conciencia moral y magisterio

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CONCIENCIA MORAL Y MAGISTERIO
El Prelado del Opus y Gran Canciller de la Universidad de Navarra pronunció en
italiano el texto de este ensayo en la apertura de una sesión del II Congreso
Internacional de Teología Moral que se ha celebrado en Roma sobre el tema
"Humanae vitae: veinte años después". Son algunas reflexiones sobre la dignidad y
funciones de la conciencia y, en concreto, sobre la actitud propia de la conciencia
cristiana en relación con aquellos que tienen por misión el proponer una y otra vez a lo
largo de los siglos el mensaje salvífico, en virtud del mandato de Cristo. (1)
Conciencia mora y Magisterio, Nuestro tiempo, 78 (1988) n. 414, 116-121
La conciencia es un tema de perenne interés para la reflexión moral. La conciencia
constituye, en efecto, "el núcleo más secreto, el sagrario del hombre, en el cual éste se
encuentra a solas con Dios". A la conciencia, le ha dedicado gran atención la literatura
patrística y la reflexión teológica, haciéndose eco de las abundantes referencias
contenidas en la Sagrada Escritura. Como es sabido, aunque es sólo San Pablo el que
hace uso frecuente del término conciencia (sineídesis), tanto el Antiguo Testamento
como Nuevo se sirven de términos análogos -como son los de corazón, sabiduría,
prudencia, etc.- a fin de expresar importantes verdades referentes a la conciencia moral.
A los motivos de interés a los que acabo de aludir se les añaden hoy otros distintos o
complementarios. Es bien sabido que, desde hace ya algunos lustros, existe un difuso
movimiento de subjetivación de la moral que ha pretendido presentarse como desarrollo
natural de la doctrina católica sobre la conciencia. Tal corriente de pensamiento y
opinión considera a la subjetividad individual como un tribunal autónomo y supremo
delante del cual deberían de ser citadas y juzgadas, sin posibilidad de apelación, las
enseñanzas de la Iglesia; de modo especial aquellas que se refieren a la ética. Ese
tribunal elevado a la categoría de locus theologicus originario y casi exclusivo, ha sido
denominado conciencia, sin tener en cuenta que la Iglesia ha sido instituida por Cristo y
está asistida constantemente por el Espíritu Santo a fin de iluminar las conciencias de
los fieles y de todos los hombres de buena voluntad, a través del anuncio de la verdad
que todos los hombres están obligados a buscar y a aceptar. Estas circunstancias hacen
hoy particularmente necesaria una reflexión teológica sobre la conciencia moral.
Es clásica en la Teología la distinción entre conciencia actual y conciencia habitual. La
primera es un juicio sobre un acto particular; la segunda es el conocimiento habitual de
las normas éticas y de los principios morales, conocimiento a cuya luz son juzgados los
actos particulares. Como explica Santo Tomás de Aquino, el hábito es principio de los
actos; por eso, el mismo nombre de conciencia se atribuye también al hábito natural, es
decir, a la misma sindéresis. Tanto la Sagrada Escritura como los Padres se refieren a la
conciencia con frecuencia y de manera global, utilizando ese término para referirse al
juicio de conciencia, o a los hábitos que en tal juicio intervienen.
Considerando igualmente la conciencia de manera global, Juan Pablo II habla de una
doble relación de la ley moral: "la que se encuentra escrita en las Tablas del Decálogo y
en el Evangelio y aquella que se encuentra esculpida en la conciencia moral del
hombre". De acuerdo con la enseñanza de San Pablo, los que no conocen la Ley Moral
revelada por Dios, "son Ley para sí mismos. Y con esto muestran que los preceptos de
la Ley están escritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia y las sentencias con
que entre sí unos y otros se acusan o se excusan".
Las verdades éticas naturales, que encuentran su plenitud en el amor de Dios y del
prójimo, han sido actualizadas y reforzadas en la conciencia humana y a la vez
enriquecidas con nuevos contenidos por la ley de la caridad, la lex caritas, volcada en
nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos ha sido dado. He aquí la razón
por la que San Pablo puede afirmar que su conciencia "da testimonio del Espíritu
Santo". En la conciencia cristiana actúa plenamente el acontecimiento de gracia
anunciado por Jeremías: "Colocaré mi ley en sus almas y la escribiré en sus corazones.
Entonces seré su Dios y ellos serán mi pueblo".
La norma moral no es pues una expresión arbitraria de una voluntad de Dios externa y
dialécticamente contrapuesta a la voluntad del hombre. La norma moral es ante todo y
sobre todo, verdad moral y salvífica. Es también la verdad interna al hombre y no sólo
verdad por él interiorizada. Es interior en sentido ontológico porque la norma moral
manifiesta la verdad sobre el bien y sobre la salvación de la persona humana. También
es interior en sentido epistemológico porque está en el corazón del hombre, en la
conciencia moral de la humanidad.
Pero la dignidad de la conciencia moral deriva propiamente del hecho de que la verdad,
encontrada por el hombre en su corazón es "una ley que no se da el hombre a sí mismo
(...) El hombre tiene en realidad una ley escrita por Dios dentro de su corazón: obedecer
a esa ley forma parte de la dignidad misma del hombre, y conforme a ella será juzgado".
También San Pablo expresa, por lo que se refiere al fundamento de normatividad de la
conciencia, conceptos análogos a los que acabamos de indicar con palabras del Vaticano
II. En efecto, es sólo después de haber explicado a los romanos que la autoridad política
responde a un designio de Dios y que cuantos se resisten a ella se oponen a un orden
establecido por Dios, cuando San Pablo afirma que "es necesario estar sometidos no
sólo por temor del castigo sino también por razones de conciencia". La dignidad de la
conciencia moral es, pues, grande, ya que a través de ella resuena en el interior del
hombre la voz de Dios. "En esto y no en otra cosa reside todo el misterio y toda la
dignidad de la conciencia moral: es decir, en ser el lugar, el espacio santo en el cual
Dios habla al hombre". El carácter absoluto e inviolable de la conciencia nace del hecho
de que en ella el hombre capta y reconoce los imperativos de la ley divina; "ley que está
obligado a seguir en todas sus actividades a fin de llegar a Dios, su fin".
Cuanto hemos dicho hasta ahora sobre la conciencia, aun siendo verdadero es todavía
incompleto. La Revelación no nos autoriza a identificar siempre y absolutamente la voz
de la conciencia con la de Dios. La conciencia y el corazón del hombre son,
ciertamente, la voz del deber moral; pero son también realidades personales, propias de
cada individuo; expresión inmediata y profunda de la propia voluntad y de la propia
personalidad moral.
Como el hombre mismo, la conciencia puede ser verdadera; pero también puede
equivocarse. Por eso, en la Escritura, la conciencia es definida como "buena", "débil",
"pura", "impura", etc. San Pablo da gracias a Dios porque sirve con conciencia pura,
igual que sus antepasados; y exhorta a los diáconos a conservar el misterio de la fe en
una conciencia pura, y anima al queridísimo Timoteo a que combata la buena batalla
con fe y con buena conciencia. Por el contrario, refiriéndose a los contaminados y a los
infieles, el propio San Pablo afirma que su mente y su conciencia están contaminadas,
y exhorta a los hebreos a acercarse a la plenitud de la fe con los corazones purificados
de toda mala conciencia. En el capítulo octavo de la Primera Carta a los Corintios, el
apóstol ofrece indicaciones precisas sobre el modo de comportarse respecto a las carnes
sacrificadas a los ídolos, dando consejos sobre cómo actuar en relación con aquellos que
tienen una conciencia débil. De otra parte, como es bien sabido, la dureza y la
interioridad del corazón son temas que aparecen con frecuencia en el Antiguo o en el
Nuestro Testamento, y Cristo explica a sus discípulos que es desde dentro, es decir,
desde el corazón de los hombres, de donde proceden los malos pensamientos, las
fornicaciones, los hurtos, los homicidios, etc. Y en otro momento el Señor habla de un
adulterio cometido en el corazón.
La conciencia y el corazón del hombre no son pues siempre buenos. En los Hechos de
los Apóstoles leemos incluso que el corazón del hombre puede llegar a oponer
resistencias al Espíritu Santo, y el profeta O seas afirma que aquél que es malo en el
corazón se escandalizará ante los caminos del Señor. San Agustín se pregunta al efecto:
¿qué significa ser malo de corazón? Y responde: "significa tener un corazón no recto,
sino tortuoso. El que es malo de corazón piensa que todas las cosas dichas por Dios son
mentira; juzga como mal hecho todo lo que Dios ha hecho, se disgusta ante los juicios
de Dios, especialmente ante aquellos que condenan su propia conducta; se detiene a
discutir sobre las "malas intenciones de Dios" considerando tales aquellas que no son
conformes a sus deseos. Quien tiene un corazón no recto no sólo se adecua a la voluntad
de Dios sino que pretende que Dios se acomode a él".
Debemos, pues, concluir que la conciencia moral puede errar. Lo hace sin culpa a causa
de la dificultad de una determinada situación o de un problema concreto; también puede
errar como consecuencia de una culpa o negligencia ligera. Pero es asimismo posible
que el hombre use mal su conciencia, que sea infiel a la más profunda verdad de su
corazón. El hombre, en efecto, puede no querer escuchar la voz de Dios. Puede incluso
querer hacer de su conciencia el tribunal en el que sean juzgadas y condenadas todas las
"intenciones de Dios" que no se conforman con sus propios deseos. Y de esta forma, el
hombre puede romper "el vínculo más profundo que lo une en alianza con el Creador" y
hacer de su propia conciencia "una fuerza que destruye su humanidad verdadera, en
lugar de ser el lugar santo donde Dios le revela su propio bien".
La experiencia humana de la mala conciencia y del corazón endurecido nos hace
comprender que la dignidad de la conciencia trae consigo un deber moral que el hombre
tiene que realizar: el deber fundamental de formar su propia conciencia. La finalidad de
la formación de la conciencia es, con palabras de la Carta a los Efesios, que el sujeto
llegue a ser "hombre maduro, al nivel de la medida que actúa la plenitud de Cristo. Así
no seremos ya niños, llevados acá y allá por cualquier viento de doctrina (...) Sino que,
practicando la verdad de la caridad, creceremos en todos los aspectos hasta llegar a
aquél que es la cabeza, a Cristo".
El problema de la conciencia es fundamentalmente un problema de verdad: veritatem
facientes in caritate. Soy testigo personal de cómo estas palabras de San Pablo fueron
tantísimas veces objeto de profunda meditación por parte del Siervo de Dios Mons.
Escrivó de Balaguer. Quería enseñar a aquellos que tenía en torno a sí, de una parte a
comprender, a excusar, a perdonar, veritatem facientes in caritate, defendiendo la
verdad, sin herir. Y de otra parte, a amar la verdad, "aunque la verdad te acarree la
muerte". El amor a la verdad es el punto de partida para la formación de la conciencia
moral. Tal amor debe superar una enfermedad hoy muy difundida: la indiferencia ante
la verdad, basada en la convicción o en el pensamiento de que estar en la verdad no es
un valor de importancia decisiva para el hombre, y unida con frecuencia al prejuicio de
que la verdad divide a los hombres entre sí y en consecuencia resulta nociva para la paz
social.
Juan Pablo II ha puesto de relieve que el origen último de la indiferencia ante la verdad
se encuentra en el orgullo, "en el cual según la entera tradición de la Iglesia se encuentra
la raíz de todo mal humano". La formación de la conciencia reclama, pues, como paso
previo, la conversión del corazón; para la cual, "es necesario mantener un ánimo joven,
invocar al Señor, descubrir lo que en nosotros no va, pedir perdón", actitudes que
encuentran un espacio privilegiado en el Sacramento de la Penitencia.
Pero pueden darse ocasiones que susciten en nosotros particulares dificultades, y en las
cuales, a pesar de nuestros sinceros esfuerzos, tendremos necesidad de volvernos al
Señor con una oración semejante a aquella que encontramos en labios del Salmista:
"Enséñame, oh Jahvé!, el camino de tus secretos que yo custodiaré hasta el fin. Dame
inteligencia y guardaré Tu ley y la observaré con todo mi corazón".
Creo poder decir que Cristo ha dado ya respuesta a ésta y a similares oraciones. Esta
respuesta la encontraremos en las palabras transcritas por San Mateo: "Id, pues; enseñad
a todas las gentes (...) enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré
con vosotros siempre hasta la consumación del mundo". Cristo conoce la debilidad y la
dificultad en que la razón humana puede encontrarse para ser fiel a sí misma y a su
Creador, y ha instituido otras fuentes para el conocimiento moral: fundamentalmente la
Revelación, custodiada y fielmente interpretada por el Magisterio de la Iglesia. El
Apóstol Pablo muestra que los diversos ministerios y carismas otorgados por Cristo a la
Iglesia están ordenados a la edificación y a la paz de las conciencias. Cristo constituye a
algunos apóstoles, a otros como profetas, a otros como evangelistas, a otros como
pastores y maestros, "porque están perfectamente preparados los santos para la obra del
ministerio para la edificación del cuerpo de Cristo a fin de que lleguemos todos a la
unidad de la fe y del pleno conocimiento del Hijo de Dios". Con palabras de Juan Pablo
II podemos decir que "es en la Iglesia en donde la conciencia moral de la persona crece
y madura (...) La fidelidad al Magisterio de la Iglesia impide por tanto a la conciencia
moral desviarse de la verdad acerca del bien del hombre".
Las orientaciones alcanzadas por el Magisterio de la Iglesia son particularmente
necesarias para iluminar la conciencia en la valoración ética de algunos problemas que,
estando ligados estrechamente al bien y a la dignidad de la persona humana, quedan
oscurecidos por diversos factores psicológicos, culturales, sociales, económicos, etc.
Tales son actualmente los problemas concernientes a la ética sexual y particularmente
las cuestiones resueltas por la encíclica Humanae Vitae. Es San Agustin el que observa:
"algunas cosas se creerían con ligereza si en la Sagrada Escritura no estuviesen
declaradas más graves de cuanto a nosotros parecen". Y añade después: "No tomemos
balanzas falsas para pesar aquello que nos gusta y tal como nos gusta, diciendo a
nuestro capricho: esto es grave, esto es poco importante; tomemos en cambio la balanza
divina de las Escrituras, y pesemos en ellas aquello que es culpa grave, o mejor dicho,
reconozcamos a cada cosa el peso que Dios le ha dado". Es necesario dirigirse a la
Revelación" tal y como está interpretada por la Iglesia, con la misma actitud con la que
desde la incertidumbre nos dirigimos hacia la certeza, con la cual quien yerra o se
encuentra tentado, se dirige hacia lo incorruptible o hacia lo santo. Si creemos que la
Iglesia es la Iglesia de Cristo, nuestra conciencia no puede adoptar ante ella una actitud
diferente.
Estoy seguro de que vuestros trabajos contribuirán a poner de manifiesto el don divino
que constituye para la conciencia cristiana, y para toda conciencia, el Magisterio de la
Iglesia, con su carisma de verdad. Una misión grande y fundamental de la Teología de
la Iglesia es el captar y expresar las razones que muestran a los hombres el carácter
razonable, la racionalidad y la profunda humanidad de las costumbres de la Iglesia, las
mores Ecclesiae. La teología hace un gran servicio, un precioso servicio a los fieles y a
todos los hombres que buscan sinceramente la verdad y ofrece una eficaz contribución a
la pacificación de las conciencias.
Notas:
1
Publicamos la traducción castellana, subrayados incluidos, aparecida en la revista
Nuestro Tiempo, de la Universidad de Navarra.
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