Notas sobre algunos textos críticos sobre “El matadero” (1871

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Notas sobre algunos textos críticos sobre “El matadero” (1871-2006)
Patricio Fontana y Claudia Roman
Instituto de Literatura Hispanoamericana, Facultad de Filosofía y Letras, UBA
El poeta no estaba sereno cuando realizaba la buena obra de escribir esta elocuente página
del proceso contra la tiranía. Si esta página hubiese caído en manos de Rosas, su autor habría desaparecido instantáneamente. Él conocía bien el riesgo que corría; pero el temblor
de la mano que se advierte en la imperfección de la escritura que casi no es legible en el
manuscrito original, pudo ser más de ira que de miedo.
Esta cita es un fragmento de la “Advertencia” con que Juan María Gutiérrez presentó “El
matadero” en la Revista del Río de la Plata, en 1871, cuando se publicó por primera vez. Gutiérrez, por entonces, preparaba la edición de las Obras completas de Esteban Echeverría, y a
modo de anticipo presenta este “inédito” como un “boceto” o “borrador”, como un pre-texto
del poema “Avellaneda”.
En principio, antes de avanzar en la consideración de la “Advertencia”, se hace necesario
insistir en que la de Gutiérrez es la primera referencia conocida al manuscrito de “El matadero”; un documento que hasta ahora nadie, además de él, asegura haber tenido entre sus
manos. Aunque así sucede con la gran mayoría de los textos éditos, en el caso de “El matadero”, este dato tiene un valor diferente, desde que la “Advertencia” enfatiza la importancia
de ese manuscrito como documento de la “tiranía” rosista. En este punto, la existencia del
manuscrito es, para Gutiérrez, tan importante como lo que el texto relata: en la “Advertencia”, soporte material y fábula, diégesis y condiciones materiales de producción se solapan y
casi coinciden. Esto se evidencia además en el paralelo que Gutiérrez establece entre el joven
unitario y Echeverría: “la víctima (…) obra como lo habría hecho el noble poeta en situación
análoga” (Gutiérrez, 1971: 561).
La noticia de la existencia del manuscrito es, entonces, fundamental en la “Advertencia”. Y
esto no solo en el sentido casi obvio de que presenta un texto hasta entonces desconocido, sino
además porque ese manuscrito es imprescindible para acreditar las circunstancias de escritura
de “El matadero”, y los valores éticos y políticos que emanan de ellas. El manuscrito deviene así
un objeto aurático, un documento que respalda la puesta en circulación impresa de un texto
que, por lo demás, Gutiérrez considera insuficiente desde sus parámetros estéticos.
Poniendo entre paréntesis la preocupación filológica o policial sobre la existencia de ese
manuscrito, habría que decir que Gutiérrez produce, a partir de ese objeto, una narración.
En ella se insiste en la materialidad del original que tiene ante sus ojos –la página, la imperfección de la escritura– y, al mismo tiempo, en el pathos que habría dominado al poeta –ira antes
que miedo– al momento de escribirlo. De esa caligrafía casi ilegible, el crítico demiurgo hace
que surja una mano temblorosa: la de un poeta indignado y corajudo que se pasea frente a
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“aquella clase especial de hombres, entre quienes fue a buscar el tirano los instrumentos de
su sistema de gobierno” (Gutiérrez, 1971: 560).
Gutiérrez focaliza así en lo que Roland Barthes denomina ductus: el proceso de producción
de la escritura. El ductus es lo que, según Barthes, permite vislumbrar “la inserción del cuerpo
en la letra”: “es ahí donde revela la letra su naturaleza manual, operativa y corporal” (Barthes,
1989: 64-65). En la explicación de Gutiérrez, el texto habría surgido de una experiencia vital,
de la temeraria observación de “un lugar sui generis de nuestros suburbios”. Así, la letra se vuelve
indicio inequívoco del cuerpo de un joven poeta que se somete a la experiencia del matadero
rosista y que consigna esa experiencia por escrito. Aunque el crítico se cuida de mantener la
ambigüedad respecto de este punto, llega a insinuar incluso que Echeverría habría escrito “El
matadero” en el matadero: de ahí la idea de que “el autor daguerrotipó el cuadro que exponemos
hoy al público”. El cuadro antirrosista requiere de la heroica soledad del poeta. Y la narración
del crítico compite con el relato de Echeverría que está a punto de presentar.
La “Advertencia” de Gutiérrez no es sino una “ficción crítica”, un uso desplazado de la
ficción al que, probablemente, ninguna interpretación es del todo ajena. Pero no toda crítica
hace de su entramado ficcional –de su índole como relato, como narración– un principio
constructivo: en Gutiérrez, la posibilidad misma de la tarea crítica descansa en esa forma.
En esta “ficción crítica” Gutiérrez no solo urde unas circunstancias verosímiles de escritura,
sino que hace depender de ellas la interpretación, la clasificación genérica del texto y su valor
literario e histórico.
***
La crítica literaria contemporánea no ha sido indiferente a esta inflexión ficcional de sus
propias intervenciones. Nicolás Rosa, en un trabajo donde revisa las particularidades que
asume la crítica literaria argentina entre 1970 y 1990, ha acuñado el concepto que acabamos
de mencionar: el de “ficción crítica”, con el que define la cruza entre teoría o crítica y narración ficcional característica de la escritura, entre otras, de Ricardo Piglia y Héctor Libertella.
Propone Rosa:
[En las novelas de estos autores] es difícil separar –y los ejecutores no lo pretenden– el
costado de la ficción y el costado de la teoría. (…) Estas vertientes permiten no solo un
entretejido ficcional sino simultáneamente una visión política de los fenómenos literarios.
Es probable que el entrecruzamiento posea una organización quiasmática, y por ende su
geometrización es harto compleja; no es solo el cruce entre lo ficcional y lo teórico, sino
también entre lo ficcional y lo crítico, y entre lo argumentativo y lo explicativo; en suma, la
organización de un “argumento de tesis” literaria en boca de los personajes (Piglia) o “en
las palabras de la historia que se cuenta” (Libertella). (1993: 182-183)
En el caso de la “Advertencia” de Gutiérrez, la creación de una escena ficcional que sostiene la interpretación del texto y el sistema argumentativo del crítico deja leer una relación
entre crítica y ficción tan “quiasmática” como la que describe Rosa. Pero aquí es la crítica la
que guía tanto el “entretejido ficcional” como la “visión política de los fenómenos literarios”,
desde que propone un origen y un sistema de valores: la prelación, para estimar el lugar de
“El matadero” en la cultura argentina, de lo ético y político por sobre lo estético.
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La lectura de Gutiérrez no es meramente biografista (lo que sería esperable en su época)
y esto porque el crítico no interpreta el texto a partir de unas circunstancias biográficas conocidas sino que crea esas circunstancias biográficas a partir del manuscrito de Echeverría. Su
“Advertencia” opera de modo tal que convierte en imprescindible la mirada del crítico para
la existencia del texto. La postulación de una ficción crítica no es únicamente un ejercicio
imaginativo: enunciarla es el modo de establecer el protocolo de lectura del texto que el crítico viene a presentar.
El peso de la operación crítica de Gutiérrez es evidente, en primer lugar, en la Historia de
Ricardo Rojas. Hacia 1920, medio siglo después de publicada la “Advertencia”, en las páginas
que le dedica a “El matadero”, Rojas comienza por designarlo como “el primer cuento realmente ‘argentino’”, donde “el escritor romántico se torna crudamente realista” (Rojas, 1948:
234). Es decir que para Rojas no se trata del borrador de un poema, sino de una ficción, de un
cuento que pone en serie con los de Fray Mocho y Roberto Payró (1948). No obstante, Rojas se
desdice de esa primera afirmación al obligarse a explicar cómo ha llegado al lector “El matadero”: “lo conocemos según la forma, provisoria o improvisada, de los borradores que encontró
Gutiérrez entre los papeles póstumos del poeta” (Rojas, 1948: 235). Las vacilaciones con que
Rojas nombra a “El matadero” (“cuento”, “forma improvisada”, “artículo”, “borrador”) son elocuentes de la tensión entre sus percepciones críticas y el peso de la lectura de Gutiérrez, de la
que el primer historiador de la literatura argentina no termina de desembarazarse.
***
Pasarán sin embargo muchos años desde esta lectura de Rojas para que el relato de Echeverría sea revisado, releído y redescubierto como un texto en el que se condensan problemas
estéticos e ideológicos que recorren la literatura argentina desde su emergencia. Porque si
bien no dejó de ser mencionado como testimonio de una cultura y de una época, y de ser
incorporado a las historias de la literatura, “El matadero” no ocupó el lugar de texto central
que ahora tiene hasta casi el último tercio del siglo XX. Eso ocurrió, en principio, con las
lecturas que realizaron David Viñas y Noé Jitrik entre fines de la década del 60 y principios
de la del 70.
Al mismo tiempo que empezaban a producirse textos que anudaban violencia sexual y
política (basta citar los ejemplos obvios de “El niño proletario” y “El fiord”, de Osvaldo Lamborghini, o El frasquito, de Luis Gusmán), Viñas encontró en “El matadero” esa clave. En De
Sarmiento a Cortázar, la versión de 1971 de su Literatura argentina y realidad política, Viñas hace
hincapié en lo que “El matadero” calla. Escribe Viñas:
La literatura argentina emerge alrededor de una metáfora mayor: la violación. “El Matadero” y Amalia, en lo fundamental, no son sino comentarios de una violencia ejercida desde
afuera hacia adentro, de la “carne” sobre el “espíritu”. De la “masa” contra las matizadas
pero explícitas proyecciones heroicas del Poeta. (1971: 15)
En 1991, Viñas amplió y precisó el modo en que cristaliza esa metáfora en “El matadero”:
“la vejación de los matarifes sobre el cuerpo del unitario”; una vejación que pone en serie con
la “irrupción mazorquera en la casa de Amalia” y con el inicio del Facundo, y que proyecta
hacia “Casa tomada”, de Julio Cortázar. En esta versión de la lectura de Gutiérrez, la ficción
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crítica se vuelve cifra de una “constante con variaciones” que atraviesa –al menos, hasta el
momento en que Viñas la devela– la historia de literatura argentina.
Ese mismo año, Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano vuelven a preguntarse sobre el lugar
de “El matadero” en la obra de Echeverría. El texto que escriben es un prólogo a las Obras
de Echeverría, y desde ese horizonte revisitan la explicación de Gutiérrez –y de buena parte
de la crítica posterior– sobre la no publicación del relato. Descartada la consideración de “El
matadero” como un borrador de un “poema frustrado por sus ambiciones excesivas”, Sarlo y
Altamirano afirman:
Pueden imaginarse otras razones para que Echeverría no publicara el relato: en primer
lugar, el momento en que fue redactado, alrededor de 1839, poco antes del exilio del autor,
cuando en la división retórica de las intervenciones públicas este relato “costumbrista” no
tenía una función estable; en segundo lugar, la heterogeneidad del texto como alegoría
política, crítica social y lectura romántica de las condiciones materiales e ideológicas; finalmente, la dificultad con que El matadero podía colocarse dentro del proyecto de Echeverría
como escritor: ni escrito político ni gran poema nacional. (1991: 42)
Aquí, la imaginación crítica permite hallar una respuesta a los problemas que plantea
un texto difícilmente asimilable al resto de la producción de Echeverría. Esa dificultad explicaría por qué “El matadero” se ubicó muy tardíamente –“un siglo después de haber sido
escrito”, según el cálculo de Sarlo y Altamirano– en “un primer lugar dentro de la obra de
Echeverría” (1991: 42). Por lo demás, más allá de esta “anomalía”, el ejercicio de imaginación
estimulado por el enigma de la publicación tardía de “El matadero” los habilita para pronunciarse plenamente por la índole ficcional de “El matadero”, y considerarlo un texto “precursor” de una forma poco desarrollada en la literatura argentina del siglo XIX, pero fundamental en la del siglo XX: el cuento (1991: 42). Y más aún, como precursor de un ideologema
central en Borges, según la lectura de Sarlo: “el matadero es un espacio de penetración de lo
rural en lo urbano, una orilla (como dirá luego Borges)” (1991: 42-43).
Como para Sarlo y Altamirano, también para Ricardo Piglia la vacilante hipótesis de Rojas (“El matadero” como primer cuento argentino, como primera “ficción”) se vuelve certeza.
En un texto de 1993 titulado “Echeverría y el lugar de la ficción”, a partir de esa certeza, y
preguntándose por las más de tres décadas transcurridas entre el momento en que se supone
que se escribió “El matadero” y su publicación, Piglia sostiene que en el relato de Echeverría
se esconde el origen clandestino, oculto, de la ficción en la literatura argentina: “Habría que
decir que Echeverría no lo publicó justamente porque era una ficción, y la ficción no tenía
lugar en la literatura argentina tal como la concebían Echeverría y Sarmiento” (Piglia, 1993:
10) . Ficción por ficción, Piglia imagina una escena alternativa a la que había urdido Gutiérrez en 1871. En la suya, un escritor produce su mejor texto literario y decide no publicarlo: lo
esconde. En esta versión de Piglia, Echeverría sufriría una especie de drama de anacronismo:
consciente de que su público no está allí, sino en el futuro, escribe su mejor texto para la posteridad. Ese público futuro está inscripto en el comienzo y en el final profético del relato.
Tres años más tarde, en 1996, Adolfo Prieto se preocupa también por la publicación tardía del relato de Echeverría. Prieto se hace la misma pregunta que Piglia: ¿cuál es la razón
por la que un escritor escribe un relato política, narrativa y estéticamente eficaz y, en vez de
publicarlo, lo esconde? Prieto está interesado en rastrear la circulación de los libros de los
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viajeros ingleses al Río de la Plata, y su importancia en la “emergencia de la literatura argentina”. Su hipótesis, por eso, no apunta al problema de la “ficción”, como en Piglia, sino que
atiende a verificar la asimilación de esos textos extranjeros por parte de los fundadores de
la literatura argentina (Sarmiento, Alberdi, Mármol, Echeverría). En este caso, el crítico se
detiene en la interpretación que hace Gutiérrez del Facundo en una célebre carta a Alberdi,
donde censura a Sarmiento por haber hecho de la Argentina una “charca de sangre”, tal
como lo venían haciendo los viajeros ingleses en su búsqueda de “cosas raras” con que entretener a sus lectores británicos.
Sería tentador –señala Prieto– detenerse en la presunción de que Gutiérrez no podía sino
tener en mente el manuscrito de Echeverría en el momento de redactar este pasaje de su
carta, corrigiendo así las declaraciones agregadas, años después, a su edición de las Obras
completas. Pero sin necesidad de discutir una hipótesis, por lo demás, inverificable, no puede
dudarse del juicio que hubiera merecido a Gutiérrez ese manuscrito de haberlo conocido
durante su estadía en Montevideo, o a través de la permanente comunicación que ambos
mantuvieron durante el exilio. No puede dudarse de que Echeverría, finalmente, esperaría
ese juicio de su amigo y preferido corresponsal. (Prieto, 1996: 144)
Una vez más, en esta lectura, Echeverría escribe un texto y, sin siquiera dudarlo, lo esconde. Quizá, incluso, de quien es su lector privilegiado, su “amigo y preferido corresponsal”.
¿Se trata de un “gasto de energía” catártico o de un gesto destinado a la posteridad? Tanto
la lectura de Prieto como la de Piglia parecen contemplar las dos alternativas. Echeverría, al
parecer, es compulsivo: no podía no escribirlo. Tampoco, dejar de esconderlo, como gesto
complementario y contradictorio con el primero. En esta nueva ficción crítica estimulada
por “El matadero” (quizá, por la “Advertencia” de Gutiérrez) Prieto, en primer lugar, “corrige” la propuesta de Gutiérrez en cuanto a que “El matadero” sería un relato surgido de una
experiencia de vida, del in situ, y ubica su génesis en una escena de lectura. Pero además, en
contraste con Gutiérrez, explicita la “inverificabilidad” de su hipótesis (es decir, confiesa que
su ejercicio crítico surge de una “tentación”: la tentación de la escritura ficcional).
***
En un artículo de 1993, el catedrático Emilio Carilla, muy lejos de cualquier voluntad
ficcional, ofrece una versión opuesta a las que hemos revisado hasta aquí. Carilla parte de
un meticuloso estudio filológico de las ediciones que Gutiérrez preparó como crítico y concluye que era habitual que este corrigiera y editara sin muchos escrúpulos los materiales a
su cuidado. Si bien reconoce que esta práctica no es del todo ajena a un horizonte de época
(el crítico como custodio, pero también como responsable de limpiar, retocar y pulir la obra
para darle su máximo brillo), esto lo lleva a preguntarse por la responsabilidad de Gutiérrez
en la edición de “El matadero”. Pero Carilla no se deja tentar por la imaginación crítica.
Ateniéndose a los datos que encuentra, sostiene que no hay menciones a “El matadero” en
la correspondencia de Echeverría que se conserva ni en la de sus amigos, y tampoco en los
escritos de Gutiérrez previos a la publicación en la Revista del Río de la Plata, en 1871. Destaca,
también, que el “manuscrito” de “El matadero” no se ha encontrado jamás. Sus argumentos se
detienen justo antes de deslizar la posibilidad de que “El matadero” sea una suerte de bricolage
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realizado por Gutiérrez a partir de borradores dispersos de Echeverría. Esta prudencia de
Carilla –que en un punto podría lamentarse– tiene pese a todo el mérito de dejar entrever al
lector una posibilidad banal o atroz: el manuscrito, simplemente, nunca existió.
En la misma línea, últimamente, Adriana Amante, en uno de los tomos de la Historia crítica de la literatura argentina dirigida por Noé Jitrik, insiste en el carácter inhallable de aquel
manuscrito para preguntarse por la responsabilidad de Gutiérrez en ese “borrador”:
¿Quién es el responsable de los puntos suspensivos de “El Matadero”? ¿El propio Echeverría? ¿O el pacato de Juan María? (Hipótesis más tentadora incluso si –como el propio Gutiérrez alega– “El Matadero” fuera un boceto que nunca se pensó como publicable, porque
revelaría en su autor –paradójicamente– un gesto de censura asociado con lo público, precisamente en un borrador, instancia más que íntima de la escritura). (2003: 178)
Las intervenciones de Carilla y Amante, cada una a su modo, ponen en cuestión la autoría de Echeverría. Y así, de exhumador y prologuista de “El matadero”, Gutiérrez pasa, en
estas hipótesis, a transformarse en una suerte de personaje de una nouvelle de Henry James:
un crítico que revisa los papeles de su amigo muerto y, a partir de ellos, crea el texto que,
finalmente, dará a su amigo un lugar en la historia literaria.
***
Esta relación parcial de las ficciones críticas suscitadas por “El matadero” se cierra provisoriamente con las intervenciones de dos críticos que son también –y la coincidencia no debería ser una sorpresa– novelistas. Carlos Gamerro, en su ensayo “El nacimiento de la literatura
argentina”, de 2006, vuelve a la lectura de Gutiérrez, a la que casi parafrasea y, en todo caso,
le resta toda posible ambigüedad:
Es tentador descubrir, en el rostro del joven unitario, los rasgos del propio Echeverría: parte
de la furia insana que se desprende del texto surge de la valentía del escritor de ponerse en
ese lugar (…). Echeverría sabía que, si lo agarraban, podía pasarle algo bastante parecido:
como tantas veces en la literatura, lo autobiográfico se da en negativo: no un relato de lo que
me pasó, sino de lo que podría pasarme, o –mejor aún– de lo que el destino me tenía reservado y pude evitar. (2006: 31)
En el texto de Gamerro parecen estar pesando las hipótesis de Paul de Man acerca de
la autobiografía: todo texto, y no solo los declaradamente autobiográficos, pueden ser leídos
como tales. A la manera de la prosopopeya, son los textos los que le dan un rostro al escritor:
en este caso, en la lectura de Gamerro, el anónimo joven unitario de “El matadero” le presta
sus “rasgos” a Echeverría.
Tal vez la mejor respuesta a esa tentación ficcional que “El matadero” parece no dejar
de estimular la encontró Martín Kohan. En “Las fronteras de la muerte” (2006), ensayo incluido en un volumen que propone una “lectura integral” de Echeverría, Kohan ejercita un
close reading que le permite desentenderse de la pregunta por las circunstancias de escritura.
Pero tal vez su modo de desentenderse de esa pregunta no haya radicado solo en el hecho
de realizar una lectura pegada al texto, sino también en el de haber asumido abiertamente
la tentación ficcional. ¿Cómo? Escribiendo una novela. Los cautivos, novela que Kohan había
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publicado seis años antes de ese artículo, en 2000, propone unas circunstancias alternativas a
las postuladas por Gutiérrez en su “Advertencia” de 1871. En esa novela, aun los gauchos que
merodean el casco de la estancia donde se esconde Echeverría saben –sin saberlo– que este
está escribiendo una ficción, un “cuento” (es decir, saben lo que la crítica solo comenzará a
intuir, con Rojas, casi ochenta años después). Así, al menos, se lo informa a uno de esos gauchos Luciana, protagonista de la novela y la única que conoce qué hace ese poeta que pasa
todo el día encerrado. Usando palabras que el gaucho Maure no ha oído jamás –“palabras
extrañísimas” que Maure considera “como muy importantes”– Luciana, casi como proponiéndole un enigma, le informa: “Escribe versos. Un largo poema. Y una noche, en el furor
de una noche, escribió, de un tirón, un cuento” (Kohan, 2000: 86).
***
Si alguna productividad hay en este recorrido por la crítica de “El matadero”, o, mejor
dicho, por lo que la crítica literaria se ha permitido imaginar a partir de él, es que volver a la
operación de Gutiérrez y a las suscitadas por ella invita a reflexionar sobre la centralidad de
la crítica en la constitución del objeto literario. Y esto no en el sentido más obvio de su función en la asignación de valor estético y en la construcción de un canon. Porque, de un modo
más literal e inquietante, lo que, una vez más, deja ver este recorrido es la equívoca relación
entre escritura crítica y escritura literaria, al mostrar el recorte, la definición y la creación de
un texto literario que van ejecutando las sucesivas miradas críticas.
Seguramente el recurso de la ficción crítica no sea privativo ni de Juan María Gutiérrez
ni de la crítica literaria argentina. Más aún: postular la existencia de un manuscrito y de un
escritor en los que se cifraría un “origen” sea posiblemente una necesidad de cualquier literatura cuando se piensa en términos nacionales. La historia de la crítica de “El matadero”
permite, acaso, advertir la modulación local de esos imperativos.
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CV
Patricio Fontana es licenciado en Letras de la Universidad de Buenos Aires. Actualmente,
es ayudante de primera en la cátedra de Literatura Argentina I (FFyL, UBA) y JTP en
la cátedra Historia del cine II (FUC). Es investigador tesista en el Instituto de Literatura
Hispanoamericana. Autor del libro Arlt va al cine (Libraria, 2009); de la traducción,
el estudio preliminar y prólogo de Francis Bond Head, Apuntes tomados durante algunos viajes
rápidos por las pampas y entre los Andes (Santiago Arcos, 2007, en colaboración con Claudia
Roman); y artículos publicados en publicaciones colectivas, entre otros: “Cartas a un amigo.
La polémica con Pedro de Angelis en el contexto de publicación del Dogma Socialista”,
en Kohan, Martín y Laera, Alejandra (comps.), Las brújulas del extraviado, Beatriz Viterbo,
2006, en colaboración con Claudia Roman; “Estatuas para amarrar caballos. Frontera
y peripecia en la literatura argentina”, en Laera, Alejandra; Batticuore, Graciela y
El Jaber, Loreley (comps.), Fronteras escritas, Beatriz Viterbo, 2008,
en colaboración con Claudia Roman.
Claudia Roman es profesora en Letras de la Universidad de Buenos Aires.
Actualmente, es ayudante de primera en las cátedras Literatura Argentina I y Literatura
Argentina II (FFyL, UBA). Es investigadora tesista en el Instituto de Literatura
Hispanoamericana. Es autora de la traducción, el estudio preliminar y el prólogo de
Francis Bond Head, Apuntes tomados durante algunos viajes rápidos por las pampas y entre
los Andes (Santiago Arcos, 2007, en colaboración con Patricio Fontana) y de trabajos
publicados en revistas y volúmenes colectivos. También en colaboración con Patricio
Fontana ha publicado, entre otros: “Cartas a un amigo. La polémica con Pedro de Angelis
en el contexto de publicación del Dogma Socialista”, en Kohan, Martín y Laera, Alejandra
(comps.), Las brújulas del extraviado, Beatriz Viterbo, 2006 y “Estatuas para amarrar
caballos. Frontera y peripecia en la literatura argentina”, en Laera, Alejandra;
Batticuore, Graciela y El Jaber, Loreley (comps.), Fronteras escritas, Beatriz Viterbo, 2008.
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