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Adriano y Antínoo
De nuestro amor la imagen cruzará los tiempos. Del pasado, blanca,
surgirá y habrá de ser eterna, como victoria de romanos,
y en cada corazón rabia pondrá el futuro de nuestro amor
coetáneo no haber sido.
Fernando Pessoa, Antínoo
Adriano fue emperador de Roma entre los años 117 y 138 de nuestra era.
Sus destrezas como gobernante fueron recordadas mucho tiempo después, al punto que para el siglo xv Maquiavelo lo consideró el tercero
en la sucesión de emperadores excelentes, junto con sus predecesores,
Nerva y Trajano, y sus sucesores, Antonio Pío y Marco Aurelio. Según
el politólogo renacentista, dichos emperadores llevaron durante el siglo
ii al imperio romano a su momento de mayor esplendor. No obstante,
Jean Bousset, en Historia universal, permite entrever un curioso detalle
en la vida del gobernante, al sentenciar: “Adriano deshonró su reinado
con sus amores...”. Tenemos una semblanza de Adriano por la descripción que aparece en un texto del siglo iv, Historia augusta:
Fue de alta estatura, de aspecto elegante, los cabellos dóciles de
peinar, con una barba abundante que escondía las cicatrices del
rostro. De robusta constitución, le gustaba montar a caballo y pasear y ejercitarse a menudo en el uso de las armas y en el lanzamiento de la jabalina. Fue al mismo tiempo severo y juvenil, amable y
austero, apasionado y comedido, avaro y generoso, sincero y falso,
cruel y bondadoso.
Durante los veinte años que duró su gobierno, Adriano renovó en
todo el territorio romano el interés por la cultura helénica, con la que
se identificó profundamente. Toda su vida pareció ser una búsqueda de
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los ideales griegos de perfección, simetría y belleza, lo que se reflejó en
su deleite por la arquitectura y escultura clásicas. Una de las reconstrucciones más profundas que se han hecho sobre la vida y pasiones del emperador, Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, buscó reflejar
muchas de sus percepciones, entre ellas sus opiniones artísticas:
Nuestros retratos romanos solo tienen valor de crónica: copias
donde no faltan las arrugas exactas ni las verrugas características,
calcos de modelos a cuyo lado pasamos de largo en la vida y que
olvidamos tan pronto han muerto. Los griegos, en cambio, amaron la perfección humana, al punto de despreocuparse del variado
rostro de los hombres.
Adriano, en su cargo de emperador, recorrió constantemente la región a su mando, por lo que fue conocido como el emperador viajero, y
naturalmente dedicó mucho tiempo a los territorios griegos. Allí atendió con especial interés la reconstrucción y protección de la memorable
Atenas, cuna de su inspiración. Del mismo modo, ordenó invertir considerables recursos en la construcción de obras civiles y templos en el resto
de las provincias. Quizás fue el hecho de ser un provinciano, nacido en
Hispania y no en Roma, uno de los motivos por los que el emperador se
preocupó por desarrollar y dar participación a las provincias.
Durante uno de esos viajes, en Bitinia, un territorio de Asia menor, al suroeste del mar Negro, hacia el año 123, Adriano –contaba con
cuarenta siete años de edad– conoció a Antínoo, un joven campesino
de alrededor de doce años. Su hermosura y su gracia impresionaron de
tal modo al emperador que imaginó haber encontrado por fin la encarnación misma del ideal griego de perfección estética. Deslumbrado por
la forma de su cuerpo, la lozanía del rostro y la gracia de sus modales,
Adriano se atrevió a afirmar que la belleza del muchacho era comparable
a la de dioses como Apolo o Ganímedes.
El propio emperador solicitó que Antínoo fuera escogido para entrar en el paedagogium imperial, un centro académico para jóvenes con
aspiraciones a trabajar en la corte. La compañía de Antínoo cambió para
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siempre la existencia de Adriano, quien embelesado con el muchachito pasaba horas contemplándolo y disfrutando del simple hecho de su
existencia:
Su presencia era extraordinariamente silenciosa; me siguió en la
vida como un animal o como un genio familiar. De un cachorro
tenía la infinita capacidad para la alegría y la indolencia, así como
el salvajismo y la confianza. Aquel hermoso lebrel ávido de caricias
y de órdenes se tendió sobre mi vida. [...] Y sin embargo aquella sumisión no era ciega; los párpados, tantas veces bajados en señal de
aquiescencia o de ensueño, volvían a alzarse; los ojos más atentos
del mundo me miraban en la cara; me sentía juzgado... (Memorias
de Adriano, Marguerite Yourcenar)
En adelante, el emperador viajó siempre acompañado del muchacho. Su relación con Antínoo correspondió al concepto griego de pederastia5, en la que un hombre mayor (erastés), se involucraba amorosa
y eróticamente con un adolescente (erómenos). Adriano ejerció como
erastés, y fue guía y tutor de Antínoo, su erómenos. Su relación estuvo
determinada dentro de unas pautas sociales establecidas en la antigua
Grecia, que tradicionalmente terminaban en el momento en que el muchacho se hacía adulto.
Durante seis años la pareja se profesó amor mutuo. Parte del encanto que ejercía Antínoo a los ojos de Adriano residía en su personalidad,
5
Es importante tener en cuenta que en la civilización grecolatina la homosexualidad y la
pederastia, como se entendía entonces, no eran transgresiones sociales. Las relaciones entre
un hombre adulto entre los veinticinco y cincuenta años, erastés, y un adolescente de doce a
dieciocho, erómenos, fue una institución social común en la clase noble, que significaba un
proceso de iniciación del joven en la sociedad patriarcal. Además del intercambio sexual, el
hombre mayor instruía al joven en las costumbres, la moral y las responsabilidades sociales.
El muchacho, cuando creciera, se convertiría en un erastés y tomaría a un joven erómenos.
Leyendas como la de Zeus y Ganímedes le dieron un matiz religioso y sagrado a este tipo
de relaciones. El ideal de adolescente hermoso se consideró la encarnación de las cualidades
divinas y su belleza comparable a la de los dioses. Por este motivo, los jóvenes, más que las
mujeres, fueron tema frecuente en las obras escultóricas. De igual modo, varios poetas y
filósofos tendieron a considerar el amor por un efebo más espiritual, intelectual y noble que
el amor por una mujer, considerada un ser inferior útil, únicamente para procrear.
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leal, silenciosa, cauta y enigmática. El joven, prudente, siempre buscó
alejarse de las intrigas y rumores de la corte imperial; no obstante, su
inusual belleza, así como su cercanía al emperador, despertó la envidia
de muchos. La emperatriz Sabina, esposa de Adriano, jamás tuvo en el
corazón de su marido la importancia de Antínoo. Los esposos mantuvieron siempre una relación fría y distante. Él la consideró una mujer
caprichosa, voluble y difícil y declaró que si él fuera un ciudadano libre y
con la posibilidad de hacer lo que le apeteciera, se divorciaría de ella. Es
evidente que su relación matrimonial fue una formalidad diplomática,
nada parecida a la pasión que sintió por su joven efebo.
El muchacho fue poco querido e incluso despreciado por los aspirantes a suceder el trono, a pesar de que Antínoo no era un posible
rival para ellos, ya que el joven no poseía ni la ascendencia noble ni las
características necesarias para ser un posible sucesor. Incluso fue envidiado por todos aquellos que desearon tener la posibilidad de estar más
cerca del emperador e influir en sus decisiones. Cada uno de ellos esperó
pacientemente a que la juventud abandonara al muchacho, para que se
alejara de la corte y abriera espacio a un nuevo favorito.
Una profunda angustia debió vivir Antínoo con cada momento
transcurrido. Con cada instante sentía acercarse el momento de su partida. Su madurez, siempre latente e inevitable, marcaba el fin del idílico romance y su condición de erómenos del emperador. El futuro se
le reveló oscuro y solitario; sintió que en adelante no volvería a sentir
felicidad. La vida lo forzaba a alejarse de su amado. Nada podía hacer
para retener entre sus manos los momentos felices vividos: “Los días de
Antínoo como favorito estaban contados”, sentenció Royston Lambert
en su trabajo Beloved and God: The Story of Hadrian and Antinous.
El descubrimiento de su propia madurez, junto con la conciencia de
sí mismo y del tiempo reflejado en su cuerpo, se convirtió para Antínoo
en una maldición, en una visión constante del fin de una etapa maravillosa. Adriano, por su parte, descubrió que padecía de una insuficiencia
cardiaca congestiva, diagnosticada certeramente por su médico de cabecera, Hermógenes, como hidropesía cardiaca, por lo que se enfrentó a
la necesidad de nombrar a un sucesor, que encontró en el que algunos
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consideraron su segundo favorito, Lucio, quien no llegó a ser emperador,
debido a su muerte temprana. No obstante, Antínoo vivió una atmósfera tensa en la corte, solicitado y presionado en muchas ocasiones para
participar en complots, chantajes y sobornos. Sin embargo, todo parece
indicar que el melancólico joven procuró mantenerse siempre alejado de
las intrigas y no influyó en las decisiones políticas de Adriano.
El tiempo inexorable galopó contra la estadía de Antínoo en la corte. Una tarde de las muchas en que Antínoo y Adriano salieron a la caza
de un león, invadido por el furor viril de este ejercicio, el joven dio tal
muestra de destreza que fue evidente para todos que se había convertido
en un hombre. Fue Antínoo en esta ocasión quien se adelantó y atacó
a la fiera como otrora lo hiciera Adriano. Luego, permitió a Adriano el
estacazo final. Este simbólico hecho marcó, involuntariamente, el momento en el que el joven superó a su maestro, lo cual si bien era un
triunfo como hombre, determinó también el final de su relación con
su amado. Ahora ambos eran hombres adultos. El aprendizaje de Antínoo había concluido. En Memorias de Adriano aparecen reflejados estos
momentos: “Cediendo, como siempre, le prometí [a Antínoo] el papel
principal en la caza del león. No podía seguir tratándolo como a un
niño, y estaba orgulloso de su fuerza juvenil”.
Pasados seis años desde que Adriano lo recogiera en un apartado
paraje del imperio, Antínoo, a sus dieciocho, ya no es el pequeño campesino ignorante y hermoso que despertó la pasión del gobernante. Sigue siendo silencioso y fiel, pero en su interior se han efectuado no solo
los cambios propios de un adolescente, sino que su relación con Adriano
también cambió:
El escolar que en Claudiópolis había aprendido de memoria largos fragmentos de Homero, se apasionaba ahora por la poesía voluptuosa y sapiente, entusiasmándose con ciertos pasajes de Platón.
Mi joven pastor se convertía en un joven príncipe. No era ya el
niño diligente que en los altos se arrojaba del caballo para ofrecerme, en el cuenco de sus manos, el agua de la fuente; el donante
conocía ahora el inmenso valor de sus dones.
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A pesar de disfrutar del amor profundo del emperador, era un joven
sufriente y agónico; además estaba enfrentado a situaciones difíciles y
dolorosas. Consciente de la debilidad de su juventud, de su lozanía, de
la fragilidad de su belleza y, por lo tanto, de su categoría de favorito, en
su carácter melancólico la posibilidad del suicidio comenzó a revelarse
como una posibilidad.
El 30 de octubre del año 130, durante un viaje del emperador y Antínoo por la provincia de Egipto, el cuerpo del joven cayó a las aguas del
Nilo. “Él perdió a su Antínoo mientras navegaba por el Nilo, y lloró por
él como una mujer. En relación con esto, hay varias opiniones: algunos
afirman que se sacrificó a sí mismo por Adriano, otros que fue asesinado
por su belleza y sensualidad…” (De la Historia augusta).
Lo que sucedió con exactitud a Antínoo en octubre del 130 permanece como un misterio. Adriano simplemente escribió: “Él ha caído
en el Nilo”. Pudo ser una caída accidental o deliberada, por lo que la
mayoría, incluso el emperador, optó por creer que él mismo se había
sacrificado:
Un ser insultado me arrojaba a la cara aquella prueba de devoción; un niño, temeroso de perderlo todo, había hallado el medio
de atarme a él para siempre. Si había esperado protegerme mediante su sacrificio, debió pensar que yo lo amaba muy poco para no
darse cuenta de que el peor de los males era el de perderlo. (Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano)
Antínoo pudo haberse suicidado en medio de una profunda melancolía como sacrificio ritual, siguiendo antiguas prácticas mágicas, según
las cuales era posible entregar la vida por un ser amado para que este
recuperara la salud o el bienestar. Esa fue la interpretación preferida
por el emperador desgarrado de dolor, dada la irreparable pérdida de su
amigo.
Adriano rompió el protocolo de la severitas romana, la seriedad y
comportamiento propio de su cargo, y a pesar de ser un militar fuerte, lloró públicamente por la muerte de su amado. Su actitud disgustó
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profundamente a la nobleza. Fueron las exageradas manifestaciones de
dolor por el muchacho campesino y no su carácter homosexual las que
perturbaron a la élite romana:
Hermoso era mi amor, aun su melancolía,
Tenía esas mañas que a amor del todo hacen cautivo,
de estar un poco triste entre furias lujuriosas.
Ahora el Nilo lo devuelve, eterno Nilo.
Bajo sus húmedos bucles la azul lividez de la Muerte
batalla libra ya a nuestro deseo con sonrisa triste.
(Fernando Pessoa, Antínoo)
Desesperado por encontrar una razón a la muerte de su amado,
Adriano comenzó a conjeturar sobre la muerte de Antínoo y el hecho
de haber sucedido durante unas ceremonias egipcias en honor a Osiris.
El emperador concluyó que ya que en estos rituales se imitaba la muerte
del dios, que se según se creía resucitaba posteriormente, era factible que
Antínoo fuera dicho dios, y su muerte, el sacrificio heroico de una divinidad. Siguiendo esta idea, dio crédito a los astrólogos sobre que tras la
muerte de Antínoo había aparecido en el cielo una nueva estrella, reflejo
del alma divina del muchacho.
Por este motivo, Adriano se decidió a honrar a Antínoo como un
dios y ordenó momificar su amado cuerpo y ponerlo en la tumba del
antiguo faraón Ramsés ii. Además, en honor del joven, fundó una ciudad llamada Antinoópolis, para que Antínoo en su calidad de divinidad
fuera su protector. Cuando regresó a Roma, devastado, el emperador
mandó hacer millares de monedas, estatuas, bustos y relieves para conservar imborrable la imagen del joven bitinio. El eterno adolescente lampiño y de mirada melancólica, boca exquisita y largos cabellos rubios fue
representado como encarnación de la belleza de los dioses.
La pretensión de Adriano de convertir a Antínoo en una divinidad
fue bien recibida en Grecia y Egipto; pero en la élite romana generó
desagrado y malestar considerar dios a un campesino cuyo mayor mérito fue el de ser amante del emperador. Para muchos esto era un acto
impío.
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Los primeros cristianos tampoco dudaron en estigmatizar y criticar
con toda la fuerza de sus palabras el culto a Antínoo, instaurado por
Adriano. Consideraron inaceptable el que se le tratara como dios sacrificado y, peor aún, que se lo relacionara con la resurrección. Temieron su
implícita relación con la figura de Cristo:
Y aquí, hemos creído, no estaría fuera de lugar recordar a Antínoo, que vivió en estos tiempos, a quien todos por miedo se arrojaron a honrar como dios, no obstante saber muy bien quién era y
de dónde venía. (San Justino, Padres apologetas griegos)
Este Antínoo, aunque saben que es un hombre, y un hombre
en modo alguno honorable, sino libertino a más no poder, recibe
honores por miedo hacia quien dio semejante orden. Pues cuando Adriano estuvo en la tierra de los egipcios murió Antínoo, el
esclavo de su placer, y entonces ordenó que se le rindiera culto, ya
que aun después de su muerte estaba enamorado del joven. (San
Atanasio, Contra los paganos,)
El misterio que envolvió la muerte de Antínoo generó numerosas
versiones sin fundamento, incluso mucho tiempo después de su muerte.
Algunos incluyeron a la emperatriz o a los posibles sucesores de Adriano,
y otros llegaron a involucrar al propio emperador. También se llegó a
murmurar que Antínoo murió víctima de una fallida castración, tratando de mantener sus rasgos juveniles.
En la villa Adriana, la ciudadela que mandó a construir el emperador entre los años 118 y 133, al oeste de Roma, Adriano dio rienda suelta
a su obsesión por rendir culto a la memoria de su amado muerto. No
obstante, como se expresa en las Memorias de Adriano: “El dios no me
pagaba al viviente perdido”. El emperador enamorado jamás se pudo
recuperar de su dolor y aun antes de morir recordó vívidamente las facciones, los gestos, el temperamento y los caprichos de Antínoo:
Vuelvo a ver una cabeza inclinada bajo una cabellera nocturna,
ojos que el alargamiento de los párpados hace parecer oblicuos,
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una cara joven y ancha. Aquel cuerpo delicado se modificó continuamente a la manera de una planta y algunas de sus alteraciones
son imputables al tiempo. El niño cambiaba, crecía. Una semana
de indolencia bastaba para ablandarlo; una tarde de caza le devolvía
su firmeza, su atlética rapidez. Una hora de sol lo hacía pasar del
color del jazmín al color de la miel. Las piernas algo pesadas del potrillo se alargaron, la mejilla perdió su delicada redondez infantil,
ahondándose un poco bajo el pómulo saliente; el tórax henchido
de aire del joven corredor asumió las curvas lisas y pulidas de una
garganta de bacante, el mohín petulante de los labios se cargó de
una ardiente amargura, de una triste saciedad. Sí, aquel rostro cambiaba como si yo lo esculpiera noche y día.
La historia jamás olvidó esta relación que inspiró no solo críticas
de los padres de la Iglesia, sino a numerosos poetas y artistas. Entre las
obras recientes se encuentran las Memorias de Antínoo, de Daniel Her­
rendorf; las Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, y el poema
Antínoo, de Fernando Pessoa. También, más atrás en el tiempo, Oscar
Wilde, Tennyson, Goethe, entre otros, hicieron referencia a esta apasionada relación.
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