Adversidad

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Publicado en: http://www.revistamilmesetas.com/amor-a-laadversidad
Amor a la adversidad
Escrito por Carlos Eduardo Maldonadoen 6 octubre 2013 0:01
am / sin opiniones Categorías: Ensayo, Filosofia, SLIDE
“Retrato de Luca Pacioli” (1495), Jacopo de' Barbari
CARLOS EDUARDO MALDONADO |
Algo anda mal en la ciencia. O por lo menos en la comprensión
social de la misma. O bien en la presentación de la misma ante los
jóvenes. O acaso, incluso, en la forma misma como los científicos
se ven a sí mismos. Olvidando, todos, que siempre son
perfectamente distintos el sujeto que observa y el sujeto observado.
De un tiempo para acá —un corto tiempo en términos históricos, en
realidad—, ha devenido un lugar común comprender el trabajo de
los científicos a partir de la capacidad para identificar problemas.
Con lo cual son los problemas los que definen, por así decirlo, la
columna vertebral del quehacer científico. Formulación e
identificación de problemas; en fin, ulteriormente, resolución de
problemas. Toda una ingeniería —en el sentido más laxo de la
palabra— se ha montado en torno al tema.
Los problemas han desplazado a los objetivos, y la metodología se
supedita a los problemas. Pero vayamos despacio. Una situación
reciente que nunca fue el caso en el quehacer de los científicos, o
de los pensadores.
¿Problemas? ¿Trabajar y vivir en función de problemas? ¿Definir
toda una forma de vida alrededor de problemas? Pues bien, el
trabajo con, a partir de y en torno a, problemas es en rigor, el amor
por la adversidad. Querer problemas y buscarlos. Identificar
problemas y abordarlos. Perseguir problemas y resolverlos.
Definitiva, o provisional y tentativamente.
Si el héroe se define por una confrontación con una cierta fatalidad
y por enfrentarse a metas que no son del orden de la cotidianeidad,
los héroes de nuestro tiempo, así, son los hombres y mujeres de
ciencia. Gente que define toda su existencia por retos, problemas,
desafíos, ecuaciones. En efecto, una ecuación es un problema. Y
existe, en el ABC de las matemáticas, tres tipos de ecuaciones:
ecuaciones lineales, ecuaciones no-lineales y ecuaciones
inconsistentes.
Las primeras son problemas que tienen una y solamente una
solución. Las ecuaciones no lineales tienen más de una solución
posible y en consecuencia no admiten, en manera alguna,
estrategias del tipo optimización, maximización, second best, o
elección entre alguna de las eventuales múltiples soluciones. Hay
que trabajar con todas; al mismo tiempo.
Por su parte, las ecuaciones inconsistentes son, sencillamente,
aquellas que no tienen o no admiten ninguna solución. Pues en
ciencia como en la vida, hay situaciones que no tienen ninguna
solución. Y hay que vivir con ellas. Como se pueda.
Hay un contrasentido existencial, cognitivo, psicológico y emocional
en el tema: ¡hay gente que ama los problemas! Esto es, las
adversidades.
No quieren un mundo de oleajes suaves; no conocen mapas ni
geografías tranquilos; no pueden vivir en atmósferas tranquilas o
apaciguadas. ¡Tan pronto salen de un problema, o un conjunto de
problemas, se reúnen, incluso: arman conferencias y congresos,
para compartir sus problemas, y para aprender a ver problemas
nuevos!
Algo debe andar mal en la mente de esta gente, así entendida. Los
artistas piensan y viven de otras maneras. Los campesinos y los
indígenas definen su existencia a partir del esfuerzo por leer los
signos de la naturaleza y la vida. Y tanta gente alrededor trata de
llevar su vida lo mejor que puede, a luz y sombra.
La ciencia es aquella forma de racionalidad que define a los
tiempos modernos. Quiere ser la forma suprema de la racionalidad,
y se presenta ante la sociedad toda como la caja que contiene
promesas y horizontes. Existiendo otras formas de racionalidad, la
ciencia es la más importante desde el punto de vista de sus
consecuencias.
Las ciencias se multiplican. Las ciencias y las disciplinas se cruzan
y procrean. Surgen cada vez nuevas y nuevas, con nombres
variados y diferentes. Estudios de áreas, campos interdisciplinares,
y los prefijos de diversa suerte se inventan y se acuñan. Inter, trans,
y multidisciplinariedad. Literalmente, el trabajo se hace prolífico, y
sí: se enorgullecen de que jamás —¡jamás!— en la historia de la
humanidad había habido tantos científicos —científicos e
ingenieros—, como en nuestros tiempos. Las revistas de todo tipo
se multiplican. Series y colecciones novedosas son propuestas.
Editoriales enteras incluso se dedican a los nuevos campos. Y en
efecto hay mucho, mucho trabajo, pero de manera amplia, de corte
eminentemente minimalista.
El trabajo alrededor de la ciencia está constituido por gente que
ama los problemas, ama las adversidades. Vivir frenéticos, al borde
del abismo, literalmente. Con un hecho fundamental adicional; y es
que la ciencia, la buena ciencia, ya no pontifica (a pesar de que
sigan existiendo universidades que se llaman pontificias): ya la
ciencia no dice, en modo alguno: “así son las cosas, y así son
definitiva y taxativamente”. Ya la ciencia no concluye y define de
una vez y para siempre.
Por el contrario, la buena ciencia sostiene cosas como: “hasta
donde sabemos”; “según está establecido”; “hay estudios que
indican…”; “Creemos que…”, y otras expresiones semejantes.
Así las cosas, “verdad” ha dejado de ser una posesión. Ya no
sucede, como otrora —pero en realidad, como en el mundo “real”,
allá afuera”—, que por donde va alguien por ahí va la verdad. O al
revés, que allá donde se encuentra un edificio allí mora “la verdad”.
Por el contrario, “verdad” existe en el mundo contemporáneo como
investigación. Y la investigación es, por definición, abierta,
inconclusa, en permanente procesos de cumplimiento y
acabamiento; nunca definitiva. Justamente, debido al carácter
abierto de los problemas. Es la diferencia grande entre trabajar con
temas y con problemas; con campos y tradiciones, o con
problemas; con autores y métodos, o con problemas.
Sin embargo, ¡no siempre hemos amado los problemas! Peor aún,
no es inevitable que la ciencia se conciba sobre, y se erija a partir,
de problemas.
En el cuerpo mismo de las matemáticas, por ejemplo, hay un campo
que no existe, en absoluto a partir de problemas, de ecuaciones. Se
trata de la geometría. (A menos que se hable de geometría
algebraica.) La geometría, ese árbol de meditaciones profundas, y
sus ramificaciones. La topología y la teoría de conjuntos. Los
politopos y los teselados. Las redes, los grafos y los hipergrafos. Y
la cohomología, ese capítulo singular que consiste en pensar en, y
trabajar sobre, estructuras imposibles.
Supuesta la lingua franca de todas las matemáticas
contemporáneas: la teoría de conjuntos.
La cohomología merece un (pequeño) párrafo por sí mismo. Cabe,
en efecto, no ya trabajar sobre lo real —que es siempre poco,
aunque sea importante y necesario—. Tampoco ocuparse
sencillamente con lo posible, lo probable o lo contingente. Sino,
además y más radicalmente, pensar incluso aquellos tiempos,
formas, fenómenos y estructuras que son imposibles. Y hacer de
ellos temas, motivos de reflexiones, y relatos. Pensar ni siquiera lo
concreto, práctico, real y actual; ni siquiera lo probable, lo posible, lo
factible y lo contingente; por ejemplo. Sino, además, y más
radicalmente, ocuparnos incluso de lo imposible; incluso así:
aunque jamás llegue a ocurrir.
Los nuevos campos de trabajo equivalen exactamente a pensar en
líneas y puntos —a semejanza acaso de Klee o Kandinsky—,
pensar sobre conjuntos y formas, pensar sobre espacios y regiones.
Y no ya única y exclusivamente sobre ecuaciones; problemas. Se
trata de no pensar ya en términos de elementos y signos, sino,
mejor aun, en función de relaciones y tipos de relaciones. En
cambios y transformaciones, y no simplemente en términos de
problemas.
La ciencia ha modificado nuestra cultura. Y emerge como la bisagra
de la civilización entera, al final de los tiempos de esta civilización, y
al comienzo de nuevas auroras que algunos sueñan y entrevén con
auténtico sentido profético. Hacemos ciencia porque, por ejemplo,
hemos olvidado la belleza, que no se comprende en términos de
problemas, sino de experiencias.
La experiencia, esa dimensión sobre la cual se ha echado un manto
de silencio. El lenguaje predicativo —ese del tipo S es P—, donde,
se ha dicho, es el único espacio donde acaece “verdad”, ha
desplazado otros lenguajes no menos importantes que hacen al
mundo y a la existencia.
Si nuestra época está mal, quizás es porque la medicina es la que
enferma. Y nos hemos olvidado de alimentar al espíritu, pues
hemos llegado a creer, equivocadamente, que la gordura es la
nutrición propicia. El espíritu ha terminado por inflarse, y por
volverse entonces lento.
Debemos mejorar los alimentos, los alimentos de la tierra. Esos
sobre los que con otros lenguajes pensaba André Gide (cfr. Los
alimentos terrestres), el odiado de Malraux y su cohorte a raíz de un
desafortunado viaje.
Hay algunos para quienes su alimento son problemas y
adversidades. Otros, por el contrario, se animan con abnegación y
entrega. Y los hay también que están jalonados por experiencias,
juegos e imaginación creativos.
Pero nuestra época parece centrada en el gusto por los problemas,
los límites y su eventual superación.
Hay incluso ancianos mañosos que les enseñan a los más jóvenes
a acercarse a los problemas con eso que llaman de manera
rimbombante como “la pregunta de investigación” (la más fea de
todas las expresiones. Pero, ¿qué saben ya esos viejos de la
belleza?). Cuando en realidad, hay diferencias notables. Una
pregunta se formula, un problema se concibe. Una pregunta se
responde, un problema se resuelve. Viejos mañosos: pedofilia
pedagógica y metodológica; corruptores de menores.
La ciencia plasma una sociedad y una época. Pero contribuye, al
mismo tiempo, a transformarla. Pues bien, con seguridad una de las
incidencias principales de la ciencia en el mundo —en la
sociedad— consiste en enseñarle a la sociedad, al estado y las
organizaciones de todo tipo a pensar en términos de problemas y
soluciones. Sólo que se trata de problemas en cada caso y
soluciones para cada tipo de problema.
Imre Lakatos desempeña un papel fundamental en esta historia.
Pues él es el inventor del concepto, tema y área de la heurística. La
heurística: la búsqueda de solución a un problema determinado.
Pero sobre todo eso: una solución exacta. Precisión, exactitud,
rigor, puntualidad.
Pasado el tiempo, otro concepto mejor y más desarrollado se
acuña, el cual, sin embargo permanece desconocido para la
mayoría de la gente. Nacen las metaheurísticas. Las cuales se
caracterizan por el trabajo no ya con un problema y la búsqueda de
su solución, sino con conjuntos de problemas, trabajando entonces
con espacios de solución. Plural.
Con un rasgo definitivo que diferencia a las metaheurísticas de la
heurística. Mientras que ésta trabaja en la búsqueda de una
solución exacta, aquellas se concentran mejor en soluciones
aproximadas, y sin embargo, por paradójico que parezca, más
satisfactorias que aquella otra.
Enfrentarse con problemas, resolverlos al cabo, ya sea de manera
precisa o aproximada, de manera singular o por homologías y
familias de retos. Para luego volver a comenzar. Sin descanso.
Pues bien, en eso exactamente consiste la vida de Prometeo; el
que desafió a los dioses, el obsequioso. El mismo que arrebató el
fuego a los dioses para dárselo a los hombres. El fuego, el símbolo
de la libertad.
Todo parece indicar que afrontar retos y resolverlos es un rasgo
propio de todos los seres vivos, no únicamente de los seres
humanos. Así, la selección natural favorece a aquellos organismos
y especies que afrontan, como pueden, los condicionamientos,
restricciones y demandas del entorno, y logran satisfacerlos dando
como resultado la adaptación.
Ahora bien, la mejor manera de resolver problemas consiste en
innovar. Y a su vez, inversamente, una manera de innovar es
mediante la resolución de problemas.
De esta suerte, el trabajo en ciencia impulsa a un proceso de
creación e innovación incesante. Frente a lo cual, entonces, los
problemas son solamente la gasolina que requiere la maquinaria de
la investigación. Los problemas no son el automóvil —por ejemplo—
, sino (solamente) el alimento para que la máquina se mueva. Pues
aquello de lo cual se trata todo, entonces, es de cambio e
innovación, de transformaciones y creación, o creatividad y
movimiento.
Con lo cual el resultado no puede ser menos claro y directo: cuando
de buena ciencia se trata, todo el sentido de la buena investigación
es la de cambiar el mundo. Y eso tiene un nombre: revolución;
revoluciones. (Algo que atraía mucho a Thomas Kuhn, pero que en
realidad se lo debe a aquellos de espíritu francés: Bachelard, Koyré
y Canguilhem. Que son las verdaderas fuentes de Kuhn para las
revoluciones científicas.)
Ver problemas significa, en otras palabras, lograr ver los “peros”
que la percepción normal no ve. Al fin y al cabo, un problema de
investigación es el resultado de un enorme trabajo de investigación
y reflexión previas. No es, nunca, un punto de partido llano y
desnudo.
Esta capacidad implica y permite a la vez distanciamiento y sana
skepsis, sano extrañamiento y crítica; mucha crítica. Y claro,
entonces, sentido de reflexión propia. Y ponerlo todo, gradualmente
o al cabo, por escrito. Y luego, ya se sabe el procedimiento y el
destino.
De suerte que el amor a la adversidad es en realidad la crítica de lo
obvio y de todo aquello que se asume como evidente sin más; lo
que va de suyo. Y en ello consiste el riesgo y la apuesta, el desafío
y el cuestionamiento, la problematización y el distanciamiento; los
modos mismos del camino a la ciencia.
Porque es importante atender a esto: la ciencia es un camino –
exactamente como lo es la investigación-, no una posesión, una
adquisición o un estado. Hoy en día no se sabe ciencia; se hace
ciencia. A diferencia del medioevo y otras épocas semejantes. Y la
ciencia se hace justamente haciendo investigación. Y aunque es
baladí cabe subrayarlo: no se sabe investigación; se la hace. Y todo
ello indica precisamente a la noción de camino.
Camino y errancia. Error y aprendizaje. Problemas y adversidad. Al
fin y al cabo, una autentica pasión por la aventura.
Lanzarse hacia los problemas sin saber siquiera si tienen solución.
Y muy significativamente, que los problemas más apasionantes son
justamente aquellos que carecen de solución, o cuya solución
ciertamente no es lineal.
Cuestión de olfato, algo de inclinación, mucho de entorno,
aprendizaje de experiencias, en fin: adaptación y evolución. Tal es
el camino que tenemos ante nosotros.
Y lo más importante y difícil de todo: distinguir entre lo que es trivial,
y aquello que no lo es. Pues los problemas fáciles, esto es, aquellos
que tienen una solución; o también aquellos que pueden resolverse,
se conocen en lógica y en computación, en matemáticas y en
buena filosofía, como problemas irrelevantes.
En contraste, los problemas que se designan como relevantes son
aquellos: a) que no tienen solución, o bien; b) aquellos cuya
solución ciertamente no está a la mano ni es evidente, en modo
alguno. Sencillamente, aquellos que no se sabe si pueden
resolverse o cómo.
Se dice tan fácil, pero es endemoniadamente complicado; formular,
concebir, identificar problemas. Pues, lo dicho, son un resultado, y
jamás un punto de partida. Así, en consecuencia, las adversidades
de que hablamos no son aquellas de las que partimos, sino las que
encontramos en el camino después de mucho andar (¡mucho!) O
también, aquellas adversidades que son las que encontramos, por
así decirlo, al final del camino. Pues mientras tanto, todo acontece
sin sobresaltos, sin temores, sin mayores esfuerzos, o sin trabajos
hercúleos.
Los verdaderos problemas, por tanto, no son los que encontramos,
literalmente, ahí afuera, como entidades físicas. Lo cual quiere decir
sencillamente que, después de todo, el problema de ver y amar
adversidades está en la mente misma. En la mente de los
científicos. De los buscadores. De los pensadores. De los
investigadores.
En diálogo con el mundo entero, es allí adentro, en sus mentes, en
donde hay que buscar las verdaderas adversidades. Los límites y
los bordes. Las fronteras y los condicionamientos. Pues allí mismo
se hallarán las soluciones y respuestas.
Todo lo demás, es lo de menos. Observación y descripción.
Comprobación y evidencias. Hechos y datos. Y tantas otras cosas
más, todo ello son sólo signos, eso: literalmente signos, para
acceder a los enigmas, y a sus soluciones eventuales.
Después de todo, el verdadero lugar de los científicos no es el
mundo como tal. Sino sus propias mentes. En equipos, en redes. Y
es en las mentes donde hay que buscar las pasiones de esa forma
de vida que es la ciencia. Solo que sí: la mente no está “allá
adentro”. Pues no existe sin el cuerpo. Y con el cuerpo, sin el
entorno. Y con el entorno, sin los demás y las cosas todas. La
frontera última del conocimiento y de la investigación.
El amor a los problemas, ese amor extraño, anómalo, poco
corriente por las adversidades. Los amores verdaderos, parece ser
la moraleja, son aquellos que hacen sufrir. Una conclusión extraña y
poco placentera.
A menos, claro, que la imagen de la ciencia esté equivocada. Y que
entonces no sea inevitable que todo el trabajo se funde
necesariamente en problemas.
Una nueva clase de ciencia está emergiendo. Y con ello, una nueva
cultura. Pero ese es ya otro tema.
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