Kate Linker, “Representación y sexualidad”

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Kate Linker, “Representación y sexualidad”*
A lo largo de la pasada década, a través de un amplio corpus de discursos, se ha producido un
cambio significativo en el modo en que concebimos el texto. La desaparición del autor como
yo trascendente o portador de sentido ha traído consigo un rechazo del texto como objeto
discreto o auto-contenido; la atención se ha centrado, por el contrario, en un modelo según
el cual el sentido es algo que se construye en los propios discursos que lo articulan, en un
contexto interactivo de lector y texto. En contra del modelo expresionista, basado en un yo
expresivo y un lector empático que reduplica sentidos preconstituidos, la teoría reciente
entiende que el lector es capaz de recibir y construir el texto, que se trata de un lector
históricamente formado en y por el lenguaje. Sin embargo, no puede afirmarse que se trate
de un cambio sin precedentes: después de todo, transcurría la década de los treinta cuando
Brecht subrayó el carácter incompleto de la obra sin la participación activa del espectador y
el papel determinante de las condiciones sociales en el proceso de producción de sentido'.
Además, esta reciente orientación se limita a confirmar la antigua conciencia de que los
textos «hablan» de diferentes maneras en diferentes periodos, en correspondencia con las
formaciones discursivas que en cada momento son operativas. Su sentido depende de unas
condiciones dadas de recepción, de ciertas relaciones de contexto y uso, de las formaciones
sociales sobre las que se apoyan -de lo que Hans Robert Jauss ha denominado el «horizonte de
recepción del público» 2.Es la ideología la que fija tales sentidos como atemporales e
inmutables, la que los hace aparecer como si flotaran por encima del terreno de las
condiciones materiales, y no como algo cambiante, en proceso. El desplazamiento de la
atención desde el análisis de los productos artísticos hasta el estudio de la producción de sentido, puede verse, pues, como un resultado de la toma de conciencia de que el consumo
completa la producción -de que, en toda situación discursiva, hay un «lector en el texto».
Podemos sustituir el término «Iector» por «espectador>~ y, asimismo, podemos remplazar
«texto» por «fotografía», <película», «anuncio» o cualquier otra forma cultural cuya circulación produzca significado, ya que se ha hecho patente el papel de estas distintas representaciones -fundadas en, pero no idénticas al lenguaje- en la construcción de lo que conocemos
por realidad. Puesto que la realidad únicamente puede conocerse a través de las formas que
la articulan, no puede existir realidad fuera de la representación. Junto con sus sinónimos,
verdad y sentido, no es sino una ficción producida por sus representaciones culturales, una
construcción modelada discursivamente y solidificada por medio de la repetición. Y este
proceso en virtud del cual la realidad queda definida como un efecto de la significación tiene
una enorme importancia para ese lector o sujeto necesariamente implicado en su red.
Efectivamente, el examen crítico ha llegado a considerar, como correlato de esta formación
cultural de la realidad, que las relaciones sociales y las formas disponibles de subjetividad
están producidas en y por la representación. El hecho de que las cuestiones de la significación
no puedan separarse de las cuestiones de la subjetividad, de los procesos por los que los
sujetos que miran no sólo construyen sentidos, sino que también resultan absorbidos en y
formados por dichos sentidos, ha pasado a ser un axioma. De entre estos procesos el que
ocupa la posición central es el proceso de sutura, en virtud del cual el sujeto queda ligado a
la representación' y rellena su ausencia u oquedad constitutiva de tal modo que pueda
completarse la producción de sentido. De esta manera, el sujeto es el punto constante de
apropiación por parte del discurso y, en este sentido, puede decirse que toda representación
comporta la posición de sujeto; el sujeto está simultáneamente situado en (o por) el discurso
y construido en (o por) el discurso. No obstante, dado que la fabricación de la realidad, para
poder fijar o estabilizar sentidos, depende de la repetición, la mayoría de los textos que se
mueven en el interior de la circulación cultural sirven para confirmar y reduplicar las
posiciones del sujeto. La representación, que casi nunca es neutral, trabaja para normalizar y
definir a los sujetos a los que se dirige, situándolos, según la clase o el sexo, en relaciones
activas o pasivas frente al sentido. Con el tiempo, estas posiciones fijadas adquieren la
condición de identidades y, en su más amplio alcance, de categorías. De ahí que las formas
del discurso sean al mismo tiempo formas de definición, medios de limitación y modalidades
de poder.
Las obras recientes más interesantes acerca de la subjetividad han tenido que hacer frente a
una ausencia notoria: la cuestión de la sexualidad. Al examinar su relación con las cuestiones
del sentido y el lenguaje, estas obras han puesto de manifiesto el modo en que los discursos
dominantes (y, en verdad, también los discursos de instituciones supuestamente neutrales) se
dirigen a los espectadores en tanto que sujetos genéricamente marcados, de forma que
construyen subjetividades y les asignan posiciones, al tiempo que afianzan la organización
patriarcal. De lo que se trata es de llevar a cabo una crítica del patriarcado, que, como
advirtió Freud, equivale a decir civilización humana 4. En efecto, son las relaciones
patriarcales las que fijan los términos de las formas de subjetividad disponibles en las
relaciones lector-texto', además de servir para ratificar los intereses existentes y perpetuar la
historia de la opresión femenina. A través de la representación, existen múltiples formas en
las que el sistema se afana para constituir al sujeto como varón, negándole la subjetividad a
la mujer. En esta estructura la mujer está desautorizada, deslegitimizada: no representa,
sino que es representada. Al tener asignado un papel pasivo, más que activo, al estar situada
como objeto, más que como sujeto, sirve constantemente a la apropiación masculina en una
sociedad en la que la representación tiene el poder de construir identidades.
El material visual que se ha ido acumulando a través de este proyecto ofrece abundantes evidencias del control al que se encuentra sometida la sexualidad femenina. Considérese, por
ejemplo, la subordinación de la mujer a la reproducción, a la familia y a la economía libidinal
masculina que promueven la publicidad y la televisión. 0 la exhibición de las modelos como
imagen idealizada para la mirada masculina, o para la identificación narcisista de la mujer.
Los estudios sobre el cine se han ocupado de la utilización de estrellas y estereotipos, así
como de la función que estos signos pasivos del deseo masculino cumplen en la narración.
Esta constitución de la identidad en virtud de la cual el hombre mira, la mujer es mirada y el
acto de mirar es una forma de dominación y control' se ha aplicado a la tradición del desnudo
femenino: la historia del arte ha comenzado a afrontar, aunque tardíamente, la marginación
de las mujeres, y la definición de la creatividad como algo masculino. Lo que hemos
obtenido, pues, es una gran cantidad de materiales que prueba la existencia de un ideal
masculino que dirige y refuerza el comportamiento; un ideal que, planteado como norma,
induce la adaptación a una situación construida. Así, «recortadas» sobre este fondo, las
mujeres han comenzado a discutir e impugnar la verdad o la realidad de la sexualidad para
indagar el papel que juega la representación en su opresión. Esta perspectiva queda
corroborada por Jacques Lacan, quien, ya en 1958, señalaba que «las imágenes y símbolos
para la mujer no pueden aislarse respecto de las imágenes y símbolos de la mujer. [ ... ] Es la
representación, la representación de la sexualidad femenina [ ... ] la que condiciona como se
pone en juego». A la mujer se le asigna un lugar, y ella aprende a asumir dicho lugar
(negativo), de acuerdo con esa representación. Por este motivo, la diferencia sexual no puede
considerarse como una función del género -como una identidad dada de antemano o
biológica, tal como ocurre en el modelo somático- sino como una formación histórica, continuamente producida, reproducida y cristalizada en prácticas de significación. Como escribió
Stephen Heath, la sexualidad es a consecuencia de lo Simbólico 9. Y es la ideología la que,
por medio de la repetición, la identificación y el carácter artificioso de la sociedad burguesa,
naturaliza sus categorías variables y culturales, de manera que aparecen como esencias o
verdades inmutables.
La preponderancia de estas imágenes, su poder para prescribir posiciones de sujeto y su
empleo en la construcción de la identidad dentro del orden patriarcal, indica que una práctica política idónea debe tomar la representación como terreno propio y esforzarse por desafiar
sus estructuras opresoras. Con todo, estos descubrimientos también han puesto de manifiesto
lo inadecuado de las estrategias de igualdad de derechos o igualdad de géneros que caracterizaron la política cultural de los setenta. Estas estrategias, basadas en la eliminación de la discriminación y en la igualdad de acceso al poder institucional, en modo alguno tenían en
cuenta las estructuras ideológicas, de las que la discriminación no es mas que un síntoma;
como observa Jane Gallop, se trataba de prácticas orientadas, en el sentido de la
complementariedad y la simetría, hacia la reintegración de la mujer en el orden de lo mismo,
en el modelo de sexualidad masculina10. De esta manera, el sistema global de valores a través
del cual se decreta la opresión femenina quedaba intacto. Si los artistas han dirigido sus
miradas hacia el psicoanálisis ha sido precisamente con el objeto de comprender la
construcción de la subjetividad sexuada para así poder desarmar las posiciones asignadas por
el orden falocéntrico.
Estos artistas no se han dirigido hacia el psicoanálisis en general, sino hacia una teoría psicoanalítica de un tipo muy particular. El modelo al que recurre la práctica contemporánea no
es el de la teoría de los años veinte y treinta que, a partir de la identidad genital y la
preferencia «natural», pretendía hallar unos patrones de sexualidad normativa. La tendencia
que abanderaban Horney, Jones y otros muchos analistas, según la cual era posible, por
medio del análisis, encauzar conforme a los códigos sociales a un sujeto potencialmente
unificado, fue contrarrestada por una teoría que se enfrentaba a esta concepción humanista.
Este último modelo concibe al hombre como un sujeto en proceso, en formación perpetua;
considera que el inconsciente y la sexualidad se construyen por medio del lenguaje, a través
de modos de representación que caracterizan nuestra relación con los otros. La sexualidad,
en este enfoque, no puede entenderse fuera de las estructuras simbólicas que la articulan y
que prescriben las leyes de la sociedad. Este modelo emplea la parte más convincente de la
teoría de Freud -su análisis de la construcción de las categorías psicológicas de la sexualidadcompletándola con la lingüística y la semiótica que aún no estaban disponibles en su tiempo.
Generalmente va asociado con la radical reinterpretación de Freud que llevó a cabo Lacan.
Para entender el sentido en que estas cuestiones se plantean, es importante recordar algunos
elementos básicos de esta teoría, ya que sus términos más relevantes no sólo reaparecen en
las obras de distintos artistas, así como en los últimos escritos de Lacan, sino que al hacer
especial hincapié en la construcción imaginaria del concepto de mujer, proporcionan también
un marco adecuado para la práctica política actual. En los últimos años, se ha producido un
desplazamiento, a partir de las antiguas lecturas biologicistas y reduccionistas de la obra de
Freud, en favor de un modelo radicalmente contemporáneo. Las tesis de Freud acerca de las
estructuras psicológicas de la sexualidad -en oposición a las diferencias anatómicas- y de la
bisexualidad inherente a «los sexos» han jugado un papel fundamental en este proceso. Al
resistirse a aceptar las nociones de «masculino» y «femenino» («que se cuentan entre las
nociones más confusas que aparecen en la ciencia»), Freud comenzó a argumentar en pro de
las relaciones «activas» y «pasivas», conectando la sexualidad con la situación del sujeto". La
función de los «lugares» resulta esencial, ya que lo que determina la sexualidad es la
orientación del impulso, un impulso que oscila, históricamente, entre ambos polos. Esta
movilidad queda ratificada por la observación real que, como escribió Freud en una nota a pie
de página añadida a Una teoría sexual en 1915,
[ ... ] muestra que, en los seres humanos, la pura masculinidad o la pura feminidad no
pueden hallarse ni en un sentido psicológico ni biológico. Por el contrario, todo
individuo despliega una mezcla de los rasgos de carácter pertenecientes a su propio
sexo y al sexo opuesto; y muestra también una combinación de actividad y pasividad
al margen de que estos últimos rasgos de carácter concuerden o no con sus rasgos
biológicos 12.
Por consiguiente, “la pura masculinidad o la pura feminidad» sólo pueden ser asignadas
convencionalmente, como sentidos determinados por el orden social.
Freud y, más tarde, Lacan, hallaron la clave de la identidad «socio-sexual» en la presencia o
carencia de pene; en un momento crítico previo al estadio edípico, la mirada del niño
constata la falta de pene de su madre -o de alguna otra mujer-, la ausencia del órgano masculino y, por tanto, su ser «menos que» el varón. Esta ausencia, que estructura a la mujer
como castrada en el interior del orden patriarcal, se basa en el privilegio de la visión sobre
los demás sentidos, pero lo que libra al concepto de caer en el determinismo anatómico es su
referencia a un sistema de sentido existente. En efecto, como se ha observado, la presencia o
ausencia de pene [ ... ] sólo es importante en la medida en que significa, en la medida en que
posee ya un cierto sentido en una determinada configuración de la diferencia sexual»13. El
patriarcado, en tanto que formación cultural, prescribe tales posiciones sexuales por anticipado, determinando el pene como aquello que incrementa el valor y cuya ausencia se ve
como... carencia. Lacan va más allá de Freud al describir el pene como un sustituto físico
inadecuado para el falo, el significante privilegiado en nuestra sociedad. El falo, en el sistema
lacaniano, es la marca en torno a la cual giran la subjetividad, la ley social y la adquisición
del lenguaje; la sexualidad humana es algo asignado y, por consiguiente, es vivida de acuerdo
con la posición que uno asume en tanto que poseedor o no poseedor de falo y, junto con este,
de acceso a sus estructuras simbólicas. De esta forma, la concepción freudiana de la mirada
adquiere un nuevo sentido, al establecerse la posesión o la falta de pene como prototipo del
lenguaje en tanto que juego de presencia y ausencia, articulación diferencia]. Dentro de los
límites de esta estructura, el falo asume el papel de significante o portador de sentido, por
oposición a su ausencia, a la carencia. Esta última posición es la que ocupa la niña en el seno
del orden falocéntrico, de quien se puede afirmar que mantiene una relación específica de su
género y, por tanto, inherentemente problemática, con el lenguaje. Al mostrar el modo en
que la ausencia sirve para mantener y reforzar el poder de la presencia, el sistema lacaniano
está apuntando al problema de la mujer, construida como categoría en torno al término
fálico.
Esta lectura lacaniana de Freud permite una elucidación diferencial de la sexualidad que
rechaza la fijeza de las oposiciones biológicas. El acto de mirar y la otredad desempeñan un
papel central en este razonamiento, ya que la identidad sólo se construye a través de
imágenes que se adquieren en otro lugar. Lacan mantiene firmemente que la sexualidad no es
un absoluto o un «significado» sino, más bien, el efecto de un significante, que deriva de
ciertas determinaciones sociales externas. Su teoría se funda en la idea de que el sujeto está
formado en el lenguaje por una serie de divisiones que constituyen la subjetividad sexuada y
cuyas represiones constituyen el inconsciente. De entre estas, el complejo de Edipo juega un
papel central, ya que sirve para situar al niño en el interior de las estructuras sociales y
sexuales del patriarcado. Para Freud y para Lacan, el orden que estructura la sociedad se
interioriza a través del complejo de Edipo; como ha escrito Juliet Mitchell, el complejo de
Edipo implica que “la reproducción de la ideología de la sociedad humana queda garantizada
por la forma en que se produce la adquisición de la ley por parte de cada individuo»14.
La versión lacaniana del complejo de Edipo consiste en una reescritura del mito freudiano de
acuerdo con un modelo lingüístico, según el cual el hijo asume el Nombre del Padre y asegura
así la perpetuación de la cultura patriarcal a través del control sobre sus estructuras
simbólicas. Para construir su modelo, Lacan se sirve de la descripción freudiana de la
disposición edípica. Según esta descripción, el niño varón y la niña comparten inicialmente
una misma historia, una historia bisexual previa a la fijación de la identidad genérica. Ambos
comparten a su madre como objeto de deseo, lo que equivale, en la fantasía, a tener el falo
que constituye el objeto del deseo de la madre. La prohibición del incesto, instituida en el
Nombre del Padre, pone fin a esta fase fálica, anclada en la ilusión de la completud sexual;
de este modo, el padre representa la intervención de la cultura que hace pedazos la díada
biológica «natural» y opera la represión del deseo por medio de la amenaza de castración.
Cuando el desenlace edípico es exitoso, cada niño elige como objeto de su amor a un
miembro del sexo opuesto y se identifica con uno de su mismo sexo: en este sentido, la
sexualidad aparece como la consecuencia desplazada y retrospectivamente aplazada de esta
temprana acción. Amenazado por la castración, el niño varón transferirá su amor edípico por
su madre a otro sujeto femenino, mientras que la niña transferirá su amor a su padre, que
aparece como poseedor del falo, y se identificará con su madre, que no lo tiene. La niña
luchará por «poseer» el falo, entablando así el juego de la sexualidad heterosexual, mientras
que el niño varón se esforzará por «representarlo». Los deseos del complejo de Edipo quedan
reprimidos en el inconsciente y, de entre estos, el más importante y significativo –el objeto
de la represión primaria- es la propia madre fálica. De ahí que el sentido, esto es, un «lugar»
en la estructura patriarcal, sólo se obtenga al precio del objeto perdido. La castración
consiste en la renuncia a la satisfacción, necesaria para asumir la identidad sexual`. En esta
carencia, efecto de una ausencia primordial (la unión diádica con la madre), basa Lacan la
instigación del deseo, que se diferencia del querer en que nunca alcanza la satisfacción. El
deseo es, pues, desviación; es ex-céntrico, está constantemente «forzado a alejarse de su
objetivo, a desplazarse»17.
Según Lacan, el complejo de castración «tiene la función de un nudo en [...1 la instalación en
el sujeto de una posición inconsciente» que predispone futuras identificaciones. Este
complejo proporciona una explicación estructural de cómo el sujeto alcanza un puesto seguro
en el patriarcado cuando asume una identidad como «él» o como «ella» que sirve para representar su sexualidad. Así, es posible considerar que la diferencia sexual se asigna y estructura
a través del lenguaje, que actúa en el Nombre del Padre; por esta razón, opera en el registro
de lo simbólico, conduce al interminable circuito de identidades institucionalizadas, de categorías psíquicas de la sexualidad, fundado sobre la represión primaria.
La castración fálica, no obstante, no es más que la instancia central de esta sujeción a la ley
externa. El parto y la pérdida también cumplen un papel en la subjetividad, la actitud sexual,
la adquisición del lenguaje, y el sentido del yo [sep] necesario para la reflexión consciente.
Lacan localiza el lugar donde se realiza esta división en los juegos lingüísticos que indican la
entrada del niño en el orden del lenguaje, que marcan la transición de un mundo de pura
experiencia sin mediación a un mundo de objetos ordenados por palabras. Especial
importancia tiene el juego fort-da del que habla Freud18, en el que el intento infantil por
controlar la ausencia de la madre se expresa en una oposición fonemática, sus desapariciones
y reapariciones se simbolizan por medio (le la ausencia y la presencia de un carrete de hilo.
En esta oposición localiza Lacan una condición necesaria para la simbolización que posibilita
la comunicación con los demás: únicamente por medio de la ausencia, por medio de la
pérdida de la plenitud de experiencia asociada con el cuerpo materno y previa a la sujeción al
orden paterno, puede tener lugar la representación. La representación, pues, es pérdida,
carencia y con ella da comienzo el juego del deseo. Lacan compendia estas relaciones en una
serie ternaria de términos; designa como lo Real aquella inmediatez inalcanzable que elude el
control de lo Simbólico, el orden del lenguaje y la representación, y cuyo retorno queda
conjurado mediante la fantasía y la proyección en lo Imaginario.
A lo largo de sus textos, Lacan se refiere a menudo a la rotación del sujeto alrededor de esta
fantasía de unidad y subraya la condición dividida y no cohesiva del sujeto, su dependencia
fundamental respecto del significante. Además, esta inestabilidad inherente subraya, según
Lacan, que se trata de un sujeto en proceso, producido en y por las modalidades del
lenguaje: si se constituye a través de los estadios formativos que subyacen a la adquisición
del lenguaje, esta estructuración no es definitiva, el sujeto se forma y re-forma
constantemente, toma una posición tras otra en cada acto de habla. Este flujo en el sujeto
tiene importantes implicaciones para la ideología, que trata de producir la apariencia (le un
sujeto unificado, enmascarando o cubriendo la división. Lacan vuelve una y otra vez sobre el
papel que desempeña la especularidad y sobre la mirada como garantía de una
autocoherencia imaginaria, lo cual tiene un evidente interés en el campo de las artes
plásticas.
Cuando el sujeto dirige su mirada a un objeto del mundo externo a su propio cuerpo, escribe
Anette Kuhn, «comienza a concebir el cuerpo como algo separado y autónomo respecto del
mundo exterior», permitiendo así la escisión entre sujeto y objeto que condiciona la inserción
lingüística. Pero el momento privilegiado del proceso de autoconciencia es la fase del espejo,
que tiene lugar entre los seis y los ocho meses de edad, cuando el niño percibe su reflejo
como una identidad independiente y cohesiva, que le hace localizarse en un orden que está
fuera de sí mismo y le suministra así la base para las futuras identificaciones. Lacan, sin
embargo, acentúa el hecho de que la aparente unidad no es más que una ficción múltiple
(«... esta forma sitúa la instancia del ego, con anterioridad a sus determinaciones sociales, en
una dirección ficticia... »): por una parte, cubre o enmascara la fragmentación del niño y su
falta de coordinación («perdido aún en su capacidad motora, totalmente dependiente») con
la integridad de una imagen, además de ser la imagen misma la que sitúa al niño y la que
divide su identidad en dos, en un yo y en un otro reificado. Por otra parte, este yo especular
sólo se confiere a través de la mediación de un tercer término, la madre, un otro cuya
presencia comunica un sentido, asegurando así su realidad. De ahí que la madre «conceda»
una imagen al niño en un proceso de <referencia»` que erosiona la supuesta unidad del
sujeto. Si la imagen del espejo, en su cohesión, suministra un modelo para la función-ego, si
ubica al yo en el interior del lenguaje, entonces lo está situando asimismo en una relación de
dependencia respecto de un orden externo que varía según el emplazamiento, de manera que
se da una ausencia de identidad fija. El sujeto queda «tanto excluido de la cadena
significante como "representado" en ella »21. Este yo especular, pues, es el yo social; el
sujeto de Lacan, como ha escrito Juliet Mitchell, no es «una entidad con una identidad»;
cualquier identidad que parezca poseer derivará únicamente «de su identificación con las
percepciones que los demás tienen de él»22 . El yo es siempre como un otro.
Para Lacan, la importancia de la fase del espejo se debe a que, al mostrar cómo la imagen de
nuestro primer reconocimiento es sólo un reconocimiento erróneo, una falsedad, es capaz de
revelar la naturaleza ficticia del sujeto centrado, «completo». El lenguaje pronto sustituirá a
esta imagen, al adquirir el significante un ascendiente sobre el sujeto, y lo capacitará para
ser representado en el interior de la matriz de la comunicación sociaí. Se trata de un proceso
de división y pérdida, tal como dijimos antes: la represión primaria, escribe Monique
David-Ménard, subraya de nuevo esta operación en virtud de la cual «la situación existencial,
eclipsada por el símbolo, cae en el olvido y, con ella, la verdad del sujeto>. Pero la
integridad, la completud persiste en el nivel de la fantasía como la verdad, o el punto de
certidumbre al que el sujeto apelará para completar su condición dividida. Lacan designa el
terreno de esta exigencia del sujeto como el Otro, se trata de una fantasía que se enfrenta a
la movilidad del lenguaje en tanto que lugar de producción de sentido y al dominio del significante sobre el sujeto. Pues si el sentido de cada unidad sólo puede ser determinado diferencialmente, por referencia a otro, no puede haber sentido último o certeza para el sujeto.
Y si la sexualidad está estructurada en el lenguaje, tampoco podrá haber, siguiendo un mismo
razonamiento, ninguna identidad sexual fija. Sólo mediante un especioso esencialismo puede
resolverse la inestabilidad o «dificultad» propia de la sexualidad: sólo cuando (como subraya
Jacqueline Rose) «se considera que las categorías varón y mujer representan una división
absoluta y complementaria [...] caen presas de una mistificación en la que la dificultad de la
sexualidad desaparece instantáneamente: 'disimular este hueco confiando en lo «genital»,
resolverlo mediante la maduración de la ternura [ ... J por buenas que sean las intenciones,
no deja de ser un fraude'. (Lacan, Meaning of the Johallus, p. 81 »>24. Precisamente, los
últimos escritos de Lacan se enfrentan a este falso esencialismo, a este «espíritu» opuesto a
la «materia» del lenguaje.
Los últimos textos de Lacan vuelven una y otra vez sobre una cuestión, imposible de contestar
para Freud: «¿Qué es lo que realmente quieren las mujeres?». Lo más radical de estos textos,
lo más «deseable» para el pensamiento feminista, es su insistencia en la pluralidad de
posiciones que atraviesan el lenguaje como su efecto constante, contrarrestando la oposición
convencional utilizada para representar la diferencia. En este tema Lacan sigue a Freud, que
se opuso a la noción de simetría en la formación cultural de los sexos, al sostener que el lugar
que ocupa la mujer en el sistema patriarcal excluye la complementariedad. La negación de
los impulsos sexuales polimorfos bajo la prohibición edípica, asegura que el lugar dominante
del padre en la sociedad sólo pueda ser asumido por el varón, por el heredero cultural de sus
leyes. No obstante, Lacan va más allá de Freud al «excluir» a la Mujer (la Femme), al declarar
su no existencia, su no universalización en el interior de la economía falocéntrica". «No hay
mujer que no esté excluida por el orden de las palabras, que es el orden de las cosas...»,
escribe. Y en los textos que dedica a esta cuestión calificará de fraude la sujeción de la
mujer a esas leyes que construyen al sujeto como masculino, sacando a la luz la
arbitrariedad, la impostura de esta posición.
Dos cosas son las que están en juego aquí: la una, la injusta adaptación de la mujer al canon
masculino; la otra, el papel específico como fantasía que desempeña en el mantenimiento de
este acuerdo sumamente arbitrario.
En los escritos de Lacan y en textos anteriores, en los de Freud, resulta evidente que el
marco de la expresión «complementariedad sexual» es masculino. A la mujer se la define (o
se la <deriva», como lo expresa Stephen Heath26) como diferencia respecto del hombre, y se
la juzga en función de la masculinidad determinante. Esta definición de la mujer como no
varón, como «otro», representa una renuncia a la especificidad femenina; excluye la heterogeneidad -o la verdadera heterosexualidad- en favor de la homogeneidad del dominio de lo
Uno27. Definida como «negativo» en función de los términos de polaridad sexual, la mujer
funciona como categoría frente a la que se consigue el privilegio masculino: el valor del dominio se incrementa a través del lugar negativo de la mujer. Esta reducción de la pluralidad al
canon falomórfico incapacita a la mujer para representar su diferencia, a la par que la obliga
a servir de espejo para el sujeto masculino, (le manera que su alteridad queda disuelta en lo
mismo. Esta es la razón de que, según Lacan, en el sueño (le simetría masculino no puede
haber «relación» entre los sexos, sino sólo «unión de contrarios, diferencias subsumidas en
una unidad».
Lacan, con su raigambre lingüística, atribuirá este privilegio tan poco razonable del falo a su
función como significante que rige sobre (produce) el sujeto, siguiendo así un camino
impracticable para Freud. En esta misma jugada, saldrá a la luz el malentendido sobre el que
descansa este privilegio. El falo, escribe, es «el significante encargado de designar como un
todo los efectos de un significado, en tanto que el significante los condiciona con su presencia
como significante». En este sentido el hombre, al igual que la mujer, está castrado, es parcial
en tanto que condición de la subjetividad: ambos están sujetos a un mismo «todo» o canon.
Tal como lo expresa Jane Gallop, el falo:
[ ... ] es tanto la (des)proporción entre los sexos como la (des)proporción entre
cualquier ser sexuado por el hecho de ser sexuado (de tener partes, de ser parcial) y
la totalidad humana. De modo que el hombre está castrado por no ser total, en igual
medida que la mujer está castrada por no ser un hombre. Cualquier relación de
carencia que el hombre experimente, carencia de completud, carencia de o en el ser,
se proyecta sobre la carencia de falo de la mujer, sobre su carencia de masculinidad.
La mujer es así la imagen de la <carencia» fálica, es un agujero. Por estos medios y
según estas proporciones fálicas extremas, el todo [whole] es al hombre como el
hombre es al agujero [hole]28.
En el sistema lacaniano este «significante último»-es el significante de la unión subyacente al
deseo. Asociado con el objeto perdido en la represión primaria, su imagen privilegiada es la
madre fálica, la madre pre-edípica, «aparentemente omnipotente», antes del descubrimiento
de su carencia significativa 29. Es a este primer objeto al que el hombre retornará en la
fantasía, por medio del desplazamiento del deseo a lo largo de la cadena metonímica, con la
intención de recuperar la completud, de redescubrir la plenitud, de negar su propia y
necesaria parcialidad a través de la proyección sobre el sustituto femenino. Lacan designa
este objeto como objet a, en referencia a l'Autre, el Otro, ese punto de certidumbre hacia el
que tiende la subjetividad. Dentro del juego del deseo, pues, la mujer es un fetiche -«lo que
llena el vacío», como lo llama Gallop- que se usa para contener la ausencia del objeto
original. La mujer, puente hacia la unión, hacia la negación (le la separación, se emplea para
comprender al sujeto masculino estable, unificado, negando su contingencia constitutiva. La
relación del hombre con el objet a es la fantasía: en tanto que proyección de una carencia, la
mujer, escribe Rose, funciona como un -síntoma para el hombre.
Al enfatizar el sometimiento de la mujer bajo la ley patriarcal, Lacan está poniendo de
manifiesto la dependencia de la autoridad masculina respecto de dicha condición negativa. Y
al mostrar la arbitrariedad de su asunción, basada en un valor «aparente» o visible, está
señalando su naturaleza infundada, ya que la mujer sólo puede definirse negativamente, sólo
puede elevarse a la verdad y hacer de soporte de la carga de la fantasía masculina, cuando
esta rígida oposición ha fijado los términos de la identidad sexual. Como tal, la mujer se convierte en el objeto mistificado, el Otro mítico, una esencia opuesta al producto material del
lenguaje. Sin embargo, dada la arbitraria construcción de la identidad sexual, dada la red
intersubjetiva sobre la que descansa y dada la incapacidad generalizada del falo, cualquier
ser hablante, sin tener en cuenta su sexo, tiene derecho a asumir el falo, a situarse en cualquiera de los dos lados de su divisoria. En tanto que sujeto en proceso, en el lenguaje, la
mujer es libre para ir a contracorriente de la anatomía y, con ella, de las pretensiones de una
esencia femenina, liberando su yo de los términos fijos de la identidad mediante el reconocimiento de su producción textual. Y frente a esta movilidad Lacan «sitúa» la hipóstasis de
la cultura falocéntrica occidental, con sus «efectos» opresivos y avasalladores, a la que califica de fraude.
Numerosos artistas han asumido el proyecto de Lacan como una exhortación a la «desfalificación», a asumir críticamente el falo con el objeto de desgastar sus poderes poniendo de
manifiesto el privilegio arbitrario sobre el que descansan. Esta práctica se basa en la asunción
de una posición teórica tradicionalmente negada a las mujeres en la sociedad occidental;
debe advertirse, no obstante, que algunos de sus seguidores son varones, conscientes del
papel que juega su propia sexualidad en las relaciones entre representación y poder. Los
cuatro artistas a los que me referiré a continuación, son sólo una muestra de todos los que
están comprometidos en la exploración de las áreas deliberadamente ocultas que existen en
el terreno de la subjetividad.
Dada su amplitud teórica, su complejidad textual y la exhaustividad de su análisis, el Post
Partum Document (1973-1979) de Mary Kelly resulta esencial. Se trata de un informe multimedia dividido en seis secciones y 135 partes sobre los primeros seis años de la relación
madre-hijo. La obra, cuya materia principal es el propio hijo de la artista, comienza con el
nacimiento del bebé y termina con su inscripción en el orden humano; entre medias, va
bosquejando los procesos de formación del lenguaje, del yo, y de la posición sexual tal como
están definidos en la sociedad patriarcal. En su ordenada disposición de tablas de
alimentación y pañales, chaquetitas de bebé, diarios y marcas de palabras, el Document
podría considerarse un informe sencillo, pero obsesivo, del desarrollo del niño- Sin embargo,
las notas teóricas de Kelly y el lugar que asigna a las fantasías maternas lo instalan en otro
contexto, al argumentar en favor de la maternidad como un momento específico de la
feminidad construido en el interior de los procesos sociales".
A lo largo de las seis partes, las asociaciones de la madre y el niño, las posiciones sociales y
psíquicas que ocupan, van cambiando a través de la estructura de la relación que los une, en
modelos recíprocos de acuerdo con factores internos y externos. De ahí que los distintos estadios del Document tracen el mapa de la constitución de la identidad femenina a través de los
diversos momentos del desarrollo del niño: de la misma manera que lo que se muestra del
niño es su formación social, su ubicación en el interior de la red humana por medio de
procesos decisivos de adquisición del lenguaje, también la forma en que Kelly se ocupa de sí
misma sugiere que tampoco la subjetividad femenina puede ser entendida al margen del
contexto intersubjetivo de su formación.
La decisión de Kelly de no emplear representaciones directas del cuerpo de la mujer sirve a
un doble propósito: por una parte, constituye una protesta contra la utilización del cuerpo
como un objeto y contra su apropiación por parte de la doctrina sexista de la feminidad esencial. Por otra, trata de localizar la feminidad en el ámbito del deseo, que se va liberando gradualmente a través de una serie de catexis psíquicas. La mirada de representaciones verbales
y visuales -los trozos de edredón, los moldes de las pies y las manos del niño, las chaquetitas
de bebé y las muestras de garabatos infantiles- funcionan como emblemas del deseo de la
madre; en combinación con el discurso analítico, trazan y elucidan el flujo cambiante de plenitud, parto y pérdida que incluye la relación maternal con el niño.
De hecho, el Document localiza la feminidad materna en el placer narcisista de identificación
con el niño, una identificación que, a través del falo, sirve para suplementar su lugar
negativo. La experiencia de «tener el falo» corresponde al orden de lo Imaginario y es fruto
del reconocimiento erróneo del niño como algo perteneciente al cuerpo de la madre. La necesidad última de división, requerida tanto por los procesos de maduración del niño como por
la prohibición edípica que imponen el Padre y la Ley, quiebra esta fantasía de unión. La
relación se vuelve inestable y aparecen dificultades ocasionadas por la incapacidad de la madre para aceptar al niño como un «todo», como algo a-parte, y no como una parte de ella
misma. Para la madre, la pérdida del niño representa la renuncia a la plenitud y la
reafirmación de su propia carencia, por lo que tratará de compensar esta pérdida
sustituyendo al objeto Imaginario por una variedad de emblemas del deseo.
En un criptograma de la feminidad maternal, Kelly reescribe el diagrama de Lacan S/s como
¿Qué quieres?/s, instalando a la madre en la posición de ese Otro que posee el privilegio de
responder a las demandas del niño. Tal como Kelly advierte en sus anotaciones, esta fórmula
es un síntoma del deseo de la madre de seguir siendo el Otro Omnipotente del período
pre-edípico; la dependencia respecto del Significante se abandona gradualmente en las tres
primeras secciones del Document que exploran la separación post-partum tal como la
describe Lacan`. El final del período de lactancia materna, por ejemplo, queda documentado
por los análisis (le muestras fecales, que van midiendo el incremento gradual de la ingestión
de alimento sólido. La segunda parte atraviesa el abandono de la holofrase, cuando el discurso temprano, intersubjetivo, inherentemente dependiente, en el que la madre completa e
interpreta las declaraciones de una sola palabra del niño, deja paso a la formación de un
discurso modelado de manera independiente. La separación física (el abandono (le la díada)
queda documentado en la tercera parte, primero mediante la intervención del padre, más
tarde, con los primeros días del niño en la guardería. Las tres partes conforman una secuencia
interrelacionada de divisiones que abarcan la sexualidad, la representación y el lenguaje. El
abandono de la holofrase, por ejemplo, culmina en la declaración grabada de una frase
completa del niño, «mira al nene (mirándose en el espejo)», que señala el final de su identificación imaginaria con la madre. Como ha advertido Margaret lverson, la formación de un
ego independiente en esta fase implica una serie triple de identificaciones con otro -la fase
del espejo, el lenguaje de otro y el padre- que se expresa en el deseo del niño (varón) de
ocupar el lugar de su padre". Todos estos signos van marcando el proceso de diferenciación
del niño. Todos ellos pueden percibirse como amenazas para la identificación narcisista de la
madre.
La documentación restante abarca la progresiva exteriorización del niño, así como la pérdida
recíproca, y la sublimación de la pérdida, por parte del otro. Este proceso culmina en la sexta
parte, que recoge los esfuerzos del niño para aprender a leer y escribir, y finaliza con la
escritura de su propio nombre, que marca su adquisición del lenguaje y su conciencia del
lugar que le corresponde dentro del orden simbólico. En esta parte final, la madre y el niño
reciben sus posesiones definitivas en un marco de relaciones sociales, más que psíquicas, un
contexto marcado por la completud y la pérdida definitiva. Según Lacan, la situación materna
consiste en una reactivación de la experiencia infantil (le la castración; constituye una suerte
de repetición del itinerario femenino a través del momento edípico y a través del
reconocimiento de su posición negativa. De ahí que el trabajo de Kelly muestre los cambios
psíquicos a través del lenguaje y la representación, haciendo fracasar así la supuesta fijeza de
la identidad. Sin embargo, lo más importante de todo este proceso es lo que el Document
aporta en relación a la naturaleza y la función de la representación.
Según la teoría psicoanalítica, el fetiche es ni¡ objeto, sustituto, empleado para negar -y con
ello reconocer- el hecho de la castración de la mujer. Concebido habitualmente como una
práctica típicamente masculina, el fetichismo aparece aquí como un proyecto femenino, ya
que los moldes de las manos, los jirones de edredón y las marcas de palabras representan un
intento de negar, por medio de catexis psíquicas, la pérdida del niño-falo. Los objetos
sustitutos intervienen como un esfuerzo por suturar la pérdida, para contener o apaciguar
psicológicamente la ansiedad de la castración. Con todo, Kelly sitúa esta práctica en un
contexto mucho más amplio al defender la naturaleza fetichista de toda representación, que
se basa en la inevitable escisión entre sujeto y objeto. Y puesto que es por medio de estas
representaciones como el niño y la madre reciben sus posiciones -la madre su posición
definitiva (le carencia, lo que el Document nos presenta es una analogía con los procesos de
representación, por medio de, los que se, asigna una posición social a los sujetos
individuales". Aunque los primeros documentos describen la situación psíquica de la madre a
través de las relaciones familiares y muestran su fundamentación en la estructura
inconsciente de la fantasía, las notas a pie de página de la parte sexta exponen la
construcción de la madre a través de instituciones y discursos sociales -por medio de malos
colegios, problemas de vivienda, o cuestiones de economía y salud que definen sus
responsabilidades como madre- En la parte analítica de la obra de Kelly, hay una
argumentación muy interesante acerca de la construcción social de la subjetividad que
conlleva una brillante acusación en contra de los discursos que postulan una feminidad
esencial.
Debemos situar la práctica de Kelly en la historia del movimiento de las mujeres, en el
momento específico de mediados de los setenta en el que las feministas británicas se
volvieron hacia el psicoanálisis. De forma parecida, también la formación histórica de la obra
de Victor Burgin se explica a partir de las prácticas conceptualista y postconceptualista, por
un lado, Y de los debates centrados en torno a lugar del sujeto individual en la representación
que ocupaban las revistas de cine Inglesas, por el otro.
Aunque a mediados de los setenta Burgin se dedicó a la crítica de las relaciones de clase y de
las estructuras Ideológicas, esta actividad se ha ido «desplazando» en época más reciente
hacia el terreno de la sexualidad y hacia la investigación de las relaciones que existen entre
sexualidad y poder`. Su proyecto representa un análisis muy amplio, construido a través del
estudio de la práctica fotográfica, del papel de las estructuras psíquicas en la formación de la
realidad cotidiana y de la función particular que desempeña la fotografía como aparato
ideológico fundamental. Hay (los elementos de especial relevancia en este estudio: el
primero, el nivel que alcanza la infiltración de la memoria, la fantasía y otras operaciones
primarias, en el acto de mirar, y el modo en que estas operaciones definen la dimensión
discursiva de este acto; el segundo, el modo en que el propio aparato fotográfico refleja
estructuras inconscientes de fascinación, construyendo y reforzando así al sujeto en una
posición masculina. Aparece así, implícita en estas prácticas, una impugnación de la
neutralidad de la representación, una exposición de cómo la «voz codificada como masculina
de la opresión sexual [es] el arquetipo de todos los discursos opresores», que se inscriben en
la práctica significante que impera en nuestra sociedad.
En efecto, el trabajo de Burgin se dirige en contra de una concepción de carácter íntimamente formalista en virtud de la cual la práctica fotográfica sería un medio «puramente
visual» y la fotografía un reflejo transparente de su tema u objeto. Estas concepciones suministran el marco del discurso de-la neutralidad fotográfica, basado en la adecuación de
imagen y sentido; frente a este, Burgin entiende la imagen como forma discursiva cuya
«lectura» emite, envuelve y engrana de diversas maneras «textos» psíquicos, sociales e
institucionales. El punto de apoyo de este enfoque lo constituye la relevancia que se otorga a
la producción de sentido y a la relación de la fotografía con el lenguaje: «... incluso cuando
se contempla una fotografía a la que no acompaña ninguna inscripción», señalaba Burgin en
una entrevista recientemente publicada, <siempre hay un texto que se abre camino -de forma
fragmentaria, en la mente, por asociación. Los procesos mentales intercambian imágenes por
palabras y palabras por imágenes... »38, combinándose con registros latentes de la fantasía,
de forma que amplifican y transforman la «forma visual». Las fotos se aprehenden por medio
del lenguaje, ya sea por medio de las operaciones radiculares por las que hacemos que las
imágenes «tengan sentido», o por medio de trayectorias inconscientes, más complicadas, que
inevitablemente, conducen al establecimiento de alguna conexión. Esta naturaleza « escripto
-visual » define la fotografía según su uso social", al margen de las constricciones visuales o
formales que caracterizan su práctica artística. Lo que con todo esto se pretende indicar, es
que el sentido no es algo que pueda localizarse dentro de la imagen, como si fuera una
característica preexistente o expresa, sino que es algo que se desplaza continuamente hasta
un tejido intertextual cuyas elaboraciones son comparables a los mecanismos de los sueños.
Freud describía el sueño como un jeroglífico, en el que las operaciones de condensación y
desplazamiento, de consideración de la representación y segundo examen, aseguraban que
las formas inconscientes inscritas en los elementos visuales podían ser descifradas. A partir de
la lacónica estructura de los elementos manifiestos, se despliegan cadenas de asociaciones y
referencias fluctuantes que «se diseminan [ ... ] por la intrincada red del mundo de nuestros
pensamientos: consciencia, ensoñaciones subliminales, pensamiento preconsciente, el
inconsciente -el camino de la fantasía» (Burgin). Es este el contexto en el que Burgin emplea
imágenes en blanco y negro -que acentúan la índole legible de la fotografía- y dispone la
imagen y la copia superpuesta en una relación desplazada o ex-céntrica. Esta relación oblicua
participa de la utilización publicitaria o periodística de la fotografía y, al mismo tiempo, la
critica; se trata de un uso en el que el texto verbal sirve para fijar o regular el sentido, de tal
manera que la imagen se produce como realidad para el sujeto. La relación directa y
redundante entre imagen y texto coloca al lector en una posición pasiva, en vez de activa,
como consumidor -y no como productor- de sentido. Esta confirmación y este reforzamiento
de las posiciones de sujeto ha hecho de la fotografía un instrumento primordial de la
ideología, que colabora así en la imposición del orden de dominación. La estructura evasiva,
intrínsecamente disyuntiva de los textos de Burgin hace que se establezca una
intertextualidad productora de sentido, que insta al lector a intervenir activamente en la
obra.
Al negar el objeto fijo y autosuficiente que constituye la imagen fotográfica, Burgin rechaza
también su complemento, el sujeto trascendental. Asimismo, afirma: «una imagen debe
re-presentar, reactivar y reforzar los sentidos que componen esta red [psíquica] [ ... ] es el
campo pre-constituido del discurso el que constituye aquí el "autor" sustancial: tanto la
fotografía como el fotógrafo no son más que sus productos; y en el acto de ver, también lo es
el espectador». Tanto el sentido como el sujeto se producen por medio de la representación,
como función de las operaciones textuales: nos encontramos de nuevo con la cuestión, ya
familiar, del sujeto como un efecto del significante.
No obstante, si se pretende tomar en consideración la construcción de este sujeto, es preciso
afrontar también el papel de cómplice que desempeña el propio sistema de representación en
todo este proceso. La actividad vinculante por la que el sujeto queda ligado al discurso en un
momento de identificación está siempre implícita en el sistema técnico como una condición
previa de su eficacia. Y el proyecto de Burgin no sólo investiga los medios a través de los
cuales el discurso de la fotografía y su aparato representacional, la cámara, construyen al
sujeto, sino también la específica forma de subjetividad que de ello resulta. Una ojeada
superficial es suficiente para advertir que se trata del tema central, singular y unificado del
discurso humanista, que se sitúa en una posición de dominación o de control sobre la escena
representada. Basada en la camera obscura del Renacimiento, la representación fotográfica
implica simultáneamente una escena o un objeto enmarcado y un punto de vista
determinante: a través de un «engaño sistemático», la perspectiva unidireccional de la lente
«dispone toda la información según ciertas leyes de proyección que sitúan al sujeto, como
punto geométrico de origen de la escena, en una relación imaginaria con el espacio real» (las
cursivas son mías). La escena emana desde (y vuelve hacia) esta posición determinante que
ocupa la cámara y que el espectador adopta en el acto de mirar. Es la transparencia atribuida
al medio la que confiere la ilusión de naturaleza, borrando la fabricación de la imagen bajo
una apariencia de objetividad. De ahí que Burgin pueda establecer que «el sistema de
perspectiva de la representación representa, ante todo, una mirada»41, que implica un sujeto
y un otro reificado.
Al igual que ocurre en la relación entre el que mira y este objeto, también su relación con la
ideología se establece de manera similar, ya que este sujeto, en tanto que producto histórico,
está íntimamente ligado con la ideología y el desarrollo del capitalismo. El sentido de individualidad determinante, de sujeto que domina a través de aparatos tecnológicos, legales y
sociales, moldea la aproximación capitalista a la naturaleza y, tras ésta, a la humanidad. Por
lo tanto, no resulta sorprendente hallar este sistema de perspectiva inscrito en el interior de
los mismos aparatos reproductivos -la fotografía y el cine- que coinciden con y apoyan a la
ideología del capitalismo. Tal como observa Laura Mulvey, la cámara es un medio que
produce la «ilusión de un espacio renacentista», sometiéndolo así a la mirada masculina
determinante y a «una ideología de la representación que gira en torno a la percepción del
sujeto»42. Sin embargo, para encontrar la clave de esta eficacia, de la preponderancia social
de las modalidades reificadoras de dominación, hay que remontarse más atrás, a las
estructuras psíquicas de la fascinación.
El acto de mirar, nos dice Freud, no es neutro; está siempre implicado en un sistema de control. Freud consideraba los placeres sexuales de la mirada como un impulso independiente, la
escopofilia, que asume tanto formas activas como pasivas. En Una teoría sexual, estudió la
coexistencia y alternancia de estas formas en los niños, así como el predominio social de una
de ellas. Así, mientras el voyeurismo denota el placer experimentado al enfrentarse a otro -al
someter al otro a una mirada distanciada y determinante, el deseo de ser simultáneamente
objeto y sujeto de la mirada es lo que caracteriza el exhibicionismo. Lo que constituye o
diferencia el impulso es el modo en que el sujeto se ubica a sí mismo en el seno de su
itinerario. Estas implicaciones psíquicas pueden hallarse en los análisis de Lacan, que
distingue entre el movimiento narcisista de la fase del espejo, que consiste en la catexis
erótica de la propia imagen unificada, y el impulso inherentemente sádico del voyeur. No
obstante, ambas prácticas están conectadas por su función imaginaria común de repeler o
soslayar la carencia por medio de la catexis de la auto-coherencia; en este sentido, puede
considerarse que ambas cumplen una función inherentemente fetichista.
La conformación social de lo escópico se hace patente en los regímenes de especularidad que
la ideología refuerza; podemos advertir, por ejemplo, las dimensiones narcisistas con las que
cuenta el consumo, que invocan una imagen ideal a través de la adquisición de objetos Y se
aprovechan del brillo de las superficies fotográficas, que funciona como eco de la fascinación
estructural del espejo. Por otro lado, también es posible apreciar cómo el orden dominante
otorga cierto poder a una ideología del espectáculo en virtud de la cual una parte de la
sociedad se representa a sí misma ante la otra, reforzando así la dominación de clase`. Según
la división del trabajo que impera en nuestra sociedad, serán las mujeres quienes asuman
esta posición de «otredad»; las estructuras del mirar y del ser mirado, junto con la
conservación y satisfacción del ego que las acompañan, se corresponderán con la diferencia
sexual. La construcción de estas estructuras en y por medio de la representación está bien
documentada en los estudios sobre el cine, en los que se pone de manifiesto cómo la mirada
masculina, inscrita a través de estereotipos y estrellas del espectáculo, y la díada formada
por una mujer silenciosa y un varón activo, articulan a la mujer como espectáculo, como
imagen, como escritura del deseo masculino. Sin embargo, el espectro que cubren estas
estructuras es muchísimo más amplio. A través de la publicidad y la fotografía del mundo de
la moda, a través del fotoperiodismo, a través también de las instituciones del arte y de las
normas de urbanidad, circula insistentemente un mismo patrón, la inscripción cultural de las
posiciones del sujeto. John Berger, al describir la im-posición de la mirada masculina,
escribía: «Los hombres actúan mientras que las mujeres aparecen» ". Este desahucio de la
mujer espectadora tiene su paralelo en la exclusión de la mujer del lenguaje. A lo largo de
todo el espectro social, pues, se ha construido una serie de oposiciones entre sujeto y objeto,
observador y observado, poder y opresión, hablante y hablado.
Burgin es perfectamente consciente de la complicidad de la cámara en esta representación
negativa de la mujer, lo cual resulta evidente en su Olympia (1982), una de cuyas imágenes
repite, en un juego interno, el conocido diagrama lacaniano de la designación social de la
diferencia. De las dos puertas de los cuartos de baño sexualmente marcadas, la de las
mujeres aparece abierta para mostrar al fotógrafo con su cámara reflejado en un espejo,
otorgando al aparato fotográfico los atributos del voyeurismo. El brillo del espejo juega con
el potencial narcisista inherente a las fotos, así como su encuadre reitera la función autorizadora que poseen; la puerta abierta indica la apertura de la mujer, en una sociedad patriarcal, a la penetración y al sometimiento a la mirada masculina. Una serie de referencias inscribe esta posición en la literatura y en la pintura: en una de ellas, Burgin se, apropia de un
detalle de la Olimpia de Manet, indicando la utilización del desnudo femenino como un objeto que está ahí para ser observado y poseído: en otra, la alusión es a la muñeca mecánica Y al
voyeur de El hombre de arena, de Hoffmann, tal como lo estudia Freud. Así pues, Olympia
afronta la cuestión del papel que desempeña la mujer bajo el orden falocéntrico, y a través
de sus aparatos técnicos, en el afianzamiento de la unidad masculina.
Burgin ha sacado abundante partido de esta ecuación establecida entre la vigilancia y el
impulso sádico del voyeur. En Grenoble (1981), el texto fotografiado que aparece en una de
las imágenes describe esta sujeción, al igual que la asunción masoquista por parte de la mujer
de la posición masculina: <en las grandes fábricas las costureras estaban bajo vigilancia. La
supervisora y el ruido impedían tanto las canciones como la conversación» (la cursiva es mía).
Una serie anterior, Zoo 78, mostraba esta vigilancia de las mujeres como «la forma más
visible y socialmente sancionada de esa vigilancia más encubierta de la sociedad en general,
que se ejerce a través de los organismos del Estado». Zoo, or letters not about love de
SchIovski, escrito en Berlín en los años veinte, suministra las referencias textuales apropiadas
para los trabajos que contraponen el Berlín dividido actual y la ciudad sexualmente cargada
de antes de la guerra. Ambos títulos evocan una zona del centro de Berlín llamada «Zoo»
debido al Zoologischer Garten, (que hoy se encuentra rodeada por burdeles y locales de
peep-show y tangencial al Muro, una edificación jalonada por las mirillas de vigilancia. La
fotografía de la izquierda en Zoo IV «cita / exhibe» una mujer desnuda en una plataforma
giratoria, rodeada de cabinas desde las que se la puede observar; el texto que la acompaña
contiene una descripción de Foucault de una prisión panóptica-. De esta forma Burgin se hace
cargo de las implicaciones sexualmente satisfactorias y dominantes de la mirada,
«enfocando» a la mujer, objeto central de las miradas en el capitalismo, como arquetipo de
la opresión (masculina). Con todo, el papel de la mirada en la circulación del deseo también
se afronta en la fotografía que se encuentra a la derecha, y que muestra un cuadro
enmarcado de la Puerta de Brandenburgo, símbolo del Berlín no dividido de antes de la
guerra. En tanto que imagen inscrita con fuerza en el imaginario popular, la puerta funciona
como objeto perdido; de ahí que su imagen sirva de fetiche, que valga para conmemorar, y
para negar, la división política. Los encuadres y el tipo de disposición que emplea Burgin
vinculan esta fantasía de compleción a su complemento sexual, puesto que las aperturas de
las cabinas y del muro, la perspectiva de ojo de cerradura y los elementos internos repetidos
en ambas imágenes muestran cómo la mujer y la puerta desempeñan papeles similares en la
sexualidad y en la política. Mediante un proceso de analogía, pues, Buron desipa a la mujer
como objeto de deseo, un objeto de fantasía que sirve para suturar la rasgadura, para
completar la carencia de la subjetividad masculina.
También Silvia Kolbowski se ha ocupado de la producción cultural de posiciones del sujeto.
Sus apropiaciones y manipulaciones de imágenes de los medios de comunicación, la mayor
parte extraídas de la fotografía del mundo de la moda, colocan en primer plano, en una
lectura crítica, la construcción y el reforzamiento cotidianos de la sexualidad a través de los
«modelos> sexuales de la sociedad. La supuesta inmediatez de la imagen -su «naturalidad” o
«apariencia de realidad»- aparece contrarrestada por las estrategias mediadoras subyacentes,
que apuntan hacia las mediaciones de la ideología y las estructuras psíquicas inconscientes.
Construidos por medio de secuencias de imágenes discretas, pero relacionadas, los juegos de
Kolbowski con las imágenes constituyen una suerte de analogía del juego verbal y muestran
una fundamentación común en el lenguaje, una sujeción común a sus leyes arbitrarias.
El cuerpo femenino, tal como aparece a lo largo de su obra, nunca es neutral, nunca es
natural; está siempre delimitado, reclamado y figurado por medio del lenguaje, inscrito en un
sistema de diferencias que define el orden masculino dominante. En la primera imagen de
una serie que fragmenta el cuerpo femenino (Ato del Pleasure), la asignación y
establecimiento de posiciones dentro del contexto del mirar, mostrando a la mujer sujeta a la
mirada determinante masculina. La mujer es mostrada, como escribió Lacan, para ser
«inscrita en un orden de intercambio en el cual ella es el objeto del cambio», un orden que
«literalmente la somete»; la conexión de la figura de la mujer con la condición de
ser-mirada, funciona así como un índice de la ausencia de una subjetividad disponible para la
mujer. Las distintas fotografías del mundo de la moda se reubican en este contexto analítico
y, así, revelan el reforzamiento representacional común, naturalizado, de una condición
sexual construida. De las siete imágenes que componen la serie, cinco de ellas muestran
mujeres semi-ocultas, una de ellas tras una persiana, las demás, tras unos delicados encajes
en forma de red. Las cuadrículas trazadas sobre esos rostros femeninos, definen sus
superficies como la sede de ciertas operaciones ideológicas, mientras que el aspecto
reticular, como de ventana, de la pantalla que vela a la mujer centra la atención sobre la
condición de objeto de la mirada. Esta definición de la mujer dentro del terreno de la
especularidad masculina se hace explícita en un plano único en el que aparece un hombre
mirando fijamente a una mujer cuya visión está ocluida (velada) por unas gafas oscuras. El
hecho de que esta mujer pueda recibir la mirada, pero no devolverla -que sea quien la
soporta y no quien la origina- se hace patente en la manera en que sus ojos velados se dirigen
fuera del marco, su mirada queda cortada por el encuadre o, en el caso de la sexta imagen,
totalmente cegada, denotando así la mistificación de la mujer por parte del hombre. El
encuadre significa aquí la autoridad del otro y desempeña la función de afianzar la
coherencia masculina. La posición de dominancia se reafirma en la séptima imagen, en la que
una mano de hombre roza la boca velada y sonriente de una mujer, invertida para dibujar una
analogía entre la mirada femenina y la mujer hablada. En la obra de Kolbowski está implícito
el que la mujer, dentro del orden patriarcal, no habla, sino que es mirada de diferentes
maneras, imaginada y cosificada 45, de suerte que funciona como significante para su otro. Sin
embargo, Kolbowski también da a entender que este voyeurismo se transforma, en el caso de
la espectadora femenina de la fotografía del mundo de la moda, en narcisismo, en la medida
en que la espectadora se identifica con el objeto de la mirada reflejando así el narcisismo
constitutivo de la sexualidad femenina.
Kolbowski se ha ocupado en otra parte de este deseo de convertirse en «la imagen que capta
la mirada masculina»46 . En una serie sin título de 1983, elaborada también a partir de
revistas de moda, los retratos de mujeres duplicadas en espejos aparecen cortados por
imágenes que representan la división sexual. Esta escisión en el sujeto se elabora a la sombra
del ego masculino, como resulta evidente a partir de las manos, sombras o pies (el sustituto
típico del pene) masculinos que ocupan la periferia de la escena. Una foto aislada, que se
repite, pero que también se suprime según una cierta pauta, muestra en la tercera imagen
una división entre el vacío y la sombra masculina y, en la quinta, la sombra masculina
aparece contrapuesta al rostro de una mujer con la cabeza inclinada hacia abajo y los ojos
cerrados. Desde la primera a la última imagen resulta evidente que KoIbowski aborda el
emplazamiento cultural de la mujer, que la confina a una posición de «sumisión», ya que en
todas aparece una mujer marcada, verbalmente definida o, lo que es lo mismo, acotada por
la perspectiva masculina.
Lacan definía la relación de la mujer con el término fálico (y con la sexualidad en general)
como una mascarada: es precisamente el proceso que, al construir la feminidad en referencia
al signo masculino, asegura su falta de identidad, el que provoca un esfuerzo correspondiente
por cubrir o disfrazar esa carencia fundamental. De esta manera, como se nos dice en The
Meaning of the Pliallus, “la intervención de una "aparición" [ ... ] funciona como sustituto de
la "posesión", de tal suerte que la protege por un lado y enmascara su carencia por el otro,
produciendo así la completa conversión de las manifestaciones ideales o típicas del
comportamiento de ambos sexos [ ... ] en una comedia». El deseo de la mujer de ser el falo,
el significante del deseo del otro, la lleva a «refugiarse bajo esta máscara», con la «extraña
consecuencia» de que «la propia exhibición viril aparece como femenina». De ahí que la
ostentación, o la ubicación en un primer plano de la feminidad que lleva consigo el arreglarse
o «disfrazarse» de objeto de la mirada masculina evoque, a través de su encubrimiento, la
ausencia constitutiva de la mujer en el orden patriarcal.
Las implicaciones de la mascarada como una representación del deseo masculino pueden
apreciarse en la tercera obra de Kolbowski acerca de los objetos parciales, The Everything
Chain (1982). En esta serie de fotografías dividida en tres partes que aborda la imaginería del
pie, Kolbowski se enfrenta al modo en que el sujeto femenino se «arreglará» (s' appareiller)
en función de lo que «hace que los cuerpos se emparejen» (s'appairer)". El retruécano de
Lacan, que juega con los términos «apariencia», «aparato» y «emparejamiento» como función
vital que subyace a la diferenciación, constituye la base del primer panel del tríptico en el
que una gama de partes de mujer -dos pies, un cuello, una mano- aparecen decoradas,
disfrazadas, o 4eminizadas» en general, por una cadena serpenteante. La serie de partes
corporales indica la serie de objetos sustitutos a través (le los cuales circula el deseo en su
catexis narcisista, así como la localización del origen del deseo en el (eternamente ausente)
signo masculino. En este panel, pues, está implícito el modo en que el sentido se fija o se
erige en el orden de lo simbólico. En el tercer panel, en cambio, este «ordenamiento» de la
sexualidad aparece contrastado con su inestabilidad o deslizamiento perpetuo en el
inconsciente -con el alejamiento simultáneo, en el seno del lenguaje, respecto de esas
posiciones de coherencia que Lacan denomina significancia. Una serie de fotografías de moda
muestra pies calzados con tacones altos que resbalan, bajo el borde de un vestido, o que
tropiezan precariamente en la calle, a la sombra de pies masculinos. De ahí que los dos
paneles de Kolbowski puedan ser considerados exponentes de la dimensión doble y
«dificultosa» de la sexualidad en el interior del lenguaje -su construcción y reforzamiento por
una parte y su continua evanescencia por la otra.
Que el deseo, que opera por medio de una secuencia de-desplazamientos metonímicos, es
siempre deseo masculino, se hace patente en el panel central: así como el deseo se desplaza
a lo largo de la cadena significante de la mano hasta el cuello o el pie, en tanto que objetos
sustitutos, así va trazando una senda desde la pierna «moldeada» hasta la pierna «esculpida»
y hasta aquella que, finalmente, es « ansiada »". Estos objetos son sólo suplentes,
significantes para el significante último, el falo, que, como afirma Lacan, «sólo puede
desempeñar su papel cuando está velado», cuando aparece desplazado respecto de su
objetivo original. La carta que aparece en la esquina inferior izquierda refuerza la impresión
de que existe un sentido velado u oculto: «Había algo que ella ansiaba/esculpía; algo que
arrojaba su hechizo sobre mí/ tenía un precio, aunque aún permanecía / mutilaba fuera de
escena / oculto... Al aludir al falo, la carta expresa el discurso de la histérica, que rechaza la
fijación de la diferencia y oscila entre posiciones masculinas y femeninas, amenazando con su
heterogeneidad la homogeneidad del orden falocéntrico. Ella está hablando a través de su
cuerpo / lenguaje del falo que <arroja> su hechizo, pero sólo al precio de la especificidad
femenina, del sacrificio de la satisfacción; de aquello que, en su actividad «oculta» o velada,
sirve para violar o mutilar a la mujer, excluida (censurada) por la doctrina falocéntrica. Y
habla también de cómo se privilegia, a través de la concepción propia del orden masculino, lo
«visto», de forma que la mujer queda definida como un agujero, algo incompleto, carente. El
hecho de que se trata de un discurso femenino, que se plantea desde una posición inestable,
queda claro gracias a la imagen de una mujer leyendo una carta que aparece en el tercer
panel. Pero también puede entenderse como una repetición del precepto lacaniano de
prestar atención a la materialidad del discurso -a la «letra» más que al «espíritu»- evitando
las oposiciones fijas de la sexualidad de corte esencialista. De allí que la serie de Kolbowski
exhorte a las mujeres a hacer frente a las estrategias representacionales que construyen la
sexualidad, constituyendo a la mujer como una colección de sentidos, y a la violencia que
conllevan.
También Barbara Kruger apunta hacía la desfalificación, poniendo de manifiesto el obsceno
privilegio de la autoridad masculina. Sus grandes obras fotográficas en blanco y negro,
basadas en pósters, carteles de cine y distintas imágenes de anuncios, utilizan las
convenciones gráficas y sociales en su propia contra para desenmascarar la estructura
patriarcal que sostiene la opresión. En sus fotografías hay, implícitos, ciertos juegos con los
códigos que operan tanto en las comunicaciones de masas como en las construcciones
sociales, que pretenden quebrar lo que, a través de la fotografía, había sido naturalizado
como un sentido estable, como una verdad. El tono acusatorio de los textos superpuestos
sobre las imágenes actúa como un corrosivo sobre los modos de identificación establecidos
por el discurso dominante, desafiando la construcción del sujeto masculino unitario y permitiendo una nueva toma (le posición de la subjetividad femenina. De ahí que el proyecto de
Kruger pueda verse como parte de un frente común en contra de las convenciones
institucionalizadas que proponen la subjetividad masculina como la única posición disponible
y colaboran en el control de la sexualidad de las mujeres por medio de su reducción a
modelos patriarcales.
Elaboremos una breve descripción: todas las obras de Kruger emplean imágenes apropiadas de
distintas fuentes de los medios de comunicación, imágenes que han sido retocadas y también
ampliadas hasta adquirir unas dimensiones amenazadoras. El blanco y negro, junto con su
calidad uniforme, acentúan su funcionamiento como textos que han de ser leídos, de manera
que dan fe, de un modo parecido al de Burgin, -de la naturaleza lingüística de la
representación. Las imágenes muestran mujeres «expuestas» según las manidas convenciones
de la representación popular -como icono, como espectáculo, como “la silenciosa figura
estereotipada que fija la mirada masculina”. La figura de la mujer aparece aquí como una
construcción del «otro» social; lo que late en estas formas estáticas y aletargadas, a menudo
dotadas de un glamour adecuado a la «feminidad de la moda», es la fetichización de la mujer
en orden a aplacar la castración, y el papel de las fantasías masculinas en la formación de un
ideal femenino. Los textos superpuestos sobre las imágenes articulan, con letras llamativas,
una exhortación femenina que opone un «nosotras» femenino a un «tú» masculino (en frases
como «no vamos a hacer de naturaleza frente a tu cultura», «has construido la categoría de
persona desaparecida», «tu mirada abofetea mi rostro») y que desbarata los placeres
masculinos del voyeurismo. Marcos rojos rodean los perímetros gráficos, operando como
dispositivos halagadores para seducir al espectador y atraerlo a las profundidades acusadamente problemáticas y para delimitar el terreno de la imagen autorizada (o no autorizada).
En estos dispositivos formales hay implícito un «diseño» estratégico orientado a construir,
deconstruir y subvertir simultáneamente la posición asignada a la mujer en el patriarcado.
El uso de estereotipos por parte de Kruger pretende sacar a la luz las prácticas mediante las
cuales la ideología fija la producción de sentido, reduciendo su pluralidad a un número limitado de significados, que funcionan como equivalentes de la verdad dentro de la economía
social. Se trata de un proceso partidista que refleja los intereses de la sociedad patriarcal,
como evidencia el modo en que las imágenes dirigen y refuerzan el comportamiento; en este
sentido, Kruger argumentará que esta relación con el lenguaje específica de uno de los
géneros es la estructura principal de dominación de¡ patriarcado, y desempeña la función
(como había dicho Freud) de poner a la mujer en su sitio. Todas las obras están estructuradas
por oposiciones bimembres -nosotras / tú, naturaleza / cultura, pasividad / actividad,
tendidas / de pie- que repiten, hasta quebrarlas, las operaciones que construyen a la mujer
como otro.
La eficacia naturalizadora de los medios de comunicación se une aquí a la seducción
especular de la foto con su garantía de autocoherencia, de identificación masculina. Sin
embargo, la crítica de Kruger de las convenciones significantes está modelada
fundamentalmente a partir de la teoría cinematográfica. En el cine, las dos instancias
principales de perspectiva dominadora son el voyeurismo y la voz autoritaria del narrador. La
voz en off masculina da cuenta de una posición ventajosa en el espectáculo, una posición
que, en la publicidad, ocupa el texto típicamente masculino o la imitación femenina de la
perspectiva del varón. El lenguaje sirve para regular la posición del espectador a través de
una autoridad o un conocimiento descorporeizados, al igual que sirve para anclar y estabilizar
el significado, ligando la imagen al texto. El uso que hace Kruger de la voz femenina está
instigado por la ausencia en el cine (y en otros medios) de una voz femenina que analice,
refleje o asuma una relación activa con la narración. El tono enérgico y hostil de su obra
contrarresta la falsa transparencia del código masculino. La disparidad existente entre el
texto y la verbafización masculina de la imagen quiebra el proceso de identificación, hinca
una cuña entre la imagen y el referente, y hace que fracase la clausura del sentido. Así pues,
se trata de un rechazo de la sutura, que abre grietas por las que es posible introducirse en la
ideología dominante; que sirve para desancorar la unidad de la perspectiva masculina y
posibilitar la proliferación de sentidos, ninguno de los cuales estará subjetivamente centrado.
Así, en la distancia entre imagen y texto, entre el objeto fantaseado y la voz agresiva y
contradictoria, se abre un claro en el que se hace posible participar de una subjetividad
femenina, durante tanto tiempo rechazada por su condición sometida.
La práctica disyuntiva de Kruger es, en el registro de la sexualidad, análoga a las operaciones
brechtianas. Los medios de representación se ponen en un primer plano con el objeto de
desbaratar la ilusión naturalizada del significante y, así, mostrar los intereses particulares
sobre los que descansa su autoridad y su poder. No obstante, el modo en que Kruger emplea
el lenguaje literal denota su atención a la construcción social de toda identidad. Sus
manipulaciones pronominales ponen de manifiesto que no existe ningún yo básico" o identidad
fija, sino sólo una construcción en proceso. La <posición» es siempre un efecto del lenguaje,
que se produce en una red intersubjetiva -a través de las determinaciones que ponen el «yo»
en contra del «tú», el «nosotros» en contra del «ellos», o construyen un yo en relación a un
otro. Estas oscilaciones indican la evanescencia del sujeto, sus continuas reubicaciones y
reestructuraciones en el proceso de significación. Tanto en la obra de Kruger como en la de
otros artistas, apuntan a la cuestión de la movilidad del sujeto en el interior de esas miríadas
de representaciones, basadas en, pero no idénticas, al lenguaje, que constituyen lo que
tenemos por realidad. Es en esa movilidad donde reside la esperanza de un contralenguaje
que actúe en contra del constrictivo anquilosamiento del lenguaje.
(Las notas en el texto en copistería)
* (PARACHUTE, Otoño, 1983), en AA.VV., Arte después de la modernidad, (ed. Brian Wallis),
Editorial Akal, Madrid, 2001.
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