese
momento y deberé ser consecuente con ese pensamiento, Así no, claro.
Fíjate, pues, que ese pensar esconde una manera ofensiva y falsa de
entender la libertad. Soy libre de pensar lo que quiera cada mañana y
actuaré en consecuencia con esos pensamientos.
193
El pensar es una acción larga y complicada, me parece, que no se
acaba en un día. El pensar, además, tiene que ver, procede del hondón
mismo de lo que somos. Está ligado no sólo con la razón —nunca es obra
de la seca razón de los raciocinios que hagamos—, sino con la voluntad y,
por tanto, con la libertad. Compromete el conjunto entero de nuestra
libertad. El pensar es sopesamiento, encontrar razones, husmearlas, mas
siempre en busca de la verdad. Lo decisivo, pues, no es nuestro pensar, mi
pensar, sino la verdad que buscamos con la razón y con todo lo demás
que somos. No buscamos una verdad lógica, sino que buscamos la verdad
que nos llena, que nos hace ser en plenitud. Creo que es ahí en donde se
da el pensar. Y nunca se produce el pensar fuera de ese contexto.
Entonces es cuando todo nos lleva a ser consecuentes con lo que
pensamos, pero ni antes ni fuera de ese contexto.
Date cuenta, si acierto en lo que digo, que con respecto a la razón y
a la fe, por ejemplo, puede darse una cierta tirantez. La cual, para colmo,
puede durar un cierto tiempo. No porque entre ellas, en lo que vives de
ellas de verdad, no en los secos pensamientos racionaliceros de ellas, haya
contradicción, sino porque es difícil expresarse por entero. La palabra
expresión me parece que aquí es fundamental. Razón y fe, ambas
expresan lo que somos. Por así decir, cada una comenzando por una
esquina de lo que somos: la razón que piensa, por un lado, la confianza y
fidelidad de lo que se nos da, por el otro. Juzgar una desde la otra de
primeras, fuera de esa expresión de la que ambas son parte, creo que es ir
precipitado.
Además de seguir hablando entre nosotros con nuestros dedos, si te
parece, le digo, creo que sería interesante que también fueras leyendo un
libro de Newman: La fe y la razón, los sermones universitarios, publicado
en 1993.
Tener miedo a las consecuencias del pensar es algo terrible; malo
por entero. Con tal de que no sea un pensar prepotente. Pero un pensar
humilde y fuerte, expresión de lo que somos, mejor de lo que vamos
siendo en busca de nuestro ser en plenitud, un pensar enterizo que
expresa el conjunto de lo que somos, creo que es cosa buena por demás.
3 de abril de 2008 / miércoles 16.4.08
HGI
Y no entiendo que tu pensamiento, digo a mi amigo —comenzando a
terminar mi primera carta—, el tuyo de verdad, el que tú buscas, el que te
expresa en lo que eres, cuando con él buscas la verdad de lo que eres y de
lo que es, esté en contradicción con la fe, con la tuya, esa que también
expresa lo que eres en el don que es tu vida que busca la verdad.
Lo malo del pensar es que con facilidad uno no hace sino repetir lo
que otros ya pensaron, lo que otros nos pensaron, pues tanto empuja a
194
que se introyecte en uno mismo la ideología de quienes quieren
dominarnos; bueno, de quienes de hecho nos dominan. Hay que pensar
por sí, con calma, con independencia, pues la libertad es esencial también
aquí.
Pero ¿cómo no confiarías en tu pensar, si es de verdad el que
expresa lo que tú eres, lo que tú vas siendo en la búsqueda de la verdad
de lo que es tu ser en plenitud?
Adecuación y entendimiento mutuo, como dices que dicen, no
puede conllevar castración de lo que eres y de lo que expresas. Osadía y
humildad, dos divisas decisivas, siempre en busca de la verdad. Nunca,
como dices, sumergirse en el lodo apacible. Maravilloso lo que dices de
que tus padres —a los que no conozco, digo acá, y de los que nada sé—
nunca te han dejado adormecerte. Dales las gracias también de mi parte.
Y con estas gracias termina la primera de las cartas.
Ya ves, escribo a mi amigo al comienzo de la segunda carta, lo que
son las casualidades de la vida. De pronto, sin saber cómo ni por qué nos
encontramos en la maravillosa aventura de pensar y de contarnos
nuestros pensamientos. La culpa es sólo de Pepe Antúnez el amigo común
que nos cortocircuitó. Deberemos arrastrar su culpa con comedimiento.
Me gusta eso de un pensamiento que hace a la persona ser más
persona. Pero la persona somos tú y yo, por eso el pensamiento no puede
ser otro que el tuyo y el mío. ¿Cómo ser persona?, por tanto, ¿cómo
pensar? El ser persona es cosa muy íntima, muy propia. Por eso también el
pensar es cosa muy íntima, muy personal. Muchas circunstancias y
muchas personas nos pueden enseñar a una cosa y a otra, pero el
resultado es nuestro; es mío, es tuyo. No el resultado, sino incluso el
proceso mismo del ir siendo. Un ir siendo que busca nuestro ser en
plenitud, el tuyo y el mío, lo cual es lo más personal de lo que somos.
¿Cómo lograrlo?, ¿quién nos ayudará?, ¿por quién nos dejaremos estirar
en ese proceso que nos plenifica como personas, tú y yo, nunca la misma,
sino esa persona que eres tú, que serás tú, y esa persona que soy yo, que
seré yo?
Te das cuenta, pues, de que ponga el ser persona, y por tanto el
pensar, en un camino, en el camino que siempre va desde un lugar de su
ir siendo hasta otro lugar de ese mismo ir siendo. Ese es el juego que en lo
que voy pensando se da entre la carne enmemoriada y la carne
maranatizada que busca la carne hablante; una carne que indaga sus
pensamientos para ese su ir siendo, en una palabra, ser persona.
No me encuentro bien expresando mis pensamientos con la idea de
vida, pero, en fin, ese es mi problema. No tiene por qué ser el tuyo.
El pensamiento nunca es estable, como no lo es nuestro ir siendo en
busca de su ser en plenitud.
Encontramos acá un nuevo punto de sutura.
3 de abril de 2008 / jueves 17.4.08
195
HGJ
Sutura, pues se nos terminó el espacio habitual mientras la carta
proseguía todavía bastante más. Sigamos con ella.
La cuestión está, quizá, en encontrar, y si no en encontrar al menos
en buscar, dónde están las fuentes de esa búsqueda. ¿Renegar de lo que
somos? Sí, nos podemos cabrear mucho de ser altos o pequeños,
madrileños o de provincias, de hablar español o bantú, de haber nacido
en esta familia o en aquella, de ser del siglo XXI o del X. Pero nunca
dejaremos eso que nos constituye en nuestro principio. Esos son nuestros
constreñimientos. Estamos constreñidos a ser de este tiempo, españoles,
madrileños, al menos por adopción, castellano parlantes, hijos de esta
familia, de estas ternuras, de esta memoria, de estos sometimientos; a
tener esta manera de andar y de hablar. Contra tales cosas nada tenemos
que hacer. Esto de donde procedemos, de nuestro medio y de nuestras
afecciones, en enorme conjunto sanguinolento, es lo que llamo carne
enmemoriada. Nos podemos picar contra nosotros mismos. Podemos
maldecir. Pero no podemos irnos fuera de lo que somos en este nuestro ir
siendo. Podemos cambiar, incluso radicalmente;ººººº pero, para decirlo
brevemente, nunca podemos abandonar nuestra sombra. Cosa tan
nuestra, tan propia.
¿Que influyen en mí? Claro. Sólo faltaría. ¿Que determinan mi ser?
Eso no, en absoluto. Son mis constreñimientos, pero mi destino es la
libertad. Sin ellos no podría llegar a ser, pues nunca comenzaría el largo
camino de mi ir siendo. La cuestión decisiva está en ver quién estira de
mí, de nosotros, si esos constreñimientos que se quieren hacer
determinantes de mi vida, reglarla y arreglarla para siempre y en todo,
hasta el detalle, que están siempre detrás de mí, es decir, en mi pasado,
excepto si quiero que sean ellos y sólo ellos el motor que me empuje
siempre en lo que voy a ir siendo, o, por el contrario, mi libertad para,
desde ahí, ir siendo lo que quiero ser. Lo que busco ser. ¿De qué manera
ese futuro me apoyará para estirar de mí como carne maranatizada, para
ofrecerme mi ser en plenitud, en el que se me da la verdad de lo que soy?
Así pues, constreñido por el exterior, sí. Condicionado por él, no.
Mis constreñimientos, cuando se van haciendo en mí carne enmemoriada
me dan la posibilidad de la libertad, de buscar mi propia carne
maramatizada y de conseguir de mí ser carne hablante, que habla
también pensamiento.
¿Rebeldía contra el ser condicionado? Sí, total, violenta, decisiva.
Rebeldía contra mis constreñimientos, mejor, contra mi propia carne,
carne enmemoriada. No. Y no porque, en lo que no me gusta, en lo que no
quiero, en lo que podría rechazar de ella, aunque fuera de toda ella,
deberé siempre, partiendo de ella, ir en busca de mi carne maranatizada.
196
Pero al punto eso plantea una pregunta: ¿quién estirará de mí en esa
búsqueda, incluso rebelde, de la verdad?
¿Cómo hubiera sido yo de haberme encontrado distinto de lo que
soy? Pregunta curiosa. Quizá sin sentido. ¿Cómo he de ir siendo yo para
lograr ser eso que busco, puesto que busco la verdad de lo que soy?
¿Quién estirará de mí para lograrlo? ¿Tiraré hacia arriba yo mismo de mis
propias orejas para levantarme de donde estoy? ¿Seré libre dejándome
determinar por mis propios constreñimientos? ¿Seré libre echándome
fuera de ellos, en rompedura con ellos? Mi destino es la libertad. Mi
camino es la búsqueda de la verdad. Decir de mi verdad sería cosa tan
pequeña que me daría vergüenza, estoy seguro que a ti también. pero
decir la verdad todo con mayúsculas puede ser un engaño furtivo.
Como en las antiguas películas de serie, cortaremos.
3 de abril de 2008 / viernes 18.4.08
HGK
Y como en ellas, nos reencontraremos con la intensa emoción de los
nuevos episodios.
Pero decir la verdad todo con mayúsculas, seguía escribiendo a mi
amigo, puede ser un engaño furtivo: convertir mi pequeña verdad en la
gran verdad, simplemente por el hecho cabezudo de guindarla de
mayúsculas. ¿Quién estira de mí, haciéndome en su ofrecimiento la carne
maramatizada que, en el conjunto de todo lo que voy siendo en ese
complejo proceso que llamo de la carne, de mi carne, personalmente mía,
me dará mi ser en plenitud?
Fíjate, escribía a mi joven amigo, que de continuo aparece un quién.
Fuera modorras. Venceremos, en cuanto podamos —hay que ser
también aquí muy humildes—, nuestra pereza mental. Demos gracias a los
que nos van ayudando en esa tarea, tan importante. Como dices, nos va la
vida en ellos. Me encantan estas palabras tuyas, soberbias y es posible que
hasta llenas de soberbia: Yo tengo libertad para querer encontrarla. Te
refieres a la verdad. Perdona, pero, como filósofo, no me atrevo a ponerlo
con mayúsculas, aunque sabes muy bien quién es para mí, como para ti,
el camino, la verdad y la vida.
A veces somos tan burros que abandonamos lo que encontramos.
Podemos encontrar la verdad que nos llena y nos hacer ser. Pero, debido a
nuestra burrez, casi siempre poco menos que infinita, podemos también
abandonarla. ¿Por entero?, ¿para siempre? Esto, quizá no.
No utilicemos nunca palabros para engañarte, para que tú mismo, o
los demás, cosa que es todavía mucho más tonto, te creas, y te crean, lleno
de una invisible sabiduría: la del bla-blá.
Cuando utilizo la palabra expresión, y creo que tu también, casi
siempre, no es para referirme a eso de la dificultad de expresión y cosas
197
por el estilo, sino para expresar el hondón mismo de lo que somos, de lo
que eres, de lo que soy.
¿Por qué te espanta lo de que tu pensar es expresión de ti, expresión
de lo que eres? Entiendo tu espantamiento si pones reflejo de lo que eres,
pero eso debe ser una mera equivocación por tu parte. Tu pensar es
expresión de ti. ¿Qué, si no? Por ello, en nuestro ir siendo, en ese
estiramiento hacia nuestro ser en plenitud, el pensar no es algo muerto,
sino lleno de vida, no es algo de mera logificación de proposiciones, de
átomos del pensar que se engarzan sin faltas lógicas, sino la fuerza misma
de la vida, la fuerza misma de lo que somos.
Ya ves, en cuanto queramos y seamos capaces, esta conversación-e
puede ser muy interesante para ambos.
También yo soy de ciencias. Incluso, seguramente, más que tú, le
decía, pues él se calificaba de ciencias. Y terminaba esta segunda carta
pidiéndole por favor que se explicara siempre tan mal como lo hace
ahora.
Me encantan estas largas parrafadas que nos echamos, comenzaba
en mi tercera de las cartas-e escritas a mi joven amigo.
Es esencial en nuestro ser persona, porque somos persona, sin
abandonarlo en ningún momento desde el mismo comienzo de nuestro
comenzar a ser hasta el último final de nuestro mismo ser, que no haya
un tope, que no nos encontremos con un tope en el que, como me
escribes, podamos decir “soy del todo, ya no necesito más”, me planto y
me quedo en lo que soy en este momento. No es de este modo porque
enseguida buscamos otros horizontes en los que ser, otros lugares en los
que estar; pero es que, para colmo, la temporalidad que constituye el
armazón en el que se pespuntea nuestro ir siendo nunca acaba.
Nuevo punto de sutura en la trascripción acá de la carta-e.
3 de abril de 2008 / lunes 21.4.08
HGL
Continuamos las esperadas nuevas aventuras del pensamiento, pues
proseguimos. Y precisamente cuando nos decimos: me planto, ella,
nuestra temporalidad, continúa su camino arrastrándonos en nuestro ir
siendo aunque nos lo neguemos, incluso aunque la enfermedad y el
sufrimiento se haga con nosotros y nos fije en un punto que se adueña de
nosotros y parece paralizarnos, que cierra todo otro horizonte fuera del
que ella nos ofrece. En ese momento, nuestro punto de fijeza, por
ejemplo, será ocasión de un horizonte de acompañamiento y de ir siendo
en él, creciendo de una manera inesperada en el propio ser por quienes
en ese momento nos cuidarán con ternura.
198
Me gusta eso que me dices de que el nuestro es un camino de un ir
siendo a otro ir siendo. Pero un camino con meta, creo, con la meta de
nuestro ser en plenitud, aquella en donde se nos dona nuestro ser en
plenitud. Por eso, nunca el ser más, el ser más humano, el ser más
persona, añades, siendo meta inalcanzable estira de nosotros
constituyéndonos. Tú dices: se consigue aspirando a todo. Es posible.
Nuestra diferencia de edad hace que tú estés en ese momento en que se
aspira a todo. Yo, en cambio, en la que uno percibe el estiramiento, el
cómo veo que esa aspiración no es tanto cosa mía, sino cosa que se me da.
Porque creo percibir con claridad que hay un punto que me lo ofrece. Un
punto que percibo no como fuerza impersonal de algún determinismo
configurador de mí sin contar conmigo, sino haciéndome lo que soy; un
quién de donación quien se me dona ofreciéndome lo que voy siendo y
regalándome la direccionalidad de ese mi ser. En una palabra,
donándome, en mi camino de temporalidad, mi propio ser en plenitud.
No algo que finalmente no sea mío, sino al contrario, donándome la
intimidad misma de lo que soy. Nunca en predeterminación. Nunca en
obligatoriedad. Siempre dándome mi propio ser en este ir siendo que
hacia él encamina el proceso de mi propia temporalidad. El conjunto
entero de ese proceso, creo, es el que me hace persona, siempre persona,
desde el mismo comienzo de mi ser hasta su final, como te decía antes.
Eso de la carne enmemoriada lo entiendes de manera ambivalente.
Quizá tengas razón. El gusto de pertenecer a un “sitio”, dices, sentirte
unido a algo. Pero te espanta, pues te hace sentir tu limitación. Sobre
todo, añades, porque esa limitación es real: una educación de modo que
actuarás según ella o en contra de ella. Pero siempre marcado por ella. De
una manera u otra te acompañará siempre. No me gusta nada, añades.
Cadenas que no te dejan. Eres rebelde. Sin embargo, cuando hablo de
carne enmemoriada no me refiero a la educación, aunque también, claro
es, sino a algo mucho más elemental. Somos carne, carne sanguinolenta,
con nuestro adn, con nuestra configuración precisa, con nuestro sistema
de conexión de neuronas. Somos reconocibles por nuestras huellas
dactilares. Y por infinitas huellas que vamos dejando en todo lo que
tocamos y hacemos; en nuestras corporalidades. Somos reconocibles hasta
en nuestra manera de andar. No digamos en nuestra voz. ¿Cómo saltar
sobre todo eso cuando todo eso precisamente es lo que nos hace poder ser
en nuestra temporalidad del ir siendo? Sea lo que fuere todo esto me
constituye en un yo individual; son los rasgos de mi propio ser persona.
Sólo la muerte violenta puede hacerme perder todos esos rasgos. Y todos
esos rasgos de nuestra pura carnalidad son enmemoriantes, se enharinan
con la memoria. Sin ellos, no soy, no puedo ser, no sería siquiera.
Nuevo punto de sutura en nuestro relato.
3 de abril de 2008 / martes 22.4.08
199
HHC
Hermosísimas películas en episodios que terminaban cuando se
acababa el tiempo de representación, para recomenzar con todo su
vibrante exaltamiento, a veces sin cortar siquiera en el momento de la
emoción más intensa, ayudándose de un simple fundido en negro.
Esperábamos con tan grande ansia las nuevas aventuras que ni siquiera
nos fijábamos en las suturas.
Por eso, hay algo en los rasgos de mi propio ser persona que me
hace estar ahí, en ese ahí de ser temporal, no un ahí de mero espacio y de
mero tiempo, sino un ahí de realidades del que nunca puedo salir si no es
suicidándome, dejando de ser, de ser yo, y esto para siempre. Por eso,
cuando en la carne enmemoriada lo reduces todo a la educación, planteas
un punto de sumo interés, pero no planteas el problema en su contexto
completo. Cuando hablas de que, respecto a la educación, actuarás según
ella o en contra de ella, creo que te olvidas de una posibilidad mucha más
hermosa: aprovecharte de ella, pues te ha concedido un hermoso
conjunto de grados de libertad. Y te los ha donado para que seas de
verdad libre. Importaría poco que te haya sido dada esa educación para
que se haga contigo y te domeñe, dejándote sólo la posibilidad de la
rebelión. Pero eres tú, tú mismo y nadie más, quien tiene que conseguir
que ella sea un ofrecimiento singular de opciones de libertad; mejor, de
grados de libertad. Un árbol tiene un sólo grado de libertad: está en su
punto quieto. Una hormiga tiene dos grados de libertad: se mueve por la
línea de la ramita. Un pájaro tiene tres grados de libertad: se mueve por el
espacio entero. Tú tienes infinitos grados de libertad. La educación,
tomándola con libertad, como ocasión de libertad, te da un conjunto de
ellos, siempre que logres no quedar uncido a ella como si fueras un buey
al que incluso un niño maneja como quiere. Por eso, ¿la educación,
cadenas? Más bien ocasión que tú aprovechas para comenzar a ser libre
de verdad, aumentando de manera sorprendente los grados de libertad
que constituyen tu temporalidad. Libre incluso de llegar a ser en plenitud.
Un don que se te ofrece para que lo seas. Así pues, no cadenas, sino
ocasiones maravillosas de libertad, de la tuya. De la libertad de tu propio
ser.
Escucha a los que te quieren. Y, luego, en esa escucha, sé lo que
quieres. La libertad no se entiende, se afirma, se vive con ella y de ella.
Somos esencialmente libertad. Antes te hablaba de infinitos grados de
libertad. Pero, esto no lo podemos olvidar nunca, nuestras huellas
digitales siempre han de ser las mismas, nuestra voz y nuestra manera de
andar también, incluso nuestra manera de querer. Pero todo ello ha sido
ocasión de cumplir nuestro destino: la libertad. Carne enmemoriada
incluye la complejidad de todo este proceso del que te escribo. Además,
ella nunca va por suelto. Carne maranatizada y carne hablante, dando
ocasión a eso tan raro de lo que suelo hablar: el juego de las carnes. El
200
cemento de todo ello es la libertad. Pero no el que se nos den otras
huellas digitales en el proceso de ese ir siendo lo que somos y vamos a ser
hasta recibir el don de nuestro ser en plenitud.
Veo cómo luchas por los condicionantes: quienes te dieron el ser y
la comida de los primeros momentos y el cariño, la educación, que ahora
hace que con ellos no te sientas libre, lo veas como cadenas que no te
dejan, pero ¿se puede vivir sin ellos? Recuerda aquél eslogan: nuestro
destino es la libertad.
3 de abril de 2008 / miércoles 23.4.08
HHD
Con este séptimo paralipómeno dedicado a la despampanante serie
que nos ha traído varios días en vilo, comenzamos ya la última parte de la
tercera carta, lo que luego nos dejará un largo espacio que deberemos
rellenar con algún corto del ratón y el gato si no queremos que la
chavalería se impaciente demasiado y arme un alboroto poblado de
alaridos.
La libertad es cosa por demás importante y, a la vez, difícil de
entrever, de hablar de ella, de vivirla, de conquistarla. Fíjate que, como
me cuentas, por más que te vayas al Himalaya, allá te largas con lo que
eres. Hasta allá arrastras tu carne enmemoriada, que puede ser un fardo
de enorme peso al que difícilmente puedes impulsar y que te deja clavado
en ese lugar en el que aceptas estar ya para siempre, por más que pueda
ser en pura rebeldía. Rebeldía que, pasados los sarampiones de la edad,
reproduce lo que recibiste, es decir, habiéndose dado un proceso en el
que, finalmente, no hay más grados de libertad, porque nada has ganado
de verdadera libertad. Y puedes estar en el Himalaya predeterminado por
lo que te hicieron; por más que esa predeterminación pueda ser rebelde.
Me pregunto si todo aquél fenómeno social que se dio en torno a mayo de
1968 no era una predeterminación educativa de lo que recibimos de
nuestros padres, aunque en su vertiente de rebeldía y no de acatamiento.
Pero en ningún momento, seguramente, buscamos la verdadera libertad
de ser algo nuevo.
¿Qué dices?, ¿que la libertad es actuar según el bien? Si fuera así, lo
afirmas, le digo a mi joven amigo, la libertad estaría cerrada. Ese ambiente
que me dibujas escuetamente de tus tres meses en la India, ¿refleja la
verdadera libertad, en la que no te atreviste a echarte a nadar sin freno?
Pero, cómo, Eduardo, ¿tres meses en la India y no viste la India?, ¿veían la
India esas personas con las que medio compartías vida? Esos niños y
niñas, ¿no estaban en la India viviendo simplemente su educación en
mera rebeldía, pero rebeldía con enorme minúscula, rebeldía que dura
mientras uno termina por volver al negocio de papá? Por Dios, qué
libertad de mierda. Tuviste suerte de que el ángel de la guarda, al que te
201
refieres, guardara intacta tu libertad, tus posibilidades de libertad. Tus
grados de libertad.
Lo siento, pero no tengo más tiempo de seguir contigo y con tu
carta. Me pasa aquí como cuando en aquellas tan maravillosas series de la
chavalería los productores terminaban su dinero, sus ganas, su
inspiración o, simplemente, perdían a su protagonista porque se les iba a
mejores aventuras.
Queda al menos un tema muy importante ese de que cuando uno
encuentra la verdad y la abandona es por burrez. Perdona si hay faltas,
pero no me da tiempo de volver a leerla y corregirla. Lo siento.
Las faltas que había las he intentado corregir ahora para esta
suturación paralipoménica. Pero ya se sabe que eso de las erratas es cosa
con mucha emoción.
Uno de mis buenos profesores, pocos años antes de que lo
disfrutara, escribió un grueso y buen libro de mecánica racional. Estaba
lleno a rebosar de erratas que lo hacían difícil de utilizar: ¿imagináis una
fórmula, qué digo una, muchas, casi cada fórmula con una errata? Los
editores, no muy dados por entonces a la profesionalidad, en aquél
momento eran simplemente una imprenta grande, con sumo cuidado
añadieron diez o doce páginas con listas de indicaciones que corregían
línea a línea las faltas. Era molestísimo, pero con cuidado todo podía
quedar a punto. Excepto en una cosa, pusieron como título de lo añadido:
Fú de erratas.
3 de abril de 2008 / jueves 24.4.08
HHE
Durante un tiempo me he vestido de pirata por las noches. Al inicio
con el ojo izquierdo. Cuatro semanas después, llevada la experiencia
primera hasta el final, con el derecho. Me lo tapaba como algunos de los
mejores cineastas. John Ford. Fritz Lang. Nicholas Ray. De entre mis
preferidos. Quería hacer mía, aunque provisionalmente, sus experiencias.
Os aseguro que es incómodo. No porque uno pierda la tridimensionalidad;
era por las noches, obscuro ciego. Sino porque no poder apoyarse sobre el
lado del ojo taponado es un martirio, sobre todo cuando le tocó al
derecho. Pasa uno el tiempo en un aire como los piratas y filibusteros.
Sólo en nerviosidad y congoja. Casi imposible descansar. Pero, en fin, el
oficio que uno ha escogido, por más que temporal, lo exige.
Durante el día me destapaba el ojo, no sea que quien me viera
pudiera pensar, con razón, que me había dado un pasmo de locura
temporal. El pirata pasaba así entre el desconocimiento de la gente, no
fuera que a uno le echaran encima a la autoridad. Pero, claro es, la visión
del ojo tapado en nocturnidad y alevosía no lograba hacerse nítida.
Bueno, sí, cuando uno se va acostumbrando. En fin, parece que ya termina
202
la experiencia. Y finaliza con bien. Todo quedará resuelto cuando el
próximo lunes mi oculista me ponga las gafas adecuadas. Dice que para
ver de cerca. Espero que eso signifique sólo para leer.
¿Qué he hecho en el mientras tanto? La verdad es que no lo sé. La
experiencia me ha llevado tantos ánimos que supongo no haber realizado
otra cosa que ella misma. Y el resto dedicarme a la vagancia. Una amiga
me escribía que bien me había merecido un tiempo de vagancia. Le
respondí muy apenado que no me dejaba ir a mi propio ser natural, el
vacacionar vagoneando. Tras unos ir y venir de líneas escritas en estos
maravillosos aparatos, ha comprendido mi ser natural, y me ha permitido
seguirlo.
En estas cosas hay graves peligros. Recordad aquél escritor
uruguayo que a los sesenta años un día le dijo a su mujer: fulanita, me
encuentro mal, y ella le respondió: pues métete en la cama. Así siguió
hasta su muerte veintitantos años después. Cada vez que le removía
fulanita en su cama: pero hombre, levántate, le respondía: pero mujer, si
fuiste tú misma quien me dijo que me metiera en la cama.
¿Cómo se escriben paralipómenos en tales circunstancias
filibusteras? Ya lo imaginas: mal. Tuve que emplear el procedimiento
marxiano camino del Oeste: madera, más madera. Por eso he aprovechado
esas tres cartas a Eduardo. Si se entera, espero que me perdone. Porque
cartas se pueden escribir sin problema en mis excepcionales
circunstancias bucaneras, pero paralipómenos es cosa más difícil, hasta
que a uno se le ocurren las maneras marxianas de búsqueda de madera
por cualquier medio. Espero no haberme confundido ni haber violado mi
correspondencia.
Ahora ya, terminadas mis experiencias nocturnas con el ojo tapado
a cada vez, porque de otra manera no hubiera rimado con pirata sino con
ciego, tendré que volver a mi Boletín, aquél, ya lejano, en el que se nos
enseñaba lo que por necesidad pensaremos societariamente; aquello,
pues, que deberá sernos instruido. Llama la atención el verbo que en esa
frase debe ponerse en imperativo. ¿Quién es, por tanto, el que tanto nos
manda? ¿Nos mandará porque él sabe lo que es, lo objetivo, y nosotros,
dejados a nuestro solo albur, únicamente pensaríamos meras
subjetividades, y por eso se nos deberá enseñar con rigurosa vigilancia? O,
por el contrario, ¿podremos propalar que la geología y la biología deben
seguir el esquema de los seis días?
17 de abril de 2008 / viernes 25.4.08
HHF
Todavía continúo ante la necesidad del grito marxiano ansiando
combustible, tan necesaria para sus menesteres y los míos. Ya no como
pirata, pero volviendo de aquellas aventuras nocturnas en las que a cada
203
momento, o al menos así me lo parecía, ponía la radio, siempre la Clásica,
para demasiadas veces verme espantado por alguna voz acompañada de
trombón de varas, de pífano o de pianoforte cantando sus alaridos.
Confieso que no lo soporto. Sobre todo si es voz aguda. Pero en fin, como
quería decirte, tengo que añadir madera y más madera. Me volveré a
aprovechar para ello de la respuesta a unas cartas con Aitor de la Morena
en las que hablábamos con muchos recovecos del deber. Copiaré la
última, larga, como vas a ver, y llena de curiosas comprensiones. Lo haré
con las suturas y correcciones pertinentes e impertinentes. Según
convenga. Vamos a nuestra labor.
Algunos hablan de una moral de deberes y otros de una moral de
valores. Si hubiera que escoger entre ambas, sin duda ninguna que
nuestra elección, la tuya y la mía, creo, iría por la segunda. La primera
sería una moral de imposición, por más que la obligación viniera de
nuestra propia razón. Esto significaría que es esta, la razón, la suprema
hacedora de lo que somos y de lo que debemos ser. No digamos si la
imposición nos viniera de fuera de nosotros mismos, de aquellos que nos
mandan, a los que tanto les gusta hacerlo, de la psicología profunda de lo
que somos, del arrastre que recibimos de lo que hacen quienes nos
rodean llevándonos consigo. Si las cosas son así, también yo soy muy
reacio al deber. Creo que desde pequeño, desde muy pequeño, el deber
me revienta, es decir, el hacer las cosas por deber, por la imposición de
un deber. Nunca lo he entendido. Nunca lo he compartido. Siempre lo he
rechazado. Me ha parecido un atentado bestial a mi libertad.
Recuerdo cuando estaba en sexto de bachiller en el colegio de los
jesuitas. Entonces era muy rebelde. Puedes entender que era una rebeldía
para los usos del mismo colegio. El que llamábamos el inspector de los de
sexto, me castigaba con mucha frecuencia. Los jueves por la tarde y los
domingos por la tarde. Allá estaba mientras, cerca, rugían los
espectadores de San Mamés con los goles del Atleti de Bilbao, del que
entonces era forofo. Mi indignación era grande, grandísima, por estar allá.
Y lo que me fastidiaba sobremanera era que el bueno del bastante joven
jesuitilla, Elorriaga se llamaba, durante los estudios me sacaba al pasillo,
tránsitos los decíamos, para convencerme de que era justo y bueno él en
el castigo porque me había comportado como no debía. Como era
bastante mayor que yo me convencía por el momento; pero yo, en cuanto
volvía al estudio y pensaba un poco, iba corriendo a decirle que no, que
no estaba de acuerdo con él en absoluto. Y proseguíamos nuestras
conversaciones y sus castigos implacables. Digo implacables por los
rugidos de la afición, pues entonces el Atleti era bueno.
Seguramente, aunque mi recuerdo no es tan riguroso como para
asegurarlo, lo que él quería poner dentro de mí —no digo imponerme,
pues lo quería lograr mediante el diálogo razonable, ayudado de los
castigos, claro— era una moral de deberes. Debes de ir en filas, en silencio
cuando toca, como hacen todos los demás, y no jugueteando con todos y
contra todos, por poner un ejemplo nimio pero muy importante en aquel
204
contexto. Yo era extremadamente juguetón y reacio a las normas, si eran
normas de puro comportamiento y urbanidad filera y societaria de
nuestra pequeña sociedad con sus rígidas reglas.
18 de abril de 2008 / lunes 28.4.08
HHG
Me llegaron a dar el primer aviso de baja —primer aviso de
expulsión del colegio, al tercero automáticamente te ibas a casa de modo
definitivo— por el renglón que en el boletín de notas decía deberes
religiosos.
¿Qué ocurría? Mi comportamiento juguetón y, sobre todo, mis
posturas en la capilla, que no le parecían correctas. Me ponía de cualquier
manera, como sigo haciéndolo todavía, por ejemplo, predicar con un pie
retorcido por entre la otra pierna y tocando el suelo sólo por la puntera.
Supongo que hablar y cuchichear, como en clase.
Ya ves, fue una rebelión completa de una moral de actitudes
(externas) y de deberes. Además, tuve la suerte de que me fuera
racionalizada. Tuve que luchar, quizá por vez primera en mi vida, con
alguien mayor que yo en el juego racional, quien, precisamente, quería
vencerme, es decir, llevarme a su redil, por el diálogo intelectual, que
comencé entonces a aprehender como diálogo racionalicero. Lo entendí
como una imposición por sobre mi libertad. Y lo más insidioso era que se
me quería vencer con un convencimiento racional. Que la imposición del
convencimiento lograra el vencimiento. Por mi parte tuve la suerte de que
se diera una conjunción de modos anárquicos con una clara convicción de
que en lo profundo vivía aquello que se me quería imponer en puras
reglas de comportamiento y conjunto de deberes. Con mis posturas, por
ejemplo, vivía entonces un momento religioso importante en mi vida; un
momento de plenitud. Por eso aquello me reventaba como una obra de
incomprensión tremenda hacia mí y, por ende, de injusticia terrible. Con
la clara comprensión de que sin saber quien era yo, sin importar nada en
absoluto, en realidad, quién fuera, se me querían imponer los deberes de
comportamiento, de amansamiento al conjunto de los demás, de asegurar
que fuera en las filas que recorrían los demás. Fue una rebelión suprema
a esta injusticia que veía, y sigo viendo, tremenda.
Al año siguiente, en lo que entonces llamábamos preu, el último del
colegio, el anterior a ir a la universidad, tuvimos otro inspector, Eduardo
Angulo se llama. Era mayor que Elorriaga. Sacerdote joven. Mi
comportamiento seguía siendo en rebeldía. Además, supongo, fue
informado de la calaña que le iba. También él me castigaba. Los jueves
por la tarde y los domingos por la tarde. Los partidos del Atleti seguían
con sus rugidos. Mi carnet de socio estaba allá inutilizado. Pero me
castigaba a su despacho, el que tenía en el tránsito de los de preu, a
205
hablar y a escuchar música. No me quiso imponer deberes, sino que me
acercó a algunos valores esenciales en el resto de mi vida, por ejemplo, el
leer y el escuchar música. Me hizo otro, gracias a Dios.
Perdona que te haya echado este rociado, pero lo has sacado de mis
entresijos.
Entiendo genialmente eso de que puedas decir “me gusta” y “me
apetece”, pero te cueste más “no me da la gana” y “no me gusta”. Y, sin
embargo, es claro, en una moral de valores hacemos cosas que no nos
gustan y que no nos apetecen, porque ese no gustar y ese no apetecer son
corolarios parciales de una conjunción entera que sí te gusta y sí te
apetece. Uno elige la vida y ella conlleva momentos y situaciones de
negatividad. A veces de negrura e incluso de puro despiste. Pero siempre
queda el punto de luz que ilumina nuestra vida y que arrastra de
nosotros. En esa luz están nuestros valores. Lo que deseamos con todo el
alma. Lo que queremos por encima de todo. Por eso, y desde ahí, sólo
desde ahí, se pueden aceptar privaciones.
18 de abril de 2008 / martes 29.4.08
HHH
Al comienzo en pura libertad, ansiada libertad, después casi como
una imposición porque la vida la hemos llevado en ese ámbito que ha sido
el de nuestra voluntad y el de las circunstancias, nuestros
constreñimientos, en amasijo inextricable, iluminada por esa luz que
estira de nosotros, hasta un punto de nuestra temporalidad en el que ya
no cabe remedio. Intentaré explicarme. Os lo decía el miércoles pasado en
clase, le escribía —a partir de ahora tomaré la carta a mi amigo como un
puro esbozo—: cuando uno es joven, todas las posibilidades de la vida las
tiene por delante. La vida sale al encuentro, tal era el magnífico título de
una novela que leíamos por entonces. En ese momento de la extrema
juventud, todo es posible. Todos los caminos están abiertos. Bueno, mejor,
todos los caminos parecen abiertos. Cuando se tiene mi edad ya no se
puede uno postular en sueños insensatos, dejando lo que es, humilde
profesor en una humilde Facultad, ayudante sin títulos en una gran
Parroquia, y hacer insensatos movimientos para ser admitido como
trabajador de campanillas en un gran centro de investigación científica de
punta. Las elecciones de la vida la dirigen y la restringen, mejor, la
dirigen y la plenifican. Las nuevas posibilidades de elección han quedado
marcadas como carne enmemoriada en eso que ahora soy, carne hablante
modelada por la carne maranatizada: soy lo que fui y he querido ir
llegando a ser, mejor, y quiero llegar a ser. Se da paso del tiempo en
nuestra temporalidad de vida, en mi temporalidad de vida, sin ser el
producto de la hora de tiempo que marcan los relojes suizos, sino que soy
la existencia de mi propia temporalidad.
206
Ay, vosotros los estudiantes, le decía finalmente a mi amigo, qué
mala suerte tenéis. Vuestra vida es genial durante el curso y, no digamos,
en vacaciones, pero tiene una pega que puede haceros curvar la cerviz
para siempre: los exámenes, dados inexorablemente en el contexto
burocrático en que se nos ofrecen. Incluso me pregunto si, de una manera
general, la educación napoleónica, que es la nuestra en estos países de la
Europa del Sur, busca en realidad que aceptemos el yugo con resignación
eterna. No sé cómo lo hice, pero en mi larga vida de estudiante tuve la
suerte de ser quien quería en cada momento y que los exámenes me
fueran bien. Sí es verdad que en mi vida de estudiante, siempre, desde
finales de septiembre y comienzos de octubre, supe muy bien que los
exámenes había que aprobarlos, y, después, cumplido ese requisito
esencial, el mundo era mío.
Hablaba de un yugo en mi carta, terminada antes de cerrar este
paralipómeno. ¿Qué yugo? Convertir nuestra temporalidad en tiempo.
Nuestra vida personal que busca la plenificación, en sometimiento
gremial, grupal, a quienes nos imponen su tiempo como cosa nuestra.
Tiempo de burocracia. Tiempo de ofrecimiento sin pausa y sin meta de
todo lo que somos. Tiempo de sometimiento a lo que “debemos ser”, nos
dicen. Tiempo de aceptar ese eslogan tan sibilino que inyectan a los que
van a trabajar en una empresa de importancia, en el mundo que es el
nuestro y nos digiere: tenemos nuestras maneras, deberás acatarlas, pues
“entre nosotros las cosas se hacen así”. Tiempo de dar toda nuestra vida,
toda la temporalidad de nuestra existencia, a quienes nos someten.
Tiempo de participar en esa maquinaria de la reproducción —no me
refiero a la reproducción biológica, que en este contexto sólo sirve para
reponer sujetos-trabajadores-consumidores— que dirige nuestra vida por
entero, comenzando por los años tan largos de la educación en la que se
nos impone esa reproducción. Tal es el yugo.
21 de abril de 2008 / miércoles 30.4.08
HHI
Asun, paralipomenera fiel, como sabemos, me hace un reproche
cuando digo que nuestras huellas digitales serán siempre las mismas,
como nuestra voz y nuestra manera de andar, a lo que añado: incluso
nuestra manera de querer. Esto último no lo ve tan claro; lo anterior, sí.
¿A qué me refiero, se pregunta? ¿A desear o apetecer algo, a amar, tener
cariño, voluntad o inclinación a alguien o a algo? Pues, si es así, como lo
es, piensa que nuestra manera de querer no ha de ser siempre la misma;
no es siempre la misma. Si me refiero a desear o apetecer algo, prosigue,
no siempre apetece uno lo mismo cada vez; cuando se apetece algo y se
consigue al punto surge un deseo nuevo, distinto del conseguido. Si me
refiero a amar, lo que ha entendido de primeras en mi texto, dice,
207
tampoco quiere uno siempre de la misma manera. Y ahora, se lanza a
pensar. No siempre uno quiere igual; el querer de uno va creciendo y
siendo distinto en la medida que se da ese crecimiento. Creciendo como
persona y creciendo en libertad, pues también esta es importante aquí. En
el camino del crecimiento uno va cambiando, quizá mejor, va madurando
su forma de querer a los demás y de quererse a sí mismo, a aceptarse uno
como lo que es, con toda su historia y con todo lo que uno va siendo; cosa
bien importante para poder salir de uno mismo y poder así querer a los
demás. Cuando uno se descentra de uno mismo, se sabe y se siente
querido; le es más fácil querer, va encontrando el sentido a querer, y en
ese querer a darse a los demás y demostrar de muchas formas ese querer.
Ya veis lo fácil que es escribir paralipómenos, basta con poner como mío
lo que mi amiga me escribe sobre la posibilidad real de seguir creciendo
en el querer.
Tiene toda la razón. Quizá fui precipitado en mi escritura; poco
sutil. Por eso, como buen filósofo, por pequeño que uno lo sea, enseguida
tiene que comenzar a dar explicaciones de sus dichos. Mas me refería a
algo menos dinámico, teniendo que ver más con los constreñimientos, si
vale decirlo así, que con el discurrir personal del ir siendo.
No es que, como si fueran nuevas huellas digitales, nuestra manera
de querer esté fijada de antemano y para siempre, sin posibilidad ninguna
de crecimiento ni de cambio. Si fuera así, ciertamente, apaga y vámonos
con estos paralipómenos: su mismo centro esencial habría desaparecido
para siempre. Aprovechando una sugerencia suya para explicarme mejor,
me referiré, si os parece bien, a dos figuras del querer: la de Pedro y la de
Juan. Ambos quieren a su Jesús, al que llaman su Señor, al que dedican la
vida entera y por el que la entregan. Pero sus maneras son muy distintas.
Por los rasgos que conocemos del uno y del otro —si me lo permitís, y sin
que esto sea demasiado importante acá, la sensibilidad querencial de
Pedro la encontraríamos expresada en el evangelio de Marcos y la de Juan
en el evangelio de su nombre—, sus maneras de querer tienen poco que
ver. Uno es impulsivo, provocador, falso —aparenta y vocifera más de lo
que en realidad es—, llorón cuando oye cantar el gallo por tres veces,
capaz de todo, de escapar con el rabo entre las piernas hundido por el
miedo de morir; líder incuestionable. Pero no cabe en sus maneras de
querer que se recueste fuerte sobre el pecho del Señor, como vemos a
Juan; suave, capaz de dedicar la vida entera al rumie. Valgan estas
pinceladas para explicarme.
25 de abril de 2008 / jueves 1.5.08
HHJ
Asistí ayer, el ayer de mi escritura, no de tu lectura, a la
presentación de un libro apasionante: una interpretación francesa y
208
freudiana del mayo del 68 del que se cumplen cuarenta años. También
celebramos, el día en que leas esta página, los doscientos años de la
sublevación popular contra Napoleón. Sería interesante referirse a ella
por infinitos motivos. Mas no será el caso, al menos por ahora.
Suelo decir y escribir con negrura de los sesentaiocheros. Nada se
puede hacer hasta que esa generación hayamos desaparecido, digo. El
libro del parisino, mi coetáneo, Tony Anatrella, La diferencia prohibida.
Sexualidad, educación violencia. La herencia de mayo de 1968, se escribió
en su edición original francesa en el treinta aniversario del
acontecimiento; ahora, en el cuarenta, se traduce al castellano con un
largo prólogo nuevo del autor [la verdad es que, después, cuando uno se
mete de lleno en el libro, no saca mucho más de lo que ya encontró en el
prólogo]. Los pensamientos de este libro pueden ayudarnos a comprender
aquél fenómeno social y a expresar lo comprendido. Pues aquel
movimiento ha sido esencial en marcar una serie de puntos culturales, en
los que nos encontramos viviendo, que se han introducido en lo más
profundo de las superestructuras de poder legal y societario, en los
modos, maneras, leyes e ideología mediática de quienes nos mandan,
hasta el punto de que una minoría manda con todas sus fuerzas en la
mayoría de las personas. La generación del 68 y su ideología ha tomado el
poder. Es nuestro poder, poder cultural y poder político. Es el poder que
nos circunda. Quisiera apoyarme en Anatrella para desentrañar algunos
nudos de esta maraña.
Todos iguales. Este es uno de los grandes eslóganes de hoy, que nos
llega de aquellos viejos tiempos. Hemos de ver otros puntos decisivos, si la
cosa paralipoménica se va por ahí y no vuelve de inmediato al B.O.E.; pero
este es, quizá, el grito que nos llega desde aquellos viejos tiempos. La
Europa de entonces, hablemos de Francia, pues nuestro autor es francés,
salía de dos terribles guerras: la Segunda Guerra Mundial y la guerra de
Argelia. Estaba en su apogeo ascendente la guerra de Vietnam, que
sacudía los hechos y las conciencias de todos los jóvenes de entonces:
haced el amor y no la guerra. La herencia recibida es la de “todos
iguales”. No sólo iguales ante la ley, lo cual es una ganancia decisiva en
nuestra sociedad, sino iguales en nosotros mismos. No hay diferencias. Las
diferencias están prohibidas. El autor del libro es psicoanalista. El sexo no
es una diferencia. La paternidad y la maternidad no son una diferencia.
Todos siempre iguales. No nos diferenciamos genéricamente en hombres y
mujeres —después con todos los casos de hecho personal que queráis—,
cada uno con un rol determinado en sus relaciones de amor y de
reproducción. La igualdad legal se hace igualdad ontológica, bueno,
¿entiendo yo mismo ese palabro?, se hace igualdad en el ser de nuestro ir
siendo. No hay ni puede haber diferencias entre nosotros. Quien las
quiera introducir, se las verá con el poderoso poder vigente.
Remirando por su nombre en google, veo la primera noticia: una
denuncia ante la Brigada de Menores de París por presuntos tocamientos
sexuales a un joven seminarista en su oficio de médico psicoanalista. Es el
209
lunes 30 de octubre de 2006. Sigo viendo un clamor horrísono de largas
acusaciones contra él como homófobo en su doctrina católica sobre la
sexualidad. La ocasión es propicia. Sin embargo, el jueves 13 de
septiembre de 2007 la justicia sobreseyó el caso, como también puede
leerse en la página tres de esa búsqueda. ¿Se han querido enterar los
pimpantes pifanillos? No estoy seguro. Una vez más. ¿Recordáis las
acusaciones falsas al cardenal J. Bernardin, arzobispo de Chicago, en
1994?
25 de abril de 2008 / viernes 2.5.08
HHK
Françoise Mies es profesora en las Facultades Universitarias NotreDame de la Paix en Namur. Ha escrito en 2006 un imponente libro de 650
páginas: L’espérance de Job. Me acaba de llegar, tras pagar un talego de
doblones. Doctora en filosofía con una tesis sobre Fausto o el Otro en
cuestión, que lleva como subtítulo: Dios, la mujer y el mal. El mito de
Fausto mostraba para ella que la esperanza era apertura a la alteridad, y
la desesperanza, cierre de la alteridad, consistiendo el arte mefistofélico
en condenar a Fausto a la desesperanza obstruyéndole cualquier salida
hacia la alteridad, sea la del otro sea la de Dios. La humanidad actual está
marcada por la desgana, por la tentación de la desesperanza personal o
colectiva. ¿No es responsabilidad del pensador y del creyente reaccionar a
esta situación? Tal es el reto.
Pues bien, Mies ha estudiado exégesis, teología y hebreo y se larga
con un maravilloso libro sobre la esperanza en ese personaje enigmático
que es Job. Libro lleno de misterios. Su lengua hebrea es particular en
extremo. El texto mismo es incierto, con muchas variantes sibilinas. Las
versiones del libro, como ocurre en la traducción griega de los LXX, más
que puras traducciones, tienen vida propia. Su construcción es curiosa: un
largo texto poético encuadrado por relatos en prosa, lo que ha suscitado
mil interpretaciones. Es incierta la localización de la historia; nunca han
sabido decir dónde está el país de Hus. El personaje unos lo ponen en
tiempos de los antiguos patriarcas y otros en el siglo II a.C. Parece
aceptarse que el texto poético es del siglo V, basado en una leyenda más
antigua de la que nos hablaría el encuadramiento en prosa. Sobre la
historia de la redacción hay barullo; algunos ponen en cuestión la unidad
de la obra y su organización actual. ¿Qué relación se da entre Job,
personaje probablemente no judío, y el autor, personaje judío?, ¿por qué
escogió un no-judío? La relación entre el libro de Job y el resto de la Biblia
es problemática: excepto tres menciones en total de Job (Ez 14,14.29; Si
49,9 en hebreo; Je 5,11), el libro no tiene verdadera existencia en la Biblia
y pudiera parecer un aerolito si él mismo no se refiriese a diversos libros
bíblico (Génesis, Salmos, Deutero-Isaías, Jeremías, Lamentaciones, etc.);
210
sin embargo, el libro fue enseguida importante y nadie discutió su
integración en el canon de las Escrituras. También es problemático el
contenido del libro: la cuestión de la retribución ha hecho correr mucha
tinta; trozos enteros de la obra continúan siendo enigmáticos, como los
discursos de Yahvé; incluso son considerados hoy como inaceptables, tal
el epílogo del libro. Sin embargo, muchos padres de la Iglesia han
comentado el libro entero, y no de los menos importantes, por ejemplo,
Juan Crisóstomo, Gregorio el Grande y Tomás de Aquino. Tradición que se
ha alimentado del texto hebreo, así como del texto de la LXX y de la
traducción de la Vulgata, que orientaba la interpretación cristológica de
algunos de sus pasajes.
Este contexto tan arrebatador de enigmas es el que cierne la
esperanza de Job. Llama la atención que Françoise Mies haya tenido el
valor filosófico de tratar de la esperanza en este contexto exegético tan
singular y complejo. Propone un estudio sincrónico del texto, pues ha
apreciado cada vez más la unidad dramática del libro. No se aferra a las
diferentes versiones, como la de la LXX, sino que va a la crudeza del texto
hebreo consonántico —otra cosa son las vocales del masorético—. A veces
renuncia a escoger entre dos interpretaciones. Busca una hermenéutica
antropológica y teológica, apoyándose en una búsqueda exegética.
¡Apasionante!
28 de abril de 2008 / lunes 5.5.08
HHL
Realizar una exploración sobre la esperanza, nos dice Françoise
Mies, necesitaba un laboratorio. ¿Esperar cuando todo va bien? Cosa fácil.
La esperanza se hace problemática cuando todo va mal. Hacía falta
encontrar como terreno de investigación una situación en donde no se
pudiera ir más allá: Job se imponía. A lo largo de los siglos, incluso en el
siglo XX, hombres y pueblos sufrientes se han reconocido en él. Por los
trazos literarios que le confiere el texto, Job se ha convertido en una
especie de universal concreto, el del justo sufriente, del hombre que sufre
injustamente. Su idea directriz, nos dice Mies, ha sido esta: si Job espera
en la peor de las situaciones que puedan imaginarse, entonces nada está
definitivamente perdido para nuestro mundo; nada está perdido para
nadie.
Mies nos hace notar que en francés, como en castellano, hay un solo
verbo, esperar (espérer), pero dos substantivos, esperanza (espérance) y
espera (espoir), aunque el campo semántico de este segundo no es
idéntico en castellano y en francés. El primer substantivo aparece como
más refinado y, por tanto, más apto para evocar un movimiento del alma
hacia un bien más alto, por ejemplo, teologal; el segundo es más corriente
y susceptible de designar un movimiento hacia un bien banal o profano.
211
No hay, sin embargo, una diferencia radical entre ambos, más aún cuando
se leerá un difícil texto hebreo. ¿De qué se trata cuando hablamos de
espera y esperanza? Hay un pre-juicio en el interior del círculo
hermenéutico de la precomprensión y de la comprensión, que está en la
estructura anticipativa de la comprensión, pues siempre la comprensión
se da desde una precomprensión, aunque luego, evidentemente, dice
Mies, deberá modificarse o ser verificado, justificado o refutado. ¿Cuál?
La esperanza no se reduce a objetos. La búsqueda de la esperanza
de Job no se limita a determinar lo que espera. La esperanza designa a la
vez el acto intencional mediante el cual uno se vuelve hacia este o el otro
bien y el término de esta intencionalidad, lo esperado. La esperanza
engloba el esperar y lo esperado, de idéntico modo que el pensamiento
engloba el pensar y lo pensado. La esperanza, prosigue Mies, se constituye
en dos ejes, uno temporal y otro relacional. El primero es el más evidente.
Esperar establece una relación con el porvenir, y por tanto con el tiempo,
que moviliza el deseo y se acompaña de un juicio de probabilidad: es una
tensión, que no es neutra, hacia un bien futuro. Moviliza el deseo,
decíamos: no es lo mismo afirmar yo espero que yo preveo. Juicio de
probabilidad: es incierta, pero se juzga posible. ¿Con qué posibilidad?, ¿la
de los meros mundos posibles?, añadimos los paralipomeneros al leer
esto. No es predicción científica de futuro. Este bien futuro es juzgado
como posible, lo que distingue a la esperanza del deseo, el cual puede
tener que ver con lo imposible. Ay, decimos nosotros, ¿y qué va a ocurrir
en este grueso libro con la imposible-posibilidad? Supone una confianza
en el tiempo como horizonte de posibilidad. La desesperanza, por el
contrario, es la cerrazón del tiempo: el mal futuro es seguro, el bien
futuro, imposible. Pero hay un segundo eje, el relacional. No se trata sólo
de un esperar-que, sino también de un esperar-en, en ti, en Dios, en el
hombre. Nada de un saber, sino de una confianza, de una espera
confiante. Implica diálogo; una relación con otro en el que hay dos
términos. La desesperanza, en cambio, es monológica y autoreferencial;
soledad y cerrazón sobre sí.
¡Y sólo acabamos de empezar la página 8!
Asombroso el interés paralipoménico de este libro; su prueba del
nueve.
29 de abril de 2008 / martes 6.5.08
HIC
Escribir paralipómenos es asunto complicado, sobre todo cuando te
pilla el toro, como me ocurre ahora. ¿Qué se puede decir con las prisas,
sin tiempo de reflexión y rumie, simplemente para que no llegue el
momento de la página en pura blancura? Anhelo las vacaciones, y el
vaguear.
212
He estado varios días en Lisboa. Como Sancho Panza, para desfacer
tuertos. Espero que algo se haya desfecho; no sé si con bizcos o ciegos. Lo
malo fue que para eso estuvimos todos encerraditos en el Seminario de
Lisboa. Muy bien, pues había amigos. Algunos de ellos, cuatro, grandes.
Les conozco hace treinta y un años. Los otros son más nuevos. Por ende,
hay una confianza estrecha en el desfacimiento de tuertos. Veremos. El
Seminario de Lisboa se encuentra en el quinto demonio. Estuvimos en
Lisboa, sí, pero, para el conocimiento de la ciudad, una ciudad tan
magnífica, con el enorme Tajo y su Plaza del Comercio, lo mismo hubiera
sido estar en Villanueva del Campillo. Se pudieron ver postales. Me
quedaron ganas de, por fin, hacerme con las obras de Eca de Queiroz. Sin
salir, no pude conseguirlas. He rebuscado en internet los tres volúmenes
de sus obras completas, cada uno de ellos con más de mil quinientas
páginas. Pueden costarme 50 reales brasileños. Veremos.
Se trataba de una reunión con gente que entiende y ama la teología.
Asombra encontrarse todavía con un conjunto así. Me dejaron varias
obligaciones. Me comprometí a escribir unas páginas; no recuerdo muy
bien sobre qué. Tendré que mirar mis notas. Y se me quedó revolando por
mis entendederas el papel de la analogía en nuestra relación con Dios. Ya
veis, manías que a uno le han entrado. Fui yo quien introdujo el tema de
la analogía, quizá porque desde hace un par de años un grupo de
insensatos filósofos estamos por ello. A todos les pareció muy interesante.
Enseguida se adhirió un americano, como ellos dicen, un norteamericano,
como decimos nosotros, filósofo joven, profesor en Villanova University,
en Filadelfia. Espero dar vueltas a las ideas que entonces me vinieron.
Confío en que no habré perdido el papel en el que tomé algunas notas.
Pero, volviendo al asunto, es cosa bien curiosa reunirse tan lejos,
cada año en países distintos, para estar encerrados con candado. Fue
enormemente agradable. Hacíamos las comidas con las gentes del
Seminario. Muy interesante. Pero como uno no tenga la prudencia de ir
algún día antes, que no fue mi caso, ya os digo, es como si nos
reuniéramos en un recinto sin horizonte. Bueno, el horizonte son las
propias personas. Y eso es muy bonito. A veces a uno le entran sueños y
bostezos. Pero es delicioso. La amistad se acrecienta. Y esto es cosa genial.
La tarde del viernes los portugueses que nos recibían nos llevaron
en autobús a Fátima. Sólo había estado una vez hace más de treinta años.
Entonces era laico todavía. Íbamos cuatro profesores de filosofía camino
de Lisboa. Veníamos de visitar los monasterios de Batalha y Alcobença.
Llovía brutalmente. Nada había de las construcciones de ahora. La enorme
explanada, de tierra entonces, estaba vacía. Sólo una viejecita hacía de
rodillas el largo camino hacia la casinha. Emocionante. Muy emocionante.
Una vez más lo he comprendido ahora. Los intelectuales no entendemos
—o no entienden— estas cosas. Ni hacer el camino de ese modo. Ni
Fátima. Ni que hubiera tanta gente; muchos españoles. Ni las
peregrinaciones. Nosotros, dicen, pensamos. Pensamos mucho, parece ser.
Esas cosas son para la gente sencilla; se dejan arrastrar. Dejan que en ellos
213
se produzca el estiramiento que les dona el ser en plenitud. Sólo ellos van
con fe plena. Sólo ellos comprenden de verdad.
4 de mayo de 2008 / miércoles 7.5.08
HID
Nosotros nos conocemos por experiencia y reflexión. Es el nuestro
un conocer filosófico. Entiendo y sé que mucho más, pero dejadme ahora
que me fije en esto de modo especial. ¿Cómo conocemos a Dios? Hay un
subir hacia él también mediante la experiencia y la reflexión. Es un
conocer por analogía. Si, por ejemplo, hemos llegado a ver que el nuestro
es un ser de amorosidad, no podría acontecer que en Dios no
encontremos también relación a la amorosidad. No tendría ningún
sentido que no fuera así. Mejor, de no ser así, no cabría que nosotros lo
fuéramos. La analogía, pues, es un subir hacia Dios. Un subir de
experiencia y reflexión. Desde nosotros. Desde lo que hemos reflexionado
y experimentado de nosotros mismos.
Lo decisivo es el también. Lo que encontramos en nosotros de
experiencia, de reflexión y, sobre todo, de amorosidad, lo ponemos en
Dios, con la convicción esencial de que en él se da eso mismo, pero en
grado más elevado y perfecto, evidentemente. Habiendo llegado a ver que
somos seres de amorosidad, no podría ocurrir que Dios fuera un ser de
maldad o de mera neutralidad seca y lejana. La analogía, pues, es un
camino de subida hacia nuestro hablar sobre Dios. Se apoya en una
convicción segura. Una convicción racional. Una convicción de
experiencia. No puede ocurrir que el camino no sea este. Así, tenemos
experiencia de Dios, reflexionamos sobre Dios, amamos a Dios. Lo
hacemos, claro es, desde nuestra pequeñez. Desde nuestro punto de vista.
Desde nuestro ángulo de existencia. Es un acceso real, pero restringido a
lo que somos, a lo que vamos siendo. Comprendemos que es en la subida
hacia él, en nuestra mirada a él, una mirada atractora de lo que vamos
siendo, donde se nos dona nuestro ser en plenitud. Este es, por tanto, el
don de un quién, no el de un mero qué. Un don en el que nos sabemos
persona.
Tal sería el camino de subida de nosotros hacia Dios. Un andar
hacia él. Pero no un andar por completo ciego, sino alumbrado por la luz
de la analogía. En nuestro caminar hacia él vislumbramos algo del quién
que él es. Diréis que poco, es verdad, bien poco, pero en lo poco algo
esencial para ir subiendo en el camino hacia él. En el vislumbrar que esa
senda hacia él existe. Borrosa, por momentos enmarcada en profundas
nieblas, que a veces parecen querer levantarse para mostrarnos algo del
camino, de sus siete fantásticos pilones, de sus tableros que forman la
vereda sobre las profundidades del valle, de sus cables sostenedores. Me
vienen a la memoria las fotos maravillosas que Mehdi me acaba de enviar
214
sobre el viaducto de Millau, del que ya tenemos algún conocimiento
paralipoménico. Pero, cuidado, no es un reflejo de lo nuestro en el
aquello. No es una proyección. Es un camino de realidades. Realidades de
nuestra experiencia y de nuestra reflexión. Realidades de nuestra
amorosidad. No es un espejismo. Es una realidad. Una realidad que
vislumbramos, repito, y hacia la que buscamos caminar. Hacia la que
querríamos dirigirnos alentados por nuestro deseo inextinguible. Hacia la
que caminamos. La analogía es parte de nuestro deseo. Fruto de él.
Camino de voluntad. Vereda en la que descubrimos el valor de nuestra
experiencia y su realidad; de nuestra reflexión y su realidad.
La analogía es así una aspiración de realidad. No una proyección,
sino la expresión de nuestra más íntima realidad. De igual manera,
construcción de realidades. Pero de realidades que atingen realidad. Esta
atingencia de la analogía es esencial. Sin ella nada expresaríamos de lo
que somos y queremos ser. Camino hacia la definitiva imposibleposibilidad.
5 de mayo de 2008 / jueves 8.5.08
HIE
La revelación nos habla de Dios. Mas nos habla desde Dios y lo hace
por el mismo Dios que se nos revela, quien se nos revela como Padre.
Sobre ella reflexiona la teología. La vive. La hace suya. Así pues, la
analogía nos hace subir hacia Dios, mientras que la teología nos habla,
desde Dios, sobre nosotros, bajando de él. Nos habla de Dios, pero en ese
discurso a la vez nos habla de nosotros mismos. Nos habla de Dios con
nosotros. Nos hace saber, desde lo que tanto me gusta llamar el ser en
completud, cuál es nuestro ser en plenitud. Ser en plenitud que nos es
ofrecido como donación desde el mismo comienzo de nuestro ser, pues
somos personas. Mas un ser que va creciendo en la temporalidad de
nuestro ir siendo, para llegar a ese ser en plenitud que nos es donado. Nos
ofrece un conocer que no se queda sólo en mera racionalidad raciocinera,
en imágenes planas que no salen de nuestra cabeza, sino que impregna la
vida entera de lo que somos, mejor, de lo que vamos siendo en ese
caminar hacia nuestro ser en plenitud. Un conocer implicativo, en el que
nuestra vida queda entrañada; en el que nada de lo que somos,
anhelamos y vamos a ser queda excluido.
Con la analogía era una senda de subida: de nosotros hacia Dios.
Ahora es un camino de bajada: de Dios a nosotros. Nótese la en apariencia
pequeña diferencia, sin embargo, tan grande, que se da entre el hacia
Dios y el a nosotros. Una senda, la de subida, es perdedora, es decir, nos
podemos desviar de ella, podemos quedar anegados en las tolvaneras de
la compleja subida; en una palabra, en la que podemos perdernos con
tanta facilidad. El camino de bajada, no. Es vereda segura, pues la palabra
215
de Dios es cosa firme y fiel. Dios no busca engañarnos. Aunque, es verdad,
la podemos rechazar. Podemos escoger que no llegue a nosotros, que no
nos importe, que, al incomodarnos, la dejemos de lado. Podemos cerrar
nuestros oídos a esa palabra.
Si queréis en este camino de bajada podríamos hablar también de
analogía, como muchos han hecho antes. Se trataría de una analogía del
ser, el camino de subida, y una analogía de la fe, el camino de bajada. En
la primera encontraríamos en Dios lo mejor de lo que experimentamos y
reflexionamos sobre nosotros mismos, sobre nuestra situación, sobre
nuestro ser. En la segunda, encontraríamos en nosotros el don que se nos
ofrece desde Dios que se nos revela como Padre. Desde ahí es desde
donde se nos convidaría a nuestro ser en plenitud, como la realización
segura de lo que en nosotros es una imposible-posibilidad. Lo que somos
mirando hacia arriba por el camino de la subida analógica, se nos
ofrecería como realidad de nosotros mismos en la analogía de bajada que
llega hasta nosotros y nos da lo que somos en su plena plenitud. Ser en
plenitud. La analogía de la fe nos haría realidad lo no más que entrevisto
en la analogía del ser. No es este un círculo en el que se transita con
lubricada facilidad, pues arriba hay un punto de ruptura, de otro modo
nos apropiaríamos de él. Seríamos como dioses. Si lo podemos decir así, la
senda de subida es cosa nuestra y bien nuestra —camino de filosofía—,
mientras que, en cambio, la vereda de bajada es cosa de Dios que se nos
revela, que se nos revela como Padre —camino de teología—; no puede
haber confusión. En ambos casos se dan habladurías, pero en el primero
son nuestra habladurías; en el segundo, las de Dios.
6 de mayo de 2008 / viernes 9.5.08
HIF
De Dios podemos decir que es fuerza y poder, pero esos calificativos
ahora no me importan. Me voy a fijar en el de Padre, puesto que lo he
utilizado. Me dirás que por la analogía ascendente no somos capaces de
vislumbrar siquiera que Dios es Padre. Es verdad. Esto es dato de
revelación, por tanto de la analogía descendente, si es que hablamos como
hemos hecho estos días. Sin embargo, en ese subir y bajar, de nosotros a
Dios y de Dios a nosotros, en la difícil senda de subida que es la analogía
del ser y en el camino de bajada que es la analogía de la fe, hemos creído
poder hablar de Dios como Padre. Nos ha sido dado ver que Dios es Padre
nuestro. Es verdad que aquí nos han faltado los mil cuidados necesarios
para considerar la racionalidad de esta afirmación, su significado, la
experiencia en la que nos viene dada; en estas pocas páginas, casi un puro
simulacro, no hemos tenido tiempo de hacernos con ello. Simplemente
baste con saber lo que ya sabemos, que en la revelación de Jesucristo Dios
es Padre.
216
Pues bien, en lo que llevamos entre manos, ¿qué sucede cuando
abajo todo se desmorona? Mejor aún, ¿qué ocurre cuando aquí abajo, en
nosotros, de donde partía la flecha de la analogía —analogía del ser—
ascendente hacia Dios y llegaba la flecha de la revelación —analogía de la
fe—, descendente desde Dios, aquí, de tejas abajo, en la visión
comprensiva que tenemos de nosotros mismos, en la antropología que se
hace nuestra, todo se desmigaja? Entonces acontecerá que la flecha de
subida hará sin duda que el desmoronamiento llegue hasta el mismo Dios,
como si a su través llegara hasta él lo que acá nos acontece. Cuando entre
nosotros la paternidad se desmembra, se obscurece; cuando ya no
sabemos qué es entre nosotros esa paternidad que antes parecía cosa tan
asegurada, tan evidente, ¿qué acontece con la paternidad de Dios? Se
pierde, desaparece de nuestro horizonte, pues flecha arriba proyectamos
hasta el mismo Dios nuestro desbarate. Decir que Dios es Padre queda
reducido a una pura fórmula que no tiene significado alguno; o peor, si lo
tiene, es algo por completo negativo y rechazable. Dios, de esta manera,
tienen un atributo que nuestra sociedad está en trance de hacer
desaparecer de entre nosotros. Todos somos iguales: luego no cabe
verdadera paternidad. Sólo paternidad biológica, y hasta esto quizá por
poco tiempo y como puro dato celular. Familia capitidisminuida. Nada de
aquellas grandes familias con el jefe —padre— de la manada. Ni siquiera
una pequeña familia en donde el varón ocupa un lugar de padre y ejerce
su paternidad. Matrimonios, como entre nosotros, en los que legalmente
en los papeles pone “cónyuge 1” y “cónyuge 2” —pero hasta eso habrá
que variar porque establece yugo y orden que podría interpretarse
contrario a la exacta igualdad en la pareja, ademas, ¿por qué pareja, sólo
pareja?—; familias monoparentales. Recordad aquella noticia: en escuelas
de barrios problemáticos de Nueva York, van policías para hacer ver a los
chavales en alguien de carne y hueso qué puede significar eso de padre.
¿Cómo tratar este problema, cosa tan de hoy mismo como vemos?
¿Cómo puede ser Dios Padre cuando nosotros ya no lo somos, cuando no
cabe entre nosotros, cuando la paternidad es cosa que se nos pierde entre
los dedos? Un día dijimos que también en Dios se da la maternidad —y es
verdad—, pero ¿dónde queda, pues, la preponderancia de la paternidad
en Dios? ¿Dios Padre, por qué? Esa palabra ya no significa nada, y si
significa es algo totalmente rechazado en nuestras sociedades modernas.
9 de mayo de 2008 / lunes 12.5.08
HIG
En Lisboa, porque allí había gente de bien —quizá lo seas también
tú, yo no—, me enteré de algo curioso, lo cual me deja con una sonrisa un
si es no es burlona. Algunos, evidentemente por escrúpulos de lo que nos
traemos entre manos, no bautizan “en el nombre del Padre y del Hijo y
217
del Espíritu Santo”, como se ha hecho siempre por todos —aún por
congregaciones, sectas e iglesias enemigas a rabiar entre sí y que ni
siquiera reconocen el bautismo de otros—, sino que bautizan “en el
nombre del Creador, del Redentor, del Santificador”. Las tres personas de
la Santísima Trinidad dejaron de ser personas, verdaderos quiénes como
tú y como yo, para ser meros qué de sus funciones, si es que sus funciones
fueran esas. Ya adivináis dónde esta la fuente de este chandrío. El Padre
ya no puede ser padre, se le reconoce sólo por su función de Creador, y el
Hijo, de la misma, ya no es hijo, reconociéndosele también únicamente
por su función de Redentor, y al Espíritu Santo se le reconoce a secas por
su función de Santificador, mas en este caso, ¿qué más da?, en la tercera
función no parece, por ahora, haber problema de género.
Ved hasta dónde ha llegado la carga de profundidad que, cosa
curiosa por demás, en vez de bajar, siguiendo los mandatos de Newton,
subió flecha de la analogía arriba para descargar su trompada en la
Trinidad misma.
Es verdad que también algunas comunidades católicas, creo que por
ahora sólo allende los mares, como disponen de personas que no beben
vino por contener alcohol, mientras ellas son abstemias, ponen a
consagrar dos cálices, uno de ellos con coca-cola; luego se reparten a
conveniencia del consumidor. No te rías y, sobre todo, no consideres que
esto es una chorrada mientras lo otro no. Me pregunto si las fuentes de
comprensión y experiencia no son idénticas en ambas maneras de
comportarse. Pero vamos a lo nuestro.
¿Cómo tratar este problema?
Tomando, quizá, como referencia principal del significado de padre
la flecha descendente, la de la revelación, de modo que nos haga ver
cómo se da la paternidad —oficio de varón— entre nosotros, qué significa,
cómo se vive, de qué manera se da en la relación de amorosidad,
imbricándose con la maternidad —oficio de mujer—, produciéndose hijos
e hijas en esa ayuntamiento amoroso de las carnes. Habrá de verse
también de qué manera esa flecha descendente produce comunidades que
viven esas relaciones imbricantes de amor y lo viven conforme a la flecha
descendente de la analogía de la fe. Hay una llamada, mejor, un recuerdo,
a la existencia de una naturaleza, sin olvidar los trabajos que me ha
costado utilizar esta palabra y el uso específico que le doy: desde el
nacimiento se dan unas características que nos marcan, digámoslo así, el
oficio de varón y el oficio de mujer, aunque, luego, siguiendo nuestra
voluntad, si fuere el caso, podamos optar por lo que más nos apetezca.
Olvidar esto es un chandrío sin pies ni cabeza. Es igualizar la biología, la
naturaleza biológica, la naturaleza, mediante los arrebatos y gorgojeos de
una legalidad vigente, que, no lo dudes por un momento, es
extremadamente empeñativa y consigue lo que busca: que la eticidad y la
naturalizad se configuren por los artículos de la ley y sus preámbulos.
Pero, en segundo lugar, hay algo mucho más importante: en la flecha de
bajada, en la flecha de la revelación, se nos ofrece nuestro ser padre,
218
nuestro ser madre, nuestro ser hijo, nuestro ser hija, nuestro ser
hermanos y hermanas, de la misma manera que en ella se nos ofrece
nuestro ser persona.
9 de mayo de 2008 / martes 13.5.08
HIH
Siempre me han impresionado las palabras de los Hechos, cuando la
gente, refiriéndose a los cristianos, se decían unos a otros: “Mirad cómo se
aman”. La maravillosa historia de las primeras comunidades cristianas
pone ahí el acicate que llevó a la expansión del cristianismo. Por supuesto,
no lo único. Si se mira desde los mismos cristianos, lo vamos a ver al
punto, las cosas tienen un enorme espesor, pero si miramos desde los que
les veían, era esencial el palpitar de los corazones al amarse unos a otros.
Se veía. Atraía. Hace un año apareció en su original un libro sobre los
tiempos de Constantino, Cuando el mundo se hizo cristiano, de uno de los
grandes especialistas de la época, Paul Veyne, que se confiesa
personalmente no creyente, quien, sin embargo, hace notar con fuerza
este punto. Es obvio. Cualquiera puede tener la experiencia. Tal es nuestra
misma naturaleza.
Pues bien, ¿no debe ocurrir ahora cosa similar con esto de la
paternidad, de la maternidad, del ser hijos e hijas, hermanos y hermanas?
¿No es necesario que haya familias y comunidades donde esto, en tiempos
turbulentos como los nuestro —aquellos también lo eran, siempre lo son—
se haga visible, palpable, se haga realidad de modo que las gentes, en
medio de los enredadores tiempos que son los nuestros, puedan decirse:
mirad, allí, causando un gradiente de realidad nueva? Hay que mostrar
con la palabra y con la vida el bonum de una paternidad como la que se
nos revela. Tenemos que aprender ahí a ser padres y madres, hijos e hijas,
hermanos y hermanas. La flecha del descenso nos muestra el camino. Nos
hace ver qué y cómo es una realidad en nosotros. Imposible-posibilidad
también aquí, como don que se nos ofrece.
Las oraciones colecta, acercándose Pentecostés, nos han señalado el
camino de bajada, la flecha descendente que ha hecho posible lo que era
imposible, lo que llamaríamos un mero imposible desde el hoy en el que
estamos. Hemos pedido a Dios Padre que derrame sobre nosotros el
Espíritu Santo, para que podamos cumplir lo que nos enseña —su
voluntad, dice— y demos testimonio de él con nuestras obras —no
gimnasia nuestra, sino don suyo—; a Dios, que es poder y misericordia, le
hemos pedido que envíe su Espíritu, para que, haciendo morada en
nosotros, nos convierta en templos de su gloria —no de nuestra gloria,
¡mecachis qué guapos somos!, sino de la suya—; pero aún más, a él, Padre,
lleno de amor, le hemos dicho que conceda a su Iglesia, congregada por el
Espíritu Santo —no el cúmulo de nuestras pequeñas asambleas, bien
219
nuestras y sólo nuestras—, dedicarse plenamente a su servicio y, según su
voluntad, vivir unida en el amor —curioso, ¿hasta esto será importante
para que vivamos la paternidad?—; también le hemos pedido que su
Espíritu nos penetre con su fuerza —¡ay, si sólo fuera con la nuestra!—,
para que nuestro pensar le sea grato y nuestro obrar concuerde con su
voluntad —voluntad de amor, claro, que es aquello que se nos derrama
por la flecha de bajada—; de este modo, por fin, le hemos agradecido que
nos haya abierto las puertas de su reino —para la glorificación de
Jesucristo, no la nuestra, y la venida del Espíritu Santo, no la nuestra—, lo
que nos mueva a dedicarnos con mayor empeño a su servicio y a vivir con
mayor plenitud. ¡Ser en plenitud, pues!
Alguno dirá: este buen hombre ha perdido la chaveta. Hablaba de la
paternidad y sus crisis, y nos sale con estas. Pues sí, ya ves, salgo con
estas, pues creo que la clave está, precisamente, en el conjunto de lo que
esbozo.
10 de mayo de 2008 / miércoles 14.5.08
HII
Sylvain Gougenheim es un historiador del medioevo, profesor en la
Escuela Normal Superior de Lyon; historiador reconocido, pero no
participante en las cúpulas universitarias dominantes del cotarro —¿será
esto importante en la polémica, además de la cosa misma?—, que ha
sacado en el mes de marzo un libro titulado: Aristóteles en el Mont-SaintMichel. Las raíces griegas de la Europa cristiana. Publicado en una
colección importante. Roger-Pol Droit, jefe de la sección filosófica del
suplemento literario del periódico , le dedicó un artículo el 4 de abril.
Hay polémica. El 25 de abril el mismo periódico publicó un suelto sobre
ella. Además, otro artículo, “Una demostración sospechosa”, de Gabriel
Martinez-Gros, profesor de historia medieval del mundo musulmán en la
universidad de París VIII —en 1997 escribió en francés una “Identidad
andaluza”—, y Julien Loiseau, en Montpellier III, quien hizo su tesis
doctoral con el anterior. Husmea un poco en internet para ver quiénes
son; encontrarás incluso referencias a esta polémica. También se incluía
una pequeña entrevista a Gougenheim. Creo que Droit acertó con el título
incisivo y sibilino que dio a su artículo: “¿Y si Europa no debiera sus
saberes al islam?”.
Gougenheim lucha contra lo que se ha hecho, según se dice, una
evidencia: que los árabes han jugado un papel determinante en la
formación de la identidad cultural de Europa. Ya un punto importante
será desentrañar quiénes son esos árabes, demasiadas veces confundidos,
sin más, con los musulmanes. Un dato, en la época de esplendor de los
abasidas, el 50% de los habitantes de su imperio era cristiano. En la
afirmación de la evidencia ve nuestro autor una opinión común
220
formulada mediante dos tesis complementarias. La deuda del Europa
hacia el mundo árabe-musulmán de la época Abasida —a partir del 751—:
el Islam habría recogido lo esencial del saber griego, transmitiéndolo
luego a los europeos, lo que estaría en el origen del despertar cultural y
científico del Medioevo y, luego, del Renacimiento. La segunda se referiría
a las raíces musulmanas de la cultura europea: pensamiento, cultura y
arte europeos habrían sido engendrados, al menos en parte, por la
civilización islámica de los Abasidas. La contradicción con la tesis clásica
de las raíces griegas y de la identidad cristiana del mundo occidental es
brutal. Así pues, hay dos lecturas opuestas del mismo período.
Se colocaría en el corazón mismo de la dinámica europea el inmenso
movimiento de traducción de obras griegas consecutivo al descubrimiento
de las versiones árabes. De ahí que sería el Islam quien habría hecho
fructificar el saber griego, helenizándose profundamente; constituiría el
punto de unión entre la Antigüedad y el Renacimiento. Pero, aseveran,
habría más aún. Europa debería al Islam una parte esencial de su
identidad. Esto ha llevado a que se hable de un Islam de las Luces. Se
daría el hecho de que un pueblo y su lengua habrían transmitido un
saber, y, todavía más, se atribuiría a una civilización y a una religión una
superioridad cultural sobre sus vecinos. El imperio Abasida habría sido no
sólo puente, sino mucho más, durante cuatro siglos habría constituido un
universo creativo que estaría en el origen de la revolución científica.
Se impondría, pues, la imagen de una cristiandad a remolque de un
Islam de las Luces. Tal sería nuestra herencia olvidada. De nuevo
volveríamos a caer en la consideración del Medioevo como una época
obscura. Allá, tolerancia religiosa, apertura cultural, desarrollo científico
racionalista. Acá, pura negrura. Una civilización superior a la de sus
homólogos cristianos bizantinos y latinos, muy cercana a la civilización
ideal, al menos como nos la imaginamos ahora en Occidente.
¿Conocéis a Serafín Fanjul? Desde hace años, sus tesis son las de
Gugenheim.
10 de mayo de 2008 / jueves 15.5.08
HIJ
¡Ay, me pilló el toro! ¿Cómo salir de esta, es decir, cómo hacer que
mañana viernes tengas servido tu paralipómeno cuotidiano, cuando
todavía no lo he escrito y dispongo de un día bastante cargado? Debo
escribir una carta comprometida para aquello de Lisboa, no sea que,
finalmente, en vez de bizco sea ciego. José Antonio Calvo me envía desde
Salamanca sus páginas de prólogo para la tesis doctoral en historia —
magnífica—, para que les eche una ojeada. Por la mañana, tras la
Parroquia, junto a mi hermano Javier, debo correr a recibir a mi hermano
221
José Mari, el muniqués, que pasa por Madrid de tren a avión. Veremos lo
que soy capaz.
Estos días pasados he ido a cinco primeras misas de quienes se
ordenaron de sacerdote en La Almudena el sábado día 3 de mayo.
Hubiera podido ir a más, pero no me ha sido dado el hacerlo. Una
ordenación de gentes que conoces mucho siempre es una cosa
maravillosa. También lo es la primera misa del ordenado. Algunos, dos,
me han dicho algo así como que el profesor va a la primera misa de sus
alumnos. ¡No, por Dios! El amigo va a la primera misa de su amigo. ¿Es
que, por esto, seré capaz de dividirme en cachos inconexos, no sabiendo
que soy profesor siempre? Es delicioso serlo, no cabe duda, pero también
en nosotros tenemos diversas moradas. Y la del amigo es más profunda
que la del profesor. El amigo va por la ternura de la amistad. Y va con
quien, por la misma gracia de Dios, es su igual. Y va a recibir muchas
cosas de quien, siendo ahora su amigo, fue antes su profesor. En fin, con
las premuras, me parece que es así, ¿no?
Le contaba el otro día a María Jesús López de Pinedo —joven
religiosa, vieja amiga, que nació una semana después que yo, y eso se
nota—, por ahora también salmantina, cómo estos días estoy yendo a la
primera misa de varios amigos, que comenzaron siendo estudiantes.
Cuatro ya, y mañana la quinta, le decía. A alguna otra no he podido ir,
continuaba. Es maravilloso, una verdadera gracia, ver cómo han ido
creciendo, cómo el Señor se ha ido haciendo con ellos, con sus vidas, y
cómo comienzan su sacerdocio. En la absoluta fragilidad. Pero
circunvalados por la gracia. Una gracia también para quien ha sido y es
testigo de sus vidas. Y terminaba la breve carta diciéndole que espero que
siga bien.
Joaquín, Jesús, Jesús, Rodrigo, Abraham, a cuyas primeras mises sí
he ido, y a los otros a quienes no me fue dado ir, son gente estupenda.
Varios tenían su profesión, quién físico, quién licenciado en clásicas. Otros
tuvieron la osadía de comenzar su teología entrando jovencillos en el
Seminario. Su camino ha sido largo y recovecoso; mas siempre ayudados
por la cercanía de quienes les querían y les quieren.
Todos hemos sido siempre frágiles, pero quizá en los duros tiempos
que nos ha tocado vivir en esta nueva España, su fragilidad es aún mayor
que la nuestra. Todo en ellos pende de un hilo. Y los hilos quiebran en un
plisplás. ¿O no? Ahí está la cuestión. Quizá en otros tiempos podíamos
depender de nuestras propias fuerzas. Ahora, no. Gracias a Dios. Por la
gracia de Dios. Su fragilidad es absoluta. Pero ellos, de una manera más
clara, quizá hasta más segura, están circunvalados por la gracia. Es ella
quien les sostiene. Por la gracia, la suya, tienen nombre. Es gracia
increada. Es el propio Espíritu de Jesús, el Espíritu Santo quien los
sostiene, quien les puede sostener, quien les va a sostener. Si no, ¿qué?
15 de mayo de 2008 / viernes 16.5.08
222
HIK
Ayer vi a medias la última película de Claude Chabrol, Una chica
cortada en dos. No con demasiado interés, cosa rara para mí en sus
películas. Es un hombre de setenta y siete años. Como siempre en sus
deuvedés, al final hay unas añadiduras en las que él habla profusamente.
Ya lo he dicho alguna vez, los suyos son los únicos comentarios que valen
la pena. Siempre, pero en esta película más, si cabe. Me quedan de ellos
sus opiniones, defendidas con su característica rotundidad, en los que
habla en contra de los valores y de una moralidad burguesa, esta vez,
cercana a la gente muy bien de la ciudad de Lyon. Expondré su manera de
pensar en dos tesis. La moralidad del bien y el mal es un producto
meramente social, que cambia con la sociedad; sin embargo, parece dar
por supuesta una eticidad en la que entre el bien y el mal no hay una
línea divisoria neta y tajante, sino una continuidad neblinosa. ¿Os
acordáis del viaducto de Millau? Una moralidad de valores queda tocada
así en su mismo corazón, pues los de ellos son puras y simples pústulas de
esa sociedad, sus maneras de hacerse con nosotros. Cuando comienzo a
escribir esto, encuentro que en El País de hoy mismo, miércoles 14 de
mayo, el filósofo de la Universidad de Zaragoza, Daniel Innenarity, publica
un suelto titulado “Cuidado con los valores”.
Comenzaré con aquella especie de parábola en la que dibujé qué no
aceptaba y qué me parecía camino interesante, cuando hablé de mis años
jóvenes en el colegio. Una dialéctica del convencimiento racional para
acostarme a unos comportamientos societarios es lo que rechacé con
fuerza. Olvidaba lo que soy. Quería hacerme otro más. Me subyugaba:
perseguía ponerme el yugo de la reproducción educativa. La otra manera,
en cambio, me abría perspectivas nuevas. Buscaba que en mi vida hubiera
otras cosas; que discurriera por otros derroteros. Derroteros que se
apoyaban en aquello que soy y que me daba la posibilidad de ser en
libertad asombrosa. Suscitaba mi creatividad. Podía elegir qué ser y cómo
serlo en mi vida. Me dejaba ante la posibilidad de lo que antes era
imposible. Imposible por desconocimiento, porque fuera de mis propias
experiencias; imposible porque no era algo que me cabía en la cabeza ni
en los afectos. Por eso me pareció que eso que se me ofreció en el segundo
momento, la libertad de encontrar ‘otros valores’ en mi vida, fue esencial
en esto que soy. Dejadme que lo diga con sencillez parabólica: mi vida en
lugar de transcurrir en las pasiones foroferas del campo de fútbol de San
Mamés, pudo irse al Filarmónica a oír música de cámara y al Buenos Aires
los domingos por la mañana a escuchar a la Orquesta Sinfónica dirigida
por el entonces joven Rafael Frübeck de Burgos, o al Arriaga a sentir la
Pasión según san Mateo, también dirigida por él, o quedarme en casa
leyendo a Unamuno, Camus, Mauriac, Faulkner, Henry Miller, Thomas
Mann o la joven novela española del momento. ¡Qué cambio!
223
La mía fue sencillamente suerte increíble que muchos de mis
compañeros no pudieron o no supieron aprovechar. ¿Por qué? No lo sé. Lo
curioso y bien raro es que en años sucesivos, ya estudiante en la Escuela
de Ingenieros, esa apertura de libertad se fue agrandando con la práctica
del cine, de la literatura, de la música, de la amistad dialogal en un genial
grupo de amigos, viejos y nuevos, que practicábamos todo esto. El
descubrimiento de personas y vidas que, de otra manera, seguramente me
hubieran pasado desapercibidas, desleídas en el puro no-ser. ¿Por qué? No
lo sé.
14 de mayo de 2008 / lunes 19.5.08
HIL
Seguiré con lo de ayer, escrito hace unos días, aunque debamos
dejar a Gouguenheim para más adelante. Los encierros son cosa dura para
quien está algo torpón, como es ahora mi caso. Benditos los tiempos en
que tenía escritos paralipómenos en abundante adelanto.
Una conversación con Pepe Antúnez me ha arreglado las ideas,
aclarándomelas, como me acontece siempre con él. De primeras me lanzó
de sopetón una definición de moral sorprendente: una corriente vital de
autorrealización. Creo que él mismo quedó estupefacto de lo que había
dicho. No sé si la entiendo ni siquiera si las cosas pueden ser así, pero me
encandila mucho más que tantas otras maneras de entenderla.
Aunque, es obvio, de todas ellas se pueden sacar enseñanzas, la mía
no es una moral de situación ni un pragmatismo utilitarista ni una ética
dialógica demasiado cercana a la ética kantiana del deber, mucho menos
una ética de mínimos, que horripilo de manera sesuda y polvorienta, no
digamos la enemiga que me da cuando se reduce todo a una ética civil, y
por demás si esta es la que viene planteada en los preámbulos y
articulado de las leyes legalmente vigentes. ¿Será la mía una ética de
máximos? Podría ser lo que llaman una ética eudemónica, es decir, una
ética de la felicidad, o lo que me encandila de verdad, una ética de la
plenitud. O la que tiene que ver con las virtudes, que lanzó hace unos
años Alasdair Macintyre como vuelta a las viejas tradiciones. Quizá una
ética de los valores tal como la estampó Max Scheler, que parece ser la de
los fenomenólogos, luego retomada como suya quien terminaría su vida
como el gran Juan Pablo II.
Recuerdo haber hecho en tiempos distinción, no sé si muy clara y
tajante, entre ética y moral, esta última teniendo que ver más con los
comportamientos, la primera, con su conexión con el todo del
pensamiento filosófico; esta sería, pues, la que regiría a aquella. No sé si
sería capaz al presente de seguir con aquellos pensamientos, pues no
tengo ahora la cabeza vertida hacia ellos.
224
Quisiera volver a aquellos momentos primerizos y formadores,
cuando tenían que ver con mi carnet de socio del Atleti. Las maneras de
sexto de bachiller parecerían interesantes: se me hacía partner de un
diálogo racional. Pero, claro, dada la diferencia de edades y posibilidades
razonadoras y autoritativas, quien era mi dialogante las tenía todas
consigo. Sólo podía conseguir mi aceptación a sus posturas o el rechazo
improbable de la más pura rebelión. Es la crítica certera que oí a Enrique
Dussell con relación a la moral dialógica de los habermasianos: ¿cómo
puede luchar racionalmente un pobre inculto de una pequeña comunidad
india con un rico y magnánimo profesor universitario europeo? No puede
ser que, finalmente, la moral sea la del sabio, del potente, de quien tiene
más y mejor labia. Ese diálogo es, evidentemente, impositivo. Quería
llevarme a sus posiciones por encima de mí mismo, venciéndome en él.
Haciéndose conmigo: no regando mis deseos de más allás, sino
unciéndome con el yugo. Tal es la educación reproductora. La crítica de
hace ahora cuarenta años a este método buscador de la reproducción
mediante la educación encurvadora, la nueva producción de lo mismo, de
la sociedad que nos domina y de sus mandarines, sigue siendo válida. Es
esencial ahora, aunque todo lo demás tuviéramos que dejarlo de lado. En
ese diálogo debe caber la diferencia. No puede tratarse de enyuntarme en
el uncimiento que determina mi libertad. Otra cosa bien distinta es que yo
escoja el ayuntamiento. Este es algo esencialmente ligado a la libertad. El
enyuntar que me ofrece esta ética dialógica, no.
15 de mayo de 2008 / martes 20.5.08
HJC
En esa moral dialógica parece mucho más interesante, finalmente, el
viejo Kant con su teoría del deber; este se puede mostrar de una misma
manera al pobre y al rico profesor. Es una llamada a la conciencia de cada
uno, que, estando en mí, en uno y en otro, tiene que ver, es obvio, con
una religión. El magnánimo diálogo, en cambio, parece querer construirse
sólo en la razón dialogante, pero ¿dónde se apoya esta?, ¿en el saber de
quien más capacidades tiene de razonamiento, de quien ve las cosas con
amplia panorámica de seguridades dialogales?, ¿en ningún sitio?, ¿en
algún mero consenso de los poderosos? ¿No deberá la moral de
comportamientos apoyarse en la ética, intrincada parte de una filosofía
del todo? No veo otra manera.
Pero descendamos de estos vértigos llenos de provocación. ¿Qué me
ofrecía el otro diálogo, el de preuniversitario? Era un puro diálogo de
mostración: fíjate, esto que te señalo, te enseño, te propongo, vale la pena.
Es algo maravilloso para ti hoy y, no digamos, mañana. Por ahí
encontrarás líneas de ser que te plenificarán; que ahora mismo te están
plenificando. En ellas eres más ya desde ahora. Provocarán en ti el deseo
225
maravilloso de ser más. Eres tú el dueño y señor de hacerte corredor de
esas líneas de universo, líneas de tu comportamiento actual y futuro. Te
llevarán a lugares de belleza y de ser que te merecerán la pena en
profundidad. Te señalo un mundo nuevo. Te ayudo a adentrarte en él, si
quieres, en cuanto que lo quieras, dejándote siempre la libertad de volver
a tu carnet de socio del Atleti. Provoco tu libertad, pues serás tú mismo
quien se adentre en esos valores que te presento para que, haciéndose
contigo a través de la belleza de su propio ser, seas tú mismo quien
transites a galopadas por tales caminos. Una vez que te he inducido, ya no
podré seguirte. Más aún, quizá mis caminos van a ser otros que los tuyos;
pero he tenido la inmensa suerte de abrirte sus puertas, de hacértelos ver
en su grandeza. Grandeza que sólo tú has de aquilatar y sólo tú has de
decidir si seguirlos y de qué manera. Nada te impongo. Te propongo y te
hago ver la belleza de su ser, que te irá llevando hacia la belleza de tu
propio ser en plenitud.
¿No hay, pues, una diferencia esencial entre ambas maneras?
Prefiero la de los valores. Para mi propia estupefacción se me puso
delante, ¡bendito sea quien lo hizo!, una manera de ser más bella, más
llena, mas entrañada; capaz de infinitos ayuntamientos. Fue un momento
decisivo en eso que llamo la imposible-posibilidad. Lo repito, bendito sea
quien me adentró en esos valores: la música, la literatura, el cine, el
diálogo de amistad, mi propia vocación. En una palabra: la libertad. De
nada me hizo deber, sino gusto inmenso. No me constriñó, sino antes al
contrario, amplio mis grados de libertad. Me hizo otro, ser libre, buscador
de plenitudes. Consiguió de mí que este mi ir siendo ansíe de su ser en
plenitud. No me unció, sino que me dio infinitas posibilidades que de otro
modo hubieran sido imposibles, las cuales alentaron mi libertad. Hasta un
cierto punto, todo lo que soy apuntó entonces. No porque nada se me
impusiera, sino porque se me abrieron caminos, mostrándome el gusto y
la belleza. Mostrándome, finalmente, mi propia manera de ser. ¿Esto era
todo? No, por supuesto, pero me hizo ver que mi destino era la libertad,
qué digo era, es mi libertad. En esbozo se me dio la posibilidad de serlo
todo, mejor, de ser lo que voy siendo.
15 de mayo de 2008 / miércoles 21.5.08
HJD
Que en una parte importante la moralidad sea cambiante en la
sociedad, en el paso de una a otra, en las mudanzas que en ella se
producen, no puede caber duda. La cuestión es hasta cuándo y si en todo.
¿No hay una línea de progreso en nuestra percepción de lo que está bien y
lo que está mal? Comprendo que tenemos acá un problema enorme y de
extrema gravedad. Pero, lo diré con una nueva metáfora encarnada y
transparente. En mis primeros tiempos de estudiante en Lovaina, llegó un
226
grupo de jóvenes matrimonios, licenciados en derecho, chilenos; gente
prometedora, superior, de amplísimo porvenir en su país. Estaba en el
poder en aquél momento el presidente Allende. Ellos eran de nítida
procedencia democristiana; incluso esta procedencia era la que les había
llevado a nuevos estudios en Bélgica. Su partido había perdido las
elecciones y por lo que parecía estaban enfermos de la revolución
allendista, envidiosos de ella. Percibían claramente que toda posibilidad
de crecimiento en el nuevo poder les quedaba emborronado. Se
encontraron proscritos en sus anhelos de futuro. Pues bien,
comprendieron a la perfección que la moral y las leyes cambiaban con la
mudanza del poder, entendieron esa permutación, y se conformaron a
ella, pues se les hizo patente que ni en la moral ni en las leyes había lo
incambiable, digámoslo así, lo objetivo, aunque ya sabéis que esta es
palabra que no me gusta porque no expresa bien lo que pienso. La
moralidad del bien y del mal, las actitudes a tomar frente a ella, pasaba
ahora por su anclaje en el nuevo poder allendista, pues, en definitiva, no
era sino algo circunstancial y cambiante según la marcha de la sociedad.
Nunca supe más de ellos. Supongo que luego serían pinochetistas y más
luego de nuevo democristianos y ahora, ya en el umbral de su vejez, serán
bacheletistas.
Repugno sobremanera esos comportamientos.
Seguro que Chabrol apunta algo absolutamente verdadero. Pero ¿eso
que dice es todo? Entiendo que él quiera fustigar una moral que en
definitiva es moral de situación; dependiente de la situación pustulante
de la gran sociedad de Lyon que él nos muestra. Quiere hacernos ver
cómo la pertenencia a esa clase da la nota de comportamientos morales
que él aborrecer, y porque los aborrece, nos los hace ver con su ojo crítico
implacable. Lo suyo no es un mero fustigar las pústulas, como si fuera el
guerrero del antifaz, sino que nos hace ver el qué y el cómo; sus métodos
de segregar una moralidad del bien y del mal, que no son otra cosa que
las justificaciones morales de unos comportamientos de clase poderosa,
con sus reglas reproductoras. Ahora bien, él nos hace ver la historia que
nos cuenta, siempre genialmente construida, nunca gratuita y descarnada,
por la terrible fuerza con la que nos pone delante esos comportamientos
situacionales y reproductores de la opulenta sociedad. Por eso, lo
importante no es lo que nos cuenta cuando nos habla en los añadidos del
deuvedé, sino lo que nos muestra para que nosotros seamos con él
testigos de comportamientos que también nosotros denunciamos. ¿Y cómo
los denunciaríamos, nosotros y él, si no hubiera supuesta en nosotros una
eticidad, aunque en ella no haya una línea divisoria neta y tajante entre el
bien y el mal, sino una continuidad neblinosa? La cuestión está, pues, en
ser capaz de adivinar filosóficamente si no una línea divisoria demasiado
neta y tajante, sí unas protuberancias de bien y de mal. Sin ellas no
podríamos ser testigos ni de ese comportamiento pustulante de una alta
sociedad lionesa en la que todo se arrejunta en terrible mejunje. Lo
somos, porque las hay.
227
16 de mayo de 2008 / jueves 22.5.08
HJE
En el entretanto se me ha metido a escuchar unas maravillosas
piezas para piano de John Cage, tres discos de cuatro perras, Four Walls
para piano y otras acompañadas de voz o de violín. Son tan
arrebatadoramente bellas que, de haber comenzado por acá, nunca
hubiera tenido ningún problema con Cage. Hubieran sido una entrada
derecha en el conjunto de su música. Esta escucha por poco me hace
olvidar lo que entre tanto meandro voy teniendo entre manos junto a
vosotros, paralipomeneros fieles, dedicándome a sus fastos sorprendentes.
Pero, no, vayamos al tajo.
Una moralidad de valores es verdad que de esta manera queda
tocada en su mismo corazón, si es que los valores son monolitos que están
fuera de nosotros y que nos son propuestos como objetivos hacia los que
verternos por la sociedad que nos recoge y nos da su ser. Serán así
mojones que deberemos utilizar en nuestro camino; que nos señalarán si
no nos hemos confundido en él. Serán, pues, verdaderos hitos de la
reproducción societaria para uncirme. ¿Los valores tienen que ver con
esto que digo? Si fuera así, evidentemente nuestra moral no puede ser una
moral de valores. Al contrario, junto a Claude Chabrol, deberíamos
dedicarnos a su desmonte, pues esos valores no serían sino las puras y
simples pústulas de esa sociedad que nos da luz y nos aprisiona; sus
maneras de hacerse con nosotros.
Pepe Antúnez en aquél pronto, me decía que la moral es una
corriente vital de autorrealización. No quiero quitarle la patente de lo que
es suyo ni siquiera aventurarme a deciros lo que él piensa con una
afirmación como esta, pero sí quiero aprovecharme de las perspectivas
que me pone delante. La moral tienen que ver con mi propia
autorrealización. Con las líneas de universo que se me hacen realidades
de seguimiento. Me abren perspectivas novedosas. Alentan mi libertad,
haciéndolo al modo de que me autorrealice. Hay otras líneas de universo
que podría seguir, pero serían para empequeñecerme, para dejarme
sojuzgar, para hacerme un reproductor más del mejunje. Seguramente
ganaría notablemente con ello; me adheriría a algún potente corro de las
patatas, siempre con tantísimo poder, y que compartirían conmigo si es
que me vendía a sus maneras. Mi autorrealización sería como la de los
juristas top a los que me he referido: ovejuna, enyuntada en el
uncimiento que determina mi libertad, aunque, con su pérdida, uncido al
yugo del que el más pequeño chaval me estira hacia donde quiera con el
aro que me ha incrustado en la nariz, recoja no pocas prebendas. Quién
sabe, hasta quizás sea una buena solución que apaña con soberbia y
228
opulencia una vida. Pero ¿una vida vacía o una vida llena? ¿Una vida
vendida o una vida vivida en libertad?
Otra cosa bien distinta es que yo escoja el ayuntamiento. Ah, eso sí.
Pero que no lo escoja más que en busca de mi más íntima
autorrealización. Una autorrealización que escruta el amejoramiento —
habrá que husmear aquél final de uno de los libros de hace ocho años en
el que plateaba esto y allá en donde aparezca este concepto, tan navarro—
y no el apeoramiento. Porque el amejoramiento barrunta el bien, mientras
que el apeoramiento barrunta el mal. Perdonadme este párrafo escrito
poco más que para mí mismo, en el que me hago referencias internas a
otros abstrusos y raros escritos con los que no quiero darte la monserga,
siguiendo los cuales se puede vislumbrar eso que quizá podría llamarse
una moral de los valores. Mas ponemos fin a estas disquisiciones, pues,
simplemente, veo al toro que viene contra mí otra vez más, a punto de
dejarme la página en blanco.
16 de mayo de 2008 / viernes 23.5.08
HJF
“¡Qué tristeza envejecer en esta Iglesia!”. Son palabras que oímos mi
párroco y yo al pasar la estrechura de una puerta. Las decía alguien que
creo nunca antes había visto, pero que lleva muchos años de sacerdote.
Nos dejaron estupefactos. No porque alguien las dijera. Por supuesto, cada
uno es libre de haber vivido su vida como le ha placido o como ha
podido. La tristeza de esa frase se nos trasladó a nosotros. ¿Cómo se
puede vivir así en la Iglesia?, nos decíamos, ¿no es la Iglesia un lugar de
plenitud y felicidad? Es obvio que ni mi párroco ni yo nos chupamos el
dedo como pipiolos quinceañeros. Sabemos muy bien lo que es la vida,
sus complejidades, sus decepciones, sus inmensas alegrías, sus cansancios
y depresiones. Pero ¿cómo vivir una vida en esa tristeza? ¿Se puede vivir
en la Iglesia con esta tristeza? Vemos que sí, pues como fruto del puro
azar vimos la frase con nuestros propios ojos, pronunciada por un
hombre algo mayor que nosotros.
¿Es esta la perspectiva que se plantea a los recién ordenados? De
aquí a un rato, precisamente, me voy a Alcalá de Henares a la ordenación
de Fermín. ¿Llegaré a tiempo para decirle que, por favor, se retire antes
de comenzar, pues no merece la pena adentrarse en ese camino que lleva
a tal tristeza de envejecimiento? ¿Decidiré en el viaje hacia Alcalá que es
mejor dejar las cosas como están, pues cada uno tiene derecho a tomar los
caminos que prefiera, por confundidos que los sepamos, aunque le lleven,
finalmente, a terribles callejones sin salida?
La frase con la que comenzaba este paralipómeno me produce casi
melancolía. ¿Cuáles fueron las expectativas de quien las pronuncia ahora,
tras tanto años de ministerio? ¿Por qué apostó su vida? ¿A qué la dedicó?
229
¿Acaso esta Iglesia es distinta de otras? ¿De cuáles?, ¿de las que él soñó y
por las que luchó durante tantos años, para caer ahora en la decepción
tremenda de quien parece haber fracasado por entero en su vida y en su
obrar? ¿Por qué? ¿Acaso porque la Iglesia que él quería no es la actual?
Pero ¿es que la Iglesia actual no es la Iglesia? ¿Soñó sus propias
ensoñaciones?, ¿quiso trabajar en la fundación de una iglesia suya, de los
suyos, iglesia particular, meramente de los suyos, de los que fueron y son
como él? Mas, me pregunto, ¿la Iglesia no es de Cristo?, ¿no vivimos —
como siempre, quizá ahora más necesitados— un nuevo Pentecostés? ¿Tan
poco creeremos en estas realidades para querer ser nosotros quienes
apuntalemos y dejemos bien compuesta aquello que hemos decidido que
es la Iglesia?
¿No hay en esta exclamación un desprecio absoluto por gentes como
Fermín, y como Joaquín, Jesús, Jesús, Rodrigo, Abraham, a cuyas primeras
misas he asistido en días pasados? ¿No tienen ellos derecho a vivir en su
Iglesia como nosotros hemos tenido la suerte y, quizá, la dicha de vivir en
nuestra Iglesia? Pero ¿es que acaso la nuestra y la suya no son la única
Iglesia de Cristo?
No comparto la visión de la Iglesia como una cuestión de poderes,
de luchas por el poder eclesiástico. Me importan una higa los poderes. Me
importa, y mucho, la Iglesia de Cristo, remecida por el Espíritu Santo. ¿Por
qué no vivir con alegría esta Iglesia en la que hay tantas moradas, en las
que cabe tanta gente, hasta tú y yo? ¿Qué institución me da de verdad una
libertad infinita como esta nos da, al menos a ti y a mí? ¿Os acordáis del
cardenal Ottaviani?: perdida con rotundidad la batalla del Concilio, vivió
con entereza, paz y alegría su extrema vejez.
17 de mayo de 2008 / lunes 26.5.08
HJG
Me importan una higa los poderes. Y bien, me miras con sorpresa,
entonces, ¿a qué viene esto que nos espetas ahora?
Mario Inceta Gavicagogeascoa ha sido nombrado obispo auxiliar de
Bilbao. Su ordenación tuvo lugar hace pocas semanas. Ayudará a Ricardo
Blázquez, obispo ordinario de Bilbao desde hace más de 10 años, allá
cuando alguno le llamó “el tal Blázquez”, quien desde entonces se ha
hecho muy bien con sus gentes, tan nuevas para él, tan suyas hoy. Pues
bien, se organizó, como sabéis, un cierto revuelo con el nombramiento,
aunque el nombrado es de Guernica y euskaldún. Pero tenía, al parecer,
varios inconvenientes: se fue, escogió el afuera, no se quedó dentro,
estudió medicina en Pamplona, desde allá se hizo seminarista en Córdoba,
en donde fue ordenado presbítero —en este momento era vicario general
de la diócesis—, y no sabe batúa, el vascuence unificado en estos últimos
años, sino que habla como la gente vulgar de su pueblo.
230
Escogió irse y ahora vuelve como obispo. Esto, para una cierta
manera de ver, que vamos a intentar desmenuzar aquí, es pecado capital.
Escogió irse, como tantos otros. No le conozco de nada, por eso no puedo
afirmarlo de él, sin embargo, en estos años, muchos vizcaínos eligieron
irse. Me explico. A muchos pareció que entrar en el seminario de Bilbao
era un imposible. No serían aceptados si no cumplían unas condiciones
muy estrictas que ellos entendían nada tenían que ver con su vocación a
la vida religiosa y al sacerdocio. A muchos he oído decir que si volvieran a
la diócesis todos aquellos que en estos últimos treinta años, por ejemplo,
se han ordenado fuera de su tierra y ciudad de origen, nos quedaríamos
sorprendidos del número. ¿Qué ha pasado?
Algunos, creo que confundiéndose, se refieren, sin más, al latente
nacionalismo de la diócesis de Bilbao. Lo hay, claro, quién lo negará, pero
creo que este no es el punto decisivo. Definiré eso que considero el núcleo
central del problema, tal como creo percibirlo, con estas palabras:
“nosotros y lo nuestro”.
Va a hacer treinta y un año que me ordené en Ávila. Estaba de
profesor en Salamanca. Ávila era tierra y gentes de mi conocencia, de
nuestra amistad y ternura. Era lo normal en el desarrollo de mi vida y de
mi vocación. Sin embargo, unos pocos años antes, creo que cuatro o cinco,
cuando volví de Lovaina, ninguna posibilidad tuve de quedarme a
trabajar mi tesis doctoral en Bilbao, mi ciudad. También es verdad que
buscaba silencio y desierto. Empujado por Rafael Belda, sacerdote de
Bilbao y profesor en la Universidad de Deusto, amigo de años, me fui a
Salamanca. Pude, pues entonces disfrutaba de una beca March. El rector
al que fui enviado por su amigo Rafael era Fernando Sebastián. El
vicerrector se llamaba Antonio Rouco. El decano de Teología, Olegario
González de Cardedal. El de filosofía, Saturnino Álvarez Turienzo. Fui
recibido por todos de manera delicada y empeñativa; con porte increíble.
Saturnino, para mi gracia, me llevó a su Facultad. Siguiendo mis deseos,
me convertí para siempre en filósofo. Eso, en Bilbao, no hubiera sido
posible. ¿Quizá no había lugar para mí? De hecho no lo hubo.
Poco después, en 1977, me dio, por fin, el antojo de pedir la
ordenación. Nunca había estado en un seminario, como no fuera mi
cercanía con el de Ávila, a través de su teologado en Salamanca, pues los
seminaristas abulenses estudiaban en la Facultad de Teología de la
Pontificia de Salamanca. Ávila, pues, estaba ahí, Pero Bilbao, también.
¿Qué hacer? ¿Cómo podrían discurrir las cosas? Desde Bilbao se me dijo
que, primero, debería ser bien conocido por el Presbiterio.
18 de mayo de 2008 / martes 27.5.08
HJH
231
Es obvio. Pero la condición era, ya entonces, el “conocimiento por el
Presbiterio”. No por el obispo y, quizá, el seminario, sino el Presbiterio,
porque uno con la ordenación se integraba en un presbiterio particular.
Bien, razón tienen, quizá. La cuestión está en cómo se tendría que dar ese
conocimiento-reconocimiento. Quizá dos años de estar por acá, me dijo mi
interlocutor, que estaba en contacto con las Autoridades de la diócesis, en
actividades parroquiales que te hagan conocer y ser conocido, de modo
que, una vez conocido y reconocido, puedas ser acogido finalmente en el
Presbiterio. Insisto en que, bien, ¿por qué no? Eso entrañaba dejar de ser
profesor en Salamanca. Quizá era justo y conveniente pensarlo. Pero, es
obvio, para mí había algo artificial en ello. Ávila estaba ahí, a la mano;
ellos a mi mano y yo a la suya. Prácticamente era, siendo laico, uno más
de su seminario, a través del teologado. Las cosas se clarificaron
enseguida.
Años después, bastantes años después, Felipe, el obispo de Ávila que
me ordenó —fui su primer ordenado— me dijo algo sorprendente. Pidió
informes acá y allá sobre mí, evidentemente. Incluso me había encargado
que le diera nombres para recabar esos informes. Pues bien, como me dijo
años después, se encontró con la negativa de uno de los bilbaínos, cuyo
nombre le había dado yo, a decir nada sobre mí: sí, le he conocido, pero
ya no le conozco y no puedo comprometerme. ¿Qué podía significar eso
cuando lo que se le pedían eran informes sobre el tiempo en que me
había conocido, y muy bien? No lo entendí. No lo entiendo. Aventuro,
simplemente, sin certeza ninguna de acertar, que ahí se daba un
fenómeno curioso: parecería no aceptar las condiciones que aquí se le
impondrían para ser ordenado en Bilbao, luego no es de fiar. ¡Quizá hasta
tenía razón!
En la fiesta del seminario por San José, el de Salamanca organizó
una mesa redonda sobre la vocación sacerdotal. Gabriel Pérez, profesor en
la Pontifica de Sagrada Escritura, la moderó. Me espetó esto: ¿por qué te
has ordenado en Ávila y no en Bilbao, tu ciudad? Se me escapó entonces la
respuesta que ahora se me vuelve a escapar: en Ávila no tienen una idea
prefigurada de lo que es un cura y, por eso y contando con ello, me han
acogido fraternalmente tal como soy, quepo con ellos, mientras que en
Bilbao —debió ser en San José de 1979, pues creo que en ese momento, si
mis recuerdos no se retuercen, ya estaba de párroco en Morille— tienen
muy clara idea de lo que es ser cura y no cabía junto a ellos, como no
fuera cumpliendo condiciones draconianas, poco factibles y, quizá, nada
interesantes.
¿Fui injusto en mi respuesta?, ¿soy injusto en mi respuesta?
Simplemente, insisto, si volvieran a la diócesis todos los que, por
causas diversas —¿diversas?—, se han ordenado fuera de ella, nos
quedaríamos pasmados.
El Presbiterio, y el Seminario con él, se cerró a un “nuestro y
nosotros”. Y en un comienzo, insisto en ello, pues me parece muy
importante, no eran razones nacionalistas. Quizá, simplemente, el hecho
232
de formar piña de los Dirigentes del Presbiterio, sobre todo a través del
Consejo Presbiteral y otro Consejos importantes del Poder de la diócesis,
pues es donde se podía ejercer el Imperio, para que las cosas no se
desmadraran como en diócesis circunvecinas había acontecido. El
“nuestro y nosotros” se hizo decisivo. Era el Centro de la Diócesis desde la
que se dibujaba una circunferencia, fuera de la cual todo era a evitar, por
sus inminentes peligros.
Eso ¿ha tenido consecuencias? Sí, y muy graves. Vamos a verlo.
18 de mayo de 2008 / miércoles 28.5.08
HJI
“Nuestro y nosotros”. Te habrás fijado, además, que he utilizado
mayúsculas de manera inmisericorde, cuando en mi escribir se dan pocas
veces. Hubo una toma de poder en los organismos de la diócesis,
contando con un obispo ordinario muy buena persona y, quizá,
fácilmente convencible, supongo, por las personas que le rodeaban, no
dudo que queriéndole. Esa toma de poder fue férrea y rígida. Conozco
pocos sacerdotes de allá, pues desde que me fuera de mi Bilbao en junio
de 1963 para entrar como monje benedictino en El Paular, en donde
estuve luego tres años y tres meses, no he tenido una vida continuada en
esa ciudad y creo que, de su presbiterio, sólo conocí a uno más, Rafael, y
eso fue en el período de esos tres años. Después he conocido a muy pocos
curas más de allá. Si conocía muy bien a Félix Jiménez, muerto hace unos
años en Alicante. Si contara lo que, según lo que él me refirió en sus
pormenores, le hizo el Poder del Presbiterio, os quedaríais con los pelos
de punta, como yo mismo me quedé y me quedo todavía. Se le impidió
durante cinco años tener ninguna actividad pastoral seria. Decía misas. Y,
como él pedía una y otra vez, no se le permitía dejar la diócesis. No eran
convenientes ni una cosa ni otra. Cogiendo desprevenido una vez, al cabo
de cinco años, al obispo ordinario, que era bueno, obtuvo permiso
firmado para irse al menos a Alicante. Pero, según él decía con infinita
lastima, sin el permiso del Poder Presbiteral. Luego he conocido
episódicamente a otros sacerdotes de la diócesis, cada uno con sus
historias. Complejas historias. El Poder eclesiástico estaba tomado y bien
tomado.
Pero, en fin, no creo que contando historias se resuelva nada.
Excepto ver, seguramente, la situación excepcional de ese Poder. Sólo me
fijaré en un documento —y lo empleo acá porque todavía ahora se apela a
él en el caso del obispo auxiliar Mario Inceta— producido por el Instituto
Diocesano de Teología y Pastoral, nombrado ya Ricardo Blázquez como
obispo de Bilbao. Es una “Reflexión teológica sobre los nombramientos
episcopales”, y lleva la fecha del 17 de noviembre de 1995. En una nota se
nos dice que el documento fue aprobado por unanimidad en la sesión del
233
claustro que tuvo lugar en esa fecha. Primero me permitiré poner sus
contenidos, aunque no os machaque con comillas.
Afirma la particular relevancia para la Iglesia local del
nombramiento de obispos, pues se refiere al responsable del servicio de la
comunión, en la propia diócesis y en su relación con las otras Iglesia
locales, presididas por la de Roma.
No pretende emitir juicio alguno sobre la idoneidad del obispo ya
nombrado, sino que quiere reflexionar sobre el procedimiento seguido
para la sucesión episcopal, buscando estrechar los lazos de comunión
entre los miembros de esta Iglesia local y abrirse a la comunión de las
otras Iglesias.
La reflexión teológica y pastoral llega probablemente con retraso,
dice de sí misma. Demasiadas declaraciones, artículos y editoriales han
desviado la atención del fondo de la cuestión eclesial, desvirtuándolo o
desfigurándolo seriamente. Juzga que las consideraciones que hace tienen
interés permanente, por eso abre un conjunto de puntos teológicos
fundamentales.
No hay normas de revelación divina sobre esto y la historia muestra
los problemas de todos los modos de elección de obispos. Los criterios de
los modos concretos de la elección, por tanto, están sometidos al juicio de
la historia y a la crítica de su viabilidad.
La norma crítica actual ha de ser la conciencia actual de la Iglesia,
apoyada en la Escritura y la Tradición, recogida por el Concilio Vaticano
II.
18 de mayo de 2008 / jueves 29.5.08
HJJ
Los laicos, como todos los fieles, tienen derecho a manifestar a los
pastores sus necesidades y deberes, con libertad, respeto y confianza. Y el
deber de hacerlo en todo lo que ataña al bien de la Iglesia.
La intervención de la Iglesia local en la elección de su propio obispo
está profundamente enraizada en la tradición. Hay que ensayar nuevas
formas, especialmente en la fase de propuestas y consultas. El obispo
necesita la confianza de la diócesis, expresada normalmente a través de
sus colaboradores principales, sobre todo los presbíteros y laicos
integrados en las responsabilidades de la evangelización.
No significa esto una autonomía de la Iglesia local en la elección.
Está en juego la comunión de la Iglesia universal. Cada Iglesia local ha de
estar abierta a escuchar y acoger iniciativas de fuera, que proponen
nuevos candidatos o apoyan candidatos de la minoría, superando así el
peligro de endogamia o provincialismo. Cuando es así, parece razonable
que la autoridad superior sea especialmente sensible para facilitar una
explicación fraternal de su decisión.
234
El nombramiento exclusivamente papal de los obispos constituye
una forma extrema, pero deficiente en sentido eclesiológico pleno;
contradice de hecho la afirmación conciliar de que un obispo no es
representante del Papa. Si uno es constituido en autoridad exclusivamente
por un superior, quien además le puede enviar a otro lugar o deponer, si
lo cree conveniente, consta como su representante. El procedimiento de
elección ha de contemplar la posibilidad de intervención de la cabeza del
episcopado, pero responde también a la conciencia histórica de la Iglesia
el hecho de que la designación no se deba a un solo obispo (ni siquiera el
de Roma), sino al colegio episcopal. Tendría sentido, como acontecía
antaño, que la decisión última correspondiera a los obispos de la región.
Así sería hoy más transparente la colegialidad episcopal. La Iglesia no es
una democracia representativa y no hay tradición alguna de elecciones
democráticas del obispo, o sea, con igualdad de derecho de voto de todos
los fieles. Pero la Iglesia sí es una verdadera comunidad y la participación
del pueblo de Dios contribuye a hacer prevalecer el rostro comunitario de
la Iglesia sobre los aspectos administrativos, o sobre una visión de
centralismo autocrático.
Entra ahora la “Reflexión” en los procedimientos y su valoración.
La comunión eclesial de numerosos creyentes individuales,
organismos representativos, grupos y comunidades se ha resentido con el
procedimiento de designación. Ello incide en la vida de la Iglesia local, en
su misión evangelizadora. Afecta a la identidad misma de la Iglesia, ya
que la comunión y la misión constituyen un binomio inseparable en su
misterio.
La Iglesia es un misterio de comunión, constituida a imagen del
mismo misterio de amor de la Trinidad. En este sentido, la presente
reflexión no se refiere a sentimientos de pertenencia eclesial heridos por
la torpeza de un procedimiento, sino primariamente a realidades
orgánicas de comunión (instituciones conciliares y canónicas como el
Consejo Pastoral Diocesano, el Consejo Presbiteral y el Consejo Episcopal)
que han sido ignoradas. Consecuentemente, la cuestión que aquí se
aborda afecta al espacio eclesial en el que la comunidad cristiana realiza
su experiencia del Dios Salvador revelado en Jesucristo. No se trata de
una cuestión meramente personal e interna, sino que condiciona además
las posibilidades de una evangelización misionera inculturada hoy y aquí,
ya que las formas de actuar de la Iglesia deben ser signo de credibilidad
del mensaje que ella proclama. Para dialogar con el mundo actual y poder
hablar en él del Dios cristiano, la Iglesia ha de ir adoptando unos
comportamientos comprensibles y creíbles hoy. El procedimiento de
designación de obispos no es indiferente para la eficacia de la acción
evangelizadora.
18 de mayo de 2008 / viernes 30.5.08
235
HJK
Prosigue la “Reflexión”.
El proceso seguido para el nombramiento, con algunas excepciones
el habitual en la Iglesia latina, consta de las siguientes fases: elaboración
de una terna por el nuncio, tras efectuar en secreto las consultas que
considere necesarias y convenientes (los obispos de las Iglesias cercanas
son normalmente consultados), envío de la lista a la Congregación de los
Obispos, presentación del candidato al Papa y nombramiento.
Ese procedimiento, amparado por la normativa canónica vigente, es
insatisfactorio, por no resolver el problema de la implicación directa del
pueblo de Dios ni lograr una síntesis entre la plenitud del poder papal y
la conciencia de las Iglesias locales de ser verdaderas Iglesias, con igual
dignidad. El subrayado de la autonomía de la Iglesia local no excluye el
ministerio papal de presidencia no sólo honorífica, sino también jurídica;
ahora bien, tal ministerio debe ejercerse para promover las estructuras de
comunión de las Iglesias locales. Pero en los últimos años las facultades de
las Conferencias episcopales se han visto restringidas en beneficio de las
de los nuncios, lo cual indica una deficiente recepción de los principios
del Concilio Vaticano II.
El procedimiento vigente presenta dos serios inconvenientes.
Secretismo; se vulnera el principio de comunión. Se eluden las estructuras
más visibles, alimentando, no evitando, la tendencia a formar grupos de
presión. La reserva, la limitación de solicitud de informes a un grupo
selecto de figuras supuestamente relevantes, produce un sistema en que
caben todo género de presiones e intereses particulares. La discreción
necesaria en este tipo de procesos no tiene por qué estar reñida con la
transparencia. Incluso, como se sabe, esa discreción no existe; hasta el
punto de aparecer determinados medios de comunicación como canales
oficiosos de Nunciatura. Un procedimiento secreto del que nunca se rinde
cuenta, margina el papel de la Iglesia local. Los creyentes sienten que algo
tan decisivo para todos se juega a espaldas de la vida diocesana y de sus
protagonistas. Asimismo, en la medida en que la normativa actual se
extiende casi universalmente, no se adapta a la diversa y legítima
identidad de todas y cada una de las Iglesias locales.
La “Reflexión” enumera ahora los pasos dados en el interregno de la
elección de obispo por el Consejo Pastoral Diocesano. Oración. Consultas.
Reflexiones. Terna. Aunque, ciertamente podría haber actuado de modo
aún más transparente a la hora de elaborar su terna de candidatos. Esta
tarea fue encomendada a una comisión cuyas deliberaciones fueron y
siguen siendo secretas. Por respeto a Nunciatura se evito la publicidad.
Con todo, el secretismo se supera fundamentalmente promoviendo una
mayor implicación de los cristianos tanto en el diseño del perfil deseable
como en la propuesta abierta de nombres.
236
Se queja la “Reflexión” de que los nombres de la terna eran
desconocidos del obispo diocesano. Supongo que el dimitido.
Exceptuada la laguna mencionada, el proceso seguido por el Consejo
Pastoral Diocesano se ajusta plenamente al pensamiento del Concilio,
quien deja abierta la posibilidad de una consulta al pueblo de Dios, tan
frecuente en otros tiempos de la historia de la Iglesia. También la
legislación canónica vigente iría por ahí. Además, los Estatutos aprobados
por el obispo de Bilbao para el Consejo, manifiestan su “vocación de ser
lugar eclesial prioritario de consulta y presentación de candidatos en
orden al nombramiento de presidencia episcopal” (Art. 3,3). La iniciativa
del Consejo muestra una recepción creativa de la teología conciliar, ofrece
claras ventajas eclesiológicas en relación con la praxis habitual en la
actualidad, apuesta realmente por el diálogo y se inscribe entre aquellas
iniciativas eclesiales que permitirán en el futuro la reforma jurídica de la
actual práctica de la Iglesia. Debe darse validez jurídica a estos pasos.
18 de mayo de 2008 / lunes 2.6.08
HJL
Sigue así la “Reflexión”.
La mirada a lo acontecido descubre también una llamada a revisar
cualquier proceso de decisión o designación a la luz de la
corresponsabilidad de los miembros del pueblo de Dios y a fortalecer el
papel de los consejos en la vida de la Iglesia en todos sus niveles. Las
decisiones pastorales, los nombramientos, las propuestas de servicios y
ministerios en la comunidad cristiana deben ir precedidos de una fase de
amplia consulta a los creyentes más implicados en cada caso.
Sólo ahora, sentadas las bases, se plantea la cuestión de “un obispo
autóctono”.
Una de las características que, a juicio del Consejo Pastoral
Diocesano, debería tener el obispo de Bilbao ha sido la necesidad de que
él, para una incorporación afectiva y efectiva a esta Iglesia local, así como
para poder entender mejor su talante, sea autóctono y pueda comunicarse
también en euskera. Este rasgo era calificado por el Consejo como
importante, aunque no estrictamente indispensable. En un territorio
pluricultural y bilingüe como Vizcaya, la petición de un pastor conocedor
de la situación, con capacidad para expresarse en las dos lenguas oficiales,
encuentra fundamentos eclesiológicos y pastorales más que suficientes, ya
que viene exigida por la fidelidad y el mejor servicio a la misión
evangelizadora. Constituye una buena y lógica concreción de la localidad
de la Iglesia y de la exigencia de inculturación del mensaje cristiano en
una población que ha manifestado repetidamente su voluntad
mayoritaria de recuperación de su tradición cultural. No se trata de una
237
cuestión de segundo orden o intranscendente, como algunos, incluso
miembros de la jerarquía española, han afirmado.
Con todo, no es este un criterio absoluto, con independencia de
otros, ya explicitados en su día por el Consejo. Es decir, el hecho de que
un candidato no sepa euskera puede ser tolerado en razón de la
relevancia de sus capacidades respecto al resto de criterios pastorales. Por
eso, lo normal debería ser que el obispo de Bilbao, por exigencias de su
misión y de la misión de la Iglesia, conociera la realidad y pudiera
expresarse en euskera. Lo contrario debe ser considerado como
excepcional, aunque, en un momento dado, pueda ser lo más conveniente.
En todo caso, la excepcionalidad y su conveniencia habrán de decidirse en
diálogo con la propia Iglesia local y sus responsables e instancias más
representativas.
Nos adentramos ahora en su quinta parte: “La obediencia a la
voluntad de Dios a través de sus diversas mediaciones”.
La voluntad de Dios se expresa necesariamente a través de
mediaciones históricas que la hacen accesible. No únicamente eclesiales,
sino que pueden abarcar otro tipo de realidades. A la Iglesia, como
comunidad hermenéutica, le corresponde fomentar el diálogo entre las
diversas mediaciones, para poder discernir y actualizar las llamadas de
Dios a través de acontecimientos y personas de muy variado signo. La
falta de apertura a esas voces conduce a una retirada de la Iglesia de la
vida pública y a su consiguiente aislamiento, lo cual dificulta o impide
una evangelización inculturada. Determinadas afirmaciones sobre la
competencia exclusiva para la designación y nombramiento de obispos,
vertidas en las últimas semanas, generalmente por obispos y responsables
de Iglesia, han dejado entrever un divorcio entre Iglesia y sociedad, fe y
cultura, comunidad cristiana y vida pública, que no parece propio de una
Iglesia que desea escuchar las voces de su tiempo.
Una de las mediaciones es la del sucesor de Pedro, que a menudo
suele ser la única que se invoca con motivo del nombramiento de los
obispos. Afirmación válida, pero no del todo precisa y no está exenta de
un riesgo de manipulación. También la voluntad papal se sirve de
mediaciones e intermediarios.
18 de mayo de 2008 / martes 3.6.08
HKC
La “Reflexión” prosigue el punto anterior de la siguiente manera: Se
hace necesario diferenciar entre lo que es propio del ministerio petrino
(en este caso, nombramiento o confirmación de los candidatos
legítimamente elegidos) y lo que constituye un modo concreto de
presentación y promoción de candidatos al ministerio episcopal. Muchas
dificultades no provienen del ejercicio del ministerio petrino, sino de
238
personas e instancias que, amparándose en él, pretenden imponer una
determinada visión de la realidad eclesial y adoptar las medidas a su
juicio más pertinentes.
Entre las diversas mediaciones necesarias para alcanzar el
conocimiento de la voluntad de Dios están también la vida y el sentir de
la Iglesia local, expresado normalmente de muy diversas maneras, pero
que presenta unos sujetos plurales, concretos y diferenciados (obispo,
vicarios, consejos, laicas y laicos, asociaciones o comunidades religiosas).
Se trata de una instancia que debe ser siempre tenida en cuenta y
discernida convenientemente a la hora de ofrecer y de asumir un
ministerio. No tenerla en cuenta suficientemente implica el riesgo de no
captar la voluntad de Dios para su Iglesia y constituye una grave
imprudencia.
Por fin, llegamos a las conclusiones de la “Reflexión”.
Los criterios de discernimiento evangélico para juzgar un sistema de
elección de obispos son: el servicio a la comunión, el impulso a una
evangelización inculturada, la finalidad espiritual del ministerio y la
promoción del bien común de la Iglesia. La elección de un obispo atañe a
la comunión eclesial, hasta el punto de constituir su piedra de toque. Ella
debería expresarse hoy de forma articulada en el doble plano de la Iglesia
local y universal, mediante unos adecuados mecanismos de consulta que
garanticen un alto grado de diálogo y participación. En todo caso, el
sistema y el proceso deben efectuarse pensando en promover, siguiendo
el espíritu del Vaticano II, unas Iglesias locales sólidas, conscientes de su
propia responsabilidad dentro de la comunión universal. Ese ánimo ha
guiado al Consejo Pastoral Diocesano en su propuesta de un
procedimiento que, con las mejoras oportunas, es asumible por la Iglesia.
Se hace necesario diferenciar entre lo que es propio del ministerio
petrino (en este caso, nombramiento o confirmación de los candidatos
legítimamente elegidos) y lo que constituye un modo concreto de
presentación y promoción de candidatos al ministerio episcopal. Muchas
dificultades no provienen del ejercicio del ministerio petrino, sino de
personas e instancias que, amparándose en él, pretenden imponer una
determinada visión de la realidad eclesial y adoptar las medidas a su
juicio más pertinentes.
El Instituto Diocesano de Teología y Pastoral, fiel a su propia
identidad y en comunión con el nuevo obispo D. Ricardo Blázquez y su
auxiliar D. Carmelo Echenagusía manifiesta su empeño por seguir
sirviendo a la Iglesia local diocesana inserta en la sociedad de Vizcaya,
verdadero país de misión y lugar en el que se va realizando el Reinado de
Dios. En esta línea de servicio ofrece esta reflexión, en la confianza de que
contribuirá al avance de una conciencia eclesial que siga actualizando hoy
y aquí el pensamiento del Concilio, concretado en las grandes líneas de la
Asamblea Diocesana.
239
Hasta aquí, desde hace varios días la “Reflexión teológica sobre los
nombramientos episcopales” que el Instituto Diocesano de Teología y
Pastoral de la diócesis de Bilbao aprobara el 17 de noviembre de 1995.
Como se ve es de importancia extrema, por eso me he molestado en
trasladarlo tan largo y ceñido como he sido capaz, esperando que tú lo
leas con todo el cuidado que se merece.
Importante: este Instituto Diocesano nada tiene que ver con la
Facultad de Teología de la Universidad de Deusto, no siempre
coincidentes en sus pensares.
¿Qué pensar de todo ello?
18 de mayo de 2008 / miércoles 4.6.08
HKD
Si has leído estos días las “Reflexiones” que tan morosamente he
presentado, habrás podido comprender a la perfección qué significaban
aquellas palabras: “nosotros y lo nuestro”. En numerosos puntos no
puedo sino estar de acuerdo, claro. ¿Merece la pena entrar en grandes
explicaciones? Las cosas son claras.
Ahora bien, se dibujaba con claridad una Iglesia local que, por así
decir, es la Iglesia universal encarnada en un lugar e inculturada en él. Y,
de este modo, la Iglesia universal que ya se da con todas sus notas en la
Iglesia local inculturada en su lugar, es el conjunto de esos pedazos de
Iglesia universal ligados por un bastante etéreo ministerio petrino. Se ve
cómo las últimas instancias efectivas de poder eclesial se dan de hecho en
la iglesia local. Uso la minúscula, perdóname, pero se trata de una Iglesia
local que se sabe, sin más, Iglesia universal, aunque pedazo de ella
coaligada con sus demás pedazos a través de un lejano obispo de Roma,
sin demasiadas mediaciones; no la tengo por verdadera Iglesia local. A lo
más será una sectación de ella.
Lo esbozado acá no es una Iglesia congregacionalista donde la
esencia es cada libre agrupación de fieles, con comunión difusa de unas
con otras, y en donde cada una de ellas elige a su pastor —bien es verdad
que contando con preparación teológica—, quien en virtud de esa
elección se convierte en la voz de su congregación. Nada tiene que ver
tampoco con una Iglesia de comunidades de base, al estilo de las ligadas a
la teología de la liberación, en donde sus pastores generan por abajo una
comunidad ad hoc. Es episcopaliana, pero hemos visto el papel menos que
difuso que el obispo tiene; seguramente se le venera y se le quiere, pero
no es sino un mediatizado presidente de un Consejo que le supera en todo
y al que debe docilidad. Piénsese en la firma a Félix, de la que se le pidió
cuentas al firmante por no haber contado con la aprobación previa del
Consejo, contrario a esa marcha durante el largo tiempo de cinco años. Es
verdad que en este modelo puede haber un líder, pero este, ciertamente,
240
no lo será el obispo ordinario de la diócesis. La esbozada en las
“Reflexiones” es una Iglesia en donde el centro de todo está en el Consejo
de Pastoral; quizá, mejor, en los diversos Consejos diocesanos. Es él el
garante de la unidad, quien discierne la inculturación, quien se preocupa
de que las relaciones entre la fe y la cultura vayan por el buen camino,
quien hace la política de nombramientos, evidentemente, quien eleva o
desciende en la escala de encargos pastorales, etc. Todo. El obispo
ordinario en ese esquema es importante, preside el Consejo, preside la
comunión, pero su ministerio, quizá esencialmente litúrgico, queda
capitidisminuido, como el petrino. Tiene las manos trabadas. Parecería
que no es sino el ejecutor venerado de las decisiones del Consejo. Este,
evidentemente, está constituido por clérigos y laicos, pero me temo que
estos no son otra cosa que laicos clericalizados; como sabéis, una de las
peores clases de clérigos.
Y si las cosas son así, cuando las cosas son así, ¿no es labor esencial
de la Iglesia universal y de las Iglesias locales circunvecinas poner coto a
esa sectación, a esa toma de un Poder que en la Iglesia ni existe ni puede
existir por quien aparenta tener para sí el poder mismo de Cristo? Sus
Consejos de Pastoral parecerían ser los órganos directores, contra los que
no parece claro que pueda haber disenso eclesial alguno. Incluso, como
aparece, pueden actuar al margen de su propio obispo, que, sin embargo,
es su cabeza y quien lo convoca.
18 de mayo de 2008 / jueves 5.6.08
HKE
Veis cómo me he tomado en serio un texto, probablemente
muriente, que viene de 1995. Tanto que he dedicado cuatro
paralipómenos y medio a presentarlo, y mucho menos a exponer mis
desacuerdos. Lo he hecho porque creo que ahí está mostrada la teoría del
“nosotros y lo nuestro”. Luego, en la inculturación, vendrán las
connivencias con lo que el régimen actualmente vigente en esa tierra
señala que es lo “nuestro”. Lo malo es que, como se da cuenta hasta el
más pintado, vale para cualquier régimen. Segunda cosa terrible, lo
“nuestro” siempre se opone a aquellos los “no nuestros”. Hay, pues,
incompatibilidad absoluta con el reino de Dios.
Entre las reacciones al nuevo obispo auxiliar, dejadme que note la
del jesuita Francisco José Arnáiz, nacido en Bilbao, una vida en la
República Dominicana, quien los últimos años ha sido obispo auxiliar de
Santo Domingo, mostrando con suave sensatez la universalidad de la
Iglesia.
Pero hay más. Las casualidades de la vida, nuevamente, han hecho
que por medio de esta arma increíble que es internet, haya podido
conocer el documento de uno de los grupos laicales más importantes de la
241
diócesis de Bilbao sobre el nombramiento y ordenación de Mario Iceta
como obispo auxiliar. Es más que posible que miembros de ese
organismos estén felices con él; pero esto es más una intuición que una
seguridad. Señalan en su papel cómo el procedimiento seguido para la
designación, ajustado a Derecho, ha provocado el agudo desencuentro de
muchas personas: unas por interpretar que se ha quebrado la línea de
corresponsabilidad nacida del Concilio Vaticano II y concretada entre
nosotros, dicen, con la Asamblea Diocesana y, otras, por interpretar en las
reacciones de las primeras desautorización o desafecto a nuestros obispos.
Simplemente, ponen ahí su sentir sobre las divisiones acontecidas. Mas
añaden luego al punto que el proceso seguido, no respetuoso con formas
de proceder habituales en nuestra diócesis, es para nosotros causa de
gran preocupación y dolor. En el juicio del proceso, pues, encontramos
todavía algunos restos del “nosotros y lo nuestro”. Prosiguen después
lamentándose del desconcierto que ha causado en tantas personas, gentes
sencillas como ellos, con las que viven y celebran la fe.
No creo que la manera en que se hacen los nombramientos sea la
excelente, ciertamente, aunque no acabo de percibir otras que sean
mejores con nitidez. Hay diócesis centroeuropeas en las que se hace de
otro modo. Rigen en ellas costumbres y reglas canónicas distintas,
también ajustadas a Derecho. Pero aquí no es así. Por eso me parece
destilación última de la “Reflexión” y de lo que ella significa la mención
de que el proceso no ha sido respetuoso “con formas habituales de
proceder en nuestra diócesis”. ¿Es un “nuestra” posesivo? Siempre,
finalmente, “nosotros y lo nuestro”.
Desde la lejanía, como acontece en mi caso, me parece que ese
nombramiento, debido a la exigencia de que el anterior obispo auxiliar,
Carmelo Echenagusía, había llegado a la edad de jubilación, se ha
efectuado con enorme prudencia, en seguimiento de la línea de enorme
prudencia que el obispo ordinario ha seguido desde su nombramiento.
Hubiera podido elegir otras, sin embargo, esta ha demostrado ser por
demás interesante. Se está haciendo con la diócesis. Casi por muerte
natural, aunque con agónicos estertores, ahora lo hemos visto, se va
disolviendo el Poder al que he venido refiriéndome. La diócesis parecería
que quiere comenzar a normalizarse; a tener un solo centro: Cristo. Las
personas cambian. Los defensores de ciertas maneras envejecen. Nada
seguro es que los jóvenes advinientes piensen y actúen de idéntica
manera a la de ellos. El nosotros y lo nuestro se hacen más universales,
dando cabida al flujo del Espíritu. Parece crecer la libertad de ese flujo.
19 de mayo de 2008 / viernes 6.6.08
HKF
242
Ya lo dijo el viejo Poncio: lo escrito, escrito está. Por esa razón ni
siquiera me atrevo a leer los últimos paralipómenos antes de que salgan
publicados, no sea que me llene de escrúpulos. Razón por la cual voy a
dar otra vuelta de tuerca.
Estoy echando grandes ojeadas a un libro publicado hace muy poco
en la Facultad de Teología San Dámaso, Los obispos españoles ante los
conflictos políticos del siglo XX, editado por José María Magaz. Me está
haciendo reflexionar. ¿Qué papel deben ocupar los obispos en las
cuestiones políticas? Comenzaremos por dos evidencias. Hubo tiempos en
los que la sociedad civil, los gobiernos de turno, mejor, el Estado,
quisieron hacerse con la Iglesia, con su enseñanza —me refiero a su voz
escuchada—, con su influencia, que buscaban contrarrestar y hacerla
suya. Hay un antes y un después del decreto sobre libertad religiosa del
Concilio Vaticano II, quien clarificó y cambió en muy buena manera las
posiciones mismas de la Iglesia católica en lo tocante al lugar en el que a
partir de entonces ha de ponerse para defender sus derechos, es decir, la
plena libertad religiosa para sí y para todos los demás, ante la sociedad
civil, sus gobiernos, y, más aún, el Estado.
Cuando a la Iglesia se le querían requisar sus derechos, se defendía.
Ahora bien, quizá entonces esos derechos eran mayores de los que el
Concilio ha señalado con tanta razón. Quizá la Iglesia pedía demasiados
derechos —como ella está en posesión de la verdad, el Estado debería
siempre defender esa verdad que ella detenta en totalidad—; pero el
Estado también quería quitarle demasiados derechos. Un solo ejemplo.
Fuera con las órdenes religiosas, especialmente, como se vio en la
Segunda República, abajo los jesuitas; suprímanse. Un problema que venía
arrastrándose desde el siglo XVIII: recuerda que, bajo presión de tantas
cortes europeas, los jesuitas fueron suprimidos por el papa de un solo
plumazo. Pero, se vio claro enseguida. Los Estados exigían para sí tantos
derechos y tanta liberación de derechos en su beneficio que la Iglesia
católica, y las demás Iglesias cristianas, apenas si iban a terminar
convirtiéndose en no otra cosa que meros organismos burocráticos del
propio Estado en atención al ámbito de la religión y de las creencias; lugar
en el que igualmente debería meter mano. Hubo muchos más problemas,
lo sé, pero ahí, en ese meter mano, estaba, tal como entiendo, el quid de
los enfrentamientos Iglesia-Estado. Derechos y poderes.
Esto —junto a muchas más cosas, el problema es complejo— hizo
que los obispos, los sacerdotes y religiosos, los laicos tuvieran enormes
tentaciones de influir poderosamente en la política para corregir sus
desvaríos. Lo hacían desde plataformas doctrinales que luego el Concilio
ha variado y ajustado; pero es cierto que se veían constreñidos a tomar
actitudes beligerantes en política. Tenían la impresión de que se jugaban
su propia existencia como Iglesia católica, universal. No querían y no
podían ocupar plaza como algunas de las Iglesias surgidas de las terribles
disensiones del siglo XVI, en las que su sometimiento al Estado, al estado
de cosas, quizá mejor, era completo: el nombramiento de los obispos
243
anglicanos, por ejemplo, el ser Iglesias estatales a cargo del presupuesto
del Estado, etc., etc., situaciones de hecho que sin duda les ponían bozal.
La Iglesia católica buscó siempre la libertad de acción y de pensamiento. E
hizo muy bien. Cualquier otra actitud hubiera sido puro y simple
dejacionismo. Sus defensas respondían a los ataques que recibía. Lo
hicieron mal o bien, según casos y personas, pero estaba bien esa actitud
de no cejación ante quienes querían hacerse con ella y tomar para sí su
enorme influencia.
23 de mayo de 2008 / lunes 9.6.08
HKG
La línea de actuación es sutil, tanto para la sociedad civil y sus
gobiernos, no digamos si estamos todavía en Estados con mayúscula,
como para las iglesias. Las libertades, sin embargo, caen de este lado. Los
gobiernos y sus administraciones son garantes de libertades y
sostenedores de derechos de libertad, que, en lo tocante a la Iglesia
católica, está en el quicio decisivo del derecho a la libertad religiosa. Los
gobiernos y sus administraciones no pueden tomar para sí lo que son
derechos de otros; sí deben, en cambio, garantizarlos con el conjunto
ordenado de sus actuaciones.
Entiendo que esto que digo no es fácil de apuntalar y llevar a la
práctica, y, sobre todo, en casos como los nuestros, en los que se viene de
maneras muy distintas a las que ahora buscamos atenernos. Posiblemente,
por un lado y por el otro, en cuanto uno se descuida puede tomar
posturas que no debiera, porque el uno no se hace garante de derechos y
libertades, y la otra usurpa, o quiere hacerlo, poderes que no son suyos.
Gobiernos que se extralimitan. Lo conocemos bien. Obispos y hombres de
Iglesia que parecen tocar arrebato de la acción política, defendiendo
partidas en las que creen encontrar apoyo para sus posturas. Comprende
que en este caso me es igual que esos obispos y hombres de Iglesia
defiendan entrometidamente posiciones de izquierda, incluso extremosa,
como acá y allá tantas veces hemos visto tras el Concilio Vaticano II, o
defiendan posiciones de derecha, creyendo en uno y otro caso que los
derechos de la Iglesia —entendidos, sin duda, de forma atrabiliaria—
vendrán dados por la ganancia política de su sectación, lo que lleva a
creer que la Iglesia tiene deberes con respecto a ella. Una llamada de
atención a unos y a otros: ¿no se han dado cuenta todavía que los
intereses de las sectaciones políticas van a lo suyo y seguramente utilizan
a la Iglesia para lograrlo, y que si defienden los derechos de ella tantas
veces ha sido en detrimento de sus libertades? La historia, incluso muy
reciente, nos depara ejemplos mil.
Entiendo que el problema de verdad está en la finura de la
percepción de las situaciones y del juego ordenado de lo más conveniente
244
en cada una de esas situaciones tan cambiantes. Cuestión de oportunidad
y, a la vez, de defensa cerrada de las libertades, en sutil interdependencia
llena de inteligencia. Una difícil manifestación de la coherencia racional.
Cuando las cuestiones de principio no están en juego o han sido
afirmadas y se siguen afirmando con rotundidad, ¿pueden los obispos o
los hombres de Iglesia o sus medios tomar posiciones asilvestradas
favorecedoras de sectaciones políticas? No. Además, me parece que en ese
diálogo la Iglesia no utiliza las mismas armas que los Estados: presiones
varias, incluso políticas. Estas ni son maneras ni nada tienen que ver con
la Iglesia. ¿Significará que no pueda organizar, por ejemplo, una magna
celebración de la familia en momentos en los que quiere mostrar la fuerza
de la propuesta de familia que la Iglesia hace y su realidad fehaciente,
cuando legalmente la familia ha quedado profundamente minusvalorada?
¿Significará que no pueda decir con rotundidad lo que piensa del aborto?
Estas cosas están dentro de la libertad religiosa que nadie puede quitar a
la Iglesia. ¿Significará que ni obispos ni medios de la Iglesia ni grupos
católicos pueden deslizarse a tomas de postura que son meramente
partidarias de una sectación política, y menos aún de una sectación
particular de la sectación general? Efectivamente, significa eso. Nadie se
llame a engaño en estos terrenos, pues esto es ya un ataque frontal a la
Iglesia desde sus mismos flancos.
24 de mayo de 2008 / martes 10.6.08
HKH
Se hace patente a quien da vueltas a estas cuestiones tan
importantes, tan del momento, tan de siempre, que la prudencia es
decisiva. No valen imprudentes que, so capa de que ellos son libres
diciendo siempre lo que piensan insensatamente y sosteniendo con
empeño que la Iglesia entera piensa como ellos, se dedican a atacar a los
gobiernos o a la sociedad civil desde sus rígidas posturas que,
seguramente, van mucho más allá de lo que se substancia en el quicio de
la libertad religiosa. Aun en el caso de que se sostuvieran en ese quicio, la
imprudencia y la descoordinación es cosa muy preocupante. ¿Puede uno
hacerse portavoz de todos cuando nadie le ha hecho detentador de esa
portavocía? Entiendo que esto que digo ahora fácilmente puede entrar en
contradicción con lo del líder y la necesidad de liderazgos a los que
seguir, pues nos muestran caminos por los que discurre nuestro
seguimiento de Jesús. Pero ¿recordáis el cuidadoso empeño que puse en
distinguir, y decirlo, que los obispos tienen otra función distinta de esa
que llamo de líderes, si bien en situaciones límite siempre ha acontecido
que obispos han sido para su Iglesia verdaderos dirigentes en la
resistencia ante la injusticia de los ataques e incluso en el martirio?
¿Puede un obispo perder la libertad de su palabra? No, claro, jamás. Pero
245
debe ser prudente con ella y, si llegara el caso, nunca servirse de ella para
obtener portavocías que nadie le ha dado. La prudencia es esencial en
estas cuestiones. Una coherencia racional sostenida en la prudencia y
buscadora desaforada de la defensa de nuestra libertad religiosa; la
nuestra y la de todos.
¿Y los medios? ¿Pueden medios católicos entrar en defensas y
ataques de sectaciones, y más aún si son sectación de sectaciones? Creo
que deben tomarse medidas para que esto no acontezca, aunque es obvio
que estas no pueden ser imprudentes, pues, como ya sabemos, podrían
llevar a la desaparición del medio. ¿Se están tomando medidas? Entiendo
y oigo que hay mucho malestar con esto a lo que me refiero. Malestar
profundo entre católicos. ¿De qué manera un medio de masas puede ser
católico? Sosteniendo el quicio de la libertad religiosa, para la Iglesia
católica y para todos. Haciéndolo con toda su fuerza y con todas las
consecuencias que de ello se deriven. Pero ¿también engañándose, como
así lo creo, pensando que sus tomas de postura tan por fracciones de
sectación defiende el quicio de la libertad religiosa para la Iglesia católica
y para todos? Esto no puede ser. Decía Charles Péguy, es cierto, que una
publicación católica tendría que perder una fracción de sus subscriptores
con cada número publicado. Esa libertad la entiendo y la comparto.
También ella tiene que ser montarazmente libre. Pero ¿puede perder una
parte de sus escuchantes porque tome posturas de sectación política que
no todo católico comparte, ni mucho menos? No.
La Iglesia debe ser por demás prudente en sus posturas, dejando,
claro está, la libertad de que los católicos tomemos las posiciones políticas
que veamos como más ajustadas a nuestras creencias, claro. Eso sí,
cubriendo en ellas lo que creemos esencial en la defensa de ese quicio
férreo que es nuestra libertad religiosa y la de todos los demás. Aquí, es
obvio, tenemos que ser intransigentes. Y, también es verdad, podemos
pensar que de este o del otro modo ejercemos esa libertad de
intransigencia, con esta política o con la otra. Esto es tan importante que
nadie en la Iglesia puede engañarse. Nadie en la Iglesia —ni sus medios,
evidentemente— debe tomar posturas políticas que estén por encima de
esas libertades y de los derechos que se deriven.
24 de mayo de 2008 / miércoles 11.6.08
HKI
Te preguntarás cómo ahora hablo de libertades y derechos cuando
antes escribía sobre valores. No se puede olvidar que eso, tan claro para
nosotros tras el Concilio, la libertad religiosa, convertida en derecho
fundamental, en marco de otros derechos para que aquella sea verdadera
—recordad el magnífico libro de Gerardo del Pozo—, es un valor que se
expresa como tal, siendo una autorrealización vital de lo que somos.
246
Hemos tardado mucho en darnos cuenta de que es así y de que en ella
está un quicio esencial de la libertad tal como la Iglesia la entiende. Entre
ver algo que tomamos como valor, puesto que nos amejora, entendiéndolo
como punto esencial de eso que ardientemente buscamos ser, y
convertirlo en un derecho de libertad religiosa fundante, pasa mucho
tiempo. Son muchas las cosas que tienen que aclararse, desde un punto de
vista racional, sí, pero, sobre todo, desde un punto de vista práctico.
No es nada fácil ver que la sociedad civil y el gobierno que se da a sí
misma, además del Estado que construye para ese gobierno, aunque haya
nacido de una visión cristiana, como aconteció en Europa, tiene sus
propios ámbitos, que no deben ser invadidos por la sociedad cristiana que
se constituye, la Iglesia. No es nada fácil ver que una sociedad como la
ginebrina que construyó Calvino no es aceptable, ni desde el punto de
vista de la sociedad civil, que pierde las libertades de su ámbito, ni de la
sociedad religiosa, que se convierte en invasora de lo que nada tiene que
ver con ella; cuando no se da exactamente lo contrario, que pierde el
ámbito de su ser, absorbido por el de la sociedad civil. No es nada fácil
que una sociedad civil así se ponga límites a sí misma y no se adentre en
la sociedad de las conciencias —digo así porque no se trata sólo de
adentrarse en las conciencias individuales—, y que una sociedad religiosa
en connivencia con esa sociedad civil no haga lo propio, dándose un
contubernio inextricable entre el Estado y la Iglesia. Un problema
imperioso que surge al punto es qué pasa con las otras Iglesias,
confesiones y religiones. ¿Qué es la tolerancia y cómo debe darse sin que
signifique, sin más, un relativismo reductor y, por tanto, finalmente
destructor?
Creo que la realización que se dio en la Constitución americana está
en la base de la comprensión que hoy tenemos del asunto y de la solución
que le estamos dando. La administración gubernamental —¿Estado?, sí, a
condición de que se pueda poner con minúscula, al no ser ni generador
de libertades ni fiscalizador de derechos, sino administrador de unos y de
otros para el bien común de la sociedad civil y en perfecto respeto de la
sociedad religiosa— que la sociedad civil se da, hace de garante de
libertades y derechos, pero no toma partido por los ámbitos en los que
unos y otros nacen, se desarrollan y se conservan; da ocasión a que se
produzcan con entera libertad. No es que los tolere, sino que es garante
de ellos. Entre esos derechos y libertades está de manera muy percutante
la libertad de los padres a la educación de sus hijos y la libertad religiosa,
con tal de que no sean libertades que, en su uso, coarten derechos y
libertades de otros. Pero no se inmiscuye. No puede inmiscuirse fuera de
su papel de garante. También está, por supuesto, la libertad y el derecho
de existencia de la sociedad civil que administra su gobierno en modo de
Estado como ella ha decidido darse, si no va en contra de libertades y
derechos de las otras.
24 de mayo de 2008 / jueves 12.6.08
247
HKJ
Hay veces que uno se queda sorprendido de la manera en que la
gubernabilidad, tan mandante, trata a la Iglesia católica en nuestro país.
Es actitud muy miope que debemos analizar. Parece que tienen verdadero
interés en ponerse en contra a los católicos; como si lo buscaran con
infinito ahínco. Quizá porque tienen la pretensión segura que deben
imponerse a ella. Veremos por qué. Quizá porque piensan que ya la Iglesia
no representa apenas nada en España. Pero, cuiden, no sea que se
confundan por completo. Vamos a verlo con brevedad extrema.
Se diría que entre nosotros partidos de izquierda extremosa verían
con muy buena vista cómo la Iglesia católica va desapareciendo o, al
menos, de manera segura va quedando reducida a sus sacristías. No creo
ser esta la postura de los socialistas españoles. Quieren llegar a acuerdos
estables, pero siempre que antes se haya dado un trasvase, por ejemplo
en educación, de posiciones de prevalencia católica a posiciones de
prevalencia socialista, progresista dicen a veces, mas creo que esta
palabra muestra la anterior. Y todo esto lo quieren hacer so capa de
neutralidad. Los tiempos que vivimos, tiempos definitivamente científicos,
han hecho ver de manera segura el error educacional de la Iglesia. Está
bien que mantenga estructuras educacionales y asistenciales, que tan
baratas salen al Estado, padre de todos los poderes, claro, pero lo debe
hacer cuando haya aceptado la neutralidad condicionada y gobernada
por la ciencia. Entonces ya no habrá problemas, el entendimiento será
perfecto. La Iglesia se habrá convertido en una gigantesca ong, segura,
poco costosa y de enorme eficacia. Entonces, bienvenida sea. Ese es su
lugar. Ahí tiene plaza segura. Pero no, en absoluto, cuando quiere
inmiscuirse con sus doctrinas caducas en las conciencias de las gentes
para inyectarles posiciones atrabiliarias y no conformes con la moralidad
que se deduce de las leyes nuevas que España se está dando a sí misma
como fruto del progreso de la sociedad civil que la constituye. Esta será la
Iglesia de verdad existente entre nosotros, y no la antigualla que
defienden obispos y otras gentes removidas por partidos políticos del
pasado.
La Iglesia católica nunca ha aceptado estos planteamientos —no
estoy seguro que no lo hayan hecho ya algunas otras confesiones
europeas—; entiende que aceptarlos es precipitarse en su desaparición.
Confía, además, en que la situación pronosticadas por algunos está
producida por una mirada que se deja llevar de espejismos. La Iglesia en
su ya larga historia ha encontrado siempre caminos de liberación. Ella
dice de sí que está dirigida por el Espíritu Santo y que ningún poder
mundanal prevalecerá sobre ella. Tal es su esperanza. Tal es la esperanza
de los católicos. Por pocos o muchos que sean. Además, hay un segundo
punto de mirada que se deja llevar de espejismos. No se observan los
248
signos de renovación eclesial que se dan entre nosotros. Es como si se
estuviera ciego ante su evidencia. Y tampoco se mira algo obvio, lo que
acá acontece no ocurre allá; pero se ha decidido que todos los hombres y
mujeres del mundo nos van a seguir de modo impepinable en lo que
nosotros hemos dispuesto que acontece y acontecerá para siempre. Qué
grave desconocimiento de dos factores: la actualidad geopolítica que salga
más allá de nuestras narices, tan lindas, tan epulonas, y la realidad
resplandeciente de la Iglesia en tantos lugares del mundo. Para colmo,
¿estamos seguros de que nuestro ser epulonario no es sino una fugaz
pompa de jabón?
En estos juicios se da cada vez algo viejo y reviejo oído desde hace
tantos decenios: España es diferente, todos los países del entorno y del
entero mundo mundial nos seguirán. ¿Seguro?
24 de mayo de 2008 / viernes 13.6.08
HKK
Jacob Romero es un pianista, enseñante de música, que conocí en
mi breve visita a Ciudad de México. Me escribe pidiéndome lo imposible.
Me pregunta si he hablado sobre música. No me queda sino decirle con
toda mi cara dura que vaya a los índices de las dos primeras series de
estos paralipómenos, y ahora espero ya sólo un poco para que acontezca
lo mismo con esta tercera serie, si es que las cosa no se tuercen cuando
falta ya tan poco para llegar a puerto por tercera vez. En ellos encontrará
referencias dispersas sobre la música, siempre en los entornos del hablar
sobre la belleza. Pero, ¡ay, pobre de mí!, será él quien tenga que ir
husmeando trabajosamente acá y allá lo que me pide, si quiere que
responda a su pregunta. No me encuentro con fuerzas para hacerlo por
mí mismo ahora. Lo siento.
Me pregunta algo curioso por demás. Si en la definición de música
es posible considerar el silencio. En cuanto he leído este párrafo de su
carta, al punto me han venido a la memoria los impresionantes silencios
que se dan en las sinfonías de Bruckner, antes o después de salvajes tutis
de la orquesta entera a todo pulmón, si es que el director que las toca no
ha tenido la infamia de hacerlos desaparecer, como suele acontecer. Son
silencios profundos, que llegan al hondón de nosotros los veedores, es
decir, los escuchantes. Silencios que se hacen con nosotros para siempre.
Silencios que hablan de Dios. Que llevan a él. ¿De qué otra manera
podrían ser silencios constitutivos de la misma definición de música?
Me pregunta también Jacob la función que la música cumple en la
sociedad. ¿Tiene caso, me dice con un precioso mejicanismo, hacer
música? Pero le rearguyo, ¿podrías tú vivir sin la música?, ¿podría vivir la
sociedad sin música?, ¿ha existido alguna sociedad sin música? Las tres
preguntas sólo se pueden responde con una rotunda negativa. Incluso
249
cuando uno va por la calle paseando, despreocupado de todo, sin siquiera
darse cuenta va tarareando no se sabe qué. La madre canta nanas a su
hijito que le llegan hasta lugar tan escondido que van construyendo su
propio ser. Y cuando faltan esas nanas, el niño, la niña, crece en profunda
carencia de humanidad. Es asombroso lo que estos días sale a la luz
pública, las orquestas venezolanas de niños y adolescentes, muchas veces
procedentes de poblaciones peor que pobres y abandonadas de la
sociedad, en número casi infinito, además, que tocan como las mejores del
mundo. Se le da un violín a un niño o a una niña en un contexto
comunitario de comprensión y de cariño, y todo cambia. Gustavo
Dudamel es uno de los directores de orquesta hijos de ese movimiento
impresionante.
Maravilloso, no es el caso de dar la tabarra para explicar la música a
los niños, como algunos malhadados nos espetan una y otra vez,
utilizando, supongo, cuantiosos dineros públicos que, me temo, para nada
van a servir, sino el de poner un violín en sus manos. Cuando es así,
aunque el hecho de haberles mostrado el valor de escuchar esta música
sea ya cosa muy importante —como tuve la suerte que lo hicieran
conmigo, poniendo un valor en mi vida que la ha marcado para siempre—
, cuánto más es poner, quizá junto al ordenador, un violín en sus manos.
No clases innecesarias y mortales de utilización de ordenadores y de
violines, que rompen de aburrimiento al más pintado dejándole inservible
para siempre, sino el hecho de poner el violín en sus manos, dándole el
contexto en que eso sirva para hacerse más, mejor. Eso es un valor
inusitado.
24 de mayo de 2008 / lunes 16.6.08
HKL
A quien está ahí no le basta con escuchar la interpretación que otros
hacen de Bach o Chopin, Liszt, Schubert, me escribe Jacob. Busca la suya,
pues ha hecho cosa muy propia la música de estos autores. Con su
creatividad se ha convertido en intérprete; no sólo veedor, sino intérprete
de la belleza. Ahora esa música le sale a él del alma. Así pues, escuchador
y, a la vez, creador de belleza. Más aún, se va a ir convirtiendo él mismo
en autor de nueva música, porque habrá devenido compositor. Veedor,
como oidor que es, intérprete, compositor. En sus tres maneras, creador
de belleza. Pues quien oye recrea dentro de sí la belleza de lo escuchado;
es concreador de esa belleza. Intérprete, pues la belleza estática de la
partitura pasa por él para hacerse belleza dinámica; no sólo belleza
virtual, sino belleza leída e interpretada. Por último, componiendo crea
nueva belleza primigenia que otros deberán convertir en belleza
interpretada y, más allá, nosotros los veedores convertiremos en belleza
concreada en la escucha atenta y apasionada.
250
¿Me perdonará Jacob que copie ahora un trozo de su carta? La
música no deja de fascinarme cada vez que toco a Bach, Vivaldi,
Telemann, etc., experimento algo único e insustituible, podría decir que
es algo que me llena de emoción o me ayuda a purgar mi interior, en el
fondo, creo que es otro camino hacia Dios el escuchar música pura, los
textos limitan el mensaje que sólo la música puede dar, y de esta manera
creo contemplar una pequeña parte de Dios, bueno sin querer con esto
limitar al Todo Poderoso. Hasta aquí, Jacob.
Son preguntas, me sigue escribiendo, que él hace a sus alumnos y
que no logra orientarlos a encontrar respuesta. Señalar y ayudar a la
grandeza de la concreación de belleza es algo importante por demás. Debe
acompañar a sus alumnos en esa concreación. Mostrarles un valor que
ellos pueden hacer suyo con su ayuda; un valor de su propia
autorrealización que configurará sus líneas de universo en ese ser más
que él les propone. Supongo, además, que para hacer pasar a sus alumnos
de veedores de la belleza, en su caso de oidores, a intérpretes de ella
deberá exponerles difíciles maneras de técnica musical en las que sus
alumnos deberán sumergirse para ser no sólo concreadores de belleza
como veedores, sino puros creadores de belleza en ese paso impalpable de
lo virtual, que quedó mostrado sobre el papel pautado, a sonido musical.
Porque lo que se oye es la concreación del intérprete, a cuyo través el
papel pautado con sus signos cabalísticos se hace música.
¿Qué es la música? El conjunto sonoro de las tres concreaciones.
Incluso la del músico es concreación, pues sin el intérprete y el oidor no
tiene existencia de realidad. Él es, sin ninguna duda, el creador, pero sin
la concreación de intérprete y de veedor lo suyo no tiene sino existencia
todavía virtual. Por eso, también el intérprete y el veedor —siempre lo
digo así, porque veedor de belleza— participan, junto a él, en la creación
musical. ¿Es acaso el orden de los sonidos simplemente, me pregunta
Jacob? Claro que no. También aquí se da un complejo juego de creación y
concreación de compositor, de intérprete y de veedor, con las sutiles
interferencias que se dan entre ellos y su conjunto de corporalidades
societarias, históricas, de maneras y modas; sin ellas no se crea tampoco
aquí la belleza. Además, por supuesto, de todo el juego de corporalidades
antecedentes que hacen real esta nueva corporalidad que es la misma
música. Conjunción de la nuda materialidad de sonidos que llega hasta el
más-allá de la belleza.
24 de mayo de 2008 / martes 17.6.08
HLC
Me encuentro en estos momentos en una de las comunidades que
tengo más alejadas de donde usualmente vivo, Non Yang Kham. Como
cada viernes vengo a visitarlos a compartir un poco de vida con ellos, a
251
celebrar con ellos la Eucaristía y hoy a vivir algo mas la experiencia de fe
desde este comienzo de la Cuaresma, duermo aquí y al día siguiente
regreso a los pueblos ribereños del Mekong. Esta comunidad es pequeña
y yo suelo decir que esta a caballo del budismo y el cristianismo, a veces
no se de dónde están mas cerca. La comunidad camina o caminamos como
podemos. Hay niños, jóvenes, ancianos y matrimonios, en su mayoría
mixtos. Van saliendo de la atávica pobreza y los jóvenes que emigran a las
ciudades, especialmente a Bangkok, son los que han mejorado las
condiciones de vida de las familias, algunas jóvenes desde Patayya, una de
las zonas turísticas de Tailandia.
Hoy es un día tranquilo, han venido algunos niños que van a recibir
el bautismo en Pascua, ya han regresado a casa todos a cenar, menos Tat,
de 4 años que aún esta conmigo, su casa no esta muy lejos de la mía; lo
tengo pintando. Tat me habla y me habla en laosiano de lo que aprende
en la escuela y de lo que pinta en estos momentos, habla por los codos y
no me deja; me pierdo en lo que quiero escribiros.
He pasado meses en un silencio, no riguroso, pero un tanto
impuesto por muchos acontecimientos y circunstancias de la vida,
personales, del grupo, de trabajo con preparación de materiales de
catequesis, o tan simples como la cobertura en la comunicación, que en
algunas zonas me es difícil.
Pienso que la vida en la Misión ha de ser también una realidad
silenciosa, pasar sin que se note nuestro paso. Escuchar y escuchar la
vida y las historias de nuestra gente mas que escucharnos la nuestra y lo
que hacemos o no hacemos y, para los que pertenecemos a otra cultura, el
silencio es la mejor clave para no meter la “pata”. Demasiado altavoz en
el misionero no es bueno. También pienso a veces que este silencio nos
puede hacer callo y transformarnos en gente extraña, como los espíritus
que hacen temer tanto a mi gente. No se si crezco o menguo. La vida pasa
vivida desde esta abstinencia de la palabra, no se si este silencio podrá
hacerse forma y gesto significativo, tampoco me importa. Ya me he hecho
a ser obrero de balde, peón de cosechas perdidas, cuidador de campos
baldíos, por razones obvias, quijote de empresas sin suelo.
No penséis que no os recuerdo, repaso vuestros rostros, la memoria
de lo vivido, lo crecido en común, las esperanzas que compartimos, lo
sufrido y roto de nuestras vidas saltan al corazón, al repasar vuestros emails, vuestros nombres. Los acojo con el fervor con que se ha de recoger
el “taguay”, la ofrenda procesional de mis gentes, os guardo como tesoros
y rezo también por vosotros/as y por los vuestros. Sin embargo, estaréis
sorprendidos porque en esa cultura de la velocidad de la palabra y la
imagen a la que vosotros estáis ya más acostumbrados que yo, la mía, mi
palabra escrita es como un desvanecimiento en el ritmo de la amistad, en
la impaciencia que os impone la urgencia de la vida. Es una
descompensación o quizás un deshacer los lazos amigos que nos atan.
Casi se impone como obligación el rebote mediático, el silencio desentona
en las relaciones, y la incomodidad de este, produce desazón, si no duda…
252
Creo que los medios traicionan, no pocas veces, las intenciones de todos…
Sabéis que os quiero, sobran palabras…
31 de mayo de 2008 / miércoles 18.6.08
HLD
Vuelvo a quedarme solo; tras las reuniones y las plegarias todos se
marchan. Se sorprenden que al “padre” no le den miedo los “espíritus”
que se adentran en la noche. Se compadecen de mí. Les digo que me dan
más miedo los “vivos” que los muertos o los posibles espíritus que
hubiera, y que los espíritus que hubiere se atengan a las consecuencias si
se aproximan por allí. Se ríen y me dejan con mi locura. La noche es de
un raso total y en esta oscuridad de la noche el cielo se muestra con más
sorprendente belleza. La luna riela en la laguna de abajo. ¿Me ha de dar
miedo la belleza de la noche? La belleza de la luna reflejada en la laguna.
Quizás tenga que tener mas miedo en no pisar alguna de las culebras que
pueblan mis alrededores cuando miro tanta luz en ese silencio y claridad
del cielo.
Cierro la puerta de casa, son las siete y media de la tarde. Tengo que
preparar lo que mañana tengo que decirles en la homilía a mi gente. Es un
ejercicio tan necesario como fatigoso, extenuante diría yo, para no saber
nunca si entendieron o no, o que es lo que han entendido en caso de
entender algo. Les pregunto mil veces y se sonríen. Es otra de las
soledades que llevo a cuestas en este erial espiritual de las noches de Non
Yang Kham, o quizás de mi trabajo aquí en Tailandia, eso sí, endulzado
por esas sonrisas que me dan animo para la próxima semana volver a
estar con ellos.
Al final nos dice que nos quiere a todos. Adivináis que este texto no
es mío sino de Luis Miguel Avilés Patino, quien con las bodas de plata de
sacerdote se fue de misionero a Tailandia, junto al río Mekong. Los
paralipomeneros rancios lo conocéis. No he hecho sino copiar aquí,
igualmente para vosotros, su carta maravillosa. ¿Podría concebir cosa
mejor con mi tan viejo amigo?
Pues bien, Manuel Rincón, amigo grande también, está de
funcionario de la ONU encargado de una parte importante de Asia. Vive
en la capital de Tailandia, Bangkok. La última vez que le vi le hablé de
Luis Miguel, que habita muy lejos de su capital. Me escribe esta carta
tierna de su encuentro con nuestro misionero.
La última vez me presentaste a Luis Miguel. Tuvieron que pasar
meses para que se diese la circunstancia de que él estuviese en Bangkok;
al final nos conocimos en una cena justo antes de su autobús de vuelta a
Isaan. Tres meses más tarde, hemos estado visitándole en su parroquia del
río Mekong. Nos ha tratado maravillosamente. La experiencia ha sido
grata, pues es la zona más pobre del país y donde se mantienen más las
253
tradiciones pre-industriales y los hábitos panteístas anteriores al
cristianismo y al budismo. Los espíritus, la Iglesia y la tecnología conviven
como pueden. Voy a contar un poco la experiencia.
Allí fuimos bienvenidos en perfecta hospitalidad por los feligreses
del pueblo. Esto lo demuestran en un rito en el que atan las manos del
que llega. Después de los rezos, ponen un huevo duro, una hoja de
lechuga y un plátano en la mano que espera. La comunidad en pleno se
arma de cordones de algodón blanco, y empiezan a atarlos en la muñeca
derecha. Cada persona mueve el hilo por el brazo y acaba atándolo a la
muñeca, a la vez que mira a los ojos sinceramente y pronuncia un buen
deseo. También, parece que cada hilo está asociado a uno de los 32
espíritus guardianes, o khwan, que presiden cada órgano o parte vital del
cuerpo.
31 de mayo de 2008 / jueves 19.6.08
HLE
Cada hilo simboliza a la vez la bienvenida y las ataduras que no
demandan nada; una conexión que se mantiene mucho más tiempo de lo
que dura el acto. La tradición parece que viene de la antigua Indochina.
Según entendí, es la renovación de la vida, el volver a empezar limpio. A
veces se practica en los casamientos o después de un simple accidente de
tráfico. Elimina los malos espíritus del pasado y fortalece las buenas
influencias.
Todavía todos los hilos están en mi mano y no parece que se vayan
a caer, como frescas se mantienen las flores que atadas en un cordel
circular nos regalaron en el pueblo.
En esta zona, hasta los templos en este lado tailandés del río son
estilo laosiano con sus altos chedi, sus a veces cien kilos de oro de 24
quilates, y el sonido de sus gongs reverberando por las galerías.
Desgraciadamente no pudimos acercarnos al sitio arqueológico de
Ban Chiang, donde se asentó la comunidad Khmer hace 6000 años, y
donde todas las teorías del hombre migrando de Medio Oriente a Asia se
desvanecen. Tampoco vimos las cuevas antiguas de Phubrabat, con
inscripciones de hace 2000 años. Lo que sí vimos es el jardín de Sala Keo
Kou, como enlace del pasado antiguo y el moderno Isaan, un jardín con
200 figuras realizadas en cemento tan grandes como un edificio de seis
pisos. Algunas reflejan la cercanía de la religión Hindú en Indochina y
otras las creencias budistas posteriores. Por ejemplo, están las estatuas de
Shiva y su mujer Parvati junto con Ganesh, su hijo con cabeza de elefante.
La mayor de las figuras representa un Buda meditando protegido por
Cobras Reales.
Aunque la sociedad tailandesa no es tan jerárquica como la
japonesa, el “wai” muestra lo respetuoso, educado y cortés que es el
254
tailandés. La persona que lo hace junta las manos delante de la cara
frente al mayor. No es solo un saludo, los niños lo hacen a sus adultos o,
en general, en señal de servicio se hace a los pees, a los nays y a los jefes.
Cuando un farang o extranjero lo hace a un niño, puede que éste le pierda
el respeto. Yo solo lo hacía a los niños cuando se habían comportado de
alguna forma buena y había que recompensarlos. Siempre las relaciones
están llenas de cortesía y de sonrisas.
En el wai también importa cuán arriba se suben las manos y cuánto
se agacha la cabeza. El normal es a nivel de barbilla y pecho, con un
pequeño movimiento de la cabeza, pero a veces se sube las manos por
encima de la cabeza y se dobla todo el torso desde la cintura, en el caso
del Rey o de un momento importante en la vida familiar de hijo a padre.
La actitud que denota es la de escucha, uno queda a disposición, en plena
escucha al otro, en agradecimiento.
Quizás está relacionado con esta costumbre y esta jerarquía el hecho
de que el tailandés necesita no “perder la cara” y haría cualquier cosa
para evitarlo.
En fin, hemos aprendido mucho de lo que es este país, de lo que
significa ayudarles a “desarrollarse” e incluso de lo que comen.
Termina Manuel su carta-e agradeciéndome la presentación.
Luis Miguel, Manuel, perdonadme que os haya copiado. Pero ¿podría
haber hecho mejor que aprovechar espacios paralipoménicos para dejaros
la palabra, y desde aquí, tan lejos, pero tan cerca del amigo misionero,
rendirte, Luis Miguel, nuestro gesto de ternura y de cariño?
Una Iglesia no misionera es una Iglesia muriente. ¿Será que nuestra
Iglesia, a través de gentes como Luis Miguel, nos muestra todavía su
increíble vitalidad?
31 de mayo de 2008 / viernes 20.6.08
HLF
Iban Munilla me escribió va para el mes. Le prometí responderle en
algún paralipómeno. La pregunta estaba llena de substancia. Dejarlo para
sucesivas series es demasiado peligroso. Aprovecharé estos pequeños
resquicios que me quedan antes del jubilar vagueante por cuyo
contentamiento comienzo a salir de un tiempo en que nada parecía
cundirme. Empieza a ser claro que el B.O.E. deberá quedar para nuevas y
trepidantes aventuras; pero tiene grandes robusteces y sabe esperar.
Recordad que me da la manía de hacer este distingo en tríada:
mundo, cuerpo de hombre/cuerpo de mujer, realidad. Nosotros somos
constructores de corporalidades: este ordenador, las recetas de cocina, las
constituciones, los relojes, la técnica, obras de arte, etc. Ellas son
realidades nuestras, no meros seres mundanales. Han pasado por
nosotros. Nosotros las hemos construido, por más que, es evidente, con
255
materia mundanal: textura de tela, marco, aceites, pigmentos extendidos
con pincel y espátula. El conjunto de estas realidades, junto al mundo, es
decir, todo lo mundanal, y nosotros mismos, defiendo que tiene
fundamento en lo que llamo realidad. No un desperdigamiento de
realidades y pigmentos, sino que ese conjunto está conformado en una
realidad que se nos da: tal es el paso de la obra de arte a la contemplación
de la belleza.
¿Dónde se dan las leyes, las leyes científicas? El mundo, sin nuestras
realidades construidas, sería suficiente, dice Iban, en el caso de que el
hombre —yo digo, sabéis mis manías, el cuerpo de hombre— no existiera.
Pero, continúa, existiendo el hombre —utilizo su lenguaje— es necesario
hablar de una realidad.
El realismo afirmaría la posibilidad del conocimiento del mundo y la
existencia de leyes de su funcionamiento sin depender para nada de
nosotros, pues existían como tales antes de que nosotros estuviéramos
sobre él. Ver las cosas así me parece comprometido, y no necesario para
decirse realista.
El conocimiento del mundo por nosotros es un hecho. El que
nosotros imputamos al mundo leyes de funcionamiento es igualmente un
hecho. Hacemos ambas cosas en la actividad de nuestra razón práctica.
Los animales, no; al menos con la incidencia acertante que es la nuestra.
Ellos ni tienen conocimiento general del mundo, el suyo es más bien un
conocimiento ligado a su estricta supervivencia y reproducción, así pues,
retenido por sus instintos, ni le imputan leyes generales de
funcionamiento. Su conocimiento del mundo es meramente adecuado a
sus instintos. Para nosotros, en cambio, el acto del conocimiento y de la
imputación no está constreñido por nuestros instintos, es libre. Está
ligado de modo intrínseco a los nuevos grados de libertad que genera
nuestra inconmensurable creatividad. En nuestro enfrentamiento creativo
con el mundo forjamos preguntas y respuestas que generan conocimiento,
a la vez que nos llevan a imputar al mundo leyes de funcionamiento.
Veremos que por esto, finalmente, somos realistas.
La cuestión esencial me parece no estar en la existencia de mundo
antes de nuestra disposición en él y que las leyes de su funcionamiento
sean objetivas, tengan existencia objetiva fuera de nosotros como sujetos,
o cosa del estilo, sino en que desde nosotros mismo, y en un acto supremo
de libertad creativa, nos enfrentamos con el mundo para conocerlo,
buscando finalmente conjeturar sus leyes de funcionamiento. Varias veces
he dicho que no me siento inclinado a emplear ninguna de estas tres
categorías filosóficas: existencia, objetividad, subjetualidad. Nada existe
sin más, ni siquiera Dios, sino que me topo con ello, me enfrento con ello,
lo mensuro, me pregunto por ello, busco sus relaciones con lo demás, con
el todo y conmigo mismo. El conocimiento es cosa esencialmente mía, y yo
no soy un arcángel que ve al mundo —y a Dios— desde alturas de sublime
objetividad.
25 de mayo de 2008 / lunes 23.6.08
256
HLG
Fijaos en la esencial diferencia que hay entre ‘realidades’ y
‘realidad’, si a vosotros os cunde aún la lectura despierta. Las realidades
son, sin más, nuestras propias corporalidades. Si queréis, el conjunto
ordenado por nosotros de nuestras propias actividades prácticas. Las
cuales creamos con nuestra complejidad de cuerpo de hombre.
Complejidad no sólo individual, sino igualmente societaria. Una sociedad
que viene también desde mucho tiempo atrás, desde que somos cuerpo de
hombre, no sólo cuerpo mineral o mero cuerpo animal. Desde cuando
somos libres con respecto al conjunto de constreñimientos instintuales,
Desde que somos un de suyo. No somos sólo individuos aislados en su
mera singularidad, sino personas ligadas a personas, carne ligada a otras
carnes: carne enmemoriada, carne maranatizada y carne hablante en
juego inaudito, ya lo sabemos.
Ahora bien, ¿son las realidades un mero conjunto a modo de
montonera, sin ninguna unidad real que las vincule? ¿Mero
conjuntamiento de seres mundanales, carnes y realidades? ¿Existe
convergencia vinculativa entre todos esos seres y materialidades, entre
todas esas carnes con sus corporalidades? Mis maneras racionales de ver
dicen que sí. Es, de modo preciso, lo que llamo punto W. Nuestras líneas
de universo convergen hacia es punto. De cierto que podría darse
convergencia hacia otros puntos que no fueran ese W —de hecho tales
puntos de convergencia diferentes se dan al tresbolillo y por doquier—; la
cuestión está en ver si nuestras líneas de universo, personales y
societarias, debido a la fuerza del amejoramiento que actúa en nosotros
como motor de nuestra acción, no tienen como verdadero ese punto de
convergencia W, siendo de apeoramiento cualquier otro punto de
convergencia distinto a él.
¿Convergen también hacia ese punto las cosas o seres mundanales?
Creo que no, como no lo hagan a través de nosotros, y esto de una doble
manera. Cuando hemos visto razonable decir que el mundo es creación,
desde ese mismo momento todo nuestro trato con él entra en una
grandiosa nueva corporalidad, pues trato nuestro. Y cuando en el capítulo
8º de la carta de san Pablo a los Romanos encontramos palabras que
pueden parecernos racionalmente esenciales para comprender hasta el
fondo nuestra relación con cosas y seres mundanales: el paso de la
materialidad de telas, aceites y pigmentos —pura materia, sólo materia
mundanal— a corporalidad nuestra por la acción que ejercemos sobre
ellos. Paso que es conversión; siendo, ahora ya, obra de arte y portillo
para encontrarnos con la belleza de un más-allá de lo mundanal y de
nosotros.
257
Así pues, en lo tocante al mundo, parece esencial considerar que es
creación. Desde ese momento todo lo que digamos del mundo, además de
la pura evidencia de que siempre es decir nuestro —lo que afirma una vez
más el principio antrópico y no el mero principio de objetividad—, es ya
un decir de realidades. Incluso las leyes que le imputemos. Las leyes
científicas tampoco cuelgan de los árboles como fruto maduro, sino que
son decires nuestros sobre el mundo: paso de la mera materialidad a más
allás. Acertantes tantas veces, claro —habrá que explicar cómo es esto
posible—. Pero leyes que ponen siempre nuestra huella en el mundo,
dejando marca nuestra en todo decir sobre él; no sea más que porque son
leyes matemáticas o que esperan serlo. Muchas veces sujetas a
ampliaciones que rozan la inconmensurabilidad de las viejas con las
nuevas, y al descubrimiento de complejidades que acarician lo infinito.
Porque las cosas son así, todo lo tocante a nuestra relación con el mundo,
la relación que tiene que ver con eso tan esencial con nosotros que surge
de nuestra infinita creatividad, ya no es meramente mundanal. Como
nosotros mismos tampoco lo somos.
26 de mayo de 2008 / martes 24.6.08
HLH
A los que estáis en el ajo, os sonarán mis decires a aquello del
vínculo substancial del viejo Leibniz, sobre lo que en su lugar descanso
escribí algún día con ardor. Lo que llamo realidades, deviene unificación
de realidad porque hay fundamento. Si no lo hubiera, si no hubiera algo
como el vínculo substancial leibniciano, las realidades serían mera
montonera dispersa —en cuanto a sí mismas, quizá no en cuanto a
nuestras propias clasificaciones ordenatorias, lo que es otro cantar,
nuestras clasificaciones, incluso si son válidas, no dan el ser—, echadas
como caigan, ahí a la mano; como dije, sin unidad real que las vincule,
fruto pelado del entremezclamiento apelotonado. Ahí está el punto clave.
Creo poder afirmar racionalmente que sí se da ese vínculo. Vínculo
substancial, en la manera leibniciana de pensar, de la que me siento tan
cercano en este punto. Y así acontece que es la realidad fundamento de
realidades. Realidades que hubieran podido parecernos sólo meras
construcciones nuestras, conjuntamiento desvinculado de corporalidades,
si es que no se miran las cosas con suficiente cercanía y profundidad
racional.
Hay más, mucho más. Incluso podemos ver estas cosas desde otros
puntos de vista, por donde encontraremos también racionalmente que el
ser de nuestros continuados ir siendo se nos da, finalmente, en nuestro
ser de realidad, siendo así en realidad eso que somos. Pues tanto los
mundanales como la carne y las corporalidades somos seres gerundivos.
En nosotros está ínsita la temporalidad, es decir, la manera que nosotros
258
tenemos de vivir el tiempo y en el tiempo, para en ella recibir nuestro ser,
siempre más allá de nuestros puros ir siendo. De este complejo juego
racional hemos sacado algo nuevo y esencial: nuestro ser nos es dado por
quien es acto de ser. Nuestro ser en plenitud nos es dado por quien es ser
en completud. No puedo entrometerme ahora a explicar acá con detalle
todos estos procesos racionales: ha sido labor paralipoménica anterior y
también resultado de no pocos viejos papeles enfurruñados en difíciles
farfulles que expresan una postura racional composible con todo lo que
vamos sabiendo, tanto del mundo, como de la carne y de nuestras
realidades. En ese caminar, amejoramiento y acto de ser son momentos
esenciales.
Por estas cosas que digo, cuando Iban Munilla me habla de la
“realidad”, conformándose con el uso filosófico normal de esa noción —
me escribe que un diccionario de filosofía designa así la manera de ser de
las cosas materiales—, podemos con facilidad desentendernos. En mis
habladurías las cosas materiales no constituyen, sin más, la realidad. Ni
mucho menos. Hemos visto en escorzo cómo se da ese paso
filosóficamente complejo por demás, en donde se nos muestran los
recovecos del juego de la razón. Nosotros nos enfrentamos con las cosas
mundanales, que son seres mundanales, y sólo tras largo proceso racional
llegamos a hablar de realidad. Y, precisamente porque las cosas son así,
podemos afirmar que nuestra razón es logos, nada teniendo que ver con
una mera razón raciocinante. Podemos hablar del acto de la creación y
referirnos a las cuatro internalidades: espacio, tiempo, ‘geometría’ y
legalidad; pero ni siquiera ellas se nos dan a nosotros como datos en su
entera objetividad. También ellas pasan por nosotros. ¿Ay, seremos
kantianos, pues? Decir que pasan por nosotros no es afirmar que son
categorías nuestras, de nuestra percepción, de nuestra sensibilidad,
ámbitos racionales en las que nosotros comprendemos el mundo. Significa
que percibimos también esas cuatro internalidades del ir siendo del
mundo, los hilos dinámicos que le van dando su estructura sucesiva,
desde el esencial punto de vista del principio de antropicidad. Mas esto,
lo sabemos bien, no significa, sin más, mera subjetividad.
26 de mayo de 2008 / miércoles 25.6.08
HLI
Significa, pues, que nuestras habladurías de aquellas cuatro
internalidades nos van dando el ser del mundo y de las cosas
mundanales. Pero nos lo dan en nuestra acción racional de la razón
práctica: razón sopesante, cuajada tanto de prudencia como de
imprudencias, buscadora de verdades, libérrima, concienzuda, dialogante,
humilde, soberbia, quizá. Acción tan esencialmente ligada, claro es, a lo
que llamo el juego de las carnes, empeñada en deseos y esperanzas, en
259
caminar hacia más allás. Lo sabemos bien. Y en donde, esto es esencial, se
nos da ese paso morrocotudo de la pura materialidad de las cosas
mundanales, de lo que es pura y nuda materia, al reino de la belleza que
vislumbramos en más allás que retroductivamente —perdonad el palabro
que suelo utilizar como si fuera agua clara— nos hacen converger a ese
más-allá —punto W— en el que convergen en su amejoramiento nuestras
líneas de universo y en el que se nos da el ser en plenitud. A través del
paso por ese portillo encontramos también nuestro hablar sobre el mundo
y sus cuatro internalidades; no antes. Sin el paso que recorre arriba y
abajo ese portillo nuestra razón no es logos.
Por esto, precisamente por esto, no hay un ámbito de meras
objetividades en el que estudiamos las cosas del mundo y encontramos,
sin más, sus leyes de funcionamiento. En sus nimias pequeñeces, por
importantes que sean, seguro que sí, en sus líneas maestras y en sus
comportamientos generales es donde se produce el problema, inmenso
problema. Las cosas no nos son demasiado fáciles; ni siquiera en la
ciencia. La de la facilidad de las objetividades —del principio de
objetividad— sería la visión del arcángel, que revolea por encima del
mundo y de nosotros, dándose y dándonos indicaciones sobre si
acertamos en lo que venimos a decir de lo mundanal. Pero no nos ha sido
dada esa posición. Nosotros estamos pringados hasta los tuétanos en el
sanguinolento ser de todo lo mundanal; no digamos si se trata del
teñimiento sangrante de la carne y de nuestras construcciones de
corporalidades, tan ligadas a eso que somos, mejor, a eso que vamos
siendo; dejamos nuestras huellas —huellas llenas de nuestro unto— en
todo lo que decimos de lo mundanal, de nosotros mismos y de las
realidades que construimos. El principio antrópico es la percepción de
esta sanguinolencia, de este juego de humores en el que se da nuestro ser.
Pero ¿cómo lo olvidaríamos?, ahí, precisamente ahí, en esto que somos es
donde se nos da el conocimiento y la acción. Ahí, precisamente ahí es
desde donde salimos en busca de la verdad. Porque ahí, precisamente ahí,
se nos da nuestro ser de creatividad infinita.
Por eso, cuando Simone de Beauvoir se desentendía brutalmente de
los humores y jugos que destilan de nosotros y de nuestras pasiones,
negaba nuestro propio ser, y de ahí ya todo se podía afirmar, aunque
resultara, es obvio, que nada tuviera que ver con nosotros, pues se trataba
de mera ideología, una ideología que, para colmo, ella creía feminista, y
así lo predicó por el mundo entero con no poco éxito. Ni nuestro cuerpo
es seco ni nuestra razón es seca. Esa sequedad sólo produce obra de
muerte.
Realizado el bucle entero, ¿podríamos decir que nuestro ser
partiendo en busca de la verdad sólo se encontrará con el medio ser de la
mera relatividad, que, finalmente, digamos lo que queramos está muy
bien, pues no podemos alcanzar la verdad? ¿Es nuestra vida, simplemente,
ese vulgar engaño?
260
Para mí, nos dijo Roberto Rossellini, una de mis más viejas y
acendradas pasiones del cine, el realismo no es sino la forma artística de
la verdad.
30 de mayo de 2008 / jueves 26.6.08
HLJ
Vale ya. Descansaremos tú y yo en espera de nuevas aventuras
cuando llegue su momento. Esta tercera serie se me ha ido de los dedos
más que las dos primeras. La he ido escribiendo al albur de cada día. Era
esa la intención. ¿Es capaz un filósofo, por pequeño que sea, de alargar
sus habladurías hasta los pormenores y preocupaciones del cada día y sus
circunstancias? Buscando siempre, en esto estamos de acuerdo, un
pensamiento en coherencia y no mera dilapidación de amontonamiento.
¿Hay vínculo substancial en la realidad que percibe? Mas en esta tercera
serie, al menos por mi cuenta, tendré que leérmela toda seguida para
hacerme idea cabal de ella, pues me ha vencido el racanear de cada día, el
difícil cundimiento de la circunstancia. Esta tercera serie me ha llevado a
una sorpresa: escribir los paralipómenos ha sido poco menos que labor de
una escritura automática, como la que algunos querían con saña por los
años veinte del pasado siglo. Reflexionando, estaremos preparados para
aventurarnos en la próxima cuarta serie.
Os anuncio una muy grata noticia: el 1 de julio me hago monja en el
17, rue de l’Assomption, Paris 16è. Ah, tendré tiempo para pasear por
aquellas calles que amo con pasión. Tiempo para leer. Querría volver a
Camus en ocasión de la nueva edición en cuatro volúmenes que se está
publicando en la Pléiade. Y comenzar a ver qué es eso de quienes, tan
modernos, dicen que el verdadero pensamiento de san Pablo se encuentra
en los Hechos de los apóstoles, no en las seguras siete cartas suyas, las
cuales, al fin y al cabo, no eran más que pobres escritos de ocasión. Por
último, y sobre todo, tiempo para rezar a golpe de gong: en Chimay era a
golpe de campana, pero acá van tocando ese simpático instrumento por el
enorme conjunto de la casa y su jardín, hasta llegar a la gran y preciosa
capilla.
Le preguntaron a José Luis Garci si le gustaba su cine. Se le escapó
entre hipidos: ¡pero cómo me va a gustar mi cine si a mí quien me gusta
es John Ford!
He visto últimamente dos películas suyas. Ahora, siempre en
deuvedé. El gran combate (Cheyenne Autumm) y Cuna de héroes (The
sun shines bright). Las cabalgadas del largo comienzo en la primera te
hacen soñar poniéndote en ese lugar de ruda belleza: desierto con sus
monolitos, correrías interminables de los indios cheyennes y de los
soldados azules en su horizontalidad, que elevan tu espíritu hasta un más
allá de la asombrosa forma artística de la verdad. En la segunda, toda ella
261
en la Academia militar de West Point, tenemos hacia el final una escena
que le deja a uno estupefacto ante la belleza de su verdad. Se han hecho
viejos. El hermosísimo pelo rojo de Maureen O’Hara se ha puesto grisáceo
con las alegrías y penas del largo tiempo. Vemos el porche de la casa. Sale,
visiblemente cansada. Arreglándose un poco el pelo, se sienta en el sillón.
Una vez acomodada, saca con absoluta discreción un rosario con su mano
derecha, que apoya sobre el regazo. Vemos ahora la escena desde el otro
lado, alejándonos por el pasillo de la casa. La contemplamos de espaldas,
en su sillón. De pronto, con una maravillosa mesura, se le cae la mano
derecha y el rosario queda moviente. Nos alejamos por el pasillo. Tras de
nosotros, aparece su marido. Enseguida, como nosotros, comprende lo
que acontece. Se acerca a su mujer, poniéndose junto a ella con una
rodilla en tierra. Toma su mano derecha y la besa con infinito cariño. Eso
es todo. El realismo no es sino la forma artística de la verdad.
31 de mayo de 2008 / viernes 27.6.08
262
˝Çw| vxá
aparecen aquí sólo algunas palabras y nombres que encuentro
representativos de una manera de pensar:
se incluyen porque abren o posibilitan la búsqueda de un tema;
literatos, músicos, cineastas, por ejemplo, se encuentran bajo la
rúbrica de literatura, música o cine;
la relación realidades / realidad como fundamento no entra en él
acción racional: 427, 434, 438, 461, 514, 538, 595 y 596.
acto de ser: 452, 457 y 595.
amejoramiento: 469, 572, 586, 584, 595 y 596.
amistad: 398, 399, 428, 450, 486, 510, 525, 527, 560, 567, 568, 570, 574
y 590.
analogía: 441, 442, 443, 449, 453, 458, 460, 461, 560, 561, 562, 563 y
564.
Angulo, Eduardo: 554.
apeoramiento: 572 y 594.
Aretxaga, Roberto: 458.
Aristóteles: 399, 402, 404, 407, 408, 431, 433, 441, 473, 479, 488, 509,
513 y 566.
Artigas, Mariano: 455.
ayuntamiento: 405, 429, 522, 564, 569, 570 y 572.
B.O.E., regular la educación mediante el: 541, 544, 552, 557, 558 y 593.
Baguette, Vincent: 398, 451 y 511.
Barth, Karl: 403, 420, 511 y 514.
belleza: 404, 415, 419, 433, 437, 440, 441, 442, 448, 452, 457, 461, 463,
464, 465, 475, 479, 482, 500, 508, 523, 529, 530, 531, 532, 535, 544,
570, 588, 589, 591, 593, 594, 596 y 597.
Benedicto XVI: 484, 490, 502, 503, 505, 507 y 541.
Benilde, hermana: 450 y (500).
Bernardo, san: 397.
Blázquez, Ricardo: 466, 467, 575, 576 y 580.
búsqueda de la verdad: 400, 421, 414, 434, 464, 541, 542, 546 y 547.
Chimay [N.D. de Scourmont]: 401, 402, 420, 451, 511 y 597.
canon: 402, 403, 404, 410, 426, 427, 451, 534, 542, 558, 577, 578 y 582.
Carbajosa, Ignacio: 528 y 534.
carnalidad: 429, 460, 468, 469, 476, 489, 515, 544 y 549.
carne enmemoriada: 408, 416, 458, 476, 531, 546, 547, 549, 550, 551,
555 y 594.
carne hablante: 468, 476, 477, 479, 487, 546, 547, 550, 555 y 594.
carne maramatizada: 468, 469, 476, 546, 547, 550, 555 y 594.
cientificismo: 417, 419, 420, 455, 481 y 519.
cine: 406, 431, 464, 474, 480, 481, 482, 530, 532, 568, 596 y 597.
263
circunvalante: 446, 449, 452, 455, 466, 468, 475, 544, 567, (575) y (581).
coherencia en red: 400, 419, 434, 436, 438 y 541.
complejificación: 419 y 458.
compasible: 595.
corporalidades: 419, 420, 427, 433, 434, 439, 440, 444, 453, 457, 463,
468, 476, 477, 515, 523, 539, 549, 589, 593, 594, 595 y 596.
creatividad: 398, 400, 407, 408, 415, 421, 427, 434, 444, 448, 449, 452,
454, 457, 461, 463, 467, 475, 476, 477, 479, 484, 508, 514, 515, 523,
530, 532, 568, 589, 593, 594 y 596.
Danneels, cardenal Gotfried, y la eutanasia: 543.
del Pozo, Gerardo: 478 y 586.
Del Noce, Augusto: 516 y 518.
de los Ríos, Fernando: 540 y 542.
deseo: 397, 399, 417, 419, 427, 432, 435, 452, 453, 457, 461, 463, 484,
503, 508, 517, 525, 528, 534, 556, 559, 561, 569, 570, 574, 591 y 596.
Deus sive Natura: 437, 448, 460 y 519.
Dumont, Charles; 397.
educación para la ciudadanía: 493, 494, 495, 496, 499 y 540.
Eliade, Mircea: 509, 510, 512, 513, 514 y 515.
Ellacuría, Ignacio: 485 y 492.
El Paular, Monasterio de: 420, 429 y 576.
asperanza: 407, 416, 417, 432, 457, 467, 471, 472, 491, 502, 503, 504,
505, 507, 530, 537, 558, 559, 587, 590 y 596.
ética: 399, 411, 433, 446, 494, 495, 496, 497, 499, 505, 521, 564, 568,
569, 570 y 571.
exceso: 440, 453, 454, 458 y 486.
exégesis: 401, 409, 410, 451, 472, 478, 534, 558 y 559.
experiencialidad: 434, 435, 436, 443, 444, 447 y 460.
expresar: 400, 403, 404, 415, 418, 421, 426, 435, 436, 437, 440, 441,
447, 464, 474, 476, 480, 481, 482, 497, 507, 508, 510, 519, 528, 537,
545, 546, 548, 556, 557, 561, 571, 579, 580, 586 y 595.
felicidad: 400, 426, 432, 540, 569 y 573.
filosofía de la carne: 397, 415, 428, 439, 440, 449, 460, 469, 511 y 514.
fundamento: 422, 426, 444, 452, 496, 523, 532, 539, 542, 579, 593 y 595.
género: 428, 429, 430, 494, 495, 497 y 564.
Gesché, Adolphe: 451 y 511.
González de Cardedal, Olegario: 401 y 574.
grados de libertad: 444, 449, 452, 453, 457, 461, 550, 551, 570 y 593.
Grelot, Pierre: 401, 402, 408, 409, 410, 412, 451 y 454.
gubernabilidad: 493, 495, 496, 497, 498, 501, 507, 540, 541, 542 y 587.
hermenéutica: 399, 401, 427, 558 y 579.
hiato: 409, 411 y 440.
historia: 404, 405, 409, 410, 423, 424, 425, 430, 439, 446, 448, 453, 456,
461, 465, 467, 468, 469, 471, 472, 473, 474, 476, 482, 486, 487, 489,
492, 504, 506, 511, 516, 517, 518, 519, 520, 528, 530, 534, 535, 539,
556, 558, 565, 566, 567, 571, 576, 578, 584, 587 y 590.
264
huellas: 397, 407, 453, 457, 543, 549, 55º, 556, 594 y 596.
ideología: 411, 412, 415, 425, 428, 430, 433, 434, 441, 445, 449, 452,
453, 455, 456, 461, 473, 475, 477, 479, 481, 482, 485, 487, 493, 494,
495, 496, 501, 504, 505, 506, 518, 522, 523, 532, 534, 538, 539, 540,
541, 542, 546, 557 y 596.
imaginación: 415, 417, 419, 427, 435, 436, 444, 453, 457, 461, 463, 503,
508 y 531.
imposible-posibilidad: 411, 440, 443, 444, 449, 457, 458, 460, 463, 476,
559, 561, 562, 565 y 570.
interpretación: 399, 407, 408, 409, 410, 418, 419, 422, 424, 427, 441,
463, 465, 467, 470, 471, 475, 477, 478, 479, 482, 488, 491, 505, 514,
517, 518, 539, 542, 557, 558 y 589.
ir siendo: 457, 546, 547, 548, 549, 550, 556, 557, 562, 570 y 595.
jesuitas: 416, 451, 483, 484, 485, 488, 490, 491, 492, 553 y 583.
Juan Pablo II: 483, 484 y 569.
juego de las carnes: 550 y 596.
Kuhn, Thomas S.: 424, 425, 513 y 522.
laicismo: 503, 504, 505, 506 y 507.
laicidad: 481, 500, 504, 505 y 506.
laico: 560, 575, 577, 580, 582 y 583.
laicos clericalizados: 581.
libertad: 398, 415, 437, 438, 448, 449, 452, 453, 465, 484, 488, 491, 494,
499, 505, 507, 518, 520, 522, 523, 536, 541, 542, 546, 547, 549, 550,
551, 553, 554, 555, 556, 568, 569, 570, 572, 573, 578, 583, 584, 585,
586 y 593.
libertad de enseñanza: 494 y 499.
libertad religiosa: 478, 542, 583, 584, 585 y 586.
líneas de universo: 408, 457, 461, 469, 539, 570, 572, 589, 595 y 596.
Lisboa: 560, 564 y 567.
Literatura: 405, 413, 418, 428, 473, 489, 531, 544, 568 y 597.
logos: 457, 595 y 596.
López Moratalla, Natalia; 455.
MacIntyre, Alasdair: 519 y 569.
Martínez Bande, José Manuel: 456.
marxismo: 423, 484, (486), 492, (503), 516, 518, 519, 520, 521, 522 y
539.
materia: 399, 409, 419, 435, 437, 440, 448, 452, 457, 460, (504), 508,
519, 523, 527, 537, 589, 593, 594, 595 y 596.
materialismo: 437, 440, 445, 455, 459, 508, 519, 520, 521 y 522.
materialismo histórico / materialismo dialéctico: 519, 520, 521 y 522.
matrimonio: 429, 494, 497, 499, 506, 524 y 563.
Mehdi Monval (Lmoual): 543 y 561.
Méndez, José Antonio: 511, 540 y 541.
metáfora: 417, 431, 452, 537, 543 y 571.
México, Ciudad de: 441, 442, 443, 445, 446, 454 y 473.
Mies, Françoise: 558 y 559.
265
Millau, viaducto de: 397, 561 y 568.
Monod, Jacques: 411, 424, 425, 427, 515 y 519.
moral: 434, 451, 469, 495, 497, 499, 503, 505, 538, 553, 554, 568, 569,
570, 571, 572 y 587.
moralina: 454 y 525.
música: 398, 419, 441, 435, 462, 463, 464, 465, 475, 476, 479, 572, 588 y
589.
nada: 398, 509, 514, 515, 517, 559, 561, 563, 593 y 595.
naturaleza: 399, 437, 448, 453, 459, 460, 499, 510, 517, 519, 520, 528,
534, 564 y 565.
naturalizable: 417, 419, 437, 438, 439, 443, 445, 452, 453, 454, 457, 511,
520, 522 y 564.
necesidad: 398, 399, 411, 424, 439, 447, 453, 495, 511, 513, 516, 520,
531, 552, 579 y 585.
Newman, John Henry: 456, 538, 544 y 545.
“nosotros y lo nuestro”: 575, 581 y 582.
Oñate, Teresa: 402.
Osaba, José Antonio: 521.
poder: 412, 415, 417, 419, 424, 425, 429, 437, 438, 439, 449, 465, 473,
480, 486, 491, 492, 493, 504, 505, 506, 507, 508, 515, 520, 521, 522,
524, 540, 541, 558, 563, 565, 570, 571, 572, 573, 574, 575, 576, 579,
581, 582, 583, 584, 587 y 589.
portillo: 433, 437, 440, 457, 594 y 596.
posible: 403, 407, 409, 428, 430, 435, 440, 443, 444, 445, 447, 448, 449,
452, 453, 457, 458, 459, 460, 461, 463, 475, 476, 478, 487, 498, 503,
514, 516, 521, 536, 537, 540, 541, 542, 555, 559, 565, 568, 588 y 594.
Prada, Juan Manuel de: 405, 415, 428, 465 y 474.
predeterminación: 434, 449, 453, 467, 477, 479, 485, 510, 549 y 551.
Presencia: 412, 432, 450, 469, 470, 509, 511, 512, 515 y 545.
principio antrópico: 424, 427, 436, 461, 532, 594 y 596.
principio de objetividad: 424, 425, 427, 444, 461, 515, 518, 594 y 596.
prudencialidad: 497, 499, 503, 504, 525, 560, 580, 582, 585 y 596.
punto W: 440, 457, 461, 468, 469, 514, 539 y 594.
“¡Qué tristeza envejecer en esta Iglesia!”: 573.
racionalidad: 399, 400, 401, 406, 433, 439, 447, 461, 463, 475, 502, 504,
511, 513, 515, 518, 538, 562 y 563.
racionalismo: 517, 517 y 518.
Ramoneda, Josep: 503-507 y 541.
raíces griegas de la Europa cristiana: 566.
razón: 415, 417, 419, 427, 434, 435, 450, 453, 457, 461, 463, 464, 473,
479, 499, 503, 505, 510, 511, 516, 517, 518, 538, 540, 542, 545, 549,
553, 556, 570, 575, 579, 583, 593, 595 y 596.
razonabilidad: 427, 434, 435, 436, 438, 440, 447, 449, 453, 456, 459,
478, 497, 499, 524, 525, 526, 527, 544, 553, 577 y 594.
realismo: 415, 416, 474, 475, 530, 593, 596 y 597.
reduccionismo: 409, 411, 445, 453, 517 y 518.
266
“Reflexión teológica sobre los nombramientos episcopales”: 576-582.
relativismo: 399, 424, 522 y 586.
revelación: 409, 410 y 528.
Romero Pose, Eugenio: 529.
salmos: 402, 403, 404, 407, 408, 420, 426, 470, 471, 472, 527, 528, 533,
537 y 558.
Scourmont, Abadía Trapense Notre Dame de [Chimay]: 397 y 511.
sentimientos: 405, 407, 410, 412, 414, 415, 417, 418, 419, 420, 431, 432,
435, 437, 441, 462, 463, 464, 472, 475, 476, 477, 479 y 577.
ser de amorosidad: 444, 449, 503, 505, 561 y 564.
ser en plenitud: 433, 439, 440, 444, 452, 457, 463, 464, 468, 469, 475,
514, 523, 530, 531, 545, 546, 547, 548, 549, 550, 560, 561, 562, 565,
570, 594, 595 y 596.
ser en completud: 433, 440, 444, 452, 457, 562 y 595.
sobrenatural: 437, 438, 439, 440, 516 y 517.
sobrenaturalidades: 437, 438, 439 y 460.
Sobrino, Jon: 485, 489 y 492.
sistematicidad: 400, 437, 443, 453, 486, 505, 507, 520, 549, 578 y 580.
teología de la liberación: 484, 485, 483, 522 y 581.
Terminal 4 del Aeropuerto de Barajas: 397.
ternura: 491, 500, 503, 529, 530, 543, 544, 547, 549, 567, 575 y 592.
Tirado, Víctor: 508 y 523.
Toland, John: 511
tradición: 408, 409, 424, 439, 471, 490, 509, 534, 542, 558, 577, 579 y
592.
univocidad: 443, 445, 447, 448, 449, 452, 453, 454, 445, 447, 448, 449,
452, 453, 454, 457, 458, 459, 460, 461 y 476.
Unamuno. Miguel de: 469, 473, 487 y 568.
valores: 410, 445, 448, 484, 486, 494, 499, 504, 535, 553, 554, 558, 559,
561, 568, 569, 570, 572, 586, 588 y 559.
Valvanera, Monasterio de: 420.
veedor: 435, 437, 448, 476, 481, 482, 508, 523, 588 y 589.
Vesco, Jean-Louis: 402, 403, 404, 426, 470, 471 y 472.
vida extraterrestre: 458-461.
vínculo substancial: 595 y 597.
267
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