Alfonso Pérez de Laborda ctÜtÄ|Ñ™ÅxÇÉá F 1 FLJ Todavía no me toca comenzar la tercera serie de estos paralipómenos, pero no puedo menos de ensayarme de nuevo en ellos, pues hoy es el día de san Bernardo, y hace demasiado poco que estuve seis semanas completas con sus hijos en N. D. de Scourmont. Aunque no era esa mi intención, se me van los pensamientos detrás de mi visita a la Abadía de Fontenay. En mi viaje de regreso, atravesando la dulce y suave Francia —pronuncia la palabra suave despacio, marcando todas las inflexiones de sus vocales y consonantes, deshaciendo la unión entre la u y la a, de esta manera imaginarás lo que veo en ese paisaje que me aprisiona en su afectuosa gentileza, que se hace conmigo cuando voy por carreteras quinarias, interminables en su delicia majestuosa—, hasta meterme luego por los montes de l’Ardèche y recoger el río Tarn desde su nacimiento hasta Millau, de este a oeste, en donde contemplé con éxtasis el nuevo viaducto sobre el río, admirándolo en puro arrobo por encima de la ciudad y en embeleso luego al sobrepasarla —algún día deberé hablar de este puente, pues, junto a la Terminal 4 del Aeropuerto de Barajas, es de las construcciones más hermosas de los últimos años, al menos que yo haya visto—, visité esa vieja Abadía que el P. Charles Dumont, junto con muchos otros, tiene como representante del más depurado ‘arte cisterciense’. Encantado, por supuesto, pero también en algo decepcionado. Me tenía que haber gustado más. Bernardo arrancó de sus monasterios todo ornamento. La piedra queda ahí en su nuda desnudez, adusta, pero, sin embargo, complicada —falta la asombrosa simplicidad que tomará en El Escorial—, en espeluzno rebuscado. Bien está. Pero, quizá, lo hizo en polémica con otros. Por eso. Y se nota. Lo que, por contraposición, no está, ha sido arrancado: quedan sus huellas, sus heridas, sus desgarros, sus muñones. Sus nadas. Mas no querría, ni podría, hablar mal de Bernardo. Quien vaya a sus “Sermones sobre el Cantar de los Cantares”, se convertirá en otra persona. Comprenderá qué significa la encarnación. Nacerá él también a una filosofía de la carne, quizá para siempre. Pues bien, entre los muchos libros y anotaciones que me traje de la Abadía, me encontré un papelín del que me había olvidado. En él estaba escrito cómo hacen los potajes de verduras: nunca olvidar el apio ni los puerros ni el perejil, con una cuarta parte de patata y, más o menos, un octavo de cebolla, y las sobras de los días anteriores, a más de añadir todas las verduras que venga en gana. Pues bien, allí mismo tenía una pequeña anotación de una conversación con el P. Charles. Encuentra que en el Sermón 20 párrafo 6 de ese comentario (Obras Completas, vol. V, BAC, Madrid, 1987, p. 284), el abad cisterciense Bernardo responde a la urgente pregunta que a todos planteó el abad benedictino san Anselmo: Cur Deus homo?, ¿por qué Dios se hizo hombre? 2 El amor del corazón es en cierto sentido carnal, pues se siente afectado por la carne de Cristo y lo que nos transmitió a través de su carne. Así, el corazón se conmueve al punto por todo lo que se refiere al Cristo carnal. Nada escucha con tanto gusto, nada lee con mayor afán, nada recuerda con tal frecuencia, nada medita con mayor dulzura. Siempre que ora tiene ante sí la imagen del Hombre-Dios que nace y crece, predica y muere, resucita y asciende. Todo ello impulsa necesariamente su espíritu al amor, ahuyenta otros hechizos, serena sus deseos. Así Bernardo. Además, nuestro deseo se acrecienta de modo infinito por el amor que ahí se nos ofrece. 20 de agosto de 2007 / lunes 17.9.07 FLK Nada de ensayamientos. Adelante con los faroles. Una vez comenzado, ya todo sigue sin parar. Como cuando el cuarteto de cuerda está en posición y los músicos se miran unos a otros: Adelante. Después, todo es un discurrir conjuntado, cada uno por lo suyo, en armonía prodigiosa; sin posibilidad de parar. Rueda múltiple que se echa por la ladera, monte abajo, a calzón quitado. Todo viene dado desde ese comienzo. No en la melodía, que ocurrirá desarrollándose a su pura conveniencia, sino en la necesidad creativa de echarse al monte en libertad necesitante; de tener la necesidad impelente de no parar, de seguir adelante día tras día. Un amigo, cuando terminó la segunda serie, me escribió que su hermano mayor tenía mono de paralipómenos. Ahora, está casi con sarpullido porque la nueva temporada no empieza hasta mediados de septiembre, me dice. No le conozco. Hemos de ver cómo la tercera serie le produce un efecto de pomada balsámica. Vale, pues echados ladera abajo ya no hay remedio. Lo primero ha de ser una noticia que para mí ha sido muy triste. El pasado miércoles me anunciaba Jean-Pierre Delville que Vincent Baguette había muerto, y que a las 10 de esta mañana de sábado era su funeral. Cinco años menor que yo, nos conocimos al empezar juntos la licencia en teología en Lovaina. Él acababa entonces de ordenarse sacerdote; de Lieja. Montañero. Llegaba con sus compañeros de marcha al refugio, en los Alpes. Se sentó, mirándoles con esa sonrisa suya que todos conocíamos tan bien. Y, sin decir una palabra, cayó sobre el flanco, muerto. Hacía 25 años que era capellán en los campamento de un colegio. Ahora, párroco de una de las grandes Parroquias de Lieja, la Basílica de Saint-Martin, y decano de la ciudad, como llaman a los arciprestes. No me ha sido posible ir a su funeral. Por una tontería. Paso un día malo. Ayer, viendo si podría ir, también. 3 Fue el primero y, en la lejanía que con el tiempo se iba estableciendo, el mejor de mis amigos belgas; el más cercano, aunque lo viera poco. Listo y trabajador. Excelente compañero de estudios. Me ayudó a poner en buen francés la defensa de mi tesis en teología; por poco quedo deslomado para siempre, mientras que al cabo de las horas él seguía pimpante como una rosa. Conocía muy bien su sonrisa. Tan amigable. Tan cercana. Tan tierna. Tan del Señor. De aquellos años de estudiante fue, sin duda ninguna, mi mejor amigo belga; quizá el único. Asistió el 25 de septiembre de 1977, en la capilla del Seminario de Ávila, a mi ordenación sacerdotal. No había más de aquellas lejanas tierras. Cuando he vuelto de profesor, desgraciadamente, le he visto poco. Fui a Visé, en donde estuvo de párroco. Al Seminario de Lieja, en donde era profesor. Poco, pero todo estaba ya dentro. Nuestra amistad era demasiado fuerte para que el tiempo buscara siquiera enmohecerla. En nuestros años de estudiante todos los días ofrecía café en su habitación a los amigos que quisieran ir. Yo era de los fieles. Cuando salía a coger agua para la cafetera, al volver a su propia habitación, antes de abrir, llamaba suavemente a la puerta, como pidiendo permiso y ofreciendo respeto. Me enseñó mucho de música. Sobre todo, a saber de Nikolaus Harnoncourt y su Concentus Musicus Wien. Con él conocí mejor a la Iglesia. Siempre me sostuvo, y fue para mí una luz acercante al Señor y que, finalmente, me hizo comprender, el primero, que ser sacerdote era cosa bien hermosa. La más hermosa. La noticia de su muerte es chocante, pero no mala, pues el Señor le habrá acogido en su seno de misericordia. Al empezar este paralipómeno no supe prever que, evidentemente, escribiría sobre Vincent. 7 de septiembre de 2007 / martes 18.9.07 FLL Este también tiene que ir de amistad. El pasado domingo día 2 de septiembre comí con José Luis Corral y su mujer, Paula. Celebrábamos que nos conocimos ese día hace cincuenta años. Comenzábamos a estudiar ingeniero industrial en la Academia Necoechea de la Gran Vía bilbaína. Como entonces se cambiaba a un viejo plan nuevo, en octubre principiaron las clases en la Escuela. Ese curso terminamos los exámenes el día anterior a San Ignacio. Es cosa hermosa conocerse hace cincuenta años. Hay un sentimiento de comunidad participativa que sólo una tan antigua amistad puede conceder. La amistad tiene algo definitivo: se da plenamente entre iguales. 4 Aristóteles tiene algunas de las páginas más hermosas sobre ella en su Ética a Nicómaco. Quisiera proponer algunos de los temas que me rondan por la cabeza y que, seguramente, serán parte de esta tercera serie de Paralipómenos. En los tres años que me quedan de clase voy a hacer hincapié de manera muy especial en la filosofía de la naturaleza. El objetivo va a ser claro: ver de qué manera sea cierto eso de que la naturaleza y la materia, el mundo material, es el primer regalo que Dios creador nos hace. No sólo formamos parte de ella, como es cosa bien obvia, sino que, además, es un maravilloso presente que se nos hace. Luego, hay varias cosas que aquí y allá me han planteado y me dan vueltas en la cabeza con necesidad de rumie. Hace ya unos meses, desde Bilbao, me pidieron que escribiera unas páginas sobre la vida fuera de la tierra. No es cosa de mi interés y no fui capaz entonces de escribir nada; pero ahora sí me he de justificar paralipoménicamente por qué mi falta de interés ante una cuestión semejante. Florence Hosteau, no la vieja amiga Florence Otten, sino la que fue estudiante mía en un curso titulado ‘Deseo’, tema en el que quedó enredada, que llevó a su tesis doctoral y en el que todavía trabaja en Lovaina, me pide opinión sobre lo que postula en su pensamiento: todo es interpretación y, por eso, no hay distinción entre ciencias (duras) y ciencias humanas, no hay una jerarquía de racionalidades, ¿con qué derecho la habría?, por lo que se plantea, y me plantea, cuáles son los criterios de un acto hermenéutico “verdadero”, como ella le llama. Ah, y entonces incurre en despropósito filosófico al preguntarse si ese criterio será la falsación, o cosa así. Ambas son preguntas que esperan contestación; lo malo es que me ocurre una cosa curiosa cuando me hacen preguntas, pues el demandador las propone cuando le parece bien, pero el respondedor responde cuando le salen respuestas. Suelo decir que lo mío, de manera muy desgraciada y bien inconveniente, es un depósito que sólo tiene salida por arriba. El que las cosas me sean así me hace demasiadas veces quedar mal con quieres me espetan una pregunta y esperan que la conteste a bote pronto. Ay, un filósofo de atardeceres, por pequeño que sea, jamás actúa de tal guisa. Primero, como los bueyes, rumia paralipoménicamente. Tema que ha de venir es el de la interpretación, o, si quieres, de la hermenéutica; planteado, seguramente, de manera distinta a la de Hosteau. Mas ha de aparecer el de la verdad, sin el que aquella es mensaje de puros relativismos y de pensar que el hombre / la mujer, con lo distinta que es esa diferencia, es la medida de todas las cosas. Aristóteles se asomará también por estos discursos paralipoménicos. En fin, no sé, temas que me veo incapaz de saber si son similares a los de la primera serie y a los de la segunda. 8 de septiembre de 2007 / miércoles 19.8.07 5 GCC Si llega a publicarse la segunda serie de los Paralipómenos, se verá que no lleva prólogo. Debo explicar aquí el por qué de esa celosa manía. Primero, pues es pura y simple continuación de la primera serie; se nota hasta en la numeración seguida de los cronicones. Además, como lo digo tantas veces, porque expresan un pensamiento en red. Una red que, bien mirada, es doble. Red en cada una de las series, que tienen sus particularidades, su momento, su encuadre en lo que es cada intervalo de una vida, la mía y la nuestra. Basta dar un vistazo un poco detenido a los índices de la primera y de la segunda serie de paralipómenos para ver cómo es así. Cada uno tiene sus subrayados; son miradas a distintas situaciones, producto de preocupaciones nuevas, no siempre idénticas. Y, sin embargo, creo ver en la conjunción que forman las dos series que se da lo buscado en ellos: un pensamiento en red que no sólo reclama racionalidad en las respuestas y en las maneras, sino que es una racionalidad en coherencia. De otro modo, ¿cómo podrían decirse expresión del pensamiento de un filósofo, por pequeño que sea? Una red de coherencia que sale en busca de la verdad, no puede ni quiere quedarse en una simple opinión sobre las cosas de la vida, la mía, aunque lo sea, claro es, sino que procura ser un enfrentamiento racional a ella. Si algún día diera por haber más series de paralipómenos seguro que se vería esa doble conjunción de redes y coherencias: la de cada una de las series, con sus particularidades propias, pues hijas de su momento, de su año, respuestas y reacciones a él, y la del conjunto entero de las series. Que las cosas paralipoménicas sean así es el reto al escribirlos y, supongo, al leerlos. No se buscan pequeñas respuestas a este y al otro problema, sino que se solicita la conjunción del todo. No en una sistematicidad filosófica que se enfrenta de una vez con él, sino en el ir haciéndose de un pensamiento abarcativo que, a la vez, se sigue buscando y que, encontrándose, aunque sea todavía parcialmente, se enfrenta con tantas y tantas cosas que constituyen una vida, la mía y la vuestra. No es labor de sistematicidad, pero sí su fruto. Por eso hablo siempre de coherencia y de red de coherencia. La diana de todo este proceso es simple: buscar la verdad. Y, en ella, encontrar la felicidad. La felicidad de una vida beata, como aseveraban los antiguos. Lo que voy diciendo crea un problema en el lector paralipoménico: eso son tus rumies y tus coherencias, tu red, pero ¿me obligarás a que sea también la mía? Tú vas por tus problemas, pero yo tengo los míos y tú no me respondes a ellos. A veces coincidimos en una parte, pequeña, del camino, pero mis intereses y preocupaciones, mis rumies son distintos. Mi interés paralipoménico sólo coincide en alguna cosa con el tuyo, me dices. Es verdad. A ello debo responder con dos líneas de discusión entre tú y yo. Puedes aprender aquí, leyéndolos, a llevar contigo y por ti tu propio caminar paralipoménico. Practicar cómo y de qué manera tus propios 6 rumies deben ser también racionales y en red de coherencia, no meros espurrimientos desvaídos y sin capacidad alguna de comprensión conjuntiva. Eso en cuanto a las formas expresivas de un pensamiento, el tuyo. Pero es que, además, tomando mi propia lectura paralipoménica, es probable que encuentres respuesta a algunos de tus mismos intereses y conjunciones rumbosas, sin que te quedes ahí, pues puedes encontrar aperturas que para ti eran insospechadas antes. Creatividad. 9 de septiembre de 2007 / jueves 20.9.07 GCD Me traje muchas cosas de Chimay. Entre otras una campana. Cosa esencial. Y el nombre de alguien que conocía de siempre, pero que nunca antes había leído: Pierre Grelot. Aunque yo mismo me quedo pasmado. Cuando tengo un libro nuevo, lo primero que hago es precipitarme a abrir sus páginas con mi navajita, caso de que no vengan cortados los cantos. Pues bien, tengo medio apropiado su Sentido cristiano del Antiguo Testamento desde el invierno de 1968. El libro tenía todavía la mitad segunda de sus páginas sin abrir. Quizá seguían así por respeto a esa apropiación-regalo. He terminado de separar sus páginas sólo estos días. Será uno de los muy pocos libros que tenga sin abrir. ¿Respeto? Sobre todo, profunda desgana de Grelot. Me he interesado en muchos comentarios y teologías bíblicas. Pero ha debido ser Maurice Gilbert quien, en nuestras conversaciones trapenses, cuando le preguntaba sobre cuestiones de exégesis, de la relación del Antiguo con el Nuevo Testamento, me dijera: Bueno, y el mejor de todos, claro está, Grelot. Se me había olvidado, pero hace años que Olegario González de Cardedal me lo había anunciado ya. Me he hecho con muchos de sus libros. Casi infinitos. Es apabullante lo que ha escrito y el inaudito interés que tiene todo lo suyo. Está en la frontera del AT y del NT, de la teología dogmática y de la bíblica, de los Targums y de Qumram, de lo antiguo y de lo nuevo, en la catequesis y en la exégesis. En todo a la vez, y por todas partes como maestro increíble. Profundamente enraizado en la Iglesia, desde su estar hincado en Cristo. Personaje sorprendente que está cumpliendo noventa años y que desde hace más de cuarenta tiene diabetes aguda que le lleva a sufrir comas, me dijo Gilbert, incluso varias veces por semana. Sabe tanto y está tan extremadamente centrado en lo suyo que necesita sólo su máquina de escribir. Acabo de terminar su majestuoso Combates por la Biblia en la Iglesia, que publicó hace catorce años. Es apasionante. A través de sus estudios y tomas de postura nos retrata la exégesis bíblica en Francia y en la Iglesia en los últimos cincuenta años. Asombroso. No es posible pensar que haya abarcado tanto, todo, que haya tenido palabras de extrema 7 racionalidad creyente en tantos campos, con una visión tan clara de dónde están los puntos clave de su trabajo y de aquello que vive. Y, sin embargo, es así. Quizá eso es lo que hasta ahora había hecho que no me interesara: no saber clasificarlo. Ay, yo tan contrario a las clasificaciones y que pienso casi no haber comenzado todavía siquiera a pensar cuando clasificamos algún problema o algún autor. Nadie me empujó a él con todo su ímpetu y yo no supe ver su capital importancia. ¡Precisamente en lo que a mí me interesa más cuando me acerco a la Biblia y leo páginas sobre ella! Me llama la atención y me avergüenza esa ceguera que he tenido, porque saber que existía, lo sabía de sobras, y libros suyos en mis manos en la librería, que luego he dejado allá en la mesa o el anaquel, sin comprarlos, muchos. ¡Demasiados para no sospechar que algo grave me ha acontecido en mi aproximación a la Biblia! Precisamente, repito, cuando Pierre Grelot está exactamente en el centro mismo de lo que son mis propios intereses: él representaba aquello que yo busco. Pero no fui capaz de reconocerlo. Nadie me lo enseñó. Ni siquiera supe terminar de abrir uno de sus primeros libros, y de los más importantes. Tendré que recuperar el tiempo perdido tan atontolinadamente. La hermenéutica es cosa paralipoménica. 11 de septiembre de 2007 / viernes 21.9.07 GCE Me traje también de Chimay el conocimiento de un libro que luego he comprado: El salterio de David, traducido y comentado por Jean-Luc Vesco, publicado en 2006 por Cerf en su colección Lectio divina. Vesco es dominico, ha sido director de la prestigiosísima Escuela bíblica y arqueológica francesa de Jerusalén, la que fundara ha hecho cien años el P. Lagrange. Pues bien, nos larga un increíble libro de 1419 páginas en dos tomos. Los salmos me interesan de modo particular. Es natural. Eran la oración personal de Jesús. Es la oración personal y comunitaria de la Iglesia; también de la Sinagoga y de sus hombres y mujeres. Tiziano Lorenzin, autor paralipoménico, escribió el suyo el año 2000 en la colección de comentarios bíblicos, I libri biblici, que publica Paoline. Ambos se refieren a un libro: el de los salmos. No comentarios a 150 poemas individuales y por suelto. El de Vesco es más amplio, de mayor fuerza. Fruto de un conocimiento sin límites, de una sensibilidad orante muy aguda, que sabe muy bien lo que los salmos son y lo que suponen para nosotros, pero que no olvida algo decisivo: se trata de un libro que no proviene del judaísmo actual ni tampoco del cristianismo. De primeras, no responde a nuestra sensibilidad, y, sin embargo, es nuestro gran libro de oración. Nos sentimos confrontados con él y arrastrados por él. Sus 8 palabras son nuestras palabras. Sus súplicas son nuestras súplicas. Sus alabanzas son nuestras alabanzas. Somos configurados por él. Adrian Schenker, dominico también, profesor en la Friburgo suiza, tiene un breve prólogo al gran mamotreto de Vesco. En él dice algo bien interesante: el mejor comentario de las Sagradas Escrituras en general, y del libro de los salmos en particular, es la explicación oral, pues sólo el diálogo directo permite las preguntas y respuestas perfectamente adaptadas a las personas que en ello están. Es verdad que también lo consiente la lectura detallada y amorosa de un libro en diálogo ininterrumpido. Vesco me va a ayudar a leer mejor los salmos, a degustarlos más, a dejarme troquelar por ellos. Por frases sueltas, por salmos sueltos, pero, sobre todo, por el libro entero. Cosa harto curiosa, tanto Grelot como Vesco hacen una lectura canónica, pero no necesitan referirse a la modernidad de Brevard S. Childs, que acaba de morir, quien puso en circulación académica por los ochenta la gracia de la lectura canónica, perforando una brecha decisiva en el mismo método utilizado para leer la Biblia y comprenderla. Lo he dicho ya paralipoménicamente. Una manera de leer los textos del AT o del NT en la que se desmenuza, mejor, se desguazan frases, palabras y tildes, emparentándolo con grupos y comunidades desperdigadas, siendo cosa interesante, ciertamente, no lo es todo. Lo verdaderamente interesante es una lectura del todo, guiada por el todo y comprendida desde el todo. Grelot lo hace desde siempre; también Vesco en este fantástico libro. No necesitan recurrir a la moda, pues acontece algo curioso por demás: esa es lectura tradicional, de siempre. Lo hemos de ir viendo en esta nueva serie de Paralipómenos. Lo cual tiene interés para la lectura de la Biblia, claro es, pero, atención, que lo tiene igualmente en la lectura de Aristóteles, véase si no el majestuoso libro sobre su metafísica de Teresa Oñate. Incluso, a poco que reflexionemos, lo tiene cuando contemplamos el arte o vemos una película. Fíjate que digo cuando vemos el arte, no sólo cuando hablamos de él. Prefiero mil veces las maneras de Vesco que las de quienes en cada línea hacen tres hipótesis insostenidas en el delgado aire para adecuar su lectura a tesis que parecen preconcebidas, en grandioso castillo de naipes. 12 de septiembre de 2007 / lunes 24.9.07 GCF Vesco en su enorme comentario, aún conociendo al dedillo otras maneras y todas las líneas de comprensión del orden de los salmos y de su división en partes, opta por seguir el mismo en el que se presentan en el texto masotérico, TM suelen decir, esto es, en el texto hebreo tal como lo hemos recibido, buscando hacer una lectura canónica. Comentará el salterio como libro. Pues es de esta manera como, finalmente, ha llegado 9 hasta nosotros. Sólo una lectura global, nos dice, permite re-anudar los hilos que unen entre ellos a los diferentes salmos y extraer de la mejor manera la teología de sus relaciones mutuas y su sentido último. Es la forma canónica final del texto, el libro mismo del salterio, lo que, en un momento dado, ha sido aceptado por la comunidad como lo que hace autoridad para expresar la entereza de su fe y dirigir su vida. Insistiremos, continúa, en esa forma final. Así tenemos un comienzo decisivo de comprensión de los salmos: ¿no es el más antiguo comentario sobre el sentido de los salmos, precisamente, la manera en que los dispusieron en el salterio? Un libro, ya es forma nuestra, cosa paralipoménica, tiene una primera página y una última página. La primera tiene todavía todo por delante, falta todo por decir; es el inicio de un muy largo caminar; entonces, aún todo es posible desde ella. La primera página es un comienzo de temporalidad. La última, en cambio, no. Se escribe cuando ya se ha hecho el camino entero; cuando ya nada queda por decir. Ella es la que recoge el fruto entero del libro, de sus recovecos, de sus meandros, de sus posibilidades que se van haciendo realidad hoja a hoja. La primera y la última página no se pueden intercambiar, o si se prefiere, cabe hacerlo, pero entonces el sentido entero del libro toma otros derroteros, tiene otras significaciones. Un libro es un discurrir en la temporalidad desde un acá hasta un más-allá. La última página es un punto de convergencia de toda la labor del libro. Todas sus líneas, finalmente, se aúnan en él. Un amigo, cuando estábamos en Lovaina de estudiantes, tenía trabajada su tesis doctoral de manera insistente y llena de inteligencia. Cientos de enormes páginas escritas con letra pequeña por las dos caras. Pero, se preguntaba una y otra vez: se pueden ordenar así y así y así; esta como hoja primera o esta o esta. Fue el cuento de nunca acabar. Luego vinieron las apreturas de la vida y no terminó su tesis. Era sobre Karl Barth. Los puntos, las comas, los detalles, las líneas y problemas desmenuzados, las frases, las palabras, las tildes, todo ello emparentado con todo tipo de problemáticas teológicas, sociales y políticas estaban allí, las discusiones pormenorizadas y las tomas de postura de Barth en sus escritos y de mi amigo en sus propias hojas estaban allí a la mano de quien quería ordenar todo ese fajón de papeles así o así o así. Pero nunca se llegó a nada. Nunca se hizo libro. Nunca se organizó un pensamiento sobre el autor estudiado. Aquello, finalmente, eran briznas sin sentido, sin orden, sin concierto, sin interés. Puros papelones que en nada servían a nadie como no fuera para hacer con los cientos de hojas escritas con pequeña letra aviones de papel. Creo que con el ejemplo del mi amigo queda claro lo que significa una lectura canónica, la que él no pudo terminar; pero que esta sólo se puede lograr cuando el autor se ha dado la enorme tarascada de tener todos los infinitos puntos de detalle en sus hojas rellenas con su letra diminuta. 11 de septiembre de 2007 / martes 25.9.07 10 GCG Súplica y alabanza son las líneas de fuerzas más importantes del conjunto de los salmos. No pueden disociarse. El grito arrastrado por la súplica supone siempre una comunión que liga al suplicante con Dios, al que interroga. El suplicante solicita la manifestación de un amor que ya antes se le había manifestado. El grito es la confesión de la espera en un Dios directamente interpelado. Dios debe actuar ahora como ya lo hizo anteriormente. La alabanza, que el grito viene a interrumpir por un momento, está al comienzo, y también está al final de la oración. Sirve de argumento para obtener lo que se pide. El ‘ya’ advenido provoca un punto de apoyo para el porvenir. La súplica sale transformada de la prueba superada. El grito, que aparece como una interrupción momentánea de la alabanza, abre a esta, de hecho, un camino que le permite descubrir otras trazas de Dios, desconocidas hasta entonces. La prueba superada renueva la alabanza. La noche, de la que ha surgido la súplica, se ha convertido en luz; la comunión del salmista con Dios ha sobrevivido a todo lo que le amenazaba con la ruina. Hasta en el ‘ahora’ que vive la súplica, incierto y doloroso, el ‘siempre’ de la alabanza, seguro y sereno, ha podido mantenerse. La adversidad, que ha venido a contrariar por un instante el desarrollo normal y perpetuo de la alabanza, ha permitido anudar el hilo que la actualidad parecía haber roto. La alabanza ha pasado por un tiempo de silencio y de vacío que no ha hecho sino verificarla y confirmarla. Incluso la noche ha sabido convertirse en día. El día y la noche se transmiten mutuamente la llama nunca apagada de una alabanza ininterrumpida. La oración ha conseguido abrir la súplica ensanchándola en alabanza divina. Las perspectivas individuales que dominan la primera mitad del salterio se alargan a dimensiones más comunitarias en la segunda; la alabanza incluye siempre un oyente a quien se dirige una invitación. Así entiende Vesco el arco entero del libro de los salmos. Muestra una dirección de plenitud, de encuentro con nuevas trazas de Dios, con la luz en completud de alabanza. Simplemente un orden distinto de los salmos haría que ese arco direccional del libro fuera otro, muy distinto. Menos interesante, seguramente. Pero hay más, el añadido prefacial por el último editor del salterio de los salmos 1 y 2 propone una lectura sapiencial del libro entero. Sobre todo cuando tôrâh (Sal 1,2) no se entiende como ‘ley’, la Ley del Señor, sino como la ‘enseñanza’ del Señor; así debe hacerse viendo el conjunto del libro. La influencia de los medios sapienciales en la redacción última 11 del salterio no puede ponerse en duda, aunque su historia sea compleja. La sabiduría de Israel ha encontrado en el salterio su expresión lírica. El soberano bien que Dios acuerda a los justos no son riquezas, poderes, sino él mismo. Estar junto a Dios, incluso en la desgracia, deviene así la suprema recompensa. El amor divino se ofrece sin cesar al hombre. Si este reconoce sus pecados, ese amor se hace gracia, puesto que Dios es perdón. La espiritualidad de la tôrâh como enseñanza divina que guía al hombre en la vida estructura el salterio en su conjunto, haciéndolo uno. Celebra el reencuentro entre el corazón humano y la palabra de Dios. ¿Te das cuenta, pues, de la belleza increíble, del interés supino del libro de Vesco? Aquí lo tienes como pequeña muestra. Una manera de abordar los salmos, entendiéndolos como lo que son y como lo que hemos recibido, tal es la lectura canónica, nos abre a una comprensión teológica supremamente interesante. Con Aristóteles acontece lo mismo. 11 de septiembre de 2007 / miércoles 26.9.07 GCH Termino un grueso libro de Juan Manuel de Prada. Hacía muchos años que no leía algo tan hermoso, tan bien escrito, que me captara de la manera con la que novela El séptimo velo me persuade, insinúa todos mis sentidos. De él sale una mano que se hace conmigo. Para siempre. Apenas si sabía que Prada era un columnista de periódico. De vez en cuando Esteban Peña me envía por internet cosas de él. Son hermosas, incisivas; merecen la pena. Pero no lo sabía novelista de estos tintes. Remonto lejos, pero que muy lejos, para encontrar una obra literaria que me haya gustado tanto. No es perfecta, en absoluto. ¿Es perfecto El Quijote? Su prosa es en extremo agarrativa, me llena de su viscosidad y se forja conmigo. No puedo decir que sea literatura de sentimientos, por muy bien que yo entienda esta palabra, y sabes, ya mi amigo paralipoménico, lo que significa de bueno para nosotros. Tan lejos como estamos de Valle Inclán, incluso, supongo que sólo en parte, de Quevedo, con su genial castellano que en definitiva se nos va en iridiscentes y luminarias pompas de jabón. No, de eso nada. Los personajes de Prada están difusos, no son magistrales construcciones. No importa, qué más nos da ante la perfección de la prosa que los engancha y me seduce. El conjunto de las situaciones de la novela es también difusa, nada lineal, en corte inminente; incluso pasamos sin previo aviso del relato-en-yo al relato-en-él, como si el autor, mucho más que antes y que nadie, fuera dominador de cielos y tierras. Qué más nos da ante la viscosidad perfecta de su prosa que nos trae y nos lleva por nuestras propias imaginaciones, 12 por nuestros mismos sentimientos, se hace con nosotros y nos adentra en espacios y en temporalidades que son las nuestras, aunque ni de lejos seamos héroes inconocidos ante nosotros mismos del ejército de las sombras de la resistencia francesa, en su pegajosidad asombrada y aberrante. «Ante el recuerdo mucho más viscoso». Aquello con lo que nos recoge, seguramente para siempre, es su prosa. No porque sea bonita, ¿qué nos ofrecería esa bonitez insulsa?, sino porque quedo prendida de ella, inmerso en su unto genial que me atrapa en cada línea, en cada palabra. La congruencia no está en la historia que nos cuenta, sino en el desgarramiento rompedor de ella. Vamos y venimos en un tiempo descoyuntado, pero que es una temporalidad carnal, rectilínea, la que hay entre el escritor y su lector. Entre lector y escritor. Porque, tras hacerse él conmigo, me hago con él. En ayuntamiento carnal de palabras que cobran sentido pleno, precisamente, en su asombroso pringue. El horror de matar al soldado alemán, y que muere por no haber querido matarnos él a nosotros: vemos la foto de su familia, su mujer, sus dos hijas. Tremenda sensación de injusticia. La muerte asesinada del padre de Olga, no un error resistente, sino una venganza sibilina del otro. Nada hay que contar, pues al hacerlo contaría mi vida. El juego corrupto entre el relato-en-yo y el relato-en-él que en la primera ruptura casi estuvo a punto de cortarme del libro para siempre, al final es parte de mí mismo, de esa temporalidad que es tiempo roto, mejor, no-tiempo. Las primeras 45 páginas son tan buenas que nos era imposible seguir con ellas. No lo hubiéramos resistido. ¿La mejor novela escrita en castellano desde que tengo estas entendederas? Luego, sin embargo, aunque tardando, todo se recompone en inteligencia plenificada y, con las menciones sacramentales de Dios, completiva. ¿«Ahora ya sabía que ni un Dios infinitamente misericordioso podría perdonar…»? Ni sé lo que digo. 12 de septiembre de 2007 / jueves 27.9.07 GCI Desde agosto he visto muchos deuvedés. Tanto me ha insistido Suso Ares con parsimoniosa tranquilidad que yo me lo pierdo, el no ver las películas de Woody Allen, que me he puesto a ellas en su orden cronológico. Bueno, de las que tengo, pues impelido por un hervor de mala conciencia, compré varias, aquellas, creí, en las que no intervenía de actor. Ay, pobre de mí, incluso La púrpura del El Cairo de la que Teresa Pellicer, conocedora de mis gustos, decía: esa sí, se me cae de las manos para siempre. Con todo el perdón de mis amigos: no me interesa nada, ¡exceptuando una!, me aburren hasta el derrengo las pequeñeces de esos 13 aprendices y aprendizas de sensibles —¿sensibles, dices?— espíritus neoyorquinos en busca de la deseada genialidad entre los suyos y sus inmisericordes ombliguillos. Me da lacha el pequeño yo que ellos arrastran como el ornitorrinco. Me basta con el mío. Sólo me encandiló la madre de las pedorrinas, de Interiores, creo, que allá donde va pone sus colores en los vestidos, en los objetos del mobiliario y en las paredes, en la humildad horrísona de sus sentimientos, que se adentra en el Océano para morir su desapegado y fracasado hastío. Hago una salvedad: Sombra y niebla. El teatro de Bertold Brecht y su música de Kurt Weill. Fritz Lang en su M, el vampiro de Dusseldorf y el circo de Federico Fellini. La voz suasoria del pequeñín Woody Allen, que una y otra vez se insinúa en un conventículo de racionalidad anegada en las obscuridades de la noche, parodia casi de las noches blancas en sus grisáceos claroscuros. Esta sí, esta es una gran película. Quizá porque su autor ha sabido volcarse en otros lugares a aquellos que parecen los suyos naturales. Ha sabido dejarse llevar por todo lo que ha visto y ha sentido cuando veía. Y con tanta zaborra como ha hecho, ha aprendido el oficio de lo grande. Proclamo mi gusto por Michael Haneke. La pianista es una inmensa película. Ahora vi Funny games y Código secreto. Me cautivo especialmente la primera. Su conjunto, pero sobre todo una escena, una larga y terrorífica escena en su sencilla desnudez apacible. Parece que en la literatura árabe una sola frase genial hace que su autor sea recordado para siempre entre los más grandes, aunque el resto no llegue a su alcance, incluso aunque sea inaguantable. No es el caso de Haneke. La cámara casi fija. De noche. Dos ventanas simétricas. Un tresillo y dos sofás, en impecable conjuntamiento. Los dos chavales asesinos, siempre tan apacibles, siempre tan lógicos y cariñosos, lejanos compañeros del grupo de la Naranja mecánica del barroco Kubrick, no están en escena. A la derecha, tumbado en el suelo, el cadáver del niño, al que han descerrajado un tiro de escopeta, pero sin quererlo, no hubiese sido necesario, les dicen a los padres, os habéis portado mal, no sabéis jugar. En el tresillo, enfrentado a nosotros, el padre, con la rodilla rota por un golpe de palo de golf: ¿por qué te has comportado así, comprende que la culpa es sólo tuya?, en el sofá de la derecha la madre, tapada su boca con cinta adhesiva, sus manos a la espaldad atadas por sus muñecas, las espinillas recogidas. Se levanta, a saltos inmisericordes pasa hacia la cocina, a la izquierda. Comprendemos al verla la obscura profundidad de la degradación a que están siendo sometidos. La cámara gira ligeramente para seguir sus pequeños saltitos de pingüino a lo que la han reducido. Quedamos sofocados por la limpidez objetiva de esa violencia inmisericorde. Dos jovencillos de buena familia en el aburrido hastío de su vivir. 12 de septiembre de 2007 / viernes 28.9.07 14 GCJ En espera de comenzar las clases, lo que acontecerá cuando leas esto, en ese mismo momento soñaba cosas imposibles. Chifladuras insensatas que sólo pueden pensarse en el estado de sopor en el cual las figuras se alargan alcanzando momentos grotescos. ¿Y si aconteciera con Aristóteles como con todo lo demás, es decir, que cuando uno hace un grueso libro, y no un cajón de sastre en el que las cosas caen aquí o allá al buen albur del azar de alguna mano inentendida, los pensamientos fueran llevados hacia un clímax en el cual todo terminara por sostenerse o, si se prefiere, al cual todo señala y prefigura, mejor, desde el que todo, finalmente, tuviera su verdadero sostén, siendo ese momento álgido final aquel en el que Dios es llamado «pensamiento de pensamiento», acto puro, por tanto, que nada tiene de potencialidad alguna?, ¿valdría que dejáramos esto en nada interesante de verdad afirmando, simplemente, que no puede verterse hacia nosotros porque en él no cabe la pasión, por tanto, tampoco la compasión, pues ello denotaría que algo faltaría en él y tal cosa no puede darse? ¿Y si aconteciera que ese Dios aristotélico, finalmente, estirara de nosotros suscitándonos afectos irresistibles que nos llevan hacia él en el pensamiento y en la acción?, ¿valdría que dijéramos, simplemente, que eso que se da en nosotros, en él no puede acontecer? ¿Podría tratarse, entonces, de un mero dios-seco que provoca en nosotros, es verdad, afectos infinitos que nos dirigen a él, para él no ser sino un témpano de hielo que ni sabe de nosotros ni podríamos importarle un comino? Que raro, ¿no? ¿Y si aconteciera con Aristóteles como con todos los demás, es decir, lo leo y provoca en mí, siguiéndole a él, inspirado por él, pensamientos que vienen dados en su estela, los cuales, aunque dijéramos en una lectura literal que en él no se dan, sin embargo, la creatividad empujatoria de sus maneras profundas de pensar es tal que suscita en mí cumplimientos de novedad creativa, no para decir que esto y esto y esto, pensado por mí mismo, son palabras de Aristóteles, palabras literales suyas, lo que no es, pero sí que esto y esto y esto lo comprendo dentro de algo que es la misma horma de su pensamiento, está en la estela, repito, de una creatividad filosófica iniciada por él? Quien escribió el salmo 2 no hablaba de Jesús, es verdad, pero ¿no iniciaba una estela de esperanza en quien habría de venir como cumplimiento en sí de lo que el salmo suscribía? Compréndase que me ocurre a mí como a todos: leyendo distintas cosas a la vez, tengo varias líneas de pensamiento a un tiempo, y estas se interfieren las unas en las otras; de unas salen tentáculos analógicos hacia otras. Si alguien dijere que el salmo 2 en su literalidad exacta, la que tenía en el momento en que fue escrito, cuando sus palabras respondían a los pensamientos y esperanzas de su autor, hablaba de un Jesús-Mesías que nacería siglos 15 después, se confunde. Es evidente. Pero si alguien dice que la comprensión que tenemos de este, y la que él tenía de sí mismo, seguramente, venía dada en la huella del salmo 2, pero no, en absoluto, en la estela de la bellísima Antígona de Sófocles, sólo dice algo que no sólo es plausible, sino verdadero. Claro, podrás espetarme: planteas una cosa interesante, pero en tu sueño deformante todo lo trafulcas poniendo en comparanza materiales que nada tienen que ver unos con otros, pensamiento puro y duro con cuestiones fofas y complotantes referidas a extrañas interpretaciones que todo lo arrebujan en viscoso mejunje. ¿Estás seguro? 13 de septiembre de 2007 / lunes 1.10.07 GCK Siguiendo con lo de ayer, despertado del sueño que se había apoderado de mí, no voy a manifestar, ni mucho menos, que haya paralelismo radical en lo que decía del salmo 2 y de la metafísica de Aristóteles; sería una bobada simplona. Pero ¿tendremos que cerrarnos a la mera literalidad del pensamiento de Aristóteles entendido —cosa, para colmo, en extremo difícil de conseguir— a su propia manera y en su mismo momento, y no a nuestra manera y en nuestra propia temporalidad, sin aceptar que en su mismo texto se dan ínsitas ocasiones de increíble creatividad filosófica, de enorme fecundidad de pensamiento, de la misma manera que lo decimos del salmo 2 referido a su comprensión desde Jesús-Mesías? Esa comprensión novedosa del salmo 2 nos viene dada en la estela de una tradición que para comprender lo suyo leyó e interpretó desde él, desde su lectura; vislumbrando lo que son los nuevos tiempos de creatividad por medio de quienes lo han leído una y otra vez, y lo siguen leyendo una y otra vez. ¿Sería una locura afirmar esto mismo de una lectura de Aristóteles? En fin, basta ya de pitorreos soñatorios y seamos serios. Volvamos a Pierre Grelot. Pero no, qué va, todavía nos quedan decisivas cosas en el coleto. Fijaos que en nuestra comprensión, sea del salmo 2, sea de Aristóteles, estamos inmersos en una tradición. No hacemos, sería una mera sandez, como la que años ha cometió afamado teólogo cuando escribió un grueso libro sobre la Iglesia del que me queda un regusto soez: debemos saltar por encima de tirios y troyanos que han llevado las cosas a malabarismos irrecuperables, para nosotros, ¡por fin!, inventar una lectura real y verdadera de los orígenes. Como cuando jugábamos al burro poniéndonos en fila y todo consistía en saltar sobre la espalda de todos los de delante de nosotros, para al final, claro, ponernos también 16 nosotros como burro para que todos saltasen por encima nuestro. Eso es un juego de niños. ¿No debe entenderse esta manera de interpretar a través de la categoría paralipoménica que nosotros empleamos, la de carne enmemoriada? Somos lo que somos en esa tradición, en esa línea de universo que es la nuestra, porque nos ha dado la carne actual, la única nuestra de verdad, y lo ha hecho porque nosotros hacemos memoria de aquellos textos que se han convertido así en carne de nuestra carne. No es, pues, una lectura aséptica, la única buena, considerando a todas las demás carne de burro que nos impide ver. Si, para colmo, la llamamos científica, entonces el plastón cae encima de nosotros y nos anega de tontería. Es un juego de ida desde nuestro presente carnal que ha sido configurado por la memoria de lo que nos constituyó como carne de pensamiento, hasta aquello que ahora lo leemos enmemoriado, pero que todavía está ahí con sus propias letras; no, simplemente, con nuestro recuerdo de ellas en la actualidad de nuestro pensamiento. Con sus propias letras, digo, porque todavía tiene la fuerza de conmover nuestro pensamiento. Así, podemos ver cómo ello está en las bases mismas de nuestra carne actual de pensamiento; pero también, por ejemplo, nos damos cuenta de lo que de aquellos textos podía dar otras configuraciones, incluso lo vemos en la tradición viva del pensamiento que generó. Al volver la mirada atrás y leer esos textos fundacionales, vemos las líneas de pensamiento que de ellos salían, incluso, seguramente, sin que sus autores pudieran ser conscientes de las posibilidades reales de novedad que traían en su propia asunción de creatividad, y nos han configurado. Pero también vemos las otras posibilidades que no se hicieron carne para nosotros. 14 de septiembre de 2007 / martes 2.10.07 GCL Volvamos a Pierre Grelot, decía. Hay algo obvio, pero en lo que nunca había caído en cuenta, sobre todo porque se habla continuamente de las tres religiones del libro: judaísmo, cristianismo e islamismo. No es exacto hablar así. La revelación de Dios para nosotros no es un libro caído del cielo, como es el caso del Corán, incluso con su propia lengua que en nada ni por nada puede cambiarse ni traducirse. La materialidad y el sonido exacto de las palabras mismas es la revelación de Dios a su profeta Mahoma; cualquier traducción es traición, no cabría que nosotros, por ser de otra cultura a la árabe del siglo VII, tradujéramos el libro y lo adaptáramos a nuestra propia lengua y lo leyéramos interpretándolo para nuevos usos y costumbres, los nuestros; un continuo rumie del que nace una entera tradición. No caben, pues, relecturas del Corán; lo que cuenta es el acto de 17 su letra pura y nuda revelada al Profeta. Por otro lado, la revelación tampoco se nos brinda, como alguno predicaba en los pasados años, mediante el sesgo de arquetipos simbólicos comunes al inconsciente de todos. La revelación de Dios se nos ofrece en una experiencia, una experiencia histórica significativa que culmina en la persona de Jesús y que viene acompañada por palabras proféticas. Diré, pues, que para nosotros la revelación no es un libro, sino la persona de Jesús. Ahora bien, cuando los historiadores manejan sus fuentes y evocan el pasado, como sabemos paralipoménicamente muy bien, se encuentran siempre ante hechos interpretados. Interpretados por los testigos directos, por los textos que les sirven de materiales y, finalmente, por cada historiador que se esfuerza en comprenderlos. Ya veis, teníamos a Grelot convertido al paralipomenismo, ¡y nosotros sin saberlo! Como él dice, hay siempre un hiato entre la historia exacta y la historia verdadera. La verdad evangélica, dice, no es una acumulación de detalles exactos relativos a Jesús. La debemos encontrar en la confesión de fe cuya urdimbre ofrecen entre todos los textos evangélicos; en conjunción coherente, me atrevo a añadir. ¿Que hay límites y aproximaciones en los detalles narrativos?, sin duda, mas a partir de ahí la presentación de Jesús propone una comprensión auténtica. No se trata en exégesis de mostrar primero que los textos son históricos en el sentido que lo entendía el antiguo positivismo para, luego, construirse una cristología. Debe comprenderse que el Evangelio, presente en la totalidad del NT, en coherencia con la totalidad de la Biblia, es ante todo un testimonio de fe. Es seguro que todos los testimonios se nos han dado en forma literaria según las modalidades culturales de su tiempo, por lo que lo que podíamos llamar con Grelot el coeficiente de exactitud varía de unos casos a otros, pero todos ellos han sido leídos a la luz de la resurrección: «en el Evangelio, es Cristo glorioso quien continúa dando a los suyos su mensaje global». Es esencial entender así las cosas de la exégesis. ¿Os habéis fijado la de veces que aparece cómo las cosas se nos dan en coherencia, aprovechándose, pues, de una palabra crudamente paralipoménica? Ha faltado sólo una pizca para utilizar también la palabra red; pero quien lea a Grelot se dará cuenta de la importancia que para él tiene la coherencia en red. La noción de Evangelio comporta, añade Grelot, tres dimensiones: la realidad histórica de la vida de Jesús; el conocimiento de lo que Cristo resucitado dice y hace actualmente en su Iglesia; y la referencia al cumplimiento de las Escrituras que se ha producido en él y actualmente sigue en su Iglesia. No es posible hacer reducción de ninguna de ellas sin graves daños. 16 de septiembre de 2007 / miércoles 3.10.07 GDC 18 Punto decisivo es el de las resonancias clave que aportó el paso del hebreo al griego, hasta el punto de que, como sabemos bien, el AT utilizado desde el NT es casi siempre la traducción griega llamada de los LXX, que era la empleada en todas las sinagogas de la diáspora helenística, en las que ya se hablaba y se pensaba en griego, hasta el punto de que podemos decir que el griego es también el vehículo normal de la revelación. Si queréis, mejor, de la Revelación. Creo que, por fin, se está haciendo una traducción al castellano de esa Biblia griega, lo que estará inmejorablemente bien para que veamos de cerca cómo y de qué manera esto es verdad. «En consecuencia, dice nuestro hombre, cuando la predicación evangélica fue transferida del arameo primitivo —la lengua corriente que hablaba Jesús, el hebreo era ya sólo lengua litúrgica y el griego la de la cultura— a esta lengua, portadora de una semántica nueva, los mismos valores del Evangelio fueron inculturados en este medio helenístico». Para traducir fielmente el Evangelio a todas las lenguas hay que tener en cuenta ese substrato semítico que viene del judaísmo por intermedio de la versión griega de la Biblia. No tiene verdad alguna canonizar al hebreo como lengua sagrada, en opinión de Grelot, eso sería introducir en la Iglesia una concepción coránica de la revelación. Entiende nuestro amigo que deben tenerse en cuenta varios puntos esenciales. El anuncio del Evangelio, primero oral y luego puesto por escrito, reposa enteramente sobre el testimonio de los discípulos y de los apóstoles que habían vivido con Jesús y anunciado tras su resurrección: «eso que Jesús ha hecho y enseñado» (Hch 1,1). Las comunidades de Iglesia no eran grupos informes sin organización interna en las que cualquiera podía inventar a voluntad lo que fuera con respecto a Jesús, atribuyéndole palabras imaginarias; esas Iglesias locales están articuladas sobre el ministerio de los apóstoles. Cada ministro de ellas tenía, en primer lugar, la responsabilidad de conservar el ‘depósito’ confiado a los apóstoles (cf. 1Tim 6,20). Esto no significa que esa transmisión fuera una repetición mecánica, sino que se iba dando del testimonio una comprensión nueva, siempre en fidelidad viva a ese ‘depósito’ recibido, y una explicación de más en más profundizada a medida que se planteaban problemas «que obligaban a reflexionar sobre él con una plena docilidad al Espíritu Santo», de quien provenía el progreso de la revelación aportado por el Evangelio —es obvio que quienes no creen en esta acción del Espíritu, faltos de fe, no verán este punto cuarto—, y sólo de él. La exégesis racionalista y liberal que ha dominado buena parte del siglo XX, aunque haya ido decayendo de más en más con su paso, sólo ha visto en ella una evolución natural de las ideas y de los sentimientos religiosos, «perdiendo de vista, de esa manera, el carácter esencial de la fe cristiana», la cual comporta una exigencia de conocimiento histórico que implica una interpretación profundizada de lo que Jesús hizo y enseñó. Este conjunto enhebrado de consideraciones asegura la verdad del testimonio evangélico y su justa comprensión, llevado a ‘consumación’ por su pasión 19 y resurrección. De esta manera tan articulada, que sobrepasa la experiencia humana de la historia terrestre, la verdad viene asegurada por el testimonio de quienes, en el origen, estuvieron en relación viva con Jesús. Vistas las cosas así, como hace Pierre Grelot, la ‘letra’ ha ido permitiendo la germinación de sentidos sucesivos «en una fe que se vinculaba a la totalidad del designio de Dios». Desde él, el sentido se va desarrollando en la dirección de su consumación final. ¡Todo un programa paralipoménico! 16 de septiembre de 2007 / jueves 4.10.09 GDD Richard Dawkins no es un pelandusco, sino afamado catedrático en Oxford, autor de varios libros de la relación ciencia-filosofía; los más vendidos desde aquél cambiador de paradigma, El azar y la necesidad de Jacques Monod. Dawkins no era sino un difundidor conspicuo e inteligente de sus propias ideas grapadas en su conocimiento de las ciencias biológicas. El libro que le abrió las puertas y las casas editoriales para traducirle siempre fue El gen egoísta. Eran los tiempos del enorme revuelo con la sociobiología de Wilson. Es cosa clara: todo lo compartimos con los animales, y no somos sino un animal más; nada tenemos de específico que no lo comuniquemos con ellos. No hay hiato ni imposibleposibilidad. Lo entiendes, pues, lo más alejado de paralipomenear que quepa en una mente capta. Dawkins ha publicado en 2006 un nuevo libro, como vas a ver, malo como los boniatos podridos, pero, no importa, al punto Espasa-Calpe, del grupo Prisa, lo tradujo con pastas duras y mucha prosopopeya para venderlo, claro es, como rosquillas en los grandes almacenes: es su más diáfana ideología. El espejismo de Dios se llama. ¡Se trata de la nueva palabra de dios —lo pondré con minúscula, aunque, supongo, el autor no se sentiría demasiado ofendido con las mayúsculas—, esta sí que infalible! Lo compré. Tonto que soy. Le eché varias ojeadas. Siniestras. Hace falta estar creído de sí mismo para decir tamaña bazofia con tan buena conciencia; ser un filósofo de los que nada saben y no dicen sino calzoncillonadas obvias en su platitud más inepta. Un señor así no aprobaría ni el examen de primer curso de filosofía en el bachillerato, bueno, como ahora haya venido en llamarse. Sólo sabemos de él que no sabe nada y, lo peor de todo, que no se le ha pasado por la cholla lo único cierto: que le falta cabeza para pensar en cuanto se adentra por campos de pensamiento. Pero, debo confesarlo, se me cayó de las manos enseguida; que digo, en cuanto pasé un miserable rato con él. Lectura inane. Sin interés. Algún amigo, no recuerdo quién, pues se lo agradecería en público por privarme de un golpe continuado de mal genio, me 20 proporcionó fotocopia de una recensión larga, dos columnas del ABC Cultural del 24 de febrero de 2007, firmada por Álvaro Delgado Gal. Lo pone a escurrir. Nos dice, además, él que está bien enterado de estas cosas, que lo han dejado tibio en recensiones importantes en el mundo anglosajón, el del autor. Incluso, nos asegura Delgado, rojos de toda la vida o filósofos ateos de siempre. Además, se despacha con razón de algunos, entre los que menciona —¡ya era hora que esto se hiciera entre nuestros inflados papanatas!— a Bertrand Russell, «magnífico cuando habla de lógica, pero asombrosamente superficial en sus incursiones en ética y política»; no digamos, añado yo, si de religión se tratare. Los viejecitos llenos de perplejidades se acordarán de él. Pues bien, Dawkins es peor todavía. Delgado nos recuerda cosa que ya sabíamos: «la experiencia nos lo demuestra, que los sabios, extraídos de su hábitat, pueden ser más bobos que los cabezas rapadas del graderío sur del Bernabéu». Qué más da lo que diga sobre el libro que deja goteando sus malas artes. Porque me parece asombroso que el mismo Álvaro Delgado Gal, director de una publicación mensual de campanillas que se vende en los kioscos, Revista de libros de la Fundación Caja Madrid, publica en este septiembre una recensión de Julio Aramberri: lo de Dawkins es necedad, sí, pero, finalmente, tiene razón toda su ideología. Ah, y esta manda. Leedlo para desasnaros. Ver y quedar en los puros pasmos. 16 de septiembre de 2007 / viernes 5.10.07 GDE Buscando en internet a Pierre Grelot, vi que en una de las buenas librerías madrileñas de viejo tenían dos cosas suyas. Y allí que me fui a comprarlo. El dueño, al ver lo que le pedía, me hizo un comentario sabroso. Hoy en este tipo de librerías se vuelve a buscar con fuerza sorprendente, me decía, libros religiosos y de teología. Curioso. Que así sea depende del buen albur y voluntad de tipos como yo, quienes con sus dineros buscan los libros que les interesan. Nuestras compras en las librerías de lance no dependen de las “fuerzas vivas” que se manifiestan en los periódicos del régimen con sus suplementos, con sus radios y con sus televisiones —¿cómo pueden ser soportados?—, que, como sabes bien, van, todavía, por otros derroteros asaz contrarios a los que me decía el buen librero de ocasión. ¡Quién representa el porvenir adviniente! Te dejo con tu respuesta. La mía, me la sé. Un régimen es cosa pasajera, por larga que llegue a ser. De eso entendemos mucho. Casi por casualidad sorprendía la conversación entre dos sacerdotes jóvenes amigos, muy ligados con la enseñanza. La verdad es que me he olvidado de los motivos concretos de su inquietud. Intenté decirles que no tuvieran tanta preocupación, que dedicaran todas sus energías, ¡cantidad!, 21 a ese ejercicio tan eclesial de vivir de boca en oído. Les dije algo que creo no me entendieron; tampoco merecía la pena irse a largas explicaciones. Puede tardar, y de eso sabemos nosotros, a más de tener ejemplos terribles como los de los antiguos países comunistas, pero un régimen dura poco y deja poco tras de sí. Quizá caos y pobreza. Este no será nuestro caso, al menos por ahora, pues nos hemos convertido en el país del rico epulón. En nuestros pagos, en los países europeos que nos circundan, los regímenes persisten corto. Incluso en el nuestro, ya estamos viendo cambios sorprendentes de quienes nos detentan el poder que les hemos concedido. Aunque tiene algunos visos de ellos, no es un régimen ideológico; quizá, más bien, se aprovecha de la ideología para convertirse en régimen, es decir, fijaos qué poco, para ganar las próximas elecciones. Como por ello les sea necesario ponerse a romper un piñón con la Iglesia, por ejemplo, no tengáis duda ninguna, lo harán. Lo iremos viendo con nuestra mirada paralipoménica. Dios, Jesús, Iglesia. En ese orden. Muchos vuelven a interesarse por Dios. Hay una vuelta larga a él, aunque sea a través de diosecillos y politeísmos varios, probablemente de duración exigua. Con un gradiente hacia el dios que les vaya conviniendo. Tengan cuidado, sin embargo, los que se acercan a él: uno empieza y no sabe a dónde va a llegar, quizá a la presencia del Dios vivo. Muchos se interesan de nuevo en Jesús. Pero, claro, con tal de que me dejen hacer el Cristo que me plazca. Optan por el Jesús de sus conveniencias, torcido hacia sus intereses. Quienes tomen estos derroteros tengan cuidado ante la presencia del Jesús viviente. Ah, pero eso no, a la Iglesia no, no sigue siendo sino un grupón de élites mentecatas y aprovechadas. Bueno, depende, una iglesia de nuestros sentimientos, que de ellos dependa y a ellos se adecue, logra mejor nombre e interés. ¿Una Iglesia como la existente? Ciertamente no. Les parecería una vergüenza. Su vuelta a Jesús y a Dios no es carnal, sólo algo profundamente ideológico y descarnado todavía, no sea que toque en el meollo y mejunje mismo de mi vida. Vuelta a Dios y a Jesucristo, sí, pero que no se interfieran en mi vida, eso es cosa mía y muy mía. Nada de la Iglesia, pues. 6 de octubre de 2007 / lunes 8.10.07 GDF Vivo en una biblioteca, pues mi casa se parece más a habitáculo de libros que a mansión civilizada; apenas si caben más. Añado el despacho. Por eso, lo de los libros y cómo guardarlos me interesa sobremanera. Hubiera debido ser bibliotecario y corredor de papeles viejos. Los viernes, con exquisita puntualidad, Pedro Domínguez, compañero de la Parroquia, me guarda desde hace años El Cultural. Es verdad paralipoménica que sólo compro un periódico, el viernes, por el 22 suplemento de libros. El 20 de septiembre pasado Pablo Jauralde, el gran biógrafo de Quevedo, escribía un largo artículo que me ha dejado viendo chiribitas. No es novedad lo que dice, pero visto todo arrejuntado y expuesto con tanta fuerza, le hace a uno que los ojos se le vuelvan para atrás. Profiere acusaciones concretas. Libros y manuscritos que él ha consultado en bibliotecas españolas y que ahora se pueden leer en bibliotecas extranjeras. El epistolario inédito de Quevedo, por ejemplo, publicado en Londres hace dos años, o el memorial autógrafo implorando al rey su libertad, que él mismo vio en el archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores, ahora «en su lugar había una hoja en blanco notificando su desaparición», y añade, «algún día se subastará ese memorial, como se subastó el testamento». Aparecerá en la Brancroft Library de la Universidad de California, Berkeley, en la Hispanic Society of America o similares, como ha acontecido otras veces. Desidia insoportable. Falta intrépida de bibliotecarios y archiveros. Desde hace diez años legión de guardias jurados que vigilan en bibliotecas y archivos como en las estaciones del metro; pero, evidentemente, son «personas que no tienen la obligación de distinguir entre una estampita de la Virgen y un dibujo de Leonardo de Vinci». La Biblioteca Nacional de Madrid con 25.000 manuscritos, tiene 12.000 de ellos inventariados, pero no catalogados. Unos y otros se ponen a disposición de quien los quiere pedir, pues, claro, se dice, la cultura es para todos, y corrieron la voz y los hechos de que la Biblioteca Nacional, y todas las grandes bibliotecas españolas, están a la mano de quien quiere meterla y entresacar lo que le convenga. Cuenta qué acontece en otras bibliotecas importantes del mundo, en donde se leen reproducciones no originales de los manuscritos y libros importantes, todos doblados con los medios con los que hoy contamos. Nos dice que en alguna francesa ha llegado a leer libros del siglo XIX, una vez que te dan el rigurosísimo carnet de lector, mientras la bibliotecaria le pasaba las hojas. La parrafada siguiente no puedo por más de copiarla entera. «Aquí no. Aquí puede entrar cualquiera, pedir la primera edición del Quijote, protestar si no se la llevan, dejarla abandonada en un pupitre, sonarse los mocos encima de ella, escribir en un papelito que apoya sobre su portada, abrir sus páginas hasta desvencijar la encuadernación y luego firmar un manifiesto contra las trabas que se encuentra para leer y el elitismo cultural de los fascistas». Que las bibliotecas funcionen bien y tengan medios suficientes es, simplemente, cuestión de cultura, que parecemos no tener y, por eso, no la incluyen nuestros políticos, importa poco de qué nación o comunidad autónoma se trate. Pero es una labor que no aparece al brillo de las luces. No me quejo que hayan surgido por doquier auditorios de música y orquestas. Y museos llenos de turistas que corretean por las salas a paso de carga japonés. Pero eso es dinero contante y sonante. Turismo cultural. Para eso sí hay dinero nacional, nacionalista, autonómico y municipal. 23 Mola mucho, pues es fácil de ver y de presumir. Chollo y negocio; incluso, quizá, negociete. ¿Bibliotecas y archivos? Son nuestro cuarto oscuro. 6 de octubre de 2007 / martes 9.10.07 GDG A mediados de septiembre, en la semana XXIV, tanto la oración colecta, la del principio, como la de después de la comunión, hablaban del sentimiento. Y lo hacían de una manera muy paralipoménica, por lo que nosotros ya sabemos. Mucha gente, quizá de manera especial personas mayores, dicen de su vida de relación con Dios: es que no siento nada. No es fácil hacer comprender a los que así declaran que nuestra relación con el Señor no es cuestión del sentir. Todos sabéis, por el contrario, lo poco adictos que somos a esos que exponen cómo todo en la religión cristiana es cuestión del sentimiento de la primera comunidad, y de todas las que le siguieron, cuando afirman que la resurrección de Jesús se dio (sólo) en el sentimiento vivísimo de sus discípulos y de sus continuos seguidores. No estamos en absoluto de acuerdo con esto; es una manera aparentemente amable de quitar toda realidad a Jesús y a Dios, que ya no serían sino cuestión de nuestros sentimientos. La viejecita que te dice: es que no siento nada, se queda muy triste pues querría sentir, pero no se le da el sentimiento, y piensa que tal cosa es muy grave, que al no sentir, no cree. Muchos santos, nos hablan de sus terribles sequedades. Ahí está san Juan de la Cruz. El anonadamiento. Cosa de cortar el hipo. Nuestro seguimiento de Jesús no es cuestión de pura sentimentalidad. Las oraciones a las que acabo de referirme dicen así: «Oh Dios, creador y dueño de todas las cosas, míranos, y para que sintamos el efecto de tu amor, concédenos servirte de todo corazón», y la segunda: «La acción de este sacramento, Señor, penetre en nuestro cuerpo y en nuestro espíritu, para que sea su fuerza, no nuestro sentimiento, quien mueva nuestra vida». Ni más ni menos. Podemos sentir el efecto de su amor cuando nos haya concedido, según su medida y según sus propios tiempos, servirle de todo corazón. Y, en el fondo, este es nuestro sentimiento. No es el sentimiento el que nos lleva y empuja-hacia, sino que es el vivir ya en su servicio lo que nos puede dar, si Dios quiere, el sentimiento. Pero nunca será un sentimiento de mera sentimentalidad, sino una realidad de servicio, que sólo la obtenemos por gracia. La segunda de las oraciones todavía es más explícita. La acción de su sacramento es la que penetra en nosotros, fijaos que dice en nuestro cuerpo y en nuestro espíritu, de manera que sea su fuerza la que mueva 24 nuestra vida. Y dice más, al negar que lo sea a través de nuestro sentimiento. Lo importante, por tanto, no es nuestro sentimiento, sino su acción. ¿Quiere decir todo esto que no importa el sentimiento? Claro que sí importa. Seguimos al Señor con todo nuestro sentimiento, con todo lo que somos. Pero la cuestión está en que, después, no es el sentir de nuestro sentimiento la prueba del nueve que asegura nuestro ser y que caminamos por su camino. Esa realidad y esa seguridad nos la da su propia acción en nosotros. Todo es cuestión de gracia. Te estarás preguntando, ¿no te contradices?, pues sueles hablar de razón húmeda y tienes por costumbre tirar con bala a los estiajes de la razón pura, razón logicista, a los secarrales de una razón vaciada, la dominante en los ámbitos epulonarios que nos quieren mandar. Estos ricos epulones buscan quitarnos la razón, para que usemos sólo la suya, tan falsificadora; y en sus horrorosos medios no quieren más que hablarnos de sentimentalidades rancias, tan vomitivas. ¡Tira la razón y revuélcate refocilado en la sensiblería rosácea! Aquí hay mucho tomate. 6 de octubre de 2007 / miércoles 10.10.07 GDH «Una reivindicación del arte entendido como religión del sentimiento». No son palabras mías, pero ahí me tenéis. Defiendo una filosofía realista, ¿qué otra cosa podría ser una filosofía de la carne? Intento construir una razón que sea capaz de hablarnos no sólo del mundo y de nosotros mismos en lo que somos, no en vaporosas, y demasiadas veces violentas y contrarias a la libertad, ideologías que nos convierten en las virtualidades que interesan a los poderes, sino también, y, quizá sobre todo, de la realidad. El realismo de la razón. Sin embargo, cuando en una película, por ejemplo, me dicen que se basa en hechos reales, siento que me quieren engañar. El arte es un hecho real, pero no refleja como un espejo hechos reales. Expresa la imaginación artística de los sentimientos del artista. Si no hubiera sentimientos, no habría arte, porque no se expresaría la belleza. Ni la belleza del mundo ni nuestra belleza ni la belleza de la realidad. El arte no es realista, o si se quiere, es esencialmente realista, es decir, constructor de realidad, porque el escritor con sus palabras me cuenta lo suyo, cómo ve él el mundo. Con sus palabras quiere abrirme una puerta a esa realidad que es la suya, que él con su imaginación se construye en el papel para regalármela. Engrandece así mi realidad, porque la realidad con él se amplía. Y la ampliación se da en el terreno de aquello que más la engrandece, porque meollo mismo de la realidad: la belleza. 25 El escritor puede hablarme de lechugas y de campesinos que siegan con sus hoces, pero yo me encuentro en mi butaca no con lechugas, hoces y sudores, sino con palabras. Y son las palabras que el escritor me ha regalado las que recrean en mí las lechuga, las hoces, los sudores, las injusticias, los amores, los odios; un mundo nuevo, distinto, otorgado. Un don. Por eso es maravilloso reivindicar esa religión. Es la religión de la belleza. La realidad que se nos hace don. Creatividad del escritor y de su lector que nos abre a la fuerza de ser de la realidad. Pero, es obvio, una realidad crecida, novedosa. Una realidad del sentimiento. Sentimiento que no es sentimentalidad rosácea. Que es razón, uso de la razón. De la mía, de la nuestra. No de la razón pura de la ideología. Por eso, mediante el sentimiento que nos anega, que nos llena, que se hace por dentro con nosotros, crea en nosotros un ser-más, quizá hasta un ser-mejor. La belleza se nos hace ser. Aumenta nuestro ser. Nos hace libres, más libres; acrecienta creativamente nuestro esencial ser libres. Esta sí, entendiéndolo como se debe, una religión del sentimiento. La cadena de palabras del escritor se hace conmigo de modo tal que, apoderándose de mí por el sentimiento, haciéndolo crecer dentro de mí, haciéndome más con él, consigue de mí que sea otro, más, mejor, más bello. Esta religión del sentimiento que es el arte se hace ella misma realidad. Por eso no cabe que se diga una falsedad palmaria: esta novela narra hechos reales. Narra realidades, sí, porque somos realidades y la realidad crece con y en nosotros. ¿Es un arte el cristianismo? No. Es la apertura a lo más real de la realidad. Por eso no cabe que la resurrección de Jesús sea una religión de mi o nuestro sentimiento; construcción del sentimiento, como una novela. Hay una diferencia esencial. Deberemos volver sobre ella para que todo se aclare. Las palabras con las que comenzaba este paralipómeno son de Juan Manuel de Prada en los agradecimientos y advertencias con que abre su novela, de 1997, La tempestad. 7 de octubre de 2007 / jueves 11.10.07 GDI Me han pasado dos cosas grandes. La primera, hace unos días: celebrábamos en el Colegio de los jesuitas de Indauchu, en Bilbao, el cincuentenario de nuestra salida. Misa en la vieja capilla —lo viejo es nuestra memoria—, presidida por la Virgen de Begoña, un acto de recuerdo y comida en la majestuosa Sociedad Bilbaína, repartidos en mesas redondas. Una verdadera delicia. Pedimos por los que ya han muerto, una treintena de un conjunto total de unos cien, los que 26 estuvimos siempre y los que pasaron más o menos tiempo con nosotros. Una sorpresa grande y maravillosa verse veinticinco —a muchos no les había vuelto a ver desde entonces— o cincuenta años después. Tan cambiados. Tan iguales. Llama la atención lo poco que se cambia con el tiempo. Alfonso Ornilla, viejísimo amigo, a quien tenía a mi izquierda, con todo su pelo majestuosamente blanco. Un gran traumatólogo, jubiloso de la jubilación. José Mari Gondra Romero, de derecho mercantil en la Complutense, con el que desde entonces nunca había hablado, fuera de algunas palabras en otros encuentros. Su hermano Javier amigo de entonces de mi hermano Javier. Ambos en trío fantástico con Javier Gorostiaga, luego jesuita con una vida llena en América Central, que murió hace poco. En fin, se van reencontrando hilos de conexión, de recuerdo. Porque, esta es la prueba, somos carne enmemoriada. Nos llevamos dentro unos a otros, somos los mismos que fuimos, aunque tan diferentes. Hasta en la voz. Se establece, en las enormes diferencias, una conexión afectiva que nos llena por dentro, pues de muy dentro viene. Los hay, muy pocos, que fueron fundadores de Batasuna o que siguen en ella. Los hay del PNV. Pero, quizá, la mayoría, como buenos bilbáinos, son muy especiales. ¿Os acordáis del alcalde de Bilbao, Azcuna? Es de su partido, pero, sobre todo, es de sí y de la mayoría. Fijaos qué sorpresa, uno de estos peneuvistas, no de figurón, sí de mesas de consejo y control, tan importantes, de una manera colateral me sopló: ¿Quién te dice que no se puede ser del PNV y español a la vez? Concelebramos cuatro. Uno de nuestros viejos maestrillos, Martínez de Lejarza, quien a sus 81 años parece más joven que algunos de nosotros, José María Gondra Rezola, profesor en la Facultad de Psicología de San Sebastián, y Xavier Zabalo, los tres jesuitas. Este último, compañero desde los ocho años, cuando se hizo jesuita fue para ir directamente al Congo y hacerse congoleño. Ha estado allá hasta hace poco más de un año, jubilado de sus 25 años, o más, de gran párroco en Kisangani. En Bilbao sigue trabajando con africanos. Futbolista y músico, ha sido él quien ha compuesto la mayor parte de las canciones de iglesia del Congo, tanto en suahili como en lingala, esas que, cuando asistimos a una liturgia en una comunidad de congoleños —en Lovaina se reunían—, nos hacemos aguas de lo hermoso y tradicional que son sus maneras y sus cantos. Hablamos, cómo no, de la situación de los jesuitas, de la enorme necesidad de elegir un nuevo General y de la importancia extrema que ello tiene para la Orden. Yo añado: y para la Iglesia entera. La situación por la que atraviesan es extrema. Se está rompiendo la vertebración unitaria, desgajándose en provincialatos que más bien son reinos de taifas. Necesitan un líder arrejuntador y que recentre con esperanza en el espíritu jesuítico. Terminado el día, fui con Antón Uriarte Goiricelaya a saludar a su madre. 97 años. Se acordó de mí con nombre y apellido, cuando a su nuera, que terminaba de darle de cenar, le suele decir: Y tú, ¿quién eres? Me emocionó. 27 9 de octubre de 2007 / viernes 12.10.07 GDJ Parece, pues, que caigo en contradicción. Por un lado, cuando hablo de la razón, no quiero olvidar los sentimientos como parte esencial del complejo mejunje de lo que somos. Paralipoménicamente hemos hecho una defensa profunda y pertinaz de quien hacía con nosotros una reivindicación del arte entendido como religión del sentimiento. He dudado cuando he puesto la palabra esencial, pues ¿qué pasa con los que, siendo como nosotros, han caído en un alzheimer profundo? No podemos olvidar esta insidiosa interrogación; tendremos que volver alguna vez sobre ella. Por otro lado, hablaba de mucha gente, sobre todo personas mayores, quienes dicen de su vida de relación con Dios: es que no siento nada. Intentaré ver cómo se conjuga esa aporía, sólo aparente contradicción. Cuando nos acercamos a Dios lo hacemos con todo lo que somos, claro es. Por tanto, también con nuestra razón conjugada con nuestros sentimientos. Somos carne. Ninguna otra cosa. Una sola pieza en la que distinguimos varios aspectos, pues tenemos una enorme capacidad de análisis imaginativo. Somos capaces de ver el mundo, a nosotros mismos y a la realizad con extremo cuidado, separando lo que nos parecen hilos con los que se tronza lo que somos en pura unidad. No somos seres simples, mucho menos simplones, sino que tenemos una profunda inteligencia de razón. Discurseamos sobre nosotros mismos. Creemos observar, como digo, varios hilos que en su tronzamiento componen lo que somos. Utilizar la metáfora de los hilos puede tener una dificultad: que alguien imagine nuestro ser como un conjunto deshilachado de cosas distintas que dan una unidad de simple pacotilla. No, de eso nada. Somos seres profundamente unitarios, aunque es verdad que en el ensartamiento pueden disyuntarse aspectos, hilos, de modo que caigamos en la enfermedad, en la esquizofrenia y en el alzheimer. Parte esencial de ese entretejimiento unitario son los sentimientos, que caminan, mejor, que deben caminar, junto a la razón, a la imaginación y al deseo. No van por suelto. Por eso, deshacer lo que es esencialmente uno y descalabrar con cuidado de cirujano uno de los que he llamado hilos, sean los sentimientos, sea la imaginación, nos lleva a decir que somos lo que no somos, cosa bien aprovechada por quienes tienen poder, pues así ellos nos dicen lo que quieren que seamos. Pues bien, cuando nos acercamos a Dios las cosas nos son muy distintas a lo que acontece cuando miramos hacia el mundo o hacia nosotros mismos con mirada naturalizadora. Podemos tener la esperanza, seguramente demasiado imaginativa y vana, de llegar a descubrir por entero lo que es el mundo y lo que somos nosotros mismos. Tal es la 28 mirada del cientificismo triunfante, por el momento, entre nosotros, ¿para siempre? Pero cuando miramos a Dios, esa pretensión no cabe. Si cupiera, no habríamos alcanzado sino diosecillos o idolines. Mal que bien, podemos asir con nuestra mirada al mundo y lo que somos; pero nunca podremos asir a Dios, ni siquiera con nuestra mirada. Por eso, el lugar de los sentimientos en una visión y en otra es distinto en toda su profundidad. En el primer caso, en el trenzamiento unitario de lo que somos, nuestros sentimientos forman parte decisiva de nuestra mirada. Mas cuando nos referimos a Dios, aunque ellos, por supuesto, sigan estando donde estaban, sin embargo, no son ellos, ni nada de lo que somos en nuestro ser unitario, lo que se superpone a Dios, lo que le agarra y lo hace nuestro. Ahí, pues, ni nuestros sentimientos ni nada de lo que somos en nuestra mirada abarca a Dios y lo hace nuestro; aunque sólo sea en esa misma contemplación. La mirada hacia Dios sólo puede ser una gracia. 11 de octubre de 2007 / lunes 15.10.07 GDK Sigo dando vueltas a lo del sentimiento; todavía no me he expresado de manera clara. Luca Ronconi dirige comedias de Carlo Goldoni, del que se celebra el 300 aniversario del nacimiento. Giorgio Strehler, fundador del Piccolo Teatro de Milán, también montaba sus obras. Pero, dice Ronconi en El Cultural del pasado 11 de octubre, sus grandes espectáculos goldonianos se centraban en piezas de un realismo social declarado y muy explícito. No le gustaba, en cambio, lo que fuera juego de sentimientos. Para Ronconi las cosas son distintas. Quisiera decirme de qué manera para mí también, por más que, como sabes bien paralipoménicamente, lo mío no sea el teatro. Hace años leí, quizá ya lo he dicho, a Esquilo y Sófocles, completo y de un tirón, luego, con Eurípides, la cosa fue más moderada; algunas de sus obras me gustaron extremadamente, el conjunto, menos. La verdad sea dicha, también se daba que los dos primeros estaban traducidos magistralmente por José Alsina y por Manuel Fernández-Galiano. De los dos primeros me sobrecogió la grandeza luminosa de sus sentimientos que llevaban la obra literaria al esplendor mismo de la belleza. Eurípides, menos. Se interesaba mucho más en reflejar los contextos sociales: sus piezas eran de un realismo social más declarado y explícito. Bueno, al menos así lo interpretan quienes hacen estudios académicos de los tres. El preferido parece ser el tercero, pues, leyéndolo, se conocen mucho mejor las relaciones sociales de la sociedad griega. No dudo que eso sea interesante por demás, pero no es lo que a mí me atañe primariamente 29 como lector, lector de hoy. No para ganarme las habichuelas con esa lectura, sino acrecentándome con ellas en lo que soy. Entiendo que con Eurípides soy injusto, y tendré que volver a él. De la misma manera que he de volver a John Cage, del que en tres deuvedés se ha publicado baratísima toda su obra para piano preparado. Creo que alguna vez he sido también injusto con él, quizá en un momento de nerviosismo. Pero sí es verdad que la búsqueda de nuevos ruidos no es lo que mejor me llena adentrándose en el centro mismo de lo que soy. Mas comprendo que es interesante, y mucho, el buscar nuevas líneas de sonoridad. Por la radio de música clásica —la única que ahora oigo de vez en cuando, ¡me he liberado, espero que para siempre, de los puros ruidos insalubres de tertulias y otras mandangas!— escuchaba una serie de piezas musicales en las que se introducían murmullos, por ejemplo, los rumores de la ciudad, de Nueva York, decían. Bien está. Para oírlos basta con pisar el suelo de la acera. De idéntica manera, para escuchar los del campo, basta salir de la casa rural. Sin embargo, aprecio mucho los cantos de los pájaros de Olivier Messiaen, convertidos por él en música maravillosa. No es fácil tomar partido en estas cosas. Hay que hacerlo si es que queremos tener clara lo que es nuestra expresión. Entiendo que hay modas, maneras de ver el mundo, cambiantes por su misma idiosincrasia. Como las modas de esas pasarelas por las que corretean seres etéreos y asustantes: si algún día te encuentras por el pasillo de casa a alguien que anda así te da un soponcio, al menos a mí. Parece que se enfrenta el arte como religión del sentimiento con el arte como experimentación de novedades y como manera de mostrar lo que somos en la sociedad que nos cobija. Lo bueno del caso es que no percibo contradicción alguna en esos tres aspectos. Si queréis, lo importante es ver dónde está el punto clave, cuál de los tres es el más decisivo. 13 de octubre de 2007 / lunes 16.10.07 GDL Hablaba de hilos con los que se trenza esa unidad de lo que somos. Luego decía cómo se da entre ellos un trenzamiento de hilos diversos que se entretejen formando una red. Mas también hablaba de la posibilidad de que puedan disyuntarse, rompiendo su ensartamiento mutuo para formar algo así como un conjunto deshilachado que puede deshacer lo que es esencialmente uno. Me refería igualmente a una razón conjugada con los sentimientos, además de con el deseo y la imaginación. En fin, unidad y multiplicidad, ambas de la mano. Para entender este embrollo, vamos a la definición clásica según la cual somos cuerpo y alma. La dificultad está, precisamente en la y. Si 30 decimos que somos cuerpo, sin más, simplemente, es mentira. Si decimos que sólo somos alma, es obvio que no es verdad. Si hubiera que hacer una elección entre ambas casi nos quedaríamos en que somos cuerpo, con tal que al punto se añada cuerpo de hombre /cuerpo de mujer, en íntima y compleja unidad-dual. ¿Es sólo cuestión de gradación, de establecer una buena y sensata composición de entrambos? No. Somos una unidad. El cientificismo naturalizante en el que estamos inmersos, y que nos señala como certísimo quien nos domina, mejor, el poder mediático y sutilmente persuasor de quien quiere dominarnos, consiguiéndolo casi, afirma que sólo somos cuerpo evolucionado, y que eso que podemos llamar alma no es sino su punta última; pero, en definitiva, materia como todo lo demás, pues no hay otra cosa que materia en complejificación. El platonismo, dominante durante tanto tiempo, nos ha dicho, y nosotros casi le hemos creído, que el cuerpo es algo miserable destinado a la corrupción; lo importante en nosotros es el alma, partícula divina, que aspira a liberarse cuanto antes de las bajas materialidades del cuerpo. ¿Quién tiene razón? Ninguno de los dos, pues ambos deshacen esa unidad maravillosa que somos, deshilachándonos en dos no hilos sino verdaderos cuerdajos con los que quieren tronzar lo que somos. Siendo esencialmente unitarios, somos entretejimiento de múltiples facetas, de manera que el tejido global es lo que nos constituye en lo que de verdad somos. En un análisis filosófico de lo que somos, podemos descubrir dos perspectivas primeras, ninguna de las cuales alcanzamos a negar. Dos principios muy diversos que se entreveran en esto que somos. Uno que nos liga con los animales nuestros hermanos y con las cosas mundanales, también nuestras hermanas. Pero, cuando miramos con cuidado, hay algo que nos hace muy diferentes de animales y cosas, pues en nosotros hay un principio de pensamiento, de razón, de intuición, de experiencia enmemoriada que no parece fácil, ni mucho menos, reducir a mera corporalidad, o si se quiere que hace de nosotros una corporeidad singular irreductible a animal o a cosa, lo que llamo cuerpo de hombre en su identidad-dual. Negar esto segundo en su enorme repercusión tan compleja es no dar ni de lejos con eso que somos nosotros. Desfigurarnos y negar que somos lo que, mirando con cuidado exquisito, para quien sepa mirar, aparece claro como el día. Hay algo en nosotros que nos hace oír con placer a Hindemith tocado por Glenn Gould, acompañado de una trompa; que llevó al primero a escribir esa música y al segundo le hizo interpretarla. Olvidarnos de esa sutileza maravillosa y sorprendente que ha sido y sigue siendo hablar de Dios. Puede que no lo haya; pero que nosotros nos lo hayamos inventado es algo esencialmente espiritual. Ni las galaxias ni los hipopótamos ni el entero conjunto del mundo es capaz de ese invento tan sobrecogedor. Hay en nosotros algo, pues, que supera con creces la punta misma de nuestro ser mero cuerpo. 14 de octubre de 2007 / miércoles 17.10.07 31 GEC Si miramos a la religión, podremos entender la manera tan distinta en que, en ella, se nos dan los sentimientos. Porque hablábamos del arte como la religión del sentimiento. Cuando uno contempla desde dentro la liturgia de los monjes trapenses, en Chimay, por ejemplo, queda encandilado por la manera tan suave y sugestiva con que van corriendo las cosas del oficio divino, sin alharacas, sin momentos para el explanamiento de la subjetividad; eso, si se da, cuando se da, es en los momentos de oración personal, fuera de la oración comunitaria, fuera de los momentos comunes. Por supuesto que vestidos, iglesia, altar, imágenes, sólo la cruz y la Virgen María, melodías, himnos, incluso salmos, todo lo que hace el conjunto de la oración es una invención de los hombres y mujeres que, desde hace tantos siglos, han ido creando la liturgia; en nuestro caso la liturgia cristiana. Ahí, es claro, hay una llamada sutil al sentimiento. Es una construcción global del sentimiento. También esta, como el arte, porque arte, es una religión del sentimiento. Nada en ella, de primeras, hay que no sea construcción nuestra y de los que antes de nosotros han sido como nosotros. La liturgia, así considerada, es lo que suelo llamar una corporalidad, construcción del cuerpo de hombre que se ha ido alargando en un tiempo que es pura temporalidad, pues se trata de nuestro tiempo, tan específico, tan particular, tan almal, tan distinto del que maquinan los relojes. Todo está hecho para que nuestra emoción, sobrecogida, se adentre en sus sentimientos de cercanía a los misterios que allá, ante nuestros ojos, se realizan. Todavía recuerdo con emoción la primera vez que participé en una liturgia monástica; era en el Monasterio de Valvanera, vestidito de soldado en aquellos momentos, con 19 años. También recuerdo con emoción la primera Noche de Pascua que celebré con los monjes en el Monasterio de El Paular, aquí en la misma provincia de Madrid, poco después. Me atrajeron para siempre. Sigo estando inmerso en la liturgia trapense de Chimay, unos años después, ya estudiante en Lovaina. Todo ello construido y vivido desde la emoción del sentimiento. Si vale decirlo así, construido por el sentimiento y para el sentimiento. No en la sentimentalidad rosácea o cosa parecida, es obvio, la que nos destila e inhala quien, para colmo desde el cientificismo, quiere insuflarnos para hacerse con nosotros; hubiera sido la muerte de cualquier adentramiento en aquello que contemplaba. Desde él era desde donde, sobrecogido, me adentraba en la contemplación de los misterios. Mas, lo habrás advertido, acabo de hablar de la contemplación de los misterios. Porque en la religión, al menos en la que entonces me adentraba —aunque quizá tenía razón Karl Barth al decir que el cristianismo no es una religión, alguna vez, quizá, volveremos sobre ello, 32 pues es cosa singularmente importante—, porque en ese acercamiento, tan de nuestros y de mis sentimientos, sin embargo, se me introducía en un ámbito que ya no era nuestro, no era mío, sino que nos venía dado. Allá asistía a un espectáculo del que yo no era ni el autor ni el intérprete, ni siquiera el actor. Espectáculo llama el evangelio de Lucas a lo que se ofrecía en la colina del Gólgota. Porque en la liturgia se nos brinda el espectáculo de nuestra salvación. Es algo que se nos manifiesta por el mismo Dios. ¡Qué otra cosa podría decir! Ya no son mis sentimientos los que me hacen adentrarme en ese ámbito, sino mi silencio. Silencio orante, silencio receptor. El sentimiento se ha hecho silencio contemplativo. Antes, la iniciativa era nuestra, era mía, en definitiva. Ahora, del mismo a quien llamamos el Señor. 14 de octubre de 2007 / jueves 18.10.07 GED Uno de los rumies más notables qua arrastro por mi vida es el de qué es ser profesor y cómo cumplir la tarea. Llevo treinta y muchos años con ese dar vueltas. Por suerte, me queda poco. Lo primero es esto. Nunca he tenido que circunscribirme a exponer un manual. Nadie me ha obligado a ello. O si ha querido hacerlo, no se ha atrevido a soplarme una sola palabra sobre el asunto. Yo mismo me he sentido impulsado a ser profesor de otras maneras. ¿Mejores? No lo sé. Esta ha sido una duda permanente en mi carrera académica. La terminaré sin haber llegado a tener claro si ha sido cosa buena o mala. He buscado que los alumnos leyeran, pensaran, escribieran, hablaran, tuvieran pensamientos propios, siempre en busca de la verdad. Entiendo que eso que propongo es asunto de toda una vida. En mi propia experiencia, a quienes estoy agradecido ha sido a profesores que nos han abierto puertas y perspectivas. Que nos han hecho pensar cómo ahí teníamos la configuración de un mundo lleno de interés. A quienes suscitaban en nosotros nuestra creatividad. Con el tiempo, punto decisivo ha sido el escribir. Los pensamientos sólo cuando, en dura competición consigo mismo, se expresan en forma de discurso, mejor escrito que hablado, aunque hay gentes ágrafas dotadas con un genio particular para el habla, son de verdad pensamientos. Por eso, le tengo una admiración especial a Descartes, quien afilando cuidadosamente el lapicero y ante una hoja en inmaculado blanco se ponía al duro y pertinaz oficio de escribir. Cuando alguien te empuja a la escritura, te está enseñando lo más vital. No esto o aquello lo que te enseña, aunque cabe que también, sino el hecho majestuoso de ponerte a pensar y a expresar lo que es tu itinerario de búsqueda de la verdad. Y fíjate bien, es decisivo que no haya dicho de tu verdad. La enseñanza, cuando la hay, es ponerte ante tu búsqueda de la verdad. 33 A veces he encontrado y encuentro alumnos a quienes le castañetean los dientes de rabia ante mis maneras. Si son cosas de malentendimientos personales, que, es obvio, hasta ahí llegan a veces, entonces la cosa no tiene importancia. Distinto es si el alumno está recomido por dentro porque cree que las cosas son de otra manera o que la enseñanza debiera ser propuesta siguiendo otros procedimientos. Valga. Lo que me parece decisivo en estos casos es si el profesor ayuda a que el alumno se despierte, aunque sea cuajado de rabias infinitas ante quien está junto a él y sus maneras, y ese despertar concita su propia creatividad. Si es así, siempre en busca de la verdad, claro, habrá que decir que la labor de ese profesor ha sido enseñar a su alumno lo más precioso que él mismo tiene. Su expresión de creatividad. La claridad de las ideas, luego, es cosa del alumno, qué digo, parte de una lucha que le durará la vida entera. Ningún profesor podrá dárselas. Entiendo que a veces el enfado, me viene a la cabeza alguna experiencia propia, está en que el profesor no nos da nada. Y, para colmo, puede que luego exija en el examen que le contemos sus nadas. Eso es brutal. Si el enfado es suscitador de creatividad. Bendito sea. Sirve muy bien para avanzar. Si es enfado por las insuficiencias o por parecer que las cosas no están claras. La claridad de las ideas es trabajo final, y largo, del alumno. Ningún profesor puede dárselas, si no quiere cerrar las fuentes de la creatividad de su alumno. A lo más, le puede ofrecer algunos farfulles, algunos procedimientos, algunas perspectivas. 13 de octubre de 2007 / viernes 19.10.07 GEE Tenemos que ir a la pregunta que nos hizo ya hace muchos días Florence Hosteau. Ha llegado a la conclusión de que no hay otro remedio sino el de afirmar que todo es interpretación; por tanto, no hay jerarquía ninguna entre las ciencias que llaman duras y las ciencias humanas. Pues, nos pregunta, ¿cómo y desde dónde podría haberla? Sin embargo, no queda tranquila habiendo llegado a este pensamiento; por eso me pedía si yo fuera capaz de decirle algo sobre los criterios de un acto hermenéutico verdadero, como ella lo llama. Hubo un momento cuando todos se dedicaron a pensar lo que llamaban la metodología de la ciencia. Entonces, todos creían muy seriamente que el método científico, posibilidad única de conocer con verdad, era el de las ciencias como la física y las que la miraban de reojo para hacer como ella. Tales, las que llegaban al mismo nivel metodológico de la física, eran las ciencias llamadas duras. La otras, ciencias blandas, las 34 ciencias humanas, para existir tenían que encontrar una metodología que pudiera ponerse en parangón de certeza y seguridad con el hacer de la física. Mejor, tenían que convertir la única metodología científica en la suya propia. Llegar a hacer en su ámbito lo que la física había logrado ya en el siglo XVII. Y ahí se pusieron todos los científicos blandos y todos los metodólogos de las ciencias a adaptar procedimientos y metodologías de su blando hacer de manera que pasaran el examen. La filosofía, tan española, del cierre categorial, procede de ese impulso. El método científico es único, pero hay que lograr aplicarlo con perfección segura en los distintos ámbitos del conocimiento, de manera que así se abran al conocimiento nuevos continentes científicos. Desde hace tiempo se pensaba que la ciencia, la de verdad, procedía por una acumulación de experiencias, de manera que de ellas, por inducción, se pudiera inferir luego la ley que las regía. Esa inferencia era, pues, una inferencia probabilitaria y estadística. Dos son los cuidados. Que las experiencias fueran hechas con suma pulcritud, de manera que en ellas no se introdujeran parámetros subjetivos disturbiadores. Estudiar muy cuidadosamente el cómo de esas inferencias. Establecidos así los procedimientos de la elaboración de las leyes científicas, sólo quedaba hacer previsiones y, luego, ver si se verificaban. Nótese que las previsiones se han de dar en lo desconocido, porque perteneciendo aún al futuro. Pero si se conoce con suficiente exactitud el funcionamiento legal de aquello que toca a esa previsión, esta ha de ser acertante. Tal era el criterio de la verificación. Era él quien nos indicaba si la construcción científica iba por buen camino, es decir, por el camino de la realidad y de la verdad. Cierto que luego hubo mucho cuidado en hacer ver que los experimentos debían ser intersubjetivos. No vale con que cualquiera diga haber hecho un experimento, sino que este debe estar tan perfectamente diseñado y controlado que cualquiera pueda repetirlo, obteniendo, claro, los mismos resultados. A esto se añadió luego algo que parecía obvio, los razonamientos con los que se hacía el proceso entero eran eso, razonamientos, es decir, lenguaje, y por ello debían estar perfectamente estructurados mediante las reglas de la lógica. Haciendo así, las cosas estaban claras: se construía ciencia, conocimiento de la propia realidad, por más que, todavía, conocimiento parcial. La prueba del nueve de todo el proceso estaba, pues, en el criterio de verificación. Este era quien demarcaba los métodos llamados científicos en dos. Por un lado, la ciencia. Por otro, la no-ciencia. El conocimiento de la realidad contra el mero hablar sin fundamento. La ciencia de verdad contra la falsa ciencia, la metafísica. 15 de octubre de 2007 / lunes 22.10.07 GEF 35 Fue terrible. Se tardó mucho en obtener consenso en eso que parecía reflejar la esencia misma de la ciencia. ¿Que algún ámbito de ciencias humanas, ciencias todavía blandas, no alcanzaba esos objetivos? No importa, se trabajaba duro para llegar a ellos y hacer así de la psicología, de la historia, de la pedagogía, e incluso de la propia filosofía, ciencias. ¿Cuántas facultades se llaman de Ciencias Psicológicas, de Ciencias Históricas o de Ciencias Pedagógicas? No se engañe nadie, y si no, vaya a ver cuándo se añadió el maravilloso calificativo que las hacía aparecer en el mismo reino de las ciencias fuertes. Entre nosotros, mala suerte, fue en la década de los setenta del pasado siglo. Llamo la atención de algo curioso por demás, que se engloba en el mismo malentendimiento. El Instituto de Filosofía de Lovaina, viejo y famoso por mil cosas, se rebautizó en esa misma época como pomposa Facultad de Ciencias Filosóficas. Todo un programa. Toda una memez. Primero vino el viejo Karl Popper. Aquello, desde su más tierna infancia lo supo, como él mismo nos indica, no iba. De joven estudiante de filosofía en Viena, se interesó sobremanera en la teoría de la relatividad. Le pareció algo decisivo lo que hizo Einstein. Enunció una previsión: una cierta estrella de la que sabemos en un determinado momento que no la podríamos observar, tapada por el sol, sin embargo, la veremos, porque sus rayos de luz se van a curvar por efecto de la atracción de la masa solar, debido a la teoría-no-experimental que había anunciado. Procesión de físicos y astrónomos hasta las antípodas: la previsión de Einstein se cumplía. Esto confortó a la teoría de la relatividad diseñada en los puros pensamientos del gran físico. Popper entendió que el criterio, según lo que acababa de ver, no era el de la verificación, sino el de la falsación. Se pueden enunciar teorías por procedimientos mil, unos puramente metafísicos, como tantas veces ha acontecido en la historia, otros ayudándonos de experiencias, como fuere, la cuestión es que esas teorías tienen que ser sometidas a experimentos que pueden falsarlas, y entonces no queda otro remedio que decir que la nueva teoría recién enunciada es falsa. Habrá que buscar otras. Desde finales de los cincuenta del pasado siglo este criterio popperiano se fue haciendo camino, erosionando de manera insidiosa el criterio de verificación. Además, lo que era exigido, encontró otras maneras de aplicar y emplear la probabilidad y la estadística. Que las cosas fueran así hacía que dos laboriosas ciencias del momento no fueran para Popper sino puro bla-blá. El marxismo: hacía predicciones a priori —la revolución proletaria se ha de dar en los grandes países industriales, como Inglaterra o Alemania—, pero cuando se falsaban —la revolución proletaria se produjo en el país menos industrial de toda Europa, Rusia—, se inventan posteriores teorías explicativas ad hoc —la del eslabón más débil de la cadena capitalista— que mantuvieran en vida artificiosa todo el edificio de la ciencia marxista. El psicoanálisis: Popper era colaborador de Alfred Adler, uno de los primeros freudianos, 36 en su hospital psiquiátrico del cinturón rojo de Viena. Corriendo por un pasillo se le acerca una madre con su niña. Por favor, quiere mirar a mi niña. Casi sin pararse, la observa menos que un instante. Tiene tal cosa; haga esto. El jovenzuelo pregunta al viejo maestro: ¿cómo lo ha sabido? He visto antes mil casos parecidos. ¿Y todos los ha estudiado con el mismo detenimiento? En este segundo caso, la crítica a la falsa experiencia es feroz. Las cosas de la ciencia deben ser de otra manera; estas son vulgares pseudociencias. Todo, pues, apareció claro. Por un momento. 15 de octubre de 2007 / martes 23.10.07 GEG Mas vino la zorra y se comió a todas las gallinas del corral. Primero, las verificacionistas. Después, y finalmente de una manera más definitiva, las falsacionistas. Este fue Thomas S. Kuhn y, luego, una inmensa pléyade de filósofos que siguieron los caminos que él había iniciado. Lo decisivo en la ciencia es el paradigma en el que se construyen las teorías científicas aceptadas en el grupo dominante de los científicos. Hay épocas de violenta revolución científica en la que los viejos paradigmas caen y son recusados por la comunidad, quien acepta los nuevos como evidencias, iniciándose un período de ciencia normal, suscrita pacíficamente por toda la comunidad. La ciencia no es realista. Nada hay en ella que no sea la asunción de las teorías por una tradición, la dominante en un momento, la que pasa a los manuales y se estudia en ellos por todo el mundo. Si sales de ese paradigma común, nadie te hará caso. Pero en un de pronto revolucionario parece que alguien pone en entredicho el paradigma; automáticamente se hace viejo y nace la novedad de un nuevo paradigma que muy pronto es aceptado por todos. Ya no hay, por tanto, relación con la verdad. Nos adentramos en la época del relativismo. Comenzó en la década de los sesenta del pasado siglo, pero se hizo con toda el proscenio a finales de los ochenta y durante los noventa. Una crítica feroz a la metodología de la ciencia tal como entonces se estaba dando; lo decisivo era la hiriente sociología de la ciencia. Justo en el momento en que con su principio de objetividad de Jacques Monod, enunciado en su decisivo libro El azar y la necesidad: por supuesto que la legalidad científica es un enunciado de nuestra boca y con nuestras palabras, con nuestras frases y nuestro lenguaje, pero, para que se convierta en discurso científico, tiene que cortarse de nosotros para realizarse en un discurso objetivo. Y ahí que todos se dieron a comprar las tijeras de capador para castrarse a sí mismos con valentía desordenada y arrojo inextinguible; sin saber que el principio que nunca deja de regir la ciencia no es ese, sino el principio antrópico, como sabemos paralipoménicamente. 37 La ciencia, nos lo muestra palpablemente toda su historia, no ha tenido un único método. Por eso algunos, al punto, vociferaron con Paul Feyerabend el grito de guerra: ¡contra el método! La labor de demolición de verificacionistas y falsacionistas fue llevada a cabo con alegría. En el fondo, se dijo enseguida, no hay ciencia como conocimiento objetivo, sino relaciones de poder. Poder de los mandarines. Poder del dinero. Poder demasiadas veces de inconfesables intereses. Poder, sobre todo, de los paradigmas. Consecuencia: ¡todo es relativo! El empuje de esta manera de ver fue increíble: arrasó por completo con los criterios de verificación y de falsación. Con el paso del tiempo de verdad me pregunto si el más sensato y digno de tener en cuenta no fue el mismo Thomas S. Kuhn, quien, en la continuación de su pensamiento, apenas nada tenía que ver con esos epígonos que se llevaron el gato al agua. Pero, prosigamos. ¿Consecuencias? Además del relativismo que se extendió como mancha de sutil aceite por el mundo entero, nació la manera de ver las cosas de la ciencia como un asunto de interpretación, al ser puro trabajo nuestro, de las comunidades científicas del paradigma, que serán barridas en la próxima revolución científica, mas sin relación alguna con la verdad; por tanto, nada tiene que ver con el trabajo de quien busca la verdad. ¿Qué es la verdad? De ahí la afirmación: en ciencia, igual en física que en pedagogía, todo es interpretación. 15 de octubre de 2007 / miércoles 24.10.07 GEH Parecería que la influencia de Monod no podría ser compatible con las secuelas de los modos de ver de Kuhn, pero no fue así. Se dio entre ambas maneras de ver una alianza férrea, que todavía marca de lejos nuestra época. Por el lado de Monod, con el principio de objetividad, quedó que eso del conocimiento, no otro en verdad que el conocimiento científico, es cosa exclusivamente de objetividades. Sólo dejaba otra opción: negar el carácter de ciencia a todo aquello que estuviera construido y arropado por ese principio. Mas rechazar el carácter de ciencia significaría quitarle todo viso de conocimiento verdadero. En esa única opción que dejaba, cabrían las monsergas, pero nada de conocimiento verdadero de la realidad. Monod fue el punto culminante de una manera positivista de ver las cosas del conocimiento y de la ciencia. Con la enorme influencia mundial que tuvo desde comienzos de los setenta, quedó taponada cualquier otra manera de concebirlos: o la radicalidad del objetivismo o las pamplinas. Desde entonces parecieron evidentes las maneras positivistas, mejor, neopositivistas, pues se llama 38 positivismo a lo que sobreabundó a finales del XIX; esta era una manera más refinada y convincente de ver el conocimiento como conocimiento científico. Una manera que no dejaba opción científica a nada más. El conocimiento sólo podía ser conocimiento científico, y este se definía de la manera neopositivista que veía su culminación en el principio de objetividad. Por tanto, cuando en la estela de seguidores de Kuhn se vio la endeblez de esa postura neopositivista, cuando quedó probado que en la historia de la ciencia nunca nada se había dejado llevar por esos derroteros que decían tan probados, que en su verdadero discurrir las cosas en nada habían sido como decían los detentores del poder del conocimiento, quienes pasaban por los grandes sabedores de lo que era el conocimiento científico y eran celebrados por ello con grandes agasajos, entonces cayó todo el andamiaje de cómo se consideraba la ligazón del conocimiento con el conocimiento científico y de este con la propia verdad de nuestro acceso a la realidad. La consecuencia era obvia: todas esas reconstrucciones tan complejas son rematadamente falsas, por tanto, no hay reglas ni metodología ni mandangas del estilo, nada en eso del conocimiento es fijo, cada cual tiene acceso a la realidad como le parece. Todo vale, luchemos contra el método, cada uno es la medida de sus acciones y de su verdad, pues todo es relativo al grupo que considera las cosas o que detenta el poder. Eran tiempos, además, en que comenzaban a resquebrajarse las grandes ideologías del poder político, tan eficaces, de modo que ya no aglutinaban certezas y seguridades. Los muros cayeron después, debieron esperar hasta 1989, pero los diques ideológicos y de conocimiento se desbarataron desde veinte años antes. En España, por ejemplo, desde finales de los sesenta se daba algo así como el marxopopperianismo. Bueno, de la misma manera que en política se daba el huguismo del pretendiente al trono, el marxocarlismo. Comienzo de desintegraciones precipitadas. Los infinitos seguidores de Kuhn, porque con él se dio la prueba de que en filosofía de la ciencia —¡no sé si en ciencia, creo que no!— se producían revoluciones que en muy poco tiempo cambiaban por completo el paradigma y llevaban a la consolidación de las nuevas maneras rientemente iconoclastas. Si siempre se puede decir que el hombre es la medida de todas las cosas —las cosas del conocimiento, digo yo—, en esta época ese adagio se había dogmatizado de manera que cada quien decía lo que le placía. Cada pequeño yo era regla y medida. El poder estaba fascinado y refocilado por estos nuevos caminos. 16 de octubre de 2007 / jueves 25.10.07 GEI 39 Volvamos a los salmos, siempre de la mano de Vesco y de su lectura canónica. En los viejos manuscritos de la Biblia este libro aparece de diversas maneras. En algunos de hacia el año 1000, es situado tras el libro de las Crónicas —cuyo nombre da origen a nuestros Paralipómenos—, invitando así al lector a leer el salterio en el cuadro de la liturgia del Templo de Jerusalén, que entonces, tras la vuelta del destierro en Babilonia, era restaurado. En alguna lista del canon hebreo, viene tras Job, con lo que se inscribe en la continuidad de sus sufrimientos, progresivamente transformados en la alegría de la alabanza. Los más antiguos manuscritos de la LXX lo ponen a la cabeza de los libros sapienciales. El salterio se convierte así en el primero de ellos. Se puede suponer que esta lectura sapiencial del salterio es la querida por su último editor. La alabanza se convierte en sabiduría para meditar. Los salmos 1 y 2, estrechamente articulados entre sí, sirven de introducción a todo el salterio, presentando, precisamente, esa lectura sapiencial. Por dos veces se habla de la ley (tôrâh) del Señor, salmo 1,2, pero no debe dársele el sentido estricto de ley, sino que, nos dice Vesco, debe ser traducido por enseñanza, en el sentido de directiva o de instrucción, la expresión de la alianza de Dios con su pueblo, un don de Dios, fundamento de la oración. «Dichoso el hombre»: así comienza, lo suyo es una bienaventuranza. Esa dicha, nos hace ver el salmista, es mucho más que la prosperidad material. El soberano bien que Dios acuerda a sus bienaventurados no es otro que él mismo. Estar junto a Dios es, incluso en la desgracia, la recompensa suprema. No cabe duda, en opinión de Vesco, que la sabiduría de Israel ha encontrado en el salterio su expresión lírica. La espiritualidad de la tôrâh como enseñanza divina que guía al hombre en la vida estructura el salterio en su conjunto, haciendo de él un todo. El salterio celebra el encuentro del corazón humano y la palabra de Dios. En el salmo 1 dos vías se abren al hombre, una lleva a la dicha, a la bienaventuranza; la otra no. La meditación de la enseñanza divina da un sentido a la existencia humana y le asegura el éxito. Tal es, según Vesco, el mensaje fundamental del salterio. La oposición entre justo e impío continuará a lo largo y ancho del salterio. En un mundo cortado en dos, la enseñanza divina ofrece el camino de la felicidad. En el corazón de la súplica, conduce hacia la alabanza. Quien la desea encuentra en toda circunstancia su dicha. Llegará un día, el del Juicio, en el que los justos se levantarán. Pero ese día no ha advenido todavía. De igual manera que la tôrâh aporta al justo la felicidad, un precepto divino asegura de la victoria final al ungido de Yahvé. Esta es la enseñanza del salmo 2. El 1 disponía su eje en el juicio de Israel; el 2, en cambio, en el juicio de las naciones, que evocan el juicio final, el juicio escatológico que leemos en Mal 3,19: «Está para llegar el día, abrasador como un horno…» —en la LXX y en la Biblia cristiana esa es la última página del AT— y en los salmos del reino. Pero, atención, ni el salmo 1 ni 40 el salmo 2 son una condena. Se presentan como una advertencia de Dios a su pueblo y a las naciones para que vivan y puedan llegar a alcanzar un día la felicidad prometida cuyo camino se traza en el resto del salterio. Leer con Vesco merece la pena. 15 de octubre de 2007 / viernes 26.10.07 GEJ A todo el proceso de decrepitud anterior se le dio nombre de hermenéutica. Pues en el mientras tanto habían ido surgiendo consideraciones sobre la interpretación y, por tanto, sobre el canon; labor bien paralipoménica. Para adentrarnos en estos caminos novedosos debemos dejar de lado el principio de objetividad monodiano y enunciar el principio antrópico, el cual no dice sino una obviedad: es el cuerpo de hombre, en su identidad-dual de cuerpo de hombre y cuerpo de mujer, quien construye el conocimiento como una de sus corporalidades, y lo hace desde su razón, la cual no es una razón pura, lo sabemos bien, sino una acción racional de la razón práctica. Por eso la hermenéutica es cosa de hombres y de mujeres, como también lo es el canon. Pensaban que lo decisivo era el conocimiento, y este siempre conocimiento científico, de ahí la ciencia, pero esto no es así de ninguna de las maneras. Nuestra acción es multiforme. Una de las más importantes, sin duda, es la acción de la razón. La ejercemos desde que somos cuerpo de hombre, hasta el punto de que ella es lugar de arranque de nuestro mismo ser. Es labor que modera nuestros deseos, sin reprimirlos, más bien al contrario, haciéndolos posibles gracias a esa otra facultad majestuosa que tenemos también: la imaginación. La labor de la razón es una mezcla compleja y unitaria de intuición. Las cosas y las soluciones de nuestras preguntas y problemas, se nos suelen plantear a veces en un de pronto, como si viéramos a la luz lo que antes estaba escondido, y, sobre todo, de sopesamiento razonable, de medición imaginativa, de cuidado en el no olvidar nada de lo que tiene que ver con lo que pensamos en esa acción. Siempre un trabajo de coherencia en red. Puede parecer en algunos momentos labor analítica, construcción de una cadena que va desde un punto de salida al de llegada, colocando más y más eslabones razonables que nos llevan en línea derecha. Pero si miramos el conjunto del proceso incluso esa analítica se distribuye en red. Así construimos algunas de nuestra mejores corporalidades, entre ellas la ciencia. No la única, por supuesto; ni siquiera, seguramente, la más importante en lo que ha sido el discurrir de nuestras vidas. Me parece obvio que las acciones que buscaban obtener comida suficiente para la comunidad han sido más importantes. Pero la cuestión es que 41 hemos ido inventando un procedimiento de acción que ha llegado a tener una importancia muy singular: la ciencia. Corporalidad nuestra, nadie piense que se hace, sino que la hacemos. Esto es obvio. Las leyes científicas, por ejemplo, no las encontramos prendidas de los árboles como maduro fruto, sino que las construimos en nuestra extremada búsqueda de respuesta a las complejas preguntas que nos planteamos. Ya veremos en su momento el significado de que la construimos nosotros. La ciencia, como ninguna de nuestras acciones racionales, se nos da como mero fruto de objetividades, sea en una visión verificacionista en la que descubrimos, parcialmente todavía —decisiva importancia de esta palabra—, las esencias mismas de lo que es, o del principio de objetividad; construcción nuestra que, separada con violencia castradora de nosotros mismo para hacerse razón pura, toma vuelos de un se de objetividades. La ciencia, pues, es construcción nuestra. Si se quiere la más excelsa. Aunque no debiéramos exagerar, el hecho entero de la cultura, construcción nuestra igualmente, ¿qué sería si no?, nos lo demuestra. La música. La poesía. La arquitectura. El cine. La literatura. La técnica. La redacción de constituciones. El derecho. En una palabra, nuestra increíble creatividad. Solución falsa y tonta sería poner Ciencia ante esas palabras y quedarnos tan oronditos. 16 de octubre de 2007 / lunes 29.10.07 GEK Felipe Hernández vino a casa para traerme pruebas del Beati mites, que, tras múltiples retrasos, aparecerá en enero. Es mi ‘editor’ en Ediciones Encuentro. Además de amigo de muchos años. Con lo reticente que soy a salir por las tardes, buscaba arrancarme de casa para ir a la presentación de un libro. Por nada del mundo quería ir yo. ¡Qué libro!, además. No supe negarme al paseo de una hora y al acto, cuyo ponente principal era Juan Manuel de Prada. Y allá que nos fuimos Bravo Murillo abajo. Hablando de sexo con Cristina. Esta es Cristina López Schlichting, directora de un programa de tarde. Os aseguro que pocas cosas me podían atraer menos. Pero, en fin, allá estuve, por pura amistad y por mis muchos pecados. Resulta ser un programa de radio en la COPE, por la tarde, los jueves, cuya existencia desconocía por completo, en el que colaboran tres médicas sexólogas: Nieves González Rico, Ana Mercedes Rodríguez y Teresa Suárez. Son ellas tres las que responden a las preguntas que la gente les hace por teléfono. La trascripción de voz a palabra la ha hecho Carmen Cardoso. Asombroso. 42 Hace mucho que no me interesaba tanto un acto al que asistía. De joven me he aburrido a muerte en conferencias y actos similares. Ahora, ya de viejo, lo paso moderadamente bien, incluso muy bien: escucho con atención suprema. A veces sigo durmiéndome con exquisito cuidado. Esta vez me interesó tanto que no podía estar en la silla; bonitas pero incómodas en grado sumo, hechas, seguramente, para que sus sentantes escapen enseguida. Me removía sin parar por la incomodidad del adminículo posatorio y por la impresión que causaba en mí lo que oía. Ya sabéis los usuarios paralipomeniles: cuerpo de hombre, en su identidad-dual de cuerpo de hombre y cuerpo de mujer, es decir, persona. Así defino lo que somos en la filosofía de la carne que aventuro. Uno y múltiple. Uno y dos. Tanto lo que dijo Prada como las tres preguntas que hizo a las tres médicas y sus respuestas, fueron para quedarse con la boca abierta de interés y de asombro por lo que decían sus labios y sus maneras. Un feminismo desbarrido que nos dice: sólo somos uno. Por cierto, Doris Lessing, flamante nueva premio Nobel, ella, feminista clásica a la altura de Simone de Beauvoir, en la pequeña entrevista que le hicieron cuando llegaba a su casa cargada con los paquetes de la compra, dijo que, tras haber hecho una revolución, muchas mujeres se han extraviado, no habían comprendido nada en serio, por dogmatismo, por ausencia de análisis histórico, por haber renunciado a pensar, por una falta dramática de humor. Palabras iluminadoras. Victoria total del feminismo marxistizante. La lucha de clases desapareció del contexto explicativo de las ciencias sociales —en Rusia hoy es delito utilizar ese concepto—, ahora es la esencia misma del feminismo integrista, es decir, el que se ha hecho con todo el campo de la cultura y, poco a poco, con la legalidad vigente, convirtiéndose en la ideología de género que domina. Ahora somos uno. En casa hay dos mamás: aunque se digan papá y mamá. Ya no hay diferencias sexuales. No las puede haber por ley. Incluso mañana mismo puedes ir a la oficina del registro civil y convertirte legalmente en mujer, si eras hombre, o en hombre, si eras mujer. Fácil. No hay diferencia y no puede haberla; ni siquiera puede hablarse de ella. Hasta el mamoncete o la mamonceta más pequeñín lo ve, pero lo que sabe no es la verdadera realidad, porque sólo hay una realidad verdadera: sólo somos uno. ¿Identidad-dual?, ¡faltaría más! Menudo tema tenemos entre manos. 19 de octubre de2007 / martes 30.10.07 GEL La filosofía me interesa sobremanera. Cuando en ella queremos determinar qué somos, me he encontrado con algo terrible: no es nada 43 fácil decirlo. Sobre todo, hay un problema que me parece de importancia rotunda. Llegamos a poder determinar lo que somos como especie; de una manera general. Podemos conocer bien los cómos y qués de la especie. Pero mi problema filosófico ha sido la imposibilidad de quedarnos en ese plano tan general. ¿No podremos llegar hasta nuestro ser individual, a nuestra personalidad almal? Si no llegamos hasta esa profundidad, que es donde se nos da eso que realmente somos, nos quedamos en vagas y vanas generalidades sobre nosotros mismos. Antiguamente lo decían: somos animales racionales. Bien, sea. Pero ¿y qué? Entiendo que esto me dice muchas cosas de nosotros, pero ¿alcanza a adentrarse en el meollo mismo de lo que somos, pues somos seres esencialmente personales? Pues bien, ahora, con esta mal llamada filosofía del género, en la que comenzamos a bucear, encuentro algo pavoroso. Se nos desiste de la identidad-dual. Ya no hay diferencia entre cuerpo de hombre y cuerpo de mujer, como no sea una diferencia de poder. Se equiparan los sexos, pero esto se hace en una igualdad de pura imputación legal. Aún en el caso de que las diferencias sexuales sean evidentes, lo que parece obvio, se nos hace a todos iguales. Ninguno tenemos ya derecho a la diferencia, sobre todo, quizá los de sexo masculino. No importaría, por grave que fuera, si eso se tratara sólo de una revancha, lo que llevaría a luchas intestinas, pero sería un asunto pasajero. No, lo que se hace es borrar las diferencias como inexistentes. No sólo con inexistencia legal, sino con inexistencia real en todos aquellos ámbitos en los que esas diferencias se hacen patentes. Pero, claro, pretendida inexistencia real, pues las diferencias no desaparecen por el mero hecho de negarlas en una imputación societaria legal. Al hacer que las cosas sean así, lo que acontece es que la igualación rebaja al cuerpo de hombre y al cuerpo de mujer a convertirse en algo moldeable, pues se trata sólo de una diferenciación meramente social, y por ello transitoria, dependiendo de lo que la misma sociedad decida. Las consecuencias son importantes. No hay matrimonio entre hombre y mujer, puesto que toda unión es matrimonial. Ha perdido legal y socialmente lo que de complejo ayuntamiento carnal en una vida entre un hombre y una mujer tiene. La carnalidad se reduce a simple complacencia sexual, mejor, genital, mientras dure y merezca la pena para la pareja que fuere. La sexualidad ha perdido su género y su carnalidad. No cabe un ayuntamiento carnal que dure tanto como se necesita para establecer en unión los infinitos meandros de todo lo que somos, para explorarlo en unión y hacerlos crecer en plenitud. Unión que puede querer ser definitiva, precisamente para llenar la plenitud de lo infinito que somos. No es ayuntamiento carnal de personas. Ya no puede serlo, ya no se quiere que sea. Porque eso ya no tiene existencia. Se ha decretado su inexistencia. El cuerpo de hombre y el cuerpo de mujer se han convertido en un mero rol social. Ya no hay diferencias. Hay trabajadores. Se nos ha unificado por el trabajo. Se ha hecho de nosotros meros proletarios. Como nunca se logró en el siglo XIX en los momentos más tremendos de la 44 revolución industrial. El trabajo proletario se ha convertido en el centro de todo lo que somos. Ya no es la carnalidad, sino la abstracción de ser un puesto de trabajo. Uno igual a otro. Sin diferencia de sexos. Y allá donde las haya, deben ser rebajadas. 19 de octubre de 2007 / miércoles 31.10.07 GFC Se nos ha convertido en seres de mera abstracción. No en esclavos o siervos, sino en abstractos. Abstractos que, oh curiosidad tremenda, son esencialmente mano de obra de calidad. La jugada es hermosa, pues nunca hubo tan buenos trabajadores. El género es neutro, no pienses que masculino, lo que aconteces es que en la lengua castellana los neutros se designan con o. ¿Reproducción? Poca y calculada según las posibilidades del puesto de trabajo, de la contingencia de pagar la hipoteca de la casa. Toda una estructura social se construye sobre el género. Todo nos empuja a ser peones de un puesto de trabajo enterizo. No me atrevo a decir que esos movimientos sociales hayan sido provocados por la estructuración social de nuestras sociedades desarrolladas de más en más en la globalización; pero, en todo caso, no cabe duda que sí han sido muy bien aprovechados. El problema son los hijos. Comienza a no haberlos. No importa demasiado. Ya lo dijo nuestro alcalde: los hijos nos los proporcionan los inmigrantes, quienes todavía no han sido incluidos en las partes altas del trabajo social. Ellos pueden arrastrar a la vez las labores socialmente bajas, traer hijos a nuestra sociedad y ayudar suculentamente a que se nos paguen recias pensiones. Una filosofía del género como en la que vivimos ahora encapsulados tiene que ver con todo esto que digo. No son fenómenos disociados, sino íntimamente entrelazados. En tiempos, en España, o como haya que llamarla a partir de ahora, se dio un paso de gigante para la industrialización, que los países ricos de nuestro entorno habían logrado en el correr del siglo XIX, cuando, después de la guerra civil, se sacó el flujo de dinero necesario para la industrialización del país a través de cobrar recio el terreno —cuyo precio es casi cero— de las viviendas de todos los españoles. Lo estatal define los terrenos en que se puede construir, pocos, muy pocos, de manera que deban hacerse construcciones en altura en las cuales el solar —de valor casi cero si los terrenos permitidos para construir son los existentes de verdad, piénsese, por ejemplo, los infinitos páramos que rodean Madrid— representa la mitad del valor de la casa. Eso se sigue haciendo entre nosotros. Ya sabemos con qué consecuencias terribles de corrupción a través de cambios de calificación de parcelas y cosas similares. 45 Pues bien, ahora la filosofía del género está consiguiendo un segundo salto de la capitalización del país. Inmenso esfuerzo de trabajadores cualificados como nunca en nuestra historia, que deben comprar esas casas, y que con dinero contante y sonante hacen que el flujo financiero del gasto privado sea inmenso y el del gasto público, a través de los impuestos, tenga unas cotas que hace poco ni podíamos soñar. Esto conlleva una sequedad del engendramiento. No hay tiempo ni situación que permitan la existencia de parejas matrimoniales con hijos. La tasa de nacimientos es de las más bajas del mundo. ¿Por qué digo que la filosofía del género? Porque esta es la ideología que hace posible y bueno lo que muestro ante vosotros. Ha sido absolutamente necesario antes convencernos a todos de que todos somos iguales, para que ocupemos el puesto de proletarios que se nos ha preparado, o que, visto como van las cosas, enseguida se ha configurado para nosotros. Pero, claro, era muy necesario que creyéramos que las cosas debían ser así; para ello se ha introducido en el meollo mismo de lo que somos la ideología de lo que no somos. Fuera las diferencias. Introyectaremos la igualación de género. Para colmo, habrá que luchar a muerte con todos aquellos grupos sociales que pongan en peligro esta ideología gananciadora. 19 de octubre de 2007 / jueves 1.11.07 GFD Aprovecharé que esto lo leerás en un puente, para vivir ya desde ahora aquel gozo que disfrutas. Por ello, me dedicaré hoy a nadear. Hace tiempo que no hablo de películas. No las veo. No sé en qué gasto mi tiempo, pero ni siquiera me dedico a ver deuvedés. Apenas si a leer algunas novelas de Agatha Christie, que desde los quince años no había vuelto a tocar. Bueno, en la comparanza, George Simenon es tan grande, que la deja en medio de un nublado seco. ¿Y qué hago? No lo sé. Paralipomenear me lleva un tiempo loco. No sólo escribirlos, sino pensarlos, decidir cuál va a ser el siguiente, por dónde me voy a echar. Llego al final del día y, demasiadas veces, nada. Tendría que seguir con el Dios de Aristóteles, pero estoy empantanado, precisamente ahora cuando sé los vericuetos por los que continuaré tras las muchas páginas que ya he escrito. Pero no tengo tiempo. Mejor, no consigo tener tiempo largo por delante. Cuando las cosas están muy encarriladas se pueden aprovechar ratos sueltos aquí y allá, pero cuando están todavía en campo abierto, se necesita tiempo abierto. Y no lo consigo, no me hago con él. Neil Jordan es un sorprendente cineasta. No tanto por su película de vampiros o la que dedicó a Michael Collins, el primer jefe militar del IRA, sino por dos portentos: El fin del romance, sobre la novela El revés de la trama de Graham Greene, y Juego de lágrimas. De la primera, todavía 46 bailan dentro de mí los colores y, finalmente, el afecto por los personajes, por su ser, por su vida, por su muerte. De la segunda, que había visto en su momento —es de 1992, mas me había olvidado todo de ella, recordando sólo el impacto profundo que me había causado cuando las cosas se hacen lo que son—, las voces, los gestos, los sentimientos de las personas, lo complejo de los propios sentimientos. Terminé siendo como el protagonista, siempre en tono menor, enredado como pistolero asesino del movimiento terrorista irlandés, turbado luego con la novia del soldado británico negro al que debió matar, pero no lo hizo, aunque sí murió. ¿La ama, no la ama? ¿Le ama, no le ama?, ¿puede dejarse amar?, ¿le amará alguna vez, protegido por esa fidelidad inquebrantable? Asombroso pasar del la al le. Turbiedad de los sentimientos. Pero ¿pueden ser estos otra cosa que amor? Ya, pero ¿qué es amor?, ¿cómo amar? ¿Eso es amor? Turbiedad de la muerte. Turbiedad de la vida. Varios de mis amigos me insisten que sí, que esta vez sí: Isabel Croixet. Por eso compré en los kioscos dos entregas de cine español. Una, acompañada por un espurrimiento inconfesable. Otra, por Frágil, de Juanmari Bajo Ulloa, del que apenas si me sonaba el nombre. Me dio por verla. Poco antes había admirado una americana: L.I.E., de Michael Cuesta, un hispano que hasta ahora sólo había rodado anuncios. Las dos, en su conjunto, me cautivaron por demás. De la primera, la protagonista es una chica, apenas si una niña. Un cuento de hadas sobre el amor y la fidelidad al primer amado y, por lo profundo, a la vida sencilla de la que salió. La segunda tiene por protagonista a un chaval de 15 años cuya madre ha muerto poco antes en un accidente en la autopista. Vive con su padre, quien irá a la cárcel. Casa enorme. Quedará sólo. Realista. Dura. Extrema. Y, sin embargo, el chavalín vive amparado por el manto de su madre muerta, que le protege, le cuida, le conduce por medio de los peligros horrorosos entre los que vive. Una preciosa metáfora. 20 de octubre de 2007 / viernes 2.11.07 GFE Volvamos a los sentimientos. René Girard es sociólogo-filósofo-humanista conocido desde que en 1972 publicó La violencia y lo sagrado. Aunque desde que llegara a Estados Unidos con su título aún caliente profesor en las mejores universidades, siempre escribió en francés y publicó sus libros en Francia, numerosos y de influencia agrandada. Ahora, traducido al inglés, tiene también gran proyección en su patria de trabajo. El 15 de diciembre de 2005 fue recibido en la Academia francesa. Ocupaba el sillón del dominico Ambroise-Marie Carré, uno de los dos únicos miembros del clero regular en toda la historia de la Academia: en el siglo XIX lo fue Lacordaire. Por ello, según antigua costumbre, su discurso fue un elogio 47 de su predecesor. Muestra una enorme simpatía hacia él. Girard ha sido siempre un cristiano ferviente y militante en un medio opaco a su catolicismo. Un drama espiritual acompañó toda la vida de Carré, conocido a través de muy escasas confidencias y del que nunca hizo un relato completo. Tiene un recuerdo que le «acompaña como una presencia a la vez dulce y exaltante. Me acompañará hasta el último momento. Basta para reanimarlo una mirada a la ventana de la casa en la que, en Neuilly, habitaba mi familia. ¿Qué edad tenía? Catorce años, me parece. Una tarde, en la pequeña pieza que me servía de habitación, sentí con una fuerza increíble, que no dejaba lugar a ninguna duda, que era amado de Dios y que la vida, (…) allá ante mí, era un don maravilloso. Sofocado de felicidad, caí de rodillas». Cincuenta años después no puede evocarlo sin despertar en él la emoción original, nos dice Girard. Carré lo llama lo contrario de un recuerdo, «un comienzo absoluto, o lo que se le acerca lo más posible: he ahí cómo se caracteriza para mí, a más de cincuenta años de distancia, el único acontecimiento que ha puesto evidencia en mi fe; el acontecimiento que me aportó también una alegría que ninguna otra ha podido sobrepasar». Nunca perdió de vista esa experiencia. La tiene por responsable de todo lo que de bonito le aconteció en su juventud. Nos dice haber evocado con frecuencia «el instante milagroso en el que una vida toma conciencia de la realidad de Dios y de su ligazón con él». Para Girard es claro, se trata de una experiencia mística. Carácter pasivo, involuntario, sin advertencia previa. Alegría. Impresión de eternidad. Intuición de una presencia divina. ¿Disfrutó durante toda su vida el P. Carré de la fe luminosa que todo el mundo le atribuía? Al contrario, desde entonces las consolaciones místicas le faltaron. Muchas veces se queja del silencio de Dios y de la desesperanza resultante, en una crisis intensa y durable. Con el paso de los años esperaba nuevas experiencias místicas, pero no vinieron. Neuilly significa para él «la única cosa que ha puesto evidencia en mi fe». Lo vivió como fracaso personal. Como carencia del mismo Dios. Sequedad espiritual agravada con el tiempo. «Mi fe aparece tan segura, tan contagiosa», que no podía hablar. Toda reflexión filosófica o incluso teológica en él está subordinada al deseo de contacto con Dios. Deseo largamente insatisfecho, que a veces se transforma en una especie de rebelión. Cometida la imprudencia de confiar su secreto, jóvenes sesentaiocheros, feroces conformistas en el fondo, tuvieron por escandaloso a este anciano enganchado a un rancio sueño de santidad: era un viejo pasado de moda. La cima de su vida religiosa estaba en un lejano pasado. Finalmente, la memoria de una gracia pasada puede ser una gracia nueva. En su ancianidad «el Señor me ha colmado de gracias». La época más feliz de su vida, junto a su infancia. 20 de octubre de 2007 / lunes 5.11.07 48 GFF Hace días escribí que me habían pasado dos cosas grandes. Una, la celebración del cincuentenario de la salida del Colegio de Indauchu. De la otra, nada dije. Era Aristóteles. Me acerqué en serio a la filosofía por Leibniz, lo que me dejó un regusto antiespinosista, al menos de la manera normal de entender a Spinoza. Los presocráticos me encandilaron. Si no todo, al menos mucho está en ellos. El placer estético y filosófico de leer a Platón es superior a cualquier otra cosa. Todo en él es pura genialidad. Me fue muy bueno leer a Plotino. Durante años quedé marcado para siempre con la lectura de Descartes. Es mi tipo. Apologeta la vida entera. Que viene de lo suyo, siendo un outsider. Muy marcado por la física y las matemáticas, en las que era maestro, sobre todo en la segunda. Curiosamente, quedé contento por demás con una lectura de Adam Smith. Aunque, por supuesto, durante años y años lo mío había sido lo moderno, sobre todo, los que tenían que ver con la filosofía de la ciencia. Hasta que abrí mis propias entendederas. Pero en quien me he quedado, y no veo que tenga fácil salida, es en Aristóteles. Nada tiene de buen escritor a la manera resplandeciente de Platón, su maestro asombroso, pero sabe pensar como ningún otro de los que he citado. Quizá habrá que poner junto a él a Leibniz. ¿Qué le encuentro? La preocupación por las explicaciones últimas. El tratamiento del movimiento, de la diversidad, del espacio y del tiempo son cosas que le llenan a uno de asombro. Pero, sobre todo, su filosofía del ser. Entiendo que es una manera reducida de hablar de Aristóteles, pues la ética es parte esencial de lo suyo. Mas, por favor, deja tiempo al tiempo, ya llegaremos. Lo repito, sobre todo su filosofía del ser. ¿Dónde está el punto clave de mis disquisiciones sobre él? En si es capaz de llegar hasta lo que somos en nuestra individualidad almal. Si se quedara, simplemente, en la formalidad de lo que somos como especie, entonces, en contra de las primeras emociones, debería afirmar con rotundidad que su filosofía no me interesa, pues no llega, ahí, en la consideración de lo que somos, a ver lo que somos de verdad. Y si no llega a ello, guay de su dios, ya no será más que un dios con una gran minúscula, por más que sea Motor Inmóvil, qué me importa, y de su entendimiento de la realidad, pues esta no será tal, una vez más, sólo una mera ideología que no quiero compartir. Incluso, si fuere así, ¿qué me va a decir de la misma ética? No podría interesarme porque habría marrado en decirse y decirnos qué es la propia realidad. No, simplemente, que se hubiera confundido en un punto de la filosofía, por más que importante, sino que su filosofía sería hecha en un desde donde que ni viene ni va en busca real de la 49 verdad, pues desentendido de la realidad misma. Nótese que aquí empleo la palabra realidad en el sentido que suelo darle desde hace algún tiempo, cuando hablo de mundo, cuerpo de hombre y realidad. No digo, pues, que su visión del mundo no sea acertante, sino que por no atinar en lo que toca a nosotros, nada con bien dice de esa gigantesca corporalidad que construimos, la realidad, mas de tal manera se da el proceso de construcción nuestra que, precisamente en la filosofía del ser, descubrimos cómo en verdad la realidad nos es dada. Los portillos para verlo son la belleza y nuestro ser en plenitud, que nos vienen dados por el ser en completud. 20 de octubre de 2007 / martes 6.11.07 GFG En la respuesta que voy perfilando a Florence Hosteau lo que parece decisivo es nuestra asombrosa creatividad. Es ella la que nos lleva por medio de la acción racional de la razón práctica a encontrar respuestas a nuestras preguntas. Y la creatividad no tiene, esencialmente, nada de una metodología. Hay, sí, preguntas más ceñidas, las cuales nos piden, lográndolo a veces, respuestas concretas y, aparentemente, muy seguras. Al decir preguntas más ceñidas no quiero significar que sean fáciles ni que sean de poca monta. No lo es, por ejemplo, el mapa entero del adn humano. Pero esta pregunta, es obvio, no encierra también cómo se desarrollan las galaxias ni la calidad o peligro de las patatas transgénicas. Hay, pues, preguntas y preguntas. Por ello, deberemos andar con sumo cuidado en la distinción de la calidad de las preguntas y su ámbito de pertinencia. Sería impertinente, hablando de aquel mapa, preguntar en dónde se refleja la moralidad. Sin embargo, nada de tonto tiene que nos preguntemos por la moralidad de nuestras acciones, sin que ello, prima facie, tenga que ver con el mapa de nuestro adn. Es verdad que, luego, es decir, ya, podamos encontrar relación de algunos genes con la esquizofrenia, por ejemplo. Las ciencias lo que hacen es deslindar los ámbitos en los que es razonable hacer una serie de preguntas a las que buscamos respuesta, mientras que ahí otra serie de preguntas las consideraremos sin interés, por su impertinencia. Buscaremos la existencia y comportamiento de los agujeros negros; no nos preguntaremos por sus cualidades morales negativas cuando aspiran en su interior a una estrella. Lo que en un ámbito es pregunta pertinente, en otro es impertinente. Aunque, lo sabemos muy bien, esa conjunción de preguntas y respuestas no es una red fijada de antemano, sino muy moviente. Pero todo ello es fruto de nuestra racionalidad, de la acción racional de la razón práctica. No de ideologías, sino de razonabilidades. No de soluciones predeterminadas, eso son las ideologías, sino de una cuidadosa búsqueda de la verdad de lo 50 que sea el mundo, de lo que seamos nosotros y de lo que sea la realidad. Pero ya sólo mencionar esos tres ámbitos de investigación en los que nos hacemos preguntas, logra que debamos ser cuidadosos con las cadenas de preguntas y la obtención razonable de las respuestas, cuando se encuentren. Todo ello, pues, es asunto de racionalidad, del juego de nuestra razón, de nuestros emperramientos racionales. Decía que la creatividad no tiene esencialmente nada de una metodología. Mucho más de un arte, que en algunos casos puede llevar a una técnica, a una manera repetitiva del hacer. Pero la creatividad es posibilidad de novedad continua. Novedad en el imaginar, en el hacer, en el contrastar, en el sopesar. Hay un tipo especializado de creatividad que en los últimos siglos, y debido a muy diversas razones que se han coaligado para hacerla viable, ha alcanzado enorme predicamento entre nosotros y que ha llegado a estar en los entresijos mismos de esa corporalidad absolutamente asombrosa que es nuestra cultura. Esta es la ciencia. Como tipo de actividad es una, ciertamente. Pero como maneras de producirla no es una. Aunque, es verdad, tiene aspectos que son comunes. En todos los ámbitos en los que ejercemos esa actividad que llamamos científica, lo hacemos con un uso puntiagudo de la razón en su red de preguntas y respuestas. Pero nos ceñimos a patrones previos de los que nos impedimos salir al ejercerla. Entre estas están la base de experiencialidad en la que se construye y la búsqueda de comportamientos comunes que consideramos como reglas, es decir, leyes de su funcionamiento. Esta es la legalidad científica. 21 de octubre de 2007 / miércoles 7.11.07 GFH La base de experimentalidad es un deseo general. En la ciencia no queremos que sea la imaginación la que prime. En el arte, sí. La utilizamos, claro, como lo hacemos al redactar una constitución, pues necesitamos ver todos los vericuetos y consecuencias del texto que vamos pergeñando. Pero en la actividad ciencia todo quiere centrarse en la experiencialidad. Esto no significa, claro es, que en ciencia todo sea experiencia. No es verdad. Einstein nada tenía de experimentador y ha estado entre los más grandes físicos del siglo XX. Sin embargo, sus ideas procedían del ámbito experimental y a él se dirigían. Si había imaginación, que la había, y de qué calidad, era una imaginación anclada en la experiencialidad y dirigida a fenómenos concretos, que él quería delimitar muy bien: la luz, con su velocidad limitada y constante, se introduce en la medida misma del tiempo. ¿Cómo es posible?, ¿qué acontece cuando es así?, ¿cuáles son sus consecuencias? 51 Cuando uno escribe una novela también se da el uso de la imaginación. También se escribe —y se lee— en un campo de experiencialidad, pues en ella se expresa tanto la experiencia del escritor como la del lector. Pero ese campo es el de nuestras propias experiencias, lo que los acontecimientos tocan a nuestros sentimientos. En la experiencialidad científica, en cambio, buscamos la experiencia que tenemos de los acontecimientos mismos, no su expresión en nosotros, sino, por así decir, su expresión en las cosas mismas. Cortamos nuestros sentimientos del flujo del ocurrir que buscamos conocer y nuestra mirada se dirige sólo a las cosas mundanales. En un caso sería la experiencialidad de nuestros sentimientos. En el otro, nuestra experiencialidad de las cosas. Mas, tanto en un caso como en el otro, esa experiencialidad es cosa nuestra, no de la materia que transformamos en arte o de las cosas mundanales mismas. En un caso es referida a nosotros mismos. En el otro, en cambio, nuestra referencia busca sólo las cosas mismas. En esa experiencialidad a la que aludo se da siempre un fenómeno decisivo. El de la triangulación topográfica. De experiencias conocidas buscamos procedimientos que nos lleven a experiencias por hacer. Esto se da en el arte. La música de piano preparado de John Cage responde a esto que digo. Busca, y consigue, ampliar nuestra experiencia de la sonoridad del piano; en general, de la música misma. Algo parejo se da en ciencia. Pero aquí el trasplante de lo que hacemos a las cosa mismas es decisivo. No queremos sólo la manifestación de novedades sonoras, sino la aparición de nuevas posibilidades de legalidad en el comportamiento de las cosas en las que experimentamos. El fenómeno que llamo de la triangulación de la experiencialidad es esencial en la ciencia. Es él quien nos lleva a nuevos conocimientos. Obtenidas nuevas respuestas, estamos en trance de hacernos nuevas preguntas que esperan, a su vez, respuesta. El arte necesita de nuestra experiencia en cuanto que ella es la base misma en la que su fuerza imaginativa se construye, experiencia de vida, pero también necesita de la experiencia en el sentido de hacer mano, de hacerse con el trabajo, la inspiración y las cualidades de principio sin las que no hay artista —y tampoco hay veedor, no podemos olvidarlo—; igualmente la ciencia, pero el tipo de experiencia se refiere más a las cosas mismas. Necesitamos conocerlas, estar en su ámbito. Necesitamos ceñir nuestra razonabilidad a ellas. La cualidad de una tan precisa, puntiaguda, definida y particular triangulación experiencial es la que nos pone las bases de la ciencia. Pero, no lo olvidamos, pues entonces nada sabemos, ella misma se da en todas nuestras actividades de la razón imaginativa. 20 de octubre de 2007 / jueves 8.11.07 GFI 52 Cuando miramos el cielo por la noche en un lugar sin contaminación lumínica, todo, mejor, casi todo, está quieto. Sólo la Luna, los planetas, cometas y estrellas fugaces se mueven. La esfera de las estrellas fijas tiene un movimiento en conjunto, girando una vuelta por día en torno a un eje que pasa por la Estrella Polar y por la Cruz del Sur. Todo lo demás es fruto de nuestro mirar a través de instrumentos y teorías. Con el mirar de los instrumentos ópticos podríamos alcanzar a ver cómo algunas estrellas lejanísimas parecen bailar una con la otra en torno a un centro común, o a una que parece bailar ella sola en torno a un centro puramente geométrico. No es verdad que, así, veamos todas las estrellas y galaxias en gigantescos movimientos. Si los hubiera, no los vemos. Sólo hay constancia histórica de fenómenos curiosísimos como lo que vieron en China por el año mil: en la noche se dio un fogonazo inmenso que iluminó todo por un tiempo como si fuera el Sol. Estamos tan acostumbrados a que nos hablen de astronomía y de cosmología que no somos conscientes de este fenómeno de la quietud aparente de las estrellas del cielo en su gran inmensidad. Valdría con encontrar una explicación al movimiento de la esfera de las estrellas fijas. Así lo hizo, por ejemplo, el aristotelismo. Y con enorme éxito práctico. Aunque para ello tuviera que construirse una física y una astronomía ad hoc. Nosotros introdujimos la inercia y la gravitación universal, luego la velocidad de la luz como elemento intrínseco del tiempo. Bien está que hiciéramos así. Razones había para ello. Razones teóricas, de coherencia con el conjunto, de apertura de explicaciones mejores. Y muy bien está. Nos preguntamos por qué la noche es obscura, cuando está iluminada por millones de soles, y según las leyes con las que expresamos los acontecimientos luminosos, no debería ser así. Sólo había una explicación razonable: las estrellas se alejan de nosotros, todas y cada una, a gran velocidad. El efecto doppler, que habíamos descubierto para el sonido, explicaría que aunque esa luminosidad nocturna exista, sin embargo, nos da menor intensidad de brillo de lo que acontecería si todos los cielos estuvieran quietos. Entonces, conjuntando en coherencia de red nuestros conocimientos en esa experiencialidad a la que me he referido, podemos decir que lo que vemos como quieto está en intensísimo movimiento. El corrimiento al rojo de la luz de las galaxias nos lo corrobora. Aunque no lo veamos —nuestra escala es de horas o días, mientras que la de las galaxias es de millones de años luz—, todos esos amasijos de estrellas están en movimiento voraz. Incluso, ahora lo sabemos, podemos hablar de una gran explosión inicial. No tenemos constancia de ella, nadie estaba allá para filmarla, pero aventurando y redondeando luego esa hipótesis, las cosas de la astronomía van encontrando su lugar de razonabilidad. Las cosas de la cosmología, las cosas de la ciencia, funcionan así. No de otra manera. Por eso cuando, por ejemplo, se nos muestran amasijos maravillosos de estrellas y de galaxias, incluso se hace que se muevan 53 ante nuestra vista mediante su modelización con potentísimos ordenadores, nuestra imaginación se exalta viendo todos esos movimientos maravillosos. Pero en la realidad sólo vemos esos movimientos por intermedio de nuestras teorías, en conexión con nuestros instrumentos; sin ellas, somos ciegos. Cosa nuestra y bien nuestra. Fruto de nuestra razonabilidad imaginativa; de nuestros emperramientos racionales, cosa bien razonable y que no podemos abandonar así como así ante el primero que nos diga una calzonzillada, pues sería una dejación de nuestra red de coherencias razonables. Lo esencial, ya se ve, pues, es el principio antrópico. 21 de octubre de 2007 / viernes 9.11.07 GFJ Una alumna, María Goizueta, me pregunta en torno al sobrenatural. Sin mayores precisiones. Ahí queda eso. Alguna vez antes he hecho brevemente mención a ello. Pongámonos manos a la obra. Comenzaré por lo del natural. Debemos hacerlo por el uso tan repetido y epulón que de él se perpetra. Es uno de los conceptos claves de la modernidad progre. Se rechazaba, con razón, una ley natural antigua que, decían, deslindaba con excelsa claridad lo natural de lo contranatura en todos los campos del comportamiento humano. Curioso, ahora se ha vuelto a lo natural. No me refiero al cuidado de la naturaleza y los alimentos naturales. La naturaleza, mejor, la Naturaleza, es lo más conocido y el principio de todo lo que somos y, por supuesto, a ella, sólo a ella, se refiere todo lo que sabemos. Si fuera necesario, de ella se hará Dios, siguiendo la expresión espinosista de Deus sive Natura; como traducen sus epígonos materialistas de ayer y de hoy, que son legión: “Dios, es decir, la Naturaleza”. La Naturaleza es Dios. No habría Dios si este no fuera la Naturaleza. Y ya está. No hay que dar mayores vueltas a una cosa tan cierta y natural. En tiempos, los que hablaban de la naturaleza en el sentido al que me refiero decían: todo es materia. Eran maravillosos materialistas. Había que reducirlo todo a pura materia. Consiguiéndolo, si llegaba el caso, se habrían resuelto todos los problemas. No se dieron cuenta de algo curioso por demás. Con la pura materia hacemos obras de arte. Incluso en la materia, pura materia de la pura naturaleza, reparamos en obras de arte, y así las llamamos. Entiendo que esto sería materia, sólo materia, pero ahí se nos ha abierto un portillo a la consideración de la belleza, la cual nos hace veedores de lo bello. Por él se nos podrían venir el alma y Dios. Hoy todo es más sutil. No se hacen como antes afirmaciones generales. Con seráfica humildad se nos dice: todo es naturalizable, es decir, todo es estudiable hasta lo más profundo y será estudiado algún día 54 por la ciencia. La ciencia tal como en cada momento se entienda, sin ideas demasiado preconcebidas; visto el pasado no podemos predecir cómo será el futuro de la ciencia. Luego, ahora sí, podemos decir con certeza las últimas líneas del segundo párrafo, pues no cabe portillo alguno: sería igualmente naturalizable. Si lo natural es de esta manera, lo sobrenatural, simplemente, no es. A lo máximo sería eso que, de vez en cuando, tomándose de la mano en corro de las patatas, hacen algunos en sus sacristías, cantando cansinos aleluyas. Lo cual, es obvio, también podrá ser naturalizado. Ni siquiera hace falta decir aquello tan fuerte de que somos materialistas. Lo curioso de quienes defienden y con sus poderes mediatizan esta postura —el rico epulón y sus hijos, nosotros y entre nosotros, de cuya mesa caen las migajas que ni siquiera queremos dar a Lázaro—, es que en sus medios, pienso en una de las nuevas cadenas de televisión, si zapateas por entre ella verás con inaudita frecuencia espantosas series que tienen una particularidad: en todas aparecen sobrenaturalidades. Misteriosas luces fluorescentes; gentes que vienen de un no sé dónde o van hacia algún recóndito lugarejo. En fin, seguramente habrá especialistas mejores que yo en estos bodrios. Bazofia de sobrenaturalidades que se parece como una gota de agua a otra gota de agua —en el sistema newtoniano, no en el leibniciano, claro— a las melindrosidades rosáceas y almibaradas de aquellos pringosos sentimientos que esos mismos medios, o sus hermanos clonados, nos transmiten para que bajemos la cerviz. ¿Lo haremos? ¡Guárdenos nuestra ardiente libertad! 22 de octubre de 2007 / lunes 12.11.07 GFK Lo sobrenatural nada tiene que ver con las sobrenaturalidades buscadas con excelsa abundancia para nosotros por quienes se interesan tanto por nuestra cerviz. Veis que nos jugamos la libertad en estas cuestiones. Ni más ni menos. Naturalizándonos, negándonos el sobrenatural y anegándonos de sobrenaturalidades están a punto de vencer en la batalla de la libertad. Ante esto, me parece, sólo cabe una solución: ser montarazmente libre. Pase lo que pase. Aunque nos juguemos nuestra rosácea vida y nuestro almibarado futuro. Aunque nos convirtamos en pordioseros de la sociedad y, sobre todo, de sus poderosos. Depende de nosotros… y de la ayuda de lo sobrenatural. Utilizo esta palabra porque venía ínsita en la escueta pregunta. Es obvio. Hubo, en el origen de esa oleada de las sobrenaturalidades, que después tomó sus derroteros hasta llegar derechamente a lo del naturalizable, un importante movimiento de teólogos católicos de finales del siglo XVI y comienzos del XVII. Creyeron poder decir que había dos ámbitos, el de lo natural, con sus vericuetos y finalidades propias, que era 55 el de la ciudad secular y el tratamiento de las cosas mundanales, y el de lo sobrenatural, que estaba por encima de él, también con sus caminos y sus finalidades propias, que eran las de la salvación de nuestras almas y lo que tenía que ver con el mundo de arriba, es decir, de Dios. Pudo valer en aquél momento, pues mantuvo una cierta sobrenaturalidad en una sociedad que se estaba naturalizando a las carreras. Pero tenía una dificultad suprema: era muy fácil olvidarse de ese mundo sobrenatural por encima del mundo natural, muy interesante, sí, pero que finalmente parecía nada aportar de fuste a lo que vivimos aquí en nuestro mundo. Todavía aquél mundo de las alturas sobrenaturales era amplio y hermoso, pero podía con facilidad quedar reducido poco a poco a las angostas sacristías en las que pequeños corrillos cantaban de la mano sus mustios aleluyas. Y así fue. Pasó una tarde y pasó una mañana. Estamos en nuestro mundo con sus poderes fácticos de lo naturalizable. Por cierto, lo digo de pasada, Descartes no estaba en esos infelices contubernios sobrenaturalizadores. Si hay sobrenatural debe estar ínsito, inmerso, abrochado, trabado, amarrado, prendido en lo natural. Y si no, es que no lo hay. No me gusta la palabra sobrenatural, pero, en fin, estamos obligados a utilizarla pues respondemos a una pregunta sobre él. Serían las cosas de Dios en contubernio —perdonad que utilice aquí una palabra tan bonita y tan clara— con nuestra propia carne. No puedo decir en componenda con nuestras cosas, pues entonces hubiera aceptado ya de raíz una separación entre ambos ámbitos. Y esta separación de ámbitos no podemos estar dispuestos a utilizarla. ¿Será, por tanto, el momento para decir que hay una mineralogía religiosa o cristiana? No, claro. Este verano me plantearon esto mismo con respecto a la filosofía: ¿hay una filosofía católica? La respuesta debe ser claramente no. Pero, sin embargo, podemos establecer límites, mugas, fronteras, de manera que traspasándolas —no digo transgrediéndolas, pues eso es una clara incitación a pasar por encima de ellas—, perdemos fuerza de razonabilidad. Ah, esto sí. Esto ya es otro cantar. No es que haya sobrenaturalidades y naturalidades, y la primera influya en la segunda, sino que adentrándonos en nuestra acción racional, descubrimos posibilidades de mejor razonabilidad en coherencia de red. Porque, esto es importante por demás, nuestra acción no es puntiaguda, bueno, sí puede serlo y a veces es muy bueno que lo sea, pero nunca olvidando el todo de lo que hacemos, la construcción en red de nuestra coherencia. Si es de este modo, sí que se da el contubernio a que me refería. 23 octubre de 2007 / martes 13.11.07 GFL 56 Voy a decirlo de una manera muy basta, y por tanto inexacta: si hay sobrenatural, se nos da en lo natural. Lo sobrenatural no son los estados místicos, que nos harían, dicen, salir de nosotros mismos para encontrarnos sumergidos en esa situación de lo sobrenatural. Los neurocientíficos ya están estudiando cómo es este fenómeno y en qué partes del cerebro se da, para poder naturalizarlo; si lo logran, estupendo. Cuánto ha sido el sumo cuidado que pone siempre la Iglesia en aceptar como verdaderos los arrebatos místicos y cuestiones de ese estilo; incluso es de notar su extremada reticencia, de primeras, para no confundir las sobrenaturalidades con cosas que vienen de Dios. Es claro que lo sobrenatural —lo venimos llamando así por razón de la pregunta—, si es que lo es de verdad y no cae en las vanas sobrenaturalidades moñosas y sin interés, tiene que ver con Dios. Iba a poner con el ámbito de Dios, pero puede inducir a falsedad suprema al hacer pensar que sólo ello tiene relación con él, y no es verdad. Todo lo creado es ámbito de Dios. ¿Cabe lo sobrenatural en lo natural? ¿Caben los milagros? Habría que hacer varios distingos. Por un lado está esa gran corporalidad, construcción nuestra, sin duda ninguna, mas no sólo mera construcción nuestra, paralipoménicamente lo hemos de ver. Tenemos toda una tradición filosófica y teológica esencial: podemos conocer de Dios algo muy importante para nosotros, como nos dice el capítulo primero de la carta a los Romanos de san Pablo (“pues lo que de Dios se puede conocer, está en ellos manifiesto. Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad”, Rm, 1,19-29), pero la cosa venía ya de antes, al menos desde el libro de la Sabiduría (Sb 13,1-9 y Si 17,8): toda una tradición con decisivas derivaciones hasta nosotros, excepto en los protestantes, que en general niegan tal línea de pensamiento filosófico y teológico. A estas afirmaciones de neta racionalidad se le pega como añadido decisivo la cuestión de nuestro obrar; del obrar bien según nuestra conciencia. Por otro lado está la cuestión de la encarnación, tan central y en el meollo mismo de lo que somos; lo que nos pone ante nuestro ser en plenitud, como sabemos por la filosofía de la carne. Tampoco podremos olvidar la necesidad imperiosa que parecemos poseer de hacernos ídolos de cualquier barro o de cualquier madera que encontremos a la mano. Por fin, deberemos llegar a la vez a esa consideración tan importante, decisiva, de que el mundo es creación, lo que nos pone frente a un Creador que, a su vez, debe ser Providente para que todo lo creado, en su individualidad y en su todo coherente y en red, subsista en su ser. Muchas cosas, pues, vienen apegadas a estos distingos, todas ellas importantes —a más de las que me deje en el tintero de mis dedos tecleantes— para responder a las preguntas que nos hacíamos al final del párrafo anterior. Si de ninguna manera cabe lo sobrenatural en lo natural y tenemos que hacer de él un enorme globo que nos sobrevuela, como un inmenso 57 Zeppelín, el cual dispone de algunas toberas flotantes, como los aviones nodriza, que llegan hasta nosotros, tienen toda la razón quienes en nuestra historia terminarán diciendo que no hay ese inmenso cachivache aéreo. Bastaría, como ha acontecido, con que en ese modelo antiguamente reinante se cortaran las amarras con el mundo flotante, para que desapareciera de nuestra vista y de nuestro vida, dándonos cuenta, así, de que no pasa nada. Luego no hay sobrenatural. 24 de octubre / miércoles 14.11.07 GGC En mis maneras propias de ver no me suele gustar hablar de sobrenatural. Por una razón sencilla: se nos da en lo natural, sin que, por supuesto, se vacíe en él. Se nos da ahí porque este contiene el hiato, el exceso, la imposible-posibilidad, sin los que no seríamos lo que somos ni tampoco el mundo, y nada digamos de la realidad. Todo ello está transido de Dios, no fuera más que porque el mundo es creación y tanto las cosas mundanales como nosotros mismos, cuerpo de hombre —con la retahíla, tan esencial que viene después—, somos sus criaturas; otro tanto acontecería con la realidad en lo que tiene que ver con la corporalidad que nosotros construimos. Pero hay más. Mucho más. Miradas las cosas desde una filosofía de la carne —entiendo que haya gente a la que no le interese llegar hasta estos vericuetos complejos, pero ese no es el problema; sí, en cambio, que se pueda enunciar razonablemente su falsedad—, en lo que toca a nosotros nos encontramos en esos esenciales mirar más allá que son constitutivos de lo que somos, pues retroductivamente estiran de nosotros para que seamos como ese más-allá nos indica. Todo este camino tan complejo, lo sabemos, nos señala un punto W en el que el ser en completud nos dona nuestro ser en plenitud. Si las cosas —dichas ahora tan en brevedad escueta, extrañantes si quien lee estas líneas no está, como nosotros los paralipoménicos, en los secretos de la filosofía de la carne— son así, es claro que, por decirlo de una manera sencilla y ajustada, la finalidad última y conformadora de lo que somos se nos ofrece en ese punto W. Pero hay más, pues en esa filosofía hemos descubierto la calidad de ofrecimiento de belleza que tiene la materia en su propio ser, tan alejada del mero materialismo, que nos apunta a un constitutivo propio de lo que somos, pues somos seres materiales, posibilitante de eso que somos, por tanto, coadyuvante en nuestras posibilidades retroductivas que nos conducen hacia el punto W. Hasta el caso de que sin ella, la humilde materia, no podríamos ser lo que somos; sin ella no habría cuerpo, no sería carne. Con razón habrá que tomar muy en consideración lo de que la creación puramente material es el primer regalo que el Creador nos hace. Sin el hiato y el exceso, la materia, si se la convierte en mera materia, no lleva sino al puro 58 materialismo. Ahora bien, esto sólo puede darse cuando a la materia se le ha arrancado su preciosa e indispensable relación con la belleza, que hace poco nos dejó atravesando el portillo. Ay, por Dios, comencé estos Paralipómenos con el insensato juicio de hacer cosas sencillas y comprensibles. Como un reto a mí mismo de que eso era posible; de que me era posible también a mí, por pequeño filósofo que sea. Mas, vistas las tiradas como la del párrafo anterior, me quedo en las puras perplejidades. Sin embargo, no te asustes, la perplejidad no estaría en la misma filosofía de la carne, sino en la pobre manera que tengo de exponerla. ¡Si fuera capaz de más! Al comienzo pensé que sí. Incluso parecía una expresión sencilla. Azorinesca. Pero, acercándonos a vislumbrar el doblamiento de la cifra de los quinientos, he recaído en el hablar de madera, es decir, en hablares incomprensibles, quizá, de aquello nada fácil de comprender: guiños, hipidos, visajes y farfulles varios que, seguramente, dejan tanto al lector como a la lectora de estas páginas, total es su acuerdo, en la perplejidad más resplandeciente. Mas sea lo que fuere, tal es mi respuesta a la cuestión del sobrenatural. 24 de octubre de 2007 / jueves 15.11.07 GGD Cuando leas estos papeles, si Dios lo sigue queriendo, estaré en México D.F. Me han invitado. La analogía: unidad y diversidad de lo real. Jornadas filosóficas de dos días. Mira qué cosas. La primera vez, casi, que se me invita a un encuentro fuera de mi propia Facultad. Lo organiza el Instituto Superior de Estudios Eclesiásticos de la Arquidiócesis. Me quedan así unos maravillosos días desparalipomenizados en los que podré dedicarme a seguir aristotelizando, pues llevo entre manos, bueno, llevamos varios entre manos, un libro sobre el Dios de Aristóteles. Si acertamos, será una preciosidad. Se trata de que cada uno de nosotros se acerque a ese problema y dé la respuesta que sus propios juicios filosóficos le traigan a su mollera y escritura. Apasionante. Pero, claro, hay que sacar tiempo por delante para finalizar un trabajo ya mediado; me temo que casi todos lo llevamos a medias, atrasándonos más de lo que, en el principio del proyecto, nos permitimos. Qué le vamos a hacer, lo llevaremos con paciencia extrema. Felices los momentos del verano en los que el tiempo era largo y suavemente meandroso. Pero, no acabo de entender por qué, ahora en cambio hay que sacárselo de la propia faltriquera. Veremos. En el mientras tanto, un Instituto de Filosofía que no conocía me invita a ir a México. Se han dado cuenta ellos también de que el problema de la analogía es uno de los más importantes de la filosofía de hoy. Y 59 tienen toda la razón. Tuve la suerte de ser el editor de un libro sobre ella que apareció el pasado año. No sé cómo se enterarían de su existencia, tan pequeña. Me vieron como su editor y tuvieron la osadía de invitarme. No sé si acertaron con la persona. No importa. Bien está. Allá que me iré con mis gargosos farfulles. Veré esa ciudad apasionante. Me fastidia infinito el viaje en avión. No quepo. Felices tiempos en que lo hacían reposadamente en sus barcos. El hueco que me queda quiero aprovecharlo para volver a la música. Por cuatro perras se puede comprar la obra completa para piano preparado de John Cage: tres cedes de Brilliant por los que no llegas a pagar diez euros. Ya veis que siempre ando a vueltas con Cage y lo que él representa para mí. Epustuflante. Él sigue, mejor, siguió impertérrito sus maneras. Encuentra enorme cantidad de sonoridades esquinadas para el piano y para la música. De enorme belleza. Austera. Novedosa. No parece, de primeras, una llamada al sentimiento. Todo lo contrario. Y, sin embargo, termina haciéndose con nosotros. Puede costar; pero nos toma por dentro. Una mano huesuda sale de esa música y se adentra en nuestras propias interioridades para que seamos más. Difícil de entrar, pues nueva —bueno, en realidad lo fue, ya no tanto—; pero llega. Hay que habituarse a ella. Aceptarla. Percibirla cuidadosamente. Pero ¿no acontecía lo mismo con los cuartetos de Béla Bartók cuando en mi extrema juventud los escuchaba dándome a ellos, hasta el punto de que me hicieron lo que soy? Creo que mis reticencias expresadas sobre Cage son más bien intelectuales. Quizá una cosa tonta: enfados de nerviosidad quizá ideológica incluso. No cuestión de sentimientos. Aunque estos tienen que aprenderse. Hacerlos hábito. Si oímos la música de piano de Olivier Messiaen sobre los cantos de los pájaros, no escuchamos nuevos trinos de nuevos pájaros, sino que ellos inspiraron en el músico unos sonidos maravillosos en su sencillez llena de un ritmo trepidante y complejísimo, que el pianista interpreta para que nosotros los oigamos cuajados en nuestro propio ser, ser más. Es la cadena de la belleza que nos hace ser seres divinos. 25 de octubre de 2007 / viernes 16.11.07 GGE Estoy derrengado. Casi las siete de la tarde; quién sabe en qué madrugada española. Aquí me ando, participando en unas Jornadas de Filosofía sobre la analogía, organizadas por el ISEE (Instituto Superior de Estudios Eclesiásticos de la Arquidiócesis de Ciudad de México), residente, como yo estos días, en el Seminario Conciliar de Tlalpan, barrio de la ciudad en donde se ubica. 60 La primera impresión de esta ciudad es asombrosa: miras a un lado y te encuentras con una riada sobrecogedora de autos. Miras en sentido contrario y se da la misma inundación de carros. Miras por la derecha, allá que continúa el anegamiento de coches. Miras por la izquierda, y se te da el mismo espectáculo, con idéntica carrada. Como lento movimiento meandroso de un fluir continuo, insaciables, inconmensurable e inabarcable, sin fin, sin misericordia, sin perdón. Cuando te sobrepones al pavor que este espectáculo te ofrece y te encharca, comienzas a vislumbrar un paisaje urbano que no termina nunca. Casi como si fuera una maldición. Es aquí donde se va a dar pronto el gran atasco: la detenida envoltura de carrocerías que lo tapan todo quedará sujeta al pavimento para siempre, sin remedio, y sacando del proceloso mar de hierro a las personas que subsistieron clavadas en él como náufragos en sus últimos estertores, se asfaltará de nuevo el horizonte para recomenzar otra vez con nuevos coches, autos y carros. El Seminario Mayor es un edificio largo, ancho, asentado sobre dos patios principales con galerías de arcadas extendidas, renacentistas, de dos o tres pisos, según la ordenada belleza del conjunto. Llama la atención que sea una finca comenzada a construir en los años cuarenta del pasado siglo y terminada, según me han dicho, en 1964. Casi cien seminaristas, lo que no es en absoluto suficiente para una ciudad tan desaforada como esta, la más extensa y, seguramente, la más poblada del mundo, con unas complejidades acongojantes. Me gustan las personas, los seminaristas y los formadores con su rector. Estos últimos, nuevos de este año. Muy jóvenes. Con formación espectacular bastantes de ellos; profesores en el Instituto. Tres años de filosofía —son estos los que organizan las Jornadas— y cuatro de teología —plantean las suyas en el segundo semestre—. Asisten, además de los seminaristas, los de otros seminarios adyacentes, uno específico para seminaristas disponibles a irse con los hispanos de Estados Unidos y otros de religiosos, también de nuevos movimientos. Esta mañana fueron tres conferencias, cada una con su jugoso diálogo. Preciosas. Una mañana de asombroso interés. Dos jóvenes, uno del Seminario de Hermosillo, al norte del país, Mauricio Urrea, y otro de este Seminario, José Alberto Hernández, el coordinador del área de teología. El intermedio ha sido Mauricio Beuchot, filósofo dominico reconocido hace años, de la monstruosa UNAM, que deja más que corta a la Complutense de Madrid. Por cierto que en su Biblioteca, encima de los carteles del ascensor, uno anuncia que ellos tienen publicadas en artilugios de internet 45.000 tesis doctorales, cuando la UCM, dicen, sólo tiene 7.000; como en la ciudad, en ella todo es descomunal. Parece mentira cómo puede ser de interesante que tres hombritos hablen de la analogía. No sólo nuestro pensamiento pende de su palabra, tal es la magnitud de lo que apuntan en sus discursos, sino que nos jugamos con ellos lo que sea nuestro conocimiento en sí, lo que digamos del mundo y lo que construyamos como realidad. 61 Ahora, por la tarde, ha habido tres talleres en los que se dividió la muchachada; algunos buenísimos. Me ha tocado. Casi dos horas sin receso. Interesantísimo. Por eso me encuentro, tras leve descanso en mi luenga habitación cardenalicia, tan derrengado. Ciudad de México, 13 de noviembre de 2007 / lunes 19.11.07 GGF Una manera de adentrarse en lo de la analogía es deslindar el ámbito de lo ‘posible’ de lo que tiene que ver con la ‘imposibleposibilidad’. Lo posible se da en nuestro pensamiento. Es él quien cogita sobre el conjunto de los posibles; aquello que se deriva de lo que avanzamos como lo que existe, o al menos, puede existir, deduciéndolo de otros pensamientos anteriores que nos señalan la posibilidad de eso que decidimos como con un haber de posibilidades. Todo se juega en nuestro pensamiento y en las reglas de su funcionamiento, las cuales también son pensamiento nuestro. Cuando estos pensamientos quieren ser muy técnicos y precisos emplearemos en su comienzo mismo una cabecera de axiomas super-asegurados, puesta por la inteligencia de nuestro propio pensar, y de ahí deduciremos nuevos y nuevos pensamientos. Nos las ingeniaremos para que nos sirvan en nuestro hablar sobre el mundo; pero las proposiciones, palabras y frases con las que decimos al mundo no se salen de lo predefinido en lo que consideramos la justeza de nuestros primeros pensamientos. En este juego nada se sale de los posibles, siendo ellos una determinación clara de la conjunción ordenada y lógica de nuestro propio pensar. Podríamos decir así que ser es pensar y que pensar es ser. Todo se juega en el pensar pensamientos y estos nunca pueden salirse de nuestros pensamientos posibles Será lo complicado que se quiera, pero todo pensamiento de hoy o de mañana debe ser posible; por tanto, debe ser pensamiento sobre un posible. El regidor del cuento no puede ser otro que el propio pensar pensamientos. Y los pensamientos sólo lo serán cuando los hayamos construido según un método apropiado y sean pensamientos posibles dentro del sistema cerrado de nuestros pensamientos. Digo cerrado porque no cabe en él ningún no-posible. Así pues, el pensamiento domina lo que hay. El pensamiento dominará al ser. Este sistema del pensar pensamientos, con una serie de apoyaturas —entre las cuales está la experiencialidad, la triangulación sobre ella y, seguramente, el método, sobre esto tenemos ya conocimientos paralipoménicos—, se asegura el dominio sobre lo que puede haber, sobre lo que puede ser; lo que ello sea debe estar regido por nuestro propio pensar pensamientos posibles. Tal es el pensar unívoco. Uno de sus variantes más de hoy y con mayor fuerza persuasiva es una cierta manera de entender el juego de la 62 ciencia. Nada puede ser no-posible. Dicho de otra manera que ya conocemos también aquí, nada hay o puede haber que no pueda ser naturalizable, aunque fuere en el futuro. Todo es naturalizable, porque todo ha de ser posible. Ha de estar ya de antemano en el reino de los posibles. De los posibles, es decir, en el reino de nuestro pensar pensamientos. No puede haber excepciones. Ni siquiera lo sería el pensamiento sobre Dios, caso de que pudiéramos afirmar que haya Dios. Y alguno podría llegar a mostrar, incluso demostrar, si llega el caso, que haya Dios, dada la enorme complicación posible de esto de pensar pensamientos posibles. Nadie crea que en los posibles todo es sencillo y lineal. Tal es lo que suelo llamar la teoría de la ‘carcasa’. Creo que aquí deberemos andarnos con cuidado si alguien nos dice que Dios puede tener pensamiento sobre infinitos posibles. Puede. No importa demasiado. La cuestión está en que nosotros nunca los podremos tener presentes, ni en su plena actualidad ni siquiera como posibilidad potencial. Esto hace que no podamos en ningún caso comparar los nuestros con los que ese Dios tendría. Hacerlo sería tramposo. Nuestro acceso al mundo de los posibles nada tiene que ver con el que sería el de Dios. Ciudad de México, 13 de noviembre de 2007 / martes 20.11.07 GGG Sólo ha quedado esbozado lo del posible —tendremos que volver paralipoménicamente sobre ello—, cuando ya vamos al otro horizonte del que nosotros somos el centro, el horizonte de la ‘imposible-posibilidad’. Allá todo se quedaba en el pensamiento. Ahora no. Hay pensamiento, claro, sólo faltaría, pero la mirada del pensar no es tanto sobre sus mismos pensares, sino sobre lo que es el mundo y, más aún, sobre qué sea la realidad. Lo que en nuestro pensar parece pura imposibilidad, una y otra vez vemos que no es así; aquello tomado por imposible, se hace puro mundo y pura realidad. Allá había sólo una creatividad del pensamiento. Cosa muy buena. Ahora, sin haber perdido ni un ápice de esa creatividad de pensamiento, antes al contrario, aumentándola inconmensurablemente, nos encontramos con la creatividad del mundo y, sobre todo, siendo increíbles constructores de realidades creativas que aumentan más y más, profundizadoras incluso de nuestro propio pensar más y más, las cuales, finalmente, nos aparecen como conjuntadas con lo que nos es absoluta novedad: la realidad. Hubiéramos podido creer que éramos nosotros los constructores de realidades, a cuya conjunción llamaríamos, es obvio, realidad, pero así en ningún momento hubiéramos salido de los meros ‘posibles’. Ahora las cosas son bien distintas. Nuestro pensar no sale, por así decir, a crear sus mundos posibles —sin olvidar ese proceso imaginativo, ¿por qué lo haríamos?, nos puede ser, si sabemos 63 hacernos con él, extremadamente enriquecedor cuando no dejamos que nuestro mero pensar se engañe y termine mirándose sólo a sí mismo, a su propio ombligo—, sino que descubrimos la profundidad creativa de la propia realidad y encontramos su fundamento. Pues, mirando las cosas del pensar y del ser de esta manera, en una óptica de la creación, descubrimos no sólo el más-allá que estira de nosotros, como tenemos ya adquirido en estos paralipómenos, sino que el mismo mundo es esencialmente creativo. Me explico. Con ese esfuerzo fenomenal que es la ciencia, encontramos y le imputamos leyes que nos sirven para conocerlo e incluso para dominarlo; hasta podernos creer que somos los reyes del mundo. Y, al menos en un respecto, lo es: ningún otro ser mundanal, fuera de nosotros, tiene la capacidad de conocerlo y, en cuanto que lo vamos conociendo, de dominarlo. La creatividad es, pues, la que nos ofrece la imposible-posibilidad. Cuando nuestra imaginación se desborda, haciéndonos volar. Cuando nuestro esfuerzo de conocimiento —siempre en el ámbito de la experiencialidad con su triangulación topográfica—, nos ofrece leyes del comportamiento de las cosas del mundo; incluso leyes tan generales como la teoría de la relatividad, la mecánica cuántica y la teoría de la evolución. Todo ello es creación nuestra; no frutos de un mero “se” de impersonalidades que nos vendría dado por el castrante principio de objetividad. La creatividad de nuestro pensar sobre el mundo, capaz de la imputación de leyes y comportamientos. La creatividad del propio mundo, con grados de libertad insospechados. La creatividad de nuestros propios y esenciales grados de libertad desconocidos de las cosas mundanales, nuestras hermanas, de los animales, nuestros hermanos queridos, lo que nos hace ser, incluso para nosotros mismos, imprevisibles por entero. No porque sea capaz de lo peor, sino, precisamente, porque somos capaces de lo mejor. Creatividad que nos hace seres de amorosidad. Creatividad de la construcción de nuestras corporalidades que se expande en conjunción de realidades. Creatividad que nos hace, pues, animal de realidades. Sobre todo, llegados hasta aquí, la creatividad de la realidad que nos acoge y sostiene. La creatividad del ser en completud —el creador del mundo— que nos dona nuestro ser en plenitud. De nuevo, enunciados que, claro, necesitan explicaciones más largas. Ciudad de México, 14 de noviembre de 2007 / miércoles 21.11.07 GGH Vuelvo a los ‘posibles’. No ha quedado claro todavía; sobre todo los párrafos en que menciono a Dios. Una cosa importante es que en el ámbito del pensamiento cabe que se llegue a hablar de Dios, incluso del 64 alma. Así está aconteciendo, por ejemplo, en las neurociencias. La cuestión decisiva hoy, me parece, es la pretensión de ese hablar que quiere captar el acercamiento a Dios y al alma: habrá de ser siempre sólo un hablar naturalizable, es decir, regido por la ciencia de hoy y, en su día, por la de mañana. Ya se está dando esta naturalización: reducir todo hablar que merece la pena de verdad al hablar de la ciencia, el único hablar seguro y que nos responde a las preguntas que nos planteamos sobre Dios y sobre el alma. Nótese bien lo siguiente, si se tratara de una manera nueva de agrandar nuestros conocimientos con ayuda de las nuevas ciencias, entonces perfecto, no habría problema alguno. Si la naturalización del hablar sobre Dios y de los fenómenos cerebrales que ello pueda conllevar busca saber más, conocernos mejor, conocer de manera más adecuada aquello de lo que hablamos y lo que ocurre en nuestras configuraciones cerebrales, perfecto. Son muchas las cosas que podremos aprender. Donde sí comenzará a haber problema, y de mucha enjundia, será cuando se produzca una ideologización para reducirlo todo al ámbito de los posibles, es decir, cuando se decida que todo habrá de ser deducido de proposiciones preestablecidas, las que nos imponga una cierta metodología de la ciencia. La cuestión comienza, por tanto, cuando decimos que nada de ello será real si no se atiene al discurso en que la ciencia lo estudia y que sólo tendrá valor de realidad aquello que esta ciencia vaya logrando entender. Comprender así las cosas, diciendo “todo es naturalizable”, es la manera en que hoy se dice la univocidad. Todo lo que hay debe ser posible, es decir, debe salir de ese discurso con determinaciones previas muy estrictas. Discurso novedoso, claro, pues hoy conocemos más y mejor que ayer, pero nunca saliéndose de los estrictos límites de la naturalización científica. Mejor todavía, para ser verdadero lo que sea el alma y Dios, por continuar con nuestro ejemplo, deberá encuadrarse dentro de la naturalización cientificista, quien pone los límites en que cualquier discurso sobre ellos ha de darse; todo lo que se ofrezca fuera de esa naturalización no será sino mera palabrería. Importa poco que se me diga: mañana el discurso de la ciencia se va a sutilizar y estilizar de modo que quepan en él más circunvoluciones sea sobre Dios sea sobre el alma. Pero deberán continuar cabiendo en él, por muy evolucionado que se dé. Así, ya lo vemos, iremos adentrándonos más y más en las profundidades de la carcasa. Mas lo decisivo de la naturalización es que nunca podremos salirnos de ella. No vale ya con decir “somos materialistas”, con lo que se esfuma el problema, pues, yendo a nuestro ejemplo, no hay ni Dios ni alma, sino que, entendiendo que hay esos problemas, además, considerándolos en extremo interesantes, sólo nos podremos encarar con ellos a través de la ciencia —la de hoy y la de mañana—, para conseguir naturalizar las respuestas a nuestras preguntas. Pero sin que quepan respuestas —y, si se me apremia, ni preguntas— que se salgan de los procedimientos establecidos por la naturalización. 65 Insisto en que no deben ser rechazados en ningún caso los esfuerzos de las neurociencias por conocer más y mejor lo que atañe a Dios y al alma. El problema surge cuando eso deriva en lo que ando llamando la reducción al ámbito de los posibles. Ciudad de México, 15 de noviembre de 2007 / jueves 22.11.07 GGI El Seminario Conciliar gusta del cuidado, la elegancia, la calma, la adoración respetuosa y humilde. Los seminaristas y formadores en todas las ocasiones grandes llevan sotana, aquellos con fajín azul. Pregunté si era novedad: nunca han dejo de llevarla en su ya larga historia. Celebran con esmero en la capilla —tan fría—, que se convierte en el centro de sus vidas. El viernes, cuando llegué tras un extenuante viaje y mil colas de lento andar, justo aparecía Emilio Hernández, seminarista de tercero de teología, retenido por la riada de autos que lo atrapó. En el primero de los atosigues cocherosos, llegamos, por fin, a casa. El sábado, Emilio, junto con su padre Alejandro, jubilado hace una semana —¡se le notaba la alegría!—, enmarcados siempre en la carrería, me llevaron amablemente a ver paisajes. Por Insurgentes, siempre por Insurgentes, vía que recorre toda la ciudad de sur, lo nuestro, a norte, nos dirigimos hacia Cuernavaca. Día resplandeciente; pero se veía muy poco el perfil de sierras y volcanes que nos dejan en un inmenso hoyo. Alto de las Tres Marías. Espléndida visión de la bajada hacia Cuernavaca. Sin llegar a ella, entramos en Tepoztlan. Desayunamos opíparamente. Siempre tortillas con mil cosas diferentes. Si te descuidas, picantes a morir. Volvimos a la anegación autera. Visitamos el inmenso, increíble, fantástico campus de la UNAM, su Biblioteca, los grandes espacios verdes. Luego vimos Coyoacan. Encontré un libro de Aguilar, Novela colonial mexicana, 500 pesos. No me atreví a pedirles el dinero mexicano. Harto de pena, allá quedó. Regresamos, siempre rodeados del anegamiento. Descansé. El domingo se celebraba en el Seminario la Fiesta de los Bienhechores. Reunión campera en el patio del claustro grande. Luego, Mario Alberto García Reyes —a quien tuve la suerte de conocer en el curso sobre la gracia de El Escorial— y Javier Padilla, estudiantes de tercero y primero de teología, me llevaron a Guadalupe. Taxi hasta Universidad y luego una larguísima sesión de un rápido metro con ruedas de goma. Llegamos a la Basílica de Guadalupe hacia las seis. Está allá en el extremo norte de la ciudad. Emocionante. Pulular de gentes conmovidas. Una sorpresa. Rebosante. Alegría. Mucha gente humilde. Los grupos aztecas bailando sus tradiciones justo a la puerta. Reivindicativo. El lunes por la mañana fui a tres clases. Filosofía de la ciencia: Salvador González Morales me hizo hablar. Ética: Amedeo Orlandini — 66 organizador de las Jornadas, quien me invitó—, me hizo hablar. Historia de la Iglesia de México: escuché embelesado a Martha Eugenia García Ugalde. Por la tarde, de tres y media a ocho y media, el director del ISEE, Federico Altbach —doctorado alemán en Tubinga, teología urbana— me paseó —larguísima ida y vuelta, acompañados de la carrada eterna—; la Plaza del Zócalo, la Catedral y el viejo y bello México. Charlamos muy bien; hasta hartarnos. Martes y miércoles por la mañana intenso trabajo. Ya lo anuncié: interesantísimo. Si uno tiene capacidad de escuchar, cosa complicada y que no siempre se consigue, ¡depende de tantos factores!, es una genialidad. Por la tarde, andando muy largo y dos estaciones en metro, Mario y Javier me llevaron a ver la Librería Gandhi y, pared con pared, la del Fondo de Cultura Económica. Grandes. Una enorme decepción. En filosofía, casi sólo libros españoles. El jueves, de nuevo clase de Filosofía de la Ciencia con Salvador, y luego conferencia en la Universidad Pontificia. A un paso. Larga conversación filosófica con Mario. Por la tarde preciosa fiesta, la Fiesta de la Vocación. Un video emocionante, cantos, testimonios. Cené en casa de Amedeo. Hoy, viernes, iré a varias clases. Me despediré y volaré a Madrid. Con pena. Ciudad de México: ‘monstruópolis fascinante’. Ciudad de México, 16 de noviembre de 2007 / viernes 23.11.07 GGJ Tenemos que volver a la mención de Dios que hice hablando de los posibles. Porque alguien podría decirnos que Dios puede tener pensamientos sobre infinitos posibles, de donde deduciría que los nuestros no están encerrados en una carcasa; que se salen de ella no sólo por abajo sino por todos sus costados. Vamos a ver que no sería de este modo. En el fondo, incluso si así fuera lo de Dios, mas no encuentro razones serias para que lo sea, vamos a verlo, no importaría. La cuestión candente para nosotros está en que nosotros nunca los podríamos tener, como decía, ni en su plena actualidad de una infinitud real de infinitos posibles ni siquiera como una infinitud potencial de infinitos pensamientos posibles. Esto haría que en ningún caso pudiéramos comparar nuestros posibles con los que llamamos infinitos posibles en el pensamiento de Dios. Hacer esa comparación sería tramposa de toda necesidad; nuestro acceso al mundo de los posibles nada tiene que ver con el que imaginamos sería el de Dios. Entiendo como un juego tonto por parte de Dios la necesidad que tuviera de haberse todos los desarrollos de todos los pensamientos hasta la absoluta infinitud; el juego de ver, como si dijéramos, hasta dónde llega con sus propios pensamientos. Otra cosa es que nosotros demos a lo que 67 hay la categoría de posible, es decir, supongamos siempre lo que hay como fruto de una racionalidad que nosotros, con el juego racional, podemos buscar. No creo que actuemos de otra manera, por ejemplo, cuando, mediante la ciencia, buscamos conocer mejor las cosas mundanales. En esa búsqueda es esencial la razonabilidad. Hablábamos de experiencialidad; ahora, además, podemos hablar de razonabilidad. Nunca podremos buscar el conocimiento de las cosas mundanales con la no-razonabilidad; por más que algunas veces lo que descubrimos sea mediante una ocasión meramente azarosa, cuyo resultado, en todo caso, se integrará en la razonabilidad general que le sirve de contexto. De otra manera no lo aceptaríamos como resultado plausible. Hablar de los posibles será, por tanto, un ampliar a Dios mismo esa necesidad que hemos implantado nosotros en las cosas mundanales y sus mismas leyes de ser deducibles de aquello que hemos considerado como cabecera del pensamiento unívoco. Nada de lo que es puede ser o haber sido un no-posible. Ni siquiera en las cogitaciones de Dios. Entiendo que en él se da en grado extremo la razonabilidad, por eso no sería interesante ampliar lo que ahora todavía no nos parece posible, mediante el paso por una racionalidad a nuestra medida que imputaríamos a Dios, a algo que por necesidad ha de serlo tras esa ampliación a mayores y mejores posibles, en un juego que se daría hasta el infinito. Por eso diríamos ya desde ahora: no podrán darse más que posibles. Dicen muchos ser leibnicianos al pensar así, pero olvidan que Leibniz juega en dos frentes, el de Dios en su pensamiento de razonabilidad que le lleva siempre a la creación del mejor de los mundos posibles, siendo este el único que hay, el nuestro, en el que se da, por supuesto, el ansia de razonabilidad; pero esta es una idea-límite, si utilizamos una expresión no suya que vendrá al acervo del pensamiento mucho después. Mirando al Dios creador del mejor de los mundos posibles, y este es el que contiene toda la expresión de su razonabilidad — lo que tiene enormes consecuencias—, la búsqueda racional de responder a las preguntas que nos planteamos es el mejor método, el único que tenemos para obtener respuestas adecuadas sobre lo que es el mundo, nosotros mismos y la realidad. Por eso, apoyar en Dios los posibles univocistas es un mal jugar. 20 de noviembre de 2007 / lunes 26.11.07 GGK ¿Serían distintas las cosas de la univocidad del pensamiento de los posibles si habláramos desde el Deus sive Natura que termina poniendo en el centro de generación dinámica a la pura Naturaleza? Ahora, Deus es ya Natura. El pensamiento de los posibles no sería otra cosa que la pura complejidad de lo que hay, pues ¿cómo podría darse un desapego entre el 68 pensamiento y lo que hay? ¿Dónde encontraríamos al pensar un grado de libertad —nosotros, que somos Natura— con respecto a lo que, por haberlo, se puede convertir en nuestro pensamiento sobre él? Si fuera así, lo que hay quedaría convertido en el conjunto entero de los posibles. En definitiva, jamás en lo que hay se podría dar nada no-posible. Es verdad que en la generación dinámica de la Naturaleza no siempre se habrá de dar a la vez todo lo que es posible; se ofrece una historia dinámica de los posibles. Unos posibles convertidos en lo que hay, en un cierto momento, dan origen a otros posibles a los que todavía no les había tocado su momento; no porque fueran no-posibles, sino porque todavía no era llegada su hora, y cuando las condiciones de posibilidad se vieron cumplidas, se dieron unos hay que, ahora sí, serán posibles. Se ve, pues, que se diga como se quiera, lo único que se pone como prohibición absoluta es una creatividad que conduzca a que llegue jamás a haber lo imposible. Sin embargo, tal es la verdadera creatividad, la creación de novedad absoluta, de hacerlo real, darle valor de eso que hay, que va a haber. Nunca puede quedar reducida a manipular un reino de los posibles en el que estos se dan, simplemente, cuando les llega su momento en el desarrollo de todo lo que hay y va a haber. Cuando hemos quitado el Deus y nos hemos quedado con la sola Natura, se introduce un empobrecimiento, pues ahora la ligazón entre los posibles de lo que hay y va a haber vienen encerrados de manera absoluta y perentoria en ella. Ni siquiera se puede dar el juego asombroso de que en Dios exista el pensamiento de todos los posibles, en número infinito, que luego por su voluntad mandadora o juguetona hará reales sólo unos cuantos de entre ellos. Cuando el origen y maestra de todo es Naturaleza, a la cual pertenecemos con ligazón férrea, irrompible, con juegos que sólo son de libertades promovidas por leyes físicas o reductibles a ellas, los posibles que “piensa” esa Naturaleza sólo pueden tener realidad de existencia. Si no en este mundo, quizá en cualquier otro de los mundos posibles. Pues debería darse un conjunto innúmero de mundos posibles de modo que todas las posibilidades tuvieran su existencia real, cada una de ellas en el mundo que le correspondiera, pues no todas las posibilidades serían compatibles con todos los mundos posibles; sólo lo serían en el suyo. Nos veríamos abocados a defender, pues, la teoría de los infinitos mundos posibles con existencia real, tal como algunos físicos han defendido para hacer de la mecánica cuántica una ley determinista. Así, nos habríamos cargado para siempre —¡qué horror!— la creatividad de la belleza. Ya no podríamos ser creativos para, con la pura materia del barro y de los pigmentos, pintar un cuadro que se hace con nosotros, los veedores, y nos lleva hacia un más-allá que estira de nosotros y, retroductivamente, nos trajina hacia él con estiramientos de amor. Pero, además, nos cargamos para siempre la propia creatividad del mundo y sus cosas mundanales, las cuales se nos muestran hijas de una creatividad que va más allá de cualquier nuestro pensamiento que las quiera circunscribir. 69 20 de noviembre de 2007 / martes 27.11.07 GGL He procurado poner en claro de qué manera los posibles, como a ellos me he referido, tienen que ver con una postura univocista. Veremos ahora de qué manera hablar de la imposible-posibilidad es tomar partido por la analogía. Una filosofía de la carne no se queda sólo en el puro pensar del pensamiento, sino que toca mundo, toca cuerpo de hombre/cuerpo de mujer, toca realidad. Y construye pensamiento desde ese tocar. Antes, quizá, se daba predominio al sólo ver; la visión intelectual, no una visión unitiva de amorosidad, era lo que parecía primar. Nada tiene que ver con la visión de Dios, por supuesto: es visión del pensar sobre el pensamiento. Ahora, en cambio, se pone el énfasis en el tocar, con un tocamiento que busca, claro es, la visión de amorosidad. El punto clave de este ámbito de la imposible-posibilidad es doble: la creatividad y la libertad. Esta última no es sino una manera precisa y límite de aquella en lo que atañe, de manera muy especial, a nuestra carne. Hasta ahora hemos considerado sobre todo la creatividad. Por un rato, seguiremos con ella. El mundo es creativo. El cuerpo de hombre es creativo. La realidad es creativa. Creativa significa que nosotros, con nuestro pensamiento, en ningún momento la podemos agotar diciendo: la comprendimos por completo, la explicamos por entero. Siempre descubrimos en el mundo, en nuestro cuerpo y, sobre todo, en la realidad, una inmensa capacidad de nuevos grados de libertad que se nos habían escapado anteriormente de todas nuestras consideraciones. Hemos querido acercarnos a ellos con actitudes de predeterminación, puesto que creímos descubrir leyes y principios que nos han valido para conocerlos y hacer predicciones acertantes. Digo de predeterminación al menos en el sentido de con lo conocido sobre ellos en un cierto momento poder predecir en nuestro pensar comportamientos futuros. Esto nos ha sido interesante y sumamente válido, por supuesto. Ha fracasado, en cambio, cuando, ideologizando, les hemos ordenado que no se salgan para nada de nuestras predeterminaciones. Mundo, cuerpo de hombre y, sobre todo, realidad han ejercido su imperio de libertad. Son libres con respecto a los dictados de nuestro pensar. Dejemos de lado si también lo son respecto a los dictados de Dios, es decir, si él tiene poder y conocimiento sobre ellos, porque se nos escapan por entero, no somos vicedioses; en consideraciones del estilo a lo más que podemos llegar es a la razonabilidad de lo que hay, lo que nos pone en camino de nuestra propia razonabilidad como única trocha para explicar y comprender. Nuestra posición es, por tanto, ambigua. Conocemos, explicamos, comprendemos, pero sólo en parte. Cada vez más, sin duda, pero siempre 70 sólo en parte. No dominamos y vaciamos de comprensión. Siempre se nos abren caminos irrenunciables de sorpresa y novedad. Tocamos, sí, pero no poseemos. El tocamiento nos enseña a pensar. Pero nuestro pensamiento no domina lo apenas si atingido en el tocamiento, convirtiéndolo en mero posible. La creatividad de lo que hay, en los ámbitos de la tríada, nos desborda. Nos hace pensar. Nos ayuda a conocer más y mejor. Pero no nos hace creadores de lo que hay. Ni siquiera en el reino del puro pensamiento. Avanzamos en nuestro pensar por tocamientos analógicos. De aquí aprendemos para allá. ¿Cómo podríamos avanzar si no aplicáramos el principio de Arlequín: sólo podré acercarme hacia allá si en algo lo supongo como lo de acá? Sólo puedo ponerme en un más allá si exploro desde el acá en el que, provisionalmente, me encuentro. Sólo quien es figura en un paisaje puede verlo y ampliarlo a horizonte. Sólo desde el centro se va hacia la periferia que nos circunvala. 21 de noviembre de 2007 / miércoles 28.11.07 GHC Ha muerto la hermana Benilde. Nadie me lo dijo hasta que ya era demasiado tarde para asistir a su entierro en uno de los pueblos de la Sierra de Madrid. Noventa y dos o noventa y tres años. Llevaba varios jubilada, no muchos, viviendo en una casa de su Congregación, en el lugar en donde se ha apagado. Una estampa alada, sonriente, humilde y, sin embargo, con fuerza de presencia. Durante muchos, muchísimos años, más de cuarenta, la portera de la casa de su Congregación en los aledaños de la Ciudad Universitaria madrileña. Siempre allá. Cercana a la puerta. Tocabas el timbre y tenías la absoluta certeza de que muy poco después sería ella la que te abriría la puerta con esa sonrisa tan acogedora, tan amable, tan oportuna, tan discreta. Entrabas en su casa como en la tuya. Siempre. Gracias a ella, a su sonrisa, a su leve voz empastada y cariñosa. Con una inmensa alegría de verte. Daban ganas de apretar el timbre para verle a ella. Era una presencia discreta del mismo Cristo. Durante un año entero viví en su casa —bueno, correteé entre Madrid, Salamanca y mi tierra, pues llegó entonces el último momento de mi padre—, la casa en la que ella, como nuevo Hermano Gárate, servía a quienes se le acercaban. Tenía la sencilla gentileza de ponerme el desayuno, el almuerzo, si es que comía allá, la cena. De hacerme la habitación que habían dejado a mi disposición para ese ministerio en la diócesis de Madrid. Siempre cuidadosa. Se movía sin ruido, era pequeñita y delgada, leonesa, jamás levantaba la voz. Una voz que tenía suave y acariciadora. Pero no para sorprender o vigilar, acciones que ella desconocía por entero, sino para acompañar, para sonreír, para acoger, para vivir la cercanía de la amistad. En aquellos tiempos no había móviles, 71 mi teléfono en la acción intensa que ese año llevé en Madrid era el suyo. Muchas veces, es evidente, yo no estaba en su casa, que ella hacía que fuera mía, y me recogía los recados. Solía decirme con extremada puntualidad: esta llamada era importante, tendrás que responder, aunque sea tan tarde, aquella, en cambio, bah, no me pareció seria y que mereciera la pena. Nunca se confundió. Tenía un olfato humilde y certero que no se engañaba nunca. Era asombrosa la capacidad de verdad que ella tenía cuando respondía al teléfono y recogía el recado con parco cuidado. Al final, bueno, durante las décadas que estuvo allá de portera, era ella el corazón de la casa. Curioso. Un corazón tan poco importante, tan pequeña, pero con una capacidad tan inmensa de cordialidad y de acogimiento. De un cariño humilde —hay que repetir una y otra vez esta palabra para hablar de Benilde—, pero sobrecogedor. Sobrecogedor por el amor que ponía en todos sus gestos, en el acto de abrir la puerta y de acompañarte a ella cuando te ibas. Ella, una constante presencia que hacía patente la Presencia del Señor. Con una enorme discreción, en las horas en que ella sabía que no tendría mucha afanosidad en la portería, estaba en la capilla vecina; pero siempre atenta a los ruidos, a los pasos, a las llamadas. Nunca se hacía esperar, ni siquiera por esta, que era la razón de su vida. Sorprendía cómo, en esos casos, saliendo del lugar de sus delicias, sin embargo, te hacía ver que tú, quien te acercabas a ella, quien la necesitabas para algún humilde y minúsculo menester, eras todavía más importante. Ella veía en nosotros, los que la necesitábamos como amiga, la Presencia del Señor. Santas mujeres. Descanse en paz la dulce, la humilde, la cariñosa Benilde. 23 de noviembre de 2007 / jueves 29.11.07 GHD Entre los frutos que me traje de Chimay está el haber comprado uno de los libros de Maurice Gilbert, Ha hablado por los profetas. Temas y figuras bíblicas, publicado hace diez años por las ediciones Lessius de Bruselas, la de los jesuitas belgas francófonos que distribuyen los dominicos franceses de las parisinas ediciones du Cerf. Lo que él tiene de pacífico, de serio, de cuidadoso, de interesante en una manera tan poco rebuscada, lo tiene su libro, que estoy leyendo. Con él se entiende mejor su comentario sobre Pierre Grelot. De 1971 a 1978, fue profesor en la Facultad de teología de Lovaina, empezando cuando estábamos todavía en Leuven, la vieja Lovaina. El primer jesuita en serlo. Aunque ya en 1975 fue llamado en carta-sorpresa por su General Arrupe para ir al Instituto Bíblico Pontificio de Roma, del que luego fue rector, y más tarde ser llamado nueve años más al 72 rectorado de las Facultades universitarias de Namur, tan prestigiosas, también de los jesuitas. Comenzó a dar clases en Lovaina justo cuando yo estrenaba el segundo año de licencia en teología dogmática. Un joven sacerdote de Madrid dirigió el seminario en mi primer año de doctorado: «En este contexto se inscribe la feliz idea de Ángel Enciso de unir —¿para mí?— la ciencia con la teología, de la mano de Leibniz. Estábamos en el seminario del profesor Gesché, en el primer semestre del curso 19721973. Vincent Baguette era uno de los asistentes al seminario, siempre agudo, sugerente y delicioso. Pero recuerdo, sobre todo, el apasionamiento con el que tomé la defensa de Leibniz, mientras otro ingeniero, polaco esta vez, ardía a favor de Newton: Boleslaw Mikolajczak. Nuestras discusiones tenían resonancias dieciochescas». El primer año suyo tomé el curso de NT de Albert Descamps. Camille Focant, por fin, me había convencido con toda razón de su enorme interés. Por eso, entonces, Gilbert y yo nos rozamos, pero no tuvimos contacto. Bueno, sí, fui enseguida fan de su libro La crítica de los dioses en el libro de la Sabiduría, que publicó en el Instituto Bíblico en 1973, tan sugestivo para el conocer filosófico de Dios, uno de mis más grandes intereses ya entonces. Ay, horror, lo busco y no lo encuentro. ¿Anegado por los demás, tantos, o, todavía peor, prestado alguna vez? Creo comenzar a percibir lejanos ecos de la risa del tomatario. En sus propias palabras. La exégesis no es en su raíz una ciencia puramente profana o secular: es parte integrante de la teología y el exegeta que la practica es y debe ser teólogo del mismo modo que el dogmático o el moralista. Puesto que, si se puede decir así, el objeto de sus investigaciones, la Palabra de Dios, es eminentemente teológica e incluso teologal. Que haya vericuetos y enormes complicaciones en el estudio de la Biblia, todos lo sabemos. Mas lo decisivo no es algún supuesto Ur-text primerizo que tire por tierra todo lo posterior que se encuentra en el texto recibido. Lo que retendrá nuestra atención es el texto bíblico final que ha llegado a nosotros, puesto que este es el texto que guarda la Iglesia. Haciendo de otra manera, escribe, nos opondríamos al Canon de la Escritura tal como la Iglesia lo entiende. Añade también que, al buscar entender el objeto único que es la Escritura, el exegeta se pone también él a la escucha del Espíritu que primero procuró su escritura. Puesto que el objeto es único, se puede decir que toda la búsqueda científica y crítica de lo que el hagiógrafo ha querido escribir es ya, para el exegeta, ponerse, como el autor sagrado, bajo la acción del Espíritu. Toda una manera. 24 de noviembre de 2007 / viernes 30.11.07 GHE 73 Conocemos, explicamos, comprendemos. Cada vez más, sin duda, pero siempre sólo en parte. Nuestro pensar atinge mundo, cuerpo de hombre y realidad, pero no posee el árbol de su conocimiento. Cuando, a veces ha ocurrido y ocurre, creemos haber conocido todo de un cierto ámbito, de pronto se nos abren abismos infinitos de mayor complejidad. No veo razones para pensar que va a ser así hasta un cierto momento y desde entonces todo vendrá a ser diferente. ¿Por qué habría de suceder de tal modo? No digamos si pensáramos que tal cosa ha acontecido antes, pero a nosotros ya no nos pasará lo mismo. Vana ilusión de personas todavía en la mamonería. Y lo es porque nuestra atingencia es siempre un puro llegar apenas a tocar. Suficiente, es verdad, para conocer mucho del mundo y dominarlo en una serie de puntos muy salientes. Pasa lo mismo con nuestro cuerpo de hombre. La medicina muestra las dos cosas a la vez: lo que sabemos y nuestros abismales desconocimientos. En cuanto a lo que atañe a la realidad, basta con recordar la diferencia tan asombrosa que hay en la mirada a la obra de arte, la de quien conoce todas sus meras externalidades y la que se introduce en las puras internalidades y, tras decir: ¡me gusta!, se deja arrastrar hacia un más-allá de belleza. Aquí sólo apunto cosas que paralipoménicamente ya sabemos. El univocista vive de sus ilusiones ideológicas, que enmascara como puros pensamientos creadores de todo ser. Pero cuando se empeña en su ideología ya no toca ser. El analógico sí toca ser. Ser mundanal. Ser carnal. Ser de realidades. El primero cree que ese ente que él define es el fundamento último de todo ser, de todo lo que hay; mejor aún, lo estamos viendo, de todo lo posible. El segundo, en cambio, atinge en el ser en completud el fundamento de todo ser; él, que es acción de ser, acto de ser, da el ser del mundo, de nuestra carne y de la realidad misma. Nos dona, así, nuestro ser en plenitud. El primero impone mundo, cuerpo de hombre y realidad con su propio pensamiento. Deja al mundo sin sus propios grados de libertad, obligándole a ser como a nuestro pensar le va interesando. Deja a nuestra carne maltrecha, pues la reduce a cuerpo de fisicoquímica y cuerpo de animal; nos confunde con nuestras hermanas las cosas mundanales y nuestros hermanos los animales, ellas y ellos, sin embargo, mutilados también en su corazón más íntimo. Deja a la realidad maltrecha, pues le extirpa el punto último y central de la belleza. Ya no estaremos circunvalados por la belleza. La materia sólo será ya mera materia. La creación ya no podrá ser jamás el primer regalo que el Creador nos hace. Habremos extirpado la metáfora —no la del poetastro: tus ojos son como membrillos —, el hombre ya no podrá ser metáfora de Dios. A lo máximo, dios será metáfora de un hombre al que, arrancándole su carne se le ha reducido a cuerpo, cuerpo mineral, cuerpo animal en su mera estimulidad. El univocismo es una ideología reductora de lo que somos; de todo lo que es. Reducirnos a lo seco, lo logificable, lo naturalizable, es estirar de nosotros hacia abajo, hacia lo que se nos da en el origen; sin sorpresas que aturullen a nuestros pensamientos tan claros. Es deseo de vaciarnos 74 en nuestro saber. Es visión dominadora. La analogicidad, por el contrario, es vivir circunvalados por la libertad y la creatividad. Circunvalados por la belleza. Es atingencia de tocamiento en busca de la plena visión. Pero esta sólo el ser en completud se la puede dar. 24 de noviembre de 2007 / lunes 3.12.07 GHF Lo posible se da en el pensamiento; se trata de pensamientos posibles en nuestro sistema entero del pensar. El ser sigue al pensar; el pensar predetermina al ser. Por eso, indican posibilidades de aquello que en la naturaleza es o va a ser. Por eso, de necesidad absoluta, todo es naturalizable. Pero, siendo de tal modo, no hay creatividad del mundo en cuanto tal. Todo él es previsible por el pensar, diremos, con fórmula clásica, que en última instancia. Lo demás no es más que mundo, finalmente, naturaleza. Puede haber retrasos, desconciertos, una difícil historia de descubrimientos; pero no puede haber sorpresas, una vez que pensamos las cosas en su total profundidad. No puede haber creación de novedad. El mundo no puede ser creativo más allá de lo que termine dominando nuestro pensar. Quizá porque la creación no es sino la creatividad de la Naturaleza. Y nada se puede escapar a lo que sea pensarla. Nada puede escaparse al pensamiento que ella genera dentro de sí misma. Hablar del ser análogo es pinchar ese globo. Es dejar las puertas abiertas a lo que en nuestro conocimiento del mundo, del cuerpo de hombre y de la realidad, no naturalizables, viene dado por el exceso. En esta tríada todo es puro exceso. Un exceso, además, que va de menor a mayor. Este ámbito de pensamiento tiene en cuenta el exceso, vive de él y con él. No rechaza ningún modo de pensar, pero tampoco se restringe a uno sólo. Está abierto a la creatividad del exceso. Hablamos del mundo, pero este es más. Hablamos de nosotros mismos, pero somos más. Construimos realidades, pero estas encuentran su conjunción creativa en una realidad que es más, excesivamente más. Nuestro pensar no seca y domina ninguno de los tres elementos de la tríada, de menos a más, repito. Nuestra razón, si se quiere nuestro entendimiento, es húmedo, tiene huellas y señales de humedades que lubrifican todo lo que es, provocando su enorme creatividad. Su constante ir hacia más, su no quedarse jamás en lo menos, en el mirar, simplemente, hacia atrás, pensando que esa mirada será dominadora. No lo ha de ser, pues todo nos hacer mirar hacia ese adelante en el que la creatividad de los elementos de la tríada, de menos a más, se convierte en atingencia de tocamiento. Tocamiento de ser. De ser más. Hablar del ser análogo nos pone delante del enorme chorro de la libertad. Nos hace palpar los grados de libertad de los elementos de la 75 tríada, siempre de menos a más. Pues todo lo que vamos diciendo de la apertura a la creatividad tiene que repetirse, en el modo suyo, sobre la libertad. El ámbito de los posibles, es decir, el de la univocidad del ente, corrompe la libertad, la entierra. No la considera. Incluso, mucho más, quiere domeñarla, que doble la cerviz, pues hablar de grados de libertad, en una palabra, hablar de libertad, rompe en su misma raíz la razonabilidad de cualquier búsqueda de la reducción. No, por supuesto, cuando la utilizamos sabiendo perfectamente lo que hacemos y cuáles son sus límites —toda reducción de la química a fisicoquímica supone un avance, es claro—, pero sí cuando, con ella, buscamos la ideología de la naturalización y de lo naturalizable. El ámbito de la analogía, por el contrario, nos hace ver la estructura en la que pasamos de las corporalidades como construcción de realidades a la realidad que se nos ofrece y se nos dona. Es entonces cuando el pensamiento se nos abre. Ahí, el conocimiento, que ordena dando su quicio más profundo a la tríada deseo, imaginación y razón, se nos ofrece desde una realidad donada. 25 de noviembre de 2007 / martes 4.12.07 GHG En la Fiesta de la Vocación que celebraron en el Seminario Conciliar de Ciudad de México, en donde viví una semana, ya lo sabes, pidieron a varios sacerdotes amigos que hicieran delante de los seminaristas un pequeño testimonio sobre su vocación. Como pasaba por allá, me tocó ser el primero. Lo hice no sé si con tanto gusto como emoción. No vienen a cuento los detalles personales que entonces mostré ante todos. Sí puede ser interesante, en cambio, referirme a lo que dije al final de mi pequeña intervención. Me encontré afirmando que soy un mal cristiano —pura evidencia—, un pecador —esto, por la gracia inmensa de Dios— y, sin embargo, un buen sacerdote. ¿Bueno porque soy “bueno”? No, claro que no, Dios me libre de ser tan necio de poner las cosas del sacerdocio y de esa vida con el Señor en el recinto de la moralina. Bueno, por tener la inmensa suerte de decir con mis propios labios, con mis propias manos, con mi propia voz, con mis propios gestos: esto es mi cuerpo, esta es mi sangre, y, también, yo te absuelvo. Por eso, sólo por eso se me ha hecho por parte del Señor el inmenso don de ser sacerdote, es decir, de ser un buen sacerdote. Me ha puesto, ha puesto mi cuerpo, mi voz, mis gestos, mis palabras en un lugar que es lugar de Dios. ¿Qué otra cosa puedo hacer que, maravillado, darle gracias? Estas afirmaciones concuerdan plenamente con la manera en que entendíamos las cosas de la comprensión de la Biblia de la mano de Maurice Gilbert, y como antes lo habíamos realizado paralipoménicamente también con Pierre Grelot. No es una manera 76 univocista y buscadora de la naturalización. Es manera analógica. No reductora, que busca reencontrar todo comprimiéndolo a la tierra misma. Por el contrario, es una manera que mira lo de acá desde allá, viviendo aquél más-allá en el acá de la vida cotidiana. Una manera que posee una mirada transfigurada, no por la luz que de uno mismo sale, es obvio, ¿qué luz habría de ser?, sino por lo que toca, palpa y comienza apenas a vislumbrar de aquello que, adviniente ya, toma posesión de uno mismo. Luz que aparece tantas veces en la mirada de las figuras de El Greco. Luz que nos trajina por dentro, que se encarna en nuestra carne, ahora ya carne resplandeciente, para que vivamos en el puro exceso de lo que — donación— somos. Que se nos da sacramentalmente desde aquél allá cuando el tocamiento se convierte en visión; visión plena y definitiva. En el sacerdote se da esta realidad. En todo cristiano, por supuesto. Pero en él se da esa voz encarnativa que, sacramentalmente, se hace voz de quien es el punto de más-allá que se nos ofrece. Los gestos del cristiano, simples y de todos los días, se hacen gestos de amor; amor, cariño y misericordia de Dios que se nos donan por Cristo, con Cristo y en Cristo. En el sacerdote hay algo más, distinto, nuevo. Sacramentalmente se hace cuerpo de Cristo, voz de Cristo, manos de Cristo, vida de Cristo. Y porque es así, cabe el sacramento. Hay sacramento en la vida del mundo. Se hacen así realidad aquellas palabras de Jesús en la Cena: Haced esto en memoria mía. Alguno puede exclamar: ¡cómo no, cuando tú lo dices!, pero, bueno, son cosas tuyas. Me gustan porque vienen de ti. Mas, claro, ya sabes, son tus propias imaginaciones y las de los tuyos, que desvarían fuera de las cosas reales. Sólo se me ocurre responder una cosa: quizá, pero ¡qué hermosura! Tanto, que merece la pena dedicar la vida a ello. 26 de noviembre de 2007 / miércoles 5.12.07 GHH Tengo una preocupación en la cabeza, si no la digo reviento: la de nuestros obispos. Pero habrá que dejar que se rumie y aclare. En el mientras tanto, no consigo despejar mi mesa. Gracias a que ahora todo es el ordenador en el que se escribe y la butaca en la que se lee. Todo lo demás de entre lo circunvalante, puede irse llenando de papeles y libros que cualquier día implosionarán, dejándome para siempre en el interior de algún agujero negro. Pues resulta que, no sé cómo, en los últimos días me han llenado de libros. Los que he comprado, no muchos, y los que me han llegado, bastantes. Siempre me ha dado en mirar con inaudita envidia a esos que dicen: recibo tantos libros que apenas si compro alguno. Hasta el presente no ha sido mi plan. Pero, cosas de la vida, por una vez y sin que sirva de precedente, ahora me han llegado varios que están apilados encima de mí, sin saber bien qué hacer 77 con ellos, es decir, sin saber dónde y cómo ponerlos, pues ya no caben unos al lado de otros en sus estanterías y de más en más se me ponen unos encima de los otros, en lo que comienza a ser rebullicio infernal. Resulta que Ediciones Encuentro me envía varios de los que han publicado últimamente. Además, como en una aparición, me llegaron también a la Facultad dos libros de alguien a quien conocí —no mucho, pero apreciándole en cantidad— tiempo ha: Mariano Artigas, desde hace tantos años profesor en cosas similares a las mías en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Navarra. Aparecen editados ahora, cuando él ha muerto hace unos meses, quizá un año, porque el tiempo se escapa siempre entre los dedos y por nuestras palabras. Una mano misteriosa y amable me los ha hecho llegar. Gracias. Uno de ellos, Ciencia y religión. Conceptos fundamentales. Cuatrocientas y pico páginas. Como un resumen de todo lo que pensó y escribió en su vida. Y pensó y escribió mucho. El libro se construye sobre conceptos y situaciones: alma, cientificismo, creacionismo, Dios, evolucionismo y fe cristiana, Galileo y la Iglesia, naturalismo, verdad. Hasta veintiséis voces. Al final, veinte páginas de índice temático. Una breve introducción suya en donde nos cuenta varios datos de su vida investigadora, tan interesante, tan llena de constancia. El otro es un librín, Origen del hombre. Ciencia, Filosofía y Religión, escrito con Daniel Turbón. Sencillo. Territorio pringoso, resbaladizo y controvertido. No partidario de un cierto neodarwinismo materializante y negador por todos los medios —unos razonables, otros simples amasijos de pura ideología— de cualquier designio inteligente. En discusión inteligente con él. En la breve bibliografía, Natalia López Moratalla, La dinámica de la evolución humana. Más con menos; libro interesante como pocos, a la última, con citas de este mismo año; a leer por quienes se preocupan de verdad en la evolución y quieren hacer disquisiciones filosóficas en torno a ella, lo demás puede llegar a ser hablar por hablar en emperramientos irracionales. Su autora me lo regaló este verano cuando desde mi Navarra media me acerqué a Pamplona para verla y charlar con ella, siempre tan ajustada, tan interesante. Entre las últimas cosas en las que trabajó Mariano Artigas hay tres libros epustuflantes que, publicados en editoriales americanas top, llaman poderosamente la atención: Galileo en Roma y Galileo Observed, en comandita con William R. Shea, uno de los grandes estudiosos galileanos. El primero se publicó a la vez en castellano. El tercero, Negotiating Darwin, sobre la recepción del darwinismo por las autoridades vaticanas, junto a Thomas F. Glick —en esto, otro de los grandes— y Rafael Martínez. 29 noviembre de 2007 / jueves 6.12.07 GHI 78 Entre los otros libros que me llegaron en pura gratuidad —¿dónde los meteré si ese recibir gratis comienza a ensancharse hasta eso que algunos dicen?, aunque no creo— hay uno del que debe hablarse. José Manuel Martínez Bande es conocido, muy poco, claro, porque en este país —o países, no sé— de incultura —de profusas y variadas inculturas— los que dicen saber suelen saber bien poco, todo hay que decirlo, era un coronel del ejército que dedicó su actividad entera en el Archivo Histórico Militar y en cuantos archivos pudo llevarse a la boca. Fruto de su ingente trabajo fueron 18 monografías sobre las distintas batallas y aspectos militares de la guerra civil española, tan incivil; a más de otros libros. Pocos han conocido tan de cerca y con tanto esmero lo acontecido entonces, sus entresijos y desarrollos. Antes de morir, en 2001, dejó preparado un manuscrito que sólo ahora, cuando tantas zaborras se han publicado sobre esos años, se pone a la luz del mercado: Los años críticos. República, conspiración, revolución y alzamiento. Escrito con la simplicidad de quien, por saberlo todo hasta sus últimos entresijos, por tener un juicio maduro y rumiante, nos expone aquellos años adentrándonos en causas, desarrollos y maneras de aquellos salvajes tiempos que vivimos, mejor, que vieron nuestros padres y abuelos. Prólogo de Pío Moa; lo dice en la portada. Creo que es un error haberlo puesto. Quizá ayude a venderlo entre los moístas. Bien está, Moa debe ser leído con atención; quien dice otra cosa es pertinaz en su ideología partidista, echando a las fieras su obra desde otra ideología, también partidista. Martínez Bande en su sensata búsqueda de la objetividad histórica —pronto deberemos paralipomenear sobre esta expresión, tan rara en mis papeles—, no es un ideólogo, sino un expositor sabio y tenaz, cuidadoso y ordenado, que conoce aquel momento como seguramente casi nadie más. Quien quiera leer por primera vez en serio sobre los tiempos de la Segunda República, su nacimiento y su muerte, vaya, por favor, a este libro magnífico y sencillo. La misma editorial me ha enviado también los dos tomos de un libro grueso, 667 páginas en total, del cardenal inglés John Henry Newman: Sermones parroquiales (Parochial and Plain Sermons). No hubiera bastado con el título en castellano, pues el nombre con el que se conocen añade esa curiosa palabra: plain. Si nunca has leído a Newman, te aconsejo vivísimamente que dejes todo lo que tienes entre manos y te pongas al punto a leer su Apología pro vita sua y los sermones que ven ahora la luz castellana. Menos los dos primeros, que tuvieron lugar en la Parroquia de San Clemente, a las afueras de la ciudad, fueron pronunciados en Santa María, parroquia universitaria a la vez que de la ciudad de Oxford, donde había sido nombrado párroco en 1828, cuando todavía estaba en la Iglesia anglicana. La apología, cuando ya había ingresado en la Iglesia católica. Su camino hasta la fe católica es una aventura que merece la pena leer con atención. Tanta como mereció la pena leer el camino hacia la Iglesia católica desde posturas sectarias de otro grande de la historia, Agustín de Hipona. Ahora a Newman lo rodeamos de rosas sin espinas, pero su vida, 79 incluso después de entrar en la Iglesia católica, fue una lucha y el vivir en el puro desaire, hasta que un papa listo, León XIII, le creó cardenal, para pasmo de tantos urbi et orbi, cuando al pobrecito sacerdote oratoriano, viejo ya como el pan, ni los suyos ni las autoridades de la Iglesia católica inglesa apreciaban demasiado: les parecía poco seguro, con una inseguridad peligrosa. Vivió aún otros diez años. Su obra es ingente. No tanto por libros, cartas abiertas y panfletos que publicó, no pocos, cuanto por la pasmosa correspondencia mantenida con las más diversas gentes. Treinta y tantos enormes volúmenes. 27 de noviembre de 2007 / viernes 7.12.07 GHJ He hablado de exceso, de chorro de libertad; por tanto, de la imposible-posibilidad. No podemos limitarnos a los posibles, pues nuestras realidades los exceden por entero. La realidad del mismo mundo, primero, que se nos va en sus extremos grados de libertad más allá de todo lo que quiere circunscribirla, si es que quiere hacerlo no en un poquitín, sino por entero. La realidad de nuestro cuerpo de hombre/cuerpo de mujer, en una sola palabra, de nuestra carne, que, por más que sólo fuera en una pizca, excede el cuerpo mineral y el cuerpo animal. Pero una pizca que hace de nosotros lo que somos; que hace posible lo que diríamos imposible. Que da al ser de lo que cada uno de nosotros somos una complejidad similar a la del entero universo. Creadores de corporalidades que desafían toda clasificación reductora. Pues hasta nuestras propias corporalidades, que nosotros construimos con nuestras manos, modelando la materia, adquieren capacidades insospechadas por sus creadores. Ellas se nos constituyen en acciones de belleza. Portillos por los que nosotros accedemos a la belleza; que abren espacios en nuestra vida para que nuestras líneas de universo converjan en un punto de más-allá por demás sobresaliente, pues punto que estira de nosotros para irnos constituyendo en lo que, porque hemos de ser, ya desde ahora vamos siendo. Todo esto que aventuro tiene que ver con la analogía de un ser que se nos dice de muchas maneras, todas ellas descubridoras de ámbitos creativos nuevos, diferentes, más empeñados, más cercanos a la belleza. Una belleza que, estando en definitiva siempre más-allá, estira de nosotros en nuestro acá que se convierte ya en un allá de promesas y de esperanza. Sólo en el ámbito de la analogía del ser se nos ofrece esa sorpresa decisiva: la de ver cómo incluso nuestras corporalidades, las que nosotros construimos para ofrecernos un conjunto de realidades, pues somos animal de realidades, nos señala una realidad, realidad de belleza, que se nos ofrece y se nos dona. Una realidad a la que convergen esas líneas de universo que marcan nuestra acción de futuro hacia ese punto de más- 80 allá, punto W lo suelo llamar, que estira de nosotros, haciendo que nuestras realidades se empasten y se acompasen a una realidad, realidad de belleza, que en su estirar dándonos un ir siendo que aspira con firme esperanza a nuestro ser en plenitud. En ese punto W, en definitiva, resplandece quien es acto de ser, el ser en completud. Es entonces cuando el pensamiento se nos abre. Ahí, como decía, el conocimiento, la razón que ordena dando su huella más profunda a la tríada deseo, imaginación y razón, se nos ofrece desde una realidad donada. Este pensamiento, esta razón, es el logos, claro. De otra manera el pensamiento se cierra sobre sí, en la carcasa, y todo ser queda reducido por nuestro pensar a ente unívoco, reducible, naturalizable. Se acabó, pues, la creatividad. No una creatividad ordenada y teledirigida; pero sí la creatividad que se desborda en la creación de belleza partiendo de la humilde materia. Y, más aún, la creatividad que es el regalo que el Creador del mundo nos ofrece. El mundo es así don y regalo, nuestro primer regalo. Está ahí en lo que él es, no en aquello a lo que nosotros nos empeñamos en reducirlo. Materia, humilde materia, y, sin embargo, explosión de creatividad que nos muestra su belleza. Una belleza puesta ahí, si vale decir así, para nosotros, para que nosotros también aprendamos a construir nuestras corporalidades mirando a la belleza. A ir haciendo que nuestro ser en plenitud alcance en el resplandor de la esperanza la fuerza entera de la belleza. 4 de diciembre de 2007 / lunes 10.12.07 GHK Roberto Aretxaga, filósofo de la Universidad de Deusto, me planteaba la cuestión de la vida extraterrestre en otros mundos. Hasta hoy no había encontrado su lugar. La consideración de los abismos que separan lo posible de la imposible-posibilidad me servirá para responder. Prueba del nueve y ejemplo para ver el interés de pensamientos aparentemente muy alejados de esta cuestión. Si el pensar busca la coherencia, claro es. Deben deslindarse cuestiones. Vida fuera de nuestra Tierra. Inteligencia en alguno de los infinitos mundos posibles. Visto el contexto de los planetas y estrellas que nos circundan, la primera cuestión es la de considerar si las condiciones que se han dado en nuestra Tierra, provocando el surgimiento de la vida en él, se procuran en otros planetas. No pueden ser estrellas calientes, pues en ellas la vida no alcanzaría a surgir por la temperatura demasiado elevada de la que disfrutan; toda vida se volatilizaría. Deben ser planetas similares al nuestro. Con suficientemente cercanía a su sol para que la temperatura sea semejante. De otro modo se impediría la vida; al menos una vida superior. No tan lejanos como para que el agua sea puro hielo, lo que 81 disuadiría una vida superior. La banda en la que la vida puede nacer es, pues, muy precisa. Hacia la mitad del pasado siglo, con Haldane y Oparin, parecía evidente que la vida había nacido en nuestra Tierra en lo profundo de los océanos, en un medio intensamente reductor, y con una atmósfera muy oxigenada. El proceso habría sido de una moleculización cada vez más compleja, que poco a poco, siguiendo un proceso evolutivo, habría dado origen a nuestra vida terrestre. Si fuera así, en todas aquellas “otras Tierras” en las que se den circunstancias similares a las nuestras, podría haber nacido la vida; mejor, se pensaba, de seguro que habrá nacido vida como la nuestra. El proceso habría sido el mismo que aquí. Si las leyes de complejificación evolutiva son las mismas acá que allá, en la Tierra y en esas otras Tierras habrá nacido vida por igual. No hay sino ponerse a auscultar las voces que nos vienen de ellas mediante sofisticados aparatos electrónicos de escucha —como se ha hecho con abundancia increíble de medios—, buscando ruidos celestiales en los que podamos descubrir regularidades que nos indiquen la existencia de un lenguaje adviniente de otros seres vivos como nosotros, en grado evolutivo parejo. Proceso de descubrimiento de otros continentes y traducción de signos que indican otras expresiones escritas que utilizan símbolos y gramáticas distintas a las nuestras, pero conmensurables con ellas y, por tanto, traducibles. Hasta el presente, que yo sepa, no se han oído todavía esas voces celestiales. ¿Mañana? Quizá, pero eso lo hemos de ver mañana. El razonamiento anterior, nótese bien, es límpido: va de un origen, apoyándose en unas leyes —ambos supuestos conocidos con toda su objetividad—, a lo que por posible se ha de hacer real. Se mira hacia atrás, encontrándose un origen conformador, un experimento a gran escala que en lugar de en el laboratorio se ha dado en la misma Tierra, de donde, siguiendo leyes perfectamente determinadas, obtenemos resultados. Es un proceso de clara cientificidad: cuantas veces repitamos el experimento, si se hace conforme a las reglas establecidas, el resultado se ha de dar por igual. Luego ha de haber vida en otras Tierras. No se puede poner en duda que así sea. Mas ¿es un razonamiento basado en un emperramiento racional? Creo que no. Es un típico razonamiento que procede en el ámbito del ente unívoco. Vamos a ver algunos elementos de crítica a esta manera que me parece poco racional de ver las cosas. 2 de diciembre de 2007 / martes 11.12.07 GHL No creo razonable pensar que este gran experimento que se dio en el laboratorio Tierra, cuantas veces la Naturaleza lo repita, en condiciones 82 iniciales similares, dará idénticos resultados. Las cosas de la evolución son más complicadas y, según dicen los grandes defensores del neodarwinismo, como sabemos, no creo factible que haya una acción de finalidad tal que en condiciones de similitud se han de obtener resultados idénticos. La complejidad de desenlaces es tan grande que en ese proceso se da una multitud cuasi infinita de especies. Esto me lleva a pensar que, incluso en condiciones iniciales similares entre las otras Tierras y la nuestra, los resultados hubieran podido ser por demás distintos, y acertar con ese estrecho límite que lleva —en la vieja hipótesis— a nuestra vida es mera casualidad. Lo cual sólo podría haberse hecho realidad en una infinitud de mundos posibles. Lo curioso es que, por la segunda mitad del siglo XX, Juan Oró y otros científicos elaboraron una muy distinta hipótesis del nacimiento de la vida en nuestra Tierra. Moléculas decisivas para la existencia de la vida se habrían conformado en lejanísimas galaxias, y la casual confluencia en nuestra Tierra de elementos que llegaron desperdigados hasta ella viajando en meteoritos dio ocasión para que, conjuntándose en nuestra Tierra, hicieran aparecer los elementos necesarios y suficientes para que acá se diera el surgimiento de la vida. Esta teoría es la que ha sido aceptada en los últimos decenios. Que se haya repetido en otras Tierras esa enorme casualidad que se dio en la nuestra es ínfimamente improbable. Puede, quizá mejor, seguramente se darán aquí y allá elementos primitivos de vida, esquejes de vida; pero nada más. En esta hipótesis, de nuevo, habrá que decir que sólo cuando ese proceso de curiosa meteorización se repita un número infinito de veces en un número infinito de mundos posibles, entonces, y sólo entonces, cabe la posibilidad de que la vida haya surgido en otros lugares del cosmos. Porque la probabilidad cero sólo puede dar ocasión a algo similar a lo acontecido con la vida en la Tierra cuando se da un número infinito de repeticiones, esto es, en la actualidad de una infinitud de mundos posibles. La condición de posibilidad, en esta hipótesis como en la anterior, pasa por la existencia actual de un infinito potencial, creados ad hoc por nuestro pensamiento, siempre tan ansioso y sugestivo, para resolver el problema. Parece ser que, últimamente, la ciencia progresa una barbaridad, una bestialidad, como decía don Hilarión: algunos científicos vuelven a mirar con ganas la hipótesis de Haldane y Oparin. La verdad es que esta era mucho más fácil de congeniar con una mirada materialista al mundo que es el nuestro. Para el razonamiento que aquí intento pergeñar importa poco que sea más plausible una hipótesis o la otra. Como he esbozado brevemente, por tanto, hay respuesta a esa pregunta siempre que nos adentremos en el ámbito del pensar en el reino del ente unívoco. Porque cualquiera de las dos respuestas a la pregunta, además de ser un ámbito bien interesante de búsqueda de lo real, de lo acontecido, de lo que las cosas son, se han contextualizado filosóficamente por 83 algunos de manera que caben a la perfección en lo que he llamado el reino del ente unívoco. Mirar a los orígenes. Orígenes siempre idénticos. Aplicar leyes. Leyes siempre idénticas. Obtener resultados de esos experimentos en que hemos convertido lo que sabemos en el acá para aplicarlos, tal cual, a lo que acontece allá. Hacerlo con actitud férrea que lleve las cosas direccionalmente desde unas mismas condiciones iniciales y mediante unas parejas leyes a idénticos resultados: luego hay vida en otros mundos. 2 de diciembre de 2007 / miércoles 12.12.07 GIC Algo hemos visto sobre la vida fuera de nuestra Tierra. Vayamos ahora a la inteligencia en alguno de los infinitos mundos posibles, pues podría tratarse, quizá, no de una vida inteligente, por tanto de una inteligencia encarnada, sino de una inteligencia desvinculada por entero de la carnalidad. En una filosofía del cuerpo como la acá defendida no tendría sentido alguno hablar de ella, pues para nosotros, la inteligencia está ligada siempre a esa particular evolución de la vida que lleva a la complejidad de un cerebro como el nuestro. Si se tratara de una inteligencia carnal, hemos visto ya el esbozo de una respuesta a la pregunta que nos traemos entre manos. Tendría que ser una inteligencia de la Naturaleza misma. Pero no acabo de entender de qué manera esa inteligencia se podría dar en el puro desvinculamiento de la carne. No puede haber inteligencia mundanal que no sea vinculada a ella. En la realidad mundanal, donde no hay carne faltan las mismas condiciones de posibilidad de la inteligencia; de todo pensamiento; de toda comprensión y explicación. Podría darse que se tratara de una inteligencia como la de Dios. Pero entonces es claro que el Deus sive Natura no podría traducirse por “Dios, es decir, la Naturaleza”, pues en la naturaleza —hay que ponerla ahora en minúsculas, para referirnos a esta naturaleza que es la nuestra, la de las cosas mundanales— no hay inteligencia fuera de la carnal. ¿Cabría hablar de inteligencias angélicas? Puede, pero en todo caso no se trataría tampoco de inteligencias en el mundo, de inteligencias carnales, pues esos ángeles en nada compartirían con nosotros la materialidad. Es seguro que no podrá darse una inteligencia de este tipo excepto si en algún remoto o cercano lugar del entero universo apareciera una inteligencia que nada tuviera que ver con la experiencialidad cerebral. Mas no podrá darse inteligencia de esa clase si allá no hubiera aparecido en comandita con ella una carnalidad, tratándose, por tanto, de una inteligencia carnal, encarnada. La inteligencia mundanal está ligada inextricablemente a la materia. No puede ser de otro modo. Y lo que doy por seguro es que, excepto en las películas de sobrenaturalidades, no hay 84 en el entero mundo una inteligencia descorporizada. De la misma manera que acá no podemos construir ordenadores inteligentes —sí, por ejemplo, más rápidos que nosotros en su funcionamiento calculatorio, etc.—, tampoco allá la Naturaleza puede construirse a manera de ordenadores suyos propios, también ellos ordenadores descarnalizados. No viendo nada fácil que haya carnalidad fuera de esta nuestra Tierra, parece del todo seguro que no hay vida inteligente fuera de ella. Sólo podrían pensarse como reales cuestiones así, me parece, si nos adentramos, como ya hemos visto, en ese ámbito de una direccionalidad sin finalidad que arranca de unos orígenes que actúan de aquellas capitula axiomáticas que, en el progreso de nuestro pensamiento, van derivando proposiciones de respuesta, incluso recurriendo para ello a una actualidad infinita real del infinito potencial. En una palabra, sólo cabe una respuesta que es, me parece, puro emperramiento irracional que cae por entero en el ámbito de lo que he llamado el ente unívoco. Entiendo que desde que hablo de la vida extraterrestre en otros mundos, mis pensamientos se convierten en un puro esbozo, marcando líneas del pensar más que respuestas elaboradas. Es obvio. Pero valgan como anuncio de posibles desenvolvimientos posteriores de un pensamiento. Queda por ver solamente, y también en un puro esbozo, la respuesta que cabría dar a ese problema planteado desde el ámbito de la analogía del ser, al que lo hemos visto en íntimo entremezclamiento con una filosofía de la carne que platica con toda su fuerza de la imposibleposibilidad. 2 de diciembre de 2007 / jueves 13.12.07 GID Hablar de infinitos mundos posibles es una trampa saducea. No los podemos conocer todos. Tan lejanos que la información no ha tenido tiempo de llegarnos todavía. Podríamos decir lo que se nos antojara de ellos. Siempre que cumplieran nuestras propias reglas de racionalidad. Pero entonces se ve claro: lo que ellos sean, su realidad, depende inexorablemente de nuestro pensar. Sin sorpresas. Faltaría más. Podríamos poner en ellos lo que, dentro de nuestras propias reglas, suficientemente elásticas, como lo son, nos diera la gana. Sería como un juego de niños en la plaza de su pueblo. Miran cuidadosamente desde la alta torre de su iglesia y se dicen: ya he visto el entero mundo. Niños, para colmo, un poco locuelos y atontolinados, pues no se dan cuenta de que quedan encerrados, y enterrados, en el reino del ente unívoco. Que rompen con la inmensa creatividad de nuestro mundo, de nosotros mismos y de la realidad, para quedar enjaulados en un pensar canijo y reductor. Para colmo, muy adecuado a los hilos de quienes quieren 85 poseernos, y tan fácilmente lo consiguen cuando jugamos a esos juegos reductores. Desde el ámbito de la analogía del ser la respuesta vendrá dada por aquella canción de la película de Hitchcock: lo que sea, será. No intentaremos poseer el mundo, poseerlo con nuestro pensamiento, sino estar abiertos a lo que él sea, lo que seamos nosotros mismos y lo que sea la realidad. En toda su grandeza. Grandeza inconmensurable de creatividad. Asombrosa conjunción de grados de libertad. Apenas si nosotros podemos seguir algunas de sus líneas de desenvolvimiento con nuestra acción racional. Acción racional, por supuesto, no de una razón secante, logificadora, razón pura, razón de puras purezas, razón inexistente, razón de ideologías, sino con la nuestra, razón húmeda, razón sopesante, razón de emperramientos racionales. Una acción racional abierta a toda novedad creativa. Quicio de una tríada —deseo, imaginación, razón— con marcada direccionalidad que nos hace caminar por esas líneas de universo convergentes que nos señalan lo que llamaba el punto W. Punto de belleza. Punto de transparencias transfiguradas. Lo que nos parecía imposible, lo que no entraba en nuestras cuentas, aparece como realidad. ¿Quién podría haber adivinado el nacimiento de nuestra inteligencia, siempre inteligencia carnal, claro es, observando los primeros estadios del árbol de la evolución? En todo caso, ‘ese’ que podría haberlo adivinado somos nosotros mismos bien anclados en nuestro hoy. Nadie, ningún ser mundanal, hubiera podido verlo en aquellos tiempos. Sólo desde el ahora nos cabe el pensar adivinante. Lo que rige nuestro pensar, por tanto, no es un principio de objetividad que nos desvincularía de nosotros mismos para ponernos en algo así como el punto de vista de Dios, como si fuéramos vicedioses —¿os acordáis cómo en aquél libro sobre la historia del tiempo, del que se vendieron carretadas de ejemplares en todas las lenguas del mundo, el científicoescritor daba la mano a Dios para irle enseñando cómo era su creación?: el vicediós sabía más sobre la creación que el Creador—, sino el principio antrópico. El conocimiento nunca es el conocimiento de un ‘se’; siempre el de un sujeto. Terminaré con estos temas —¿puede un filósofo dar por terminado un tema?—, considerando que avanzamos mediante emperramientos racionales. No pensamos cualquier cosa; nuestra acción racional sopesa los asuntos con cuidado sumo. Pero tampoco nos emperramos irracionalmente en que lo pensado ya es pensamiento para siempre. Avanzamos por caminos meandrosos y extremadamente complejos, siempre en busca de la verdad. No nos quedaremos, por eso, en ese pensamiento tan fácil: bueno, eso es lo que yo pienso, tú piensa lo que quieras. De nuevo, pensar así es reducirse al ente unívoco. Hay que pensar realidad. 5 de diciembre de 2007 / viernes 14.12.07 86 GIE Karlheinz Stockhausen ha muerto. Tenía 79 años. He oído cosas suyas y sé de él desde que comencé a gustar la música. Él y Pierre Boulez, su amigo de siempre. De este todavía tengo varios discos de su no muy amplia producción: su legendario Martillo sin dueño. Sí de Cage —con el que ando enrabiado y a vueltas desde hace años—, de Ligeti, de Berio, de otros muchos; no digamos de los minimalistas, que me atrajeron desde el primer momento. De Stockhausen, nada. Creo que ha sido una injusticia por mi parte. Quisiera explicarme por qué fue así. En música hay dos cosas que llevo mal: los ruidos electrónicos, a través de banda magnética; el convertirla en sonidos de ambiente. Entiéndeme. No es que esté en contra de que se haga música con ello. ¿Qué vendría a hacer un pensamiento así por mi parte? Sencillamente, ella sola, no me provoca. No corteja mi sentimiento. Y el arte es una ‘religión del sentimiento’. Boulez con ocasión de su desaparición ha declarado a Le Monde que quedará como uno de los grandes creadores del siglo XX. No lo pongo en duda. Su influencia en la música moderna ha sido determinante; quizá sobre todo, en toda esa banda ancha que no se vende en los anaqueles de la música clásica. Piénsese en la música electrónica. Tanto él personalmente con su música como a través del Estudio de la Radio de Colonia, por el que todo el mundo de la música ha pasado; su actividad en Darmstadt. Pocos hacedores de sonidos habrán tenido su influencia. Estudió con el suizo Frank Martin y con el francés Olivier Messiaen — recuérdese su maravillosa sinfonía Turangelalia—; su música nacía en el centro mismo de la modernidad con la que comenzaba la segunda mitad del siglo XX. Boulez, comprometido desde siempre en la difusión de su obra, sigue diciendo que era un descubridor, pero que igualmente sabía escribir música. Tres años más joven que él, admiraba en el músico desaparecido a un hombre, nos dice, a la vez muy utópico y muy pragmático, es decir, añade, capaz de dar realidad a los proyectos más audaces. En la palabra descubridor es donde está el misterio de mi acercamiento a Stockhausen. Entiendo, lo he dicho varias veces, que descubrir nuevas líneas de sonoridades y de maneras de hacer música, me parece cosa por demás importante. En aquellos años lovanienses, recuerdo todavía con extremado placer, en la Parroquia universitaria francófona, preparada para la ocasión musical, un solo de contrabajo de Luciano Berio, creo que tocado por él mismo, en el que el intérprete aparecía en taparrabos y manejando su instrumento en puro baile contorsionado, sin jamás desprenderse de él y de sus sonidos, aunque tirados por los suelos y sosteniéndolo con los pies. Espectáculo divino. Recuerdo todavía con sobresalto la música de aquella obra teatral de Bob 87 Wilson, La mirada del sordo, que se produjo en el Espacio Cardin de los Campos Elíseos parisinos. Música descubridora de nuevos horizontes. Pero siempre horizontes de sentimiento. No de sentimentalidad rosácea, claro. Pero sí de sentimiento. No me vale con que, simplemente, alguien abra nuevas puertas. Aunque entiendo que el músico hace muy bien en seguir su vocación, sus maneras, sus utopías, sus servicios. Y Stockhausen lo ha hecho, sin duda, a maravilla. Él y Boulez, sobre todo él, ha abierto mil espacios nuevos para la música. Debemos estarle agradecidos por ello. Para hacerme con su herencia, necesito que ella pase por mi sentimiento. Porque a mí, escuchador de sus ruidos, lo que me provoca es que lleguen a mis profundidades, a las profundidades de mi corazón para hacerme otro. Ay, ahora, muerto ya, es cuando deberé escucharle. 10 de diciembre de 2007 / lunes 17.12.07 GIF ¿O era Luigi Nono en un solo de saxo grave? La memoria no es recuerdo notarial. Y fue toda una sesión de música. Y hace tantos años. Todo se me trifulca. Lo importante, el arte como religión del sentimiento. Como producción no de la pura razón de racionalidad buscadora de novedades logificadas, sino como manera de entrada en nuestra misma cordialidad para hacerse con nosotros y, de esa manera, conseguir que seamos otros; que seamos más. Apertura, mediante su creatividad al hogar de mi propia creatividad, que se ve conquistada, enardecida y aumentada en grado infinito. Sonidos artefactos, corporalidades, como les llamo —no meros sonidos naturales—, que de misteriosa manera, entrando por la sensibilidad de mi oído —sensibilidad que puede enseñarse, aprenderse y ampliarse, no lo olvidemos—, se apoderan de mí, buscando hacerme otro. Un otro que nace en el mismo fondo de lo que soy, mejor, de lo que voy siendo, y parte desde ahí en busca de mi ser en plenitud. Es verdad que, arreglando el piano, o produciendo sonoridades con elementos electroacústicos, conseguimos ser más, pues capaces de producir, de interpretar y de escuchar nuevos sonidos. El mundo de los posibles se nos acrecienta. Partiendo, es claro, de lo imposible, de la imposible-posibilidad; es esencial darse cuenta de ello. Y esto, en sí mismo, es cosa buena. Verdad es que conseguir posibilidades musicales que antes no existían es por demás maravilloso. Ars Nova y Guillaume de Machaut lo hicieron en su día. Siglos de textura musical penden de ellos. Quizá Stockhausen tenga algo del estilo; abridor de músicas para los siglos futuros. Sin duda que es así. Lo vemos ya. Pero, con todo y con eso, no es suficiente para mí. Quiero que se me haga gemido, como Machaut, porque 88 me ha hecho cosa suya. Escuchador alelante de sus sonidos, de su música. De unos sonidos que, esos sí, son música celestial. Que me haga llorar porque no se han quedado en mi razón, en las meras orejas de mi razón, sino que me han penetrado por los oídos fascinados hasta mi propio corazón, hasta esa racionalidad tan ligada al deseo y a la imaginación. Aunque, si de imaginación hablamos, Stockhausen ocupa uno de los primeros puestos. Vivo, pues, en el filo de una navaja: rechazar con mi razón funcionadora aquello a lo que acuso de provenir de la sola razón buscadora. Quisiera hablar, si soy capaz de ello, de cómo es mi acercamiento a la música, que entiendo como otro; corporalidad adviniente a mí. La dejo estar junto a mí, que me entre dentro, que se haga conmigo, que me aprisione en su misma belleza. No me entra por la cabeza, sino por la escucha, y hasta el hondón de mí mismo. Busco que me haga sentir. Que me ilusione en lo que es. Que me descubra todo eso que todavía no soy y, con ella, voy a comenzar a ser. Que llene por entero mi cordialidad, mi corazón. Que no se me pegue a la mera oreja, sino que por el palpar sonoro llegue a mis más profundas profundidades y se aposente allá, en lo más escondido de mí mismo, para hacerse conmigo y hacerme más. Aposentándome en el ámbito embriagador de la belleza. Para que, desde ahora, ese sea mi más pura realidad. Para que toda mi carne sea transfigurada por ella. Que la oiga como instrumento vibrante, porque ella ha conseguido de mí hacerme aparejo de sus sonidos; que quede embrujado por ella. De modo que ya no pueda ser yo mismo el que fui, sino el que soy, el que voy siendo hacia esa plenitud que siento se me da más-allá. 10 de diciembre de 2007 / martes 18.12.07 GIG Al no tener clase esta mañana, corrí despendolado y entre alaridos sofocados a hacerme con cuatro discos de Stockhausen. He tenido que esperar a su muerte para comprarlos. Sólo tenía suya una pequeña cosa de piano. Lo he oído mucho, cuando escuchaba más la radio. Desde hace muchos años en aquella reunión o festival, ¿no era en Darmstadt? Se habló mucho de él, creo recordar que en aquella revista que se llamaba Ínsula. Parecía que todos los músicos jóvenes iban en peregrinación para verle, y se escuchó mucho la música compuesta por él. Nunca me enganchó. Quizá porque se hablaba de ella como algo intelectualizado. Porque, seguramente, se referían a él de manera muy técnica, y siempre me han repelido quienes hablan del arte desde sus meras tecnicidades, reduciéndolo a ellas. Lo entiendo, quien se dedica a la música profesionalmente tiene una vida entera de aprendizajes de nunca acabar. 89 Algo me ocurría, porque sí me enganchó sobremanera la generación anterior, la de Arnold Schönberg y sus amigos Alban Berg y Anton Webern. Me han fascinado. De manera muy especial, sus óperas. Pero esto ya no me aconteció con Stockhausen. ¿Era más difícil? No, ahora, escuchando Gruppen, pieza para tres orquestas escrita en 1955-1957, y Punkte, de 1994, me encandilan, aunque tan tarde. Rebuscando en mi interior, me encuentro con que, en aquellos tiempos, sólo hablaban de su taller de música electrónica. Y ahí encontraba algo que no se hacía conmigo. Que en nada me interesaba, pues me parecía una música meramente descubridora. Y a mí lo que me fascina de la música es su apertura a la belleza; cuando se arrejunta con ella. Lo que tiene de arte. Eran tiempos, evidentemente, en que estaba bajo el benéfico ascendiente de los amarillos Cahiers du Cinéma. Entiendo que me influyera en la escucha de Stockhausen, sobre todo si de él se hablaba en sus intelectualidades descubridoras, mientras que yo estaba arrecogido en la visión religiosa —el arte como religión del sentimiento— y metafísica — el pensar como búsqueda de la verdad, utilizando todo lo que somos, y somos mucho, dirigida por la razón sopesante—. Ahí cabían muy bien, por ejemplo, el Moisés y Arón, la Lulú y el Wozzeck, pero no tenían lugar los sonidos electroacústicos porque sí, sin razón, como elemento de pura modernidad, que hace que se les caigan las babas a los flamantes, y menos aún los meros ruidos de la calle, los que oigo en cuanto salgo de casa y echo a andar por Santa Engracia. Siempre me pareció que la religión y la metafísica en la que se produce el arte era cosa más interesante, más profunda, que allegaba más a lo que soy y a lo que quiero llegar a ser, ser en plenitud. Ya veis, puras disculpitas. Me pasó con Stockhausen lo que, unos pocos años después me acontecería con Woody Allen. Rechazo total. Duradero. De Allen, sin embargo, algo he cambiado pues ya he dicho que Match Point es una película excelente, Sombra y niebla, una verdadera genialidad. Ay, tendré que volver sobre mis pasos y recoger a Allen en lo interno de esa mi tan amada religión. No, no y no. Stockhausen, puede que sí —escucho ahora Kontakte, de 1959-1960, con material electrónico, interesante, pero menos—, si deslío de él las calzoncilladas que me dan grima. Pero ese buen Woody, no, no y no. En el mientras tanto he comido con un delicioso puré de verduras a lo belga, y me da que pensar algo curioso: probablemente soy un viejo lleno de manías que no sabe expresar cómo y por qué le complace un autor musical fuera de la pura invocación gritadora del ¡me gusta! 10 de diciembre de 2007 / miércoles 19.12.07 GIH 90 Un amigo que se pulsa los senos escribiéndome en mitad de sus rudos trabajos me señala lo que sigue: «Los begardos que dicen que ellos no son republicanos pero, ello no obstante, critican desaforadamente al rey real, al que hoy por hoy tenemos; los que llaman rojos de mierda a los políticos de la izquierda que nos gobiernan y pusilánimes de bajo perfil a los candidatos de la derecha, son fascistas, sean lo que sean, parezcan lo que parezcan o digan lo que digan y redigan. Periodistas fascistas, si pendolistas fueren; historiadores fascistas, si por la historia pugnan. El Estado, el periodismo y la historia son ellos. Sólo ellos están limpios de ganga, todo lo demás es basura. Los que teniendo en sus manos refrenarlos, no lo hacen, no defienden la libertad, sino el libertinaje. Sean estos últimos agamenones o sus porqueros son también fascistas, puesto que ellos y nadie más son la libertad. Son también ellos terroristas a su manera: del verbo y de la idea por ahora, el día de mañana Dios dirá… Poscritum: Ahora resulta que la culpa de que el PP perdiera las elecciones del 11-M-2004 no fue la goma2Eco como se nos ha repetido nauseabundamente, sino el bajo perfil de su candidato, que fue a dichas elecciones con ellas ya perdidas o casi, ¡antes de la deflagración! Chasco tan nugatorio no me he llevado jamás». Juan Manuel de Prada, por lo que me envían, tienen también palabras durísimas. No las copio pues son publicadas y muy públicas. Las de mi amigo, tan sintomáticas del momento, son cavilosas consideraciones llenas de zozobra de quien sólo se tiene a sí mismo, a su familia, a su trabajo y a algunos amigos como yo. Por eso le doy aquí la palabra. Tengo una ventaja sobre él, lo he confesado paralelipoménicamente, sólo escucho música clásica. Este pasado verano tuve que comprarme una nueva radio portátil. Le he dado sólo dos posiciones: apagado y encendido en Radio Clásica. Acabo de oír, creo que por primera vez en mi vida, el Helikopter-Quartett de Stockhausen, el cuarto disco que de él compré, tocado, a más de los ruidos del rotor del helicóptero, por el maravilloso Cuarteto Arditi, y me ha llegado a los entresijos del alma. De una belleza, por fin, sobrecogedora. Bendito quien lo compuso y quien lo interpretó. Lleguen esas bendiciones a quienes lo oímos. Entiendo el nerviosismo sobrecargado de quien me escribe así. Discrepo en una cosa: no es necesario llamar fascista a nadie. Pero sí repito lo que ya dije el pasado año: el problema de los responsables es el futuro. Un futuro que ya está a nuestras puertas y que no puede esperar más. La Iglesia no puede hablar por esas bocas. La Iglesia no habla por esas bocas. Si la Iglesia hablara por ellas, me temo que ya no sería la Iglesia de Jesucristo. A lo más alguna iglesia cismática. Por favor, pido a aquellos que tienen la responsabilidad: que la Iglesia hable por su boca. Que nadie pueda confundir una boca con otra. Estamos viviendo unos años en terrible revuelta. Son excepcionales. Ya está la campana de su agonía sonando. Mírese lo que el partido en el poder constantemente nos muestra. Se quiere convertir en un partido casi de centro derecha. Pero no, han hecho mal, muy mal en estos cuatro años. 91 Nos han llevado al puro soliviante. Nos han enredado en mil problemas que no lo eran o no era necesario que lo fueran. Nos han echado al fétido charco. Dan ganas de pensar que nos han partido por la mitad. Mas creo percibir cada día mayores voces que dicen: Basta ya. Escuchémoslas. 10 de diciembre de 2007 / jueves 20.12.07 GII He leído y volveré a leer con cuidado la alocución del Presidente de la Conferencia episcopal española, Ricardo Blázquez, en la apertura de su sesión plenaria. Inteligente y comedido, como siempre, y le conozco muy bien hace más de treinta años, ambos diocesanos de Ávila hasta que la vida nos explotó en las manos y nos lanzó a cada uno por diferentes vericuetos en la labor eclesial. Me ha encantado la mesura de sus palabras sobre los mártires y sobre la memoria de la cruentísima guerra civil. No he entendido, sin embargo, la larga mención a Tarancón. Cierto que, dice, celebramos su centenario. Pero, así como lo de los mártires nos habla en un hoy sofocado y resplandeciente, a la vez, no entiendo a qué viene a cuento esa larga remembranza. Sólo ocuparía un lugar similar si es que, hoy, en el momento apretado en el que vivimos, estuviéramos en situaciones similares de transición, digámoslo así, a aquellas en las que colaboró, realizó y, sobre todo, representó. Si fuera así, en su alocución, la larga mención de los mártires nos indicaría cómo debemos vivir nosotros hoy nuestra fe y cómo entender que su beatificación no va contra nadie, sino que es ejemplar para nosotros. Que con ellos compartimos una misma fe; que en su límpida aceptación de la muerte por su testimonio de Jesús encontramos dimensión maravillosa para cómo debemos nosotros vivir ese ejemplo. En la plena interiorización. Jamás contra nadie. Dejando la vida si alguna vez se nos quitara la firmeza humilde de nuestra fe en él. Sabiendo que cuando haya que pedir perdón, lo haremos con toda simplicidad. Pero un pedir perdón por no haber sido seguidores de Jesús; porque, alejándonos de él, no hemos buscado la paz y la justicia. Dicho según mis maneras, comparto todo lo que dice nuestro Presidente Ricardo Blázquez. Y esto lo comparto por entero. Entiendo que es de gente noble y elegante dar gracias. Eso siempre. Pero mencionar al cardenal Tarancón ahora de esa manera, ¿significa que debemos hoy hacer en nuestro momento social y político como él hizo en aquél momento social y político de la transición a la democracia? Mas ¿son comparables los momentos? Se salía de un régimen y se buscaban bases democráticas para nuestra sociedad. No era fácil. Tarancón, y todo lo que él entonces representó en la Iglesia, lo hizo bien. Pero hubo un antes y un después. Hablar desvinculándolo de ese antes y de ese después me parece demasiado simple; poco histórico. Hacer un daguerrotipo de 92 aquellos tiempos, ¿en qué nos sirve para nosotros? ¿No es dar a nuestro hoy una importancia ‘de transicionabilidad’ que, creo, no la tiene? ¿No es ponerse bajo una sombra, bajo un ejemplo, algo así como tomar una actitud? No lo entiendo. ¿Quizá sea una mención sutil de aquello a lo que paralipoménicamente me referí ayer? Una llamada a la unión y al consenso entre nosotros, convergencia intraeclesial, contando con nuestros medios, al hecho de saber qué decir en una situación convulsa como la que vivimos desde hace cuatro años, aunque quizá menos convulsa de lo que los nerviosillos quieren hacernos padecer, y, en todo caso, una convulsión ahora ya terminante. Lo que necesitamos, creo, es unidad, que haya entre nosotros fuerzas centrípetas, unitivas, y no fuerzas centrífugas, disgregadoras, que nos alejan de posiciones eclesiales centradas en quien es su centro, desde el que extendemos toda la fuerza de ese horizonte que, en él, el mismo Jesús, el Cristo, nos circunvala. Los obispos tienen que darnos ejemplo de esa fuerza centrípeta que nos centra y circunvala. No pueden disgregarse ni callarse. Tienen que hablar palabras comunes de consuelo y de paz. 10 de diciembre de 2007 / viernes 21.12.07 GIJ Cuando leas esto, tú estarás inmerso en las vacaciones navideñas, pero yo lo escribo —el día de san Juan de la Cruz— todavía con la cierta esperanza de que ya llegan pronto. Aunque, cada vez más, la Navidad tiene un sarpullido que se le está convirtiendo en terrible cáncer, el cual poco a poco la va devorando si no estamos con extrema atención para evitarlo: todo está hecho por nuestros medios y tercios del rico epulón para que aflojemos las cuerdas de la faltriquera y, entre hipidos de sentimentalidad rosácea, gastemos buena cuenta de nuestros hermosos doblones de oro. Que charcuteros y comerciantes jueguen a ese juego, bueno, les va en ello la cuarta parte de sus ventas anuales. Pero ¿nosotros, nosotros los cristianos? Si nos dejamos llevar por él estamos certificando nuestra propia muerte. Pues bien, todavía me dan vueltas por ahí algunos pensamientos que se me introdujeron la última semana del pasado año litúrgico, con las lecturas de ‘filosofía de la historia’ del profeta Daniel que hicimos en aquella semana y con una palabras de san Pablo leída el día de san Andrés, que nos rebotó por entonces: “y el mensaje consiste en hablar de Cristo” (Rm 10,17). Quisiera reflexionar sobre esta coincidencia. Una filosofía de la historia consistiría en un enorme y certero designio de cómo y por dónde va la historia, la historia de los pueblos y naciones, de los imperios caídos, emergentes, mandantes y decadentes, de manera que podamos interpretarla y vayamos adivinando los camino 93 advinientes de reinos y países. Una historia, claro, que, aunque existan en ella dimes y diretes, es dadivosa, es decir, va avanzando —en última instancia, como gustan decir — en una línea de progreso ininterrumpido. Las filosofías de la historia ilustradas, y más aún marxistas, se ceban en ese axioma de una objetividad progresista. Incluso aunque nosotros no quisiéramos colaborar en ese progreso inexorable. Si no lo aceptáramos nos veríamos barridos por la propia historia. Todos comprendemos que esto son paparruchadas de gentes que sólo tienen un pensamiento: en la evolución de la vida y en la historia todo está inexorablemente predeterminado. Son gentes que se han comido nuestra paralipoménica creatividad, lo cual les ha provocado terrible indigestión. Algún marxocristiano opinará lo mismo; no creo que debamos pararnos ni un instante en ello. Otra cosa es que lo hagamos en teólogos de valía como Wolfhart Pannenberg, sin duda uno de los grandes teólogos vivos, sobre quienes, cada uno por su cuenta, hicieron sus tesis doctorales en teología el Presidente y el Secretario de la Conferencia episcopal española. Pues bien, el regusto que me queda de viejas lecturas de Pannenberg es que Dios realiza que la historia se haga, dejadme que lo diga de modo tan inconveniente, historia sagrada, de modo que haya un progreso en la convergencia de nuestra historia hacia ese reinado de Dios que ya llega. Debo confesar que encuentro en esta manera de entender las cosas de la historia algo de la inexorabilidad con regusto predeterminista que no me gusta, como si Dios nos llevara-hacia aunque no nos demos cuenta, incluso aunque no lo queramos. Si llega a sus manos este paralipómeno, seguro que tanto Ricardo como Juan Antonio amigablemente me reñirán un poquillo diciéndome que me excedo en un juicio tan sumario. Y seguro que es verdad. En todo caso, hay aquí una preocupación honda que me queda sin resolver. Por otro lado está la afirmación paulina. Para nosotros todo consiste en hablar de Cristo. Esa es nuestra filosofía de la historia. Ese es nuestro encargo y ese es nuestro adentrarnos en todo ese bebedizo que ponemos bajo la advocación de historia y de su filosofía. 14 de diciembre de 2007 / miércoles 26.12.07 GIK “Y el mensaje consiste en hablar de Cristo”. Aquí aparece, creo, una manera distinta de ver la cuestión de la historia y su filosofía. Un viejo amigo está haciendo un trabajo fascinante sobre Unamuno. Conforme lo escribe me va pasando sus papeles. Es una tesis doctoral; prefiero todavía no proclamar su nombre. Todo llegará. Además de descubrirme, una vez más, unamuniano hasta los tuétanos, como ya sabía, nos da elementos de reflexión sobre nuestro problema. 94 Esta misma mañana le escribía-e a mi amigo. Hace años pensé, seguramente con razón, que casi todo lo que hasta el momento había producido provenía en lo profundo de mis lecturas continuas de Ortega y Gasset. Ahora me doy cuenta, decía a mi amigo en plena exaltación tras leer sus últimas 35 páginas, que casi todo lo que quiera decir desde el presente en el que me encuentro, mirando ya los felices días de la jubilación académica, provendrá de Unamuno, pues entonces me dedicaré a pensar yo mismo lo que él escribió con esa constancia y fuerza dispersiva tan maravillosa que es la suya. En lo siguiente, me inspiraré en uno de sus párrafos, hacederos todavía, en espera de que no se considere como plagio lo que hago. ¿Progreso indefinido de la historia? Bueno, a los que están afirmativamente en la interrogación, les hubiera gustado que escribiera Historia, pero nunca me han gustado las historias. Para Unamuno, en cambio, la historia, como obra humana que es, siempre está terminada. El ideal está realizado en cada instante, lo mismo que la eternidad se cierra en todo momento. Estad atentos. Siempre me ha gustado decir en esos tiempos de espera en Adviento que lo definitivo es lo que se nos da en el ahora en el que vivimos; que todo el futuro se nos ofrece en este ahora. Mirad, pues, si a esto le añadimos lo que paralipoménicamente llamo el juego de las carnes que se nos pergeña en la segunda de las tríadas, la de carne enmemoriada, memoria que se nos hace carne de ahora, nunca recuerdo de mero pasado, la carne maranatizada, nunca carne de simple futuro circunvalante, con lo importante que esto es, sino que retroductivamente se nos hace carne de ahora, la única que se nos da como realidad —cosa curiosa el tiempo nuestro que se nos convierte en temporalidad, nada que ver con el inventado por los relojeros suizos para hacerse con nosotros—, lugar donde nos surge imparable la carne hablante. Ahí, en ese juego carnal, se ofrece la historia. Hay punto W, claro, pero es vértice de nuestras convergencias, las que se dan en nuestro puro ahora de temporalidad. Lo circunvalante se ‘cierra’, por utilizar maneras unamunianas, en nuestra propia carne. No una carne que explosiona fuera de nosotros mismos hacia algún futuro por llegar, es decir, fuera de ella misma, sino una carne que obtiene en ella misma su ser en plenitud. La nuestra, pues, carne hablante que habla de Cristo. Eso somos nosotros y esa es nuestra historia, mejor, nuestra contribución a la historia; a la historia que compartimos con los demás. Contribución esencial, sin duda ninguna. Pues contribución en la que lo circunvalante se hace centralidad de palabra. Palabra siempre creativa. Palabra, carne hablante, creadora de nuevas maneras de ser. De serlo en lo personal, pero, sobre todo, de serlo en lo societario, en nuestras relaciones con los demás. Constructores de vida propia. Pero, todavía más, constructores de sociedad, de vida social, de corporalidades nuevas en las que el mensaje de Cristo se hace con nosotros realidad de encarnamiento. 95 Creación por nuestra parte de nuevas corporalidades impregnadas de esta carnalidad crística, que se expanden como mancha de aceite. 14 de diciembre de 2007 / jueves 27.12.07 GIL Prosigo robándole amabilidad a mi amigo. Para Unamuno el fin moral no se encuentra al término de la acción. Está en su propio interior. Es el mismo obrar de la acción. No es algo distinto y separado de los medios con los que se produce, sino la manera de adaptarlos, precisamente, a ese fin. No se da más allá de la acción, fuera de ella, por tanto. De ser así, se daría fuera de nuestra vida, como algo ulterior a ella. Al estar el fin en el interior de la acción, proseguimos unamunianamente de mano de mi amigo, estamos dando fin a la vida en cada momento, en cada ahora. En ese momento, en este ahora, se cumple la historia. De este modo, el fin no está en un allá lejano, final, separado, pues, de la historia, sino que está en su interior. Y aquí da Unamuno, siempre según mi amigo, un ejemplo analógico lleno de sentido. De la misma manera que en cada partícula de la hostia consagrada está Cristo entero, el fin de la historia está en cada momento de nuestra temporalidad, el que vivimos en nuestro ahora; cada uno de los cuales, por tanto, linda con el final. La entraña de la historia de este modo no es que vayamos hacia ningún fin que en ella se dé, sino que el fin viene a nosotros no desde un fuera de la historia, desde un fuera de la temporalidad, desde un fuera de nuestra carne, sino desde su entraña misma. Paralipoménicamente solemos hablar de un más-allá, es verdad, pero no es algo que se nos da en la mera exterioridad de nosotros mismos. Por eso siempre he mostrado mi desacuerdo con el hecho de que el punto W teilhardiano sea algo interior al mundo. Siempre he dicho que, por el contrario, se nos ofrece en la realidad. Las líneas de universo de nuestra vida, y por ello de nuestras acciones todas, convergen hacia él, pero lo hacen siempre como cosa mía. Nunca es un punto de llegada en el mundo ni un punto de abstracción, ni siquiera un punto en el que se me da algo así como una Presencia, la de algún Otro, o cosa del estilo, por más que sea presencia de lo Divino. Es un punto de encarnación. Algo, pues, esencialmente mío, nuestro. En él se nos da nuestra carne maranatizada; siempre en ese complejo juego de las carnes que se produce en la segunda tríada. Punto de atracción carnal para mi propia carne, pues, retroductivamente, mi propia carne se me da ya en él. Mi propia carne, es decir, evidentemente, nuestra propia carne. No es un punto de llegada exterior a mí, a nosotros, como si fuera la diana a la que apunta la flecha, algo esencialmente distinto de ella, pero que, marcando una dirección, señala una llegada, una finalidad; finalidad extrínseca a mí, por más que vaya hacia ella, atraído por ella. En la que es nuestra filosofía de la carne, 96 ese punto es cosa mía, cosa nuestra. Por más que sea algo que se me da, que se nos da. Y se nos da en su mima encarnación. El punto W es, así, punto de encarnación que se nos da como lo más certero de lo que somos nosotros mismos, mejor, como punto de verdadera encarnación que estirando de nosotros nos ofrece la plenitud de nuestra carnalidad, pues nos dona nuestro ser en plenitud. Por esto que vengo diciendo, me parece, Unamuno tiene razón plena en lo que dice. El fin moral no es un añadido a la acción de lo que soy, sino el amejoramiento que conduce al ser en plenitud. 14 de diciembre de 2007 / viernes 28.12.07 GJC Regresemos con los salmos tal como nos los enseña Jean-Luc Vesco. Siempre junto a él, incluso a veces siguiendo sus mismas palabras, aunque no lo señale en engorrosas notas. En cuanto pueda, me aprovecharé también del maravilloso pequeño libro Salmos y cánticos, con nuestra traducción litúrgica y atinadísimos pequeños comentarios y oraciones de Luis Alonso Schökel. Tras el 1 y el 2, salmos introductorios, comienzo el salterio. Encuentra nuestro amigo, no el único ni el primero que lo hace, claro es, que los salmos reales son la osatura del salterio. Su distribución parece corresponderse con un principio deliberado de organización del conjunto de los cinco libros que lo componen. El salmo 2 ha introducido el conjunto con la promesa davídica que se lee en 2S 7,14, proclamando a la vez la soberanía universal del Señor Dios y la seguridad que, en virtud de esa promesa, dio a quien ha ungido. A partir de ahora, en contra de lo que hice en las primeras series de los Paralipómenos, seguiré la numeración de los salmos según la Biblia hebrea, que de una manera un tantico compleja a veces añade un número al de los LXX y la Vulgata, que es la que recoge la Iglesia en su liturgia. Los salmos 18 y 20-21, que encuadran el 19, elogio de la ley, celebran la realeza davídica. El primero de ellos hace un retrato real que corresponde por completo al ideal trazado por el Deuteronomio (17, 1920): el rey, fiel a la ley, prolongará los días de su reinado en sus hijos; él ha sido puesto como cabeza de las naciones, el ungido al que el Señor concede su gracia es el mesías, el rey ideal que se espera por venir. Los otros dos quizá hayan sido tomados del mismo ritual real. ¿No se lo había prometido a su consagrado en el salmo 2? Por eso, el salmo 20 pide a Dios que responda al rey en el día de su desgracia, que dé la victoria a su ungido. En el 21 vemos cómo la petición ha sido escuchada, utilizando expresiones que recuerdan el oráculo de Natán (2S 7,29). En el salmo 28, 8-9, recordamos que el Señor es un refugio de salvación para su mesías y que salva a su pueblo. El salmo 41 cierra el primer libro del salterio. 97 Evoca lo esencial de lo que se pide al ejercicio real de la justicia: cuidar al pobre y al desvalido. Por eso, David, bajo la protección del Señor, está seguro ante sus enemigos, quien le conserva la salud y le mantiene siempre en su presencia. En el centro del conjunto que forman los tres primeros libros, del 2 al 89, está el salmo 45, el cual aporta la respuesta del Señor a la elegía nacional que es el salmo 44: mi rey y mi Dios eres tú, le dice en un tiempo de derrotas y desgracias nacionales que han llegado sin que ni él ni el pueblo elegido le hubieran olvidado, y eso, le recuerda, cuando el Señor le bendice eternamente, Pero no, el trono subsistirá —tu trono, ¡oh Dios!, permanece para siempre—, los hijos del rey ocuparán el lugar de sus padres y serán príncipes de toda la tierra. Tanto el Tárgum como la interpretación cristiana (Hb 1,8-9) han visto en este rey al mesías por venir. Al finalizar el libro segundo el salmo 72 traza el retrato ideal del futuro rey, su hijo, que asegura a su pueblo la prosperidad, tomando el ‘para siempre’ del oráculo de Natán de los salmos 2 y 41. Más allá de ese hijo se perfila la figura del mesías, llamado a un dominio universal. 15 de diciembre de 2007 / miércoles 2.1.08 GJD El salmo 84 suplica a Dios que mire el rostro de su mesías, que se confunde con el de Israel. El salmo 89 cierra et tercer libro del salterio. Constata el fracaso de la institución monárquica con el exilio a Babilonia y la toma de Jerusalén. Efecto de que el Señor se encolerizara con su ungido y lo desechara; sin embargo, le recuerda al Señor las promesas, promesas divinas, efectuadas a David en otros tiempos, cuya realización viene desmentida por el hundimiento del reino. El oráculo de Natán es reinterpretado (89,4-5,27,36-38, 50). La alianza que Dios estableció con David se extiende a sus descendientes (89,5,29-30,37). Si estos abandonan la ley, Dios les castigará, pero no les retirará su amor (89,31-36). La posteridad de David subsistirá como la luna y el sol (89,37-38). ¿Dónde está tu misericordia que por tu fidelidad juraste a David? (89,50). ¿Ya no contará el oráculo de Natán? El salmo 90 vuelve a gritar su indignación y a replantearse la permanencia del amor divino, cuando desde lo más antiguo, en el pasado más remoto, se pudo ver ya la fidelidad del Señor. Los salmos del reino, 93-100, celebran la realeza divina que vencerá allí donde los descendientes de David han fracasado. ¿No ha probado Dios su amor desde la misma creación? (102,26; 104). El salmo 101, davídico, esboza un retrato sapiencial del príncipe virtuoso, nuevo rey davídico, que avanzará por el camino de los perfectos. El salmo 105 evoca la alianza divina con los patriarcas, a los que denomina ungidos y profetas, y en los que ve una figura anunciadora ya 98 de los sacerdotes y levitas de tras el exilio. Afirma así la protección divina que debería recaer también sobre los responsables del Israel postexílico, garantes de la única alianza, la alianza de Dios con su pueblo. Cerrando el libro cuarto, el salmo 106 recuerda la historia de Israel desde la salida de Egipto hasta el tiempo de los Jueces. Historia en la que Dios nunca cesó de manifestar su amor a su pueblo, siendo un pueblo rebelde. El salmo 110 cierra un pequeño grupo de salmos davídicos (salmos 108-110). Celebra la realeza universal y el sacerdocio perpetuo del mesías por venir, asociado al reino del Señor, rey guerrero del que anuncia la victoria en términos que recuerdan al salmo 2. Compromiso divino para siempre que evoca de nuevo la promesa de Natán, pero lo que ha sido prometido al rey es ahora el sacerdocio según el orden de Melquisedec. Esta figura que en el AT sólo aparece aquí (110,4) y en Gé 14, retuvo también la atención de la comunidad de Qumram. Ocupa un lugar de singular relieve, nos dice Vesco, en la tradición judía. El día de la cólera divina y el juicio de las naciones (110,5-6) dan a este salmo perspectivas escatológicas. El salmo 132, insertado en la colección de los cantos de subida al Templo, retoma el oráculo de Natán, pero lo hace en una frase condicional: si tus hijos guardan mi alianza y los mandatos que les enseño, también tus hijos, por siempre, se sentarán sobre tu trono. La dinastía davídica ha desaparecido, la condición divina no ha sido cumplida, la alianza no ha sido guardada, sin embargo, Dios promete hacer germinar el vigor de David y preparar la lámpara de su mesías (132,17). Reconoce que la alianza estaba condicionada por la obediencia de la ley (132,11-12). El salmo 144 anuncia la victoria final y la salvación. La oración de David se prolonga en la de su pueblo. El salmo 149 retoma la esperanza mesiánica del salmo 2. 15 de diciembre de 2007 / jueves 3.1.08 GJE Todavía vamos a ver cómo, de una manera sutil, leyendo el salterio como libro, desde su comienzo prologal de los salmos 1 y 2, encontramos al ungido del Señor como personaje esencial de la colección de los 150 salmos. Sabemos que los tres últimos invitan a una alabanza universal, lo cual permite suponer que la victoria divina será un día reconocida por todo lo que respira y que se edificará un mundo que no sea más que alabanza. Toda vida llegará a alcanzar su fin: dar gloria a Dios creador del universo y dueño de la historia. Al dichoso con el que se abría el salterio corresponde el aleluya con el que se cierra. De los 150 salmos, concluye Vesco, no brota, finalmente, sino un único canto de esperanza. El mal será vencido. 99 Hemos visto, así pues, el papel central que ocupa el rey David en el salterio. A lo largo y ancho del salterio se ve su actitud como ejemplar: Israel es invitado a adoptar esa misma actitud, Mas todavía hay un lugar al que debemos asomarnos, lo que pocas veces se hace. Me refiero a los títulos que bastantes de ellos llevan, pero que sólo podemos leer en las biblias, pues normalmente se suprimen por no considerarlos importantes. Se toman por meras cuestiones musicales y de canto. Pero, leyendo esos titulillos, David aparece de continuo como el servidor que ha sido librado por Dios de todos sus enemigos y, bajo este aspecto, ha venido a ser ejemplar para nosotros. Son más abundantes en la traducción griega de los LXX. El título del salmo 51, por ejemplo, que menciona el pecado de David con Betsabé y la visita del profeta Natán, nos hace ver cómo el rey se convierte en tipo de quienes Dios ha librado a sus enemigos. Poniendo los salmos bajo un tal patronazgo, el Israel postexílico, rodeado de paganos y de enemigos potenciales, pide a Dios ser librado como lo fue en su tiempo David. Ese título nos hace ver que el suplicante, incluso siendo pecador, podía ser socorrido por Dios si, como el mismo David, se arrepiente y hace penitencia. Esos títulos, nos asegura Vesco, testimonian de una exégesis de los salmos ya existente en el mismo AT. Por eso debemos fijarnos con cuidado en ellos. Y esa exégesis que los títulos presuponen, prosigue nuestro maestro en salmos, es ante todo espiritual. Todo lector de los salmos rehace una experiencia que ha sido ya antes la de David. Nos invitan a revivir esas experiencias en el mismo espíritu en que él las vivió. Quien hace de los salmos su oración es invitado a vivir, por su parte, idéntica situación con los mismos sentimientos. Este proceso de davidización progresiva del salterio, continúa Vesco, se encuentra también en los manuscritos de Qumran. El salterio bosqueja así un retrato de David que hace de él un maestro espiritual. A pesar de todas las desgracias que se abaten sobre Israel, la potencia salvadora de Dios no desaparece. La libranza de la que ha sido objeto, permanece ejemplar. Todos podemos recorre el mismo itinerario espiritual que ha sido el suyo. Quien ha conocido la humillación, recobra el éxito y la liberación de sus enemigos. El yo real es tipo de la comunidad. La oración de David se hace la oración de todo el pueblo. Bien está. De la mano de Jean-Luc Vesco descubrimos una manera espectacular y bellísima de adentrarnos en la exégesis de textos. Esta vez, para nuestra enseñanza, en la exégesis y comprensión del libro de los salmos. Lo hemos hecho, esto ha sido esencial, considerándolos no en su individualidad, sino en su decisiva coherencia global en red. 15 de diciembre de 2007 / viernes 4.1.08 100 GJF Esto es lo malo de un filósofo, dice aquí una cosa y enseguida alguien, quizá él mismo, le hace notar cómo parece ir a contradecirse con otras afirmaciones suyas. Y un filósofo, por pequeño que sea, ni entrará en contradicción ni dejará de dar mil explicaciones convincentes para evitar toda aporía. Tal nos pasa con la historia. Por apañarme con Unamuno parecería haber negado la historia, mas cuando, por ejemplo, hablo en torno a Aristóteles y aprovecho de ese hablar para mis propios pensamientos, combato un tiempo cíclico que impediría la realidad de toda historia. Mas, adentrado el filósofo en ese interés por mostrar la inexistencia de incoherencias, también es verdad, abre creativas líneas de pensamiento y explora nuevas regiones de la realidad. Pero no me encuentro en disposición de meterme ahora en esos difíciles vericuetos del pensar. La razón es clara, mientras tú, cuando leas este paralipómeno, descansarás de los Reyes Magos con un día añadido de vacación, ahíto o ahíta de fiesta, según, yo aún estoy a una semana de la Navidad con los dedos sobre el teclado y la certeza de que no me saldría nada en esas cogitaciones que, tonto de mí, me planteo. En el mientrastanto voy leyendo un libro de aquella benemérita colección de Aguilar encuadernada en piel marrón, a dos columnas. Es el segundo volumen —no me he podido hacer todavía con el primero— de La novela de la Revolución Mexicana. Doce novelas, ninguna larga, de siete novelistas, totalmente desconocidos para mí. Estoy leyendo la cuarta, Tierra, la segunda de las tres de Gregorio López y Fuentes publicadas en este libro. Antes leí las dos de José Rubén Romero. Todas menos tres, un poco posteriores, son de los años 30. Esto significa que es una mirada a la revolución cuando ya está bien instalada en el poder priista. En el segundo de los autores que cito, se nota. Llevo 274 páginas de las más de 1.100 del conjunto. Tras mi viaje por México, bueno, por la ‘monstruópolis fascinante’, tan corto, tan delicioso, me he quedado con mono de sus paisajes, de su historia, de sus gentes. Leo estas novelas con enorme gusto. No son geniales, mas leerlas me está alegrando el ojillo. Se hacen conmigo, aunque, en el segundo de los novelistas, como corresponde a quien es del régimen y escribe en esos años casi de guerra cristera, los opulentos lo son de verdad y el cura siempre es su amigote. Bueno, aquí, eso siempre es episódico, tributo al régimen. Mas hay otras curiosidades y delicias. Las trochas, los valles angostos, las tortillas, los caballos, las columnas que se mueven, la pequeña gente que se quiere con humildad. Tengo la suerte de poder hacer una lectura que no sea ideológica, y me pueden apasionar las películas de Eisenstein, no precisamente fustigador del régimen leninista-estaliniano, aunque uno deba atarse al palo mesana al atravesar el estrecho entre Scila y Caribdis, ya lo he dicho alguna vez. 101 Ayer por la tarde, tras mucho dar vueltas, vi Las puertas de la noche, de Marcel Carné, de 1946. El pasado año no pude pasar de su mitad. Soy, lo he dicho mil veces, de los que se han hecho al mundo con los primeros cien números amarillos de aquella revista de cine. No somos carnesianos ni nos gusta el guionista Jacques Prevert. Y, sin embargo, embebiéndome en el húmedo París nocturno de un blanco-negro reluciente, con unos personajes en historias asombradas, dominados por un Yves Montand jovencísimo, de una fragilidad poética excepcional, con las escenas finales subyugadoras en las calles de ese barrio ancho y pobre junto a los muelles, al oeste de París, se hizo conmigo. 17 de diciembre de 2007 / lunes 7.1.08 GJG Realismo mágico. Suelen emplear esa expresión. En las escuetas notas sobre Marcel Carné que ponía la película de ayer, la empleaba para referirse a él y al guionista de muchas películas, Jacques Prevert, y de los otros continuadores, decía, de Jean Vigo, el inventor del cine francés, muerto muy joven; demasiado joven. Esa misma expresión la emplean también para toda aquella literatura que se escribía en castellano al otro lado del Océano en el último tercio del siglo pasado, comenzando, quizá, por Gabriel García Márquez. Las novelitas sobre la revolución mejicana —me empeño en ponerlo así, no sea que alguien, insensato o insensata, según, siga leyendo meksicana—, sigo con ellas, son humildemente realistas. Cuentan las cosas y los paisajes y las personas tal como están en sus vidas y horizontes, como son, como les parecen, sin ningún elemento recóndito. Ni siquiera hay complicaciones en las maneras de contar lo que relatan, sea porque el tiempo es temporalidad quebrada, como en Juan Manuel de Prada en aquella su maravillosa última novela, El séptimo velo, sea porque son como el “Nouveau Roman”, pelmazas hasta hartar al lector amante de la literatura y no de la progresidad. La celosía se llamaba una de las primeras, si no recuerdo mal; de Alain Robbe-Grillet. Todo en aquellas es simple como el agua deslizándose por el rumoroso reguero. En Las puertas de la noche las cosas no son así. Enorme simplicidad. En los planos de la estación elevada del metro con la que se comienza y se termina. En las personas que nos van apareciendo. Reciben su unidad como afines con la casa a la que todos se refieren. De día, las calles son de un color gris normal para una vida uniforme de afanadas gentes corrientes. Todavía no ha llegado el fin de la guerra. Corre justo el invierno tras la liberación de París, con sus héroes y vendidos al expulsado conquistador. Por la noche, en cambio, colores de una fuerza de negro-blanco en violentos contrastes. Las calles, entonces, tienen otra 102 enigmática fuerza. Nos ponen ante las películas negras de los años cuarenta; presuponen el tercer hombre. La historia es de entremezclamiento de los personajes. No importa demasiado qué les acontece. Un pordiosero, pero alto y elegante en su dignidad, va viendo la interioridad de personas y situaciones y es capaz de decir el futuro de cada uno, su muerte. El loco. El ángel portador del destino. Nadie le toma en serio. ¿Quién lo haría con el que te predice los males que han de acontecerte? Pasa y apenas si es visto por los otros. Lo más que logra es molestarles con sus impertinentes adivinanzas extemporáneas. Muere la amada por los disparos del marido celoso, ella que es, además, hija y hermana de los otros, entremezclada en las historias de los demás, sin saberlo, sin quererlo. Muere en las manos de su marido conducido el coche por el amante en los paseos y charlas de una noche. Cómo te llamas, son sus últimas palabras que el marido transmite al conductoramante. Nunca nada me ha salido bien, nos confiesa, amigo que ha venido a anunciar la muerte de su amigo a la esposa, pero quien resulta estar muy vivo, aunque saliera malparado de su denuncia de resistente a los alemanes por quien es hermano e hijo de un padre que siguió haciendo con todos el mismo negocio. Un discurrir de vidas humildes, sofocadas, llenas de cariños. Intensos colores en blanco y negro, con la voz del destino al que nadie cree, al que nadie toma en serio. Mas lo suyo se cumple inexorablemente. Magníficos actores. Increíble colocación de cosas y voces. Todo en una noche. 18 de diciembre de 2007 / martes 8.1.08 GJH Realismo mágico. Por fin, me he comprado el álbum de 10 cedés de Evgeny Mravinsky, durante cincuenta años director de la Filarmónica de Leningrado. Los estoy oyendo. Nunca he sido fan suyo. ¿Por qué? Mis manías —como tú dices, pues las tuyas son para ti acendradas costumbres— se me han hecho acendradas costumbres —las cuales tú, bien te das cuenta, sabes mis puras manías— y me han podido seguramente. Su manera de interpretar a una orquesta que le obedecía con comedimiento espartano, incluidos todos los días que quisiera necesitar para los ensayos, es de un realismo prominente. Seco. Sin concesión alguna al sentimiento, al menos a la sentimentalidad. ¿Qué pasa, pues, con la música como suprema arte de la emoción? Es verdad que esa sequedad austera puede electrizarte y arrastrarte allá a donde no querías ir; a donde ni siquiera sospechabas que podrías ir. Terreno, quizá, de las puras objetividades de los sonidos que compuso el autor que interpreta. Sin añadidos. Casi sin corazón. Música que podría llegar a quedar cerrada allá donde ni importa ni molesta. ¿Puede ahí 103 saltar la emoción cordial o se trata sólo de una emoción intelectual? ¿La creatividad musical es enardecida por las maneras mravinskianas hasta introducirnos en aquella religión exultada y exaltante que acrecienta lo que somos en ese centro mismo de lo nuestro que se abre a toda la circunvalación del horizonte de ese más-allá que, atrayéndonos, estira de nosotros y nos hace ser en plenitud o, por el contrario, nos rebaja a escuchar las bellezas de la objetividad racional de una música que se haría finalmente puro ruido armonioso? Si fuera de tal modo, la música habría dejado de ser peligrosa en cuanto que removedora de nuestras más hondas internalidades. Veo que alguien me dice con enfado: vaya, ya te has dejado devastar por tus meras ideologías pamplinosas, tan tuyas, tan sin sentido ni racionalidad. Puede. Los ruidos musicales están puestos en su lugar exacto, en conjunción exacta con los otros sonidos, en exacta metricidad. Pura estrictez. Sin emoción. O de un sentimiento que surge de la rigurosa precisión, pero que, así, no lo es pues falta el desmadre, la admiración desaforada, la orgía de creatividad en que, a los ojos de quien la escucha, se convierte ese conjunto inasible, trascendente. Mas, si en la interpretación se cierra el chorro de nuestra propia creatividad de oyentes so capa de tupir el grifo a los sentimientos, que se dicen sentimentales, ¿no se nos ha cercenado de aquello a lo que tenemos todo el derecho, a aquello que el compositor nos quiso regalar y que nosotros fuimos a buscar en él, aunque, bien es verdad, sin saber siquiera que habría algo por encontrar? La creatividad que se nos ofrece es una estupefacción. No estábamos en ello, ni siquiera lo soñábamos. Parecía imposible en nuestro horizonte de inmediatas posibilidades que son las que se nos conceden a la mano. Y, sin embargo, con su ayuda, por su medio, explotó nuestra propia creatividad y comenzamos a ser en plenitud. ¿Desbarro al decir todo esto de la música interpretada por Mravinsky? Ciertamente no en los dos discos en los que nos ofrece música de Tchaikovsky, incluida la 5ª Sinfonía. Ah, sin embargo, bellísima, electrizante a veces, 5ª Sinfonía de Shostacovich. Sonora, clara y poco emocionante Música para cuerda percusión y celesta de Bartók —la amo profundamente: nací a ella con veinte años en la interpretación de Eduard van Beinum—. Parecería que Stravinsky pierde su tan sugestivo interés. Vulgar Prokofiev. Difícil Bruckner —9ª Sinfonía—, capaz de resultar una insufrible pelmada. ¿Es así? ¡No! Ya no sé lo que digo. ¿Baladí Beethoven? ¡Nefasto! ¿Realismo mágico? Ya no lo sé. 27 de diciembre de 2007 / miércoles 9.1.08 GJI 104 Una vez más nos encontramos en el corazón de lo que sea el arte y de su relación con la verdad. Porque, sí es cierto, dejando de lado lo que sea sólo privanza con el dinero y el negocio, lo cual tampoco puede despreciarse y dejarlo abandonado así como así en la consideración del arte, hay aspectos decisivos en él y en sus maneras de evolucionar que tienen que ver con envolturas que no llegan a tocar lo hondo de nuestro corazón. No cabe duda, en él hay momentos de ruptura, de revolución. Rupturas y revoluciones que pasan, de las que se vuelve atrás, pero un atrás que ya únicamente está delante. Pues la carne enmemoriada del propio arte, de esa corporalidad pródiga en nuestras carnalidades, juega con la carne maranatizada de los buscares de más allás, para convertirse en carne hablante, es decir, en puro arte. No se puede hacer una disección en él para decidir quedarnos con lo que ya no sería otra cosa que mera sentimentalidad. El arte es carne, preñado del juego de sus carnes, o no es. Mas la cuestión se plantea cuando, dentro de ese conjunto complejo, queremos mirar la obra de arte, aquella que nos golpea y se hace con nosotros, con nuestro corazón. Porque los géneros y especies de lo artístico y de los artistas y marchantes no nos mueven en esa admiración que busca acercarnos a la verdad misma de lo que somos, mejor, de lo que queremos ser y vamos a ser. Tampoco el estudio de pigmentos y planos, de las urdimbres y el recontar los relatos. Conocer todo eso, lo que saben a la perfección críticos y estudiosos, pedagogos, sociólogos e historiadores que, si se dejan llevar de los mercadeos, lo que parecería ser lo suyo, cierran los ojos a cualquier creatividad, los que chupan la tinta cuando se acercan a un texto, es bien interesante. Abre las fauces del conocimiento y de la apreciación. Pero ¿todo se queda ahí? Entiendo que en un momento sea esencial la aparición de posiciones rompedoras, maestros en ruidos que abran nuevas posibilidades, que se aprovechen del humus de lo deleznable. Cervantes lo hizo con su Quijote, quien salió a conquistar mundo y corazones germinando en la basura de desaforados infolios mil. El Preludio a la siesta de un fauno de Debussy, La consagración de la primavera de Igor Stravinsky o el Pierrot lunaire de Schönberg tan rompedores, supusieron una renovación asombrosa de la música; inauguraron caminos revolucionarios. ¿No acontece lo mismo ahora con la música minimalista o con Ligeti o, quizá, con Stockhausen o, hablando de intérpretes, con Nikolaus Harnoncourt y Gustav Leonhardt en la música barroca? Todo fue diferente tras ellos. No lo olvidemos. No lo olvidamos. Mas el problema subsiste entero. ¿Qué hace al arte? ¿Cómo consigue la música hacerse con nosotros los veedores penetrando al hondón de nuestro corazón, hasta la asombrosa profundidad de nuestros sentimientos? Nótese que, planteadas estas preguntas esenciales, no queremos referirnos a lo que la música tenga que ver con el conocimiento, sino lo que ella tiene que ver con la expresión de lo que 105 hemos sido, de lo que somos y de lo que vamos a ser. Pues la música es siempre ‘música celestial’; el arte es siempre divino. Nos saca de un nuestro estar aquí, enfeudados en lo que tenemos a la mano, porque pura construcción nuestra que exploramos con nuestro conocimiento, para en una sorpresa indescriptible abrirnos a la creatividad entera de la imposible-posibilidad. El arte, entendido así, ¿cómo de otro modo?, es negación del, ahora ya, mero mundo de los posibles del ente unívoco. Encarnación en las corporalidades del ser analógico. 19 de diciembre de 2007 / jueves 10.1.08 GJJ Ya no sé si sé algo, anunciaba. Las cosas van quedando dentro y se hacen palabra. Opiniones acendradas que se van convirtiendo en emperramientos. Lo que uno dice siempre, cada vez que viene a cuento o a descuento. Pero ¿corresponden a la verdadera realidad cuando uno actualiza en su rumiar, en su escuchar, en su sentir, aquello sobre lo que habló, pues se le convirtieron en palabras? ¿No nace de aquí, precisamente, la ideología? Las palabras opinantes del ahora se han convertido en repetir aquello que, al parecer, en un momento fue el sentimiento ante una música o una manera de interpretarla. Y la opinión se larga con la autoridad de lo que fue, pero ahora resulta no ser o poder ser de otra manera, pues las cosas de la música y las del sentimiento —el arte, religión del sentimiento—tienen muchos perfiles y meandros. La creatividad personal se ha acrecentado y puede acontecer que aquello no correspondido entonces, ahora, sin embargo, encuentre caminos y líneas de entendimiento, de aceptación. Lo entonces no visto ni oído ni percibido, en el jugar de las carnes que se da en el ahora, el único tiempo existente —otra cosa es la temporalidad, el tiempo de nuestra carne y de nuestras más íntimas corporalidades, como es la de la música, del arte—, se ve, se oye y se percibe. ¿Qué ha ocurrido? En primer lugar debemos preguntarnos por lo que puede ocurrir. Y puede ocurrir que el saber de entonces se arrastre como pura excrecencia apelotonada de una carne enquistada y podrida a la que referirnos con lo que aseguramos para amansar nuestra conciencia es saber-de-ciencia y no pura opinión de un momento, empujado por tantas cosas y por tantas influencias que, siendo aquellas, se han convertido en predeterminantes para nosotros en nuestro ahora. De modo que repetimos como nuestro y para siempre lo que no es sino el reflejo de una carne enfermada de puro haberse quedado allá en el mero recuerdo. Siendo las cosas así, nos quedamos como petrificados en aquellas opiniones a las que les damos ya sabor de ciencia adquirida para siempre. Ya no deberemos enfrentarnos más con esta música o esta interpretación, por ejemplo, sino que sabremos antes de escucharla lo que debemos 106 recordar y repetiremos como carne habladora propia. Ya veis, puro emperramiento irracional. Así, un proceso de sentimiento, de irse haciendo nuestro hondón de cordialidad a la realidad de lo que sentimos y de lo que decimos, siempre en ese tenaz juego de las carnes que nos hacen carne hablante, se convierte en mero plagio de aquello que, estando en la primera configuración de lo que supimos con lo que decidimos ser saber-consaber-de-ciencia, se nos convierte en pura excentricidad ideológica. Ya no más de creatividad, pues todo se nos ha dicho para siempre. Aquello, mediante la ideología, predetermina nuestras opiniones, nuestro sentimientos y nuestras palabras del ahora. Por eso, viviendo siempre en el ahora, nos encontramos en un recinto cerrado por la predeterminación ideológica que nos arrastra hacia aquello que decimos haber sido, configurador de lo que somos y seremos para siempre. Cuando uno va ascendiendo en la escala de la experiencia termina por ver cada vez más a quienes reaccionan a todo lo que se nos da en nuestro ahora con palabras fijadas de antemano, teniendo para siempre respuestas hechas y forradas de plomo. Se muestra una incapacidad cada vez más radical para ver las cosas, las músicas y sus intérpretes, por ejemplo, en su corporalidad real de su verdadera realidad. Todo parece estar ya prefigurado. No hay capacidad de enfrentamiento novedoso con el ahora, pues el ahora ya es cosa de aquél ayer decisivo y final. 20 de diciembre de 2007 / viernes 11.1.08 GJK He leído un largo escrito, y luego he tenido una amplia conversación con su autor, una persona de más de ochenta años, cómodamente jubilado, excelente profesional en lo suyo, de aquellos que han sabido utilizar muy bien su cabeza, porque la tienen y porque el trabajo se lo exigía. Habla de muchas cosas. Es muy bonito ver esos hablares de quien lo hace subido ya en lo más alto de una larga e inteligente experiencia. Hubo un punto, sin embargo, de grave desacuerdo. Cuando lo leí y, después, cuando hablamos; aunque él decía que le había malinterpretado. Quizá. Eso de la exégesis, como sabemos paralipoménicamente, es cosa harto difícil. Ante la cantidad de religiones que verifican estar en la verdad, y guerrean cruelmente entre ellas, nos encontramos en un real callejón sin salida. Él, mi amigo, es cabal cristiano. Sin dudar un minuto. Cree posible encontrar un ámbito de acuerdo ante verdades reconocidas por todas las religiones: no hagas a otro lo que no quieras que él te haga, por ejemplo. Esas son verdades puestas en nosotros por el mismo Dios, quien nos ha dado además un fuerte sentido común. Pues bien, la cuestión estaría en 107 encontrar aquellas verdades que pueden ser admitidas por todos, y que de hecho todos compartimos, mientras olvidamos las cuestiones que sean más particulares y polémicas, en las cuales no habría acuerdo, y sobre aquellas construir algo así como una “religión civil” que nos una y nos haga vernos unos a otros con buen talante, en vez de ese desamor que tan frecuentemente se da entre las diversas religiones. Por supuesto, ahí, en ese ámbito consensual, estaría el amor, que es Amor de Dios. Intenté hacerle ver —¡no sé si con éxito!— que había ahí una dificultad grave para los que somos cristianos: abandonaríamos esa percepción tan clara y real que tenemos de que es en Jesucristo en quien se nos hace visible el Dios invisible; que es en él, con él y por él en donde se nos revela y hace realidad nuestra salvación. Esto, para nosotros, debe ser irrenunciable si es que no queremos, precisamente, abandonar el hecho mismo de la encarnación del Hijo de Dios que, luego, por nuestros pecados, morirá en la cruz y a quien el Padre Dios lo resucitará, enviándonos el Espíritu Santo y constituyendo la Iglesia. Nuestra carne no podría jamás ser divinizada, pues Dios nunca se habría encarnado. Abandonaríamos, pues, al Dios Trinitario. Él, es verdad, añadía más cosas a su postura ecuménica. La ejemplaridad del sufrimiento de Jesús en Getsemaní, donde comprendemos la profundidad, ocasión y lugar que en nuestra vida ocupa el sufrimiento, la corrección a los hijos por parte de sus padres, etc., que no son males, sino maneras preciosas ofrecidas por Dios para conducirnos por sus caminos de comprensión y de acción. Intenté también hacerle comprender que su religión parecía basarse sólo en la razonabilidad, que el llamaba sentido común, la acción de actos de bien, tal como encontramos en nuestra común religión civil, y en esa ejemplaridad a la que me acabo de referir. Creí entender que en mi amigo se daba un peligrosísimo deslizamiento de algo bueno, como lo que se nos ofrece en la Constitución americana con respecto al papel de la religión en la sociedad civil y del absoluto respeto a ella por parte de todos y de todo, en un plano de total igualdad respetuosa con todos, o lo que se nos ofrece en el Decreto de Libertad Religiosa del Concilio Vaticano II —recordad que hay un libro precioso de Gerardo del Pozo sobre él—, al hecho mismo de la “religión civil”. Aquello absolutamente aceptable. Esto totalmente rechazable. 24 de diciembre de 2007 / lunes 14.1.08 GJL La especial algunas escribir, página sobre Mravinsky casi me ha desangrado. De manera muy los dos últimos punto y aparte, tan cortos, en donde califico de sus interpretaciones. De los textos que más me ha costado que más me han removido por dentro y que me han dejado más 108 insatisfecho, mejor, menos seguro de lo que digo, con una inseguridad tambaleante. Quise dedicar muchos ratos de las vacaciones de Navidad a Aristóteles, y no llevo sino un continuo meditar sobre esos calificativos. ¿Por qué? Por una razón sencilla: sobre ellos descansa la teoría de la ideología que sostenía. Pero si ellos, que querían ser la prueba de mi teoría, me han sido tan costosos de escribir, si he cambiado tantas veces poniéndolos y borrándolos, escuchando una y otra vez algunas de las interpretaciones mravinskianas, ¿qué digo cuando acuso a alguien de dedicarse a la ideología? ¿No seré yo mismo el ideólogo? ¿No seré yo mismo quien cuando escucha una interpretación musical —no digamos si se tratara de una música— le aplica los juicios raciocinantes que me retornan de los viejos tiempos, como si las cosas me vinieran ya dadas por el mi origen de manera predeterminada, como si fuera un papagayo que, en cuanto oye los primeros compases de la interpretación, rebusca en sus viejos ficheros, allí donde las cosas se le dan claras, y le aplica los calificativos correspondientes? Mas, entonces, de ser así, se habría roto lo más esencial de nuestra manera paralipoménica de acercarse al arte y de dejarse arrastrar por la belleza. Habría como un filtro que nada tiene que ver con ellos, filtro ideológico, burocrático, para reanudar con viejos temas; un filtro del “se”, el cual nos dice de manera segura y aseguradora cómo sentir, cuáles tienen que ser los sentimientos que renazcan en nosotros cuando nos ponemos a la escucha. No puede haber sorpresas, sino seguridades, certezas allanadas. Acuerdos de lo que soy con lo que fui. De lo que siento con lo que sentí. Pero, si esto es así, ¿no ocurrirá, precisamente, que en aquellos viejos tiempos a los que nos retrasamos, ya esos sentimientos fueron los que se introyectaron en mí, no a través del sentimiento, claro es, sino de las ideas, de la seca razón, de la entonces ya pura ideología del “se”? Si fuera así, lo decisivo en lo que soy y de lo que siento estaría no en este ahora en el que se me ofrece en pura creatividad de carne hablante, habladora de sentimientos producidos en mí ahora, es esencial que sean ahora, sino en un origen en el que se me dio para siempre toda posibilidad de comprensión y de escucha. Ya no sería libre en mi creatividad, sino que quedaría reducido a un puro poste repetidor de señales que me vienen de aquél “se” al que fui enseñado, mejor, adiestrado. Mi decir de ahora, pues, no sería otra cosa que un repetir palabros en los que fui endurecido de antiguo. Alguien, por eso el continuo “se”, introdujo en mi ser aquello a lo que debo reaccionar de idéntica manera cada vez que se me presente lo que tengo escrito en la burocrática ficha en donde constan, desde entonces, mis sentimientos de ahora. Pero, siendo esto así, no hay sentimientos ahora, sino mera repetición ideológica. El arte no será religión de sentimientos, sino juicio repetitorio de lo que debo decir en cada momento, en un decir manoseante de lo consabido. Porque el sentimiento no sería el horno 109 mismo de mi creatividad en el ahora en el que vivo, y sólo vivo en el ahora, sino mera repetición de lo que “se” me mandó. ¿Quién me lo mandó? 27 de diciembre de 2007 / martes 15.1.08 GKC He visto estos últimos días varios deuvedés, dos de ellos maravillosos. Uno, antiguo, de los años cuarenta. Otro, nuevo, de los años dos mil. El primero, de aquellas geniales películas del cine negro en su década prodigiosa. Todo se va centrando en los colores de lo que se nos muestra. Colores blancos y negros en violento contraste. No porque los blancos sean los buenos y los negros los malos, ¿por qué habría de ser de esta manera rezumante de racismo?, sino por la fotografía, por los actores, por los encuadres, por el punto de vista en que se nos coloca para contarnos el relato; porque el mundo, la vida es así. Escenas deslumbrantes cuando, perseguidos, claro, entran en una fábrica en la obscuridad abandonada de la noche. Pero el malo, que nunca conoció el cariño en su existencia malograda, cuando lo conoce —¿es amor?, con cariño ya es suficiente, aunque fuera el primer paso para el amor—, es capaz de colaborar, aunque le cueste la muerte, en la derrota de los epulones que venden el gas mostaza a los japoneses; estamos todavía en tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Una joya lindísima. El segundo, el último producto de un cineasta que terminó siendo asombroso por sus maneras increíbles de su hacer cine. Más de treinta personajes que, en 1932, pululan por los dos niveles de una vieja mansión epulona. Los de arriba, los señores, incluso con sus colores más dorados, y los de abajo, la legión de sirvientes, con sus tonos más velados, bellos, pero sin fulgor. Casi en el último tercio muere apuñalado con cuchillo de plata el señor opulento al que todos deben, todos buscan y todos odian; mas el puñal se clava en un cadáver envenenado. Como si quisiera inspirarse en algún argumento de Agatha Christie. Qué maestría en el ir viendo, en el acompañarnos con la cámara en mil movimientos para ir descubriendo personas en sus relaciones quebradas, en sus idas y venidas, entradas y salidas, conversaciones entrelazadas; personas odiosas, buscadoras de la cercanía del poderoso del que dependen o en sus vidas o en sus dineros o en sus intereses. Casi todo en interiores magníficos del deslumbrante caserón. Mil personajes que se reúnen para una cacería de faisanes y sus mil criados y criadas. Todo ello en mezclamiento ardoroso. Parece mentira cómo en el ir pasando junto a ellos de mano del genial director de la película, los conocemos, tomamos partido. Nos enseña una manera de vivir. Decadente. Moribunda. Pero en la que todos los enredos de nuestra propia vida se expresan. Está tan bien hecha que, aunque jamás antes la había visto, puedo decir sin ambages que es una de las más 110 hermosas películas que haya visto en mi larga vida cinematográfica. Su director es un maestro. Todo parecería llevarme a que no me interesara demasiado, o la considerara una hermosa película menor. Pero la perfección del hacer es tan sublime, tan asombroso, me arrastra de una manera tan decisiva, que se hace conmigo por completo y para siempre. Me refiero a El cuervo, This gun for Hire en su título inglés, una novela de Graham Greene —se nota en el sintomático personaje que es el jovencísimo Alan Ladd—, de Frank Tuttle, de 1942, acompañado de la inmensa pléyade de maravillosos técnicos por esos años: fotografía, música, ambientación artística, montaje. Tuttle tuvo luego problemas con el macarthismo y desapareció. Y la abracadabrante Gosford Park, de Robert Altman, de 2003. De él sólo había visto antes El juego de Hollywood, de 1992, y Vidas cruzadas, de 1993, todavía películas de quien, ya al final de su vida, está aprendiendo para hacer una obra maestra. 28 de diciembre de 2007 / miércoles 16.1.08 GKD Haré paralipómeno de algo extrañante: Gosford Park, que no tendría por qué haberme gustado en exceso, me capta hasta el puro deslumbre, y, en cambio, La habitación del hijo, película de 2001 dirigida e interpretada por Nanni Moretti, palma de Oro en Cannes, me ha dejado medio vacío, cuando todo hubiera podido llevar a pensar que esta sí, que esta me parecería el culmen de lo que me gusta, mejor, de lo que debería gustarme. Pues no, ya veis. Para mi confusión y explicamiento, quisiera intentar declararme, aunque sé muy bien que a penas si lo conseguiré. La plasta sangrante que acostumbran ser todos los extras —hay una excepción: Claude Chabrol, fue cocinero antes que fraile, crítico de cine sorprendente allá en los amarillos Cahiers du Cinéma—, no digamos si es un segundo deuvedé completo, suele servir para anestesiar al veedor y llevarle a todo ese ámbito que sólo tiene que ver con el cotorreo y la aplicación de sabias ciencias a mis ojos para que termine por no ver; peor aún, para que crea que ver es no ser veedor, sino recolector de tonterías historicistas, de diversos cientificismos sobre la obra de arte; para chafarme y que no sea veedor de ella. Pues bien, en la de Nanni Moretti también hay extras. En un momento, se explica diciéndonos que desde hace bastantes años quería ser psicoanalista en una de sus películas. Ese es el corazón originario de la habitación vacía. Luego, siendo en la película médico analista de los de la tumbadera, se va inventando una familia modélica y una curiosa caterva de analizados muy locuelos, en donde él es rey. ¿Qué pasaría si en ese antro profesional de buena paz, irrumpiera la muerte súbita del hijo en el mar? Veámoslo. Analicémonos y 111 veremos de hacer discurrir la acción por los vericuetos que nos han de parecer. Cuidado, no que nos han de aparecer, sino que nosotros, es decir, Moretti y sus guionistas, haremos aparecer por arte de birlibirloque. Entonces hemos de ver cómo la familia, asolada por fuerzas centrífugas ante la muerte del hijo y hermano, diferente el padre, diferente la madre, diferente la chica, va tomando las de villadiego, los enfermos también, y la relación de su analista con ellos, por su no aceptación del hecho, se hace imposible. Momento decisivo en esa familia cuando —nos dice Moretti, esto es muy importante: nos lo tiene que decir en sus extras extemporáneos a la misma película— los amigos del hijo y su hermana organizan una misa funeral. Y nos lo tiene que decir en sus explicaciones extras, porque ninguna expresión aparece antes en su relato. No tendría que haber sido el quicio mismo de su película, pero en las explicaciones de Moretti sí lo es. En ella, el cura dice las cosas que le interesan a los guionistas, claro, esto es esencial, así después el psicoanalista-padre, durante el desayuno, puede decir lo que nos tiene escondido en su corazón: una violenta laicidad a la italiana, en la que explota su ira ante las explicaciones parranderas de la brutalidad solitaria de la muerte. Los extras —¿también la película que el veedor ha visto?— nos dan cuantas explicaciones se quieran dar. Paparruchadas finales en las que aparece la “novia”, que nunca lo fue, del hijo muerto, en su viaje de corremundos autoestoperos con su amiguito de ahora. Pero ya la gente ha pasado por el aro de la ideología, la suya, racionalista hasta el desborde. Terrible confusión, en la que, es obvio, la muerte del hijo es no más que un añadido a la situación del psicoanalista, para ver, ideológicamente, qué acontecerá. Ay, que yo quería hablar bien de Altman. 28 de diciembre de 2007 / jueves 17.1.08 GKE Y hablaré de él. Me refiero a Robert Altman. Peliculero extra de mil filmaciones, incluida la televisión, lo que da mucho oficio en la construcción entrecortada del relato, y los movimientos del punto de vista en que este se hace. Moretti parecería contarnos cosas de mucha trascendencia. Altman, no. Sin embargo, quien nos llega a lo profundo de nuestro interés y al hondón de nosotros mismos es este, no aquel. No nos quiere rociar con una ideología, la suya, por bonita que sea, construyendo toda su maquinaria para hacer que ella se transmita a quien vea su película, sino que nos hace verdaderos veedores. Veedores de la belleza, del movimiento de las personas y de las cosas, de sus relaciones, negruzcas y traicioneras, sobre todo en los de arriba, o inocentes y sensuales, sobre todo en los de abajo, pues gente con menos conchas, con 112 menguados intereses, más pie a tierra, pero capaces también de lo peor, de lo más artero, del crimen. Moretti busca hacernos de los suyos. Altman quiere que contemplemos la enorme belleza de un mundo que contiene también tanta insolidaridad y mezquinos intereses. Un mundo terminante; nosotros le vemos dar sus últimas bocanadas. Mundo finiquitado el de arriba; de la misma, también el de abajo. Una parábola de lo que nosotros los veedores somos y vemos en nuestro propio mundo. Quiere mostrarnos cómo la belleza, belleza del hacer, belleza del contar, belleza de los colores y de las interpretaciones, belleza del rolls-royce negro y amarillo, ya viejo para entonces, belleza de la insistente lluvia que cala hasta los huesos a los de abajo, belleza insolente de la mansión con sus inmensos pasillos iluminados con diferente luz si son los de arriba o los de abajo aunque todavía más arriba de los de arriba están los cuartos de la servidumbre, de la complicación de escaleras, en donde nosotros vemos entrar y salir a las personas que viven en el relato, nos transforma en veedores. Y, cosa curiosa, nunca son muñecos con los que se quiera mostrar ideas y condenas de mundos sumergidos para siempre en el polvo de la historia, sino nosotros mismos enlodados en las necesidades egoístas de nuestra vida, una vida en la que, sin embargo, florece el amor, la entrega, la bondad. Demasiado poco, es verdad, pero ahí está. Como en la vida misma. Belleza de las cosas. Altman no es un ideólogo. No va a rellenar de aspectos carnudos sus ideas. Es un católico de raíz, es decir, alguien que, como Hitchcock, pasa a través de la belleza de las cosas y de los colores, de los relatos en los que vemos vivir y sufrir a nuestros personajes, como nosotros mismos. Pero, sobre todo, pasa a través de la encarnación de la belleza, pues esta nunca es explicativa, sino expresiva. En fin, ya ves, me explico como un libro abierto. Antes de terminar, y de que se me siga olvidando, es digno de hacerse notar la extremada mala calidad que nos inunda ahora en los deuvedés. Se aprovechan de películas que nunca habían aparecido antes y con las que estas casas filibusteras están llenando los grandes almacenes. New Columbia Classics, por ejemplo, tiene la gentileza de ponernos los subtítulos sólo en portugués. Otros nos regalan con ocho o diez subtítulos en serbocroata, etc., pero no en castellano. Más nefasto todavía, Sogemedia, no da subtítulos, pero sí una irrisoria calidad de sus copias, sus colores parduzcos parecen espurridos con la caca de algún mamoncete hórrido en su descomposición; por ejemplo, El proceso de Billy Mitchel, de Preminger. Hasta las carátulas son fotocopias fementidas. Ver para creer. ¡Y cobran los precios más altos del mercado! 28 de diciembre de 2007 / viernes 18.1.08 GKF 113 Hoy y Ayer es la revista de los antiguos alumnos del Colegio de los Jesuitas de Nª Sª de Begoña de Indauchu, en Bilbao. La recibo y leo con gusto. Estuve nueve años yendo a pie enjuto mañana y tarde desde mi casa, incluidos los sábados, cuando salíamos una hora antes de lo acostumbrado. Sólo los jueves por la tarde y el domingo teníamos vacación, aunque de niños al principio de la tarde teníamos cine en el colegio, al que íbamos corriendo para ponernos en primera fila y ver las películas de los buenos contra los malos que nos hacían gritar de modo alegre y salvaje. Como parece que debería corresponder a una revista que tenga que ver con los jesuitas, de resonancias más bien progres en artículos aquí y allá. Mejor, en donde es obvia la progresía en la que uno se mueve, en la que nos movemos todos, en la que nos deberemos mover todos los antiguos alumnos de los jesuitas. El número del otoño del año terminante —escribo esta página todavía al finalizar el año— está dedicada al bilbaíno P. Pedro Arrupe, antiguo General de los Jesuitas. Lo pone muy bien, cosa que entiendo y comparto. Quienes tuvieron trato personal con él le quisieron a rabiar. Lo entiendo y comparto, repito. Pero, sin embargo, en varios de sus artículos hay tics progres que me llaman la atención. Veámoslos y, luego, intentaremos considerar por qué se dan esos que llamo tics. Hay un artículo de Iñaki Azkuna, alcalde de Bilbao, de donde copio esta frase: «Seguro que hay santos con menos méritos que Arrupe, o dicho de otro modo, ¿todavía persistirá el miedo en la Curia?, ¿el miedo al cambio, a la novedad, a la transformación del mundo en uno más justo, es decir, a lo que persiguió Arrupe?». Estoy convencido de que piensa como cosa propia estas palabras —¿quién no?—, mas os recuerdo lo obvio, no sea que, leyéndolas, se os espurree el pensamiento: Azkuna es alcalde del PNV y, sobre todo, alcalde del régimen, es decir, del Régimen que gobierna con democrática mano férrea desde hace treinta años en esa mi tierra, mejor, una de mis tierras más queridas. Pedro Miguel Lamet, biógrafo jesuita del P. Arrupe tiene un largo y laudatorio artículo. ¿Alguien mejor para escribirlo? Emocionante en varios momentos. «Desde entonces —su experiencia de la bomba atómica sobre Hiroshima, donde se encontraba, el 6 de agosto de 1945—, Arrrupe iba a permanecer joven y libre, además de profético en el sentido bíblico del término». Esta es la luz que va a iluminar todo lo que venga en la vida de Arrupe y todo lo que de ella diga Lamet. Pronto sabemos lo obvio, al ser elegido General «ya había dado la vuelta al mundo y había vivido una continua experiencia internacional, pero bien diversa de la de Karol Wojtyla». Habla, con razón, de la onda explosiva que significó Arrupe, la cual «se extiende a todo el mundo, respondiendo a los desafíos de los años sesenta y a la era postconciliar». Así lo caracteriza Lamet: «era un líder indiscutible del postconcilio, seguido y admirado por el ala renovadora, entonces mayoritaria, de la Iglesia». Empiezan serios problemas con la Santa Sede. Ya Pablo VI comenzó «a asustarse en su 114 última etapa de las consecuencias ambiguas creadas por la revolución espiritual que había provocado el Concilio Vaticano II en la Iglesia». Juan Pablo I tenía preparado «un discurso muy severo a los miembros de la orden ignaciana», pero murió demasiado pronto. Doy por conocidas las borrascosas relaciones con Juan Pablo II; quizá, sobre todo, con quienes le rodeaban, especialmente cuando quedó apartado durante años por una trombosis. 29 de diciembre de 2007 / lunes 21.1.08 GKG Sigo con el Arrupe de Lamet. Es posible que no sólo las relaciones fueran difíciles, sino que hasta la simpatía de Juan Pablo II por el enfermo fuera como se desprende de algunas anécdotas. «Es claro que el Papa venido del Este no podía comprender el diálogo con el marxismo o el apoyo de Arrupe a los movimientos relacionados con la teología de la liberación, además de la nueva inmersión secular de los jesuitas en puestos de frontera». Sobre esto volveremos. Es verdad que más tarde el papa le fue a visitar tres veces a su lecho de enfermo: «las fotos muestran un Arrupe dulce y obsequioso frente a la mirada correcta pero distante del Papa». Habla de una foto anterior que dio la vuelta al mundo que «reflejaba sin lugar a dudas una mirada severísima de Wojtyla al general de los jesuitas». Puede, pero los hacederos de la revista han tenido la osadía de poner al comienzo del artículo una foto que pone la carne de gallina: un emocionadísimo enfermo terminal de pie, que es besado tiernísimamente por el papa. Mala suerte para nosotros los lectores, que deberemos creer los decires, por encima de nuestros propios ojos. Pero, es verdad, el papa dio un golpe de mano, como le llama Lamet, no conforme a las Constituciones de la Compañía. Las cosas se arreglaron luego con la elección, en vida todavía de Arrupe, del general que ahora lo va a dejar, Kolvenbach. Prosigue Lamet. «Es cierto que los religiosos sufrieron también el embate del descenso de vocaciones. Sólo los jesuitas perdieron más de diez mil miembros. Pero, como Arrupe decía, la crisis había que inscribirla en un cambio global, una transformación del mundo y una caída de los viejos valores que debía encontrar nuevos cauces en el shock que vivió el mundo en los años sesenta». Los religiosos, continúa, «gozan a veces de gran libertad para la denuncia profética e incluso para la crítica interna de la Iglesia. Ajenos en su mayoría a la ambición de cargos o “hacer carrera” en la institución, preocuparon al Papa en su nueva línea de comunión unificadora de la Iglesia. En casi todos los movimientos de liberación y deseo de purificación de la institución eran religiosos muchos de sus líderes». Más aún, «las medidas del cardenal Ratzinger se dirigen 115 en buena parte hacia teólogos, periodistas, profesores y formadoras religiosos». Luego, Lamet sigue hablando bien de Arrupe. Y hace bien con ello. Pero ¿no hay en lo que os acabo de señalar una tendencia irrisoria a hacer ver que hay unos buenos y unos malos? Los buenos, Arrupe, arropado por los mejores de entre los religiosos, por los teólogos de toda liberación, por los santos y seguidores del Jesús bueno y pobre, mientras están los malos, rodeando como falange prieta a Juan Pablo II —y por la cita, supongo que seguirá la cosa idéntica con Benedicto XVI—, sus burócratas Curialistas y condenadores de toda creatividad espiritual y de un seguimiento de Jesús que luche por los pobres. Eso se daba en aquellas películas de los domingos a las cuatro de la tarde, pero no en la realidad que tú y yo, empedernidos paralipomeneros, conocemos bien. Creo que en nada son así las cosas. Debe ser maravillosa esa tendencia a creerse y hacer que nos creamos que ellos y nosotros estamos entre los buenos, con nuestros níveos vestiditos y nuestros blancos caballos, chupando cámara que nos ve obsequiosamente desde abajo, para realzar nuestra figura, mientras los otros, los malos, van de negro y en caballo como luzbel, aplastados contra los viles interese del suelo por la toma desde arriba. Bien, quizá sea verdad. Mas, quizá no. 29 de diciembre de 2007 / martes 22.1.08 GKH En la misma revista hay otras páginas de Jon Sobrino, desde hace tantos años en Centroamérica, en El Salvador, uno o dos años mayor que yo en el Colegio de Indauchu. Ofrece un hermoso recuerdo del P. Arrupe, de sus desacuerdos iniciales, graves, y de sus acuerdos finales. «En Nicaragua, en medio de inmensos problemas eclesiales, defendió “el apoyo crítico” de los jesuitas al sandinismo», y poco después, «pienso que para él ver surgir una Compañía un poco más parecida a Jesús de Nazaret y con numerosos mártires por la justifica, fue una causa de alegría». Me voy a fijar en estas palabras. Pero antes, quisiera hablar de un recuerdo que siempre me ha sido muy vivo. Ignacio Ellacuría era rector de la UCA, universidad centroamericana de los jesuitas. Recordad que un día fuerzas paramilitares asesinaron a siete personas en esa universidad. El primero de ellos, el propio Ellacuría. Pues bien, muy pocos días antes estuvo en Salamanca, en la Universidad Pontificia, participando en una reunión de rectores de universidades católicas. Mi rector me dio el encargo que estuviera todo el tiempo con el de la UCA, en previsión de que hubiera alguna dificultad o aburrimiento. Junto con María Teresa Aubach, unos años antes, le habíamos invitado a conferencias multitudinarias en nuestra universidad; lo conocía de eso no más. En esta última ocasión 116 estuve varias horas con él. Hablamos mucho y con enorme simpatía. Insistió, sobre todo, en la terrible situación en la que se encontraba. Partiendo de una posición favorable a las revoluciones sandinistas y centroamericanas, que había apoyado con toda la mucha influencia que tenía, por lo que se había conseguido la enemiga feroz de los contrarrevolucionarios, llevaba un tiempo de máximo desaliento, pues, habiendo comprendido que debía predicar a diestro y siniestro la paz entre los contendientes tan radicalmente enfrentados, que con la violencia sólo se generaba mayor violencia y menor posibilidad de salir de ella, con el sufrimiento terrible del menudo pueblo, había comenzado a hacerlo con todo su vigor. Así, decía, estaba consiguiendo que sus anteriores amigos se le hubieran convertido en acérrimos contradictorios, por lo que, terminaba, estoy convencido de que tanto los anteriores enemigos como los nuevos enemigos quieren acabar con mi vida. Cualquiera de ellos, insistía. No pueden soportar mis posturas de paz y los esfuerzos por predicarla y conseguirla. Pocos días después nos enteramos de la terrible matanza. El día que pasamos juntos, sólo comenzar nuestras conversaciones, faltaría más, le recordé cuando dio sus sonadas conferencias sobre Zubiri en la Universidad Pontificia de Salamanca. También le recordé la postura que una tarde, con el aula magna llena hasta la bandera, presentó de manera tajante su postura diciéndonos, a pregunta mía, que el futuro eclesial y político pasaba por lo que entonces estaba aconteciendo en Centroamérica, en su teología de la liberación y en la colaboración con las fuerzas revolucionarias marxistas, no en lo que por entonces comenzaba a ocurrir en Polonia con su sindicato revoltoso. Esto le parecía cosa sin importancia ninguna y, peor aún, lo veía como posturas procedentes de fuerzas retrógradas y marginales, sin importancia histórica alguna de futuro. Se puso más bien triste: entonces pensaba así, reconocía endolorido, pero me equivocaba de medio a medio; las calificaciones hubieran tenido que ser exactamente las contrarias a las defendidas aquella tarde. No quiero insistir más, sólo hacer ver que una actitud de rotundo encuadre ideológico también aquí es peligrosa en extremo; peor aún, nefasta. Nos hace ver que debemos decir ahora lo que entonces “se” dijo, en postura de predeterminación. Paralipoménicamente lo sabemos bien. No me fijaré en aquellas palabras citadas arriba. Me da lacha, demasiada pena. Otro día, quizá. 29 de diciembre de 2007 / miércoles 23.1.08 GKI Fidel Castro acaba de hacer unas declaraciones curiosas tras cuarenta y ocho años en el absoluto poder de Cuba. Se ha dado cuenta de 117 que no debe aferrarse al cargo, pero nos confiesa, según nos dicen, que se prendió al poder por exceso de juventud y escasez de conciencia. Parece haber dicho más aún, que no debe obstruir el paso a personas más jóvenes; lo que él puede aportar es experiencia, cuyo modesto valor viene de una época excepcional. No sé si serán verdaderas, pero en todo caso han sido bien encontradas, como dicen los franceses. Curioso, ¿no?, parecerían provenir de los labios del mismísimo Francisco Franco. Pero, claro, lo que en este debe ser deleznable por consentimiento de ahora — ¿entonces también?—, a tantos y tantos de los nuestros, de los progres de abolengo, de los cercanos a poderes reales, contantes y sonantes, incluso gubernamentales, música celestial tocada desde casi siempre, vistos los años y diversas circunstancias que ya han pasado, en aquél parece debiera ser comprendida y aceptada con grandes consideraciones, pues Castro es un tipo bien —los malos, los verdaderamente malos son los otros, bien sabes quién— en el fondo. Puro horror. Hace unas semanas aconteció en el periódico que nos manda, El País, algo inusitado. Parece ser que los dos tercios del conjunto de los periodistas que lo constituyen se sublevó en una carta al director contra un editorial del 10 de octubre pasado del mismo periódico sobre el Ché Guevara, que titulaba “Caudillo Guevara”. Se metía con eso de que la disposición a entregar la vida por las ideas aparezca al romanticismo europeo digno de admiración y de elogio, cuando no es sino un «siniestro prejuicio». Nótese que esto se dice a propósito del Ché, pero caben en idéntica afirmación muchos más y con mayor veracidad aún, tú lo sabes. Rechaza, sigue el editorial, que la violencia sea fecunda. En realidad, esa disposición «esconde un propósito tenebroso: la disposición a arrebatársela a quien no la comparta». Hago notar de nuevo algo importante: una vez que se diga raciocineramente, por ejemplo, que las religiones son ideas pervertidas, se abren en extremo las cuerda del saco. El Ché perteneció «a esa siniestra saga», continuada desde nacionalistas a yihadistas, «que pretenden disimular la condición del asesino bajo la del mártir». Por más que diera su vida por ellas, prosigue, sus ideas procedían de un enorme sistema totalitario que no ha dejado sino «un reguero de fracaso y de muerte». Nos basta con esto. Pues bien, me entero de que una enorme proporción de miembros de la redacción del periódico ha considerado injusto e inadecuando el editorial. Para ese grupo de más de dos centenares de periodistas, la figura del Ché les parece compleja y con luces y sombras, lo que, en su opinión, hace que no merezca calificarle de mártir asesino. Los firmantes, según parece, se dolían de que el editorial no abordaba la figura completa del personaje y de que lo tratara como si no hubiera una escala de grises. Me encanta eso de la escala de grises, como en las películas negras de los cuarenta. Lo hemos visto con amplitud en días pasados. Dos cuestiones se me presentan dignas de mucha consideración, que me dan tremendo repelús. La primera: la doctrina del editorial podían y 118 debían haberla enunciado hace bastantes décadas, y, creo, no lo hicieron. La segunda la tengo casi aún por cosa peor: piensen los firmantes si sus firmaciones no pudieran venir como anillo al dedo para alguna reconsideración del papel de Franco en nuestra historia durante tantos decenios. Quizá con una diferencia, este dejó la economía, por ejemplo, muy bien encarrilada. Los otros, no. 29 de diciembre de 2007 / jueves 24.1.08 GKJ Me encontré con Óscar García Muñoz por la calle. Antiguo alumno de la Facultad con el que sostuve una buena y discreta amistad. Mientras él iba a no sé qué burocracias por si pudiera completar sus horas de clase en lo oficial, insuficientes para un sueldo conveniente, con algo en la privada, yo venía a casa desde la Parroquia, tras hacer unas compras. No es fácil encontrarse en Madrid fuera de los ámbitos comunes. Charlamos. Me comentó que lee estos Paralipómenos. ¡Bendito sea! Al menos ya tengo a otro que lo haga. Me dijo también lo que yo sabía: los dedicados a todo ese mondrongo de los posibles y de la vida fuera de la tierra eran duros de pelar. Sólo los ha leído por encima, me aclaró. Lo comprendo y es verdad, no eran cosa fácil de echarse a los ojos. Esto, y para pasar el tiempo, me hace volver a mi idea de origen que no sé si ha quedado herrumbrada en demasía. No en lo de escribir en red, lo cual es cada vez más obvio: lo que se dice sobre cine o sobre música, por ejemplo, luego se entremezcla en unidad de pensamiento, ¡espero!, con lo que viene de unos comentarios enjundiosos a la revista de los antiguos alumnos de mi Colegio de Indauchu. El filósofo, por pequeño que sea, piensa siempre en red. Incluso Descartes, cuando nos hacía creer que deberíamos pensar en cadena analítica. Vamos a por los quinientos y esto se hace pura evidencia. Lo que nada claro queda en su cumplimiento es lo de la sencillez de las frases cortas y todas aquellas paparruchadas imprudentes que aventuré. Para colmo, Ángel Olías me insiste en que cuando me meto en frases meandrosas, llenas de recovecos, no suelo terminarlas. Hubiera querido ser Azorín y me encuentro embarcado, mal, en las maravillosas larguras de las parrafadas proustianas o en alguno de los libros de Camilo José Cela donde el conjunto entero es una frase única. Cuando uno tiene desde siempre puesto en el candelero al Unamuno escribiente, no sólo pensante, así de pronto, hacerse azorinesco es cosa dura por demás. Ya casi he desistido de este segundo cumplimiento, aunque haga esfuerzos tan grandes como vacuos para lograrlo. Sólo me queda un consuelo: cuando escribo cosas fuera de estos paralipómenos —bueno, no de todos—, las frases y los pensamientos se arremolinan en puras 119 dificultosas incomprensiones. Seguramente es el sino del filósofo, por pequeño que sea. Pero, en fin, van haciéndose mogollón de páginas paralipomeneras en los que el filósofo, por pequeño que sea, va enfrentándose en el discurrir de cada día con las cosas que pasan y que le pasan, a él y aquellos con los que vive y convive. De esta manera se va abriendo un panorama de lo que un pensamiento ayuda a componerse un lugar en el que estar y, por tanto, un lugar desde el que ser. Además, esto me parece esencial, habla por un yo que es mucho más que el correspondiente a su mera historia, fácilmente convertible en historieta, esas que hacen exclamar: vale ya, no me recuentes tu vida. Porque el yo de un pensador, por pequeño que sea, sin dejar de ser nunca el que es, la carne hablante que, en la propia conjunción de sus carnes, lo constituye en su ser, sin embargo, se eleva en la comprensión de los que son como él. Más aún, emerge en la inteligencia de la sociedad en la que vive y en la historia que va siendo la suya. Por eso, un filósofo, por pequeño que sea, tiene palabra para todo, porque lo suyo, en definitiva, es hablar del todo. 30 de diciembre de 2007 / viernes 25.1.08 GKK Tengo que volver al tajo. Circulaba por ahí feliz sin paralipomenear, pues el último lo escribí el pasado 30 de diciembre, ya tan viejo, y estaba dedicado con nerviosa tranquilidad a aristotelizar, incluso me parecía estar comenzando a ver un cierto resplandor indicativo de una contingencia real para poder principiar con pensamientos de que en poco tiempo puedo soñar en venir a terminar mi trabajo sobre Aristóteles, y, plás, lo dejo en el susto del mañana: nada tengo para cuando Ángel Luis venga a colocar las cosas en su sitio, y me lo reclame perentoriamente. Una costumbre hecha hábito de casi quinientos, se convirtió en radical manía. Pero, en fin, lo bueno es que en el largo mientrastanto de casi un mes me hice un hueco para llevar adelante las páginas sobre el Dios del filósofo, no sea que fuera politeísta. Las casualidades de la vida, sin tener idea de ello, hicieron coincidir mis páginas de la pasada semana, comentario a la revistilla de los antiguos alumnos de mi colegio, con la elección del nuevo General de la Compañía de Jesús: Adolfo Nicolás. Me ha caído de sorpresa, como a todos. Siempre dije que esa elección me parecía muy importante para los jesuitas y para la Iglesia entera. No tengo idea de lo que ella ha significado. Rebusco por internet y nada encuentro con fundamento. Pasando por los kioscos esta mañana al ir a la Parroquia he visto las portadas de los periódicos. En La Razón había una gran foto del nuevo General con el Papa. La supongo tomada cuando, creo que ayer sábado, los miembros de la Congregación General fueron a visitarle. Vuelvo a 120 rebuscar por internet y nada encuentro ni de esa foto ni de la portada del periódico que han visto mis propios ojos esta misma mañana. Es ocasión, me parece, de continuar algunos de los hilos que resultaron sueltos hace un mes, es decir, en lo que tú leíste la pasada semana. Pero antes de comenzar con ello, sí quiero hacerte compartir alguna sonrisa malévola. Qué habilidad tienen medios de comunicación y televisiones en aprovechar cualquier ocasión para echar leña vitriólica en sus visiones tan aseguradas y llenarnos de zaborras ojos y mientes. Enseguida, acompañados de varios pleclaros jesuitas —yo he visto a dos—, alguno de ellos precisamente nos dio voz la semana pasada, nos hacen ver que esa elección es un maravilloso acto jesuítico de libertad progresista y de esquinamiento, aún mayor, parecen insinuar, con el Papa, es decir, con cualquier papa. Una cara triunfal nos hace ver la libertad en la que estamos, la que se espera de nosotros en los medios que nos dan voz. Bueno, entiéndeme, me refiero a ellos, no a mí, claro. Nada sé ni tengo información cercana ni lejana de la cuestión, pero estoy seguro que aunque el elegido sea quien nos han querido contar esos medios, esas televisiones y algún preclaro jesuita, aficionado desde siempre a esos medios, si es listo, cosa que le presupongo, habrá cuidado muy mucho de mostrar tan temprano esas delicadas patitas antisistema eclesial, y curial, por supuesto, que tan temprano le quieren poner. En todo caso, la jugada es inteligente: apresúrate a dar esa interpretación favorable a tu ideología, esté cercana la realidad a lo que tú inoculas o no, esto nada importa; quedará rondando por ahí ese runrún de que las cosas son y han de ser como tú y los tuyos decís. Luego, si viniera Paco con la rebaja, tienes mucho tiempo ganado y siempre entre los de tus medios quedará la primera impresión que destilaste, respondiendo a lo que tú eres y a tus intereses. Ya veis, siempre jugada maestra. 27 de enero de 2008 / lunes 28.1.08 GKL De aquel corto viaje a Ciudad de México —horror de los horrores y todo horror, tantos y tantas se empeñan en decir méksico: patanes y patanas, incultos e incultas, ¿dónde tienen las orejas?— me traje muchos cariños y algunos recuerdos. Llevo el volumen segundo de Las novelas de la revolución mexicana de Aguilar llegando a la página mil. Me compré el volumen primero, el cual me costó un pesado saco de doblones, y ahí me espera. Tengo, de antes, la Historia de México de José Vasconcelos. Me había hecho hace cinco años con los tres volúmenes de La cristiada, del francés Jean Meyer, joven que fue por allá de recién graduado para estudiar la terrible guerra cristera, y tras escribir esos tres volúmenes, se quedó para siempre en aquella tierra, convirtiéndose en un gran historiador, mundialmente reconocido. 121 Pues bien, cuando fui a la clase de eclesiología de Federico Altbach en la Universidad Católica, a unos pasos del Seminario Conciliar que me acogía, mi intención era la de estar de escuchante, pero Federico encontró la ocasión para hacerme hablar; la clase duraba dos horas, y allá me atuve a lo que me mandó. Pasé de escuchante a provocante. Tenían puestos en la pizarra un par de libros, algunos de cuyos capítulos iban a leer o ya habían leído. Platicamos entre todos. Uno de ellos, el primero, si no recuerdo mal, tenía por autor a Jon Sobrino y por título Resurrección de la verdadera Iglesia. Los pobres, lugar teológico de la eclesiología, publicado en Sal Terrae en 1984. No lo conocía, ni siquiera de título. No digamos ya de contenido. Creo que sólo he leído unas páginas de Sobrino, aquellas de la revistilla de los Antiguos alumnos a la que me referí paralipomeneramente. Hace unos meses ha habido un gran follón con él, pues la Congregación de la Doctrina de la fe le ha apercibido, mencionado o encausado, no sé muy bien, y él ha respondido, al menos, con una carta a su General Kolvenbach. Si pones su nombre en Google, te encontrarás con una torrentera de información sobre el caso. En el contexto de nuestra conversación en la clase de Federico, hice en aquella ocasión, y quiero volver a ello, unos comentarios que tenían que ver con el título del libro apuntado en la pizarra. Entiendo mi insensatez por referirme de modo único a un título y no al contenido del libro. Simplemente quiero decir ahora lo que dije entonces. Hablar hoy de resurrección de la verdadera Iglesia significa en román paladino algo terrible: que la Iglesia estaba muerta y nosotros, los que enarbolamos ese eslogan, vamos a resucitarla. Ni siquiera Lutero fue tan radical en su lucha brutal con la Iglesia católica de su tiempo, a la que nunca le quitó el calificativo de Iglesia, lugar de los sacramentos y de la carnalidad. La que estaba muerta, porque falsa, espúrea, traidora, hasta que llegamos nosotros, por tanto, era la Iglesia de Cristo, el lugar de los sacramentos y de la encarnación, donde se manifiesta la carnalidad del mismo Dios. No Iglesia muerta, sino Iglesia falsa, falsificada, falsificadora. Decir esto me parece no tanto una osadía, lo cual ni me preocupa ni me importa, a veces el reino de los cielos es de los mansos y de los osados, sino un juicio mortal sobre la Iglesia de Jesucristo. Un juicio castrador. Un juicio que asesina. Uno y los suyos se ponen por encima de la Iglesia que se sostiene desde hace tantos siglos en el Espíritu del Señor, y decide que, rehaciéndola, vamos nosotros ahora a resucitarla. Ni Dios ni Salomón: yo y los míos somos los resucitadores de la Iglesia. 27 de enero de 2008 / martes 29.1.08 GLC Voy retrasado en estos Paralipómenos, como sabes. Suelo poner la excusa de que soy como el búho de Minerva, el tótem del filósofo, pues 122 sale a cantar sus coplas al atardecer, cuando los demás se van al reparador sueño, quizá para no escucharle. Creía haber abierto un pequeño hueco para mis viejos amores aristotélicos y a trancas y barrancas en ellos me encontraba aprovechando tiempos cortos, lo que es cosa mala para un pensamiento tan contumaz como el suyo, cuando entro en <jesuitas.org> y me encuentro en una pequeña reseña sobre la Audiencia privada con el Para, del nuevo General de la Compañía de Jesús, que viene acompañada de una foto. Así pues, no una audiencia a todos los miembros de la Congregación General, sino sólo al nuevo General. Tiene fecha del 28, es decir de hoy mismo, cuando escribo estas líneas, la mañana de la fiesta de Santo Tomás de Aquino. La copio tal cual: «A tan sólo siete días de ser nombrado Superior General de los Jesuitas, el Padre Adolfo Nicolás ha terminado una intensa semana en una audiencia privada con su Santidad el Papa Benedicto XVI. Una vez en el despacho papal, tras las fotos iniciales, ambos disfrutaron de una amigable conversación. El santo Padre ha recibido con agrado la noticia de la formación de un comité para estudiar la carta que su Santidad envió a Peter-Hans Kolvenbach, el anterior Superior General. La conversación se centró principalmente en el Japón, donde el Padre Nicolás ha trabajado por más de 30 años. El Santo Padre animó al General de los Jesuitas a continuar sus esfuerzos en el diálogo con la cultura, la evangelización y la formación de los jóvenes de la Compañía. Esta ha sido una buena ocasión para que el nuevo General reafirme ante el Papa su personal disposición así como la estima de toda la Compañía de Jesús. «Al final del encuentro, el Padre Nicolás ha explicado a Benedicto XVI la tradición en la que el recién elegido General ha de renovar sus votos delante del Papa. En su primer encuentro el Padre Kolvenbach lo hizo por escrito, así que el nuevo Superior General de la Compañía le entregó sus votos en un sobre. El Papa abrió inmediatamente el sobre, leyó el contenido, y dijo al Padre Nicolás: “Esta es una muy buena tradición.”». Recuerdo una singularidad de los jesuitas. Como los demás religiosos y religiosas de la Iglesia católica, hacen sus tres votos: pobreza, castidad y obediencia. Pero ellos han querido desde su misma fundación por san Ignacio de Loyola, añadir un cuarto voto, que sólo ellos emiten: un voto de obediencia al papa. Cuando nacieron, el grupillo fundador, dirigido por Ignacio, y en el que estaban Francisco Javier, Cornelio Fabro y los otros amigos, fueron andando a Roma en peregrinación desde París, de donde procedían —todos se habían encontrado como estudiantes en la imponente Universidad de París— pasando por el Santuario mariano de Loreto, para ponerse literalmente a los pies del papa y ofrecerse a su libérrima disposición, lo que quisieron especificar con ese cuarto voto. La nota, al hablar de la tradición de renovar sus votos, sin decirlo, deja claro para todos el contenido de este acto, que siempre han cumplido los 123 nuevos Generales con su renovación, y que pronuncia todo jesuita que alcanza la plenitud de su pertenencia a la Orden. Escribo esto el día de santo Tomás; no sé cuando lo leerás tú. Ninguna discrepancia aparece entre los entrevistados. ¿Lo ocultaron con caras bonitas, cuando en la reunión se mirarían con gestos hoscos y sacarían los cuchillos de sus refajos, como a la prisez le gustaría interpretar? Todavía no se nota. 28 de enero de 2007 / miércoles 30.1.08 GLD Cuando iba con cara de fiesta a la Facultad para celebrar santo Tomás, de pronto he notado que me llegaba un mensaje. Mi primo Fernando me hablaba de la carta abierta de Norberto Alcocer, jesuita, profesor de Comunicación en la Universidad Comillas, a Adolfo Nicolás en la tercera de ABC del pasado sábado 26. Me decía que se ha quedado de piedra al leerla. La he buscado en internet. Aquí la tengo. Me encanta. Me siento confortado por ella. Me deja tranquilo leyéndola. Contento. Profundamente esperanzado. Recordad la de veces que he dicho lo importante que era para la Iglesia esta elección, no sólo para la Compañía de Jesús. La carta abierta dice algo interesante, mejor, dos cosas que me conciernen particularmente. Insiste en la libertad y nos cuenta que Nicolás, entre dos períodos de autoridad, pues es un hombre esencialmente de gobierno, estuvo unos años en una parroquia marginal del Japón en donde había filipinos, que allá conoció de cerca la pobreza y que los pobres cambiaron muchas de sus mejores internalidades. Hace veintitantos años, en un momento duro de mi existencia, escribí una carta para un llamémosle comité eclesiástico. En ella les revelaba una fórmula que entonces me salió del alma y hoy repito sacada del alma: soy montarazmente libre. Ojala Adolfo Nicolás lo sea también. La libertad no es desobediencia ni repulsa ni descalabro ni desacato ni hacer lo que me dé la gana en cada momento ni soberbia, zafia o de las otras, todas iguales, ni desapego egoísta. No está reñida con el compromiso ni con la obediencia ni con la humildad ni con la continuidad ni con la mansedumbre ni con el dar la vida por los otros ni con el compañerismo ni con la ternura ni con el amor. La libertad es la fuente misma de nuestro ser. Cuando María recibió el anuncio conturbador del Ángel, tardo unos momentos en dar su sí. He aquí la esclava del Señor. Pero María fue libre, esencialmente libre, maestra de libertad. Decían los santos Padres que cielos y tierra, santos y profetas, incluso la Trinidad Santísima, estaban pendientes de los labios de María, hasta que pronunció el sí a Dios. Su vida entonces cambió, y también la nuestra. 124 Lo más hermoso que se me puede decir del nuevo General de los jesuitas es que es libre. Si queréis, montarazmente libre, eso es una manera de serlo en la profundidad del hondón de su sí mismo. Libre ante el papa. Libre ante los suyos. Libre ante el Señor. Libre con el papa. Libre con los suyos. Libre con el Señor. Libre ante los poderes. Libre con los pobres. Libre ante la cultura suya, la nuestra, y libre con las culturas orientales. Libre en el diálogo. Libre en la misericordia. Libre en la mansedumbre. Libre en sus ternuras. Libre en sus amores. Libre con los pecadores. Libre ante los grandes y con los pequeños. Con libertad de Dios. Entregado y ofrecido al Señor con toda la fuerza de su carne. Entregado y ofrecido a sus hermanos jesuitas con la inmensa dinamicidad de su carne. Entregado y ofrecido a la Iglesia con la potencia de su libertad. Entregado y ofrecido con el Señor para la salvación del mundo. Y porque se es libre, esencialmente libre, montarazmente libre, uno es hombre de Iglesia. No sé bien si eclesiástico, pero sí hombre de Iglesia que pone toda la confianza de su vida y de su libertad en el Señor; que, en su caso, no le asusta el gobierno, por complejo que aparezca, porque es libre con libertad concedida al Señor y recibida de él. En cuanto las cosas son así, estoy feliz. 28 de enero de 2008 / jueves 31.1.08 GLE Ah, pero yo sigo con lo mío. Una gigantesca manifestación, por ejemplo, tiene infinitas posibilidades, retos y significaciones, pero lo decisivo suele ser el cartel que la convoca y que la preside. Vuelvo al eslogan, pues eso quiere ser el título del libro al que me referí hace unos días: Resurrección de la verdadera Iglesia. Los pobres, lugar teológico de la eclesiología. Ese eslogan supone una malla de comprensión que tiene directamente que ver con lo que desde la perspectiva de la filosofía marxista se llamó la lucha de clases. En series anteriores a estos paralipómenos lo hemos sabido bien. Hay una clase emergente, la de los trabajadores, dirigida por quien es la vanguardia del proletariado, el partido revolucionario, que va en el sentido del progreso de la historia, en lucha permanente con la clase de los burgueses y capitalistas que detentan el poder político y económico, quienes van en el sentido de un despiadado regreso de la historia, clase que tiene su sino perfectamente establecido, la desaparición en los basureros de la historia. Hay, pues, una lucha sin cuartel entre ambas clases. Difícil, cruenta, sin descanso, llena de explotación y de violencia con los más pobres, llevada a cabo por los más ricos y potentes, así como por sus aliados y vendidos a sus beneficios. Lucha a muerte, de la que los pobres saldrán inexorablemente ganadores. 125 Pues bien, el eslogan al que me refiero se inscribe en este contexto. La lucha de clases se da también en la Iglesia. Hasta ahora dominada por los poderosos, aliada infernal con burgueses y capitalistas. Por eso su Iglesia estaba muerta y era una iglesia falsaria. Ahora se nos pone por delante, si seguimos el análisis científico del marxismo, la ocasión de resucitar a quien estaba bien muerta y hacer surgir la verdadera Iglesia, la Iglesia de los pobres, la Iglesia del progreso de la historia, la Iglesia que no acata ni acepta a quienes se han hecho con el poder en ese amasijo eclesiástico muerto. Es verdad que en los últimos años parece que se ha dulcificado la manera de decir esto a lo que se refiere el eslogan, mas no creo que en lo profundo y fundamental se quiera decir otra cosa de lo que aquí reseño. Tres ejemplos sangrantes de las consecuencias tan importantes de esta manera, dicen que científica, de ver las cosas de la Iglesia. Giulio Girardi, en una reunión en Ginebra, preparatoria de los cristianos para el socialismo, cuando le cuento que he empezado en Lovaina una tesis en teología sobre las inmensas discusiones de Leibniz y Newton, me mira con desprecio infinito y me espeta: Bah, ahora ya sólo cabe hacer en teología tesis doctorales sobre el marxismo. Un poco comenzados los setenta. Ignacio Ellacuría en aquél juicio a comienzos de los ochenta en el que desprecia lo que comienza a ocurrir en la Europa del Este y nos espeta también que el futuro de la Iglesia y de la historia pasa por revoluciones como la sandinista. Ya sabemos el cambio que tuvo luego en su vida y en su muerte, sacrificado por la paz y la verdadera Iglesia. Jon Sobrino nos escribe, en 2007, sobre el P. Arrupe, con el que él y sus amigos, dice, tuvieron al comienzo enormes discrepancias, pero con quien se fueron entendiendo cada vez mejor: «En Nicaragua, en medio de inmensos problemas eclesiales, defendió el “apoyo crítico” de los jesuitas al sandinismo». Este era también fruto de una filosofía y sociología “científicas”, el marxismo. Me parece que los tres, sin que por ello deba o debamos condenar a las personas, son enormes errores de apreciación filosófica, sociológica e histórica. 30 de enero de 2008 / viernes 1.2.08 GLF A mis años me meto en política y hago campaña. Al menos, me temo que de eso me van a acusar, si alguno de los que pueda lanzarme ese improperio tiene la gentileza de leerme y, sobre todo, de haberme leído en los casi quinientos paralipómenos que llevo escritos. Pues podría decirme, quizá, que me adentro ahora en política por esta o la otra línea 126 de una torrentera tan enorme como la que llevo. Eso sería una burda tomadura de pelo. Veamos qué pasa. El gallinero está alborotado. Hablan los obispos y se lanzan contra ellos verdaderas rociadas de perdigón grueso. Estos ojitos míos hace dos días han oído al comienzo del telediario de las nueve en la Cuatro que va a haber elecciones en la cúpula de los obispos, y han visto calificar a los que dicen los dos candidatos, Rouco y Blázquez, de esta manera: derechaderecha-derecha-derecha, repitiendo la palabra cuatro veces, al primero, y derecha-derecha-derecha, sólo tres, al segundo. Ahí, pues, hay mucho mejunje. Luego, claro, siempre salen los eclesiásticos de la amigada que ponen a parir a los obispos, aunque desde perpetuamente nos dicen que algunos no son así, ¿cuáles?, es un secreto. Mucho tomate también en eso de la asignatura nueva, educación para la ciudadanía, tan similar en varios aspectos a aquello que sufrimos con tanta chirigota cuando teníamos la edad de los de ahora y que se llamaba entonces Formación del espíritu nacional. Aquí, ciertamente, la oficialidad gubernamental ha metido un apoteósico gol a la Iglesia; ellos dirán, claro es, a la iglesia de los obispos derecha-derecha-derecha-ymedio. Ponerse enfrente de la gubernabilidad que nos manda, elegida democráticamente, bien es verdad, pero que no por eso deja de tener ansias de mandar rompedoramente mientras pueda, siempre que pueda, y quiere hacerlo hasta entonces de manera que no haya vuelta atrás. Una tercera cuestión, ligada a las anteriores, es la cuña, creo que terrible, introducida entre los obispos, y en general las iglesias diocesanas con sus curas parroquiales, así como los movimientos eclesiales de los últimos años, tan importantes hoy en nuestra Iglesia en España, y los religiosos y religiosas, bueno, una parte de ellos, quizá la que tiene tomados sus órganos de poder. No miran nada bien en general a los obispos, y estos no miran nada bien a esos religiosos y religiosas que les miran mal. En esta división se mezclan dos cuestiones. Entre ellos, hace tantos años, aquella corriente de la teología de la liberación fue más pertinaz y ocupativa de espacios ideológicos plenos. Para colmo, quizá más cabe los y las de esa corriente ideológica, se dan no pocos que parecen haberse estancado entre quienes somos todavía sesentaiocheros, pues lo podemos por la edad. Por otro lado, los colegios católicos están en sus manos en una mayoría aplastante, hasta ahora. Pusieron enorme empeño, dedicaron un esfuerzo de trabajo asombroso, sin sueldos, y, en medio de tanta penuria, ganaron mucho dinero. Hoy, la parte rica de la Iglesia en España, me parece observar, son ellos. Lo que tienen es productor de buenos duros. Lo que poseen los otros son muchas goteras en inmensos tejados y obras que penden de la caridad pública. Cuidado, esto no significa que acuse a nadie, ni religiosos ni religiosas, de ser peseteros y ricos. No, eso no. Me consta de tantos que viven en absoluta pobreza en la dedicación a su labor. Ahora bien, tienen también toda una parafernalia económica de colegios que es susceptible de mucho poder, y en este caso en el que estamos, de enorme sensibilidad, pues la 127 gubernalidad puede influir mucho, muchísimo, para que funcionen como debieran o se queden con el espinazo partido. 2 de febrero de 2008 / lunes 4.2.08 GLG ¿Para qué poner una nueva signatura obligatoria educación para la ciudadanía? ¿Existe en los países de nuestro entorno cosa así? Creo que no. Se puede entender que sea una clase sobre los contenidos y métodos de la Constitución española vigente, entre los que está la libertad de enseñanza y el que sean los padres los que cuiden y velen por los contenidos de la educación que quieran dar a sus hijos. Pero ¿es eso esta educación para la ciudadanía? Me temo que no. Es verdad que no he seguido el debate de la implantación obligatoria de esa asignatura y sus contenidos curriculares, sino bastante por encima; pero creo que no es así. No se defienden los valores generales de nuestra Constitución, compartidos por todos, entre los cuales está la libertad del disenso y la esencial libertad de los propios pensamientos políticos, éticos y religiosos, sino que se deja la exacta posibilidad de que se aleccione a todos los estudiantes españoles de que una serie de leyes y opiniones que apoyan esas leyes y las subtienden —es verdad que todas ellas leyes aprobadas por mayorías parlamentarias, a veces bastante ajustadas— no sólo son legalmente aceptadas en nuestro régimen, sino que son éticamente las más ajustadas a los tiempos de progreso en los que vivimos y que no pueden ser rechazadas, no sólo porque sería ir contra la legalidad vigente, sino porque se iría contra el sentido ético y moral de la democracia y de la voluntad progresista mayoritaria del pueblo. Voy a citar uno de esos problemas. El matrimonio. Nada de esto que viene ahora se dice en la Constitución, sino en la legalidad vigente. El matrimonio es el acuerdo de vida entre dos personas, el conyugue uno y el conyugue dos. Hasta hoy ha sido entre un hombre y una mujer. Ahora, ya no. Los tiempos han cambiado tanto que no sólo pueden darse otros estilos de matrimonio diferentes al clásico, sino que estos nuevos estilos están en consonancia con la bondad de nuestros tiempos progresivos y tienen la bendición legal y, nótese bien, ética y moral de la nación entera. Quien defienda otras opciones, deberá ser considerado en el mismo momento como un retrógrado encallecido, pertinaz, que está en el borde mismo de lo inaceptable por los organismos oficiales del mismo Estado, pues no respetuoso con los pensamientos y derechos de los demás y de las leyes que a sí misma se ha dado democráticamente la mayoría. Quienes no están de acuerdo van a ser considerados sin piedad personas intolerantes. La cuestión de hecho me importa poco. En muchos países de nuestros entornos, por ahora —¿por ahora sólo?—, se han arreglado las cosas sin tener que disolver el matrimonio en lo que hasta el presente ha 128 sido. Aquí no, se ha creído deber cortar las cosas desde la raíz misma. El matrimonio ahora ya será una pura formalidad sin consecuencias fuera de lo legal. Dirán, con razón, que antes era igual: muchas veces, demasiadas, el matrimonio era arrastrado por el fango, pues una mera formalidad sin ninguna profundidad. Pero, insisto, esto era una cuestión de hecho. Ahora ya es una cuestión de derecho, de moral y de ética. Los hijos no son fruto del matrimonio o de sus faltas e incumplimientos. Ahora ya, los hijos son fruto de actos que nada tienen que ver con el matrimonio. En ellos, puede llegar a ser una verdadera casualidad. Esto es importante para las adopciones, para la manera en que los hijos van a quedar resguardados tras las rupturas matrimoniales. Y para mil cosas más. Los paralipomeneros vimos anteriormente la importancia que en estos pensamientos, ¿mayoritarios?, tiene la ideología de género. 2 de febrero de 2008 / martes 5.2.08 GLH Veremos que dejan rendijillas abiertas; entonces descubriremos la finalidad de que se haga así. ¿Por qué la gubernabilidad se ha empeñado en poner esa asignatura de educación para la ciudadanía? Vamos a verlo, primero, de manera positiva. Hay que enseñar a los muchachitos y muchachitas por dónde van los nuevos aires de la legalidad, de la moral y de la ética, que en nuestro país, como tantas otras cosas, ha cambiado extremamente en los últimos años. No podemos vivir con esquemas y viejos pensamientos que ya en nada se adecuan a las nuevas realidades. Estos contextos son de progreso en la sociedad y en sus maneras de vida, que ya poco o nada tienen que ver con los de hace poco. Que la cosa sea así en cuanto a la economía del país, es obvio. Pues bien, lo mismo debe hacerse en el campo de la moral y de la ética, una vez que la vetusta legalidad se ha acomodado, dicen, a las necesidades morales y éticas de nuestra progresista y permisiva sociedad. Mas todavía falta mucho para que lo que ya está en la legalidad sea aceptado de manera natural en la conciencia moral y ética de los ciudadanos y ciudadanas. Esto es lo que esa asignatura busca. Que las nuevas generaciones del país adecuen sus conciencias en formación y sus maneras de vida a la moral del comportamiento progresivo que una sociedad como la nuestra se debe a sí misma; que sea afectada y adelante por el camino de progreso que es el nuestro y que, por tanto, se establezcan los comportamientos y usos adecuados a lo que vivimos legalmente, esto es lo que llamo moral; y, además, que las maneras de pensar de los que constituimos el país, la filosofía que subtiende nuestra sociedad, la filosofía que la conforma, esto es lo que llamo ética, se corresponda y avance por el camino de progreso que debe ser el nuestro y que ya la legalidad vigente nos muestra. 129 Dicen que las leyes suelen venir después. Aquí parecería que las leyes se han adelantado. Debido a una serie de casualidades, políticamente muy rocambolescas, se hicieron leyes que correspondían a la perfección, como en ningún otro lugar de nuestra Europa, con la progresiva ideología de género. Pero esas leyes, aprobadas por las cámaras, elegidas democráticamente, eso debemos añadirlo siempre, no es tan claro que fueran seguidas de manera suficientemente masiva por la moral de los comportamientos y por la ética de las justificaciones ideológicas. Por eso, alguien tuvo la inmensa idea de la asignatura de la que tratamos. Con ella se llenaría el hueco decisivo, el que haría pasar de la legalidad a la moralidad y a la eticidad. Había una segunda razón, negativa. Hasta ahora, aún está de una manera muy anclada en nuestra gente la moral y la eticidad antiguas, que aceptaba muy a regañadientes la nueva legalidad o la discutía de plano; pero la batalla legal estaba ganada. Es claro para todos que sólo hay una fuerza suficiente entre nosotros para hacer frente a esta nueva manera de obrar de la moral y de la ética: la Iglesia católica. Sólo ella, entre nosotros, tiene usos, costumbres, razones y gentes. Ganada la batalla legal contra esas maneras antiguas, defendidas por la Iglesia, todavía quedaba ganar la batalla de los comportamientos morales masificados y de las justificaciones éticas que venían de siempre, por eso subconscientes por entero. Fue una idea brillante la nueva asignatura, pues aquella vieja asignatura de ética que substituía, para quienes la quisieran elegir, a la religión, ni era de extensión generalizada para todos ni tenía cuajo suficiente. Por eso, una asignatura obligatoria para todos. 2 de febrero de 2008 / miércoles 6.2.08 GLI Una asignatura de nuevo cuño significa una torrentera de profesores nuevos; no podemos olvidarlo; inmediatamente tienes ahí tantísima gente afecta. No es como antes con la asignatura de ética, a donde se iba por rechazo y a la que nadie le había dado un contenido más o menos elegante. Ahora sí. Tienes un plantel obligatorio de personas nuevas y agradecidas. Libros nuevos, y las editoriales de libros de texto muy, pero que muy agradecidas. No se olvide que algunas de estas editoriales, las más importantes, están ligadas al grupo ideológicamente dirigente desde hace tantos años en nuestro país y a algunas de las congregaciones religiosas que más colegios tienen. Esto es decisivo. Bueno, dentro de unos esquemas amplios, caben muchas maneras de hacer esos libros. Se permitirá que haya unos, seguramente para los institutos estatales en sus varias estatalidades, pues eso, como sabes, es complicado por demás, en los que puedes dejarte llevar despreocupadamente 130 progresista de la ideología de género y, si llega el caso, de algunos vericuetillos nacionalistas. Y, aquí hay punto de listura magnífica y magnánima de nuestra gubernabilidad, los colegios católicos, en cuanto quieran, y dentro de los esquemas de contenidos de la asignatura, podrán hacer sus textos adecuándolos a los idearios que se han dado como fundamento de su actividad. Prosigamos. He leído hace unos pocos días por ahí —internet es genial para esa información que llamo de por ahí, tan grande y detallada como quieras, tan dependiente de tus propias entendederas como te dé la gana, sin necesidad de ir a la radio, la televisión y el periódico de la cadena que ahorma tus pensamientos, en los que, como decía un amigo refiriéndose a unos conocidos suyos: esos no leen el periódico, se lo estudian, aquí deberemos decir no el periódico, sino su periódico único— que varios colegios, incluso cadenas o cadenillas de colegios han dejado de participar en la FERE, la federación de los religiosos de la enseñanza, existente hace muchos años y muy mayoritaria, si no me confundo, en ese medio. El punto clave está en la asignatura de educación para la ciudadanía. Me permito felicitar a la gubernabilidad por el éxito que para ella supone esto. ¿O no? Los obispos desde el comienzo vieron los inminentes peligros a los que llevaba el planteo de esta asignatura. Reaccionaron con fuerza. Parecían representar a la Iglesia católica. La gubernabilidad, tan lista en el regate corto —¡y ya veremos luego en qué queda todo!—, mediante promesa de mejorar el abrirse de piernas faltriqueriles, es decir, moviendo un buen refajo de euros de colores anormales, apartaron de esa lucha a la FERE, si no me confundo, pues las cosas de los colegios concertados están de tal manera que en una parte importante dependen de la buena voluntad de la gubernabilidad. Si te comportas bien, haré efectiva esta y esta y esta aparentemente pequeña línea de tus presupuestos, pero sin la que todo puede irse al traste, pues, en definitiva, faltaría dinero para sostener el colegio. Tal ha sido la política de la gubernabilidad desde los años de la transición, de manera especial, todo hay que decirlo, en los finales de aquel primer gobierno que cada vez, en sus gubernabilidades, contemplaba la realidad socialista emergente, y en los gobiernos socialistas, los cuales, todo hay que decirlo, sienten esta pléyade de colegios como una espina terrible clavada en sus corvas más íntimas, pues son las que ponen la educación en manos de hombres y mujeres de Iglesia. Veis cómo esta asignatura ha sido un elemento decisivo en la sorda lucha. Os dejamos modelar vuestros textos, pero transigid y, en esto, no sigáis las posturas intransigentes de vuestros obispos. 3 de febrero de 2008 / jueves 7.2.08 GLJ 131 Veis, entonces, que el mocordo es grande; como los que bajaban por la ría de Bilbao. La editorial SM, quizá la más importante de las editoriales de libros de texto, encargó a José Antonio Marina que fuera él quien hiciera el manual sobre la nueva asignatura, que ellos iban a editar y distribuir. Marina ha sido uno de los defensores más ardientes de esta asignatura ignota. Lo hace de manera moderada e inteligente, supongo. Pero lo hace. Lo hacen de manera moderada e inteligente, supongo. Pero lo hacen. Me refiero a la editorial de los Hermanos Marianistas, dueños de SM. Ante una situación de hecho que se considera irreversible, quizá lo hayan tomado como medida de prudencia. No sé sus contenidos, pero sí me pregunto el para qué de un manual así en una asignatura así. Si no son rompedores en nada con lo que la gubernabilidad consideraba el statu quo anterior, ¿para qué hacerlo? Si son rompedores, parecen admitir que la posición de los obispos españoles ha sido precipitada e injusta. ¿Es esto verdad? En todo caso, ¿no se trata siempre de producir las explicaciones morales y éticas que se van a enseñar a los muchachos y muchachas de secundaria, o como quiera que se llame, que se corresponden con la legalidad ya vigente? Y producirlas, además, no sólo como asignatura que se enseña en sus colegios, sino como manual que tiene su aprobación explícita. Si es así, se da por supuesto que las condenas episcopales de las últimas leyes aprobadas, como por ejemplo la del matrimonio, han sido precipitadas, pues cabe una explicación razonable de ese nuevo statu quo moral y ético, sin que vaya contra lo que esos religiosos y religiosas católicos sostienen con la vocación de sus propias vidas. No entiendo bien. En todo caso, me parece que la cuña a la que me he referido es profunda. Se dirá algo sorprendente. La legalidad vigente sería la fuente en la que la moral y la ética cristianas tendrían que mirarse. Sobre ella tendrían que producirse. La fuente de nuestro comportamiento moral y del pensamiento ético, no en pequeñeces, sino en cosas de la más pura esencialidad cristiana y católica, como es el matrimonio, por ejemplo, que la Iglesia vive en la profundidad de sí misma y que enseña a los suyos y a todos los que quieran escucharla, no sería más el Evangelio, por decirlo de una manera comprensible, pero todavía muy corta, sino la opinión vigente en la sociedad de un momento, o, quizá, de siempre en el futuro, expresada en las leyes que esta sociedad ha querido democráticamente darse a sí misma. Se podrá decir que la Iglesia siempre ha ido con retraso en toda novedad y que pronto se dará cuenta de ello, como antes ha acontecido tantas veces. ¿Puede ser así? Nótese que estamos ante un punto crucial: ¿en qué fuentes bebe la Iglesia? Se podrá decir que en un momento de apuro como este, hay que transigir en los mínimos e intentar torcer las cosas hacia posiciones más 132 aceptables para nosotros, Sobre todo viendo el reto de todo lo que nos traemos entre manos. ¿Pueden ponerse en peligro los colegios católicos por una cuestión como esta? ¿No fueron los obispos demasiado lejos y deberemos volver todos a posiciones más aperturistas y dialógicas? ¿No debemos dialogar con el mundo, como siempre ha hecho la Iglesia, aprendiendo tanto de este modo? Objetar esa nueva asignatura, dice, al parecer, el director de uno de esos grandes y buenos colegios, ¿no es desconfiar de los centros católicos que la admiten, los cuales consideran sus manuales —y sus profesores— suficientemente filtrados de aquellos contenidos más doctrinarios? 3 de febrero de 2008 / viernes 8.2.08 GLK Parece que José Blanco, el primero dentro de los socialistas, y también el Presidente del gobierno, han dicho algo curioso, que nada será igual en el trato a la jerarquía de la Iglesia tras las elecciones próximas; se han referido a la autofinanciación; también, en general, a los acuerdos Iglesia-Estado, vigentes desde el comienzo de la democracia. Debo confesar que, una vez más, nunca acierto con eso de los pronósticos políticos, pues, paralipomenizando anteriormente, había previsto que los socialistas se acercarían al centro y a la Iglesia. Por ahora parece que no es así; ni mucho menos. Mientras tanto, ¿qué ha acontecido? Dos hechos. Lo que ellos llaman la manifestación del 30 de diciembre en la Plaza de Colón de Madrid, acto celebrativo en torno a la familia, y la nota de la Conferencia Episcopal sobre las próximas elecciones. No se me ocurre ninguna otra cosa que haya podido llevar a un cambio tan drástico. Ambos acontecimientos la gubernabilidad los ha entendido como profundamente hostiles hacia ella, y esto ni creen poder perdonárselo a la Iglesia ni se lo quieren condonar. Como estamos viendo. Sobre todo a la nota de los obispos, que les ha debido parecer la gota que colma el vaso. Curioso proceder. Vamos a la última nota de los obispos. Voy a referirme al diálogo con los terroristas. Indicaré algunos puntos clave. ¿Hablar? Sí, claro, con todos; mientras quieran y sea posible hacerlo. En el diálogo antecedente, gobernando, precisamente, los populares, todos dicen que ha habido en alguna ocasión un obispo. ¿Qué se buscaba en ese diálogo? La respuesta a esta pregunta: ¿abandonáis la violencia?, ¿cómo se puede organizar ese abandono? Pero no pasó nunca a ser un diálogo político, es decir, un diálogo en el que se manifiesta: si me das esto, yo te concedo esto otro; si me concedes lo que pido, y llevo décadas pidiendo, te acepto el cese de la violencia. ¿Qué es lo que los obispos han dicho a lo largo de todos estos años y han repetido ahora? El primer diálogo, sí. El segundo, de ninguna de las maneras. Si la gubernabilidad se ha puesto tan desatada sólo puede 133 ser por una razón: porque el diálogo que ellos entablaron, y que es hasta probable que siga sin cortarse del todo, como, por ejemplo, por más que juraran y perjuraran tras el atentado de la T 4, insultando de malas maneras a todos los que decían que ese diálogo escondido continuaba, para reconocer ahora que es verdad que se siguió dando, se está ofreciendo todavía y tienen la intención segura de seguir ofreciéndolo. Porque ellos siguen dispuestos a terminar el problema del terrorismo de ETA mediante un diálogo político, es decir, un diálogo de concesiones en los poquísimos puntos que desde siempre la organización terrorista ha puesto como enunciados capitales de su acción. De otra manera, es claro, estarían felices porque los obispos confirmarían lo que ellos dicen y hacen. Creo que las cosas son bien claras. Ahí se ha echado mucha niebla y cantidad de olorosos excrementos al asunto para que nadie se entere de lo que se discute y de dónde está el punto que enfurece hasta el paroxismo —lo estamos viendo, incluso si sólo zapateamos por los telediarios— a los socialistas y su gubernabilidad. Ya había pasado en otras ocasiones, y eso cuando los obispos entonces y ahora defienden idénticas posturas. Se presenta a los obispos como malvados entorpedecedores de cualquier proceso de paz. Se les presenta como si no quisieran que el proceso terrorista desapareciera. Se los pone como vendidos a los populares, quienes, dicen, están felices desde siempre con el terrorismo, pues les da mucha ganancia política. 4 de febrero de 2008 / lunes 11.2.08 GLL En la base está la prudencia. Hay una serie de partidos que ofrecen sus programas y, también, la idea que el votante se hace de cómo luego los van a cumplir. Por otro lado, las propias opiniones del votante, reflexivo y con ideas claras respecto a qué hacer con su acto. Es obvio que acordará con una serie de puntos de modo pleno o menos pleno y con otros estará en desacuerdo o con radical desacuerdo. Seguro que no se da un acuerdo completo, excepto si el votante bota con la voz de su amo, es decir, su voto no es producto de un acto reflexivo. El voto es producto de un acto prudencial. Creo que esta es una de las bases, tan tradicional, de la nota de los obispos sobre las próximas elecciones generales. Comienzan poniéndose en línea con lo que en ocasiones anteriores han afirmado ya. Respetando a quienes ven las cosas de otra manera, a su vez piden libertad y respeto para proponer libremente su propia manera de ver. Que las cosas sean como piden, es obvio, no es ofensa para nadie ni pone en peligro la libertad de los demás. Los católicos pueden apoyar y militar en partidos diferentes, también es obvio, pero no todos los programas son igualmente compatibles con la fe y las exigencias de la 134 vida cristiana. Deben ser valoradas las ofertas políticas, apostillan, teniendo en cuenta el aprecio que cada partido, cada programa y cada dirigente otorga a la dimensión moral de la vida. La aconfesionalidad o laicidad del Estado no significa, continúan, que haya exención de obligaciones morales objetivas; tampoco que los gobernantes se atengan a los criterios de la moral católica, pero sí al denominador común de la moral fundada en la recta razón y en la experiencia histórica de cada pueblo —nota esta bien interesante—. Citándose a sí mismos y al Papa, recuerdan que debe afrontarse el peligro de opciones políticas y legislativas que contradicen valores fundamentales y principios antropológicos y éticos arraigados en la naturaleza del ser humano: defensa de la vida, promoción de la familia fundada en el matrimonio. No es justo, continúan, construir artificialmente una sociedad sin referencias religiosas. En este sentido parece que apuntan, señalan con precisión, las dificultades crecientes para la asignatura libre de religión católica en la escuela, así como la nueva asignatura educación para la ciudadanía que lesiona el derecho de los padres y de la escuela en colaboración con ellos a formar a sus hijos de acuerdo con sus convicciones religiosas y morales. Piden que se promueva un gran pacto de estado sobre la base de la libertad de enseñanza y la educación de calidad para todos. Califican al terrorismo como una práctica intrínsecamente perversa, del todo incompatible con una visión moral de la vida justa y razonable. Una sociedad que quiere ser libre y justa no puede reconocer explícita ni implícitamente a una organización terrorista como representante político de ningún sector de la población, ni puede tenerla como interlocutor político. Reconocen la legitimidad de las posiciones nacionalistas que no recurren a la violencia; hay que evitar los riesgos de la manipulación de la verdad histórica y de la opinión pública. Enumeran, finalmente, una serie de puntos que la sociedad española debe tener muy en cuenta, y que son nuestros problemas diarios, desde la inmigración hasta la violencia doméstica. Este párrafo, que sintetiza sin engorrosas comillas, aunque con citas literales, la nota de los obispos, es lo que ha causado tantísimo revuelo. Todo voto es legítimo. Pero no todo voto acoge por igual las internalidades y externalidades del votante católico. Una vez enumerados los problemas que nos escuecen, queda la prudencia del votar. 5 de febrero / martes 12.2.08 HCC Los domingos suelo ir a la Parroquia dándome un paseo. Algunas veces bajo por Santa Engracia, tuerzo en Iglesia hasta Quevedo y de ahí me llego al Cristo de la Victoria. Pues bien, con frecuencia me cruzo con un hombre de mediana edad que sube por Santa Engracia, llevando su 135 motito por el manillar. Es un afilador con su vehiculito sencillamente preparado para su oficio. No dice nada ni hace chiflar su pífano. Simplemente, empuja su pequeña moto con toda parsimonia y modestia. No sé de dónde viene ni a dónde va. No acabo de comprender cómo cumple su oficio. Quizá más allá, a lo mejor al llegar a la Glorieta de Cuatro Caminos, se para y chifla su pifanillo para que alguien acuda a su pequeño menester. Me llega al alma su modestia y humildad. No entiendo cómo puede ganarse la vida con eso. Siempre va despacio, arrastrando su motocita por el manillar, sin mirar a nadie, cuidadoso en su marcha por la acera. Contemplando con sus ojos profundos un destino de humildad y pequeñez. Quisiera un día pararle y que me contara de su vida y de su trabajo. Pero ¿cómo lo podría hacer si no llevo ningún cuchillo para que me lo afile? No es curiosidad lo que me lleva a él. Tengo la suerte de no ser curioso. Es un tierno cariño lo que me hace mirarle con humildad y compasión. Su humildad espolea la mía. De una manera remota, preparo con él mi sermón. Porque él pronuncia para mí palabras de humildad profunda, que me llegan al hondón de mí mismo. Cuando lo veo llegar hacia mí, mientras yo me allego a él, simplemente para cruzarnos en toda la discreción, me surge una profunda mirada de ternura hacia él y hacia los que son como él. Los que de una manera tan simple, sencilla y humilde hacen su pequeño trabajo. Para ganarse la vida. Para contribuir al esplendor de belleza del universo. Para ganarse el cielo. Porque estoy seguro que la mirada del Señor es de ternura infinita hacia él y hacia los que en completo silencio, casi ante el enorme vacío del silencio, son como él. Pero un silencio de expectativa. Un silencio de ternura. Un silencio de gloria. Qué de hombres y mujeres son así. Ante sí mismos, en la completa afonía de su humilde trabajo, para ganarse malamente su pan, producen su chica responsabilidad con todo el amor del acabado y del bien hacer. Lo mejor que saben. Lo mejor que pueden. Con todo el cuidado de quien con parsimonia ejerce su pequeña profesión. Con la ternura de tocar las cosas, de revolverlas, de hacerles que echen chispas, para mejorarlas. Son maravillosos productores de pequeñísimas bellezas que nos ponen delante con su trabajito acicalado y bien hecho en su pasmosa sencillez, pero con la sencillez de la profesión aprendida, degustada. Quizá heredada. El hombrito que las mañanas de los domingos sube arrastrando con un poco de cansancio su motito, al que veo venir y me cruzo sin proferir palabra, es ejemplo para mí. Hacer humildemente su trabajo con pasión contenida, con ternura infinita, tocando las cosas con los dedos, mirando si el filo está completado por su quehacer. Me dan ganas de bajarme un día el cuchillo grande para que me lo afile y me lo deje perfecto de nuevo. Pero ¿qué hago todo el día después con un gran cuchillo en el bolsillo? Si alguna vez lo hiciera, sepan cuantos que no es para herir a nadie, sino por amor al hombrito de mediana edad 136 que me cruzo con frecuencia en la calle de Santa Engracia, cuando yo bajo y él sube. 4 de febrero de 2008 / miércoles 13.2.08 HCD Un casi chaval jovenzuelo, emocionado porque le habían puesto una medalla grande por un su trabajo, espero y deseo y cuyo me congratulo para el porvenir de todos, en el puro aplauso delirante de sus compañeros y compañeras al grito unánime de viva, viva, vivamos en nuestro regio palacete, metiditos en su covachuela, apenas sin espacio, con el regocijo delirante de las ideologías y de los ideologíos concentrados en tan poco caber, calientes todos, echados palante, hacia el brillante porvenir del futuro adviniente ya, como nuevo y profundo donquijote, gritó en grandes alaridos: que viva la santiña de Covadonga, palabras bramantes que provocaron, evidentemente, el delirio desposeído de tan parvas masas abracadabradas. Uy, uy, uy, qué digo. Perdón. Perdón. Perdón, que me confundo de contexto y de empeño. Será el deslomamiento aristotélico con el que he terminado, tras luenguísimas páginas, por ahora, claro, pero que me ha dejado locura como profundo legado filosófico. Perdonadme quienes leéis estos paralipómenos tan apretujados, por favor, se me fue la especie. Lo que, en buscamiento afelizado de su ínsula tan particular, sanchopancescamente berreó nuestro cacareante jovenzuelo casi chaval fue una justipreciable petición, con c y e bien pequeñas, faltaría más, pidiendo disolver esa cosa llamada conferencia episcopal. Espero que sea ya y que siga siendo un gran actor. Lo necesitamos. Pero yendo a la cosa. Llama la atención en qué esencias se divirtieron aquella radiante noche. No me extraña. Cuando uno ve la pertinaz perdigonada gruesa al trasero de los obispos es perfectamente pudiente que alguien, en un momento de gran alborozo, se dejara llevar por esos luengos caminos. Sea porque fue una explosión del momento, sea porque lo llevaba pensado para el caso de que le pusieran la medalla. No importa. Porque en maneras paralipomeneras quiero fijar la atención sobre la pertinacia de la violentísima descalificación de los obispos a que se ha echado la gubernabilidad. Con habilidad grande, hay que reconocer a los socialistas que en esto son verdaderos genios de la presentación, bueno de eso que debía llamar marketing, quienes aparecen como burros voladores, peores que los más extremistas talibanes, algo de eso oí en mis zapateos particulares ayer noche al pausado canciller de nuestro Gobierno, son ellos, los obispos los que han levantado la voz a aullidos, mientras que la gubernabilidad nos hace ver a todos que no, que las cosas no son así, que no es necesario que los obispos se lancen al monte de tal manera que ni siquiera los suyos les van a seguir por esos derroteros tan extremistas. Por eso, con tonos moderados y acompasados a la sonrisa, 137 nos hacen ver que hay posturas más tolerantes, más progresistas, más de acuerdo con lo que pensamos la mayor parte de quienes habitamos pacíficamente este complejo país. Con sonrisas amables nos enseñan en todos los medios que sería bueno para los obispos descender de esos cerros y sierras abruptados en los que han querido subirse. Los buenos, pues, los sencillos, los bienaventurados, los humildes, los condescendientes con la burrez de los otros, los alertas siempre para perdonar, pero también en disposición de dejar las cosas claras de una vez por todas a esos señores extremosos, son ellos. Los obispos y las pocas personas que les tomen crédito se salen de toda madre. Bueno, además, ya se sabe, esta desmesura insoportable e imperdonable de los obispos será aprovechada por los retorcedores e intolerantes, como los mismos obispos, del partido contrario. Me hago cruces con la habilidad de la gubernabilidad para aparecer siempre como buenos, serenos, españoles cabales, convirtiendo a los obispos en sanguinarios buscadores del rebullo y de la violencia, que, obviamente, los españoles sencillos rechazamos hasta con asco. 4 de febrero de 2008 / jueves 14.2.08 HCE Estar incubando un catarro fuerte de garganta, o tener esa impresión, es cosa mala, como sabéis. ¿Podré cumplir los compromisos que tenía, precisamente, para los próximos días, cuando en general no suelo tener ninguna incumbencia fuera de las cosas normales de la vida y actividad diaria?, ¿les dejaré con dos palmos de narices? Iremos viendo. Pero, una por una, no tengo gana de preparar el segundo de ellos; se trataba de hablar sobre la encíclica Spes salvi, del papa Benedicto XVI. Por eso, hoy, me dedicaré al puro vagueo sin ton ni son. Pasados los quinientos paralipómenos, se dice pronto ese número, pero piensa, si tú estás entre los lectores adictos, en el trabajo inmenso que te ha llevado leerlos, por lo que podrás imaginar bien lo que me cuesta a mí escribirlos, hay algo que me llama poderosamente la atención: desde el punto de vista de las reacciones que a mí me hayan llegado, es el puro desierto. Hasta el Sahara, en comparación, es un puro vergel. Fuera de algunos amigos y allegados cercanos a alguno de ellos, creo no exagerar si digo que sólo me consta una reacción, un correo-e, que recibí antesdeayer. El resto es opaco silencio. No sé si espeso o transparente, pero sólo silencio. En él, es curioso dónde encontrar fuerzas para continuar. ¿Se puede cada día, mejor, cinco días a la semana, tirar al mar una botella con su mensaje?, ¿no es, en realidad, como tirarlo a la papelera? Y, sin embargo, aquí me tenéis, como un jabatillo inconsciente. Escribir estas cosas, es la pura evidencia, no se hace para el agua del mar que rodea la botella o para el recipiente que hace de papelera, sino 138 para que alguien lo lea. Se escribe para alguien. Aunque sea un alguien al que no conoces. Bueno, en algún momento, escribiendo, puedes percibir un rostro u otro de aquellos que conoces o presientes. Pero, de verdad, escribes para alguien, sin duda, al que no conoces, al que no puedes poner rostro. Y, sin embargo, todo este esfuerzo de reflexión y de palabras va dirigido a esa persona, a esas personas. Personas por completo desconocidas. A las que, quizá, nunca llegaré a ver, y ni siquiera a saber de su existencia. Pero, sí, para ellas escribo. Quiero tener la suerte aventurada de escribir para ellos, es decir, para ti, quien quiera que seas. Porque toda escritura, todavía más, posiblemente, estos paralipómenos, es dialogal. Diálogo conmigo mismos. Pero, sobre todo, diálogo contigo, desconocido lector. Perfilo tu voz. Tu sonrisa. A veces tu furibundez. Otras, tu contento. Pero escribo para ti. Dialogo contigo. Quiero discutir las cosas contigo, mostrarte una manera de pensar —ya sabes que siempre en la coherencia de red—, compartirla contigo. Busco que los dos nos enriquezcamos en este nuestro ser paralipoménico. Pero, compréndeme, escribir así, a ciegas, es duro, aunque lleno de fe y de esperanza. A veces se me vienen pensamientos rugosos. Que son verdad por entero. Vivimos en un país, o conjunto extraño de países, no lo sé bien, en el que nadie lee. Un país profundamente inculto, visionado por una cultura de la tertulia repelente y del aquí hay tomate, del comentario insoportable del que todo lo dice sin saber apenas nunca de apenas nada. En el que parece que nadie escucha de verdad a nadie. Irracionalidad. En donde nos hemos dividido en corros de las patatas —políticos, religiosos, teológicos, filosóficos, corros, evidentemente, del no-pensar—, de manera que la única obligación de cada elemento es desconocer en toda su profundidad al otro y mirarle con mal de ojo. Pero, créeme, alégrate, ni tu ni yo nos dejamos permear por esos patateros. 5 de febrero de 2008 / viernes 15.2.08 HCF Hablé de la prudencialidad del voto, pero me olvidé de añadir otra cuestión importante: el voto, cuando a uno le parece bien hacerlo así, siempre puede darse siguiendo lo que entienda como el mal menor, claro es. Pero no voy a hablar de esto sino de un artículo de Josep Ramoneda, licenciado en filosofía, profesor de ella algún tiempo en la universidad, y periodista, el utilizado como ideólogo por los medios afines al prisismo, y que apareció el último día de enero en el periódico de su incumbencia, El País: “La nueva alianza entre la derecha y el altar”. Creo que puede tener, al menos para nosotros los paralipomeneros, que intentamos ver las cosas con el búho de los atardeceres, un interés mayor que ir siguiendo 139 descalificaciones, malas caras, presagios e insultos, que a veces, todo hay que decirlo, dan tanta risa y que, me parece, nunca deberían ser respondidos por los hombres y mujeres de Iglesia. Deposiciones mil, producto, quizá, del enorme susto que parecen sostener con tan mala digestión. Veamos. Ramoneda es hombre listo, y se había enterado de varios discursos sobre cuestiones religiosas que ha pronunciado el presidente Sarkozy cuando fue a tomar posesión del título de canónigo de San Juan de Letrán que corresponde a todos los Presidentes franceses. Fue el 20 de diciembre pasado. «Un hombre que cree es un hombre que espera. Y es del interés de la República que muchos de sus hombres y de sus mujeres esperen». Nuestro filósofo lo entiende como una afirmación de «que la religión se justifica por su utilidad, por su habilidad para preparar a los ciudadanos para asumir resignadamente los avatares y las pruebas a que les somete un mundo paradójico». Es una idea de esperanza menguada y ratonera, tanto que ni siquiera un Presidente de la República francesa puede tener. ¿Queréis compararla con la que el papa Benedicto XVI nos dio el 30 de noviembre en su carta Spes salvi? Ramoneda no parece tener una idea de la esperanza a la altura de esa encíclica. Seguramente Sarkozy estaba al corriente de ella. Tuvo tres semanas por delante. Ramoneda, seguramente no. Tuvo ocho semanas por detrás. Me parece bien que cada quien tenga las ideas que le parezcan o que pueda o que dé de sí, pero, por favor, no achaque a los creyentes una esperanza tan cejijunta y culicorta. Creo que damos de sí algo más. Tenemos la cabeza bien puesta, aunque es posible que nuestras ideas sean equivocadas, e incluso, quién sabe, peligrosas. Sarkozy, que, es obvio para quien haya leído la encíclica, conocía bien su detalle, piensa que una moral laica corre el riesgo de agotarse cuando no va junto a una esperanza que colme la aspiración al infinito. Eso para nuestro filósofo es ya un ataque a la cultura laica. Parece que la laicidad que él preconiza nada tendrá que ver con nada que nos haga mirar más lejos, más allá. Que para él y los suyos no hay ningún lugar de esperanza, quizá porque no tienen ningún lugar de amor, porque su ser puede que no sea de amorosidad, sino de meras sequedades. Porque, se diría, nos proponen un ser sin utopía. Ya sé que atacan con saña la palabra utopía, recuérdese el editorial sobre el Ché del periódico que él inspira con su acendrada filosofía, pero si no hablamos de ella ni de ideal ni de deseo ni de imaginación ni de razón sopesadora, ¿quiénes somos?, ¿merecerá la pena que seamos?, ¿no quedaremos reducidos a meros seres hociqueantes?, ¿no nos habrán amputado la alegría de ser? ¿Recordáis La Quimera, maravillosa novela de inmensa ternura y esperanza endolorida de Emilia Pardo Bazán? 13 de febrero de 2008 / lunes 18.2.08 HCG 140 Proseguimos con nuestro Ramoneda, quien ve lo dicho hasta ahora por Sarkozy como un ataque a la cultura laica. Nos escribe que su Presidente remató el ataque con estas palabras: «En la transmisión de los valores y en el aprendizaje de la diferencia entre el bien y el mal, el maestro no podrá reemplazar nunca al cura o al pastor, aun siendo importante que se les acerque, porque siempre le faltará la radicalidad del sacrificio de su vida y el carisma de un compromiso conducido por la esperanza». Poneos en la hipótesis de que este nuestro filósofo tuviera algo que ver con el editorial sobre el Ché, si no como escribiente, al menos sí como inspirante. Es un zurriagazo en mitad de su cara. Dice como algo positivo eso que ellos habían condenado como algo tan negativo que podía ser considerado la madre de todas las guerras espeluncadas y atrabiliarias. Esas palabras del discurso de Sarkozy, piensa Ramoneda, tiran por tierra la laicidad francesa, tal como viene desde las leyes de comienzo del siglo XX, las cuales ponen en el centro la laicidad republicana. Algún día encontraré en el marasmo de mis papeles el preámbulo de la ley francesa que prohibía el uso de velos y signos religiosos en la escuela; comprenderéis, vosotros que sois como yo personas paralipomeneras, hasta qué punto esa centralidad es para ellos esencial en su supuesta francesidad republicana. La verdad es que en el centenario de esas leyes laicas de 1905, ha habido un Francia un debate riguroso, incluso desabrido a veces, sobre qué significan hoy y si son, para siempre, la única alternativa que se les presenta a los franceses. Muy poco después de esa lectura brutalmente desmitologizadora. —¡esta sí!—, en el centenario de la Revolución francesa, celebrada en 1989, que tuvo lugar entre historiadores, sociólogos, pensadores y politicólogos; otra discusión llena de chisporroteos, en donde se lograron horizontes nuevos de comprensión, a la vez que, con algunos, desacuerdos para siempre. Larga y compleja pelotera de la que Francia salió percibiéndose a sí misma de otra manera. Primero vieron con ojos muy distintos la sacrosanta revolución; después miraron con ojos disconformes la laicidad militante de la República francesa, condenadores de esa militancia que nada tiene que ver con la racionalidad sopesadora, prudencial y consensuada de la vida de una gran nación. Apropiación por una ideología laicista, de la que apenas si queda sólo la carcasa oficialista, que en algunos aspectos importantes convertía a Francia en algo parecido al priismo mexicano. Pero no entraremos ahora en esta discusión. Ramoneda piensa en su escrito que Sarkozy «disparaba directamente contra la institución esencial de la laicidad republicana: la escuela». Apoyándose en palabras de Régis Debray —tipo curioso e interesante—, se trata de una injuria, escribe, que si hubiera habido realmente una izquierda en Francia debió sacar un millón de franceses a la calle. Pero ya se sabe por dónde anda la izquierda francesa: descoyuntada, sin norte ni centro ni horizonte, sin saber quiénes son y qué defienden. En España, al menos, tanto en el gobierno de la nación 141 como en variadas autonomías, tienen poder tangible y contable; y eso es mucho: disfrute, seguridad y doblones. En Francia han pasado años de una sequía desbordante. No parece haber por el momento eso que siempre se ha llamado con gran pomposidad: la izquierda. Pero Sarkozy no terminó ahí sus ataques, pues en Riad, «ante el Consejo Consultivo de Arabia Saudí, volvía a reiterar su apuesta por la restauración religiosa. He aquí un viejo programa retomado como novedad por las derechas europeas: el gobierno gobernando a su aire y las iglesias calmando las ansias de esperanza de los ciudadanos». 13 de febrero de 2008 / martes 19.2.08 HCH ¿Se pueden colmar las ansias de esperanza de los ciudadanos franceses con la laicidad de una firme legalidad republicana? Fijaos: ciudadanos. Ya no somos personas. Somos sujetos de la legalidad republicana. Lo que nos configura no es nuestro ser personal de amorosidad y las relaciones comunitarias que desde él construimos, sino que somos fieles, exactos y conspicuos comensales de la legalidad. Es en esa legalidad en donde encontraremos el alma misma de lo que somos. Una legalidad republicana —de la — que es la fuente de la moralidad y de la eticidad. Del comportamiento individual y comunitario. De nuestro pensamiento. Todo ello debe ser medido por el rasero de esa legalidad republicana que, para serlo, deberá constituirse en laicista y con una escuela que se refiera a ella por entero, por completo y por estricta obligación de la sociedad y de sus individuos. Vemos, pues, cómo esa legalidad republicana es algo que, en referencia a unas épocas maravillosas que se corresponden, en el caso francés, al momento álgido de 1789 y, sobre todo, al de 1905, nos viene a ser de obligado cumplimiento para todos y para siempre. No es, como en el caso de la Constitución americana, por ejemplo, fruto de un consenso asumido, pues adelantado de lo que la nación ha sido y sigue siendo, un pacto fundador de libertades de personas y de grupos de personas, quicial hasta el punto de que si desaparece ese consenso, desaparecerá inexorablemente la nación —sabéis que estuvo a punto de ocurrir tal cosa, lo que se solventó con una cruenta guerra civil—, sino una toma de poder ideológica en un momento confuso, me refiero a la segunda fecha, que es la esencial en este debate, de manera que el Estado se hace laicista, asumiendo, sobre todo a través de la invocación de la legalidad republicana —lo que se refleja de manera central en la escuela, cuidado, una escuela extraordinaria la que entonces surgió en Francia— y de la laicidad. La educación se hizo entonces piedra angular de todo un sistema. Y, repito, fue excelente la labor que se hizo. Pero las cosas en Francia cambiaron muy notablemente a lo largo de los decenios. Surgieron instituciones 142 educativas distintas, estatales y privadas. Colegios y universidades privadas, que contaron de más en más con apoyo público. Por otro lado, la institución universitaria entró en Francia en una crisis espeluznante, en la que hoy está. ¿Legalidad republicana laica? ¿Invocaremos aquel su entonces? Ni siquiera se da en Francia, como no sea un llamamientos de rancios ideólogos cargados de polvo y vejestoriedad, en los que sólo los repetidores de las anticuadas palabras y eslóganes dicen creer todavía. Cuando han mostrado que ya no funciona en su país fundador, ¿las tomaremos entre nosotros? Mas prosigamos con Ramoneda. Como no podía ser menos, creo que interpreta asaz engañifladamente el discurso de Ratisbona pronunciado por el Papa en la universidad el 13 de septiembre de 2006: «Ratzinger convocaba a las religiones del libro —también al Islam— a ocupar el vacío dejado por las ideologías modernas en la escena pública, a aprovechar estos tiempos de incertidumbre y de cambio, para volver al protagonismo político». Lo hacía, sigue diciéndonos, poniendo como ejemplo a seguir el de la Iglesia católica que había sido capaz de aunar fe y razón. «La señal fue interpretada como una orden por la jerarquía eclesiástica de algunos países, la española, por ejemplo, que se vio legitimada en la cruzada callejera que había emprendido contra el Gobierno, en colaboración con el Partido Popular». Ya veis la poca inteligencia paralipoménica de nuestro autor, el filósofo. No parece que, como el búho, haya levantado su pensamiento a los atardeceres. 15 de febrero de 2008 / miércoles 20.2.08 HCI Curiosa presentación de nuestro Josep Ramoneda: uno dice lo que quiere de lo que le da la gana, sin coherencia ni dignidad filosófica ninguna, y es igual, no parece tener consecuencias. Nada importa lo que pienses y digas, si estoy contra ti, te lanzaré la pedrada en el ojo, con gran contentamiento de los seguidores que, tras el guijarrazo, quieren sangre; la sangre ideológicamente blanda del otro. Sigamos con su texto programático. Le entra a Ramoneda como un susto insidioso: ¿habrá que hablar de un retorno a la religión en nuestras sociedades epulonarias? Dando por supuesto que lo hay, se pregunta si sólo es un fenómeno pasajero. Encontró la solución de su susto acongojante: «Probablemente, estamos ante uno de los epifenómenos del proceso de globalización». Y se nos va por la tangente con ella, «la competencia en el mercado de las almas se ha hecho extremadamente dura». ¿No en el mercado de su ideología? ¡Vaya! De eso no sopla ni un balbuceo. Para la Iglesia católica las cosas se van 143 dando mal, véanse las sectas, cada vez con más recursos, nos dice, cuajado de razón, y la «capacidad expansiva y por diferentes familias del Islam, que ha vuelto a las tierras de las que fue expulsado». ¿A qué se referirá con estas sibilinas palabras? Insidioso misterio. ¿Jugamos a las adivinanzas? ¿Sabe, acaso, que la expansión del cristianismo en el África subsahariana está siendo muy notable? No creo. Habla de iglesias fastfood, del oriente, de la literatura de la autoayuda y del «alpiste emocional» —¡precioso!—; todo ello ofrecido «a una ciudadanía en pérdida de referencias»; añádase el mercado que «se ha hecho muy competitivo y hay que defender la parroquia sin demasiados miramientos». Debilitación de las ideologías clásicas; triunfo del poder económico «como fuente de normatividad social y referencia de comportamiento» —¿se habrá convertido en paralipomenero también él?—; todo ello «es un cultivo muy abonado para que la religiosidad vuelva a asomar la cabeza en sociedades que parecían destinadas a la laicidad para siempre». ¡Pobres! Proferían que el progreso progresaba hacia la segura eternidad. ¿Acaso no es así? Luego, añade una crítica sentida a aquello de la alianza de civilizaciones; la conversión de la lucha antiterrorista en conflicto de civilizaciones ha dado, supongo que con enorme descontentamiento para Ramoneda y sus gentes, nuevo espacio a las religiones; espacio que ya era de la laicidad. ¡Y todo ello cuando, siguiendo al francés —siempre un francés—, Marcel Gauchet, la comprensión temporal de nosotros mismos estaba sustraída ya a la inmemorial estructuración religiosa del tiempo! Pero un francesito tan ejemplar, uno más de los tan ejemplares, no puede equivocarse. Continuemos con Ramoneda. In illo tempore, Franco «había confiado a los obispos la tarea de adoctrinamiento ciudadano». En los setenta España salió «de un régimen que tenía en el nacional-catolicismo su principal fuerza ideológica». En la transición, «la Iglesia sufriría la penalización por esa alianza con el régimen franquista. Y ya no se recuperaría». Tres líneas y una condena feroz y que nada tiene que ver con la realidad. Puro rebufe de esa ideología que hoy se mira la ropa con gran susto. Ideología que elaboró sus excrecencias para que la historia haya sido como conviene a sus ensueños. Después, ley del divorcio, matrimonio homosexual, la asignatura famosa. «Pero han conservado los dineros». Sociedad «plenamente secularizada», sí; pero «el Estado, oficialmente aconfesional, sigue protegiendo a la Iglesia católica, incapaz de financiarse por sí misma, tratándola con privilegios económicos y legales. España no ha alcanzado todavía la fase del Estado laico». Lloremos, hermanos muy amados, porque «el ataque al laicismo por parte de la alianza entre la derecha y la Iglesia ha llegado antes de que el Estado laico exista». 15 de febrero / jueves 21.2.08 144 HCJ Comenzamos a terminar con Ramoneda. «¿Qué es un país laico? Un Estado en que las iglesias no puedan determinar la acción del poder político, pero en las que el poder político no pueda intervenir sobre las iglesias, salvo en el caso en que éstas desafíen a la ley con el delito. Y, por supuesto, nunca en cuestiones de teología y principios doctrinales». Sorprende el paso tan fácil de país a Estado. ¿Será que ello indica por dónde van sus verdaderas mientes? Me temo lo peor. ¿Significa tal cosa que las iglesias deberán callar sus bocas a cal y canto?, ¿serán las únicas que no podrán decir lo que les venga en gana?, y si contravienen la legalidad vigente, sus portavoces y responsables, es decir, los obispos de la Iglesia católica, pues es ahí donde está todo el morbo, tanto del ataque como de la defensa, sean llevados ante los tribunales. Nótese que no es así, sobre todo para nuestros obispos —¡a quien importa aquí y ahora las demás generalizaciones!—, por todos los medios se quiere una cosa: por Dios, que se callen de una vez, no salgan a la calle ni hagan notas ni tengan celebraciones públicas que la gubernabilidad y sus mesnadas consideran politiquería echada en brazos del partido de la oposición. Pues ya es mala suerte, me temo que piensan dichas gentes, teníamos a los de ese partido rodeados por las estacas talanteadas de soledad, cuando habíamos conseguido que todos —bueno, todos, menos algunos, sólo el 40% del actual Parlamento—, y ahora vienen estos obispillos y nos desmontan la barraca. Y viene Urkullu, jefe del PNV, a Madrid diciendo lo que todos sabemos: ha habido diálogo político con ETA. Y vienen las próximas elecciones y pueden cambiar no pocas cosas en el panorama político del país, incluso en el partido, y los partidos, de la actual gubernabilidad. El progreso de la progresía resulta pender de muy frágiles sombrajos. En el mientrastanto, el presidente Sarkozy sigue infatigable con sus decires sobre la religión. Ahora —miércoles 13 de febrero— dirigiéndose a los judíos franceses. Terminaremos con Gamoneda. Tiene ideas curiosas de puro impertinentes. 1) Las «religiones son inefables», al situarse fuera de toda posibilidad de crítica. ¿Pues que hace él y tantos de las huestes de la gubernabilidad?, ¿y todos esos políticos grandes y politicastros enanillos que parecen berrendos contra las rojeces de nuestros obispos? 2) «Las religiones pretenden tener la exclusiva de la verdad e imponérsela a todos los hombres». ¡Qué curiosas entendederas! Bueno, o las suyas o las mías. 3) “¿Qué puedo hacer para que otros se salven y para que surja también para ellos la estrella de la esperanza?”, es una pregunta de imperio que el Papa Ratzinger hace en la encíclica Spe Salvi, enseña Josep Gamoneda — por tanto, había tenido tiempo de mal leer la carta, para desasnarse—. Tres características que «las hacen incompatibles con las bases del sistema democrático». Anda y chúpate esa. «Las religiones entienden que la 145 legitimidad del poder emana de Dios y no de los hombres», ha escrito poco antes. Copio el abigarrado final, donde todo se mixtura sin mucha inteligencia: «Por eso deben mantenerse al margen de las decisiones políticas. La coartada religiosa no es argumento para saltarse las leyes democráticas. Y, sin embargo, el Estado democrático tiene la libertad de expresión y de creencia como principio fundamental. Por eso, no debe intervenir sobre las ideas religiosas. Esta clara división de papeles es la que quiere confundir en Europa una nueva santa alianza de la derecha y el altar». Lo vociferaban en tiempos, ¿os acordáis?, a la cárcel con los obispos o incluso mirando a la pared si no se comportan. 15 de febrero de 2008 / viernes 22.2.08 HCK El pasado 12 de febrero en la Facultad de Teología San Dámaso hubo unas conferencias reunidas bajo el hermoso título de ‘La belleza y Dios’. Pablo Cárceles, infinitamente preocupado por las cosas del arte, alumno mío por dos años, me preguntaba. Esto le respondí. Estaría de acuerdo con Víctor Tirado, uno de los ponentes, filósofo, cuando dice que la belleza es subjetiva; pero comprendiéndolo en mis maneras. La belleza es siempre percibida por un alguien. Sabes mis manías, le escribía a Pablo, yo no hablaría de sujeto, o hablaría bien poco de él. Cuestión esencial de la belleza es ser percibida. Decir que es subjetiva y que no hay belleza objetiva es meterse en líos monumentales sobre sujeto-objeto que, en mi opinión, nada significan. No hay obra de arte sin veedor. Por supuesto que tampoco la hay sin artista, y, si llega el caso, como en la música, sin intérprete. Sin veedor que contempla la obra de arte no hay belleza, pues la belleza es el acto de creatividad del artista que la creatividad del veedor recrea. Recordarás, quizá, le escribía a Pablo, que pidiendo la palabra el primero, dije algo inarticulado, que nadie pareció entender ni recoger. Si me tocara platicar sobre la belleza hablaría de creatividad. La belleza se genera en el acto de la creatividad. Y la creatividad es doble —o triple, si necesitamos a un intérprete—, la del artista y la del veedor. No es que comenzara disertando de creatividad, sino que me encontraría con la belleza hablando de la creatividad. Donde no hay creatividad, acción de creatividad, no hay belleza. Por eso, la repetición, la copia, no es fuente de belleza, o, si lo fuera, lo sería como duplicado que expresa o adelanta un recuerdo. Sólo se da la belleza en la creatividad; porque únicamente se da en la obra de arte. Fíjate, pues, que ahora me convierto en un materialista osado. La obra de arte es obra material; modelación del barro de la materia. Primero por el artista, y luego, también, esto es esencial para comprender la belleza, en el veedor. La obra de arte es cosa bien 146 material. Y porque cosa bien material, se adentra en mí y provoca mi propia creatividad, tan distinta de la del artista, pero tan real. Hablándome de las esculturas clásica que trajo Velázquez para el Alcázar, me dice Pablo algo muy hermoso: mi experiencia estética desborda inmediatamente lo humano para llevarme a lo divino; y añade que esas esculturas griega parecen belleza encarnada. Lo primero habla de la fuerza inmensa de la creatividad, la cual, al pasar del artista, a través de la obra material, claro, al veedor, genera en él una fuerza incontenible de creatividad, hasta el punto que sólo se le ocurre hablar de algo divino. Hay, pues, una tríada: artista, materia, veedor; si acaso también intérprete. Ahí, en el juego de esta nueva tríada se da ese inmenso chorro de creatividad que fascina en la creación de belleza. No hay belleza sin artista que modela la materia en su obra y que recibo generando en mí el grito de admiración, por el poder que ella suscita en mí: grito racional, grito afectuoso, grito de deseo inacabable, grito de extensión infinita de la imaginación. Así pues, me parece, la belleza no se da en el pequeño y estéril juego de lo objetivo y lo subjetivo, sujetoobjeto, sino en ese ámbito de la creatividad, tan compleja, tan abrasadora. Por eso, tan divina. ¿Y hay algún artista tan creativo, tan productor de obras de arte como el Creador del mundo y de la carne? A lo escrito para Pablo sólo añado que también la materia es creativa. 17 de febrero de 2008 / lunes 25.2.08 HCL Mario ALBERTO García Reyes ya ha salido en estos Paralipómenos. Con él y con Javier Padilla me di por las calles de la ciudad de México, y sus trompicantes aceras, aquel largo paseo en que hicimos trece tercios, a tenor de lo que cada vez nos faltaba por llegar hasta la boca del metro que nos llevó a las librerías, siempre como un tercio, decían a una sola voz, pero cantinela repetida al menos trece veces. Me traje de él dos trabajos largos sobre Mircea Eliade. Por la interposición del viejo Aristóteles, no los he leído hasta ahora. Qué vergüenza mayúscula. Le he escrito estos días con mis reacciones al contenido de sus papeles. Quisiera tomar ahora como borrador las dos cartas en las que me refería a la cuestión, para presentar lo que en ellas decía, clarificándome y dejando mis críticas más claras. Comienzo en esas cartas a Mario con una referencia a unas páginas que nada tienen de paralipoménicas —son anteriores—, en donde criticaba la manera en que los fenomenólogos de la religión, bueno, al menos algunos de entre ellos, pasan de un estudio cuidadoso de las externalidades que se dan en los místicos, en los hombres y mujeres 147 religiosos, en las que, por encima de las diferencias tan esenciales que hay, pues cada uno cree en su Dios, quizá en sus dioses, o en el vaciamiento en la Nada, mas con una actitud mística, religiosa, incluso de agnósticos o ateos que, sin embargo, reproducen las mismas externalidades en fenómenos místicos propios. El fenomenólogo de la religión, y de la mística, cree percibir que en todos ellos se da una presencia cuyas características, por encima de los desacuerdos entre sus dioses o no-dioses, son idénticas entre todos ellos. De ahí, el fenomenólogo de la religión, o de la mística, cree percibir una Presencia que es la que, precisamente, se hace actualidad para todos, provocando esa presencia igual en todos. Por eso creen que la fuente de todo el fenómeno religioso o místico es único, esa Presencia, que unos llaman Dios, otros sus dioses o la Nada o, incluso, la negación misma de Dios. Lo definitivamente importante, por tanto, sería esa Presencia, que en sus inmensas diferencias, sin embargo, se hace presente por igual a todos; la cual, luego, ha sido percibida de maneras tan diversificadas, dando lugar a teologías encontradas, incluso fieramente enemigas. Mi crítica a esta postura es ese paso por demás indebido de las meras externalidades a algo que es, ahora ya, la más profunda de las internalidades: la Presencia. Quiso ser un observador imparcial, haciendo abstracción de cualquier particularidad, y por eso pudo ponerse por encima del bien y del mal de todas las religiones y las místicas, buscando aquello que, dentro de las diferencias tan acusadas, era común a todos y creyó percibirlo en que todos tienen esa certeza de una presencia. Pero una cosa es tener la evidencia de que en todos se da la certeza de una presencia, y otra pasar de ahí a la pura Presencia en sí misma. Dicho paso me parece por completo indebido. Porque, así, esa Presencia da nombre verdadero a eso que algunos llamamos Dios, incluso, si queréis, Dios Nuestro Padre. Estos calificativos serían nuestros, los que provienen de nuestra tradición, a la cual, vistas las cosas de cerca, podremos dar, quizá, un sobresaliente; pero no son más que una de las manifestaciones en mera parcialidad de la pura Presencia. Esta parrafada no se la encasqueté a Mario, simplemente le citaba las páginas en donde podía leerlas. Ahora, como lector de Paralipómenos, podrá leerla junto a vosotros, estimados lectores y lectoras de estas cavilaciones inacabables. 17 de febrero de 2008 / martes 26.2.08 HDC Conozco desde hace años esa corriente a la que me refería. Tanto porque leí bastantes cosas de Mircea Eliade y de algunos otros fenomenólogos de la religión, cuanto porque durante años fui amigo cercano de Carlos Castro Cubells, quien escribió sobre estas cuestiones en 148 Ediciones Cristiandad, 1964, un grueso y estupendo libro, señero en español: El sentido religioso de la liturgia, cuyo primer tercio trataba de la religión en general, y el segundo y el tercero, sobre la religión cristiana y sobre el culto cristiano, estaba por completo impregnado de una manera de ver las cosas desde la fenomenología de la religión. Por la amistad, evidentemente, fueron mucho más importantes para mí las innumerables horas de plática con él que sus páginas escritas. En él, en nosotros, las cosas iban por sus propios derroteros. Aunque, en él, siempre marcado por las maneras de la fenomenología de la religión. Fue Carlos Castro quien me hizo leer a Rudolf Otto, a G. van der Leeuw, que tenía de antes, y a Mircea Eliade. Hay una manera de ver, seguramente la de Eliade, caracterizada muy bien por ti, le escribía a Mario, que no puedo compartir. Sobre todo, cuando se entremezcla en los arquetipos junguianos. Tampoco acepto de ninguna manera la kantinización de la religión, en donde esta se deseclesiastiza, como dice Kant, para hacerse sólo racional; aceptada con la condición de que se dé sólo en los límites de la mera razón, es decir, en los límites de lo que él considera la razón práctica —tan distinta, creo, de lo que yo mismo llamo razón práctica—. Esa religión en ningún caso puede ser la religión cristiana, al menos en la comprensión y en la manera que nosotros tenemos de concebirla, expresarla y vivirla. Los arquetipos que echó al mundo Jung ponen las cosas en un principio primordial y común. No son discernimientos puramente clasificatorios para entendernos a nosotros mismos, sino reales existencias comunes en las que nosotros nos encontramos echados al comenzar a existir. Los arquetipos se nos dan en nuestro mero nacimiento; existimos en ellos. Son comunes a todos nosotros, pero no como puede ser común a todos nosotros que, excepto si somos monstruos, tengamos todos nariz o reflexionemos según una cierta lógica común, lo que nos vendría, evidentemente, de esa llamémosle naturaleza común en la que somos cuerpo de hombre/cuerpo de mujer. Los arquetipos son maneras de ser que configuran lo que somos y nos, si vale decirlo así, predeterminan en aquellos tiempos iniciales en los que fuimos engendrados. Los arquetipos serían las semillas mismas de nuestro engendramiento ontológico. Nuestro propio ser vendría dado desde ellos y por ellos. Nada tiene de extraño, pues, que luego, en el devenir de nuestra vida individual, tantas cosas nos sean comunes, pues tenemos el mismo engendramiento de nuestro propio ser en el mismo ámbito profundo, de psicología profunda, en el que se nos da lo que somos. La cuestión decisiva, por tanto, está en descubrir esos arquetipos que nos engendran y nos circundan. Y ese ámbito profundo común a todos es esencialmente sacral, así pues, religioso. Kant pensaba que toda una panoplia de nuestra razón, su uso puro, estaba regida por la ciencia de Newton y los suyos: palabra dada de una vez por todas. No hay metafísica. La religión no puede estar ahí. Sería su muerte. Sería la muerte de Dios. Mas queda toda una rinconera: la del uso 149 práctico de la razón. Ahí es donde se nos da la religión. No en una razón eclesiástica, que también lleva a la muerte de Dios. La religión se da sólo dentro de los límites de la mera razón; de su razón práctica, claro. 18 de febrero de 2008 / miércoles 27.2.08 HDD Decía que esa religión en ningún caso, me parece, puede ser la religión cristiana. Al menos, así lo veo y creo poder defenderlo con razones. Si fuera de tal modo, tendría razón Karl Barth cuando dice que el cristianismo no es una religión. En mis años mozos, lo he dicho, aunque no en los Paralipómenos, fui barthiano. En aquellos momentos, digamos que en los años sesentaiocheros, serlo fue para mí una tabla de salvación. El ser cristiano era un chaparrón que te llegaba de pronto, no sabiendo muy bien cómo ni de dónde, y te empapaba de Dios hasta los tuétanos; dándosete en Jesucristo. En momentos de crítica tan feroz, cuando uno tras otro todos los amigos iban dejando de ser creyentes a marchas forzadas y todos los frentes caían, el que las cosas fueran así, me fueran así, era una ocasión cierta de poder seguir todavía siendo cristiano. Como algo que caía sobre mí por pura gracia, podía sostenerme por encima de todos los empellones y de todos los ejemplos. En esos momentos, estudiante ya de teología en Lovaina, la Abadía Trapense de N.D. de Scourmont, es decir, Chimay, era un lugar desde donde todo se veía de modo distinto, poniéndome en contacto con las propias fuentes de mi cristianismo, que tanto tenían que ver con la oración comunitaria; personas como Vincent Baguette, que los paralipomeneros ya conocemos, muy desgraciadamente muerto hace unos meses, y la presencia activa de Adolphe Gesché, en clase, primero, y en el pensamiento de más de en más, fueron para mí, junto con la existencia litúrgica de la Parroquia universitaria, aunque esta de manera por completo privada, el ámbito en donde podía vivir plenamente mi cristianismo, que de esta manera tuvo cada vez menos necesidad de ser barthiano. El cristianismo ni era un chaparrón ni era un grito —lo decía por entonces José María González Ruiz, haciéndomelo comprender en su justa racionalidad, por lo que siempre le he de estar agradecido—; no había que abandonar la razón, la de siempre, la única que tenemos, la mía, la tuya, para ser cristiano. No porque, a la manera de John Toland, el contemporáneo de Leibniz y Newton, en el cristianismo no haya misterios, porque todos los misterios, que los hay, como él pensaba, son comprensibles por nuestra razón, sino porque nuestra razón, la única que hay, la única que tenemos, es logos. Y el verbo, la palabra se hizo carne. Por eso, le escribía a Mario, luego, poco a poco, fui viendo las cosas de otra manera, conforme ‘mi filosofía’ —veo que al leer esto José Antonio Méndez se revuelve en la silla, pero ¿qué otra manera cabe de decirlo?— iba deviniendo una filosofía de la carne. 150 Sí entiendo interesante, volviendo a los fenomenólogos de la religión, el ver la sacralidad de montañas, de piedras, de personas, incluso de pan y de vino, como pone Mario en una de sus notas. Lo de sagradoprofano sin duda que puede ser un grill de lectura de las cosas que tocan a la religión. Creo que el grueso libro de Carlos Castro, y otros de sus trabajos, muestra a la perfección el uso tan interesante que un teólogo católico puede hacer de toda esa inmensa sabiduría que echaron al mundo los fenomenólogos y los historiadores de la religión. No es esto de lo que me quejo. La cuestión está en que no creo que lo de Jesucristo, todo lo de él, pueda verse exhaustivamente desde ahí, naturalizándolo — nótese el paralelismo que pongo con la naturalización por la razón científica— a esa manera de ver y de ser. Iluminar textos y situaciones, sí; pero en ningún caso vaciar ahí todo su contenido. 18 de febrero de 2008 / jueves 28.2.08 HDE Vaciarse ahí todo su contenido, decía, de ninguna manera. Lo sobrepasa por entero. Hacerlo así, como parecen indicar, quitaría toda su fuerza única al Jesús encarnado, carnal, en quien se nos hace visible el Dios invisible —¿qué tiene que ver él con una Presencia?—, que, además, es Padre de Jesús, el Hijo, su Hijo, y que, con su vida, con su muerte y con su resurrección, nos hace a nosotros hijos de quien, ya desde ahora, es Padre Nuestro. Respecto a Mircea Eliade, le escribía a Mario que tengo varias desavenencias importantes. El in illo tempore. El centro. El ámbito en el que parece darse todo lo suyo. Vamos a verlo con algún detenimiento, mayor que el de la carta a Mario, pues él, por su trabajo estupendo, está muy en el ajo, y nosotros no. Es verdad que, por mis recuerdos, Eliade habla, sobre todo, de religiones primitivas. Cada vez, pues, que miramos a las religiones primitivas, sin darnos siquiera cuenta, vienen a nosotros las inmensas páginas suyas. En las de Mario se siguen viendo las cosas así. Pero me digo que nada de todo eso —excepto si se toma al modo de Carlos Castro— se refiere al cristianismo; seguramente tampoco a las religiones monoteístas actualmente existentes. La impresión que saco de lo que nos dice Mircea Eliade es que, finalmente, en nada se refiere al hombre cristiano existente, al menos al que existe ahora; en definitiva, le decía a Mario, a ti y a mí. Nos arrebulla a un tiempo primordial e inexistente, un in illo tempore que nada tiene que ver con lo que nosotros somos, con lo que es nuestro tiempo, ni el tiempo físico ni el tiempo almal. Un tiempo primordial en el que todos estaríamos inmersos en nuestro propio ser. Que se refiere a arquetipos, los cuales, diríamos, al menos yo lo digo, nada 151 tiene que ver con nosotros. Tiempo que él se inventa como ideal-tipo, una construcción puramente intelectual que recoja los datos que hemos ido viendo acá y allá en una manera de modelo de las religiones, basado siempre en las religiones primitivas que él conoce tan maravillosamente bien, y que luego substituye a nuestra realidad religiosa; la tuya y la mía, la que nosotros vivimos en nuestra carne. Pero, al menos yo, no me dejo coger en esas substituciones que buscan quitarme mi ser de carne, para ofrecerme un ser de supuestas maneras arquetípicas que me enraízan con la visión —visión filosófica, cuidado— que él se ha ido construyendo de esa manera ideal, eliminando mi propio ser y dándome otro en el que para nada me reconozco, insisto, si va más allá de lo que me enseñó Carlos Castro. Por ejemplo, una cosa es ver el papel que las montañas ocupan en las religiones primitivas, y otra muy distinta leer la Transfiguración de Jesús en el monte Tabor de una manera reductora, que la retrotraiga a la aparición de lo numinoso en un espacio sacral que nos saca de nuestra profanidad. Entiendo que esta manera de ver discutida por mí puede hacernos entender lo que aconteció en el Monte de una manera más rica; puede hacernos contemplar los detalles del relato en una perspectiva en la que crece la profundidad de nuestra comprensión. Esto, seguro. Pero de ahí a no ver sino una de las manifestaciones de la Presencia que se nos hace presencia en la altura de la montaña, en donde aparecen las fuerzas más arcanas y primitivas de lo sacral, como en toda manifestación religiosa que se da en el Monte, ahora ya siempre Monte sacro, lugar de la manifestación de la Presencia, hay que trotear demasiado 18 de febrero de 2008 / viernes 29.2.08 HDF Seguiremos con Mario, aunque quizá no ocupando por entero la semana, porque no sea necesario o para no espantar definitivamente al personal. Una visión como la de ese in illo tempore nos está quitando el tiempo. Nuestro tiempo no es cíclico. Que lo fuera el de los antiguos griegos, vale. Que lo haya sido también el de Aristóteles, es cosa sabida; pero nosotros somos otros, distintos a él. Tampoco vivimos en aquel tiempo cíclico de las divinidades griegas y de las religiones primitivas. Nuestro tiempo no es cíclico. Sí complejo en extremo —entretenerse en ver cómo se dice hoy qué es el tiempo es cosa de lo más chusca, exaltante y difícil—; pero nada se le pega de un eterno retorno. La cosmología nos lo ha hecho saber de una vez por todas. Nada tiene que ver con un devenir que cristalizaría en un tiempo ancestral, primigenio, fundador; por ello, sacral. Tiempo arquetípico, unitario, estático, del que todo alejamiento es culpable, mera pérdida, pura profanidad; por tanto, 152 profanación. Ese tiempo no tiene otra existencia que en nuestras elucubraciones; mejor, en las de Mircea Eliade. Es verdad que, ahora, casi estos mismos días, en discusiones maravillosas ha ganado de modo concluyente —¿de manera definitiva?, ¿hay algo terminante en lo que dice el pensamiento científico?, ¿es este un pensamiento para siempre?— la Teoría de la relatividad, la cual se empeña en decir que en realidad no hay tiempo. Quizá sí átomos de tiempo; pero no tiempo en el sentido almal, es decir, un tiempo que viniendo del pasado, como una flecha, mira al futuro. Su mundo, regido por leyes deterministas que se apoyan en cambiantes condiciones iniciales —bueno, aquí entraríamos en un mundo entero de complejidades en las que deberíamos quedarnos embotellados durante un tiempo que nos dejaría sobrecogidos de puro largo—, como el de toda la física clásica, se recorre por igual hacia el pasado como hacia el futuro. Pero estas extrañas cavilaciones, creo, tienen poco que ver con lo que aquí nos traemos entre manos. Aunque sea decirlo demasiado rápido, el tiempo eliadiano tiene que ver con el tiempo almal y no con el tiempo físico, si utilizar esa diferenciación es válido. En todo caso, la haremos, pues, si no, lo mejor sería callarse para no salir dando alocados alaridos. Por eso, me parece que cuando Mircea Eliade nos transporta a algo así como un in illo tempore, nos lleva a un tiempo mítico, el tiempo de la religión, dice, que, además, es nuestro tiempo de verdad. Aceptar esto es demasiado rudo para nosotros, seres de carne paralipoménica. Perdería nuestra cabeza todo viso de racionalidad. Sería echarnos a un océano de irracionalidades que nos subyugarán y harán de nosotros lo que les plazca. En todo caso, esto nada tiene que ver, me parece, con nuestro cristianismo ni con él tiempo lineal que él genera. Pues el concepto de creación que nace religiosamente en los medios del Antiguo Testamento, y filosóficamente ya en pleno ámbito cristiano, nada tiene que ver con ese tiempo mirceano. Entiendo que es una exageración decir que el mundo como creación nace en el judeocristianismo, pero en la fuerza dinámica que en él se da hay un radical cambio de paradigma —como nos hemos acostumbrado a decir desde Thomas S. Kuhn— filosófico y científico. Si lo olvidamos o lo postergamos no entenderemos ni el cristianismo ni el pensamiento en el que desde hace siglos nos hemos embarcado, seguramente de modo definitivo. Quedarnos con Eliade nos saca de nuestros cabales, de nuestra realidad, de nuestro Jesucristo, de nuestra Iglesia, de nuestro Dios, y nos adentra en una religión inventada, en un tiempo inventado, con resultados de necesidad. 19 de febrero de 2008 / lunes 3.3.08 153 HDG De ahí lo de Karl Barth: si esta es la religión, el cristianismo, ciertamente, no es una religión. Si lo que dice Mircea Eliade —hablo más bien de mis recuerdos y de lo que tan bien escribe Mario sobre él en sus papeles— es verdadero, nuestro cristianismo no lo es, nos hemos pasado con él, lo hemos malentendido por entero. Uno de los puntos de desentendimiento está en que, como hemos visto, hay una radical diferencia en la interpretación del tiempo. Nosotros no vivimos en ese tiempo sacral y primigenio, el cual ni estira de nosotros ni nada tiene que ver con nosotros, si es que dicho in illo tempore existiera. Esto me parece esencial en nuestras divergencias, y las otras dos, en realidad, están trenzadas estrechamente con esta primera. Mas nuestros desacuerdos continúan. En segundo lugar, tenemos la cuestión del centro. Eliade pone la centralidad de todo lo que dice —y lo dice porque, para él, las cosas de lo sagrado-profano son así— en ese tiempo mítico en torno a lo que todo gira. Digo gira, cuando en realidad para él se da en definitiva un cósmico estarse quieto; una quietud puramente sacral en la que cualquier salida de ella es adentrarse en los procelosos ámbitos de lo profano, los cuales deberemos abandonar al punto para volver atrás, hacia el espacio de lo sacral. Pero así, creo, rompe toda dinamicidad creativa, haciéndola imposible por entero. Y romper la creatividad dinámica es destruir desde su misma raíz lo que es el mundo, lo que es el cuerpo de hombre/cuerpo de mujer y lo que es la realidad. Parece ser la exacta contrapartida de una filosofía de la carne. De idéntica manera, rompe, por consecuencia, toda dinamicidad de la persona de Jesús, de su relación con el Padre Dios, de la Iglesia que él fundara. Sacándonos de nuestro propio centro, nos pone a nosotros mirando a la pared, mejor, mirando hacia ese centro de espesa quietud en donde nos disolvemos, en donde perdemos toda creatividad. En donde la creación dinámica, la del mundo mismo, la nuestra, la del arte, se mocha en un silencio de inactividad, de pérdida de sí, encerrándonos en las más puras estaticidades de la más horrorosa quietud; quietud de nuestra muerte, en donde se disuelve no sólo nuestra persona, sino hasta nuestra propia individualidad. En una filosofía de la carne, ese centro, el punto en el que, en definitiva, se nos da la centralidad de lo que somos, se nos ofrece nuestro ser en plenitud, es el punto W, que tantas veces nos ha aparecido en estos paralipómenos como fruto de nuestra acción racional, de nuestros emperramientos racionales. El centro mirceano, su centralidad, estira de nosotros hacia abajo, hacia el pasado mitológico, hacia la mera quietud, hacia la disolución de lo que somos en una obscura sacralidad de la que vengo del no ser yo para volver definitivamente a no ser yo. Es un centro, me temo, que nos atrae para echarnos en el abismo de la nada. En ningún caso generador de mi propia creatividad. Ni creatividad de seguimiento ni 154 creatividad de un ir-hacia que está más-allá. Es un centro que atrae para echarnos en el abismo de la nada. Un centro que debemos evitar como la tentación misma de la Nada; en nuestro caso, de la voluntaria disolución en ella. En la filosofía de la carne, lo acabo de señalar, más que centro es punto W, punto de atracción desde ese más-allá definitivo, que estira de nosotros, generando que seamos seres creativos y no reduciéndonos a la fuerza a ese punto de giro del cosmos entero que nos atrae inexorablemente hacia su puro nadear. 20 de febrero de 2008 / martes 4.3.08 HDH La tercera de las desavenencias graves con Mircea Eliade se refiere al ámbito en el que parece darse todo lo suyo. Pues se diría un ámbito en el que no cabe la ciencia ni la técnica ni el pensamiento actual ni la sociedad en la que vivimos; un ámbito en el que sólo se mira hacia atrás, a ese mitológico in illo tempore en el que nos sacralizamos por entero, bajo la condición de que ahuyentemos todo lo profano, de que saliendo de él nos perdamos en lo sacral, ante esa Presencia, supongo. Un ámbito en el que nada de lo que hemos construido como corporalidades tiene su cabida. Ni nuestra visión del mundo, lo que sobre él decimos, por ejemplo, a través de esa majestuosa construcción de nuestra razón que es la ciencia, siempre tan vaporosa, siempre tan cambiante, siempre cosa tan interesante para saber, al menos algo, bastante, sobre quiénes somos y dónde nos encontramos. Ni esa otra asombrosa construcción sobre la que basamentamos nuestra sociedad: la elaboración y desarrollo de una constitución. Ni siquiera la visión que de nosotros mismos tenemos ocupa plaza en ese ámbito eliadiano. Todo esto lo deberemos abandonar en una ascesis castrante. Curioso que, a nosotros, paralipomeneros, se nos esté ahora pidiendo, por quien parecería el exacto contrapunto de lo que representa Jacques Monod y su principio de objetividad, la misma acción contra nosotros mismos: la castración voluntaria. Un ámbito el suyo al que nos quiere llevar y en el que se nos va a cercenar toda creatividad, para echarnos en manos de la cansina repetición de lo de siempre en su quietud malsana. El ámbito en el que se hace todo esto y al que se nos pide que nos retrotraigamos es un espacio de pura mitologicidad, que nada tiene que ver con el nuestro, como no se nos quiera decir que todo lo nuestro, lo visible, lo carnal, depende de unas arquetípicas invisibilidades que se nos escapan a la razón, creando así ese espacio al que llaman sacral, que en absoluto tiene nada de nuestra carnalidad. No es nuestro espacio. Ese ámbito, mira bien lo que te digo, Mario, le escribía en mi carta, debe ser rechazado con toda la fuerza, pues es como el papel pegajoso que atrae a las moscas y en él se quedan para siempre, absorbidas por él, incapaces, 155 en su agonía, de deshacerse de él. Entiendo que las mías son palabras bien duras, pero es que, me parece, nos jugamos, entre otras cosas, y así de primeras, la racionalidad. Pues lo primero que se nos pide para entrar en ese ámbito de la sacralizad eliadiana es que renunciemos al uso de la razón. Cuidado, quizá eso no sea exacto, que utilicemos todo el inmenso poder de nuestra razón, de su capacidad de análisis y de elaboración de teorías coherentes, para confinarnos en un uso irracional de ella, pues se nos pide que, luego, personalmente, renunciemos a ella al dejar el ámbito de la profanidad para entrar en el bueno, en el verdadero, en el que es el nuestro de verdad y para siempre, el del abandono en la nada que se nos pide —peor, que nos pedimos a nosotros mismos— para fijarnos por siempre en el ámbito de lo sacral. Quizá, si las cosas son así como digo, en el ámbito de una Presencia que, por renuncia voluntaria de nuestra razón, nos pide la pura irracionalidad. En fin, Mario, terminaba, ya ves por dónde van mis pensamientos sobre puntos esenciales del pensamiento de Mircea Eliade. Lo que te decía sobre el paso de la presencia a la Presencia, tiene que ver, me parece, con lo que ahora escribo. 20 de febrero de 2008 / miércoles 5.3.08 HDI Madera, más madera, gritaban los hermanos Marx, arramblando con todo lo quemable para arrojarlo en las calderas de la máquina infernal, mientras el tren corría desbocado hacia el Oeste, impelido por alguna pasmosa necesidad. Pues bien, eso necesito: madera más madera. Hay que llenar con empeño estas calderas paralipoménicas. No por el hecho de que se cuajen cada día de letras y palabras, sino porque en ellas nos jugamos la vida de lo que hemos sido, somos y aspiramos a ser. Cuando leas estos paralipómenos la fiesta habrá pasado; pero cuando los escribo, no. Ser profesor tiene alguna ventaja. De vez en cuando te topas de bruces, incluso a veces formando parte de sus tribunales, con trabajos de licenciatura o de doctorado que excitan tu propia pasión de pensamiento. Esto acontece ahora con el de Raúl Orozco, quien ha trabajado, bien, muy bien, sobre el doble proceso de génesis y desarrollo de la modernidad, siguiendo el pensamiento de un filósofo italiano, casi desconocido hasta ahora, excepto por un puñado de jabatillos —como ocurre con alguna frecuencia, pero las cosas pueden cambiar muy notablemente—, muerto hace pocos años: Augusto Del Noce (1910-1989). Este buen hombre, piamontés del grupo de los de Turín, tuvo la osadía de ser cristiano y mantenerse siempre así. Pero no le bastó con ello, sino que hizo una crítica en extremo interesante de las posturas de sus compañeros y amigos, el núcleo duro del marxismo italiano de la anteguerra y de la posguerra, quienes, comos sabéis, se hicieron con todo 156 el proscenio de la cultura italiana, lo cual, además, vino a darse a la vez en toda nuestra Europa, la nuestra, la epulonaria. Del Noce entiende por filosofía moderna, estas son sus propias palabras, aquella que no se presenta como una simple actualización de una virtualidad del pensamiento antiguo o de la unidad medieval entre el pensamiento antiguo y el cristiano, sino que rompe por completo con lo griego y con lo medieval, considerándolos como períodos concluidos. Bien, vale, pero ya ahí, además de las cosas tan interesantes que vamos a sacar, hay por mi parte un desacuerdo profundo que espero no olvidarme exponer. Esa modernidad entiende el rechazo de lo griego y de lo medieval de manera fuerte: refutación dogmática de la posibilidad de lo trascendente y sobrenatural en la historia del hombre. El intento de compaginación medieval de lo griego y lo cristiano habría generado el mito de lo trascendente y sobrenatural como realidad posible en el mundo. La expulsión de lo medieval se habría dado de dos maneras, por la filosofía hegeliana que transformó el cristianismo en mera filosofía, convirtiendo la fe cristiana en lo divino inmanente a través de una purificación de la idea de Dios; y, en segundo lugar, por el paso de Hegel a Marx y Nietzsche quienes substituyen ese divino inmanente por el ateísmo. Hasta aquí Del Noce, tal como nos lo presenta Raúl Orozco. Mas, antes de continuar, diré algo muy importante. No es de necesidad entender a Hegel de dicha manera, la de los que llamaron izquierda hegeliana. Tuve la suerte de conocer de cerca a Albert Chapelle, mi profesor durante dos años en Eegenhoven-Leuven, jesuita belga que inició en nuestra modernidad una comprensión radicalmente distinta de Hegel, mucho más cercana al cristianismo, y que enseña aspectos suyos que han desdeñado otras maneras filosóficas de ver, haciendo daño a la comprensión que nos hacemos del propio cristianismo. Emilio Brito, mi compañero de estudios, profesor en Lovaina, jesuita cubano con toda su vida en Bélgica, ha desplegado en francés una inmensa labor sobre el idealismo alemán: debe ser escuchada si no queremos caer para siempre en gravísimas trampas saduceas. 23 de febrero de 2008 / jueves 6.3.08 HDJ El Del Noce que nos presenta Raúl Orozco, y que en ningún momento dudo sea el real, hay algo con lo que no me compadezco. Habla de racionalismo y lo rechaza por completo, lo hemos de ver, pero me pregunto si lo que él de verdad rechaza es el racionalismo ilustrado, el cual, es verdad, ha mostrado su profundo fracaso. El racionalismo, prosigue nuestro autor, se presenta como la única interpretación válida y definitiva del mundo. Todas las anteriores eran erróneas por no haber tenido a la razón —a la diosa Razón, mejor— como 157 único principio de juicio. Adoptando este racionalismo —ilustrado—, la filosofía de la modernidad pretendía mostrar que el hombre no necesita de un conocimiento sobrenatural, y a la vez, contra todo escepticismo, era capaz por sí sola de llegar al descubrimiento de la verdad. ¿Por qué la ruptura con el pasado? Porque la modernidad, son palabras de Del Noce, nace cuando se ha adquirido la conciencia de que la razón tiene una estructura propia no plegable al servicio de una forma de saber que no tenga origen en ella misma, haciéndose así, madurada ya de su infancia anterior, en instancia suprema que todo lo mide; de la que ni siquiera físicamente se puede volver atrás. Me pregunto si en estas palabras, supongo que sabiéndolo, no hay claras resonancias de Auguste Comte. Emancipación de la razón, una vez declarada su autonomía absoluta. Se convierte así la razón en criterio de juicio universal y su método, por tanto, es la crítica universal. Todo ello nos pone ante la imposibilidad, incluso física, de volver al pasado —sería un volver a la infancia— como fuente de conocimiento de la verdad. La nueva tarea del hombre en la modernidad será, así pues, una pura dimensión de inmanencia; un ideal a realizar en términos de inherencia al mundo. Según Del Noce, siempre en la presentación de Orozco, el racionalismo se ha apropiado del sentido del tiempo que el cristianismo simbolizaba con la flecha ascendente, enfrentada al eterno retorno. Ahora, la realización definitiva del hombre adulto se dará en esa apertura al futuro, la única posibilidad de novedad cualitativa y en donde encontrará su plena realización. El hombre, así, hombre ya adulto, será creado desde la nada; no tendrá pre-historia. Será el nuevo ciudadano de la nueva ciudad de los hombres. Los antiguos mitos griegos y cristianaos, dice Del Noce, han venido a ser substituidos por el mito —mito esencialmente comtiano, añado— del hombre adulto; pasando de una soteriología —ámbito donde se da la salvación—, que va más allá de la historia: el-hombre-hecho-dios, a una soteriología inmanente: el-Dioshecho-Hombre. Se añadía más, prosigue Del Noce. Para estos nuevos filósofos de la modernidad, el descubrimiento del hombre estaba estrechamente ligada al hallazgo de la naturaleza que, desde los siglos XVI y XVII, se estaba llevando a cabo en la nueva ciencia natural. En ella, que substituía a la metafísica clásica, no era cuestión de contemplar al mundo como camino hacia Dios, sino que esta nueva ciencia se convertía en el instrumento de transformación y de humanización del mundo. El comienzo está en una interpretación sesgada y reduccionista de Descartes hecha por la historiografía moderno-progresista, intentando expulsar lo sobrenatural y negar a Dios. Interpretación que tiene poco que ver con el Descartes de Malebranche, Pascal y Rosm ini; y con la de los estudiosos de Descartes hoy. Así, se comienza un proceso de secularización cuya consumación es el ateísmo postulatorio que caracteriza a la sociedad epulona, para llegar a un hombre condenado a sacrificarlo todo a su yo, mero satisfizador de sus deseos o pasiones, 158 creyendo así ser feliz. Este ateísmo no es el destino de Occidente, dice Del Noce, sino su problema. 23 de febrero de 2008 / viernes 7.3.08 HDK Me fui retrasando y, al seguir escribiendo en torno al Augusto Del Noce visto por Raúl Orozco, lo hago tras su defensa hablada. Para llegar el autor italiano a sus posturas, tan interesantes, debe hacer una lectura cuidadosa de Descartes, quien en la historiografía filosófica habría sido tomado como rehén, espetándole una interpretación reduccionista con la que no podría estar de acuerdo, y que le hace padre de ese racionalismo progresista de la modernidad que el filósofo francés combatió con todas sus fuerzas. En esto, repito, Del Noce coincide con todos los cartesianos serios de hoy; pero, no te olvides, el mundo siempre está lleno de pseudocartesistas y otras luces de mera pacotilla, de los que nada saben y no saben que no saben. La idea corriente, sea de los racioprogresistas del pasado siglo XX o de los enemigos de toda modernidad, junto al lejano Ockham para estos segundos, denigra a Descartes como el padre de la modernidad racionalista reductora de todo a pura cientificidad, conjuntándolo, además, con el castrante principio de objetividad: una razón analítica que a todo llega y todo lo descubre, si hoy todavía no, sí mañana, con tal de cumplir la regla de ser racionalidad científica. Esta manera de ver olvida casi todo lo de Descartes, lo que pensó y escribió, lo que buscaba y encontró. Sólo dos detalles, pues es en otras cosas donde vamos a pararnos. Tuvo la certeza y el gusto de proponer una filosofía base perfecta, pensaba, para hacer ver la verdad del catolicismo —nótese que no digo, sin más, del cristianismo, y en absoluto digo del protestantismo—, basada en la voluntad infinita que nos hace seres de libertad. Luchando con la creciente increencia de los que entonces se llamaban libertinos, hizo que durante los más de tres siglos que han trascurrido desde entonces, en filosofía se siguiera hablando de Dios. Lo bonito de Descartes es que leyéndole a él podemos imaginar una manera, la nuestra, no la suya, es obvio, de luchar y vencer a los libertinos de hoy, acaparadores —¿para siempre?— del proscenio del pensamiento difundido como el único verdadero hoy. Pero vamos a las cosas en las que nos pararemos. Los que somos sesentaiocheros y lo vivimos con fuerza, con frenesí, fuimos observadores y protagonistas de algo que todavía pesa sobre la cultura de hoy, y de qué manera. Se procedía de unos años en los que el elemento de pensamiento que caló en los países sobre todo de nuestra Europa epulona —entonces empezaban a serlo, incluida nuestra España, un poco más retrasada—, pero no únicamente, mediterránea y católica, fue la lectura polvorosa del teilhardismo, pues entonces era ya una 159 lectura marcadamente rompedora y progresista. No insistiré en esta prehistoria del sesentaiochismo. Otra corriente se estaba haciendo con quienes querían pensar en la acción: el marxismo. Es sintomático leer la biografía de Louis Althusser —escrita en 1992 por Yann Moulier Boutang, de la que apareció sólo la primera parte, hasta 1956—, uno de los maestros más decisivos del pensamiento marxista de esos años. ¿Por qué? Creo entrever dos razones. Los comunistas salieron de la Segunda Guerra Mundial como generación intachable de héroes de la resistencia a los alemanes; las cosas eran bastante menos claras, pero fueron maestros de la propaganda. Se mostraron como los justos y puros. Guías de la clase obrera, oprimida y pobre. Contaban con el apoyo ideológico, propagandístico y de acción de la Europa dominada por la URSS. Se dio en 1956 la sublevación húngara y en el mismo 1967 la de Checoslovaquia, es verdad, pero fueron antisoviéticas, no anticomunistas. Alejó de los partidos comunistas; pero, a la vez, puso delante un marxismo puro y pujante. 6 de marzo de 2008 / lunes 10.3.08 HDL Había dos caminos para recibir el marxismo. Uno de ellos era el que procedía de la línea althusseriana, no la única, pero sí de las más potentes filosóficamente hablando. Los filósofos jóvenes se sintieron arrastrados por esta línea teórica, que llevaba a un uso espectacular del pensamiento. Siendo althuseriano, se adentraba uno en el amplio terreno de la filosofía, haciéndolo, además, dentro de un pensamiento atractivo, potente, que nada tenía que ver —pues todo se sabía y se discutía— con aquellas plúmbeas historias de la filosofía que nos endilgaba por cuatro perras la Editorial Progreso de Moscú, que de sus numerosos volúmenes, el primero, finito, dejaba a las puertas de Marx, y los tres o cuatro restantes, infinitos, engloriaban el pensamiento marxista, sobre todo ruso. Esta filosofía de manual esperpéntico, es la pura evidencia, a nadie atraía si no era ya un perdido de la causa. La althuseriana sutileza, refrescante y alentadora, atraía. Y de qué manera. Uno, leyéndole a él y a otros como él, se adentraba en la filosofía; pensamiento marxista puro y límpido, resplandeciente de fuerza. Filosofía que arrastraba hacia la acción. Digo hacia la acción y no a la acción, porque en los participantes de esta pura línea filosófica siempre quedó un hacia que muchas veces, muchísimas, no terminó de verdad en acción política. Sí consiguió algo decisivo: se trataba de un pensamiento materialista rotundo. Aunque fuera, quizá, un materialismo sobre todo spinozista. Deus sive Natura, cuya traducción beligerante era obvia: Dios, es decir, la Naturaleza. Ahí estaba el ateísmo militante. Aunque este marxismo no acabara llevándote a la acción política, te dejaba en la clara afirmación de que no hay Dios y que la 160 religión es el opio del pueblo, clásica expresión marxista del XIX. Materialismo filosófico teórico, pues, que rechazaba de manera rotunda a Dios; no digamos a la Iglesia, especialmente la católica. Quedaba en el horizonte del pensamiento algo que resultó decisivo por demás: la Naturaleza. Luego, la manera de conocerla sería su estudio mediante la ciencia; ciencia materialista, claro. De ahí, cosa bien curiosa, se abrían las puertas a la aceptación, mediante esa Naturaleza, pura materia regida por leyes materiales, a toda la corriente neoempirista, vendida al cientificismo materialista más craso. Monod fue decisivo ahí. Pero acontecía algo más. Muchos de los que se encontraban con esta filosofía marxista eran cristianos, mejor, católicos. Muy distinta era la manera de ver de Alasdair MacIntyre, entonces protestante escocés, luego ateo y, finalmente, converso católico, y uno de los filósofos más influyentes desde comienzos de los noventa. Véase su libro de 1953 Marxismo y cristianismo, editado con interesantísimos nuevos prólogos de 1968 y de 1995. Entre nosotros nada hubo de esa línea de comprensión. Sí, sobre todo, la de Louis Althusser. No era fácil aceptar un marxismo tan militante y rotundo en su materialismo negador de Dios. Empezó entonces una maniobra inteligente. Me atrevo a afirmar que insuflada por los partidos comunistas italiano —que había tenido a Gramsci y entonces estaba comandado por el gran Luigi Berlinguer— y español, este en la clandestinidad más clamorosa. Lo comprendieron bien. No era fácil a los cristianos, mejor, a los católicos, procedentes de movimientos juveniles y obreros muy activos, repletos de la mejor gente, abandonar de un plumazo su fe en Dios y su pertenencia, aunque a veces compleja, a la Iglesia. Hicieron para ellos una disyunción dicotómica, clásica en los manuales de marxismo, entre materialismo dialéctico y materialismo histórico. Lo que nunca había sido disyuntado, simplemente eran dos aspectos de una teoría particularmente unitaria, ahora se presentaba como una posibilidad intrigante y decisiva. Se podía aceptar el segundo como pauta de pensamiento y acción, sin el primero. 6 de marzo de 2008 / martes 11.3.08 HEC Presentándose las cosas así, hubo un grandioso corrimiento de católicos hacia el marxismo, jóvenes, entonces, y obreros, sobre todo. La distinción disyuntadora les había abierto las puertas, pudiéndose adentrar en una acción política de amplia base marxista, no con pertenencia a partidos comunistas —al menos al español, quizá el italiano fue más dúctil y atractivo, en ningún caso al francés, encerrados en sus irracionales emperramientos prosoviéticos a ultranza —, sino en diversas corrientes muy izquierdistas que, luego, en España, derivaron hacia el partido socialista —de una manera muy especial en Cataluña—. Pero aquí 161 nos atrae la cuestión de los pensares, aunque no sea lícito separarlos de las acciones. Los que quedaron en el althuserianismo teórico, pues lo suyo eran los meros pensamientos y no la acción política, derivaron hacia posturas filosóficas de más en más spinozistas —entendidas como la bendición única y exclusiva de la sola Naturaleza, de la que todo dimana—, cayendo de hoz y coz en posturas materialistas a ultranza. Pero eso, ya lo dije, llevó al acercamiento a una comprensión rabiosamente materialista de los neoempirismos, sobre todo anglófonos, es decir, americanos, que les alejaba de las divagaciones hegelianas, para encerrarles en lo que, finalmente, devino lo que paralipoménicamente llamamos la naturalización: todo será explicado por la sola ciencia, si todavía no la de hoy, seguro que la de mañana. Pero ahora me interesa más seguir la pista de quienes aceptaron como maneras de su marxismo el materialismo histórico, sin necesidad de arrastrar consigo el materialismo dialéctico. Una cosa era la mira científica a la sociedad y a su historia que se daba en la primera y otra la ‘religión’ de quienes teóricamente seguían anclados en el materialismo dialéctico, la pura filosofía marxista. Se podían aunar fuerzas por abajo, es decir, por la acción que se basamentaba en esa actitud científica de acercamiento a la realidad y a la acción que sobre ella queríamos ejercer. La ciencia no era tanto la de las “ciencias duras” —que atraían a los que se habían quedado en las puras teorías de la filosofía marxista— sino la de las “ciencias blandas”, convirtiéndose toda su nueva manera de ver en un sociologismo estricto, considerado científico —pura ciencia, claro—, que se había convertido en ciencia, por fin, cuando se había hecho uno con el materialismo histórico: el estudio de los modos de producción de las sociedades y las armas para lograr influir en la historia consiguiendo una sociedad sin clases. Pues ahí estaba el quid, si mirábamos a nuestra sociedad: la separación en clases y la apropiación de los modos de producción por una de ellas —riqueza, gestión, aprovechamiento para sí, fuerzas coercitivas del estado, cultura, sistema de educación, religión—, que despojaba a las amplias masas, arrojándolas a la pobreza y a la dependencia por quienes las explotaban. La fuerza de la historia, por ello, estaba en la lucha de clases. Esta era el centro mismo de toda acción política que se adentraba en los múltiples campos en donde esa lucha a muerte se hacía esencial. Había que liberar las enormes fuerzas populares para dejar que corrieran con absoluta libertad a lo que era su destino en la sociedad y en su dirección. Porque el camino de la historia era inexorable, aún si estuviéramos en contra de él; no importaba, la historia ganaría su progreso. Progreso resueltamente determinista. Era decisivo, por último, la acción unitaria del partido que representaba a las masas explotadas: el partido comunista, aunque, ya lo sabéis, aquí había toda una panoplia casi infinita de partidos. Por un tiempo, hasta que llegaron las reales cuestiones de participación en el poder, los católicos abundaron en partidos y sectas rabiosamente izquierdistas. 162 7 de marzo de 2008 / miércoles 12.3.08 HED Esa disyunción entre materialismo histórico y dialéctico, para quienes se habían introducido de verdad en el pensamiento marxista, no era factible; peor, era un fallo teórico inaceptable. Se trataba sólo de una táctica en la guerra que los marxistas de los partidos comunistas occidentales llevaban contra los partidos y las sociedades burguesas, como les llamaban. En tal imposibilidad, derivando de ella, se dieron una enorme cantidad de graves problemas. Recuerdo cómo lo hablábamos, y con qué pasión de verdad lo hacíamos, José Antonio Osaba y yo en su casa del 6 de la rue Saint Severin, en la que tantas veces recalé en mis viajes lovanienses, o, simplemente, yendo a París. Esa disyunción era falsa de toda imposibilidad en el marxismo, haciendo un corte artificial en su férrea e inseparable unidad, pues el materialismo histórico no es otra cosa que el destilado político para la acción social de los presupuestos filosóficos globales que lo crean. Y en ellos el pensamiento sobre Dios es parte no sólo integrante, sino esencial. Como un todo, el marxismo sólo puede ser ateo, precisamente porque es en ese concepto de Dios donde se da el punto clave del malentendimiento sobre la comprensión de la realidad y de la subsiguiente acción social y política. Por eso, la disyunción en esos dos materialismos, haciendo de ellos algo separable, nos parecía una peligrosa argucia para lograr el apoyo subsiguiente de militantes católicos con los que era necesario contar para la revolución. Sólo podía ser engañoso para los marxistas que moraban en el materialismo dialéctico, pues les cortaba de su acción, y para los que lo comenzaban a hacer en el materialismo histórico, pues les hacía morar en un juego profundamente esquizofrénico que no podía sino tener mal final. Por un lado iría su acción, que no destilaba de ningún pensamiento filosófico, sino que se escudaba en un mero comportamiento “científico” —y por tanto, neutro en cuanto a sus pensares—, y por otro lado estos, que no desembocaban en ninguna acción. Para unos y otros, era, pues, la separación total entre teoría y praxis, entre metafísica y ética. Los primeros se quedaron sin las fuentes activas de su pensamiento, lo que sólo les podía llevar a todo tipo de mezclamientos revisionistas; tras tanta lucha, sólo buscarían la participación en algún poder tangible. Los segundos, dado que toda práctica procede de un pensamiento, toda ética está en estrecha confluencia con una metafísica, comenzaron a comprender que todos sus pensamientos religiosos y sobre Dios no eran otra cosa que una superestructura en la que ellos habían sido enganchados, precisamente, para impedirles la acción política de lucha eficaz y seria por los marginados de la tierra. Toda esa superestructura, pues, quedó sin base ninguna, como un mero engorro que, era obvio, 163 procedía sólo de esa superestructura cultural y religiosa en la que la clase burguesa les había enlodado para, precisamente, impedirles la participación en la actividad política que estaban descubriendo. Una actividad, la única posible y real, en apoyo de las clases pobres y marginadas, tanto en nuestros países que se iban haciendo epulones, como en las violentas guerras entonces todavía sólo coloniales, en las que el imperialismo mundial —sobre todo americano— lograba la dependencia de todos y el dominio en su propio provecho sobre los bienes de todos los pueblos del “Tercer Mundo”. Mirando las cosas así, aparecía claro que, entonces, sólo la URSS y China plantaban cara a ese imperialismo. Cuba, en nuestro contexto, aparecía como el timbre de alarma que señalaba por dónde debían ir nuestros pensares y nuestras acciones. Daos cuenta la vorágine en la que el sesentaiocherismo cayó, quizá para siempre. Hasta que muera de muerte natural. 7 de marzo de 2008 / jueves 13.3.08 HEE La aceptación del materialismo histórico se convirtió para tantos grupos cristianos nuestros en un callejón sin salida; con una salida que lograba el abandono puro y simple del cristianismo, por haber quedado vaciado en aquella acción política, basada en un estudio “científico” de la sociedad y de la actuación política para lograr la sociedad sin clases. Ese abandono fue masivo. Aquí interviene la importancia que, entre gentes más o menos tocados por el movimiento dialéctico de pensamiento y de acción que he intentado describir en puro escorzo, tuvo el nacimiento y la aceptación de la teología de la liberación. Esta, echada al mundo por el libro de Gustavo Gutiérrez en 1971, asumía la disyunción en el marxismo y sólo aceptaba el materialismo histórico, en el cual estaba encontrando el “método científico” de análisis de la sociedad y de su actuación en ella; aceptaba, pues, una ciencia. Es verdad que muy pronto surgieron otros nombres importantes. Entre otros, Hugo Asmann, que acaba de morir. El contexto latinoamericano era muy diferente al de nuestros países occidentales. En estos se dieron dos cosas: una actuación política intensa —cosa que entre nosotros no apareció, como no fuera en minúsculos grupúsculos que eran mero juego sectario, llevando, mucho después, a la pertenencia de algunos de entre ellos en el partido comunista y en el socialista, con un neto corrimiento hacia este cuando tocó poder— y unas comunidades cristianas vigorosas. Por eso, entre ellos, en ningún caso se podía dar el abandono puro y simple de Dios y de la Iglesia. Tras un enorme trabajo de animación y de ayuntamiento de personas y de corrientes dispersas en la enorme geografía del continente y de las situaciones tan diversas, cuya labor se 164 debió primero y en gran medida al jesuita chileno Gonzalo Arroyo —y cuyas actas se publicaron por el Instituto Fe y Secularidad en 1973: Fe cristiana y cambio social en América Latina—, se celebró en julio de 1972 la reunión fundadora de El Escorial. Tomé parte en ella, escogiendo el grupo de reflexión de Asmann, quien acababa de publicar en Uruguay, en 1972, su Opresión – Liberación, Desafío a los cristianos. Era claro que un marxista, si quería ser eficaz en Latinoamérica, en ningún caso podría cortarse de Dios y de la Iglesia, como habían hecho sus partidos comunistas clásicos. Sería cercenarse de la realidad palpitante, condenándose al más absoluto fracaso. Esto fue muy importante. Aunque todo hubiera llevado a ese doble abandono, como ocurrió entre nosotros, no podía darse entre ellos, pues se perdería, precisamente, la eficacia política. Por eso, allá, los caminos fueron otros. En nuestro países, que se estaban convirtiendo a marchas forzadas en epulonarios, la aceptación por los cristianos del materialismo histórico nos dejó inmersos en un craso sociologismo ideológico, el cual pudo aceptar tan fácilmente el relativismo llegado, por entonces también, de manos de los filósofos de las ciencias tocados por Thomas S. Kuhn. Puso las bases para que se aceptara la naturalización por la ciencia del mundo y de todo lo que en él se ofrezca. Hizo obvia la inexistencia de Dios, quien se convirtió, además, en el enemigo personal que sojuzgaba nuestra libertad y la de nuestra sociedad. Dejó claro que la Iglesia católica era la superestructura cultural que todavía tenía captadas las mentes y los comportamientos de las masas, por lo que la lucha contra ella, con la intención de arrebatarle ese poder cultural y educativo, se hizo acuciante. Ya me perdonaréis, leyendo a Augusto Del Noce, en su presentación por Raúl Orozco, mis pensamientos, en contra de lo esperado, se han ido por su propios cerros. Veremos si algún día puedo cerrar lo comenzado a pensar con ellos. 7 de marzo de 2008 / viernes 14.3.08 HEF Asun Hinojosa, paralipomenera fiel, antigua alumna, amiga, me señala algo que había olvidado en aquella mi brevísima intervención tras la conferencia sobre la belleza de Víctor Tirado. Aunque era cosa obvia por demás. Añadí en lo hablado, pero no en lo escrito, me hace notar, que la creatividad es un don de Dios. Entiende que esto es importante para la dicotomía subjetivo-objetivo, ¿se podría decir, quizás, me escribe, que si se percibe es subjetiva y, si no, se puede quedar en belleza objetiva?, pues aunque a uno no le diga nada, lo creado por el artista está ahí, para él es una obra, una creatividad suya, aunque, termina, puede darse que en este caso haya creatividad, pero no belleza. Vamos a ello. 165 Porque la creatividad es un don de Dios, la obra de su creatividad es creadora de belleza, la belleza del mundo, de la materia, de la realidad. Mas, si es verdad que la belleza debe tener su veedor de la obra de arte que ha sido creada por el artista, para que, en esa confrontación deslumbradora, surja la belleza en acción, y no meramente en pura virtualidad, en mera invitación en el vacío como un ignoto brindis al sol, la belleza de la creatividad de Dios, del Dios creador del mundo, del cuerpo de hombre y de la realidad, debe tener su veedor. Y sólo nosotros, carne, carne veedora de belleza, podemos serlo. De esta manera, somos parte esencial de la creatividad de belleza de Dios, en cuanto que somos uno de sus estadios, el más perfecto, seguramente, y, además, el que es capaz de sentirla de, como cosa suya, hacerla resplandecer. Los leones no contemplan la belleza del mundo. Nosotros, sí. No contemplan la belleza de su acción. Nosotros, sí. No crean belleza ninguna para sí, en su autorreflexión contempladora y en su capacidad sorprendente de acción. Nosotros, sí. No contemplan y promueven las realidades que crean con su acción. Nosotros, sí. Decir que la belleza de la creación es cosa bien objetiva, sería poco, incluso, llegando hasta el final, sería una falsedad meramente ideológica, pues esa obra de belleza necesita del veedor. Necesita su inmenso refocile cuando la contempla, cuando corretea por entre ella en esa vida de plenitud libertaria y creadora de libertad. Cosas tan raras no le acontece al león ni a la galaxia ni a la ley de gravitación universal. Para que ello acontezca, para que haya veedor, sin el que, en definitiva, no hay obra de belleza plena, ni siquiera la obra de la creación, se necesita de nuestro ser autorreflexivo, contemplador y accionario. La obra de la creación, por tanto, ha sido creada para que nosotros la compartamos, la admiremos y seamos co-creadores. La obra de la creación se hace belleza cuando el veedor, nosotros, se convierte en co-creador. También nosotros tenemos esa inmensa capacidad de creatividad de lo bello. Una capacidad consciente. No somos, como tampoco lo es el creador, ningún creador, máquinas productoras de obras objetivas de belleza. Sin nuestro ser veedor, lo que es tan puramente esencial en nuestro mismo ser, no hay belleza, pues no hay creatividad capaz de ver y crear obras de belleza. Así acontece que nuestro ser en plenitud tiene tanto que ver con nuestro ser veedores y creadores de obras de arte. Además, en ese emparejamiento entre creador y concreador es donde se da el punto maravilloso de sutura en donde las obras que hacemos, nuestras corporalidades, creación de realidades asombrosas, se aúnan, de modo que esas realidades, nuestro constructo, se conjugan ya en la realidad que tiene al mismo Dios creador como fundamento. Pasamos así de las realidades a la realidad. 1 de marzo de 2008 / lunes 17.3.08 166 HEG Hay algo que me preocupa de manera especial y que creo toca el centro mismo de la evangelización. Una posible diferencia entre “nosotros” y “ellos” en el modo de ver cómo se es cristiano. Veré si soy capaz de explicarme. Alguien viene a un sacerdote amigo, por ejemplo, para un bautizo o para un matrimonio. Resulta que la Iglesia pone unas reglas para los sacramentos. Le parece que el bautismo o el matrimonio se han de formalizar de un cierto modo; en el caso del bautismo, no puede realizarse en una capillita perdida en un lugar de la preferencia de los padres del bautizando, que, además, tiene la ventaja de estar cerca del lugar a donde después se va a ir para una deliciosa comida familiar y con algunos amigos cercanos. Hay una estupefacción asombrada cuando se les dice que allá no puede ser, pues deben cumplirse unas reglas parroquiales y, si así le parece a las costumbres ordenadas de la diócesis o de la parroquia, incluso deben ser un día fijo y en grupo; todo ello, aunque tengan un cura amigo disponible, porque sea, por ejemplo, pariente cercano. Les transmites esa ordenación y se quedan entre patidifusos y roñosos. Aceptan, porque no les queda más remedio; pero siempre queda la impresión de que han sido vencidos por reglas no puestas por ellos, no aceptadas por ellos y que ven con muy malos ojos. Si es el caso de un matrimonio con problemas, de los que hay a miles, la estupefacción se hace aún mayor por parte de los que se casan y, no digamos, por la de sus amigos, cuando, el oficiante en la ceremonia dice con toda la nitidez del cariño que el matrimonio católico conlleva no sólo unas ceremonias hermosas, sino unos compromisos muy claros por parte de los contrayentes. Puede uno no casarse por la Iglesia, pero cuando opta hacerlo, no es por un simple ornato hermoso y tradicional, sino por un compromiso de acción personal y familiar. Esas ‘reglas’, pues lo toman como meras reglas de un juridicismo que revienta a quienes se acercan al sacramento, las sienten como una pura imposición. Entienden todo ello como mera morralla del acompañamiento de la ceremonia que los curas implantamos y ellos deben acatar sólo por una razón, porque de otro modo pueden tener problemas o incluso quedarse sin la ceremonia. Queda todavía una cosa por afirmar. No me estoy refiriendo a gentes que se acercan por el boato o la costumbre, sino de católicos razonables que viven su fe de una manera digna y consciente. Sin embargo, esas reglas y esa maneras les parecen sin sentido, algo de quien tiene la sartén por el mango y, por eso, sólo por eso, tienes que aceptar. Sospechan, o al menos les queda rondando como un vago runrún de recelo, una imposición no razonable, como de alguien que ha tomado un poder indebido en los asuntos privados de los creyentes. Me refiero, pues, a gentes muy razonables y que viven de manera muy razonable su 167 catolicismo; no a gentes que llegan a los curas y a la iglesia por la mera casualidad de una tradición de la que todavía no se han alejado del todo. Decía al principio, se hace así una cesura asombrosa entre “nosotros” y “ellos”, la cual crece, ofreciéndose como fruto maduro en un instante, en cuanto se hacen conscientes —por eso, cuanto más razonables y valiosos en sus trabajos, más fácil es que caigan en cuenta de lo que señalo—; el repelús es total, hasta el punto, quizá, de que asistentes y amigos pueden decirse: hemos aprendido la lección. Nosotros no pasaremos por esas horcas caudinas. 4 de marzo de 2008 / martes 18.3.08 HEH ¿Qué ha acontecido en la evangelización para que suceda esto que digo?, ¿cómo hemos evangelizado?, ¿cómo ha evangelizado la Iglesia entre nosotros? Fijaos, para colmo, cuanto más razonables sean las personas que se acercan a esos sacramentos, es posible que se dé mayor problema, como he indicado. Lo aceptan, sin embargo, quienes se acercan a los sacramentos desde la absoluta lejanía e ignorancia, como admiten entrar por la puerta que se les señala y no por la ventana; las cosas les están marcadas y siguen las flechas de una manera natural. Los otros, quizá no. Se creen con más posibilidades y derechos; sienten que se les conculcan o, al menos, se les suponen de una manera que no necesariamente es la suya, y se preguntan: ¿por qué?, ¿por emperramientos irracionales de los curas y de su administración, que ahora son de esta manera cuando han sido y podrían ser de otra, más en consonancia con sus propios pensares razonables?, ¿porque ellos mandan y no nos cabe a nosotros otro remedio que acatar lo que ellos nos dicen? Es una losa impositiva lo que cae sobre ellos y ante la que nada tienen que hacer: silencio y a aguantar: el que venga detrás, que se lo piense muy bien antes de arrear callando. Me temo que esas personas, cristianos razonables, piensan que el cristianismo es un comportamiento, una manera digna y razonable de comportarse. Es muy posible que en ellos haya cristalizado un enseñamiento de moralina. No digo que en ellos se dé esta, sino que, educados en una evangelización de moralina, si es que se puede decir tamaña bestialidad al juntar dos palabras que se repelen hasta el desencajamiento mutuo, ha quedado en ellos el poso del comportamiento. Hay que comportarse de una manera y cumplir con razonabilidad exacta ese comportamiento. De esta manera se es cristiano. Salirse de ese comportamiento, por supuesto, es comenzar a dejar de ser cristiano, lo que de ninguna manera quieren, claro es. Es posible que, por nuestra parte, es decir, por parte de los sacerdotes y administraciones parroquiales, haya un desaforado deseo de 168 mandar. Pero el problema crucial no está ahí. Hace años, mi hermano José Mari y Christine, mi cuñada, se empeñaron en que fuera yo, párroco entonces en un pueblecillo de Salamanca llamado Morille, quien bautizara a su niña recién nacida. Al día siguiente, costándoles mucho, se iban a vivir para siempre a Múnich. Su párroco, al que trataban mucho, les indicó que los bautizos se hacían en comandita los cuartos sábados de mes, creo. Lo suyo sería fuera de toda norma parroquial. Dada la circunstancia y la insistencia amigable de los padres, lo aceptó como hecho consumado. Cuando llegué, minutos antes del bautizo, al entrar en la sacristía, en su Parroquia de Lejona, me echó un chorreo profundo: porque vosotros, los curas-profesores hacéis lo que queréis, saltándoos todas las normas pastorales, etc. Me revolví apenado: soy párroco como tú, he hecho a uña de mi dyane 6 los más de cuatrocientos kilómetros de ida y justo al terminar la ceremonia haré los de vuelta para llegar a mi parroquia a tiempo; tampoco estoy de acuerdo, pero me ha pasado como a ti: dadas las circunstancias no he podido negarme. Tras la tirantez brutal del comienzo, en un instante nos comprendimos y nos hicimos amigos. Después pasó a la Parroquia de Las Mercedes, siguiendo la amistad, hasta que fue trasladado a la Parroquia-Basílica de Durango, muy a trasmano para mí. Ahora, me dicen que está enfermo. Cuento esta anécdota para que se vea cómo, aquí, también son importantes las maneras prudenciales de actuación pastoral. Nunca: ordeno y mando. Siempre: acciones evangelizadoras. 9 de marzo de 3008 / miércoles 19.3.08 HEI ¿Un comportamiento razonable o un encuentro de amor y de misericordia con Dios, a través de, por y en Jesús? Ahí está la cuestión. Una aproximación mediante los evangelios que hemos leído los domingos durante esta Cuaresma nos lo va a hacer patente. Camino de Jerusalén —y sabemos, como sabía Jesús, qué significaba llegar a la ciudad santa por última vez —, tomando a Pedro, a Santiago y a Juan, para que ellos nos cuenten lo que ven, sube a la montaña alta (Mt 17,1-9). Se transfigura ante ellos, por tanto, también ante nosotros, y su rostro resplandece como el sol, y sus vestidos se vuelven blancos como la luz. Qué bien se está aquí, decimos con los tres apóstoles, haremos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Viviremos en la lectura rumiante del Antiguo Testamento, en donde se nos habla de ti, Señor. Ahí volvemos a escuchar la voz desde la nube que nos indica que él es el Hijo amado, el predilecto. ¿Qué mejor podríamos hacer que escucharle? Sin embargo, en este encuentro de visión luminosa no termina todo: nos muestra el esplendor de su gloria para testimoniar, de 169 acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la resurrección. «¡Cuánto tiempo sentado junto al pozo / me pedías de beber y no te daba ⁄ porque no sabía amar, ⁄ y no te amaba! » (Horacio Bojorge, en Magnificat). Somos buscadores de aguas que brotan de manantiales que no cesan. Como la cierva, bebemos corrientes de agua (Sal 42). No aguas estancadas, putrefactas; esas no las catamos. Tal es nuestra ansia. ¿Dónde encontrar ese agua? Tenemos sed de Dios, del Dios vivo, pero ¿dónde encontrarnos con él? El largo episodio de la samaritana (Ju 4,5-42) es de un resplandor singular. Jesús se acerca a nosotros y nos ofrece de esa agua. El que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna. Mas, para ello, debo reconocer ante él quién soy. Ya no me puedo engañar; ya no me engaño. Mi vida toma otra coloración junto a él. Pero qué sorpresa: el surtidor con su agua está dentro de nosotros, dentro de mí. Porque, comenta el bellísimo prefacio, es Jesús quien nos pide agua a nosotros, pero al hacerlo ya ha infundido en nosotros la gracia de la fe; y si quiere estar sediento de nuestra fe, de la tuya y de la mía, es para encender en nosotros, en ti y en mí, el fuego del amor divino. Ahora ya sabemos que él, el Jesús que nos encuentra y hace surgir dentro de nosotros un surtidor de agua viva, es quien esperábamos, el Salvador del mundo. «Oye, Pastor, que por amores mueres, no te espante el rigor de mis pecados, pues tan amigo de rendidos eres», nos embelesa Lope de Vega en su soneto. Pues siendo él mi pastor, nada me falta, en verdes praderas me hace recostar, me conduce a fuentes tranquilas y repara mis fuerzas (Sal 23). El episodio del ciego de nacimiento (Ju 9,1-41), largo, bellísimo, hace que Jesús nos mire y que nuestra mirada, cuando, ungiendo nuestros ojos con barro del suelo hecho con su saliva —siempre la materialidad de los sacramentos—, recobramos la vista, mire su mirada de manera que ahora ya miramos con su mirada. Hombre que, a quienes peregrinamos en tinieblas, nos da el esplendor de la fe, y a los nacidos esclavos, por el bautismo, nos transforma en hijos adoptivos de Dios. 7 de marzo de 2008 / jueves 20.3.08 HEJ ¿De dónde viene la misericordia, la redención copiosa, pregunta el salmo? Y responde una única respuesta: del Señor. Por eso, gritamos desde lo hondo para que escuche nuestra voz, estén sus oídos atentos a la voz de mi súplica, porque de él procede el perdón, sólo de él. Por eso, mi alma espera al Señor, espera su palabra; siempre palabra de perdón y de misericordia. Por eso, mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora. Porque de él viene la misericordia, la redención copiosa (Sal 130). 170 Nosotros los cristianos en maravillosa y salvadora ambigüedad sin jamás dejar de llamar Señor a Dios, Dios Nuestro Padre, también llamamos Señor a nuestro Jesús. Un largo episodio leemos en el último domingo de cuaresma, el de la resurrección de Lázaro (Ju 11,1-45). Llama poderosamente la atención la amistad tan fuerte que trasluce el episodio de Betania, la aldea de Marta y María, aquél lugar en donde María, por un derroche de generosa amistad amorosa, ungió al Señor con perfume y le enjugó los pies con su cabellera; el enfermo era su hermano Lázaro. Señor, tu amigo está enfermo. Jesús ve en ello ocasión para que resplandezca la gloria de Dios; para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella. Porque, insiste el evangelio, Jesús amaba a Marta, a su hermana, a Lázaro. Sus discípulos le previenen del peligro de ir otra vez a Judea, en donde le han querido apedrear poco antes. Lázaro, nuestro amigo, está dormido; voy a despertarlo. ¿Dormido? No, Lázaro ha muerto, añade Jesús, pero para que nosotros creamos. Subamos a morir con él, se adelanta a nosotros Felipe, el Mellizo. Al enterarse que llega, Marta sale a su encuentro. María queda en casa. ¿Resucitará?, sí, dice Marta, en el último día. No: Yo soy la resurrección y la vida. Creyendo en él, resucitaremos, continúa Jesús, y si estamos vivos y creemos en él, no moriremos para siempre. María, corriendo a él, le increpa: Señor, si hubieras estado aquí. Jesús viéndola llorar, y a los judíos con ella, sollozó y muy conmovido preguntó dónde lo tenían enterrado. No termina ahí la cosa, pues entonces Jesús se echó a llorar. ¡Cómo le quería! Jesús llega al sepulcro sollozando de nuevo. ¡Ya huele mal! ¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios? Levantando los ojos a lo alto, dio gracias a su Padre por haberle escuchado; sabe que le escucha siempre. Lázaro, sal fuera. Y salió. El prefacio, tantas veces de una concisa precisión encantadora, pues expone en poquísimas palabras el quicio de lo que se juega en el relato, dice, siempre dirigiéndose a Dios, cómo Jesús, siendo hombre mortal como nosotros, lloró a su amigo Lázaro. Y Dios y Señor de la vida, como le llama al mismo Jesús, lo levantó del sepulcro, de manera que hoy extiende su compasión a todos los hombres y por medio de los sacramentos los restaura a una vida nueva. Es emocionante ver la insistencia en la amistad y el amor. Hasta casi dejarnos confusos. Nada hay de un trato burocrático, administrativo o angelista, sino humano, demasiado humano. La resurrección de Lázaro, quien, evidentemente, años después murió, es el sacramental que nos indica la realidad venidera de nuestra propia resurrección. Vemos con la mirada misma de Jesús, bebemos de su agua en el surtidor que sale de nosotros mismos, se nos muestran las arras de nuestra resurrección. Camino sacramental. Mirada de ojos removidos a la luz por el barro hecho con saliva. Agua del bautismo y del Espíritu que surge en nosotros. Amistad amorosa y tierna. La evangelización camina por ahí, no por comportamientos razonables. 171 7 de marzo de 2008 / viernes 21.3.08 HEK Hace unas semanas hubo en la Facultad de Teología San Dámaso una Jornada de estudio: Palabra de Dios e Iglesia. Una conferencia de campanillas por la mañana y, por la tarde, una larga mesa redonda con otros tres componentes. Dos biblistas, del Antiguo y del Nuevo Testamento, un patrólogo y un eclesiólogo. Ya os he dicho a los paralipomeneros que a la vejez viruelas, tras años mil en que me he aburrido a muerte en las conferencias, ahora, con frecuencia, lo paso muy bien. Esta vez fue el caso. La más entera de las parladas fue la primera, la de la mañana. Tuvo todo el tiempo para él sólo. La palabra de Dios en el pueblo de Israel, tal era su título. Su proferente, Ignacio Carbajosa, biblista de los que a mí me gustan, pues además de saber técnicas como por un tubo, entiende, y de qué manera, de teologías. La verdad es que siento preferencias por él. Es una vergüenza confesarlo, pero así es. Siempre que le he escuchado, me ha placido sobremanera. El texto de su conferencia me lo ha dado ahora, completamente terminado. Lo único es que la palabra verificación, que pronunció, si no recuerdo mal, referido al décimo apartado, no está en el texto escrito. Es una palabra que a mí, ya lo sabéis, me desata el preguntar nervioso. Este texto es, en esbozo, una teología bíblica, además de la obra de una vida. Podrá completar y maniobrar aquí y allá, pero nos pone delante todo lo que él quiere trabajar, y cómo piensa hacerlo, para ofrecer, quizá al final de su vida, o casi, esa teología bíblica que nos anunció. He hablado del décimo apartado. Sí, son diez. Comienza con el deseo de una palabra revelada, que él singulariza en la epopeya de Gilgamesh y en el Fedón de Platón. Ahí ve expresada la natural dimensión religiosa de todo hombre. La palabra de Dios entra en la historia con Abraham, origen de Israel, que se sitúa, pues, en un acontecimiento enmarcado en la historia, no en mitos teogónicos. Se trata de una palabra que funda relación, en forma de promesa y de tarea. Palabras y hechos intrínsecamente unidos, pues la palabra de Dios tiene la potencia de convertirse en hechos. En muchos momentos parece que se va a revelar como infecunda y, como tal, mentirosa, pero resulta siempre palabra que es acción y crea historia; ante la nueva dificultad hay un nuevo cumplimiento. La palabra de Dios se hace palabra humana: la profecía. Con Moisés, el primer profeta, se comunica a los hombres la revelación del nombre divino y la institución de la profecía. El diálogo que se entabla entre la misteriosa voz y Moisés ocupa un lugar central en la historia de Israel. Dios no sólo revela su voluntad, sino también parte de su identidad. Desde entonces, los profetas son la voz contemporánea de Dios para con su pueblo. Por la palabra de Dios, ella misma, fueron hechos los 172 cielos y la tierra: la creación. Luego, la palabra de Dios se hace Ley. Conciencia de una pertenencia exclusiva a Yahvé. Más tarde, la palabra de Dios se hace Escritura. La Ley se hace libro; la palabra profética se pone por escrito. En octavo lugar la palabra de Dios se hace oración: los salmos. Más tarde, la palabra de Dios se hace sabiduría. Israel, como los demás, escruta significados, conoce los secretos de la naturaleza, pero no lo hace al margen de la revelación recibida. Por fin, la palabra de Dios se hace carne. Ya veis, todo un mundo radiante que, flecha de la temporalidad, se extiende ante nosotros y en nosotros, creándonos y configurándonos. 24 de febrero de 2008 / lunes 24.3.08 HEL Eugenio Romero Pose fue un tipo bien, mejor, extremadamente bien. Ya ha salido en estos Paralipómenos —el 341—, en la ocasión tremenda de su muerte. Contaba entre muchas risas la respuesta salida del alma cuando el nuncio le notificó su nombramiento como obispo auxiliar de Madrid. Fue un violento suspiro: ¡Ay, mis padres! Pero, qué, le respondió el nuncio, ¿los tiene enfermos? No, no, no, me estoy refiriendo a los Santos Padres, a cuyo estudio dedico mi vida. No sé cómo se las ingenió, pero siguió en su trabajo. Acostándose casi al amanecer, mientras se levantaba al alba. Cuando podía, seguía con sus adorados Padres. Le conocí primero de oídas, cuando el P. Ildefonso M. Gómez, monje de El Paular, prior del Monasterio muchos años, me hablaba por lo menudo de su reconstrucción del pensamiento de Ticonio, de quien no queda ni una sola letra [del tan influyente comentario al Apocalipsis]; todo él se encuentra aquí y allá, disperso en citas dentro de la obra de Agustín y de otros Padres. Un día se enteró el P. Ildefonso que un jovenzuelo investigador gallego, sacerdote, Eugenio, estaba en esa misma labor, mucho más adelantado. Así era. Personalmente le conocí cuando un grupo de salmantinos, saliendo del Seminario, al tomar por la rúa de San Francisco, se encontró con él que bajaba junto a varios amigos compostelanos. Habíamos ido para la ordenación del obispo auxiliar, quien luego le tomó en idéntico oficio. Poco antes de morir, en el 2006, publicó un libro de escritos reunidos y remodelados sobre el Camino de Santiago, Raíces cristianas de Europa. Luego, la Facultad de Teología San Dámaso, de la que era viceGran Canciller, publicó el 2007 un libro, póstumo, en el que recogía sus estudios sobre Dios, Anotaciones sobre Dios uno y único, Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Ahora, la misma Facultad ha publicado dos gruesos mamotretos de mil páginas cada uno que recogen sus pesquisas sobre los Padres — Estudios sobre el Donatismo, Ticonio y Beato de Liébana y La siembra de 173 los Padres—, al cuidado de su amigo y adepto continuador, Juan José Ayán, profesor de patrología en la Facultad. Trabajo sorprendente cuando se ven sus resultados. Cuidadoso hasta lo mínimo. Amoroso hasta la ternura. En contra de lo que suelen ser estos libros, inmundos refajos que ni se pueden leer ni tienen atractivo alguno, estos dos volúmenes de los Scripta colecta I y II de Eugenio atraen por su resplandeciente belleza. Belleza del diseño global. Belleza de la letra. Belleza de la disposición de la página. Belleza del color y textura del papel. Lo que les hace tan atractivos que uno ve con buenos ojos a sus queridos Padres. Hay que agradecer la labor de Juan José Ayán, quien se ha despiojado con tanto cariño para que el resultado esté a la altura en que él lo ha puesto, no desmerecedora del texto mismo de Eugenio. Y no siempre ha sido fácil. Ni mucho menos. La labor del editor ha sido ímproba. Quien conociera las maneras del autor y los lugares en donde habían aparecido antes toda esa riada de páginas, lo sabe bien. Hasta uno de los artículos resultó tener, por confusión de la imprenta, las notas de otro que nada tenía que ver con él. Trabajo minucioso, pero, una vez que nosotros vemos sus resultados, nos parece un agua, es decir, un texto, manadero de una clara fuente. Sin Juan José Ayán, esa clara limpidez no hubiera sido posible. Mas también debemos agradecer a las Publicaciones de la Facultad, quien ha dispuesto estos dos libros de una tal belleza. Es obvio, van a ser modelo de toda la labor editorial que venga a partir de ahora. 29 de febrero de 2008 / martes 25.3.08 HFC Me preocupa saber por qué una película o un libro, una obra de arte, me gusta. No por entender de la mera subjetividad de ese gustamiento, cosa evidente cuando hablamos de la belleza como paralipomeneros. ¿Qué empuja mi acto de concreatividad de manera que encuentre la exclamación: me gusta, se hace conmigo, me sobresatura en lo que voy siendo, me conduce hacia lo que voy a ser en plenitud, arrastrándome en voluntad de serlo, acto creativo decisivo que, mucho más allá, creo, de la tan corta dicotomía subjetividad-objetividad, me planta en el terreno de la belleza, me aboca a ella, me deja transido de ella? Estoy ahora descubriendo el cine chino con la ayuda de José Ramón Rubio Moldenhauer, alumno de primero de Teología —¡a los que ya no doy clases, sino ‘conferencias’ de vez en cuando!—, y comienzo a ver algo nuevo. También digo: me horripilan, por ejemplo, esas interminables batallas con largas luchas en las que los espaderos saltan del suelo a los tejados. Mientras iban cuajando estos pensamientos, me he encontrado 174 por primera vez con la película de Roberto Rossellini Viva Italia, sobre la vida guerrera de Giuseppe Garibaldi, conquistando para Italia y para su rey Vittorio Emanuel el reino de Nápoles, es decir, Sicilia y toda la parte sur de la bota italiana. Este cineasta está entre mis más queridos favoritos. Su cine es sencillo, profundo, afectuoso, sabio, hecho con una pobreza de medios que asombra y enaltece. Aquí hay batallas. Amplias. Como panorámicas de cuadros del siglo XVII. Se entiende de dónde sacó las suyas Stanley Kubrick en su epustuflante Barry Lindon. Hay un realismo de base. Aunque sea realismo mágico o mistérico o místico o luciferino, no importa; tampoco nunca, claro, realismo estaliniano. Juega, cómo no, con mi imaginación. De adulto, claro, no alguna que me retrotraiga hacia un origen mítico, como si se tratara de un ámbito sacral mirceano; imaginación que me aplasta hacia aquello que nunca fui y no seré, que me arranca el ser de lo que voy siendo, para dejarme inerte ante el pensamiento y la acción de los mandarines de ahora, los que de verdad me mandan, pues rompe toda posibilidad de creatividad crítica. La belleza, al menos para mí, no crece en la horripilancia, rebajadora de mi propio ser. He visto El camino a casa de Zhang Yimou. Me cautivó. El blancoynegro tan grisáceo que enmarca la historia en una tierra pobre, arrasada por el frío, la pequeñez y la inmensa pasión de ternura. Por el hijo sabemos la historia de amor de la pequeña campesina, su madre, cuando llegó, primero sólo por un mes —se adivina la revolución cultural—, el joven maestro, su padre, que ahora acaba de morir. La figura menuda de la jovencísima madre, con ojos asombrosamente negros, verdaderos actores de todo lo que vemos. Su ansiedad por salir al encuentro del maestro. Bellísimas colinas del pueblín, en su extremo colorido; de belleza deslumbrada. El maestro es llamado a la ciudad. Invierno rudo. Blancura de nieve que cubre mal el mismo paisaje. Nieve blanca, sí, pero rala y como sucia. Niebla y ventisca. La enamorada cubierta pobremente. Sólo sus ojos tristes, ansiosos de la espera: me dijo que vendría. Espera de esperanza. Por fin, como prometido, llega, y se queda. Ahora, muerto en el hospital de la ciudad, la madre quiere que traigan al marido en andas, como siempre se ha hecho. Lo consigue. Blancoynegrogris, de nuevo. Gris helado, desapacible, ventoso. Pocos al comienzo. El traslado así cuesta mucho. Se van acercando antiguos alumnos; cuarenta años de maestro. Nadie quiere cobrar. En el desabrimiento de la grisura, más y más antiguos alumnos. Lloré, como ellos. 13 de marzo de 2008 / miércoles 26.3.08 HFD 175 Aharon Appelfeld. Hasta hace unos momentos no sabía quién era. Ahora sí. Y de qué manera. En la primera página del suplemento de libros de Le Monde dedicado ayer mismo a Israel leo unas frase suyas —israelita, escritor en hebreo—, que se adentran hasta lo profundo de mi ser: «Lo confieso: la escritura no me empuja a escribir sobre mi cotidiano, mis lazos sociales o políticos. Salgo en busca de una música que me conducirá hacia las visiones de mi infancia que me purifican y me permiten tomar conciencia de los demás en mi vida. La música es mi guía. Precede a la ‘idea’ o al ‘tema’. Sin música no hay impulsión. La música no es una invención del momento, surge de las visiones que me fueron desveladas en mi infancia». No acabo de comprender la impresión estupefacta en que me deja la lectura de esta frase: Appelfeld habla igualmente por mí. Esta frase surge, al leerla, de mí mismo. Y ni soy novelista de origen rumano ni mis escritos refieren a las canciones de Victoria, doméstica rutena, cristiana y que le llevó a la iglesia, ni de su abuelo, judío, único creyente de entre los suyos, sin que lo pudiera parecer, quien le llevó a la sinagoga en donde escuchó oraciones murmuradas. La manera de ser y de estar de su abuelo, cómo tocaba los libros y los dejaba, le hacía vivir rodeado de los misterios de una vida secreta. Visiones inmóviles de los paisajes de la vuelta a casa. «Me parecía entonces que la lectura era un diálogo secreto con Dios». Los cantos de Victoria y las melodías del abuelo vivieron en él separadas. «Sólo la escritura, años después, los reunió, fundidos, a través de los viajes efectuados hacia mí mismo». ¿Cómo pueden alborotarme tanto estas palabras? Perturbarme no porque me saquen hacia fuera, sino porque van cayendo aprisa en el centro mismo de lo que soy. Como persona y, también, como escritor; aunque filósofo, no novelista. Escribiendo, salgo en busca de una música que me conducirá allá en donde se me ha de dar mi ser en plenitud. Camino musical. Sendas perdidas transidas de belleza. Belleza de los caminos con sus paisajes. Belleza de la memoria de quienes, como yo, son carne, o lo han sido, pues ya murieron, mas dejaron en mí el murmullo de una plegaria susurrante. La alegría de unos cantos de oración. De tantas personas, ellas también carne enmemoriada, como yo, cuya vida era un diálogo secreto con las palabras de Dios. Música la mía menos de Brahms o Fauré, larga y ensimismada en su longitud plagada de una belleza serena que se va apagando en la lejanía, más de Bartók, de Poulenc o Messiaen, picuda, desconcertada, mejor, desconcertante, de belleza áspera y ligera, entrecortada, con fraseo corto a la vez que complejo, en donde todo parece darse en cada momento en fogonazos ardientes, y no en frases duraderas en un tiempo que se apaga. Música la mía también de Bruckner, en la que se nos regala un todo donde no valen unas frases acá o allá, sino que conforma una vida entera. Un diálogo secreto con las palabras de Dios. 176 Corro a ver qué hay de Appelfeld. Encuentro cuatro novelas: Katerina, Badenheim 1939, Historia de una vida y Vía férrea. ¿Me arrastrarán como esas frases que me han puesto ante la imperiosa necesidad de encontrarme con esa música, la de mis letras, de mis palabras, de mis frases? Música tan distinta de las novelas de la revolución mejicana. En esta me encuentro como en Fauré. Recibo. Me gusta. Mucho. Pero mi música verdadera es otra. ¿Cuál es la música de un filósofo? 15 de marzo de 2008 / jueves 27.3.08 HFE Sigo, como siempre, dando vueltas rumiáticas a la belleza. Nunca demasiado lejos del cine. Hace años mil que no voy a las películas porque planteen problemas serios y filosóficos. ¿Alguna vez lo hice? Claro que no. Nunca, gracias a Dios. Siempre me han provocado terrible horripilancia películas como las de Stanley Kramer. Películas de tesis; mera basura ideológica blandengue. Siempre me he sentido arrastrado por la acción de la belleza, desde aquellas películas del oeste o de aventuras que veíamos en el colegio los jueves por la tarde y luego en el cine Actualidades o en el Filarmónica. El arrebato, eso es lo que ellas me enseñaron. Arrebato de la lectura, cuando, creo que el H. Azcue, nos leía en clase la caverna de los suspiros, con los lejanos gemidos y lamentos que de ella procedían. Arrebato de los espacios de enorme cabalgadura, polvorosos y llenos de intensa emoción liberadora. Arrebato de los obscuros pasillos y de las puertas en las que aparecía la figura rebozada en su capa, ocultando la cara con el brazo, con mano de alacrán, mientras una voz tenebrosa decía: el Saitán está aquí. Luego, mucho después, vino el arrebato de Orson Welles y de Elia Kazan. Más tarde el grandioso arrebato de los Cahiers du Cinéma. ¿Cómo, pues, podría ir por la vida viendo el cine, la literatura o el arte en general con ojos de bestia buscadora de tesis y de problemas filosóficos? Por favor, debemos decir a los artistas: suscitad en nosotros ese arrebato artístico que estire de nosotros con su acción para, concreadores con vosotros, dejarnos arrebatados en el ámbito de la belleza. En todo caso, y esto para mí es decisivo, nunca voy a las películas porque plantean problemas, sino porque suscitan en mí la concreatividad que me arrebata en la belleza. Rara vez una obra de arte me suscita un “problema” filosófico. Puede que luego me encuentre con él, pero ha debido conquistarme haciéndose conmigo antes, mucho antes, para que me interese ese captamiento filosófico. Recuerdo con horror las películas de tesis, construidas en torno a un problema axiomático. Nunca me han interesado esas tesis perentorias. El cine es arte y el arte tiene que ver con la belleza. Luego, ahí está todo, porque todo está en lo que somos. 177 Dejadme que lo diga de una vez, en nuestra visión hasta la filosofía se mueve en el ámbito de la belleza. Nunca en el desarrollo de tesis. Eso es mera ideología, nunca filosofía. Permitidme que, por lo que pudiera venir, y dejándome llevar de nuevo por el puro arrebato, introduzca en este debate tan importante una nueva línea de pensamiento plagada de aventuras. ¿El hombre culmen de toda la creación? Sí y no. No en cuanto que sea el mejor ‘superviviente’ de todos los seres del universo. Dicen que cuando ya no haya hombres sobre la tierra, sí habrá ratas e insectos, y mientras haya tiempo habrá galaxias en los cielos. Desde ese punto de vista, estos animales y esas cosas mundanales son más perfectos que nosotros. Pero hay un punto de vista mucho más interesante, que no es el de la mera supervivencia, sino el de la posibilidad de comprensión del mundo y de acción sobre él. Ahí está el principio antrópico. Más aún, está lo tan decisivo de la captación y construcción de la belleza. El ser los testigos de la belleza en el mundo y en las cosas mundanales. El ser constructores de realidad. Ya veis, todo un mundo paralipoménico. El arrebato tiene que ver con nuestro lugar de existencia en el mundo; con lo que somos en el hondón más profundo de nuestros fundamentos mismos. 16 de marzo de 2008 / viernes 28.1.08 HFF Desde aquella lectura de la curación del ciego de nacimiento (Ju 9,1-41) me revolotea por dentro un comentario de David Amado en esas dos páginas introductorias a domingos y fiestas, tan fascinantes, en ese asombroso misalito mensual, Magnificat. Cuando Jesús le da la vista, la primera mirada del ciego se encuentra con la mirada de Jesús, de manera que su mirada mira ya siempre con esa mirada que Jesús le ha regalado. Maravilloso. Mirar con una mirada que es la mirada de Jesús, la suya, que él nos regala. «Cuando nos encontramos con ella, se hace la luz y nuestra vida, toda ella, se transforma». El Domingo de Ramos, un momento de la Pasión según san Mateo me puso en el punto preciso. El beso de Judas, la bronquedad de Pedro para librarle, mas nada de violencias, pues “entonces no se cumpliría la Escritura, que dice que esto tenía que pasar” (Mt 26,54; con mayor explicitud a los discípulos de Emaús, Lu 24,26-27), el arresto entre espadas y palos: “Todo esto ocurrió para que se cumplan las Escrituras de los profetas” (26,56; cita Habacuc 1,13). Una vez más vemos el Nuevo Testamento, y las Escrituras todas, como un inmenso e inefable tapiz en donde las citas y referencias se cruzan y entrecruzan constituyendo un trufamiento que se despliega en conjunto colosal, el cual siempre vierte sus aguas hacia Jesús. Sin esta manera de leer, nada se entiende. Todo lo 178 nuevo refiere a aquello antiguo que ya entonces anunciaba lo presente, hasta utilizando sus mismas palabras. Todo ahora es cumplimiento de aquello que ya entonces lo anunciaba. En ese momento, dice el Evangelio, todos los discípulos le abandonaron y huyeron. Herirás al pastor y se dispersarán las ovejas, lo anunciaba Zacarías (13,7) en una de las últimas páginas del Antiguo Testamento; así en los LXX y en la Vulgata, no en la Biblia hebraica, quien da preferencia a que la Escritura no quede entreabierta por esos profetas. Juan, en ese evangelio esplendoroso que tan bien nos sirve para contemplar las más íntimas profundidades de Jesús, tras narrar la crucifixión, el reparto de los vestidos —no se desgarra la túnica inconsútil, sino que echa a suertes, “para que se cumpliera la Escritura”, el Salmo 22,19 lo anunciaba ya—, y la escena primorosa de Jesús y su madre, junto al discípulo a quien amaba, añade: “Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa. Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura dijo: Tengo sed”. Luego, tomado el vinagre: “Todo está cumplido. E inclinando la cabeza, entregó el espíritu” (Ju 19,27-28.30). La hora. “Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo” (Ju 13,1). Una es la hora que él domina, sabiendo con nitidez lo que significa. Jesús no es ningún iluso. La hora del sufrimiento indebido y de la muerte injusta. Su madre, en la boda de Caná, aunque “todavía no ha llegado mi hora” (Ju 2,4), le incita a la conversión de agua en vino: “Haced lo que él os diga”. Al presente sí ha llegado: “Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en él” (Ju 13,31). Un ahora de noche sombría, cuando Judas había tomado el bocado que le diera Jesús y cuando tras la Cena se retiran a orar. Comienza la Pasión. Otra es la hora en que el discípulo amado recibe a María: esta es la hora de la Iglesia. «Al fin viene la hora, que espera el universo», canta un himno. 21 de marzo de 2008 / lunes 31.3.08 HFG Son muchas, pero que muchas, las veces que Jesús nos habla en los Evangelios del cumplimiento de las Escrituras, hasta ese momento álgido y final: “Todo está cumplido” (Ju 19,30). Si cortáramos en dos el libro que llamamos la Biblia y menospreciáramos la primera de sus partes, el Antiguo Testamento, si es que no lo tirábamos a las letrinas, acontecería algo que nos deja estupefactos: no entenderíamos nada del Jesús del Nuevo Testamento, pues, desvinculándonos de ese Jesús que se nos ha transmitido por la primera Iglesia, tendríamos la procacidad de inventarnos uno a nuestra mera guisa, a nuestra imagen y semejanza; un 179 invento meramente ideológico y con consecuencias graves por demás. Muchas sectaciones y herejías de la Iglesia han querido hacerlo en la historia. El resultado no podía ser otro que la separación de la Iglesia, pues esta siempre ha dicho: el que inventáis no es nuestro Jesús, no es el Jesús que se nos ofrece en ese conjunto de escritos que aceptamos como canónicos, es decir, como aquellos en los que se nos transmite la Palabra verdadera. El gnosticismo, con su Dios bueno y su Dios malo, con sus cosmologías etéreas, con sus jerarquías carnales y angélicas, sale de ese tajaronazo. Pero, no nos engañemos, también sale de ese corte un punto esencial de la doctrina de los nazis: para que venza la cristología aria hay que exterminar a los judíos, primero, y después, en cuanto ganemos la guerra, a las Iglesias que se niegan a hacer ese corte, la católica de una manera muy especial. Cuando era estudiante —ya sabéis que los estudiantes vamos siempre con retraso— la exégesis bíblica se liaba mostrándonos un Jesús al que parecía habérsele apagado su judeidad. Todavía una amiga de mi edad me cuenta cómo, de niños, cuando su hermano se enteró de que Jesús era judío, lloró amargamente. No voy a decir que los exégetas también en aquellos tiempos lloraran por idéntico motivo, pero sí contaré una anécdota. Salí de Lovaina infiltrado —yo, que era teólogo dogmático— por la idea de que, por ejemplo, el evangelio de Juan estaba imbuido de gnosticismo hasta en los rabos de la a. Todo él se leía desde esa óptica. Mazdeos, maniqueos, religiones mistéricas, etéreas jerarquías carnales y angélicas aparecían como el basamento de todo ese evangelio. Cogí el tren y aparecí por Salamanca. Pues bien, me enteré de algo novedoso en extremo: en sus reuniones veraniegas de Oxford, los graves estudiosos, hartos de tanta divagación, decidieron que gnósticos —de verdad y por definición— serían los textos religiosos antiguos en los que se pudiera probar influencia joánica, y que hubieran volado fuera de la Iglesia con sus propias alas de sectación. Desde entonces es cada vez más claro: todo el NT está trufado de citas, de anuncios y de cumplimientos del AT. Jesús, mal que le pudiera pesar al hermanillo de mi amiga, era judío y nunca quiso ser otra cosa y la Iglesia primitiva nunca quiso hacer de él otra cosa que el Mesías del pueblo elegido. ¿Recordáis aquel esbozo de teología bíblica de Ignacio Carbajosa sobre la que paralipomenizamos hace unos días? Pues bien, en el décimo apartado, cuando la palabra de Dios se hace carne, encontramos el cumplimiento de los nueve apartados anteriores. Desde el deseo primitivo de una palabra revelada, a cuando esa palabra, con Abrahán, entra en la historia, y luego esa palabra, desde Moisés, en la profecía, se hace palabra humana. Palabra por la que se crearon los cielos y la tierra. Palabra que se hizo Ley, mejor, enseñanza del Señor. Sabiduría que escruta significados y conoce secretos de la naturaleza, pero nunca al margen de esa Palabra. 22 de marzo de 2008 / martes 1.4.08 180 HFH ¡Oh insensatos!, no entendisteis que así era como todo estaba cumplido, reprocha Jesús resucitado a sus discípulos de Emaús. “Como el Padre me envió, también yo os envío a vosotros” (Ju 20,22). Y ha sido enviado con un alimento para hacer saber que no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca del Señor (no te confundas, esto cita Dt 8,3), pero no el maná, alimento perecedero. No así el suyo, nos dice, “mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Ju 4,34), pues “he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la del que me ha enviado” (Ju 6,38). Palabras duras las de Jesús: “Vosotros investigáis las Escrituras, ya que creéis tener en ellas vida eterna, ellas son las que dan testimonio de mí, y vosotros no queréis venir a mí para tener vida eterna. La gloria no la recibo de los hombres” (Ju 5,38-40). Testimonio, cumplimiento, alimento, gloria se entrecruzan. Preciosas y precisas las palabras de Melitón de Sartes que se leían en el oficio de lecturas del Jueves Santo: «Él es quien sufría tantas penalidades en la persona de muchos otros: él es quien fue muerto en la persona de Abel y atado en la persona de Isaac, él anduvo peregrino en la persona de Jacob y fue vendido en la persona de José, él fue expósito en la persona de Moisés, degollado en el cordero pascual, perseguido en la persona de David y vilipendiado en la persona de los profetas». La misma osadía que tuvo Jesús cuando —mirando al futuro de misericordia y vida eterna prometido, un futuro que ha de pasar por su hora, cuando va a ser encarcelado, escarnecido y crucificado, pero hora de triunfo, pues el Señor Dios, su Padre, a él, que era el Hijo, lo suscitará resucitándole y elevándole a los cielos, hasta sentarle a la derecha de su gloria— nos decía en el evangelio de Mateo (25,31-41) que ese vaso de agua que dábamos, o no, a nuestro prójimo, a él se lo dábamos, o no. Melitón, y la Iglesia con él desde siempre —¿habrá que recordar esa lectura del oficio del Sábado Santo, De una antigua Homilía sobre el santo y grandioso Sábado, de una belleza tan resplandeciente que le deja a uno boquiabierto, en donde encontramos la conversación asombrosa de Jesús con Adán en el reino de los muertos a donde el Resucitado baja, llevando en sus manos el arma victoriosa de la cruz, como primer acto de su acción redentora: como tantas veces nos lo hacía notar Vicente Martín Pindado, amigo bueno, en su aturulle es Adán quien, dirigiéndose a todos exclama: Mi Señor esté con todos vosotros, a lo que Cristo responde a Adán: Y con tu espíritu, y tomándolo de la mano le dice unas largas palabras emocionadas y emocionantes?— tiene la osadía de mirar también hacia atrás, en la historia del pueblo elegido, y ver que en Abel, en Isaac a punto de ser degollado en sacrificio por su padre Abrahán en el monte Moira, en Jacob, en José, en Moisés, en David, en los profetas veíamos figuras que anunciaban al propio Jesús, y cuyo cumplimiento pleno se ofrece en él. Paralelismo entre ese futuro de misericordia adviniente, que 181 pende de nuestro vaso de agua, y ese pasado que ahora comprendemos y en su cumplimiento vemos su valor de anuncio, de verdad redentora. Esta es la hora. La hora de Jesús. La hora de su Iglesia. La hora del sufrimiento. La hora de la pasión. La hora de la muerte. La hora de la resurrección. 22 de marzo de 2008 / miércoles 2.4.08 HFI “Ahora es glorificado el Hijo del hombre y Dios es glorificado en él” (Ju 13,31). ¿Cuándo? Justo en el momento en que todos ven cómo Judas sale del recinto donde se celebraba la última cena. La glorificación, pues, se vincula a su partida. Una partida que para los judíos significaba separación definitiva: “Adonde yo voy, vosotros no podéis ir” (Ju 8,21). ¿Cómo, acaso es que se quiere suicidar? La cuestión está en que ellos, quienes entienden así las cosas de Jesús, son de abajo, mientras “yo soy de arriba”; son de este mundo, mientras “yo no soy de este mundo”. ¿Cuál es el punto esencial de discordia? En que “no creéis que yo soy” (Ju 8,24). Una partida que para sus discípulos, sin embargo, es momentánea, porque entiende de amor: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Ju 13, 23). A la idea de separación, por tanto, se vincula la idea de amor. “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también los unos a los otros” (Ju 13,34; cf. 15,12.17). ¿Qué morada? “Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros” (Ju 1,14). ¿Y por qué es nuevo ese mandamiento cuando ya en el Pentateuco se dice: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo, el Señor” (Lv 19,18)? ¿No basta con él, cuando ya otros evangelios citan el Levítico al hablar de los mandamientos que se resumen en dos (Mt 19,19; cf. 22,39)? ¿No sabemos ya quién es el prójimo, como nos lo enseña de manera tan tierna la parábola del buen samaritano (Lc 10,36)? Como siempre en Jesús, la iniciativa es nuestra: ¿quién es su prójimo?, pues haz como él. ¿Los demás no te condenan?, tampoco yo, anda vete y no peques más (Ju 8,11). El amar no es una ley, sino un acto que sale en completa libertad de las entrañas mismas de nuestro corazón. Pero ¿cómo será esto posible? En el momento en que es glorificado vemos cómo súplica; terrible tensión por la congoja de la cruz; sufrimiento y gloria van de la mano: “Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti” (Ju 17,1). Lo muestra muy bien el evangelio de Juan, la glorificación se da en la cruz. Su crucificado es el de esas figuras en que Jesús en la cruz está ya en la majestuosidad de su gloria, y no, como en otras representaciones, en el sudor de goterones de sangre, como tantas veces lo mostraban en el siglo XVI. ¿Será que el evangelio de Juan obvia el 182 sufrimiento y la muerte en cruz? No, quien era Palabra hecha carne, en la pasión sólo podía sufrir, por más que, como dirá tan majestuosamente la carta a los Hebreos, sufriendo, aprendió a obedecer. No, dice Jesús, él ha glorificado al Padre en la tierra en todos sus acciones y palabras, que llegan hasta el sufrimiento y la muerte, puesto que ha llevado a cabo todo lo que su Padre le encomendó realizar. “Ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, en la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo fuese” (Ju 17.4). Estamos dentro de la estela de esas palabras fundantes y fundamentales de Ju 1,14 que he citado arriba. Es ahora cuando él quiere que sea nuestra hora, la hora de la Iglesia: “Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen tu gloria” (Ju 17,24). Así, también nosotros somos glorificados. 22 de marzo de 2008 / jueves 3.4.08 HFJ “Todo está cumplido”, preludio de la muerte. Era el día de la Preparación de la Pascua, señala Juan. Para hacer que murieran “y no quedasen los cuerpos en la cruz el sábado” (Ju 19,31; un colgado es una maldición de Dios, Dt 21,23), rogaron a Pilato que les quebrasen las piernas. Quebraron las de uno y otro, pero al llegar a Jesús, viéndole ya muerto, un soldado “le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua. El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido, y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis. Y todo esto sucedió para que se cumpliera la Escritura” (19,34-36). El agua, añorada por los hebreos, logrando el profeta en su visión magnífica que mane en el Templo, hasta la sobranza infinita (Ez, 47). “Aquel día manarán de Jerusalén aguas vivas (…) y la familia del país que no suba a Jerusalén a postrarse ante el Rey Yahvé Sebaot no recibirá lluvia en sus tierras” (Zac 14,8.17; cf. Ex 17,6; Is 12,3). Cumplimiento fuerte que se ofrece ahora en quien en el evangelio de Juan de manera continua dice de sí mismo: “Yo soy”, expresión con la que se designa a Dios desvelando su nombre a Moisés en la visión del Sinaí; ningún judío la utilizaba, era el nombre de Dios, a él sólo reservado. “Cuando les dijo: Yo soy, retrocedieron y cayeron en tierra” (Ju 18,7; a Jesús le condenarán por blasfemia, Ju 10,30ss; cf. Lu 22,70-71). Agua de la que beber: “Si alguno tiene sed, que venga a mí y beberá el que cree en mí, como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de vida eterna” (Ju 7,37-38; cita Is 44,3-4). En la hora del cumplimiento nos encontramos con la hora de la Iglesia. ¿Por qué el evangelio de Juan no relata la última cena? La da por hecho y de todos conocida. Él la substituye por dos metáforas profundas de lo que significa: el lavatorio de los pies y el discurso del “Yo soy el pan 183 de vida” (Ju 6,48), “el pan vivo bajado del cielo” (6,51), “si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (6,53), “porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida, el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él” (6,56). Alimento y bebida que hacen posible lo imposible: permanecer en su amor. En esta hora nos encontramos con el cuerpo, la sangre y el agua. El cuerpo, muerto por nosotros. La sangre y el agua que sale del costado abierto. En los otros evangelios hemos visto a Jesús clamar con fuerte voz: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mt 27,46; Mc 15,34), palabras con las que inicia el Salmo 22, de terrible desesperanza, pero que culmina cantando la esperanza de la cercanía y de la liberación: angustia terrible de la cruz. Lucas la expresa con el grito del Salmo 31, seguro, también, de la libranza. Cuerpo, sangre y agua transidos de la carne de Dios. Carne eucarística. Carne bautismal. Alimento y clamor en el abandono, que nunca deja de confiar. Gestos, siempre, que tienen que ver con lo material, con el tocar, con el esperar, con la carne, con la sangre. Con el amar. Como podamos, aunque sólo sea con la actitud de aquella viejecita, siempre ante el sagrario, según cuenta François Mauriac: yo sé que él está ahí y él sabe que yo estoy aquí. Mirada de Jesús. Nosotros somos ahora los testigos de lo que vemos, y también decimos verdad. 22 de marzo de 2008 / viernes 4.4.08 HFK Hace pocos días anunciaba lo delicioso que podía ser leer y participar en un tribunal de tesina. Ese gozo se ha vuelto a producir. Sobre Newman. Ángel Gómez Negrete defendía su estudio; hecho con cuidado y precisión. Javier Prades le había ayudado y, sobre todo en diálogo con el censor, dijo maravillas sobre las grandezas y también escaseces de su admirado cardenal. Flaquezas por el lado de la teoría del ser, de la metafísica. Flaquezas de alguien que, luchando a brazo partido con el empirismo de sus británicos, nunca dejó de vivir tocado por quienes le circundaban en su isla y en su tiempo. En ocasión muy notable ya lo dijo Astérix: Ils sont fous les anglais. Ahora bien, Dios mío, ¡qué censor! Nunca había visto a nadie preparar tan concienzudamente su parlamento, tan atinado, tan bello, tan lleno de interrogantes, construido sobre los mismos textos de Newman. Manuel Aroztegui fue quien nos deleitó con su censura y quien nos dejó lleno de incógnitas: los que le plantea un autor que conoce desde muy atrás y que ama con alocada pasión; pero sin que ello signifique que se venda a él. Lastima, una vez más, que estos actos de defensa de tesinas y tesis doctorales, la culminación de la vida universitaria, apenas si despierten algún eco. 184 Claro, se entiende entre nosotros, incluso en lugares privados como el nuestro, en donde podríamos hacer lo que nos placiera, nos vemos impelidos sin remedio por el conjunto desordenado de la vida universitaria española que nos anega y se hace de modo impepinable con nosotros, en fin, ya lo sabéis, logrando que la primacía sea la mera papelidad. Gómez Negrete, nos lo dijo en la defensa, se sintió atraído por la manera newmaniana de ver el acto de fe como asentimiento incondicionado fruto de una convergencia de probabilidades, pues aunque una sola no tenga fuerza, todas juntas adquieren consistencia suficiente para la certeza moral necesaria para ese acto. Se sintió fascinado, nos decía, por cómo, sin dejar de utilizar la razón y el modo propio en que esta se desenvuelve, establece Newman una manera de razonar auténticamente humana, pero independiente del raciocinio científico o lógico. Ahí estaba el meollo de la cuestión: a demasiados parecía entonces que sólo cabía la ciencia, que sólo daría crédito la razón científico-lógica, la cual se movería en el ámbito de lo empírico, elevándose de ahí a racionalidad de evidencias. Mientras que Newman nos muestra con fuerza insuperable que hay todo un ámbito, el del acto de fe, sin el que ni siquiera aquella su racionalidad científica, podría darse, pues el modo básico de actuar de la razón se fundamenta en la confianza en el número de probabilidades de que algo sea verdadero o falso. Dicho sea al pasar, por si sirve y sin meternos en las dificultades prolijas a que ello nos conduciría: ¿no es bayesiano su concepto de probabilidad? Newman abrió un mundo de nuevas posibilidades para el acto de fe y para el uso de la razón como razón práctica, las cuales tendrían enfrente una razón pura basamentada en evidencias empíricas. Genial. Mas desde entonces ha llovido largo. Hoy la cuestión está en ver con la filosofía de la ciencia que no ha habido nunca, sobre todo en la ciencia históricamente existente —otra cosa son las puras ideologías de la cientificidad, tan rotundas como falsas—, una “razón (meramente) pura”, que sería la racionalidad científica, rendida a las evidencias empíricas. Damos un paso más para desmontar aquello tan discutido por Newman: toda racionalidad, incluida la científica, es fruto de una acción racional de la razón práctica y de sus esforzados emperramientos racionales. No hay otra. 21 de marzo de 2008 / lunes 7.4.08 HFL Tres puntos de la historia han sido centro de interés para los de mi generación. La revolución francesa, la revolución rusa y la guerra civil española; en las primeras con lo que ocurrió después, en la última con todo su contexto anterior y posterior. Luego hemos podido leer con 185 interés supremo a Adam Smith y a Tocqueville, por ejemplo, pero me estoy refiriendo a momentos de la historia, no a teóricos del funcionamiento de la sociedad. En esos lapsos centrales buscábamos la comprensión de nuestro ser. Nuestro posicionamiento en lo que en ellos aconteció nos situaba en el lugar en el que estábamos y queríamos estar en nuestra propia comprensión de la historia. Nótese bien que hablo en pasado. No fue fácil introducirse en el conocimiento de esos tres centros. Las lecturas sobre ellos eran lábiles y cambiantes. Con frecuencia había una armadura única que hacía unitaria la comprensión de los tres hechos históricos. Y esa armadura era teórica. Creíamos poder encontrar una estructura explicativa. Siempre el marxismo. Aunque hubiera, que los había, muy distintas clases de marxismo; de interpretaciones que se reclamaban del marxismo. La más curiosa —para mi suerte, nunca la mía— era la interpretación “científica”. Hace unos días lo veíamos. Precisamente este calificativo que decía lograr una interpretación verdadera puesto que científica, derivaba de la visión leninista del marxismo, la que tenía que ver con el “socialismo científico”. He indicado ya que ese calificativo, mucho antes de leer a Popper, era lo que a unos cuantos nos parecía indecoroso, falso, falseador de la historia y corruptor de las posturas que pudiéramos tomar sobre esos tres momentos. Aquí y allá aflora todo el tiempo en estos paralipómenos. ¿Cómo entender, pues, esos tres intervalos históricos?, ¿de qué modo encontrar relaciones entre unos y otros? De manera más general, ¿cómo entender la historia?, ¿cuáles son los fundamentos en los que se basa todo nuestro trabajo histórico? Una cosa aparece clara: no hay determinismo histórico, que es, precisamente, lo que pone las bases de una “interpretación científica” de la historia, una vez que conocemos las leyes deterministas que la rigen. Cuando esto acontece, cuando se evaporan esas ideologías tan seguras de sí como inmoladoras de la misma historia y de las personas que la hicieron y que la hacen, ¿qué queda?, ¿cómo seguir haciendo historia? ¿En qué se funda la historia cuando quiere ser algo más de eso que nunca fue, es decir, una recopilación notarial de datos y hechos? Una cosa queda clara, no hay punto W de la historia que nos venga dado por el determinismo de las mismas leyes que la rigen. Aunque lo quisiera decir Pannenberg. Si hay punto W, como los paralipomeneros decimos, es una corporalidad nuestra, la convergencia de las líneas de universo de lo que somos que apuntan a ese engarce de composibilidad de realidades, punto que en el paso plenitud-completud se hace realidad. Este prólogo viene a que estoy leyendo a la vez dos libros apasionantes, Rusia y sus imperios (1897-2005), de Jean Meyer, y La fe que vino de Rusia. La revolución bolchevique y los españoles (19171931), de Juan Avilés Farré. El primero, de un francés-mexicano, aquél que escribió tres gruesos volúmenes sobre la cristiada; del segundo diré que está editado por la UNED, es decir, vive casi de incógnito. El primero apasiona. Os mostraré el interés del segundo: la lectura que en España 186 ocurrió de esa revolución, cómo nos enteramos de ella, periódicos, revistas, libros, viajes a congresos que se vertieron en libros muy leídos, acogimiento por los partidos políticos españoles. La comprensión entre nosotros de todo el fenómeno revolucionario y sus mil facetas y cambios; su influencia. Asombroso. 24 de marzo de 2008 / martes 8.4.08 HGC José Antonio Méndez es viejo amigo, de segunda generación, pues sólo nos conocemos y apreciamos hace treinta años. Entre las muchas cosas que me cuenta tras las sucesivas lecturas de estas páginas, asiduo, pero, es obvio, no paralipomenero, me señalaba algo interesante por demás en torno a aquellas parrafadas sobre la asignatura de la educación para la ciudadanía. Me decía que amigo íntimo enviaba a su hija de dieciséis años a un instituto, en donde se daba la felicidad, para ella y para su padre, seguro que también para su madre, de encontrar una panoplia muy amplia de opiniones entre los profesores, desde el/la, no lo sé, desmadrado/a en puros desafueros, hasta la deliciosa viejecita conservadora, pero con enorme gancho entre sus alumnos/as; le parecía que esto era cosa importante, así la hija conocía las distintas posibilidades de acción vital y elegiría mejor, y que su deber de padre estaba en hacerle ver esas posibilidades de elección para su propia vida. Yo le contaba que amigo íntimo prefería enviar a su hija de dieciséis años a un colegio en el que se le enseñaba lo que él creía conveniente para su educación, y que luego ella tomaría el camino por el que optara; pero que no querían faltar ni él ni ella, la madre, en lo que creían deber sagrado con respecto a su hija; sobre todo en un contexto social en el que todo tiende a presentarles como lo aceptable, lo único, aquella línea vital que los padres no comparten, por eso, decían, no pueden renunciar a dar a su hija la educación que consideran un enorme bien para ella. Pues bien, en el libro de Juan Avilés encontramos una frase en la que se expone con perfección la línea del íntimo amigo. Fernando de los Ríos, profesor universitario, miembro importante del PSOE, fue comisionado, junto a Daniel Anguiano, secretario del partido, para asistir en Moscú a la reunión de la III Internacional. Era el año 1920, en verano. Seguiría siendo importante en tiempos de la República. Al volver de Rusia escribió un libro sobre lo que había visto y sus pensamientos sobre ello. «Observó Ríos elementos positivos en la obra educativa y cultural del régimen, pero tampoco en este terreno podía coincidir plenamente con los bolcheviques, porque consideraba un abuso de poder toda acción pedagógica orientada a transmitir unos contenidos encerrados en una unidad dogmática, como ocurría en todas las escuelas confesionales, fueran católicas o protestantes, republicanas o comunistas». Fino 187 observador quien años después influyera tanto en la orientación que la República española tomará. Interesante en tantas cosas de la cultura, sin duda ninguna, pero pasmosamente sectaria en puntos esenciales de la convivialidad social. Puede sorprender que, finalmente, fuera él tan sectario cuando le tocó obrar con poder político gubernamental. Digo sectario en el sentido de que tenía ideas muy claras —también las suyas pura ideología—, muy cercanas al “socialismo científico”, si no el suyo personal, sí el de sus compañeros de partido y de acción política, que llevó a la práctica, mejor, que hizo todo lo posible por imponer fuera de cualquier diálogo. Era claro: él tenía la razón. En lo que llevo escrito vemos que hay mucho mejunje mollar. Tendremos que fijarnos con cuidado. Más aún, de lo que saquemos de aquí nos valdrá, espero, para irnos a la consideración de un proyecto muy amplio e importante, seguramente de mucho más calado que la famosa asignatura, en la que, lo hemos de ver con atención, se nos plantea por nuestra gubernabilidad educativa una «acción pedagógica orientada a transmitir unos contenidos encerrados en unidad dogmática». Como sea así, no podremos sino elevar nuestra voz con fuerza. 25 de marzo de 2008 / miércoles 9.4.08 HGD Antes de proseguir, quiero poner aquí un comentario del mismo José Antonio Méndez a mis parlotadas con Ramoneda, mejor, contra él. Me decía José Antonio lo que ya sé, que para discurrir de lo que allí hablábamos hay interlocutores mucho más interesantes que Ramoneda. Me citaba, por ejemplo, Entre naturalismo y secularización, de Jürgen Habermas, en Paidós, y la discusión, Dialéctica de la secularización, entre este y el entonces cardenal Ratzinger, publicada por Encuentro. Me hacía notar, además, que el presidente Sarkozy sacaba su agua de este pozo. Escogí a Romoneda porque un filósofo es alguien con el que uno puede dialogar, incluso a brazo partido; tal el caso de Habermas y de tantos otros. La lectura y discusión con filósofos es parte de la vida misma, de la búsqueda de la verdad. Pero quien representa una ideología, ¡ah!, eso es otro cantar. Una ideología siempre quiere sujetar. Y cuando llega a conquistar siempre es peligrosa en extremo, además de hacer todo lo posible para buscar el dominio para siempre. Las suyas son cuestiones, pues, que tienen que ver con el poder y no con la verdad. Pero vamos a lo nuestro. La cuestión está en quién tiene la iniciativa, pues la primera postura, si son los padres quienes la toman, me parece estupendo, y la segunda, si son los padres quienes la toman, me parece igual de bien. Pero son ellos, los padres, los que tienen la libertad de esa elección. En ningún caso puede ser algo impuesto por nadie que no sean ellos mismos. 188 Entiendo que pueden darse situaciones de pobreza en los que el hecho de que exista una escuela ya es algo grande: recordad aquella escuelita maravillosa que tenía el honroso nombre de El Carajo, perdida allá donde Cristo dio las tres voces en el territorio de Vichada, al sur del río Meta y al oeste del Orinoco, en Colombia, de la que hablamos con lágrimas de emoción en los ojos. Esa escuelita era respetuosa hasta la admiración con los pocas docenas de alumnos que acogía. Nada imponía, sino que abría las puertas a la libertad, porque la educación abre sus puertas. Aunque, siempre se puede decir con mucha tontuna que extender la cultura es una manera de dominar. Algunos piensan que sólo debería haber escuelas públicas, entre nosotros, escuelas estatales; además, escuelas en las que se fomente la pluralidad. ¿Por qué? ¿Quién dice que las escuelas deben ser estatales, es decir, fruto de una red promovida y dominada por la gubernamentalidad, en la que un Ministerio de Educación no sólo prevé y ayuda, sino que es dueño y señor de lo que allá acontece, de cómo funciona, de cuáles son sus bases y cuáles deben ser sus enseñanzas? Todo ello, para colmo, a golpe de burocracia, de dominio de la papelidad. Recuerdo que, desde hace muchos decenios, en Suecia, ese ministerio consta de unos pocos efectivos cuyo papel es controlar y hacer que la red de educación funcione bien y de acuerdo con las leyes; pero en ningún caso meten mano en la harina, como hacen entre nosotros. ¿Quién puede decidir que no haya o que tenga distintas maneras de funcionamiento la enseñanza de iniciativa pública y la de iniciativa privada, siempre con un gradiente que incite a profesores y alumnos a que vayan a la educación pública, por pagar más con menos trabajo a los profesores y por tener una mayor gratuidad para los alumnos? Pero, ¡ay!, aquí, entre nosotros, manda el que manda, y el que manda, manda mucho. Manda la gubernabilidad, quien demasiadas veces sigue sus propios intereses de dominio ideológico más que el bien y el mejor funcionamiento de la educación. 26 de marzo de 2008 / jueves 10.4.08 HGE Fernando de los Ríos, en los lejanos años veinte del pasado siglo, hablaba de su rechazo de toda acción pedagógica orientada a transmitir unos contenidos encerrados en una unidad dogmática. Tres son las palabras punzantes de ese eslogan. La primera, la que habla de encerramiento. La segunda es la que dice unidad. La tercera, la que califica a la unidad de dogmática. La contrapartida parecería ser la libertad. Ese eslogan nosotros, cómo no, lo aceptamos. Estamos por entero de acuerdo con él. Lo que ya parece preocupante es lo que rechaza con su uso. Por eso, quisiera mostrar que no necesariamente una educación 189 confesional cae bajo los terrores del eslogan y que, por el contrario, no poca educación estatal cae sobre él a manos llenas. El tener una idea de quiénes somos, de qué querríamos en la vida, de qué es el mundo y cuáles son las realidades que construimos, así como, esto es esencial, el paso posible y real de las realidades a la realidad, y querer adecuar la educación a esta manera de ver, no veo que sea encerrarse, como no fuera que, desde ahí, se niegue toda apertura a los demás y, con ello, se les niegue a los demás su derecho a la discrepancia y a buscarse otra educación sostenida en otros principios, siempre que todos aceptemos la búsqueda de la verdad, de lo que somos nosotros mismos, de lo que es el mundo y de los fundamentos de la realidad. Poniendo un ejemplo singular, no veo ninguna razón para impedir a los Amis de Pensilvania que eduquen a sus hijos en las escuelas y con las maneras que crean las convenientes para guardar la tradición y la realidad de lo que son. Hay un límite, pero este lo es para todos: la legalidad, la Constitución, las reglas de juego que la sociedad se ha dado en libertad y para fomentarla. Supongamos que se trata de una parcela de nuestra sociedad que defienda la ablación del clítoris y el sojuzgamiento de la mujer o la poligamia. No lo podremos y no lo querremos aceptar y no lo aceptaremos. Buscar la enseñanza en las escuelas y universidades de la geología y de la cosmología siguiendo literalmente las primeras páginas de la Biblia —que, todos lo sabemos, se entienden absolutamente al margen de sus palabras y de su sentido, es decir, que en nada es una interpretación canónica—, haciendo filfa de todo lo que es la ciencia de la geología y de la cosmología en el contexto enterizo de la ciencia global, no lo podremos y no lo querremos aceptar y no lo aceptaremos. Pero la educación según principios de libertad que responden a una tradición de pensamiento y de vida que a lo mejor no es la nuestra, eso sí. Hay límites, lo he dicho, pero esto sí. Encontramos, pues, todo un camino común a recorrer, con tal de que ninguno —ninguno, como la palabra lo indica, significa que tampoco la gubernabilidad mandante en los ministerios— quiera cerrar nuestra libertad. Y porque queremos para nosotros la libertad, libertad religiosa, defenderemos con empecinamiento la libertad para todos, aunque piensen distinto que nosotros. Mas tampoco dejaremos que nadie nos diga que lo nuestro, sólo lo nuestro, es una educación encerrada en una unidad dogmática. Pueden pensarlo de nosotros, quizá también nosotros lo podríamos pensar de ellos, pero ahí no está la cuestión, sino en la libertad. Tener lo que llamaban una cosmovisión no es estar encerrado, si esta es tolerante también con la libertad de los demás. Y en el terreno de la educación, libertad significa libertad de elección. Libertad de que nadie quiera imponerme una ideología: la suya. 26 de marzo de 2008 / viernes 11.4.08 190 HGF Mehdi, uno de mis grandes amigos belgas, me envía la homilía del día de Pascua del cardenal Danneels, arzobispo de Malinas-Bruselas, del que sabe soy un gran fan, y también algún recorte de periódico en el que se habla del revuelo a que ha dado lugar. Hoy, para verlo, dejaremos lo que traíamos entre manos. Daneels habla y predica genialmente bien. Breve, sencillo, con sabiduría y ternura, como el agua cristalina. Recuerda que esta fiesta celebraba la llegada de la primavera. Los judíos la hicieron fiesta del paso del Mar Rojo y del cordero pascual. Nosotros, ya que Jesús murió el día de la Pascua judía, conmemoramos la muerte y resurrección del Señor. Se está dando entre nosotros una vuelta atrás; de nuevo celebramos, como también en Navidad, sólo la llegada de la primavera y del solsticio de invierno. Esto es un quebranto grande para nosotros. Perdemos su sentido, quedándonos meramente con los huevos de pascua y el árbol. Luego viene un pensamiento, hermoso y límpido, sobre el sufrimiento y la muerte. En Jesús encontramos el sentido de ambos. Pero de más en más estamos queriendo hacer que desaparezcan de entre nosotros; que pasen sin notarse, sin dejar huella en nosotros. Estamos haciendo de la resurrección de Jesús, dijo, un mero símbolo, una metáfora, una palabra que simplemente sintetiza todas nuestras pequeñas resurrecciones. Mas esa no es de verdad la resurrección cristiana. Para experimentarlo no es en absoluto necesaria la fe. De este modo la resurrección se va convirtiendo en un simple hecho psicológico. Nuestra fe deviene, así, un mito. Nuestra sociedad, continuó, no sabe qué hacer con el sufrimiento y la muerte. Deben suprimirse los que llama tabús, se dice, pero ha sido creado uno nuevo. No pueden tener sentido alguno y todo sufrimiento es cosa absurda. Por eso no hay lugar para la muerte ni para el sufrimiento en nuestra cultura. En Jesús, prosigue, sí lo hay. Jesús vive su sufrimiento y su muerte de otra manera. Con su muerte vuelve a dar gustosamente al Padre de la vida lo que de su mano había recibido la noche de Navidad. Y su sufrimiento ha salvado el mundo. ¿Por qué, se pregunta, no podemos en su seguimiento vivir nuestra muerte como una restitución agradecida a nuestro Creador por lo que nos ha dado gratuitamente cuando venimos al mundo?, ¿y por qué el inevitable sufrimiento que nos llega en su seguimiento no podría, por amor, hacerse aprovechable para toda la humanidad? No es quitando la vida, termina Daneels, como se aporta una respuesta al problema del sufrimiento y de la muerte; simplemente se evita la cuestión. Evitar la dificultad no constituye un acto heroico. Esto, dice, no debe alimentar las primeras páginas de los periódicos. La nobleza humana, y con más razón el heroísmo, concluye Daneels, ha de buscarse en otra parte: en las numerosas personas que médica y humanamente acompañan a su prójimo sufriente hasta el fin de su vida, y en los que, 191 llegado el día, dan su vida con agradecimiento a su Creador, que saben padre misericordioso. Revuelo grande. Por la cosa en sí, y por la eutanasia hace unas semanas de Hugo Klaus, el mejor novelista belga, flamenco. Pensaron que todo se refería a él. Los medios generalistas, ha terciado el portavoz de Daneels en la polémica, consagran más atención a la eutanasia que a los procedimientos paliativos, y con esto sólo se da cuenta de la mitad de la realidad. El sufrimiento debe ser combatido por todos los medios, claro es, lo cual no impide que la gente, de una manera sensata, esté en estado de dar a ese sufrimiento un lugar en sus vidas. 27 de marzo de 2008 / lunes 14.4.08 HGG Vivo en cierta perplejidad. Un amigo al que aprecio y con el que hace más de veinte años tuve durante todo un curso una extremada familiaridad, pues llevábamos juntos un trabajo excitante y que nos apremió todo lo que teníamos, me ha enviado para que lea con atención unas paginas del Boletín Oficial del Estado, el real decreto 1467/2007, publicado en el número 266, martes 6 de noviembre de 2007, pp. 45381ss. Nunca pensé que cuando comienza mi atardecer me pusiera a leer papelorios de la burocracia. Pero, en fin, así lo hago. La perplejidad está en que no acabo de ver en la pura letra por qué me lo envió. Estoy dejando que las cosas se me revuelvan por la cabeza, porque cabe que el problema esté en la música, es decir, en el contexto, los presupuesto y finalidades de esas palabras, aparentemente anodinas y razonables. Pero entonces la cosa se nos pone más complicada. Me lo enseñó el comisario Maigret cuando nos decía: algunos hechos, algunas palabras, algunas frases, pero quiero descubrir la-verdadde-lo-que-en-realidad-ha-acontecido, por eso me pregunto: Mais autour?, ¿qué hay alrededor? Sólo cuando se hace uno con cuidado esta pregunta, «hechos, palabras y frases tendrán, desde ahora, un marco de relevancia en el que adquieren su sentido, su obviedad profunda, su religamento interno, constitutivo de realidad». Así, el ¿y alrededor? «adquiere espesor de paisaje y de carnalidad». Esto es lo que me ronda por la cabeza para encontrar el sentido profundo de esas páginas de un boletín que nunca jamás pensé leer. Mientras las cosas van despacio por su caminos en busca de lo circunvalante de esas palabras, si lo hay, me he precipitado a leer un libro de un autor que, aunque tengo cosas suyas, nunca he practicado. Porque debo reconocer algo verdaderamente vergonzoso: no lo leí, como tampoco a su amigo Tolkien. Bueno, el anillo de este lo comencé en una edición espléndida, un único volumen de mil páginas, pero se me fue haciendo irresistible. Todos me decían: no importa, sigue y verás cómo a partir de 192 la página 100 te sentirás tomado en tus mismas entrañas por la fuerza de su relato. No fue así y, poco después, lo abandoné. Hasta hoy en que he leído con gozo inefable la autobiografía de C. S. Lewis, Cautivado por la Alegría, libro publicado en castellano por vez primera en 1989, pero que no ha llegado a mis manos sino ahora en su tercera edición. Dios mío qué belleza de libro. Qué simpatía. Qué carcajadas. Hacía mucho que no me reía tanto leyendo unas páginas. Irresistible. Por ejemplo, cuando nos describe con largura la relación con su padre viudo de los dos hijos, niños y luego jóvenes. Se me mueven los dedos fuera de sus órbitas por las puras risas. Jamás despreciativo, sino de una ternura infinita. Qué descripción de los paisajes. Sólo un inglés, menudo dislate, un británico, pues nació en Belfast, es capaz de esas tonalidades, del cromatismo de la construcción de sus decires. Lo manifestaba el otro día hablando de Newman, pero lo repetiré de nuevo con agradecimiento: Ils sont fous les anglais! Páginas filosóficas geniales. Qué profundidad buscando encontrarse en su camino, primero hacia el ateísmo y luego hacia la Alegría, en la que halló a Dios, haciéndose cristiano. Finalmente, miembro del Magdalen College de Oxford. Un teorema filosófico, aceptable cerebralmente, se puso en pie y se convirtió en una presencia viva. Compelle intrare, obligadles a entrar, palabras que, dice, llenan la profundidad de la misericordia divina. Se encontró con que el Absoluto, la Alegría, era una Persona. Conversión al teísmo, nos dice. Largo camino después. «Aún no sabía nada de la Encarnación». 29 de marzo de 2008 / martes 15.4.08 HGH Dejaré reposar lo que inicié ayer, mas sin olvidarlo, claro, para irme a una genial conversación escrita que mantengo con un joven amigo al que apenas si le conozco como no sea por carta-e. No diré quién es mi amigo, al menos por ahora, y me limitaré aquí a poner mis respuestas a lo que él me escribe, sin las cartas-e tan hermosas que él me remite. Haré algunas correcciones menores para adaptar el texto a este nuevo contexto. La más importante de ellas será la de dividir lo escrito en mis hasta el presente tres largas cartas para que quepan en las 620 palabras que constituyen día a día la escrituras de estos paralipómenos. Comienza diciéndome que debemos ser consecuentes con lo que se piensa. No cabe duda, pero, le digo, depende de qué entiendas por eso del pensar. Habría una manera de entenderlo con la que no podría estar de acuerdo. Cada mañana me levanto, pienso lo que me venga en gana en ese momento y deberé ser consecuente con ese pensamiento, Así no, claro. Fíjate, pues, que ese pensar esconde una manera ofensiva y falsa de entender la libertad. Soy libre de pensar lo que quiera cada mañana y actuaré en consecuencia con esos pensamientos. 193 El pensar es una acción larga y complicada, me parece, que no se acaba en un día. El pensar, además, tiene que ver, procede del hondón mismo de lo que somos. Está ligado no sólo con la razón —nunca es obra de la seca razón de los raciocinios que hagamos—, sino con la voluntad y, por tanto, con la libertad. Compromete el conjunto entero de nuestra libertad. El pensar es sopesamiento, encontrar razones, husmearlas, mas siempre en busca de la verdad. Lo decisivo, pues, no es nuestro pensar, mi pensar, sino la verdad que buscamos con la razón y con todo lo demás que somos. No buscamos una verdad lógica, sino que buscamos la verdad que nos llena, que nos hace ser en plenitud. Creo que es ahí en donde se da el pensar. Y nunca se produce el pensar fuera de ese contexto. Entonces es cuando todo nos lleva a ser consecuentes con lo que pensamos, pero ni antes ni fuera de ese contexto. Date cuenta, si acierto en lo que digo, que con respecto a la razón y a la fe, por ejemplo, puede darse una cierta tirantez. La cual, para colmo, puede durar un cierto tiempo. No porque entre ellas, en lo que vives de ellas de verdad, no en los secos pensamientos racionaliceros de ellas, haya contradicción, sino porque es difícil expresarse por entero. La palabra expresión me parece que aquí es fundamental. Razón y fe, ambas expresan lo que somos. Por así decir, cada una comenzando por una esquina de lo que somos: la razón que piensa, por un lado, la confianza y fidelidad de lo que se nos da, por el otro. Juzgar una desde la otra de primeras, fuera de esa expresión de la que ambas son parte, creo que es ir precipitado. Además de seguir hablando entre nosotros con nuestros dedos, si te parece, le digo, creo que sería interesante que también fueras leyendo un libro de Newman: La fe y la razón, los sermones universitarios, publicado en 1993. Tener miedo a las consecuencias del pensar es algo terrible; malo por entero. Con tal de que no sea un pensar prepotente. Pero un pensar humilde y fuerte, expresión de lo que somos, mejor de lo que vamos siendo en busca de nuestro ser en plenitud, un pensar enterizo que expresa el conjunto de lo que somos, creo que es cosa buena por demás. 3 de abril de 2008 / miércoles 16.4.08 HGI Y no entiendo que tu pensamiento, digo a mi amigo —comenzando a terminar mi primera carta—, el tuyo de verdad, el que tú buscas, el que te expresa en lo que eres, cuando con él buscas la verdad de lo que eres y de lo que es, esté en contradicción con la fe, con la tuya, esa que también expresa lo que eres en el don que es tu vida que busca la verdad. Lo malo del pensar es que con facilidad uno no hace sino repetir lo que otros ya pensaron, lo que otros nos pensaron, pues tanto empuja a 194 que se introyecte en uno mismo la ideología de quienes quieren dominarnos; bueno, de quienes de hecho nos dominan. Hay que pensar por sí, con calma, con independencia, pues la libertad es esencial también aquí. Pero ¿cómo no confiarías en tu pensar, si es de verdad el que expresa lo que tú eres, lo que tú vas siendo en la búsqueda de la verdad de lo que es tu ser en plenitud? Adecuación y entendimiento mutuo, como dices que dicen, no puede conllevar castración de lo que eres y de lo que expresas. Osadía y humildad, dos divisas decisivas, siempre en busca de la verdad. Nunca, como dices, sumergirse en el lodo apacible. Maravilloso lo que dices de que tus padres —a los que no conozco, digo acá, y de los que nada sé— nunca te han dejado adormecerte. Dales las gracias también de mi parte. Y con estas gracias termina la primera de las cartas. Ya ves, escribo a mi amigo al comienzo de la segunda carta, lo que son las casualidades de la vida. De pronto, sin saber cómo ni por qué nos encontramos en la maravillosa aventura de pensar y de contarnos nuestros pensamientos. La culpa es sólo de Pepe Antúnez el amigo común que nos cortocircuitó. Deberemos arrastrar su culpa con comedimiento. Me gusta eso de un pensamiento que hace a la persona ser más persona. Pero la persona somos tú y yo, por eso el pensamiento no puede ser otro que el tuyo y el mío. ¿Cómo ser persona?, por tanto, ¿cómo pensar? El ser persona es cosa muy íntima, muy propia. Por eso también el pensar es cosa muy íntima, muy personal. Muchas circunstancias y muchas personas nos pueden enseñar a una cosa y a otra, pero el resultado es nuestro; es mío, es tuyo. No el resultado, sino incluso el proceso mismo del ir siendo. Un ir siendo que busca nuestro ser en plenitud, el tuyo y el mío, lo cual es lo más personal de lo que somos. ¿Cómo lograrlo?, ¿quién nos ayudará?, ¿por quién nos dejaremos estirar en ese proceso que nos plenifica como personas, tú y yo, nunca la misma, sino esa persona que eres tú, que serás tú, y esa persona que soy yo, que seré yo? Te das cuenta, pues, de que ponga el ser persona, y por tanto el pensar, en un camino, en el camino que siempre va desde un lugar de su ir siendo hasta otro lugar de ese mismo ir siendo. Ese es el juego que en lo que voy pensando se da entre la carne enmemoriada y la carne maranatizada que busca la carne hablante; una carne que indaga sus pensamientos para ese su ir siendo, en una palabra, ser persona. No me encuentro bien expresando mis pensamientos con la idea de vida, pero, en fin, ese es mi problema. No tiene por qué ser el tuyo. El pensamiento nunca es estable, como no lo es nuestro ir siendo en busca de su ser en plenitud. Encontramos acá un nuevo punto de sutura. 3 de abril de 2008 / jueves 17.4.08 195 HGJ Sutura, pues se nos terminó el espacio habitual mientras la carta proseguía todavía bastante más. Sigamos con ella. La cuestión está, quizá, en encontrar, y si no en encontrar al menos en buscar, dónde están las fuentes de esa búsqueda. ¿Renegar de lo que somos? Sí, nos podemos cabrear mucho de ser altos o pequeños, madrileños o de provincias, de hablar español o bantú, de haber nacido en esta familia o en aquella, de ser del siglo XXI o del X. Pero nunca dejaremos eso que nos constituye en nuestro principio. Esos son nuestros constreñimientos. Estamos constreñidos a ser de este tiempo, españoles, madrileños, al menos por adopción, castellano parlantes, hijos de esta familia, de estas ternuras, de esta memoria, de estos sometimientos; a tener esta manera de andar y de hablar. Contra tales cosas nada tenemos que hacer. Esto de donde procedemos, de nuestro medio y de nuestras afecciones, en enorme conjunto sanguinolento, es lo que llamo carne enmemoriada. Nos podemos picar contra nosotros mismos. Podemos maldecir. Pero no podemos irnos fuera de lo que somos en este nuestro ir siendo. Podemos cambiar, incluso radicalmente;ººººº pero, para decirlo brevemente, nunca podemos abandonar nuestra sombra. Cosa tan nuestra, tan propia. ¿Que influyen en mí? Claro. Sólo faltaría. ¿Que determinan mi ser? Eso no, en absoluto. Son mis constreñimientos, pero mi destino es la libertad. Sin ellos no podría llegar a ser, pues nunca comenzaría el largo camino de mi ir siendo. La cuestión decisiva está en ver quién estira de mí, de nosotros, si esos constreñimientos que se quieren hacer determinantes de mi vida, reglarla y arreglarla para siempre y en todo, hasta el detalle, que están siempre detrás de mí, es decir, en mi pasado, excepto si quiero que sean ellos y sólo ellos el motor que me empuje siempre en lo que voy a ir siendo, o, por el contrario, mi libertad para, desde ahí, ir siendo lo que quiero ser. Lo que busco ser. ¿De qué manera ese futuro me apoyará para estirar de mí como carne maranatizada, para ofrecerme mi ser en plenitud, en el que se me da la verdad de lo que soy? Así pues, constreñido por el exterior, sí. Condicionado por él, no. Mis constreñimientos, cuando se van haciendo en mí carne enmemoriada me dan la posibilidad de la libertad, de buscar mi propia carne maramatizada y de conseguir de mí ser carne hablante, que habla también pensamiento. ¿Rebeldía contra el ser condicionado? Sí, total, violenta, decisiva. Rebeldía contra mis constreñimientos, mejor, contra mi propia carne, carne enmemoriada. No. Y no porque, en lo que no me gusta, en lo que no quiero, en lo que podría rechazar de ella, aunque fuera de toda ella, deberé siempre, partiendo de ella, ir en busca de mi carne maranatizada. 196 Pero al punto eso plantea una pregunta: ¿quién estirará de mí en esa búsqueda, incluso rebelde, de la verdad? ¿Cómo hubiera sido yo de haberme encontrado distinto de lo que soy? Pregunta curiosa. Quizá sin sentido. ¿Cómo he de ir siendo yo para lograr ser eso que busco, puesto que busco la verdad de lo que soy? ¿Quién estirará de mí para lograrlo? ¿Tiraré hacia arriba yo mismo de mis propias orejas para levantarme de donde estoy? ¿Seré libre dejándome determinar por mis propios constreñimientos? ¿Seré libre echándome fuera de ellos, en rompedura con ellos? Mi destino es la libertad. Mi camino es la búsqueda de la verdad. Decir de mi verdad sería cosa tan pequeña que me daría vergüenza, estoy seguro que a ti también. pero decir la verdad todo con mayúsculas puede ser un engaño furtivo. Como en las antiguas películas de serie, cortaremos. 3 de abril de 2008 / viernes 18.4.08 HGK Y como en ellas, nos reencontraremos con la intensa emoción de los nuevos episodios. Pero decir la verdad todo con mayúsculas, seguía escribiendo a mi amigo, puede ser un engaño furtivo: convertir mi pequeña verdad en la gran verdad, simplemente por el hecho cabezudo de guindarla de mayúsculas. ¿Quién estira de mí, haciéndome en su ofrecimiento la carne maramatizada que, en el conjunto de todo lo que voy siendo en ese complejo proceso que llamo de la carne, de mi carne, personalmente mía, me dará mi ser en plenitud? Fíjate, escribía a mi joven amigo, que de continuo aparece un quién. Fuera modorras. Venceremos, en cuanto podamos —hay que ser también aquí muy humildes—, nuestra pereza mental. Demos gracias a los que nos van ayudando en esa tarea, tan importante. Como dices, nos va la vida en ellos. Me encantan estas palabras tuyas, soberbias y es posible que hasta llenas de soberbia: Yo tengo libertad para querer encontrarla. Te refieres a la verdad. Perdona, pero, como filósofo, no me atrevo a ponerlo con mayúsculas, aunque sabes muy bien quién es para mí, como para ti, el camino, la verdad y la vida. A veces somos tan burros que abandonamos lo que encontramos. Podemos encontrar la verdad que nos llena y nos hacer ser. Pero, debido a nuestra burrez, casi siempre poco menos que infinita, podemos también abandonarla. ¿Por entero?, ¿para siempre? Esto, quizá no. No utilicemos nunca palabros para engañarte, para que tú mismo, o los demás, cosa que es todavía mucho más tonto, te creas, y te crean, lleno de una invisible sabiduría: la del bla-blá. Cuando utilizo la palabra expresión, y creo que tu también, casi siempre, no es para referirme a eso de la dificultad de expresión y cosas 197 por el estilo, sino para expresar el hondón mismo de lo que somos, de lo que eres, de lo que soy. ¿Por qué te espanta lo de que tu pensar es expresión de ti, expresión de lo que eres? Entiendo tu espantamiento si pones reflejo de lo que eres, pero eso debe ser una mera equivocación por tu parte. Tu pensar es expresión de ti. ¿Qué, si no? Por ello, en nuestro ir siendo, en ese estiramiento hacia nuestro ser en plenitud, el pensar no es algo muerto, sino lleno de vida, no es algo de mera logificación de proposiciones, de átomos del pensar que se engarzan sin faltas lógicas, sino la fuerza misma de la vida, la fuerza misma de lo que somos. Ya ves, en cuanto queramos y seamos capaces, esta conversación-e puede ser muy interesante para ambos. También yo soy de ciencias. Incluso, seguramente, más que tú, le decía, pues él se calificaba de ciencias. Y terminaba esta segunda carta pidiéndole por favor que se explicara siempre tan mal como lo hace ahora. Me encantan estas largas parrafadas que nos echamos, comenzaba en mi tercera de las cartas-e escritas a mi joven amigo. Es esencial en nuestro ser persona, porque somos persona, sin abandonarlo en ningún momento desde el mismo comienzo de nuestro comenzar a ser hasta el último final de nuestro mismo ser, que no haya un tope, que no nos encontremos con un tope en el que, como me escribes, podamos decir “soy del todo, ya no necesito más”, me planto y me quedo en lo que soy en este momento. No es de este modo porque enseguida buscamos otros horizontes en los que ser, otros lugares en los que estar; pero es que, para colmo, la temporalidad que constituye el armazón en el que se pespuntea nuestro ir siendo nunca acaba. Nuevo punto de sutura en la trascripción acá de la carta-e. 3 de abril de 2008 / lunes 21.4.08 HGL Continuamos las esperadas nuevas aventuras del pensamiento, pues proseguimos. Y precisamente cuando nos decimos: me planto, ella, nuestra temporalidad, continúa su camino arrastrándonos en nuestro ir siendo aunque nos lo neguemos, incluso aunque la enfermedad y el sufrimiento se haga con nosotros y nos fije en un punto que se adueña de nosotros y parece paralizarnos, que cierra todo otro horizonte fuera del que ella nos ofrece. En ese momento, nuestro punto de fijeza, por ejemplo, será ocasión de un horizonte de acompañamiento y de ir siendo en él, creciendo de una manera inesperada en el propio ser por quienes en ese momento nos cuidarán con ternura. 198 Me gusta eso que me dices de que el nuestro es un camino de un ir siendo a otro ir siendo. Pero un camino con meta, creo, con la meta de nuestro ser en plenitud, aquella en donde se nos dona nuestro ser en plenitud. Por eso, nunca el ser más, el ser más humano, el ser más persona, añades, siendo meta inalcanzable estira de nosotros constituyéndonos. Tú dices: se consigue aspirando a todo. Es posible. Nuestra diferencia de edad hace que tú estés en ese momento en que se aspira a todo. Yo, en cambio, en la que uno percibe el estiramiento, el cómo veo que esa aspiración no es tanto cosa mía, sino cosa que se me da. Porque creo percibir con claridad que hay un punto que me lo ofrece. Un punto que percibo no como fuerza impersonal de algún determinismo configurador de mí sin contar conmigo, sino haciéndome lo que soy; un quién de donación quien se me dona ofreciéndome lo que voy siendo y regalándome la direccionalidad de ese mi ser. En una palabra, donándome, en mi camino de temporalidad, mi propio ser en plenitud. No algo que finalmente no sea mío, sino al contrario, donándome la intimidad misma de lo que soy. Nunca en predeterminación. Nunca en obligatoriedad. Siempre dándome mi propio ser en este ir siendo que hacia él encamina el proceso de mi propia temporalidad. El conjunto entero de ese proceso, creo, es el que me hace persona, siempre persona, desde el mismo comienzo de mi ser hasta su final, como te decía antes. Eso de la carne enmemoriada lo entiendes de manera ambivalente. Quizá tengas razón. El gusto de pertenecer a un “sitio”, dices, sentirte unido a algo. Pero te espanta, pues te hace sentir tu limitación. Sobre todo, añades, porque esa limitación es real: una educación de modo que actuarás según ella o en contra de ella. Pero siempre marcado por ella. De una manera u otra te acompañará siempre. No me gusta nada, añades. Cadenas que no te dejan. Eres rebelde. Sin embargo, cuando hablo de carne enmemoriada no me refiero a la educación, aunque también, claro es, sino a algo mucho más elemental. Somos carne, carne sanguinolenta, con nuestro adn, con nuestra configuración precisa, con nuestro sistema de conexión de neuronas. Somos reconocibles por nuestras huellas dactilares. Y por infinitas huellas que vamos dejando en todo lo que tocamos y hacemos; en nuestras corporalidades. Somos reconocibles hasta en nuestra manera de andar. No digamos en nuestra voz. ¿Cómo saltar sobre todo eso cuando todo eso precisamente es lo que nos hace poder ser en nuestra temporalidad del ir siendo? Sea lo que fuere todo esto me constituye en un yo individual; son los rasgos de mi propio ser persona. Sólo la muerte violenta puede hacerme perder todos esos rasgos. Y todos esos rasgos de nuestra pura carnalidad son enmemoriantes, se enharinan con la memoria. Sin ellos, no soy, no puedo ser, no sería siquiera. Nuevo punto de sutura en nuestro relato. 3 de abril de 2008 / martes 22.4.08 199 HHC Hermosísimas películas en episodios que terminaban cuando se acababa el tiempo de representación, para recomenzar con todo su vibrante exaltamiento, a veces sin cortar siquiera en el momento de la emoción más intensa, ayudándose de un simple fundido en negro. Esperábamos con tan grande ansia las nuevas aventuras que ni siquiera nos fijábamos en las suturas. Por eso, hay algo en los rasgos de mi propio ser persona que me hace estar ahí, en ese ahí de ser temporal, no un ahí de mero espacio y de mero tiempo, sino un ahí de realidades del que nunca puedo salir si no es suicidándome, dejando de ser, de ser yo, y esto para siempre. Por eso, cuando en la carne enmemoriada lo reduces todo a la educación, planteas un punto de sumo interés, pero no planteas el problema en su contexto completo. Cuando hablas de que, respecto a la educación, actuarás según ella o en contra de ella, creo que te olvidas de una posibilidad mucha más hermosa: aprovecharte de ella, pues te ha concedido un hermoso conjunto de grados de libertad. Y te los ha donado para que seas de verdad libre. Importaría poco que te haya sido dada esa educación para que se haga contigo y te domeñe, dejándote sólo la posibilidad de la rebelión. Pero eres tú, tú mismo y nadie más, quien tiene que conseguir que ella sea un ofrecimiento singular de opciones de libertad; mejor, de grados de libertad. Un árbol tiene un sólo grado de libertad: está en su punto quieto. Una hormiga tiene dos grados de libertad: se mueve por la línea de la ramita. Un pájaro tiene tres grados de libertad: se mueve por el espacio entero. Tú tienes infinitos grados de libertad. La educación, tomándola con libertad, como ocasión de libertad, te da un conjunto de ellos, siempre que logres no quedar uncido a ella como si fueras un buey al que incluso un niño maneja como quiere. Por eso, ¿la educación, cadenas? Más bien ocasión que tú aprovechas para comenzar a ser libre de verdad, aumentando de manera sorprendente los grados de libertad que constituyen tu temporalidad. Libre incluso de llegar a ser en plenitud. Un don que se te ofrece para que lo seas. Así pues, no cadenas, sino ocasiones maravillosas de libertad, de la tuya. De la libertad de tu propio ser. Escucha a los que te quieren. Y, luego, en esa escucha, sé lo que quieres. La libertad no se entiende, se afirma, se vive con ella y de ella. Somos esencialmente libertad. Antes te hablaba de infinitos grados de libertad. Pero, esto no lo podemos olvidar nunca, nuestras huellas digitales siempre han de ser las mismas, nuestra voz y nuestra manera de andar también, incluso nuestra manera de querer. Pero todo ello ha sido ocasión de cumplir nuestro destino: la libertad. Carne enmemoriada incluye la complejidad de todo este proceso del que te escribo. Además, ella nunca va por suelto. Carne maranatizada y carne hablante, dando ocasión a eso tan raro de lo que suelo hablar: el juego de las carnes. El 200 cemento de todo ello es la libertad. Pero no el que se nos den otras huellas digitales en el proceso de ese ir siendo lo que somos y vamos a ser hasta recibir el don de nuestro ser en plenitud. Veo cómo luchas por los condicionantes: quienes te dieron el ser y la comida de los primeros momentos y el cariño, la educación, que ahora hace que con ellos no te sientas libre, lo veas como cadenas que no te dejan, pero ¿se puede vivir sin ellos? Recuerda aquél eslogan: nuestro destino es la libertad. 3 de abril de 2008 / miércoles 23.4.08 HHD Con este séptimo paralipómeno dedicado a la despampanante serie que nos ha traído varios días en vilo, comenzamos ya la última parte de la tercera carta, lo que luego nos dejará un largo espacio que deberemos rellenar con algún corto del ratón y el gato si no queremos que la chavalería se impaciente demasiado y arme un alboroto poblado de alaridos. La libertad es cosa por demás importante y, a la vez, difícil de entrever, de hablar de ella, de vivirla, de conquistarla. Fíjate que, como me cuentas, por más que te vayas al Himalaya, allá te largas con lo que eres. Hasta allá arrastras tu carne enmemoriada, que puede ser un fardo de enorme peso al que difícilmente puedes impulsar y que te deja clavado en ese lugar en el que aceptas estar ya para siempre, por más que pueda ser en pura rebeldía. Rebeldía que, pasados los sarampiones de la edad, reproduce lo que recibiste, es decir, habiéndose dado un proceso en el que, finalmente, no hay más grados de libertad, porque nada has ganado de verdadera libertad. Y puedes estar en el Himalaya predeterminado por lo que te hicieron; por más que esa predeterminación pueda ser rebelde. Me pregunto si todo aquél fenómeno social que se dio en torno a mayo de 1968 no era una predeterminación educativa de lo que recibimos de nuestros padres, aunque en su vertiente de rebeldía y no de acatamiento. Pero en ningún momento, seguramente, buscamos la verdadera libertad de ser algo nuevo. ¿Qué dices?, ¿que la libertad es actuar según el bien? Si fuera así, lo afirmas, le digo a mi joven amigo, la libertad estaría cerrada. Ese ambiente que me dibujas escuetamente de tus tres meses en la India, ¿refleja la verdadera libertad, en la que no te atreviste a echarte a nadar sin freno? Pero, cómo, Eduardo, ¿tres meses en la India y no viste la India?, ¿veían la India esas personas con las que medio compartías vida? Esos niños y niñas, ¿no estaban en la India viviendo simplemente su educación en mera rebeldía, pero rebeldía con enorme minúscula, rebeldía que dura mientras uno termina por volver al negocio de papá? Por Dios, qué libertad de mierda. Tuviste suerte de que el ángel de la guarda, al que te 201 refieres, guardara intacta tu libertad, tus posibilidades de libertad. Tus grados de libertad. Lo siento, pero no tengo más tiempo de seguir contigo y con tu carta. Me pasa aquí como cuando en aquellas tan maravillosas series de la chavalería los productores terminaban su dinero, sus ganas, su inspiración o, simplemente, perdían a su protagonista porque se les iba a mejores aventuras. Queda al menos un tema muy importante ese de que cuando uno encuentra la verdad y la abandona es por burrez. Perdona si hay faltas, pero no me da tiempo de volver a leerla y corregirla. Lo siento. Las faltas que había las he intentado corregir ahora para esta suturación paralipoménica. Pero ya se sabe que eso de las erratas es cosa con mucha emoción. Uno de mis buenos profesores, pocos años antes de que lo disfrutara, escribió un grueso y buen libro de mecánica racional. Estaba lleno a rebosar de erratas que lo hacían difícil de utilizar: ¿imagináis una fórmula, qué digo una, muchas, casi cada fórmula con una errata? Los editores, no muy dados por entonces a la profesionalidad, en aquél momento eran simplemente una imprenta grande, con sumo cuidado añadieron diez o doce páginas con listas de indicaciones que corregían línea a línea las faltas. Era molestísimo, pero con cuidado todo podía quedar a punto. Excepto en una cosa, pusieron como título de lo añadido: Fú de erratas. 3 de abril de 2008 / jueves 24.4.08 HHE Durante un tiempo me he vestido de pirata por las noches. Al inicio con el ojo izquierdo. Cuatro semanas después, llevada la experiencia primera hasta el final, con el derecho. Me lo tapaba como algunos de los mejores cineastas. John Ford. Fritz Lang. Nicholas Ray. De entre mis preferidos. Quería hacer mía, aunque provisionalmente, sus experiencias. Os aseguro que es incómodo. No porque uno pierda la tridimensionalidad; era por las noches, obscuro ciego. Sino porque no poder apoyarse sobre el lado del ojo taponado es un martirio, sobre todo cuando le tocó al derecho. Pasa uno el tiempo en un aire como los piratas y filibusteros. Sólo en nerviosidad y congoja. Casi imposible descansar. Pero, en fin, el oficio que uno ha escogido, por más que temporal, lo exige. Durante el día me destapaba el ojo, no sea que quien me viera pudiera pensar, con razón, que me había dado un pasmo de locura temporal. El pirata pasaba así entre el desconocimiento de la gente, no fuera que a uno le echaran encima a la autoridad. Pero, claro es, la visión del ojo tapado en nocturnidad y alevosía no lograba hacerse nítida. Bueno, sí, cuando uno se va acostumbrando. En fin, parece que ya termina 202 la experiencia. Y finaliza con bien. Todo quedará resuelto cuando el próximo lunes mi oculista me ponga las gafas adecuadas. Dice que para ver de cerca. Espero que eso signifique sólo para leer. ¿Qué he hecho en el mientras tanto? La verdad es que no lo sé. La experiencia me ha llevado tantos ánimos que supongo no haber realizado otra cosa que ella misma. Y el resto dedicarme a la vagancia. Una amiga me escribía que bien me había merecido un tiempo de vagancia. Le respondí muy apenado que no me dejaba ir a mi propio ser natural, el vacacionar vagoneando. Tras unos ir y venir de líneas escritas en estos maravillosos aparatos, ha comprendido mi ser natural, y me ha permitido seguirlo. En estas cosas hay graves peligros. Recordad aquél escritor uruguayo que a los sesenta años un día le dijo a su mujer: fulanita, me encuentro mal, y ella le respondió: pues métete en la cama. Así siguió hasta su muerte veintitantos años después. Cada vez que le removía fulanita en su cama: pero hombre, levántate, le respondía: pero mujer, si fuiste tú misma quien me dijo que me metiera en la cama. ¿Cómo se escriben paralipómenos en tales circunstancias filibusteras? Ya lo imaginas: mal. Tuve que emplear el procedimiento marxiano camino del Oeste: madera, más madera. Por eso he aprovechado esas tres cartas a Eduardo. Si se entera, espero que me perdone. Porque cartas se pueden escribir sin problema en mis excepcionales circunstancias bucaneras, pero paralipómenos es cosa más difícil, hasta que a uno se le ocurren las maneras marxianas de búsqueda de madera por cualquier medio. Espero no haberme confundido ni haber violado mi correspondencia. Ahora ya, terminadas mis experiencias nocturnas con el ojo tapado a cada vez, porque de otra manera no hubiera rimado con pirata sino con ciego, tendré que volver a mi Boletín, aquél, ya lejano, en el que se nos enseñaba lo que por necesidad pensaremos societariamente; aquello, pues, que deberá sernos instruido. Llama la atención el verbo que en esa frase debe ponerse en imperativo. ¿Quién es, por tanto, el que tanto nos manda? ¿Nos mandará porque él sabe lo que es, lo objetivo, y nosotros, dejados a nuestro solo albur, únicamente pensaríamos meras subjetividades, y por eso se nos deberá enseñar con rigurosa vigilancia? O, por el contrario, ¿podremos propalar que la geología y la biología deben seguir el esquema de los seis días? 17 de abril de 2008 / viernes 25.4.08 HHF Todavía continúo ante la necesidad del grito marxiano ansiando combustible, tan necesaria para sus menesteres y los míos. Ya no como pirata, pero volviendo de aquellas aventuras nocturnas en las que a cada 203 momento, o al menos así me lo parecía, ponía la radio, siempre la Clásica, para demasiadas veces verme espantado por alguna voz acompañada de trombón de varas, de pífano o de pianoforte cantando sus alaridos. Confieso que no lo soporto. Sobre todo si es voz aguda. Pero en fin, como quería decirte, tengo que añadir madera y más madera. Me volveré a aprovechar para ello de la respuesta a unas cartas con Aitor de la Morena en las que hablábamos con muchos recovecos del deber. Copiaré la última, larga, como vas a ver, y llena de curiosas comprensiones. Lo haré con las suturas y correcciones pertinentes e impertinentes. Según convenga. Vamos a nuestra labor. Algunos hablan de una moral de deberes y otros de una moral de valores. Si hubiera que escoger entre ambas, sin duda ninguna que nuestra elección, la tuya y la mía, creo, iría por la segunda. La primera sería una moral de imposición, por más que la obligación viniera de nuestra propia razón. Esto significaría que es esta, la razón, la suprema hacedora de lo que somos y de lo que debemos ser. No digamos si la imposición nos viniera de fuera de nosotros mismos, de aquellos que nos mandan, a los que tanto les gusta hacerlo, de la psicología profunda de lo que somos, del arrastre que recibimos de lo que hacen quienes nos rodean llevándonos consigo. Si las cosas son así, también yo soy muy reacio al deber. Creo que desde pequeño, desde muy pequeño, el deber me revienta, es decir, el hacer las cosas por deber, por la imposición de un deber. Nunca lo he entendido. Nunca lo he compartido. Siempre lo he rechazado. Me ha parecido un atentado bestial a mi libertad. Recuerdo cuando estaba en sexto de bachiller en el colegio de los jesuitas. Entonces era muy rebelde. Puedes entender que era una rebeldía para los usos del mismo colegio. El que llamábamos el inspector de los de sexto, me castigaba con mucha frecuencia. Los jueves por la tarde y los domingos por la tarde. Allá estaba mientras, cerca, rugían los espectadores de San Mamés con los goles del Atleti de Bilbao, del que entonces era forofo. Mi indignación era grande, grandísima, por estar allá. Y lo que me fastidiaba sobremanera era que el bueno del bastante joven jesuitilla, Elorriaga se llamaba, durante los estudios me sacaba al pasillo, tránsitos los decíamos, para convencerme de que era justo y bueno él en el castigo porque me había comportado como no debía. Como era bastante mayor que yo me convencía por el momento; pero yo, en cuanto volvía al estudio y pensaba un poco, iba corriendo a decirle que no, que no estaba de acuerdo con él en absoluto. Y proseguíamos nuestras conversaciones y sus castigos implacables. Digo implacables por los rugidos de la afición, pues entonces el Atleti era bueno. Seguramente, aunque mi recuerdo no es tan riguroso como para asegurarlo, lo que él quería poner dentro de mí —no digo imponerme, pues lo quería lograr mediante el diálogo razonable, ayudado de los castigos, claro— era una moral de deberes. Debes de ir en filas, en silencio cuando toca, como hacen todos los demás, y no jugueteando con todos y contra todos, por poner un ejemplo nimio pero muy importante en aquel 204 contexto. Yo era extremadamente juguetón y reacio a las normas, si eran normas de puro comportamiento y urbanidad filera y societaria de nuestra pequeña sociedad con sus rígidas reglas. 18 de abril de 2008 / lunes 28.4.08 HHG Me llegaron a dar el primer aviso de baja —primer aviso de expulsión del colegio, al tercero automáticamente te ibas a casa de modo definitivo— por el renglón que en el boletín de notas decía deberes religiosos. ¿Qué ocurría? Mi comportamiento juguetón y, sobre todo, mis posturas en la capilla, que no le parecían correctas. Me ponía de cualquier manera, como sigo haciéndolo todavía, por ejemplo, predicar con un pie retorcido por entre la otra pierna y tocando el suelo sólo por la puntera. Supongo que hablar y cuchichear, como en clase. Ya ves, fue una rebelión completa de una moral de actitudes (externas) y de deberes. Además, tuve la suerte de que me fuera racionalizada. Tuve que luchar, quizá por vez primera en mi vida, con alguien mayor que yo en el juego racional, quien, precisamente, quería vencerme, es decir, llevarme a su redil, por el diálogo intelectual, que comencé entonces a aprehender como diálogo racionalicero. Lo entendí como una imposición por sobre mi libertad. Y lo más insidioso era que se me quería vencer con un convencimiento racional. Que la imposición del convencimiento lograra el vencimiento. Por mi parte tuve la suerte de que se diera una conjunción de modos anárquicos con una clara convicción de que en lo profundo vivía aquello que se me quería imponer en puras reglas de comportamiento y conjunto de deberes. Con mis posturas, por ejemplo, vivía entonces un momento religioso importante en mi vida; un momento de plenitud. Por eso aquello me reventaba como una obra de incomprensión tremenda hacia mí y, por ende, de injusticia terrible. Con la clara comprensión de que sin saber quien era yo, sin importar nada en absoluto, en realidad, quién fuera, se me querían imponer los deberes de comportamiento, de amansamiento al conjunto de los demás, de asegurar que fuera en las filas que recorrían los demás. Fue una rebelión suprema a esta injusticia que veía, y sigo viendo, tremenda. Al año siguiente, en lo que entonces llamábamos preu, el último del colegio, el anterior a ir a la universidad, tuvimos otro inspector, Eduardo Angulo se llama. Era mayor que Elorriaga. Sacerdote joven. Mi comportamiento seguía siendo en rebeldía. Además, supongo, fue informado de la calaña que le iba. También él me castigaba. Los jueves por la tarde y los domingos por la tarde. Los partidos del Atleti seguían con sus rugidos. Mi carnet de socio estaba allá inutilizado. Pero me castigaba a su despacho, el que tenía en el tránsito de los de preu, a 205 hablar y a escuchar música. No me quiso imponer deberes, sino que me acercó a algunos valores esenciales en el resto de mi vida, por ejemplo, el leer y el escuchar música. Me hizo otro, gracias a Dios. Perdona que te haya echado este rociado, pero lo has sacado de mis entresijos. Entiendo genialmente eso de que puedas decir “me gusta” y “me apetece”, pero te cueste más “no me da la gana” y “no me gusta”. Y, sin embargo, es claro, en una moral de valores hacemos cosas que no nos gustan y que no nos apetecen, porque ese no gustar y ese no apetecer son corolarios parciales de una conjunción entera que sí te gusta y sí te apetece. Uno elige la vida y ella conlleva momentos y situaciones de negatividad. A veces de negrura e incluso de puro despiste. Pero siempre queda el punto de luz que ilumina nuestra vida y que arrastra de nosotros. En esa luz están nuestros valores. Lo que deseamos con todo el alma. Lo que queremos por encima de todo. Por eso, y desde ahí, sólo desde ahí, se pueden aceptar privaciones. 18 de abril de 2008 / martes 29.4.08 HHH Al comienzo en pura libertad, ansiada libertad, después casi como una imposición porque la vida la hemos llevado en ese ámbito que ha sido el de nuestra voluntad y el de las circunstancias, nuestros constreñimientos, en amasijo inextricable, iluminada por esa luz que estira de nosotros, hasta un punto de nuestra temporalidad en el que ya no cabe remedio. Intentaré explicarme. Os lo decía el miércoles pasado en clase, le escribía —a partir de ahora tomaré la carta a mi amigo como un puro esbozo—: cuando uno es joven, todas las posibilidades de la vida las tiene por delante. La vida sale al encuentro, tal era el magnífico título de una novela que leíamos por entonces. En ese momento de la extrema juventud, todo es posible. Todos los caminos están abiertos. Bueno, mejor, todos los caminos parecen abiertos. Cuando se tiene mi edad ya no se puede uno postular en sueños insensatos, dejando lo que es, humilde profesor en una humilde Facultad, ayudante sin títulos en una gran Parroquia, y hacer insensatos movimientos para ser admitido como trabajador de campanillas en un gran centro de investigación científica de punta. Las elecciones de la vida la dirigen y la restringen, mejor, la dirigen y la plenifican. Las nuevas posibilidades de elección han quedado marcadas como carne enmemoriada en eso que ahora soy, carne hablante modelada por la carne maranatizada: soy lo que fui y he querido ir llegando a ser, mejor, y quiero llegar a ser. Se da paso del tiempo en nuestra temporalidad de vida, en mi temporalidad de vida, sin ser el producto de la hora de tiempo que marcan los relojes suizos, sino que soy la existencia de mi propia temporalidad. 206 Ay, vosotros los estudiantes, le decía finalmente a mi amigo, qué mala suerte tenéis. Vuestra vida es genial durante el curso y, no digamos, en vacaciones, pero tiene una pega que puede haceros curvar la cerviz para siempre: los exámenes, dados inexorablemente en el contexto burocrático en que se nos ofrecen. Incluso me pregunto si, de una manera general, la educación napoleónica, que es la nuestra en estos países de la Europa del Sur, busca en realidad que aceptemos el yugo con resignación eterna. No sé cómo lo hice, pero en mi larga vida de estudiante tuve la suerte de ser quien quería en cada momento y que los exámenes me fueran bien. Sí es verdad que en mi vida de estudiante, siempre, desde finales de septiembre y comienzos de octubre, supe muy bien que los exámenes había que aprobarlos, y, después, cumplido ese requisito esencial, el mundo era mío. Hablaba de un yugo en mi carta, terminada antes de cerrar este paralipómeno. ¿Qué yugo? Convertir nuestra temporalidad en tiempo. Nuestra vida personal que busca la plenificación, en sometimiento gremial, grupal, a quienes nos imponen su tiempo como cosa nuestra. Tiempo de burocracia. Tiempo de ofrecimiento sin pausa y sin meta de todo lo que somos. Tiempo de sometimiento a lo que “debemos ser”, nos dicen. Tiempo de aceptar ese eslogan tan sibilino que inyectan a los que van a trabajar en una empresa de importancia, en el mundo que es el nuestro y nos digiere: tenemos nuestras maneras, deberás acatarlas, pues “entre nosotros las cosas se hacen así”. Tiempo de dar toda nuestra vida, toda la temporalidad de nuestra existencia, a quienes nos someten. Tiempo de participar en esa maquinaria de la reproducción —no me refiero a la reproducción biológica, que en este contexto sólo sirve para reponer sujetos-trabajadores-consumidores— que dirige nuestra vida por entero, comenzando por los años tan largos de la educación en la que se nos impone esa reproducción. Tal es el yugo. 21 de abril de 2008 / miércoles 30.4.08 HHI Asun, paralipomenera fiel, como sabemos, me hace un reproche cuando digo que nuestras huellas digitales serán siempre las mismas, como nuestra voz y nuestra manera de andar, a lo que añado: incluso nuestra manera de querer. Esto último no lo ve tan claro; lo anterior, sí. ¿A qué me refiero, se pregunta? ¿A desear o apetecer algo, a amar, tener cariño, voluntad o inclinación a alguien o a algo? Pues, si es así, como lo es, piensa que nuestra manera de querer no ha de ser siempre la misma; no es siempre la misma. Si me refiero a desear o apetecer algo, prosigue, no siempre apetece uno lo mismo cada vez; cuando se apetece algo y se consigue al punto surge un deseo nuevo, distinto del conseguido. Si me refiero a amar, lo que ha entendido de primeras en mi texto, dice, 207 tampoco quiere uno siempre de la misma manera. Y ahora, se lanza a pensar. No siempre uno quiere igual; el querer de uno va creciendo y siendo distinto en la medida que se da ese crecimiento. Creciendo como persona y creciendo en libertad, pues también esta es importante aquí. En el camino del crecimiento uno va cambiando, quizá mejor, va madurando su forma de querer a los demás y de quererse a sí mismo, a aceptarse uno como lo que es, con toda su historia y con todo lo que uno va siendo; cosa bien importante para poder salir de uno mismo y poder así querer a los demás. Cuando uno se descentra de uno mismo, se sabe y se siente querido; le es más fácil querer, va encontrando el sentido a querer, y en ese querer a darse a los demás y demostrar de muchas formas ese querer. Ya veis lo fácil que es escribir paralipómenos, basta con poner como mío lo que mi amiga me escribe sobre la posibilidad real de seguir creciendo en el querer. Tiene toda la razón. Quizá fui precipitado en mi escritura; poco sutil. Por eso, como buen filósofo, por pequeño que uno lo sea, enseguida tiene que comenzar a dar explicaciones de sus dichos. Mas me refería a algo menos dinámico, teniendo que ver más con los constreñimientos, si vale decirlo así, que con el discurrir personal del ir siendo. No es que, como si fueran nuevas huellas digitales, nuestra manera de querer esté fijada de antemano y para siempre, sin posibilidad ninguna de crecimiento ni de cambio. Si fuera así, ciertamente, apaga y vámonos con estos paralipómenos: su mismo centro esencial habría desaparecido para siempre. Aprovechando una sugerencia suya para explicarme mejor, me referiré, si os parece bien, a dos figuras del querer: la de Pedro y la de Juan. Ambos quieren a su Jesús, al que llaman su Señor, al que dedican la vida entera y por el que la entregan. Pero sus maneras son muy distintas. Por los rasgos que conocemos del uno y del otro —si me lo permitís, y sin que esto sea demasiado importante acá, la sensibilidad querencial de Pedro la encontraríamos expresada en el evangelio de Marcos y la de Juan en el evangelio de su nombre—, sus maneras de querer tienen poco que ver. Uno es impulsivo, provocador, falso —aparenta y vocifera más de lo que en realidad es—, llorón cuando oye cantar el gallo por tres veces, capaz de todo, de escapar con el rabo entre las piernas hundido por el miedo de morir; líder incuestionable. Pero no cabe en sus maneras de querer que se recueste fuerte sobre el pecho del Señor, como vemos a Juan; suave, capaz de dedicar la vida entera al rumie. Valgan estas pinceladas para explicarme. 25 de abril de 2008 / jueves 1.5.08 HHJ Asistí ayer, el ayer de mi escritura, no de tu lectura, a la presentación de un libro apasionante: una interpretación francesa y 208 freudiana del mayo del 68 del que se cumplen cuarenta años. También celebramos, el día en que leas esta página, los doscientos años de la sublevación popular contra Napoleón. Sería interesante referirse a ella por infinitos motivos. Mas no será el caso, al menos por ahora. Suelo decir y escribir con negrura de los sesentaiocheros. Nada se puede hacer hasta que esa generación hayamos desaparecido, digo. El libro del parisino, mi coetáneo, Tony Anatrella, La diferencia prohibida. Sexualidad, educación violencia. La herencia de mayo de 1968, se escribió en su edición original francesa en el treinta aniversario del acontecimiento; ahora, en el cuarenta, se traduce al castellano con un largo prólogo nuevo del autor [la verdad es que, después, cuando uno se mete de lleno en el libro, no saca mucho más de lo que ya encontró en el prólogo]. Los pensamientos de este libro pueden ayudarnos a comprender aquél fenómeno social y a expresar lo comprendido. Pues aquel movimiento ha sido esencial en marcar una serie de puntos culturales, en los que nos encontramos viviendo, que se han introducido en lo más profundo de las superestructuras de poder legal y societario, en los modos, maneras, leyes e ideología mediática de quienes nos mandan, hasta el punto de que una minoría manda con todas sus fuerzas en la mayoría de las personas. La generación del 68 y su ideología ha tomado el poder. Es nuestro poder, poder cultural y poder político. Es el poder que nos circunda. Quisiera apoyarme en Anatrella para desentrañar algunos nudos de esta maraña. Todos iguales. Este es uno de los grandes eslóganes de hoy, que nos llega de aquellos viejos tiempos. Hemos de ver otros puntos decisivos, si la cosa paralipoménica se va por ahí y no vuelve de inmediato al B.O.E.; pero este es, quizá, el grito que nos llega desde aquellos viejos tiempos. La Europa de entonces, hablemos de Francia, pues nuestro autor es francés, salía de dos terribles guerras: la Segunda Guerra Mundial y la guerra de Argelia. Estaba en su apogeo ascendente la guerra de Vietnam, que sacudía los hechos y las conciencias de todos los jóvenes de entonces: haced el amor y no la guerra. La herencia recibida es la de “todos iguales”. No sólo iguales ante la ley, lo cual es una ganancia decisiva en nuestra sociedad, sino iguales en nosotros mismos. No hay diferencias. Las diferencias están prohibidas. El autor del libro es psicoanalista. El sexo no es una diferencia. La paternidad y la maternidad no son una diferencia. Todos siempre iguales. No nos diferenciamos genéricamente en hombres y mujeres —después con todos los casos de hecho personal que queráis—, cada uno con un rol determinado en sus relaciones de amor y de reproducción. La igualdad legal se hace igualdad ontológica, bueno, ¿entiendo yo mismo ese palabro?, se hace igualdad en el ser de nuestro ir siendo. No hay ni puede haber diferencias entre nosotros. Quien las quiera introducir, se las verá con el poderoso poder vigente. Remirando por su nombre en google, veo la primera noticia: una denuncia ante la Brigada de Menores de París por presuntos tocamientos sexuales a un joven seminarista en su oficio de médico psicoanalista. Es el 209 lunes 30 de octubre de 2006. Sigo viendo un clamor horrísono de largas acusaciones contra él como homófobo en su doctrina católica sobre la sexualidad. La ocasión es propicia. Sin embargo, el jueves 13 de septiembre de 2007 la justicia sobreseyó el caso, como también puede leerse en la página tres de esa búsqueda. ¿Se han querido enterar los pimpantes pifanillos? No estoy seguro. Una vez más. ¿Recordáis las acusaciones falsas al cardenal J. Bernardin, arzobispo de Chicago, en 1994? 25 de abril de 2008 / viernes 2.5.08 HHK Françoise Mies es profesora en las Facultades Universitarias NotreDame de la Paix en Namur. Ha escrito en 2006 un imponente libro de 650 páginas: L’espérance de Job. Me acaba de llegar, tras pagar un talego de doblones. Doctora en filosofía con una tesis sobre Fausto o el Otro en cuestión, que lleva como subtítulo: Dios, la mujer y el mal. El mito de Fausto mostraba para ella que la esperanza era apertura a la alteridad, y la desesperanza, cierre de la alteridad, consistiendo el arte mefistofélico en condenar a Fausto a la desesperanza obstruyéndole cualquier salida hacia la alteridad, sea la del otro sea la de Dios. La humanidad actual está marcada por la desgana, por la tentación de la desesperanza personal o colectiva. ¿No es responsabilidad del pensador y del creyente reaccionar a esta situación? Tal es el reto. Pues bien, Mies ha estudiado exégesis, teología y hebreo y se larga con un maravilloso libro sobre la esperanza en ese personaje enigmático que es Job. Libro lleno de misterios. Su lengua hebrea es particular en extremo. El texto mismo es incierto, con muchas variantes sibilinas. Las versiones del libro, como ocurre en la traducción griega de los LXX, más que puras traducciones, tienen vida propia. Su construcción es curiosa: un largo texto poético encuadrado por relatos en prosa, lo que ha suscitado mil interpretaciones. Es incierta la localización de la historia; nunca han sabido decir dónde está el país de Hus. El personaje unos lo ponen en tiempos de los antiguos patriarcas y otros en el siglo II a.C. Parece aceptarse que el texto poético es del siglo V, basado en una leyenda más antigua de la que nos hablaría el encuadramiento en prosa. Sobre la historia de la redacción hay barullo; algunos ponen en cuestión la unidad de la obra y su organización actual. ¿Qué relación se da entre Job, personaje probablemente no judío, y el autor, personaje judío?, ¿por qué escogió un no-judío? La relación entre el libro de Job y el resto de la Biblia es problemática: excepto tres menciones en total de Job (Ez 14,14.29; Si 49,9 en hebreo; Je 5,11), el libro no tiene verdadera existencia en la Biblia y pudiera parecer un aerolito si él mismo no se refiriese a diversos libros bíblico (Génesis, Salmos, Deutero-Isaías, Jeremías, Lamentaciones, etc.); 210 sin embargo, el libro fue enseguida importante y nadie discutió su integración en el canon de las Escrituras. También es problemático el contenido del libro: la cuestión de la retribución ha hecho correr mucha tinta; trozos enteros de la obra continúan siendo enigmáticos, como los discursos de Yahvé; incluso son considerados hoy como inaceptables, tal el epílogo del libro. Sin embargo, muchos padres de la Iglesia han comentado el libro entero, y no de los menos importantes, por ejemplo, Juan Crisóstomo, Gregorio el Grande y Tomás de Aquino. Tradición que se ha alimentado del texto hebreo, así como del texto de la LXX y de la traducción de la Vulgata, que orientaba la interpretación cristológica de algunos de sus pasajes. Este contexto tan arrebatador de enigmas es el que cierne la esperanza de Job. Llama la atención que Françoise Mies haya tenido el valor filosófico de tratar de la esperanza en este contexto exegético tan singular y complejo. Propone un estudio sincrónico del texto, pues ha apreciado cada vez más la unidad dramática del libro. No se aferra a las diferentes versiones, como la de la LXX, sino que va a la crudeza del texto hebreo consonántico —otra cosa son las vocales del masorético—. A veces renuncia a escoger entre dos interpretaciones. Busca una hermenéutica antropológica y teológica, apoyándose en una búsqueda exegética. ¡Apasionante! 28 de abril de 2008 / lunes 5.5.08 HHL Realizar una exploración sobre la esperanza, nos dice Françoise Mies, necesitaba un laboratorio. ¿Esperar cuando todo va bien? Cosa fácil. La esperanza se hace problemática cuando todo va mal. Hacía falta encontrar como terreno de investigación una situación en donde no se pudiera ir más allá: Job se imponía. A lo largo de los siglos, incluso en el siglo XX, hombres y pueblos sufrientes se han reconocido en él. Por los trazos literarios que le confiere el texto, Job se ha convertido en una especie de universal concreto, el del justo sufriente, del hombre que sufre injustamente. Su idea directriz, nos dice Mies, ha sido esta: si Job espera en la peor de las situaciones que puedan imaginarse, entonces nada está definitivamente perdido para nuestro mundo; nada está perdido para nadie. Mies nos hace notar que en francés, como en castellano, hay un solo verbo, esperar (espérer), pero dos substantivos, esperanza (espérance) y espera (espoir), aunque el campo semántico de este segundo no es idéntico en castellano y en francés. El primer substantivo aparece como más refinado y, por tanto, más apto para evocar un movimiento del alma hacia un bien más alto, por ejemplo, teologal; el segundo es más corriente y susceptible de designar un movimiento hacia un bien banal o profano. 211 No hay, sin embargo, una diferencia radical entre ambos, más aún cuando se leerá un difícil texto hebreo. ¿De qué se trata cuando hablamos de espera y esperanza? Hay un pre-juicio en el interior del círculo hermenéutico de la precomprensión y de la comprensión, que está en la estructura anticipativa de la comprensión, pues siempre la comprensión se da desde una precomprensión, aunque luego, evidentemente, dice Mies, deberá modificarse o ser verificado, justificado o refutado. ¿Cuál? La esperanza no se reduce a objetos. La búsqueda de la esperanza de Job no se limita a determinar lo que espera. La esperanza designa a la vez el acto intencional mediante el cual uno se vuelve hacia este o el otro bien y el término de esta intencionalidad, lo esperado. La esperanza engloba el esperar y lo esperado, de idéntico modo que el pensamiento engloba el pensar y lo pensado. La esperanza, prosigue Mies, se constituye en dos ejes, uno temporal y otro relacional. El primero es el más evidente. Esperar establece una relación con el porvenir, y por tanto con el tiempo, que moviliza el deseo y se acompaña de un juicio de probabilidad: es una tensión, que no es neutra, hacia un bien futuro. Moviliza el deseo, decíamos: no es lo mismo afirmar yo espero que yo preveo. Juicio de probabilidad: es incierta, pero se juzga posible. ¿Con qué posibilidad?, ¿la de los meros mundos posibles?, añadimos los paralipomeneros al leer esto. No es predicción científica de futuro. Este bien futuro es juzgado como posible, lo que distingue a la esperanza del deseo, el cual puede tener que ver con lo imposible. Ay, decimos nosotros, ¿y qué va a ocurrir en este grueso libro con la imposible-posibilidad? Supone una confianza en el tiempo como horizonte de posibilidad. La desesperanza, por el contrario, es la cerrazón del tiempo: el mal futuro es seguro, el bien futuro, imposible. Pero hay un segundo eje, el relacional. No se trata sólo de un esperar-que, sino también de un esperar-en, en ti, en Dios, en el hombre. Nada de un saber, sino de una confianza, de una espera confiante. Implica diálogo; una relación con otro en el que hay dos términos. La desesperanza, en cambio, es monológica y autoreferencial; soledad y cerrazón sobre sí. ¡Y sólo acabamos de empezar la página 8! Asombroso el interés paralipoménico de este libro; su prueba del nueve. 29 de abril de 2008 / martes 6.5.08 HIC Escribir paralipómenos es asunto complicado, sobre todo cuando te pilla el toro, como me ocurre ahora. ¿Qué se puede decir con las prisas, sin tiempo de reflexión y rumie, simplemente para que no llegue el momento de la página en pura blancura? Anhelo las vacaciones, y el vaguear. 212 He estado varios días en Lisboa. Como Sancho Panza, para desfacer tuertos. Espero que algo se haya desfecho; no sé si con bizcos o ciegos. Lo malo fue que para eso estuvimos todos encerraditos en el Seminario de Lisboa. Muy bien, pues había amigos. Algunos de ellos, cuatro, grandes. Les conozco hace treinta y un años. Los otros son más nuevos. Por ende, hay una confianza estrecha en el desfacimiento de tuertos. Veremos. El Seminario de Lisboa se encuentra en el quinto demonio. Estuvimos en Lisboa, sí, pero, para el conocimiento de la ciudad, una ciudad tan magnífica, con el enorme Tajo y su Plaza del Comercio, lo mismo hubiera sido estar en Villanueva del Campillo. Se pudieron ver postales. Me quedaron ganas de, por fin, hacerme con las obras de Eca de Queiroz. Sin salir, no pude conseguirlas. He rebuscado en internet los tres volúmenes de sus obras completas, cada uno de ellos con más de mil quinientas páginas. Pueden costarme 50 reales brasileños. Veremos. Se trataba de una reunión con gente que entiende y ama la teología. Asombra encontrarse todavía con un conjunto así. Me dejaron varias obligaciones. Me comprometí a escribir unas páginas; no recuerdo muy bien sobre qué. Tendré que mirar mis notas. Y se me quedó revolando por mis entendederas el papel de la analogía en nuestra relación con Dios. Ya veis, manías que a uno le han entrado. Fui yo quien introdujo el tema de la analogía, quizá porque desde hace un par de años un grupo de insensatos filósofos estamos por ello. A todos les pareció muy interesante. Enseguida se adhirió un americano, como ellos dicen, un norteamericano, como decimos nosotros, filósofo joven, profesor en Villanova University, en Filadelfia. Espero dar vueltas a las ideas que entonces me vinieron. Confío en que no habré perdido el papel en el que tomé algunas notas. Pero, volviendo al asunto, es cosa bien curiosa reunirse tan lejos, cada año en países distintos, para estar encerrados con candado. Fue enormemente agradable. Hacíamos las comidas con las gentes del Seminario. Muy interesante. Pero como uno no tenga la prudencia de ir algún día antes, que no fue mi caso, ya os digo, es como si nos reuniéramos en un recinto sin horizonte. Bueno, el horizonte son las propias personas. Y eso es muy bonito. A veces a uno le entran sueños y bostezos. Pero es delicioso. La amistad se acrecienta. Y esto es cosa genial. La tarde del viernes los portugueses que nos recibían nos llevaron en autobús a Fátima. Sólo había estado una vez hace más de treinta años. Entonces era laico todavía. Íbamos cuatro profesores de filosofía camino de Lisboa. Veníamos de visitar los monasterios de Batalha y Alcobença. Llovía brutalmente. Nada había de las construcciones de ahora. La enorme explanada, de tierra entonces, estaba vacía. Sólo una viejecita hacía de rodillas el largo camino hacia la casinha. Emocionante. Muy emocionante. Una vez más lo he comprendido ahora. Los intelectuales no entendemos —o no entienden— estas cosas. Ni hacer el camino de ese modo. Ni Fátima. Ni que hubiera tanta gente; muchos españoles. Ni las peregrinaciones. Nosotros, dicen, pensamos. Pensamos mucho, parece ser. Esas cosas son para la gente sencilla; se dejan arrastrar. Dejan que en ellos 213 se produzca el estiramiento que les dona el ser en plenitud. Sólo ellos van con fe plena. Sólo ellos comprenden de verdad. 4 de mayo de 2008 / miércoles 7.5.08 HID Nosotros nos conocemos por experiencia y reflexión. Es el nuestro un conocer filosófico. Entiendo y sé que mucho más, pero dejadme ahora que me fije en esto de modo especial. ¿Cómo conocemos a Dios? Hay un subir hacia él también mediante la experiencia y la reflexión. Es un conocer por analogía. Si, por ejemplo, hemos llegado a ver que el nuestro es un ser de amorosidad, no podría acontecer que en Dios no encontremos también relación a la amorosidad. No tendría ningún sentido que no fuera así. Mejor, de no ser así, no cabría que nosotros lo fuéramos. La analogía, pues, es un subir hacia Dios. Un subir de experiencia y reflexión. Desde nosotros. Desde lo que hemos reflexionado y experimentado de nosotros mismos. Lo decisivo es el también. Lo que encontramos en nosotros de experiencia, de reflexión y, sobre todo, de amorosidad, lo ponemos en Dios, con la convicción esencial de que en él se da eso mismo, pero en grado más elevado y perfecto, evidentemente. Habiendo llegado a ver que somos seres de amorosidad, no podría ocurrir que Dios fuera un ser de maldad o de mera neutralidad seca y lejana. La analogía, pues, es un camino de subida hacia nuestro hablar sobre Dios. Se apoya en una convicción segura. Una convicción racional. Una convicción de experiencia. No puede ocurrir que el camino no sea este. Así, tenemos experiencia de Dios, reflexionamos sobre Dios, amamos a Dios. Lo hacemos, claro es, desde nuestra pequeñez. Desde nuestro punto de vista. Desde nuestro ángulo de existencia. Es un acceso real, pero restringido a lo que somos, a lo que vamos siendo. Comprendemos que es en la subida hacia él, en nuestra mirada a él, una mirada atractora de lo que vamos siendo, donde se nos dona nuestro ser en plenitud. Este es, por tanto, el don de un quién, no el de un mero qué. Un don en el que nos sabemos persona. Tal sería el camino de subida de nosotros hacia Dios. Un andar hacia él. Pero no un andar por completo ciego, sino alumbrado por la luz de la analogía. En nuestro caminar hacia él vislumbramos algo del quién que él es. Diréis que poco, es verdad, bien poco, pero en lo poco algo esencial para ir subiendo en el camino hacia él. En el vislumbrar que esa senda hacia él existe. Borrosa, por momentos enmarcada en profundas nieblas, que a veces parecen querer levantarse para mostrarnos algo del camino, de sus siete fantásticos pilones, de sus tableros que forman la vereda sobre las profundidades del valle, de sus cables sostenedores. Me vienen a la memoria las fotos maravillosas que Mehdi me acaba de enviar 214 sobre el viaducto de Millau, del que ya tenemos algún conocimiento paralipoménico. Pero, cuidado, no es un reflejo de lo nuestro en el aquello. No es una proyección. Es un camino de realidades. Realidades de nuestra experiencia y de nuestra reflexión. Realidades de nuestra amorosidad. No es un espejismo. Es una realidad. Una realidad que vislumbramos, repito, y hacia la que buscamos caminar. Hacia la que querríamos dirigirnos alentados por nuestro deseo inextinguible. Hacia la que caminamos. La analogía es parte de nuestro deseo. Fruto de él. Camino de voluntad. Vereda en la que descubrimos el valor de nuestra experiencia y su realidad; de nuestra reflexión y su realidad. La analogía es así una aspiración de realidad. No una proyección, sino la expresión de nuestra más íntima realidad. De igual manera, construcción de realidades. Pero de realidades que atingen realidad. Esta atingencia de la analogía es esencial. Sin ella nada expresaríamos de lo que somos y queremos ser. Camino hacia la definitiva imposibleposibilidad. 5 de mayo de 2008 / jueves 8.5.08 HIE La revelación nos habla de Dios. Mas nos habla desde Dios y lo hace por el mismo Dios que se nos revela, quien se nos revela como Padre. Sobre ella reflexiona la teología. La vive. La hace suya. Así pues, la analogía nos hace subir hacia Dios, mientras que la teología nos habla, desde Dios, sobre nosotros, bajando de él. Nos habla de Dios, pero en ese discurso a la vez nos habla de nosotros mismos. Nos habla de Dios con nosotros. Nos hace saber, desde lo que tanto me gusta llamar el ser en completud, cuál es nuestro ser en plenitud. Ser en plenitud que nos es ofrecido como donación desde el mismo comienzo de nuestro ser, pues somos personas. Mas un ser que va creciendo en la temporalidad de nuestro ir siendo, para llegar a ese ser en plenitud que nos es donado. Nos ofrece un conocer que no se queda sólo en mera racionalidad raciocinera, en imágenes planas que no salen de nuestra cabeza, sino que impregna la vida entera de lo que somos, mejor, de lo que vamos siendo en ese caminar hacia nuestro ser en plenitud. Un conocer implicativo, en el que nuestra vida queda entrañada; en el que nada de lo que somos, anhelamos y vamos a ser queda excluido. Con la analogía era una senda de subida: de nosotros hacia Dios. Ahora es un camino de bajada: de Dios a nosotros. Nótese la en apariencia pequeña diferencia, sin embargo, tan grande, que se da entre el hacia Dios y el a nosotros. Una senda, la de subida, es perdedora, es decir, nos podemos desviar de ella, podemos quedar anegados en las tolvaneras de la compleja subida; en una palabra, en la que podemos perdernos con tanta facilidad. El camino de bajada, no. Es vereda segura, pues la palabra 215 de Dios es cosa firme y fiel. Dios no busca engañarnos. Aunque, es verdad, la podemos rechazar. Podemos escoger que no llegue a nosotros, que no nos importe, que, al incomodarnos, la dejemos de lado. Podemos cerrar nuestros oídos a esa palabra. Si queréis en este camino de bajada podríamos hablar también de analogía, como muchos han hecho antes. Se trataría de una analogía del ser, el camino de subida, y una analogía de la fe, el camino de bajada. En la primera encontraríamos en Dios lo mejor de lo que experimentamos y reflexionamos sobre nosotros mismos, sobre nuestra situación, sobre nuestro ser. En la segunda, encontraríamos en nosotros el don que se nos ofrece desde Dios que se nos revela como Padre. Desde ahí es desde donde se nos convidaría a nuestro ser en plenitud, como la realización segura de lo que en nosotros es una imposible-posibilidad. Lo que somos mirando hacia arriba por el camino de la subida analógica, se nos ofrecería como realidad de nosotros mismos en la analogía de bajada que llega hasta nosotros y nos da lo que somos en su plena plenitud. Ser en plenitud. La analogía de la fe nos haría realidad lo no más que entrevisto en la analogía del ser. No es este un círculo en el que se transita con lubricada facilidad, pues arriba hay un punto de ruptura, de otro modo nos apropiaríamos de él. Seríamos como dioses. Si lo podemos decir así, la senda de subida es cosa nuestra y bien nuestra —camino de filosofía—, mientras que, en cambio, la vereda de bajada es cosa de Dios que se nos revela, que se nos revela como Padre —camino de teología—; no puede haber confusión. En ambos casos se dan habladurías, pero en el primero son nuestra habladurías; en el segundo, las de Dios. 6 de mayo de 2008 / viernes 9.5.08 HIF De Dios podemos decir que es fuerza y poder, pero esos calificativos ahora no me importan. Me voy a fijar en el de Padre, puesto que lo he utilizado. Me dirás que por la analogía ascendente no somos capaces de vislumbrar siquiera que Dios es Padre. Es verdad. Esto es dato de revelación, por tanto de la analogía descendente, si es que hablamos como hemos hecho estos días. Sin embargo, en ese subir y bajar, de nosotros a Dios y de Dios a nosotros, en la difícil senda de subida que es la analogía del ser y en el camino de bajada que es la analogía de la fe, hemos creído poder hablar de Dios como Padre. Nos ha sido dado ver que Dios es Padre nuestro. Es verdad que aquí nos han faltado los mil cuidados necesarios para considerar la racionalidad de esta afirmación, su significado, la experiencia en la que nos viene dada; en estas pocas páginas, casi un puro simulacro, no hemos tenido tiempo de hacernos con ello. Simplemente baste con saber lo que ya sabemos, que en la revelación de Jesucristo Dios es Padre. 216 Pues bien, en lo que llevamos entre manos, ¿qué sucede cuando abajo todo se desmorona? Mejor aún, ¿qué ocurre cuando aquí abajo, en nosotros, de donde partía la flecha de la analogía —analogía del ser— ascendente hacia Dios y llegaba la flecha de la revelación —analogía de la fe—, descendente desde Dios, aquí, de tejas abajo, en la visión comprensiva que tenemos de nosotros mismos, en la antropología que se hace nuestra, todo se desmigaja? Entonces acontecerá que la flecha de subida hará sin duda que el desmoronamiento llegue hasta el mismo Dios, como si a su través llegara hasta él lo que acá nos acontece. Cuando entre nosotros la paternidad se desmembra, se obscurece; cuando ya no sabemos qué es entre nosotros esa paternidad que antes parecía cosa tan asegurada, tan evidente, ¿qué acontece con la paternidad de Dios? Se pierde, desaparece de nuestro horizonte, pues flecha arriba proyectamos hasta el mismo Dios nuestro desbarate. Decir que Dios es Padre queda reducido a una pura fórmula que no tiene significado alguno; o peor, si lo tiene, es algo por completo negativo y rechazable. Dios, de esta manera, tienen un atributo que nuestra sociedad está en trance de hacer desaparecer de entre nosotros. Todos somos iguales: luego no cabe verdadera paternidad. Sólo paternidad biológica, y hasta esto quizá por poco tiempo y como puro dato celular. Familia capitidisminuida. Nada de aquellas grandes familias con el jefe —padre— de la manada. Ni siquiera una pequeña familia en donde el varón ocupa un lugar de padre y ejerce su paternidad. Matrimonios, como entre nosotros, en los que legalmente en los papeles pone “cónyuge 1” y “cónyuge 2” —pero hasta eso habrá que variar porque establece yugo y orden que podría interpretarse contrario a la exacta igualdad en la pareja, ademas, ¿por qué pareja, sólo pareja?—; familias monoparentales. Recordad aquella noticia: en escuelas de barrios problemáticos de Nueva York, van policías para hacer ver a los chavales en alguien de carne y hueso qué puede significar eso de padre. ¿Cómo tratar este problema, cosa tan de hoy mismo como vemos? ¿Cómo puede ser Dios Padre cuando nosotros ya no lo somos, cuando no cabe entre nosotros, cuando la paternidad es cosa que se nos pierde entre los dedos? Un día dijimos que también en Dios se da la maternidad —y es verdad—, pero ¿dónde queda, pues, la preponderancia de la paternidad en Dios? ¿Dios Padre, por qué? Esa palabra ya no significa nada, y si significa es algo totalmente rechazado en nuestras sociedades modernas. 9 de mayo de 2008 / lunes 12.5.08 HIG En Lisboa, porque allí había gente de bien —quizá lo seas también tú, yo no—, me enteré de algo curioso, lo cual me deja con una sonrisa un si es no es burlona. Algunos, evidentemente por escrúpulos de lo que nos traemos entre manos, no bautizan “en el nombre del Padre y del Hijo y 217 del Espíritu Santo”, como se ha hecho siempre por todos —aún por congregaciones, sectas e iglesias enemigas a rabiar entre sí y que ni siquiera reconocen el bautismo de otros—, sino que bautizan “en el nombre del Creador, del Redentor, del Santificador”. Las tres personas de la Santísima Trinidad dejaron de ser personas, verdaderos quiénes como tú y como yo, para ser meros qué de sus funciones, si es que sus funciones fueran esas. Ya adivináis dónde esta la fuente de este chandrío. El Padre ya no puede ser padre, se le reconoce sólo por su función de Creador, y el Hijo, de la misma, ya no es hijo, reconociéndosele también únicamente por su función de Redentor, y al Espíritu Santo se le reconoce a secas por su función de Santificador, mas en este caso, ¿qué más da?, en la tercera función no parece, por ahora, haber problema de género. Ved hasta dónde ha llegado la carga de profundidad que, cosa curiosa por demás, en vez de bajar, siguiendo los mandatos de Newton, subió flecha de la analogía arriba para descargar su trompada en la Trinidad misma. Es verdad que también algunas comunidades católicas, creo que por ahora sólo allende los mares, como disponen de personas que no beben vino por contener alcohol, mientras ellas son abstemias, ponen a consagrar dos cálices, uno de ellos con coca-cola; luego se reparten a conveniencia del consumidor. No te rías y, sobre todo, no consideres que esto es una chorrada mientras lo otro no. Me pregunto si las fuentes de comprensión y experiencia no son idénticas en ambas maneras de comportarse. Pero vamos a lo nuestro. ¿Cómo tratar este problema? Tomando, quizá, como referencia principal del significado de padre la flecha descendente, la de la revelación, de modo que nos haga ver cómo se da la paternidad —oficio de varón— entre nosotros, qué significa, cómo se vive, de qué manera se da en la relación de amorosidad, imbricándose con la maternidad —oficio de mujer—, produciéndose hijos e hijas en esa ayuntamiento amoroso de las carnes. Habrá de verse también de qué manera esa flecha descendente produce comunidades que viven esas relaciones imbricantes de amor y lo viven conforme a la flecha descendente de la analogía de la fe. Hay una llamada, mejor, un recuerdo, a la existencia de una naturaleza, sin olvidar los trabajos que me ha costado utilizar esta palabra y el uso específico que le doy: desde el nacimiento se dan unas características que nos marcan, digámoslo así, el oficio de varón y el oficio de mujer, aunque, luego, siguiendo nuestra voluntad, si fuere el caso, podamos optar por lo que más nos apetezca. Olvidar esto es un chandrío sin pies ni cabeza. Es igualizar la biología, la naturaleza biológica, la naturaleza, mediante los arrebatos y gorgojeos de una legalidad vigente, que, no lo dudes por un momento, es extremadamente empeñativa y consigue lo que busca: que la eticidad y la naturalizad se configuren por los artículos de la ley y sus preámbulos. Pero, en segundo lugar, hay algo mucho más importante: en la flecha de bajada, en la flecha de la revelación, se nos ofrece nuestro ser padre, 218 nuestro ser madre, nuestro ser hijo, nuestro ser hija, nuestro ser hermanos y hermanas, de la misma manera que en ella se nos ofrece nuestro ser persona. 9 de mayo de 2008 / martes 13.5.08 HIH Siempre me han impresionado las palabras de los Hechos, cuando la gente, refiriéndose a los cristianos, se decían unos a otros: “Mirad cómo se aman”. La maravillosa historia de las primeras comunidades cristianas pone ahí el acicate que llevó a la expansión del cristianismo. Por supuesto, no lo único. Si se mira desde los mismos cristianos, lo vamos a ver al punto, las cosas tienen un enorme espesor, pero si miramos desde los que les veían, era esencial el palpitar de los corazones al amarse unos a otros. Se veía. Atraía. Hace un año apareció en su original un libro sobre los tiempos de Constantino, Cuando el mundo se hizo cristiano, de uno de los grandes especialistas de la época, Paul Veyne, que se confiesa personalmente no creyente, quien, sin embargo, hace notar con fuerza este punto. Es obvio. Cualquiera puede tener la experiencia. Tal es nuestra misma naturaleza. Pues bien, ¿no debe ocurrir ahora cosa similar con esto de la paternidad, de la maternidad, del ser hijos e hijas, hermanos y hermanas? ¿No es necesario que haya familias y comunidades donde esto, en tiempos turbulentos como los nuestro —aquellos también lo eran, siempre lo son— se haga visible, palpable, se haga realidad de modo que las gentes, en medio de los enredadores tiempos que son los nuestros, puedan decirse: mirad, allí, causando un gradiente de realidad nueva? Hay que mostrar con la palabra y con la vida el bonum de una paternidad como la que se nos revela. Tenemos que aprender ahí a ser padres y madres, hijos e hijas, hermanos y hermanas. La flecha del descenso nos muestra el camino. Nos hace ver qué y cómo es una realidad en nosotros. Imposible-posibilidad también aquí, como don que se nos ofrece. Las oraciones colecta, acercándose Pentecostés, nos han señalado el camino de bajada, la flecha descendente que ha hecho posible lo que era imposible, lo que llamaríamos un mero imposible desde el hoy en el que estamos. Hemos pedido a Dios Padre que derrame sobre nosotros el Espíritu Santo, para que podamos cumplir lo que nos enseña —su voluntad, dice— y demos testimonio de él con nuestras obras —no gimnasia nuestra, sino don suyo—; a Dios, que es poder y misericordia, le hemos pedido que envíe su Espíritu, para que, haciendo morada en nosotros, nos convierta en templos de su gloria —no de nuestra gloria, ¡mecachis qué guapos somos!, sino de la suya—; pero aún más, a él, Padre, lleno de amor, le hemos dicho que conceda a su Iglesia, congregada por el Espíritu Santo —no el cúmulo de nuestras pequeñas asambleas, bien 219 nuestras y sólo nuestras—, dedicarse plenamente a su servicio y, según su voluntad, vivir unida en el amor —curioso, ¿hasta esto será importante para que vivamos la paternidad?—; también le hemos pedido que su Espíritu nos penetre con su fuerza —¡ay, si sólo fuera con la nuestra!—, para que nuestro pensar le sea grato y nuestro obrar concuerde con su voluntad —voluntad de amor, claro, que es aquello que se nos derrama por la flecha de bajada—; de este modo, por fin, le hemos agradecido que nos haya abierto las puertas de su reino —para la glorificación de Jesucristo, no la nuestra, y la venida del Espíritu Santo, no la nuestra—, lo que nos mueva a dedicarnos con mayor empeño a su servicio y a vivir con mayor plenitud. ¡Ser en plenitud, pues! Alguno dirá: este buen hombre ha perdido la chaveta. Hablaba de la paternidad y sus crisis, y nos sale con estas. Pues sí, ya ves, salgo con estas, pues creo que la clave está, precisamente, en el conjunto de lo que esbozo. 10 de mayo de 2008 / miércoles 14.5.08 HII Sylvain Gougenheim es un historiador del medioevo, profesor en la Escuela Normal Superior de Lyon; historiador reconocido, pero no participante en las cúpulas universitarias dominantes del cotarro —¿será esto importante en la polémica, además de la cosa misma?—, que ha sacado en el mes de marzo un libro titulado: Aristóteles en el Mont-SaintMichel. Las raíces griegas de la Europa cristiana. Publicado en una colección importante. Roger-Pol Droit, jefe de la sección filosófica del suplemento literario del periódico , le dedicó un artículo el 4 de abril. Hay polémica. El 25 de abril el mismo periódico publicó un suelto sobre ella. Además, otro artículo, “Una demostración sospechosa”, de Gabriel Martinez-Gros, profesor de historia medieval del mundo musulmán en la universidad de París VIII —en 1997 escribió en francés una “Identidad andaluza”—, y Julien Loiseau, en Montpellier III, quien hizo su tesis doctoral con el anterior. Husmea un poco en internet para ver quiénes son; encontrarás incluso referencias a esta polémica. También se incluía una pequeña entrevista a Gougenheim. Creo que Droit acertó con el título incisivo y sibilino que dio a su artículo: “¿Y si Europa no debiera sus saberes al islam?”. Gougenheim lucha contra lo que se ha hecho, según se dice, una evidencia: que los árabes han jugado un papel determinante en la formación de la identidad cultural de Europa. Ya un punto importante será desentrañar quiénes son esos árabes, demasiadas veces confundidos, sin más, con los musulmanes. Un dato, en la época de esplendor de los abasidas, el 50% de los habitantes de su imperio era cristiano. En la afirmación de la evidencia ve nuestro autor una opinión común 220 formulada mediante dos tesis complementarias. La deuda del Europa hacia el mundo árabe-musulmán de la época Abasida —a partir del 751—: el Islam habría recogido lo esencial del saber griego, transmitiéndolo luego a los europeos, lo que estaría en el origen del despertar cultural y científico del Medioevo y, luego, del Renacimiento. La segunda se referiría a las raíces musulmanas de la cultura europea: pensamiento, cultura y arte europeos habrían sido engendrados, al menos en parte, por la civilización islámica de los Abasidas. La contradicción con la tesis clásica de las raíces griegas y de la identidad cristiana del mundo occidental es brutal. Así pues, hay dos lecturas opuestas del mismo período. Se colocaría en el corazón mismo de la dinámica europea el inmenso movimiento de traducción de obras griegas consecutivo al descubrimiento de las versiones árabes. De ahí que sería el Islam quien habría hecho fructificar el saber griego, helenizándose profundamente; constituiría el punto de unión entre la Antigüedad y el Renacimiento. Pero, aseveran, habría más aún. Europa debería al Islam una parte esencial de su identidad. Esto ha llevado a que se hable de un Islam de las Luces. Se daría el hecho de que un pueblo y su lengua habrían transmitido un saber, y, todavía más, se atribuiría a una civilización y a una religión una superioridad cultural sobre sus vecinos. El imperio Abasida habría sido no sólo puente, sino mucho más, durante cuatro siglos habría constituido un universo creativo que estaría en el origen de la revolución científica. Se impondría, pues, la imagen de una cristiandad a remolque de un Islam de las Luces. Tal sería nuestra herencia olvidada. De nuevo volveríamos a caer en la consideración del Medioevo como una época obscura. Allá, tolerancia religiosa, apertura cultural, desarrollo científico racionalista. Acá, pura negrura. Una civilización superior a la de sus homólogos cristianos bizantinos y latinos, muy cercana a la civilización ideal, al menos como nos la imaginamos ahora en Occidente. ¿Conocéis a Serafín Fanjul? Desde hace años, sus tesis son las de Gugenheim. 10 de mayo de 2008 / jueves 15.5.08 HIJ ¡Ay, me pilló el toro! ¿Cómo salir de esta, es decir, cómo hacer que mañana viernes tengas servido tu paralipómeno cuotidiano, cuando todavía no lo he escrito y dispongo de un día bastante cargado? Debo escribir una carta comprometida para aquello de Lisboa, no sea que, finalmente, en vez de bizco sea ciego. José Antonio Calvo me envía desde Salamanca sus páginas de prólogo para la tesis doctoral en historia — magnífica—, para que les eche una ojeada. Por la mañana, tras la Parroquia, junto a mi hermano Javier, debo correr a recibir a mi hermano 221 José Mari, el muniqués, que pasa por Madrid de tren a avión. Veremos lo que soy capaz. Estos días pasados he ido a cinco primeras misas de quienes se ordenaron de sacerdote en La Almudena el sábado día 3 de mayo. Hubiera podido ir a más, pero no me ha sido dado el hacerlo. Una ordenación de gentes que conoces mucho siempre es una cosa maravillosa. También lo es la primera misa del ordenado. Algunos, dos, me han dicho algo así como que el profesor va a la primera misa de sus alumnos. ¡No, por Dios! El amigo va a la primera misa de su amigo. ¿Es que, por esto, seré capaz de dividirme en cachos inconexos, no sabiendo que soy profesor siempre? Es delicioso serlo, no cabe duda, pero también en nosotros tenemos diversas moradas. Y la del amigo es más profunda que la del profesor. El amigo va por la ternura de la amistad. Y va con quien, por la misma gracia de Dios, es su igual. Y va a recibir muchas cosas de quien, siendo ahora su amigo, fue antes su profesor. En fin, con las premuras, me parece que es así, ¿no? Le contaba el otro día a María Jesús López de Pinedo —joven religiosa, vieja amiga, que nació una semana después que yo, y eso se nota—, por ahora también salmantina, cómo estos días estoy yendo a la primera misa de varios amigos, que comenzaron siendo estudiantes. Cuatro ya, y mañana la quinta, le decía. A alguna otra no he podido ir, continuaba. Es maravilloso, una verdadera gracia, ver cómo han ido creciendo, cómo el Señor se ha ido haciendo con ellos, con sus vidas, y cómo comienzan su sacerdocio. En la absoluta fragilidad. Pero circunvalados por la gracia. Una gracia también para quien ha sido y es testigo de sus vidas. Y terminaba la breve carta diciéndole que espero que siga bien. Joaquín, Jesús, Jesús, Rodrigo, Abraham, a cuyas primeras mises sí he ido, y a los otros a quienes no me fue dado ir, son gente estupenda. Varios tenían su profesión, quién físico, quién licenciado en clásicas. Otros tuvieron la osadía de comenzar su teología entrando jovencillos en el Seminario. Su camino ha sido largo y recovecoso; mas siempre ayudados por la cercanía de quienes les querían y les quieren. Todos hemos sido siempre frágiles, pero quizá en los duros tiempos que nos ha tocado vivir en esta nueva España, su fragilidad es aún mayor que la nuestra. Todo en ellos pende de un hilo. Y los hilos quiebran en un plisplás. ¿O no? Ahí está la cuestión. Quizá en otros tiempos podíamos depender de nuestras propias fuerzas. Ahora, no. Gracias a Dios. Por la gracia de Dios. Su fragilidad es absoluta. Pero ellos, de una manera más clara, quizá hasta más segura, están circunvalados por la gracia. Es ella quien les sostiene. Por la gracia, la suya, tienen nombre. Es gracia increada. Es el propio Espíritu de Jesús, el Espíritu Santo quien los sostiene, quien les puede sostener, quien les va a sostener. Si no, ¿qué? 15 de mayo de 2008 / viernes 16.5.08 222 HIK Ayer vi a medias la última película de Claude Chabrol, Una chica cortada en dos. No con demasiado interés, cosa rara para mí en sus películas. Es un hombre de setenta y siete años. Como siempre en sus deuvedés, al final hay unas añadiduras en las que él habla profusamente. Ya lo he dicho alguna vez, los suyos son los únicos comentarios que valen la pena. Siempre, pero en esta película más, si cabe. Me quedan de ellos sus opiniones, defendidas con su característica rotundidad, en los que habla en contra de los valores y de una moralidad burguesa, esta vez, cercana a la gente muy bien de la ciudad de Lyon. Expondré su manera de pensar en dos tesis. La moralidad del bien y el mal es un producto meramente social, que cambia con la sociedad; sin embargo, parece dar por supuesta una eticidad en la que entre el bien y el mal no hay una línea divisoria neta y tajante, sino una continuidad neblinosa. ¿Os acordáis del viaducto de Millau? Una moralidad de valores queda tocada así en su mismo corazón, pues los de ellos son puras y simples pústulas de esa sociedad, sus maneras de hacerse con nosotros. Cuando comienzo a escribir esto, encuentro que en El País de hoy mismo, miércoles 14 de mayo, el filósofo de la Universidad de Zaragoza, Daniel Innenarity, publica un suelto titulado “Cuidado con los valores”. Comenzaré con aquella especie de parábola en la que dibujé qué no aceptaba y qué me parecía camino interesante, cuando hablé de mis años jóvenes en el colegio. Una dialéctica del convencimiento racional para acostarme a unos comportamientos societarios es lo que rechacé con fuerza. Olvidaba lo que soy. Quería hacerme otro más. Me subyugaba: perseguía ponerme el yugo de la reproducción educativa. La otra manera, en cambio, me abría perspectivas nuevas. Buscaba que en mi vida hubiera otras cosas; que discurriera por otros derroteros. Derroteros que se apoyaban en aquello que soy y que me daba la posibilidad de ser en libertad asombrosa. Suscitaba mi creatividad. Podía elegir qué ser y cómo serlo en mi vida. Me dejaba ante la posibilidad de lo que antes era imposible. Imposible por desconocimiento, porque fuera de mis propias experiencias; imposible porque no era algo que me cabía en la cabeza ni en los afectos. Por eso me pareció que eso que se me ofreció en el segundo momento, la libertad de encontrar ‘otros valores’ en mi vida, fue esencial en esto que soy. Dejadme que lo diga con sencillez parabólica: mi vida en lugar de transcurrir en las pasiones foroferas del campo de fútbol de San Mamés, pudo irse al Filarmónica a oír música de cámara y al Buenos Aires los domingos por la mañana a escuchar a la Orquesta Sinfónica dirigida por el entonces joven Rafael Frübeck de Burgos, o al Arriaga a sentir la Pasión según san Mateo, también dirigida por él, o quedarme en casa leyendo a Unamuno, Camus, Mauriac, Faulkner, Henry Miller, Thomas Mann o la joven novela española del momento. ¡Qué cambio! 223 La mía fue sencillamente suerte increíble que muchos de mis compañeros no pudieron o no supieron aprovechar. ¿Por qué? No lo sé. Lo curioso y bien raro es que en años sucesivos, ya estudiante en la Escuela de Ingenieros, esa apertura de libertad se fue agrandando con la práctica del cine, de la literatura, de la música, de la amistad dialogal en un genial grupo de amigos, viejos y nuevos, que practicábamos todo esto. El descubrimiento de personas y vidas que, de otra manera, seguramente me hubieran pasado desapercibidas, desleídas en el puro no-ser. ¿Por qué? No lo sé. 14 de mayo de 2008 / lunes 19.5.08 HIL Seguiré con lo de ayer, escrito hace unos días, aunque debamos dejar a Gouguenheim para más adelante. Los encierros son cosa dura para quien está algo torpón, como es ahora mi caso. Benditos los tiempos en que tenía escritos paralipómenos en abundante adelanto. Una conversación con Pepe Antúnez me ha arreglado las ideas, aclarándomelas, como me acontece siempre con él. De primeras me lanzó de sopetón una definición de moral sorprendente: una corriente vital de autorrealización. Creo que él mismo quedó estupefacto de lo que había dicho. No sé si la entiendo ni siquiera si las cosas pueden ser así, pero me encandila mucho más que tantas otras maneras de entenderla. Aunque, es obvio, de todas ellas se pueden sacar enseñanzas, la mía no es una moral de situación ni un pragmatismo utilitarista ni una ética dialógica demasiado cercana a la ética kantiana del deber, mucho menos una ética de mínimos, que horripilo de manera sesuda y polvorienta, no digamos la enemiga que me da cuando se reduce todo a una ética civil, y por demás si esta es la que viene planteada en los preámbulos y articulado de las leyes legalmente vigentes. ¿Será la mía una ética de máximos? Podría ser lo que llaman una ética eudemónica, es decir, una ética de la felicidad, o lo que me encandila de verdad, una ética de la plenitud. O la que tiene que ver con las virtudes, que lanzó hace unos años Alasdair Macintyre como vuelta a las viejas tradiciones. Quizá una ética de los valores tal como la estampó Max Scheler, que parece ser la de los fenomenólogos, luego retomada como suya quien terminaría su vida como el gran Juan Pablo II. Recuerdo haber hecho en tiempos distinción, no sé si muy clara y tajante, entre ética y moral, esta última teniendo que ver más con los comportamientos, la primera, con su conexión con el todo del pensamiento filosófico; esta sería, pues, la que regiría a aquella. No sé si sería capaz al presente de seguir con aquellos pensamientos, pues no tengo ahora la cabeza vertida hacia ellos. 224 Quisiera volver a aquellos momentos primerizos y formadores, cuando tenían que ver con mi carnet de socio del Atleti. Las maneras de sexto de bachiller parecerían interesantes: se me hacía partner de un diálogo racional. Pero, claro, dada la diferencia de edades y posibilidades razonadoras y autoritativas, quien era mi dialogante las tenía todas consigo. Sólo podía conseguir mi aceptación a sus posturas o el rechazo improbable de la más pura rebelión. Es la crítica certera que oí a Enrique Dussell con relación a la moral dialógica de los habermasianos: ¿cómo puede luchar racionalmente un pobre inculto de una pequeña comunidad india con un rico y magnánimo profesor universitario europeo? No puede ser que, finalmente, la moral sea la del sabio, del potente, de quien tiene más y mejor labia. Ese diálogo es, evidentemente, impositivo. Quería llevarme a sus posiciones por encima de mí mismo, venciéndome en él. Haciéndose conmigo: no regando mis deseos de más allás, sino unciéndome con el yugo. Tal es la educación reproductora. La crítica de hace ahora cuarenta años a este método buscador de la reproducción mediante la educación encurvadora, la nueva producción de lo mismo, de la sociedad que nos domina y de sus mandarines, sigue siendo válida. Es esencial ahora, aunque todo lo demás tuviéramos que dejarlo de lado. En ese diálogo debe caber la diferencia. No puede tratarse de enyuntarme en el uncimiento que determina mi libertad. Otra cosa bien distinta es que yo escoja el ayuntamiento. Este es algo esencialmente ligado a la libertad. El enyuntar que me ofrece esta ética dialógica, no. 15 de mayo de 2008 / martes 20.5.08 HJC En esa moral dialógica parece mucho más interesante, finalmente, el viejo Kant con su teoría del deber; este se puede mostrar de una misma manera al pobre y al rico profesor. Es una llamada a la conciencia de cada uno, que, estando en mí, en uno y en otro, tiene que ver, es obvio, con una religión. El magnánimo diálogo, en cambio, parece querer construirse sólo en la razón dialogante, pero ¿dónde se apoya esta?, ¿en el saber de quien más capacidades tiene de razonamiento, de quien ve las cosas con amplia panorámica de seguridades dialogales?, ¿en ningún sitio?, ¿en algún mero consenso de los poderosos? ¿No deberá la moral de comportamientos apoyarse en la ética, intrincada parte de una filosofía del todo? No veo otra manera. Pero descendamos de estos vértigos llenos de provocación. ¿Qué me ofrecía el otro diálogo, el de preuniversitario? Era un puro diálogo de mostración: fíjate, esto que te señalo, te enseño, te propongo, vale la pena. Es algo maravilloso para ti hoy y, no digamos, mañana. Por ahí encontrarás líneas de ser que te plenificarán; que ahora mismo te están plenificando. En ellas eres más ya desde ahora. Provocarán en ti el deseo 225 maravilloso de ser más. Eres tú el dueño y señor de hacerte corredor de esas líneas de universo, líneas de tu comportamiento actual y futuro. Te llevarán a lugares de belleza y de ser que te merecerán la pena en profundidad. Te señalo un mundo nuevo. Te ayudo a adentrarte en él, si quieres, en cuanto que lo quieras, dejándote siempre la libertad de volver a tu carnet de socio del Atleti. Provoco tu libertad, pues serás tú mismo quien se adentre en esos valores que te presento para que, haciéndose contigo a través de la belleza de su propio ser, seas tú mismo quien transites a galopadas por tales caminos. Una vez que te he inducido, ya no podré seguirte. Más aún, quizá mis caminos van a ser otros que los tuyos; pero he tenido la inmensa suerte de abrirte sus puertas, de hacértelos ver en su grandeza. Grandeza que sólo tú has de aquilatar y sólo tú has de decidir si seguirlos y de qué manera. Nada te impongo. Te propongo y te hago ver la belleza de su ser, que te irá llevando hacia la belleza de tu propio ser en plenitud. ¿No hay, pues, una diferencia esencial entre ambas maneras? Prefiero la de los valores. Para mi propia estupefacción se me puso delante, ¡bendito sea quien lo hizo!, una manera de ser más bella, más llena, mas entrañada; capaz de infinitos ayuntamientos. Fue un momento decisivo en eso que llamo la imposible-posibilidad. Lo repito, bendito sea quien me adentró en esos valores: la música, la literatura, el cine, el diálogo de amistad, mi propia vocación. En una palabra: la libertad. De nada me hizo deber, sino gusto inmenso. No me constriñó, sino antes al contrario, amplio mis grados de libertad. Me hizo otro, ser libre, buscador de plenitudes. Consiguió de mí que este mi ir siendo ansíe de su ser en plenitud. No me unció, sino que me dio infinitas posibilidades que de otro modo hubieran sido imposibles, las cuales alentaron mi libertad. Hasta un cierto punto, todo lo que soy apuntó entonces. No porque nada se me impusiera, sino porque se me abrieron caminos, mostrándome el gusto y la belleza. Mostrándome, finalmente, mi propia manera de ser. ¿Esto era todo? No, por supuesto, pero me hizo ver que mi destino era la libertad, qué digo era, es mi libertad. En esbozo se me dio la posibilidad de serlo todo, mejor, de ser lo que voy siendo. 15 de mayo de 2008 / miércoles 21.5.08 HJD Que en una parte importante la moralidad sea cambiante en la sociedad, en el paso de una a otra, en las mudanzas que en ella se producen, no puede caber duda. La cuestión es hasta cuándo y si en todo. ¿No hay una línea de progreso en nuestra percepción de lo que está bien y lo que está mal? Comprendo que tenemos acá un problema enorme y de extrema gravedad. Pero, lo diré con una nueva metáfora encarnada y transparente. En mis primeros tiempos de estudiante en Lovaina, llegó un 226 grupo de jóvenes matrimonios, licenciados en derecho, chilenos; gente prometedora, superior, de amplísimo porvenir en su país. Estaba en el poder en aquél momento el presidente Allende. Ellos eran de nítida procedencia democristiana; incluso esta procedencia era la que les había llevado a nuevos estudios en Bélgica. Su partido había perdido las elecciones y por lo que parecía estaban enfermos de la revolución allendista, envidiosos de ella. Percibían claramente que toda posibilidad de crecimiento en el nuevo poder les quedaba emborronado. Se encontraron proscritos en sus anhelos de futuro. Pues bien, comprendieron a la perfección que la moral y las leyes cambiaban con la mudanza del poder, entendieron esa permutación, y se conformaron a ella, pues se les hizo patente que ni en la moral ni en las leyes había lo incambiable, digámoslo así, lo objetivo, aunque ya sabéis que esta es palabra que no me gusta porque no expresa bien lo que pienso. La moralidad del bien y del mal, las actitudes a tomar frente a ella, pasaba ahora por su anclaje en el nuevo poder allendista, pues, en definitiva, no era sino algo circunstancial y cambiante según la marcha de la sociedad. Nunca supe más de ellos. Supongo que luego serían pinochetistas y más luego de nuevo democristianos y ahora, ya en el umbral de su vejez, serán bacheletistas. Repugno sobremanera esos comportamientos. Seguro que Chabrol apunta algo absolutamente verdadero. Pero ¿eso que dice es todo? Entiendo que él quiera fustigar una moral que en definitiva es moral de situación; dependiente de la situación pustulante de la gran sociedad de Lyon que él nos muestra. Quiere hacernos ver cómo la pertenencia a esa clase da la nota de comportamientos morales que él aborrecer, y porque los aborrece, nos los hace ver con su ojo crítico implacable. Lo suyo no es un mero fustigar las pústulas, como si fuera el guerrero del antifaz, sino que nos hace ver el qué y el cómo; sus métodos de segregar una moralidad del bien y del mal, que no son otra cosa que las justificaciones morales de unos comportamientos de clase poderosa, con sus reglas reproductoras. Ahora bien, él nos hace ver la historia que nos cuenta, siempre genialmente construida, nunca gratuita y descarnada, por la terrible fuerza con la que nos pone delante esos comportamientos situacionales y reproductores de la opulenta sociedad. Por eso, lo importante no es lo que nos cuenta cuando nos habla en los añadidos del deuvedé, sino lo que nos muestra para que nosotros seamos con él testigos de comportamientos que también nosotros denunciamos. ¿Y cómo los denunciaríamos, nosotros y él, si no hubiera supuesta en nosotros una eticidad, aunque en ella no haya una línea divisoria neta y tajante entre el bien y el mal, sino una continuidad neblinosa? La cuestión está, pues, en ser capaz de adivinar filosóficamente si no una línea divisoria demasiado neta y tajante, sí unas protuberancias de bien y de mal. Sin ellas no podríamos ser testigos ni de ese comportamiento pustulante de una alta sociedad lionesa en la que todo se arrejunta en terrible mejunje. Lo somos, porque las hay. 227 16 de mayo de 2008 / jueves 22.5.08 HJE En el entretanto se me ha metido a escuchar unas maravillosas piezas para piano de John Cage, tres discos de cuatro perras, Four Walls para piano y otras acompañadas de voz o de violín. Son tan arrebatadoramente bellas que, de haber comenzado por acá, nunca hubiera tenido ningún problema con Cage. Hubieran sido una entrada derecha en el conjunto de su música. Esta escucha por poco me hace olvidar lo que entre tanto meandro voy teniendo entre manos junto a vosotros, paralipomeneros fieles, dedicándome a sus fastos sorprendentes. Pero, no, vayamos al tajo. Una moralidad de valores es verdad que de esta manera queda tocada en su mismo corazón, si es que los valores son monolitos que están fuera de nosotros y que nos son propuestos como objetivos hacia los que verternos por la sociedad que nos recoge y nos da su ser. Serán así mojones que deberemos utilizar en nuestro camino; que nos señalarán si no nos hemos confundido en él. Serán, pues, verdaderos hitos de la reproducción societaria para uncirme. ¿Los valores tienen que ver con esto que digo? Si fuera así, evidentemente nuestra moral no puede ser una moral de valores. Al contrario, junto a Claude Chabrol, deberíamos dedicarnos a su desmonte, pues esos valores no serían sino las puras y simples pústulas de esa sociedad que nos da luz y nos aprisiona; sus maneras de hacerse con nosotros. Pepe Antúnez en aquél pronto, me decía que la moral es una corriente vital de autorrealización. No quiero quitarle la patente de lo que es suyo ni siquiera aventurarme a deciros lo que él piensa con una afirmación como esta, pero sí quiero aprovecharme de las perspectivas que me pone delante. La moral tienen que ver con mi propia autorrealización. Con las líneas de universo que se me hacen realidades de seguimiento. Me abren perspectivas novedosas. Alentan mi libertad, haciéndolo al modo de que me autorrealice. Hay otras líneas de universo que podría seguir, pero serían para empequeñecerme, para dejarme sojuzgar, para hacerme un reproductor más del mejunje. Seguramente ganaría notablemente con ello; me adheriría a algún potente corro de las patatas, siempre con tantísimo poder, y que compartirían conmigo si es que me vendía a sus maneras. Mi autorrealización sería como la de los juristas top a los que me he referido: ovejuna, enyuntada en el uncimiento que determina mi libertad, aunque, con su pérdida, uncido al yugo del que el más pequeño chaval me estira hacia donde quiera con el aro que me ha incrustado en la nariz, recoja no pocas prebendas. Quién sabe, hasta quizás sea una buena solución que apaña con soberbia y 228 opulencia una vida. Pero ¿una vida vacía o una vida llena? ¿Una vida vendida o una vida vivida en libertad? Otra cosa bien distinta es que yo escoja el ayuntamiento. Ah, eso sí. Pero que no lo escoja más que en busca de mi más íntima autorrealización. Una autorrealización que escruta el amejoramiento — habrá que husmear aquél final de uno de los libros de hace ocho años en el que plateaba esto y allá en donde aparezca este concepto, tan navarro— y no el apeoramiento. Porque el amejoramiento barrunta el bien, mientras que el apeoramiento barrunta el mal. Perdonadme este párrafo escrito poco más que para mí mismo, en el que me hago referencias internas a otros abstrusos y raros escritos con los que no quiero darte la monserga, siguiendo los cuales se puede vislumbrar eso que quizá podría llamarse una moral de los valores. Mas ponemos fin a estas disquisiciones, pues, simplemente, veo al toro que viene contra mí otra vez más, a punto de dejarme la página en blanco. 16 de mayo de 2008 / viernes 23.5.08 HJF “¡Qué tristeza envejecer en esta Iglesia!”. Son palabras que oímos mi párroco y yo al pasar la estrechura de una puerta. Las decía alguien que creo nunca antes había visto, pero que lleva muchos años de sacerdote. Nos dejaron estupefactos. No porque alguien las dijera. Por supuesto, cada uno es libre de haber vivido su vida como le ha placido o como ha podido. La tristeza de esa frase se nos trasladó a nosotros. ¿Cómo se puede vivir así en la Iglesia?, nos decíamos, ¿no es la Iglesia un lugar de plenitud y felicidad? Es obvio que ni mi párroco ni yo nos chupamos el dedo como pipiolos quinceañeros. Sabemos muy bien lo que es la vida, sus complejidades, sus decepciones, sus inmensas alegrías, sus cansancios y depresiones. Pero ¿cómo vivir una vida en esa tristeza? ¿Se puede vivir en la Iglesia con esta tristeza? Vemos que sí, pues como fruto del puro azar vimos la frase con nuestros propios ojos, pronunciada por un hombre algo mayor que nosotros. ¿Es esta la perspectiva que se plantea a los recién ordenados? De aquí a un rato, precisamente, me voy a Alcalá de Henares a la ordenación de Fermín. ¿Llegaré a tiempo para decirle que, por favor, se retire antes de comenzar, pues no merece la pena adentrarse en ese camino que lleva a tal tristeza de envejecimiento? ¿Decidiré en el viaje hacia Alcalá que es mejor dejar las cosas como están, pues cada uno tiene derecho a tomar los caminos que prefiera, por confundidos que los sepamos, aunque le lleven, finalmente, a terribles callejones sin salida? La frase con la que comenzaba este paralipómeno me produce casi melancolía. ¿Cuáles fueron las expectativas de quien las pronuncia ahora, tras tanto años de ministerio? ¿Por qué apostó su vida? ¿A qué la dedicó? 229 ¿Acaso esta Iglesia es distinta de otras? ¿De cuáles?, ¿de las que él soñó y por las que luchó durante tantos años, para caer ahora en la decepción tremenda de quien parece haber fracasado por entero en su vida y en su obrar? ¿Por qué? ¿Acaso porque la Iglesia que él quería no es la actual? Pero ¿es que la Iglesia actual no es la Iglesia? ¿Soñó sus propias ensoñaciones?, ¿quiso trabajar en la fundación de una iglesia suya, de los suyos, iglesia particular, meramente de los suyos, de los que fueron y son como él? Mas, me pregunto, ¿la Iglesia no es de Cristo?, ¿no vivimos — como siempre, quizá ahora más necesitados— un nuevo Pentecostés? ¿Tan poco creeremos en estas realidades para querer ser nosotros quienes apuntalemos y dejemos bien compuesta aquello que hemos decidido que es la Iglesia? ¿No hay en esta exclamación un desprecio absoluto por gentes como Fermín, y como Joaquín, Jesús, Jesús, Rodrigo, Abraham, a cuyas primeras misas he asistido en días pasados? ¿No tienen ellos derecho a vivir en su Iglesia como nosotros hemos tenido la suerte y, quizá, la dicha de vivir en nuestra Iglesia? Pero ¿es que acaso la nuestra y la suya no son la única Iglesia de Cristo? No comparto la visión de la Iglesia como una cuestión de poderes, de luchas por el poder eclesiástico. Me importan una higa los poderes. Me importa, y mucho, la Iglesia de Cristo, remecida por el Espíritu Santo. ¿Por qué no vivir con alegría esta Iglesia en la que hay tantas moradas, en las que cabe tanta gente, hasta tú y yo? ¿Qué institución me da de verdad una libertad infinita como esta nos da, al menos a ti y a mí? ¿Os acordáis del cardenal Ottaviani?: perdida con rotundidad la batalla del Concilio, vivió con entereza, paz y alegría su extrema vejez. 17 de mayo de 2008 / lunes 26.5.08 HJG Me importan una higa los poderes. Y bien, me miras con sorpresa, entonces, ¿a qué viene esto que nos espetas ahora? Mario Inceta Gavicagogeascoa ha sido nombrado obispo auxiliar de Bilbao. Su ordenación tuvo lugar hace pocas semanas. Ayudará a Ricardo Blázquez, obispo ordinario de Bilbao desde hace más de 10 años, allá cuando alguno le llamó “el tal Blázquez”, quien desde entonces se ha hecho muy bien con sus gentes, tan nuevas para él, tan suyas hoy. Pues bien, se organizó, como sabéis, un cierto revuelo con el nombramiento, aunque el nombrado es de Guernica y euskaldún. Pero tenía, al parecer, varios inconvenientes: se fue, escogió el afuera, no se quedó dentro, estudió medicina en Pamplona, desde allá se hizo seminarista en Córdoba, en donde fue ordenado presbítero —en este momento era vicario general de la diócesis—, y no sabe batúa, el vascuence unificado en estos últimos años, sino que habla como la gente vulgar de su pueblo. 230 Escogió irse y ahora vuelve como obispo. Esto, para una cierta manera de ver, que vamos a intentar desmenuzar aquí, es pecado capital. Escogió irse, como tantos otros. No le conozco de nada, por eso no puedo afirmarlo de él, sin embargo, en estos años, muchos vizcaínos eligieron irse. Me explico. A muchos pareció que entrar en el seminario de Bilbao era un imposible. No serían aceptados si no cumplían unas condiciones muy estrictas que ellos entendían nada tenían que ver con su vocación a la vida religiosa y al sacerdocio. A muchos he oído decir que si volvieran a la diócesis todos aquellos que en estos últimos treinta años, por ejemplo, se han ordenado fuera de su tierra y ciudad de origen, nos quedaríamos sorprendidos del número. ¿Qué ha pasado? Algunos, creo que confundiéndose, se refieren, sin más, al latente nacionalismo de la diócesis de Bilbao. Lo hay, claro, quién lo negará, pero creo que este no es el punto decisivo. Definiré eso que considero el núcleo central del problema, tal como creo percibirlo, con estas palabras: “nosotros y lo nuestro”. Va a hacer treinta y un año que me ordené en Ávila. Estaba de profesor en Salamanca. Ávila era tierra y gentes de mi conocencia, de nuestra amistad y ternura. Era lo normal en el desarrollo de mi vida y de mi vocación. Sin embargo, unos pocos años antes, creo que cuatro o cinco, cuando volví de Lovaina, ninguna posibilidad tuve de quedarme a trabajar mi tesis doctoral en Bilbao, mi ciudad. También es verdad que buscaba silencio y desierto. Empujado por Rafael Belda, sacerdote de Bilbao y profesor en la Universidad de Deusto, amigo de años, me fui a Salamanca. Pude, pues entonces disfrutaba de una beca March. El rector al que fui enviado por su amigo Rafael era Fernando Sebastián. El vicerrector se llamaba Antonio Rouco. El decano de Teología, Olegario González de Cardedal. El de filosofía, Saturnino Álvarez Turienzo. Fui recibido por todos de manera delicada y empeñativa; con porte increíble. Saturnino, para mi gracia, me llevó a su Facultad. Siguiendo mis deseos, me convertí para siempre en filósofo. Eso, en Bilbao, no hubiera sido posible. ¿Quizá no había lugar para mí? De hecho no lo hubo. Poco después, en 1977, me dio, por fin, el antojo de pedir la ordenación. Nunca había estado en un seminario, como no fuera mi cercanía con el de Ávila, a través de su teologado en Salamanca, pues los seminaristas abulenses estudiaban en la Facultad de Teología de la Pontificia de Salamanca. Ávila, pues, estaba ahí, Pero Bilbao, también. ¿Qué hacer? ¿Cómo podrían discurrir las cosas? Desde Bilbao se me dijo que, primero, debería ser bien conocido por el Presbiterio. 18 de mayo de 2008 / martes 27.5.08 HJH 231 Es obvio. Pero la condición era, ya entonces, el “conocimiento por el Presbiterio”. No por el obispo y, quizá, el seminario, sino el Presbiterio, porque uno con la ordenación se integraba en un presbiterio particular. Bien, razón tienen, quizá. La cuestión está en cómo se tendría que dar ese conocimiento-reconocimiento. Quizá dos años de estar por acá, me dijo mi interlocutor, que estaba en contacto con las Autoridades de la diócesis, en actividades parroquiales que te hagan conocer y ser conocido, de modo que, una vez conocido y reconocido, puedas ser acogido finalmente en el Presbiterio. Insisto en que, bien, ¿por qué no? Eso entrañaba dejar de ser profesor en Salamanca. Quizá era justo y conveniente pensarlo. Pero, es obvio, para mí había algo artificial en ello. Ávila estaba ahí, a la mano; ellos a mi mano y yo a la suya. Prácticamente era, siendo laico, uno más de su seminario, a través del teologado. Las cosas se clarificaron enseguida. Años después, bastantes años después, Felipe, el obispo de Ávila que me ordenó —fui su primer ordenado— me dijo algo sorprendente. Pidió informes acá y allá sobre mí, evidentemente. Incluso me había encargado que le diera nombres para recabar esos informes. Pues bien, como me dijo años después, se encontró con la negativa de uno de los bilbaínos, cuyo nombre le había dado yo, a decir nada sobre mí: sí, le he conocido, pero ya no le conozco y no puedo comprometerme. ¿Qué podía significar eso cuando lo que se le pedían eran informes sobre el tiempo en que me había conocido, y muy bien? No lo entendí. No lo entiendo. Aventuro, simplemente, sin certeza ninguna de acertar, que ahí se daba un fenómeno curioso: parecería no aceptar las condiciones que aquí se le impondrían para ser ordenado en Bilbao, luego no es de fiar. ¡Quizá hasta tenía razón! En la fiesta del seminario por San José, el de Salamanca organizó una mesa redonda sobre la vocación sacerdotal. Gabriel Pérez, profesor en la Pontifica de Sagrada Escritura, la moderó. Me espetó esto: ¿por qué te has ordenado en Ávila y no en Bilbao, tu ciudad? Se me escapó entonces la respuesta que ahora se me vuelve a escapar: en Ávila no tienen una idea prefigurada de lo que es un cura y, por eso y contando con ello, me han acogido fraternalmente tal como soy, quepo con ellos, mientras que en Bilbao —debió ser en San José de 1979, pues creo que en ese momento, si mis recuerdos no se retuercen, ya estaba de párroco en Morille— tienen muy clara idea de lo que es ser cura y no cabía junto a ellos, como no fuera cumpliendo condiciones draconianas, poco factibles y, quizá, nada interesantes. ¿Fui injusto en mi respuesta?, ¿soy injusto en mi respuesta? Simplemente, insisto, si volvieran a la diócesis todos los que, por causas diversas —¿diversas?—, se han ordenado fuera de ella, nos quedaríamos pasmados. El Presbiterio, y el Seminario con él, se cerró a un “nuestro y nosotros”. Y en un comienzo, insisto en ello, pues me parece muy importante, no eran razones nacionalistas. Quizá, simplemente, el hecho 232 de formar piña de los Dirigentes del Presbiterio, sobre todo a través del Consejo Presbiteral y otro Consejos importantes del Poder de la diócesis, pues es donde se podía ejercer el Imperio, para que las cosas no se desmadraran como en diócesis circunvecinas había acontecido. El “nuestro y nosotros” se hizo decisivo. Era el Centro de la Diócesis desde la que se dibujaba una circunferencia, fuera de la cual todo era a evitar, por sus inminentes peligros. Eso ¿ha tenido consecuencias? Sí, y muy graves. Vamos a verlo. 18 de mayo de 2008 / miércoles 28.5.08 HJI “Nuestro y nosotros”. Te habrás fijado, además, que he utilizado mayúsculas de manera inmisericorde, cuando en mi escribir se dan pocas veces. Hubo una toma de poder en los organismos de la diócesis, contando con un obispo ordinario muy buena persona y, quizá, fácilmente convencible, supongo, por las personas que le rodeaban, no dudo que queriéndole. Esa toma de poder fue férrea y rígida. Conozco pocos sacerdotes de allá, pues desde que me fuera de mi Bilbao en junio de 1963 para entrar como monje benedictino en El Paular, en donde estuve luego tres años y tres meses, no he tenido una vida continuada en esa ciudad y creo que, de su presbiterio, sólo conocí a uno más, Rafael, y eso fue en el período de esos tres años. Después he conocido a muy pocos curas más de allá. Si conocía muy bien a Félix Jiménez, muerto hace unos años en Alicante. Si contara lo que, según lo que él me refirió en sus pormenores, le hizo el Poder del Presbiterio, os quedaríais con los pelos de punta, como yo mismo me quedé y me quedo todavía. Se le impidió durante cinco años tener ninguna actividad pastoral seria. Decía misas. Y, como él pedía una y otra vez, no se le permitía dejar la diócesis. No eran convenientes ni una cosa ni otra. Cogiendo desprevenido una vez, al cabo de cinco años, al obispo ordinario, que era bueno, obtuvo permiso firmado para irse al menos a Alicante. Pero, según él decía con infinita lastima, sin el permiso del Poder Presbiteral. Luego he conocido episódicamente a otros sacerdotes de la diócesis, cada uno con sus historias. Complejas historias. El Poder eclesiástico estaba tomado y bien tomado. Pero, en fin, no creo que contando historias se resuelva nada. Excepto ver, seguramente, la situación excepcional de ese Poder. Sólo me fijaré en un documento —y lo empleo acá porque todavía ahora se apela a él en el caso del obispo auxiliar Mario Inceta— producido por el Instituto Diocesano de Teología y Pastoral, nombrado ya Ricardo Blázquez como obispo de Bilbao. Es una “Reflexión teológica sobre los nombramientos episcopales”, y lleva la fecha del 17 de noviembre de 1995. En una nota se nos dice que el documento fue aprobado por unanimidad en la sesión del 233 claustro que tuvo lugar en esa fecha. Primero me permitiré poner sus contenidos, aunque no os machaque con comillas. Afirma la particular relevancia para la Iglesia local del nombramiento de obispos, pues se refiere al responsable del servicio de la comunión, en la propia diócesis y en su relación con las otras Iglesia locales, presididas por la de Roma. No pretende emitir juicio alguno sobre la idoneidad del obispo ya nombrado, sino que quiere reflexionar sobre el procedimiento seguido para la sucesión episcopal, buscando estrechar los lazos de comunión entre los miembros de esta Iglesia local y abrirse a la comunión de las otras Iglesias. La reflexión teológica y pastoral llega probablemente con retraso, dice de sí misma. Demasiadas declaraciones, artículos y editoriales han desviado la atención del fondo de la cuestión eclesial, desvirtuándolo o desfigurándolo seriamente. Juzga que las consideraciones que hace tienen interés permanente, por eso abre un conjunto de puntos teológicos fundamentales. No hay normas de revelación divina sobre esto y la historia muestra los problemas de todos los modos de elección de obispos. Los criterios de los modos concretos de la elección, por tanto, están sometidos al juicio de la historia y a la crítica de su viabilidad. La norma crítica actual ha de ser la conciencia actual de la Iglesia, apoyada en la Escritura y la Tradición, recogida por el Concilio Vaticano II. 18 de mayo de 2008 / jueves 29.5.08 HJJ Los laicos, como todos los fieles, tienen derecho a manifestar a los pastores sus necesidades y deberes, con libertad, respeto y confianza. Y el deber de hacerlo en todo lo que ataña al bien de la Iglesia. La intervención de la Iglesia local en la elección de su propio obispo está profundamente enraizada en la tradición. Hay que ensayar nuevas formas, especialmente en la fase de propuestas y consultas. El obispo necesita la confianza de la diócesis, expresada normalmente a través de sus colaboradores principales, sobre todo los presbíteros y laicos integrados en las responsabilidades de la evangelización. No significa esto una autonomía de la Iglesia local en la elección. Está en juego la comunión de la Iglesia universal. Cada Iglesia local ha de estar abierta a escuchar y acoger iniciativas de fuera, que proponen nuevos candidatos o apoyan candidatos de la minoría, superando así el peligro de endogamia o provincialismo. Cuando es así, parece razonable que la autoridad superior sea especialmente sensible para facilitar una explicación fraternal de su decisión. 234 El nombramiento exclusivamente papal de los obispos constituye una forma extrema, pero deficiente en sentido eclesiológico pleno; contradice de hecho la afirmación conciliar de que un obispo no es representante del Papa. Si uno es constituido en autoridad exclusivamente por un superior, quien además le puede enviar a otro lugar o deponer, si lo cree conveniente, consta como su representante. El procedimiento de elección ha de contemplar la posibilidad de intervención de la cabeza del episcopado, pero responde también a la conciencia histórica de la Iglesia el hecho de que la designación no se deba a un solo obispo (ni siquiera el de Roma), sino al colegio episcopal. Tendría sentido, como acontecía antaño, que la decisión última correspondiera a los obispos de la región. Así sería hoy más transparente la colegialidad episcopal. La Iglesia no es una democracia representativa y no hay tradición alguna de elecciones democráticas del obispo, o sea, con igualdad de derecho de voto de todos los fieles. Pero la Iglesia sí es una verdadera comunidad y la participación del pueblo de Dios contribuye a hacer prevalecer el rostro comunitario de la Iglesia sobre los aspectos administrativos, o sobre una visión de centralismo autocrático. Entra ahora la “Reflexión” en los procedimientos y su valoración. La comunión eclesial de numerosos creyentes individuales, organismos representativos, grupos y comunidades se ha resentido con el procedimiento de designación. Ello incide en la vida de la Iglesia local, en su misión evangelizadora. Afecta a la identidad misma de la Iglesia, ya que la comunión y la misión constituyen un binomio inseparable en su misterio. La Iglesia es un misterio de comunión, constituida a imagen del mismo misterio de amor de la Trinidad. En este sentido, la presente reflexión no se refiere a sentimientos de pertenencia eclesial heridos por la torpeza de un procedimiento, sino primariamente a realidades orgánicas de comunión (instituciones conciliares y canónicas como el Consejo Pastoral Diocesano, el Consejo Presbiteral y el Consejo Episcopal) que han sido ignoradas. Consecuentemente, la cuestión que aquí se aborda afecta al espacio eclesial en el que la comunidad cristiana realiza su experiencia del Dios Salvador revelado en Jesucristo. No se trata de una cuestión meramente personal e interna, sino que condiciona además las posibilidades de una evangelización misionera inculturada hoy y aquí, ya que las formas de actuar de la Iglesia deben ser signo de credibilidad del mensaje que ella proclama. Para dialogar con el mundo actual y poder hablar en él del Dios cristiano, la Iglesia ha de ir adoptando unos comportamientos comprensibles y creíbles hoy. El procedimiento de designación de obispos no es indiferente para la eficacia de la acción evangelizadora. 18 de mayo de 2008 / viernes 30.5.08 235 HJK Prosigue la “Reflexión”. El proceso seguido para el nombramiento, con algunas excepciones el habitual en la Iglesia latina, consta de las siguientes fases: elaboración de una terna por el nuncio, tras efectuar en secreto las consultas que considere necesarias y convenientes (los obispos de las Iglesias cercanas son normalmente consultados), envío de la lista a la Congregación de los Obispos, presentación del candidato al Papa y nombramiento. Ese procedimiento, amparado por la normativa canónica vigente, es insatisfactorio, por no resolver el problema de la implicación directa del pueblo de Dios ni lograr una síntesis entre la plenitud del poder papal y la conciencia de las Iglesias locales de ser verdaderas Iglesias, con igual dignidad. El subrayado de la autonomía de la Iglesia local no excluye el ministerio papal de presidencia no sólo honorífica, sino también jurídica; ahora bien, tal ministerio debe ejercerse para promover las estructuras de comunión de las Iglesias locales. Pero en los últimos años las facultades de las Conferencias episcopales se han visto restringidas en beneficio de las de los nuncios, lo cual indica una deficiente recepción de los principios del Concilio Vaticano II. El procedimiento vigente presenta dos serios inconvenientes. Secretismo; se vulnera el principio de comunión. Se eluden las estructuras más visibles, alimentando, no evitando, la tendencia a formar grupos de presión. La reserva, la limitación de solicitud de informes a un grupo selecto de figuras supuestamente relevantes, produce un sistema en que caben todo género de presiones e intereses particulares. La discreción necesaria en este tipo de procesos no tiene por qué estar reñida con la transparencia. Incluso, como se sabe, esa discreción no existe; hasta el punto de aparecer determinados medios de comunicación como canales oficiosos de Nunciatura. Un procedimiento secreto del que nunca se rinde cuenta, margina el papel de la Iglesia local. Los creyentes sienten que algo tan decisivo para todos se juega a espaldas de la vida diocesana y de sus protagonistas. Asimismo, en la medida en que la normativa actual se extiende casi universalmente, no se adapta a la diversa y legítima identidad de todas y cada una de las Iglesias locales. La “Reflexión” enumera ahora los pasos dados en el interregno de la elección de obispo por el Consejo Pastoral Diocesano. Oración. Consultas. Reflexiones. Terna. Aunque, ciertamente podría haber actuado de modo aún más transparente a la hora de elaborar su terna de candidatos. Esta tarea fue encomendada a una comisión cuyas deliberaciones fueron y siguen siendo secretas. Por respeto a Nunciatura se evito la publicidad. Con todo, el secretismo se supera fundamentalmente promoviendo una mayor implicación de los cristianos tanto en el diseño del perfil deseable como en la propuesta abierta de nombres. 236 Se queja la “Reflexión” de que los nombres de la terna eran desconocidos del obispo diocesano. Supongo que el dimitido. Exceptuada la laguna mencionada, el proceso seguido por el Consejo Pastoral Diocesano se ajusta plenamente al pensamiento del Concilio, quien deja abierta la posibilidad de una consulta al pueblo de Dios, tan frecuente en otros tiempos de la historia de la Iglesia. También la legislación canónica vigente iría por ahí. Además, los Estatutos aprobados por el obispo de Bilbao para el Consejo, manifiestan su “vocación de ser lugar eclesial prioritario de consulta y presentación de candidatos en orden al nombramiento de presidencia episcopal” (Art. 3,3). La iniciativa del Consejo muestra una recepción creativa de la teología conciliar, ofrece claras ventajas eclesiológicas en relación con la praxis habitual en la actualidad, apuesta realmente por el diálogo y se inscribe entre aquellas iniciativas eclesiales que permitirán en el futuro la reforma jurídica de la actual práctica de la Iglesia. Debe darse validez jurídica a estos pasos. 18 de mayo de 2008 / lunes 2.6.08 HJL Sigue así la “Reflexión”. La mirada a lo acontecido descubre también una llamada a revisar cualquier proceso de decisión o designación a la luz de la corresponsabilidad de los miembros del pueblo de Dios y a fortalecer el papel de los consejos en la vida de la Iglesia en todos sus niveles. Las decisiones pastorales, los nombramientos, las propuestas de servicios y ministerios en la comunidad cristiana deben ir precedidos de una fase de amplia consulta a los creyentes más implicados en cada caso. Sólo ahora, sentadas las bases, se plantea la cuestión de “un obispo autóctono”. Una de las características que, a juicio del Consejo Pastoral Diocesano, debería tener el obispo de Bilbao ha sido la necesidad de que él, para una incorporación afectiva y efectiva a esta Iglesia local, así como para poder entender mejor su talante, sea autóctono y pueda comunicarse también en euskera. Este rasgo era calificado por el Consejo como importante, aunque no estrictamente indispensable. En un territorio pluricultural y bilingüe como Vizcaya, la petición de un pastor conocedor de la situación, con capacidad para expresarse en las dos lenguas oficiales, encuentra fundamentos eclesiológicos y pastorales más que suficientes, ya que viene exigida por la fidelidad y el mejor servicio a la misión evangelizadora. Constituye una buena y lógica concreción de la localidad de la Iglesia y de la exigencia de inculturación del mensaje cristiano en una población que ha manifestado repetidamente su voluntad mayoritaria de recuperación de su tradición cultural. No se trata de una 237 cuestión de segundo orden o intranscendente, como algunos, incluso miembros de la jerarquía española, han afirmado. Con todo, no es este un criterio absoluto, con independencia de otros, ya explicitados en su día por el Consejo. Es decir, el hecho de que un candidato no sepa euskera puede ser tolerado en razón de la relevancia de sus capacidades respecto al resto de criterios pastorales. Por eso, lo normal debería ser que el obispo de Bilbao, por exigencias de su misión y de la misión de la Iglesia, conociera la realidad y pudiera expresarse en euskera. Lo contrario debe ser considerado como excepcional, aunque, en un momento dado, pueda ser lo más conveniente. En todo caso, la excepcionalidad y su conveniencia habrán de decidirse en diálogo con la propia Iglesia local y sus responsables e instancias más representativas. Nos adentramos ahora en su quinta parte: “La obediencia a la voluntad de Dios a través de sus diversas mediaciones”. La voluntad de Dios se expresa necesariamente a través de mediaciones históricas que la hacen accesible. No únicamente eclesiales, sino que pueden abarcar otro tipo de realidades. A la Iglesia, como comunidad hermenéutica, le corresponde fomentar el diálogo entre las diversas mediaciones, para poder discernir y actualizar las llamadas de Dios a través de acontecimientos y personas de muy variado signo. La falta de apertura a esas voces conduce a una retirada de la Iglesia de la vida pública y a su consiguiente aislamiento, lo cual dificulta o impide una evangelización inculturada. Determinadas afirmaciones sobre la competencia exclusiva para la designación y nombramiento de obispos, vertidas en las últimas semanas, generalmente por obispos y responsables de Iglesia, han dejado entrever un divorcio entre Iglesia y sociedad, fe y cultura, comunidad cristiana y vida pública, que no parece propio de una Iglesia que desea escuchar las voces de su tiempo. Una de las mediaciones es la del sucesor de Pedro, que a menudo suele ser la única que se invoca con motivo del nombramiento de los obispos. Afirmación válida, pero no del todo precisa y no está exenta de un riesgo de manipulación. También la voluntad papal se sirve de mediaciones e intermediarios. 18 de mayo de 2008 / martes 3.6.08 HKC La “Reflexión” prosigue el punto anterior de la siguiente manera: Se hace necesario diferenciar entre lo que es propio del ministerio petrino (en este caso, nombramiento o confirmación de los candidatos legítimamente elegidos) y lo que constituye un modo concreto de presentación y promoción de candidatos al ministerio episcopal. Muchas dificultades no provienen del ejercicio del ministerio petrino, sino de 238 personas e instancias que, amparándose en él, pretenden imponer una determinada visión de la realidad eclesial y adoptar las medidas a su juicio más pertinentes. Entre las diversas mediaciones necesarias para alcanzar el conocimiento de la voluntad de Dios están también la vida y el sentir de la Iglesia local, expresado normalmente de muy diversas maneras, pero que presenta unos sujetos plurales, concretos y diferenciados (obispo, vicarios, consejos, laicas y laicos, asociaciones o comunidades religiosas). Se trata de una instancia que debe ser siempre tenida en cuenta y discernida convenientemente a la hora de ofrecer y de asumir un ministerio. No tenerla en cuenta suficientemente implica el riesgo de no captar la voluntad de Dios para su Iglesia y constituye una grave imprudencia. Por fin, llegamos a las conclusiones de la “Reflexión”. Los criterios de discernimiento evangélico para juzgar un sistema de elección de obispos son: el servicio a la comunión, el impulso a una evangelización inculturada, la finalidad espiritual del ministerio y la promoción del bien común de la Iglesia. La elección de un obispo atañe a la comunión eclesial, hasta el punto de constituir su piedra de toque. Ella debería expresarse hoy de forma articulada en el doble plano de la Iglesia local y universal, mediante unos adecuados mecanismos de consulta que garanticen un alto grado de diálogo y participación. En todo caso, el sistema y el proceso deben efectuarse pensando en promover, siguiendo el espíritu del Vaticano II, unas Iglesias locales sólidas, conscientes de su propia responsabilidad dentro de la comunión universal. Ese ánimo ha guiado al Consejo Pastoral Diocesano en su propuesta de un procedimiento que, con las mejoras oportunas, es asumible por la Iglesia. Se hace necesario diferenciar entre lo que es propio del ministerio petrino (en este caso, nombramiento o confirmación de los candidatos legítimamente elegidos) y lo que constituye un modo concreto de presentación y promoción de candidatos al ministerio episcopal. Muchas dificultades no provienen del ejercicio del ministerio petrino, sino de personas e instancias que, amparándose en él, pretenden imponer una determinada visión de la realidad eclesial y adoptar las medidas a su juicio más pertinentes. El Instituto Diocesano de Teología y Pastoral, fiel a su propia identidad y en comunión con el nuevo obispo D. Ricardo Blázquez y su auxiliar D. Carmelo Echenagusía manifiesta su empeño por seguir sirviendo a la Iglesia local diocesana inserta en la sociedad de Vizcaya, verdadero país de misión y lugar en el que se va realizando el Reinado de Dios. En esta línea de servicio ofrece esta reflexión, en la confianza de que contribuirá al avance de una conciencia eclesial que siga actualizando hoy y aquí el pensamiento del Concilio, concretado en las grandes líneas de la Asamblea Diocesana. 239 Hasta aquí, desde hace varios días la “Reflexión teológica sobre los nombramientos episcopales” que el Instituto Diocesano de Teología y Pastoral de la diócesis de Bilbao aprobara el 17 de noviembre de 1995. Como se ve es de importancia extrema, por eso me he molestado en trasladarlo tan largo y ceñido como he sido capaz, esperando que tú lo leas con todo el cuidado que se merece. Importante: este Instituto Diocesano nada tiene que ver con la Facultad de Teología de la Universidad de Deusto, no siempre coincidentes en sus pensares. ¿Qué pensar de todo ello? 18 de mayo de 2008 / miércoles 4.6.08 HKD Si has leído estos días las “Reflexiones” que tan morosamente he presentado, habrás podido comprender a la perfección qué significaban aquellas palabras: “nosotros y lo nuestro”. En numerosos puntos no puedo sino estar de acuerdo, claro. ¿Merece la pena entrar en grandes explicaciones? Las cosas son claras. Ahora bien, se dibujaba con claridad una Iglesia local que, por así decir, es la Iglesia universal encarnada en un lugar e inculturada en él. Y, de este modo, la Iglesia universal que ya se da con todas sus notas en la Iglesia local inculturada en su lugar, es el conjunto de esos pedazos de Iglesia universal ligados por un bastante etéreo ministerio petrino. Se ve cómo las últimas instancias efectivas de poder eclesial se dan de hecho en la iglesia local. Uso la minúscula, perdóname, pero se trata de una Iglesia local que se sabe, sin más, Iglesia universal, aunque pedazo de ella coaligada con sus demás pedazos a través de un lejano obispo de Roma, sin demasiadas mediaciones; no la tengo por verdadera Iglesia local. A lo más será una sectación de ella. Lo esbozado acá no es una Iglesia congregacionalista donde la esencia es cada libre agrupación de fieles, con comunión difusa de unas con otras, y en donde cada una de ellas elige a su pastor —bien es verdad que contando con preparación teológica—, quien en virtud de esa elección se convierte en la voz de su congregación. Nada tiene que ver tampoco con una Iglesia de comunidades de base, al estilo de las ligadas a la teología de la liberación, en donde sus pastores generan por abajo una comunidad ad hoc. Es episcopaliana, pero hemos visto el papel menos que difuso que el obispo tiene; seguramente se le venera y se le quiere, pero no es sino un mediatizado presidente de un Consejo que le supera en todo y al que debe docilidad. Piénsese en la firma a Félix, de la que se le pidió cuentas al firmante por no haber contado con la aprobación previa del Consejo, contrario a esa marcha durante el largo tiempo de cinco años. Es verdad que en este modelo puede haber un líder, pero este, ciertamente, 240 no lo será el obispo ordinario de la diócesis. La esbozada en las “Reflexiones” es una Iglesia en donde el centro de todo está en el Consejo de Pastoral; quizá, mejor, en los diversos Consejos diocesanos. Es él el garante de la unidad, quien discierne la inculturación, quien se preocupa de que las relaciones entre la fe y la cultura vayan por el buen camino, quien hace la política de nombramientos, evidentemente, quien eleva o desciende en la escala de encargos pastorales, etc. Todo. El obispo ordinario en ese esquema es importante, preside el Consejo, preside la comunión, pero su ministerio, quizá esencialmente litúrgico, queda capitidisminuido, como el petrino. Tiene las manos trabadas. Parecería que no es sino el ejecutor venerado de las decisiones del Consejo. Este, evidentemente, está constituido por clérigos y laicos, pero me temo que estos no son otra cosa que laicos clericalizados; como sabéis, una de las peores clases de clérigos. Y si las cosas son así, cuando las cosas son así, ¿no es labor esencial de la Iglesia universal y de las Iglesias locales circunvecinas poner coto a esa sectación, a esa toma de un Poder que en la Iglesia ni existe ni puede existir por quien aparenta tener para sí el poder mismo de Cristo? Sus Consejos de Pastoral parecerían ser los órganos directores, contra los que no parece claro que pueda haber disenso eclesial alguno. Incluso, como aparece, pueden actuar al margen de su propio obispo, que, sin embargo, es su cabeza y quien lo convoca. 18 de mayo de 2008 / jueves 5.6.08 HKE Veis cómo me he tomado en serio un texto, probablemente muriente, que viene de 1995. Tanto que he dedicado cuatro paralipómenos y medio a presentarlo, y mucho menos a exponer mis desacuerdos. Lo he hecho porque creo que ahí está mostrada la teoría del “nosotros y lo nuestro”. Luego, en la inculturación, vendrán las connivencias con lo que el régimen actualmente vigente en esa tierra señala que es lo “nuestro”. Lo malo es que, como se da cuenta hasta el más pintado, vale para cualquier régimen. Segunda cosa terrible, lo “nuestro” siempre se opone a aquellos los “no nuestros”. Hay, pues, incompatibilidad absoluta con el reino de Dios. Entre las reacciones al nuevo obispo auxiliar, dejadme que note la del jesuita Francisco José Arnáiz, nacido en Bilbao, una vida en la República Dominicana, quien los últimos años ha sido obispo auxiliar de Santo Domingo, mostrando con suave sensatez la universalidad de la Iglesia. Pero hay más. Las casualidades de la vida, nuevamente, han hecho que por medio de esta arma increíble que es internet, haya podido conocer el documento de uno de los grupos laicales más importantes de la 241 diócesis de Bilbao sobre el nombramiento y ordenación de Mario Iceta como obispo auxiliar. Es más que posible que miembros de ese organismos estén felices con él; pero esto es más una intuición que una seguridad. Señalan en su papel cómo el procedimiento seguido para la designación, ajustado a Derecho, ha provocado el agudo desencuentro de muchas personas: unas por interpretar que se ha quebrado la línea de corresponsabilidad nacida del Concilio Vaticano II y concretada entre nosotros, dicen, con la Asamblea Diocesana y, otras, por interpretar en las reacciones de las primeras desautorización o desafecto a nuestros obispos. Simplemente, ponen ahí su sentir sobre las divisiones acontecidas. Mas añaden luego al punto que el proceso seguido, no respetuoso con formas de proceder habituales en nuestra diócesis, es para nosotros causa de gran preocupación y dolor. En el juicio del proceso, pues, encontramos todavía algunos restos del “nosotros y lo nuestro”. Prosiguen después lamentándose del desconcierto que ha causado en tantas personas, gentes sencillas como ellos, con las que viven y celebran la fe. No creo que la manera en que se hacen los nombramientos sea la excelente, ciertamente, aunque no acabo de percibir otras que sean mejores con nitidez. Hay diócesis centroeuropeas en las que se hace de otro modo. Rigen en ellas costumbres y reglas canónicas distintas, también ajustadas a Derecho. Pero aquí no es así. Por eso me parece destilación última de la “Reflexión” y de lo que ella significa la mención de que el proceso no ha sido respetuoso “con formas habituales de proceder en nuestra diócesis”. ¿Es un “nuestra” posesivo? Siempre, finalmente, “nosotros y lo nuestro”. Desde la lejanía, como acontece en mi caso, me parece que ese nombramiento, debido a la exigencia de que el anterior obispo auxiliar, Carmelo Echenagusía, había llegado a la edad de jubilación, se ha efectuado con enorme prudencia, en seguimiento de la línea de enorme prudencia que el obispo ordinario ha seguido desde su nombramiento. Hubiera podido elegir otras, sin embargo, esta ha demostrado ser por demás interesante. Se está haciendo con la diócesis. Casi por muerte natural, aunque con agónicos estertores, ahora lo hemos visto, se va disolviendo el Poder al que he venido refiriéndome. La diócesis parecería que quiere comenzar a normalizarse; a tener un solo centro: Cristo. Las personas cambian. Los defensores de ciertas maneras envejecen. Nada seguro es que los jóvenes advinientes piensen y actúen de idéntica manera a la de ellos. El nosotros y lo nuestro se hacen más universales, dando cabida al flujo del Espíritu. Parece crecer la libertad de ese flujo. 19 de mayo de 2008 / viernes 6.6.08 HKF 242 Ya lo dijo el viejo Poncio: lo escrito, escrito está. Por esa razón ni siquiera me atrevo a leer los últimos paralipómenos antes de que salgan publicados, no sea que me llene de escrúpulos. Razón por la cual voy a dar otra vuelta de tuerca. Estoy echando grandes ojeadas a un libro publicado hace muy poco en la Facultad de Teología San Dámaso, Los obispos españoles ante los conflictos políticos del siglo XX, editado por José María Magaz. Me está haciendo reflexionar. ¿Qué papel deben ocupar los obispos en las cuestiones políticas? Comenzaremos por dos evidencias. Hubo tiempos en los que la sociedad civil, los gobiernos de turno, mejor, el Estado, quisieron hacerse con la Iglesia, con su enseñanza —me refiero a su voz escuchada—, con su influencia, que buscaban contrarrestar y hacerla suya. Hay un antes y un después del decreto sobre libertad religiosa del Concilio Vaticano II, quien clarificó y cambió en muy buena manera las posiciones mismas de la Iglesia católica en lo tocante al lugar en el que a partir de entonces ha de ponerse para defender sus derechos, es decir, la plena libertad religiosa para sí y para todos los demás, ante la sociedad civil, sus gobiernos, y, más aún, el Estado. Cuando a la Iglesia se le querían requisar sus derechos, se defendía. Ahora bien, quizá entonces esos derechos eran mayores de los que el Concilio ha señalado con tanta razón. Quizá la Iglesia pedía demasiados derechos —como ella está en posesión de la verdad, el Estado debería siempre defender esa verdad que ella detenta en totalidad—; pero el Estado también quería quitarle demasiados derechos. Un solo ejemplo. Fuera con las órdenes religiosas, especialmente, como se vio en la Segunda República, abajo los jesuitas; suprímanse. Un problema que venía arrastrándose desde el siglo XVIII: recuerda que, bajo presión de tantas cortes europeas, los jesuitas fueron suprimidos por el papa de un solo plumazo. Pero, se vio claro enseguida. Los Estados exigían para sí tantos derechos y tanta liberación de derechos en su beneficio que la Iglesia católica, y las demás Iglesias cristianas, apenas si iban a terminar convirtiéndose en no otra cosa que meros organismos burocráticos del propio Estado en atención al ámbito de la religión y de las creencias; lugar en el que igualmente debería meter mano. Hubo muchos más problemas, lo sé, pero ahí, en ese meter mano, estaba, tal como entiendo, el quid de los enfrentamientos Iglesia-Estado. Derechos y poderes. Esto —junto a muchas más cosas, el problema es complejo— hizo que los obispos, los sacerdotes y religiosos, los laicos tuvieran enormes tentaciones de influir poderosamente en la política para corregir sus desvaríos. Lo hacían desde plataformas doctrinales que luego el Concilio ha variado y ajustado; pero es cierto que se veían constreñidos a tomar actitudes beligerantes en política. Tenían la impresión de que se jugaban su propia existencia como Iglesia católica, universal. No querían y no podían ocupar plaza como algunas de las Iglesias surgidas de las terribles disensiones del siglo XVI, en las que su sometimiento al Estado, al estado de cosas, quizá mejor, era completo: el nombramiento de los obispos 243 anglicanos, por ejemplo, el ser Iglesias estatales a cargo del presupuesto del Estado, etc., etc., situaciones de hecho que sin duda les ponían bozal. La Iglesia católica buscó siempre la libertad de acción y de pensamiento. E hizo muy bien. Cualquier otra actitud hubiera sido puro y simple dejacionismo. Sus defensas respondían a los ataques que recibía. Lo hicieron mal o bien, según casos y personas, pero estaba bien esa actitud de no cejación ante quienes querían hacerse con ella y tomar para sí su enorme influencia. 23 de mayo de 2008 / lunes 9.6.08 HKG La línea de actuación es sutil, tanto para la sociedad civil y sus gobiernos, no digamos si estamos todavía en Estados con mayúscula, como para las iglesias. Las libertades, sin embargo, caen de este lado. Los gobiernos y sus administraciones son garantes de libertades y sostenedores de derechos de libertad, que, en lo tocante a la Iglesia católica, está en el quicio decisivo del derecho a la libertad religiosa. Los gobiernos y sus administraciones no pueden tomar para sí lo que son derechos de otros; sí deben, en cambio, garantizarlos con el conjunto ordenado de sus actuaciones. Entiendo que esto que digo no es fácil de apuntalar y llevar a la práctica, y, sobre todo, en casos como los nuestros, en los que se viene de maneras muy distintas a las que ahora buscamos atenernos. Posiblemente, por un lado y por el otro, en cuanto uno se descuida puede tomar posturas que no debiera, porque el uno no se hace garante de derechos y libertades, y la otra usurpa, o quiere hacerlo, poderes que no son suyos. Gobiernos que se extralimitan. Lo conocemos bien. Obispos y hombres de Iglesia que parecen tocar arrebato de la acción política, defendiendo partidas en las que creen encontrar apoyo para sus posturas. Comprende que en este caso me es igual que esos obispos y hombres de Iglesia defiendan entrometidamente posiciones de izquierda, incluso extremosa, como acá y allá tantas veces hemos visto tras el Concilio Vaticano II, o defiendan posiciones de derecha, creyendo en uno y otro caso que los derechos de la Iglesia —entendidos, sin duda, de forma atrabiliaria— vendrán dados por la ganancia política de su sectación, lo que lleva a creer que la Iglesia tiene deberes con respecto a ella. Una llamada de atención a unos y a otros: ¿no se han dado cuenta todavía que los intereses de las sectaciones políticas van a lo suyo y seguramente utilizan a la Iglesia para lograrlo, y que si defienden los derechos de ella tantas veces ha sido en detrimento de sus libertades? La historia, incluso muy reciente, nos depara ejemplos mil. Entiendo que el problema de verdad está en la finura de la percepción de las situaciones y del juego ordenado de lo más conveniente 244 en cada una de esas situaciones tan cambiantes. Cuestión de oportunidad y, a la vez, de defensa cerrada de las libertades, en sutil interdependencia llena de inteligencia. Una difícil manifestación de la coherencia racional. Cuando las cuestiones de principio no están en juego o han sido afirmadas y se siguen afirmando con rotundidad, ¿pueden los obispos o los hombres de Iglesia o sus medios tomar posiciones asilvestradas favorecedoras de sectaciones políticas? No. Además, me parece que en ese diálogo la Iglesia no utiliza las mismas armas que los Estados: presiones varias, incluso políticas. Estas ni son maneras ni nada tienen que ver con la Iglesia. ¿Significará que no pueda organizar, por ejemplo, una magna celebración de la familia en momentos en los que quiere mostrar la fuerza de la propuesta de familia que la Iglesia hace y su realidad fehaciente, cuando legalmente la familia ha quedado profundamente minusvalorada? ¿Significará que no pueda decir con rotundidad lo que piensa del aborto? Estas cosas están dentro de la libertad religiosa que nadie puede quitar a la Iglesia. ¿Significará que ni obispos ni medios de la Iglesia ni grupos católicos pueden deslizarse a tomas de postura que son meramente partidarias de una sectación política, y menos aún de una sectación particular de la sectación general? Efectivamente, significa eso. Nadie se llame a engaño en estos terrenos, pues esto es ya un ataque frontal a la Iglesia desde sus mismos flancos. 24 de mayo de 2008 / martes 10.6.08 HKH Se hace patente a quien da vueltas a estas cuestiones tan importantes, tan del momento, tan de siempre, que la prudencia es decisiva. No valen imprudentes que, so capa de que ellos son libres diciendo siempre lo que piensan insensatamente y sosteniendo con empeño que la Iglesia entera piensa como ellos, se dedican a atacar a los gobiernos o a la sociedad civil desde sus rígidas posturas que, seguramente, van mucho más allá de lo que se substancia en el quicio de la libertad religiosa. Aun en el caso de que se sostuvieran en ese quicio, la imprudencia y la descoordinación es cosa muy preocupante. ¿Puede uno hacerse portavoz de todos cuando nadie le ha hecho detentador de esa portavocía? Entiendo que esto que digo ahora fácilmente puede entrar en contradicción con lo del líder y la necesidad de liderazgos a los que seguir, pues nos muestran caminos por los que discurre nuestro seguimiento de Jesús. Pero ¿recordáis el cuidadoso empeño que puse en distinguir, y decirlo, que los obispos tienen otra función distinta de esa que llamo de líderes, si bien en situaciones límite siempre ha acontecido que obispos han sido para su Iglesia verdaderos dirigentes en la resistencia ante la injusticia de los ataques e incluso en el martirio? ¿Puede un obispo perder la libertad de su palabra? No, claro, jamás. Pero 245 debe ser prudente con ella y, si llegara el caso, nunca servirse de ella para obtener portavocías que nadie le ha dado. La prudencia es esencial en estas cuestiones. Una coherencia racional sostenida en la prudencia y buscadora desaforada de la defensa de nuestra libertad religiosa; la nuestra y la de todos. ¿Y los medios? ¿Pueden medios católicos entrar en defensas y ataques de sectaciones, y más aún si son sectación de sectaciones? Creo que deben tomarse medidas para que esto no acontezca, aunque es obvio que estas no pueden ser imprudentes, pues, como ya sabemos, podrían llevar a la desaparición del medio. ¿Se están tomando medidas? Entiendo y oigo que hay mucho malestar con esto a lo que me refiero. Malestar profundo entre católicos. ¿De qué manera un medio de masas puede ser católico? Sosteniendo el quicio de la libertad religiosa, para la Iglesia católica y para todos. Haciéndolo con toda su fuerza y con todas las consecuencias que de ello se deriven. Pero ¿también engañándose, como así lo creo, pensando que sus tomas de postura tan por fracciones de sectación defiende el quicio de la libertad religiosa para la Iglesia católica y para todos? Esto no puede ser. Decía Charles Péguy, es cierto, que una publicación católica tendría que perder una fracción de sus subscriptores con cada número publicado. Esa libertad la entiendo y la comparto. También ella tiene que ser montarazmente libre. Pero ¿puede perder una parte de sus escuchantes porque tome posturas de sectación política que no todo católico comparte, ni mucho menos? No. La Iglesia debe ser por demás prudente en sus posturas, dejando, claro está, la libertad de que los católicos tomemos las posiciones políticas que veamos como más ajustadas a nuestras creencias, claro. Eso sí, cubriendo en ellas lo que creemos esencial en la defensa de ese quicio férreo que es nuestra libertad religiosa y la de todos los demás. Aquí, es obvio, tenemos que ser intransigentes. Y, también es verdad, podemos pensar que de este o del otro modo ejercemos esa libertad de intransigencia, con esta política o con la otra. Esto es tan importante que nadie en la Iglesia puede engañarse. Nadie en la Iglesia —ni sus medios, evidentemente— debe tomar posturas políticas que estén por encima de esas libertades y de los derechos que se deriven. 24 de mayo de 2008 / miércoles 11.6.08 HKI Te preguntarás cómo ahora hablo de libertades y derechos cuando antes escribía sobre valores. No se puede olvidar que eso, tan claro para nosotros tras el Concilio, la libertad religiosa, convertida en derecho fundamental, en marco de otros derechos para que aquella sea verdadera —recordad el magnífico libro de Gerardo del Pozo—, es un valor que se expresa como tal, siendo una autorrealización vital de lo que somos. 246 Hemos tardado mucho en darnos cuenta de que es así y de que en ella está un quicio esencial de la libertad tal como la Iglesia la entiende. Entre ver algo que tomamos como valor, puesto que nos amejora, entendiéndolo como punto esencial de eso que ardientemente buscamos ser, y convertirlo en un derecho de libertad religiosa fundante, pasa mucho tiempo. Son muchas las cosas que tienen que aclararse, desde un punto de vista racional, sí, pero, sobre todo, desde un punto de vista práctico. No es nada fácil ver que la sociedad civil y el gobierno que se da a sí misma, además del Estado que construye para ese gobierno, aunque haya nacido de una visión cristiana, como aconteció en Europa, tiene sus propios ámbitos, que no deben ser invadidos por la sociedad cristiana que se constituye, la Iglesia. No es nada fácil ver que una sociedad como la ginebrina que construyó Calvino no es aceptable, ni desde el punto de vista de la sociedad civil, que pierde las libertades de su ámbito, ni de la sociedad religiosa, que se convierte en invasora de lo que nada tiene que ver con ella; cuando no se da exactamente lo contrario, que pierde el ámbito de su ser, absorbido por el de la sociedad civil. No es nada fácil que una sociedad civil así se ponga límites a sí misma y no se adentre en la sociedad de las conciencias —digo así porque no se trata sólo de adentrarse en las conciencias individuales—, y que una sociedad religiosa en connivencia con esa sociedad civil no haga lo propio, dándose un contubernio inextricable entre el Estado y la Iglesia. Un problema imperioso que surge al punto es qué pasa con las otras Iglesias, confesiones y religiones. ¿Qué es la tolerancia y cómo debe darse sin que signifique, sin más, un relativismo reductor y, por tanto, finalmente destructor? Creo que la realización que se dio en la Constitución americana está en la base de la comprensión que hoy tenemos del asunto y de la solución que le estamos dando. La administración gubernamental —¿Estado?, sí, a condición de que se pueda poner con minúscula, al no ser ni generador de libertades ni fiscalizador de derechos, sino administrador de unos y de otros para el bien común de la sociedad civil y en perfecto respeto de la sociedad religiosa— que la sociedad civil se da, hace de garante de libertades y derechos, pero no toma partido por los ámbitos en los que unos y otros nacen, se desarrollan y se conservan; da ocasión a que se produzcan con entera libertad. No es que los tolere, sino que es garante de ellos. Entre esos derechos y libertades está de manera muy percutante la libertad de los padres a la educación de sus hijos y la libertad religiosa, con tal de que no sean libertades que, en su uso, coarten derechos y libertades de otros. Pero no se inmiscuye. No puede inmiscuirse fuera de su papel de garante. También está, por supuesto, la libertad y el derecho de existencia de la sociedad civil que administra su gobierno en modo de Estado como ella ha decidido darse, si no va en contra de libertades y derechos de las otras. 24 de mayo de 2008 / jueves 12.6.08 247 HKJ Hay veces que uno se queda sorprendido de la manera en que la gubernabilidad, tan mandante, trata a la Iglesia católica en nuestro país. Es actitud muy miope que debemos analizar. Parece que tienen verdadero interés en ponerse en contra a los católicos; como si lo buscaran con infinito ahínco. Quizá porque tienen la pretensión segura que deben imponerse a ella. Veremos por qué. Quizá porque piensan que ya la Iglesia no representa apenas nada en España. Pero, cuiden, no sea que se confundan por completo. Vamos a verlo con brevedad extrema. Se diría que entre nosotros partidos de izquierda extremosa verían con muy buena vista cómo la Iglesia católica va desapareciendo o, al menos, de manera segura va quedando reducida a sus sacristías. No creo ser esta la postura de los socialistas españoles. Quieren llegar a acuerdos estables, pero siempre que antes se haya dado un trasvase, por ejemplo en educación, de posiciones de prevalencia católica a posiciones de prevalencia socialista, progresista dicen a veces, mas creo que esta palabra muestra la anterior. Y todo esto lo quieren hacer so capa de neutralidad. Los tiempos que vivimos, tiempos definitivamente científicos, han hecho ver de manera segura el error educacional de la Iglesia. Está bien que mantenga estructuras educacionales y asistenciales, que tan baratas salen al Estado, padre de todos los poderes, claro, pero lo debe hacer cuando haya aceptado la neutralidad condicionada y gobernada por la ciencia. Entonces ya no habrá problemas, el entendimiento será perfecto. La Iglesia se habrá convertido en una gigantesca ong, segura, poco costosa y de enorme eficacia. Entonces, bienvenida sea. Ese es su lugar. Ahí tiene plaza segura. Pero no, en absoluto, cuando quiere inmiscuirse con sus doctrinas caducas en las conciencias de las gentes para inyectarles posiciones atrabiliarias y no conformes con la moralidad que se deduce de las leyes nuevas que España se está dando a sí misma como fruto del progreso de la sociedad civil que la constituye. Esta será la Iglesia de verdad existente entre nosotros, y no la antigualla que defienden obispos y otras gentes removidas por partidos políticos del pasado. La Iglesia católica nunca ha aceptado estos planteamientos —no estoy seguro que no lo hayan hecho ya algunas otras confesiones europeas—; entiende que aceptarlos es precipitarse en su desaparición. Confía, además, en que la situación pronosticadas por algunos está producida por una mirada que se deja llevar de espejismos. La Iglesia en su ya larga historia ha encontrado siempre caminos de liberación. Ella dice de sí que está dirigida por el Espíritu Santo y que ningún poder mundanal prevalecerá sobre ella. Tal es su esperanza. Tal es la esperanza de los católicos. Por pocos o muchos que sean. Además, hay un segundo punto de mirada que se deja llevar de espejismos. No se observan los 248 signos de renovación eclesial que se dan entre nosotros. Es como si se estuviera ciego ante su evidencia. Y tampoco se mira algo obvio, lo que acá acontece no ocurre allá; pero se ha decidido que todos los hombres y mujeres del mundo nos van a seguir de modo impepinable en lo que nosotros hemos dispuesto que acontece y acontecerá para siempre. Qué grave desconocimiento de dos factores: la actualidad geopolítica que salga más allá de nuestras narices, tan lindas, tan epulonas, y la realidad resplandeciente de la Iglesia en tantos lugares del mundo. Para colmo, ¿estamos seguros de que nuestro ser epulonario no es sino una fugaz pompa de jabón? En estos juicios se da cada vez algo viejo y reviejo oído desde hace tantos decenios: España es diferente, todos los países del entorno y del entero mundo mundial nos seguirán. ¿Seguro? 24 de mayo de 2008 / viernes 13.6.08 HKK Jacob Romero es un pianista, enseñante de música, que conocí en mi breve visita a Ciudad de México. Me escribe pidiéndome lo imposible. Me pregunta si he hablado sobre música. No me queda sino decirle con toda mi cara dura que vaya a los índices de las dos primeras series de estos paralipómenos, y ahora espero ya sólo un poco para que acontezca lo mismo con esta tercera serie, si es que las cosa no se tuercen cuando falta ya tan poco para llegar a puerto por tercera vez. En ellos encontrará referencias dispersas sobre la música, siempre en los entornos del hablar sobre la belleza. Pero, ¡ay, pobre de mí!, será él quien tenga que ir husmeando trabajosamente acá y allá lo que me pide, si quiere que responda a su pregunta. No me encuentro con fuerzas para hacerlo por mí mismo ahora. Lo siento. Me pregunta algo curioso por demás. Si en la definición de música es posible considerar el silencio. En cuanto he leído este párrafo de su carta, al punto me han venido a la memoria los impresionantes silencios que se dan en las sinfonías de Bruckner, antes o después de salvajes tutis de la orquesta entera a todo pulmón, si es que el director que las toca no ha tenido la infamia de hacerlos desaparecer, como suele acontecer. Son silencios profundos, que llegan al hondón de nosotros los veedores, es decir, los escuchantes. Silencios que se hacen con nosotros para siempre. Silencios que hablan de Dios. Que llevan a él. ¿De qué otra manera podrían ser silencios constitutivos de la misma definición de música? Me pregunta también Jacob la función que la música cumple en la sociedad. ¿Tiene caso, me dice con un precioso mejicanismo, hacer música? Pero le rearguyo, ¿podrías tú vivir sin la música?, ¿podría vivir la sociedad sin música?, ¿ha existido alguna sociedad sin música? Las tres preguntas sólo se pueden responde con una rotunda negativa. Incluso 249 cuando uno va por la calle paseando, despreocupado de todo, sin siquiera darse cuenta va tarareando no se sabe qué. La madre canta nanas a su hijito que le llegan hasta lugar tan escondido que van construyendo su propio ser. Y cuando faltan esas nanas, el niño, la niña, crece en profunda carencia de humanidad. Es asombroso lo que estos días sale a la luz pública, las orquestas venezolanas de niños y adolescentes, muchas veces procedentes de poblaciones peor que pobres y abandonadas de la sociedad, en número casi infinito, además, que tocan como las mejores del mundo. Se le da un violín a un niño o a una niña en un contexto comunitario de comprensión y de cariño, y todo cambia. Gustavo Dudamel es uno de los directores de orquesta hijos de ese movimiento impresionante. Maravilloso, no es el caso de dar la tabarra para explicar la música a los niños, como algunos malhadados nos espetan una y otra vez, utilizando, supongo, cuantiosos dineros públicos que, me temo, para nada van a servir, sino el de poner un violín en sus manos. Cuando es así, aunque el hecho de haberles mostrado el valor de escuchar esta música sea ya cosa muy importante —como tuve la suerte que lo hicieran conmigo, poniendo un valor en mi vida que la ha marcado para siempre— , cuánto más es poner, quizá junto al ordenador, un violín en sus manos. No clases innecesarias y mortales de utilización de ordenadores y de violines, que rompen de aburrimiento al más pintado dejándole inservible para siempre, sino el hecho de poner el violín en sus manos, dándole el contexto en que eso sirva para hacerse más, mejor. Eso es un valor inusitado. 24 de mayo de 2008 / lunes 16.6.08 HKL A quien está ahí no le basta con escuchar la interpretación que otros hacen de Bach o Chopin, Liszt, Schubert, me escribe Jacob. Busca la suya, pues ha hecho cosa muy propia la música de estos autores. Con su creatividad se ha convertido en intérprete; no sólo veedor, sino intérprete de la belleza. Ahora esa música le sale a él del alma. Así pues, escuchador y, a la vez, creador de belleza. Más aún, se va a ir convirtiendo él mismo en autor de nueva música, porque habrá devenido compositor. Veedor, como oidor que es, intérprete, compositor. En sus tres maneras, creador de belleza. Pues quien oye recrea dentro de sí la belleza de lo escuchado; es concreador de esa belleza. Intérprete, pues la belleza estática de la partitura pasa por él para hacerse belleza dinámica; no sólo belleza virtual, sino belleza leída e interpretada. Por último, componiendo crea nueva belleza primigenia que otros deberán convertir en belleza interpretada y, más allá, nosotros los veedores convertiremos en belleza concreada en la escucha atenta y apasionada. 250 ¿Me perdonará Jacob que copie ahora un trozo de su carta? La música no deja de fascinarme cada vez que toco a Bach, Vivaldi, Telemann, etc., experimento algo único e insustituible, podría decir que es algo que me llena de emoción o me ayuda a purgar mi interior, en el fondo, creo que es otro camino hacia Dios el escuchar música pura, los textos limitan el mensaje que sólo la música puede dar, y de esta manera creo contemplar una pequeña parte de Dios, bueno sin querer con esto limitar al Todo Poderoso. Hasta aquí, Jacob. Son preguntas, me sigue escribiendo, que él hace a sus alumnos y que no logra orientarlos a encontrar respuesta. Señalar y ayudar a la grandeza de la concreación de belleza es algo importante por demás. Debe acompañar a sus alumnos en esa concreación. Mostrarles un valor que ellos pueden hacer suyo con su ayuda; un valor de su propia autorrealización que configurará sus líneas de universo en ese ser más que él les propone. Supongo, además, que para hacer pasar a sus alumnos de veedores de la belleza, en su caso de oidores, a intérpretes de ella deberá exponerles difíciles maneras de técnica musical en las que sus alumnos deberán sumergirse para ser no sólo concreadores de belleza como veedores, sino puros creadores de belleza en ese paso impalpable de lo virtual, que quedó mostrado sobre el papel pautado, a sonido musical. Porque lo que se oye es la concreación del intérprete, a cuyo través el papel pautado con sus signos cabalísticos se hace música. ¿Qué es la música? El conjunto sonoro de las tres concreaciones. Incluso la del músico es concreación, pues sin el intérprete y el oidor no tiene existencia de realidad. Él es, sin ninguna duda, el creador, pero sin la concreación de intérprete y de veedor lo suyo no tiene sino existencia todavía virtual. Por eso, también el intérprete y el veedor —siempre lo digo así, porque veedor de belleza— participan, junto a él, en la creación musical. ¿Es acaso el orden de los sonidos simplemente, me pregunta Jacob? Claro que no. También aquí se da un complejo juego de creación y concreación de compositor, de intérprete y de veedor, con las sutiles interferencias que se dan entre ellos y su conjunto de corporalidades societarias, históricas, de maneras y modas; sin ellas no se crea tampoco aquí la belleza. Además, por supuesto, de todo el juego de corporalidades antecedentes que hacen real esta nueva corporalidad que es la misma música. Conjunción de la nuda materialidad de sonidos que llega hasta el más-allá de la belleza. 24 de mayo de 2008 / martes 17.6.08 HLC Me encuentro en estos momentos en una de las comunidades que tengo más alejadas de donde usualmente vivo, Non Yang Kham. Como cada viernes vengo a visitarlos a compartir un poco de vida con ellos, a 251 celebrar con ellos la Eucaristía y hoy a vivir algo mas la experiencia de fe desde este comienzo de la Cuaresma, duermo aquí y al día siguiente regreso a los pueblos ribereños del Mekong. Esta comunidad es pequeña y yo suelo decir que esta a caballo del budismo y el cristianismo, a veces no se de dónde están mas cerca. La comunidad camina o caminamos como podemos. Hay niños, jóvenes, ancianos y matrimonios, en su mayoría mixtos. Van saliendo de la atávica pobreza y los jóvenes que emigran a las ciudades, especialmente a Bangkok, son los que han mejorado las condiciones de vida de las familias, algunas jóvenes desde Patayya, una de las zonas turísticas de Tailandia. Hoy es un día tranquilo, han venido algunos niños que van a recibir el bautismo en Pascua, ya han regresado a casa todos a cenar, menos Tat, de 4 años que aún esta conmigo, su casa no esta muy lejos de la mía; lo tengo pintando. Tat me habla y me habla en laosiano de lo que aprende en la escuela y de lo que pinta en estos momentos, habla por los codos y no me deja; me pierdo en lo que quiero escribiros. He pasado meses en un silencio, no riguroso, pero un tanto impuesto por muchos acontecimientos y circunstancias de la vida, personales, del grupo, de trabajo con preparación de materiales de catequesis, o tan simples como la cobertura en la comunicación, que en algunas zonas me es difícil. Pienso que la vida en la Misión ha de ser también una realidad silenciosa, pasar sin que se note nuestro paso. Escuchar y escuchar la vida y las historias de nuestra gente mas que escucharnos la nuestra y lo que hacemos o no hacemos y, para los que pertenecemos a otra cultura, el silencio es la mejor clave para no meter la “pata”. Demasiado altavoz en el misionero no es bueno. También pienso a veces que este silencio nos puede hacer callo y transformarnos en gente extraña, como los espíritus que hacen temer tanto a mi gente. No se si crezco o menguo. La vida pasa vivida desde esta abstinencia de la palabra, no se si este silencio podrá hacerse forma y gesto significativo, tampoco me importa. Ya me he hecho a ser obrero de balde, peón de cosechas perdidas, cuidador de campos baldíos, por razones obvias, quijote de empresas sin suelo. No penséis que no os recuerdo, repaso vuestros rostros, la memoria de lo vivido, lo crecido en común, las esperanzas que compartimos, lo sufrido y roto de nuestras vidas saltan al corazón, al repasar vuestros emails, vuestros nombres. Los acojo con el fervor con que se ha de recoger el “taguay”, la ofrenda procesional de mis gentes, os guardo como tesoros y rezo también por vosotros/as y por los vuestros. Sin embargo, estaréis sorprendidos porque en esa cultura de la velocidad de la palabra y la imagen a la que vosotros estáis ya más acostumbrados que yo, la mía, mi palabra escrita es como un desvanecimiento en el ritmo de la amistad, en la impaciencia que os impone la urgencia de la vida. Es una descompensación o quizás un deshacer los lazos amigos que nos atan. Casi se impone como obligación el rebote mediático, el silencio desentona en las relaciones, y la incomodidad de este, produce desazón, si no duda… 252 Creo que los medios traicionan, no pocas veces, las intenciones de todos… Sabéis que os quiero, sobran palabras… 31 de mayo de 2008 / miércoles 18.6.08 HLD Vuelvo a quedarme solo; tras las reuniones y las plegarias todos se marchan. Se sorprenden que al “padre” no le den miedo los “espíritus” que se adentran en la noche. Se compadecen de mí. Les digo que me dan más miedo los “vivos” que los muertos o los posibles espíritus que hubiera, y que los espíritus que hubiere se atengan a las consecuencias si se aproximan por allí. Se ríen y me dejan con mi locura. La noche es de un raso total y en esta oscuridad de la noche el cielo se muestra con más sorprendente belleza. La luna riela en la laguna de abajo. ¿Me ha de dar miedo la belleza de la noche? La belleza de la luna reflejada en la laguna. Quizás tenga que tener mas miedo en no pisar alguna de las culebras que pueblan mis alrededores cuando miro tanta luz en ese silencio y claridad del cielo. Cierro la puerta de casa, son las siete y media de la tarde. Tengo que preparar lo que mañana tengo que decirles en la homilía a mi gente. Es un ejercicio tan necesario como fatigoso, extenuante diría yo, para no saber nunca si entendieron o no, o que es lo que han entendido en caso de entender algo. Les pregunto mil veces y se sonríen. Es otra de las soledades que llevo a cuestas en este erial espiritual de las noches de Non Yang Kham, o quizás de mi trabajo aquí en Tailandia, eso sí, endulzado por esas sonrisas que me dan animo para la próxima semana volver a estar con ellos. Al final nos dice que nos quiere a todos. Adivináis que este texto no es mío sino de Luis Miguel Avilés Patino, quien con las bodas de plata de sacerdote se fue de misionero a Tailandia, junto al río Mekong. Los paralipomeneros rancios lo conocéis. No he hecho sino copiar aquí, igualmente para vosotros, su carta maravillosa. ¿Podría concebir cosa mejor con mi tan viejo amigo? Pues bien, Manuel Rincón, amigo grande también, está de funcionario de la ONU encargado de una parte importante de Asia. Vive en la capital de Tailandia, Bangkok. La última vez que le vi le hablé de Luis Miguel, que habita muy lejos de su capital. Me escribe esta carta tierna de su encuentro con nuestro misionero. La última vez me presentaste a Luis Miguel. Tuvieron que pasar meses para que se diese la circunstancia de que él estuviese en Bangkok; al final nos conocimos en una cena justo antes de su autobús de vuelta a Isaan. Tres meses más tarde, hemos estado visitándole en su parroquia del río Mekong. Nos ha tratado maravillosamente. La experiencia ha sido grata, pues es la zona más pobre del país y donde se mantienen más las 253 tradiciones pre-industriales y los hábitos panteístas anteriores al cristianismo y al budismo. Los espíritus, la Iglesia y la tecnología conviven como pueden. Voy a contar un poco la experiencia. Allí fuimos bienvenidos en perfecta hospitalidad por los feligreses del pueblo. Esto lo demuestran en un rito en el que atan las manos del que llega. Después de los rezos, ponen un huevo duro, una hoja de lechuga y un plátano en la mano que espera. La comunidad en pleno se arma de cordones de algodón blanco, y empiezan a atarlos en la muñeca derecha. Cada persona mueve el hilo por el brazo y acaba atándolo a la muñeca, a la vez que mira a los ojos sinceramente y pronuncia un buen deseo. También, parece que cada hilo está asociado a uno de los 32 espíritus guardianes, o khwan, que presiden cada órgano o parte vital del cuerpo. 31 de mayo de 2008 / jueves 19.6.08 HLE Cada hilo simboliza a la vez la bienvenida y las ataduras que no demandan nada; una conexión que se mantiene mucho más tiempo de lo que dura el acto. La tradición parece que viene de la antigua Indochina. Según entendí, es la renovación de la vida, el volver a empezar limpio. A veces se practica en los casamientos o después de un simple accidente de tráfico. Elimina los malos espíritus del pasado y fortalece las buenas influencias. Todavía todos los hilos están en mi mano y no parece que se vayan a caer, como frescas se mantienen las flores que atadas en un cordel circular nos regalaron en el pueblo. En esta zona, hasta los templos en este lado tailandés del río son estilo laosiano con sus altos chedi, sus a veces cien kilos de oro de 24 quilates, y el sonido de sus gongs reverberando por las galerías. Desgraciadamente no pudimos acercarnos al sitio arqueológico de Ban Chiang, donde se asentó la comunidad Khmer hace 6000 años, y donde todas las teorías del hombre migrando de Medio Oriente a Asia se desvanecen. Tampoco vimos las cuevas antiguas de Phubrabat, con inscripciones de hace 2000 años. Lo que sí vimos es el jardín de Sala Keo Kou, como enlace del pasado antiguo y el moderno Isaan, un jardín con 200 figuras realizadas en cemento tan grandes como un edificio de seis pisos. Algunas reflejan la cercanía de la religión Hindú en Indochina y otras las creencias budistas posteriores. Por ejemplo, están las estatuas de Shiva y su mujer Parvati junto con Ganesh, su hijo con cabeza de elefante. La mayor de las figuras representa un Buda meditando protegido por Cobras Reales. Aunque la sociedad tailandesa no es tan jerárquica como la japonesa, el “wai” muestra lo respetuoso, educado y cortés que es el 254 tailandés. La persona que lo hace junta las manos delante de la cara frente al mayor. No es solo un saludo, los niños lo hacen a sus adultos o, en general, en señal de servicio se hace a los pees, a los nays y a los jefes. Cuando un farang o extranjero lo hace a un niño, puede que éste le pierda el respeto. Yo solo lo hacía a los niños cuando se habían comportado de alguna forma buena y había que recompensarlos. Siempre las relaciones están llenas de cortesía y de sonrisas. En el wai también importa cuán arriba se suben las manos y cuánto se agacha la cabeza. El normal es a nivel de barbilla y pecho, con un pequeño movimiento de la cabeza, pero a veces se sube las manos por encima de la cabeza y se dobla todo el torso desde la cintura, en el caso del Rey o de un momento importante en la vida familiar de hijo a padre. La actitud que denota es la de escucha, uno queda a disposición, en plena escucha al otro, en agradecimiento. Quizás está relacionado con esta costumbre y esta jerarquía el hecho de que el tailandés necesita no “perder la cara” y haría cualquier cosa para evitarlo. En fin, hemos aprendido mucho de lo que es este país, de lo que significa ayudarles a “desarrollarse” e incluso de lo que comen. Termina Manuel su carta-e agradeciéndome la presentación. Luis Miguel, Manuel, perdonadme que os haya copiado. Pero ¿podría haber hecho mejor que aprovechar espacios paralipoménicos para dejaros la palabra, y desde aquí, tan lejos, pero tan cerca del amigo misionero, rendirte, Luis Miguel, nuestro gesto de ternura y de cariño? Una Iglesia no misionera es una Iglesia muriente. ¿Será que nuestra Iglesia, a través de gentes como Luis Miguel, nos muestra todavía su increíble vitalidad? 31 de mayo de 2008 / viernes 20.6.08 HLF Iban Munilla me escribió va para el mes. Le prometí responderle en algún paralipómeno. La pregunta estaba llena de substancia. Dejarlo para sucesivas series es demasiado peligroso. Aprovecharé estos pequeños resquicios que me quedan antes del jubilar vagueante por cuyo contentamiento comienzo a salir de un tiempo en que nada parecía cundirme. Empieza a ser claro que el B.O.E. deberá quedar para nuevas y trepidantes aventuras; pero tiene grandes robusteces y sabe esperar. Recordad que me da la manía de hacer este distingo en tríada: mundo, cuerpo de hombre/cuerpo de mujer, realidad. Nosotros somos constructores de corporalidades: este ordenador, las recetas de cocina, las constituciones, los relojes, la técnica, obras de arte, etc. Ellas son realidades nuestras, no meros seres mundanales. Han pasado por nosotros. Nosotros las hemos construido, por más que, es evidente, con 255 materia mundanal: textura de tela, marco, aceites, pigmentos extendidos con pincel y espátula. El conjunto de estas realidades, junto al mundo, es decir, todo lo mundanal, y nosotros mismos, defiendo que tiene fundamento en lo que llamo realidad. No un desperdigamiento de realidades y pigmentos, sino que ese conjunto está conformado en una realidad que se nos da: tal es el paso de la obra de arte a la contemplación de la belleza. ¿Dónde se dan las leyes, las leyes científicas? El mundo, sin nuestras realidades construidas, sería suficiente, dice Iban, en el caso de que el hombre —yo digo, sabéis mis manías, el cuerpo de hombre— no existiera. Pero, continúa, existiendo el hombre —utilizo su lenguaje— es necesario hablar de una realidad. El realismo afirmaría la posibilidad del conocimiento del mundo y la existencia de leyes de su funcionamiento sin depender para nada de nosotros, pues existían como tales antes de que nosotros estuviéramos sobre él. Ver las cosas así me parece comprometido, y no necesario para decirse realista. El conocimiento del mundo por nosotros es un hecho. El que nosotros imputamos al mundo leyes de funcionamiento es igualmente un hecho. Hacemos ambas cosas en la actividad de nuestra razón práctica. Los animales, no; al menos con la incidencia acertante que es la nuestra. Ellos ni tienen conocimiento general del mundo, el suyo es más bien un conocimiento ligado a su estricta supervivencia y reproducción, así pues, retenido por sus instintos, ni le imputan leyes generales de funcionamiento. Su conocimiento del mundo es meramente adecuado a sus instintos. Para nosotros, en cambio, el acto del conocimiento y de la imputación no está constreñido por nuestros instintos, es libre. Está ligado de modo intrínseco a los nuevos grados de libertad que genera nuestra inconmensurable creatividad. En nuestro enfrentamiento creativo con el mundo forjamos preguntas y respuestas que generan conocimiento, a la vez que nos llevan a imputar al mundo leyes de funcionamiento. Veremos que por esto, finalmente, somos realistas. La cuestión esencial me parece no estar en la existencia de mundo antes de nuestra disposición en él y que las leyes de su funcionamiento sean objetivas, tengan existencia objetiva fuera de nosotros como sujetos, o cosa del estilo, sino en que desde nosotros mismo, y en un acto supremo de libertad creativa, nos enfrentamos con el mundo para conocerlo, buscando finalmente conjeturar sus leyes de funcionamiento. Varias veces he dicho que no me siento inclinado a emplear ninguna de estas tres categorías filosóficas: existencia, objetividad, subjetualidad. Nada existe sin más, ni siquiera Dios, sino que me topo con ello, me enfrento con ello, lo mensuro, me pregunto por ello, busco sus relaciones con lo demás, con el todo y conmigo mismo. El conocimiento es cosa esencialmente mía, y yo no soy un arcángel que ve al mundo —y a Dios— desde alturas de sublime objetividad. 25 de mayo de 2008 / lunes 23.6.08 256 HLG Fijaos en la esencial diferencia que hay entre ‘realidades’ y ‘realidad’, si a vosotros os cunde aún la lectura despierta. Las realidades son, sin más, nuestras propias corporalidades. Si queréis, el conjunto ordenado por nosotros de nuestras propias actividades prácticas. Las cuales creamos con nuestra complejidad de cuerpo de hombre. Complejidad no sólo individual, sino igualmente societaria. Una sociedad que viene también desde mucho tiempo atrás, desde que somos cuerpo de hombre, no sólo cuerpo mineral o mero cuerpo animal. Desde cuando somos libres con respecto al conjunto de constreñimientos instintuales, Desde que somos un de suyo. No somos sólo individuos aislados en su mera singularidad, sino personas ligadas a personas, carne ligada a otras carnes: carne enmemoriada, carne maranatizada y carne hablante en juego inaudito, ya lo sabemos. Ahora bien, ¿son las realidades un mero conjunto a modo de montonera, sin ninguna unidad real que las vincule? ¿Mero conjuntamiento de seres mundanales, carnes y realidades? ¿Existe convergencia vinculativa entre todos esos seres y materialidades, entre todas esas carnes con sus corporalidades? Mis maneras racionales de ver dicen que sí. Es, de modo preciso, lo que llamo punto W. Nuestras líneas de universo convergen hacia es punto. De cierto que podría darse convergencia hacia otros puntos que no fueran ese W —de hecho tales puntos de convergencia diferentes se dan al tresbolillo y por doquier—; la cuestión está en ver si nuestras líneas de universo, personales y societarias, debido a la fuerza del amejoramiento que actúa en nosotros como motor de nuestra acción, no tienen como verdadero ese punto de convergencia W, siendo de apeoramiento cualquier otro punto de convergencia distinto a él. ¿Convergen también hacia ese punto las cosas o seres mundanales? Creo que no, como no lo hagan a través de nosotros, y esto de una doble manera. Cuando hemos visto razonable decir que el mundo es creación, desde ese mismo momento todo nuestro trato con él entra en una grandiosa nueva corporalidad, pues trato nuestro. Y cuando en el capítulo 8º de la carta de san Pablo a los Romanos encontramos palabras que pueden parecernos racionalmente esenciales para comprender hasta el fondo nuestra relación con cosas y seres mundanales: el paso de la materialidad de telas, aceites y pigmentos —pura materia, sólo materia mundanal— a corporalidad nuestra por la acción que ejercemos sobre ellos. Paso que es conversión; siendo, ahora ya, obra de arte y portillo para encontrarnos con la belleza de un más-allá de lo mundanal y de nosotros. 257 Así pues, en lo tocante al mundo, parece esencial considerar que es creación. Desde ese momento todo lo que digamos del mundo, además de la pura evidencia de que siempre es decir nuestro —lo que afirma una vez más el principio antrópico y no el mero principio de objetividad—, es ya un decir de realidades. Incluso las leyes que le imputemos. Las leyes científicas tampoco cuelgan de los árboles como fruto maduro, sino que son decires nuestros sobre el mundo: paso de la mera materialidad a más allás. Acertantes tantas veces, claro —habrá que explicar cómo es esto posible—. Pero leyes que ponen siempre nuestra huella en el mundo, dejando marca nuestra en todo decir sobre él; no sea más que porque son leyes matemáticas o que esperan serlo. Muchas veces sujetas a ampliaciones que rozan la inconmensurabilidad de las viejas con las nuevas, y al descubrimiento de complejidades que acarician lo infinito. Porque las cosas son así, todo lo tocante a nuestra relación con el mundo, la relación que tiene que ver con eso tan esencial con nosotros que surge de nuestra infinita creatividad, ya no es meramente mundanal. Como nosotros mismos tampoco lo somos. 26 de mayo de 2008 / martes 24.6.08 HLH A los que estáis en el ajo, os sonarán mis decires a aquello del vínculo substancial del viejo Leibniz, sobre lo que en su lugar descanso escribí algún día con ardor. Lo que llamo realidades, deviene unificación de realidad porque hay fundamento. Si no lo hubiera, si no hubiera algo como el vínculo substancial leibniciano, las realidades serían mera montonera dispersa —en cuanto a sí mismas, quizá no en cuanto a nuestras propias clasificaciones ordenatorias, lo que es otro cantar, nuestras clasificaciones, incluso si son válidas, no dan el ser—, echadas como caigan, ahí a la mano; como dije, sin unidad real que las vincule, fruto pelado del entremezclamiento apelotonado. Ahí está el punto clave. Creo poder afirmar racionalmente que sí se da ese vínculo. Vínculo substancial, en la manera leibniciana de pensar, de la que me siento tan cercano en este punto. Y así acontece que es la realidad fundamento de realidades. Realidades que hubieran podido parecernos sólo meras construcciones nuestras, conjuntamiento desvinculado de corporalidades, si es que no se miran las cosas con suficiente cercanía y profundidad racional. Hay más, mucho más. Incluso podemos ver estas cosas desde otros puntos de vista, por donde encontraremos también racionalmente que el ser de nuestros continuados ir siendo se nos da, finalmente, en nuestro ser de realidad, siendo así en realidad eso que somos. Pues tanto los mundanales como la carne y las corporalidades somos seres gerundivos. En nosotros está ínsita la temporalidad, es decir, la manera que nosotros 258 tenemos de vivir el tiempo y en el tiempo, para en ella recibir nuestro ser, siempre más allá de nuestros puros ir siendo. De este complejo juego racional hemos sacado algo nuevo y esencial: nuestro ser nos es dado por quien es acto de ser. Nuestro ser en plenitud nos es dado por quien es ser en completud. No puedo entrometerme ahora a explicar acá con detalle todos estos procesos racionales: ha sido labor paralipoménica anterior y también resultado de no pocos viejos papeles enfurruñados en difíciles farfulles que expresan una postura racional composible con todo lo que vamos sabiendo, tanto del mundo, como de la carne y de nuestras realidades. En ese caminar, amejoramiento y acto de ser son momentos esenciales. Por estas cosas que digo, cuando Iban Munilla me habla de la “realidad”, conformándose con el uso filosófico normal de esa noción — me escribe que un diccionario de filosofía designa así la manera de ser de las cosas materiales—, podemos con facilidad desentendernos. En mis habladurías las cosas materiales no constituyen, sin más, la realidad. Ni mucho menos. Hemos visto en escorzo cómo se da ese paso filosóficamente complejo por demás, en donde se nos muestran los recovecos del juego de la razón. Nosotros nos enfrentamos con las cosas mundanales, que son seres mundanales, y sólo tras largo proceso racional llegamos a hablar de realidad. Y, precisamente porque las cosas son así, podemos afirmar que nuestra razón es logos, nada teniendo que ver con una mera razón raciocinante. Podemos hablar del acto de la creación y referirnos a las cuatro internalidades: espacio, tiempo, ‘geometría’ y legalidad; pero ni siquiera ellas se nos dan a nosotros como datos en su entera objetividad. También ellas pasan por nosotros. ¿Ay, seremos kantianos, pues? Decir que pasan por nosotros no es afirmar que son categorías nuestras, de nuestra percepción, de nuestra sensibilidad, ámbitos racionales en las que nosotros comprendemos el mundo. Significa que percibimos también esas cuatro internalidades del ir siendo del mundo, los hilos dinámicos que le van dando su estructura sucesiva, desde el esencial punto de vista del principio de antropicidad. Mas esto, lo sabemos bien, no significa, sin más, mera subjetividad. 26 de mayo de 2008 / miércoles 25.6.08 HLI Significa, pues, que nuestras habladurías de aquellas cuatro internalidades nos van dando el ser del mundo y de las cosas mundanales. Pero nos lo dan en nuestra acción racional de la razón práctica: razón sopesante, cuajada tanto de prudencia como de imprudencias, buscadora de verdades, libérrima, concienzuda, dialogante, humilde, soberbia, quizá. Acción tan esencialmente ligada, claro es, a lo que llamo el juego de las carnes, empeñada en deseos y esperanzas, en 259 caminar hacia más allás. Lo sabemos bien. Y en donde, esto es esencial, se nos da ese paso morrocotudo de la pura materialidad de las cosas mundanales, de lo que es pura y nuda materia, al reino de la belleza que vislumbramos en más allás que retroductivamente —perdonad el palabro que suelo utilizar como si fuera agua clara— nos hacen converger a ese más-allá —punto W— en el que convergen en su amejoramiento nuestras líneas de universo y en el que se nos da el ser en plenitud. A través del paso por ese portillo encontramos también nuestro hablar sobre el mundo y sus cuatro internalidades; no antes. Sin el paso que recorre arriba y abajo ese portillo nuestra razón no es logos. Por esto, precisamente por esto, no hay un ámbito de meras objetividades en el que estudiamos las cosas del mundo y encontramos, sin más, sus leyes de funcionamiento. En sus nimias pequeñeces, por importantes que sean, seguro que sí, en sus líneas maestras y en sus comportamientos generales es donde se produce el problema, inmenso problema. Las cosas no nos son demasiado fáciles; ni siquiera en la ciencia. La de la facilidad de las objetividades —del principio de objetividad— sería la visión del arcángel, que revolea por encima del mundo y de nosotros, dándose y dándonos indicaciones sobre si acertamos en lo que venimos a decir de lo mundanal. Pero no nos ha sido dada esa posición. Nosotros estamos pringados hasta los tuétanos en el sanguinolento ser de todo lo mundanal; no digamos si se trata del teñimiento sangrante de la carne y de nuestras construcciones de corporalidades, tan ligadas a eso que somos, mejor, a eso que vamos siendo; dejamos nuestras huellas —huellas llenas de nuestro unto— en todo lo que decimos de lo mundanal, de nosotros mismos y de las realidades que construimos. El principio antrópico es la percepción de esta sanguinolencia, de este juego de humores en el que se da nuestro ser. Pero ¿cómo lo olvidaríamos?, ahí, precisamente ahí, en esto que somos es donde se nos da el conocimiento y la acción. Ahí, precisamente ahí es desde donde salimos en busca de la verdad. Porque ahí, precisamente ahí, se nos da nuestro ser de creatividad infinita. Por eso, cuando Simone de Beauvoir se desentendía brutalmente de los humores y jugos que destilan de nosotros y de nuestras pasiones, negaba nuestro propio ser, y de ahí ya todo se podía afirmar, aunque resultara, es obvio, que nada tuviera que ver con nosotros, pues se trataba de mera ideología, una ideología que, para colmo, ella creía feminista, y así lo predicó por el mundo entero con no poco éxito. Ni nuestro cuerpo es seco ni nuestra razón es seca. Esa sequedad sólo produce obra de muerte. Realizado el bucle entero, ¿podríamos decir que nuestro ser partiendo en busca de la verdad sólo se encontrará con el medio ser de la mera relatividad, que, finalmente, digamos lo que queramos está muy bien, pues no podemos alcanzar la verdad? ¿Es nuestra vida, simplemente, ese vulgar engaño? 260 Para mí, nos dijo Roberto Rossellini, una de mis más viejas y acendradas pasiones del cine, el realismo no es sino la forma artística de la verdad. 30 de mayo de 2008 / jueves 26.6.08 HLJ Vale ya. Descansaremos tú y yo en espera de nuevas aventuras cuando llegue su momento. Esta tercera serie se me ha ido de los dedos más que las dos primeras. La he ido escribiendo al albur de cada día. Era esa la intención. ¿Es capaz un filósofo, por pequeño que sea, de alargar sus habladurías hasta los pormenores y preocupaciones del cada día y sus circunstancias? Buscando siempre, en esto estamos de acuerdo, un pensamiento en coherencia y no mera dilapidación de amontonamiento. ¿Hay vínculo substancial en la realidad que percibe? Mas en esta tercera serie, al menos por mi cuenta, tendré que leérmela toda seguida para hacerme idea cabal de ella, pues me ha vencido el racanear de cada día, el difícil cundimiento de la circunstancia. Esta tercera serie me ha llevado a una sorpresa: escribir los paralipómenos ha sido poco menos que labor de una escritura automática, como la que algunos querían con saña por los años veinte del pasado siglo. Reflexionando, estaremos preparados para aventurarnos en la próxima cuarta serie. Os anuncio una muy grata noticia: el 1 de julio me hago monja en el 17, rue de l’Assomption, Paris 16è. Ah, tendré tiempo para pasear por aquellas calles que amo con pasión. Tiempo para leer. Querría volver a Camus en ocasión de la nueva edición en cuatro volúmenes que se está publicando en la Pléiade. Y comenzar a ver qué es eso de quienes, tan modernos, dicen que el verdadero pensamiento de san Pablo se encuentra en los Hechos de los apóstoles, no en las seguras siete cartas suyas, las cuales, al fin y al cabo, no eran más que pobres escritos de ocasión. Por último, y sobre todo, tiempo para rezar a golpe de gong: en Chimay era a golpe de campana, pero acá van tocando ese simpático instrumento por el enorme conjunto de la casa y su jardín, hasta llegar a la gran y preciosa capilla. Le preguntaron a José Luis Garci si le gustaba su cine. Se le escapó entre hipidos: ¡pero cómo me va a gustar mi cine si a mí quien me gusta es John Ford! He visto últimamente dos películas suyas. Ahora, siempre en deuvedé. El gran combate (Cheyenne Autumm) y Cuna de héroes (The sun shines bright). Las cabalgadas del largo comienzo en la primera te hacen soñar poniéndote en ese lugar de ruda belleza: desierto con sus monolitos, correrías interminables de los indios cheyennes y de los soldados azules en su horizontalidad, que elevan tu espíritu hasta un más allá de la asombrosa forma artística de la verdad. En la segunda, toda ella 261 en la Academia militar de West Point, tenemos hacia el final una escena que le deja a uno estupefacto ante la belleza de su verdad. Se han hecho viejos. El hermosísimo pelo rojo de Maureen O’Hara se ha puesto grisáceo con las alegrías y penas del largo tiempo. Vemos el porche de la casa. Sale, visiblemente cansada. Arreglándose un poco el pelo, se sienta en el sillón. Una vez acomodada, saca con absoluta discreción un rosario con su mano derecha, que apoya sobre el regazo. Vemos ahora la escena desde el otro lado, alejándonos por el pasillo de la casa. La contemplamos de espaldas, en su sillón. De pronto, con una maravillosa mesura, se le cae la mano derecha y el rosario queda moviente. Nos alejamos por el pasillo. Tras de nosotros, aparece su marido. Enseguida, como nosotros, comprende lo que acontece. Se acerca a su mujer, poniéndose junto a ella con una rodilla en tierra. Toma su mano derecha y la besa con infinito cariño. Eso es todo. El realismo no es sino la forma artística de la verdad. 31 de mayo de 2008 / viernes 27.6.08 262 ˝Çw| vxá aparecen aquí sólo algunas palabras y nombres que encuentro representativos de una manera de pensar: se incluyen porque abren o posibilitan la búsqueda de un tema; literatos, músicos, cineastas, por ejemplo, se encuentran bajo la rúbrica de literatura, música o cine; la relación realidades / realidad como fundamento no entra en él acción racional: 427, 434, 438, 461, 514, 538, 595 y 596. acto de ser: 452, 457 y 595. amejoramiento: 469, 572, 586, 584, 595 y 596. amistad: 398, 399, 428, 450, 486, 510, 525, 527, 560, 567, 568, 570, 574 y 590. analogía: 441, 442, 443, 449, 453, 458, 460, 461, 560, 561, 562, 563 y 564. Angulo, Eduardo: 554. apeoramiento: 572 y 594. Aretxaga, Roberto: 458. Aristóteles: 399, 402, 404, 407, 408, 431, 433, 441, 473, 479, 488, 509, 513 y 566. Artigas, Mariano: 455. ayuntamiento: 405, 429, 522, 564, 569, 570 y 572. B.O.E., regular la educación mediante el: 541, 544, 552, 557, 558 y 593. Baguette, Vincent: 398, 451 y 511. Barth, Karl: 403, 420, 511 y 514. belleza: 404, 415, 419, 433, 437, 440, 441, 442, 448, 452, 457, 461, 463, 464, 465, 475, 479, 482, 500, 508, 523, 529, 530, 531, 532, 535, 544, 570, 588, 589, 591, 593, 594, 596 y 597. Benedicto XVI: 484, 490, 502, 503, 505, 507 y 541. Benilde, hermana: 450 y (500). Bernardo, san: 397. Blázquez, Ricardo: 466, 467, 575, 576 y 580. búsqueda de la verdad: 400, 421, 414, 434, 464, 541, 542, 546 y 547. Chimay [N.D. de Scourmont]: 401, 402, 420, 451, 511 y 597. canon: 402, 403, 404, 410, 426, 427, 451, 534, 542, 558, 577, 578 y 582. Carbajosa, Ignacio: 528 y 534. carnalidad: 429, 460, 468, 469, 476, 489, 515, 544 y 549. carne enmemoriada: 408, 416, 458, 476, 531, 546, 547, 549, 550, 551, 555 y 594. carne hablante: 468, 476, 477, 479, 487, 546, 547, 550, 555 y 594. carne maramatizada: 468, 469, 476, 546, 547, 550, 555 y 594. cientificismo: 417, 419, 420, 455, 481 y 519. cine: 406, 431, 464, 474, 480, 481, 482, 530, 532, 568, 596 y 597. 263 circunvalante: 446, 449, 452, 455, 466, 468, 475, 544, 567, (575) y (581). coherencia en red: 400, 419, 434, 436, 438 y 541. complejificación: 419 y 458. compasible: 595. corporalidades: 419, 420, 427, 433, 434, 439, 440, 444, 453, 457, 463, 468, 476, 477, 515, 523, 539, 549, 589, 593, 594, 595 y 596. creatividad: 398, 400, 407, 408, 415, 421, 427, 434, 444, 448, 449, 452, 454, 457, 461, 463, 467, 475, 476, 477, 479, 484, 508, 514, 515, 523, 530, 532, 568, 589, 593, 594 y 596. Danneels, cardenal Gotfried, y la eutanasia: 543. del Pozo, Gerardo: 478 y 586. Del Noce, Augusto: 516 y 518. de los Ríos, Fernando: 540 y 542. deseo: 397, 399, 417, 419, 427, 432, 435, 452, 453, 457, 461, 463, 484, 503, 508, 517, 525, 528, 534, 556, 559, 561, 569, 570, 574, 591 y 596. Deus sive Natura: 437, 448, 460 y 519. Dumont, Charles; 397. educación para la ciudadanía: 493, 494, 495, 496, 499 y 540. Eliade, Mircea: 509, 510, 512, 513, 514 y 515. Ellacuría, Ignacio: 485 y 492. El Paular, Monasterio de: 420, 429 y 576. asperanza: 407, 416, 417, 432, 457, 467, 471, 472, 491, 502, 503, 504, 505, 507, 530, 537, 558, 559, 587, 590 y 596. ética: 399, 411, 433, 446, 494, 495, 496, 497, 499, 505, 521, 564, 568, 569, 570 y 571. exceso: 440, 453, 454, 458 y 486. exégesis: 401, 409, 410, 451, 472, 478, 534, 558 y 559. experiencialidad: 434, 435, 436, 443, 444, 447 y 460. expresar: 400, 403, 404, 415, 418, 421, 426, 435, 436, 437, 440, 441, 447, 464, 474, 476, 480, 481, 482, 497, 507, 508, 510, 519, 528, 537, 545, 546, 548, 556, 557, 561, 571, 579, 580, 586 y 595. felicidad: 400, 426, 432, 540, 569 y 573. filosofía de la carne: 397, 415, 428, 439, 440, 449, 460, 469, 511 y 514. fundamento: 422, 426, 444, 452, 496, 523, 532, 539, 542, 579, 593 y 595. género: 428, 429, 430, 494, 495, 497 y 564. Gesché, Adolphe: 451 y 511. González de Cardedal, Olegario: 401 y 574. grados de libertad: 444, 449, 452, 453, 457, 461, 550, 551, 570 y 593. Grelot, Pierre: 401, 402, 408, 409, 410, 412, 451 y 454. gubernabilidad: 493, 495, 496, 497, 498, 501, 507, 540, 541, 542 y 587. hermenéutica: 399, 401, 427, 558 y 579. hiato: 409, 411 y 440. historia: 404, 405, 409, 410, 423, 424, 425, 430, 439, 446, 448, 453, 456, 461, 465, 467, 468, 469, 471, 472, 473, 474, 476, 482, 486, 487, 489, 492, 504, 506, 511, 516, 517, 518, 519, 520, 528, 530, 534, 535, 539, 556, 558, 565, 566, 567, 571, 576, 578, 584, 587 y 590. 264 huellas: 397, 407, 453, 457, 543, 549, 55º, 556, 594 y 596. ideología: 411, 412, 415, 425, 428, 430, 433, 434, 441, 445, 449, 452, 453, 455, 456, 461, 473, 475, 477, 479, 481, 482, 485, 487, 493, 494, 495, 496, 501, 504, 505, 506, 518, 522, 523, 532, 534, 538, 539, 540, 541, 542, 546, 557 y 596. imaginación: 415, 417, 419, 427, 435, 436, 444, 453, 457, 461, 463, 503, 508 y 531. imposible-posibilidad: 411, 440, 443, 444, 449, 457, 458, 460, 463, 476, 559, 561, 562, 565 y 570. interpretación: 399, 407, 408, 409, 410, 418, 419, 422, 424, 427, 441, 463, 465, 467, 470, 471, 475, 477, 478, 479, 482, 488, 491, 505, 514, 517, 518, 539, 542, 557, 558 y 589. ir siendo: 457, 546, 547, 548, 549, 550, 556, 557, 562, 570 y 595. jesuitas: 416, 451, 483, 484, 485, 488, 490, 491, 492, 553 y 583. Juan Pablo II: 483, 484 y 569. juego de las carnes: 550 y 596. Kuhn, Thomas S.: 424, 425, 513 y 522. laicismo: 503, 504, 505, 506 y 507. laicidad: 481, 500, 504, 505 y 506. laico: 560, 575, 577, 580, 582 y 583. laicos clericalizados: 581. libertad: 398, 415, 437, 438, 448, 449, 452, 453, 465, 484, 488, 491, 494, 499, 505, 507, 518, 520, 522, 523, 536, 541, 542, 546, 547, 549, 550, 551, 553, 554, 555, 556, 568, 569, 570, 572, 573, 578, 583, 584, 585, 586 y 593. libertad de enseñanza: 494 y 499. libertad religiosa: 478, 542, 583, 584, 585 y 586. líneas de universo: 408, 457, 461, 469, 539, 570, 572, 589, 595 y 596. Lisboa: 560, 564 y 567. Literatura: 405, 413, 418, 428, 473, 489, 531, 544, 568 y 597. logos: 457, 595 y 596. López Moratalla, Natalia; 455. MacIntyre, Alasdair: 519 y 569. Martínez Bande, José Manuel: 456. marxismo: 423, 484, (486), 492, (503), 516, 518, 519, 520, 521, 522 y 539. materia: 399, 409, 419, 435, 437, 440, 448, 452, 457, 460, (504), 508, 519, 523, 527, 537, 589, 593, 594, 595 y 596. materialismo: 437, 440, 445, 455, 459, 508, 519, 520, 521 y 522. materialismo histórico / materialismo dialéctico: 519, 520, 521 y 522. matrimonio: 429, 494, 497, 499, 506, 524 y 563. Mehdi Monval (Lmoual): 543 y 561. Méndez, José Antonio: 511, 540 y 541. metáfora: 417, 431, 452, 537, 543 y 571. México, Ciudad de: 441, 442, 443, 445, 446, 454 y 473. Mies, Françoise: 558 y 559. 265 Millau, viaducto de: 397, 561 y 568. Monod, Jacques: 411, 424, 425, 427, 515 y 519. moral: 434, 451, 469, 495, 497, 499, 503, 505, 538, 553, 554, 568, 569, 570, 571, 572 y 587. moralina: 454 y 525. música: 398, 419, 441, 435, 462, 463, 464, 465, 475, 476, 479, 572, 588 y 589. nada: 398, 509, 514, 515, 517, 559, 561, 563, 593 y 595. naturaleza: 399, 437, 448, 453, 459, 460, 499, 510, 517, 519, 520, 528, 534, 564 y 565. naturalizable: 417, 419, 437, 438, 439, 443, 445, 452, 453, 454, 457, 511, 520, 522 y 564. necesidad: 398, 399, 411, 424, 439, 447, 453, 495, 511, 513, 516, 520, 531, 552, 579 y 585. Newman, John Henry: 456, 538, 544 y 545. “nosotros y lo nuestro”: 575, 581 y 582. Oñate, Teresa: 402. Osaba, José Antonio: 521. poder: 412, 415, 417, 419, 424, 425, 429, 437, 438, 439, 449, 465, 473, 480, 486, 491, 492, 493, 504, 505, 506, 507, 508, 515, 520, 521, 522, 524, 540, 541, 558, 563, 565, 570, 571, 572, 573, 574, 575, 576, 579, 581, 582, 583, 584, 587 y 589. portillo: 433, 437, 440, 457, 594 y 596. posible: 403, 407, 409, 428, 430, 435, 440, 443, 444, 445, 447, 448, 449, 452, 453, 457, 458, 459, 460, 461, 463, 475, 476, 478, 487, 498, 503, 514, 516, 521, 536, 537, 540, 541, 542, 555, 559, 565, 568, 588 y 594. Prada, Juan Manuel de: 405, 415, 428, 465 y 474. predeterminación: 434, 449, 453, 467, 477, 479, 485, 510, 549 y 551. Presencia: 412, 432, 450, 469, 470, 509, 511, 512, 515 y 545. principio antrópico: 424, 427, 436, 461, 532, 594 y 596. principio de objetividad: 424, 425, 427, 444, 461, 515, 518, 594 y 596. prudencialidad: 497, 499, 503, 504, 525, 560, 580, 582, 585 y 596. punto W: 440, 457, 461, 468, 469, 514, 539 y 594. “¡Qué tristeza envejecer en esta Iglesia!”: 573. racionalidad: 399, 400, 401, 406, 433, 439, 447, 461, 463, 475, 502, 504, 511, 513, 515, 518, 538, 562 y 563. racionalismo: 517, 517 y 518. Ramoneda, Josep: 503-507 y 541. raíces griegas de la Europa cristiana: 566. razón: 415, 417, 419, 427, 434, 435, 450, 453, 457, 461, 463, 464, 473, 479, 499, 503, 505, 510, 511, 516, 517, 518, 538, 540, 542, 545, 549, 553, 556, 570, 575, 579, 583, 593, 595 y 596. razonabilidad: 427, 434, 435, 436, 438, 440, 447, 449, 453, 456, 459, 478, 497, 499, 524, 525, 526, 527, 544, 553, 577 y 594. realismo: 415, 416, 474, 475, 530, 593, 596 y 597. reduccionismo: 409, 411, 445, 453, 517 y 518. 266 “Reflexión teológica sobre los nombramientos episcopales”: 576-582. relativismo: 399, 424, 522 y 586. revelación: 409, 410 y 528. Romero Pose, Eugenio: 529. salmos: 402, 403, 404, 407, 408, 420, 426, 470, 471, 472, 527, 528, 533, 537 y 558. Scourmont, Abadía Trapense Notre Dame de [Chimay]: 397 y 511. sentimientos: 405, 407, 410, 412, 414, 415, 417, 418, 419, 420, 431, 432, 435, 437, 441, 462, 463, 464, 472, 475, 476, 477, 479 y 577. ser de amorosidad: 444, 449, 503, 505, 561 y 564. ser en plenitud: 433, 439, 440, 444, 452, 457, 463, 464, 468, 469, 475, 514, 523, 530, 531, 545, 546, 547, 548, 549, 550, 560, 561, 562, 565, 570, 594, 595 y 596. ser en completud: 433, 440, 444, 452, 457, 562 y 595. sobrenatural: 437, 438, 439, 440, 516 y 517. sobrenaturalidades: 437, 438, 439 y 460. Sobrino, Jon: 485, 489 y 492. sistematicidad: 400, 437, 443, 453, 486, 505, 507, 520, 549, 578 y 580. teología de la liberación: 484, 485, 483, 522 y 581. Terminal 4 del Aeropuerto de Barajas: 397. ternura: 491, 500, 503, 529, 530, 543, 544, 547, 549, 567, 575 y 592. Tirado, Víctor: 508 y 523. Toland, John: 511 tradición: 408, 409, 424, 439, 471, 490, 509, 534, 542, 558, 577, 579 y 592. univocidad: 443, 445, 447, 448, 449, 452, 453, 454, 445, 447, 448, 449, 452, 453, 454, 457, 458, 459, 460, 461 y 476. Unamuno. Miguel de: 469, 473, 487 y 568. valores: 410, 445, 448, 484, 486, 494, 499, 504, 535, 553, 554, 558, 559, 561, 568, 569, 570, 572, 586, 588 y 559. Valvanera, Monasterio de: 420. veedor: 435, 437, 448, 476, 481, 482, 508, 523, 588 y 589. Vesco, Jean-Louis: 402, 403, 404, 426, 470, 471 y 472. vida extraterrestre: 458-461. vínculo substancial: 595 y 597. 267