Zaffaroni, Eugenio Raúl

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Eugenio Raúl Zaffaroni
Alberdi y la vigencia de la Constitución de 1853
De Juan Bautista Alberdi y la Independencia argentina. La fuerza del pensamiento y de la escritura. Bajo la dirección de Diana Quattrochi-Woisson,
Editorial Universidad Nacional de Quilmes, 2012.
Nada parece más justo que recordar y discutir en el corazón de Francia
las ideas y la obra de Alberdi, no solo porque haya representado aquí a
la Confederación y terminado sus días, lo que bien podrían ser meros
accidentes de naturaleza política o biográfica, sino por la admiración
que expresaba por el país de Montesquieu. Hombre acostumbrado a
los juicios terminantes y absolutos, en su escrito juvenil de Fragmento
preliminar al estudio del Derecho, su proyecto de tesis doctoral,
Alberdi afirma lo siguiente:
Nuestras simpatías con Francia no son sin causa.
Nosotros hemos tenido dos existencias en el mundo, una
colonial, otra republicana. La primera nos la dio España;
la segunda, Francia. El día que dejamos de ser colonos,
acabó nuestro parentesco con España: desde la
República, somos hijos de Francia. Cambiamos la
autoridad española por la autoridad francesa el día que
cambiamos la esclavitud por la libertad. A España le
debemos cadenas, a Francia libertades.
En los años posteriores matizó esta admiración —expresada en
términos tan absolutos—, alabando a la cultura anglosajona y en
especial a la de los Estados Unidos, con palabras que a veces
alcanzaban tonos racistas, pues es clara su absoluta desconsideración
hacia los pueblos originarios.
El principio de codificación: tensiones y contradicciones
Para aproximarnos al tema de su vinculación con la Constitución de
1853 y a su vigencia, corresponde sin duda asignar centralidad a sus
famosas Bases y puntos departida para la organización política de la
República Argentina y al Proyecto de Constitución que culminaba. En
realidad podría decirse que el documento era un proyecto de
Constitución y las Bases su exposición de motivos.
Lo primero que debemos considerar respecto de esta obra es que
representa un paso atrás en cuanto al romanticismo jurídico expresado
en sus años juveniles, porque en definitiva una Constitución es un
código, y los códigos no le agradaban al Alberdi del Fragmento
preliminar, donde había tomado decidido partido contra el movimiento
codificador alemán. El movimiento denostado por el joven Alberdi
seguía de cerca la línea iniciada por la Revolución Francesa, que
respondía a dos tendencias: la racionalista, que aspiraba a leyes claras,
entendibles por el ciudadano, y la nacionalista napoleónica, que se
había valido de la codificación moderna para consolidar la unidad
nacional mediante una legislación única, objetivo que fue claramente
expresado por Jean-Etienne-Marie Portalis (1746-1807) en el Discurso
preliminar del Proyecto de Código Civil Francés de 1801:
Se hubiera dicho que la Francia no era sino una sociedad
de sociedades. La patria era común, mas los estados
particulares y distintos; el territorio era uno, mas las
naciones, diversas. Más de una vez, magistrados dignos
de alta estima concibieron el proyecto de establecer una
legislación uniforme. La uniformidad es un género de
perfección que, según las palabras de un autor célebre,
suele captar a los espíritus grandes y golpea
infaliblemente a los pequeños.1
La iniciativa del movimiento codificador civil encabezado en
Alemania por Antón Friedrich Justus Thibaut, al igual que el francés
precedente, se basaba tanto en la racionalidad —Thibaut había
recibido clases directamente de Kant— como tácitamente en las
demandas de unidad nacional. Abrió la polémica alemana en 1814 con
su monografía Über die Notwendigkeit eines allgemeinen bürgerlichen
Rechts für Deutschland, que fue respondida ese mismo año por Friedrich
Karl von Savigny en Vom Beruf unserer Zeit für Gesetzgebung und
Wissenschaft, que reivindicaba esa tarea para la ciencia jurídica en el
marco romántico del historicismo. El éxito de la monografía de
Savigny —celebrado por el joven Alberdi— postergó por más de
setenta años —hasta 1900— la codificación civil alemana.
Pero la preferencia de Alberdi por Savigny en el Fragmento preliminar
no fue escogida directamente de la fuente alemana, por más que cite a
los dos protagonistas de la polémica, sino a través del reflujo que el
historicismo alemán tuvo en Francia en 1829 con la Introduction
Genérale à l´Histoire du Droit de Eugenio Lerminier, que tomó los
elementos del debate alemán e introdujo otros componentes, en un
intento de reubicar a la ciencia jurídica francesa en el liderazgo del
derecho europeo.
Si bien Alberdi no tenía otra alternativa que reclamar la necesidad
política de una Constitución escrita, no dejaba de reiterar en las Bases
que "la manía de los códigos viene de la vanidad de los emperadores",
frase que preanuncia su crítica a Vélez Sarsfield. Alberdi aconsejaba
una legislación fragmentaria como la británica, lo que traduce en el
inciso 5o del artículo 67 de su proyecto, consagrando como función
del Congreso "legislar en materia civil, comercial y penal", lo que fue
claramente alterado en el texto constitucional sancionado, que
consagró el principio de código y no la simple atribución legislativa.
Esta contradicción originaria no es de menor importancia, y estimo
que sigue siendo actual, aunque es generalmente pasada por alto,
como también el profundo cambio que media entre lo propuesto por
Alberdi en el citado inciso y lo concretamente sancionado. Los
avatares de la vigencia constitucional han ocultado esta contradicción
que hoy emerge en toda su magnitud: Alberdi se jugaba por el
principio romántico según el cual los pueblos hacen el derecho y la
ciencia jurídica lo interpreta —Rechtswissenschaft—, en tanto que los
constituyentes se jugaron por el racionalismo y la consiguiente
codificación. La legislación argentina de las últimas décadas desprecia
el principio de código; en conjunto parece un enorme esfuerzo
demoledor de códigos e introductor de las mayores confusiones y
oscuridades legislativas.
La tensión interna del pensamiento alberdiano al respecto es notoria,
porque por un lado propugnó la unidad de la legislación de fondo en
materia civil, comercial y penal, rechazando la fragmentación, pero
1
Jean-Etienne-Marie Porialis, Discurso Preliminar al Código Civil francés, Buenos Aires,
La Ley, 2004.
por otro no recomendaba que se la codificase, porque si era demasiado
pronto para Alemania, más lo sería para la Confederación Argentina.
La admiración por el mundo anglosajón tampoco lo inclinaba a la
codificación, extraña por definición a la tradición romanista del
Common Law, sino que reforzaba su antipatía al enciclopedismo de los
códigos proveniente de su originaria posición en favor de Savigny.
Por cierto, la lectura actual de las Bases y su cerrada admiración
anglosajona producen un elevado grado de rechazo. Es tan fácil como
simplista y falso estigmatizar hoy a Alberdi como un anglófilo
entreguista. Este estigma choca con un inconveniente que sus
detractores no pueden pasar por alto: no explica su rechazo a la guerra
al Paraguay ni su abierto enfrentamiento con los intereses portuarios
de Buenos Aires.
Un Alberdi repensante que
no superó el paradigma de su tiempo
Esta aparente contradicción llevó a la tesis de los dos Alberdi, como
consecuencia del hecho de que cada uno toma del tucumano lo que le
gusta, ponderándolo como acierto; viendo unos como aciertos lo que
otros consideran errores. Leyendo su extensísima producción queda
claro que si por cada giro pretendiésemos hallar un nuevo Alberdi, no
habría dos Alberdi sino muchos más, porque fue un pensador en el
amplio sentido de quien siempre se sintió libre respecto de sus
anteriores opiniones. En tanto que otros pensadores cercenan su
creatividad en el culto a sus propias palabras, Alberdi se distanciaba
de ellas con la singular frescura de un infatigable rectificador
repensante. Esto le valió la imputación de serias contradicciones, pero
lo cierto es que en sus labios hubiese sentado de maravilla la respuesta
de Unamuno a análoga imputación: contradictoria es la realidad del
mundo, y más lo era la de su mundo.
La tesis que sostenemos es que hubo un único Alberdi pensante y
repensante, pero que conservaba una línea, pensaba siempre en un
único sentido: creía firmemente que debía promoverse la paz y la
civilidad a través del desarrollo económico. Ante sí tenía hechos
innegables y dramáticos: un país pobre, despoblado y dividido. Sobre
su escritorio tenía libros que provenían de la única fuente que en su
tiempo nutría a todos: el pensamiento europeo, francés, también
alemán y anglosajón, aunque en general los leía en francés o en las
versiones de los autores franceses.
La única alternativa a ese pensamiento era la del oscurantismo
reaccionario que había nutrido al colonialismo o el más reciente,
nostálgico del antiguo régimen; era un camino prohibido. Ante todo es
claro que Alberdi no podía menos que estar condicionado por un
paradigma —en el sentido de Kuhn— común a todo el pensamiento
europeo dominante. Basta leer a su gran contradictor —Sarmiento—
en su obra postuma para convencerse, cuando treinta años después de
las Bases escribió que nuestra raza no es muy proclive a la democracia,
porque proviene del cruce de una paleolítica con otra que no había
superado a la edad media.
Alberdi estaba preso de un paradigma intelectual europeo en el que
nadie dudaba del etnocentrismo y, por consiguiente, de estar a la
cabeza de una civilización planetaria que avanzaba en forma de flecha
hacia el futuro, en un tiempo lineal, lo que eclosionó en Hegel y
Spencer, por más que uno lo hiciese como finísimo filósofo y el otro
con la torpeza racista de un ingeniero de ferrocarriles inventor de tesis
no verificadas. Por mucho que sea el rechazo que nos provoque hoy
en la lectura de las Bases la profesión de fe europeísta casi servil de
Alberdi, su desprecio por los pueblos originarios y, también, la
posición subordinada que le asigna a la mujer, el reproche que se le
puede formular es únicamente el de no haber superado el paradigma
de su tiempo.
Pero para eso Alberdi hubiese debido ser un genio universal superior a
todos los europeos, capaz de dar un giro copernicano completo a todo
el pensamiento dominante. Hubiese debido poner a Hegel de cabeza,
cuando Marx sólo logró acostarlo; desmentir todas las afirmaciones de
los científicos racistas que aún ni siquiera habían eclosionado; responderle a un Spencer que aún no había escrito; desmitificar toda la
antropología neocolonialista, etc. Hubiese debido adelantar prácticamente todo el pensamiento liberador posterior, convertirse en un
crítico que desnudase el neocolonialismo que aún no se había
instalado, en un visionario que sintetizase la experiencia del siglo y
medio posterior. Sería evidentemente exigirle demasiado a cualquier
ser humano, pero, además, lo más probable es que si hubiese podido
llevar a cabo esa misión imposible, hubiese sido ignorado por sus
contemporáneos, y redescubierto mucho más tarde, como lo fue
Mendel.
La fe en el capitalismo centrífugo:
pobreza actual y riqueza potencial
No es justo estigmatizar a Alberdi por su cerrada confianza en el
capitalismo y en la industrialización, propugnando el más absoluto
liberalismo económico para nuestro país. Marx y Engels no se libraron
de este paradigma cuando trataron el colonialismo, afirmando entre
otras cosas que los Estados Unidos habían hecho bien en apoderarse
de California o que los ingleses habían hecho dar un salto milenario a
la India. La perspectiva de ellos era que el capitalismo era centrífugo y
abarcaría todo el planeta, como paso previo o presupuesto de la revolución mundial. La carga de hegelianismo histórico que había en esto
es innegable, y no era muy diferente la visión que tenía Alberdi del
avance del capitalismo.
En el paradigma de 1852 resplandecía la idea dominante del capitalismo centrífugo, que se reforzaba en América por la experiencia histórica negativa del colonialismo español. Su rígida verticalización y
jerarquización social, autoritaria al máximo, había facilitado la empresa colonial, pero más tarde le impidió tener la ductilidad necesaria
para entrar a la revolución industrial y precipitó la pérdida de su
hegemonía europea y mundial. Desde esa realidad, se pensaba que las
dificultades propias del capitalismo en el centro no se producían por la
escasa acumulación originaria de capital, sino por el exceso de población. No era descabellado pensar que en un mundo más comunicado y demandante de mayor complementación productiva, ese
exceso poblacional sería desplazado hacia la periferia.
Desde esa perspectiva, que podríamos llamar epocal, era difícil prever
lo que sucedería, y ni siquiera las mentes más lúcidas y revolucionarias del momento lo vieron en 1852. Nadie se percató de que lo
que se acumulaba en forma despareja no era la población, sino el
capital productivo y que lo que se exportaría sería precisamente el
exceso que no se podía reinvertir en el centro sin desequilibrar a
Europa. De allí que lo que se exportó fue el capital británico, pero la
mano de obra fue proporcionada por los países europeos más atrasados en el proceso de acumulación de capital. Merced a eso es que
millones de pobres del sur de Europa llegaron al Cono Sur, en lugar de
la población anglosajona con la cual soñaba Alberdi.
Pero otra realidad que Alberdi tenía delante y que era un hecho incuestionable es que la Argentina era un territorio desierto, con muy
escasa población. En el virreinato, lo que hoy es el territorio argentino
no era la parte más poblada ni la más rica, sino todo lo contrario.
Bolivia era la privilegiada. Allí estaba la fuente de los medios de pago
que, pasando por delante de los ojos impotentes de los españoles iban
a dar a Inglaterra como contribución de nuestros pueblos a la revolución industrial. Allí estuvo la primera universidad, la imprenta, el
tribunal supremo o Real Audiencia y de allí dependimos hasta la
creación del virreinato en 1776. No en vano nuestro primer presidente
fue boliviano.2 El desmembramiento del virreinato con la emancipación nos dejó con la parte más pobre del territorio en términos
económicos de la época.
Alberdi comprendió tanto la pobreza presente de nuestro territorio
como su enorme riqueza potencial, cayendo en la cuenta de que esto
nos colocaba en una situación muy peligrosa, porque el exceso de
población central generaría una presión demográfica sobre la Argentina sumada a la codicia que podía despertar su potencial. Un país que
no llegaba al millón de habitantes, desperdigados en un territorio inmenso, era demasiado vulnerable. No en vano recordaba Alberdi el
caso de México, aunque su posición geográfica lo hacía más
vulnerable aun.
Alberdi tuvo muchas contradicciones y se dejó llevar hasta el extremo
por el paradigma en que se hallaba inmerso, pero también tuvo una
gran coherencia en algo fundamental: la guerra en general y la del
Paraguay en particular; una cosa era el apoyo al capitalismo ingenuamente considerado centrifugo por Alberdi (y por Marx y Engels y
casi todos los pensadores de esa época) y otra muy diferente el
sometimiento a los mandatos arbitrarios del imperialismo.
La creencia en que las guerras frenan
y desorganizan al capitalismo
Basta leer sus Bases en la edición de Besançon, de 1856, para percibir
la lucidez con que plantea el problema de la provincia separatista de
Buenos Aires. Lo hace con un realismo económico que no conoce
precedentes: Buenos Aires fue hegemónica con Rosas, porque se
quedaba con todas las rentas de la aduana. Caído Rosas fueron los
mismos intereses los que determinaron su separación de la Confederación. Su posterior hegemonía nacional como resultado de la
fuerza de las armas fue lo que nos sometió a los dictados arbitrarios
del imperialismo, involucrándonos en un genocidio que, en la visión
que Alberdi tenía del capitalismo centrífugo era retardatario respecto
del progreso pacífico que generaría el desarrollo económico, lo que
muchos años después dejó escrito en sus apuntes sobre El crimen de la
guerra. Su crítica frontal a la guerra contra el Paraguay le valió el
insulto de traidor a la patria y otros semejantes y, sin duda alguna, su
ostracismo.
La idea sostenida en El crimen de la guerra no es en absoluto
incompatible con lo que postulaba en las Bases, sino una coherente
2
Cornelio Saavedra, presidente de la Primera Junta de Gobierno de las Provincias
Unidas del Río de la Plata, nacido en 1759 en Oyuyo, Potosí, y fallecido en 1829 en
Buenos Aires.
continuidad ideológica: las guerras son disfuncionales al avance del
desarrollo que identificaba con la libertad de comercio. Atribuía a las
guerras un efecto obstaculizador del progreso de la democracia interna
de los pueblos. Sostenía que en Sudamérica la guerra entre estados
carecía de sentido, porque todos disponían de grandes territorios en
relación a sus poblaciones y que, en definitiva, las guerras eran formas
de adquirir gloria interna. Alberdi se opuso a la guerra contra el
Paraguay porque la consideraba una guerra colonialista, propia de un
imperio desubicado en el tiempo como Brasil, o sea, que seguía pensando en el paradigma ingenuo del capitalismo centrífugo.
Se le imputa haber denostado la obra de los libertadores. No es verdad. Afirmaba ingenuamente que esta había culminado y que no
podíamos seguir viviendo de glorias militares. Su argumento era que
una vez terminadas las guerras de independencia, como la gloria
militar era la única consagrada, se imponían nuevas guerras para
generar una nueva aristocracia en reemplazo de la colonial. No se
equivocó en este peligro, solo que no vio que el capitalismo no era tan
centrífugo y que con él venía un colonialismo con otro ropaje —que
hoy llamamos neocolonialismo— y que sería aliado de la nueva
aristocracia que habría de explotar las verdaderas glorias libertadoras.
La nómina de asesinos que se adornaron con los nombres de los
libertadores es muy larga en América Latina; nunca dejaron descansar
en paz a los héroes emancipadores. Las mentes más lúcidas de su
tiempo tampoco lo vieron y Alberdi consideró que estos signos negativos eran solo resabios del viejo colonialismo.
Alberdi no negó la obra de los libertadores, sino que trató de consolidarla. Criticó constituciones que no preveían el desarrollo poblacional y económico, que consideraba indispensable para la consolidación de la independencia. Si fue ingenuo en creer en un bondadoso
capitalismo centrífugo, eso no pasaba de ser parte de un paradigma
casi sin disidencias en su tiempo, pero no puede negarse que acertó en
cuanto a que la clave estaba en el desarrollo económico y en que para
eso era necesario tener población y capital, como también en que sin
eso la riqueza potencial de la Argentina ponía en riesgo su independencia.
Las Bases como documento de trabajo
No es verdad que Alberdi despreciase las auténticas glorias; despreció
las falsas, las artificiales, de las que luego hemos celebrado demasiadas. No era un pragmático, ni siquiera un utilitarista. Desde el
Fragmento preliminar criticaba ácidamente al utilitarismo de
Bentham:
Algunos compatriotas egoístas, es decir, discípulos de
Bentham, nos han creído vendidos cuando han visto estas
ideas iniciadas en un prospecto. No es extraño que nos
juzguen así los que no conocen en la conducta humana
otro móvil que la utilidad. Los patriotas utilitarios, es
decir, egoístas, es decir, no patriotas, no sirven a la patria
por deber, sino por honores, por vanidad, por amor
propio, esto es, por interés, por egoísmo.
Aclarado que es injusto leer al Alberdi de 1852 con las perspectiva y
los valores de un siglo y medio posterior, volvamos a las Bases, un
texto escrito a las apuradas, producto de años de meditación pero
concretado en papel en unas semanas. Uno suele creer que tiene las
ideas claras hasta hallarse ante la hoja de papel. Las redundancias del
texto son producto de que escribía con pluma de ganso y no con
computadora. Su obsesión era abrirse al desarrollo productivo del
país. Para ello y por necesidad de defensa y preservación territorial se
imponía poblarlo. Si bien había una cuota de racismo en sus palabras,
en parte la matiza con el cruce de razas que propugnaba. No olvidemos
que de razas se siguió hablando durante mucho tiempo en nuestra
región. Vasconcelos, en sus tiempos de ideólogo de la Revolución
Mexicana, pensaba en el hombre cósmico como producto del cruce
racial; hasta hoy refleja este pensamiento el lema de la Universidad
Nacional Autónoma de México: "Por mi raza hablará el espíritu". Con
esa expresión quiso invertir el planteo hegeliano.
Hay dos formas de hacer un código: o lo proyecta una única mano y se
aprueba a libro cerrado, o sea, sin discutir su contenido, como el código
civil de Velez Sarsfield, o bien se discute el contenido, pero en este
último caso toda asamblea legislativa —o grupo— necesita partir de
un documento de trabajo. El texto de Alberdi de 1852 fue el documento
de trabajo de los constituyentes de Santa Fe que, por cierto, tampoco
dejaron de trabajar a las apuradas en los últimos días de la asamblea,
en que urgía un texto constitucional en razón de la particular coyuntura política.
Toda ley es un proyecto político, porque la norma siempre es un deber
ser y, si algo debe ser es porque no es o por lo menos aún no es.
Constitución y estatuto responden a una etimología común que se remite
a estatuario, evocando lo pétreo, lo no mutable con facilidad. No pierde
su carácter de ley ni de código, sino que se trata de una ley mucho
menos modificable o, por lo menos, rodeada de mayores requisitos
para su reforma. Pero sigue siendo un proyecto, el proyecto de marco
de todos los proyectos políticos. Desde un punto de vista material, una
Constitución procura el reparto del poder para el ejercicio de la soberanía. No se trata de una separación en estamentos estancos, lo que
sería suicida, sino de una distribución para tratar de evitar hasta donde
sea posible que nadie hegemonice el poder.
Alberdi se centra en el problema más acuciante de su tiempo, que son
las relaciones de la Confederación con las provincias. No es mucho lo
que se detiene en lo institucional fuera de este problema. Afirma optar
por un sistema ecléctico, que combina el principio unitario con el
federal. En realidad, lo que proyecta es un Estado federal y no una
federación, aunque esconde esto bajo la apariencia de una combinación. No se le escapaba que se trata de una cuestión económica,
pues la tiene delante de sus ojos con la secesión de Buenos Aires. La
centralidad de esta cuestión es tan evidente que hasta el presente no
podemos resolverla y marca en buena medida los avatares a los que
quedó sometida la vigencia posterior de la Constitución de 1853. Lo
demuestra el hecho de que la reforma de 1994 dejó pendiente este
problema remitiéndolo a una ley nacional imposible, porque requiere
tantos acuerdos que nunca podrán obtenerse. El punto central que
señala y preocupa a Alberdi en lo institucional es certero, tanto que
queda abierto desde hace más de un siglo y medio como tarea
pendiente. Se le critica que haya trabajado sobre el modelo norteamericano e incluso sobre una traducción no muy fiel, pero lo cierto
es que no había otro modelo republicano y federal disponible en su
tiempo. No otra era la razón por la cual casi todas las constituciones
de América hacían referencia al modelo norteamericano. Las alabanzas exageradas a las bondades del modelo son propias de su ampulosidad expresiva. El resultado pacificador que le asignaba en los
Estados Unidos fue puesto más que en duda unos pocos años después
con la guerra civil norteamericana, pero en 1852 esta no se vislumbraba. Tampoco observó que los derechos consagrados constitucionalmente en los Estados Unidos eran en su época limitaciones
impuestas a la legislación del gobierno federal, pero no a las legislaciones de los estados, lo que posibilitaba la sobrevivencia de la
esclavitud, limitación que la jurisprudencia fue eliminando con posterioridad a la guerra de secesión. Esto marca una diferencia sustancial
entre las declaraciones norteamericana y francesa, suprimida en el
curso del siglo XIX, pero que no debemos olvidar. Por lo demás,
proyecta un ejecutivo fuerte, una suerte de monarquía temporal y
constitucional:
Dad al poder ejecutivo todo el poder posible, pero
dádselo por medio de una Constitución. Este desarrollo
del poder ejecutivo constituye la necesidad dominante del
derecho constitucional de nuestros días en Sudamérica.
Los ensayos de monarquía, los arranques dirigidos a
confiar los destinos públicos a la dictadura, son la mejor
prueba de la necesidad que señalamos. Esos movimientos
prueban la necesidad, sin dejar de ser equivocados y
falsos en cuanto al medio de llenarla.
El ejecutivo fuerte —que le llevará más tarde incluso a lo monárquico— es para Alberdi una necesidad insoslayable y, por cierto, que
era sumamente razonable ante la urgencia de proveer lo indispensable
para asegurar la independencia nacional, necesitada de un rápido desarrollo económico y poblacional.
Tenemos allí el documento de trabajo de Alberdi y la Constitución de
1853, traída con urgencia hasta el barrio de San José de Flores,
entonces pueblo suburbano, donde acampaba el general Urquiza poniendo sitio a la ciudad de Buenos Aires. Se la quisieron llevar al
gobierno de la ciudad, pero este les advirtió que si lo intentaban
ahorcarían al emisario. Así nacía la vigencia de la Constitución. Las
dificultades de los años posteriores son muy conocidas: Cepeda,
Pavón, la reforma de 1860, la llamada incorporación de Buenos Aires y
las tensiones que culminan en la breve guerra civil de Carlos Tejedor
en 1880 por la capitalización de la Ciudad.
La visión alberdiana y el curso de la historia
Alberdi no era un visionario en el sentido de augur o profeta, sino
alguien meramente humano que proyectaba una visión del futuro,
consciente de los riesgos que amenazaban al país. Lo más importante
respecto de la vigencia posterior de la Constitución no son los
accidentes históricos particulares, sino la comparación de esta visión
con lo que realmente sucedió en el curso de la historia.
En principio, el afán centralizador de Buenos Aires —movido por la
retención de la mejor parte de las rentas— no pudo ser neutralizado.
El país se desarrolló económicamente, pero no en el sentido federal
con el cual soñaba Alberdi. El ferrocarril extendió sus vías, pero lo
hizo en forma de telaraña con el centro en el puerto porteño. La
población creció, pero la distribución fue deforme, concentrándose en
la pampa húmeda y urbanamente en Buenos Aires. Los inmigrantes
llegaron, pero principalmente del sur de Europa. La ciudadanía no se
formó en base a un cruce de culturas, sino que se configuró una ciudadanía de escritorio, una definición oficial sobre la cual se homogeneizó disciplinando mediante la enseñanza primaria obligatoria y el
servicio militar. Se impuso a los inmigrantes la condición de que sus
hijos debían homogeneizarse conforme a esta imagen de ciudadano
definida desde la cúspide.
El racismo se extendió y con el pretexto de afirmar la soberanía se
masacró a los indios. Al racismo contra el mestizo o gaucho, desplazado al interior, sucedió otro contra el extranjero indisciplinado. El
más crudo biologismo se apoderó de nuestra intelectualidad durante
décadas, por ser funcional a la clase dirigente propietaria de las mayores extensiones de campos de invernada, pues legitimaba la exclusión
de la ciudadanía real y formal de las grandes mayorías mediante el
fraude electoral y las policías bravas. La Constitución seguía vigente,
pero la ciudadanía real estaba sumamente limitada, la formal burlada
por el fraude y la riqueza concentrada en una oligarquía que se enriquecía con los cómodos beneficios que producía la técnica de la
carne enfriada. Las glorias seguían siendo las militares: basta ver los
nombres de las calles y avenidas de las grandes ciudades argentinas.
No era esta la visión de Alberdi, no era el país con el cual había
soñado. Tampoco podía sostenerse por mucho tiempo. Hubo cimbronazos fuertes: la revolución del Parque en 1890 y sucesivos intentos,
hasta llegar a un acuerdo que permitió el voto secreto y obligatorio. La
ciudadanía real y formal se ampliaba y entraba en el escenario político
la clase media, en buena medida producto de la primera generación de
inmigrantes. Pero la vieja estructura económica del privilegio no lo
soportaba y rompió la vigencia constitucional. La Corte Suprema de
Alberdi y de los constituyentes de Santa Fe, que debía cuidar los
asuntos concernientes a la Constitución, legitimó la pérdida de vigencia de esta, el caudillismo militar tan temido por el tucumano hizo
su aparición del brazo de la clase oligárquica, que traicionaba su
propia historia y marcaba su destino.
Aquí es donde surge la idea de los dos Alberdi. Este había acertado en
cuanto a la necesidad urgente de desarrollo económico, pero con ingenuidad creyó que el liberalismo económico sería el que milagrosamente lo provocaría. En los hechos este permitió que una
oligarquía terrateniente instalara una república oligárquica, con su
Constitución formalmente vigente, pero con la mayor parte de la
población sometida a un régimen de servidumbre. Desde entonces los
partidarios del modelo oligárquico ponderan a Alberdi por su error, en
tanto que los otros lo hacen por sus advertencias acerca del descamino
que se anunciaba con la hegemonía nacional de Buenos Aires.
Cabe aclarar que el modelo de república oligárquica, con variantes no
sustanciales, se impuso en toda la región, desde el porfiriato mexicano
hasta nuestras pampas, desde el patriciado peruano hasta la república
velha brasileña. Comenzó su derrumbe con la más sangrienta guerra
civil del siglo pasado: la Revolución Mexicana. Toda la historia posterior puede sintetizarse como una pugna entre las tentativa de ampliar
la base de ciudadanía real ensayando caminos económicos, diferentes
al señalado por Alberdi, o sea, corrigiendo su error o su ingenuidad, y
la resistencia de las viejas estructuras que fueron mutando a medida
que lo hacían las exigencias de las fuerzas económicas trasnacionales.
En medio de esos choques de fuerzas encontradas no faltó la apertura
constitucional a los derechos sociales, fulminada por las críticas llamadas liberales, que frustraron el intento mediante medidas de fuerza
brutales, negando los más elementales principios del liberalismo político. Las pugnas siguieron y fueron cobrando mayor fuerza, hasta que
la resistencia de la estructura excluyente llegó al máximo de crueldad
sanguinaria con la brutal represión llevada a cabo entre 1976 y 1983.
El retorno a la Constitución de 1853-1860
y la reforma de 1994
Pero finalmente, el orden internacional no convalidó esos métodos, las
directivas centrales fueron otras y la Constitución recobró vigencia,
con lo cual las tendencias excluyentes de la ciudadanía entraron a
respetar las reglas de juego constitucionales. En la década de 1990,
elogiando nuevamente a Alberdi (o mejor dicho, lo que llamamos su
"error"), lo enarbolaron para desmontar uno tras otro los instrumentos
del Estado.
En 1994 la vigencia constitucional formal era muy dudosa en el plano
jurídico. Estaba vigente formalmente la Constitución de 1853-1860,
con los derechos sociales incorporados en el famoso artículo 14bis,
introducido por una Constituyente convocada por un régimen militar
establecido con la caída del gobierno peronista el 16 de septiembre de
1955, o sea, en violación de la propia Constitución de 1853, pues
ningún Congreso había ejercido el poder preconstituyente y el partido
mayoritario, el peronismo, había sido proscripto en la elección.
Además, ese mismo régimen militar había derogado por bando la
Constitución de 1949, de modo que la vigencia de la Constitución de
1853-1860 respondía a un acto de poder usurpador.
La reforma de 1994 tuvo el mérito de pasar en limpio la cuestión, no
corrigiendo las anormalidades formales, que no tenían arreglo pues
nadie puede modificar el pasado, pero dotando al texto de legitimidad
material mediante una asamblea electa sin proscripciones, aunque el
motivo decisivo haya sido la reelección presidencial, impulsada por
Carlos Menem. Justo es reconocer que tuvo el mérito de precisar la
vigencia con jerarquía constitucional del derecho internacional de los
derechos humanos y de introducir algunas instituciones cuya necesidad se había puesto de manifiesto desde mucho antes. Pero aparte de
estos méritos, el resto del contenido de la reforma es más que dudoso
en cuanto a su resultado. Varios de los problemas institucionales del
presente se derivan de las vaguedad de los textos introducidos: no
quedan claros los límites autonómicos de la Ciudad de Buenos Aires,
la coparticipación federal se reenvía a una ley imposible, la jefatura de
gabinete queda sometida a la voluntad única del ejecutivo, se crean
organismos como el Consejo de la Magistratura sin especificar su integración, el control de constitucionalidad continúa en un nivel muy
débil, el ejecutivo mantiene todo el poder que Alberdi pensó en tiempos de virtual anarquía y secesión.
Por otra parte, no podemos obviar que la legislación de las últimas
décadas se ha apartado del principio de código establecido en 1853, no
en el sentido romántico según el cual los pueblos crean el derecho y la
ciencia jurídica lo interpreta, o sea, lejos del historicismo de Savigny.
Sencillamente, se ha ido traicionando el principio de código como
requisito de claridad de las leyes. Nuestra legislación vigente es fragmentaria, descodificadora, abigarrada, con frecuencia contradictoria e
irrespetuosa de la técnica. Para colmo, la ciencia jurídica no tiene
forma de expresarse en nuestro país, porque no existe un órgano
jurisdiccional con competencia casatoria y la creación pretoriana de la
arbitrariedad es insuficiente y defectuosa.
La historia siguió un curso bastante diferente al de la visión alberdiana, pero sin embargo, el documento de trabajo del tucumano sirvió
para redactar un texto que aún hoy, muy poco actualizado y un tanto
complicado, ha recobrado vigencia y rige nuestras instituciones. La
vigencia real, después de años de interrupciones y anormalidades,
muestra ahora sus defectos en el mundo actual. La Constitución de
1853-1860 fue como un vehículo que se volvió a poner en marcha
después de décadas. Nuestra verdadera experiencia constitucional, con
una ciudadanía real y formal bastante amplia y sin interferencias militares, tiene menos de treinta años.
Seguir el ejemplo del pensador repensante
Creo que ha llegado la hora de retomar el camino de Alberdi como
pensador repensante. Su directiva nos señala la necesidad de repensar
nuestras instituciones. Creo que hay tres temas sustanciales para
revisar y repensar al respecto: el poder ejecutivo, la coparticipación
federal y el control de constitucionalidad.
No estamos ante los peligros que acechaban al país en tiempos en que
Alberdi escribió las Bases. A diferencia de otros países de América Latina, tampoco estamos embarcados en una transformación estructural
destinada a incorporar en la ciudadanía a la mayor parte de la población; este es un capítulo que, con todo el dolor y las contradicciones
padecidas, se ha cumplido, al menos en gran medida. Debemos
superar la pobreza, pero no con exclusión estructural ni racista.
Necesitamos reforzar y avanzar más allá de lo hecho y neutralizar
todo riesgo de retroceso, tarea desafiante, pero menos difícil que la de
otros países de la región.
La experiencia histórica nos muestra que los retrocesos se nos
impusieron por la fuerza bruta o por ejecutivos fuertes y plebiscitarios.
Es hora de pensar en instituciones que nos preserven hasta donde sea
posible de nuevos riesgos en este sentido. Necesitamos, como todo
Estado, un ejecutivo fuerte, pero no lo es el que queda en minoría parlamentaria, forzado a gobernar por decretos o a negociar con grupos
minoritarios en el Congreso. El presidencialismo ha desarrollado una
lógica perversa, según la cual el que gana se lleva todo y el que pierde
trata por todos los medios de hacerlo fracasar y, cuando fracasa, no
solo desteje todo lo que el anterior hizo, al uso de Penélope pero sin
aguardar a Ulises, sino que directamente quema el tejido. En estas
condiciones no es posible acordar políticas de Estado, y sin ellas corremos el riesgo de volver a perder el tren de la historia, de destruir
nuevamente el esfuerzo de nuestro desarrollo económico, de despilfarrar el capital del Estado y, en definitiva, de poner a la soberanía
nacional ante las mismas amenazas que quería evitar Alberdi en su
tiempo.
El segundo aspecto es que Argentina debe resolver de una buena vez
el problema pendiente desde 1853-1860: la coparticipación federal.
Debe ser materia de una legislación posible, cuya base debe hallarse en
la propia Constitución. De la solución consensuada de esta cuestión
depende que se opte o no por un verdadero Estado federal. Aunque
parezca mentira, nuestra institucionalidad nunca logró resolver este
problema, o sea, que nunca nos hemos decidido definitivamente a ser
federales o unitarios. Y la cuestión no es teórica ni abstracta, no se
trata de declamaciones, sino de resolver un problema de distribución
de las rentas.
El tercer punto es que Alberdi, al proyectar una legislación única de
fondo, alteró el sistema norteamericano, pero dejó un sistema judicial
federal reducido al control de la constitucionalidad, sin prever la dificultad de que un mismo texto pueda tener hasta veinticinco interpretaciones diferentes. Por cierto que seguridad jurídica no es la mera
seguridad de respuesta jurídica, que es un medio, pero el fin siempre es la
seguridad de los derechos, la previsibilidad de lo que resolverán los
tribunales en caso de conflicto y, como es obvio, esto no existe cuando
las interpretaciones más dispares de un mismo texto son posibles e
irremediables. Hace poco más de un siglo que la Corte Suprema
inventó una casación disimulada, la llamada arbitrariedad. Se trata de
un remedio precario y poco seguro, que se impuso en virtud de la
necesidad de evitar los extremos de arbitrio interpretativo, pero que
resulta claramente insuficiente.
En la misma línea, el control de constitucionalidad difuso, sin siquiera
el stare decisis norteamericano, resulta sumamente débil como proveedor de seguridad jurídica. Cada día se hace más clara la necesidad de
un tribunal constitucional con competencia para hacer caer la vigencia
de las normas inconstitucionales, lo que nos reconduce a la cuestión
del presidencialismo, pues un tribunal de estas características no es
enteramente compatible con ese sistema, aunque hay varias experiencias regionales.
Creemos que el mejor homenaje a Alberdi sería repensar, como él lo
hizo toda su vida y hubiese continuado haciéndolo. Lejos de las urgencias, de los motivos coyunturales, de los intereses mezquinos del
momento, daríamos un magnífico ejemplo al mundo si repensásemos
nuestras instituciones para una mejor y más democrática gobernabilidad. Repensemos, hagámoslo en voz alta, extraigamos conclusiones, sin importar que no se vislumbre la oportunidad reformadora,
porque lo importante es que nos aclaremos las ideas y las expresemos,
pues, como decía Alberdi en el prólogo a las Bases que fechaba el 22
de noviembre de 1856, "hay siempre una hora en que la palabra
humana se hace carne."
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