Woody Allen Midnight in Paris EE.UU, 2011. 94

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Cátedra de Artes N° 10 (2011): 131-135 • ISSN 0718-2759
© Facultad de Artes • Pontificia Universidad Católica de Chile
Woody Allen
Midnight in Paris
EE.UU, 2011. 94 min.
“La nostalgia, la sencillez y la máscara”
Por Joaquín Castillo Vial
[email protected]
El escenario urbano parece ser el lugar idóneo para Woody Allen y sus películas. Se ha hablado mucho acerca de su traslado desde Nueva York a las ciudades europeas en varias de sus últimas películas, criticándosele, principalmente,
que estas son un lazo entre el director estadounidense y los departamentos de
turismo de dichas ciudades. En Midnight in Paris, por medio de una sencilla
historia ambientada en un París donde hay paralelos temporales, Allen nos
cuenta la historia de Gil Pender, un guionista hollywoodense algo desencantado
con su oficio, quien añora nostálgicamente la capital francesa de principios del
siglo XX. El tratamiento de la ciudad se hace desde la idealización utópica de
los lugares en los que se mueven los personajes, lo que lleva a un panegírico de
edades doradas antiguas que no pueden estar presentes.
Gil (Owen Wilson) se encuentra de paso en París invitado por John, su
suegro, que está por un viaje de negocios. Inez (Rachel McAdams), su prometida, resulta ser un personaje –además de insoportable– bastante crítico con los
planes de su pareja, contribuyendo enormemente al desencanto que su prometido
tiene con su propia época. En París se encuentran con Paul y Carol, un viejo
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compañero de universidad de Inés, y su mujer. Este resulta ser un personaje
aún más desagradable que Inez, principalmente por su pedantería que elimina
toda posibilidad de empatía con el espectador. A ello se suma el escepticismo
que tienen los suegros de Gil con este, ya que creen que ha enloquecido. Con
todos esos factores en mente, el París del siglo XXI resulta ser un lugar –en
parte– atrayente para Gil, el que principalmente evoca a una época mejor y que
el protagonista ubica en los años veinte del siglo pasado. La ciudad que construye
Woody Allen por medio de la fotografía alude románticamente a la perfección,
muchas veces cayendo en los lugares comunes de ella. De ese modo, Gil se pasea
por las orillas del Sena o por las calles del barrio latino siempre llamativo en sus
mercadillos y tiendas, donde bajo la lluvia o a pleno sol todo tiene una apariencia
perfecta. Hay, por ello, una dicotomía en el París turístico de hoy, ya que a pesar
de ser el escenario perfecto, su protagonista no está cómodo.
Contrastado con este escenario está el mundo que Gil descubre durante las
noches. En medio de una callejuela parisina, justo a medianoche, un antiguo
automóvil lo recoge para llevarlo al París bohemio y vanguardista de los años
veinte. Allí conoce y es acogido por personajes de la talla de Scott Fitzgerald y
Hemingway, con quienes entabla conversaciones mucho más interesantes de las
que tiene con su mujer y con el pedante de Paul. Incluso se le invita a participar,
y se le reconoce en medio de la conversación, en las fiestas y en las reuniones
de una manera en que sus propios contemporáneos no lo hacen. Eso lo lleva a
pensar sobre la época en la que vive y cómo se relaciona con ella, sintiéndose
efectivamente más cómodo en un tiempo ajeno al suyo. En medio de ese mundo
bohemio, por lo tanto, Gil se relaciona tanto con quienes admira como con un
escenario que ya no añora con nostalgia, porque se encuentra en él. Además de
encontrarse con los principales personajes de la bohemia parisina, conoce a la
bellísima Adriana –interpretada por la también bellísima Marion Cotillard–,
amante de Picasso y Modigliani entre otros, quien llegó a París para estudiar
moda.
Dentro de sus planes en París, Gil pretende darle los últimos ajustes a su
primera novela, con la cual no está completamente a gusto. Allí espera encontrar la inspiración suficiente que llevó a tantos escritores y artistas a radicarse
en esa ciudad, dándole gran importancia al encanto que se puede encontrar en
una ciudad como esa. Es por ello que los paseos a los años veinte resultan ser el
viaje ideal para encontrar una segunda opinión en manos de Gertrude Stein o
el propio Hemingway. En una escena, Stein recibe su novela y lee las primeras
líneas frente a los que allí están. Con ello, Adriana queda maravillada, sobre
todo con la idea de la nostalgia por el pasado, deseo que une a ambos personajes.
Se dan cuenta que comparten su principal pasión: el deseo de una edad de oro
anterior, como negación de un presente que es precario. El ensamble de ambos
personajes es, por ello, inmediato. Gil y Adriana, dejando de lado todo lo demás,
terminan caminando por las callejuelas de un París romántico, añorando –cada
uno– una época distinta a la suya.
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El paralelismo de los escenarios parece no ser, para Allen, un problema que
necesite explicación. Simplemente hay quiebres temporales que deben suceder
para reflexionar en torno al concepto de nostalgia. El trabajo de lo fantástico
otorga otra pátina de sencillez al relato, ya que no es el resultado de una intrincada
explicación física o lógica, sino que simplemente por abordar un vehículo antiguo
el protagonista viaja en el tiempo. Esa sencillez de la historia se complementa
con la actuación de Owen Wilson, ya que es difícil separarlo de la idea de sus
roles cómicos de Wedding Crashers (2005) o Zoolander (2001), o de su humor
alternativo en las películas de Wes Anderson. Gil parece desear más un aura
de escritor, rodeado por los lugares comunes de la ciudad de la luz, que crear
obras literariamente innovadoras. La admiración, por lo tanto, de Hemingway,
Buñuel o Dalí se debería construir desde su arte, pero se hace solo desde las
figuras de los personajes. Woody Allen realiza un ejercicio nostálgico donde el
objeto añorado es una apariencia de algo, donde la ciudad es el lugar idóneo
para la construcción de la apariencia del escritor.
La nostalgia desea, por lo tanto, una apariencia determinada, una máscara
construida para mostrar la belleza de una época que no lo es tanto. Para ello,
también es necesario establecer un contraste absoluto entre la época en la que
el protagonista vive y aquella en la que a él le gustaría vivir. Mientras en el presente de Gil hay una serie de personajes –y situaciones– que hacen imposible
la convivencia, en el París de los años veinte todo parece ser perfecto para él.
E igualmente con Adriana: solo en el París de la Belle Époque se siente a gusto,
ese París que para Gauguin y Degas tampoco es la época perfecta, ya que estos
últimos habrían preferido vivir durante el renacimiento.
Al ser Gil el centro de la historia, el principal contraste está entre los años
veinte y el París actual. Hoy, Gil es un escritor descontento con su trabajo y
que, de acuerdo con las palabras de Hemingway, no conoce el amor verdadero
ya que no se le quita el miedo a la muerte al amar a su mujer. El contraste es
absoluto, pues siempre se muestran otras épocas como utopías logradas. De
ese modo, el París de Adriana –para Gil– lo tiene todo: el factor principal es
que están todos sus ídolos; no solo literarios, sino también culturales. Hay,
eso sí, pequeños elementos que muestran ciertas grietas en esta perfección,
como aquella escena en la que Zelda Fitzgerald está a punto de lanzarse al
río. Pero la razón más importante por la que para Gil esa etapa no resulta
perfecta es muy sencilla: no es su época. El presente siempre es precario
y siempre hay algo que hace escapar de él. Por ello, la aceptación de esa
primicia por parte del protagonista viene solo cuando Adriana no es capaz
de aceptarla, y él se da cuenta del sentido que hay detrás de la nostalgia. Lo
que él ve como perfecto, encarnado principalmente en una mujer bellísima
que lo acompaña caminando por las calles y plazas de un París idóneo, para
ella no es así. Siempre se tiene la mejor imagen del pasado, pero no existe
la perfección en ninguna época.
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Las referencias culturales que Allen deja entrever a lo largo de la película
tienen ciertos aspectos que es necesario dar cuenta. Por un lado, hay una serie
de personajes que no necesitan presentación, como Picasso o Hemingway, pero
también está lleno de referencias que para el público no especializado es necesario buscar en otro tipo de registros, como el caso de Alice B. Toklas o Man
Ray, quienes no apelan directamente a todos. Dentro de las interpretaciones
de estos artistas, hay algunas mejor logradas que otras. Así, las representaciones de Hemingway o de Scott Fitzgerald –que interactúan más directamente
con Gil– resultan memorables, como cuando el primero, de carácter duro, le
dice al desencantado protagonista: “ninguna trama es terrible si la historia es
verdadera y la prosa es limpia y honesta”1, o cuando el segundo, casi siempre
con una copa en la mano, lo invita a diversas celebraciones. Pero no todos los
personajes históricos evocados se muestran profundamente, siendo algunos,
como T.S. Elliot o Picasso, objetos de poco más que un cameo de la cámara.
También hay algunos cuyas apariciones dan cuenta de una caricaturización de
sus características, como aquella conversación en un bar sostenida entre Gil,
Man Ray, Dalí y Buñuel, donde los surrealistas, a pesar de tener una aparición
bastante divertida, se convierten en figuras acartonadas de quienes interpretan.
Quizá el mayor logro de Midnight in Paris es la sencillez en el tratamiento
de la historia. Simplemente por medio de unos viajes al pasado se nos relata
una historia de búsqueda del sentido de la vida. No se construye la historia
como una “novela de formación”, sino simplemente se trata de comprender
en qué radica la importancia de una época determinada. De ese modo, Gil le
cuenta a Adriana su pesadilla en la que va al dentista en los años veinte y este
no posee anestesia porque ella aún no se había inventado. La sencillez de la
historia está también en los personajes secundarios. No se ven luchas de egos
ni personalidades principalmente soberbias, sino siempre una disposición a la
juerga, a la buena voluntad –sobre todo en Hemingway y en Stein– y a generar
un ambiente idílico que contrasta enormemente con el presente.
El París que nos muestra Allen es totalmente turístico. Toda la escena previa a
los créditos iniciales da cuenta de una ciudad encuadrada en imágenes diseñadas
de antemano, donde lo que importa es mostrar qué tan perfecta es la imagen que
se ha construido de ella. No se busca, en ningún momento, retratar la miseria,
sino todo lo contrario: los encuadres están hechos a la “ciudad de las luces”, a ese
foco de la cultura bohemia donde solo existe gozo y originalidad. Esa bohemia
que históricamente abusó de las drogas y del alcohol se ve aquí solamente en
su faceta creativa y entusiasta, donde la ciudad se goza en su continua algarabía y con una belleza única. La construcción es, por lo tanto, desde una postal
“no subject is terrible if the story is true and if the prose is clean and honest” (traducción mía).
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perfecta siempre original. La única comparación posible entre ambas épocas es
psicológica, ya que no hay posibilidad de contrastar la miseria o la decadencia,
pues ninguna de las dos está presente. Lo único que está ausente es un sentido
de la vida, que solo se encuentra en la comprensión de lo qué significa vivir en
una época determinada.
Midnight in Paris no será la mejor película de Woody Allen, pero sí es una
bella historia que elogia la nostalgia por el pasado al mismo tiempo que la desarma. El elogio mayor, casi como moraleja, es hacia el presente que, a pesar de
ser precario, es la época donde el azar ha puesto a cada personaje. Con ello, Gil
Porter logra convencerse de cómo enfrentar su propio tiempo –eligiendo una
vida con mayor sentido–, en el cual es necesario hacer conjugar los elementos
que desea, como un París romántico y bello donde se puede encontrar ese amor
tan cantado durante el siglo XX, y una vida sencillamente vivida.
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