Ángel Mollá Román - Servicio de publicaciones de la ULL

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LA TARDÍA INVENCIÓN DE LA NATURALEZA
Ángel Mollá
El hombre de hoy cree que los científicos están ahí para enseñarle, y los poetas, músicos, etc. para entretenerlo. Que éstos tengan algo que enseñarle, es algo que ni se le
ocurre.
Ludwig Wittgenstein1
La palabra, que es el mejor vehículo de conocimiento y representación que tenemos, debe buena parte de su capacidad para actuar sobre la historia a su ambigüedad.
Por eso el concepto y la imagen de la Naturaleza son inseparables, y la palabra «naturaleza» es —como indica Lovejoy— el más extraordinario ejemplo de lo dicho, en
tanto que «palabra sagrada» de la ciencia, la filosofía o el arte2. Es evidente que la
percepción humana de la naturaleza no siempre ha sido la misma, ni desde el punto de
vista del conocimiento ni en el ámbito de la representación: no hace falta recordar que
«la realidad» no existe más allá de su(s) historia(s), pero sí que el ser humano se ha
visto obligado, más de una vez, a modificar su modelo teórico (al fin y al cabo una
metáfora o serie de ellas), esto es, a cambiar las imágenes y figuras (verbales, visuales...) mediante las que re-presentaba o re-inventaba la naturaleza. Por eso «invención» es una palabra mejor que descubrimiento o creación, y también porque, en su
sentido, incluye ambas raíces (heuresis-poiesis, inventio-creatio).
La versión actual de lo que es «naturaleza» o «natural» (el adjetivo es aún más
ambiguo que el sustantivo) data de la Edad Moderna, en la cual el Cosmos —y esto es ya
un lugar común, a la vez que una paradoja— empieza a cobrar atributos que antes pertenecían a Dios (ilimitación, eternidad, omnipotencia, omnisciencia...)3. Con el Renacimiento primero y la Ilustración después, la ciencia, la filosofía, la literatura y el arte
inventan una naturaleza inédita. Aquí se propone un recorrido por algunos de los hitos
1
Ludwig Wittgenstein (1929-51): Vermischte Bemerkungen. Ed. G.H. Von Wright y H. Nyman,
Frankfurt, Suhrkamp, 1977. Ed. bilingüe ale.-ing. P. Winch: Culture and Value. Chicago
University Press, 19842, pp. 36-36e.
2
Arthur O. Lovejoy (1936): La gran cadena del ser. Historia de una idea. Tr. A. Desmonts,
Barcelona, Icaria, 1983, p. 22.
3
Alexandre Koyré (1957): Del mundo cerrado al universo infinito. Tr. C. Solís, Madrid, Siglo
XXI, 1979, esp. pp. 5 ss. y 253 ss.
Laguna, Revista de Filosofía, nº 6 (1999), pp. 225-240
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que han marcado la representación y la retórica de lo «natural»: una historia que va de la
ingenuidad al escepticismo, pasando por el moralismo y la ironía, y que es, sobre todo,
la historia de la invención, por parte de la Ilustración y el Romanticismo, de una naturaleza cada vez más antropomórfica (más a la medida del hombre, es decir, del «ciudadano» o del «burgués»), y que todavía se hace sentir en nuestro tiempo en el proceso
—típicamente moderno— de «naturalización» de la cultura y de «culturización» de la
naturaleza. Aquí las objetivaciones de la naturaleza y el paisaje mediante la ciencia y el
arte no serían sino distintos aspectos o síntomas de un mismo proceso.
Se da el caso de que una práctica tan ajena en principio a las ideas como la
jardinería, se convertirá durante la Ilustración en parte de la historia filosófica de la
Modernidad. Así la ruptura con el modelo formal y geométrico del jardín clásico
francés y el nuevo gusto por una jardinería más silvestre, irregular y abrupta (con
cascadas, grutas y ruinas, y curiosamente designada en alemán, como englisher Garten),
expresa y anuncia —como señala Lovejoy— no sólo un cambio de gusto en todas las
artes, sino, sobre todo, un cambio de gusto en cuanto a los universos4.
1. DE CÓMO PETRARCA SALE A PASEAR Y DESCUBRE LA NATURALEZA
Todo el mundo sabe que la naturaleza fue creada por Yahvé de lunes a sábado
(descansando el domingo), y que, según los paganos, el kosmos no fue nunca creado,
al consistir, más bien, en la introducción de un principio de orden en el khaos preexistente: la idea de «creación a partir de la nada» repugnaba a sus toscas mentalidades,
que ni siquiera tenían una palabra para ella; tanto les repugnaba la «creación» como
las ideas (tan del gusto moderno) de vacío o de infinito, prefiriendo, en cambio, hablar
de khaos o de arkhé, por ser aquéllas ideas que producen vértigo y que son, sin duda,
más propias de «dioses sempiternos» que de mortales. El kosmos no sería otra cosa
que aquel mismo desorden sin límite definido, oscuro y abismal, tras una buena ordenación, limpieza y puesta a punto: eso que los griegos llamaron physis y los romanos
natura, y que los seres humanos contemplaban mediante la theoría y gestionaban con
la tekhné.
Pero la Naturaleza, tal como hoy la conocemos (si bien un tanto venida a menos),
fue descubierta por Petrarca el 26 de abril de 1335. En efecto, andaba Petrarca cerca
de Montepellier, cuando decide ascender a una montaña de cerca de 2.000 metros, el
Mont Ventoux. Para él mismo se trataba de una empresa nueva, no probada hasta entonces por nadie, y, en definitiva, imposible de interpretar ni para él mismo. Se trataba
de algo así como subir a una montaña «empujado únicamente por el afán de conocer
la insólita altura de un lugar en contemplación directa e inmediata».
4
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Op. cit., pp. 23 ss.
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Días antes, Petrarca había leído en Tito Livio la historia del rey Filipo de Macedonia, que subió al monte Haimón porque «prestaba crédito al relato» que decía que,
desde su cumbre, se podía contemplar dos mares a un tiempo, el Adriático y el Negro.
Petrarca es consciente de que (a pesar del antecedente, literario, mítico o histórico, no
está claro) se trata de una empresa nueva e insólita, quizás de alguna clase de hybris.
De hecho, un anciano pastor que se encuentra por el camino trata de disuadirlo «con
gran profusión de palabras», ya que él mismo lo había intentado cincuenta años atrás
y había vuelto a casa muy arrepentido y con el cuerpo y la ropa destrozados. Pero el
antecedente mítico del rey Filipo pesa más que la experiencia del anciano, plebeyo al
fin y al cabo, y así es como Petrarca consuma este «descubrimiento de la Naturaleza»,
que es tenido por A. von Humboldt, J. Burkhardt, K. Clark o J. Ritter como la verdadera «invención del paisaje»5. Cuando llega a la cima, sin aliento y asombrado por el
inmenso panorama que se le ofrece a la vista, Petrarca dice sentirse como «aletargado» y sobrecogido:
Mientras contemplaba con admiración todos los detalles, ora sumido en pensamientos
terrenos, ora elevando mi espíritu, a semejanza de mi cuerpo, a regiones más elevadas,
creí oportuno leer las Confesiones de San Agustín, que llevo siempre a mano
[Confessionum Augustini librum quem habeo semper a manibus]. Abro al azar, dispuesto a leer lo primero que encontrara, y las primeras líneas que vi decían: «Y los hombres
van a admirar la altura de las montañas, la enorme agitación del mar, la anchura de los
ríos, la inmensidad del océano y el curso de los astros, y se olvidan de sí mismos».
Confieso que me quedé atónito, y cerré el libro, irritado contra mí mismo, porque la
belleza terrena todavía me admiraba, pese a que de los propios filósofos paganos debía
haber aprendido, tiempo atrás, que nada hay digno de admiración, sino el espíritu, a
cuya grandeza nada es comparable6.
Así pues, se trata de una verdadera hybris que, a pesar de la auto-recriminación
(vía Agustín) que parece frustrar la experiencia estética, el mal está ya hecho, y Petrarca
—con su ascenso «desinteresado»— consuma la moderna invención del paisaje. La
metáfora platónico-agustiniana de la «belleza interior» delata con claridad el transfondo
jerárquico-dualista que deriva del Platón de La república y la tradición estoica (los
«filósofos paganos» que dice Petrarca), cada vez más contrastada con mística y la
estética plotiniano-monistas, en la tradición del Banquete, Proclo (que incorpora la
5
Cfr. Jacob Burkhardt (1860): La cultura del Renacimiento en Italia. Tr. J. Ardal, Barcelona,
Iberia, 1971; reed. Madrid, Sarpe, 1985, pp. 245 ss. Kenneth Clark (1949): El arte del paisaje.
Barcelona, Seix Barral, 1971, pp. 20 ss. Joachim Ritter (1962): «Paisaje», en Subjetividad. Tr.
R. Vega, Buenos Aires, Alfa, 1982, pp. 25 ss.
6
Francesco Petrarca (1342-74): Cancionero. Ed. A. Crespo, Barcelona, Ediciones B, 1988, pp.
20 s.
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categoría mediadora de emanación), Pseudo-Dionisio y Ficino, que harán suya artistas como Botticelli o Miguel Ángel7.
A mediados del siglo pasado, Jacob Burkhardt (La cultura del Renacimiento en
Italia, 1860) llegará, a través de la historia del arte, a la conclusión de que la naturaleza en la edad moderna no tiene demasiado que ver con lo que era para los antiguos;
cosa nada evidente, dado el punto ciego que el telos moderno tiene con respecto a
aquellas manifestaciones del espíritu que tiene por necesarias (y que, por lo general,
reflejan más bien sus necesidades). En la edad clásica no había existido nunca algo así
como un «arte del paisaje»: ni como género ni como punto de vista autónomo, ni en la
literatura ni en la artes plásticas (ni siquiera en los «bucólicos», y aún menos en los
elegíacos). Veamos si no lo que decía hace veinte siglos Horacio, el poeta bucólico
oficial, en su conocido épodo segundo, Beatus ille:
Feliz el que, alejado de negocios,
como en remoto tiempo los mortales,
paternos campos con sus bueyes ara
y no rinden a la usura vasallaje;
ni le despiertan los clarines bélicos
ni teme airados mares,
y evita igual del foro las intrigas
que del rico soberbio los umbrales8.
Aquí, como entre los griegos y aún entre nosotros, la naturaleza no es sino el
escenario más acabado de la cultura, es decir, de la agricultura, tan idealizada. Horacio
y Virgilio (como todos los bucólicos antiguos y modernos, incluidos Sannazaro y
Garcilaso) no nos hablan de la naturaleza, sino desde la naturaleza: de lo bien que se
está a la sombra, bebiendo algo fresco, mientras los campesinos trabajan al sol (y
estos sí que son naturaleza, porque ni lo saben ni reparan ella, tal como atestiguan los
galicismos paisano, del siglo XVII, o paisaje, del XVIII); Horacio, en realidad, nos
habla del placer de vivir de las rentas del patrimonio familiar, sin preocuparse de
hipotecas, subvenciones, seguridad social, servicio militar... igual que sucedía en la
mítica Edad de Oro, en que dioses, mortales y animales disfrutaban en común de una
vida ociosa y holgada, de una aurea mediocritas sin complejos9. La Edad Moderna
7
Cfr. T.K. Seung (1976): Cultural Thematics. The formation of the Faustian Ethos. New Haven
& London, Yale University Press, pp. 50 ss. Erwin Panofsky (1962): Estudios sobre iconología.
Int. E. Lafuente, tr. B. Fernández, Madrid, Alianza, 1972, pp. 189-319.
8
Horacio (45-30 a. C.): Libro de los Épodos, tr. B. Chamorro, en Virgilio y Horacio: Obras.
Barcelona, Carroggio, 1978, p. 390.
9
Cfr. Iacopo Sannazaro (1504): Arcadia. Tr. J. M. Mesanza, Madrid, Editora Nacional, 1982,
pp. 29 ss. y 162.
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(como, en el fondo, la Clásica) no es sino una eterna lamentación por la pérdida de esa
identidad con la naturaleza: el hecho de que no formemos parte ya de ella es justo lo
que la hace deseable, y que sea inalcanzable es el motivo de tanta melancolía.
Desde Safo, Alceo o Jenófanes, en los siglos VII-VI antes de Cristo, hasta nuestros días, la naturaleza no es nada en sí misma, como no sea el escenario ideal e
idealizado de nuestros mejores momentos (o de su ausencia), cuando no la excusa. La
lírica y sensual Safo escribía:
Ya se ocultó la luna
y las pléyades. Promedia
la noche. Pasa la hora.
Y yo duermo sola10.
Si la naturaleza no fuera un reflejo externo de nuestras necesidades internas,
¿cómo interpretar el consejo de Alceo de Mitilene?:
No plantes ningún árbol antes de la vid.
El vino es, pues, el espejo del hombre11.
Y si el vino, en tanto que naturaleza humanizada, nos refleja a la perfección,
¿cómo no entender los sabios versos de Jenófanes de Colofón, el que primero nos
advirtiera del vano antropomorfismo de los dioses (o, para el caso, de la naturaleza),
cuando canta los dones de la tierra?
En el centro, su santo aroma exhala el incienso,
y hay también agua gustosa y muy clara.
Al lado hay rubios panes y se halla la mesa admirable
cargada de queso y de miel estupenda y dorada.
Otro vino hay dispuesto que dicen que nunca traiciona,
dulce en los cántaros, y con perfume de flores.
Y, tras hacer libaciones y orar, ser capaces de actuar
con justicia —que nada es preferible a tal cosa—,
no hay exceso en beber cuanto puedas, con tal que llegues
sin ayuda del criado a tu casa, si no eres muy viejo12.
10
Carlos García Gual (1980): Antología de la poesía lírica griega (Siglos VII-IV a. C.). Madrid,
Alianza, p. 69.
11
Ibid., p. 79.
12
Ibid., p. 48.
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La vinculación poética de la naturaleza con la embriaguez del vino (ese regalo,
más que de la naturaleza, de la agricultura y la industria) y la embriaguez del amor (a
ser posible bajo los efectos de aquél) indican demasiado bien lo que la naturaleza es en
realidad para los humanos: el escenario de la satisfacción de nuestros deseos13. Deseos que la Ilustración convertirá en «felicidad» y cuyo logro encomendará al estado,
verdadero depositario de la ideología del progreso que tantos encontronazos tendrá
con la visión romántica de la naturaleza.
2. LA NATURALEZA Y EL ESPEJO DE LA FILOSOFÍA
En el escenario ideal (ese «paisaje desiderativo» del que hablaba Bloch14), como en
una playa desierta, nos desnudamos para confundirnos con la naturaleza: nos disfrazamos (por omisión) en un striptease que, con última prenda, nos libera —imaginariamente— de la cultura; pero ésta nos acompaña siempre como la propia sombra, un
doble maligno o una suerte de pecado original... Pero, qué demonios (nunca mejor dicho), la cultura es el Pecado Original; si no ya me dirán acerca de qué trata el mito del
Arbol de la Ciencia, la ingestión de cuyos frutos nos obliga a ganar con el sudor de
nuestra frente lo que antes (antes de la agricultura, «biológica» o no) sólo teníamos que
coger del árbol. Por eso, hasta desnudos en la playa desierta, llevamos la cultura es la
mirada: la contemplatio (theoría en griego) es la prueba de nuestra caída, de nuestra
naturaleza culpable. Por eso nada nos molesta tanto, en esa playa (desierta, despoblada,
aún no habitada), como la intrusión del otro, espejo de nuestra propia intrusión, igual
que Robinson se alarma al encontrar las huellas de Viernes (y de los caníbales).
La cultura habita en nuestra mirada y, con nuestra mirada, la cultura se proyecta
sobre la naturaleza y, al re-conocerla, la inventa: al descubrirla, la crea, la hace ser así, y
cuanto más diferencias encuentra entre cultura y naturaleza, más cultural es su mirada y
más desgarrada su escisión. Y no sólo porque, como ya decía Burke, lo sublime es un
«placer solitario» —en contraste con la «sociabilidad» de lo bello—, pues lo sublime
aísla15. También sugiere Burke que todas las privaciones o manifestaciones negativas
(soledad, silencio, oscuridad, vacío, infinitud, muerte, dolor, miedo...)16 son centrales en
13
Cfr. Ernst Bloch (1959): El principio esperanza (3 vols.). Tr. F. González Vicén, Madrid,
Aguilar, 1977-80, II, p. 383.
14
Ibid., pp. 373 ss.
15
«We are creatures designed for contemplation as well as action, since solitude as well as society
has its pleasures». Edmund Burke (1757-59): A Philosophical Inquiry into the Origin of our Ideas
of the Sublime and Beautiful. Ed. A. Philips, Oxford University Press, 1990, p. 40. Cfr. Ernst
Cassirer (1932): La filosofía de la Ilustración. Tr. E. Imaz, México, FCE,19723, p. 361.
16
Op. cit., p. 65.
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el concepto de lo sublime, esa nueva categoría estética que tan bien retrata al sujeto
moderno. Por eso el espectador de los cuadros de Friedrich aparece siempre solitario
(ante el paisaje y en el paisaje) y de espaldas (al pintor y a la cultura, al revés que en Las
meninas). Porque no hay nada como la soledad y el silencio para ambientar la ilusión de
intimidad del yo con la naturaleza, en agridulce comunión.
No andaban muy errados idealistas y románticos al decir que el yo crea el no-yo,
que es la todopoderosa imaginación creadora del sujeto quien crea el mundo objetivo.
Claro que éste, al no ser sino una invención subjetiva, permanece eternamente inalcanzable, puro producto de nuestra mirada alienada. Y, a la inversa, para Schleiermacher
(como para Novalis), «el mundo exterior, tanto en sus leyes más eternas como en sus
fenómenos más fugaces, nos refleja igual que un espejo mágico, con mil delicadas y
sublimes alegorías, en lo más íntimo y supremo de nuestro ser»17. Para Schelling, la
naturaleza es un producto inconsciente del yo absoluto, «memoria transcendental de
la razón» y «espejo de la conciencia». El yo genial crea el mundo al crear sus leyes y
«contempla estas leyes en sus productos como en un espejo»18. Pero, a pesar de la
metáfora narcisista del espejo, la figura romántico-idealista favorita será la de la lámpara, con su luz que, al proyectarse sobre el mundo, lo crea, igual que es la mirada la
que crea el paisaje19.
Fichte definirá el ser absoluto como una luz que al irradiarse, se desdobla en ser
(Esse) y pensamiento (Denken). Esta nueva metáfora de la luz, este juego de
desdoblamientos y reflejos, este bonito y autocomplaciente espejeo de la conciencia y
el mundo, deslumbrará a los románticos (incluidos los ingleses Coleridge y
Wordsworth)20, y les servirá también para marcar distancias con respecto a un mundo
social cada vez más ajeno y fragmentado.
La ironía transcendental, entonces, designará a la precaria dialéctica mediante
la que un yo filosóficamente «todopoderoso» tratará, como buenamente pueda, de
imponer su ley a un mundo cada vez menos obediente a sus deseos y a su imaginación creadora. Los problemas de este punto de vista serán bien pronto —y lúcidamente— detectados por Hegel:
Este virtuosismo de un vida irónico-artística se aprehende ahora a sí mismo como una
genialidad divina para la que toda y cada una de las cosas no es más que una criatura
inrsencial a la que el libre creador, que se sabe no comprometido con nada, no se ata,
17
Franz E.D. Schleiermacher (1800): Monólogos. Ed. R. Castilla, Madrid, Aguilar, 1965, pp.
21-22.
18
F.W.F. Schelling (1800): Sistema del idealismo transcendental. Ed. J. Rivera y V. López, Barcelona, Anthropos, 1987, p. 416.
19
M.H. Abrams (1953): El espejo y la lámpara. Teoría romántica y tradición crítica. Tr. M.
Bustamante, Barcelona, Barral, 1975, pp. 55 ss.
20
Ibid., pp. 183-224.
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pues puede tanto aniquilarla como crearla. Quien adopta tal perspectiva de genialidad
divina mira ufanamente y con desprecio a todos los demás hombres, quienes son declarados limitados y lerdos, en la medida en que para ellos el derecho, la eticidad, etc. valen
todavía como fijos obligatorios y esenciales. ...Si el yo se queda en esta perspectiva,
entonces todo se le aparece como nulo y vano, salvo su propia subjetividad, la cual
deviene por ello huera y vacía y ella misma vana. ...La insatisfacción por esta quietud e
impotencia —que impiden actuar y abordar nada para no renunciar a la armonía interna— engendra el alma bella y la languidez enfermiza...21.
La crítica de Hegel al idealismo romántico será demoledora, pero la moderna
metafísica del paisaje está ya creada: filosóficamente no sobrevivirá al siglo XIX (y
un siglo justo dura también su efecto en el arte), pero, de algún modo, constituye aún
la «concepción heredada», el verdadero lugar común de nuestra época. Y eso que, ya
a finales del XIX, dijo Oscar Wilde de los paisajes poéticos de W. Wordsworth: «Encuentra en las piedras de los valles los mensajes ocultos que, previamente, él ha escondido debajo». Algo parecido le había sucedido a Petrarca cuando, al tratar de leer el
Libro de la Naturaleza, acabó leyendo las Confesiones de San Agustín (que, casualmente, llevaba bajo el brazo)22.
El paisaje sublime, paradójico invento de la Ilustración romántica, es ya una proyección laica de los atributos que antes ostentaba Dios: un abismo infinito e insondable que confronta al hombre con su desolada limitación. Sin embargo, la representación artística de la naturaleza desnuda, libre de seres humanos, ocupa un pequeñísimo
capítulo en la historia de Occidente, apenas un siglo, entre Turner y Cézanne: tanto en
los Van Eick como en Giorgione, en Poussin como en Claudio de Lorena, el paisaje es,
de nuevo, escenario de un relato, de un mito23.
3. DE MAL EN PEOR: LA CORRUPCION QUE NO CESA
Pero el desgarro «originario», la escisión romántica, en realidad se había producido mucho antes del inicio de la era burguesa, con el pecado original que expulsó a
nuestros padres del Paraíso Terrenal o —como ya hemos visto— cuando, al final de la
Edad de Oro, los seres humanos no sólo empezaron a enfermar y a morir, sino que
tuvieron que conquistar la cultura con grandes penurias: recuérdese, si no, el tormen-
21
G.W.F. Hegel(1820-36): Lecciones sobre la estética. Ed. A. Brotons, Akal, 1989, pp. 50 ss.
Acerca del origen medieval del tópico moderno del «libro de la naturaleza», cfr. Ernst Robert
Curtius: Literatura europea y Edad Media Latina (2 vols.). Tr. M. Frenk y A. Alatorre, México,
FCE, 19762, pp. 423-489, esp. 448 ss.
23
Cfr. Kenneth Clark (1949): El arte del paisaje. Barcelona, Seix Barral, 1971, esp. pp. 33 ss.,
83 ss. y 139 ss.
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to de Prometeo, encadenado y con un buitre que le devoraba el hígado cada día (y
vuelta a empezar), igual que a nosotros nos suena cada mañana el despertador.
Este culpable y hereditario estado de cultura, trasunto del pecado original, no es
otro que el «estado de no-naturaleza» de Rousseau. Entre el mito del progreso y el
mito de la naturaleza, entre Robespierre y Rousseau, el hombre moderno oscilará
como una peonza entre dos polos opuestos y complementarios que nunca le dan lo
que prometen: ni la felicidad ciudadana —eterna meta de la política— ni la plenitud
de una vida más «natural», para la que ya es demasiado tarde (ni siquiera en su versión de «vida sana» que, en realidad, como decía Montaigne, nos obliga a vivir como
si ya estuviéramos enfermos, en un régimen permanente de usura vital).
Más allá del escenario urbano y del escenario natural, más allá del París de
Baudelaire («sublime y ridículo»)24 y del dominguero «Desayuno en la hierba» de
Monet (pintoresco, pero no sublime)25, la verdadera «naturaleza», sublime pero inhumana, es contemplada en la distancia —como en cuadro de Friedrich— con una insoportable y autocomplaciente melancolía. Todo esto nos nubla la vista y las lágrimas
nos impiden incluso darnos cuenta de que la memoria, una vez más, nos traiciona y
nos miente, ya que es justo la larga tradición bucólica de occidente lo que hace que
cada uno viva la naturaleza como si la estuviera descubriendo —personalmente— en
ese momento. Pero el olvido del caracter construido y artificial del paisaje no es la
más grave de estas trampas de la memoria. La peor de todas es la creencia de que
podemos relacionarnos con la realidad sin mediaciones, sin interpretaciones, sin artificios, sin las trampas de la cultura, es decir, de la memoria. Y para «trampas de la
memoria», el lapsus que sufre Chateaubriand en El genio del cristianismo (o Las bellezas de la religión cristiana), cuando describe la creación del mundo:
Es verosímil que el Autor de la Naturaleza plantase desde el principio antiguas selvas y
tiernos bosquecillos. Si el mundo no hubiese sido a la vez joven y viejo, lo grande, lo
grave y lo moral hubieran desaparecido de la Naturaleza, porque estos sentimientos se
enlazan inevitablemente con las cosas antiguas26. La roca ruinosa no hubiese gravitado
sobre el abismo. Las ideas inspiradas, los rumores venerables, las voces mágicas y el
santo horror de los bosques se hubieran desvanecido con las bóvedas que les servían de
24
Charles Baudelaire (1857-66): «El cisne», en Las flores del mal. Tr. A. Martínez Sarrión,
Madrid, Alianza, 1982, pp.115-117. Cfr. Hans Robert Jauss (1977): «El rechazo baudeleriano
del platonismo y la estética del recuerdo», Experiencia estética y hermenéutica literaria. Tr. J.
Siles y E.Mª Fdez. Palacios, Madrid, Taurus, 1986, pp. 367-378.
25
Cfr. Ernst Bloch (1959): «Pintores de lo que queda del domingo», en El principio esperanza
(3 vols.). Tr. F. González Vicén, Madrid, Aguilar, 1977-80, II, pp. 393 ss.
26
También Kant, en su Crítica del juicio (1790) establece un vínculo simbólico entre el sentimiento de lo bello, la moral y el bien, y entre lo sublime, la grandeza y la libertad.
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asilo, y las soledades de la tierra y del cielo hubieran quedado desnudas... Sin esta vejez
primitiva, no hubiera habido pompa ni majestad alguna en la obra del Eterno: y (lo que
no podía ser), la Naturaleza en su inocencia hubiera sido menos hermosa que es actualmente en su corrupción, puesto que una insípida niñez de plantas, animales y elementos,
hubiera coronado una tierra sin poesía27.
Chateaubriand, como Rousseau, retoma la idea platónica y agustiniana de la cultura como corrupción de la naturaleza pero, al identificar lo natural-originario y lo
sublime, se ve obligado no sólo a sostener un absurdo (que la naturaleza era ya vieja
en su origen o, al menos, que coexistía con lo joven-bello), sino a contradecir a las
Sagradas Escrituras. Ya que, según el Génesis, esto fue lo sucedido:
Al tiempo de hacer Yahvé Dios la tierra y los cielos, no había aún arbusto alguno en el
campo, ni germinaba la tierra hierbas, por no haber todavía llovido Yahvé Dios sobre la
tierra, ni haber todavía hombre que la labrase, ni vapor acuoso que subiera de la tierra
para regar toda la superficie cultivable. Modeló Yahvé al hombre de la arcilla y le inspiró
en el rostro aliento de vida, y fue el hombre así animado. Plantó luego Yahvé Dios un
jardín en Edén, al oriente28. Hizo Y Yahvé Dios brotar en él de la tierra toda clase de
árboles hermosos a la vista y sabrosos al paladar, y, en el medio del jardín, el árbol de la
vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal.
Tomó pues Yahvé Dios al hombre, y le puso en el jardín del Edén para que lo cuidase y
lo guardase, y le dio este mandato: «De todos los árboles del paraíso puedes comer, pero
del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres,
ciertamente morirás»29.
El resto de la historia es bien conocido. Lo interesante es que Chateaubriand, que
era católico (como Rousseau, por cierto) y legitimista monárquico, se vea obligado a tal
pirueta para cumplimentar la dogmática estético-romántica, aun en contradicción con el
dogma cristiano. Tanto Rousseau como Chateaubriand, en este sentido, parecen encajar
a la perfección con la tipología que propone Rousset del «naturalismo conservador».
Este se fundamentaría en la peregrina pero tenaz idea según la cual el «sabor original»
(o naturaleza) de las cosas fue dado de una vez por todas y se pierde progresivamente en
el curso de la historia: «en el principio fue la naturaleza; luego vino el artificio que
falseó todo». Las ideas de modificación, falsificación, degradación y corrupción serían
inseparables. Intimamente ligada a ellas, se desarrolla en la edad moderna (si bien con
27
Vizconde de Chateaubriand (1802): El genio del cristianismo. Tr. A. Souto, Barcelona, Sopena,
1966, pp. 86-87.
28
Se trata del (arque)típico locus amoenus: bello, no sublime.
29
Sagrada Biblia. Ed. E. Nácar y A. Colunga, Madrid, BAC, 1976, «Génesis», 2, 4-16, p. 4.
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raíces clásicas) toda una mística de la autenticidad y del pasado, obsesionada con el
retorno a una «autenticidad original» y que se fundamenta en la curiosa idea de que «lo
puramente natural pertenece al pasado»30. De ahí la reiterada mitificación (de Rousseau
a Heidegger) de las comunidades «naturales», las tradiciones y el mundo rural, en que el
vínculo entre tierra y cultura se pretende más «auténtico».
4. LA INDIFERENCIA MORAL DE LA NATURALEZA
Una versión diferente de la relación entre el hombre y la naturaleza es la que nos
da el Marqués de Sade —más sublime y también más «dionisíaca»— en su introducción a Los crímenes del amor:
La naturaleza, más extraña de lo que nos pintan los moralistas, escapa en todo momento
a lo que la política de éstos quisiera prescribirle, uniforme en sus planes, irregular en sus
efectos, su seno siempre agitado, se parece al hogar de un volcán, de donde brotan, unas
veces piedras preciosas, que sirven al lujo de los hombres; otras, globos de fuego que los
aniquilan; grande, cuando puebla la tierra de Alejandros; horrible, cuando vomita Nerones;
pero siempre sublime, siempre majestuosa, siempre digna de nuestros estudios, de nuestros pinceles y de nuestra respetuosa admiración, porque sus designios nos son desconocidos, porque, esclavos de sus caprichos y necesidades, no debemos regular nuestros
sentimientos hacia ella por lo que éstos nos hacen sentir, sino por sus grandezas, por su
energía, cualesquiera que puedan ser los resultados31.
Lo que nos viene a decir Sade, al identificar sublimidad y energía (con Blake,
Stendhal, Nietzsche y Freud)32, es que los conceptos de equilibrio, adaptación o supervivencia no son más «naturales» (es decir, menos impuestos por el hombre) que
desequilibrio, catástrofe o extinción; que, en el fondo, sólo se trata de dos opciones
estéticas, una apolínea y otra dionisíaca.
Lo que ahora llamamos «equilibrio ecológico» (y tenemos sobrados motivos
para preocuparnos), en sentido estricto, no pertenece a la naturaleza, es sólo el ideal
ético y estético que los hombres le imponemos hoy, nuestra forma blanda de dominación. La naturaleza crea o conserva lo mismo que aniquila: sin conciencia, cálculos
30
Clément Rosset (1973): La anti-naturaleza. Elementos para una filosofía trágica. Tr. F. Calvo, madrid, taurus, 1974, pp. 299-300.
31
Marqués de Sade (1800): «Idea sobre las novelas», en Los crímenes del amor, I. Ed. M.
Armiño, Madrid, Akal, 1981, p. 29.
32
Harold Bloom (1988): Poesía y creencia. Tr. L. Cremades, Madrid, Cátedra, 1991, pp. 86101.
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previsores, ni miramientos morales. Crea las especies tanto como las plagas que las
borran de la faz de la tierra; crea las puestas de sol que nos embelesan igual que los
virus que acaban con nuestras vidas, y con los que no llegaremos a ninguna clase de
acuerdo que no incluya su extinción en lugar de la nuestra. Ya en La filosofía en el
tocador sostenía Sade:
La naturaleza que, para el perfecto mantenimiento de las leyes y de su equilibrio, necesita unas veces de los vicios y otras de las virtudes, nos inspira en cada momento el
movimiento que le es necesario; por consiguiente no cometemos ningún tipo de mal al
entregarnos a estos movimientos. En lo que respecta al cielo, dejemos de temer las consecuencias: un único motor actúa en el universo, y ese motor es la naturaleza33.
No es casual que la palabra «naturalidad» (aparecida en castellano en el s. XVII)
sea una de las favoritas de la Ilustración, en oposición al corrompido Antiguo Régimen, artificioso y amanerado, y en contraste con la «virtud natural» del modo de vida
burgués, laborioso y ahorrativo (de La fábula de las abejas de Mandeville a esa especie de fábulas de La cigarra y la hormiga que son el «estado de naturaleza» de Rousseau
y la «fisocracia» de Quesnay). Baudelaire detectará —a su manera provocadora y
descreída— el origen del problema, en un texto que no requiere comentarios:
La mayor parte de los errores relativos a lo bello nacen de la falsa concepción del siglo
XVIII relativa a la moral. La naturaleza fue tomada en aquellos tiempos como fundamento, fuente y modelo de todo el bien y de toda belleza posibles. Pero si convenimos en
remitirnos a los hechos observables, a la experiencia de las distintas épocas y a la Gaceta
de los tribunales, veremos que la naturaleza no enseña nada o casi nada, como no sea
obligar a los humanos a dormir, beber, comer o protegerse de las inclemencias del tiempo.
Y es ella misma la que fuerza al hombre a matar a su semejante, a devorarlo, a secuestrarlo, a torturarlo... pues tan pronto tratamos de salir del orden de las necesidades más básicas, para entrar en el de las comodidades y los placeres, vemos que la naturaleza no puede
aconsejar sino el crimen. Son la filosofía y la religión quienes nos ordenan alimentar a los
parientes pobres y enfermos. La naturaleza (que no es otra cosa que la voz del interés) nos
ordena aplastarlos. Analicemos todas las acciones y deseos del hombre natural y solo hallaremos horrores. Todo lo que hay de bello y noble es fruto de la razón y el cálculo. El
crimen, cuyo sabor reconoce el animal humano desde el vientre de su madre, es originariamente natural. La virtud, por el contrario, es artificial, sobrenatural... El mal se hace sin
esfuerzo, naturalmente; el bien es siempre producto de un arte34.
33
Marqués de Sade (1795): Instruir deleitando o Escuela de amor (La philosophie dans le
boudoir). Ed. A. Gª Calvo, Madrid, Lucina, 1980, p. 209.
34
Charles Baudelaire (1863): «Le peintre de la vie moderne: XI. Éloge du maquillage», Curiosités
esthétiques. L’Arte romantique. Ed. H. Lemaitre, Paris, Garnier, 1990, pp. 490-491.
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5. UNA NATURALEZA HUMANA Y DEMASIADO HUMANA
Para Nietzsche (que tanto simpatizaba con Baudelaire, una de sus claves) el problema, desde un punto de vista filosófico, está en el olvido de que todas las palabras son
«metáforas intuitivas originales» y en su confusión con las cosas, el olvido del caracter
lingüístico de la verdad. Pero es justo en virtud de ese olvido que se adquiere «el sentimiento de la verdad» y por la inconsciencia de que todo concepto no es más que el
residuo de una metáfora35. Si el hombre saliera por un instante de sus limitaciones sensoriales se daría cuenta de que cada criatura percibe un mundo, acorde con sus órganos,
y que ninguno de ellos posee la «percepción correcta» del mundo: esta es —dice— «una
medida de la que no se dispone». El concepto mismo de «ley de la naturaleza» es un
antropomorfismo, «un extrapolar alusivo», un abuso del lenguaje36. De las relaciones
con el mundo lo único que sabemos es lo mismo que nosotros aportamos: el tiempo, el
espacio, la sucesión (es decir, la apariencia de causalidad): «Sólo por la sólida persistencia de esas formas primigenias resulta posible explicar el que más tarde haya podido
construirse sobre las metáforas mismas el edificio de los conceptos»37.
Para Nietzsche, como para Hume, «el hombre es mucho menos egoísta que parcial», desplazando así la culpa hacia el ámbito de la subjetividad, como en la hybris
griega. Así es como la idea de perspectivismo alcanza de lleno a los supuestos científicos de causalidad y teleología: por lo pronto, la idea mecánica del «movimiento» es
una traducción del proceso originario al lenguaje de los «ojos» y el «tacto». De lo cual
concluye: «no está en nuestro poder transformar nuestros medios de expresión; pero
es posible entender hasta qué punto son una sencilla semiótica»38. Lo que hay que
dejar claro para siempre es «que las imágenes, los pensamientos y las palabras son
signos del pensamiento» y que, en consecuencia, «toda acción tiene poca profundidad»39. A la luz de esta suerte de «análisis retórico del lenguaje» la ciencia queda
problematizada por su propia desnudez:
La «regularidad» de la sucesión es sólo una expresión figurada, como si aquí se impusiese una regla; no se trata de un hecho. Así también la «conformidad a leyes» ... El
hecho de que algo suceda de determinada forma se interpreta en este caso como si un
35
Friedrich Nietzsche (1873): Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Vaihinger, Hans:
La voluntad de ilusión en Nietzsche. Intr. M. Garrido, tr. L.M. Valdés y T. Orduña, Madrid,
Tecnos, 1990., pp. 25-27.
36
Ibid., p. 30.
37
Ibid., p. 33.
38
Friedrich Nietzsche (1888-1889): La voluntad de poderío. Tr. A. Froufe, Madrid, Edaf, 1980,
§ 617, p. 336; cfr. § 627, p. 340.
39
Ibid., § 669, p. 361.
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ser, a consecuencia de una obediencia a una ley o a un legislador, obrase siempre de
determinada manera ... Pero el error consiste en inventar e introducir un sujeto40.
Un sujeto que primero se proyecta implacable sobre las cosas para luego retirarse
hipócritamente y hacer ver, en su modestia, que todo viene hacia él. De esto no sólo
infiere que todo le pertenece (Bacon) sino también que él es «la medida de todas las
cosas», que unánimes lo aclaman, por lo que puede disponer de ellas a su antojo. Los
dardos parecen dirigirse a quienes, como Kant, creían que mediante el experimento
científico se «doblega a la naturaleza», haciéndola cumplir la voluntad humana. Antes
había ironizado: «ilusiona pensar que se conoce alguna cosa cuando se tiene una formulación matemática de lo que acaece; pero sólo se ha «indicado, descrito», nada
más»41. En cuanto a las «leyes químicas», no oculta su irritación ante un tipo de explicación antropomórfica (vg. «lo más fuerte se apodera de lo más débil») en que, según él,
«se trata más bien de una fijación absoluta de relaciones de poder». Aquí el peculiar y
marcado «sabor a moral»42 se le vuelve insoportable.
Cuando hace hincapié en el carácter figurado o lingüístico de la existencia,
Nietzsche no está tan interesado en descalificar el proceso en sí (pura interpretación,
semiótica o hermenéutica)43 como en «desenmascarar» al sujeto oculto tras semejante
operación «natural». Así la idea de causalidad esconde, en el orden de lo natural, la
misma carga que el concepto moral de culpabilidad: en ambos casos se trata de «buscar un culpable» o responsable44. Si algo es ajeno a la naturaleza es el concepto de
culpabilidad o el de castigo: ese es el lenguaje de carceleros y verdugos.
6. DEL PECADO CONTRA NATURA A LA AGRICULTURA BIOLÓGICA
De todo lo anterior podemos extraer —sin gran violencia— algunas conclusiones.
Primero que, en sentido estricto, hacer algo contra natura (un acto, un producto) sería,
más bien, un milagro, nombre que damos a lo que no tiene —no puede tener— lugar
dentro del orden «natural» de los acontecimientos (y pertenece al campo de lo «sobrenatural», ámbito del arte según Baudelaire). Del mismo modo, toda agricultura —esa
forma central de la cultura— es «biológica», haya sido tratada o no con «pesticidas»
40
Op. cit., § 624, p. 339.
Ibid., § 620, p. 337.
42
Ibid., § 622, p. 338.
43
Cfr. Gianni Vattimo (1985): Introducción a Nietzsche. Barcelona, Península, 1987, pp. 13 ss.
y 116 ss.
44
Friedrich Nietzsche (1888-89): «Los cuatro grandes errores», en Crepúsculo de los ídolos o
Cómo se filosofa con el martillo. Ed. A. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 1973, pp. 61-70.
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o con «abonos químicos» (ya que todos son igual de químicos que de naturales). Por
otro lado, todo lo que acabe con una plaga es un «pesticida», ya sea otra especie
animal o un producto de la industria humana (sólo que utilizar a una especie contra
otra que se opone a nuestro interés, conlleva una serie de efectos en cadena difíciles de
prever, igual que la ingeniería genética). Habría que hablar, mejor, de especies «amigas» (las que utilizamos a nuestra conveniencia) y «enemigas» (las que distorsionan
nuestras expectativas). Sade ya lo dijo: en la naturaleza no existe el crimen, o bien el
crimen es el modo más «natural» de funcionamiento.
La cultura (y la agricultura en especial) puede ser definida como la manera en
que el ser humano gestiona la naturaleza: sólo si nos tomamos al pie de la letra la
distinción escolar entre «natural» y «artificial» (o la oposición griega entre physis y
tekhné) se puede establecer una línea divisoria —nítida y tajante— entre lo natural y
lo humano; pero siendo conscientes de que, entonces, lo humano quedaría excluido
para siempre del ámbito de lo natural, sin que hubiera forma posible de recuperar la
«armonía», el «equilibrio» o la «unidad originaria» (tres metáforas de la metafísica
griega que siguen haciendo furor en nuestros días). Al fin y al cabo —ya lo decía
Hume— «la cultura es la forma en que la naturaleza humana se hace naturaleza» (lo
cual recuerda aquella boutade de Stendhal de que «para una naturaleza enfática, ser
enfático es lo más natural»).
Acaso sea más útil reconocer que no hay cosas más o menos naturales, siéndolo
todas por igual, a no ser que pretendamos caer en un nuevo dualismo metafísico (a la
manera de Platón, S. Agustín o Rousseau), invertido o no (a la manera «idealistatranscendental» de Schelling y sus epígonos modernos). En el fondo, no tenemos una
sola y única palabra para lo que los griegos llamaron physis y nosotros naturaleza:
tenemos muchas y ninguna, ya que no hay palabra que diga una totalidad tan compleja; nuestro kosmos es de nuevo khaos, y hasta el desorden, la entropía o la catástrofe
aspiran a ser etiquetas científicas que fijen nuevas leyes antes desconocidas. Una nueva ciencia natural que trate de explicar y manejar un sistema tan complejo —y que se
ha vuelto tan peligroso para el hombre como para el resto de las especies que éste
tradicionalmente amenazaba— debe dejar de lado todas esas trampas retóricas, por
muy bienintencionadas que sean.
No nos engañemos más: se trata de ambivalentes (y peligrosas) nostalgias precapitalistas (¡Pol Pot!), tan inservibles e irracionales como la fascinación tecnológica
de tantos cyber(post)modernos (nostálgicos de un futuro de película) o el universalismo ingenuo y «étnico» de los global village idiots (como decía alguien, parafraseando
a MacLuhan). El surgimiento de cierto «nacional-ecologismo» o una supuesta izquierda
heideggeriana, es más que sintomático: la consabida identidad mítica de territorio e
historia constituye una doble impostura, al nacionalizar la naturaleza y naturalizar la
nación. Heidegger no fue el último en crear una «estética originaria», identificando,
en el concepto de Heimat, ser, lenguaje, patria y hogar natal. La idea de «naturalizar»
la ética ecológica (como hace Hans Jonas) es la última de las falacias naturalistas y,
en el fondo, un nuevo simulacro de fundamento onto-(cripto)teo-lógico: el retorno a
la madre-tierra que nos dio el ser y la restitución de la deuda-culpa (Schuld) que nos
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ata a ella mediante la cadena evolutiva (un telos evolucionista para un pathos
irracionalista). Todo esto perpetúa la vieja metafísica que considera lo artificial como
una degradación de lo natural, y la cultura como corrupción de una supuesta unidad
originaria con la naturaleza.
No necesitamos una ciencia más emocional y menos racional, o con menos cerebro y más corazón: el problema de la tecnociencia capitalista no es que sea inhumana,
sino que es «humana y demasiado humana», la ciencia no falla porque es demasiado
racional, sino porque raramente lo es con respecto a su propia acción. Nietzsche y
Wittgenstein lo dijeron bien claro: el problema de la ciencia no es comprensible desde
la ciencia misma, y el sentido del mundo es exterior al mundo (de esto se ocupan ética,
estética y religión). Aunque, desde luego, sólo un Dios no puede salvarnos, sin un
poco más de lucidez por nuestra parte.
Ante la «naturaleza», las palabras y las imágenes retroceden, y el conocimiento
duda: en realidad, no sabemos si estamos en ella o ella está en nosotros (¿decir que son
las dos cosas cambia algo?). Quizás sea la misma idea de naturaleza la que es perversa:
la usamos alegremente, pero no sabemos muy bien adonde nos lleva o nos lleva —como
todas las metáforas— adonde no queremos ir. En el fondo, designa algo para lo cual,
en sentido estricto, no tenemos nombre.
La Laguna, junio de 1999
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